Capítulo 3

Al alba, cuando el gavilán se agita movido de placer y de nobleza, brinca el tordo y alegremente grita recibiendo a su amada en la maleza, ofreceros quiero, y por hacerlo vibro impaciente, lo dulce a aquél que ama. Sabed que Amor lo ha escrito ya en su libro. Éste es el fin para el que Dios nos llama.

Francois Villon (versión de Rubén Abel Reches)


*****

Aunque se apresuraba tanto, aunque tanta prisa tenía, tanta urgencia y tanto apremio, el brujo se quedó en Toussaint casi todo el invierno. ¿Por qué causa? No hablaré de ello. Sucedió y basta, no hay por qué andar quebrándose la cabeza. Y a aquéllos que por su parte quisieran censurar al brujo, les recordaré que el amor no sólo tiene un nombre y no juzguéis y no seréis juzgados.

Jaskier, Medio siglo de poesía.


*****

Those were the… days of good hunting and good sleeping.

Rudyard Kipling


*****

El monstruo atacó desde la oscuridad, a traición, en silencio y con alevosía. Se materializó de pronto entre las tinieblas como un estallido ardiente. Como una lengua de fuego. Geralt, aunque sorprendido, reaccionó instintivamente. Se giró en un quiebro, apretándose contra la pared de la mazmorra. La bestia pasó de largo, rebotó en el muro como una pelota, agitó las alas y volvió a saltar, siseando y abriendo su horrible pico. Pero esta vez el brujo estaba preparado.

Lanzó un corto golpe, desde el codo, apuntando al cuello, bajo un gran collarín rojo, dos veces mayor que el de un pavo. Acertó. Sintió cómo cortaban la hoja de plata. El ímpetu del golpe derribó a la bestia en el suelo, junto al muro. El skoffin aulló y fue aquél un grito casi humano. Se arrojó por entre los desconchados ladrillos, agitó y movió las alas, sangrando, segando a su alrededor con una cola como un látigo. El brujo estaba seguro de que ya había terminado la lucha, pero el monstruo le dio una desagradable sorpresa. Se le echó de improviso a la garganta, lanzando horribles chirridos, mostrando las garras y chasqueando el pico. Geralt saltó, rebotó con el hombro contra la pared, lanzó un revés, desde abajo, aprovechando el impulso del rebote. Acertó. Otra vez el skoffin cayó entre los ladrillos, una sangre fétida regó la pared de la mazmorra y se derramó por ella formando un diseño de fantasía. El monstruo, golpeado en el salto, no se movía ya, tan sólo temblaba, chirriaba, estiraba el largo cuello, inflaba la garganta y agitaba el collarín. La sangre brotaba con celeridad desde los ladrillos entre los que yacía. Geralt lo podría haber rematado sin problema, pero no quería destrozar demasiado la piel. Esperó con serenidad a que el skoffin se desangrara. Se alejó unos pasos, se puso frente a la pared, se desabrochó los pantalones y echó una meada mientras silbaba una nostálgica melodía.

El skoffin dejó de chirriar, se quedó inmóvil y enmudeció. El brujo se acercó, lo tocó ligeramente con la punta de la espada. Al ver que ya había acabado todo, agarró al monstruo por la cola y lo alzó. Al sujetarlo por la base de la cola a la altura del muslo, el skoffin alcanzaba con su pico de buitre la tierra, sus alas extendidas tenían más de cuatro pies de envergadura.

– Ligero eres, gallolisco. -Geralt agitó a la bestia, que, efectivamente, no pesaba más que un pavo bien alimentado-. Ligero. Por suerte me pagan por pieza y no al peso.

– La primera vez. -Reynart de Bois-Fresnes silbó bajito entre dientes, lo que, como Geralt sabía, era la expresión de mayor asombro que podía ofrecer-. La primera vez que veo algo así con mis propios ojos. Un verdadero engendro, por mi honor, el mayor engendro de todos los engendros. ¿Así que éste es el tan famoso basilisco?

– No. -Geralt alzó al monstruo un poco más alto, para que el caballero pudiera contemplarlo mejor-. No es un basilisco. Se trata de un gallolisco.

– ¿Y cuál es la diferencia?

– Una esencial. El basilisco, también llamado regulo, es un reptil. Y el gallolisco, también llamado skoffin o cocatriz, es un ornitorreptil, es decir ni del todo pájaro ni del todo lagarto. Es el único representante conocido del género que los científicos llaman ornitorreptiles, puesto que tras largas disputas llegaron a la conclusión de que…

– ¿Y cuál de los dos -le interrumpió Reynart de Bois-Fresnes, al parecer sin interesarle las discusiones de los científicos- puede matar o convertir en piedra con la mirada?

– Ninguno. Eso son cuentos.

– ¿Entonces por qué la gente les tiene tanto miedo? Éste no es grande. ¿De verdad es tan peligroso?

– Éste de aquí -el brujo hizo removerse a su botín- ataca por lo general por la espalda y apuntando sin error entre las vértebras o bajo el riñón izquierdo, a la aorta. Por lo general suele ser suficiente un golpe de pico. Y si se trata del basilisco, entonces da igual donde pique. Su veneno contiene la neurotoxina más potente que se conoce. Mata en cuestión de segundos.

– Brrr… Y dime, ¿a cuál de ellos se le puede liquidar con ayuda de un espejo?

– A cualquiera de los dos. Si le das con él en toda la testa.

Reynart de Bois-Fresnes se rió a carcajadas. Geralt ni sonrió, el chiste del basilisco y el espejo ya le había dejado de hacer gracia en Kaer Morhen, sus maestros ya lo habían desgastado. Tampoco le resultaban ya muy divertidos los chistes de vírgenes y unicornios. Pero el record de la estupidez y el primitivismo lo tenían en Kaer Morhen los numerosos chistes acerca de la dragona a la que el joven brujo, por una apuesta, se veía obligado a estrechar la derecha.

Sonrió. Por los recuerdos.

– Te prefiero cuando sonríes -dijo Reynart, mirándolo con mucha atención-. Mil, cien mil veces te prefiero como ahora. No como eras entonces, en octubre, después de aquella decepción en el Bosque de los Druidas, cuando íbamos a Beauclair. Entonces, permíteme decirlo, estabas triste, amargado y enojado con el mundo como un usurero al que han estafado, y para colmo, susceptible como un hombre que durante toda la noche no ha llegado a nada. Ni siquiera al amanecer.

– ¿De verdad era así?

– De verdad. Así que no te asombres de que te prefiera como ahora. Cambiado.

– Terapia mediante el trabajo. -Geralt de nuevo agitó al gallolisco que tenía agarrado por la cola-. El influjo salvador de la actividad profesional sobre la psiquis. De modo que para continuar con la curación, pasemos a los negocios. Existe una posibilidad de sacar algo más del skoffin que la tarifa concertada por su muerte. No está muy daña do, así que, si tienes un cliente para rellenarlo o disecarlo, no aceptes menos de doscientos. Si fuera necesario operar en partes, recuerda que las plumas más valiosas son las de por encima de la cola, sobre todo éstas, los timones centrales. Se las puede afilar mucho más que a las de ganso, escriben muy bonito y limpio, y duran más. El escriba que sepa de lo que se trata te dará sin dudar cinco por pieza.

– Tengo clientes para disecar el cuerpo -sonrió el caballero-. El gremio de los toneleros. Han visto en Castel Ravello ese bicho disecado, sí, ese streblocero, o como se llame… Sabes cuál. Ése que se coló el segundo día después de Saovine en las mazmorras de las ruinas del castillo viejo…

– Me acuerdo.

– Bueno, pues los toneleros vieron la bestia disecada y me pidieron algo de parecida rareza para decorar su casa gremial. El gallolisco vendrá que ni pintado. Los toneleros de Toussaint, como te puedes imaginar, son un gremio que no puede quejarse de falta de trabajo, y gracias a ello son prósperos, por lo que darán sin pensar doscientos veinte. Puede que hasta más, intentaré regatear. Y en lo que se refiere a las plumas… Los barrileros no se van a enterar si le sacamos algunas plumas del culo al gallolisco y se las vendemos a la chancillería condal. La chancillería no paga de su propio bolsillo, pero de la caja condal pagará, sin regateo, no ya cinco sino diez por cada pluma.

– Me inclino ante tu agudeza.

– Nomen ornen. -Reynart de Bois-Fresnes sonrió todavía más-. Mamá debió de presentir algo cuando me cristianó con el nombre del astuto zorro protagonista del ciclo de fábulas por todos conocido.

– Debieras ser mercader y no caballero.

– Debiera -se mostró de acuerdo el caballero-. Pero en fin, si has nacido hijo de un señor blasonado, serás señor blasonado y morirás señor blasonado, habiendo engendrado, je, je, je, blasonados señores. No hay nada que hacer, ni aunque revientes. Aunque tú tampoco te las apañas mal, Geralt, y sin embargo no cultivas el mercadeo.

– No, no lo cultivo. Por similares razones que las tuyas. Con la única diferencia de que yo no engendro nada. Salgamos de estas mazmorras.

En el exterior, junto a los muros de la pequeña fortaleza, les envolvió el frío y el viento de las colinas. Era una noche clara, no había nubes en el cielo preñado de estrellas, la luz de la luna se derramaba sobre la límpida nieve nueva que cubría los viñedos. Los caballos que habían dejado atados les saludaron con un bufido.

– Convendría -dijo Reynart mirando al brujo significativamente- ir a ver de inmediato al cliente y cobrar. Pero tú seguramente tienes prisa por llegar a Beauclair, ¿no? ¿A cierta alcoba?

Geralt no respondió puesto que a tales preguntas no respondía por principio. Ató firmemente el skoffin al rocín de reserva y montó en Sardinilla.

– Vamos a ver al cliente, la noche todavía es joven y yo tengo hambre. Y me apetecería beber algo. Vamos a la ciudad. Al Faisán.

Reynart de Bois-Fresnes sonrió, arregló el escudo ajedrezado con colores sangre y oro que colgaba del arzón, se encaramó a su alta silla.

– Como queráis, caballero. Vayamos entonces al Faisán. Va, Bucéfalo.

Fueron al paso por una pendiente nevada, hacia abajo, hacia el camino real, claramente marcado por hileras de escasos álamos.

– Sabes, Reynart -dijo de pronto Geralt-. Yo también te prefiero así, como ahora. Hablando normalmente. Entonces, en noviembre, hablabas de una forma estúpida y enervante.

– Por mi honor, brujo, era un caballero andante -se rió Reynart de Bois-Fresnes-. ¿Lo has olvidado? Los caballeros siempre hablan como estúpidos. Es un símbolo, como este escudo. Gracias a él, como gracias a los colores del escudo, nos reconocemos los hermanos.


*****

– Por mi honor -dijo el Caballero del Ajedrez-, os turbáis sin necesidad, don Geralt. Vuesa compañía a ciencia cierta se halla ya sana y salva, sobre seguro que cabalmente han olvidado todas las penurias. La señora condesa tiene galenos palaciegos en profusión, capaces de curar toda dolencia. Por mi honor, no hay más de qué platicar.

– Soy de la misma opinión -dijo Regis-. Alíviate, Geralt, pues también los druidas trataron a Milva…

– Y los druidas saben de curaciones -le interrumpió Cahir-. Cuya prueba más fehaciente es mi propia testa descalabrada por el hacha del minero, ahora, mirad, casi como nueva. Milva también estará bien, no hay por qué mortificarse.

– Cierto.

– Más sana vuestra Milva que una manzana andará ya -repitió el caballero-. ¡Apuesto la cabeza a que seguro que estará danzando en los bailes! ¡Pasos de danza urdirá! ¡Festejará! En Beauclair, en el palacio de la señora condesa Anarietta de continuo hay baile o banquete. Ja, ja, por mi honor, ahora que he cumplido mi juramento también yo…

– ¿Habéis cumplido el juramento?

– ¡La fortuna fue piadosa! Porque habréis de saber que hice un juramento, y no uno cualquiera sino a las garzas. En la primavera. Juré que habría de aprehender a quinientos malhechores antes de Yule. Sonriome la suerte, libre estoy de tal juramento. Ya puedo beber, y comer ternera. Ajá, y tampoco he de esconder ya mi nombre. Si me permitís, me llamo Reynart de Bois-Fresnes.

– Con mucho gusto.

– En lo referente a los tales bailes -dijo Angouléme, espoleando al caballo para igualarse a ellos-, me pienso que tampoco a nosotros nos faltará el comercio y el bebercio, ¿no? ¡Y de buena gana también me echaría un baile!

– Por mi honor que en Beauclair de todo habrá -aseguró Reynart de Bois-Fresnes-. Bailes, banquetes, francachela, comilonas y veladas poéticas. Sois al fin y al cabo amigos de Jaskier… Quise decir, del vizconde Julián. Y del tal es gran devota nuestra señora condesa.

– ¡Y cuánto se vanaglorió él! -dijo Angouléme-. ¿Cómo fue en verdad con los amoríos ésos? ¿Conocéis la historia, señor caballero? ¡Responded!

– Angouléme -habló el brujo-. ¿Necesitas saber eso?

– No lo necesito. ¡Pero quiero! Deja el protestamiento, Geralt. Y no refunfuñes más, que en viendo tu jeta hasta las flores mesmas del camino se avinagran. ¡Y vos, caballero, contad!

Otros caballeros errantes que iban a la cabeza de la marcha cantaban una canción caballeresca con un estribillo que se repetía una y otra vez. El texto de la canción era increíblemente estúpido.

– Esto sucediera -comenzó el caballero- hace unas buenas seis añadas… Hospedárase el señor poeta aquí todo el invierno y toda la primavera, tocaba el laúd, cantaba romances, declamaba poesía. A la sazón andaba el conde Raimundo en Cintra, en un cónclave. No se daba prisa por volver a casa porque no era un secreto que en Cintra tenía una querindonga. Y doña Anarietta y don Jaskier… Ja, Beauclair es ciertamente lugar milagroso y mágico, preñado de amoroso hechizo… Vuesa merced misma conjeturará. De algún modo trabaron entonces conocencia la condesa y don Jaskier. Antes de que cayeran en la cuenta, de verso en verso, de palabra en palabra, de halago en halago, florecitas, miraditas, suspiros… Hablando corto y mal: ambos pasaron a convicciones más cercanas…

– ¿Muy cercanas? -rió Angouléme.

