SEGUNDA PARTE
«¿Debemos renunciar al Gran Asunto? Debemos temer que el dolor del rey de Inglaterra, que es más profundo de lo que se puede imaginar, y que las habladurías y los rumores de nuestros adversarios lo arruinen todo».
Colbert de Croissy, embajador de Francia en Londres, a Lionne, secretario francés, en julio de 1670
Carlo
Una sencilla crema de limón es el más noble de los helados, y se prepara fácilmente, teniendo en cuenta que el éxito en la elaboración de los demás es incierto.
El libro de los helados
Así era, en aquel momento, la tierra en la que me habían obligado a exiliarme: una costa baja y llena de fango gris que se dividía progresivamente, dando lugar a las dos orillas de un estuario. Sobre las plateadas marismas, marcadas por el rastro que dejaban las patas de las gaviotas, había algunas desvencijadas granjas que se recortaban contra el horizonte. Salvo por la presencia de algunos esqueléticos cerdos, parecían abandonadas. La gente debía de estar dentro, protegiéndose de la helada lluvia: yo habría hecho lo mismo, pero, desde hacía poco, el barco había sido destinado a transportar excrementos de animales y mi olfato, acostumbrado a los perfumes de la corte, era demasiado delicado para tolerar el hedor que había bajo el puente de cubierta. Además, me fascinaba aquel país; me fascinaba y me inquietaba su vulgar brutalidad, su monotonía, la forma en que se elevaba a regañadientes de las aguas grises, gradualmente, tan distinta de los deslumbrantes peñascos y de los acogedores puertos de Italia o Francia.
Finalmente, cuando el estuario se estrechó, convirtiéndose en la desembocadura de un río, vi algunos edificios y muelles. Me protegí los ojos con la mano. Las construcciones eran del mismo color marrón del fango, y los tejados estaban cubiertos por una especie de paja oscura. «He llegado a un país sin colores», pensé, y no era sólo el frío lo que me hacía temblar.
Recordé el momento en que había recibido las órdenes del gran Lionne en persona, en su enorme despacho del Louvre.
–En estos momentos estamos involucrados en una operación diplomática muy delicada que podría afectar el curso de nuestra campaña militar. Me complace anunciaros que, a pesar de vuestra reciente deshonra, estáis en la afortunada posición de poder ayudar a Su Muy Cristiana Majestad en este asunto.
No tenía elección, eso había quedado muy claro. Como de costumbre, de tapadillo, había una implícita amenaza. A pesar de todos los esfuerzos de los médicos, la muerte de madame seguía siendo un misterio, y por toda la corte seguían circulando rumores de envenenamiento o de la incompetencia de los médicos.
–Se dice que el monarca inglés, el rey Carlos, está destrozado por el dolor. Cuando se enteró de lo de su hermana, se encerró en sus aposentos. Durante tres días se prohibió la entrada a todo el mundo, incluso a los médicos. –Lionne hizo una pausa–. Nuestro rey, evidentemente, también está destrozado. Pero de un modo equilibrado. Luis nunca perdería el control de ese modo.
Asentí, aunque sin saber a ciencia cierta adónde quería llegar. Ojalá hubiese prestado atención cuando la gente que estaba a mi alrededor discutía los detalles de aquel asunto político.
Lionne rodeó su escritorio y empezó a andar, acercándose y alejándose de la ventana.
–En el caso del rey inglés, parece que el dolor le haya hecho perder la razón. Ese príncipe, amante de los placeres y en tiempos simpatizante de Francia, parece estar convencido de que su amada hermana ha sido asesinada por su esposo y que nosotros se lo ocultamos. Ha despedido a su sastre, se ha librado de su amante y ha sumido a toda la corte en el más profundo de los duelos. En vez de organizar fiestas y espectáculos, ahora se dedica únicamente a gobernar y a los intereses de su país. En vez de permitir que sus generales se preparen para la gloria de la guerra, titubea y prefiere hablar de finanzas. Da largos paseos por el campo en solitario, y habla con sus súbditos, quienes le dicen con toda franqueza que están descontentos con su política. Y en lugar de reprenderles por su arrogancia, se muestra de acuerdo con ellos.
Lionne se encogió elocuentemente de hombros ante la locura de los reyes extranjeros.
–Y así, el alegre monarca se ha convertido en el soberano del dolor. Y Francia es el país que más se resiente de ello.
Lionne volvió a su escritorio y me observó por encima de las manos entrelazadas.
–Así pues, Su Muy Cristiana Majestad ha decidido hacerle un presente a su primo inglés. Algo que consiga devolverle el buen humor, una demostración de lo mucho que le importa mantener su alianza con él.
Claro, la alianza. Si Luis quería convencer a Carlos de que su tratado debía sobrevivir a la muerte de madame, el regalo tenía que ser algo muy especial.
–Su Muy Cristiana Majestad ha decidido ofrecerle al rey Carlos… un helado. –Una gélida sonrisa apareció de repente en la mirada de Lionne–. Y ahí es donde entráis vos, por supuesto.
Con ciertas dudas dije:
–Naturalmente, será un honor ayudar a Su Majestad en este proyecto, pero los secretos de mi profesión están cuidadosamente protegidos. En el caso de que tuvieran que ser revelados a un cocinero inglés, ¿no creéis que mis colegas me acusarían de poner en peligro su sustento?
–Creo que eso ya ha ocurrido. Por lo que me han dicho, hay un pastelero en Florencia que cree que ha sido traicionado por un joven criado.
Lionne cogió un documento del escritorio y me lanzó una inquisitiva mirada. No dije nada, pero el corazón me dio un vuelco. De algún modo estaba convencido de que Audiger había intervenido en aquel asunto.
–En cualquier caso, no estamos sugiriendo que reveléis vuestros conocimientos. Todo lo contrario. El hecho de que vuestros métodos sean secretos es lo que hace tan generoso el presente de Su Majestad.
El ministro me miró con expresión altiva.
–Para ofrecer el helado al rey Carlos, debemos ofrecerle también a su creador. ¿Lo entendéis?
Lo miré fijamente. Ni siquiera en los momentos de mayor desesperación había imaginado algo así.
–¿Me echáis? ¿Me desterráis?
–Digamos que os dejamos en préstamo. Su Muy Cristiana Majestad tiene la suerte de contar con dos experimentados pasteleros. Es comprensible que le ofrezca uno de ellos a su aliado del otro lado del canal.
–Pero… ¿Cuánto tiempo estaré fuera?
Lionne se encogió de hombros.
–Vuestra misión consiste en que el rey de Inglaterra recupere la alegría de vivir. Cuando eso ocurra, volverá a ser amigo de Francia.
«Porque necesitará vuestro oro para costearse sus placeres», pensé, recordando lo que me había dicho Olympe.
–Declarará la guerra a los holandeses y entonces nosotros también nos moveremos. Ganaremos la guerra en seguida, y vos podréis regresar a Versalles.
