Capítulo 11

…y como a otros Fieles, también a Santa Filipa mancillaron, diciendo que a la traición al reino se prestara, llamando al tumulto y a la sedición, alborotando a las gentes todas e incitando a la revuelta. Wümeryus, herético y sedaño, que se diera a sí mismo el título de arcipreste, ordenó prender a la Santa, y arrastróla a una triste y oscura prisión donde la mortificó con frío y pestilencias, y demandábale que admitiera sus pecados y confesara cuanto hiciera. Y mostró Wilmeryus a la Santa Filipa instrumentos varios de tormento y amenazóla reciamente, mas la Santa otra cosa no hizo sino escupirle en el semblante y acusarlo de sodomía.

Mandó, pues, el hereje despojarla de sus vestiduras y así, desnuda, azotarla sañudamente con flagelos de buey y dañarla crudamente so las uñas. Y no paraba de preguntarle y de apremiarla, diciéndole que renegase de su fe y de su Diosa. Mas la Santa echóse a reír y aconsejóle que se alejara.

Dispuso entonces él que llevaran a la Santa a una cámara preparada para el tormento, y desgarráronle el cuerpo todo con anzuelos y con ganchos aguzados y quemáronle con cirios los costados. Mas, sufriendo así martirio, la Santa mostró en su cuerpo mortal una entereza inmortal. Tanto que los verdugos desfallecieron y con grande espanto retrocedieron, pero Wilmeryus severamente reprendiólos y ordenóles que no la dejasen de atormentar y que las manos con fuerza le sujetasen. Empezaron, pues, a quemar a Santa Filipa con planchas ardientes, a dislocarle los miembros y a tirar de los sus pechos con unas tenazas. Y con esas torturas finó, sin confesar nada.

Y de Wilmeryus, el impúdico herético, leemos en los libros de nuestros Santos Padres que más tarde sufriera castigo, y fue que los piojos y los vermes cubriéronlo y atormentáronlo, hasta que todo él corrompióse y pereció. Y comoquier que apestaba como un can, no le pudieron dar sepultura y hubieron de arrojarlo a un río.

Por ende, seanparu la Santa Filipa la alabanza y la corona del martirio, para la Diosa Madre la gloria por los siglos, y para nosotros la sabiduría y las enseñanzas. Amén.

Vida de Santa Filipa mártir, redactada en Mons Calvus en tiempos remotos, a partir de los libros martiriales compilados en el Breviario de Tretogor, basados en los muchos Santos Padres que la alaban en sus escritos


*****

Iban a todo correr, como locos, a tumba abierta. Galopaban en días que palpitaban ya con la primavera. Los caballos volaban, y las gentes, alzando a su paso el cuello y la espalda, encorvadas en la dura faena, no daban crédito a sus ojos: ¿eran jinetes o espectros?

Galopaban de noche, en las oscuras y húmedas noches de tibias lluvias. Pasaban despertando a las gentes que, incorporadas en el lecho, miraban aterradas a su alrededor, luchando contra un dolor que les ahogaba, que les crecía en la garganta y en el pecho. Saltaban de la cama al oír el golpeteo de los postigos, el llanto de los niños desvelados, el aullido de los perros. Juntaban la cara a la ventana, sin dar crédito a sus ojos: ¿eran jinetes o espectros?

En Ebbing empezaron a circular historias sobre los tres demonios.


*****

El trío de jinetes surgió súbitamente, de la nada, como por arte de magia, pillando por sorpresa al Cojo, que no tuvo ocasión de escapar. Tampoco tenía a quién pedir ayuda. Más de quinientos pasos separaban al tullido de las primeras casas del pueblo. Pero, aunque hubieran estado más próximas, pocas probabilidades había de que alguno de los habitantes de Los Celos hubiera acudido a sus gritos de socorro. Era la hora de la siesta, que en Los Celos duraba desde antes del mediodía hasta la caída de la tarde. Aristóteles Bobeck, apodado el Cojo, mendigo y filósofo local, sabía de sobra que a la hora de la siesta los habitantes de Los Celos no reaccionaban ante nada.

Los jinetes eran tres. Dos mujeres y un hombre. El hombre tenía los cabellos blancos y llevaba una espada echada a la espalda. Una de las mujeres, la mayor, vestida de blanco y negro, tenía el pelo como el azabache, ensortijado. A la más joven, de cabellos lisos color ceniza, la afeaba una cicatriz en la mejilla izquierda. Montaba una preciosa yegua mora. El Cojo tenía la sensación de haber visto ya antes esa yegua.

Fue la jovencita, precisamente, la que se dirigió primero a él.

– ¿Eres de aquí?

– ¡Inocente soy! -Al Cojo le castañeteaban los dientes-. ¡Nomás colmenillas ando cogiendo! ¡Por compasión, no hagáis mal a un tullido!

– ¿Eres de aquí? -repitió su pregunta, pero sus verdes ojos brillaron de un modo amenazante. El Cojo se contrajo.

– Sí, sí, noble señora -balbuceó-. De aquí, por éstas. Y aquí mismo naciera, en Birka, o sea, en Los Celos. Y raro será que no me toque aquí diñarla…

– El año pasado, en verano y otoño, ¿estabas por aquí?

– ¿Y dónde iba a estar si no?

– Responde a lo que te pregunto.

– Aquí estaba, noble señora.

La yegua mora sacudió la cabeza, aguzó las orejas. El Cojo sintió encima de él las miradas punzantes como espinas de erizo de los otros dos jinetes: la morena y el albino. El albino era el que más miedo le daba.

– El año pasado -le contó la muchacha de la cicatriz-, en el mes de septiembre, más concretamente el nueve de septiembre, durante el primer cuarto de la luna, aquí asesinaron a seis jóvenes. Cuatro muchachos… y dos chicas. ¿Te acuerdas?

El Cojo tragó saliva. Ya hacía un rato que lo sospechaba, ahora ya sabía, ahora estaba seguro.

La chica había cambiado. Y no se trataba tan sólo de aquella cicatriz en la cara. No era la misma que entonces, cuando chilló prendida al atadero de los caballos, viendo cómo Bonhart les cortaba la cabeza a los Ratas muertos. Nada que ver con la de entonces, cuando el cazador, en la posada La Cabeza de la Quimera, la desnudó y la golpeó. Solo esos ojos… esos ojos no habían cambiado.

– Responde -le apremió con rudeza la otra mujer, la morena-. Te han hecho una pregunta.

– Claro que me acuerdo, nobles señores -aseguró el Cojo-. Y cómo no me iba a acordar. Mataron a seis mozuelos. Cierto, el año pasado fue. En setiembre.

La chica estuvo un buen rato callada. No le miraba a él, miraba hacia algún punto en la distancia, por encima de sus hombros.

– Entonces, seguro que sabes… -dijo por fin, haciendo un esfuerzo-. Seguro que sabes dónde están enterrados esos jóvenes. Al pie de qué empalizada… En qué basurero o en qué estercolero… O si quemaron sus cuerpos… Si los llevaron al bosque, dejándoselos a los zorros y a los lobos… Me vas a enseñar ese lugar. Me vas a conducir hasta allí. ¿Entendido?

– Sí, noble señora. Seguirme, hacer la merced. Además, cerca está.

Fue cojeando levemente, sintiendo en el cogote el cálido aliento de los caballos. No se volvió a mirarles. Algo le decía que no era buena idea.

– Es ahí -dijo por fin, haciendo una señal-. El camposanto de los Celos, en la arbolea. Y aquéllos por los que preguntasteis, noble señora Falka, ahí mismo andan enterrados.

La muchacha suspiró ruidosamente. El Cojo miró a hurtadillas y vio cómo le cambiaba la cara. El del pelo blanco y la morena no decían nada, esperaban con el rostro impertérrito.

La chica estuvo un buen rato mirando el pequeño túmulo, hermoso, recto, hecho con esmero, construido con bloques de arenisca y losas de espato y de pizarra. El abeto que había adornado el túmulo en su momento estaba descolorido. Las flores que alguien había depositado hacía tiempo estaban ahora secas y amarillentas.

La muchacha bajó del caballo.

– ¿Quién…? -preguntó en voz baja, sin dejar de mirar, sin volver la cabeza.

– Pues -el Cojo se aclaró la voz- mucha gente de Los Celos contribuyó. Pero la que más la viuda Goulue. Y el joven Nycklar. La viuda mujer de gran corazón fue siempre… Y Nycklar… Sus pesadillas le traían mártir. No le dejaban en paz. Hasta que no enterraron como es debido a los muertos…

– ¿Dónde puedo encontrar a la viuda y a ese tal Nycklar?

El Cojo estuvo un largo rato callado.

– La viuda anda acá enterrada, tras de ese abedul torcido -dijo finalmente, mirando sin temor a los verdes ojos de la chica-. Murió de neumonía este invierno. En cuanto a Nycklar, se alistó y marchó por ahí, a otras tierras… Dicen que ha caído en la guerra.

– Ya casi se me había olvidado -susurró la chica-. Ya casi se me había olvidado que su suerte había quedado ligada a la mía.

Se acercó al túmulo y se arrodilló o, más bien, se tiró al suelo de rodillas. Se inclinó mucho, casi hasta tocar las piedras de la base con la frente. El Cojo vio cómo el peliblanco hacía un movimiento, como queriendo desmontar del caballo, pero la mujer morena le sujetó del brazo, deteniéndole con el gesto y con la mirada.

Los caballos resoplaron, sacudieron la cabeza, haciendo tintinear los anillos de los bocados.

La muchacha estuvo mucho, muchísimo tiempo arrodillada al pie del túmulo, con la cabeza muy baja, moviendo los labios en una especie de muda letanía.

Titubeó al ponerse de pie. Con un movimiento reflejo, el Cojo la agarró. De una fuerte sacudida, ella se soltó el codo, le dirigió una mirada hostil a través de las lágrimas. Pero no dijo ni palabra. Incluso, cuando el hombre le sujetó el estribo, le dio las gracias con una leve inclinación de la cabeza.