– No fui yo testigo presencial -dijo el caballero con tono desabrido-. Y no es de ley repetir hablillas. Aparte de ello, como vuecencia sabrá sin duda, el amor tiene más de un nombre y de gran contingencia es decir si la convicción es muy cercana o no tanto.

Cahir bufó bajito. Angouléme no tuvo nada más que añadir.

– Hubieron secreto trato la condesa y don Jaskier como uno o dos meses -continuó Reynart de Bois-Fresnes-, desde Belleteyn al solstitium de verano. Mas descuidaron la cautela. Se propagó la nueva, la emprendieron a parlotear las malas lenguas. Don Jaskier, sin demora, encaramóse al caballo y se marchó. Y obró con seso, como luego se viera. Porque nomás volvió el conde Raimundo de Cintra, un paje le delató todo. Al conde, cuando se enteró de que insulto le había sido hecho y que cuernos se le habían puesto, como vos misma os podéis imaginar, lo embargó una severa cólera. Tiró el cuenco con sopa de la mesa, rajó al delator con un picahielos, bramó palabras de poca decencia. Luego le dio en la cara al mariscal delante de testigos y rompió en pedazos un formidable espejo koviriano. A la condesa mandó apresar en sus aposentos y amenazando con torturas extrajo todo de ella. Tras don Jaskier mandó ir en persecución, mandó matarlo sin clemencia alguna y sacarle el corazón del pecho. Puesto que había leído algo parecido en una balada antigua, pensamientos tenía de hacer freír el corazón y obligar a la condesa Anarietta a comerlo a ojos de toda la corte. ¡Brrr, buf, qué abominación! Por fortuna don Jaskier acertó a huir.

– Por fortuna. ¿Y el conde murió?

– Murió. El incidente del que he hablado prodújole la severa cólera; de la que entonces la sangre tanto se le calentara, que le atizó una apoplejía y un paralís. Estuvo tendido lo menos medio año como este tronco. Mas se amejoró. Hasta andaba. Sólo que todo el tiempo guiñaba un ojo, así.

El caballero se dio la vuelta en la montura, guiñó el ojo e hizo una mueca simiesca.

– Aunque el conde -siguió al cabo- de siempre había sido gran jodedor y semental, del tal guiño se hizo por demás pericolosus en amores, porque cada blonda daba por pensar que era por afecto a ella que de aquella manera guiñaba y señas de amor procuraba. Y las blondas grandemente sensibles a tales signos son. No las imputo a ellas, no obstante, que sean todas rijosas y desenfrenadas, eso no, pero el conde, como dije, guiñaba mucho, sempiternamente casi, de modo que al saldo salía ganando. Colmó sin embargo la medida y una noche le dio una otra apoplejía. La diñó. En la alcoba.

– ¿Encima de una moza? -se rió Angouléme.

– En verdad. -El caballero, hasta entonces mortalmente serio, sonrió bajo sus bigotes-. En verdad bajo ella. Aunque lo importante no yazga en el detalle.

– Se entiende -contestó serio Cahir-. Aunque pienso que grandes duelos por el conde Raimundo no hubo, ¿no? Durante el relato diome la impresión de que…

– De que la infiel esposa os fuera más amada que el burlado marido -tomó la palabra el vampiro de su forma habitual-. ¿Acaso es por ello por lo que ella ahora gobierna?

– También por ello -respondió Reynart de Bois-Fresnes con una sinceridad que desarmaba-. Pero no meramente. El conde Raimundo, que la tierra le sea leve, era tan deshonesto, tan canalla y, con perdón, tan hijoputa, que al propio diablo le causaría una úlcera de estómago en medio año. Y gobernó en Toussaint siete años. En cambio a la condesa Anarietta todos la adoraban y adoran.

– ¿Puedo entonces contar -advirtió seco el brujo- con que el conde Raimundo no dejara demasiados amigos envueltos en duelo que para conmemorar el aniversario de la muerte del difunto estén listos a acribillar a Jaskier con sus estiletes?

– Podéis contar. -El caballero le miró, y sus ojos eran vivos e inteligentes-. Y, por mi honor, no os fallará la cuenta. Lo dije, pues. Nuestra señora Anarietta es devota del poeta y todo el mundo aquí se dejaría hacer picadillo por doña Anarietta. Volvió el buen caballero de la guerra entero, mas no le esperó su amada que a otro antes se daba. Al vino, al vino, del caballero su destino.

De los matojos que bordeaban el camino, espantados por el canto del caballero, surgieron cracando unos cuervos.

Al poco salieron del bosque directamente a un valle, entre colinas sobre cuyas cumbres relumbraban las torres de los alcázares, claramente visibles contra el fondo azul de un cielo que se coloreaba con jirones granates. En la suave pendiente de las colinas, hasta donde alcanzaba la vista, crecían disciplinados como en el ejército unas filas de arbustos ordenadamente dispuestos. Allí, la tierra estaba cubierta de hojas rojas y doradas.

– ¿Qué es eso? -preguntó Anguléme-. ¿Vides?

– Vides son, y qué vides -confirmó Reynart de Bois-Fresnes-. El valle famoso de Sansretour. El más excelente vino del mundo se hace de las uvas que acá crecen.

– Cierto -reconoció Regis, que como de costumbre lo sabía todo-. A causa de la toba volcánica y del microclima local que asegura una combinación anual ideal de días de sol y días de lluvia. Si a esto le añadimos la tradición, el saber y el esmero de los vinicultores, obtenemos como resultado un producto de la más alta marca y clase.

– Bien que lo pusisteis -sonrió el caballero-. Eso es la marca. Oh, mirad por ejemplo allá, a aquel talud bajo el castillejo aquél. En nuestra tierra el castillo da la marca a los viñedos y bodegas que se encuentran por debajo. Éste se llama Castel Ravello y de sus viñedos proceden tales vinos como el Erveluce, el Fiorano, el Pomino y el famoso Est Est. Seguro que habréis oído hablar de él. Por un barrilete de Est Est se paga tanto como por diez barriles de vino de Cidaris o de un caldo de los viñedos nilfgaardianos de Alba. Y allí, oh, mirad, hasta donde la vista alcanza, otros castillejos y otros viñedos, y de seguro que tampoco éstos os serán desconocidos: Vermentino, Toricella, Casteldaccia, Tufo, Sancerre, Nuragus, Coronata, por fin, Corvo Bianco, en elfo llamado Gwyn Cerbin. Conjeturo que no os serán extraños estos nombres.

– Extraños, puf. -Angouléme frunció el ceño-. Sobre todo de la ciencia del compruebeo que no por casualidad el granuja del tabernero haya echao uno de estos famosos en lugar de vino peleón común y corriente, puesto que de otro modo más de una vez se habría tenido que dejar el caballo en prenda, de lo que tal Castel o Est Est costara. Bah, bah, no entiendo na, será para los señorones lo de las marcas éstas, que nosotros, la gente del común, nos podemos embriagar, y no peor, con el vino barato. Y aún os diré, por experiencia: se vomita lo mismo por un Est Est que por un vino peleón.

– Teniendo en nada las bromillas del pasado noviembre de Angouléme -Reynart se apoyó en la mesa, llevaba el cinturón desabrochado-, hoy vamos a beber alguna añada buena de alguna marca buena, brujo.Nos lo podemos permitir, lo hemos ganado. Podemos jaranear.

– Por supuesto. -Geralt le hizo una señal al tabernero-. Al fin y al cabo, como dice Jaskier, puede ser que haya otros motivos para ganar dinero, pero yo no los conozco. Comamos también algo de eso que huele tan bien y que sale de la cocina. Dicho sea de paso, hoy en El Faisán se está más bien apretado, y eso que es una hora tardía.

– Pero es que es la víspera de Yule -le aclaró el posadero al oír sus palabras-. Las gentes festejan. Se divierten. Juegan a hacer oráculos. La tradición manda y nuestra tradición…

– Lo sé -le interrumpió el brujo-. ¿Y qué es lo que hoy manda la tradición en la cocina?

– Lengua de ternera con pasta de rábanos en frío. Caldo de capón con albondiguillas de sesos. Tripas de vaca enrolladas, y además, tallarines y col.

– Servidlo a toda prisa, jefe. Y para ello… ¿Qué pedimos para ello, Reynart?

– Si hay bovino -dijo al cabo de un momento de reflexión el caballero- entonces Cótede-Blessure tinto. Del año en que estiró la pata la vieja condesa Caroberta.

– Acertada elección. -El posadero asintió-. Al servicio de vuesas mercedes.

Una corona de muérdago que una muchacha sentada en la mesa de al lado se había colocado con poca maña cayó casi a las rodillas de Geralt. Los compañeros de la muchacha se echaron a reír. La muchacha se ruborizó encantadoramente.

– ¡No funcionará! -El caballero alzó la corona y la devolvió-. No será éste vuestro próximo amante. Ya está ocupado, noble señora. Está prisionero de ciertos ojos verdes…

– Cierra el pico, Reynart.

El tabernero trajo lo que había que traer. Comieron, bebieron, callaron, mientras escuchaban la felicidad de las gentes que se divertían.

– Yule -dijo Geralt, poniendo el vaso-. Midinvaerne. El solsticio de invierno. Ya llevo dos meses aquí metido. ¡Dos meses perdidos!

– Un mes -le corrigió seco y sobrio Reynart-. Si has perdido algo, entonces sólo un mes. Luego la nieve cubrió los pasos de las montañas y no habrías podido salir de Toussaint por mucho que quisieras. Así que ha venido Yule y seguro que la primavera también tendrás que esperarla aquí, pues se trata de causa de fuerza mayor y vanos son todos los lamentos y las lágrimas. Y si de los lamentos se trata, tampoco te pases con fingir tanto. De ninguna manera voy a creer que estés tan triste por ello.

– Ah, ¿qué sabrás tú, Reynart? ¿Qué sabrás?

– No mucho -reconoció el caballero mientras servía-. No mucho aparte de lo que veo. Y vi vuestro primer encuentro, el de ambos. En Beauclair. ¿Recuerdas la Fiesta de las Cubas? ¿Las braguitas blancas?

Geralt no respondió. Recordaba.

– El lugar es bellísimo, el palacio de Beauclair, preñado de hechizo amoroso -murmuró Reynart, deleitándose con el aroma del vino-. Sólo el verlo es suficiente para embelesarse. Recuerdo cómo os quedasteis mudos de la impresión cuando lo visteis, entonces, en noviembre. Cahir, deja que recuerde, ¿qué expresión usó entonces?

– Un castillejo admirable -dijo Cahir con fascinación-. Que me den, un castillejo ciertamente admirable y agradable a la vista.

– Bien vive la condesa -dijo el vampiro-. Hay que reconocerlo.

– Una garita de puta madre -añadió Angouléme.

– El palacio de Beauclair -repitió, no sin orgullo Reynart de Bois-Fresnes-. Una construcción élfica, no obstante levemente reformada. Al parecer por el mismísimo Faramond.

– Nada de al parecer -negó el vampiro Regis-. Fuera de toda duda. Ciertamente, se aprecia el estilo de Faramond con sólo mirarlo. Basta contemplar esas torrecillas. Las torres culminadas con el rojo de sus tejas de las que hablaba el vampiro se lanzaban hacia el cielo como esbeltos obeliscos blancos, surgiendo de la filigranada construcción del propio castillo que se extendía hasta el suelo. La vista traía reminiscencias inmediatas de unas velas de las que los festones de cera se hubieran deslizado sobre la base de un candelabro labrado con maestría.

– A los pies de Beauclair -aclaró el caballero Reynart- se extiende la ciudad. Las murallas, se entiende, fueron añadidas con posterioridad, sabéis sin duda que los elfos no rodeaban sus ciudades con murallas Azuzad a los caballos, vuesas mercedes. El camino ante nosotros es largo. Beauclair parece cercano, pero las montañas engañan la perspectiva.

– Vayamos.


*****

Cabalgaron velozmente, adelantando a caminantes y vagabundos, carros y carretas cargados de granos oscuros, se diría que podridos, Luego aparecieron las calles bulliciosas y oliendo a mosto fermentado de una ciudad, luego un oscuro parque lleno de álamos, tejos, agracejos y boj. Luego hubo macizos de rosas, las más importantes variedades de multiflora y de centifolias. Luego hubo columnas talladas, los portales y las arquivoltas del palacio, hubo pajes y lacayos de librea Quien les recibió, peinado y vestido como un príncipe, fue Jaskier.

– ¿Dónde está Milva?

– Sana y salva, no tengas miedo. Está en las habitaciones que se os han preparado. No quiere salir de allí.

– ¿Por qué?

– Luego hablaremos de ello. Ahora ven. La condesa está esperando.

– ¿Así, recién llegado del viaje?

– Tal fue su deseo.

La sala en la que entraron estaba llena de gente multicolor como aves del paraíso. Geralt no tuvo tiempo de contemplarlos. Jaskier lo empujó hacia una escalera de mármol ante la cual, asistidas por pajes y cortesanos, estaban de pie dos mujeres que resaltaban poderosamente entre la multitud.

La sala estaba en calma, pero se hizo un silencio todavía mayor. La primera de las mujeres tenía una nariz fina y respingona y sus ojos azules eran penetrantes y como un poco febriles. Tenía los cabellos castaños recogidos en un peinado genial, hasta artístico, sujeto con unas tiras de terciopelo y trabajado hasta el más nimio detalle, incluyendo en ello un rizo perfectamente geométrico en forma de media luna en la frente. La parte superior de su escotado vestido estaba cruzada por miles de rayas azules y lilas sobre fondo negro, la parte baja era negra, con un denso y regular diseño de pequeños crisantemos de oro bordados. Del cuello y el escote -como un complicado andamio o una jaula- colgaba un collar de primorosas flores y arabescos de laca, obsidiana, esmeraldas y lapislázuli, terminado en una cruz de jade que caía casi en medio de unos pechos pequeños, sujetos por un ceñido corpiño. El borde del escote era grande y profundo, los delicados brazos al descubierto de la mujer parecían no garantizar un suficiente apoyo, Geralt esperaba todo el tiempo que se le resbalara el vestido y se le cayera de los pechos. Pero no se caía, se mantenía en la posición adecuada gracias a los arcanos secretos de la sastrería y a los ahuecamientos de las ahuecadas mangas.