No dije nada. Incluso yo era capaz de ver que las cosas no serían tan fáciles. Y aunque lo fueran, cuando volviera, Audiger ya sería el presidente del gremio de pasteleros de París.
Sin darle demasiada importancia, Lionne añadió:
–Y de vez en cuando podría haber otras obligaciones… Los mensajes de la muchacha bretona, que vos nos transmitiréis. Observaciones sobre ella, sobre el rey y sobre otros miembros de la corte inglesa que ya os indicaremos.
–¿La muchacha bretona?
–¿No os lo había mencionado? Alguien ha sugerido que el rey Carlos podría ver aliviado su dolor si acogiera, como una obra de caridad, a una de las damas de compañía de su hermana para que estuviera al servicio de la reina. Tal honor ha sido otorgado a la muchacha bretona, De Keroualle. ¿Sí? ¿Qué ocurre?
El ministro me miró inquisitivamente. Lancé un suspiro.
–Nada.
Satisfecho, prosiguió:
–Debería ser muy sencillo. Os estableceréis allí, oculto pero a la vista de todos, como creador de placeres y delicias. ¿Qué otra cosa podría resultar más natural?
La pequeña embarcación estaba remontando el río a contracorriente, aprovechando el último oleaje de la marea. A pesar de la insistente lluvia, el muelle estaba lleno de gente. En Gravesend habían subido más pasajeros, e incluso los que viajaban desde Francia subieron a cubierta, ansiosos por ver algunos puntos del paisaje que les resultaran familiares, charlando animadamente en aquella lengua gutural que siempre me recordaba a los aullidos de los perros de caza.
Louise no estaba a bordo. Habíamos viajado juntos hasta Dieppe en un carro prestado y en medio de un silencio lleno de tensión. Le pregunté una vez si algo iba mal, pero ella volvió la cabeza con el rostro lleno de lágrimas y una expresión de incredulidad.
–Mi señora está muerta, me mandan al país más bárbaro y herético de toda Europa, está en juego todo por lo que he trabajado durante los dos últimos años, ¿y vos me preguntáis si algo va mal?
A partir de aquel momento guardé silencio, y cuando llegamos a Dieppe fui a comprar provisiones. Había tenido suerte de dar con ese barco: casi todos los capitanes con los que hablé escupían lacónicamente en cuanto les mencionaba Inglaterra.
La cubierta se iba llenando de gente. A mi lado tenía a un hombre que había dicho ser un comerciante de lana, aunque mantenía la postura de un soldado, con la mano en la cadera, en el lugar donde debería haber estado una espada. Sin embargo, era un hombre bastante amable, y me señaló con la mano los enclaves más interesantes a medida que avanzábamos.
–La isla de los Perros –dijo, indicándome otra vasta ciénaga–. Y allí está el palacio de Greenwich. –Distinguí unos cuantos edificios derruidos entre los árboles–. Ahora no parece gran cosa –admitió–. Al igual que los otros palacios reales, ha quedado reducido a ruinas… recientemente.
–¿Durante la Commonwealth, queréis decir?
El hombre me miró de reojo.
–Sí.
–¿Y eso qué es?
Le señalé unos palos blancos, parecidos a los mástiles de un barco, decorados con cintas de colores.
–Son los árboles de mayo. Han sido reintroducidos siguiendo órdenes del rey, para que el pueblo pueda participar en los festejos.
–No veo a nadie festejando nada.
El hombre se encogió de hombros.
–Algunos de sus súbditos aún no se han acostumbrado al hecho de que el rey haya regresado de su exilio. Pero tarde o temprano lo harán.
Entonces, a nuestra derecha, vi un edificio que supuse que sería la Torre de Londres, un castillo blanco, de poca altura, rodeado de fortificaciones y lleno de soldados armados. Sin embargo, lo que atrajo mi atención fue lo que había detrás del castillo: una extensa zona devastada, de casi media milla de ancho y una de largo, cubierta de escombros, cenizas y malas hierbas. Estaban construyendo nuevos edificios, pero junto a ellos se levantaban aún los esqueletos ennegrecidos de los antiguos, destripados por el fuego. Mi compañero los contempló con curiosidad, señalándome algunos cambios aquí y allá, aunque no hizo ningún comentario. Estaba claro que, para él, aquel panorama no era ninguna novedad.
Recordé las palabras del hombre que me había dado instrucciones para el viaje, un informador de escasa importancia a quien me envió Lionne después de haber llegado a un acuerdo. «Evidentemente, han sido castigados por sus herejías: castigados por Dios con la guerra civil, la peste y el fuego. Puede que hayan aprendido la lección. O puede que no». El hombre movió la mano, como si quisiera ahuyentar un mal pensamiento. «Oh, os parecerán muy diligentes… Esos protestantes creen en el trabajo duro con un fervor casi religioso, se podría decir, aunque, a los ojos de Dios, ¿qué hay de glorioso en la reconstrucción en esa ciénaga infestada por la peste?».
«Infestada por la peste». El fuego no me daba miedo, pero la tristemente famosa peste de Londres era algo muy diferente. De manera instintiva, hice la señal de la cruz, pero luego me arrepentí. Los ojos de mi compañero, siguiendo mi gesto, se posaron en mi pecho, y aunque no dijo nada, adquirió de repente una expresión pensativa. En fin: ciertamente no podía ser ningún secreto que un italiano procedente de Francia fuese católico. O puede que aquel hombre se hubiese dado cuenta de que me faltaba un dedo. Sea como fuere, me pareció que a partir de ese momento me miró con más desconfianza.
El puente de Londres se alzaba ante nosotros. Construido con piedra y cubierto de una hilera de casas, era más largo que cualquier puente de París o Florencia. El río, encauzado entre gruesas ruedas de molino en ambas orillas, discurría bajo el arco central como si brotara de una fuente gigantesca, y aunque algunas embarcaciones pequeñas remontaban su curso, acompañadas por los gritos de los pasajeros, era evidente que nuestro barco no podía llegar más lejos.
Cuando la tripulación amarró en el muelle más cercano, mi compañero me dio un codazo y señaló hacia arriba.
–¿Habéis visto eso?
En un extremo del puente había unas letrinas que se asomaban al río. Aguzando la vista a través de la lluvia, vi una hilera de media docena de retretes de madera en los que se habían acomodado, como los huevos en una huevera, un trasero de hombre y dos de otras mujeres. Sin embargo, el hombre no se refería a aquel espectáculo tan vulgar. Sobre uno de los arcos del puente había una hilera de picas de hierro, coronadas con lo que parecían coles podridas. Sólo algunos mechones de pelo y el brillo de unos dientes blancos dejaban claro que, en realidad, no eran coles.
–Papistas –me explicó mi compañero.
