TERCERA PARTE
«El afecto del rey de Inglaterra por Mlle. de Keroualle aumenta día a día, y las náuseas que sufrió ayer me hacen albergar esperanzas de que su buena suerte continuará, al menos mientras yo siga siendo embajador…».
Colbert de Croissy, embajador de Francia en Inglaterra, a Louvois, ministro de guerra de Francia
«El rey se sorprendió por lo que me escribisteis con respecto a Mlle. de Keroualle, cuyo comportamiento, mientras estuvo aquí y desde que fue enviada a Inglaterra, no presagiaba que sería capaz de alcanzar su objetivo con tanta celeridad. Su Majestad está ansioso por ser informado de los vínculos que creéis que existen entre el rey y ella…».
Louvois a Colbert
Louise
–¿Que Su Muy Cristiana Majestad quiere saber qué?
–Si hay…, en fin, buenas noticias. Si el rey de Inglaterra será bendecido con un hijo.
–Tendréis que preguntárselo a la reina. Yo no sé nada al respecto, y no es probable que lo sepa.
–En realidad, mademoiselle, no me refería a la reina.
–¿A quién, entonces? ¿De qué estáis hablando, Excelencia?
El embajador tiene el buen gusto de parecer avergonzado.
–Me había hecho a la idea de que vuestras excelentes relaciones con el rey tal vez son…
Lo miro fijamente.
–Totalmente legítimas. Y lo seguirán siendo.
–Comprendo. –El embajador parece un poco pálido–. Entonces, ¿no hay nada de lo que deba informar a Versalles? El rey en persona ha solicitado una… aclaración.
–Podéis decirle a Su Muy Cristiana Majestad que soy perfectamente consciente de que el honor de Francia depende de cada uno de sus súbditos. Y que nunca jamás haré nada que ponga en tela de juicio el honor de nuestro país.
–Sí, sí, por supuesto.
–Soy Louise Renée de Penancoët, Dame de Keroualle, la hija mayor de la familia más antigua de Bretaña, y no una simple dama de honor.
El embajador se inclina con frialdad.
–Somos realmente muy afortunados al tener entre nosotros a una persona de tan alta alcurnia. Y de unos modales tan irreprochables, naturalmente.
De Bennet, lord Arlington, a Ralph Montagu, enviado inglés:
Colbert es un necio: le ha prometido al rey de Francia que la misión está casi cumplida, y ahora tiene la desagradable obligación de decirle que apenas ha empezado. Sin embargo, Louvois parece tener fuentes de información propias, y sabe lo que ocurre en Whitehall mucho mejor que su propio embajador. Desde luego, sabe lo que la muchacha en cuestión ha hecho o no, y a juzgar por las cartas que hemos podido leer, ha podido decirle a Colbert, en términos inequívocos, que la próxima vez verifique mejor los hechos antes de difundir rumores a través del servicio diplomático. Todo esto ha abochornado al embajador, que ahora desea que se aceleren las cosas. Naturalmente, le he hecho comprender que puede contar con nuestra ayuda, aunque también ha llegado la hora de que su señor haga lo que le corresponde. Esto lo pone si cabe más nervioso, porque, evidentemente, no le puede decir a su rey lo que debe hacer, aunque no sería embajador si no fuera capaz de encontrar algún modo de plantear mi sugerencia haciendo que parezca una idea del propio Luis…
De Colbert a Su Muy Cristiana Majestad, Luis XIV:
Sire: es cierto que el rey de Inglaterra demuestra un tierno afecto por Mlle. de Keroualle, y es posible que os hayáis enterado por otras fuentes que ha puesto a su disposición unos aposentos lujosamente amueblados en Whitehall. Su Majestad acude a sus estancias todos los días a las nueve de la mañana y nunca se queda menos de una hora, a veces dos. Vuelve después de la cena, sufraga sus apuestas cuando ella juega a las cartas y no permite que nunca le falte nada. Todos los ministros tratan de entablar amistad con esa dama, y lord Arlington me dijo recientemente que estaba muy satisfecho de ver que el rey se estaba encariñando con ella, y que, aunque Su Majestad no era un hombre dado a hablar de asuntos de Estado con las damas, estando en poder de estas últimas obstaculizar los propósitos de quienes detestaban, era preferible para los fieles servidores del rey que Su Majestad demostrase su simpatía por esa señora, que no es de ánimo malicioso y es una dama noble, más que por actrices u otras indignas criaturas, en las que ningún hombre de alta alcurnia debería fijarse; y que era necesario aconsejar a esa joven que cultivara la amistad del rey, a fin de que sólo encontrara en ella placer, paz y tranquilidad. Ha añadido que, si había seguido su consejo, lady Arlington le habría sugerido a la joven que cediera sin reservas a los deseos del rey, y le habría dicho que para ella sólo quedaría la alternativa de un convento en Francia y que yo debería ser el primero en informarla de ello. Le dije, bromeando, que no habría sido tan ingrato con el rey ni tan necio como para decirle a la muchacha que se inclinara por la religión antes que por los favores del rey, y que estaba seguro de que aunque ella no esperaba mi consejo, yo se lo daría de todas formas, para demostrar hasta qué punto él y yo apreciábamos su influencia, y para informarla de las obligaciones que tenía con milord…
Carlo
La presentación de un helado es el momento cumbre de cualquier evento.
El libro de los helados
El baile fue un éxito. Un gran éxito: el rey Carlos era de nuevo un monarca alegre, el príncipe del placer. Todas las noches se celebraban fiestas, bailes de máscaras, partidas de cartas con grandes apuestas, excursiones y reuniones frívolas llenas de chanzas. Y era Francia quien lo había hecho posible. Una vez más, Francia era el epítome de lo que estaba en boga. Las obras de teatro francesas se representaban en los teatros reales, los platos franceses se servían en todas las mesas de la nobleza y los helados franceses –es decir, mis helados– estaban presentes en todos los bailes y las cenas. La aristocracia, enloquecida, se aficionó a las plantaciones de piñas, a los huertos y a los depósitos de hielo, y los grandes linajes de Inglaterra ordenaron remodelar las façades de sus palacios para que se parecieran a los châteaux franceses. Los techos se pintaban como los de Versalles, y todas las damas de alta alcurnia querían una salle des miroirs donde sorber el thé en tazas de porcelana.
Sólo el pueblo llano estaba descontento y agitado, preguntándose adónde llevaría todo esto. Hasta el más humilde artesano o sirviente era capaz de decir lo que estaba sucediendo en Europa: unían fuerzas para comprar los periódicos que se vendían en las tabernas y los cafés, y se sentaban para comentar las noticias, con el ceño fruncido. Luis quería la guerra, eso era evidente. Pero ¿qué engulliría primero, Holanda o España? Y si la victoria era inevitable, ¿era mejor ser su aliado o su enemigo? En el pasado ya había establecido alianzas, y luego se había vuelto contra sus aliados cuando le había convenido.
El Parlamento ratificó el tratado de París, pero el tratado de Dover seguía siendo un secreto que sólo unos pocos conocían.
Ahora que estaba más ocupado, compré un palanquín para desplazarme rápidamente entre la muchedumbre. Capté las miradas de desaprobación de Hannah, y pensé que se debían al despilfarro. Sin embargo, luego la vi insultando a uno de los hombres que había tomado a mi servicio para transportarme, tratándole como un obstáculo inútil que siempre estaba en medio de su camino, y le pregunté cuál era el problema.
–El problema es que se trata a los ingleses como si fueran esclavos y bestias de carga –me respondió, furiosa–. Las sillas como ésas no se veían en Inglaterra antes de que volviera el rey.
–Entonces es un progreso, ¿no?
–No, son hombres que se comportan como si fueran superiores a los demás.
–Si aumenta mi fortuna –le expliqué–, entonces las cosas también irán mejor para ti. Y para Elias.
Era verdad: le pagaba un chelín más a la semana, y ahora, Elias tenía un elegante uniforme que llevaba cuando me acompañaba a la corte.
Hannah se limitó a murmurar algunas palabras incomprensibles y volvió a sus quehaceres.
En cuanto a Louise, la suerte le sonreía incluso más que a mí. Donde estaba el rey, estaba ella, ayudándole a sentirse a sus anchas en fiestas y veladas; su nítida risa francesa se alzaba entre el murmullo de los invitados y los tambores de los músicos, y su sonrisa atraía todas las miradas.
Observándola, se diría que estaba exultante, que habiendo conseguido que el rey dejara de lado el luto, ya había cumplido. Sin embargo, no era así, y la presión que ejercían sobre ella era cada vez mayor.
Louise
He recibido una carta. Una carta de Luis XIV en persona.
La leo sentada frente al clavicémbalo, con el embajador a mi lado. Una sonrisa incómoda asoma a sus labios, como si él fuese mi profesor de música y yo una alumna especialmente recalcitrante.
–¿Sabéis lo que dice? –le pregunto, cuando acabo de leer la carta.
La dejo en el facistol, para que no vea que me tiembla la mano que sostiene el papel.
–No presumo de adivinar los pensamientos de mi rey. –Soy consciente de que se abstiene de responder a mi pregunta–. ¿Se trata de algún consejo paternal para vos?
–«El rey de Francia os recomienda complacer al rey de Inglaterra». En vuestra opinión, ¿qué creéis que significa eso?
Colbert no responde.
–Aunque, naturalmente, siendo una de sus súbditas, se alegraría de recibirme de nuevo en Francia cuando desee volver. Y, como muestra de la consideración que me tenía madame, ha hablado con la abadesa de un convento de Marsella, que me ofrece gentilmente un puesto como novicia en el caso de que decida dar la espalda a la diplomacia y seguir una vida dedicada a la virtud y a la reflexión. En realidad no ha hablado con ella, porque la orden en cuestión ha hecho voto de silencio, pero han mantenido correspondencia. Al parecer, esas monjas están llevando a cabo una gran labor entre los leprosos. Por eso están seguras de que dispondrán de una vacante: la recompensa a la virtud de esas hermanas es que se reúnen con Dios antes que las demás.
–Como de costumbre, Su Majestad es muy generoso con su consejo –murmura el embajador.
–¡Oh, sí! Y hay algunas tierras en Brest, en tiempos propiedad de mi familia, que vuelven a estar en sus manos. Se pregunta qué podría hacer con ellas. Así pues, ¿qué queréis que haga, Excelencia?
La sonrisa de Colbert es inescrutable.
–¿Mademoiselle?
–Su Majestad termina sugiriéndome que os pida consejo; a vos y a los Arlington. Sé muy bien lo que ellos me aconsejarán. Lady Arlington opina que debería ceder sin reservas a los deseos del rey. Ésas han sido las palabras que ha pronunciado por la mañana: «Ceder sin reservas». ¿Qué os parece?
Tiene un semblante abatido.
–A veces, aquí hablan con una franqueza sorprendente. Incluso brutal.
–Y aun así, tiene una ventaja: son muy claros. Sólo ahora, por ejemplo, comprendo del todo los planes de mi soberano.
Hablo con calma, aunque debo hacer un gran esfuerzo por reprimir mi cólera. El embajador intenta adoptar una expresión ignorante y al mismo tiempo inquisitiva, levantando simplemente una ceja.
–Oh, creo que ambos sabemos a qué me refiero –continúo–. ¿O preferís que sea incluso más brutal que lady Arlington?
–Oh, sí, comprendo. Bueno, debéis hacer lo que creáis que es lo mejor.
–Debo hacerlo, sí. –Doblo la carta y se la entrego–. Me ha quedado claro que a Su Muy Cristiana Majestad no le han sugerido que existe otra posibilidad.
–¿Cuál?
–Me refiero a la insinuación de lord Arlington según la cual podría convertirme en reina de Inglaterra tras la muerte de Catalina de Braganza.
El embajador se pone pálido. Vuelve los ojos hacia la puerta, como para comprobar que nadie está escuchando.
–¿Lord Arlington ha sugerido eso?
–Así es. ¿No estabais al corriente de ello? La idea es muy sencilla. Una francesa católica ocupando el trono de Inglaterra significaría que…
–¡No digáis algo así! –exclama, en un siseo–. ¡Ni siquiera lo penséis!
–Creía que lo sabíais…
–¡No hay ningún plan! –espeta, con voz chillona–. Y no creo que alguien como lord Arlington haya podido insinuar algo así.
–Dijo que… –Hago una pausa. ¿Qué fue lo que dijo exactamente lord Arlington? Trato de recordar. Con una sensación de angustia que va en aumento, me doy cuenta de que, en realidad, no dijo nada. Todo se daba por sobreentendido, estaba implícito. Castillos en el aire–. Dijo que la salud de la reina era muy delicada.
Colbert asiente con la cabeza.
–Esto es cierto. Y, naturalmente, Francia espera que Su Majestad se recuperará por completo.
–Y dijo que podría ser Luis, y no el Parlamento inglés, el que decida quién debe sucederla.
El embajador me mira como si estuviese delirando.
–En el caso de que alguien tuviera que sucederla, y en el caso de que Su Muy Cristiana Majestad fuera consultada, es evidente que aconsejaría a su primo. Pero está claro que cualquiera que fuera la reina sugerida debería tener sangre real.
–Yo soy una De Keroualle, y desciendo indirectamente de los antiguos reyes de Bretaña por parte de mi madre…
–¡Sois una dama de compañía! Y caída en desgracia, además.
–Mi crianza…
–¿Crianza? ¿A qué viene toda esta cháchara sobre la crianza? ¡La crianza es cosa de perros de agua y periquitos, pero no de reinas y princesas! –Se pasa una mano por la cara–. Las reinas tienen una dote. Catalina de Braganza aportó al rey de Inglaterra Tánger y Bombay. Sin ella, él no tendría nada. Ni siquiera habría podido ser rey.
Lo miro fijamente, demasiado aturdida para seguir hablando. Durante todo este tiempo, mientras yo estaba tentando a Carlos, me han estado tentando con la ilusión de un futuro que nunca han tenido intención de convertir en realidad.
–Pero si Carlos quisiera desposarme…
–Carlos no se casará con vos. No puede hacerlo. El Parlamento no lo permitiría. Sus consejeros no lo permitirían. Su Muy Cristiana Majestad no lo permitiría.
Estoy a punto de echarme a llorar. Siento las lágrimas a punto de derramarse.
–Si quisiera casarse por amor…
–Los reyes no buscan el matrimonio cuando se enamoran –dice el embajador, en voz baja.
Volvemos al punto de partida.
–Entonces, ¿qué queréis que haga –le pregunto, aún aturdida.
Él inclina la cabeza.
–Ya sabemos cuál es la situación. Sois afortunada al ser objeto de las atenciones de un rey, y estáis en posición de prestar un gran servicio a Francia. Sin embargo, si creéis que este… honor os provoca algún escrúpulo, tenéis una alternativa. –Señala la carta con un gesto de la cabeza–. El convento. Así pues, sois doblemente afortunada. Pocas mujeres, en vuestra posición, tienen el lujo de poder elegir.
Carlo
Un helado demasiado dulce o demasiado espeso nunca se congelará.
El libro de los helados
–No me han mentido –dijo ella–. Me han engañado. ¡Oh, han sido muy astutos! Astutos, astutos, astutos.
–Pero… –Me quedé mirando fijamente la carta, dándole vueltas a lo que decía–. No lo entiendo. ¿Significa que, después de todo, no sois la amante del rey?
–Por supuesto que no –replicó ella con brusquedad–. ¿De verdad creíais que deshonraría el nombre de mi familia tan fácilmente?
–No sabía qué pensar. –Sin embargo, sus palabras me levantaron el ánimo–. Entonces, ¿os han engañado? ¿Nunca habéis accedido a nada?
Ella asintió con la cabeza, avergonzada.
–Sabían cómo comportarse para que yo aceptara sus planes.
–Ha sido culpa mía. Lo siento mucho, Louise: les dije que erais virtuosa y que vuestros padres os habían enviado a Versalles para encontrar un buen marido. Debieron decidir que el matrimonio sería vuestro anzuelo.
–No ha sido culpa vuestra. Después de todo, habría bastado hablar cinco minutos conmigo para llegar a la misma conclusión. Y está claro que no habría sido la primera muchacha deslumbrada por la perspectiva de una corona en olvidar que, para conseguirla, debía cumplir antes con una obligación: el matrimonio. –Lanzó un suspiro–. Después de todo, casi consiguen su objetivo. Si Carlos hubiese sido un poco más insistente y yo un poco menos…
–Pero ahora no debéis enfrentaros sólo a la insistencia de Carlos.
–Exacto. Y eso es lo que más me horroriza… La intervención de Luis. Desde que llegué a Versalles ha sido como un padre para mí.
