¡Quieto! ¿Estás loco? ¡Maldito y estúpido perro! Antes de recitar el epílogo debo resucitar.
De pronto, todo el teatro estalló en risas y vítores, que sólo cesaron cuando Nellie levantó la mano. Luego se oyeron algunas expresiones lascivas, hasta que la actriz se encaminó hacia un lado del escenario para dirigirse al rey.
Adiós, mi señor, pero daos prisa en volver: Estoy segura de que tardaré en disfrutar de vuestra compañía. En cuanto a mi epitafio, cuando muera, no confío en ningún poeta, yo misma lo escribiré: Aquí yace Nelly, que aunque en vida fue una pazpuerca, murió como una princesa, interpretando a santa Catalina.
Acto seguido empezó a bailar, levantándose las faldas y dando vueltas para levantarlas aún más, una exhibición que el público alentó con silbidos y aplausos. Era una mujer bajita y hermosa, con unas piernas bien torneadas y un rostro expresivo y exuberante. Sin embargo, a mí no me gustó.
La segunda obra era La conquista de Granada. En esta ocasión, Mrs. Gwynne hizo su entrada en escena con un estrafalario vestido, un sombrero del tamaño de la rueda de una carroza, una enorme peluca que le cubría la espalda y unas botas muy grandes. El público se echó a reír a mandíbula batiente.
–¿Por qué se ríen? –le pregunté a Cassell.
Él también se reía, pero se limitó a sacudir la cabeza.
Sin quitarse aquel enorme sombrero, la actriz se inclinó sobre un actor que lucía una corona de cartón en la cabeza y que hurgaba en un cofre lleno de joyas. Acto seguido, la actriz empezó a hablar. Tenía una voz distinta de la otra función: empleaba un tono de duda, pronunciado las palabras muy despacio. Sin embargo, su forma de hablar me resultaba familiar.
De pronto, comprendí lo que estaba ocurriendo. Aquel enorme sombrero era una broma de la moda francesa, y el acento de la actriz trataba de imitar el de Louise. En realidad, era Louise: con una precisión desconcertante, la actriz se había transformado en la muchacha francesa. En un momento dado cruzó el escenario, imitando, a pesar de su baja estatura, la figura más alta y ágil de Louise. La forma característica de andar de mademoiselle de Keroualle se exageraba cómicamente, convertida en una parodia de Louise, una mujer manipuladora y vanidosa que se contoneaba con coquetería.
–¡Yo no mala! –balbuceó Mrs. Gwynne, apartando al actor–. ¡Si pensarrr serrr así de mala, yo corrrtarme la cabeza!
–¡Madame Cartwheel! ¿Acaso no comprendéis que os amo? –le imploraba el hombre, poniéndose de rodillas y guiñándole un ojo al público, que se estaba riendo a carcajadas.
Incluso las vendedoras de naranjas se reían a gusto, dejando caer las frutas de sus cestas.
–¡Oh, Majestad! Yo no os puedo amarrr. Soy una grrran dama de Frrrancia.
El hombre le ofreció algunas joyas del cofre.
–Bueno… Tal vez pueda amarros un poco –dijo ella, metiéndose las joyas en el pecho.
El público estaba muerto de risa.
Levanté la vista para observar al rey. Se reía a carcajadas. A su lado, en el palco real, Louise mostraba un rostro inexpresivo.
–Ya tengo bastante –le dije a Cassell, bruscamente.
Se había llevado una mano al costado, como si le doliese.
–No, esperad –dijo, jadeando–. Pronto empezará la comedia.
–Ya he visto bastantes idioteces por hoy.
Furioso, me abrí paso entre aquellos estúpidos ingleses. A regañadientes, Cassell me siguió.
–Queríais que viera eso –dije, cuando por fin salimos a Drury Lane.
Él asintió con la cabeza, sin remordimiento alguno.
–¿Por qué?
–Venid, busquemos una taberna.
Se dirigió hacia el Strand y me coloqué a su lado.