La segunda mujer igualaba a la otra en altura. Tenía los labios pintados de idéntico color. Y allí se acababan las semejanzas. Ésta llevaba sobre unos cortos cabellos un gorrillo de red que se convertía por delante en un velo que llegaba hasta la misma punta de un pequeño pie. Los motivos de flores del velo no enmascaraban unos ojos bellos, relampagueantes, muy resaltados por una sombra verde. El mismo velo floreado cubría el modestísimo escote de un vestido negro de largas mangas con unos zafiros, aguamarinas, cristales de roca y estrellas de dorados calados que estaban dispuestos de forma sólo aparentemente casual.

– Su señoría la condesa Anna Henrietta -habló alguien a media voz a la espalda de Geralt-. Arrodillaos, señor.

Me gustaría saber cuál de las dos, pensó Geralt, doblando con esfuerzo la dolorida pierna en una genuflexión ceremonial. Las dos, que me parta un rayo, tienen un aspecto igual de condesil. Bah, y hasta real.

– Alzaos, don Geralt -deshizo sus dudas la del genial peinado castaño y la nariz fina-. Os damos la bienvenida a vos y a vuestros amigos al condado de Toussaint y al palacio de Beauclair. Estamos contentas de poder albergar a una persona embarcada en tan noble misión. Y aparte de ello, que se encuentre en amistad con nuestro caro vizconde Julián.

Jaskier hizo una profunda y enérgica reverencia.

– El vizconde -continuó la condesa- nos reveló vuestro nombre, delató el carácter y el propósito de vuestro periplo, contó lo que os ha traído a Toussaint. Este relato nos ha encogido el corazón. Contentas estaríamos de poder hablar con vos en privada audiencia, don Geralt. Ello habrá sin embargo de demorarse un tanto, puesto que pesan sobre nosotras obligaciones de estado. Terminada la vendimia, la tradición ordena que participemos en la Sagrada Cuba.

La otra mujer, la del velo, se inclinó hacia la condesa y le susurró algo muy deprisa. Anna Henrietta miró al brujo, sonrió, se pasó la lengua por los labios.

– Es nuestra voluntad -alzó la voz- que al lado del vizconde don Julián nos sirva en la Cuba don Geralt de Rivia.

Un murmullo atravesó los grupos de cortesanos y caballeros como si fuera el susurro de un pino agitado por el viento. La condesa Anarietta regaló al brujo otra mirada lánguida y salió de la sala junto con su compañera y el séquito de pajes.

– ¡Rayos! -susurró el Caballero del Ajedrez-. ¡Nada menos! No es menudo el honor que os ha tocado, señor brujo.

– No he entendido bien de qué se trata -reconoció Geralt-. ¿De qué forma he de servir a su alteza?

– Su señoría -le corrigió, acercándose, un personaje metido en carnes con apariencia de confitero-. Perdonad, señor, que os corrija, pero en estas circunstancias debo hacerlo. Aquí en Toussaint respetamos sobremanera la tradición y el protocolo. Soy Sebastian le Goff, chambelán y mariscal del palacio.

– Encantado.

– El título oficial y protocolario de doña Anna Henrietta -el chambelán no sólo tenía aspecto de confitero, sino que hasta olía a azúcar garrapiñado- es «excelentísima señora», extraoficialmente «su señoría». Familiarmente, fuera de la corte, «señora condesa». Pero para dirigirse a ella siempre hay que hacerlo por «señoría».

– Gracias, lo recordaré. ¿Y a la otra dama? ¿Cuál es su título?

– Su título oficial es: «venerable» -le instruyó serio el chambelán-. Pero está permitido dirigirse a ella como «señora». Se trata de una pariente de la condesa, llamada Fringilla Vigo. De acuerdo con la voluntad de su señoría, será precisamente a doña Fringilla a quien habréis de servir durante la Cuba.

– ¿Y en qué consiste ese servicio?

– Nada complicado. Al punto os lo aclararé. Veréis, nosotros desde hace años usamos prensas mecánicas, mas la tradición…

El patio retumbaba con el estruendo y el frenético pitido de las chirimías, la loca música de las flautas, el maniaco ritmo de las panderetas. Alrededor de una cuba instalada en una tarima danzaban y brincaban saltimbanquis y acróbatas vestidos con guirnaldas. El patio y las galerías estaban por completo cubiertos de gente: caballeros, damas, cortesanos, burgueses ricamente vestidos.

El chambelán Sebastian le Goff alzó un bastón cubierto de sarmientos, tocó con él tres veces en el pedestal.

– ¡Eh, eh! -gritó-. ¡Nobles señoras, señores y caballeros!

– ¡Eh, eh! -respondió la masa.

– ¡Eh, eh! ¡Ésta es la antigua costumbre! ¡Que se regale la uva de la viña! ¡Eh, eh! ¡Que madure al sol!

– ¡Eh, eh! ¡Que madure!

– ¡Eh, eh! ¡Que el mosto fermente! ¡Que tome fuerza y sabor en los barriles! ¡Que fluya sabroso a las copas y se suba a las cabezas para honra de su señoría, hermosas damas, nobles caballeros y obreros de los viñedos!

– ¡Eh, eh! ¡Que fermente!

– ¡Que salgan las Bellezas!

Dos mujeres surgieron de unas tiendas de campaña damasquinadas al lado contrario del patio: la condesa Anna Henrietta y su compañera morena. Ambas estaban completamente envueltas en una capa escarlata.

– ¡Eh, eh! -El chambelán golpeó con el palo-. ¡Que salgan los Jóvenes!

Los «Jóvenes» ya habían sido informados y sabían lo que tenían que hacer. Jaskier se acercó a la condesa, Geralt a la morena. La cual, como ya sabía, era la venerable Fringilla Vigo.

Ambas mujeres dejaron caer a la vez las capas y la multitud lanzó roncos gritos de júbilo. Geralt tragó saliva.

Las mujeres portaban unas camisas blancas con mangas, delgadas como telas de araña, que no alcanzaban siquiera hasta el muslo. Y unas bragas muy ajustadas con volantes. Y nada más. Ni siquiera joyas. Y además iban descalzas. Geralt tomó a Fringilla de la mano, y ella le abrazó por el cuello de buena gana. Olía de una forma imperceptible a ámbar y a rosas. Y a feminidad. Emanaba calor y el calor aquél lo atravesaba como flechas. Sus carnes eran mórbidas y la morbidez le quemaba y hería en los dedos.

Las acercaron a las cubas, Geralt a Fringilla, Jaskier a la condesa, las ayudaron a subir ellas, ovales y rezumantes de mosto de uva. La multitud aulló.

– ¡Eh, eh!

La condesa y Fringilla se pusieron la una a la otra las manos sobre los hombros, gracias al mutuo apoyo mantuvieron más fácilmente el equilibrio sobre los granos en los que se hundieron casi hasta la rodilla. El mosto salpicó y se esparció alrededor. Las mujeres, girando, pisaron los racimos de uvas, regocijándose como adolescentes. Fringilla, completamente fuera de protocolo, le guiñó un ojo al brujo.

– ¡Eh, eh! -gritó la multitud-. ¡Que fermente!

Los granos aplastados salpicaban zumo, el turbio mosto borboteaba y espumeaba alrededor de las piernas de las pisadoras.

El chambelán golpeó con el palo en la superficie de la tarima. Geralt y Jaskier se acercaron, ayudaron a las mujeres a salir de la cuba. Geralt vio cómo Anarietta, cuando Jaskier la tomó de la mano, le mordisqueó en la oreja mientras que los ojos le brillaban peligrosamente. A él mismo le parecía que los labios de Fringilla le habían acariciado la mejilla, pero no apostaría la cabeza a si había sido a conciencia o por casualidad. El mosto del vino olía con fuerza, golpeaba en la cabeza.

Dejó a Fringilla sobre la tarima, la envolvió en la capa escarlata. Fringilla apretó su mano impetuosa y con fuerza.

– Estas tradiciones antiguas -dijo ella- pueden ser muy excitantes, ¿verdad?

– Verdad.

– Gracias, brujo.

– Ha sido un placer.

– Te aseguro que para mí también.


*****

– Echa, Reynart.

En la mesa vecina se realizaba otra predicción invernal que radicaba en arrojar la piel de una manzana pelada en una larga espiral y en adivinar la inicial del nombre del próximo amante por la forma en que se colocaba la piel. La piel se colocaba en S cada vez. Pese a ello, las risas no tenían fin.

El caballero echó vino.

– Milva, resultó -habló el brujo, pensativo-, estaba sana aunque seguía con el vendaje en las costillas. Estaba sin embargo sentada en la habitación y rechazaba toda visita, sin querer ponerse ni por todo el oro del mundo el vestido que le habían traído. Daba la sensación de que iba a estallar un conflicto de protocolo, pero la situación la serenó el omnisciente Regis. Citando un centenar de precedentes, obligó al chambelán a que le llevaran a la arquera un traje masculino. Angouléme, para variar con alegría, se libró de los pantalones, las botas de jinete y del peal. El vestido, el jabón y el peine hicieron de ella una muchacha bastante guapa. A todos nosotros, para qué hablar, nos compuso el humor el baño y la ropa limpia. Hasta a mí. Todos fuimos a la audiencia con buen ánimo…

– Espera un momento -le ordenó Reynart con un movimiento de cabeza-. Los negocios se dirigen hacia nosotros. ¡Vaya, vaya, y no sólo uno, sino dos viñadores! Malatesta, nuestro cliente, lleva a un compadre… Y competidor. ¡Más raro que un perro a cuadros!

– ¿Quién es el otro?

– El viñador Pomerol. Precisamente estamos bebiendo su vino, Cóte-de-Blessure.

Malatesta, el apoderado de los viñedos de Vermentino, los vio, saludó con la mano, se acercó, conduciendo a su camarada, un individuo de mostachos negros y abundante barba negra, más ajustada para un ladrón que para un empleado.

– Si los señores me permiten. -Malatesta presentó al barbudo-. Don Alcides Fierabrás, apoderado de los vinos de Pomerol.

– Sentaos.

– Sólo un ratito. Con el señor brujo por lo de la bestia de nuestras bodegas. Puesto que vuesas mercedes están aquí, asumo que el bicho ya está muerto.

– Y bien muerto.

– La suma acordada -aseguró Malatesta- será transferida a vuestra cuenta en el banco de los Cianfanelli a más tardar pasao mañana. Oh, muchas gracias, señor brujo. Gracias mil. Unas tamañas bodegas, digo, presiosas, con sus boveditas, orientás al cierzo, ni demasiado secas ni demasiado húmedas, justitas, justitas para el vino, y a causa de este piojoso moustruo no se podían ni usar. Vos mismo lo visteis, tuve que mandar cerrar toda aquella parte del sótano, mas la bestia se supo cruzar… Lagarto, lagarto, a saber de dónde salió… Del mismo infierno…

– Las cavernas excavadas en tobas volcánicas siempre abundan en monstruos -les instruyó Reynart de Bois-Fresnes con gesto sabihondo. Compadreaba al brujo desde hacía un mes y, como sabía escuchar, había aprendido ya mucho-. Está claro, no más que toba, y allá que te va el monstruo.

– Bueno, y puede que toba. -Malatesta le miró de hito en hito-. Sea quien fuera la toba ésta. Mas las gentes hablan que es causao porque nuestras bodegas al paecer se comunican con profundos pozos, con el centro mismo de la tierra. Muchas hay en esta tierra cavernas y abujeros…

– Como en nuestros sótanos, por no ir más lejos -habló el viñador pomeroliano de negra barba-. Estas bodegas tienen millas y adonde conduzcan no sabe nadie. Hubo quien quiso descubrir tal cosa, mas no volvió. Y también allí vieron horribles moustros. Parece. Por tal razón propondría…

– Me imagino lo que me queréis proponer -dijo el brujo con sequedad-. Y me place vuestra propuesta. Exploraré vuestras bodegas. La soldada la acordaremos según lo que me encuentre.

– No quedaréis mal -le aseguró el barbudo-. Ehem, ehem… Una cosa más…

– Decid, os escucho.

– El tal súcubo que a las noches embriaga a los maridos y los cansa… al que nuestra digna señora condesa mandaraos matar… me pienso que no haya exigencia de matarlo. Al fin y al cabo el bicho no fastidia a nadie, hablando en plata… Oh, embriaga a veces… Molesta un pelillo…

– Mas sólo a los mayores de edad -interpuso Malatesta con suma rapidez.

– De los labios, compadre, me lo habéis quitado. En fin, que el tal súcubo no perjudica a nadie. Y en los últimos tiempos como que ya no se oye nada de él. Como si os tuviera miedo a vos, señor brujo. Así que, ¿qué sentido tiene el perseguirlo? Pues a vos, señor brujo, no os falta moneda contante y sonante. Y si algo os faltara…

– Hombre, pudiera ser que algo cayera en mi cuenta del banco de los Cianfanelli -dijo Geralt con rostro pétreo-. Para el plan de pensiones brujeril.

– Así se hará.

– Y al súcubo no se le caerá ni un pelo de su rubia cabellera.

– Entonces, con los dioses. -Los dos viñadores se levantaron-. Comed en paz, no os molestaremos. Hoy es fiesta. Tradición. Y aquí, en Toussaint, la tradición…

– Lo sé -dijo Geralt-. Cosa santa.

La pandilla de la mesa de al lado volvió a montar un barullo en torno a otra de las profecías de Yule, que habían hecho con ayuda de unas bolitas moldeadas de la miga de una torta y las espinas de una carpa que se habían comido. Y bebiendo con ganas al mismo tiempo. El tabernero y las mozas se revolvían como si estuvieran metidos en agua hirviendo, corrían de acá para allá con las jarras.