– Sí, noble doncella Falka -dijo, venciendo sus temores-. Qué extraña revuelta del destino. Sufristeis entonces una opresión espantosa, durante aquel aprendizaje tan cruel… Muy poca gente, aquí en Los Celos, creía que saldríais viva… Mas aquí estáis, sana y salva, mientras que Goulue y Nycklar se fueron al otro barrio… No me tenéis siquiera a quién darle las gracias, ¿eh? A quién poder expresarle vuestra gratitud por lo del túmulo…

– No me llamo Falka -dijo bruscamente-. Me llamo Ciri. Y en lo tocante a nuestra gratitud…

– Honrados sentios con ella -intervino con frialdad la morena. Había algo en su voz que hizo estremecerse al Cojo-. Por este pequeño túmulo -siguió diciendo, marcando mucho las palabras-. Por vuestra humanidad, por vuestra dignidad y decencia humanas, todos los vecinos de este poblado podéis contar con nuestro favor, gratitud y benevolencia. No os podéis imaginar hasta qué punto.


*****

El nueve de abril, poco después de medianoche, a los primeros habítantes de Claremont les despertó una claridad repentina, un resplandor rojo que golpeó las ventanas e irrumpió en sus casas. Al resto de lugareños les sacaron de la cama los alaridos, el alboroto y los toques furibundos de la campana tocando a rebato. Solo estaba ardiendo un edificio. Una gran construcción de madera en otros tiempos había sido un templo, consagrado a una divinidad cuyo nombre apenas recordaban ya las más ancianas. Un templo se había convertido después en un anfiteatro, donde se celebraban de vez en cuando espectáculos circenses, combates y otras diversiones capaces de sacar al pueblo de Claremont del tedio, la melancolía y la modorra.

Ese anfiteatro era ahora pasto de las llamas y sufría las sacudidas de las explosiones. Por todas las ventanas salían despedidas deshiladas lenguas de fuego de varios codos de largo.

– jAuxiiiliooo! -chillaba el propietario del anfiteatro, el mercader Houvenaghel, que no paraba de correr, agitando los brazos y sacudiendo su enorme panza. Llevaba un gorro de dormir y una pesada delia echada por encima del camisón. Iba amasando con los pies descalzos el estiércol y el barro de la calle-. ¡Auxiliooo! ¡Vecinooos! ¡Aguaaa!

– Castigo divino -sentenció con tono autoritario una de las más viejas del lugar-. Por tanto escándalo como han dado en ese templo…

– Bien decís, señora. ¡Tenía que ocurrir!

El calor se dejaba sentir entre el rugido de las llamas del teatro, apestaba a orines de caballo evaporados de los charcos, silbaban las chispas. De pronto saltó el viento, no se sabía en qué dirección.

– ¡Auxiiiliooo! -bramaba Houvenaghel como un salvaje, viendo que el luego pasaba a la fábrica de cerveza y al granero-. ¡Vecinooos! ¡Traed ubos! ¡Cubooos!

No faltaron voluntarios. Claremont tenía incluso su propio cuerpo de bomberos, dotado y mantenido por Houvenaghel. Hicieron todo lo que estaba en su mano para apagar el fuego. Pero fue inútil.

– No damos abasto… -se lamentaba el jefe de los bomberos, limpiándose el rostro cubierto de ampollas-. No es fuego corriente… ¡Es algo diabólico!

– Magia negra… -Otro de los bomberos se ahogaba con el humo.

Procedente del interior del anfiteatro, se oía el tremendo crujido de los cabrios, caballetes y pilares al resquebrajarse. Hubo estampidos, estallidos, chasquidos, bramidos, y una enorme columna de fuego se elevó hacia el cielo. El tejado implosionó, cayendo sobre la arena del anfiteatro. El edificio entero se inclinó: podría decirse que estaba saludando al público, al que había dado diversión por última vez, ofreciéndole un espectáculo impactante, de una fogosidad extraordinaria.

Y después las paredes se vinieron abajo.

Los esfuerzos de los bomberos y de los equipos de socorro permitieron salvar de las llamas medio granero y una pequeña parte de la fábrica de cerveza.

Amanecía un día maloliente.

Houvenaghel estaba sentado en medio del barro y las cenizas, con el gorro de noche tiznado y la delia de abortón. Lloraba amargamente, hacía pucheros como un crío.

Naturalmente, tenía asegurados el teatro, la fábrica de cerveza y el granero. El problema estaba en que la compañía de seguros también era propiedad de Houvenaghel. Nada, ni siquiera el fraude fiscal, le podría compensar mínimamente por las pérdidas.


*****

– Y ahora, ¿adonde? -preguntó Geralt, contemplando la columna de humo que empañaba con su suciedad el sonrosado cielo matinal-. ¿A quién más quieres visitar, Ciri?

Ella le miró, y él no tardó en arrepentirse de habérselo preguntado. De repente, le entraron ganas de abrazarla, soñó con estrecharla en sus brazos, dándole su calor, acariciándole el cabello. Para protegerla. Para impedir que nunca, nunca más, volviera a estar sola. Para que no volviera a sufrir ningún mal. Para que no volviera a ocurrir nada que le hiciera ansiar la venganza.

Yennefer callaba. Yennefer callaba muy a menudo últimamente.

– Ahora -dijo tranquilamente Ciri- vamos a ir a una aldea llamada Licornio. El nombre se debe a un unicornio de paja que protege la localidad. Un pobre y ridículo monigote. Me gustaría que, como recuerdo de lo que allí ocurrió, los habitantes tuvieran… bueno, si no uno más valioso, sí por lo menos un tótem de mejor gusto. Cuento contigo, Yennefer, porque, sin magia…

– Muy bien, Ciri. ¿Y después?

– Los cenagales de Pereplut. Confío en que seré capaz de… de encontrar esa cabaña en mitad de los pantanos. En ella encontraremos los restos de un hombre. Quiero que esos restos descansen en una tumba decente.

Geralt no decía nada. Y no apartaba la mirada.

– Después -prosiguió Ciri, aguantándole la mirada sin la menor dificultad- pasaremos por la aldea de Dun Dáre. La posada, seguramente, la habrán quemado, y no me extrañaría que hubieran asesinado al posadero. Por culpa mía. Me cegaron el odio y el afán de venganza. Intentaré agradecérselo de algún modo a la familia.

– Eso -intervino Geralt- ya no tiene remedio.

– Lo sé -respondió de inmediato, con dureza, casi con rabia-. Pero me presentaré ante esa gente con toda humildad. Siempre recordaré la expresión de sus ojos. Tengo la esperanza de que ese recuerdo pueda preservarme de errores semejantes. ¿Lo entiendes, Geralt?

– Sí que lo entiende, Ciri -dijo Yennefer-. Los dos te entendemos, hija. Créeme. Vamos.


*****

Los caballos volaban, como arrastrados por el viento. Por un remolino mágico. Un trotamundos que marchaba por la carretera, alarmado por el paso vertiginoso de los tres jinetes, levantó la cabeza. Levantó tambien la cabeza un comerciante que viajaba en su carro cargado de mercancías, un malhechor que huía de la justicia, un colono que se había echado al camino: los políticos le habían forzado a abandonar las tierras que había colonizado en su día, fiándose de las palabras de otros políticos. Levantaron la cabeza un vagabundo, un desertor y un peregrino con su bordón. Levantaron la cabeza asombrados, asustados. Sin dar crédito a sus ojos.

En Ebbing y Geso empezaron a circular historias. Sobre la Persecución Salvaje. Sobre los Tres Jinetes Fantasmas.

Historias pensadas y urdidas en los atardeceres, en estancias que olían a manteca fundida y a cebolla frita, en salas de reuniones, en posadas llenas de humo, en fondas, en chozas, en pegueras, en alquerías en medio del bosque y en puestos fronterizos. Historias en las que se contaba mucho, se inventaba mucho, se disparataba mucho. De la guerra. Del heroísmo y la caballería. De la amistad y la enemistad. De la villanía y la traición. Del amor fiel y sincero, del cariño que siempre se impone. Del crimen y del castigo, que siempre aguarda a los criminales. De la justicia, que siempre es justa.

De la verdad, que, como el aceite, siempre sale a flote.

Se inventaban patrañas, y se disfrutaba de esas fábulas. Se gozaba con la pura fantasía. Porque fuera, en la vida real, todo funcionaba justo al revés.

La leyenda crecía. Los oyentes, en auténtico trance, se quedaban embobados con las enfáticas palabras del cuentista que les narraba la historia del brujo y la hechicera. La historia de la Torre de la Golondrina. De Ciri, la bruja de la cicatriz en la cara. De Kelpa, la yegua mora hechizada.

De la Dama del Lago.

Eso vino más tarde, al cabo de los años. Al cabo de muchos, muchos años.

Pero, por el momento, como la semilla empapada por una lluvia tibia, la leyenda germinaba y crecía entre las gentes.


*****

Sin darse ni cuenta, había llegado mayo. Lo notaron primero por las noches, brillantes y resplandecientes con los lejanos fuegos de Belleteyn. Cuando Ciri, con rara excitación, saltó a lomos de Kelpa y galopó en dirección a las hogueras, Geralt y Yennefer aprovecharon aquellos momentos de intimidad. Tras quitarse la ropa estrictamente necesaria, se amaron sobre una zamarra extendida en el suelo. Se amaron con premura, enajenados, en silencio, sin palabras. Se amaron deprisa, de cualquier manera. Deseosos de más y más.

Y, cuando llegó la calma, los dos, temblorosos y besándose las lágrimas, se asombraron mucho al comprobar cuánta dicha les había traído aquel amor hecho de cualquier manera.


*****

– ¿Geralt?

– Dime, Yen.

– Cuando yo… Cuando no estábamos juntos, ¿estuviste con otras mujeres?

– No.

– ¿Ni una vez?

– Ni una sola.

– Ni siquiera te ha temblado la voz. No entiendo por qué no te creo.

– Siempre pensaba solamente en ti, Yen.

– Ahora ya te creo.


*****

Sin darse ni cuenta, había llegado mayo. También lo notaron de día. Las cerrajas moteaban de amarillo los prados. En los huertos los árboles se volvían afelpados y se iban cuajando de flores. Los robledales, demasiado augustos para andarse con prisas, seguían estando oscuros y desnudos, pero ya se cubrían de una neblina verde, y en las lindes del bosque relucían las manchas verdosas de los abedules.

Cierta noche, estando acampados en una hondonada llena de sauces, el brujo tuvo un sueño inquietante. Una pesadilla, en la que se veía paralizado e inerme, mientras una enorme lechuza gris le arañaba el rostro con sus garras y le buscaba los ojos con su pico curvo y afilado. Se despertó. Pero no estaba seguro de si no había pasado de una pesadilla a otra pesadilla.

Surgió sobre su campamento un torbellino de luz, que puso nerviosos a los caballos, haciéndolos revolverse y bufar. En esa luz se podía ver una especie de interior, algo cuya forma recordaba a una sala de un castillo sostenida por una columnata negra. Geralt vio una gran mesa, en torno a la cual había diez personas sentadas. Diez mujeres.