–Y los padres no venden a sus hijas al mejor postor –dije, fríamente–. Además, nadie mejor que Luis sabe que un rey puede imponerse donde otros no son capaces de hacerlo.
–Cierto. Pero no debéis sentiros culpable, Carlo. Debería ser yo quien me disculpara con vos. En Francia os dije que no erais digno de desposarme, pero ahora que soy yo la que se encuentra en esa situación, me doy cuenta de lo humillante que resulta. Me comporté con vos de una forma abominable.
–Ahora eso no importa. –Le señalé la carta–. No es nada comparado con esto. ¿Qué vais a hacer? Debéis elegir entre el lecho del rey y el convento.
–Ninguno de los dos.
–¿Ninguno de los dos?
Louise alzó la barbilla.
–Aún sigo siendo Louise Renée de Penancoët, dame de Keroualle, la hija mayor de la familia más antigua de Bretaña. No soy la concubina de nadie, ni del rey ni de ningún otro hombre. Y ciertamente no lo seré sólo porque un embajador presuntuoso que se presta a actuar como mensajero me lo ordene.
–Entonces, deberéis haceros a un lado, ¿no?
–Tal vez haya una alternativa. –Empezó a andar de un lado a otro de la estancia–. Creo que a Luis no le importa que sea o no la amante del rey Carlos: eso es tan sólo un medio para alcanzar un fin. Y el fin es la influencia: es decir, conseguir que Carlos respete los términos del tratado.
–La guerra contra los holandeses.
–Exacto. Si soy capaz de conseguirlo sin entregarme al rey, incluso Luis deberá admitir que no es necesario que me convierta en su amante.
–Pero ¿cómo pensáis conseguirlo?
–Carlos escucha lo que le digo. Confía en mí. Ya me ha hablado del tratado y de sus dudas al respecto. Creo que puedo convencerlo de la necesidad de la guerra… sin tener que ceder y convertirme en su amante. –Me miró fijamente–. ¿Me ayudaréis?
–No estoy seguro de cómo podría hacerlo.
–De momento, yo tampoco. Pero sé que debemos ser los dos quienes nos enfrentemos a ellos. No podría hacerlo sola.
–Entonces, haré cuanto esté en mis manos.
Por supuesto: haría cualquier cosa por no verla en el lecho del rey. Sin embargo, en el fondo de mi corazón me sentía inquieto.
Porque ¿quién mejor que yo sabía que los hombres desean lo que saben que no pueden tener?
Louise
Informo al embajador de mi decisión. Parece dolido, pero al menos no me ordena tomar el primer barco con destino a Francia. De momento, intuyo que soy su mejor opción.
–¿Y cómo pensáis proceder? –quiere saber–. ¿Con la razón y los debates eruditos?
–En parte. Y en parte, invocando los deseos de su fallecida hermana.
–No se trata tan sólo de convencer al rey Carlos de la necesidad de la guerra. Tendrá que desafiar a su propio Parlamento, y eso, dada su posición, conlleva un considerable riesgo.
–Los parlamentos pueden disolverse.
–¡Mon Dieu! Tened cuidado –murmura, con un hilo de voz–. Así fue cómo su padre fue decapitado.
–Entonces, recurriendo al soborno. Por lo que he visto hasta ahora, creo que en Inglaterra todo el mundo tiene un precio.
–¿Y toda esa corrupción sólo por salvar vuestro honor, mademoiselle? –dice, lacónicamente.
–Toda esa corrupción para conseguir nuestro objetivo. Después de todo, no creo que solamente con mi honor pudiera ser capaz de convencer al Parlamento de la necesidad de declarar la guerra, ¿no?
Cuando el embajador ya se ha ido, me acerco a la ventana, tratando de calmarme.
Esto es una novedad: me he reunido con un embajador y lo he doblegado a mi voluntad. Y, lo que es más, he cambiado una sugerencia –casi una orden– de mi propio rey. No he desafiado a Luis –eso habría sido la mayor de las temeridades–, pero he dejado claro que yo, una simple mujer, voy a hacer las cosas a mi manera.
En el mejor de los casos, lo intentaré. Si fracaso, las consecuencias podrían ser incluso peores que encerrarse en vida en un convento.
Se me ocurre algo más: madame nunca habría hablado así a un embajador. Madame confiaba en los demás, creía en su bondad, y los miraba con ojos brillantes hasta convencerlos.
Estoy empezando a comprender que yo no soy así.
Vuelvo al clavicémbalo. La silla hace las veces de baúl para guardar las partituras; levanto la tapa acolchada y, tras hurgar un poco, saco algo que está en el fondo.
Las Posturas de Aretino: la auténtica descripción de los métodos libidinosos y de las diversas posiciones adoptadas por una presunta dama, recién llegada de Francia.
Un libro pornográfico, que deslizaron por debajo de la puerta. La mujer ni siquiera se parece a mí, pero la intención está muy clara.
¿Por qué, me pregunto, pasando las páginas, se habla tanto de las posturas de la cópula? ¿Qué más da que uno se coloque a la derecha o a la izquierda, o esté de pie o sentado?¿Qué podría convencer a una mujer de que ponerse en cuclillas encima de un hombre, como si fuese un orinal, es algo decoroso? Siento un escalofrío. En cuanto a las últimas ilustraciones, en las que aparece más de una mujer, o más de un hombre…
De todas formas, no sé por qué, no he sido capaz de lanzar el libro al fuego. Hay algo en estos grabados tan crudos, una suerte de placer vulgar, que me repugna y me atrae al mismo tiempo.
Además, es una forma como cualquier otra de aprender.
Me parece oír la voz de lady Arlington: «El rey es un amante consumado». Después de todo, puede que el coito sea como el tenis: un juego que, como cualquier otro, se puede aprender, un poco desconcertante al principio, pero fácil una vez que se conocen las reglas.
Y hasta ahora nunca he probado ningún juego que no consiguiera ganar.
Me pregunto si realmente quiero casarme –convertirme en la yegua de cría de un noble, obligada a hacer eso por él siempre que lo desee–, cuando podría ser la confidente de un rey.
Y al pensar la apuesta de este juego, cada vez más alta, y en el abismo que me rodea, cada vez más profundo, me sorprendo. Y, con cierta curiosidad, descubro que no siento miedo ni asco, sino excitación: la emoción que se experimenta al entrar en un campo de tenis, con una raqueta en la mano.
Louise
El rey Carlos me escucha mientras toco. Está a mi lado, tumbado en un sillón. Sus largas piernas casi tocan las mías. En su regazo tiene un perro de aguas que se rasca cansinamente la oreja con la pata trasera.
–¿Habéis pensado en los holandeses? –le pregunto, como si el asunto no tuviera más importancia que muchos de los que tratamos.
Me mira fijamente.
–¿Por qué? ¿Vuestro rey está impaciente?
Toco otra frase.
–¿Mi rey? Ahora tengo dos reyes. –Le sonrío–. Pero si os referís a Luis, creo que sigue pensando que hay que apresurarse.
Carlos refunfuña.
–He oído decir que a veces se apresura demasiado.
–¿Como hombre de estado?
–No, en todos los sentidos.
A modo de respuesta, ralentizo cómicamente la velocidad de la pieza, pasando del andante al adagio.
–Ya he luchado en varias guerras, como sabéis –dice–. Y en raras ocasiones son tan gloriosas como la gente cree. Cuando era joven, apenas un muchacho, me enfrenté a Cromwell, mi ejército contra el suyo, picas contra espadas, ingleses contra ingleses… Eso me provocó una aversión al derramamiento de sangre que nunca me abandonará. –Sonríe, contrito–. No se lo digáis a mis ministros, pero siempre he preferido las negociaciones a las conquistas.
En su último comentario capto una segunda intención: ya no estamos hablando simplemente de guerras.
–Me gusta veros tocar –dice, ociosamente–. ¿Sabíais que levantáis la barbilla antes de empezar cada compás?
–Luis cree que ganar tiempo sólo servirá para complicar el conflicto. Atacando de inmediato y con decisión se salvarían muchas vidas.
–Conozco bien este punto de vista –admite–. Pero no explica por qué deberíamos entrar en guerra.
–Para conseguir la paz en Europa…
–¿Y debemos declarar antes la guerra? No habrá paz en Europa si hay una guerra civil en Inglaterra.
Sonrío, y sigo tocando. Ambos sabemos que no me corresponde comentar la política de Francia.
–¿Cenaréis conmigo a solas esta noche, mademoiselle? –me pregunta, sin preámbulos.
Sin apartar los ojos de la partitura, digo:
–Su Majestad sabe que no puedo.
–¿Por qué no?
–Daríamos que hablar a la gente.
Hace un gesto impaciente.
–Dejemos que lo hagan.
–Creía que Su Majestad acababa de decir que no es dado, por naturaleza, a tomar decisiones precipitadas –sugiero, esperando que mi tono de voz sea malicioso pero también seductor.
–Pero, según vos, debería lanzarme de cabeza a la guerra. –De repente, se muestra irritado–. Por lo visto, vos no debéis apresuraros, pero yo sí. Tenéis que proteger vuestro honor, mientras que yo debo renunciar al mío.
Sigo tocando, sin decir nada durante un minuto. De vez en cuando se deja llevar por su malhumor, aunque se le pasa en seguida.
Pero esta vez no.
–¡Por los clavos de Cristo, mujer! ¿Os parece justo? –grita. En el otro extremo de la estancia, Anne y Lucy levantan la vista de su labor de costura, sorprendidas. El perro de aguas, sin previo aviso, se encuentra en el suelo cuando Carlos se levanta de golpe–. Querríais que combatiera contra los holandeses, pero con vos…, con vos…
Sigo tocando, deseosa de no agravar la escena.
–Con vos debo comportarme como un perro faldero –dice, pateando al animal–. Cenaré en otro lugar. En cuanto a vuestra guerra…, decidle a Luis que ya me ocuparé de ella.
Sin embargo, no lo hace.
–Es un hombre que está acostumbrado a mandar –dice lady Arlington–. Os desea tanto que ahora sois vos y no él quien tiene el poder. Y a ningún hombre le gusta estar en esa posición.
–¿Qué debo hacer?
–Ceder, por supuesto. Nada mejor para devolver el buen humor a un hombre que desnudar a una nueva amante.
Pero yo no pienso ceder. Y el rey tampoco lo hará.
–Lo habéis perdido –dice lady Arlington–. He oído que ha ido a visitar a Nell Gwynne a su casa de Pall Mall. Dadas las circunstancias, podéis regresar a Francia.
Ahora debo pensar mucho mis movimientos. Lo veo en sus caras… Arlington, el embajador: todos creen que para declarar la guerra debe producirse un trueque.
Mi cuerpo por un ejército. Y casi todos los implicados lo consideraban un trato justo.
Carlo
Un helado, bien conservado, durará un mes sin echarse a perder.
El libro de los helados
Sus esfuerzos le costaba, lo recuerdo muy bien. En los bailes, en los ballets y en las cenas, ella sonreía y bromeaba, y nadie habría dicho que algo andaba mal, salvo que la viera después de que todos los carruajes se hubieran ido; entonces, la sonrisa abandonaba su mirada con la misma rapidez con la que se sopla una vela.
–¿Qué debo hacer para recuperar su favor? –me preguntó una noche, con aire fatigado, mientras recogía las copas de helado en sus aposentos.
–Nada en absoluto.
–¿Creéis que es imposible?
–Todo lo contrario… Sólo quería decir que la mejor táctica es no hacer nada. Creo que Carlos tiene un conflicto interno. Una parte de él pretende dejar de desearos. Sin embargo, otra parte sabe que no puede hacerlo. Por eso está enfadado, pero no con vos, por ser virtuosa, sino consigo mismo, porque le gustáis demasiado. –Evité mirarla mientras hablaba–. Tarde o temprano la batalla llegará a su fin, y entonces sabrá lo que siente.
Su voz sonó tranquila cuando me preguntó:
–¿Y cómo acabará, Carlo? ¿Qué sentirá? ¿Me amará el rey o, por el contrario, me odiará?
Sacudí la cabeza.
–No os odiará.
–Sólo le pido a Dios que no ocurra ninguna de esas dos cosas –murmuró–. ¿Qué necesidad hay de todo este amor?
Louise
Pasan casi dos semanas antes de que me visite de nuevo en mis aposentos.
–Majestad –digo, inclinando la cabeza.
–¡Ah, estáis aquí! –dice, como si me hubiera ido, como si hubiese sido yo, y no él, en cambio, quien había evitado este momento. Tiene un puño cerrado–. Tened, me dice. Tengo algo para vos.
–No necesito ningún regalo, sire.
–Nada de «sire». «Carlos». A menos que estemos acompañados, y me complace ver que no lo estamos.
–«Carlos».
El nombre sale de mi boca y suena un poco extraño por culpa de la «r» francesa.
Sonríe.
–Mi hermana tampoco era capaz de pronunciarlo.
Insisto.
–No necesito ningún regalo…, Carlos.
–Mucho mejor. Aunque resulta más encantador cuando lo pronunciáis mal. –Levanta la mano–. Aquí tenéis.
Sigue con el puño cerrado, lo que me obliga a agarrarlo y a abrirlo, tirando de los dedos para descubrir el regalo. Es un reloj de bolsillo, el más pequeño que he visto jamás, una ostra de oro pulido.
–Abridlo.
Levanto la tapa que cubre la esfera. Nunca había visto un reloj de bolsillo como éste: tiene tres manecillas, una de las cuales no para de moverse.
–Marca los segundos –explica, orgulloso–. En el mecanismo hay un muelle mucho más pequeño que el de los relojes de péndulo. Y mirad el reverso.
Le doy la vuelta. Una inscripción. No malgastéis estas horas con el arrepentimiento. Y una fecha.
Es la de mi llegada a Inglaterra.
–Mi calendario empezó ese día –se limita a decir.
Quiere enseñarme sus aposentos. Dejamos atrás la alcoba real, donde nunca duerme, y cruzamos una puerta casi oculta por una cortina. En su interior hay un estudio, no más grande que el de madame, lleno de relojes. El ruido que hacen parece el de la lluvia, un ensordecedor aguacero de tiempo, minutos y segundos cayendo a nuestro alrededor.
Me muestra sus favoritos: uno que señala las fases lunares y uno de carroza con unos minúsculos caballos persiguiendo un zorro. Lo habían fabricado uno de sus virtuosi, su séquito de filosófos y eruditos. En realidad, me doy cuenta de que tiene varios séquitos. Le gusta pasar de uno a otro, cambiando de personaje: el libertino, el filósofo, el hombre de Estado, pero siempre ansioso por divertirse, por dialogar, por dejarse contagiar por el entusiasmo. Casi como un chiquillo.
Ciertamente, cuesta creer que el mayor sea él, Carlos, y no su hermano Jaime. O que me doble en edad. Sin embargo, un rey de cuarenta y dos años es joven, mientras que una mujer, a los veinte, ya es vieja.
Lo llaman para atender asuntos urgentes, pero me pide que lo espere. A la hora en punto, suenan sucesivamente una docena de campanas en todos los relojes.
Con cierta curiosidad, aunque un poco aburrida, miro a mi alrededor. Hay una puerta que conduce a una letrina privada con el asiento acolchado. En otra estancia hay instrumental químico. Y luego descubro un cuarto cuadrado y luminoso en una torre, con los muros recubiertos con paneles de madera.
Uno de los paneles está entreabierto. Me acerco un poco: tiene bisagras, como una alacena.
Lo abro. En el interior, de modo que se pueda decidir si mostrarlo o no, hay un cuadro. Una mujer, completamente desnuda, está tumbada sobre un lecho de cojines y terciopelo. Su piel, muy clara, parece brillar como la luz de la luna en la noche sobre el oscuro y delicado tejido. A su alrededor hay utilería teatral y algunos decorados pintados. Es pelirroja, y sonríe maliciosamente.
La actriz.
Me pregunto si ordena que pinten a todas sus mujeres en aquella postura. Abro otro panel. Otro cuerpo desnudo, de rostro altivo. Reconozco a la mujer que habló conmigo en el baile del embajador francés. Hay otro cuadro, una mujer con el vestido remangado hasta el pecho, con una sonrisa traviesa. Abro otro panel, y luego otro… Los paneles oscilan y se golpean levemente uno contra otro, como las páginas de un enorme libro de madera.
Oigo voces en la otra estancia. A toda prisa, cierro todos los paneles hasta llegar al de Miss Nelly. Ahora vuelven a estar todas ocultas tras el respetable revestimiento de madera marrón, para el exclusivo placer del rey.