*****

– El famoso súcubo -advirtió Reynart, echándose más col en el plato- fue el comienzo de la célebre serie de encargos brujeriles que aceptaste en Toussaint. Luego todo fue muy deprisa y tú ya no podías librarte de los clientes. Lo curioso es que no recuerdo cuál de las bodegas te dio tu primer encargo…

– No estabas tú. Fue al día siguiente de la audiencia con la condesa. Audiencia en la que tampoco estabas, por cierto.

– No es para asombrarse. Era una audiencia privada.

– Privada de la leche -bufó Geralt-. Participaron en ella unas veinte personas, entre las que no cuento a lacayos inmóviles como estatuas, pajes de corta edad y un bufón aburrido. Entre los que sí cuento estaban Le Goff, un chambelán de apariencia y olor de pastelero, y algunos ricachones aplastados por el peso de las cadenas de oro. Había algunos tipejos de negro, consejeros, o puede que jueces. Estaba un barón de pabellón de cabeza de toro al que había conocido en Caed Myrkvid. Estaba, cosa clara, Fringilla Vigo, una persona que a todas luces estaba muy cerca de la condesa.

»Y estábamos nosotros, toda nuestra cuadrilla, incluyendo a Milva vestida de hombre. Ja, mal me he expresado diciendo que toda nuestra compaña. No estaba Jaskier con nosotros. Jaskier, o mejor dicho el vizconde Nosé Qué, estaba sentado con las piernas abiertas en un escabel a la derecha de Su Puntiaguda Nariz Anarietta, más ancho que un pavo. Como un verdadero favorito.

«Anarietta, Fringilla y Jaskier eran las únicas personas que estaban sentadas. No se permitía sentarse a nadie más. Y yo aún me alegré de que no nos obligaran a ponernos de rodillas.

»La condesa escuchó mi relato, por suerte casi sin interrumpirme. Sin embargo, cuando conté en pocas palabras el resultado de mi conversación con los druidas, abrió los brazos con un gesto que sugería una preocupación a la vez sincera y exagerada. Sé que esto suena como algún maldito oxímoron, pero créeme, Reynart, en su caso fue precisamente así.


*****

– Ah, ah -dijo la condesa Anna Herietta, abriendo los brazos-. Habéis sembrado la inquietud en nuestras entrañas, don Geralt. En verdad os digo, la pena embarga nuestros corazones.

Sorbió su puntiaguda nariz, extendió la mano y Jaskier, al instante, puso en aquella mano un pañuelito de batista con un monograma bordado. La condesa tocó sus dos mejillas con el pañuelo ligeramente, para no retirar el maquillaje.

– Ah, ah -repitió-. ¿Así que los druidas no sabían nada de Ciri? ¿No fueron capaces de ofreceros ayuda? ¿Acaso todo vuestro esfuerzo fue en vano y huero el resultado de vuestro viaje?

– En vano con toda seguridad no -respondió él convencido-. Reconozco que contaba con conseguir de los druidas alguna información concreta o alguna pista que pudiera, aunque fuera de la forma más vaga, aclarar por lo menos por qué Ciri es objeto de una caza tan encarnizada. Sin embargo, los druidas no pudieron o no quisieron prestarme ayuda, en este aspecto, ciertamente, no conseguí nada. Mas… La voz se le quebró por un instante. No para resultar más dramático. Pensaba hasta qué punto podía ser sincero ante tamaño auditorio.

– Sé que Ciri está viva -dijo con voz seca, por fin-. Seguramente fue herida. Sigue estando en peligro. Pero vive.

Anna Henrietta suspiró, hizo uso de nuevo de su pañuelito y apretó el hombro de Jaskier.

– Os prometo -dijo- nuestra ayuda y apoyo. Quedaos en Toussaint cuanto deseéis. Habéis de saber que solíamos visitar Cintra, que conocíamos y cultivábamos la amistad de Pavetta, que conocíamos y amábamos a la pequeña Ciri. Estamos con vos de todo corazón, don Geralt. Si hace falta, tendréis la asistencia de nuestros licenciados y astrólogos. Abiertas ante vos están las puertas de nuestras bibliotecas y librerías. Encontraréis, creemos profundamente en ello, alguna pista, alguna señal o indicación que os muestre el camino correcto. No actuéis con premura. No tenéis que apresuraros. Podéis quedaros aquí lo que queráis, sois un huésped grato para nosotros.

– Os agradezco vuestra benevolencia y vuestra bondad, señoría. -Geralt hizo una reverencia-. Sin embargo, nos vamos a poner en camino en cuanto descansemos. Ciri sigue en peligro. Y nosotros también estamos en peligro. Cuando estamos demasiado tiempo en un lugar, el peligro no sólo crece, sino que comienza a amenazar a las personas que nos son benevolentes. Y a quienes simplemente están en medio. No pienso permitirlo.

La condesa, guardó silencio durante un cierto tiempo, acariciaba el antebrazo de Jaskier con unos movimientos cadenciosos, como un gato.

– Nobles y honestas son vuestras palabras -dijo por fin-. Pero no habéis de temer nada. Nuestros caballeros acometieron a los bribones que os perseguían de tal modo que no se escapó testigo alguno de su derrota, el vizconde Julián nos lo ha relatado. Cualquiera que se atreva a perturbaros correrá la misma suerte. Estáis bajo nuestra protección y nuestro amparo.

– Aprecio esto en lo que vale. -Geralt volvió a inclinarse, maldiciendo en su interior no sólo al dolor de su rodilla-. Sin embargo, no me es lícito callar lo que el señor vizconde Jaskier olvidó contar a su señoría. Los bribones que me persiguieron desde Belhaven y a los que los valientes caballeros de su señoría batieron en Caed Myrkvid eran, ciertamente, bribones del gremio más preclaro de los bribones, mas lucían los colores de Nilfígaard.

– ¿Y qué pasa con eso?

Pues, tuvo en la punta de la lengua, que si los nilfgaardianos conquistaron Aedirn en veinte días, para hacer lo mismo con tu condadillo les basta con veinte minutos.

– Hay una guerra -dijo, en vez de aquello-. Puede ser que consideren lo que sucedió en Belhaven y Caed Myrkvid como sabotaje en la retaguardia. Por lo general, esto produce represiones. En tiempos de guerra…

– La guerra -le interrumpió la condesa, alzando su nariz puntiaguda- se ha acabado ya con toda seguridad. Le escribimos acerca de ello a nuestro primo, Emhyr var Emreis. Le envié un memorándum en el que exigíamos que pusiera punto final de inmediato a este derramamiento de sangre sin sentido. Con toda seguridad ya se ha terminado la guerra, con toda seguridad ya se ha firmado la paz.

– No del todo -le repuso Geralt con voz gélida-. Al otro lado del Yaruga campan la espada y el fuego, se derrama la sangre. Nada apunta que se acerque a su fin.

Lamentó al instante lo que había dicho.

– ¿Cómo es eso? -La nariz, de la condesa, parecía, se agudizó todavía más, en su voz resonó una horrible nota mordaz, hostil-. ¿Acaso he oído bien? ¿La guerra continúa? ¿Por qué nadie nos ha informado de ello, ministro Tremblay?

– Señoría, yo… -balbució, arrodillándose, uno de los portadores de cadena de oro-. Yo no quería… preocupar… intranquilizar… Señoría…

– ¡Guardia! -gritó la señoría-. ¡A la torre con él! ¡Habéis caído en desgracia, señor Tremblay! ¡En desgracia! ¡Señor chambelán! ¡Señor secretario!

– A sus órdenes, señoría…

– Que nuestra cancillería le envíe de inmediato una nota a nuestro primo, el emperador de Nilfgaard. Exigimos que de inmediato, pero de inmediato, cese la lucha y firme la paz. ¡Pues la guerra y la discordia son cosas malas! ¡La discordia arruina y la concordia fortalece!

– Su señoría -murmuró el chambelán-pastelero, blanco como azúcar en polvo- tiene toda la razón.

– ¿Qué hacen vuesas mercedes todavía aquí? ¡Hemos dado una orden! ¡En marcha, apriesa!

Geralt miró discretamente a su alrededor. Los cortesanos tenían el rostro como de piedra, de lo que se podía concluir que tales incidentes no eran nada nuevo en aquel palacio. Decidió firmemente que a partir de ahora sólo iba a hacer coro a la condesa. Anarietta rozó con su pañuelo la punta de la nariz, después de lo cual sonrió a Geralt.

– Como veis -dijo ella-, vuestros temores eran vanos. No habéis de qué temer y podéis quedaros aquí cuanto queráis.

– Cierto, señoría.

En el silencio se escuchó claramente el mordisqueo de la carcoma en alguno de aquellos monumentales muebles. Y la maldición que alguno de los palafreneros le lanzaba a un caballo en un patio lejano.

– También quisiéramos pediros algo, don Geralt. -Anarietta interrumpió el silencio-. Como brujo que sois.

– Cierto, señoría.

– Se trata del ruego de muchas nobles damas de Toussaint y nuestro a la vez. Un monstruo nocturno castiga nuestros hogares. Un diablo, un fantasma, un súcubo en forma de mujer, pero tan desvergonzada que no nos atrevemos a describirla, martiriza a los cónyuges fieles y virtuosos. Penetra por las noches en las alcobas, comete toda clase de bellaquerías y abominables perversiones de las que no nos permite hablar la modestia. Vos, como experto, con toda seguridad sabéis de qué se trata.

– Cierto, señoría.

– Las mujeres de Toussaint os piden que pongáis punto final a esta indecencia. Y os aseguramos nuestra generosidad.

– Cierto, señoría.


*****

Angouléme encontró al brujo y al vampiro en el parque del palacio, donde ambos disfrutaban de un paseo y una discreta conversación.

– No me vais a creer -jadeó-. No me vais a creer lo que os voy a decir… Mas es la puritita verdad.

– Habla pues.

– Reynart de Bois-Fresnes, el andante Caballero del Ajedrez, está junto a otros caballeros andantes haciendo cola ante la cámara del tesorero condal. ¿Y sabéis para qué? ¡Para cobrar su paga del mes! La cola, habéis de saber, es lo menos medio tiro de arco de larga y de tantos escudos hasta se cansan los ojos. Le pregunté a Reynart que cómo es eso y él va y dice que también un caballero andante pasa hambre.

– ¿Y qué es lo raro en todo esto?

– ¡Bromeas! ¡Un caballero andante anda por noble vocación! ¡No por un sueldo mensual!

– Lo uno -dijo muy serio el vampiro Regis- no excluye lo otro. De verdad. Créeme, Angouléme.

– Créele, Angouléme -confirmó Geralt con voz seca-. Deja de correr por el palacio buscando sensaciones, ve a hacer compañía a Milva. Se siente fatal, no debe estar sola.

– Cierto. Tiíta tiene el periodo, creo, porque está más rabiosa que una avispa. Yo pienso…

– ¡Angouléme!

– Ya voy, ya voy.

Geralt y Regis se detuvieron ante un macizo de centifolias ligeramente marchitas ya. Pero no consiguieron seguir conversando. Desde detrás de un invernáculo surgió un hombre delgado vestido con una elegante capa de color siena.

– Buenos días. -Hizo una reverencia, limpió la rodilla con su birreta-. ¿Se puede preguntar cuál de vuesas mercedes, alabado sea, es el brujo llamado Geralt, famoso en su oficio?

– Yo soy.

– Me llamo Jean Catillon, apoderado de las bodegas de Castel Toricella. La cosa es que no nos vendría mal en las bodegas un brujo. Intención tengo de enterarme, alabado sea, si no querríais…

– ¿De qué se trata?

– Pues esto es -comenzó el apoderado Catillon-. A causa de esta guerra, así se la llevara el satanás, los mercaderes vienen más raramente, acreciéntame las existencias, empieza a faltar lugar para los barriles. Pensamos, pues qué problema, si bajo los castillos hay millas enteras de corredores, más hondo y más hondo, hasta el centro de la tierra lo menos que llegan. También bajo Toricella encontramos unos túneles de éstos, preciosos, alabado sea, de techos de bóveda, ni demasiado secos, ni demasiado húmedos, justito para que el vino estuviera bien…

– ¿Y qué? -no resistió el brujo.

– Resultó que en los tales corredores habita un monstruo, alabado sea, de seguro que vino de lo profundo de la tierra. Quemó a dos personas, el cuerpo a los huesos los redujo y a uno lo dejó ciego, porque él, señor, el monstruo, se entiende, escupe y vomita no sé qué lejías…

– Una solpuga -afirmó Geralt-. También llamada venenosera.

– He aquí. -Regis sonrió-. Vos mismo veis que estáis tratando con un especialista, señor Catillon. Un especialista que os cae, por así decirlo, del cielo. ¿Y no habéis pedido ayuda en esta tarea a los famosos caballeros andantes locales? La condesa tiene todo un regimiento de ellos y tales misiones son precisamente lo suyo, su razón de ser.

– Razón ninguna. -El apoderado Catillon negó con la cabeza-. Su razón es guardar los caminos, los cordeles, los puertos, porque si los mercaderes no llegan hasta aquí, todos nosotros tendremos que hacer las maletas. Además, los caballeros son valientes y peleones, mas a caballo sólo. ¡Bajo tierra no se mete uno de ésos! Además, son bien car…

Se interrumpió y guardó silencio. Tenía el gesto de quien -por no tener barba- no tiene encima nada sobre lo que escupir. Y lo lamenta mucho.

– Son bien caros -terminó Geralt, incluso sin especial mordacidad-. Así que habéis de saber, buen hombre, que yo soy más caro. Libre mercado. Y libre competencia. Porque yo, si trabamos el contrato, me bajaré del caballo y me meteré bajo tierra. Pensadlo, pero no lo penséis mucho tiempo, porque yo no estaré mucho tiempo en Toussaint.

– Me asombras -dijo Regis en cuanto el apoderado se fue-. ¿Ha revivido de pronto el brujo que llevas dentro? ¿Aceptas el contrato? ¿Te vas a echar a por el monstruo?

– Yo mismo estoy asombrado -le repuso Geralt sinceramente-. Reaccioné instintivamente, movido por un impulso inexplicable. Me saldré de esto. Puedo decir que cada cantidad que me propongan es demasiado baja. Siempre. Volvamos a nuestra conversación…

– Detengámonos. -El vampiro señaló con la mirada-. Algo me dice que tienes más negocios.

