CUARTA PARTE
«Todos decían que la bella dama había yacido con él una de esas noches, y que le había quitado las medias como si se tratara de su esposa; admito que estuvo en paños menores casi todo el día, y que él no escatimó juegos ni pasión con aquella joven libertina; se decía también que yo asistí a la ceremonia que se había celebrado previamente, pero es totalmente falso».
Diario de sir John Evelyn, septiembre de 1671
Louise
Lo he hecho. Estoy tumbada en el lecho real, empapada en el semen del rey. Ungida por el ungüento del Señor. Mis muslos están manchados de sangre. Mi virginidad mezclada con los fluidos de su deseo.
La sangre de Louise, derramada para que Luis pueda derramar sangre holandesa en Holanda.
Estoy aturdida en el lecho, y las palabras revolotean en mi cabeza. Soy una fortaleza en llamas, una aldea saqueada, una tierra quemada.
–Por favor, no lloréis, amor mío –me susurra–. Amor mío, mi dulce amor.
Por favor, Louise.
Estoy acabada, he sido deshonrada, derrotada. Soy Eva, María Magdalena, la Puta de Babilonia, «la dama libertina recién llegada de Francia», como dicen siempre los autores de panfletos. Mi precioso honor ha sido expoliado, manchado, al igual que las sábanas. Estoy, literalmente, hecha pedazos.
Pero, sobre todo, lo que pienso es…
¿De verdad?
¿Tanto sufrimiento para esto? ¿Estás segura?
¡Oh, por supuesto que me ha dolido! Esperaba que me doliera. Sin embargo, la primera vez todo ha sido tan rápido que apenas he tenido tiempo de decirme que no ha sido tan terrible como esperaba.
Pero puede que en eso radiquen sus grandes dotes de amante. Es como un cirujano: si sabe cómo amputar un brazo en menos de un minuto, los pacientes harán cola ante su puerta.
Sigo tumbada, incapaz de moverme, con todos los miembros amputados, desperdigados por la estancia, donde él los ha dejado. Carlos, el cirujano, está secándose el sudor de la frente con el dorso de la mano.
Sí, se quita la peluca. Debajo, su pelo empieza a ser de color gris. No, no echa a patadas a los perritos falderos. Gracias a Dios, los tres que ha traído a Newmarket eran demasiado pequeños para saltar al lecho. Los he oído toda la noche husmeando detrás de las cortinas.
Carlos, el cirujano, ha ido mucho más despacio en la segunda operación. Puede que esté cansado. Me acaricia entre las piernas con sus dedos, fríos a causa del esperma. ¿Qué está buscando ahí dentro? ¿Acaso está preparando el terreno?
Hurga, hurga y hurga sin parar.
Pienso en Aretino, en todas esas ilustraciones que estudié minuciosamente a fin de prepararme para esta noche, tratando de entender lo que pasaría. Incluso tomé notas. Sin embargo, ahora no puedo hacer nada de todo eso. Ni, afortunadamente, parece que él lo espere. Si lo único que puedo hacer es quedarme tumbada sin parecer exhausta, no quiero ni imaginarme que tuviera que agacharme, arrodillarme o hacer cualquiera de esas contorsiones.
–Amor mío, amor mío –dice, penetrándome de nuevo.
Y otra vez. Aplastándome. Pienso, con repentina envidia, en el mecanismo de un reloj, frío, mecánico y preciso.
Lanzando un gemido, me unge otra vez. Noto un estremecimiento en sus piernas. La primera vez pensé que era una especie de ataque, que había matado al rey. Sin embargo, esta vez resulta menos alarmante, aunque no menos desagradable.
Setecientos años de fiel servicio a Francia para esto.
Me acaricia la mejilla con el pulgar.
–Son lágrimas de felicidad –susurro.
Satisfecho, se abandona sobre mí, como un peso muerto. Siento su corazón latiendo contra mi pecho. Todo su cuerpo es duro y sólido como una estatua, salvo la blandura que noto en la parte en que se unen nuestros cuerpos, allí donde la estatua se funde conmigo.
La tercera vez. Ya despunta el alba. Me despierto y lo veo arrodillado frente a mí, con su verga en el centro de mi campo visual, gruesa y aterradora. El vello de sus anchas espaldas y de su vientre son negros como el de un simio.
Vuelvo la cabeza y él me besa en la mejilla mientras, con un gesto lento y deliberado, me penetra.
Como una bandera. Ahora mi territorio le pertenece. He sido conquistada.
Esta vez, los embates son lentos y sonoros.
Poco después, me pregunta:
–¿Qué os ha parecido?
Me lo pienso.
–No ha sido como esperaba.
–¡Oh! ¿En qué sentido?
–Ha sido más parecido a montar a caballo o jugar a tenis que a la poesía o la música.
Una sombra cruza su rostro, y recuerdo dónde estoy. Con quién estoy. Y por qué.
–Lo que quiero decir es que ha sido maravilloso. Antes era la muchacha más feliz del mundo, y ahora soy la mujer más feliz del mundo.
Más tranquilo, abre las cortinas que están junto a él. Inmediatamente, aparecen dos ayudas de cámara: uno de ellos con agua, el otro con unas vestimentas.
El que sostiene la bacía, el más joven de los dos, mira al frente. Luego, como si no pudiera evitarlo, dirige sus ojos hacia el lugar donde estoy tumbada, con el pecho empapado en el sudor del rey. Ayer habría podido ordenar que lo azotaran. Hoy, sin embargo, soy una mujer deshonrada. Así pues, que mire.
Carlos se levanta. Lo observo mientras se limpia la verga real con la esponja y le tienden las vestimentas reales. Ahora hay mucha gente a su alrededor que rocía y acicala hasta que, finalmente, ya no es el hombre que está aquí de pie, sino el monarca que tira de los puños con lazos de su levita.
Por último, la peluca.
Da un paso al frente, hacia la puerta, que se abre como por arte de magia.
Música. Aplausos.
En mi lado de la cama tiran también de las cortinas. Veo a dos doncellas que miran al suelo, esperando hacer lo mismo conmigo. Oigo el rumor de conversaciones en la otra estancia. Y un grito: «¿A Newmarket, Majestad? ¿O ya habéis cabalgado bastante por hoy?». Estallan las risotadas, viriles y cordiales. Irrumpen en la estancia, densas y húmedas. Se escucha un canto, una docena de voces coreando el estribillo.
–¡Oh, oh, viejo Rowley!
Me levanto de la cama. Estoy entumecida y un poco dolorida. Lady Arlington está aquí, esperándome.
–Tenemos mucho que hacer –se limita a decir.
Debo quedarme en déshabillé tota la mañana, una prueba de que soy una mujer casada. Me cepillan el pelo, aunque no demasiado. Han encargado un retrato de los dos, un presente del embajador; o mejor dicho, dos retratos: hay que guardar las formas. Yo extiendo la mano derecha, Carlos la izquierda, hacia el extremo de nuestros respectivos cuadros: aunque no nos toquemos, cuando las dos pinturas se cuelguen una al lado de la otra, el simbolismo estará muy claro. Sin embargo, hoy, el pintor apenas conseguirá que el rey pose para él. A lo sumo una hora; después, asistirá a las carreras.
Lord Arlington aparece a mi lado.
–¿Estáis bien? –me pregunta, en voz baja.
–Estoy bien.
–Pedídselo esta mañana, antes de que esté ocupado con otros asuntos.
–Como gustéis.
Me acerco a Carlos. Se vuelve con una sonrisa mientras los cortesanos que lo rodean retroceden unos pasos.
–Lord Arlington quiere que os pida un favor.
Él arquea las cejas.
–También ha sido él quien ha elegido el momento.
Carlos asiente con la cabeza, consciente de que he entendido –a diferencia de Arlington– que esta falta de sutileza no resulta apropiada con las circunstancias del momento.
–Quiere ser lord canciller.
Carlos parece realmente sorprendido por la presunción de Arlington. Luego, con expresión pensativa, dice:
–Louise, me transmitís su petición sin pedirme que la apruebe.
Me encojo de hombros.
–Arlington es un necio –dice, en voz baja–. Tendría que haberos dicho que me lo pidierais ayer. Ayer os habría concedido todo lo que me pidierais.
–Lo sé. Y es por eso que no lo hice.
La risa ahogada de Carlos induce a algunos de los cortesanos a alzar la mirada.
–¿No queréis que nombre a un necio para el puesto más importante del país?
–No.
–Pero es un viejo amigo.
–Y ha construido el palacio más nuevo de vuestro reino porque eso le hacía sentirse fuerte –digo, mirando con intención a nuestro alrededor.
–Si no debe ser él, ¿quién, entonces?
–¿Canciller? Shaftesbury.
–¿Shaftesbury?
–Si un parlamentario se da cuenta de que no es capaz de hacer que cuadren las cuentas, al Parlamento no le quedará más remedio que aprobar más fondos. Y a Shaftesbury le resultará difícil oponerse a la guerra si le habéis designado para ese puesto.
Además, la elección de Shaftesbury irritará a lord Arlington más que cualquier otra.
Carlos asiente con la cabeza.
–Y supongo que pensasteis todo esto mientras yacíamos en el lecho, ¿verdad?
–Por supuesto que no –miento–. Estaba demasiado ocupada pensando en vos, mi dulce amor.
–Bien, me ocuparé de ello. ¿Lo hago ahora?
Sonrío mientras observo el otro extremo de la estancia, donde los Arlington fingen estar hablando con el resto de cortesanos.
–Bueno, creo que podemos mantener la incertidumbre de lord Arlington un poco más, ¿no os parece? Hoy quiero asistir a las carreras y ver a ese semental del que tanto me han hablado. Después de todo, ahora ya conozco muy bien a su homónimo.
Carlo
Helado de frambuesas: preparar un cuarto de galón de crema; cuando se haya enfriado, verterla en un cuarto de galón de frambuesas maduras, mezclarlo todo, tamizarlo, hervirlo a fuego lento y congelar la mezcla. No añadir demasiada azúcar: las frambuesas saben mejor si son un poco ácidas.
El libro de los helados
Louise ha resistido hasta septiembre, un año entero desde que llegó a Inglaterra. He oído decir que siempre había tenido la intención de dejarse seducir, que sus escrúpulos sólo eran fingidos, y su reticencia una mera estratagema. Sin embargo, esto no explica por qué los hombres más resueltos de Europa han tardado doce meses en conseguir que yacera en el lecho del rey.
Intenté ser fuerte y no pensar en lo que hicieron allí.
Sin embargo, las consecuencias políticas fueron inmediatas. Se encontró un pretexto para la guerra: la pequeña embarcación real, superada por la flota holandesa, no fue saludada con los honores debidos a un gran barco de guerra. Los holandeses se disculparon por su descuido, pero, aun así, los ingleses anunciaron las hostilidades. El gobierno suspendió el reembolso de las deudas para poder invertir el dinero en la guerra. Y Carlos redactó personalmente un decreto que llamó Declaración de Indulgencia. A partir de ese momento, todos los hombres y mujeres eran libres. Libres para practicar su fe y libres para pensar y decir lo que quisieran.
Casi parecía que hubiese anunciado que se pasara a espada a todos los niños ingleses o la violación de todas las vírgenes. El país se sublevó. Los aprendices protagonizaron tumultos y quemaron los burdeles. Las prostitutas organizaron marchas e incendiaron tiendas. Los comerciantes sellaron sus establecimientos. Los panaderos no podían vender pan y los sacerdotes denunciaron el comportamiento libertino del rey desde los púlpitos. Decían que el ejército estaba a punto de rebelarse, aunque nunca quedó claro por quién o por qué.
–Esto debe ser lo que tú querías –le dije a Hannah, exasperado–. Siempre estás hablando de los derechos de los ingleses. Y ahora Carlos los ha convertido en una ley.
–¿Acaso no lo entendéis? Ése es el problema. Tenemos esos derechos porque hemos nacido con ellos. No es el poder de Carlos el que nos los ha concedido o arrebatado. –Hannah lanzó un suspiro–. Además, todo el mundo sabe que esta Declaración es sospechosa no por lo que dice, sino por lo que omite.
–¿A qué te refieres?
–No es a los disidentes sino a los católicos a quienes el rey quiere beneficiar con estas libertades. Y entonces, cuando Inglaterra vuelva a ser católica, se restaurará la Inquisición y se torturará a los disidentes.
Empecé a ver a gente por la calle que lucía lazos verdes en las solapas. Cassell me dijo que era una señal de que estaban a favor de Shaftesbury y de los partidarios del Parlamento.
–Algunos de ellos no son mejores que los whigs –dijo, resoplando.
–¿Los whigs?
–Los gitanos. Los hojalateros. –Su expresión era preocupada–. La situación es más grave desde la que se vivió durante la Restauración –admitió–. Con la mayor parte del ejército en Francia, sería difícil sofocar una revuelta aquí. Si eso ocurre, es casi seguro que el Parlamento apoyará la insurrección.
–¿Y cuál es la solución?
–Me temo que el rey tendrá que derogar la Declaración. Pero, ¿qué más exigirá el Parlamento? Ése es el problema. En cuanto tengan ventaja, ¿por qué habrían de limitarse a derogar una sola ley impopular? –Me miró de reojo–. Por vuestra propia seguridad, debéis tomar precauciones, signor. Sospecho que, en estos momentos, todos los católicos podrían ser fácilmente víctimas del populacho.
En realidad, ya lo había hecho. A menudo, los caminos que rodeaban Whitehall estaban bloqueados por multitudes descontentas; no pasaba un día en que no lanzaran una piedra contra mi carruaje, y en más de una ocasión me vi obligado a dar la vuelta. Contraté a dos fornidos sirvientes para que gobernaran el carruaje, aunque, en realidad, más que protegerme lo que hacían era disuadir. Sabía que, frente a un ataque de verdad, no habrían dado sus vidas para defenderme.
Se habría podido pensar que en la corte se respiraba cierta tensión. Sin embargo, ocurría todo lo contrario. Era como si la Declaración hubiese favorecido un ambiente agradable y distendido. Ahora que por fin había conseguido a Louise, Carlos estaba tranquilo; y del mismo modo que Louise se había dejado conquistar por él, ella había conquistado a la corte. Todas las damas de alta alcurnia llevaban el pelo au naturel, con la raya en medio. Se habían arreglado todos los vestidos para que tuvieran una abertura en un lado. La presencia de franceses en Londres iba en aumento. Le Nôtre llegó de Versalles para remodelar el parque de St James y se estremeció al ver el canal de estilo holandés. Un sastre llamado Sourceau fue llamado para vestir al rey, monsieur Pontac se ocupaba de los vinos y los vestidos de Louise eran obra de una modista llamada Desborde. Incluso oí hablar a algunas de las damas de compañía más jóvenes con un acento afectado, como si, al igual que Louise, el inglés no fuera su lengua materna. No la querían; en realidad, creo que la odiaban y la envidiaban en igual medida, pero gozaba del favor del rey, y eso era lo que contaba.
Y allí estaba yo. Me movía entre ellos, sirviendo mis cordiales y mi granite, casi como si estuviera de vuelta en Versalles. Asistía a las recepciones, a las partidas de cartas, a los refrigerios, a las funciones privadas y a los bailes de máscaras. Estaba allí –¡por Dios!– cuando el rey y su nueva amante retozaban. Estaba incluso en los aposentos de Louise cuando yacían juntos.