Escuchó sus palabras. Retazos de palabras.

… tienes que traerla hasta nosotras, Yennefer. Te lo ordenamos.

No podéis darme órdenes. ¡No podéis darle órdenes a ella! ¡No tenéis ningún poder sobre ella!

No les tengo miedo, madre. No pueden hacerme nada. Si así lo desean, me presentaré ante ellas.

…se reúne el primero de junio, con la luna nueva. Os ordenamos a las dos que os presentéis. Os advertimos de que castigaremos la desobediencia.

Allí estaré sin falta, Filippa. Que ella siga un poco más a su lado. Que él no esté solo. Sólo por unos días. Yo acudiré de inmediato. Como rehén, en señal de buena voluntad.

Atiende mi ruego, Filippa. Te lo pido por favor.

La luz empezó a latir. Los caballos resoplaron enloquecidos, patearon con fuerza con los cascos.

El brujo se despertó. Esta vez de verdad.

Al día siguiente Yennefer confirmó sus aprensiones. Tras una larga charla por separado con Ciri.

– Me marcho -dijo secamente, sin más preámbulos-. Tengo que hacerlo. Ciri se quedará contigo. Por un tiempo. Después la llamaré, y ella también se vendrá. Y más tarde volveremos a encontrarnos los tres.

Geralt asintió con la cabeza. De mala gana. Ya estaba harto de asentir en silencio. De estar de acuerdo con todo lo que le comunicaba, con todo lo que decidía. Pero asintió. La quería, pasara lo que pasara.

– Es un imperativo -le explicó con dulzura- al que no hay modo de oponerse. Tampoco es posible aplazarlo. Hay que limitarse a cumplirlo. Por otra parte, también lo hago por ti. Por tu bien. Y sobre todo por el bien de Ciri.

Geralt asintió con la cabeza.

– Cuando volvamos a encontrarnos -siguió con más dulzura aún-, te compensaré por todo esto, Geralt. Ha habido demasiados silencios, demasiadas medias palabras entre nosotros.Y ahora, en lugar de asentir con la cabeza, abrázame y bésame.

La obedeció. La quería, pasara lo que pasara.


*****

– Y ahora, ¿adonde? -preguntó Ciri secamente, muy poco después de que Yennefer desapareciera dentro del resplandor del teleportal ovalado.

– Este río… -Geralt se aclaró la voz, tratando de sobreponerse al dolor en la boca del estómago que le dejaba sin aliento-. Este río que estamos remontando es el Sansretour. Lleva hasta un país que quiero enseñarte sin falta. Porque es el país de los cuentos.

Ciri se entristeció. Geralt vio cómo apretaba los puños.

– Todos los cuentos -dijo entre dientes- terminan mal. Y el país de los cuentos no existe.

– Sí que existe. Ya lo verás.


*****

Era el primer día después del plenilunio cuando divisaron Toussaint, bañado en el verdor y los rayos del sol. Cuando divisaron las colinas, las laderas, los viñedos. Los tejados de las torres y de los castillos, brillantes tras la llovizna matinal.

La vista no les decepcionó. Les causó impresión. Como siempre.

– ¡Qué preciosidad! -dijo Ciri entusiasmada-. ¡Caray! Esos castillos parecen de juguete… Son como las figuritas de azúcar de las tartas… ¡Dan ganas de chuparlos!

– El arquitecto es el mismísimo Faramond -le informó Geralt, con tono erudito-. Espérate a ver de cerca el palacio y los jardines de Beauclair.

– ¿El palacio? ¿Vamos a palacio? ¿Conoces al rey de este país?

– Es una condesa.

– Y esa condesa -preguntó mordaz, mirándole detenidamente a través del flequillo-, ¿no tendrá ojos verdes? ¿O una melenita morena?

– No -la cortó, apartando la mirada-. No se parece en nada. No sé de dónde te has sacado…

– Déjalo, Geralt, ¿vale? Entonces, ¿cómo es esa condesa que manda aquí?

– Como ya te he dicho, la conozco. Un poco. Pero no demasiado bien… ni de demasiado cerca, si es eso lo que quieres saber. En cambio, conozco muy bien al conde consorte, o aspirante a serlo. Tú también lo conoces, Ciri.

Ciri espoleó a Kelpa, haciéndola danzar por la calzada.

– ¡No me hagas sufrir!

– Jaskier.

– ¿Jaskier? ¿Con la condesa? ¿Cómo es posible?

– Es una larga historia. Le dejamos aquí, en compañía de su amada. Le prometimos que pasaríamos a verle, ya de vuelta, cuando…

Se calló y se puso muy serio.

– Ya no hay nada que hacer -dijo Ciri en voz baja-. No te tortures, Geralt. No es culpa tuya.

Sí es culpa mía, pensó. Mía. Jaskier me preguntará. Y yo tendré que contestar.

Milva. Cahir. Regis. Angouléme.

La espada es un arma de dos filos.

Ah, por todos los dioses, ya basta. Ya basta. ¡Hay que acabar con esto de una vez por todas!

– Vamos, Ciri.

– ¿Con estos vestidos? -protestó-. ¿A palacio?

– No veo nada indecoroso en nuestros vestidos -la interrumpió-. No vamos a presentar nuestras credenciales. Ni a un baile. Y a Jaskier podemos verle en las cuadras, si hace falta… Además -añadió, viendo que Ciri estaba de morros-, tengo que ir primero a la ciudad, al banco. Saco algo de dinero, y en la plaza, en el mercado de paños, hay un montón de sastres y de modistas. Te compras lo que quieras y te arreglas a tu gusto.

– ¿Tanto dinero tienes? -preguntó en tono de broma, torciendo la cabeza.

– Cómprate lo que quieras -repitió-. Como si quieres un manto de armiño. O unos zapatos de basilisco. Conozco a un zapatero al que le deben de quedar existencias.

– ¿Cómo has ganado tanto?

– Matando. Vamos, Ciri, no perdamos el tiempo.


*****

En la sucursal del banco de los Cianfanelli, Geralt solicitó una transferencia y una asignación de crédito, cobró un cheque bancario y sacó algo de efectivo. Escribió unas cartas que debían añadirse al correo urgente con destino a la otra orilla del Yaruga. Declinó cortésmente la invitación a comer con la que quería agasajarle el servicial y hospitalario banquero.

Ciri le esperaba en la calle, vigilando los caballos. La calle, vacía poco antes, estaba ahora abarrotada de gente.

– Se ve que hemos coincidido con alguna fiesta. -Ciri señaló conla cabeza a la multitud que se dirigía hacia la plaza-. Igual es día de mercado…

Geralt echó un rápido vistazo.

– Eso no es un mercado.

– Ah… -Ciri también miró, poniéndose de pie sobre los estribo-. No me digas que es otra…

– Otra ejecución-confirmó Geralt-. El más popular de los pasatiempos en esta posguerra. ¿Cuántas hemos visto ya, Ciri?

– Por deserción, por traición, por cobardía ante el enemigo -recitó de corrido-. Y por delitos económicos.

– Suministro de bizcochos mohosos al ejército -precisó el brujo, asintiendo con la cabeza-. Triste suerte la del mercader avispado en tiempos de guerra.

– Aquí no van a despachar a un mercachifle. -Ciri tiró de las riendas de Kelpa, sumergida en medio de la muchedumbre como en un ondulante campo de trigo-. Fíjate: han cubierto el cadalso con una tela, y el verdugo tiene una capucha nueva y reluciente. Se van a cargar a alguien importante, a un barón por lo menos. Así que puede que se trate de algún acto de cobardía ante el enemigo.

– Toussaint -Geralt negó con la cabeza- no tenía tropas con las que hacer frente a ningún enemigo. No, Ciri, me imagino que tendrá que ver, una vez más, con la economía. Debe de ser alguno que haya hecho trampas con el comercio de su célebre vino, base de la economía local. Muévete, Ciri. No nos vamos a quedar a ver el espectáculo.

– ¿Y cómo quieres que me mueva?

Efectivamente, era imposible seguir cabalgando. Sin darse ni cuenta, se habían quedado atrapados en mitad del gentío reunido en la plaza, y así, varados entre la multitud, les resultaba imposible cruzar al otro lado. Geralt soltó un taco y echó la vista atrás. Por desgracia, tampoco era posible retroceder, pues las oleadas de gente que seguían afluyendo a la plaza habían taponado por completo el acceso a sus espaldas. Por un momento, la muchedumbre les arrastró como un río, pero el movimiento cesó en cuanto el vulgo se topó con el compacto muro de alabarderos que rodeaba el cadalso.

– ¡Ahí vienen! -se oyó gritar, y empezaron los murmullos y los movimientos de vaivén de la multitud, que se hizo eco de aquel grito-: ¡Ahí vienen!

El golpeteo de los cascos y el traqueteo del carro quedaban totalmente tapados por el runrún del gentío, que parecía el zumbido de un abejorro. Por eso, les pilló de sorpresa la aparición, desde un callejón, de un carro con adral, tirado por dos caballos, en el que, manteniendo a duras penas el equilibrio, venía…

– Jaskier… -dijo Ciri, en tono lastimero.

Geralt, de repente, se encontró mal. Fatal.

– Es Jaskier -repitió Ciri con la voz demudada-. Sí, sí, es él.

Es injusto, pensó el brujo. Es una injusticia como la copa de un pino. No puede ser. No debería ser así. Ya sé que sería estúpido e ingenuo pensar que algo alguna vez ha dependido de mí, que yo he podido influir en alguna medida en el destino de este mundo, que este mundo me debe algo. Ya sé que eso serian ideas ingenuas, por no decir petulantes… ¡Pero si todo eso yo ya lo sé! ¡Nadie me tiene que convencer! |Nadie me lo tiene que demostrar! Sobre todo, de este modo…

¡Esto es injusto!

– No puede ser Jaskier -dijo con voz apagada, mirando a las crines de Sardinilla.

– Es Jaskier -repitió Ciri-. Geralt, tenemos que hacer algo.

– ¿Qué? -preguntó con amargura-. Dime qué.

Unos soldados sacaron a Jaskier del carro, tratándole, eso sí, con sorprendente cortesía, sin brutalidad, con deferencia incluso, tanta como podían permitirse. Al pie de la escalera que subía al cadalso le desataron las manos. A continuación, Jaskier se rascó el trasero con desenvoltura y, sin darse ninguna prisa, empezó su ascensión.