Tal vez fuera verdad, pero en París me habían dicho que una de las cabezas que se exhibían en Londres era la de Cromwell, el Gran Usurpador; habían desenterrado el cuerpo y le habían quitado la cabeza. Los demás, supuse, no habían sido tan afortunados. Puede que a raíz de los recientes disturbios, la pena por traición o herejía en Inglaterra no se limitara simplemente a la ejecución. Era capaz de imaginármelo perfectamente; no el dolor, porque eso era inimaginable, pero sí el horror: ver las tripas colgando de tu vientre, como los hilos de la bolsa de un charlatán, que luego eran quemadas ante tus ojos, con la lluvia cayendo y evaporándose al entrar en contacto con tus entrañas mientras lo último que habías comido volvía a cocerse mientras tus intestinos se desparramaban sobre un brasero. Y todo eso antes de empezar a cortar tu cuerpo en pedazos con una sierra…
Esta vez me reprimí y no hice la señal de la cruz, aunque mi mano derecha se retorció involuntariamente. Mi compañero se dio cuenta y se echó a reír. Sin embargo, vi que no era una risa maliciosa; al ver que me había provocado aquel malestar, simplemente quería demostrarme que sólo estaba bromeando. Ya me habían advertido del extraño sentido del humor de los ingleses.
–¿Adónde os dirigís? –me preguntó, dándome una palmadita en la espalda mientras nos dirigíamos hacia la estrecha pasarela del barco.
–Me alojaré en Vauxhall y luego me presentaré en la corte.
–¿En la corte? ¿De verdad? –me preguntó el hombre, visiblemente impresionado–. Allí hay algunos compatriotas vuestros –dijo, asintiendo–. En ese caso, podemos hacer el trayecto juntos. Yo también me dirijo a Vauxhall.
–Gracias –repuse, educadamente–, pero tengo que esperar mi equipaje.
Ya estábamos en tierra firme. Después de la travesía, me flaqueaban un poco las piernas. En realidad, la tierra no era muy firme: el barro, pegajoso y del color de los excrementos, se mezclaba con la lluvia, creando bajo los pies un terreno resbaladizo.
–Da igual. Esperaré con vos. Tal vez deje de llover.
Pasaron veinte minutos antes de que subieran mi equipaje de la bodega. Cuando depositaron el último baúl en el muelle, el hombre me tocó un brazo.
–Debe exigir que paguen por eso. Esos cretinos han empapado su equipaje.
–No importa –dije.
–¿Que no importa? ¡Mirad! –Tenía razón: el agua caía por el extremo de un baúl–. Deberíais echar un vistazo al contenido –insistió el hombre. Llamó a un mozo–. Tú, ven aquí: abre este baúl.
–No importa, de verdad. Además, está cerrado con llave.
–¿Por qué? ¿Qué contiene? No os importa que se moje pero sin embargo lo habéis cerrado con llave…
Sus preguntas, tan directas, eran irritantes, casi ofensivas. Pero eso, como me di cuenta de inmediato, era otro rasgo de su carácter.
Dudé un momento.
–Ahí dentro están mis utensilios. Pero casi todos son de peltre; no me preocupa que se mojen un poco. –Di un penique a los marineros para que cargaran el equipaje hasta la calle–. Ahora hay que encontrar un carruaje.
Una vez más, me di cuenta de que aquel hombre –un soldado: ahora ya estaba convencido de que lo era– me observaba con curiosidad. Tal vez se preguntara cómo podía saber un extranjero que un carruaje sería más rápido que una barca. Sin embargo, había recibido órdenes de permanecer en el puente sólo lo mínimo imprescindible.
Cargamos los baúles en un carro y partimos. En la parte que no había alcanzado el incendio, las calles eran estrechas, con apenas el espacio necesario para avanzar entre los edificios. Cada piso de dichas construcciones era más ancho que el de abajo, por lo que el poco espacio existente en la planta baja desaparecía en el segundo o en el tercer piso, convirtiendo las calles en algo parecido a un túnel. Ahora daba las gracias a la lluvia: al menos mantenía los excrementos, humanos y equinos, en el pequeño canal que discurría por el centro de las calles, siempre que no fuese obstruido, por supuesto. Saqué un pañuelo del bolsillo, le eché unas gotas de agua de rosas y me lo llevé a la nariz. Vi que mi compañero sonreía, pero no dijo nada.
Mientras avanzábamos lentamente por las calles dejamos atrás varios grupos de hombres vestidos de negro que, a modo de saludo, se daban la mano y la apretaban brevemente. Parecía un ritual secreto, aunque lo hacían abiertamente, en público.
–Lo llaman estrecharse la mano –dijo mi compañero, viendo que me había dado la vuelta para mirarlos–. Es costumbre entre los disidentes más convencidos cuando se encuentran. Se niegan a inclinarse ante nadie porque afirman que todos los hombres son iguales.
–En Francia se consideraría un discurso sedicioso.
–Aquí es distinto. La Commonwealth lo ha revolucionado todo. Las cosas volverán a ser como antes, pero llevará un tiempo. –De repente, el hombre parecía divertido–. Un disidente se negó a quitarse el sombrero al toparse con el rey. ¿Sabéis lo que ocurrió? –Sacudí la cabeza y él continuó–: Fue Su Majestad quien se quitó el sombrero.
–¿Por qué hizo tal cosa?
–Como le explicó al disidente, las normas exigían que uno de los dos se descubriera; de ese modo, se respetaba la costumbre. El viejo y querido Rowley.
–¿Rowley?
–Ah…, el semental del rey, aunque la gente también llama así al soberano.
–¿Por qué?
–Lo dicen con cariño. Es un apodo. –Se rio entre dientes–. Me imagino que es porque se parece a su caballo, al menos en algunos aspectos.
Estaba perplejo. Los hombres que habían muerto en su lecho eran desenterrados y decapitados, pero los comentarios mezquinos y sediciosos sobre el rey provocaban hilaridad. Y, al parecer, el propio rey se veía obligado a pasar por alto una impertinencia que en Francia o en Italia habría mandado a un hombre a la horca.
«Un país bárbaro y atrasado –había concluido el informador de Lionne, estremeciéndose–. Ni siquiera son capaces de adoptar el mismo calendario que el resto de la cristiandad. Y aunque su calendario, como ya descubriréis, sólo lleva un retraso de diez días con respecto al nuestro, comprobaréis que en todos los aspectos la diferencia parece que sea de décadas».
Por fin conseguí librarme de mi compañero en la posada donde iba a alojarme. El inglés siguió con la mirada el último baúl cuando lo metieron dentro. Aún chorreaba agua, pero no dijo nada salvo un escueto «Adiós, entonces», antes de hacer un gesto con la cabeza y volverse hacia la calle. Había ensayado un discurso, falso pero elaborado, para darle las gracias por su ayuda, como exigía la cortesía. Una vez más, no pude entender si su brusquedad era un insulto o sólo una extraña costumbre.