Louise
Baila conmigo, y advierto la urgencia de su deseo. Me besa mientras bailamos, como hacen todos los demás, pero sus labios se entretienen un poco más de lo debido.
Cuando debe soltarme la mano para confiarme a otro caballero, soy consciente de su reticencia; mis dedos se deslizan entre los suyos hasta que, lanzando un suspiro, se da la vuelta.
Y aun así mantiene su promesa. Nunca trata de hacerme sentir que no tengo elección.
Eso, sin que él lo sepa, es lo que hacen los demás. Colbert me recuerda casi a diario que estoy poniendo a prueba la paciencia no de uno, sino de dos reyes. Lady Arlington me dice que debo actuar antes de que Carlos se fije en otra mujer. Lord Rochester me mira con sus cínicos ojos de borracho y afirma que estoy jugando mis cartas con gran astucia.
–Ignoraba que las putas francesas fueran unos sabuesos tan listos –dice.
Y Carlos me trata con tanta cortesía que sólo cuando estoy con él no me siento acosada.
Sin embargo, los problemas con su hijo le han dado nuevos motivos de preocupación. Y al mismo tiempo me ofrecen, quizás, otra ocasión para ganarme su favor.
Se trata de lord Monmouth, su hijo mayor –ilegítimo, por supuesto–, nacido de su relación con una mujer llamada Lucy Walter durante los primeros años de su exilio. Ahora, el muchacho tiene veinte años, y es muy impulsivo.
Recientemente, en el Parlamento se abrió un debate sobre las recaudaciones: siempre hay debates sobre cómo recaudar fondos, para saldar las deudas del rey. Alguien propuso que se cobraran impuestos a los teatros. Un miembro del partido de la corte señaló que los teatros procuraban un gran placer a Su Majestad, y que, por esa razón, debían quedar exentos del pago. A lo que un miembro de la facción parlamentaria, un tal John Coventry, se preguntó en voz alta si eran los teatros los que procuraban un gran placer a Su Majestad o quienes actuaban en ellos…, una clara alusión a la pasión del rey por las actrices.
El silencio que siguió a esta observación lo empujó a sentarse, pero el mal ya estaba hecho: aquella misma noche, su comentario se repetía en todas las tabernas y cafés de Londres.
También se habló de ello en Whitehall, donde uno de los más ofendidos por la impertinencia de John Coventry era Jemmy Monmouth. Declarando que su padre había sido ultrajado, reunió a tres de sus camaradas, interceptó a Coventry de camino a su casa y le cortó la nariz con una espada.
En respuesta, el Parlamento aprobó una ley según la cual se consideraba un delito golpear o agredir a un miembro de esa institución. Evidentemente, no podían acusar a Monmouth, porque el asalto había tenido lugar antes de que se aprobara la ley; sin embargo, en el futuro se otorgaban el derecho a poder hacerlo.
Esto provocó una nueva oleada de indignaciones, por el hecho de que una ley aprobada por el Parlamento pudiera aplicarse a personas de sangre real. En vez de actuar con discreción, lord Monmouth y sus amigos decidieron desafiar públicamente esa decisión. Después de pasar la noche bebiendo, salieron en busca de diversión, que encontraron en una niña de diez años que iba acompañada de su abuelo. La chiquilla era guapa, y decidieron aprovecharse de ella. Su abuelo protestó, pero le propinaron una patada que lo tiró al suelo. Entonces apareció un guardia nocturno, que también protestó, por la poca edad de la niña, por el hecho de que estuvieran forzándola y por la forma en que habían tratado a su abuelo. Sin más, lo mataron a patadas.
Los que hasta entonces habían defendido a lord Monmouth se encontraron en una difícil situación. Porque, si tenía derecho a cortarle la nariz a alguien sin ser perseguido por la ley, la situación actual, en la que había intentado violar a una niña y matado a un anciano servidor de la ley, ¿no era parecida?
Los ministros del rey están divididos. Los que dicen que Monmouth debe ser castigado temen que el pueblo se subleve si se lo deja en libertad. Los que sostienen que el Parlamento no debe salirse con la suya dicen que los disturbios siempre se pueden combatir con balas.
Carlos se muestra reticente a emplear las armas. Él sabe mejor que nadie que las sublevaciones populares corren el riesgo de convertirse en revoluciones.
–Una cosa es mantener la corona sobre la cabeza –dice– y otra mantenerla sobre los hombros.
Empiezo a vislumbrar una oportunidad.
El asunto es delicado. Monmouth, adscrito como está a la facción de su padre, es un aliado natural de los parlamentarios. Como protestante e hijo reconocido del soberano, podría ser el rey elegido por el pueblo si Carlos tuviera que convertirse al catolicismo.
Así pues, cuanto menor sea la popularidad de Jemmy Monmouth, mejor para los intereses de Francia.
Y, sobre todo, si puedo ejercer mi influencia en una cuestión de tan poca importancia, podré ganar cierto grado de libertad.
Finalmente, Carlos decide ganar tiempo. Entre los consejeros que le sugieren que Monmouth debe ser castigado y los que le dicen que debe enfrentarse al Parlamento, Carlos se encuentra en una encrucijada.
Mientras paseamos por su jardín privado, le digo, en tono amable:
–Creo que vuestro dilema es que no sabéis si perdonar a Jemmy o castigarle.
–Sí –admite, lanzando un suspiro–. Exacto.
–Entonces ¿por qué no hacéis ambas cosas? –le sugiero–. Primero le perdonáis, para que no sea condenado por un tribunal, y luego le castigáis de otro modo, para que todos vean que no toleráis tal comportamiento.
Reflexiona sobre lo que le he dicho.
–Pero ¿cómo debería castigarlo?
–Podríais desterrarlo. Después de todo, no da demasiado lustre a vuestra corte. Y eso os permitiría demostrar al pueblo que el rey es una autoridad que está por encima de la ley. –Dudo un instante–. De ese modo, vuestra posición se vería reforzada.
–Un consejo excelente, Louise –exclama–. ¿Por qué no se les habrá ocurrido a mis ministros?
Me encojo de hombros.
–En ocasiones es más fácil dar un consejo siendo neutral. Decidme, ¿es cierto que de Grammont ha inventado un nuevo baile muy divertido?
Al día siguiente, mis aposentos se llenan de gente. Algunos ministros a quienes apenas conozco vienen a presentarme sus respetos. Lord Arlington presume de mí, llevándome de acá para allá y ordenando que traigan más sillas. Los jóvenes libertinos cortejan a mis damas de compañía, y los más maduros no dejan de mirarme.
Les sirvo helados en delicadas copas de cristal. Hablo de teatro con el señor Dryen y de teología con el obispo de Chester.
Así es, me digo, cómo sabe la influencia.
Pronto llegará el momento de hablar nuevamente de la guerra con Carlos. Sin embargo, esta vez no lo haré directamente. He aprendido la lección. Debo ser más sutil, abordar el asunto tomando un atajo.
Carlo
Las peras warden, al igual que los membrillos, deben ablandarse antes de usarlas, y el mejor modo de endulzarlas es cociéndolas o añadiéndoles otra fruta.
El libro de los helados
El rey dijo que quería verme. Paseamos por el parque de St James, con los perros de aguas pegados a nuestros pies. Su Majestad tenía un humor más bien indolente: holgazaneaba, tal y como les había oído decir a los cortesanos. Las largas piernas del soberano se movían sin esfuerzo, aunque no se dirigían a ningún sitio en particular.
Le había traído un nuevo helado en el que había estado trabajando: una crema con pasas de Corinto blancas y las peras de invierno duras que los ingleses llaman warden.
–Excelente –comentó, mientras paseábamos.
–Gracias, sire.
Señaló el extremo más alejado del parque con la cuchara.
–Están reconstruyendo el depósito de hielo de acuerdo con vuestras instrucciones. Les he dicho que le den prioridad.
Asentí con la cabeza.
–Debe estar terminado antes de que empiece a helar; de otro modo, también perderemos la cosecha de este año.
Sonrió por las palabras que yo había elegido.
–Veo que aún no estáis familiarizado con los inviernos ingleses.
–No, sire.
–El hielo es una de las cosas que raramente escasean. –Me devolvió la copa vacía–. Todos mis ministros están construyendo depósitos de hielo, ¿lo sabíais? Arlington en Newmarket, Clifford en Chudleigh. Vos y yo hemos creado una moda, signor, y ahora todos quieren superarme.
–O puede, sire, que sólo quieran superarse entre ellos para parecerse en todo lo posible a vos.
–Sí –repuso, pensativo–. Sí, se trata exactamente de eso. Decís bien.
Me encogí de hombros.
–Los cortesanos son iguales en todas partes.
Tomó un sendero de grava.
–El año que viene será una ocasión muy especial para mí. Será el décimo aniversario de mi coronación… Mi segunda coronación, en realidad, la restauración del trono. Quiero que sea una gran celebración: un verano de pompas y festejos. Me gustaría empezar con un gran banquete…, un divertissement, creo que así es como lo llama Luis. Para la Orden de la Jarretera. Más de mil invitados.
–¡Mil invitados!
El rey asintió con la cabeza.
–Todos los hombres y mujeres de la nobleza de mi reino. Mandaré reconstruir el castillo de Windsor para la ocasión. Habrá un nuevo salón, grande como el de Versalles, donde se celebrará el banquete. Y todo será moderno, es decir, francés. Nada de grifones, aves canoras ni rosbif seco para nosotros, signor. Tendremos hielo, montañas de hielo. Hielo para enfriar las langostas, las fresas y los espárragos; hielo seco para mantener frío el champán… Puede que incluso una de esas fuentes de hielo dotadas de un mecanismo de las que tanto he oído hablar…
–No puedo… –empecé a decir pero luego me interrumpí. No se decía no a un rey, o al menos no abiertamente–. Sería necesaria una gran cantidad de hielo, sire. Mucho más del que se ha empleado hasta ahora en este país.
–Y quiero que creéis un postre para la ocasión, signor –continuó, como si yo no hubiera dicho nada–. Algo incluso más delicioso que lo que habéis elaborado para el rey Sol.
–¿En honor a algún invitado en especial, sire?
–Sí. –Hizo una pausa, aunque yo ya sabía lo que iba a decir–. Se trata de mademoiselle de Keroualle. Quiero que preparéis algo para ella.
–¿Y se servirá a todo el mundo?
El rey sacudió la cabeza.
–Sólo a la mesa real. Será como el esturión, la marsopa o el cisne: un plato reservado sólo a mí y a los más allegados. Para ella y para mí, y para nadie más.
Entonces comprendí lo que tenía en mente. Todos los banquetes, de un modo más o menos explícito, tienen un tema. Cada festín expresa la visión que tiene de sí mismo el anfitrión y su lugar en el mundo. Desde el cabeza de familia que trincha el ave de corral los domingos hasta el silencioso círculo de puritanos que bendicen el pan de todos los días, cualquier comida, ya sea humilde o suntuosa, emplea un lenguaje ceremonial dirigido a quien está en condiciones de comprenderlo.
¿Qué mejor manera para Carlos de expresar su inclinación por las modas, los usos y placeres de Francia, que mediante una extravagante exhibición de los manjares franceses más refinados y en boga?
¿Y qué mejor modo de simbolizar su propio estatus que sirviendo un plato prohibido a sus propios invitados?
No quería simplemente dejar constancia de sus gustos europeos. Estaba haciendo una declaración política. Dedicando el plato a Louise, estaba diciendo que no le importaba lo que pensara la gente del hecho de que apoyara abiertamente a Francia. Del mismo modo que Luis XIV era el indiscutible y autocrático gobernante de Francia, el helado de Carlos demostraría que él quería seguir sus pasos en Inglaterra, convirtiéndose en un monarca absoluto y arbitrario.
Era todo aquello a lo que el Parlamento lo había obligado a renunciar cuando le devolvió el trono. Y mi trabajo era crear dicho plato.
Me incliné de nuevo.
–Trataré de preparar algo que esté a la altura de las circunstancias, sire.
–Estoy seguro de ello, signor –dijo, con su encantadora sonrisa–. Quiero que ese banquete muestre al mundo de qué somos capaces vos y yo. Sé que no me decepcionaréis.
–Es algo demasiado grande –dijo lord Arlington de inmediato–. No puede permitírselo.
–¿Tendrá que reconsiderar sus planes?
Arlington sacudió la cabeza.
–No, él es incapaz de economizar. Si quiere reconstruir Windsor y organizar un banquete para mil invitados, no le quedará otra opción que declarar la guerra. Sin la pensión de Luis, estará arruinado dentro de seis meses. Haced lo que os ha pedido, Demirco. Y no reparéis en gastos.
El agua, en Londres, era fétida, y el Támesis, negro, estaba lleno de excrementos. Antes de que los ríos se congelaran, me puse a buscar una fuente de hielo puro.
La encontré más allá de Hampton Court. Una serie de lagos alimentados por un manantial en un terreno llano, al que era fácil acceder con un carro, propiedad del rey. Expliqué al desconcertado mayoral de esas tierras lo que necesitaba.
–¿Queréis cortar el hielo y conservarlo?
–Exacto. Necesitaré jornaleros, muchos jornaleros. Y herramientas especiales que deberá fabricar un herrero. Os haré unos bocetos.
Ordené que construyeran un granero para poder conservar el hielo sacado directamente del lago y el hombre se negó en redondo.
–No hay dinero para construirlo. El rey no paga a su gente desde hace tres meses.
–Si es para eso, les pagará –le aseguré–. Es necesario; necesita el hielo.
Cuando le dije a Elias que pasaríamos el invierno en Hampton, su expresión se ensombreció de golpe.
–¿Qué ocurre, muchacho?
En tono dubitativo, me respondió:
–Entonces nos perderemos la Navidad.
–¡Elias! –exclamó su madre, que lo había oído–. ¿La Navidad? ¿Qué estás diciendo?
El muchacho bajó la cabeza, avergonzado.
–Algunos niños dicen que será un día de fiesta.
Sin pedirme permiso, Hannah lo mandó a un rincón. Pensé que le estaba regañando por su falta de entusiasmo por el trabajo, pero me di cuenta de que el motivo era otro. Intentó hablar en voz baja, pero la cólera le hizo alzar el tono.
–¡… como si ya no fuera bastante grave que trabajes para un papista! Pero no te permitiré que celebres sus fiestas. Y ahora vete, y no quiero volver a oír hablar de la Navidad.
Antes de contestarle, esperé a que el muchacho se fuera y que Hannah empezara a golpear con furia las marmitas. A decir verdad, me parecía divertido: no se me había ocurrido que, mientras que yo estaba preocupado sobre la conveniencia de dar trabajo al hijo bastardo de una puta, la puta en cuestión se preguntaba si era conveniente trabajar para mí.
–Deduzco que no celebráis la Navidad –dije.
–Así es.
–¿Puedo preguntarte por qué?
–Bajo el Protector se decidió que no había ninguna necesidad.
–Mientras que el aniversario del Protector era una fiesta pública, ¿verdad?
Me miró fijamente.
–Mostradme el pasaje de los Evangelios en el que se dice que el veinticinco de diciembre es el cumpleaños de Cristo y lo celebraremos. Hasta entonces, nos basta con el domingo para consagrar al Señor.
–Sin duda –dije–. Parece más que suficiente. Aunque, desde que estoy aquí, no he visto que ningún sirviente de esta posada vaya a misa, ni siquiera en domingo.
Me respondió con voz inexpresiva.
–Vamos cuando debemos ir. Así son las cosas en Inglaterra. Vas a la iglesia dónde y cuándo te lo dicen; en caso contrario, eres considerado un disidente.
–Entonces creo que necesitáis más fiestas, no menos.
–¿Por qué? –me pregunta, irritada–. ¿Para escuchar los sermones de hombres vestidos con hábitos sagrados que dicen ser los únicos que conocen la palabra de Cristo? ¿Que murmuran plegarias como si fuesen conjuros y hablan del Espíritu Santo como si se tratara de una suerte de hechicero invisible?
–Y también creo –proseguí, tímidamente– que aunque vuestros obispos no dudarían en definirme como un papista delirante, no tendrían una opinión mucho mejor de ti.
–¡Los obispos! –exclamó, indignada.
–Sin ellos no existiría la Iglesia.
Por un momento parecía hacer un esfuerzo por guardar silencio. Luego, sin embargo, dijo:
–Pero la tuvimos. Al menos durante un tiempo.
–¿Cómo? ¿Nada de Navidad ni de obispos?