El rey era un hombre atlético: el ejercicio físico le provocaba calor, y cuando tenía calor pedía algo fresco. Todos los días preparaba para los amantes cordiales fríos con saúco, lavanda, borraja o flores aromáticas. Les ofrecía infusiones dulces de menta y jengibre sobre hielo picado. Elaboraba helados de limón y albaricoque, de membrillo y de manzana, de mora, de vainilla y de higo. Les servía copas de zumo de limón recién exprimido, endulzado con miel de diente de león y enfriado con nieve compacta. Llevaba mis helados en bandejas de plata a la alcoba de Louise, con su cama francesa labrada; detrás de las cortinas cerradas, en el propio lecho, sobre las sábanas revueltas. Sentía el olor del rey en su piel, y el de ella en la de Carlos. Les servía con una inescrutable sonrisa, y ella me daba las gracias con una sonrisa igualmente indetectable.
Durante aquellas primeras semanas, sólo en una ocasión conseguí hablar con ella a solas. Habían convocado al rey. En general, se negaba a atender a los ministros, que reclamaban su atención para atender los asuntos de Estado, pero si eran lo bastante insistentes aceptaba, a regañadientes, leer un montón de documentos en una reunión del consejo, aunque raramente se quedaba hasta el final. En esa ocasión se levantó de la cama cuando yo llegué, cogió una copa de zumo de melocotón helado de mi bandeja y, por encima del hombro, se dirigió a Louise.
–Volveré en seguida… Quedaos aquí.
Apenas se abrochó los botones para atender a sus ministros.
Por un momento, ninguno de los dos dijo nada.
–Entonces –dije, finalmente–, ¿es lo que esperabais?
–¿Esto? –Se encogió de hombros–. En cualquier caso, como esposa o como amante, éste habría sido mi deber. Al menos, ahora lo hago con alguien para quien yo no soy sólo un deber. Eso me ayuda a fingir.
–¿Fingir?¿Eso es lo que hacéis?
No debería habérselo preguntado… Era como hurgar en una herida: no puedes evitarlo, aunque sabes que no deberías hacerlo.
–A veces sí –dijo, en voz baja–. Y a veces no.
–Pero, decidme, ¿ahora lo amáis?
–No pienso en él en términos de amor o placer –me respondió–. Sólo sé que ahora estoy en disposición de terminar lo que he venido a hacer. ¿Es amor? ¿Es placer? Sea lo que sea, le estoy agradecida por ello.
Mi posición en la corte, naturalmente, se vio reforzada nuevamente gracias a ella. No había nada más francés que los helados y, por ende, nada que estuviera más de moda. Desde Newmarket, mis servicios eran tan indispensables en las grandes ocasiones como la presencia de Louise de Keroualle.
Y aun así había un postre que nunca preparaba. Cordiales, granite, sorbetes e incluso recetas a base de leche helada… Todo eso lo servía sin problemas. Pero no helados. El nuevo helado, el que había creado con la ayuda de los virtuosi, era el postre real. A menos que fuera el rey quien se lo ofreciera a un invitado, nadie más podía saborearlo.
Fueron muchos los que lo intentaron. Perdí la cuenta de las veces en que me pidieron que lo preparara, «por curiosidad», pero siempre les respondía frunciendo el ceño y les decía: «Lo lamento, pero no es posible». Algunos, por supuesto, no se dejaban arredrar fácilmente. Una mañana, lord Rochester irrumpió en el Red Lion y depositó una bolsa sobre el mostrador de la despensa mientras yo estaba trabajando.
–Quiero probar el helado de fresas blancas que el rey saboreó anoche.
–Lo lamento, pero no es posible.
–Ha dicho que es el postre más delicioso que ha degustado jamás.
–Efectivamente.
Señaló la bolsa con un gesto de impaciencia.
–Ahí dentro hay veinte pistoles. Coged las que queráis.
Agarré la bolsa y se la devolví.
–Ya está.
Rochester me miró fijamente. Sus ojos parecían los de un lagarto, desprovistos de cualquier atisbo de humanidad. Incluso a aquellas horas, apestaba a vino.
–¿Me desafiáis, signor Dildo? –susurró.
Yo también lo miré fijamente, sereno.
–Creo que sois vos quien desafiáis al rey.
Al cabo de un momento, asintió.
–Creéis que porque el rey presta oídos a vuestra amiga francesa, la gente como vos está a salvo de gente como yo. Y, en cierto sentido, es verdad. Pero recordad esto: él le presta oídos porque ella maneja su verga. Cuando la verga se canse, puede que les ocurra lo mismo a los otros órganos. Y, decidme, ¿qué sería entonces del pobre signor Dildo?
Otros eran más prudentes. Vi a un lacayo, Chiffinch, agarrando una copa de helado para tendérsela al rey: hizo una serie de elaborados gestos para coger las servilletas, y cuando se lo ofreció, me di cuenta de que en la copa había mucho menos helado que unos momentos antes, aunque la expresión del rostro de Chiffinch era tan inescrutable como siempre.
La tristemente famosa Barbara Villiers, duquesa de Cleveland, la antigua amante de Carlos, me convocó en su residencia o, mejor dicho, en su palacio: el rey le había regalado Nonsuch, una de las mansiones reales más lujosas, como pago por sus servicios. En principio, el motivo de nuestro encuentro debía ser la elección de los cordiales que yo iba a servir en un baile. Sin embargo, pronto quedó muy claro que lo que en realidad quería era helado, y que a cambio estaba dispuesta a concederme los mismos favores de los que en otros tiempos había disfrutado el rey. Cuando le dejé claro que no me vendía tan fácilmente, tuvo un arrebato. Nunca había visto semejante cólera. Parecía poseída por el demonio y me lanzó todos los objetos que tenía a mano, con el rostro deformado por la rabia.
Fue eso –el hecho de que sólo Carlos y Louise saborearan mis helados– lo que me hizo surgir una idea que posiblemente habría sido mejor ignorar.
Un día estaba trabajando en la despensa, a última hora de la tarde, cuando no había nadie. Eché un vistazo al cuarto de Hannah, que estaba al lado, y vi que estaba vacío.
Tras dudar un instante, entré y me dirigí al estante donde guardaba sus libros. Acaricié los lomos con los dedos: The Cook’s Guide: Or, Rare Receipts for Cookery… Physick, Beautifying and Cookery…
Excellent & Approve Receipts. The Compleat Herbal, de Nicholas Culpeper.
Cogí el libro y empecé a hojearlo.
–¿Qué estáis haciendo?
Era Hannah, que había entrado en el cuarto detrás de mí.
–No tengo malas intenciones –le aseguré–. Sólo estaba buscando información.
–Entonces sería mejor que me explicarais de qué se trata. Conozco ese libro de principio a fin, y no es un volumen que deba prestarse.
–La receta que estoy buscando no es para mí. Es para… –Dudé un momento–. Para uno de mis clientes de la nobleza. Quiere evitar las pasiones del amor.
–¿Quiere evitarlas?
Asentí.
–Absolutamente. Es un hombre muy ocupado, con poco tiempo para el ocio. No quiere que lo perturben los pensamientos libertinos.
–Bueno, se trata de algo bastante inusual –dijo–. Normalmente, la gente quiere alguna hierba que produzca justo el efecto contrario. Pero sí, hay varias infusiones que causan el efecto que deseáis.
–Que desea mi cliente –la corregí.
Hizo un gesto de impaciencia, como para entender que le daba igual.
–Creo que estamos hablando más del deseo que de la capacidad para consumar el acto, ¿verdad?
–De ambas cosas, si es posible.
–Vamos a ver… –dijo, arrebatándome el libro y hojeando sus páginas–. Sí… La manzanilla es buena para eso, y la flor de saúco cuando hay luna llena. Pero el tratamiento más adecuado sería el de uva espina.
–¿Uva espina?
Asintió con la cabeza y leyó en voz alta: «Conocidas también con el nombre de uvas crespas, estos frutos del bosque refrenan las pasiones, en especial las pasiones de Venus, bajo cuyo dominio se encuentran. Una infusión de sus hojas enfriará la sangre y aplacará cualquier manifestación de cólera o exceso».
–¿Dispones de ellas?
–Puedo procuraros algunas en conserva, en una jarra. Pero si las queréis para hacer un helado, sería mejor que dejarais que os enseñara cómo preparar un budín de frutos del bosque. Se corre el riesgo de disimular el sabor ácido de las uva espina con demasiada azúcar, y si hacéis eso, el helado no se congelará.
Me pregunté una vez más cómo se las arreglaba para tener tales conocimientos, y la cautela me hizo dudar. Con un deje de impaciencia, dijo:
–¿Aún seguís pensando que quiero robaros vuestros secretos? En cualquier caso, mostrándoos cómo preparar un budín de uva espina estoy haciendo justamente lo contrario.
Al cabo de un momento, asentí con la cabeza.
–Gracias.
Así pues, me enseñó cómo preparar ese sencillo postre inglés: había que hervir los frutos con agua, con un par de flores de saúco; luego había que machacarlos, tamizarlos, añadirles azúcar y, finalmente, mezclar el puré con crema y un poco de nuez moscada. Era tan fácil, y tan apropiado para un helado, que me sorprendió que mis colegas pasteleros de toda Europa aún no lo hubieran descubierto.
Como si me adivinara el pensamiento, Hannah dijo:
–Puede que un día alguien sepa cómo congelar esta mezcla.
–¿Y acabar con mi sustento, quieres decir?
–¿Por qué se paga a los cocineros? ¿Por sus secretos o por su talento? Preparar tartas no tiene ningún secreto, y aun así las mías son las más apreciadas de Vauxhall.
Lo dijo con desenvoltura, sin orgullo pero sin falsa modestia.
Refunfuñé.
–Puede que sea por eso que nadie que prepara tartas ha recibido la aprobación real.
Se encogió de hombros.
–Tal vez. Y ahora debo irme. Tengo cosas que hacer. Y espero… –dudó un momento– que vuestro amigo pueda aplacar sus deseos. Si la uva espina no funciona, hacédmelo saber. Hay otros remedios que puede probar.
¡Preparé helados de uva espina y se los mandé al rey. Una semana después, cuando le pregunté a Louise si el ardor del rey se había enfriado, me miró con extrañeza y me preguntó por qué quería saberlo. Traté de darle a entender que sólo me preocupaba saber si sus obligaciones le pesaban tanto como al principio.
–Bueno, está un poco más tranquilo –me dijo–. En realidad, es mejor así. Ahora, en algunas ocasiones, se preocupa por mi placer.
Aquella era una consecuencia que no había previsto. A partir de entonces, dejé de preparar helados de uva espina para el rey.
Louise
Hay que saber manejarlo, y estoy aprendiendo a hacerlo. La política lo aburre: gobernar, considerar los intereses que están en juego, conseguir el difícil consenso a su alrededor. Es un hombre de acciones audaces, de decisiones repentinas. En ese aspecto, somos complementarios.
Detesta los problemas. Deja que sean otros quienes busquen soluciones; en realidad, deja que sea yo. «Louise, ¿por qué no se le ha ocurrido a nadie?». La respuesta sincera a esa pregunta, si yo fuera lo bastante estúpida para dársela, sería: «Porque no les habéis dado la oportunidad de hacerlo».
Y si el problema era grave, me ofrecía algún presente: un collar, o alguna joya de plata. He contratado a un lacayo, Hawton, para que los venda con discreción.
Tengo muchos gastos. En realidad, me he dado cuenta de que el rey no me quiere sólo como amante. Pero tampoco soy una reina. Soy más bien una suerte de princesa, como lo era Minette: derrochadora, culta, con mis aposentos siempre llenos de arte, diversión y deliciosa comida francesa. Él me anima siempre a pedir tapices de Gobelins, copas de cristal, sedas de París, perfumes de Grasse y vinos de la Champaña.
Mis aposentos son la corte que siempre ha soñado. Cuando está conmigo, es el rey que siempre ha querido ser: no es Carlos de Inglaterra, sino Luis de Francia, omnipotente en su reino. Ya no es el rey sometido a las condiciones y el consenso del Parlamento: es Carolus Rex, un monarca absoluto y arbitrario, el emperador de Inglaterra.
Ésta es la mayor de las farsas: ser capaz de fingir que las cosas no son como son. Esto explica, creo, su pasión por el teatro: él mismo es una especie de actor, y nosotros, en calidad de coprotagonistas, debemos seguir adelante con la representación. El rey no quiere que sus ilusiones sean perturbadas por una indecorosa realidad.
Y aun así, es gentil cuando me incomoda el comportamiento de los demás. En un baile estoy al lado de dos mujeres que tienen más o menos mi edad. Una de ellas es lady Sedburgh; la otra, Caroline de Vere. Son inteligentes y se sienten a sus anchas siguiendo las costumbres de la corte, aunque sin ser esclavas de ellas, hablan cuatro idiomas y saben tocar un instrumento, bailar y escribir. En pocas palabras: son la clase de mujeres con las que habría esperado trabar amistad.
Cuando doy un paso hacia ellas, me vuelven la espalda, fingiendo estar enfrascadas en una conversación. Escucho lo que dicen mientras paso disimuladamente a su lado.
Y pienso: en otros tiempos yo también habría hecho lo mismo que ellas.
Carlos me pregunta por qué parezco preocupada. Sin pensarlo, se lo digo e, inmediatamente, llama a las dos muchachas.
–He decidido que debéis entrar a formar parte del séquito de madam Carwell –les dice, en un tono autoritario–. A partir de este momento, seréis sus damas de compañía.
Detecto una expresión de desdén en sus rostros y pienso: éstas no son formas. Sonrío con un aire de aprobación, pero por dentro me siento morir.
–¿Tenéis algo que objetar? –les pregunta, con voz atronadora.
Ambas sacuden la cabeza, sumisas.
–Quien yace conmigo merece la compañía de las más grandes damas de la nación –dice, contrariado–. Podéis retiraros.
En consecuencia, naturalmente, me odian más que nunca. Está claro que no ayuda el hecho de que Arlington me llame abiertamente ramera ingrata. ¡Ingrata! Lady Arlington se pasea por la corte con un collar de diamantes que, según dice, ha costado seis mil libras.
–Oh, es un presente de vuestro rey por haberos metido en su lecho.
Le sonrío con su misma dulzura y le digo:
–Entonces, yo también debo haceros un regalo, Elizabeth, por que no soy capaz de imaginarme cómo podría ser más feliz.
Evidentemente, no le regalo nada. Un collar de diamantes es una recompensa más que suficiente para una alcahueta.
Y entonces, en un instante, todo vuelve a cambiar.
Carlo
Helado flambeado: disolver el azúcar en un cazo, aunque sin quemarlo; mientras tanto, preparar una masa con seis huevos, un chorro de sirope y una pinta de crema: remover la mezcla, tamizar y congelar.
El libro de los helados
–¿Encinta? ¿Estáis segura?
Ella asintió, abatida.
–Hoy ya he vomitado dos veces.
–¿Creéis que esto cambiará las cosas?
–¿Para mí? No lo sé. El embajador parece estar convencido de que es una buena noticia.
–Pero vos no estáis tan segura.
Se encogió de hombros.
–Carlos ya ha tenido bastardos. Al parecer, hay docenas de hijos suyos vagando por ahí. Sospecho que significa que mi posición se consolida y que, en consecuencia, es más difícil que cambie.
Comprendo lo que quiere decir.