–Una cosa es seducir al rey –me dijo, con voz tranquila–. Y otra acapararlo. Como acabáis de ver, no son pocas las mujeres que se lo disputan.
–¿Nell Gwynne?
–Entre otras. La duquesa de Cleveland se ganó sus títulos nobiliarios en su lecho, y podría añadir otras a su colección. Moll Davies, la actriz, tiene una bonita casa en Pall Mall. Y Peggy Clift disfruta de un vitalicio de ochocientas guineas al año. Y éstas son sólo las que ya ha conquistado. Hay muchas mujeres jóvenes en la corte deseosas de ocupar el puesto de la madam Carwell. –Se dirigió hacia una taberna con vistas al río–. Y no bastará con la mera aquiescencia. Tendrá que recurrir a todas sus sucias artimañas francesas si quiere…
No pudo terminar la frase. Le di un puñetazo en la cara. Sentí los nudillos golpeándole los dientes. Acto seguido, yo estaba en el suelo, con el cuchillo de Cassell en la garganta: la hoja era tan firme como aquellos ojos que me miraban fijamente.
–Cuidado, signor –susurró–. Me caéis bien, pero no toleraré que nadie me insulte así.
–Y yo tampoco –repliqué, sin apartar la mirada.
Al cabo de un momento retiró el cuchillo.
–¡Por los clavos de Cristo! –exclamó, incrédulo–. Vos también estáis enamorado de ella.
Me puse de pie.
–No seáis ridículo. Simplemente no soporto que me tratéis como si fuera su alcahuete. Si queréis hablar con ella sobre lo que debe o no debe hacer, ocupaos vos mismo.
Me sacudió con la mano el polvo de la espalda, como si nunca hubiéramos tenido una pelea.
–Por supuesto –dijo–. Si os he ofendido sin quererlo, signor, os ruego que aceptéis mis disculpas.
Su tono era cortés, aunque detecté en sus ojos una expresión pensativa.
Louise
Aquel ataque tan directo me deja casi sin aliento. Estoy acostumbrada a los maliciosos bon mots, a los comentarios mordaces, a los apartes sonrientes pero malévolos de Versalles, pero la cruda barbarie de Nell Gwynne es algo completamente distinto. Hago lo posible por no gritar durante la función.
Luego, todos la aplauden. Puedo perdonar las risas –cualquiera puede reírse y luego arrepentirse de haberlo hecho–, pero ¿aplaudir?
Tengo las manos cruzadas sobre mi regazo. Carlos se da cuenta y se vuelve hacia mí.
–Al principio pueden parecen unos salvajes –dice, con aire de disculpa–, pero sólo es su forma de daros la bienvenida.
–Pero ¿por qué me odia tanto esa mujer?
Carlos mira hacia el escenario, donde Eleanor Gwynne está ejecutando otra danza mientras el público sigue el ritmo de la música con palmas.
–No os odia. Es sólo el modo de divertirse de Nelly. Os ruego que no os lo toméis en serio, Louise. A Nelly le encanta gastar bromas.
Carlo
Para una gran ocasión, no hay nada mejor que un helado.
El libro de los helados
–Es un ataque contra todos nosotros –dice Arlington–. Nell es la criatura de Buckingham. Él no ha olvidado que se ha comportado como un estúpido en lo referente al tratado. Estaba esperando su oportunidad.
–Es, sobre todo, un ataque contra Francia –responde Colbert. El embajador francés, un hombre bajito, se había unido a nosotros en aquella ocasión–. No podemos permitirnos pasarlo por alto.
–No debemos hacer nada –dijo Walsingham–. Puede que la sátira de Nell le haya hecho gracia al rey, pero el único efecto que ha tenido es lanzarlo aún mas en brazos de madam Carwell. Carlos no ha visitado a Nell desde la muerte de su hermana. Ni a ninguna de sus favoritas, a decir verdad. La duquesa de Cleveland ha tenido que aplacar sus apetitos carnales con un acróbata.
Nadie le preguntó cómo se había enterado. Las informaciones de Walsingham tenían fama de ser fidedignas siempre.