–Estábamos construyendo el reino de Dios –dijo, con un extraño orgullo y una expresión desafiante–. Un experimento sagrado. Eso fue lo que nos dijeron. Y vimos que era verdad…, lo sentimos cuando el Espíritu anidó en nuestros corazones. Un reino sin reyes. Una Iglesia sin iglesias. Un país sin cadenas: nada de propiedades, privilegios ni derechos de nacimiento. Un lugar donde ningún hombre nacía con riendas en la espalda para que otros pudieran cabalgarlo, donde cualquier hombre podía decidir cómo profesar su religión, al igual que cualquier mujer, y donde las únicas leyes que había que respetar estaban escritas en nuestros corazones. –Recitó todo ese discurso como si fuera una cantinela, como una letanía que había repetido en muchas ocasiones y que sabía que no debería haber soltado en aquel momento. Me miró con franqueza–. Y aún estoy convencida de que eso volverá a ocurrir algún día, aunque no sé si estaré aquí para verlo. El rey Carlos nos abandonará, y su trono lo ocupará el rey Jesús. No nos inclinaremos ante ningún hombre, y todos seremos libres.
–Basta ya –la interrumpí. De pronto, me sentí asustado–. Esto es una traición y una herejía, mujer. Vigila esa lengua, y no vuelvas a decir esas cosas.
Louise
Una mañana, Carlos me trae un regalo. Otro regalo, debería decir, porque a lo largo de las últimas semanas me ha hecho unos cuantos. Pero ninguno como éste.
Un collar. De rubíes. Más oscuros que las pasas de Corinto, más oscuros que la sangre. Me lo abrocha alrededor del cuello y luego me coloca ante un espejo.
Lo miro mientras me acaricia un lado del cuello con el dedo, muy suavemente, casi sin tocarme, trazando como una línea desde la oreja hasta el punto donde el collar reposa sobre la garganta.
–Necesitáis unos pendientes, según la moda francesa –dice, bruscamente–. Soy un necio por no haberlo pensado. Yo os los traeré.
–Su Majestad ya ha sido muy generoso. No necesito joyas, de verdad.
–Sois una gran dama de Francia –dice, irónicamente–. ¿Cómo voy a cortejaros si no es con joyas?
–¿Su Majestad me está cortejando?
Silencio. En el espejo, sus ojos buscan los míos.
–Supongo que sí.
–Entonces no puedo aceptar esto, porque no puedo respetar mi parte del acuerdo. –Agarro el collar para quitármelo, pero el cierre es complicado–. ¿Podéis ayudarme, por favor?
Extiende el brazo, como si tuviera intención de ayudarme, pero luego posa una mano sobre las mías para impedir que las mueva. Luego coloca la otra sobre mi vientre.
Y siento… Siento…
No soy capaz de ponerlo por escrito. ¿Qué palabras pueden utilizarse para describir ese estallido de calor y turbación? Noto una sensación, como el tacto de la seda; es algo desconocido, inesperado. Como un ungüento disolviéndose dentro de mí, una vela derritiéndose bajo la llama.
Sus labios rozan mi cuello, vacilantes, como si supiera que no debería hacerlo pero no pudiese evitarlo.
Levanto la barbilla. Siento que mi espalda se arquea, involuntariamente.
Aumenta la presión de la mano, atrayéndome hacia él, y me doy cuenta de que está excitado. Dejo escapar una exclamación de sorpresa.
–Quedaos con el collar –dice, soltándome–. No hay ningún acuerdo que respetar ni ningún acuerdo que romper. Es un regalo sin condiciones.
En una ocasión, me dice:
–Decidme una cosa.
–¿Qué, Carlos?
–Si no fuera por vuestra virtud, si el mundo fuera un lugar distinto y vos y yo fuéramos libres de hacer lo que quisiéramos…, ¿sería la clase de hombre que…?
Estas dudas no son propias de Carlos. Pienso que alguna mujer debió de ser cruel con él, y a pesar de su encanto no ha sido capaz de superarlo.
–Carlos, sois un hombre muy apuesto y muy amable. Cualquier mujer sería afortunada de teneros como esposo. Sin embargo, no puedo responder a vuestra pregunta. Mi virtud es una parte de mí, como lo son también mis manos o mi cabeza. No soy capaz de imaginarme quién sería sin ellas.
Bruscamente, dice:
–Entonces, conservad vuestra virtud. Os amo demasiado para desearos de otra forma.
Me da la espalda. Incluso yo, con mis excelentes modales, soy incapaz de ocultar mi sorpresa al oírle decir por primera vez esa palabra.
Carlo
Almacenad hielo durante el invierno; así, podréis disfrutar del placer de tomar helado durante el caluroso verano.
El libro de los helados
«La cosecha». Así me había referido al almacenamiento de hielo durante la conversación con el rey. Y eso era exactamente lo que era. Contemplar la primera escarcha en el parque de St James fue como descubrir los primeros brotes de una cosecha largamente esperada. Todos los días eran un poco más firmes, más fuertes, alimentados por la oscuridad y del frío cada vez más intenso. Ahora, los hombres caminaban apresuradamente por las calles, cubiertos con pieles. Los caballos de tiro pateaban, esperando mientras descargaban los carros, y lanzaban penachos de aire caliente cuando avanzaban por los pedregosos caminos.
Luego llegó la nieve. Si la escarcha era el brote, la nieve era la flor. Unos enormes pétalos de nieve se amontonaban por toda la ciudad, tiñendo de blanco los tejados; con cada nevada duraban más tiempo, y su grosor aumentaba.
Sin embargo, el hielo aún no estaba duro. Era una fruta de invierno que maduraba lentamente. Al principio era un pequeño brûlée de caramelo sobre un charco. Luego, un disco de cristal. Y, finalmente, un resistente plato de porcelana blanca, con grietas que los niños pisaban con la intención, infructuosa, de romperlo.
–El hielo –le expliqué a Elias–, incluso el que parece estar duro, necesita su tiempo. Se endurece muy despacio; aproximadamente, tarda una semana. Y, cuando más duro esté, más tarda en fundirse. No queremos porcelana; queremos hierro.
–Entonces, ¿esperamos?
–Esperamos –confirmé.
Al cabo de una semana, el hielo estaba tan duro como el hierro. Era el momento de volver a Hampton, donde, evidentemente, reinaba el caos. El mayoral no había cumplido mis órdenes, los jornaleros holgazaneaban y el granero que había mandado construir se usaba para el ganado. Lo único perfecto era el hielo, lo bastante sólido como para resistir el peso de un caballo con su jinete, duro y resistente como la tierra helada.
Invoqué el nombre del rey y maldije un buen rato en italiano. Poco a poco, reunieron mi cosecha.
Una mañana me desperté y descubrí que el aire también era de color blanco. Una helada niebla marina había llegado del este y, con ella, un frío tan intenso que las hojas de acebo podían romperse en dos como un panecillo. Todas las ramas, grandes y pequeñas, estaban cubiertas por un manto blanco.
Recordé que Louise me había hablado de Brest, y me pregunté qué estaría haciendo en aquel momento. Traté de ahuyentarla de mis pensamientos. Sin embargo, a veces, a través de la helada niebla, me parecía vislumbrar una figura con un vestido hecho jirones bailando en medio de la nieve.
Louise
Ahora, los canales y los lagos del parque de St James están helados. Carlos y su hermano Jaime me enseñan a deslizarme sobre el hielo; «patinar», así es cómo lo llaman, una palabra holandesa. Aprendieron a hacerlo durante los años que pasaron en los Países Bajos. Jaime es el mejor de los dos, hecho que irrita a Carlos, ya que en todos los demás deportes supera con creces a su hermano menor.
A veces, Jaime patina junto a mí y me sujeta: una mano apoyada en un flanco para que mantenga el equilibrio, y la otra en la espalda para que no me caiga; me empuja hacia delante, obligándome a hacer una curva lenta, con la única fuerza de sus largas piernas, mientras yo me esfuerzo por mantener las mías firmes para no caerme.
–¡Por todos los diablos! Parece que esté a punto de abrazaros –se queja Carlos.
Está celoso, y tiene ciertos motivos para estarlo: Jaime me sujeta más de lo debido, rodeándome con la mano o atrayéndome hacia él más de lo estrictamente necesario.
Es un hombre extraño. Físicamente se parece a Carlos; dicho de otro modo: es apuesto. Sin embargo, lo que en Carlos resulta fascinante, en él parece adusto. Los asuntos religiosos y políticos lo atormentan. En su rostro siempre hay una expresión de ansiedad o de arrepentimiento. Aun así, dicen que es más inteligente que su hermano y que es él quien se ocupa de las delicadas cuestiones de Estado cuando Carlos pierde la paciencia.
Su gusto con respecto a sus amantes es motivo de burla en Whitehall: dicen que, a modo de penitencia, se asegura de que siempre sean más feas que su esposa.
Y también es almirante de la flota. Como tal, nadie es más importante que él cuando se trata de aconsejar a Carlos sobre si declarar la guerra o no. También dicen que, en secreto, se inclina por la Verdadera Fe. De ser así, no tendrá los mismos escrúpulos de algunos ministros del rey a la hora de declarar la guerra a un país protestante. Este conflicto podría considerarse como una prueba. ¿Salvará su alma o ayudará a su hermano a permanecer en el trono? Es un difícil dilema para un hombre devoto.
¿Y quién mejor para hablar de esos asuntos que una dama católica y muy virtuosa, llegada recientemente de Francia?
Pasamos largas tardes leyendo Lettres Provinciales y debatiendo las opiniones de Pascal acerca del alma.
A Carlos no le gusta.
–¿Por qué pasáis tanto tiempo leyendo con mi hermano?
–Majestad, seréis bienvenido si queréis uniros a nosotros.
–No se me ocurre nada más tedioso que hablar de religión con Jaime, aunque en este momento no hay muchas cosas que hacer. Si la tierra no se deshiela, las carreras de este año acabarán antes de empezar.
–Cuidado con tirar demasiado de la cuerda –me advierte lady Arlington–. En esta época del año, el rey está muy irritable. Sería el momento perfecto para yacer en su lecho. Con un buen fuego y una colcha de pieles, sus aposentos serían el sitio más acogedor de todo el reino.
Ahora, cuando me habla así, mi táctica consiste en hacerme la tonta.
–Mi fuego tiene el punto justo de calor, gracias. El carbón de Londres es excelente, ¿no os parece?
Ese invierno, uno de sus hombres del Parlamento difunde un poema que empieza así:
Si tuviéramos un mundo y un tiempo sin límites, Sus evasivas, señora, no serían un crimen…
Carlos me la envía con una nota: «Este hombre es uno de mis enemigos y un grosero autor de panfletos, pero, de algún modo, expresa mis pensamientos con más elocuencia que yo».
Por las noches, diversión. Este invierno, la moda son los bailes de máscaras. En Banqueting House y en los palacios de Pall Mall, disfrazados, bailamos y chismorreamos. Tengo una docena de máscaras distintas: con lazos, con plumas, con hojas plateadas y de cuero trabajado.
Y una que sigo llevando cuando me quito las demás.
Demasiadas capas de vestimenta. He visto al rey sin máscara, aunque no sin peluca. ¿Se la quitará, me pregunto, cuando se lleve a una mujer a su lecho? De repente, me lo imagino con su camisa de dormir, mientras se quita su exuberante peluca, revelando, debajo, un pelo como el de un soldado. Un pelo negro, rasurado. Debe resultar ridículo y cómico ver al monarca privado de su dignidad. Sin embargo, la idea me provoca una suerte de ternura.
En los bailes, el rey y su hermano son fáciles de reconocer, por la elegancia de sus vestimentas y por su estatura. A veces, sin embargo, es difícil distinguir a uno del otro. Sólo la actitud del rey –su fluidez en los movimientos– permite identificarlos.
Y también porque Jaime me corteja con cierta torpeza. Intenta hablar conmigo, suscitar mi interés por algún acontecimiento o chismorreo del momento.
Carlos, en cambio, se limita a mirarme desde detrás de la máscara con sus ojos oscuros, más elocuentes que las palabras.
Carlo
La canela, la galanga, el sasafrás y el clavo son especias perfectas para los helados. El de nuez moscada, por supuesto, está a la altura de los más grandiosos helados, y es idóneo para el invierno. Servidlo con tarta de manzana tibia y una copa de cerveza caliente con especias.
El libro de los helados
En esos momentos, Inglaterra estaba cubierta de nieve. Gemía bajo su peso, sufría una indigestión. Mis jornaleros estaban desesperados, empujando carros cargados de hielo a través de las interminables montañas de nieve. Hubo que envolver con pieles los cascos de los caballos y, aun así, a fuerza de avanzar por parajes fríos y húmedos, algunos se infectaron y tuvieron que soltarlos, abandonándolos a su suerte. A veces nos quedábamos atrapados durante días en medio de una tormenta que nos quemaba la piel de la cara y nos llenaba de copos de nieve cada pliegue de la vestimenta. En otras ocasiones lucía un cielo azul, luminoso y tranquilo sobre un mundo que se había vuelto de color blanco; el aire despedía destellos, como el polvo que suelta la piedra de un marmolista. Los montículos de nieve se levantaban en todas las casas y carros helados, como la corteza de una tarta recién sacada del horno.
Estaba en mi elemento.
No me bastaba con llenar el depósito de hielo del rey. Aquello habría sido suficiente para su familia, pero la corte y sus festejos tenían otras necesidades. Por eso debía encontrar y llenar bodegas donde el aire fuera frío todo el año, graneros de hielo con los que pudiera volver a llenar las despensas de St James.
Las bodegas raramente estaban cerca de los buenos caminos, y ahora, incluso los mejores caminos eran intransitables. Las cruces de los caballos mostraron en seguida las marcas de nuestros látigos.
Elias y yo no regresamos a Londres hasta mitad de enero, al frente de una caravana de carros. Aunque era poco después de mediodía, estaba cayendo ya la noche; en aquellos días, en pleno invierno, había pocas horas de luz. Al pasar por Ludgate vimos el gran río a nuestros pies. Por un momento pensé que habían encendido los famosos fanales que advertían a Londres de las invasiones, pero luego me di cuenta, sorprendido, de que las hogueras ardían en el propio río, sobre el hielo, una hilera de llamas que se extendía hacia el este, hasta más allá del horizonte.
Parecía un circo o el campamento de un ejército. Había castillos de tela, tragallamas, osos bailarines, malabaristas, bufones y linternas volantes. Las chispas de fuegos artificiales de colores iluminaban las caras de la muchedumbre. Las banderas ondeaban al viento y el sonido de la música llegaba hasta nosotros.
–Son los balseros –dijo Elias, que iba sentado junto al carretero–. Cuando ya no pueden mover sus barcas, declaran abierta la feria del hielo. Sólo ellos tienen jurisdicción entre ambas orillas del Támesis.
El camino que recorríamos conducía al río. Pronto me llegó el olor de castañas asadas y el aroma cálido y acre de la cerveza.
–¿Queréis parar? –preguntó el carretero, lamiéndose los labios.
–No –dije–. Debemos llevar el hielo a su destino.
Cuando por fin llegamos al Lion, exhaustos tras toda la noche descargando los carros de hielo, el sitio estaba desierto, salvo por un sirviente. Titus Clarke había montado una tienda de licores en la feria del hielo, y Hannah vendía sus tartas.
Con curiosidad, acompañé a Elias hasta el río, donde una carroza de seis caballos llevaba a las pasajeros de una orilla a la otra. El cochero me aseguró que no había ningún peligro, pero yo le tenía demasiado respeto al hielo para desafiarlo, y seguí andando. En la tienda del Red Lion, Elias se reunió con su madre: ella lo abrazó y le dijo que parecía que había crecido casi un pie. El muchacho parecía un poco incómodo por las muestras de afecto. No había crecido sólo en estatura, pensé, divertido. La sonrisa de bienvenida que me dedicó a mí fue cálida.
–Gracias por cuidar de él –dijo.
Asentí y los dejé solos.
Todas las tiendas tenían la insignia de una posada y, de común acuerdo, sólo ofrecían una bebida. En la de Three Bells se bebía arak, la de Coach and Horses ofrecía ajenjo y en la del Red Lion se servía mum, una cerveza muy fuerte.
–¿Por qué se llama así? –le pregunté a Titus Clarke.
–Porque si bebéis mucha os convertís en eso –respondió con jovialidad, mientras me servía una espumeante jarra de metal–. El mum tiene el poder de dejaros sin habla, como muchos hombres han descubierto, muy a su pesar.2
Tomé un trago: era una cerveza espumosa y caliente con sasafrás y clavo, agradable, aunque demasiado aromática, hasta el punto de que me recordaba a un jarabe para la tos. A mi alrededor, hombres y mujeres tomaban enormes jarras de la bebida. Me bebía la mía con moderación: en Italia no somos tan propensos a la embriaguez como los ingleses. Para mi sorpresa, me sentía feliz de estar de vuelta en Londres: mientras estaba en el campo, no fui consciente de cuánto echaba de menos su fuerte y constante energía. Seguí paseando. Me entretuve un rato viendo un combate de perros contra un toro y algunas peleas de gallos. La gente comía tarta de manzana y otros dulces. El olor a nuez moscada y a canela llenaba el aire.