–Seguís esperando que os convierta en su reina.
–Si Catalina muere, sí. ¿Por qué no? Ahora, ésa es mi única salida, el único modo en que mi posición podría considerarse respetable. Creo que incluso los ingleses tendrían algún problema para aceptar a una francesa gorda y preñada avanzando pesadamente hacia el altar para esposar a su rey.
–¿Qué dice Carlos sobre el bebé?
–¡Oh, él está encantado! Pero no porque desee tener otro hijo, sino porque es una nueva prueba de su virilidad. –Dudó un instante–. Y hay algo más. En cuanto se lo dije, su interés por mí disminuyó.
–¿Creéis que eso lo desalienta?
Sacudió la cabeza.
–Sigue visitándome, pero sólo para estar conmigo, para dar un paseo o para conversar. Diríais que su comportamiento es el mismo… Aún sigue siendo tan solícito como siempre, pero cuando yacemos juntos, sólo me penetra una vez. –No me pasó desapercibida su franqueza a la hora de hablar: ya no se sonrojaba, y las cópulas eran una cuestión de política y estrategia, y había que analizarlas como cualquier otro asunto de la corte–. Es casi como si, al dejarme encinta, pensara que había cumplido con su deber, como cualquier marido que le da un heredero a su esposa.
–Puede que así sea. Y es normal que el deseo de un hombre disminuya después de la luna de miel. –Pensé que, después de todo, era posible que las uvas crespas de Culpeper hubieran surtido efecto–. Además, tendrá que abstenerse del todo a medida que aumente el tamaño de vuestro vientre. Después de un periodo de obligada abstinencia, volverá a vos con renovado vigor.
–Eso siempre que su abstinencia sea real –dijo ella, secamente.
–¿Creéis que tiene otras mujeres?
–Estoy segura de ello –repuso, en voz baja–. Y no debería importarme, si eso significa que no me desea tanto. Pero ahora es diferente. No se limita a que Will Chiffinch le suba alguna criada por las escaleras de servicio. Cena fuera, sin mí.
–¿Con la reina?
Niega con la cabeza.
–Cuando está con ella lo hace en público, para que todos puedan verlo. Me temo que Arlington le ha encontrado a alguien con quien intenta sustituirme.
Cassel fue incluso más explícito.
–El rey se está cansando de ella –dijo, bruscamente–. No me extrañaría que la mandara de vuelta a Francia para que dé a luz allí a su bastardo.
–¿Quién goza ahora de sus favores?
–Dicen que ha vuelto con la actriz.
–¡La actriz! ¿Por qué ella?
–Al final siempre vuelve con ella. Esa mujer lo divierte. Su Majestad no está hecho para ser fiel.
–Entonces podría volver con Louise.
–Supongo que es posible. Sin embargo, es mejor no armar ningún alboroto. Al rey le gusta estar tranquilo, y en el pasado ya hemos conocido a muchas mujeres peleando.
–Louise no se rebajará a protagonizar una pelea. Y mucho menos con una actriz.
–Oh, sin duda tendrá que pelear –dijo Cassell–. Lo que quiero decir es que deberá hacerlo con discreción. La actriz ya ha conseguido acabar con otras rivales, y madam Carwell haría bien en no subestimarla.
Louise
En el parque de St James me acerco a un grupo de cortesanos, pensando que el rey está con ellos, pero a quien me encuentro es a la actriz, paseando de arriba abajo con porte presumido, farfullando un galimatías con acento francés y haciéndose llamar «madam Squintabella». Algunos cortesanos consiguen dejar de reírse cuando me acerco, pero la actriz se vuelve hacia mí sin perder la compostura.
–Oui? Bonju –dice.
Más carcajadas. Veo que tiene la cabeza un poco ladeada, con un ojo medio cerrado, como si estuviera mirando a través de un telescopio. Se está burlando de mi ojo perezoso.
–Estaba buscando al rey –digo, tranquila–. Pero veo que no está aquí. Lo buscaré en otra parte.
–Oh, Su Majestad está muy bien –dice ella, hablando de nuevo con voz normal–. En realidad, nunca lo he visto tan bien como anoche.
–Gracias –le respondo, con voz glacial.
Cuando me alejo, oigo al grupo aplaudiendo su exhibición.
–Merci, merci. –Les da las gracias, haciendo una reverencia–. Pero madam Squintabella prefiere las joyas a los aplausos.
Me parece increíble que sea admitida en la corte, dada su vulgaridad. Sin embargo, él la ha acomodado en una casa situada en un extremo de St James, con una puerta que conecta el jardín con el parque.
Pienso en las damas de compañía. ¿Es posible que la reprimenda de Carlos fuera también una advertencia en clave para mí? «Quien yace conmigo merece la compañía de las más grandes damas de la nación». ¿Debo esperar no sólo compartir con otras sus favores, sino que me lo recuerde ante mis narices?
Sólo tengo una elección: ignorarla y esperar que todo esto pase cuando ya no esté encinta.
Al parecer, incluso en este asunto debo comportarme como una reina.
Mientras tanto, hay que resolver el problema de Jemmy Monmouth, el primer hijo bastardo del rey. Acaba de regresar de su exilio, demasiado breve, y está ansioso por provocar desórdenes.
Se presenta ante el rey estando yo con él y le pregunta bruscamente si pueden hablar a solas.
–Jemmy –protesta Carlos–. No tengo secretos para Louise.
–No importa. Os dejaré solos –digo, cortésmente. Y, para rizar el rizo, añado–: Puede que tal vez nos volvamos a ver dentro de un rato, Carlos.
–Espero que dentro de muy poco.
Monmouth me mira con furia mientras abandono la estancia.
Evidentemente, más tarde, Carlos me cuenta lo que quería. Ahora que el ejército está combatiendo, Monmouth quiere asumir su mando.
–He tratado de disuadirlo –dice Carlos–. Pero, al igual que todos los jóvenes, quiere demostrar su valor en los peligros de la batalla.
Creo que, por encima de todo, lo que quiere demostrar es que es digno de la corona. En voz alta, le digo:
–Supongo que desde su punto de vista es justo. Después de todo, vuestro hermano está al mando de la armada. ¿Por qué no debería estar vuestro hijo al frente del ejército?
La expresión del rostro de Carlos se ensombrece.
–Es algo muy distinto. Mi hermano es el hijo legítimo del rey, y mi heredero.
–¿Pensáis que daría mala impresión que Jemmy estuviera al mando del ejército? –le pregunto, con aire meditabundo–. Sí, no se me había ocurrido.
–A mí tampoco, hasta que he hablado con vos. Pero ahora me parece evidente: no debe hacerlo.
El asunto va bien, pero podría ir mejor.
–Tal vez podría llegarse a un entente –sugiero–. Dejad que vaya a Holanda a combatir, pero sólo a título honorario. Así podrá demostrar su coraje sin que deis a entender que es algo más que uno de vuestros fieles súbditos. Creo que sería un generoso gesto por vuestra parte permitirle que se redimiera de sus terribles actos del año pasado.
–Sois muy buena con él, Louise.
–Si soy buena con él es sólo porque sé cuánto os importa –digo, con una sonrisa.
«Los peligros de la batalla». Me gusta cómo suena: el mejor de los puestos para el primer hijo bastardo del rey.
Buckingham también querría ese puesto.
–Me inclino a concedérselo –reflexiona Carlos–. Aunque Jemmy entrará en cólera.
No he olvidado que Buckingham me insultó en Diepe. «Habéis sido enviada para seducirlo». Si bien, el desarrollo de los acontecimientos le ha dado la razón, su convencimiento acerca de que también podía llevarme a su lecho todavía sigue irritándome.
–¿Buckingham? ¿Es fiable?
–Ciertamente, George es insensato y un tanto petulante, pero posee algunas cualidades que resultan útiles en un soldado. Creo que el puesto es adecuado para él.
Habla como si ya hubiese tomado la decisión. Pensando con rapidez, le digo:
–¿Es protestante, verdad?
–Sí. –Carlos se encoge de hombros–. Como yo.
–De momento –puntualizo–. Pero un protestante al mando del ejército contra los holandeses… Decidme, ¿no es posible que Luis interpretara eso como una prueba de que intentáis retrasar vuestra conversión?
–No es ésa mi intención.
Carlos parece incómodo. Siempre se muestra vago en lo referente a convertirse. Ya le ha escrito a Luis sugiriéndole que antes quiere discutir con el papa las consecuencias de su conversión; desgraciadamente, el papa está muy enfermo para viajar en estos momentos.
–Si Buckingham deja Inglaterra, la mitad de las damas de la corte se quedarán con el corazón hecho pedazos –añado, en tono burlón–. Sobre todo la pobre lady Shrewsbury.
La pasión que esta dama siente por él es legendaria, a pesar de que –o puede que precisamente porque– él había matado a su esposo en un duelo.
Carlos parece aliviado.
–Excelente. Le diré que las damas de Inglaterra no pueden vivir sin él.
Buckingham está furioso y se atreve incluso a acusar al rey en mi presencia de haberse dejado influenciar por mí. El rey, igualmente furioso, le asegura que la decisión ha sido sólo suya.
Estoy descubriendo que así es como funcionan las cosas: no le digas a un hombre lo que debe pensar, dile simplemente lo que ya está pensando. Nueve de cada diez veces se da cuenta de que está de acuerdo.
Así pues, si soy capaz de manejar a Monmouth, a Buckingham y a Arlington, ¿por qué no puedo hacer lo mismo con Nell Gwynne? Ella afirma que nunca ha leído un libro, y mucho menos una obra de teatro: se aprende sus diálogos haciendo que se los lean en voz alta. Tiene una voz estridente y vulgar, aunque cuando decide imitar a alguna de las grandes damas de la corte, es increíblemente precisa. Cuando la oigo hablar con la voz de Elizabeth Arlington –«No, Bennett, es imprescindible que construyamos una casa antes de Navidad, o tendremos que permanecer diez meses en el mismo sitio»–, hay algo de Elizabeth en sus gestos y su voz, aunque resulta incluso más divertido. Supongo que la imitación que hace de mí debe de ser igual de precisa, aunque yo no consigo darme cuenta.
Pero, si es capaz de hablar como una verdadera dama cuando se lo propone, ¿por qué no lo hace siempre?
Llevo muchos meses sin llorar. No por ella ni por mí. Pero ahora, con el bebé a punto de nacer, sí lo hago.
Mi honor es algo intangible, y, además, a veces soy capaz de olvidar que he sido deshonrada. Pero un bebé sí es algo tangible. ¿Será considerado siempre como el bastardo de una amante? ¿O será el hijo de la reina de Inglaterra?
El embajador viene a verme y, en mi desesperación, me lamento en su presencia. Ese idiota puritano no tarda en echarme una reprimenda.
–No es oportuno –opina Colbert– especular sobre la salud de Su Majestad. Sobre todo porque hay buenas noticias al respecto. Al parecer, su médico había sacado conclusiones demasiado apresuradas. Ahora, el doctor Frazer dice que, después de todo, no padece tisis, sino una hipersensibilidad al placer.
No puede creer lo que estoy oyendo.
–¿Hipersensibilidad?
Asiente con la cabeza.
–Como ya sabréis, el rey tiene el don de prodigar un gran placer a las mujeres. Parece ser que la reina experimentaba tal paroxismo de felicidad cuando estaba con el rey, que acababa sangrando. Ahora que ya no tiene la necesidad de yacer con él, su salud ha mejorado.
–Pero vos dijisteis que…
–La medicina no es una ciencia exacta. Afortunadamente, no en este caso.
–Entonces, no morirá –murmuro, aturdida–. La reina no morirá.
–Todos moriremos –dice, piadosamente–. Pero, por lo que parece, la reina puede contar con que disfrutará de muchos años de buena salud.
–Me mentisteis. Vos y Arlington. Me dijisteis que ella iba a morir.
Colbert frunce el ceño.
–Creo que ya os dije entonces que eso era irrelevante, porque vos no tenéis madera de reina. En mi opinión, no está bien que sigáis especulando…
–¿No está bien? ¿No está bien? –Las lágrimas han dado paso a la rabia–. ¿Qué habéis hecho vos salvo especular sobre asuntos como ése durante años? No os atreváis a decir lo que está bien o lo que no. Mi familia vivía en la corte cuando la vuestra trabajaba los campos como las bestias.
Puede que fuera un poco injusto hablarle así, pero sólo pretendía herirlo.
–Ahora debo dejaros –dice, con una rígida reverencia–. Veo que estáis alterada, y sabido es que las damas que están en vuestro estado deben estar tranquilas por el bien de su hijo. A propósito, Su Muy Cristiana Majestad me autoriza a transmitiros sus felicitaciones personales por vuestra inmensa fortuna.
Colbert. Estoy más decidida que nunca a conseguir que lo obliguen a regresar, pero aún no: todo a su tiempo.
Pruebo otra estrategia con Nell: hacerme amiga suya. El rey está en Portsmouth, inspeccionando la flota, y la corte está tranquila. Paseando por el parque con las otras damas, veo que Nell luce un vestido nuevo. Afablemente, le digo:
–Vuestro vestido es muy elegante, miss Gwynne.
No es verdad, por supuesto: no tiene buen gusto ni mesura. Cuando ve un lazo muy costoso o un hilo de plata, es como una niña: debe hacer gran acopio de ellos.
Ella me devuelve la sonrisa.
–¿Queréis decir que es lo bastante elegante como para que parezca una dama?
–Me preguntaba quién es vuestra modista. Tenéis que darme su nombre.
–¿Por qué? Vos ya vestís con bastante elegancia para ser una puta. –Incluso para la corte inglesa, su comentario resulta excesivo. Algunos de los presentes contienen la respiración, pero los que están a mi lado se quedan petrificados. Nell mira a su alrededor–. Si es una dama de alta alcurnia, ¿por qué consiente en ser una mujerzuela? –pregunta, sin un ápice de recato–. Debería morirse de vergüenza. En cuanto a mí, es mi profesión; no pretendo ser mejor de lo que soy. Y aun así, el rey me quiere tanto como a ella.
Me siento un poco mareada, pero consigo proseguir:
–También lleváis unos bonitos zapatos. Creo que los zapateros ingleses son los mejores de Europa.
Ésta es mi pequeña victoria: diga lo que diga, sea lo que yo sea ahora, no consigue provocarme para que me pelee como una vulgar pescadera. A eso se reducen mi honor y mis orígenes, en estos momentos. Mientras mantenga los buenos modales, no seré como ella.
Carlo
Para enriquecer la crema con vainilla, coger la vaina de vainilla, quitarle las semillas, raspándolas, y añadirlas a la crema.
El libro de los helados
El orgullo inglés zarpó al mismo tiempo que la flota, bajo el mando del duque de York, una armada de sesenta barcos y veintiún mil hombres. El plan era que se unieran a la flota francesa en Solvay, en Suffolk, para bloquear juntos los puertos holandeses.
Aun así, los holandeses, a pesar de que su armada era mucho más reducida, tomaron la ofensiva. Mientras la flota aliada estaba aún en el puerto, los holandeses aparecieron en el horizonte, con el viento a sus espaldas. Los aliados se dividieron de inmediato en dos, y los barcos franceses dieron la vuelta, dirigiéndose hacia el sur. Los ingleses, en cambio, no tuvieron otra elección que quedarse y combatir. Más de mil cañones dispararon contra los holandeses durante casi todo el día antes de que éstos se retiraran.