Mi aposento era aceptable. Los paneles de madera que cubrían las paredes parecían no esconder ninguna mirilla. Aliviado, centré mi atención en los baúles. El que chorreaba agua estaba frío: mala señal. Cogí la colcha de la cama y lo sequé lo mejor que pude. No me atrevía a abrirlo: la estancia estaba caldeada y sólo habría empeorado la situación. Pasé al siguiente y lo abrí. Acto seguido, di un paso atrás, consternado.
Cuando lo había sellado, en su interior había cristales amarillos. Ahora, sin embargo, sólo eran un amasijo granulado e informe. Lo toqué con un dedo. Estaba húmedo. El otro baúl, el que chorreaba agua, debía estar encima de éste en la bodega del barco. No sabía si se podía secar el salitre para aprovechar los cristales, pero me temía que no.
En cualquier caso, no me parecía un problema que no tuviera solución. Presumiblemente, en Londres, al igual que en París y en Florencia, debía de haber hombres que recogieran el contenido de los orinales para extraer el preciado salitre. En la calle había visto una botica; allí debían de saber dónde podría procurármelo. Me lavé con el agua caliente que me trajo un sirviente. Luego bajé y le dije a la posadera que iba a salir.
Mientras me dirigía a la botica me llamó la atención un grupo de jóvenes. Avanzaban hacia mí en una fila de cuatro, lo cual, aparte del hecho de que se movían de un lado a otro de la calle, significaba que ocupaban todo el espacio disponible. Contrariamente a los otros hombres que había visto, éstos vestían de una forma que incluso en Francia se habría considerado ostentosa, con pantalones bombachos ribeteados con encajes, manguillas que colgaban del cinto de la espada, camisas de lino que se hinchaban bajo unos sofisticados jubones, un tejido que dejaban entrever las solapas sin abrochar y chalecos bordados con hilos de oro y plata. Evidentemente, estaban ebrios: uno de ellos colocó un brazo sobre los hombros del que iba a su lado, pero el gesto les hizo balancearse a ambos, lanzándoles contra el muro.
En ese mismo momento, detrás de ellos, apareció un palanquín. Sin duda alguna, debía de ser una persona importante la que iba en la silla, que cargaban dos criados en la calle embarrada. Fuera quien fuese, tenía prisa, porque en seguida dejó atrás a los elegantes jóvenes. Los criados, sin mirar a derecha ni a izquierda, avanzaron al grupo aprovechando un hueco. Entonces, uno de los jóvenes lanzó un rugido –parecía haber dicho «¡Hipopótamo!»– y sus compañeros contestaron con un grito. Al unísono, se lanzaron sobre el palanquín y lo volcaron. Su ocupante cayó al suelo. Era, como había imaginado, un caballero de mediana edad, bastante grueso. Sus protestas, mientras rodaba por el fango y la inmundicia, habrían sido mucho más airadas si la caída no lo hubiese dejado sin aliento. Por su parte, los jóvenes se reían tan a gusto que apenas podían mantenerse en pie.
–¡Zoquetes! –farfulló el hombre, que aún no había conseguido ponerse en pie.
Sin pérdida de tiempo, uno de los jóvenes desenvainó la espada y se colocó delante del caballero, con aire amenazador.
–¿Cómo? –dijo, encarándose con él–. ¿Habéis proferido un comentario insolente?
Me quedé atónito, porque era evidente que los culpables eran los jóvenes, y porque no se habían dirigido al caballero que, como he dicho, era una persona respetable, con la educación que merecía alguien de su posición. Y mi sorpresa fue si cabe mayor al comprobar la reacción de este último. Recogiendo su peluca, que había caído sobre el barro, se limitó a decir, en un tono sumiso:
–Lo siento, Excelencia. Lo he dicho sin pensar.
El impetuoso joven que había desenvainado la espada la agitó en el aire. Parecía decepcionado porque el hombre no le había dado motivos para enzarzarse en una pelea. Luego se volvió, envainó de nuevo la espada y se reunió con sus amigos dando traspiés.
Qué país más extraño, pensé, observando al hombre mientras volvía a subir al palanquín bajo la impasible mirada de sus criados. Era como si nadie supiera cuál era su posición; o puede que, después de una guerra civil, todos supieran demasiado bien cuál era. Como forastero, debía andarme con mucho cuidado.
Entré en la botica y cerré la puerta detrás de mí.
–¿Sí? ¿En qué puedo ayudaros? –me preguntó el boticario, levantando los ojos de la balanza en la que estaba pesando un trozo de ámbar gris.
–Quisiera procurarme un poco de salitre. Unas dos libras.
El hombre parpadeó.
–No dispongo de tal cantidad. Si queréis, podría preguntar en el arsenal de Woolwich. Pero será caro.
–Comprendo. Pero lo necesito. Estaré en el Red Lion; podéis dejarme un mensaje allí.
Me dirigí a la puerta. Aparentemente, lo jóvenes se habían ido. Al final de la calle había un mercado y decidí echar un vistazo a los frutos de temporada que ofrecía.
Pasó más de una hora antes de que regresara a la posada. El mercado resultó ser una agradable sorpresa. A pesar de que el mes estaba ya muy avanzado, había un montón de albaricoques pequeños y dulces, almendras y pistachos de Turquía y una variedad de frutos secos muy grandes que no conocía y que los puesteros llamaban avellanas. En cuanto a quesos, había un gran surtido, y tantas hierbas y especias que no fui capaz de reconocerlas todas. Al parecer, los ingleses compensaban la falta de recursos naturales con un floreciente comercio.
Cuando regresé a la posada, con un cesto de ciruelas bajo el brazo, me pareció que había mucha gente. Algunos me miraban con la franqueza típica de los ingleses, aunque detecté algo más, una suerte de recelo en sus miradas. Me sentía algo incómodo y me dirigí a las escaleras.
–¡Es él!
De repente, bajó un grupo de hombres, sacando sus armas. Me apuntaban a la cara con la punta de las espadas y el cañón de los mosquetes. Me asusté, soltando las ciruelas; el sobresalto casi me hizo caer de espaldas. Me acordé de que detrás de mí había más hombres armados, y evité a duras penas no acabar ensartado en sus espadas. Al fondo, descubrí el rostro inquieto del boticario.
–¡Salitre! –le gritaba a todo aquel que preguntaba por el motivo del tumulto–. Quería el salitre necesario para volar por los aires una casa. Y además es forastero. Viste como Guido Fawkes.
–Habéis obrado bien, Isaiah Wentworth –dijo otro hombre–. A buen seguro habéis evitado un complot papista.
–Tiene varios baúles en sus aposentos –añadió el posadero–. Baúles llenos de armas. Lo comprendí al escuchar el ruido que hacían cuando fueron llevados arriba.
Estaba tan asombrado que apenas sabía qué decir, y el miedo me impedía expresarme en inglés.
–Nada de armas –dije, levantado las manos para demostrarles que iba desarmado–. Ningún complot.
El hombre que había felicitado al boticario dio un paso al frente.
–Tendremos que registrar vuestra estancia.