Uno de los peldaños tembló de repente y la barandilla, formada por una vara pelada, se combó. Jaskier estuvo a punto de perder el equilibrio.

– ¡Joder! -exclamó-. ¡Esto hay que arreglarlo! ¡Ya veréis cómo alguien acaba por matarse con estas escaleras! ¡Y sucederá una desgracia!

Dos ayudantes del verdugo, que vestían unas almillas sin mangas, se ocuparon de subir a Jaskier al tablado. El verdugo, ancho de espaldas como la torre del homenaje de un castillo, miraba al reo a través de una abertura de la capucha. A su lado había un tipo con una rica, aunque fúnebre, vestimenta negra. Su cara no era menos fúnebre.

– ¡Honorables señores y burgueses de Beauclair y sus alrededores! -empezó a leer un pergamino desenrollado, con voz fuerte pero luctuosa-. Se hace saber que Julián Alfred Pankratz, vizconde de Lettenliove, alias Jaskier…

– ¿Pancracio qué más? -preguntó Ciri en un susurro.

– … de acuerdo con el fallo del tribunal supremo de este condado ha sido declarado culpable de todos los crímenes, delitos y fechorías que se le imputaban, a saber: ultraje a su majestad, traición al estado, ítem más, deshonra al estamento nobiliario a través del perjurio, el libelo, la difamación y la calumnia, ítem más, disipación e indecencia, Otrosí, vida licenciosa, o sea, afición al putiferio. El tribunal ha decidido, en consecuencia, condenar al vizconde Julián et caetera et caetera las penas siguientes. Primo: a la denigración de su blasón, señalándose el escudo con una línea negra oblicua. Secundo: a la confiscación de su fortuna, tierras, bienes, arboledas, bosques, fortalezas…

– ¿Fortalezas? -exclamó el brujo-. ¿Qué fortalezas?

Jaskier soltó una risa descarada. Se notaba a las claras, por la expresión de su rostro, que la confiscación decretada por el tribunal le hacía verdadera gracia.

– Tertio: a la pena capital Nuestra benigna soberana, su señoría Anna Henrietta, condesa de Toussaint y castellana de Beauclair, ha tenido a bien conmutar la pena prevista para los susodichos crímenes, a saber, el arrastre por caballos, la rueda y el descuartizamiento, sustituyéndola por la de decapitación por hacha. ¡Hágase justicia!

La multitud soltó algunos gritos incoherentes. Las mujeres que estaban en primera fila empezaron a quejarse con la boca chica y a lamentarse hipócritamente. A los niños pequeños los cogían en brazos o a hombros para que no se perdieran nada del espectáculo. Los ayudantes del verdugo llevaron rodando hasta el centro del cadalso un segmento de un tronco y lo cubrieron con un paño. Se produjo mucho revuelo cuando alguien birló el cesto de mimbre destinado a recoger la cabeza cortada, pero enseguida encontraron otro.

Al pie del cadalso cuatro gorullos desharrapados extendieron un mantón, para recoger en él la sangre. Había mucha demanda de esa clase de souvenires, así que se podía ganar una buena pasta con eso.

– Geralt. -Ciri no levantaba la cabeza gacha-. Tenemos que hacer algo…

Geralt no le contestó.

– Quiero dirigirme a la gente -declaró Jaskier con orgullo.

– Que sea breve, vizconde.

El poeta se colocó al borde del tablado, levantó los brazos. La muchedumbre empezó a murmurar y acabó por callarse.

– Eh, vecinos -gritó Jaskier-. ¿Qué tal? ¿Cómo va la cosa?

– Bueno, vamos tirando -se animó a comentar uno de las filas de atrás, rompiendo un largo silencio.

– Eso está muy bien -asintió el poeta-. Me alegro mucho. Bueno, ahora ya podemos empezar…

– Maestro sayón -dijo con estudiado énfasis el alguacil-. ¡Cumple con tu deber!

El verdugo se acercó y, siguiendo una antigua tradición, se arrodilló ante el reo e inclinó la cabeza encapuchada.

– Dadme vuestro perdón, buen hombre -le pidió en tono sepulcral.

– ¿Yo? -Jaskier se sorprendió-. ¿A ti?

– Aja.

– Y una polla.

– ¿Eeeh?

– Que no te perdono en la vida. ¿Por qué te iba a perdonar? ¡Ya lo habéis visto, el tío cachondo! Me va a cortar la testa dentro de un segundo, ¿y yo le tengo que perdonar a él? ¿Os estáis quedando conmigo, o qué? ¿En tal situación?

– Pero, ¿cómo podéis decir eso, señor? -se quejó el verdugo-. Pero si, según nuestras leyes… y, de acuerdo con la tradición… el condenado debe, ante todo, perdonar al verdugo. ¡Buen señor! Perdonad mi culpa, disculpad mi pecado…

– No.

– ¿No?

– ¡Que no!

– Yo así no me lo cargo -anunció con pesadumbre el verdugo, poniéndose de pie-. Si no me perdona, el hijo de tal, no vamos a ninguna parte.

– Señor vizconde. -El alguacil que había leído la sentencia cogió a Jaskier del codo-. No lo hagáis más difícil. Toda esta gente está aquí reunida, esperando… Tened la bondad de perdonarle, en vista de que lo ruega con tanta gentileza…

– ¡Que no le perdono y punto!

– Maestro sayón -el alguacil se acercó al verdugo-, ¿y si lo decapitáis sin que os dé su perdón? Yo os recompensaré…

El verdugo, sin decir nada, extendió la mano, grande como una sartén. El alguacil suspiró, se llevó la mano a la talega y depositó unas monedas en la palma de la mano. El verdugo las observó por un momento y después apretó el puño. A través de la abertura de la capucha sus ojos brillaron con muy malas intenciones.

– Vale -dijo, guardándose el dinero y dirigiéndose al poeta-. Venga, arrodillaos, so tozudo. Colocad la cabeza en el tronco, so capullo, también, cuando quiero, puedo ser un capullo. Os voy a cortar al segundo intento. Y, si se me da bien, al tercero.

– ¡Os perdono! -gritó Jaskier sin tardanza-. ¡Os perdono!

– Gracias.

– Ya que os ha otorgado su perdón -dijo lúgubremente el alguacil-, devolvedme el dinero.

El verdugo se dio la vuelta y alzó el hacha.

– Retiraos, mi señor -dijo con voz apagada, en un tono siniestro-. No vayamos a liarla con los instrumentos. Ya se sabe que donde cortan cabezas caen orejas.

El alguacil se retiró de un brinco, y a punto estuvo de caerse del cadalso.

– ¿Así está bien? -Jaskier se arrodilló y estiró el cuello encima del tronco-. ¿Maestro? ¡Eh, maestro!

– ¿Qué queréis?

– Estabais de broma, ¿verdad? ¿A que me vais a decapitar a la primera? ¿De un solo tajo? ¿Eh?

Al verdugo le centellearon los ojos.

– Sorpresa -rezongó con mala idea.

De pronto, la multitud se desplazó, abriendo paso a un jinete que había irrumpido en la plaza sobre un caballo cubierto de espuma.

– ¡Alto! -gritó el jinete, agitando un enorme pergamino enrollado, lleno de sellos rojos-. ¡Detened la ejecución! ¡Orden de la condesa! ¡Dejadme pasar! ¡Detened la ejecución! Aquí traigo el indulto para el reo.

– ¿Otra vez? -refunfuñó el verdugo, soltando el hacha, que ya había alzado-. ¿Otro indulto? Esto es un rollo.

– ¡Un indulto! ¡Es un indulto! -rugió la multitud. Las mujeres de la primera fila empezaron a quejarse, más fuerte aún. Bastantes personas, sobre todo chavales, silbaban y abucheaban.

– ¡Silencio, honorables señores y burgueses! -gritó el alguacil, desenrollando el pergamino-. ¡He aquí la voluntad de su señoría Anna Henrietta! En su inconmensurable bondad, en homenaje a la consecución de la paz que, como es sabido, ha sido alcanzada en la ciudad de Cintra, su señoría otorga su perdón al vizconde Julián Alfred Pankratz de Lettenhove, alias Jaskier, y le concede el indulto de su pena…

– ¡Mi adorada Armiño! -dijo Jaskier, con una sonrisa de oreja a oreja.

– …y ordena al mismo tiempo que el susodicho vizconde Julián Pankratz et caetera abandone sin demora la capital y las fronteras del condado de Toussaint y que jamás regrese a ellas, pues no cuenta con el favor de su señoría y su señoría no quiere ni verlo. Sois libre, vizconde.

– ¿Y mis posesiones? -gritó Jaskier-. ¿Eh? Mis bienes, arboledas, bosques y fortalezas os los podéis quedar, pero devolvedme, me cago en vuestra estampa, mi laúd, mi caballo Pegaso, mis ciento cuarenta ducados con ochenta reales, mi abrigo forrado de mapache, mi anillo…

– ¡Cierra el pico! -exclamó Geralt, abriéndose paso con el caballo por entre la multitud, que no paraba de echar pestes y no parecía dispuesta a apartarse-. ¡Cierra el pico, cabeza de chorlito! ¡Baja de ahí y ven para acá! ¡Ciri, ve por delante! ¡Jaskier! ¿Es que no me oyes?

– ¿Geralt? ¿Eres tú?

– ¡Déjate de preguntas y baja de ahí ahora mismo! ¡Ven aquí! ¡Sube de un salto!

Atravesaron el gentío, recorrieron al galope una estrecha callejuela. Ciri iba delante, seguida por Geralt y Jaskier a lomos de Sardinilla.

– ¿A qué viene tanta prisa? -preguntó el bardo a la espalda del brujo-. No nos persiguen.

– De momento. A tu condesa le gusta cambiar de opinión y revocar de buenas a primeras lo que había decidido antes. Reconócelo: ¿sabías que te iban a indultar?

– No, no lo sabía -musitó Jaskier-. Aunque reconozco que contaba con ello. Mi Armiño me quiere mucho y tiene muy buen corazón.

– Vale ya de tanto Armiño, cojones. Acabas de librarte de una buena por ultrajes a su majestad, ¿es que quieres liarla por reincidente?

El trovador se calló. Ciri frenó a Kelpa, les esperó. Cuando llegaron a su altura, miró a Jaskier y se enjugó las lágrimas.

– Mírale -dijo-. Así que… Pancracio…

– En marcha -les apremió el brujo-. Salgamos de esta ciudad y de las fronteras de este condado encantador. Ahora que estamos a tiempo.