Se dijo que la ausencia de los franceses en la batalla fue un simple error, provocado por un problema de señalización, pero la mayoría de los ingleses se decantaron por una explicación muy distinta: Francia había querido dejar solos a los ingleses frente al ataque. Sucedió lo que siempre habían temido. Inglaterra había sido arrastrada a aquella guerra con la deliberada intención de que el país quedara debilitado, preparando así el terreno para una invasión católica.
Ahora, las patrullas de reclutamiento forzoso recorrían las calles, alistando a todos los muchachos sanos con los que se cruzaban. Los impuestos habían subido, y sólo se podía mantener el orden con un vertiginoso aumento de latigazos y ahorcamientos públicos.
Preparé un helado de espárragos, lo vertí en un molde con la forma del vegetal y me las arreglé para que uno de sus extremos fuera verde y el otro blanco, como en la naturaleza. Carlos, que amaba todo aquello que no era lo que parecía, sentenció que era el helado más delicioso que jamás le había servido. Dio a probar un poco a sus invitados, para comprobar su estupor.
Louise, aún encinta, me mandó llamar con otro propósito.
–¿Podéis prepararme algo? Tengo un antojo: me apetecen unos pepinillos y un helado cremoso.
Lancé un suspiro.
–Dicen que las mujeres preñadas tienen gustos extraños. Veré qué puedo hacer.
Le preparé un helado de crema mórbida, recién hecha, aderezada con semillas de vainilla. La vainilla, al menos, compensaría la acidez de los pepinillos. Sin embargo, eso no bastó para satisfacerla.
–Estáis haciendo que engorde –se quejó, aunque sin dejar de comer–. Estoy gruesa y deforme.
–Eso es cosa del bebé. Cuando haya nacido, perderéis peso.
–Ningún hombre de Londres se fija en mí, y mucho menos el rey. Parezco una cerda preñada. Ha empezado a llamarme «Fubs».
–¿«Fubs»?
–O «Fubsy». Significa «mofletitos».
–A mi parecer, la preñez no ha menguado el afecto que siente por vos.
–Me pellizca las mejillas, le dedica cumplidos a mi barriga y luego se va para pasar la noche con su actriz. El afecto no es suficiente. El afecto no compensará la perfidia de la flota francesa. El afecto no me sirve. Lo que necesito es deseo. Necesito pasión.
–Todo lo contrario. Cualquier hombre puede ser apasionado; en cambio, el afecto sugiere que sus sentimientos serán duraderos. Tened paciencia. Cuando nazca el bebé, volverá a vuestro lecho.
En otra ocasión, me dijo:
–He sido demasiado ingenua. Si quiero conservarlo, tengo que aprender algunos trucos.
–¿Trucos? –le pregunto, aunque sabía perfectamente a qué se refería.
–Antes, yo confiaba en mi inocencia, como vos me sugeristeis, pero ahora no puedo permitirme seguir siendo inocente. Debo ser astuta.
–¿Y cómo pensáis aprender esos trucos?
–Vos deberéis enseñármelos, por supuesto. –Ella vio la expresión de mi rostro–. Así no. Tenéis que explicármelo todo: cómo debo moverme, cómo debo acostarme, qué debo decir. Ahora que conozco los rudimentos será más fácil entender vuestras explicaciones.
No podía negarle nada. Así pues, nos acostamos en su cama, con la puerta cerrada con llave para mantener alejadas a las damas de su séquito. Ella, sin aliento y con torpeza, asumió diversas posturas amorosas siguiendo mis instrucciones. Ambos estábamos completamente vestidos; su cuerpo, preñado, le pesaba. No fue ninguna sorpresa que no hubiera ni un ápice de pasión sincera ni en su conducta ni en el momento. Llegados a un punto, sin poder evitarlo, dije:
–Evidentemente, cuando estéis con él debéis ser cariñosa.
–¿Cariñosa?
–Ya sabéis…, llena de entusiasmo. Sonriente. Y le murmuraréis palabras con dulzura.
–¿Eso también? –Parecía perpleja–. ¿No basta con que haga todo esto? ¿Debo fingir que me gusta?
–Por supuesto. Vuestro deseo es el mayor cumplido que podéis hacerle. –Cogí un pepinillo del plato–. Imaginaos que esto es el rey. –Lo mojé en el helado–. Imaginaos que tiene el sabor que más os gusta…, que lo deseáis más que cualquier otra cosa que deseasteis mientras estabais encinta. –Se lo tendí–. Ahora, probadlo.
Lo hizo: sacó la lengua y lamió la punta del pepinillo. Me miró, para comprobar si lo estaba haciendo bien. Por un instante, sus ojos verdes se llenaron de un deseo tal que me quedé sin aliento.
Luego, con la boca aún llena de helado, se echó a reír. Se tapó la boca con la mano para tragarlo del todo. Cuando por fin pudo hablar, dijo:
–Por vuestra cara, deduzco que ésta es una expresión adecuada de deseo irrefrenable.
–Sí –admití, con voz ronca–. ¿Qué estabais pensando?
–Pensaba en el helado y en que pronto se terminaría. Luego me he puesto un poco seria, lo he saboreado a fondo y se ha terminado de verdad.
–Haced lo que habéis hecho –dije, lanzando un suspiro–. Comportaos exactamente así y él creerá que lo adoráis.
Cuando regresé al Lion, le ordené a Hannah que subiera a mi aposento.
–Me imagino que sabrás algunos trucos –le dije, sin preámbulos.
–¿Trucos?
–Florituras. Variaciones. Como hacen en Francia.
–Sé preparar una fricassée, si es lo que queréis saber.
–Sabes bien que no se trata de eso.
–Sí, lo sé. Pero quería comprobar si era capaz de haceros sonreír –dijo, con un aire de misterio.
Refunfuñé.
–Te pagaré más.
–Muy generoso de vuestra parte, pero me temo que no puedo ayudaros. Si queréis trucos franceses, tendréis que buscaros una francesa. –Dudó un instante–. Pero tal vez ya la hayáis encontrado.
La miré a los ojos.
–¿Qué quieres decir?
–Sólo que, sea lo que sea lo que hacéis en la corte, no parece que os haga muy feliz.
–Eso no es asunto tuyo.
–Cierto –dijo, con una expresión inescrutable–. Entonces, ¿queréis lo acostumbrado?
–Sí. Lo acostumbrado.
Lo acostumbrado, en el acostumbrado silencio. El acostumbrado tintineo de las monedas. Las acostumbradas lágrimas en mis mejillas antes del olvido que procura el sueño.
Cuando me desperté, descubrí con sorpresa que ya eran más de las tres de la tarde. Me acerqué a la ventana y me quedé un rato sentado en el alfeizar, mirando a la gente que iba y venía por la calle.
Entonces vi a Hannah saliendo de la posada. Posiblemente no habría advertido que era ella –llevaba un abrigo oscuro con una capucha que le cubría la cabeza–, pero cuando se dio la vuelta para mirar a derecha e izquierda, capté por un instante su perfil. En la mano, muy bien agarrada, llevaba una bolsa.
Algo, no sé muy bien qué, despertó mi curiosidad por saber adónde se dirigía. Me puse un abrigo y bajé las escaleras a toda prisa. Había visto la dirección que había tomado y no tardé en alcanzarla y en estar a diez pasos de ella.
Vi que mucha gente la saludaba al pasar, pero no con efusión, sino con un gesto de la cabeza o de la mano. Otros, hombres y mujeres, se detenían y le estrechaban la mano.
Recordé las palabras de Cassell: «Se niegan a inclinarse ante nadie porque afirman que todos los hombres son iguales».
Era evidente que Hannah tenía prisa y no se entretuvo para intercambiar cumplidos. Cinco minutos después giró por un callejón en el que había pequeñas tiendas que vendían libros y mapas. Cuando llegó al final, entró en la última. Parecía que, fuera lo que fuese lo que tenía que hacer allí, era el motivo de su salida, porque no abandonó la tienda hasta pasados unos minutos. Esperé hasta que volvió la esquina y entré.
El negocio era incluso más pequeño de lo que parecía desde la calle. Los libros cubrían casi toda su superficie. Sin embargo, encima del mostrador había un mapa desenrollado, como si acabaran de abrirlo recientemente. Me incliné para verlo mejor. En la parte de arriba había una inscripción.
«Un nuevo y exacto Mapa del Mundo. Dibujado según las más auténticas descripciones, los descubrimientos más recientes y las mejores observaciones realizadas por ingleses o foráneos».
–Es el que quieren todos –dijo el tendero, al ver que lo estaba examinando–. Está basado en los esquemas de John Speed. Fijaos, incluso muestra la isla.
–¿La isla?
–California –dijo, señalándola con el dedo–. Y esto, si sir William Penn consigue llegar, será Nueva Gales.
Observé el mapa, tratando de entender por qué le interesaría tanto a Hannah.
–¿Habéis reservado ya vuestro pasaje? –me preguntó el tendero–. Bueno, cuando estéis dispuesto a hacerlo, venid a verme. Nuestras condiciones son muy ventajosas. Un depósito, y luego un pequeño pago mensual. El barco es propiedad de mi cuñado: es el mejor de Bristol.
Entonces lo comprendí.
–¿La mujer que ha estado aquí hace un momento quería comprar un pasaje?
El hombre negó con la cabeza.
–Lo compró hace un año. Debería haber partido el pasado mes de mayo, pero se ha retrasado en los pagos. Ahora sólo le quedan seis, y luego… –Se interrumpió, consciente de que mi interés no era el de un cliente más–. ¿Deseáis algo en particular? –me preguntó, enrollando el mapa con esa gélida cortesía tan habitual en los ingleses.
Así pues, Hannah quería emigrar a América. No debería haberme sorprendido: allí era donde terminaban todos los insatisfechos y los bribones. Y si se costeaba el pasaje prostituyéndose, no era asunto mío.
Sin embargo, me sentí incómodo. Ahora que sabía para qué necesitaba el dinero, me avergonzó un poco saber lo que debía hacer para conseguirlo. Y, con cierta sorpresa, descubrí que también la envidiaba un poco, y no por lo que había hecho, sino porque hubiera sido capaz de hacerlo: había visto una oportunidad y se había agarrado a ella en vez de estar a merced de reyes y ministros.
Louise
Al parecer, todo Londres habla de mi rivalidad con Nell. Y no sólo Londres: el embajador me ha dado a entender que en París también están ansiosos.
Los hombres pueden desafiarse con espadas o con raquetas de tenis, o luchar por su honor en el campo de batalla. Sin embargo, yo sólo puedo enfrentarme a Nell Gwynne con sonrisas y palabras.
Y las palabras, desgraciadamente, son su fuerte. Ni siquiera en mi lengua materna soy tan ingeniosa como ella. Según las últimas habladurías, ha descubierto que la casa de Pall Mall que le ha concedido el rey sólo ha sido arrendada, y por un periodo no superior a veinte años. La implicación de ese hecho es evidente: mientras el rey comparta su lecho, ella será una mantenida, pero cuando la relación termine, tendrá que volver al arroyo. Por alguna razón, el pueblo de Londres apoya su causa, y el asunto de la propiedad vitalicia de Nell ha aparecido en todos los periódicos y panfletos.
Dicen que Nell ha informado al rey de que ella se ha entregado a él completamente y sin límite de tiempo y no sólo en arrendamiento, y que a cambio espera la misma cortesía. Al parecer, a Carlos le ha parecido tan divertido que ha cedido. Para celebrarlo, ella ha mandado construir una salle des miroirs en su alcoba, ¡además de un lecho con incrustaciones de plata de su busto y el del rey y sus iniciales entrelazadas! Estoy segura de que Carlos, cuyo gusto es exquisito, se quedará horrorizado ante tanta ordinariez.
Le he dicho que quiero remodelar mis aposentos para que sean lo más parecidos a los que Minette tenía en Versalles. Naturalmente, me da su consentimiento. Más tapices, más alfombras, más objetos de plata, pero todo de la mayor calidad, es decir: francés. Cuando se vea obligado a escoger, estará claro entre qué deberá hacer su elección: la presunción y las buenas maneras o la vulgaridad y el refinamiento.
Al parecer, Nell descubrió a su lacayo peleándose en la calle: cuando le preguntó el motivo del altercado, él le dijo que alguien la había llamado puta.
–Entonces deberás encontrar otro motivo –le dijo–. Porque eso es lo que soy.
¿Cómo puede enfrentarse una a alguien que no se avergüenza de ser lo que es?
Si tiene un defecto es su incapacidad de ver que somos diferentes. Para ella, una puta y una amante son lo mismo: una vendedora de naranjas y una dama de compañía, sólo que con matices distintos.
A pesar de su descaro, pretende conseguir un título, y es posible que eso sea su perdición. Si Carlos la convierte en duquesa, todas las familias nobles de Inglaterra se sentirán ofendidas.
Así pues, mi estrategia consiste en recordarle a Carlos mis orígenes. Se presenta una oportunidad cuando muere un pariente lejano mío, el Chevalier de Rohan. Es cierto que ha sido ejecutado por orden de Luis por colaborar con los holandeses, pero aún así lloro su muerte. Era descendiente de los antiguos reyes de Bretaña, lo que significa que también es un pariente lejano de Carlos.
Carlos me ve vestida de luto y me pregunta, delante de la corte, qué ha ocurrido.
–Llevo luto por nuestro primo, el príncipe de Rohan –le explico.
Mi intención es llevar luto no más de una semana, el tiempo apropiado para un pariente lejano. Sin embargo, al día siguiente, cuando aparezco en la corte, Nell también viste de negro. Mientras el rey está hablando con algunos de sus consejeros, la oigo sollozar quedamente. Al final, él le pregunta:
–¿Qué ocurre, Nell? ¿Ha muerto vuestra madre?
–No –dice–. No se trata de ella.
–Entonces, ¿de quién se trata?
–El Cham de Tartaria –dice, llorando–. Ha muerto. ¡Dios mío, ha muerto!
–Pero ¿qué relación os unía al Cham de Tartaria? –pregunta el rey, desconcertado.
–Exactamente la misma –lloriquea– que unía a Louise con el Chevalier de Rohan. Es decir: ninguna.
Se hace el silencio durante un instante. Luego, las risotadas recorren toda la corte. Como un perro huyendo de la cocina con una ristra de salchichas entre los dientes, van de un extremo a otro, de grupo en grupo, y aunque lo sigo furiosa con los ojos, no consigo acorralarlo.
–Bien –dice el rey, frotándose los ojos–. Entonces, vos, Nell, y Louise haríais mejor en dividiros el mundo, porque entre Tartaria y Rohan habrá muchos extranjeros a los que dar el pésame.
–Ya lo hemos hecho –dice ella, de inmediato–. Lo único que queda por decidir es cuál de las dos se quedará con Inglaterra.
Ahora se ríen abiertamente. Estoy avergonzada: no había calculado que mi estrategia fuera tan evidente. Sin embargo, lo que Nell no entiende es que cada vez que protagoniza una de estas vulgares escenas, yo salgo fortalecida. Puede que se rían con ella, pero ven cada vez con mayor claridad que no es una de ellos: tarde o temprano la excluirán, y yo venceré.
Carlo
Helado de parmesano: coger seis huevos, media pinta de sirope y una pinta de crema. Verterlo todo en un cazo y hervir hasta que espese. Luego, rallar tres onzas de parmesano, mezclar, tamizar y congelar. Éste es un helado suculento y nutritivo, ideal para las madres lactantes.