–Puede que vos podáis pasarlo por alto –admitió Colbert–, pero yo no. La reputación de Francia está en juego.
–¿Y qué pensáis hacer? –preguntó Arlington, en tono irónico–. ¿Vengaros con una comedia sobre el asedio de Orleans?
–Un baile –respondió el embajador, con voz firme–. Organizaré un baile. Después de todo, es justo celebrar que Su Majestad se haya recuperado. Y será una ocasión para enseñar a vuestros compatriotas cómo se hacen esta clase de cosas. No repararemos en gastos –Me miró fijamente a los ojos–. Serviremos helados, signor. Helados para ochocientos invitados. Tendremos que recordar a todos de dónde provienen los placeres del rey.
No era una petición.
En realidad, aunque el embajador me hubiera dejado elección, habría cogido al vuelo la oportunidad que suponía el baile. Aquí, en Inglaterra, me estaba volviendo loco, enjaulado en esta pequeña corte, en este pequeño país, preparando helados para un círculo de gente tan reducido.
El embajador no era el único que quería enseñarles cómo se hacían las cosas en Versalles.
Poco a poco, el proyecto fue tomando forma. Nos adueñaríamos del parque de St James y lo transformaríamos en una réplica de los jardines del placer de Versalles. Levantaríamos un enorme palacio de tela y papel mâché, que estaría en pie una sola noche, como en los divertissements de Luis XIV. Una orquesta de músicos franceses, traída para la ocasión. Y todos los invitados de la nobleza llevarían máscaras, como en carnaval.
Los helados también serían particularmente refinados. Colbert serviría el vino de Champaña pétillant blanc, el símbolo de la cooperación anglo-francesa: el vino francés, en unas botellas especialmente resistentes, inventadas por un miembro de la misma Royal Society a la que pertenecía el honorable Robert Boyle.
Y yo…, yo serviría sorbetes de champán.
El uso del alcohol, lo sabía muy bien, complicaba la elaboración de los helados. El vino es un ingrediente difícil, y el vino espumoso más aún. Sin embargo, empezaba a tener la suficiente confianza en mis habilidades como para intentarlo.
Evidentemente, no sería el único helado del menú. Después de pensarlo mucho, decidí preparar un sorbete de granada con salsa de champán; una gelatina de manzana y crisantemo y un granite de con leche aromatizada con hinojo. Las cocinas del embajador se ocuparían del plato principal, una serie de carnes francesas, pero los postres serían cosa mía: una selección de sorbetes entre los cuales, ¡por fin!, haría su primera aparición pública mi helado de pera y crème anglaise, esa noble alianza, servida en una doble corona crujiente con brandy para simbolizar la feliz unión de los dos reyes.
Louise
El embajador francés quiere saber si el rey asistirá al baile.
–No lo sé –le digo–. Él aún está de luto por la muerte de su hermana.
–Naturalmente –murmura el embajador–. La muerte de esa dama fue una auténtica tragedia…, y aun así no lo lamento, porque fue eso lo que os ha traído aquí. Es una suerte para Francia que el rey haya hallado consuelo en la compañía de una compatriota nuestra.
Siempre habla así, en un tono ampuloso, exagerado y arrogante. Lanza insinuaciones y espera que yo lo contradiga; si no lo hago, piensa que he confirmado sus hipótesis, cuando lo cierto es que, simplemente, no son asunto suyo.
–He ordenado que preparen helados –añade, un momento después–. Helados, con la esperanza de que el rey nos honre con su presencia.
–Sí. Esperemos que así sea.
Y, efectivamente, dos días antes del baile llegan tres paquetes, entregados por criados de librea. Los acompaña una nota.
Basta de duelo. CR.
Carolus Rex. El rey Carlos. Una orden real.
Dentro del primer paquete hay una máscara con unos minúsculos diamantes rojos. En el segundo, un vestido: unos calzones de bandolero, una camisa corta como la de un conquistador, un sombrero de tres picos, todo ello confeccionado con seda brillante y cosido con hilos de plata. El último paquete contiene unas botas, un cinturón y una pistola de plata.