*****

Casi ya en la frontera de Toussaint, en un sitio desde el que se veía la montaña Gorgona, les dio alcance un correo oficial. Traía consigo a Pegaso, que venía ensillado, así como el laúd, el abrigo y el anillo de laskier. No hizo ni caso a la pregunta relativa a los ciento cuarenta ducados con ochenta reales. El ruego del bardo de que le diera de su parte un besito a su señora lo escuchó con cara imperturbable.

Remontaron el curso del Sansretour, convertido en un pequeño pero brioso arroyo. Dejaron de lado Belhaven.

Acamparon en el valle de Neva. En un lugar que el brujo y el bardo recordaban.

Jaskier se estuvo aguantando mucho tiempo. Sin hacer preguntas.

Pero al final hubo que contárselo todo.

Y acompañarle en su silencio. En aquel silencio odioso, pesado, purulento como una llaga, que se hizo después del relato.


*****

Al día siguiente, a mediodía, llegaron a Los Taludes, en Riedbrune. En toda esa zona reinaba la paz, el orden y la concordia. La gente era atenta y confiada. Había una sensación de seguridad.

Por todas partes había postes con ahorcados.

Dejaron atrás la ciudad, dirigiéndose hacia Dol Angra.

– ¡Jaskier! -Geralt se dio cuenta de una cosa de la que debería haberse dado cuenta hacía tiempo-. ¡Tu inestimable tubo! ¡Tus siglos de poesía! ¡El correo no los tenía! ¡Se han quedado en Toussaint!

– Pues sí, ahí se han quedado -reconoció el bardo con indiferencia-. En el ropero de Armiño, bajo una pila de vestidos, bragas y corsés. Y ahí pueden quedarse por los siglos de los siglos.

– ¿Me lo quieres explicar?

– No hay nada que explicar. En Toussaint tuve tiempo suficiente para leer detenidamente todo lo que había escrito.

– ¿Y bien?

– Voy a volver a escribirlo otra vez. Desde el principio.

– Entiendo. -Geralt asintió con la cabeza-. En pocas palabras, que has resultado una calamidad como escritor y como favorito. Hablando con más claridad: todo lo que tocas lo jodes. Claro que, mientras tu Medio siglo aún tienes la oportunidad de corregirlo y volverlo a escribir por entero, con la condesa Anarietta no tienes nada que hacer. Bah, un amante expulsado de forma ignominiosa. ¡Sí, sí, no pongas esa cara! No estabas destinado a ser conde consorte en Toussaint, Jaskier.

– Ya se verá.

– Conmigo no cuentes.

– Nadie te pide nada. Pero sí te digo que Armiño tiene muy buen corazón, y es una mujer muy indulgente. Es verdad que se puso de los nervios cuando me pilló con la joven baronesa Ñique… ¡Pero seguro que ya se le ha pasado! Habrá comprendido que los hombres no estamos hechos para la monogamia. Me habrá perdonado y estará esperando que…

– Eres un tonto de capirote -afirmó Geralt, y Ciri, con un rotundo gesto con la cabeza, dio a entender que pensaba lo mismo.

– No voy a discutir con vosotros -dijo Jaskier, mohíno-. Menos aún, tratándose de un asunto íntimo. Os lo repito: seguro que Armiño me perdona. Le escribo una balada apropiada al caso, o un soneto, se lo mando, y ella…

– Ten compasión, Jaskier.

– Bah, la verdad es que no se puede hablar con vosotros. ¡Venga, sigamos! ¡Vuela, Pegaso! ¡Vuela, mi cometa manialbo!

Cabalgaron.

Era el mes de mayo.


*****

– Por tu culpa -le echaba en cara el brujo-, por tu culpa, amante desterrado, también yo he tenido que salir pitando de Toussaint como si fuera un bandido o un proscrito o un apestado. No tuve tiempo siquiera de ver a…

– ¿A Fringilla Vigo? No la habrías visto. Poco después de vuestra partida, todavía en enero, se marchó. Sencillamente, desapareció.

– No me refería a ella. -Geralt carraspeó, viendo cómo Ciri aguzaba el oído, interesada-. Quería ver a Reynart. Presentarle a Ciri…

Jaskier clavó la vista en las crines de Pegaso.

– Reynart de Bois-Fresnes -farfulló- pereció, a finales de febrero, en una escaramuza con unos bandoleros en el paso de Cervantes, cerca de la atalaya de Vedette. Anarietta le honró, a título póstumo, con la orden de…

– Cállate, Jaskier.

Jaskier se calló, más obediente que nunca.


*****

Mayo duraba y crecía. El intenso amarillo de la cerraja desapareció de los prados, sustituido por la peluda, sucia y volátil blancura del diente de león.

Todo estaba verde y hacía calor. El viento, salvo cuando lo refrescaba alguna tormenta pasajera, era espeso, ardiente y pegajoso como el aguardiente de miel.

El veintiséis de mayo cruzaron el Yaruga por un puente nuevecito, blanco, que olía a resina. Los restos del puente viejo, unos maderos negros, tiznados, chamuscados, se veían dentro del agua y en la orilla.

Ciri estaba cada vez más inquieta.

Geralt se daba cuenta. Sabía cuáles eran sus intenciones, estaba al corriente de sus planes, del acuerdo a que había llegado con Yennefer. Estaba preparado. Pero, a pesar de eso, la idea de la separación le hacía mucho daño. Como si allí dentro, en el pecho, en las entrañas, debajo de las costillas, se hubiera despertado de repente un pequeño y dañino escorpión.

En una encrucijada, más allá la aldea de Koprzywnica, por detrás de las ruinas de una posada quemada, había un frondoso roble centenario que se cubría en primavera de flores menudas que parecían arañas. La gente de los alrededores, e incluso de la lejana Spalla, solía utilizar las ramas del roble, enormes pero bastante accesibles, para colgar en ellas tablillas y carteles con todo tipo de informaciones. Como servía para que las personas se comunicaran, el roble era conocido como el Árbol del Conocimiento del Bien y del Mal.

– Ciri, empieza por aquel lado -sugirió Geralt, bajando del caballo-. Jaskier, tú echa un vistazo por este otro.

Las tablillas que colgaban de las ramas se agitaban al viento y traqueteaban al chocar entre sí.

Predominaban los mensajes, muy comunes después de una guerra, de búsqueda de familiares en paradero desconocido. También abundaban las declaraciones del tipo: Vuelve, te perdonamos, así como las ofertas de masajes eróticos y otros servicios análogos en los pueblos y aldeas de los alrededores. También había numerosos anuncios y propaganda de carácter comercial. Había correspondencia amorosa, había delaciones firmadas por gente simpática, había anónimos. Tampoco faltaban los carteles donde se expresaban las opiniones filosóficas de sus autores: en su mayor parte se trataba de memeces o de obscenidades repugnantes.

– ¡Ja! -comentó Jaskier-. En el castillo de Rastburg necesitan urgentemente un brujo. Ofrecen una buena paga. Alojamiento de lujo v comida exquisita incluidos. ¿Te interesa, Geralt?

– Para nada.

La información que estaban buscando la encontró Ciri.

Y en ese momento le anunció algo que el brujo se esperaba desde hacía tiempo.

– Me voy a Vengerberg, Geralt -le repitió-. No pongas esa cara. Sabes muy bien que es mi obligación. Yennefer me ha llamado. Me está esperando allí.

– Lo sé.

– Y tú vete a Rivia, a esa cita que mantienes en secreto…

– Es una sorpresa -la interrumpió-. No es un secreto, sino una sorpresa.

– Vale, una sorpresa. Yo, mientras tanto, resuelvo en Vengerberg todo lo que haya que resolver, recojo a Yennefer y dentro de seis días estamos las dos en Rivia. No pongas esa cara, ya te lo he pedido. Y no hace falta que nos despidamos como si no nos fuéramos a ver en siglos. ¡No son más que seis días! Hasta la vista.

– Hasta la vista, Ciri.

– En Rivia, dentro de seis días -insistió una vez más, haciendo girar a Kelpa.

Enseguida se puso al galope. Rápidamente la perdieron de vista, y Geralt sintió como si unas garras heladas, atroces, se le clavaran en el estómago.

– Seis días -repitió Jaskier, pensativo-. Desde aquí a Vengerberg y luego de vuelta a Rivia… Serán en total cerca de doscientas cincuenta millas… Eso es imposible, Geralt. Claro que, con esa yegua diabólica, en la que puede viajar a la velocidad de un correo, tres veces más rápido que nosotros, en teoría, en pura teoría, se puede recorrer toda esa distancia en seis días. Pero hasta esa yegua diabólica tendrá que descansar. Y ese asunto misterioso que Ciri tiene que resolver también le llevará su tiempo. Vamos, que es imposible…

– Para Ciri -el brujo apretó los labios- no hay nada imposible.

– Hombre…

– Ya no es aquella muchacha que tú conocías -le interrumpió bruscamente-. No es la misma.

Jaskier estuvo mucho tiempo callado.

– Tengo una extraña sensación…

– Cállate. No digas nada. Por favor.


*****

Mayo llegaba a su fin. La luna menguaba, era ya muy fina, pronto habría luna nueva. Marchaban hacia las montañas visibles en el horizonte.

Era el típico paisaje de posguerra. Por todas partes, en mitad de los campos, se alzaban túmulos y tumbas. Entre las hierbas exuberantes de la primavera asomaban los cráneos y los esqueletos blanquecinos. Al borde del camino, los ahorcados colgaban en los árboles y al borde del bosque los lobos esperaban a que los débiles acabaran de desfallecer.

En las franjas negras de tierra, allí por donde había pasado un incendio, la hierba no crecía.

Se reconstruían aldeas y poblados, de los que apenas quedaban en pie unas chimeneas renegridas. Resonaban los martillazos y roncaban las sierras. Cerca de las ruinas unas mujeres ahuecaban la tierra quemada con sus azadas. Algunas, a trompicones, tiraban de rastrillos y arados, y las colleras de arpillera se les clavaban en los hombros escuálidos. En los surcos abiertos los niños buscaban lombrices y larvas.

– Tengo la vaga sensación -dijo Jaskier- de que aquí hay algo que no acaba de encajar. Aquí falta algo… ¿No tienes tú esa misma sensación, Geralt?

– ¿Cómo?

– Aquí hay algo que no es normal…

– Aquí no hay nada normal, Jaskier. Nada.