El libro de los helados
Louise no se retiró para el parto y el puerperio hasta el último momento. No podía permitírselo: si ya se reían disimuladamente delante de ella, a sus espaldas lo hacían a mandíbula batiente.
–Oh, decidme, ¿dónde está la Carwell? –me preguntó un día Rochester, con la intención de que el rey también lo escuchase–. ¿Aún no ha parido?
Por eso, al menos, fue apartado de la corte durante unos días: una cosa era insultar a la amante del rey, y otra muy distinta incluir en sus chanzas al hijo nonato del monarca.
Mientras tanto, como Cassell había previsto, el Parlamento estaba reforzando su poder. La Declaración de Indulgencia fue derogada y sustituida por el Test Act, una ley según la cual todo cargo público debía jurar fidelidad a la religión protestante. Lord Clifford, el tesorero, fue uno de los que fueron obligados a renunciar a la vida pública: se quitó la vida en su casa de campo. Lord Arlington que, según sabía Louise, era católico, prestó juramento sin poner ninguna objeción. El duque de York dudó, y luego renunció al puesto de almirante de la Armada, confirmando así a la nación que, efectivamente, el hermano del rey se había convertido.
Una vez más tenía motivos para dar las gracias a que nadie, salvo yo, conociera los secretos de los helados: eso significaba que ningún inglés podía reemplazarme, por lo que seguí sirviendo al rey y a sus favoritos como había hecho hasta entonces.
Y aún así, si el Parlamento había pensado que podía limitar la influencia de Louise, se equivocaba. Dio a luz en julio, y en Navidad estaba de nuevo en la brecha, y de un modo que Nell no estaba en condiciones de emular.
Louise
Ha nacido mi hijo. Carlos. Incluso a la hora de elegir el nombre se impone la política: el mundo debe saber quién es su padre.
El parto, evidentemente, es una agonía. Y aun así, no es nada comparado con el dolor de tener que entregar el bebé a una nodriza que lo amamante como si fuera suyo. Mis pechos, hinchados, derraman su leche sobre mis exquisitos vestidos franceses. Pero éste sería mi deber si fuera una esposa: regresar a la corte como si nada hubiese ocurrido, como si tener hijos fuera algo que no te cambia la vida.
A Carlos le gustan mucho los niños. Me sorprende, teniendo en cuenta que es alguien que se distrae y se deja llevar con tanta facilidad. Sin embargo, le encanta sentarse y tener el bebé entre sus brazos, acariciándole los labios con un dedo. Pero sólo un rato. Cuando el bebé llora, es la nodriza quien se ocupa de él.
–¡Qué llanto más imperioso! –exclama–. Será mejor que te lo lleves.
No aprecia a alguien con exigencias, sobre todo si son tan ruidosas.
–Decidme, ¿en qué religión será educado? –me pregunta.
Ya había pensado en eso, naturalmente. Para que yo pueda ser reina de Inglaterra, mis hijos deben ser protestantes. Pero si escojo ese camino, es como si renunciara a la idea de que un día Carlos cumpla la promesa de convertirse.
–Será educado en la Fe Verdadera –digo–. Puede que un día, vos y vuestro hijo podáis practicar la misma religión.
–Tal vez –responde, sin comprometerse.
Escribo a mis padres para comunicarles la noticia, invitándolos a venir para que conozcan a su nieto. Les describo con mesurado orgullo los favores que me concede el rey, las dimensiones de mis aposentos, las joyas que me ha regalado. Les dejo claro que su visita no supondría ningún inconveniente para mí.
Espero que, para entonces, ya me haya librado de madam Gwynne. Preferiría que mis padres se ahorraran eso: no quisiera que escucharan a una actriz inglesa llamando puta a su hija.
En el ámbito político, el tema de moda es quién desposará al hermano del rey. Los ingleses han renunciado a la esperanza de que acepte a una esposa protestante. Luis XIV se inclina por la duquesa de Guise, fértil pero poco agraciada, pero Jaime, según me ha confesado el rey, preferiría a una bella virgen.
–¿Tiene a alguien en mente? –le pregunto.
Carlos hace un gesto de impotencia.
–Ése es el problema. No le parece digno de él elegir a su propia esposa, pero rechaza a todas las que le proponen. Hasta ahora ha dicho que no a la archiduquesa de Innsbruck a causa de su figura; a la princesa de Württemberg a causa de su madre; a la princesa María de Alsacia porque es pelirroja, y a dos princesas alemanas porque eran alemanas. Mis ministros ya no saben qué hacer. Le he dicho que es absurdo desposar a una mujer por su belleza. Uno se acostumbra tan rápidamente a un rostro que al cabo de una semana ya no le parece ni hermoso ni feo. –Duda un instante–. No es vuestro caso, por supuesto.
Sonrío para demostrarle que sé que no pretendía ofenderme.
–Tengo una prima que es joven y muy hermosa.
El rey arquea las cejas.
–¿De buena familia?
–Françoise Marie es la hija de la duquesa de Elboeuf, y princesa de la casa de Lorena.
–Por supuesto –murmura–. A veces olvido que estáis emparentada con las mejores familias de Francia.
¿Se está burlando de mí?
–Tengo su retrato en mis aposentos. Si convencierais a vuestro hermano de que viniera para conocer a su sobrino, podría verla.
Carlos se echa a reír y me da una palmadita en la rodilla.
–¡Oh, os he echado tanto de menos, mi querida Fubs! Nos parecemos mucho. –Cierto. Es debido a nuestros orígenes.
Jaime viene a visitarme y admite sentirse intrigado por el retrato de Françoise Marie. Unas horas después, un furioso Colbert irrumpe en mis aposentos.
–Su Muy Cristiana Majestad me ha ordenado explícitamente que me ocupe del compromiso de la De Guise –dice, casi a gritos.
–Estoy segura de ello –respondo, con calma–. Pero Jaime es un libertino y se ha convertido recientemente, por lo que quiere desposar a una muchacha que tenga la misma edad que sus hijas. Sólo un loco pensaría que quiere casarse con una viuda fea.
–¿Estáis llamando loco a Luis XIV? –balbucea Colbert.
–Por supuesto que no. Me estaba refiriendo a quien lo ha aconsejado. A la persona a la que, cuando el plan de la De Guise fracase, ciertamente culpará.
Veo que Colbert está reflexionando. Si puede utilizarme para dirigir la elección de Luis hacia un objetivo más asequible, podrá adjudicarse el mérito si llega a buen puerto y, en caso contrario, culparme de ello.
–Dejemos que Luis elija a otra muchacha católica –le propongo–. Pero que sea joven, atractiva y núbil. Entonces, vos y yo trabajaremos juntos para asegurar el matrimonio.
–Resulta que hay otra candidata –dice él, con ciertas dudas.
–¿Quién?
–La princesa María de Módena. Tiene trece años, y dicen que promete convertirse en una belleza. Sin embargo, ha expresado su deseo de entrar en un convento antes que desposarse con alguien mucho mayor que ella.
–¿Joven, bella y piadosa? –le pregunto–. Creo que es perfecta. Ordenad que envíen en seguida su retrato.
¡Al cabo de un mes, todo está organizado. Se casarán el año que viene, en cuanto ella cumpla los catorce. A cambio, Jaime ha aceptado celebrar dos ceremonias: una íntima, católica, y otra pública, de acuerdo con los ritos anglicanos.
–¿Cómo lo habéis conseguido? –me pregunta Carlos–. Conmigo es terco como una mula, pero vos, al parecer, siempre conseguís de él lo que queréis.
–Puede que esté celoso de vos.
–¿Celoso?
Carlos parece sorprendido.
–Aún está un poco enamorado de mí, ¿sabéis? –Me encojo de hombros, con modestia–. No sé por qué.
–Sí, por supuesto. –Carlos me mira fijamente, y comprendo que me está mirando a través de los ojos de su hermano: me ve deseable, una mujer que podría convertirse en su esposa, pero por encima de todo inalcanzable–. ¿Cenaréis conmigo esta noche, madam? –me pregunta, de improviso.
Sonrío.
–Será un placer, Carlos.
Esa noche me posee de nuevo como si yo hubiese recuperado mi virginidad y él fuera un joven fogoso.
Más tarde, me dice:
–¡Por Dios, estabais llena de deseo!
Le doy un beso en el pecho.
–Sois delicioso. No puedo dejar de besaros.
Se abandona sobre el lecho, feliz. Sigo besándolo: en su fuerte pecho, en las costillas que apuntan bajo la piel, como el casco de un barco. Puede que sea por el bebé, por el alivio de haber recuperado su favor, o por otro motivo, no lo sé, pero siento una especie de ternura por él, un deseo que nunca había sentido hasta ahora. Me coloco encima de él y beso sus tetillas, suspirando por el sabor de su piel, por la fuerza de sus manos alrededor de mi nuca.
Así pues, todo vuelve a estar en su sitio. Estoy en el lecho de Carlos y gozo del favor de Luis. Colbert se ha comportado como un inútil y mis aposentos son, una vez más, la verdadera sede del Parlamento de Inglaterra.
Carlo quiere regalarme un collar. Mis espías me informan de que hay uno al que Nell le ha echado el anzuelo, literalmente: está enseñando al rey a pescar con la esperanza de conseguirlo. El collar cuesta más de ocho mil libras. ¡Sería un gran placer poder arrebatárselo!
Sin embargo, yo apunto más alto.
–¿Amor mío? –digo.
–¿Hum?
Estamos tumbados en el lecho, después de haber hecho el amor.
–No quiero regalos costosos.
–¿De verdad?
Parece sorprendido.
–Ser amada por vos es la única recompensa que deseo. Pero si queréis hacerme realmente un presente…
–¿Sí? –pregunta, y comprendo que se está preparando para una desmesurada exigencia: un vitalicio, tal vez, o una deuda de juego que hay que saldar.
–Como sabéis, provengo de una familia antigua y noble.
–Cierto.
–Mi abuelo materno era marqués. Los De Keroualle han sido Señores de Brest durante más de setecientos años, y aun así, creo que ningún miembro de vuestra corte es realmente consciente de mis orígenes. Sólo ven que soy vuestra amante, y al no tener ningún título inglés, no me consideran mejor que una vulgar vendedora de naranjas.
Asiente, pensativo.
–¿Queréis un título inglés?
–Con vuestra bendición.
Reflexiona. A simple vista, no es un presente costoso, pero sabe tan bien como yo que, normalmente, los títulos van acompañados de vitalicios y otros ingresos.
–Estoy dispuesto a ofreceros algo de esa naturaleza –dice, hablando muy despacio.
–Gracias. –Lo beso en la mejilla, en la que empieza a crecerle una barba incipiente–. Evidentemente, primero deberéis concederme la ciudadanía inglesa; en caso contrario, no podría ser duquesa o poseer cualquier otro título que decidáis otorgarme. Lo dejo en vuestras manos.
Creo que estoy empezando a comprender mejor cuál es el papel de una amante. No consiste sólo en escuchar, sino que también debe reflexionar; no debe sólo estar disponible, sino ejercer como representante del resto de mujeres que no están disponibles, las mujeres que él también desearía poseer si tuviera tiempo y se presentara la ocasión. Ser la mujer que todos los hombres pretenden pero que sólo uno puede tener.
Ahora entiendo por qué Nell Gwynne quiere tener su cama en una sala de espejos.
Estaba equivocada cuando le dije a Carlo que no conocía ningún truco cuando estaba en el lecho. Los trucos más sutiles no se llevan a cabo con el cuerpo ni pueden dibujarse en un libro de posturas amorosas.
Louise
Quiere un retrato mío.
–Ahora que habéis recuperado la figura –dice, despreocupadamente– y antes de que volváis a estar encinta.
–No he recuperado la figura. Parezco un elefante.
–Mi querida Fubs –murmura–. A mí me gustáis así.
Por la referencia a mi figura deduzco que no quiere sólo un retrato de mi rostro.
–¿Queréis que pose desnuda?
–¿Por qué no? –Me mira por el rabillo del ojo–. Estaba pensando en sir Peter Lely. Un caballero muy discreto, y un excelente pintor. Además, nadie verá el cuadro.
«Para el exclusivo placer del rey». Pero el placer del rey, empiezo a darme cuenta, estriba en parte en lo que es sólo de su propiedad y, en parte, en imaginar el modo en que lo verían los demás.
–En Francia se considera una inmoralidad ser retratada desnuda.
–Sé que accediendo me concedéis un gran favor. Buscaré un modo extraordinario de daros las gracias.
¿Un título?
–Imaginaos la vergüenza que sentiría mi familia si llegara a enterarse.
Mis protestas lo están excitando. Tiene algo nuevo que conquistar, una nueva virginidad que conseguir.
–Para una vendedora de naranjas o para una actriz –añado– no tiene ninguna importancia, por supuesto. Pero decidme, ¿le pediría un rey a su reina que hiciera algo así? Creo que no.
–A menos que lo amara mucho –murmura.
Ambos sabemos cómo terminará este baile. No puedo resistirme durante mucho tiempo. No mientras él tenga a Nell Gwynne.
Al final llegamos a un acuerdo: una camisola de seda, desabrochada. No cubre nada, pero significa que, hablando con propiedad, no estoy desnuda. Estoy reclinada en un diván, expuesta a la mirada de Lely, que pinta, retoca y embellece una tela que no puedo ver.
Si bajo los ojos, aunque sólo sea un instante, él murmura:
–Miradme.
Mis ojos deben mirar a los de quien esté mirando el cuadro. Me resulta extraño pensar que cuando miro a Peter, que frunce el ceño, concentrado, estoy mirando fijamente a todos los hombres que me admirarán. Podrían ser docenas, centenares los que contemplarán el cuadro, algunos incluso después de mi muerte.
Y todos ellos me mirarán y pensarán que soy una desvergonzada al acceder a hacer esto para disfrute privado del rey.
Y no se dan cuenta de que son ellos y no yo quienes lo son.
Carlos viene para charlar. Temía que me aburriera, dice. Contempla el cuadro. Peter se hace a un lado, paciente ante la impaciencia del rey. De vez en cuando explica a su señor algún detalle del diseño o de la técnica.
–Fijaos: esto se llama impasto. ¿Os gusta el verde aquí o preferís aguamarina?
Hay algo en todo esto que excita a Carlos: los dos hombres, vestidos de la cabeza a los pies, contemplando mi cuerpo desnudo mientras hablan de mí. Casi como si yo fuera un hueso que Carlos puede dejar caer de su boca para que otro perro lo olisquee.
Recuerdo las palabras de Colbert: «Una orgía desenfrenada».
Lely sugiere incluir alguna fruta, a la izquierda, para equilibrar la composición.
–Naranjas no –digo, con firmeza.
Arquea ligeramente las cejas.
–Me recuerdan a las vendedoras de naranjas.
Sonríe. Evidentemente, fue él quien pintó el retrato de Nell.
–¡Ya lo tengo! –exclama Carlos–. ¡Helado! En el cuadro debería haber helados.
–Se habrán derretido antes de que Peter termine el retrato –objeto.
–Podrían sustituirse por otros –dice el artista. Puntea pensativamente sobre la tela, con el extremo romo del pincel, para mostrar al rey dónde podrían pintarse–. Aquí, en un lado, podrían sustituirse sin que estorbaran la mise en scène. En realidad, sería interesante. La gente se preguntaría cómo lo han hecho. Un momento capturado. La ilusión de la instantaneidad en medio del tiempo suspendido.