Al cabo de un rato escuché un grito: «¡El rey!». Levanté la vista. Una procesión de una docena de carrozas avanzaba por el hielo desde Whitehall. Mientras miraba, se detuvieron, y de ellas bajaron hombres y mujeres que se quedaron de pie sobre el hielo. Muchos llevaban patines bajo sus elegantes vestimentas, y cuando empezaron a moverse, con la gracia de un bailarín, la multitud les dedicó una ovación. Vi a Louise entre ellos, patinando hacia atrás en círculo mientras se hinchaba su vestido de seda dorada. Luego, el rey le tendió la mano, y ambos se dirigieron hacia el puente, dejando atrás al resto, moviendo las piernas al unísono. Los largos cabellos negros de Louise ondeaban al viento. Parecían dos espléndidos pájaros volando sobre el río.
Me volví hacia la feria, que de repente, sin su presencia, parecía más oscura y fría.
Lo siguiente que recuerdo es que me desperté, fatigado, en mi estancia del Lion. Alguien me había desvestido; quienquiera que lo hubiera hecho, había doblado cuidadosamente mi ropa junto a la cama e incluso se había llevado mis botas para que las limpiaran. Me erguí dando un brinco, alarmado, y en seguida me arrepentí de haberlo hecho: tenía un insoportable dolor de cabeza, como si fuera una roca partida por la mitad por el martillo de un cantero. Después de todo, parecía que había sucumbido al vicio de los ingleses, y que había bebido demasiado.
Lamentándome, bajé al comedor. Me pareció que las cocinas estaban funcionando –me llegaba el olor de las tartas horneándose–, pero no había nadie y no estaba en condiciones de gritar. Finalmente fue Rose, una prostituta de la peor ralea, quien me sirvió el desayuno.
Tardé un poco en darme cuenta de que se había sentado en la mesa de al lado y que me estaba mirando mientras comía.
–¿Cómo estáis? –me preguntó, con lo que intentaba ser una comprensiva sonrisa.
Fruncí el ceño.
–La cabeza me da vueltas.
–No me sorprende si era la primera vez que probabais el mum.
Así pues, me había visto la noche anterior.
–Entonces ¿me he quedado mudo? ¿Aturdido por el alcohol?
Ella echó la cabeza hacia atrás y se rió.
–¿Vos? ¿Mudo? No. Todo lo contrario. No parabais de hablar.
Ni que decir tiene que no recordaba nada.
–Y…, ¿sobre qué hablaba?
–¿De verdad no os acordáis?
–Si me acordara –señalé– no tendría que preguntarlo.
Ella asintió.
–Tenéis razón. Digamos que apenas entendí nada. Y Mary tampoco. Sobre todo las frases en italiano. Eran muy agradables y persuasivas, pero no se puede decir que fueran inteligibles.
Me pregunté qué significaría «persuasivas». Pero, al parecer, no había desvelado mis secretos. Un motivo más para jurar no volver a probar nunca más el mum, por si el aturdimiento y el dolor de cabeza no hubieran bastado para tomar dicha decisión.
Fuera lo que fuera lo que hubiese ocurrido aquella noche, tuvo otra imprevista consecuencia. En lugar de estar horrorizados por mi falta de control, los clientes habituales del Lion parecieron tomárselo como una prueba de que ahora, como solían decir, era «uno de ellos».
–Cuando llegasteis pensamos que erais un engreído –me confesó Mary, la otra prostituta–. Pero ahora sois un hombre como todos, ¿verdad?
Estaba perplejo. Por una parte, sentía la tentación de puntualizar que, como pastelero de Su Majestad, difícilmente podía considerarme uno de ellos; por otra parte, estaba feliz al ver que aquella gente ya no me consideraba un forastero. Así pues, decidí que lo mejor que podía hacer era aceptar su amistad con el mismo espíritu que me la ofrecían.
A Mary y Rose, sobre todo, les encantaba chismorrear sobre lo que ocurría en la corte, y ahora que yo era –de algún modo– más asequible de lo que había sido hasta entonces, solían venir a importunarme a menudo mientras estaba trabajando.
–¿Lady Castlemaine es realmente tan bella como dicen?
–¿Y el rey? ¿Cómo es?
–Su Majestad es muy elegante. Y muy alto. Ésa es la característica que lo distingue: su altura.
–¿Es cierto que lady Arlington tiene cien vestidos?
–No los he contado, pero en Versalles, cien vestidos no serían muchos para una dama amante de la moda.
Pero quien más las fascinaba era Nell Gwynne. «Nuestra Nell», como solían llamarla. Aunque yo la mirara con recelo cuando escuchaba su nombre y me aventurase a decir que la actriz era una criatura vulgar y poco recomendable, eso no hacía sino aumentar la fascinación que sentían por ella. El hecho de que Nell hubiese empezado siendo una simple prostituta –«una seductora de carbonera», como le gustaba llamarla a Mary– y luego hubiese conquistado los escenarios, la fama y finalmente el lecho del rey, les parecía una suerte de cuento de hadas, tanto más porque sus sórdidos comienzos les recordaban a sus propias vidas.
–Yo también vendía naranjas, como ella, pero en el teatro del duque, no en el del rey. Tenía once años cuando un caballero decidió que quería algo más de lo que había pagado –dijo Mary.
Yo cambié de tema en seguida, aunque no era ella sino yo quien se sentía incómodo.
Habían oído hablar de Louise de Keroualle, pero la idea que tenían de ella se basaba en un prejuicio distinto: que, siendo francesa como era, había sido enviada a la corte con el único propósito de seducir al rey. Todas mis objeciones para convencerlas de lo contrario fueron recibidas con una educada aunque obstinada incredulidad. Una de las muchachas incluso tenía un libro que narraba la presunta biografía de Louise y, puesto que no sabía leer, me pidió si podía resumirle su contenido. No decía más que un montón de obscenidades, y tras echar un vistazo, me negué en redondo a hacerlo.
Eran más chismorreos y parloteos a los que no presté mucha atención; sin embargo, para mi sorpresa, cuando Robert Cassell me hacía sus regulares visitas, parecía más interesado en los cotilleos de la taberna que en mis progresos en la elaboración de un helado más cremoso.
–¿Algo más? –dijo, inclinándose sobre la mesa y mirándome fijamente con sus brillantes ojos de militar–. ¿Hablan de otras naciones, quizás?
–Bueno, están bastante convencidos de que fueron los holandeses quienes provocaron el gran incendio.
–¿De veras? –preguntó, con una leve sonrisa.
–Les dije que probablemente era Dios quien castigaba a su país por cometer regicidio.
–Hum –murmuró–. Creo que, de momento, deberíais guardaros para vos ese parecer. En los próximos meses, opiniones como ésas encenderán los ánimos. En realidad, por muchas razones, sería mejor que afirmarais que habéis oído decir, a muchas personas ilustres de la corte, que fueron los holandeses quienes provocaron el incendio.
Una de las personas que apenas participaba en los chismorreos era Hannah. Y aun así, puede que para mi sorpresa, discutía con ella casi tanto como con las otras dos. Rose y Mary eran demasiado crédulas, pero Hannah era muy desdeñosa.
–Hann –la llamaban cuando cruzaba el comedor–. Tienes que oír esto. El signor Carlo nos está contando sobre la vez que, en un baile, sirvió una copa de nieve con sirope de agua de rosas a la condesa de Sedburgh.
–No conozco a la condesa de Sedburgh –repuso Hannah, sin detenerse–. Así pues, no me interesa mucho saber lo que come.
–Pero es muy hermosa… –objetó Rose.
Pero ya era demasiado tarde; Hannah ya no podía oírla. Me pareció que se mostraba más fría con nosotros que la noche de la feria del hielo; sin embargo, el invierno era la época del año en que estaba más atareada con sus tartas, o sea que puede que sólo estuviera muy ocupada.
En otra ocasión repetí algunos de los comentarios que me había hecho el rey sobre la fiesta en honor de la Orden de la Jarretera, en Windsor, y el destacado papel que yo tendría en esa celebración.
–De modo que tiene suficiente dinero para gastar en palacios y banquetes, pero no en pozos y hospitales –dijo Hannah, que me había oído–. Y es dinero de nuestros impuestos, hasta el último penique.
–La forma en que el rey invierte su erario sólo compete a Su Majestad y a sus consejeros –observé–. ¿Cómo podemos nosotros, con la poca información de que disponemos, cuestionar las decisiones de los grandes hombres?
Entonces, Hannah se detuvo. Se paró de repente; fue algo tan poco habitual que me llamó la atención.
–¿Y qué hace que una persona sea más grande que otra? –preguntó.
–Su cuna, sus maneras y su sangre –respondí de inmediato–. Puede que no siempre te gusten las personas que Dios ha puesto por encima de ti, pero ciertamente no puedes dudar que sea obra suya. Del mismo modo que el rey merece el mismo respeto que se debe a Dios, porque él es su representante, sus cortesanos merecen el mismo respeto que se debe a los ángeles.
Puede que no me expresara con suficiente claridad, porque Hannah se limitó a echar la cabeza hacia atrás y a reírse a carcajadas.
–Y me imagino que vos os incluís entre ellos, ¿verdad? –dijo, cuando dejó de reírse–. Porque si vos sois un ángel, entonces yo soy el culo de un francés.
Me quedé mirándola fijamente, sin saber de dónde venía aquella nueva animosidad. Estaba seguro de que no estaba refiriéndose a mis humildes orígenes: eso era un vergonzoso secreto del que nunca había hablado. A menos que hubiera revelado mi baja cuna mientras estaba borracho… La miré, tratando de hallar alguna pista en la expresión de su rostro. Sin embargo, ya me había dado la espalda y había desaparecido.
Carlo
Para preparar un sorbete de nísperos: hervir a fuego lento dos libras de pulpa de nísperos con una taza de azúcar y el zumo de un limón, removiéndolo con una cuchara o un bastoncillo. Se puede mejorar añadiéndole uno o dos vasos del licor obtenido con endrinos o las ciruelas silvestres que crecen en climas fríos.
El libro de los helados
De todos los árboles frutales, puede que el níspero sea el más extraño. En el árbol, los frutos son duros y amargos, pero si se deja pasar el invierno, el hielo ablanda la pulpa. Sólo cuando la piel se vuelve de color marrón la pulpa está lo bastante mórbida para comer, dejando el leve rastro ahumado y mohoso de las piezas de una cacería o del queso envejecido en húmedas bodegas. En Inglaterra llaman a esta proceso bletting, fermentación, una palabra que sugiere que una fruta está madura pero no podrida.
La primera vez que hablé con Louise lo hice en un bosquecillo de nísperos.
Preparé un helado de nísperos y lo endulcé con un licor perfumado, de aroma ligeramente médicinal, obtenido con endrinos. Lo dispuse sobre un lecho de nieve fresca traída del campo y se lo llevé.
Sus aposentos bullían de actividad. Habían derribado un muro, para unir sus estancias a las adyacentes. Los artesanos estaban repintando las paredes con frescos y columnas trompe l’oeil. Otro pintor le estaba haciendo un retrato. Un grupo de damas de compañía estaba mirando y chismorreaba desde el otro extremo de la estancia.
–Os he traído un helado –dije, inclinando la cabeza.
–Signor Demirco. –Luego, dirigiéndose al pintor, añadió–: Estaré con vos en seguida.
El pintor parecía furioso, pero soltó el pincel, asintiendo con la cabeza.
–Venid.
Me condujo a un rincón discreto.
–¿Qué ocurre? –le pregunté, mientras le entregaba el helado.
–¿Os referís a esto? Oh, él está renovando mis aposentos. Al parecer, debo tener una alcoba tan grande como una sala de baile para mi ruelle matutina, cuando viene a visitarme con sus amigos. Y una sala de baile para cuando quiera bailar.
Él, observé. Ya no era el rey ni Carlos.
Llevaba un vestido con cientos de perlas cosidas. Se había ataviado así para el retrato, por supuesto, pero también estaba muy cambiada. Ya no era una muchacha, una niña, sino una dama: una gran dama de Francia, refinada y elegante.
¿O puede que esas diferencias no estuvieran en ella, sino en mi forma de verla, por todo lo que la rodeaba? El vestido, la seda, las damas de compañía, el pintor de retratos, los suntuosos aposentos…
–¿Habéis tenido un invierno agradable? –me preguntó–. ¿Conseguisteis vuestro hielo?
Asentí con la cabeza.
–El suficiente para servir helados a toda Europa. ¿Y vos? ¿Cómo están vuestras relaciones con Su Majestad?
–¡Oh, Carlo! –exclamó, seria.
–¿Qué ocurre?
–El rey se ha enamorado de mí.
–¿Y eso? Ya lo estaba antes de que yo me fuera.
–Pero ahora parece casi… trastornado. Como si estuviera sufriendo. No he sabido cómo tratarlo. Y ahora ambos estamos atrapados. No puede desposarme, pero no soporta la idea de renunciar a mí: ni vos ni yo podemos regresar a casa hasta que consigamos provocar esa guerra. ¿Qué voy a hacer?
–¿Qué ha hecho precipitar los acontecimientos?
–La esposa de su hermano, Anne Hyde, ha muerto.
–Eso he oído.
Decían que en su lecho de muerte había rechazado a su confesor, diciendo que prefería morir en pecado pero en la Verdadera Fe que bendecida por un falso credo. La gente con la que había hablado en el campo estaba convencida de que los Estuardo eran católicos en secreto.
–La cuestión es: ¿quién se casará ahora con Jaime? Una mujer joven, dice él, hermosa y, naturalmente, católica.
De pronto, lo comprendí.
–¿Vos?
Ella asintió.
–En cualquier caso, él lo ha hablado con Carlos. La discusión fue terrible… Carlos pensaba que yo lo había animado a hacerlo. Y no lo hice, por supuesto. Sólo intentaba conseguir su apoyo para la guerra.
–¿Y qué pasó?
–Les dije a ambos que no podía aceptarlo.
Sabía lo que eso debía de haber significado para ella: rechazar una oferta de matrimonio del heredero al trono de Inglaterra.
–No tenía elección –añadió–. Colbert y Arlington fueron muy claros: amante de Carlos o nada.
–¿Y la guerra?
Se encogió de hombros.
–Me temo que ahora está más lejos que nunca. He conseguido influenciarlo en algunas nimiedades, eso es cierto, pero no en eso.
Parecía tan abatida, allí, sentada, que tomé una impulsiva decisión.
–Huyamos juntos –dije–. Ahora. Hoy. Tomaremos un barco con destino a España o a Sicilia. Desposadme o no, vos decidís. Pero al amanecer podríamos estar en Dover. Y dentro de una semana en Madrid. Mis helados son los mejores de Europa; a los españoles les encanta el helado, no nos moriríamos de hambre.
Ella sacudió la cabeza.
–No lo hagáis –respondió, en voz baja–. No debéis hacerlo, Carlo. El rey me ama.
–Y vos, ¿lo amáis?
Sacudió nuevamente la cabeza, y comprendí que no me estaba contestando, sino sólo advirtiéndome que no volviera a preguntárselo nunca más.
Regresé al Red Lion. Lo admito: de camino, me detuve en otra taberna, la más cercana, y me tomé tres jarras de mum.
Luego entré en el Lion en busca de una mujer.
Podría haber sido cualquiera, pero fue a Hannah a quien me crucé en las escaleras.
–Ven –dije, bruscamente–. Necesito tus servicios.
–¿Para preparar crema para los helados?
–Me refiero a otra clase de servicios. Los que ofreces a todos los clientes. ¿Cuánto quieres?
Me miró un instante. Sin duda alguna, estaba pensando lo que podía pedirme.
–Un chelín –dijo, finalmente.
–Bien. Vayamos a mi aposento.
Me siguió escaleras arriba sin decir ni una palabra. Le señalé la cama y le dije dónde debía colocarse. Y luego…
¡Oh, me avergüenza escribirlo! Pero he jurado que lo haría sin florituras ni pretextos.
La tomé sobre el lecho, como un animal, sin ni siquiera quitarme las botas.