Era una noche calurosa, negra, sin viento, aclarada tan sólo por los lejanos destellos de los relámpagos y alterada por el rumor de los truenos. Geralt y Jaskier, acampados, contemplaron cómo en el horizonte, por el oeste, florecía el rojo resplandor de los incendios. No estaban demasiado lejos: el viento, que acababa de saltar, traía olor a chamusquina. También traía el viento retazos de sonidos. Escucharon -sin pretenderlo- alaridos de gente a la que estaban asesinando, chillidos de mujeres, gritos arrogantes y triunfales de bandas.

Jaskier no decía nada, pero no paraba de dirigir la vista al brujo, asustado.

El brujo, sin embargo, no pestañeaba. Ni siquiera volvía la cabeza. Su rostro parecía de bronce.

Por la mañana siguieron su camino. No miraban siquiera la columna de humo que se alzaba sobre el bosque.

Más tarde se toparon con una hilera de colonos.

Marchaban en una larga fila. Despacio. Cargaban con pequeños hatillos. Iban en completo silencio. Hombres, muchachos, mujeres, niños. No se oía un lamento, un llanto, una palabra de queja. Ni un grito, ni un gemido de desesperación.

El grito y la desesperación se veían en sus ojos. Ojos vacíos de gentes agraviadas. Desposeídas, maltratadas, expulsadas.

– ¿Quiénes son? -Jaskier no prestó atención a la inquina que asomaba a los ojos del oficial que vigilaba el paso de los desplazados-. ¿Por qué se les obliga a marcharse?

– Son nilfgaardianos -contestó de mala gana, desde lo alto de su montura, el alférez, un rapaz coloradote que apenas contaría dieciocho primaveras-. Colonos nilfgaardianos. ¡Han invadido nuestras tierras como cucarachas! Y como a cucarachas los barremos. Así se acordó en Cintra y así se puso por escrito en el tratado de paz. -Se inclinó y escupió-. Y lo que es yo -continuó, mirando a Jaskier y al brujo de forma desafiante-, si de mí dependiera, no dejaría marchar vivos a estos malos bichos.

– Pues yo -le replicó un suboficial de bigotes grises, mirando a su superior con unos ojos extrañamente desprovistos de respeto-, si de mí dependiera, yo les dejaría en paz en sus granjas. Jamás expulsaría del país a unos buenos agricultores. Yo estaría encantado viendo cómo la agricultura prosperara. Para que no nos falte de comer.

– Eres un auténtico zoquete, sargento -le regañó el alférez-. ¡Son de Nilfgaard! Esta gente no tiene nuestra misma lengua, ni nuestra cultura, ni nuestra sangre. Por muchas alegrías que nos diese la agricultura, habríamos criado una víbora en nuestro seno. A unos traidores, listos para atacarnos por la espalda. Igual te crees que el entendimiento con los Negros va a durar para siempre. No, no, que se vayan por donde han venido… ¡Eh, soldado! ¡Ése de ahí tiene una carretilla! ¡Hay que quitársela, venga!

La orden se cumplió con sumo celo. Empleando no sólo las porras y los puños, sino también los tacones.

Jaskier carraspeó.

– ¿Hay algo acaso que no os complazca? -El mocoso del alférez le recorrió con la mirada-. ¿No seréis un nilfgaardófilo?

– ¡No lo quieran los dioses! -Jaskier tragó saliva.

Muchas de las mujeres y niños que pasaban por delante de ellos con la mirada vacía, desfilando como autómatas, tenían la ropa hecha jirones, la cara hinchada y llena de moratones, los muslos y las pantorrillas manchados con churretes de sangre. A mucha gente había que sostenerla para que pudiera caminar. Jaskier miraba a la cara de Geralt y empezaba a asustarse.

– Ya va siendo hora de que sigamos nuestro camino -musitó-. Hasta otra, señores.

El alférez no volvió siquiera la cabeza, absorto como estaba vigilando si algún colono transportaba más equipaje del previsto en la paz de Cintra.

La columna de colonos seguía pasando.

Se oyeron unos agudos, desconsolados, doloridos gritos de mujer.

– No, Geralt -le imploró Jaskier-. No hagas nada, te lo suplico… No te entrometas…

El brujo volvió la cara hacia él, y Jaskier no reconoció esa cara.

– ¿Entrometerme? -se hizo eco de sus palabras-. ¿Intervenir? ¿Salvar a alguien? ¿Jugarme el cuello por algún principio, por alguna idea noble? Oh, no, Jaskier. Ya no.


*****

Cierta noche, una noche agitada, iluminada por los lejanos relámpagos, el brujo se despertó de un sueño. Tampoco en esta ocasión estaba seguro de si no habría salido de un sueño para ir a parar a otro.

Nuevamente, sobre los restos de la hoguera se elevó una luz palpitante que asustó a los caballos. Nuevamente, en el interior de esa luz apareció una fortaleza, unas columnas negras, una mesa en torno a la cual había unas mujeres sentadas.

Otras dos mujeres no estaban sentadas, sino de pie. De negro y blanco y de negro y gris.

Yennefer y Ciri.

El brujo gimió en sueños.


*****

Yennefer había tenido razón al desaconsejarle, de forma categórica, el uso de su atuendo masculino. Vestida como un muchacho, Ciri se habría sentido como una estúpida ahí, en esa sala, en presencia de aquellas mujeres tan elegantes, deslumbrantes con tanta pedrería. Estaba satisfecha de haberse dejado engalanar con aquella combinación de negro y gris, se sentía halagada al sentir la completa aprobación de las miradas dirigidas a sus mangas abombadas, con rajas, y a su alto talle, rodeado por una cinta de terciopelo con un pequeño broche de brillante en forma de rosa.

– Un poco más cerca, por favor.

Ciri se sobresaltó levemente. No sólo por el sonido de aquella voz. Yennefer, como podía verse, también había tenido razón en otra cosa: le había desaconsejado el escote. Ciri, no obstante, se había empeñado, y ahora tenía la impresión de que una corriente le recorriera el pecho, y por todo el busto, casi hasta el ombligo, tenía la carne de gallina.

– Más cerca todavía -insistió la mujer de pelo moreno y ojos negros, a la que Ciri ya conocía. La recordaba de la isla de Thanedd. Y, aunque Yennefer le había explicado a quién se encontrarían en Montecalvo, le había descrito todo y le había enseñado todos los nombres, Ciri, desde el primer momento, había empezado, mentalmente a llamarla doña Lechuza.

– Bienvenida -dijo doña Lechuza- a la logia de Montecalvo. Doncella Ciri.

Ciri se inclinó cortésmente, tal y como le había recomendado Yennefer, pero al estilo varonil No fue una reverencia de doncella, no bajó los ojos de un modo humilde y sumiso. Respondió con una sonrisa a la sonrisa amable y sincera de Triss Merigold y con una inclinación de cabeza algo más profunda a la mirada amistosa de Margarita Laux-Antille. Aguantó las ocho miradas restantes, aunque taladraran como barrenas. Como agudas puntas de picas.

– Siéntate -le indicó doña Lechuza, con un gesto en verdad soberano-. ¡No, tú no, Yennefer! Sólo ella. Tú, Yennefer, no estás aquí como invitada, sino que has sido llamada para ser juzgada y castigada. En tanto que la logia no decida tu suerte, te quedarás de pie.

Para Ciri, en un abrir y cerrar de ojos, se había acabado completamente el protocolo.

– En tal caso, yo también me quedaré de pie -dijo, y no precisamente en voz baja-. Yo tampoco estoy aquí como invitada. También a mí se me ha convocado para hacerme saber mi destino. Eso lo primero. Y lo segundo, el destino de Yennefer es mi destino. Lo que vale para ella, vale también para mí. Eso no se puede romper. Con el debido respeto.

Margarita Laux-Antille sonrió, mirándola a los ojos. La sencilla y elegante Assire var Anahid, tan nilfgaardiana ella, con su nariz levemente aguileña, asintió con la cabeza, tamborileando suavemente con los dedos en la superficie de la mesa.

– Filippa -intervino una de las presentes, que tenía el cuello envuelto en un boa de zorro plateado-. En mi opinión, no hay por qué ser tan tajantes. O, al menos, no hoy, no en estos momentos. Ésta es la mesa redonda de la logia. Todas nos sentamos como iguales. Aunque se nos vaya a juzgar. Creo que podríamos convenir todas en que…

No acabó la frase. Paseó la mirada por el resto de las hechiceras. Una tras otra, dieron su aprobación con la cabeza: Margarita, Assire, Triss, Sabrina Glevissig, Keira Metz, las dos bellas elfas. Sólo la otra nilfgaardiana, Fringilla Vigo, de cabello negro como el ala de un cuervo, seguía inmóvil, muy pálida, sin apartar los ojos de Yennefer.

– Así sea. -Filippa Eilhart hizo un gesto con su mano ensortijada-. Sentaos, pues, ambas. Con mi oposición. Pero la unidad de la logia ante todo. El interés de la logia ante todo. Y por encima de todo. La logia lo es todo, el resto no es nada. Confío en que lo entenderás, ¿no es así, Ciri?

– Perfectamente. -Ciri no pensaba siquiera en apartar la mirada-. En particular, que yo formo parte de esa nada.

Francesca Findabair, la hermosísima elfa, se rió con una sonora risa argentina.

– Felicidades, Yennefer -dijo con su melódica e hipnotizante voz-. Se nota que has dejado tu huella. Es oro de ley. Se ve que ha tenido una buena escuela.

– No es difícil verlo -Yennefer dirigió una fogosa mirada a la concurrencia-, porque es de la escuela de Tissaia de Vries.

– Tissaia de Vries ya no vive -dijo con calma doña Lechuza-. No está sentada a esta mesa. Tissaia de Vries murió, y su muerte ha sido lamentada y llorada. Al mismo tiempo, ese hecho constituye una cesura y un punto de inflexión. Vivimos nuevos tiempos, comienza una nueva era, asistimos a grandes cambios. Y a ti, Ciri, la que fuiste alguna vez Cirilla de Cintra, el destino te ha asignado un papel fundamental en estos cambios. Sin duda, ya sabes cuál.

– Sí, lo sé -gruñó Ciri, sin hacer caso de los gestos de Yennefer, que intentaba apaciguarla-. ¡Ya me lo explicó Vilgefortz! Mientras se disponía a meterme una jeringa de cristal entre las piernas. Si ése es el destino que me aguarda, entonces muchas gracias.

Los oscuros ojos de Filippa echaban chispas heladas de furia. Pero quien replicó a Ciri fue Sheala de Tancarville.