Geralt maldijo por lo bajo. Por un paseo bordeado de cipreses caminaban hacia él dos caballeros. Reconoció al primero al instante, la enorme cabeza de toro sobre un campo blanco como la nieve no se podía confundir con ningún otro escudo. El segundo caballero, alto, entrecano, de rasgos noblemente angulosos, como esculpidos en granito, llevaba una cruz con flores de lis doradas sobre túnica azul.

Deteniéndose a la distancia prescrita de dos pasos, los caballeros hicieron una reverencia. Geralt y Regis les correspondieron, los cuatro mantuvieron el silencio ordenado por la tradición caballeresca, que debía durar diez latidos de corazón.

– Si los señores permiten -presentó Cabeza de Toro-, el barón Palmerín de Launfal. Yo, puede que los señores recuerden, me llamo…

– Barón de Peyrac-Peyran. Como si fuera posible olvidarlo.

– Tenemos algo para el señor brujo -fue al grano Peyrac-Peyran-. Relacionado con, por así decirlo, su profesión.

– Hablad.

– En privado.

– No tengo secretos para el señor Regis.

– Pero los nobles señores los tienen, con toda seguridad. -El vampiro sonrió-. Por eso, si me lo permitís, iré a echar un vistazo a aquel hermoso pabelloncito, que probablemente sea un recoleto excusado. Señor de Peyrac-Peyran… Señor de Launfal…

Se intercambiaron reverencias.

– Soy todo oídos. -Geralt quebró el silencio sin pensar ni por un instante que iba a esperar a que el corazón latiera diez veces.

– Se trata -Peyrac-Peyran bajó la voz y miró a su alrededor medrosamente- del súcubo… Va, de ese espíritu nocturno que embriaga. El que la condesa y las damas os pidieron destruir. ¿Os han prometido mucho dinero por matar al monstruo?

– Disculpad, pero esto es un secreto profesional.

– Por supuesto -habló Palmerín de Launfal, el caballero de la cruz de flores de lis-. En verdad es honorable vuestra actitud. Ciertamente, mucho temo injuriaros con nuestra propuesta, mas pese a ello la relataré. Romped ese contrato, señor brujo. No persigáis al súcubo, dejadlo en paz. No diciendo nada ni a la condesa ni a las damas. Y por mi honor, nosotros, hombres de Toussaint, superaremos la oferta de las damas. Os asombrará nuestra generosidad.

– La propuesta -dijo el brujo con voz fría- ciertamente no está muy lejos de la injuria.

– Don Geralt. -Palmerín de Launfal tenía una expresión dura y seria-. Os diré lo que nos ha impulsado a realizaros nuestra propuesta. Se trata de la fama que os rodea de que matáis tan sólo a aquéllas fieras que constituyen amenaza. Una amenaza real. No imaginada, surgida a partir de la ignorancia o los prejuicios. Permitid entonces que os diga que el súcubo no amenaza ni perjudica a nadie. Oh, embriaga en sueños… De vez en cuando… Y mortifica un poco…

– Pero sólo a los mayores de edad -añadió rápido Peyrac-Peyran.

– Las damas de Toussaint -dijo Geralt, mirando a su alrededor- no estarían demasiado contentas si se enteraran de esta conversación. Al igual que la condesa.

– Estamos completamente de acuerdo con vos -murmuró Palmerín de Launfal-. Es recomendable la más absoluta discreción. No conviene despertar mojigataterías dormidas.

– Abridme una cuenta en alguno de los bancos de enanos locales -dijo Geralt despacio y bajito-. Y asombradme con vuestra generosidad. Os advierto que no es fácil asombrarme.

– De todas formas, lo intentaremos -prometió Peyrac-Peyran con orgullo. Se intercambiaron reverencias de despedida.

Volvió Regis, quien, por supuesto, lo había escuchado todo con su oído vampírico.

– Ahora -dijo sin sonreír- también puedes decir por supuesto que ha sido un instinto involuntario y un impulso inexplicable. Pero te va a ser más bien difícil salirte de una cuenta abierta en un banco de enanos.

Geralt miró hacia lo alto, allá, por encima de las copas de los cipreses.

– Quién sabe -dijo-. Puede que pasemos aquí algunos días. Teniendo en cuenta las costillas de Milva puede que incluso más que algunos días. ¿Algunas semanas? Así que no hace ningún mal el que consigamos independencia financiera por este tiempo.


*****

– Así que de ahí salió la cuenta en el banco de los Gianfanelli. -Reynart de Bois-Fresnes meneó la cabeza-. Vaya, vaya. Si la condesa se enterara de ello habría de seguro cambios en los rangos, habría una nueva distribución de patentes. Ja, ¿y no puede ser que yo ascendiera? Doy mi palabra de que es una pena que no tenga cualidades de soplón. Cuéntame ahora algo del famoso banquete que me causaba tanta alegría. ¡Tanto anhelaba tomar parte en él, comer y beber! Y me mandaron a la frontera, a hacer guardia, con un frío y un tiempo de perros. ¡Qué desespero, la suerte del caballero…!

– Al gran banquete tan ruidosamente anunciado -comenzó Geralt- le precedieron preparativos importantes. Hubo que encontrar a Milva, que se había escondido en los establos, hubo que convencerla de que de su participación en el banquete dependía el destino de Ciri y casi del resto del mundo. Hubo que ponerle un vestido casi por la fuerza. Luego hubo que obligar a Angouléme a jurar que se comportaría como una dama, en especial que evitaría decir «puta» y «culo». Cuando por fin conseguimos todo esto y teníamos intenciones de descansar tomando vino, apareció el chambelán Le Goff, hinchado como vejiga de cerdo y oliendo a azúcar garrapiñado.


*****

– En tales circunstancias tengo que señalar -comenzó con voz nasal el chambelán Le Goff- que en la mesa de su señoría no hay lugares de segunda categoría, nadie tiene derecho a sentirse agraviado por el lugar que le sea asignado a la mesa. Sin embargo, aquí, en Toussaint, guardamos férrea observancia de las antiguas tradiciones y costumbres, y según estas costumbres…

– Id, señor, al grano.

– El banquete de mañana. Me es preciso disponer la mesa según los honores y los rangos.

– Claro -dijo serio el brujo-. Os diré qué y cómo. El más digno entre todos nosotros es Jaskier.

– El señor vizconde Julián -dijo el chambelán, frunciendo la nariz- es huésped extraordinariamente honorable. Como tal se sentará a la derecha de su señoría.

– Claro -repitió el brujo, serio como la misma muerte-. ¿Y en lo que a nosotros respecta no aclaró cuáles son nuestros rangos, títulos y honores?

– Aclaró -el chambelán carraspeó- sólo que vuesas mercedes se hallan de incógnito en trabajos caballerescos, y ciertos pormenores tales como vuestros verdaderos nombres, pabellones y títulos no os es dado revelar a causa de un juramento de armas.

– Ciertamente así es. ¿Entonces cuál es el problema?

– ¡Pues que yo tengo que disponer la mesa! Huéspedes sois, amén de conmilitones del señor vizconde, así que de todos modos habré de sentaros cerca de la cabeza de la mesa… Entre los barones. Mas no puede ser que todos seáis iguales, dignos señores y dignas señoras, puesto que nunca es así que todos sean iguales. Si alguno de vosotros por rango o nacimiento fuera más alto, debiera sentarse a la mesa principal, junto a la condesa…

– Él -el brujo señaló sin vacilación al vampiro, el cual no lejos de allí admiraba con profunda concentración un gobelino que ocupaba casi toda la pared- es conde. Pero chitón. Es un secreto.

– Comprendo. -El chambelán por poco no se atragantó de la impresión-. Siendo así… Lo colocaré a la derecha de la condesa Notturna, noble y agraciada tía de la señora condesa.

– No lo lamentaréis, ni vos, ni la tía. -Geralt tenía un rostro como de piedra-. No tiene él igual ni en maneras, ni en el arte de la conversación.

– Complacido estoy de oírlo. Vos por vuestra parte, señor de Rivia, os sentaréis junto a la venerable doña Fringilla. Así manda la tradición. La llevasteis a la Cuba, así que sois… hummm… su caballero, por así decirlo…

– Comprendido.

– Estupendo. Ah, señor conde…

– ¿Cómo? -se asombró el vampiro, que acababa de alejarse del tapiz que mostraba una escena de lucha de gigantes con cíclopes.

– Nada, nada -sonrió Geralt-, sólo conversábamos.

– Ajá. -Regis afirmó con la cabeza-. No sé si lo habéis advertido… Pero aquel cíclope, en el gobelino, oh, ése, el de la porra… Mirad los dedos de su pie. Él, atrevámonos a decirlo, tiene dos pies izquierdos.

– Ciertamente -confirmó el chambelán Le Goff sin una pizca de asombro-. Hay más de los tales gobelinos en Beauclair. El maestro que lo tejió era un verdadero maestro. Pero bebía muchísimo. Como artista que era.


*****

– Ya es hora -dijo el brujo, evitando la mirada de las muchachas excitadas por el vino y que le atisbában a hurtadillas desde la mesa donde se entretenían con las profecías-. Vayámonos, Reynart. Paguemos, subamos a los caballos y vayamos a Beauclair.

– Sé adonde te corre tanta prisa. -El caballero enseñó sus dientes-. No tengas miedo, la de los ojos verdes te está esperando. Apenas es medianoche. Cuéntame del banquete.

– Te lo cuento y nos vamos.

– Nos vamos.


*****

La vista de lo que estaba colocado en una gigantesca mesa en forma de herradura recordaba explícitamente que el otoño ya estaba pasando y que se iba hacia el invierno. Entre las viandas que se apilaban en fuentes y bandejas dominaba la caza en todas sus versiones y formas posibles. Había allí grandes cuartos de jabalí, muslos y solomillos de ciervo, diversos tipos de foie gras, gelatinas y rosadas lonjas de carne, todo con otoñal guarnición de setas, arándanos, mermelada de ciruelas y salsa de escaramujo. Había aves de otoño, ave lira, urogallo, pavo real, servidas con decoración de plumas y colas, había gallina pintada al horno, codornices y perdices, cercetas, chochas, gangas y tordos. Había allí también verdaderas delicatessen, como zorzales asados en una pieza, sin destriparlos, puesto que las bayas de enebro de las que están llenas las entrañas de estos pequeños pájaros obran de especia natural. Había allí también truchas asalmonadas de los lagos montaraces, había sandías, había hígados de Iotas y lucios. Un acento verde lo ponían las collejas, un tipo de lechuga del otoño tardío que, si surgía tal necesidad, era posible hasta rebuscar bajo la nieve.

El muérdago sustituía a las flores.

En mitad de la parte superior de la herradura de la mesa de honor a la que se sentaban la condesa Anarietta y los invitados más importantes, sobre una gran bandeja de plata colocaron la decoración de la velada. Entre trufas, flores hechas de zanahoria, limones partidos por la mitad y corazones de alcachofa descansaba un enorme esturión y sobre su lomo había una garza que se sostenía sobre un solo pie y asada de una pieza que sujetaba en su pico alzado un anillo de oro.

– Juro por esta garza -gritó, levantándose y alzando la copa, Peyrac-Peyran, el caballero de la cabeza de toro en el escudo, bien conocido del brujo-. ¡Por esta garza juro defender el honor y el orgullo caballerescos y doy mi palabra y prometo que nunca, pero nunca, le dejaré el campo a nadie!

El juramento fue gratificado con una ronca ovación. Y luego se liaron con la comida.

– ¡Juro por esta garza! -gritó otro caballero con unos agresivos bigotes retorcidos hacia arriba como una escoba-. ¡Juro defender hasta la última gota de sangre en mis venas las fronteras de su señoría Anna Henrietta! ¡Y para demostrar mejor mi lealtad, juro mandar que pinten en mi escudo una garza y luchar de incógnito durante un año, escondiendo mi nombre y pabellón y haciéndome llamar el Caballero de la Garza Blanca! ¡Salud a nuestra señora la condesa!

– ¡Salud! ¡Suerte! ¡Viva! ¡Viva nuestra señora!

Anarietta agradeció con un leve ademán de su cabeza decorada con una diadema de diamantes. Llevaba tantos diamantes con ella que sólo con pasar al lado ya hubiera arañado el cristal. Junto a ella estaba sentado Jaskier, riéndose como un tonto. Un poco más allá, entre dos matronas, estaba sentado Emiel Regis. Iba vestido con un caftán de terciopelo negro con el que tenía aspecto de vampiro. Servía a las matronas y las entretenía con su conversación, que ellas escuchaban fascinadas. Geralt cogió un cuenco con una perca cubierta de perejil, sirvo a Fringilla Vigo, que estaba sentada a su izquierda, vestida con un traje de atlas violeta y un hermosísimo collar de amatistas que se disponía graciosamente sobre su escote. Fringilla, observándolo por debajo de sus negras pestañas, alzó la copa y sonrió enigmáticamente.

– A tu salud, Geralt. Me alegro de que nos hayan sentado juntos.

– Antes que acabes, no te alabes. -Le devolvió la sonrisa; estaba, al fin y al cabo, de buen humor-. Apenas ha comenzado el banquete.

– Al contrario. Lleva ya lo suficiente como para que me lances un piropo. ¿Cuánto voy a tener que esperar todavía?

– Eres extraordinariamente hermosa.

– ¡Tranquilo, tranquilo, con más moderación! -Sonrió, y él hubiera jurado que de todo corazón-. A esta velocidad da miedo pensar adonde podemos llegar antes de que termine el banquete. Comencemos por… Hum… Di que tengo un vestido muy bonito y que me sienta muy bien el violeta.

– Te sienta muy bien el violeta. Aunque a mí, lo reconozco, me gustabas más de blanco.

Geralt distinguió un desafío en sus ojos color esmeralda. Le dio miedo aceptarlo. Su buen humor no llegaba hasta ese punto.

Enfrente habían puesto a Cahir y Milva. Cahir estaba sentado entre dos nobles damiselas muy jóvenes, probablemente baronesas, que no paraban de gorgojear. Por su parte, la arquera hacía compañía a un caballero viejo, sombrío y taciturno como una piedra que tenía el rostro lleno de cicatrices de viruela. Algo más allá estaba sentada Angouléme, metiendo bureo entre los jóvenes caballeros andantes.