Es el discurso más largo que le he oído durante los cinco días que lleva pintando.
Otra mujer, pienso, con cinismo, se habría sentido un poco ofendida al comprobar que el desafío de pintar un helado lo excita más que un cuerpo desnudo.
–Sí. –Carlos lanza un suspiro–. Una fuente con helados. ¿Los pintaréis mientras se derriten?
–En el momento en que empiecen a derretirse, sire. La crema helada ablandándose. Como un fruto madurando en un cuenco, inmortalizado justo entes de que empiece a echarse a perder. Anticipando la inevitable corrupción de la pulpa.
Me mira, y me doy cuenta de que no es sólo la dificultad técnica lo que le excita. También hay alguna suerte de simbolismo.
Así pues, ordenan que traigan los helados.
–Deprisa, decidle que son para el rey. En el taller de Lely.
Carlo entra con la caja de helados. No puedo moverme ni advertirle de nada. Me quedo quieta en el diván, como Dafne, paralizada mientras se convierte en laurel.
–Ah, Demirco. Dejadlos aquí.
Se para en seco y me mira.
–Vamos, hombre. Cualquiera diría que nunca habéis visto a una mujer desnuda.
Se recompone en seguida.
–Pero nunca una tan hermosa, sire.
–Sí. –Carlos se acaricia el bigote, satisfecho–. Es muy bella, ¿verdad?
Carlo mira primero a Peter y luego a mí. Peter se ha quedado quieto, sin tocar la tela con el pincel, sorprendido. Ambos me miran.
Un rubor –intenso y carmesí, como una hoja de parra en otoño– recorre mi pálida piel, desde las piernas desnudas hasta la punta de las orejas.
Nell, en palacio.
–Oh, madam Carwell. He oído decir que os han retratado recientemente sólo con una camisola de seda.
–Es cierto, Nell. El retrato de sir Peter es magnífico.
–Puede que estemos una junto a otra en la galería del rey. Así, sus amigos podrán compararnos. Siendo como soy una puta, debería sentirme honrada de ser comparada con una dama como vos.
No le respondo.
–Decidme, ¿habéis visto a Carlos III esta mañana? –me pregunta.
Intuyo que me está tendiendo una trampa, pero aún así decido caer en ella.
–¿Por qué lo llamáis Carlos III? Él es Carlos II.
Cuenta con los dedos.
–Mi primer Carlos fue Carlos Hart; el segundo, Carlos Sackville. Así pues, Carlos Estuardo es el tercero. Vos, en cambio, sólo tenéis dos, ¿verdad?
Cuando está así no hay nada que hacer, salvo no perder la calma. Es como tener un niño que no quiere acostarse y cuyo único modo de hablar con los adultos es escandalizarlos. Afablemente, le digo:
–Antes de conocer al rey, Nell, no he tenido ningún otro hombre.
–Ah, bueno –dice, sacudiendo la cabeza–. Aún hay tiempo. A él no le importa, ¿sabéis? Barbara Villiers tenía cuatro al mismo tiempo, y el único comentario del rey fue que lo que es bueno para uno, es bueno para otro.
Un insulto simple y directo, como suele ser habitual en ella. Sin embargo, éste me da que pensar.
Las joyas de la corona se exhiben en la Torre de Londres, donde cualquiera puede verlas por un penique. Hace unos años estuvieron a punto de robarlas, pero Carlos no quiere ponerlas a salvo, lejos de los ojos de la gente. ¿Por qué?
Una actriz. Una mujer que interpreta muchos papeles. Un rey que se ve obligado a hacer lo mismo.
Una prostituta. Una mujer que ha tenido muchos amantes, pero muy pocos por amor. Un rey que decide hacer lo mismo.
Hacerme competir con Nell Gwynne… ¿Podría ser, en cierto sentido, algo deliberado? ¿Forma parte de su carácter?
Empiezo a darme cuenta de que Carlos alberga un profundo cinismo, casi un lado oscuro. A su escepticismo natural se han sumado los efectos de sus experiencias en el exilio: el hecho de vagar de una corte a otra, de haber sido aceptado por mero oportunismo, tolerado sólo hasta que las consideraciones políticas de sus anfitriones lo creían útil.
De pronto, me doy cuenta de que Nell y yo tenemos eso en común, y también con el propio Carlos: todos sabemos lo que significa no tener ni un penique, estar indefensos y pasar frío.
¿Es por eso que se rodea de hombres como lord Rochester? ¿Acaso encuentra en su amargo sarcasmo un eco de lo que encierra en su mente?
Y cuando afirma que él y yo somos iguales… ¿Es a eso a lo que se refiere? ¿Será plenamente feliz sólo cuando le dé la satisfacción de demostrarle que está en lo cierto?
¿Necesita que le demuestre que puedo caer tan bajo como él?
Carlo
El agracejo y la bergamota son dos de los frutos que saben mejor en helado que servidos al natural.
El libro de los helados
Luis XIV lideró personalmente el avance contra los holandeses, encabezando casi sin encontrar obstáculos un gran ejército franco-holandés a través de los Países Bajos españoles. Sin embargo, los holandeses, conscientes de que no podían vencerlo en un conflicto armado, abrieron los diques, inundando una vasta extensión de tierras que pretendía conquistar. Frustrado, el Rey Sol se vio obligado a armarse de paciencia.
Los ejércitos son muy costosos, y los ejércitos que no marchan –los que no saquean y se hacen con botines– son aún más costosos. A Luis, evidentemente, le bastaba con levantar un dedo y exigir un nuevo impuesto. Sin embargo, para Carlos, su aliado, que debía rendir cuentas al Parlamento, la cuestión era muy distinta.
El Gran Bloqueo del Tesoro Público, cuando su gobierno anunció a los cuatro vientos que no pagaría ni el capital ni los intereses de sus deudas durante un período de un año, ahora parecía un terrible error de cálculo. Porque, ¿qué banquero habría prestado más dinero a un rey que no estaba al día con los pagos? ¿Qué deuda sería segura si un rey podía modificar sucesivamente los términos del acuerdo a su antojo?
Ahora, sus únicos ingresos se reducían al vitalicio de Luis y al dinero que podía asignarle el Parlamento. Sin embargo, el Parlamento había dejado muy claro que no votaría más sin resultados. El rey estaba al borde de la bancarrota.
Eso ocurrió el mes en que le regaló a Louise un palanquín tapizado con seda plateada, con dos criados negros para transportarla; un collar valorado en tres mil libras; un hilo de perlas que costaba el doble, y la restauración de sus aposentos para instalar una sala de espejos. Y ese mismo mes ofreció a Nell un carruaje con seis caballos blancos para dejar claro que era la amante del rey y una mesa plateada para que hiciera juego con su vajilla de plata. Y también fue el mes en que ordenó la construcción de más aposentos en Windsor y que inundaran el parque de St James para recrear una batalla naval.
Fue un verano de helados, naturalmente el rey estaba entusiasmado con sus nuevos invernaderos; sus jardineros habían conseguido una gran cosecha de piñas, albaricoques y melones, y dio órdenes de que me facilitaran todo cuanto pidiera. Preparé un helado que tenía el mismo aspecto de una piña, endulzado con un poco de azúcar y mosto. A su alrededor, coloqué piñas de verdad y las corté con un gesto teatral delante del rey, anunciado que sería el fruto más dulce y maduro de todo el reino. Creo que este acontecimiento provocó más asombro en la corte que la rendición de Utrech.
Andaba corto de ideas. Después de haber servido al rey y a sus invitados todos los frutos que se cosechaban en Inglaterra, todos los cordiales de Europa, todas las aguas destiladas del mundo, ¿qué más podía ofrecer?
A veces deseaba ser como Hannah, que no preparaba más de cinco o seis tartas al mes, según lo que encontraba en el mercado.
–¿Qué es esto? –le pregunté un día en el comedor, levantando una corteza humeante que escondía algo delicioso, de un color un poco oscuro que no me resultaba familiar.
–Tarta de entrañas.
–¿De qué está hecho?
–De carne de venado. Corazón, lengua, seso y estómago de ciervo, con salsa de cebolla y tomillo. Todo lo que los ricos no quieren comer.
Sin embargo, me di cuenta de que los ricos mandaban a sus sirvientes al Red Lion para comprar esa tarta para cenar. La fama de Hannah se estaba propagando.
–¿Y mañana?
–Sopa de pollo y puerro. El jueves, de hígado y cerveza. Y el viernes, de queso y cebolla. ¿Por qué?
Refunfuñé.
–Necesito nuevos sabores para el rey.
–Servidle una tarta –dijo, en tono burlón.
No podía hacerlo, por supuesto, pero cuando volví a la despensa cogí sus libros de cocina y los hojeé, en busca de ideas.
–¿Qué estáis haciendo? –me preguntó Hannah cuando entró.
–Quiero preparar sorbetes de hierbas aromáticas. Esto parece interesante, por ejemplo. Culpeper habla del uso culinario de las ortigas…
–Deberíais ser más prudente. Ya os dije que no debéis coger este libro.
La miré, perplejo.
–Pensé que te referías a que no ensuciara sus páginas.
Sacudió la cabeza.
–Los libros de Culpeper han sido prohibidos por el Gremio de Libreros. Si los encuentran, los queman y detienen a su propietario, y eso con suerte. A veces los queman a ambos. Dicen que los herbarios son perfectos para alimentar las hogueras de las brujas.
–Pero ¿por qué?
Me arrebató el libro de las manos y lo colocó en el estante.
–Culpeper era un hombre de la quinta monarquía… En fin, uno de los que creía que la era de los reyes estaba llegando a su fin y estaba a punto de empezar la de los hombres libres. En parte fue por eso que publicó lo que sabía y en inglés: para que el pueblo llano tuviera acceso a los conocimientos que los médicos y boticarios se guardaban para sí mismos, con su lengua latina y sus gremios. Y ya veis cómo acabaron él y sus seguidores.
Recordé las hierbas que utilizaba en sus tartas: salvia, acedera, una deliciosa pizca de estragón, salsa de cebolla y tomillo…
–¿Tú eras una de ellos? ¿Una herborista?
Asintió con la cabeza.
–Entre otras cosas.
–Entonces, ¿me ayudarás a crear helados?
Se encogió de hombros.
–Supongo que sí. ¿Por qué no?
–Estupendo. Te pagaré más.
–No quiero que me paguéis –dijo, convencida–. Culpeper compartió sus conocimientos a cambio de nada, con la esperanza de que la gente hiciera buen uso de ellos. No quiero sacar ningún provecho.
Y así fue como empezó una nueva etapa de mi educación culinaria. Empezamos preparando sencillos sorbetes con una sola hierba aromática –ortigas, salvia, hojas de higuera, geranio y bálsamo de melisa–, aunque pronto comprobamos que era mejor combinar las hierbas, entre ellas o con otros aromas, y que empleándolas así se podía crear una variedad casi infinita de sabores.
Ya no era una cuestión de técnica, sino de cocina pura y dura. Algunos sabores maridaban bien, pero otros no. Se requería imaginación y habilidad para prever cómo sería un maridaje, si daría lugar a una unión fértil o estéril. ¿Quién habría pensado, por ejemplo, que el helado de manzana reineta y pétalos de rosa sería tan rico? ¿Que el delicioso dulzor de las manzana y el intenso perfume de las flores harían que el helado resultara casi demasiado sensual y embriagador en la boca? ¿Quién habría dicho que el apio –el vegetal más soso y aguado–, después de haber tostado sus semillas y haberlas combinado con flores de hibisco, tendría un aroma tan limpio, seco y penetrante? ¿A quién se le habría ocurrido emparejar las grosellas negras con la menta, las naranjas con la albahaca o preparar un cordial con culantrillo y pimienta negra?
Higos y hojas de laurel, melocotones e hisopo, crema cuajada y lavanda, albaricoque y cardamomo fueron algunos de los ingredientes con los que preparamos helados aquel día. Eran esplendorosos, deliciosos, refinados, incluso excepcionales, a pesar de que su composición era tan sencilla como la de un simple huerto inglés en verano.
Evidentemente, no pude impedir que Hannah los probara: necesitaba su experiencia y su paladar. Y cuando ella quería conocer la opinión de una tercera persona, de alguien que no sabía lo que le esperaba, buscaba a Elias y le daba una cucharada para que nos dijera qué pensaba.
–¡Está riquísimo! –exclamó al saborear un helado de apio y pepino, inspirado en el libro de Culpeper.
–Está bueno, ¿verdad? –respondía su madre.
Y ambos ejecutaron una suerte de baile en la despensa.
–Creía que estabas en contra de estas cosas –dije, sorprendido.
–¿Por qué? No estamos en contra de los placeres; sólo de los privilegios.
–Pero estos helados son sólo para el rey –le recordé–. Para el rey y algunos de sus favoritos.
–Sí –dijo, un poco desanimada–. Por supuesto.
–Quizás si lo conocieras no serías tan hostil. Es un hombre encantador.
–Quizás –repitió ella sin emoción, dejando de bailar.
Aquel mes, poco después, mientras el rey saboreaba un helado de agracejo y bálsamo de melisa, me dijo, pensativo:
–Sois el hombre que conoce todos los secretos del hielo, Demirco.
–Efectivamente, sire.
–Los planes de Luis son esperar hasta el invierno. Después de todo, si podemos conducir las carrozas por el Támesis, ¿por qué no podría avanzar él con los cañones por los pólders helados?
Dudé un instante. Entonces, él dijo:
–¿Pensáis que no funcionará?
–La cuestión está en la concentración de sal –le expliqué–. Por la misma razón que el Támesis no se congela debajo del Gran Puente, la entrada del agua del mar haría que se descongelaran los pólders. Todo depende de lo decididos que estén los holandeses a resistirse a la invasión.
–Guillermo de Orange ha declarado que todos los holandeses morirán ahogados antes que permitir que su país se convierta al catolicismo.
–Entonces no confiaré sólo en el hielo para ganar la guerra.
Unas semanas después, Arlington y Buckingham fueron enviados a Holanda para tratar de establecer una paz separada. Los franceses, furiosos, acusaron a Inglaterra de traición. En realidad, no se llegó a ningún acuerdo de paz, por lo que volvimos a la guerra, con la diferencia de que ahora los aliados de Carlos ya no se fiaban de él.
–¿Creéis que volveremos a Francia? –le pregunté a Louise un día que le llevé un refresco helado de junquillos y limón.
–No lo sé –me respondió, con aire cansado–. En cualquier caso, ahora estoy en otra situación. ¿Quién me desposaría, aceptando a un bastardo del rey? Una cosa es cerrar los ojos ante un pasado escandaloso, y otra ver ese pasado creciendo a tu alrededor.
–Podríais casaros con alguien de baja cuna que os ame a vos y a vuestro hijo –le sugerí–. Podríais ser feliz juntos, sin títulos ni riquezas.
Me miró, sonriéndome.
–¿Conocéis a algún hombre así?
–He oído decir que existen.
–Sois demasiado leal, Carlo –me dijo, con dulzura–. No merezco tal adoración.
–Al contrario, no os adoro en absoluto. Creo que sois exasperantemente práctica, terca, altiva, orgullosa…
–Gracias. En realidad no pretendía que hicierais un catálogo de mis defectos.