Ella no emitió ni un sonido mientras lo hacía, y le estoy agradecido por ello. No habría podido soportar que hubiese gemido o suspirado para fingir un frágil simulacro de placer. En esa cópula no hubo placer alguno. Ni para ella ni para mí. Lo único que sentí fue la leve agonía del deseo recorriendo mi espalda, como la sangría en una vena. Luego, el dolor de mi corazón se manifestó aún con más claridad.
Me quedé tumbado en la cama, mirando fijamente el techo.
–¿Por qué estáis llorando? –me preguntó ella.
Fueron las primeras palabras que pronunció desde que empezamos. Con cautela, como si yo fuera un fuego que pudiera quemarla, puso una mano en mi rostro.
–No estoy llorando –dije, volviendo la cabeza.
Ella no dijo nada más, pero se levantó.
–Hay dinero junto a la ventana, en mi bolsa –dije.
La oí dirigiéndose hacia allí y, acto seguido, el tintineo de las monedas. Luego, me dejó solo.
Louise
No me dejan en paz. Todo lo contrario: me asedian por todas partes. Arlington, Luis, Louvois… Incluso mis damas de compañía han recibido dinero para susurrarme al oído cuando me cepillan el pelo o miran por las ventanas de mis aposentos, esperando vislumbrarlo. «Qué apuesto es, qué afortunada sois, recuerdo mi primera vez, es un placer yacer con un hombre como él…».
Colbert me visita todas las tardes. Sin embargo, hoy tiene algo delicado que decirme. Espera hasta que nos quedamos a solas.
–Su Majestad me hizo el honor de asistir anoche a una cena íntima en mi residencia –murmura.
–Espero que la velada resultara agradable.
–Mucho. –Colbert parece no saber cómo continuar–. Me dio la impresión de que el rey Carlos estaba muy relajado.
–¿Relajado?
–Lo que quiero decir es que se dejó llevar.
–¿Habló de mí?
–No directamente. Pero había una joven criada que sirvió la mesa; era originaria de Gascuña. Puede que la hayáis visto. Una muchacha muy bella.
Le aseguro al embajador que no presto especial atención a sus criadas.
–Pero Su Majestad sí se fijó en ella. Y se sentía tan a gusto en mi compañía que, al final de la velada, me preguntó si la muchacha podía unirse a nosotros.
Arqueé las cejas.
–Su Majestad me hizo el honor de demostrarme que confiaba en mí completamente.
–Comprendo.
–Lo que ocurrió después… fue una orgía desenfrenada –dice, con un hilo de voz–. Una débauche très libre.
Lo entiendo, al menos en parte. Las palabras de su ex amante enmascarada resuenan en mis oídos. «Un libertino, como todos los demás».
–Espero con ansias que el ardor de Su Majestad sea atemperado por vuestra influencia. Estoy convencido de que seréis una fuerza moral entre todas esas tinieblas. –Dubitativo, prosigue–: Lo cierto es que parece que estamos en un impasse.
–¿Ah, sí? ¿Y por qué?
–Su Majestad parece haber comprendido que no sois la única con capacidad para negociar.
–¿Quiere negociar?
–Es una forma de hablar. Antes de abandonar mi casa dejó muy clara su posición.
–¿De veras? ¿Y qué quiere ofrecerme que considere más valioso que mi honor?
Ahora, Colbert parece estar muy incómodo.
–No es a vos a quien hace su oferta, mademoiselle, sino a nuestro rey…, a Su Muy Cristiana Majestad. Carlos me ha pedido que deje muy claro a Versalles que, sin amante, no hay alianza. Y viceversa. Su propuesta es muy explícita. Cuando estéis dispuesta a acceder a sus súplicas, escuchará vuestra petición sobre la guerra contra los holandeses. Pero hasta entonces, no lo hará.
Carlo
Añadir a una pinta de grosellas negras cuatro ramitos de menta picada, una taza de azúcar y dos claras de huevo. En mi opinión, este helado un poco ácido es incluso mejor que la fruta con la que se elabora.
El libro de los helados
Ella no quería hacerlo.
No quería dejarse chantajear y acabar en su lecho, decía, del mismo modo que no aceptaba hacerlo por dinero.
–Toda la culpa es de Louise –dijo Arlington–. Lo ha enardecido más de lo que cualquier hombre es capaz de soportar.
–Una mujer tiene derecho a no ser coaccionada.
–¿Por qué? –preguntó Arlington–. Si una muchacha no puede elegir a su propio esposo, ¿por qué tendría derecho a decidir con quien se acuesta?
Me dieron una carta para que se la entregara.
–Es su última oportunidad –me dijo Colbert–. Y puede que ya sea demasiado tarde.
Miré el sobre de lino que contenía la carta. El sello llevaba el símbolo del sol rodeado de rayos derretidos: el blasón de Luis XIV, el Rey Sol.
Ella leyó la carta con el rostro cenizo.
–¿Qué dice?
Me la tendió, sin decir nada. Después de las habituales cortesías, la carta iba al grano. La ira de Luis era evidente incluso en las escasas líneas que había escrito.
«Pensamos que no podéis hacer nada más. Es hora de que regreséis a Francia. Partiréis de Dover la próxima semana».
–Mandarán a otra en mi lugar –dijo, con voz grave–. Alguien más dispuesto. Y yo seré recluida en un convento, o algo aún peor.
–Al menos dejaréis atrás todo esto.
Ella sacudió la cabeza.
–He fracasado. He faltado a mi promesa a madame con respecto al Gran Asunto. He fracasado en todo. Nunca me libraré de todo esto.
Parecía tan abatida, allí sentada, que deseé tomarla entre mis brazos. Pero no lo hice.
–Todo ha terminado. –Miró a su alrededor, sus suntuosos aposentos, los presentes del rey: los relojes, los libros, los cuadros y los tapices, los muebles, la espléndida marquetería–. Todo ha terminado antes de empezar.
Y entonces me oí pronunciar las palabras que creía que nunca diría.
–Quizás deberíais acceder a las súplicas del rey.
–Vuestra virtud no se reduce a vuestra virginidad –le dije, dulcemente–. Y eso es así para cualquier mujer. Es algo que forma parte de vuestro carácter, de vuestro temperamento, de quien sois y de vuestras creencias. Pero ésa es vuestra elección: ¿qué es más importante para vos? ¿La virginidad o la promesa que le hicisteis a madame?
–No lo entendéis. Mi familia se ha ganado sus títulos en el campo de batalla, al servicio de los reyes. El honor es lo que nos distingue de los demás. Aunque seamos muy pobres, al menos nos queda eso.
–Podéis ser la amante de un rey y conservar el honor.
–Eso significaría rendirse.
–¡No! –exclamé–. Significaría que habréis vencido. ¿No lo comprendéis? Una vez seáis su amante, tendréis el poder… ¡Y qué poder! Y no sólo sobre Carlos, sino también sobre Luis. En cuanto seáis la amante de Carlos, Luis nunca podrá volver a ordenaros que regreséis a Francia. Podréis hacer lo que teníais planeado. Y comparado con eso, ¿qué importa lo que habréis perdido, aquello a lo que habréis renunciado?
Levantó los hombros mientras recuperaba el aliento, y en aquel momento comprendí que lo haría. Y también comprendí que sólo yo podría haberle hablado así, porque nadie más la conocía o la amaba lo bastante como para pensar en su felicidad en medio de todas esas intrigas.
Era una mujer para la que el amor tenía una importancia secundaria. Y no la amaba menos por eso, porque me ayudaba, en parte, a comprender que no era el deseo por Carlos lo que la empujaba a tomar esa decisión, sino el objetivo –un fin patriótico– que se había marcado hacía mucho tiempo.
Hablamos largo y tendido, argumentando, sopesando los pros y los contras. Ambos sabíamos que el paso que iba a dar era irrevocable.
–Si lo hago –dijo–, debéis saber que me esforzaré al máximo, todo lo que pueda. No seré su amante secreta ni furtiva. Nuestra relación tendrá que ser pública, abierta, al estilo francés, para que todos sepan cuál es mi posición. Haré que Carlos dependa de mí para emitir cualquier juicio o para tomar cualquier decisión. No seré menos que la reina, aunque no esté en posesión de ese título.
–Lo sé.
Durante un largo instante permanecimos en silencio. Luego, con una voz distinta, dijo:
–¿Cómo le haré saber que he cambiado de opinión?
Entonces comprendí que la decisión estaba tomada.
–Hablad con Arlington –dije–. Dejad que actúe como intermediario. Estará encantado de apuntarse el mérito.
En el Red Lion me encontré a Hannah preparando tartas.
–Cuando hayas terminado… –dije, con voz ronca.
Me miró a la cara y comprendió de inmediato mis palabras.
–Tengo que meterlas en el horno –dijo, indicando las fuentes con las tartas.
–No las eches a perder por culpa mía. Estaré arriba.
Cuando entró en mi aposento aún llevaba el delantal.
Siempre era igual: ella, arrodillada sobre el lecho; yo movía las caderas y, al final, lanzaba un gemido. Ella no decía ni una palabra. El tintineo de las monedas. Lo comprobaba, y nunca se llevaba dinero de más ni de menos.
En esa ocasión, la única diferencia fue un vago olor a tartas y un poco de harina en su pelo, como una sombra gris, donde se había tocado distraídamente mientras cocinaba.
Me quedé mirando aquel mechón de pelo mientras copulábamos. Pensaba en una pareja que llevara muchos años desposada, una pareja que hiciera aquel acto por cariño o por amor, pero no por dolor. Seguro que en el mundo debía existir alguna pareja así.
Louise
He invitado a lady Arlington a jugar a las cartas. Ahora es fácil ganarle: siempre juega la misma mano del mismo modo. Pero, por la misma razón, resulta igualmente fácil dejarla ganar.
Las preguntas habituales sobre el rey. ¿Aún sigue visitándome todas las mañanas? ¿Y por la noche?
–Evidentemente, sólo le permito que me visite durante el día –digo–. A menos que estuviéramos desposados, cualquier otro comportamiento sería inapropiado.
Lady Arlington resopla sardónicamente.
–Pero no podéis desposarlo. No mientras la reina esté viva.
Juego una carta y le digo, distraídamente:
–¿Sabéis una cosa? A veces pienso que es una lástima que un rey no pueda tener dos reinas. Eso resolvería muchos problemas, ¿verdad?
Coloco la reina de diamantes y la reina de corazones a ambos lados del rey, como si mi comentario sólo se refiriera a las cartas.
Disimuladamente, la veo abrir unos ojos como platos mientras muerde el anzuelo.
Apenas un día después, su esposo viene a verme.
–Se me ha ocurrido una idea –me dice, afablemente–. Una sugerencia, mejor dicho.
–Estoy segura de que tenéis muchas ideas, lord Arlington. Y todas excelentes.
–Efectivamente. Muchas ideas. Pero, ¡ah!, sólo una esposa.
–Una suele ser lo habitual, ¿no?
–Para los hombres corrientes, sí.
–¡Vamos, lord Arlington! Vos no sois un hombre corriente.
Acepta el cumplido inclinando ligeramente la cabeza.
–Pero no soy un rey. No –continúa, como si hablara para él–. Si fuera como Su Majestad… , un monarca absoluto, jefe de la Iglesia y representante de Dios en la Tierra, podría tener, si quisiera, una segunda… consorte… oficial.
Me mira, satisfecho de sí mismo.
–¿De veras? Muy interesante. –Al cabo de un momento, como si se me acabara de ocurrir, añado–: Me sorprendería que el clero lo aprobara… Sé lo quisquillosos que pueden ser con tales cosas. Pero, naturalmente, me fío de vuestra experiencia en asuntos de esa índole.
–¡El clero! –exclama, con los ojos muy abiertos.
Estaba claro que no se había planteado que hiciera falta un sacerdote.
–Una ceremonia de ese carácter requeriría un sacerdote, ¿verdad? –le pregunto–. Para que sea oficial y válida a los ojos de Dios. Naturalmente, no estoy au fait de los usos de la Iglesia inglesa.
Tras una breve pausa, comprende la posibilidad que le estoy ofreciendo. Y es evidente si se piensa en ello: ya tienen una religión inventada, con ceremonias inventadas, con salmodias, liturgias y rituales que cambian constantemente. ¿Qué importará una ceremonia más?
–En realidad, no conozco muy bien la ceremonia exacta para una ocasión tan… insólita –dice, hablando muy despacio.
–Es lógico: no sois un obispo.
–No. –Otra pausa–. Es una interesante cuestión teológica. Hablaré de ello con un obispo al que conozco. ¿Sabéis? Después de todo, no me sorprendería descubrir que existe una ceremonia de esa índole.
–Y a mí tampoco me sorprendería. En absoluto.
Y de esta manera, entre insinuaciones y sugerencias, se dio forma a un acuerdo.
No un matrimonio, sino una unión. No una reina, sino una consorte. En cierto modo, se celebraría una boda. Se pronunciarían unos votos, se rezarían oraciones y se impartirían bendiciones. Se interpretarían madrigales, se compondría un epitalamio en nuestro honor y se celebraría un baile de máscaras. Y luego nos quitaríamos las medias y nos acostaríamos, como cualquier otra pareja de esposos.
Y Luis tendría su guerra.
En cuanto al lugar, Arlington sugiere su mansión en el campo, en Euston Hall, cerca de Newmarket. Hay una capilla –de estilo inconcreto: no tiene la sencillez protestante ni la ostentación católica– dentro de la casa. Evidentemente, sé por qué lo sugiere: quiere que la ceremonia se celebre fuera de Londres. De este modo, si el acto llega a ser del dominio público, siempre podrá decir que ha sido un divertimento, un baile de máscaras campestre para entretener a los invitados. Sin embargo, Arlington quiere que tenga lugar bajo sus auspicios. Su intención es sacar partido de todo esto. Por lo menos la cancillería, el regalo de un rey agradecido.
Arlington logra encontrar un obispo que jura que la ceremonia es legítima. Dicho de otro modo: no menos legítima que la alternativa. Es decir, si va a cometerse alguna inmoralidad, es mejor que sea a los ojos de Dios. De esta manera, es como si el rey pidiese su perdón y su comprensión. Un perdón que, en cierto sentido, es una suerte de bendición en este mundo pecador.
Creo que el obispo quiere convertirse en arzobispo, y de inmediato. Sus argumentos son absurdos; incluso un niño sería capaz de rebatirlos. Sin embargo, nadie se muestra en desacuerdo. Y especialmente Carlos. No le importa qué normas haya que incumplir siempre que consiga lo que quiere.
Colbert, el embajador, está incluso más impaciente que el rey.
–Necesitamos esa guerra ahora mismo. ¿A qué se debe este retraso?
–En estos momentos se están construyendo treinta y dos barcos de guerra en los astilleros de Chatham. El retraso es cosa vuestra, no mía.
–Pero, ¿por qué no podemos ocuparnos primero de la ceremonia y luego de los barcos?
Vuelvo los ojos hacia él, mirándolo con dulzura.
–Puede que vos, Excelencia, seáis un experto en diplomacia, pero me parece que no sabéis mucho acerca de los hombres y las mujeres. ¿Por quién pensáis que se están construyendo con tanta urgencia esos barcos? ¿Por Luis o por Louise?
El embajador lo comprende e inclina la cabeza.
–Esperemos, entonces –dice, en voz baja–, que el rey Carlos nunca se arrepienta del alto precio que ha tenido que pagar por vuestra compañía… madame.
No se me escapa ese «madame». Y por ese desaire, Excelencia, y el ligero escalofrío de disgusto con el que me miráis, me aseguraré de que cuando me convierta en la amante del rey seáis devuelto a Francia.
Carlo
Por muy fuerte que sea vuestro ruibarbo, el zumo de un limón siempre intensificará su sabor.
El libro de los helados
En el corazón del invierno, los ingleses cultivan una extraña planta, mitad verdura, mitad fruta. Se parece un poco al apio, pero sus tallos son de un color rosa intenso, y resulta si cabe más insólita por el hecho de que la obligan, como dicen aquí, a crecer en tiestos volcados y en cobertizos oscuros. Parece que le gusta la oscuridad y el frío: efectivamente, todo esto es necesario para que el ruibarbo tenga ese sabor acidulado, parecido al de las fresas, que tanto les gusta a los ingleses.
He preparado para ella un helado con este fruto de invierno, el primer ruibarbo de la temporada, cuyo sabor amargo anuncia que las cosechas que están por llegar.
Una vez tomada la decisión, no ha perdido tiempo en arrepentirse. Era demasiado tarde para cambiar de opinión y, además, cualquier muestra de indecisión habría debilitado su posición.
Sólo en una ocasión la vi preocupada por la reacción que habría podido provocar.