Me arrastraron al piso de arriba y me obligaron a abrir los baúles. Al hacerlo, una docena de cabezas se abalanzaron sobre ellos para examinar su contenido. Mis vestidos de corte fueron esparcidos por el suelo. Vi que mis pañuelos franceses desaparecían en el bolsillo de un hombre cuando nadie estaba mirando. Al ver mis moldes se produjo un momento de desconcertado silencio, hasta que alguien sugirió que debían servir para fabricar explosivos.
–Aquí hay otro –gritó una voz al descubrir el último baúl bajo la ropa de cama–. Estaba oculto. Seguro que dentro está la pólvora del papista.
–Cuidado, Obadiah. Podría ser peligroso.
El hombre llamado Obadiah retiró inmediatamente las manos de la tapa del baúl.
–¡Por los clavos de Cristo! –exclamó–. Está frío.
–¿Frío?
–Como el hielo.
Con mucho cuidado, levantó la tapa. Algunos hombres dieron un paso atrás; otros, se inclinaron para echar un vistazo.
En el del baúl, forrado con una capa de madera de cedro, había seis bloques plateados, cada uno del tamaño de una Biblia. En uno de los extremos había otro compartimento lleno de limones de piel gruesa; en el otro, la misma cantidad de grosellas negras, con la piel cubierta de escarcha. Uno de los hombres metió la mano dentro, pero la retiró en seguida, como si se hubiese pinchado.
–¿Qué es? –preguntó el posadero, perplejo–. ¿Un tesoro? ¿Brujería?
Una voz, procedente de la puerta, dijo:
–Ambas cosas, en cierto sentido. Es hielo.
Todos se volvieron, incluido yo. En el umbral, muy tranquilo, estaba el hombre con el que había coincidido en el barco. Dando un paso al frente, entró en la estancia.
–Este hombre no es Guido Hawkes. Y no ha venido aquí para haceros volar por los aires; ha venido para prepararle un postre al rey. Es más: está aquí bajo la responsabilidad de lord Arlington. A menos que alguno de vosotros desee provocar la ira de mi señor, os sugiero que cerréis ese baúl antes de que su contenido se derrita. –Me hizo un gesto con la cabeza–. Creo que no hemos sido oficialmente presentados. Capitán Robert Cassell, señor. Es un placer conoceros. Llamaré a un guardia a fin de que vuestros efectos personales estén a buen recaudo. Más tarde, mi señor desearía hablar con vos.
Poco después, Cassell me escoltó hasta un edificio de madera que se levantaba en uno de los extremos del prado que había sido pasto de las llamas. Era una especie de oficina de correos: había hombres que iban de un lado a otro, portando cartas y sobres llenos de documentos. Fuimos conducidos a una pequeña estancia donde había un hombre vestido de negro sentado detrás de un escritorio. A su lado se sentaba otro hombre, un cortesano, a juzgar por el tamaño de su peluca. Sorprendentemente, llevaba un parche sobre el puente de la nariz, parecido al que usan los soldados para cubrirse las heridas que no cicatrizan.
–Bienvenido, signor Demirco. Soy Joseph Walsingham, y éste es mi señor, lord Arlington –dijo el hombre vestido de negro, educadamente. Mi dificultad de comprensión debía de ser evidente, porque arqueó las cejas–. Sé que nuestros nombres no os resultan familiares. Evidentemente, estáis menos preparado de lo que habíamos imaginado. Si me lo permitís, no sois gran cosa como espía.
–No soy un espía –repuse, asustado.
–Por supuesto que lo sois, y muy conveniente –dijo, con desparpajo–. ¿Dónde estaríamos nosotros, que dirigimos una red de espionaje, si no fuera por nuestros espías? Aun así, debo confesaros que siento curiosidad por saber por qué os ha elegido Lionne para esta tarea en particular. Sin duda alguna, vuestros postres helados deben de ser muy notables.
–Mis servicios son simplemente una demostración de la gran estima que…
–Sí, sí. Podemos ahorrarnos todo eso: dentro de cuarenta minutos debo estar en Whitehall. –Fue Arlington quien habló. Tenía una voz aguda y aflautada, y pronunció cada palabra de modo claro y preciso–. Hablemos claro, Demirco: en lo que respecta a la muchacha bretona, nuestros intereses y los de Francia coinciden. Los que luchamos en la última guerra civil no tenemos ningún deseo de vernos envueltos de nuevo en similares tinieblas.
–No comprendo –dije–. ¿Qué tienen que ver una dama de compañía y un pastelero con las guerras civiles?
Los dos ingleses intercambiaron sendas miradas.
–La muchacha bretona no es una dama de compañía –dijo Arlington, sin preámbulos–. Con la ayuda de Dios, será la próxima amante del rey y el futuro canciller de su alcoba. Y será gracias a ella que gobernaremos a un rey débil, y a través de él, a una nación aún más débil.
Debí de mostrar una expresión de sorpresa, pues me di cuenta de que me miraban con curiosidad.
–Creo que están en un error –me oí decir–. Conozco a esa muchacha. Es famosa por su virtud. Su familia espera que haga un buen matrimonio con alguien de una familia noble…
Arlington hizo un gesto para liquidar mi comentario.
–Ella cumplirá con su deber. Al final, todos lo hacen. Y ahora, señor, decidme: ¿qué necesitáis para preparar un helado?
Louise
«El duque de Buckingham ha acogido a Mlle. De Keroualle, que estaba al servicio de Su Difunta Alteza; es una joven hermosa, y se cree que el objetivo es convertirla en la amante del rey de Gran Bretaña; dicen que las mujeres ejercen una gran influencia en el rey de Inglaterra…».
El marqués de Saint-Maurice, embajador de Saboya, al duque Carlo Manuel II, 19 de septiembre de 1670
Al principio supuso una conmoción descubrir que el rey pensaba enviarme a Inglaterra. Pero, pensándolo bien, empecé a comprender los motivos. Si queríamos que el rey Carlos se mantuviera fiel a los términos del tratado, había que infiltrar a alguien en la corte inglesa cuya presencia le recordara que sus obligaciones tenían todo el sentido.
Otro comentario de Lionne me sorprendió todavía más.
–Después de todo, sabemos la estima en que ya os tiene el rey gracias al asunto del cofre de joyas –dijo, sin preámbulos.
–¿El cofre de joyas, señor?
–Sí. ¿No lo sabíais? Al parecer, en Dover, cuando Carlos le pidió a su hermana un presente que le hiciera pensar en ella, vuestra señora os mandó a buscar el cofre de joyas. ¿Lo recordáis? –Asentí. Ella tenía por costumbre intercambiar joyas a modo de recuerdo–. Luego, cuando se quedaron a solas, Carlos le dijo a su hermana que la joya que más le gustaba era la que había ido a buscar el cofre.
Aquellas palabras me dejaron un poco perpleja, en parte porque madame nunca me había mencionado esa conversación cuando hablábamos de su adorado hermano, y en parte por la franqueza de la sonrisa de Lionne.