Me encogí de hombros.
–Mejor admirar a una persona cuyos defectos conoces que a un extraño.
–¿Y el rey?
–¿Qué pasa con el rey?
–¿El hecho de que sea su amante no cambia vuestros sentimientos?
–¿Por qué debería cambiarlos? –Recogí algunas copas–. Sé que no lo hacéis por amor.
Se quedó un momento en silencio.
–Antes solía pensar que el amor era sólo una quimera, pero ahora me doy cuenta de que es una fuerza casi tan poderosa como un ejército.
–Carlos os ama.
Louise sacudió la cabeza.
–Le gusto, me desea y quiere verme feliz. Me ama como ama Windsor o el tenis: soy necesaria para su bienestar y para hacerlo sentir plenamente como un rey. Y también le soy útil porque le doy buenos consejos. Pero ama mucho más a Nell Gwynne que a mí.
–¿Nell?
–Sin duda alguna. En cualquier caso, ella es la única mujer a la cual nunca podrá renunciar, aunque sabe que a Luis o a cualquier otro rey le escandalizaría la idea de tener como amante a una vulgar prostituta. Por eso creo que sí, que la ama.
–Mientras que, presumiblemente, a ella sólo le interesa su dinero.
–¡Oh, no! Creo que la malinterpretáis. Puede que sea sólo una actriz y una puta, pero se toma muy en serio su relación con él.
–Y vos –dije–, que no sois ni actriz ni puta…
–Debo interpretar un papel y mentir a un hombre al que no amo. Sí, es una paradoja en la que también he pensado.
–¿Creéis que podréis derrotarla?
–Tal vez. Pero hay muchas más cosas que hacer. Debemos encontrar el modo de que siga combatiendo en esta guerra. Hay que impedir que el Parlamento lo obligue a firmar la paz. Jaime debe desposarse antes de que cambie de opinión. Más dinero. Más batallas.
Ese día, cuando regresé al Red Lion, me sentía un poco melancólico. Hannah estaba en la despensa, preparando la masa para las tartas.
–¿Qué estáis mirando? –me preguntó.
–Nada.
Cogió una jarra de harina, cascó dos huevos en ella y lo mezcló. Al cabo de un rato se volvió hacia mí.
–Si seguís mirándome así no puedo trabajar.
–No estaba mirando –le expliqué–. Al menos, no te estaba mirando a ti. Estabas en mi campo visual, eso es todo.
Hannah lanzó un suspiro y siguió trabajando la masa.
–Pero, por si quieres saberlo –añadí–, más tarde podrías subir a mi aposento.
Me respondió con voz inexpresiva.
–Deduzco que hoy habéis estado en la corte.
–Sí.
–¿Con madam Carwell?
–¿Y qué tendrá eso que ver?
–Pues que he notado que después de estar con ella siempre me invitáis a vuestro aposento.
Me encogí de hombros, pero no vio mi gesto porque no me estaba mirando.
–Te invito a mi aposento porque nos conviene a ambos. Puedes venir o no, tú decides.
Me pareció que estaba pensando si debía añadir algo más.
–Decidme –dijo, finalmente–. Cuando llegasteis aquí, ¿cómo supisteis a qué me dedicaba? ¿Que me iría con vos por dinero?
–Un conocido me dijo lo que hacían las sirvientas de las posadas. Y luego te vi con aquel hombre. Él lo sabía.
–Sí –reconoció–. Me llamó puta, pero sólo era una forma de hablar. Se estaba refiriendo al hecho de que yo era una disidente.
–Pero te amenazó con hacerte arrestar.
–Era un informador. Quería convencerme para que os espiara.
–¿A mí? –exclamé, perplejo.
–Se suponía que debía descubrir cómo preparabais vuestros helados. Pero ya os había dado mi palabra de que no lo revelaría, y por eso no lo hice.
–Pero… –dije, desconcertado–. Cuando te pedí que fueras a mi aposento por primera vez, lo hiciste. Aceptaste mi dinero.
–Sí.
–Entonces, Cassell tenía razón. Eres lo que dijo que eras.
Me contestó sin apartar los ojos de la masa.
–Tal vez. Pero he decidido que a partir de ahora, signor, sería mejor que se lo pidierais a Mary o a Rose.
–¿Por qué?
Tardó un buen rato en contestar, mientras seguía trabajando con los dedos la masa. Finalmente, dijo:
–No sería justo para Elias si acabara descubriendo lo que hacemos.
–Ah, entiendo.
–Él os admira. Podría malinterpretar nuestra relación. Podría pensar que entre nosotros hay algo más.
–Bueno, en ese caso, no volveré a pedírtelo.
–Gracias.
–Se lo pediré a Mary. O a Rose, da igual.
–Exacto.
Hannah cogió el rodillo y lo pasó por la masa con tanta fuerza que levantó una nube de harina.
Louise
Es un secreto a voces que el Parlamento insistirá en la paz en su próxima sesión. Carlos se reúne todas las noches con sus ministros para debatir. Su objetivo es ganar tiempo: una estrategia que su hermano, en una rara muestra de ironía, ha dicho que es el equivalente a perderlo.
La única solución es disolver el Parlamento, es decir, suspender sus funciones por orden del rey. Sin embargo, desafiar así a la institución a la que debe la restauración podría provocar una rebelión armada. Sus ministros –con un ojo puesto en su popularidad frente al pueblo– le aconsejan prudencia.
Ellos no lo conocen tan bien como yo. Los gestos imprudentes le gustan. Prefiere la temeridad y las apuestas arriesgadas. Y su odio por el Parlamento es muy profundo. En público, debe mostrarse agradecido con él por haberle restituido el trono; en privado, sin embargo, no olvida que el trono quedó vacante porque asesinaron a su padre.
Creo que hay una solución, pero antes debo ser tan audaz como él.
Organizo una fiesta, una cena en mis aposentos para el rey y cuarenta de sus amigos más íntimos. Incluso invito a alguno de esos graciosos y frívolos libertinos que ejercen sobre él una influencia mucho mayor de la que le gusta admitir.
Un banquete con comida francesa, vinos franceses, helados franceses e ideas francesas expresadas en lengua francesa. Sólo el vino se sirve con una abundancia que no es francesa, y las conversaciones prosiguen de inmediato en inglés y pasan, como casi siempre ocurre en este país, de los comentarios picantes a las más vulgares obscenidades. Sin perder el tiempo, los cortesanos y las damas se retiran a los rincones más oscuros para sus encuentros amorosos y empiezan a desabrocharse las vestimentas. Desenfreno es la palabra que define la velada.
Pero no para Carlos y para mí, por supuesto. Él observa entre las sombras, y comprendo que en otra ocasión le habría gustado unirse a ellos, pero no puede dejarme sola para dedicarse a esa clase de actividades, no en mi fiesta.
Al amanecer, exhaustos o avergonzados, se han ido todos excepto mis damas de compañía, la honorable Lucy Williamson y lady Anne Berowne. El rey bosteza y dice que también debería irse. Es entonces cuando sugiero una última partida de Preguntas y Órdenes. Pero nadie tiene dinero.
Cuando el rey pregunta qué podemos apostar, le digo:
–Nuestras vestimentas.
Las muchachas parecen desconcertadas, pero no se atreven a protestar.
Cuando alguien pierde, se quita una prenda. Lucy es la primera en quedarse desnuda. Presa del nerviosismo, se cubre con las manos entre risitas, tratando de esconder su desnudez. El efecto –¿será intencionado?– es que acaba llamando más la atención.
Anne no se queda atrás. Yo soy la última en quedarme desnuda. Carlos, naturalmente, ha tenido suerte. Siendo él la banca, ha ganado casi todas las prendas de Lucy, y ahora lleva las enaguas de la muchacha sobre su camisa.
–Venid.
Apartando mi silla, cojo a las dos muchachas de la mano y me levanto. No ponen reparos cuando las conduzco alrededor de la mesa hasta el rey.
–¿Y bien? –digo, con voz dulce–. ¿Cuál de las dos se merece la manzana?
Evidentemente, él conoce la historia y la razón por la que hago alusión a ella. El juicio de Paris. Un concurso de belleza que provocó una guerra.
–Una decisión así no puede tomarse a la ligera –responde él, con una sonrisa famélica y poniéndose de pie.
Espero a que nos examine, como si fuéramos estatuas vivientes. Lo hace lentamente, explorando con ojos de experto nuestra piel desnuda. Pasea a nuestro alrededor, explorando con los dedos mi espalda, las curvas de mi cintura, mis caderas. Noto su aliento en la nuca. Me agarra una nalga con la mano, comparándola con la otra…
Uno de sus gruesos dedos me toca allí. A mi lado, Anne lanza un grito ahogado, y comprendo que ha hecho lo mismo con ella.
Desliza una mano sobre mi seno, dejando que el dedo pulgar descanse unos instantes en el lado antes de retirarlo con un suspiro.
Luego se vuelve hacia Lucy, que aún sigue riéndose entre dientes, nerviosa. Desde el otro lado, Anne lo mira con una intensidad que me hace sonreír. Sin duda alguna espera que la exhibición de sus encantos acabe en algo más.
–Preguntad, Lucy –murmura Carlos.
Ella no sabe qué preguntar.
–¿Os gusta lo que veis? –dice, finalmente.
–Por supuesto.
–¿Me deseáis? –le pregunta, sonrojándose.
–Por supuesto –repite él.
–Entonces os ordeno que bebáis a la salud de mi belleza –dice, ladeando la cabeza con coquetería.
–Con mucho gusto –responde él, cogiendo una copa–. Señora, me habéis cautivado. Espero que un día pueda devolveros la lisonja. –Bebe, se inclina y se vuelve hacia Anne–. ¿Y vos, lady Anne? ¿Cuál es vuestra pregunta?
Ella también duda, pero intuyo que en su caso se está preguntando cómo sacar partido a la situación.
–¿A quién deseáis más, a Lucy o a mí?
Creo que es una pregunta inteligente: sabe que, de haber incluido mi nombre, él se habría visto obligado a elegirme.
–Es una pregunta a la que un hombre galante no debería responder.
–Estamos jugando a Preguntas y Órdenes –le recuerda ella–. Debéis hacerlo.
Carlos asiente con la cabeza.
–Muy bien: os deseo a las dos, pero a Lucy menos que a vos. –Noto la protesta de Lucy en la mano que sigo agarrándole–. ¿Cuál es vuestra segunda pregunta?
–¿Cuántas amantes habéis tenido este año?
Él sonríe.
–A eso no puedo responderos, porque nunca llevo la cuenta.
–Entonces os ordeno que en algún momento os busquéis otra –dice Anne.
El significado de sus palabras, a pesar de mi presencia, está clarísimo.
Él asiente y bebe a su salud antes de volverse hacia mí.
–Y vos, Louise, ¿qué queréis preguntarme?
–¿Quién es el rey más feliz del mundo?
Parece sorprenderle la pregunta, pero me responde:
–Luis, por supuesto.
–¿Y por qué es feliz?
Aún no comprende adónde quiero ir a parar.
–Porque en su reino tiene un poder indiscutido.
–Pues ésta es mi orden: mandad a casa al Parlamento.
Parpadea, no sé si por mi insolencia o por el asunto. Sonrío y empiezo a darme la vuelta: al no soltarles las manos, Anne y Lucy también deben darse la vuelta al mismo tiempo que yo, hasta completar el giro.
–Os ordeno que hagáis sólo lo que queráis –digo, cuando volvemos a estar frente a frente–. Porque sólo vos sois rey de Inglaterra por derecho divino –digo, mientras efectúo el segundo giro–. Y sólo en un juego como éste –prosigo, mirándolo a la cara por tercera vez– puede un súbdito deciros lo que debéis hacer.
Lucy, a mi lado, ha empezado a temblar: estaba preparada para una orgía; sin embargo, la política la aterroriza.
–Por Dios –susurra Carlos–. Lo haré. –Da un paso al frente. Aún sigo cogiendo de las manos a mis damas de compañía, desnudas. Él las mira, desarmado–. Louise…
Me encojo levemente de hombros. Veo moverse sus fosas nasales, como si quisiera aspirar el aroma de nuestra piel. Coloca las manos en mi cintura.
–Señoras, podéis retiraros –digo, soltándoles las manos–. Os deseo buenas noches.
Aquel día, más tarde, se reúne el Parlamento, y él manda a sus miembros a sus respectivos distritos. El Parlamento queda disuelto hasta nueva orden. El país contiene el aliento, pero no se produce ninguna rebelión armada. La jugada ha salido bien.
Los franceses siguen combatiendo. Llegan las heladas, pero los holandeses rompen los diques que contenían el agua del mar y derriten los pólders congelados. Luis avanza por los que no se derriten, moviéndose lentamente con el cañón y la artillería, haciendo crujir el hielo. Surgidos de la nada, aparecen los regimientos holandeses y caen sobre sus filas: han sacado a los marineros de los barcos de guerra atrapados por el hielo, los han armado con mosquetes y los han calzado con patines. Luego, los holandeses perforan el hielo, hundiendo el cañón bajo los pies de los artilleros franceses, que se retiran. ¡Se retiran! Nadie recordaba que el ejército francés se hubiese retirado así en toda su historia.
El Sol ha sido detenido y luego obligado a retroceder. En las calles de Londres, los holandeses son aclamados por los que se supone que deberían ser sus enemigos.
Mientras tanto, ha llegado la esposa adolescente de Jaime, remontando el río en un barco, para evitar los abucheos. Por desgracia, es la noche en la que se recuerda la Conspiración de la Pólvora, la noche en que toda Inglaterra quema efigies católicas para celebrar el fracaso de un complot.
Este año, además de a Guido Fawkes, también queman al papa, al rey de Francia y, por si acaso, a mí. Los monigotes están llenos de pólvora y de gatos vivos, que lanzan unos espeluznantes maullidos cuando son pasto de las llamas. A uno deciden quemarlo justo debajo de mi ventana, en el parque real. Arlington me advierte con una sonrisa que no salga de palacio sin una guardia armada.
–Apenas salgo de palacio –le informo–. Me traen todo cuanto necesito.
–Sois muy afortunada, señora.
Ahora, cuando me mira, me lanza dagas con los ojos. Aún sigue convencido de que soy responsable de que no fuera elegido canciller.
La princesa baja del barco, da tres pasos hacia mí y se inclina graciosamente.
–Alteza.
No tardan en oírse las carcajadas. La pobre muchacha parece confusa. Sin perder tiempo, le devuelvo la reverencia.
–No soy la reina, Alteza. Hoy no está en la corte. Pero os doy la bienvenida en su nombre. Venid, permitidme que os presente a algunos de vuestros nuevos parientes.
Carlos, que baja del barco después de ella, se da cuenta de que he conseguido evitar un incidente y asiente, agradecido. Jaime no se da cuenta. Dicen que está tan absorto en la religión que ni siquiera ha hablado con ella en privado. Y aun así, esta noche la desflorará. No es de extrañar que la pobre muchacha parezca aterrorizada y no me sorprende que me haya tomado por la reina. Con la excusa de mostrarle la corte, la agarro del brazo para tranquilizarla.
Sin embargo, no puedo dejar de pensar que nadie confunde nunca a Nell Gwynne con la reina.
Cuando, al cabo de un mes, la princesa Maria es presentada por fin a la reina, Catalina la trata con desdén. Me parece cruel, siendo como es una niña.