– Aún tienes mucho que aprender, niña -dijo, cubriéndose el cuello con el boa de zorro plateado-. También, por lo que veo y escucho, vas a tener que corregir muchos de tus hábitos, sola o con ayuda de otras personas. En los últimos tiempos has adquirido, parece evidente, muchos malos conocimientos, sin duda alguna has experimentado y has sido testigo del mal. Ahora, en tu obcecación infantil, rechazas la observación del bien, niegas el bien y las buenas intenciones. Erizas púas, como un puercoespín, incapaz de reconocer a todos aquéllos que se preocupan por tu bien. Bufas y sacas las uñas como una gata salvaje, y no nos dejas elección: no vamos a tener más remedio que agarrarte por el pescuezo. Y estamos dispuestas a hacerlo, sin pensárnoslo dos veces. Porque somos más viejas que tú, más sabias que tú, y lo sabemos todo sobre lo que ya ha sido, todo sobre lo que está siendo y mucho sobre lo que va a ser. Te vamos a coger del pescuezo, gatita, para que algún día, lo antes posible, estés aquí sentada entre nosotras, a esta mesa, como una gata sabia y experimentada. Como una de nosotras. ¡No! ¡Ni una palabra! ¡No oses abrir la boca cuando está hablando Sheala de Tancarville!

La voz de la hechicera de Kovir, aguda y penetrante como un cuchillo arañando una superficie metálica, flotó de repente sobre la mesa. No sólo Ciri se encogió. También se estremecieron ligeramente y metieron la cabeza entre los hombros las otras magas de la logia, con la excepción, tal vez, de Filippa, Francesca y Assire. Y de Yennefer.

– Tenías razón -prosiguió Sheala, mientras volvía a colocarse el boa alrededor del cuello- al pensar que te habíamos llamado a Montecalvo para comunicarte tu destino Pero no tenías razón al pensar que tú no eres nada. Al contrario, tú lo eres todo, eres el futuro del mundo. En este momento, evidentemente, tú eso no lo sabes ni lo entiendes, en este momento eres un gatito que bufa y eriza el pelo, una criatura que acaba de sufrir una experiencia traumática, que en todas las personas ve a un Emhyr var Emreis o a un Vilgefortz con el inseminador en la mano. Y ahora mismo no tendría sentido intentar explicarte que estás equivocada, que todo esto es por tu bien y por el bien del mundo. Ya habrá tiempo para esas explicaciones. Más adelante. Ahora te obstinarías, no querrías escuchar la voz de la razón y tendrías una respuesta para cada argumento, una respuesta en forma de terquedad infantil y de rabieta empecinada. Por tanto, lo que hay que hacer contigo ahora es cogerte del pescuezo, con toda tranquilidad. He terminado. Comunícale a la chica su destino, Filippa.

Ciri estaba rígida, acariciando unas cabezas de esfinge que remataban los brazos del asiento.

– Vas a venir conmigo -dijo doña Lechuza, rompiendo el silencio pesado y fúnebre- y con Sheala a Kovir, a Pont Vanis, capital de verano del reino. Como has dejado de ser Cirilla de Cintra, en el curso de una audiencia serás presentada como una adepta a la magia, protegida nuestra. En esa audiencia conocerás a un rey muy sabio, Esterad Thyssen. Conocerás a su esposa, la reina Zuleyka, una persona de singular nobleza y bondad. También conocerás al hijo de la pareja real, el príncipe heredero Tancredo.

Ciri, que empezaba a comprender, puso los ojos a cuadros. A doña Lechuza no se le escapó ese detalle.

– Sí -confirmó-. Ante todo debes impresionar al príncipe Tancredo. Porque te vas a convertir en su amante y le vas a dar un hijo.

»Si fueras aún Cirilla de Cintra -prosiguió Filippa tras una larga pausa-, si fueras aún la hija de Pavetta y la nieta de Calanthe, haríamos de ti la esposa legítima de Tancredo. Serías la princesa, y después la reina de Kovir y Poviss. Por desgracia, y te lo digo con auténtico pesar, el destino te ha privado de todo. También de tu futuro. Sólo serás la querida. La favorita.

– Con un nombre -intervino Sheala- y un reconocimiento formal. Haremos todo lo posible para que, en la práctica, estés al lado de Tancredo, con estatus de princesa, y más adelante incluso con estatus de reina. Naturalmente, necesitamos contar con tu ayuda. Tancredo tiene que desear tenerte a su lado. Día y noche. Ya te enseñaremos cómo se estimula ese deseo. Pero de ti depende que nuestras enseñanzas den fruto.

– Todo esto es lo de menos, al fin y al cabo -dijo doña Lechuza-. Lo importante es que te quedes embarazada de Tancredo lo antes posible.

– Sí, claro -dijo Ciri entre dientes.

– La logia se encargará de asegurar -Filippa no le quitaba de encma sus oscuros ojos- la futura posición de vuestro hijo. Debes saber que estamos hablando de cosas realmente grandes. En todo caso, tú serás partícipe en eso, pues muy poco después del nacimiento de tu hijo empezarás a tomar parte en nuestras reuniones. Ya aprenderás. Y es que ya eres, aunque puede que ahora mismo te resulte incomprensible, una de las nuestras.

– En la isla de Thanedd -Ciri venció la resistencia de su garganta agarrotada- me llamasteis monstruo, doña Lechuza. Y ahora decís que soy una de las vuestras.

– No hay ninguna contradicción -se oyó la voz melódica, como el susurro de un arroyo, de Enid an Gleanna, la Margarita de Dolin-. Nosotras, me luned, somos todas unos monstruos. Cada una a su entilo. ¿No es así, doña Lechuza?

Filippa se encogió de hombros.

– Esa cicatriz que te afea el rostro -volvió a terciar Sheala, despellejando el boa con evidente indiferencia- te la enmascararemos mediante una ilusión. Serás una mujer bella y misteriosa, y te garantizo que Tancredo Thyssen se volverá loco por ti. Habrá que inventarte una personalidad. Cirilla es un nombre bonito y tampoco es muy raro, así que no hace falta que renuncies a él para preservar el incógnito. Pero necesitas un apellido. No pienso protestar si escoges el mío.

– O el mío -dijo doña Lechuza, forzando una media sonrisa-. Cirilla Eilhart también suena muy bien.

– Ese nombre -en la sala volvieron a oírse las campanillas argentinas de la voz de la Margarita de Dolin- suena bien en cualquier combinación. Y todas las que estamos aquí desearíamos tener una hija como tú, Zireael, golondrina de ojos de halcón, tú, que eres sangre de la sangre y huesos de los huesos de Lara Dorren. Todas nosotras estariamos dispuestas a renunciar a cualquier cosa, incluso a esta logia, incluso al destino de los reinos y del mundo entero, con tal de tener una hija como tú. Pero eso es imposible. Sabemos que es imponible. Por eso tenemos tanta envidia de Yennefer.

– Gracias, doña Filippa -declaró Ciri al cabo de unos instantes, apretando con las manos las cabezas de esfinge-. También me siento honrada con la propuesta de llevar el apellido Tancarville. No obstante, como da la impresión de que en todo este asunto el apellido en lo único que depende de mí y de mi elección, la única cosa que se me confia, debo daros las gracias a ambas y elegir por mí misma. Quería llamarme Ciri de Vengerberg, hija de Yennefer.

– ¡Ja! -Relumbraron los dientes de una hechicera morena que, tal como supuso Ciri, era Sabrina Glevissig de Kaedwen-. Tancredo Thyssen será un idiota si no contrae con ella matrimonio morganático. Si, en lugar de casarse ton ella, deja que le endilguen como mujer a una de esas princesas enjabonadas, eso querrá decir que es un idiota y un ciego que no sabe distinguir un diamante de unas cuentas de cristal. Te felicito, Yenna. Y te envidio. Y tú bien sabes lo sincera que puede llegar a ser mi envidia.

Yennefer se lo agradeció con un gesto. Sin la menor sombra de una sonrisa.

– Así pues -dijo Filippa-, todo está resuelto.

– No -dijo Ciri.

Francesca Findabair resopló sin hacer ruido. Sheala de Tancarville alzó la cabeza y la expresión se le endureció de un modo que no la favorecía nada.

– Tengo que pensármelo bien -declaró Ciri-. Meditarlo. Poner en orden mis ideas. Con tranquilidad. Cuando lo haya hecho, volveré aquí, a Montecalvo. Me presentaré ante esta logia y expondré lo que haya decidido.

Sheala movió los labios, como si se hubiera notado algo en la boca que tuviera que escupir de inmediato. Pero no dijo nada.

– Tengo que encontrarme -Ciri levantó la cabeza- con el brujo Geralt en la ciudad de Rivia. Le prometí que nos veríamos allí, que yo acudiría en compañía de Yennefer. Voy a cumplir mi promesa, con vuestro consentimiento o sin él. Doña Rita, aquí presente, sabe que, si se trata de Geralt, siempre soy capaz de encontrar un agujero en la pared.

Margarita Laux-Antille asintió con una sonrisa.

– Tengo que hablar con Geralt. Despedirme de él. Y darle la razón. Porque hay una cosa que debéis saber. Cuando nos marchábamos del castillo de Stygga, dejando todos aquellos cadáveres detrás de nosotros, le pregunté a Geralt si aquello era ya el final, si habíamos vencido, si el mal había sido derrotado, si el bien había triunfado. Y él se limitó a sonreír, de forma un tanto extraña y sombría. Yo pensé que era fruto del cansancio, que obedecía al hecho de que hubiéramos tenido que enterrar allí a todos sus amigos, al pie del castillo de Stygga. Pero hoy ya sé qué significaba aquella sonrisa. Era una sonrisa de lástima ante la ingenuidad de una chiquilla que se había creído que bastaba con degollar a Vilgefortz y a Bonhart para que se impusiera el bien sobre el mal. Necesito decirle que por fin he caído en la cuenta, que lo he comprendido. Necesito decírselo sin falta.

«También tengo que intentar convencerle de que lo que queréis hacer conmigo se diferencia radicalmente, a pesar de todo, de lo que quería hacerme Vilgefortz con su jeringa de cristal. Tengo que intentar explicarle que hay una diferencia entre el castillo de Montecalvo y el castillo de Stygga, por mucho que Vilgefortz invocase el bien del mundo y aquí también se invoque el bien del mundo.