Me recojo el pelo en una masculina cola y me pinto los labios del mismo color rojo oscuro que la máscara.
Carlo
Para preparar un sorbete de champán: mezclar cuatro copas de champán, una de agua y una de azúcar en una marmita y hervir con la piel de un limón hasta que el azúcar se haya disuelto. Dejar enfriar y añadir el zumo del limón. Mientras se congela, remover el sorbete con un tenedor.
Para preparar la gelatina de crisantemo y manzana: hervir a fuego lento cinco o seis manzanas verdes y una docena de flores de crisantemo en una marmita y colar. Cuando el líquido se haya enfriado, añadir una taza de sirope de azúcar y una pizca de resina. Verter en copas y dejar enfriar sin congelar.
El libro de los helados
Preocupado, como de costumbre, por guardar mis secretos, sólo dejaba que me ayudara el personal del Red Lion. Había mucho que hacer, y me dediqué a ello con entusiasmo, contento, por una vez, de pensar en algo que no fuera la política. Trabajamos duro durante dos semanas y, una vez terminados, conservamos los sorbetes en hielo.
Retrasé cuanto pude mi llegada al baile: sabía que, al final de la velada, el calor sería insoportable, y quería que mis helados estuvieran fríos el mayor tiempo posible. Por eso no me sorprendió ver que había mucha gente en el parque. Lo que sí me sorprendió, en cambio, fue descubrir que la muchedumbre no estaba allí para disfrutar del espectáculo, sino para demostrar su hostilidad.
–¿Por qué gritan así? –pregunté.
Hannah, montada en la parte trasera de la carroza que transportaba los baúles de los helados, respondió, con voz tranquila:
–Creen que Francia quiere convencernos de luchar contra los holandeses para, una vez flaqueen nuestras fuerzas, volverse contra nosotros.
«¡Ni guerra ni papa!», gritaba la multitud, y también «¡Mandadlos a casa!» y «¡Fuera los católicos!». Cuando intentamos entrar en el parque, empujaron la carroza, e hice todo lo posible por proteger los helados.
–¿Es que los soldados no son capaces de mantener el orden? –grité, exasperado.
Un hombre depositó un panfleto en mi mano.
–¡Mirad los dibujos, leed los versos! ¡Grabados con las escandalosas seducciones de madame Carwell! ¡Contemplad cómo se divierte el viejo Rowley!
Lo aparté con un pie y el hombre acabó tirado en el fango.
Bajo la carpa, en cambio, todo era decoro y elegancia. En todos los rincones había lacayos con peluca, listos para servir mis sorbetes de champán en bandejas de plata. Sonaba música francesa y se oían conversaciones en francés mientras se ejecutaban las danzas lentas y solemnes de Versalles. Vi cómo las luces de cuatro enormes candelabros iluminaban las copas de cristal, haciendo brillar los sorbetes como si fueran diamantes. Incluso las botellas de champán se enfriaban en urnas esculpidas con resplandecientes bloques de hielo.
Estaba muy ocupado: estaban llegando ya los primeros invitados mientras yo repartía los baúles con los helados, uno para cada pareja de lacayos.
–Mantened fríos los helados todo el tiempo que podáis –les ordené–. Cuando no quede ninguno en vuestra bandeja, volved a llenarla con los sorbetes que hay en el baúl, pero cerrad la tapa de inmediato o lo único que quedará en su interior será una sopa fría.
Me miraron, sin comprender lo que les decía: nunca habían oído hablar de helados, y tuve que explicarles pacientemente más de una vez por qué las bebidas que iban a servir debían estar muy frías, y porqué calentarlas no era una buena idea. Tras afinar los instrumentos, la orquesta empezó a tocar: los trompeteros anunciaron la llegada de los primeros invitados. El embajador cogió una bandeja de sorbetes y se colocó junto a la entrada para saludar a los invitados y darles a probar aquella novedad procedente de Francia.