– ¿Y esto qué es? -gritó levantando un cuchillo de plata con la mano.

– Tales cuchillos son de uso en Beauclair -aclaró Fringilla- desde los tiempos de la condesa Carolina Roberta, abuela de Ana Henrietta. A Caroberta la ponía negra que durante los banquetes los invitados anduvieran hurgándose en los dientes con los cuchillos. Y con un cuchillo con la punta redondeada no hay forma de hurgarse.

– No hay forma. -Angoúleme se mostró de acuerdo, al tiempo que hacía una mueca picara-. ¡Por suerte nos han dado también los tenedores!

Fingió que se llevaba el tenedor a los labios, ante la amenazadora mirada de Geralt lo dejó. El caballerete que se sentaba a su derecha se rió con un vibrante falsete. Geralt tomó una cazuela de pato en aspic, sirvió a Fringilla. Vio cómo Cahir se partía en dos y hasta en tres para satisfacer los deseos de las baronesas, las cuales, por su parte, le miraban como si fuera el arco iris. Vio cómo los caballeros jóvenes remolineaban en torno a Angouléme, compitiendo en servirle las viandas y estallando en risas con sus bromas tontas.

Vio cómo Milva deshacía un pedazo de pan, mirando al mantel. Fringilla parecía leer sus pensamientos.

– Mal ha caído -susurró, inclinándose hacia él- tu compañera la de pocas palabras. En fin, tales cosas pasan al poner la mesa. El barón de Trastámara no peca de cortesía. Ni de elocuencia.

– Puede que hasta sea lo mejor -respondió Geralt en voz baja-. Un afectado cortesano hubiera sido peor. Conozco a Milva.

– ¿Estás seguro? -Le lanzó una rápida mirada-, ¿Y no será que la mides con tu propia vara? La cual, hablando en plata, es bastante cruel.

Él no respondió, en vez de ello le sirvió vino. Y reconoció que ya era hora de aclarar cierta cuestión.

– Eres una hechicera, ¿verdad?

– Verdad -reconoció, enmascarando estupendamente su asombro-. ¿Cómo lo has reconocido?

– Percibo el aura. -No entró en detalles-. Y tengo experiencia.

– Para que todo quede claro -dijo al cabo-. No era mi intención engañar a nadie. Sin embargo, no tengo obligación ninguna de ir mostrando mi profesión ni de ponerme un gorro picudo ni un manto negro. ¿Para qué van a tener que asustar a los niños conmigo? Tengo derecho al incógnito.

– No lo niego.

– Estoy en Beauclair porque aquí se encuentra la mayor y más rica biblioteca del mundo conocido. Aparte de las de las universidades, se entiende. Pero las universidades guardan celosamente el acceso a sus estanterías y aquí yo soy pariente y amiga de Anarietta y puedo hacer todo lo que quiera.

– Qué envidia.

– Durante la audiencia Anarietta sugirió que la librería puede guardar alguna pista útil para ti. No te dejes engañar con su exaltación teatrera. Ella es así. Y lo de que encuentres algo en los libros por supuesto que no se puede descartar, bah, hasta es muy posible. Basta con saber el qué y dónde buscar.

– Por supuesto. Nada más.

– El entusiasmo de tus respuestas ciertamente eleva el espíritu y anima a continuar la conversación. -Entrecerró los ojos-. Me imagino el motivo. No confías en mí, ¿no es cierto?

– ¿Un poco de ganga?

– ¡Juro por la garza! -Un joven al final de la herradura se levantó y se cubrió un ojo con una banda que le tendió su vecina en la mesa-. ¡Prometo no quitarme esta banda mientras no sean exterminados del todo los bandoleros del paso de Cervantes!

La condesa mostró su satisfacción con una señorial inclinación de su diadema poblada de brillantes.

Geralt contaba con que Fringilla no iba a seguir con el tema. Se equivocaba.

– No me crees ni confías en mí -dijo-. Me has dado un golpe doblemente doloroso. No sólo dudas de que quiera ayudarte sinceramente, sino que además no crees que pueda. ¡Oh, Geralt! Me has herido hasta el fondo de mi orgullo y mi altiva ambición.

– Escucha…

– ¡No! -Alzó el tenedor y el cuchillo como si le amenazara con ellos-. No te justifiques. No soporto a los hombres que se justifican.

– ¿Y qué tipo de hombres soportas?

Entrecerró los ojos, pero todavía sujetaba los cubiertos como si fueran puñales dispuestos a atacar.

– La lista es larga -dijo despacio- y no quiero aburrirte con los detalles. Sólo te contaré que en ella ocupan un lugar muy alto aquellos hombres que, por su amada, están dispuestos a ir al fin del mundo, sin vacilar, despreciando el riesgo y el peligro. Y no renuncian ni siquiera aunque parezca que no tienen posibilidad de éxito.

– ¿Y las otras posiciones en la lista? -no pudo contenerse-. ¿Los otros hombres que te gustan? ¿También están locos?

– ¿Y qué es la verdadera masculinidad -meneó la cabeza burlona-, sino una mezcla en las proporciones adecuadas de estilo y locura?

– ¡Señoras y señores, barones y caballeros! -gritó el chambelán Le Goff en voz alta al tiempo que se levantaba y elevaba con las dos manos una gigantesca copa-. En estas circunstancias me permito realizar un brindis: ¡a la salud de su serenísima señoría la condesa Anna Henrietta!

– ¡Salud y felicidad!

– ¡Hurra!

– ¡Que viva! ¡Viva!

– Y ahora, señoras y señores. -El chambelán depositó la copa, hizo un gesto festivo hacia los lacayos-. Ahora… ¡Magna Bestia!

En una cazuela que tenían que transportar en una especie de andas cuatro criados, entró en la sala un gigantesco asado que embargó todo de un aroma maravilloso.

– ¡Magna Bestia! -estallaron en coro los comensales-. ¡Hurra! ¡Magna Bestia!

– ¿Qué puta bestia otra vez? -Angouléme expresó su inquietud en voz alta-. No voy a comer mientras no me entere de lo que es.

– Es un ciervo -le aclaró Geralt-. Un asado de ciervo.

– Y no de cualquiera -habló Milva, carraspeando-. El venao tenía como siete arrobas.

– Tontunas. Siete arrobas y cuarenta libras -dijo con voz ronca el aviruelado barón sentado a su lado. Fueron las primeras palabras que había soltado desde el principio del banquete.

Puede que aquél hubiera sido el principio de una conversación, pero la arquera enrojeció, clavó los ojos en el mantel y continuó desmigando el pan. Pero Geralt se había tomado en serio las palabras de Fringilla.

– ¿Acaso fuisteis vos, barón -preguntó-, quien abatió a este enorme venado?

– No yo -negó el aviruelado-. Mi yerno. Un tirador de lujo. Mas esto es plática de hombres, por así decirlo… Disculpad. No hay por qué aburrir a las damas…

– ¿Y con qué arco? -preguntó Milva, aún mirando el mantel-. A seguro que no menos que uno de setenta.

– Laminado. Capas de tejo, acacia y fresno, atadas con tendones – respondió con voz lenta el barón, a todas luces sorprendido-. Tensado doblemente con un zefar. Setenta y cinco libras de fuerza.

– ¿Y tensión?

– Veintinueve pulgadas. -El barón hablaba cada vez más lentamente, se diría que escupía cada palabra.

– Verdadera máquina -dijo Milva con serenidad-. Con esto se tira a un ciervo hasta a cien pasos. Si el tirador es de veras bueno.

– Yo -gruñó el barón como un poco picado- acierto a veinticinco pasos, por así decirlo, a un faisán.

– A veinticinco -Milva alzó la cabeza- yo acierto a una ardilla.

El barón carraspeó, excitado, sirvió presto bebida y comida a la arquera.

– Un buen arco -murmuró- no es más que la mitad del éxito. Pero no menos importante es, por así decirlo, la calidad del tiro. Advertid, mi señora, que según mi parecer, el tiro…

– ¡Salud a su señoría Anna Henrietta! ¡Salud al vizconde Julián de Lettenhove!

– ¡Salus! ¡Vivant!

– … y ella le puso el culo -terminó Angouléme otra de sus estúpidas anédotas. Los jóvenes caballeros estallaron en risas estruendosas. Las baronesas llamadas Queline y Ñique escuchaban las historias de Cahir con la boca abierta, los ojos brillantes y las mejillas ardientes. En la mesa principal, toda la alta aristocracia escuchaba las predicas de Regis. Hasta Geralt -pese a su oído de brujo- apenas llegaban algunas palabras aisladas, aunque se dio cuenta de que estaban hablando de fantasmas, estriges, súcubos y vampiros. Regis gesticulaba con un tenedor de plata y probaba que el mejor remedio contra los vampiros es la plata, metal cuyo mínimo contacto era fatal para el vampiro. ¿Y el ajo?, preguntaron algunas damas. El ajo también es efectivo, reconoció Regis, aunque es problemática compañía, puesto que huele muy mal.

En la galería tocaba bajito una orquesta los rabeles y los caramillos, los acróbatas, malabaristas y tragafuegos alardeaban de su arte. El bufón intentaba hacer reír, pero no le llegaba ni a los talones a Angouléme. Luego apareció un osero con su oso y el oso, para general regocijo, se cagó en el suelo. Angouléme se entristeció y se apagó: era difícil competir con algo como aquello.

La condesa de picuda nariz se enfureció de improviso, a causa de alguna palabra descuidada uno de los barones perdió el favor y se fue a la torre bajo escolta. Pocos hubo que -aparte del propio interesado- se preocuparan con este asunto.

– Tú no te vas a ir tan rápido de aquí, incrédulo -dijo Fringilla Vigo, balanceado una copa-. Aunque lo que más te gustaría es irte ya andas con tendesmo, no lo conseguirás.

– Por favor, no me leas la mente.

– Perdona. Tus pensamientos eran tan fuertes que los leí sin quererlo.

– No te haces una idea de cuántas veces he oído esto ya.

– No te haces una idea de lo que sé. Por favor, come alcachofas, son muy sanas, le vienen bien al corazón. El corazón es un órgano muy importante para el hombre. El segundo en lo que concierne a su importancia.

– Pensaba que lo más importante son el estilo y la locura.

– Los atributos del espíritu deben ir emparejados con los valores del cuerpo. Esto da la perfección.

– Nadie es perfecto.

– Eso no es argumento. Hay que intentarlo. ¿Sabes qué? Creo que voy a pedirte esas gangas.

Cortó el pájaro en el plato con tanta velocidad y tan bruscamente que el brujo hasta tembló.

– No te irás de aquí tan rápido -dijo-. En primer lugar porque no tienes por qué. Nada te amenaza…

– Nada de nada, ciertamente. -No aguantó y tomó la palabra-. Los nilfgaardianos se asustarán con la nota de protesta emitida por la chancillería de la condesa. Y si se arriesgaran a venir, los expulsarían de aquí los caballeros andantes de bandas en los ojos y jurando por la garza.

– Nada te amenaza -repitió, sin prestar atención a su sarcasmo-, A Toussaint se le considera por lo general como un condado de cuento, ridículo e irreal, que para colmo, a causa de su producción de vino, está en estado de embriaguez permanente e inmutable alegría báquica. Como quien no es tratado en serio por nada, disfruta de determinados privilegios. Al fin y al cabo provee de vino, y sin vino la vida, como es de todos sabido, no existe. Por eso en Toussaint no actúan agentes algunos, espías ni servicios secretos. Y no hace falta un ejército, basta con los caballeros andantes con el ojo tapado. Nadie atacará Toussaint. Por tu gesto veo que no te he convencido del todo.

– No del todo.

– Una pena. -Fringilla entrecerró los ojos-. Me gusta llegar hasta el fondo. No soporto las medias tintas ni las promesas a medias. Ni las cosas dichas a medias. De modo que lo diré todo: Fulko Artevelde, prefecto de Riedbrune, piensa que estás muerto, los que huyeron le informaron de que los druidas os quemaron vivos a todos. Fulko hace lo que puede para tapar todo el asunto, que tiene toda la pinta de un escándalo. Tiene en ello interés, al fin y al cabo, se preocupa por su propia carrera. Incluso si le llegara la noticia de que estás vivo, será demasiado tarde. La versión que haya dado en sus informes será la obligatoria.

– Mucho sabes.

– Nunca lo he ocultado. De modo que el argumento de la persecución de los nilfgaardianos desaparece. Y simplemente faltan otros que fueran decisivos para irse pronto.

– Interesante.

– Pero cierto. De Toussaint se puede salir por cuatro puertos que conducen a las cuatro partes del mundo. ¿Cuál de los puertos eliges? Los druidas no te dijeron nada y se negaron a colaborar. El elfo de la montaña ha desaparecido…

– De verdad que sabes mucho.

– Eso ya lo dijimos.

– Y quieres ayudarme.

– Y tú rechazas mi ayuda. No crees en la sinceridad de mis intenciones. No confías en mí.

– Escucha, yo…

– No te justifiques. Come más alcachofas.

De nuevo alguien juró por la garza, Cahir les dirigía cumplidos a las baronesas. A Angouléme, achispada, se la oía por toda la sala. El barón aviruelado, animado por las pláticas acerca de arcos y flechas, comenzó incluso a flirtear con Milva.

– Por favor, señora mía, probad el jamón de jabalí. Ah, por así decirlo… En las mis posesiones hay tales campos cerrados donde hay, por así decirlo, piaras de ellos.

– Oh.

– Encuéntranse allí buenas piezas, bichos de tres arrobas… Temporada es… Si vuesa merced lo deseara… Podemos, por así decirlo, de montería…

– Mas no andaremos nosotros largo por estos andurriales -Milva dirigió una extraña mirada petitoria a Geralt-. Puesto que, con perdón de vuesa merced, tenemos nosotros asuntillos de más categoría que los de la caza…

«Aunque -añadió muy rápido al ver cómo el barón se entristecía- con grande gana que me iría con vuesa merced a la caza de las negras bestias. A

l barón se le iluminó el rostro de pronto.