–Estoy segura de que Su Majestad sólo pretendía ser galante –dije–. Y en cuanto esté al servicio de la reina, sin duda será un poco más prudente con sus galanterías.
–Sin duda –Lionne consultó el calendario que había encima del escritorio–. De todas formas, partiréis mañana.
–¿Mañana?
–Viajaréis con el pastelero hasta Dieppe, donde se encuentra el barco del duque de Buckingham. Él se reunirá allí con vos y os escoltará durante la travesía del canal. No hay tiempo que perder. Debemos conseguir la declaración de guerra del rey inglés contra los holandeses antes de realizar nuestros movimientos; cada semana de retraso nos cuesta dinero.
Partí de París a la mañana siguiente, después de haberme pasado la noche preparando el equipaje. Tenía pocos vestidos de mi propiedad, pero me habían dicho que me llevara cuanto necesitara del guardarropa de madame. Al principio me sentí extraña al probarme los vestidos que le había visto llevar hasta hacía bien poco, pero no era la primera vez que me ponía los que ella ya no usaba; además, sabía que si no me los llevaba, irían a parar a manos de otras damas de compañía. No tenía tiempo de visitar a mis padres; les escribiría a Brest para contarles lo ocurrido, asegurándoles que, si todo iba bien, estaría de vuelta en Francia al cabo de un año y que, mientras tanto, esperaba ganarme el favor del rey.
Sin embargo, en Dieppe no había ni rastro de Buckingham. Su embarcación estaba en el puerto, pero la tripulación no sabía cuándo llegaría su señor. Afortunadamente, tenía suficiente dinero para costearme una estancia en una posada.
Transcurrieron dos días, y luego tres y cuatro. Me pasaba el tiempo paseando por la playa, sintiendo el aire salobre del mar en el rostro, como solía hacer antes de trasladarme a la corte.
Entonces, el quinto día, recibí un mensaje: «El duque de Buckingham requiere el honor de vuestra compañía».
Encontré al inglés en sus aposentos, apoltronado en un sillón, frente a la chimenea. Hice una reverencia.
–Milord –dije, en inglés–, es un gran honor para mí.
Había decidido que las recriminaciones o los comentarios hirientes eran inútiles; sería mejor ignorar el hecho de que me había dejado abandonada allí que crearse un enemigo.
–Llamadme George –dijo–. Después de todo, dentro de poco nos conoceremos muy bien.
Su criado dejó la cena sobre la mesa y desapareció. Ni siquiera habíamos empezado a comer cuando Buckingham se colocó a mi lado y…
Puesto que estoy escribiendo esto para mí, puedo decirlo sin ambages: introdujo las manos bajo mi vestido.
Me puse de pie dando un respingo.
–¿Qué estáis haciendo, milord?
Él, imperturbable, se echó a reír.
–No puedo responder por una yegua a menos que la haya cabalgado. Del mismo modo que vos probabais la comida de madame, me he impuesto el deber de probar a las mujeres del rey.
Intenté hablar con voz tranquila, pero no estoy segura de que lo consiguiera.
–No os creo capaz de insultar así a una de vuestras compatriotas.
–¿Insultar? –Se acercó un poco más a mí y pude ver que tenía los ojos vidriosos por el alcohol–. Soy yo quien ha sido insultado por una francesa deslenguada.
–No comprendo.
–El supuesto tratado por el que he sido enviado aquí. El tratado de París…, ¿o debería decir el tratado de Dover?
De modo que lo sabía. Era una mala noticia.
–No sé nada de ese asunto. Yo sólo era la dama de compañía de madame, nada más.
Él frunció el labio.
–No juguéis conmigo. Habéis sido enviada para seducirlo. Las mujeres son su debilidad, lo sabe todo el mundo.
Sacudí la cabeza, incapaz de hablar.
–De todas formas, no importa. Aunque os hubiesen enviado a la corte, no habríais durado mucho. Le gustan con un poco más de fuego entre las piernas. Y vos sois una zorra carente de pasión, eso está claro.
Hablaba con tanta calma que me costaba creer lo que estaba oyendo.
–Cuando hayáis acabado de insultarme… –empecé.
–¡Oh, ya he terminado! –dijo él, bruscamente–. Y vos también. Podéis regresar al burdel francés de donde os sacó Lionne. No pienso llevaros a Inglaterra. Ya contamos con nuestras propias putas, y en abundancia.
Nos miramos fijamente un instante. Yo estaba horrorizada; él, lleno de desprecio. ¿Qué podía hacer? Nada podría borrar lo que me había dicho; ninguna disculpa podría justificar su comportamiento. Con toda la dignidad que fui capaz de reunir, me di la vuelta y abandoné la estancia.
«Habéis sido enviada para seducirlo». Era una sandez, por supuesto, pero…, ¿habría algo de verdad en ello? ¿Habría pensado Lionne, o incluso Luis, que Carlos podía encapricharse conmigo? Me parecía increíble. Y, de haber sido así, ¿cuáles serían las ventajas? Aun cuando yo hubiese sido la clase de mujer que alentaba ese comportamiento, la idea de que un rey cambiara de estrategia política por una mujer era absurda. Incluso un rey tan absolutista como Luis estaba rodeado de ministros, consejeros y postulantes. Sin embargo, apenas los escuchaba. Y en cuanto a sus amantes, por lo que yo sabía, eran más bien ellas quienes lo escuchaban. Y Carlos II de Inglaterra tenía un Parlamento al que enfrentarse.
A la mañana siguiente estaba convencida de que Buckingham simplemente estaba ebrio y que había intentado meterme en su cama. Esperaría a que me pidiera perdón, aceptaría con elegancia sus disculpas y jamás volveríamos a hablar de lo sucedido.
Sin embargo, cuando me acerqué a la ventana vi que su barco había zarpado.
Pasé el día sumida en la desesperación. Había fracasado, y no por culpa mía. Naturalmente, siempre podía regresar a París y explicar lo ocurrido, pero estaba claro que, en esas circunstancias, Luis aún tendría menos motivos para retenerme en la corte. Sería más rápido y sencillo encontrar un barco pesquero que me llevara directamente a Brest.
Al pensar en volver junto a mis padres sin haber cumplido la misión que me había sido encomendada me sentí morir.
Había algo más que podía intentar. Cogí papel y pluma y escribí una carta a Ralph Montagu, el representante de Carlos II en la corte francesa, que solía visitar a menudo los aposentos de madame en Versalles.
Cinco días más tarde, el posadero me anunció que tenía una visita. Me alegré al ver que se trataba de Montagu en persona.
–Mademoiselle –dijo, inclinándose con un besamanos–. Partí en cuanto recibí vuestro mensaje.
–No sabía a quién más recurrir.