Yo seguía estando ocupado: iba de un lado a otro, tratando de hacerles comprender a los lacayos que, una vez disuelto, el sorbete podía tirarse. Algunos vaciaban sus bandejas antes que otros, y tuve que redistribuir los baúles para asegurarme que ninguno de ellos se quedaba sin sorbetes…
Y entonces la vi. La vi y el mundo se detuvo.
Louise
Las otras mujeres se han disfrazado de pastorcillas, ninfas y personajes de la mitología griega y francesa. Incluso las danzas son francesas: minuetos, movimientos elegantes y pasacalles. Toda la gente importante de Londres está aquí, y también todos los aristócratas y cortesanos franceses que viven en Inglaterra. Un ataque contra Francia es un ataque contra todos ellos, y ahora están ansiosos por ver si el rey mostrará su apoyo a Francia asistiendo a la recepción del embajador francés.
Si no asiste, será una señal incontrovertible de que se ha roto la alianza.
Y entonces, ¡por fin!, una figura alta, con el rostro enmascarado, aparece en lo alto de las escaleras, acompañada por un pequeño grupo formado por sus cortesanos favoritos. La multitud enmudece, como una bestia al acecho, y luego estalla en vítores más entusiastas que antes.
El rey. El rey está aquí.
Y…
Ya no lleva luto por la muerte de su hermana. Luce un sombrero de tres picos con plumas, un jubón cosido con hilos de plata y unas botas por encima de la rodilla, como las de los mosqueteros franceses.
El rey apuesta por Francia.
Mientras avanza hacia mí, renunciando de inmediato a fingir que, a pesar de la máscara, va de incógnito, la gente se inclina con un movimiento ondulatorio. La fuerza que emana su presencia provoca una reacción de obediencia entre la muchedumbre, como una guadaña segando el trigo.
Se inclinan a sus espaldas, pero él los ignora y sigue avanzando.
Se detiene frente a mí.
En vez de inclinarme, levanto la pistola, apuntándole al pecho. Al corazón. Un grito ahogado inunda la sala, antes de que se haga el silencio.
–Una prenda, por favor –digo, con voz tranquila.
El rostro enmascarado me mira fijamente.
–Hay tres cosas que podría daros, hermosa bandolera. ¿Imagináis cuáles son?
Sus cortesanos se echan a reír, pensando en seguida en su alcoba. Sacudo la cabeza.
–Puedo concederos un baile, puedo daros un beso o entregaros mi corazón. ¿Qué elegís?
Bajo el arma.
–Un baile, entonces.
–Muy bien.
Me acompaña a la pista de baile, y los músicos empiezan a tocar la pieza otra vez, de modo que todos los bailarines se ven obligados a empezar la danza desde el principio.
Cuando el baile está a punto de llegar a su fin, él coloca sus manos sobre las mías, palma contra palma, entrelazando los dedos. Sus ojos, oscuros tras la máscara, se posan en los míos.
Luego abre un poco los brazos, con los dedos aún entrelazados, obligándome a acercarme a él. Una vez más, siento que el silencio cae a nuestro alrededor.
¿Sigue siendo parte de nuestro juego? ¿O se trata de algo más?
El más dulce de los besos, en la comisura de los labios. El perfume de su colonia, almizcleño y francés. El roce de su bigote. Luego, sus labios presionan con más fuerza, adhiriéndose a los míos.
Involuntariamente, mi cuerpo se tensa, y él da un paso atrás.
Todos los que nos rodean empiezan a susurrar.
Él acerca la boca a mi oreja.
–Por un beso como éste lucharía en mil guerras.
Carlo
Para preparar un sorbete de granada: exprimir las granadas necesarias para obtener dos tazas de zumo. Añadir media taza de azúcar para endulzar; luego, remover la mezcla y congelar. Para servir, verter champán sobre el sorbete, decorándolo con semillas de granada y trocitos de naranja recubierta de azúcar.
El libro de los helados
El disfraz de bandolera le quedaba bien. Resaltaba su cintura sutil, sus estrechas caderas, su larga espalda y su elegante cuello. Sin embargo, era su porte lo que la distinguía de las aristócratas inglesas que la rodeaban. Sólo por su forma de moverse estaba claro que se trataba de una dama francesa de alta alcurnia.