Esta corte es un lugar salvaje, mucho más brutal que Versalles. Me pregunto lo que tardaré en habituarme cuando vuelva allí. Si vuelvo alguna vez, claro. Me cuesta cada vez más imaginar qué será de mí si fracaso en Inglaterra.
Estos lúgubres pensamientos me vienen en un momento extraño, porque no sólo no he fracasado, sino que he triunfado. Finalmente, Carlos me ha convertido en duquesa.
Soy baronesa de Petersfield, condesa de Farnham y duquesa de Pendennis. Luego, unos días después, el rey añade el título de duquesa de Portsmouth.
–Es una ciudad portuaria –comenta en voz alta Nell Gwynne, en mi presencia–. Llena de putas y muy cercana a Francia. Muy adecuada.
Sin embargo, nadie se ríe. Está claro que la corroe la envidia. Por su parte, Luis me responde con análogos honores: el feudo ducal de Aubigny. El mensaje es claro: soy la ilustre protegida del rey de Francia y la favorita, igualmente ilustre, del soberano inglés.
Y aun así… Si fuera posible que tal favor tuviera una desventaja, es que Carlos no habría podido elegir peor momento para concedérmelo. La guerra no resulta menos costosa por el hecho de que se desarrolle lentamente. El odio hacia los franceses es inmenso. Es casi como si Carlos quisiera llamar la atención sobre mi presencia en la corte.
¿Se lo habrá aconsejado alguien? Y si es así, ¿quién? ¿Esperan que el pueblo no le culpe a él sino a mí?
Ahora, en teoría, las damas menos importantes de la corte deberían inclinarse ante mí. Muchas no lo hacen, o intentan escabullirse con un gesto apenas esbozado que parece un encogimiento de hombros. Dejemos que se muestren desdeñosas. Mi familia ya era noble cuando Inglaterra no era más que una avanzada de bárbaros celtas.
Escribo a mis padres para darles la noticia de los títulos. Aún no han respondido a mi carta anterior, en la que les informaba del nacimiento de su nieto. Quizás habría sido mejor esperar y suavizar el golpe con estas novedades. Pero no importa: pronto debería estar en disposición de hacer algo por ellos, algún gesto grandioso que demuestre cuánto ha cambiado la suerte de nuestra familia.
Una noche, una figura vestida de negro aparece en mis aposentos. Una especie de secretario. Educado, discreto, inescrutable. Creo reconocerlo: un miembro del Parlamento, del partido de Arlington.
–Creo que deberíais ver esto –dice, tendiéndome una carta.
Es un despacho, o una copia, de Colbert de Croissy a Versalles. Contiene una diatriba contra determinada mujer.
«Confieso que siempre la encuentro tan poco dispuesta a servir a nuestro rey y con tanta aversión hacia Francia (no sé si porque se siente despreciada o sólo por capricho) que pienso realmente que no merece el favor de Su Majestad. Pero, teniendo en cuenta que el rey de Inglaterra le profesa un gran afecto y le gusta complacerla, Su Majestad juzgará si es mejor no tratarla en base a sus méritos…».
–¿Por qué me la habéis mostrado? –pregunto–. Sois un hombre de Arlington.
–Lo era. Ahora estoy buscando un nuevo protector.
Arqueo las cejas.
–¿Yo?
–Necesito a alguien que esté dispuesto a distribuir las riquezas y no sólo a atesorarlas. Y lord Arlington ya no gozará de más influencias.
–Esta carta no tiene demasiado valor –le digo, golpeteando el papel con los dedos–. Una pataleta irreflexiva, pero sin consecuencias políticas.
–No, en efecto. Pero leed el último párrafo.
Doy la vuelta al papel y termino de leer. Tardo un momento en comprender el alcance de las palabras.
«Se arriesga a ofender a Arlington poniéndose de parte de su rival, Buckingham, pero ¿con qué intención? No es necesario imaginarse que con doscientas mil coronas podremos convencer a un grupo tan grande como el Parlamento para que tome una decisión que sólo la razón debería haber dictado…».
–Buckingham se ha puesto en contacto con un intermediario en la corte francesa, y le ha ofrecido vender los votos de su partido a Luis –me explica–. Su intención era que Colbert no estuviera informado de ello, pero, como podéis ver, lo ha sido, y no está muy contento.
–¿Qué dice Luis?
–Por ahora, nada. Sin embargo, ha enviado a Londres para negociar a un hombre llamado Ruvigny, un antiguo soldado.
Pienso, muy concentrada. Si este plan sigue adelante, Buckingham superará a Arlington en influencia. Pero, al mismo tiempo, Buckingham habrá traicionado al Parlamento vendiendo los votos de su partido. Así pues, más adelante podría revelarse esa información y destruirlo.
Como si me estuviera leyendo el pensamiento, el visitante me dice:
–Arlington será sustituido por Buckingham y Colbert por Ruvigny. Francia negociará con los holandeses. Cuando se haya restablecido la paz, puede que los franceses ya no sean tan odiados en Inglaterra como ahora. En cuanto a Buckingham, quién sabe lo que será de él.
Doblo la carta.
–¿Qué me sugerís que haga para favorecer estos felices acontecimientos?
–Dejadle claro a Luis que no apoyáis a Colbert. Sin él, Arlington está acabado.
–Y Buckingham ganará.
–Buckingham ganará –dice él–. De momento.
La política inglesa es un continuo corro de traiciones y más traiciones, de sobornos, intrigas y ambiciones. Nada es permanente, todo es posible, todo resultado puede ser manipulado. Las posibilidades bailan ante los hombres como fuegos fatuos. Pero este joven parece tener el don de ver con claridad a través de todas esas quimeras de gracias y favores.
–¿Cómo os llamáis?
–Thomas Osborne, señora. A vuestro servicio.
Hace une reverencia.
–Gracias, Thomas. Escribiré de inmediato a Su Muy Cristiana Majestad. Y le diré a Carlos que Buckingham está conspirando. Creo que le interesará mucho saberlo.
Carlo
Los helados, como la venganza, es mejor servirlos fríos; pero, como la venganza, si están demasiado fríos, pierden sabor.
El libro de los helados
Parecía que nada podía impedir que Louise conquistara la corte. A finales de año, Arlington había sido relevado de su puesto. En enero le llegó el turno a Buckingham de ser recusado y juzgado por el mismo Parlamento que, gracias a él, había adquirido tanto poder y cuyos votos había intentado vender a Francia. En el último minuto trató de congraciarse con sus acusadores, declarando que la culpa no era suya sino del rey y de su hermano. «Puedo dar caza a la liebre francesa con una jauría de perros, pero no con un par de langostas»,3 dijo. Un comentario estúpido que le hizo perder el apoyo de las dos únicas personas que se interponían entre él y la Torre de Londres. Al final, presa de la desesperación, dijo haber comprendido sus errores. Encerró en un convento a su amante, lady Shrewsbury, se reconcilió con su esposa, se colocó un cilicio y adoptó las vestimentas y costumbres de los puritanos. Esto le salvó la vida pero no el orgullo, y a partir de entonces fue un hombre sin ninguna influencia.
Carlos se quedó mirando y no hizo nada por ayudarlo.
Para presentarse ante el rey, Nell Gwynne recurrió a uno de sus amigos, el viejo Tim Killigrew, rey vestido de caballero, con capa y fusta incluidas. Cuando el rey le preguntó a Killigrew a dónde iba con tanta prisa, el hombre gritó:
–¡Al infierno! A buscar al señor Cromwell para que vuelva y gobierne. ¡Ni siquiera él podría hacerlo peor!
Carlos se quedó de piedra. Por una vez, le abandonó su buen humor y, bruscamente, dijo:
–La política no es para vos, Nell, y tampoco para vuestro amigo George Buckingham. Haríais mejor en dejar estos asuntos a quien sea capaz de entenderlos.
Ahora sólo Louise podía aconsejarlo, con la colaboración de Osborne y el nuevo embajador francés, Ruvigny. Él la cubría de regalos, y no sólo con joyas, sino con feudos, vitalicios, réditos y tierras. Ella era la amante reconocida en palacio, su primer ministro oficioso y, en la práctica, la reina: era la mujer a la que se dirigían todas las preguntas y cuyas opiniones se traducían en estrategias políticas; era quien tomaba decisiones por un rey que prefería no tomar ninguna.
Carlo
Para una celebración: bombas, banderas, adornos, tartas de varios pisos y otros helados extravagantes.
El libro de los helados
–Quiero organizar un baile –me anunció Louise un día de primeros de abril–. Algo especial. Algo de lo que sigan hablando incluso después de que se hayan olvidado de Nell Gwynne.
–¿En qué habíais pensado?
–Un festival de helados –dijo, de repente–. Una feria de hielo, pero… en verano. Tal vez a principios de junio, para celebrar el aniversario del rey. ¿Es posible?
Lo pensé.
–Sí, si utilizamos de una vez todo el hielo que había almacenado para todo el año.
–¿Podéis congelar el Támesis?
Sonreí.
–Eso es imposible, incluso para mí. Pero podemos colocar bloques de hielo junto al césped y sellarlos con agua para convertirlos en una especie de lago en el que se pueda patinar.
–¿Y qué me decís de un edificio? ¿Un palacio de hielo?
–No veo por qué no. En una ocasión, Buontalenti construyó una gruta de hielo para los Médici en pleno verano. Ordenó a los escultores que esculpieran animales en el hielo y árboles para esconderse…
–¡Sí! ¡Animales y árboles! –me interrumpió–. Y un jardín de hielo a orillas del río. Arlington me privó de la coronación: este baile será mi desquite.
–Entonces, podríamos construir un arco de triunfo de hielo para que el rey y vos lo crucéis.
Lo dije medio en broma, pero ella asintió.
–Y mesas de hielo para comer…
–Fuentes heladas…
–Y hogueras entre el hielo, y faroles. En cuanto a la comida, quiero un festival de helados para mis invitados y los del rey.
–Costará una fortuna –le advertí.
–Le gusta derrochar –dijo–. Eso le hace sentirse como un rey.
Debería haber pensado que era extravagante, incluso ridículo, gastar toda la reserva anual de hielo para una única noche de placer. Y aun así, una parte de mí estaba entusiasmada. Tenía que ser el triunfo de Louise, pero también sería el mío. Después de esa noche, el nombre de Demirco sería famoso en toda Europa, como los de Buontalenti o Varenne.
Un espectáculo de esas proporciones requería los servicios de un ejército, y en nombre del rey, podría procurarme uno. Era exactamente la clase de ilusión fantástica y efímera que Carlos adoraba. El invierno en pleno verano, unos costes astronómicos, un presente de su amante favorita, un acontecimiento del que hablaría toda Europa: tenía los ingredientes justos. Me ordenaron que no reparara en gastos y que cuidara hasta el último detalle. Si me faltaba hielo, sería requisado de los nobles que contaban con un depósito o sería enviado desde Francia. Si necesitaba algo más, algún talento o pericia especial, debía acudir directamente a él.
Creo que siempre tenía en mente el día de su Restauración: entró en Londres al mando de veinte mil soldados, la gente lloraba de alegría, las calles estaban llenas de flores, las campanas de las iglesias repicaban y el vino manaba de las fuentes.
En las oscuras y frías bodegas, los hombres empezaron a esculpir árboles, animales, fuentes y otras figuras que había ordenado. Dryden y Marvell empezaron a trabajar en las máscaras, Kit Wren abandonó el proyecto de St Paul para diseñar un gran pabellón de hielo, una catedral del placer cuya brillante fachada superaría en magnificencia todo lo que se había visto hasta entonces en Inglaterra. Hooke y Boyle, dos hombres con ingenio, inventaron un sistema de conductos para transportar agua de mar helada bajo la estructura para impedir que se derritiera. Y fue el propio Carlos quien eligió el sitio: Barn Elms, a tres millas de Londres, donde un recodo del río daría la impresión de una llanura inundada y congelada.
Era imposible mantener en secreto algo así. En realidad, Louise no quería que lo fuera: esa fiesta era, como dijo ella, una especie de coronación, y creía que el odio que la gente le profesaba se acabaría convirtiendo en aprobación.
–Será un circo –dijo–, y al pueblo le gusta el circo.
Ordenó que se declarara fiesta durante una semana y que se decoraran los árboles de mayo. Luis XIV mandó una carroza de hielo para que Carlos pudiera hacer su entrada a lo grande.
–Y preparadnos algo especial –me dijo–. Un helado exclusivo en honor a Su Majestad, como en otra ocasión hicisteis para mí.
Ahora, al mirar atrás, recuerdo aquella primavera como uno de los tiempos más felices que pasé en Inglaterra. Estaba con Louise casi a diario, pensando los detalles del baile. Era un proyecto grandioso, y estaba seguro de que me haría famoso. Dominaba el arte de los helados hasta tal punto que posiblemente no había nadie en el mundo que me igualara. Además, cabía la posibilidad, si al final se negociaba la paz entre Francia y Holanda, de que un día ella y yo regresáramos a Francia.
La noticia de que Rochester había sido expulsado de la corte no hizo sino aumentar mi buen humor.
–Escribió una sátira demasiado ofensiva, incluso para el rey –me explicó Louise.
–¿De qué trataba?
–Decía que el rey es impotente.
–Comprendo que no quiera que tal calumnia quede sin castigo.
–Al contrario. –Mirando a su alrededor para cerciorarse de que nadie podía oírla, añadió–: Rochester ya había hecho bromas parecidas en el pasado y no le expulsaron. La diferencia es que ahora es verdad.
–¿El rey es impotente?
–A menudo.
–Eso debería facilitaros las cosas, ¿verdad?
–No exactamente. –Hizo una mueca–. No quiere admitirlo, y lo intenta… Y cuanto más lo intenta, menos lo consigue.
–¿Y sólo le ocurre con vos?
–Al parecer, no. Esperadme aquí, voy a buscar el poema. Como de costumbre, alguien me ha hecho llegar una copia por debajo de la puerta.
Se acercó al asiento del clavicémbalo y lo abrió.
Eran las mismas obscenidades de siempre, pero había una estrofa en particular que me dejó sin aliento.
Debéis creerme, el tiempo me dará la razón. La pobre y esforzada Nelly debe usar las manos, los dedos, la boca y los muslos para levantar su miembro preferido.
–Incluso Rochester sabía que esta vez había ido demasiado lejos: no quería que el rey lo leyera, pero se lo entregó por error junto con otro poema. Pero, evidentemente, después de haber sido expulsado de la corte, la gente dice que es verdad.
–¿Esto afectará vuestra posición?
–No veo por qué. Confía demasiado en mí como para prescindir de mis servicios.
–Estoy seguro de que, en alguna ocasión, Arlington dijo lo mismo –le advertí–. O Clifford, Clarendon, Buckingham o cualquier otro de los ministros que ha destituido a lo largo de los años.
–No os preocupéis. Sé lo que hago.
Tenía razón… hasta cierto punto: ahora controlaba todos los resortes del poder, pero eso no impedía que sus enemigos hicieran un último intento por destronarla. Mientras estábamos preparando la fiesta con la que celebraría su victoria, todos los que había derrotado estaban conspirando contra ella. Sabían que no podrían vencerla por sí mismos y necesitaban ayuda externa. Y la encontraron en la encantadora hermana de Olympe de Soissons, Hortense Mancini, duquesa de Mazarino.