–Hicisteis lo correcto –me tranquilizó–. El rey Carlos en persona ha sido informado de vuestra inminente llegada y os aguarda con impaciencia. Quiere daros la bienvenida en Whitehall con todo el respeto que merece la hija de una de las familias más antiguas de Francia.
Puso cierto énfasis en la palabra «respeto», como si quisiera dar a entender que sabía muy bien de qué me había acusado un hombre como Buckingham.
–Comprendo –dije, aliviada–. Debo admitir que me angustiaba el hecho de que el duque de Buckingham hubiera podido insinuar lo contrario.
–Os ruego que no juzguéis a todos mis compatriotas basándoos en su comportamiento. –Montagu señaló el puerto–. Lord Arlington, uno de los ministros más importantes de Carlos, ha mandado su barco para llevaros a Inglaterra. Cuando lleguéis a Londres, os invita a quedaros en su casa, donde su esposa estará con vos hasta que seáis alojada en la corte.
–Agradezco mucho la invitación de lord Arlington.
–Lord Arlington me ha pedido que os diga que está encantado de poder prestaros su ayuda. Sólo espera que se lo mencionéis a vuestro rey si se presenta la ocasión.
Eso era otra cosa. Por primera vez –una vez más, me permito hablar con franqueza– advertí el poder embriagador que suponía estar vinculada al país más grande del mundo; ahora es una sensación tan habitual que apenas soy consciente de ella, pero que si por alguna razón, como el fracaso temporal de mis esfuerzos diplomáticos, me faltara, la echaría de menos como si tratara de mi propio brazo.
–Estaré encantada de hacerlo, aunque me temo que en Londres será difícil mantener correspondencia con Versalles.
–En absoluto. Ya se han ocupado de ello. El pastelero podrá transmitir cualquier mensaje en vuestro nombre.
–¿Puedo preguntaros cómo estáis al corriente de eso? –dije, sorprendida.
–Ahora, nuestros países son aliados. Es normal que trabajemos juntos. –Aunque seguía sonriendo, su mirada se volvió más grave–. Además, algunos de nosotros, en Inglaterra, tenemos mucho en común con Francia.
Se tocó el pecho, justo debajo del esternón, y comprendí a qué se refería. Era el punto donde podía llevar colgado un crucifijo.
–Lord Arlington es uno de los nuestros –continuó, en voz baja–. Sin embargo, si hablara abiertamente de ello, perdería su puesto. Buckingham, naturalmente, es protestante. Eso, estoy seguro de ello, es el motivo de su cambio de actitud. Alguien le ha hecho ver que introducir a otra católica –dudó, aunque sólo un instante– en el círculo íntimo del rey no habría contribuido a su causa.
Un asunto complicado.
–Os agradezco que me hayáis informado sobre la situación política de Inglaterra.
Debía tener cuidado de no dejarme involucrar en sus mezquinas rivalidades: sólo aspiraba a ganarme el favor de un rey, y no se encontraba en Whitehall, sino en Versalles.
Hubo un momento embarazoso antes de que nos despidiéramos, cuando me vi obligada a preguntarle a Montagu si podía hacerse cargo de mi cuenta en la taberna.
–¿Su Muy Cristiana Majestad no os dio dinero para el viaje? –me preguntó, visiblemente sorprendido.
Negué con la cabeza.
–Debió dar por sentado que el duque de Buckingham se haría cargo de los gastos.
Me sentí demasiado intimidada para sacar el tema a colación.
–Comprendo. –Por un instante adoptó un aire pensativo, pero la sonrisa volvió a iluminar de nuevo su rostro–. Bueno, me alegra poder ayudaros. Y estoy seguro de que el rey Carlos llegará a un acuerdo con el embajador de Francia en Londres. Os ruego que no volváis a pensar en ello.
Una semana más tarde estaba en Londres. Después de toda aquella espera, no quedaba mucho tiempo. Un nuevo país, una nueva ciudad, una nueva corte: el papel de quienes componían el séquito del rey siempre era el mismo; sólo cambiaban los títulos y la gente, como si estuviera en una tierra reflejada en un espejo.
Mi presentación ante el rey fue orquestada como si se tratara de la entrada de un actor en un escenario. Iba a celebrarse un baile en la residencia de los Arlington, al que había sido invitado el rey. Lord Arlington me dejó en manos de su esposa, Elizabeth, una amable holandesa que me proporcionó corsés y zapatos de baile.
–Es la primera invitación que acepta el rey después de la muerte de su hermana –explicó lady Arlington–. Bennet, mi esposo, le ha comunicado vuestra llegada y le ha sugerido que quizás le gustaría daros la bienvenida personalmente. Sin embargo, es poco probable que quiera bailar, por lo que os hemos buscado otro acompañante. Es un buen bailarín, y tan alto como vos, aunque, naturalmente, no debéis prestarle demasiada atención. Debéis estar pendiente del rey…
–¿Y cómo lo haré, si estoy bailando?
–Bennet os dará instrucciones. No debéis hacer nada en absoluto. Si el rey decide acercarse a hablar con vos, Bennet os hará una señal. Sin embargo, será mejor que no habléis con Su Majestad durante mucho tiempo. Decidle que aún estáis cansada a causa del viaje.
–No comprendo… ¿De qué servirá eso?
–Si le parece demasiado fácil, seguro que perderá el interés.
–¿Si le parece demasiado fácil qué? –pregunté, poniéndome en guardia.
Lady Arlington sonrió.
–La misión que os ha llevado hasta aquí requiere cierta delicadeza. Si parecéis demasiado ansiosa, temo que el rey se sienta obligado a honrar los términos del tratado… y, creedme, puede ser muy obstinado en asuntos como ése cuando se lo propone. Es mejor dejarle creer que es él quien decide haceros confidencias y no lo contrario.
–¿Y si no lo hace?
–¿Con una muchacha tan encantadora como vos? ¿Y con ese delicioso acento francés? –Sacudió la cabeza–. Si hay algo que pueda levantar la moral del soberano, es sin duda vuestra presencia.
Llegó la noche del baile. Era un evento fastuoso, pero estando como estaba acostumbrada a los eventos fastuosos, me di cuenta de que muchos de los cuadros y tapices franceses que daban fe del exquisito gusto de los Arlington habían sido traídos el día anterior, tomados en préstamo a comerciantes y mercaderes.
Por mi parte, rechacé el vestido que lady Arlington había elegido para mí y preferí uno de los que me había traído de Francia, un traje de terciopelo gris ribeteado con armiño negro y salpicado con unas pequeñas pero elegantes perlas. El que ella había escogido era demasiado llamativo para mi gusto.
El plan era que hiciera una entrada discreta, pero en cuanto puse un pie en el salón vi que todas las cabezas se volvían hacia mí. ¿Por qué me miraban así? Me llegó un murmullo de admiración: «Es lista». ¿Se referían a mí? Me sentí aliviada cuando el joven que había sido elegido para ser mi pareja de baile se acercó a mí y pude concentrarme en los movimientos del galliard.