–¿Estáis seguro de que llegará a Bretaña?
Miré el sobre que me había entregado. Iba dirigido al conde y a la condesa de Keroualle, en Brest.
–Sabéis que van a leerla, ¿verdad? Aunque no lo hagan los espías ingleses, los franceses seguro que lo harán.
–Lo sé. He intentado ser prudente. De todos modos, muy pronto se enterarán de la historia a través de cualquier otro, pero quería que supieran que, a pesar de todo, sigo siendo su hija.
Aparte de eso, siempre estaba muy ocupada. Hasta que un día me dijo:
–¿Carlo?
Esperé.
–¿Qué hace una dama que…? –Dudó–. ¿Cómo se comporta una dama enamorada?
Su tono de voz era el mismo de siempre, pero su pálida piel tenía un poco más de color que de costumbre.
–¿Os referís con el hombre al que ama?
Asintió.
–¿En el lecho?
Asintió de nuevo.
–¿No lo explican en las novelas y libros de epístolas que habéis leído?
–Ah…, ésos. –Hizo un gesto desdeñoso–. Al parecer, debería suspirar y desmayarme. O protestar con voz estridente por cada minuto que no pasa a mi lado. O actuar como si estuviera celosa. Sin embargo, creo que nada de todo eso me granjearía el cariño de Carlos.
–Ni sería muy propio de Louise de Keroualle –confirmé–. De vuestra pregunta deduzco que no lo amáis y que os preocupa que él se dé cuenta.
–Tiene mucha más experiencia que yo.
–Bueno, no soy el más indicado para preguntarlo, porque no estoy seguro de haber sido amado alguna vez por una mujer en la forma en que lo describís. Y no deberíais renunciar de inmediato a vuestra inocencia, porque para muchos hombres eso es una suerte de afrodisíaco. Sin embargo, puedo contaros lo poco que sé.
–Hacedlo, os lo ruego.
Ahora se había sonrojado de verdad.
Pensé en mi pasado. Olympe no me había amado, pero actuaba con desinhibición y con seguridad, y eso convertía el hecho de yacer con ella en una especie de celebración. Me hizo sentir un hombre de mundo, sofisticado, para el que el sexo era tan sólo otro placer sensual que cualquier persona cultivada debería disfrutar.
Con Emilia no me había acostado, pero cuando recordaba el deseo con el que me besaba, la excitación que ambos experimentábamos, la felicidad de descubrir que sentía por mí lo mismo que yo sentía por ella, la sensación era más dulce que la que me provocaba la piel perfumada de Olympe.
Pensé en cómo podría haber sido con Louise si el destino y la suerte hubieran sido otros.
–Debéis hacerle sentir que ambos sois dos nuevos continentes que esperan ser explorados –le dije–. Que cada vez que os toque sea como un nuevo descubrimiento… Que, como el microscopio de Hooke o los telescopios de Newton, se revela una nueva maravilla que había permanecido oculta hasta entonces. Debéis mostraros ansiosa, pero vuestra ansiedad debe sorprenderos incluso a vos. Vuestros besos deben resultarle tan excitantes a él como la primera piña cultivada por sus horticultores, y cuando os bese, debéis pensar en la cosa más sorprendente, deliciosa y extraordinaria que hayáis hecho o visto jamás.
–Entonces, pensaré en la primera vez que probé el helado.
–Pero no engulláis, gritéis ni os agarréis la garganta porque habéis perdido la sensibilidad, como hace a menudo la gente que prueba mis helados.
Sonrió.
Sin embargo, yo no fui capaz de hacerlo.
–¿Así? –preguntó ella con un hilo de voz, besándome.
Me besó.
Y volvió a besarme.
–No, no, así no –dije, con voz trémula, cuando finalmente nos separamos–. Ha sido demasiado dulce, demasiado triste. Si lo besáis así, pensará que sentís pena por él.
Cuando regresé al Red Lion, le dije a Hannah:
–Arriba.
Me siguió sin decir nada hasta mi aposento.
Una cópula silenciosa, como los animales.
Sin embargo, en esa ocasión no fui capaz de terminar. Me invadió una gran fatiga. Paré, me tumbé en el lecho y me quedé quieto. Mirando al techo, le dije:
–Puedes irte.
Puede que temiera que no le pagase, visto el fracaso, o que empezara a cansarme de ella y no volviera a requerirla. Cualquiera que fuera la razón, la oí decir, en voz baja:
–Os traeré un cordial.
Estuve a punto de decirle que yo preparaba cordiales, aunque raramente los tomaba.
Pero no lo hice.
Al poco rato oí que se abría la puerta. Había vuelto.
–Aquí está.
Me tendió una jarra. Olía a plantas aromáticas, a hierba, y recordaba el sabor del grano en primavera, cuando se arranca un tallo de las hojas para colocarlo entre los dientes y disfrutar de su lechoso jugo.
Sin embargo, el retrogusto era un poco amargo.
–Valeriana –dijo Hannah, adivinándome el pensamiento–. Corteza de sauce, alga klamath y extracto de ortigas.
–¿Una medicina?
–En cierto modo.
Refunfuñé.
–Normalmente no suele ocurrirme.
–No es para… –Se interrumpió–. De todos modos, bebedlo.
Lo tragué.
–Gracias –dije, de mala gana, devolviéndole la jarra.
Mientras me tumbaba de nuevo, la oí acercándose a mi bolsa y a continuación el tintineo de las monedas. Luego, de repente, caí en un sueño profundo y sin pesadillas.
Más tarde, cuando me desperté, reinaba el silencio. Bajé a la cocina. Hannah no estaba. Me alegré de ello.
Algo llamó mi atención en el mostrador de la despensa. Un libro.
Lo cogí. The Compleat Herbal, de Nicholas Culpeper. Eché un vistazo al anaquel donde ella guardaba sus libros de recetas. Había un hueco en el lugar de donde lo había sacado, entre Excellent Receipts in Cookery y The Housemaid’s Companion.
Hojeé sus páginas. Al parecer, no hablaba sólo de hierbas, sino también de astrología. «Debéis saber que Marte es cálido y seco, y también que sus inviernos son fríos y húmedos. También debéis saber por qué las hojas de la ortiga, si se toman en primavera, consumen los excesos de flema en el cuerpo humano, y que el frío y la humedad del invierno quedan atrás…».
Seguí hojeando el libro hasta que encontré una referencia al alga klamath. Para mi sorpresa, Culpeper no parecía prescribirla para la impotencia, sino para las enfermedades del corazón.
Carlo
Incluso con un simple arroz blanco se obtiene un helado extremadamente delicado.
El libro de los helados
–¿Necesitáis algo? –me preguntó Louise.
–¿En qué sentido?
–Estoy haciendo una lista. Después de todo, ahora puedo pedir cualquier cosa que desee. Ordenaré que venga un séquito de pintores y músicos… Y también un profesor de filosofía. Si deseáis algo, no tenéis más que decírmelo.
–En realidad, sí hay algo.
–¿De qué se trata?
–Hay un hombre en Inglaterra que es un experto en hielo. Se llama Boyle. Es químico y miembro de la Royal Society.
–¿Y?
–Creo que podría ayudarme a preparar el helado para la fiesta del rey. Un helado realmente digno de la persona a la que está destinado.
Me miró con extrañeza.
–¿Eso es lo que realmente deseáis? Vuestra ayuda en este asunto ha sido indispensable, ¿lo sabéis, verdad? Podéis pedirme cualquier cosa. Cualquier favor o presente. Incluso –dudó– vuestro regreso a Francia.
No se me había ocurrido. Pero, evidentemente, no quería dejarla ahora.
–Lo único que quiero es la ayuda de Boyle –respondí–. Al menos, es un favor que el rey Carlos está en disposición de concederme.
–Estaba equivocada, ¿verdad? –dijo, en voz baja–. Cuando os dije que sólo erais un libertino que preparaba exquisiteces… En ese momento no pensaba que un hombre podía dedicarse con tanta entrega a crear placeres. Me aseguraré de que contéis con vuestro químico.
Cumplió su palabra. Ignoraba a qué argucias tuvo que recurrir, pero unos días después recibí un mensaje de Boyle invitándome a su laboratorio, donde me prometió que conocería a otros dos hombres de ciencia –Christopher Wren y Robert Hooke– que habían aceptado ayudarnos en nuestra empresa, respetando siempre las condiciones del más estricto secreto.
No escribiré mucho sobre aquel día ni sobre los experimentos que realizamos. Y no porque no comprendiera los métodos de los virtuosi; todo lo contrario: eran extremadamente claros, y sólo diferían del sentido común por su gran diligencia y meticulosidad. Y tampoco hubo ninguna jerarquía que nos distinguiese a la hora de trabajar. Sabía que Boyle era hijo del conde de Cork; Hooke, como supe después, había sido un huérfano indigente, y Kit Wren era hijo de un mercader de telas. Aun así, si aceptaban las opiniones de Boyle era sólo por su mayor erudición. Sin embargo, cuando se trataba de matemáticas, era a Wren a quien consultaban, mientras que en cuestiones de procedimientos prácticos y experimentales, el indiscutible maestro era Hooke.
Preparamos más de veinte helados distintos, variando la cantidad de crema, poco a poco, luego la de azúcar, la temperatura y finalmente los huevos. Mientras estábamos trabajando, les conté lo que sabía, aunque no podía necesariamente explicar por qué con un cuenco de leche, dejado en reposo toda la noche, se conseguía un helado más denso que con leche fresca. A partir de estos datos, ellos hipotisaban, como le gustaba decir a Boyle; luego, cada hipótesis era comunicada a Hooke para que planteara un experimento que probara o refutara su veracidad. Y…
No vivimos ningún gran momento de iluminación, como se pretende con los discípulos. Puede que Arquímedes saliera desnudo de su baño y que Isaac Newton –que no formaba parte del grupo en aquella ocasión, aunque todos hablaban con admiración de sus experimentos con los telescopios– hubiera visto caer una manzana…, aunque Hooke afirmaba que se trataba de una leyenda creada por el propio Newton para ocultar el hecho de que había sido él, Hooke, quien había descubierto realmente las fuerzas que gobiernan la rotación de la tierra: los miembros de la Royal Society siempre se disputaban el mérito de sus hallazgos. Sin embargo, para mí fue sólo un periodo de pequeños pero importantes descubrimientos, como quien zarpa hacia un nuevo mundo pero no llega inmediatamente a su destino, sino que lo ve primero en la línea del horizonte y luego espera pacientemente a que los diferentes elementos del paisaje se hagan más visibles, y sólo tras muchas horas busca un sitio adecuado para aproximarse. Fue un viaje que tardamos más de un día en completar. A pesar de la gran capacidad de concentración de los virtuosi, los experimentos en el frío laboratorio del hielo se volvieron insoportables para ellos al cabo de unas horas. En cierto momento insistieron en que había llegado la hora de recuperar fuerzas en un café y me llevaron a Garraway’s, donde sometieron al capitán de un barco a un interrogatorio para saber cuál era el mejor método para producir almendros de río. Luego me llevaron a Will’s, donde tuvo lugar un ardiente debate sobre la posibilidad de que los holandeses abrieran los diques si los invadían los franceses. Y finalmente fuimos a Scott’s, donde tomaron parte en una competición para crear una nueva rueda de molino para el puente de Londres. Dondequiera que fuéramos –no sólo en los cafés, sino también en las calles y los lugares que recorrimos–, la gente se acercaba a mis compañeros para informarse sobre sus progresos en sus diversos proyectos, para preguntarles por un experimento o para hacerles una observación. Empecé a comprender por qué, en general, preferían el café al vino o la cerveza: normalmente, aquellos virtuosi se movían, hablaban y pensaban con una impaciencia vivaz pero jovial que, a diferencia del aturdimiento que me había provocado el mum, el café parecía potenciar.
Al cabo de tres días habíamos hecho tantos progresos que, al mirar atrás, me sorprendí al ver lo lejos que habíamos llegado. Era evidente que, en cierto sentido, la clave estaba en los huevos, porque ahora podíamos elaborar un helado con huevos –o testículos de gallina, como Wren se empeñaba en llamarlos– tan delicado y apetitoso que parecía no contener ni un solo cristal de hielo. No obstante, este resultado no satisfizo a mis amigos: querían saber por qué los huevos provocaban ese efecto y si se podía obtener con otros ingredientes. Primero tratamos de sustituir los huevos de gallina por los de ganso y gaviota (los primeros eran deliciosos, los segundos no tanto) y separamos las yemas y las claras para ver cuál de las dos era la responsable del resultado. Luego, gradualmente, redujimos el número de huevos y volvimos a trabajar con la crema.
El manifiesto objetivo de Wren, como experto en geometría, era dar con una fórmula matemática que expresara el resultado. «Porque sólo las matemáticas –dijo– pueden ser rescatadas del caos y de las supersticiones de los cocineros. Cuando voy a Garraway’s, insisto en que preparen mi café con sesenta y ocho granos; cuando me como un bistec, exijo que lo hayan dejado en la parrilla cuatro minutos exactos. Vuestro helado, signor, puede que sea más complejo debido a sus ingredientes, pero ciertamente no está menos sujeto a las leyes del mundo físico que el movimiento o la luz». Fue gracias a este caballero que adquirí la costumbre de anotar con exactitud las cantidades y los métodos que había empleado para preparar mis helados, lo cual me permitió repetir su elaboración sin fiarme sólo de mi memoria.
Por el contrario, Hooke estaba más interesado en inventar una máquina para que el proceso resultara más eficaz. Después de haberme observado mientras preparaba la primera tanda de helados, dijo que permaneceríamos allí todo el invierno si seguíamos procediendo de aquel modo. Arrebatándome la espátula, practicó en ella seis grandes agujeros, ignorando mis protestas cuando le dije que aquel utensilio había sido fabricado ex profeso para mí en París. «Probad ahora», me dijo, señalándome la sabotière. Lo obedecí y descubrí de inmediato –¡naturalmente!– que la mezcla se colaba por los agujeros mientras se espesaba, acelerando así el movimiento de la espátula y trabajando el helado con mayor eficacia.
Sin embargo, Hooke no se detuvo aquí. Mientras Boyle, Wren y yo realizábamos los siguientes experimentos, Hooke volvió a su laboratorio para «improvisar algo», como decía él. Cuando regresó, lo hizo con una tapa para la sabotière en la que insertó una sencilla manivela. Al girarla, la espátula revolvía la mezcla, facilitando el trabajo.
–No os será muy útil –señaló–, teniendo en cuenta que preparáis los helados en pequeñas cantidades. Pero para nosotros, que tendremos que preparar mucho para realizar estos experimentos, el proceso será más rápido.
Cuando comprendí que aquel utensilio era un presente destinado a mí, le pregunté cómo podía recompensarlo.
Hooke se encogió de hombros.
–Si alguien os pregunta, decidle que lo inventó el señor Hooke. Eso es todo cuanto yo, o cualquier otro, podría pedir.
¿Cuál fue, entonces, la conclusión de todas nuestras deliberaciones? Resultó que no había ninguna fórmula secreta, ningún ingrediente mágico ni ningún encantamiento, sino que todo se reducía a la precisión y al equilibrio. Descubrimos que el helado es como un triángulo con tres lados iguales que corresponderían a la fruta, a la mezcla de azúcar y crema y a la elaboración. Cuando la proporción entre esos tres elementos es perfecta, el helado es tan cremoso y delicioso como la mantequilla recién hecha.
Recordé lo que me había dicho Hannah sobre añadir más azúcar para que cuajara la crema. Después de todo, estaba en lo cierto, aunque sólo había sido una afortunada suposición. Ella no podía entender el proceso de elaboración como yo lo hacía ahora.
–Hemos terminado –dijo Boyle, soltando la cuchara–. Señores, todos a Garraway’s. He oído decir que circulan interesantes noticias sobre un tratado de paz en el Rin.
Fuimos a Garraway’s, donde se unió a nosotros un hombre que había inventado una prensa de sidra más eficaz, y otro que dibujaba los cambios en el cielo. Empezaron a hablar de alquimia y sobre si existía alguna diferencia fundamental entre ésta y el Nuevo Método. Hooke y Boyle no estaban de acuerdo en este punto: Boyle, un hombre amable y bondadoso, opinaba que Dios había creado la naturaleza deliberadamente misteriosa, mientras que Hooke –que, a pesar de la generosidad que me había demostrado, me resultaba antipático, porque era un hombre díscolo e irascible– creía que el universo no era más que un mecanismo, una especie de reloj gigante cuyos dientes y objetivos apenas empezábamos a vislumbrar. Sin embargo, lo que me intrigó fue que se enzarzaran en un airado debate, en el que ninguno de ellos cedía, durante más de media hora; aunque ambos golpeaban la mesa con el puño, no intercambiaron golpes, y cinco minutos después de convenir en que ninguno de los dos era capaz de probar sus respectivas hipótesis, se dedicaron a examinar, tan amigos como antes, un extraño escarabajo muerto que alguien había traído de Epson.