«Sé que no me va a resultar sencillo convencer a un viejo lobo como Geralt. Geralt va a decir que soy una mocosa, que es fácil embaucarme con el pretexto de la nobleza, que todo eso de la predestinación y del bien del mundo no son más que frases estúpidas. Pero yo tengo que intentarlo. Es importante que él lo comprenda y que lo acepte. Es muy importante. También para vosotras.

«No has entendido nada -dijo tajantemente Sheala de Tancarville-. No eres más que una cría que ha pasado de la fase de los gritos y el pataleo a la fase de la soberbia, pero sigues siendo una mocosa. La única cosa que me hace concebir alguna esperanza es la viveza de tu ingenio. Vas a aprender muy rápido, en muy poco tiempo, créeme, pronto te reirás al recordar las tonterías que nos has soltado aquí. En lo tocante a tu viaje a Rivia, bueno, que se pronuncie la logia. Yo me declaro resueltamente en contra. Por una cuestión de principios. Para demostrarte que yo, Sheala de Tancarville, jamás hablo por hablar. Y que puedo obligarte a doblar tu orgullosa cerviz. Por tu propio bien, hay que inculcarte disciplina.

– Resolvamos, pues, esta cuestión. -Filippa Eilhart puso las manos sobre la mesa-. Ruego que cada una exprese su parecer. ¿Debemos permitir que esta altiva doncella, Ciri, viaje a Rivia? ¿Al encuentro de un brujo para el que pronto no va a haber sitio en su vida? ¿Debemos permitir que crezca en ella un sentimentalismo del que en breve va a tener que prescindir por completo? Sheala está en contra. ¿Y las demás?

– Yo también estoy en contra -anunció Sabrina Glevissig-. También por una cuestión de principios. La chica me gusta. Me gusta, desde luego, su impertinencia, su arrojo, su descaro. La prefiero mil veces a la gente sin sangre en las venas. No tendría nada en contra de su petición, sobre todo porque volvería sin duda, estoy segura de que no faltaría a su palabra. Pero esta jovencita ha tenido la osadía de amenazarnos. ¡Que sepa que nosotras nos reímos de tales amenazas!

– Estoy en contra -dijo Keira Metz-. Por razones prácticas. También a mí me gusta esta chica, y ese Geralt me llevó en brazos en Thanedd. No hay en mí ni una pizca de sentimentalismo, pero aquello fue de lo más agradable para mí. Sería una forma de agradecérselo. ¡Pero no! Estás equivocada, Sabrina. La chica es una bruja, y está intentando ser más lista que nosotras. En resumen, trata de ahuecar el ala.

– ¿Alguna de las presentes -preguntó Yennefer, arrastrando las pa labras en tono desafiante- se atreve a poner en duda las palabras de mi hija?

– Tú, Yennefer, estate calladita -siseó Filippa-. No me hagas perder la paciencia. Tenemos tres votos en contra. Oigamos a las demás.

– Yo estoy a favor de que la dejemos ir -dijo Triss Mcrigold-. La conozco y respondo por ella. También me gustaría, si se me permite, acompañarla en ese viaje. Ayudarla, si se me permite, en sus meditaciones y reflexiones. Y, si se me permite, en su conversación con Geralt.

– Yo también voto a favor -dijo Margarita Laux-Antille con una sonrisa-. Os sorprenderá lo que voy a decir, pero el caso es que lo hago por Tissaia de Vries. De haber estado aquí, Tissaia se indignaría ante la idea de que, para preservar la unidad de la logia, hay que recurrir a la coacción y a las restricciones a la libertad individual.

– Voto a favor -dijo Francesca Findabair, colocándose los encajes del escote-. Las razones son muy numerosas, no tengo por qué exponerlas ni lo voy a hacer.

– Voto a favor -dijo con idéntico laconismo Ida Emean aep Siv-ney-. Porque así me lo ordena mi corazón.

– Pues yo estoy en contra -anunció secamente Assire var Anahid-. No estoy condicionada por ninguna simpatía, antipatía ni cuestión de principios alguna. Temo por la vida de Ciri. Bajo la protección de la logia está a salvo, por los caminos que llevan a Rivia sería un objetivo fácil. Y me temo que haya algunos que, tras haberla privado de su nombre e identidad, consideran que eso no es suficiente.

– Nos queda por conocer -dijo Sabrina Glevissig de forma harto maliciosa- el parecer de doña Fringilla Vigo. Aunque debería ser evidente. Me permito recordar a todas las presentes, en ese sentido, el castillo de Rhys-Rhun.

– Agradeciendo el recordatorio -Fringilla Vigo alzó orgullosa la cabeza-, voto a favor de Ciri. Para demostrar el respeto y la simpatía que siento por esta muchacha. Y sobre todo lo hago por Geralt de Rivia, el brujo, sin el cual esta muchacha no estaría hoy aquí. Pues él, para salvar a Ciri, viajó hasta el fin del mundo, luchando contra todo aquello que le salía al paso, incluso consigo mismo. Sería una bajeza impedirle ahora que se reuniese con ella.

– Menos grave sería esa bajeza -dijo cínicamente Sabrina- que el sentimentalismo ingenuo, precisamente el mismo sentimentalismo que nos proponemos erradicar de esta doncella. Bueno, hasta el corazón ha salido aquí a relucir. Con este resultado, los platillos de la balanza están equilibrados. Estamos en un callejón sin salida. No hemos decidido nada. Habrá que volver a votar. Propongo que sea en secreto.

– ¿Por qué?

Todas las miradas se volvieron hacia la que acababa de intervenir. A Yennefer.

– Sigo siendo miembro de esta logia -dijo Yennefer-. Nadie me ha privado de mi condición de tal. No se ha elegido a nadie en mi lugar. Formalmente, tengo derecho al voto. Supongo que está claro cuál es el sentido de mi voto. Los votos a favor predominan, de modo que el asunto está resuelto.

– Tu insolencia -dijo Sabrina, entrelazando los dedos, armados con anillos de ónice- roza el mal gusto, Yennefer.

– Yo, en vuestro lugar, señora, guardaría un discreto silencio -añadió Sheala, muy seria-. Pensando en la votación a la que muy pronto os vais a tener que someter.

– He apoyado a Ciri -dijo Francesca-, pero a ti, Yennefer, debo llamarte al orden. Te colocaste al margen de la logia cuando la abandonaste y te negaste a colaborar. No tienes ningún derecho. Lo único que tienes son obligaciones, deudas que pagar, una sentencia por escuchar. De no ser así, no se te habría permitido traspasar el umbral de Montecalvo.

Yennefer sujetó a Ciri, que se moría de ganas de levantarse y gritar. Finalmente, sin oponer resistencia, Ciri se dejó caer en silencio sobre su sillón con esfinges talladas en los brazos. Al ver cómo se levantaba de su asiento, dominando de pronto toda la mesa, doña Lechuza, Filippa Kilhart.

– Yennefer -proclamó bien alto- no tiene derecho a voto, eso está claro. Pero yo sí. He escuchado las voces de todas las presentes. Supongo que, por último, yo también podré votar.

– ¿Qué quieres -Sabrina frunció el ceño- decir con eso, Filippa?

Filippa Eilhart miró hacia el lado opuesto de la mesa. Se encontró con los ojos de Ciri y clavó la vista en ellos.


*****

El fondo del estanque forma un mosaico multicolor, las teselas mudan de color y parecen moverse. Toda el agua vibra, relumbra en un claroscuro. Bajo las hojas de los nenúfares, grandes como platos, entre las algas verdes, aparecen fugazmente los carasios y los leuciscos. En el agua se reflejan los grandes ojos oscuros de la muchacha, sus largos cabellos llegan hasta la superficie, flotan sobre ella.

La chica, ajena a todo, inclinada sobre el borde del estanque de la fuente, mueve las manos entre los tallos de los nenúfares. Quiere tocar como sea alguno de esos pececillos dorados y rojos. Los peces se acercan nadando a las manos de la chica, dan vueltas curiosos a su alrededor, pero no se dejan coger, son esquivos como fantasmas, como el agua misma. Los dedos de la muchacha ojinegra se cierran en vano.

– ¡Filippa!

Es la voz más amada. A pesar de eso, la chica no reacciona de inmediato. Sigue mirando al agua, a los peces, a los nenúfares, a su propio reflejo.

– ¡Filippa!

– |Filippal -La aguda voz de Sheala de Tancarville la sacó de sus reflexiones-. Estamos esperando.

Por la ventana abierta entró el viento frió de la primavera. Filippa Eilhart se estremeció. La muerte, pensó. La muerte ha pasado por mi lado.

– Esta logia -dijo al fin con voz firme, fuerte y clara- ha de decidir sobre la suerte del mundo. Por eso, esta logia es como el mundo, es su reflejo. Aquí se encuentran en equilibrio la sensatez, que no siempre significa fría vileza y cálculo egoísta, y el sentimentalismo, que no siempre es ingenuo. La responsabilidad, la férrea disciplina, impuesta aunque sea a la fuerza, y la aversión a la violencia, la suavidad y la confianza. El frío material de la omnipotencia… y el corazón.

»Yo -añadió en medio del silencio que se había hecho en la sala de las columnas del castillo de Montecalvo-, al emitir mi voto en último lugar, quiero tomar en consideración un elemento adicional. Un elemento que, sin equilibrarse con nada, lo equilibra todo.

Siguiendo su mirada, todas se fijaron en la pared, en un mosaico donde las pequeñas teselas multicolores formaban la figura de la serpiente Uroboros, con los dientes clavados en su propia cola.

– Ese elemento -continuó, clavando en Ciri sus oscuros ojos- es el destino. En el que yo, Filippa Eilhart, he empezado a creer hace poco. El cual yo, Filippa Eilhart, he empezado a comprender hace poco. El destino no son los decretos de la divina providencia, no son unos rollos escritos por la mano de un demiurgo, no equivale al fatalismo. El destino es la esperanza. Llena, pues, de esperanza, confiada en que lo que haya de ser será, doy mi voto. Voto a favor de Ciri. A favor del niño del destino. Del niño de la esperanza.

Largo rato duró el silencio en la sala de columnas, sumida en una sutil penumbra, de la ciudadela de Montecalvo. Por la ventana entró el chillido de un águila pescadora que revoloteaba sobre el lago.

– Doña Yennefer -susurró Ciri-. Eso quiere decir que…

– Vamos, hija -respondió Yennefer en voz baja-. Geralt nos está esperando y tenemos un largo viaje por delante.


*****

Geralt se despertó y se incorporó súbitamente. Le resonaba en los oídos el chillido de un ave nocturna.

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