– Si no a la caza, entonces -anunció animado-, entonces a la mi casa os invito. A mi residencia. Os mostraré mi colección de cornamentas, testas, por así decirlo, de pipas y de sables…

Milva clavó la mirada en el mantel.

El barón agarró una bandeja con zorzales, le sirvió a ella, luego sirvió vino en la copa.

– Disculpad -dijo-. Palaciego no soy. No sé entretener. No sirvo para pláticas de corte.

– Yo -respondió Milva tosiendo- en el monte me crié. Sé apreciar el silencio.

Fringilla encontró bajo la mesa la mano de Geralt y la apretó con fuerza. Geralt la miró a los ojos. No era capaz de adivinar lo que se escondía en ellos.

– Confío en ti -dijo-. Creo en la sinceridad de tus propósitos.

– ¿No mientes?

– Lo juro por la garza.


*****

El sereno local debía de haber trasegado lo suyo para celebrar el Yule, puesto que andaba dando tumbos, daba con la alabarda en los letreros de las tiendas y anunciaba en voz alta, se diría que incluso gritando, que eran las diez en el reloj, aunque en realidad era ya bastante más de la medianoche.

– Vete solo a Beauclair -dijo inesperadamente Reynart de Bois-Fresnes al poco de que salieran de la posada-. Yo me quedo aquí. Hasta mañana. Adiós, brujo.

Geralt sabía que el caballero tenía cierta dama amiga en el pueblo, cuyo marido estaba a menudo en viaje de negocios. No hablaban nunca de ello, puesto que los hombres no hablan de tales asuntos.

– Adiós, Reynart. Ten cuidado con el skoffin. No vaya a pudrirse.

– Está helando.

Estaba helando. Las callejuelas estaban vacías y oscuras. La luz de la luna iluminaba los tejados, relucía como un diamante sobre los soplillos de hielo, pero no alcanzaba el fondo de los callejones. Las herraduras de Sardinilla golpeaban contra el empedrado. Sardinilla, pensó el brujo, mientras se dirigía hacia el palacio de Beauclair. Una yegua garbosa de color gris, regalo de Anna Henrietta. Y de Jaskier. Espoleó al caballo. Tenía prisa.


*****

Después del banquete se vieron durante el desayuno, para el que se habían acostumbrado a acudir a la cocina del complejo del castillo. Siempre les recibían bien allí, no se sabe bien por qué. Siempre se encontraba algo caliente allí para ellos, directamente de la cazuela, la sartén o el asador, siempre se encontraba pan, manteca, tocino, queso y níscalos en adobo. Nunca faltaba una jarra o dos de algún producto tinto o blanco de los famosos viñedos locales.

Siempre iban allí. Durante las dos semanas que llevaban en Beauclair. Geralt, Regis, Cahir, Angouléme y Milva. Sólo Jaskier desayunaba en otro lado.

– ¡A él -comentó Angouléme mientras untaba el pan- la manteca con torreznos se la traen a la cama! ¡Y le hacen reverencias!

Geralt tendía a pensar que era precisamente así. Y precisamente aquel día decidió comprobarlo.

Encontró a Jaskier en la sala del homenaje. El poeta llevaba en la cabeza una boina color carmín, grande como un pan de harina de flor, y vestía un doublet del mismo tono, ricamente bordado con hilo de oro. Estaba sentado en un taburete con el laúd en las rodillas y con torpes movimientos de cabeza reaccionaba a los cumplidos de las damas y cortesanos que le rodeaban.

Por suerte, no se veía a Anna Henrietta en el horizonte. De modo que Geralt rompió el protocolo sin vacilar y se acercó osadamente a la escena. Jaskier lo distinguió al punto.

– Tengan la bondad vuesas mercedes -se infló y agitó la mano de forma verdaderamente regia- de dejarnos solos. ¡El servicio ha de alejarse también!

Dio una palmada, y antes de que rebotara el eco ya estaban solos en la sala del homenaje, junto con las armaduras, las pinturas, las panoplias y el fuerte olor a polvos dejado por las damas.

– Bonita diversión -afirmó Geralt sin exagerado retintín- es el echarlos así, ¿no? Debe de ser un sentimiento bonito, el dar una orden con gesto de señor, una palmada, un fruncimiento de ceño monárquico. Mirar cómo se van de espaldas, como los cangrejos, doblándose ante ti en reverencias. Bonita diversión, ¿no? ¿Señor favorito?

Jaskier frunció el ceño.

– ¿Quieres algo concreto? -preguntó con acidez-. ¿O es sólo hablar por hablar?

– Se trata de algo muy concreto. Tan concreto que no se puede más.

– Habla entonces, te escucho.

– Necesitamos tres caballos. Para mí, Cahir y Angouléme. Y dos de refresco. En conjunto tres buenos alazanes más dos de carga. De carga, bueno, pueden ser mejor muías, cargadas con provisiones y heno. Imagino que tu condesa te valorará hasta ese punto, ¿no? ¿La habrás servido lo suficiente, espero?

– No habrá en ello problema alguno. -Jaskier, sin mirar a Geralt, se puso a afinar el laúd-. Sólo me asombran tus prisas. Diría que me asombran hasta el mismo nivel que tu sarcasmo.

– ¿Te asombran las prisas?

– Para que lo sepas. Se acaba octubre y el tiempo está empeorando visiblemente. Un día de éstos nevará en los puertos.

– Y te asombras de las prisas. -El brujo meneó la cabeza-. Pero bien que me lo hayas recordado. Consigúeme también ropa de abrigo. De piel.

– Pensaba -dijo despacio Jaskier- que íbamos a pasar aquí el invierno. Que nos quedaríamos aquí…

– Si quieres -lanzó Geralt sin pensárselo-, te quedas.

– Quiero. -Jaskier se levantó de pronto, depositó el laúd a un lado-. Y me quedo.

El brujo aspiró sonoramente. Guardó silencio. Miró el gobelino en el que se representaba la lucha de un titán con un dragón. El titán, firmemente de pie sobre dos pies izquierdos, intentaba quebrarle la mandíbula al dragón, pero el dragón no parecía muy entusiasmado.

– Me quedo -repitió Jaskier-. Amo a Anarietta. Y ella me ama.

Geralt seguía callado.

– Tendréis vuestros caballos -siguió el poeta-. Mandaré preparar para ti una yegua de raza llamada Sardinilla, se entiende. Se os equipará, aprovisionará y se os vestirá abrigadamente. Pero yo os aconsejo sinceramente que esperéis hasta la primavera. Anarietta…

– ¿Estoy oyendo bien? -El brujo recuperó por fin la voz-. ¿No me engaña el oído?

– La razón -bufó el trovador- la tienes sin duda embotada. En lo que se refiere a otros sentidos, no lo sé. Repito: nos amamos, Anarietta y yo. Me quedaré en Toussaint. Con ella.

– ¿Como qué? ¿Amante? ¿Favorito? ¿O puede que conde consorte?

– El estatus jurídico formal me es del todo igual -reconoció Jaskier con sinceridad-. Pero no se puede excluir nada. El matrimonio tampoco.

Geralt calló de nuevo, contemplando la lucha del titán con el dragón.

– Jaskier -dijo al fin-. Si has bebido, desembriágate. Si no has bebido, entonces bebe. Entonces hablaremos.

– No entiendo -Jaskier frunció el ceño- por qué hablas así.

– Piensa un poco.

– ¿En qué? ¿Tanto te ha enfurecido mi relación con Anarietta? ¿Quieres, puede ser, apelar a mi razón? Ahórratelo. Yo ya he reflexionado sobre ello. Anarietta me ama…

– ¿Conoces el refrán que dice: el favor de la princesa monta a caballo? Incluso si esa tu Anarietta no es una frivola, y frivola, perdona mi sinceridad, ella me parece, entonces…

– ¿Entonces qué?

– Que sólo en los cuentos las condesas se casan con los músicos.

– En primer lugar -Jaskier se infló- hasta un patán como tú debe haber oído hablar de los matrimonios morganáticos. ¿Tengo que sacarte ejemplos de la historia antigua y moderna? En segundo lugar, puede que esto te asombre, yo para nada soy de los de más abajo. Mi familia, los Lettenhove, proceden de…

– Te estoy oyendo -Geralt le interrumpió de nuevo, enfadándose- y me embarga el asombro. ¿Si es de verdad mi amigo Jaskier quien habla tales chorradas? ¿Si ciertamente mi amigo Jaskier ha perdido toda pizca de razón? ¿Si es Jaskier, al que conocía como realista, quien ahora, sin venir a cuento, comienza a vivir en la esfera de las ilusiones? Te voy a abrir los ojos, cretino.

– Ajá -dijo Jaskier lentamente, apretando los labios-. Qué curiosa inversión de papeles. Yo estoy ciego, tú por tu parte te has convertido en atento y vigilante observador. Por lo común era al contrario. ¿Y cuál de las cosas, por curiosidad, que son visibles para ti soy incapaz de ver? ¿Eh? ¿A qué tengo, en tu opinión, que abrir los ojos?

– Aunque no fuera más que a que tu condesa -el brujo arrastró las palabras- es una niña malcriada, de la que ha surgido una mujer malcriada, arrogante y ridícula. A que te regaló con suspiros fascinada por la novedad y te mandará al garete en cuanto que aparezca un nuevo músico con un repertorio más nuevo y fascinante.

– Bajo y vulgar es lo que dices. ¿Eres consciente de ello, espero?

– Soy consciente de tu falta de consciencia. Estás loco, Jaskier.

El poeta guardó silencio, acariciando el mango de su laúd. Tardó un tiempo en hablar.

– Nos fuimos de Brokilón -comenzó lentamente- en una misión de locos. Aceptando un riesgo irracional, nos lanzamos a la búsqueda loca y sin la más mínima posibilidad de éxito de un espejismo. Una quimera, una alucinación, un sueño loco, un ideal absolutamente inalcanzable. Nos lanzamos en persecución como locos, como tontos. Pero yo, Geralt, no dije ni una sola palabra de queja. No te llamé loco, ni me burlé. Porque dentro de ti había esperanza y amor. Ellos te conducían en esa misión de locos. A mí al fin y al cabo también. Pero yo ya alcancé mi espejismo, y tuve tanta suerte que mi fantasía se hizo realidad y mi sueño se cumplió. Mi misión se ha terminado. Encontré lo que es difícil encontrar. Y tengo intención de conservarlo. ¿Y esto es locura? Locura sería si lo abandonara y lo soltara de mis manos.

Geralt guardó silencio tanto tiempo como lo había guardado Jaskier antes que él.

– Verdadera poesía -dijo por fin-. Y en ella es difícil ganarte. Así que no diré ya ni palabra. Has derribado todos mis argumentos. Con la ayuda, lo reconozco, de argumentos en verdad certeros. Adiós, Jaskier.

– Adiós, Geralt.


*****

La biblioteca del palacio era ciertamente enorme. La sala en la que se albergaba superaba por lo menos dos veces en tamaño a la sala del homenaje. Y tenía un techo de cristal. Gracias a ello estaba bien iluminada. Geralt se imaginó sin embargo que en verano debía de hacer allí un calor de todos los demonios.

Los pasos entre las estanterías y los anaqueles eran estrechos y angostos, anduvo con cuidado, para no tirar los libros. Tenía también que saltar por encima de los volúmenes que estaban colocados en el suelo.

– Estoy aquí -escuchó.

El centro de la biblioteca desaparecía entre los libros, colocados en montones y pilas. Muchos de ellos yacían completamente desordenados, de uno en uno o en cúmulos pintorescos.

– Aquí, Geralt.

Se introdujo en los librescos cañones y gargantas. Y la halló. Estaba de rodillas entre unos incunables arrojados al suelo, hojeándolos y ordenándolos. Vestía un sencillo vestido gris, subido un tanto para estar más cómoda. Geralt pensó que se trataba de una vista extremadamente atractiva.

– No te molestes por este desorden -dijo, al tiempo que se limpiaba la frente con una manga, porque en las manos llevaba puestos unos finos guantes de seda muy sucios por el polvo-. Están haciendo inventario y catalogando. Pero a petición mía interrumpieron los trabajos, para que pudiera estar sola en la biblioteca. Cuando trabajo no soporto tener una mirada extraña en la nuca.

– Lo siento. ¿Tengo que irme?

– Tú no eres un extraño. -Frunció un tanto sus ojos verdes-. Tu mirada… me produce placer. No te quedes así. Siéntate aquí, sobre estos libros.

Se sentó sobre La descripción del mundo, editado in folio.

– Este galimatías -con un ambiguo gesto señaló a su alrededor- me ha facilitado inesperadamente el trabajo. Pude llegar a algunos tomos que normalmente están allá en el fondo, bajo una roca inamovible. Las bibliotecarias de la condesa movieron los montones con un gigantesco esfuerzo, gracias al cual vieron la luz del día algunas joyas de la literatura, verdaderos mirlos blancos. Mira. ¿Habías visto alguna vez algo así?

– ¿Speculum aureum? Lo he visto.

– Lo olvidé, perdona. Tú has visto mucho. Esto era un cumplido, no un sarcasmo. Pero echa un vistazo a esto, oh. Es la Gesta regum. Comenzaremos por esto para que entiendas quién es de verdad tu Ciri, qué sangre fluye por sus venas… Tienes la cara más enfadada que de costumbre, ¿sabes? ¿Cuál es la razón?

– Jaskier.

– Cuenta.

Contó. Fringilla escuchó, sentada en un montón de libros, con un pie sobre el otro.

– En fin -suspiró cuando él hubo terminado-. Reconozco que me esperaba algo de este estilo. Anarietta, hace mucho que lo advertí, muestra síntomas de enamoramiento.

– ¿Enamoramiento? -bufó él-. ¿O de antojos de gran señora?

– ¿Tú no crees -lo miró inquisitivamente-, por lo que parece, en el amor verdadero y limpio?

– Mi fe -cortó- no es precisamente el tema del debate ni tiene nada que ver con ello. Se trata de Jaskier y de su estúpida…

Se interrumpió, perdiendo de pronto su seguridad.