El rey bailó con ella. No podía quitarle los ojos de encima. Nadie era capaz de hacerlo, aunque para mí era algo muy distinto.
Por la forma en que la miraba el resto de la gente, se diría que ella era una presa y los demás una jauría dispuesta a despedazarla. Estaba sola contra todos, y aun así no vacilaba.
La miré, y supe que la amaba.
¿Cómo había podido negarlo? La había amado desde que me había encontrado con ella en el bosquecillo de nísperos de Versalles.
Tal vez volvamos a vernos.
Si ambos seguimos buscando lugares donde estar solos, podéis estar seguro de ello, signor Demirco…
El baile llegó a su fin. El tiempo retomó su inexorable marcha. Sin embargo, yo seguí mirándola cuando el rey la soltó. Ella se dirigió de nuevo a un rincón de la sala. No había nadie que fuera a reunirse con ella, no tenía con quien estar.
Había oído comparar el amor con el fuego. Pero es un error. Si tocas una llama, retrocedes. El dolor es rápido y repentino, pero luego desaparece.
El amor es como el hielo. Se acerca con sigilo, penetrando en tu cuerpo furtivamente, minando tus defensas, buscando los rincones más recónditos de tu piel. No se parece al calor, al dolor o a una quemadura, sino más a bien a una insensibilidad interna, como si el corazón se endureciera, convirtiéndote en piedra. El amor te agarra, apretándote con una fuerza que puede romper una roca o quebrar el casco de un barco. El amor es capaz de levantar bloques de piedra, triturar el mármol o secar las hojas de un árbol.
La amaba, pero nunca podría tenerla.
Entonces, algo me instó a volverme, y vi una figura alta que también la estaba observando por encima de las cabezas de sus cortesanos. Todos se reían y bromeaban, pero él no les prestaba ninguna atención. Miraba fijamente a Louise, inmóvil como una estatua. Tan inmóvil como yo.
El rey.
Comprendí que él también la amaba, como yo.
Carlo y el rey Carlos. El perro y el gato. Dos reflejos en un espejo. Éramos rivales y, al mismo tiempo, no lo éramos.
Porque él era un rey, y yo no. Él podía tenerla, pero yo no. Al final, el hielo acabaría abandonando su corazón, pero se quedaría en el mío para siempre.
Louise
Las máscaras no engañan a nadie. Pero, aun así, no reconozco a la mujer que lleva una máscara a cuadros y que se coloca junto a mí frente a la mesa de la comida.
–Así pues, vos sois mi sustituta –dice.
–¿Disculpad?
Me vuelvo para mirarla. Es alta, con un bonito cuerpo y mayor que yo. Sin embargo, hay algo en su porte –se la ve fuerte y segura, acostumbrada a dar órdenes– que me pone en guardia.
–Oh, no os preocupéis –dice–. He durado mucho. Además, como sin duda alguna ya habréis descubierto a estas alturas, algunos de sus… peccadilloes pueden resultar bastante fastidiosos.
–¿Quién sois?
–¿No lo sabéis? –Parece divertida–. Bueno, supongo que somos muchas donde escoger. Sin embargo, soy la única que ha conseguido un título. Pero ojo: tuve que dejar que me observara mientras estaba con tres de sus guardias antes de que me nombrara duquesa.
A pesar de la máscara, mi expresión escandalizada debía ser evidente.
–Oh, ¿con vos aún no lo ha probado, verdad? –murmura–. Tiempo al tiempo, querida, tiempo al tiempo. Pero no os dejéis engañar por sus exquisitos modales. A pesar de su encanto, es un libertino, como todos los demás.
Un lacayo se acerca con una bandeja de langostinos. Pincha uno con un cuchillo y lo coloca frente a mi cara. Me doy la vuelta. La mujer se ha esfumado.
–¿Dónde están las letrinas? –le pregunto al lacayo–. De prisa… Creo que voy a vomitar.