Dejamos espacio para que la camarera nos sirviera otra ronda. Casi todos tomaron café, pero Boyle y yo habíamos pedido chocolate, una bebida más sana.
–He aquí un sabor de moda para vuestros helados, Demirco –dijo Kit Wren, volviéndose hacia mí–. Un copa de helado de café.
–Sería muy sencillo de preparar –repliqué–. La infusión de los granos en agua resultaría igualmente deliciosa con leche.
–Yo lo preferiría de chocolate –objetó Boyle–. El café me disgusta incluso más que Hooke.
Boyle le dedicó una sonrisa a su amigo para demostrarle que no pretendía ofenderlo. Cito esta conversación para demostrar la facilidad con la que esos hombres compartían sus ideas y para dejar constancia del origen de dos de mis más curiosas recetas. La gente, tengo constancia de ello, cree que esos dos helados en particular son una prueba de mi locura, y cuando empezaron a circular suscitaron bromas y críticas. Todo cuanto puedo decir es que los que se burlan de su peculiaridad no los han probado, y que además de estar de moda, son realmente deliciosos.
En breve iban a celebrar una reunión en la Society, y para mi regocijo, me pidieron que me uniera a ellos como invitado. Debo decir que no comprendí mucho de lo que se habló esa noche. Hubo un debate sobre si el aire opaco o neblinoso era más pesado que el límpido. Hooke repartió unos brillantes dibujos de copos de nieve que sacó del fieltro de su nuevo sombrero y que estudió con el microscopio. Henshaw leyó una carta sobre el desarrollo del testículo del lirón e hizo una larga disquisición sobre por qué una puerta que se dilata en verano no lo hace en invierno. Wren describió la forma de hacer más agradable el humo de una chimenea y luego discutieron un estudio sobre el movimiento. Finalmente realizaron un experimento, propuesto por Hooke, para introducir aire en los pulmones de un pez; para mi sorpresa, el rey en persona presenció esa parte de la velada.
–Signor Demirco –dijo, cuando me vio–. No sabía que fuerais un filósofo.
–Sire, algunos miembros de vuestra Society me han estado ayudando a mejorar mis helados.
El rey enarcó las cejas.
–Deduzco que se trata del postre para mi fiesta, ¿verdad? ¿La que estará dedicada a mademoiselle de Keroualle?
Dudé… y al final asentí.
–Sí, será la creación más idónea para esa dama. Será un postre que no tendrá sólo un sabor, sino que en él habrá varios gustos, en función de los ingredientes que se empleen. Un día podrá ser de fresa, otro de melocotón, y otro de nueces, de leche con vino o de té. Sin embargo, su textura siempre será la misma: aunque fría y dura en la copa, en la boca se fundirá como la más mórbida de las cremas…
–¿Un helado frío en la copa pero que se derrite en la boca? –dijo, sonriendo–. Parece muy apropiado, signor. Estoy ansioso por probarlo.
Más tarde, cuando nos fuimos, le expresé mi sorpresa a Boyle por haber visto al rey.
–Oh, suele venir muy a menudo –me aseguró.
Lo acompañaba su sobrina. La muchacha me dijo que iba a buscarlo porque en las veladas de la Society se olvidaba de que estaba enfermo y corría el riesgo de pasarse toda la noche hablando de filosofía si ella no estaba allí para llevarlo a casa.
–Todos los días, no importa qué asuntos de estado deba atender, Su Majestad presencia al menos un experimento. Lo cierto es que es un buen alquimista.
La libertad con la que me habló me empujó a comentarle algo que se me había ocurrido recientemente.
–Antes de llegar a este país, me dijeron que Carlos era un gobernante débil y afeminado. He visto con mis propios ojos que se rodea de patanes borrachos y de ministros oportunistas. Y a pesar de eso, me parece un hombre inteligente y encantador.
–Rochester puede tomarse la libertad de ser ofensivo, y Harvey la de diseccionar el cerebro humano –dijo Boyle–. Puede que, en el fondo, hagan lo mismo. –Su expresión era pensativa–. En una ocasión coincidí con Galileo. Yo era un joven que viajaba para estudiar en las universidades de toda Europa, y él estaba bajo arresto domiciliario en Florencia. Fui a visitarlo, pero para entonces ya había perdido la razón, en parte debido al trato que había recibido por parte de las autoridades. Inglaterra tiene muchos defectos, pero eso nunca habría ocurrido aquí. No creo que sea una coincidencia que contemos con eruditos como Halley, Harvey y otros de su nivel.
–Por no mencionar a Boyle –susurró su sobrina.
Boyle hizo un gesto de impaciencia.
–Podría haber hecho muchas cosas útiles de no haber sido por mi enfermedad.
–Sois demasiado modesto, tío. Vuestra bomba de vacío…
–Un esbozo, nada más.
Mientras hablábamos nos dirijmos hacia su carroza. El lacayo se acercó para ayudarlo a subir.
–Gracias, Edwards –dijo Boyle, sentándose con un suspiro–. No siempre he estado tan débil –añadió, dirigiéndose a mí–. Un ataque de apoplejía. Lo que llaman «la mano de Dios». Aunque siempre me había imaginado que Su caricia sería más delicada. Entonces ¿queréis esos folletos?
Tardé un momento en recordar a qué folletos se refería: antes me había ofrecido una copia de sus publicaciones sobre el frío.
–Por supuesto.
–Muy bien… Os los mandaré. Y cuando los hayáis leído, podríamos retomar nuestras conversaciones.
–Me encantaría –dije–. Hay muchas cosas que hago que me gustaría comprender mejor. Y creo que necesito a alguien como vos, un filósofo natural, para entenderlas.
Boyle asintió.
–En mi estado actual son la clase de investigaciones que debería realizar. Dejaremos en manos de otros los secretos sobre el cosmos durante unos meses y tomaremos helado. ¿Qué me dices, Elizabeth?
Elizabeth colocó una manta sobre las piernas de su tío.
–No creo que resulte muy tranquilizador deslizarse sobre aguas heladas.
La muchacha dio un paso atrás y observé que le sonreía con familiaridad al lacayo, Edwards. Para mi sorpresa, él le devolvió la sonrisa con la misma familiaridad. Deduje que ambos compartían alguna romántica intimidad, algo que en otra ocasión me habría escandalizado. Sin embargo, eran tantas las cosas extrañas que había visto y oído a lo largo de aquella noche que, simplemente, me dije: ¿por qué no?
Después de que Boyle se fuera, volví andando por la orilla del río, sumido en mis pensamientos, reflexionando sobre lo que me había dicho: era verdad que en aquel país todos tenían algo en común, desde el honorable Robert Boyle hasta Hannah Crowe. No se trataba exactamente de orgullo, aunque sí había algo de lo que se sentían orgullosos; no era obstinación, aunque sí podían ser obstinados si se lo proponían. Se trataba más bien de una fiera determinación a descubrir la verdad sobre una cuestión, de la pasión por los debates y de la negativa a aceptar otro punto de vista sin haberlo contrastado antes escrupulosamente con el propio, del mismo modo que una moneda puede ser mordida, doblada y finalmente lanzada al suelo para verificar su valor antes de aceptarla con un «muy bien». Puede que, después de todo, para un pueblo tan combativo y libertario como aquél, una forma de gobierno basada en el debate no fuera una mala idea.
Me había dado cuenta, cuando empecé a leer libros y periódicos en inglés, que para expresar la propia opinión en primera persona –«I», yo–, siempre usaban mayúsculas, como si quisieran subrayar su importancia. Eso, por supuesto, era algo que no habría hecho nunca un francés o un italiano con je o me. Al principio me había parecido otro ejemplo, casi divertido, del hecho de que aquí, el pueblo llano, consideraba su opinión tan valiosa como la de cualquiera.
Me habían dicho que entre ellos imperaba la moda de escribir diarios: no necesariamente para ser publicados, sino simplemente para dar a sus fugaces pensamientos una forma perdurable. Eso también me había parecido cómico. Sin embargo, quizás había sacado conclusiones precipitadas. Puede que la opinión de una persona corriente tuviera el mismo interés que los juicios de los grandes hombres; de hecho, puede que la única diferencia entre los grandes hombres y los demás era que los primeros se tomaban la molestia de formarse una opinión… Me di cuenta de que me empezaba a dar vueltas la cabeza, aunque no sabía si era por los efectos del exceso de café o por todas esas nuevas ideas.
Carlo
Helado de fresas blancas: el delicado aroma de estos frutos no necesita ningún aderezo, salvo, quizás, un poco de pimienta blanca espolvoreada.
El libro de los helados
El gran banquete de Carlos, con el que se inauguraría su verano de festejos, tendría lugar el día de san Jorge, el patrón de Inglaterra. La ironía de ello no se escapaba a quienes sabían quién era el verdadero patrón del rey y quién costeaba realmente sus celebraciones.
Casi un mes antes de la fiesta me trasladé a Windsor para supervisar los preparativos. En el nuevo Gran Salón aún no habían terminado las obras, mientras que los carpinteros fabricaban las últimas mesas para los invitados del rey. Los lacayos también trabajaban, sacando las vajillas que no se habían usado desde la coronación. Sólo la limpieza de los candelabros requería a ocho personas trabajando toda una semana.
No había depósitos de hielo, pero requisé una bodega y ordené que trajeran el hielo del lugar donde lo había almacenado. En primer lugar empecé a tallar las esculturas y puse a los hombres a trabajar para que prepararan grandes lechos de hielo picado en los que se servirían los manjares.
Sin embargo, aún no había decidido qué helado serviría en la mesa del rey.
Durante las semanas transcurridas desde que los virtuosi y yo perfeccionáramos la técnica para preparar un helado cremoso, había experimentado con todos los sabores conocidos. En cuanto un nuevo fruto o verdura llegaba a los mercados, lo congelaba: espárragos, alcachofas, nabos, incluso repollos… Los rábanos resultaron ser sorprendentemente deliciosos, al igual que las espinacas. Y la acedera también tenía sus méritos. Me acerqué a los muelles para comprar frutos exóticos en los barcos que habían llegado de las colonias. Preparé helado de pimienta, de melón, de mango y de frutas con un aspecto tan feo que ni siquiera tenían nombre.
Pero ninguna de ellas era la adecuada. No para un postre creado en honor a Louise.
Recorrí los invernaderos de naranjas y piñas de las propiedades de los grandes nobles con un mensaje del rey en el bolsillo que me daba carte blanche. Arranqué más de una piña de su plantación, y después de abrirlas y olfatearlas, las descarté.
–Dicen que en Sonning hay un hombre que cultiva fresas blancas –me informó Elias–. Son tan grandes como los huevos de gaviota, y muy dulces.
–Me cuesta creerlo.
–Es marinero. Ha traído las plantas de América.
Aunque no me lo creía, viajé hasta Sonning para verlo con mis propios ojos y descubrí que Elias estaba en lo cierto: se trataba de un viejo marinero, con las botas cubiertas de barro, que cultivaba fresas en un lecho de tierra elevado, calentado gracias al calor de un fuego que transportaban unos conductos. Mientras manipulaba las fresas con sus manos, cubiertas de callos, hablaba en murmullos a las plantas, acariciándolas y pidiéndoles disculpas por la pérdida de su prole. Los frutos no tenían color: al principio pensé que estaban verdes, pero entonces el marinero me dio a probar una y me di cuenta de que no sólo eran dulces sino completamente distintas de las fresas tradicionales. Eran blancas como la crema, muy aromáticas y no tenían el sabor ácido de la mayoría de fresas. Cada una anidaba bajo una hoja cubierta por unas finísimas púas, como las grosellas espinosas o las ortigas; cuando las tocabas, pinchaban un poco.
Recordé que, según una vieja costumbre, cualquier animal blanco o albino pertenecía al rey. El ciervo blanco era el antiguo símbolo de los reyes; los cisnes estaban reservados a la mesa real, mientras que una carroza tirada por caballos blancos indicaba que su ocupante estaba emparentado con la familia real.
Y Louise también: aquella piel blanquísima estaba reservada exclusivamente al rey.
Me llevé todas las fresas del marinero y las dividí en dos grupos. Una mitad la serviría como fruta, y la otra la emplearía para preparar un helado con un poco de pimienta blanca, un placer destinado sólo al rey.
Finalmente llegó el día de la fiesta, o, mejor dicho, el primer día, dado que las celebraciones durarían casi una semana. Las banderas ondeaban en cada punta y torreta del castillo, sonaban las fanfarrias y por todas partes podían verse soldados desfilando en uniforme de gala. Había exhibiciones de caballistas para entretener a los invitados y una estatua mecánica que cantaba. No era Versalles –el castillo se parecía demasiado a un castillo para resultar elegante y el ambiente recordaba más al de una feria rural que al de las coreografiadas ceremonias oficiales de Francia–, pero la solemnidad de la ocasión era evidente. Los frescos del techo del Gran Salón aún estaban húmedos, pero la estancia era enorme y estaba repleta de cuadros, y cuando los miles de nobles que habían sido invitados entraron por las puertas talladas alzaron los ojos para admirarlos.
Y entonces, Louise hizo su entrada.
El vestido que lucía aquel día era muy hermoso. Se ajustaba a su cuerpo como un guante y, efectivamente, su cintura era tan estrecha que casi podía rodearse con dos manos enguantadas. El vestido tenía un delicado motivo con forma de diamante y constaba de dos piezas: el corpiño y las faldas, siguiendo la moda francesa. Las faldas tenían una abertura lateral, de modo que, al andar, podía entreverse una pierna entre los pliegues del tejido, que se levantaba hacia un lado y estaba fijado con un broche. Sólo su pelo –aquella selva de rizos oscuros y rebeldes– no tenía nada de francés: no lo llevaba recogido bajo un sombrero, sino simplemente peinado con la raya en medio. Era como si estuviera diciendo: «A partir de este momento, seré yo quien dicte las normas. Copiaré lo que quiera, y vosotros me copiaréis a mí».
El rey hizo una reverencia y la acompañó hasta la mesa, separada del resto en un estrado ligeramente elevado. A la reina no se la veía por ninguna parte.
Poco antes de que llegara el momento de servir el helado, uno de los lacayos se acercó a mí.
–Esto debe acompañar al helado –dijo–. Por orden del rey.
Abrió una bolsita de terciopelo y dejó caer algo en la palma de mi mano.
Estaba escrito en el menú que tenían todos los comensales: «Un placer reservado sólo al rey: un plato de fresas blancas y un plato de helado».
Sin embargo, no estaba escrito cómo ocurrió: el estruendo de las trompetas, el grito de los heraldos, un repentino silencio: todos los ojos estaban fijos en mí mientras avanzaba, encabezando una solemne procesión de sirvientes, hacia las figuras que se sentaban a la mesa de honor.
Mi mirada se cruzó con la de Louise cuando me incliné sobre el damasco. Sin embargo, su ojo perezoso hacía difícil asegurarlo.
Di un paso atrás. El rey extendió un brazo hasta la fuente de hielo picado en la que descansaba la copa de fresas y tiró de una cadena. Tiró de nuevo, y en esta ocasión consiguió liberarla. Era pesada, con brillantes pepitas de lo que parecía hielo, un hielo que se iluminó a la luz de las velas.
Un collar de diamantes, tan grandes como las fresas, goteaba entre los dedos del rey mientras lo sacaba del lecho de hielo.
Sólo entonces me di cuenta de que el cuello de Louise estaba desnudo, esperando aquel momento. Mientras el rey le abrochaba el collar, susurrándole algo que sólo ella pudo oír, yo era capaz de imaginar la carne de gallina en la espalda y en la clavícula de Louise, causada por el frío del collar, el tacto mórbido y casi aterciopelado de su piel bajo las manos del rey.
Ella lo miró, con devoción pero también con timidez, y luego se volvió para sonreír a todos los presentes: la muchacha más feliz del mundo, inocente pero entusiasta. Instintivamente, los invitados la aplaudieron, muchos de ellos de pie. Y si había algunos cuyos aplausos eran más lentos, más cínicos, como los de Rochester o Buckingham, apenas se notó entre el fragor de la aprobación de la mayoría.
«Un placer reservado sólo al rey».
Incluso yo –cortesano, pastelero, cómplice de mi propia aflicción– aplaudí, fingiendo una alegría que no sentía.