– Con el amor -dijo Fringilla lentamente- es como con un cólico nervioso. Mientras no te dé un ataque ni siquiera puedes imaginarte qué es eso. Y cuando te lo describen, no lo crees.

– Algo de ello hay -reconoció el brujo-. Pero también hay diferencias. La razón no te preserva de un cólico nervioso. Ni lo cura.

– El amor se burla de la razón. Y ahí yace su belleza y encanto.

– Su estupidez, más bien.

Ella se levantó y se acercó a él, al tiempo que se quitaba los guantes. Sus ojos daban la sensación de ser oscuros y profundos detrás de la cortina de sus pestañas. Olía a ámbar, a rosas, a polvo de biblioteca, a papel podrido, a minio y colorante de imprenta, a tinta china, a estricnina, con la que se intentaba envenenar a los ratones de la biblioteca. Aquellos olores no tenían mucho que ver con un afrodisiaco. Por ello, más extraño fue que funcionara.

– ¿No crees -dijo ella con la voz cambiada- en el impulso repentino? ¿En la atracción brusca? ¿En el encuentro de dos bólidos que vuelan en trayectoria de colisión? ¿En los cataclismos?

Extendió la mano, tocó su hombro. Él la tocó a ella en el hombro. Los rostros se acercaron aún con cierta reserva, atentos y en tensión, los labios se unieron también con cuidado y delicadeza, como si temieran espantar a una criatura muy, pero que muy asustadiza.

Y luego los bólidos se encontraron y tuvo lugar el cataclismo. Cayeron sobre un montón de folios que se desparramaron por todos lados bajo su peso. Geralt metió la nariz en el escote de Fringilla, la abrazó con fuerza y sujetó por detrás de las rodillas. En la operación de subirle el vestido por encima del talle le estorbaron diversos libros, entre ellos el Vidas de los profetas, lleno de misteriosas iniciales e ilustraciones, así como el De haemorrhoidibus, un interesante, aunque controvertido, tratado de medicina. El brujo empujó los volúmenes a un lado, tiró del vestido con impaciencia. Fringilla alzó los muslos voluntariosa. Algo le molestaba en el hombro. Volvió la cabeza. La ciencia del arte del parto para mujeres. Rápidamente, para no tentar al demonio, miró en dirección opuesta. De las aguas calientes sulfurosas. Cierto, cada vez hacía más calor. Con el rabillo del ojo vio el frontispicio del libro abierto en el que descansaba su cabeza. Notas sobre la inexcusable muerte. Aún mejor, pensó.

El brujo forcejeaba con las bragas. Ella alzó los muslos, pero esta vez sólo levemente para que pareciera un movimiento fortuito y no una ayuda. No lo conocía, no sabía cómo reaccionaba ante las mujeres. Si acaso a las que saben lo que quieren no preferiría aquéllas que fingen que no saben. Y si no le desanimaba el que las bragas ofrecieran resistencia.

El brujo sin embargo no parecía mostrar ningún síntoma de desánimo. Se podría decir que antes al contrario. Viendo que ya era hora, Fringilla abrió las piernas con entusiasmo e ímpetu, haciendo caer un montón de libros y fascículos amontonados en pilas, los cuales se derramaron sobre ellos como un alud. El Derecho hipotecario, encuadernado en curtida piel, se apoyó en sus nalgas y el Codex diphmaticus, adornado con guarniciones de latón, cayó en la muñeca de Geralt. Geralt valoró y aprovechó la situación al vuelo: colocó el obeso tomo donde había que hacerlo. Fringilla chilló, porque las guarniciones estaban frías. Pero sólo un momento.

Suspiró profundamente, soltó los cabellos del brujo, extendió los brazos y sus manos aferraron sendos libros, la mano izquierda sujetó la Geometría descriptiva, la derecha el Esbozo sobre reptiles y anfibios.

Geralt, que la sujetaba por las caderas, sin quererlo derrumbó de una patada otro montón de libros, estaba sin embargo demasiado ocupado como para preocuparse por los folios que llovieron sobre ellos. Fringilla, jadeando espasmódicamente, hundió la cabeza entra las páginas de Notas sobre la inexcusable…

Los libros rodaban con un susurro, el fuerte olor a polvo viejo taladraba la nariz. Fringilla gritó. El brujo no lo oyó, porque apoyó los muslos en sus orejas. Arrojó de sí la Historia de las guerras y el Almacén de todas las ciencias necesarias para la vida, que le estaban molestando. Peleando lleno de impaciencia con los botoncillos y ganchos de la parte superior del vestido, se movió del sur al norte, leyendo sin quererlo los títulos en las cubiertas, lomos, frontispicios y primeras páginas. Bajo el talle de Fringilla: El perfecto agricultor. Bajo sus axilas, no lejos de un pequeño, hermoso y arrogantemente firme pecho: De los alcaldes inútiles y porfiados. Bajo el codo: Economía o simple descripción de cómo se forja, dispensa y aprovecha la riqueza. Notas sobre la inexcusable muerte, leyó, con los labios ya en el cuello de ella y las manos en la cercanía de Los alcaldes…

Fringilla expulsaba unos sonidos difíciles de clasificar: no eran gritos, ni gemidos, ni suspiros.

Las estanterías temblaban, los montoncillos de libros se sacudían y caían, acumulándose como si fueran piedras durante un violento terremoto. Fringilla gritó. Un mirlo blanco cayó con un estampido de una de las estanterías, se trataba de una primera edición de De larvis scenicis et figuris comicis, detrás de él cayó el Compendio de órdenes generales para la caballería, arrastrando consigo la Heráldica de Jan de Attre, adornada con hermosos grabados. El brujo gimió, derribando nuevos tomos con una patada al estirar la pierna. Fringilla lanzó de nuevo un grito, fuerte y agudo, golpeó con el tacón las Reflexiones o meditaciones para todos los días del año, una interesante obra anónima que, sin saber cómo, apareció sobre la espalda de Geralt. Geralt tembló y leyó por encima del hombro de ella, enterándose lo quisiera o no de que las Notas…las había escrito el doctor Albertus Rivus, las había editado la Academia Cintrensis y las había impreso el maestro tipógrafo Johann Froben Júnior, en el segundo año del reinado de SM el rey Corbett. Continuó un silencio roto sólo por el susurro de los libros que se desplazaban y las páginas al darse la vuelta.

¿Qué hacer, pensó Fringilla, tocando con un perezoso movimiento de la mano el costado de Geralt y el duro pico de las Reflexiones sobre la naturaleza de las cosas.

¿Proponerlo? ¿O esperar a que él lo proponga? Pero que no me tenga por frívola y desvergonzada…

¿Pero qué pasará entonces si no lo propone?

– Ven y vamos a buscar alguna cama -propuso el brujo con voz un poco ronca-. No se debe tratar así a los libros.


*****

Encontramos entonces una cama, pensó Geralt, poniendo a Sardinilla al galope por el paseo del parque. Encontramos una cama en sus habitaciones, en su alcoba. Hicimos el amor como locos, ávidamente, vorazmente, codiciosamente, como después de años de celibato, como para acumular, como si hubiéramos de volver de nuevo al celibato. Nos dijimos muchas cosas. Nos dijimos el uno al otro verdades muy triviales. Nos dijimos el uno al otro mentiras muy hermosas. Pero esas mentiras, aunque eran mentiras, no estaban pensadas para engañar.

Con un fuerte galope dirigió a Sardinilla directamente hacia un macizo dé rosas cubierto por la nieve y obligó a la yegua a saltar.

Hicimos el amor. Y hablamos. Y nuestras mentiras fueron cada vez más hermosas. Y cada vez más falsas.

Dos meses. Desde octubre a Yule.

Dos meses de amor rabioso, ávido, violento.

Las herraduras de Sardinilla golpearon las losas del patio del castillo de Beauclair. Atravesó los pasillos rápida y silenciosamente. Nadie le vio y nadie le oyó. Ni los soldados con sus alabardas, que mataban el aburrimiento de la guardia a base de pláticas y cotilleos, ni los lacayos y pajes que dormitaban. No temblaron siquiera las llamas de las velas cuando pasó al lado de los candelabros.

Se hallaba cerca de la cocina del palacio. Pero no entró en ella, no se unió al grupo, que estaba dentro dando cuenta de un barrilete y una fritanga. Se quedó en la oscuridad, escuchó.

Estaba hablando Angouléme.

– Esta ciudad está hechizada, joder, toíto Toussaint. No sé qué hechizo hay en to el valle éste. Y sobre to en este palacio. Me asombraba el Jaskier, me asombraba el brujo, pero ahora a mí misma como que se me hace una nube y me aprieta pabajo… Puf, me pillé a mí misma… Ah, qué sos voy a contar. Sos digo, vámonos de aquí. Vámonos de aquí cuanto antes.

– Suéltaselo a Geralt -dijo Milva-. Suéltaselo a él.

– Sí, habla con él -dijo Cahir con bastante sarcasmo-. En uno de esos cortos instantes en que se le pueda pillar. Entre la cama de la hechicera y la caza de monstruos. Entre una de las dos tareas que realiza desde hace dos meses para olvidar.

– A ti mismo -bufó Angouléme- sólo se te puede pillar en el parque, ande juegas al escondite con las señoras baronesas. Eh, no hay por qué, los andurriales éstos están hechizados, to este Toussaint. Regis por las noches se esfuma, la tiíta tiene su barón aviruelado…

– ¡A cerrar el pico, jodia mocosa! ¡Y no me trates de tía!

– ¡Venga, venga! -Regis se interpuso, conciliador-. Muchachas, haya paz. Milva, Angouléme. Haya concordia. La concordia edifica, la discordia arruina. Como suele decir su señoría la condesa de Jaskier, señora de este país, palacio, pan, manteca y pepinillos. ¿A quién le sirvo vino?

Milva lanzó un pesado suspiro.

– ¡Llevamos ya demasiado aquí! Demasiado, os digo, sentados en la mierda. Nos vamos a atontolinar con ello.

– Bien dicho -dijo Cahir-. Muy bien dicho.

Geralt retrocedió con cuidado. Sin ruido. Como un murciélago. Atravesó los pasillos rápida y silenciosamente. Nadie le vio ni le oyó. Ni los soldados, ni los lacayos, ni los pajes. Ni siquiera temblaron las llamas de las velas cuando pasó junto a los candelabros. Las ratas le oyeron, alzaron sus morrillos bigotudos, se pusieron de patas. Pero no se espantaron. Le conocían.

Pasaba por allí a menudo.

En la alcoba olía a hechizos y encantamientos, a ámbar, a rosas y a mujer durmiendo. Pero Fringilla no dormía.

Él se sentó en la cama, retiró la colcha, la vista le hechizaba y le hacía perder el control.

– Por fin has llegado -dijo ella, estirándose-. Desnúdate y ven aquí deprisa. Muy, pero que muy deprisa.


*****

Ella atravesó los pasillos rápida y silenciosamente. Nadie la vio ni la escuchó. Ni los soldados, que cotilleaban perezosamente en el cuerpo de guardia, ni los adormilados lacayos, ni los pajes. No temblaron ni siquiera las llamas de las velas cuando pasó junto a los candelabros. Las ratas la oyeron, alzaron sus hociquillos bigotudos, se pusieron de patas, la siguieron con sus negros ojos redondos. No se espantaron. La conocían. Pasaba por allí a menudo.

Había en el palacio de Beauclair un corredor, y al final de él una habitación de cuya existencia nadie sabía. Ni la actual señora del castillo, la condesa Anarietta, ni la primera dama del castillo, su tatatarabuela, la condesa Ademaría. Ni el famoso Pedro Faramond, el arquitecto que reformó de cabo a rabo el edificio, ni los maestros albañiles que trabajaron según el proyecto de Faramond. Bah, ni siquiera sabía de la existencia del corredor y la habitación el propio chambelán Le Goff, del que se pensaba que sabía todo sobre Beauclair.

El corredor y la habitación, enmascarados por una potente ilusión, sólo eran conocidos por los primigenios constructores del palacio, los elfos. Y luego, cuando ya no hubo elfos, y Toussaint se convirtió en condado, por un pequeño grupo de hechiceros ligados a la casa condal. Entre ellos Artorius Vigo, maestro de los arcanos mágicos, gran experto en ilusiones. Y su joven sobrina Fringilla, que poseía un talento especial para las ilusiones. Habiendo recorrido rápida y silenciosamente los pasillos del palacio de Beauclair, Fringilla Vigo se detuvo ante un fragmento de muro entre dos columnas adornadas con hojas de acanto. Un hechizo pronunciado en voz baja y un gesto rápido hicieron que la pared -que era una ilusión- desapareciera, desvelando un corredor en apariencia ciego. Sin embargo, al final del corredor había una puerta escondida por una ilusión. Y detrás de la tal puerta una oscura habitación.

Al entrar, sin perder tiempo, Fringilla puso en marcha el telecomunicador. El espejo oval se enturbió y luego brilló, iluminando la estancia, extrayendo de la oscuridad los gobelinos antiquísimos, pesados por el polvo, que cubrían las paredes. En el espejo apareció una sala enorme, hundida en un sutil chiaroscuro, una mesa redonda y unas mujeres sentadas a ella. Nueve mujeres.

– Os escuchamos, señora Vigo -dijo Filippa Eilhart-. ¿Algo nuevo?

– Por desgracia nada -respondió Fringilla, carraspeando-. Desde la última telecomunicación, nada. Ni un intento de escaneo.

– Mala cosa -dijo Filippa-. No oculto que contaba con que descubriríais algo. Por favor, decidnos… ¿se ha calmado ya el brujo? ¿Conseguiréis retenerlo en Toussaint al menos hasta mayo?

Fringilla Vigo guardó silencio durante un momento. No tenía la más mínima intención de contarle a la logia que sólo durante la última semana el brujo la había llamado por dos veces Yennefer, y ello, en momentos en los que ella había tenido todo el derecho a esperar que usara su propio nombre. Pero por su parte la logia tenía también derecho a esperar la verdad. La sinceridad. Y unas conclusiones útiles.

– No -dijo por fin-. Hasta mayo creo que no. Pero haré todo lo que esté en mi poder para retenerlo el mayor tiempo posible.

Загрузка...