«No debéis hacer nada en absoluto», me había dicho lady Arlington. Bueno, si aquel iba a ser mi único baile de la noche, sería mejor que lo disfrutara, aunque me sorprendió un poco descubrir que los ingleses bailaban como lo hacían los campesinos: cada hombre se emparejaba con una mujer, a la que rodeaba con un brazo por la cintura, con dos besos en las mejillas a cada compás. Era muy distinto de las danzas lentas y formales de Versalles.
Entonces vi que los bailarines que estaban a nuestro alrededor titubeaban. Mi pareja dio un paso atrás.
–¿Por qué…? –empecé, antes de darme cuenta de que él estaba mirando a mis espaldas y que se inclinaba, como el resto de la corte.
Me di la vuelta.
Ya conocía a Carlos, naturalmente, con ocasión de los festejos de Dover, y su retrato había estado colgado durante mucho tiempo en el estudio de madame. Sin embargo, el hombre que ahora se acercaba a mí tenía un aspecto muy distinto. La pena había dibujado unas profundas arrugas en su rostro, y su bigote estaba rodeado por un arco que descendía desde la nariz hasta los dos lados del mentón. Sus ojos también parecían poseídos por el dolor, y su figura, alta, vestida totalmente de negro, parecía cadavérica.
Detrás de él apareció lord Arlington.
–Sire, ¿puedo…?
–Conozco ese vestido –dijo Carlos, con voz ronca–. ¡Oh, Dios mío! Conozco ese vestido…
Vi que tenía lágrimas en los ojos y me di cuenta, horrorizada, de que era yo quien las había provocado.
–Lo llevaba en Dover, hace apenas tres meses, por mi aniversario. Cuando os vi bailando pensé que…
Su voz se quebró.
Arlington también se había interrumpido a mitad de la frase, sin saber cómo proseguir. Los músicos habían concluido la pieza que estaban tocando, pero nadie aplaudió. El silencio se hizo eterno.
–Sire –dije, desesperada–. Soy Louise de Keroualle, la dama de compañía de vuestra hermana. Su Muy Cristiana Majestad, el rey de Francia, me dio este vestido, que era suyo, antes de abandonar Versalles. Me lo puse sin pensar. Os ruego que aceptéis mis disculpas.
Carlos se limitó a mirarme fijamente, inexpresivo.
–Si Su Majestad me lo permite, iré a cambiarme –añadió.
–No, os lo ruego –respondió él–. Ahora os recuerdo muy bien, mademoiselle. Y me alegra mucho veros aquí. –Su expresión, sin embargo, expresaba más bien poca alegría–. Debéis pensar que soy un necio por haberos saludado con tan poca galantería.
La etiqueta exigía que yo respondiera a su cumplido con otro, alguna banalidad que disimulara mi error y su emotividad. Sin embargo, algo me empujó a decirle, en voz baja:
–Todo lo contrario, sire. Ha sido una muestra de sensibilidad. Quise a vuestra hermana como nunca he querido a nadie en Francia, y no pasa un día que no llore por ella.
Escrutó mi rostro y dijo, con hilo de voz, para que sólo yo pudiera escucharlo:
–Entonces lloraremos juntos en una ocasión más apropiada y compartiremos nuestros recuerdos sobre esa mujer tan maravillosa. –Luego, en voz más alta, añadió–: Esta noche tengo asuntos que atender, pero vos debéis divertiros; mañana ya me contaréis vuestras aventuras.
Se dirigió hacia la puerta, haciendo un gesto a los músicos para que siguieran tocando. Inmediatamente, un grupo de cortesanos se arremolinó a su alrededor, ansiosos por ir tras él. Sin embargo, vi que les dejaba atrás, alzando los hombros con impaciencia, como si quisiera sacárselos de encima.
–¿Y bien? –dijo lady Arlington, acercándose. Para mi sorpresa, no parecía tan horrorizada como yo por mi faux pas–. Supongo que sabíais que este vestido era de su hermana. Al parecer, tenéis vuestra propia estrategia.
–Lo sabía, pero no caí en la cuenta –dije, sin más. ¿Cómo podía haber sido tan estúpida? Yo, que me jactaba de mi ingenio y de mis buenos modales–. Y no tengo ninguna estrategia.
Sin embargo, mientras hablaba recordé que había sido el propio Luis quien había insistido en que me llevara los vestidos de madame. ¿Esperaría él, o alguno de sus consejeros, que ocurriera lo que había ocurrido? ¿Habría sido Lionne, o alguna otra mente retorcida, quien habría planeado el desarrollo de los acontecimientos, manipulándome de una forma que ni siquiera yo comprendía, dirigiéndolo todo desde un despacho del Louvre?
En el otro extremo del salón, un hombre me miraba fijamente. Era muy bajito, casi jorobado, y se apoyaba con dificultad en dos bastones. En seguida entendí por qué: tenía las piernas torcidas, una hacia dentro y la otra hacia fuera. A pesar de su baja estatura, el tullido llevaba una peluca rubia que le llegaba casi hasta la cintura: posiblemente se trataba de una costumbre o de una muestra de vanidad que, junto con su cuerpo deforme, le conferían un aspecto bastante ridículo.
Al ver que lo estaba observando, inclinó la cabeza educadamente. Le devolví el gesto.
–¿Quién es ese hombre? –pregunté.
Lady Arlington siguió mi mirada.
–Lord Shaftesbury, el parlamentario. Espero que haya venido para veros. Mucha gente lo ha hecho.
–Es evidente que no ha venido a bailar.
–No, creo que no –me confirmó lady Arlington–. Aunque en algunos aspectos, a pesar de esos dos bastones, es el más ágil de todos nosotros.
Carlo
Dejar en infusión la piel de cuatro limones, cortada muy fina, con su zumo; añadir tres medias pintas de leche y tres cuartos de libra de azúcar; hervir a fuego lento, filtrar con una servilleta y congelar.
El libro de los helados
Después de la grandiosidad de Versalles, el enorme laberinto de estancias que constituía el palacio de Carlos II, en Whitehall, fue una sorpresa. Algunas partes parecían casi abandonadas, mientras que en otras había esculturas y relojes de sol muy notables, aunque dispuestos sin criterio alguno. En determinado momento llegamos frente a una antigua cabaña de madera y piedra que parecía estar empotrada en el palacio, como si éste, al ampliarse, se hubiera tragado los edificios que lo rodeaban.
–Siguen diciendo que van a derribar el viejo palacio –explicó Cassell mientras me guiaba a través del laberinto–. Carlos quiere construir su propio palacio en Windsor, pero el Parlamento dice que el dinero que se le otorga a él está destinado a la política exterior y no a la construcción de réplicas de palacios extranjeros. Por aquí.
El capitán, que evidentemente conocía bien el camino, abrió una puerta y entramos en un establo frío y con el suelo de piedra. Cuatro vacas marrones nos miraron fijamente con ojos tristes. Bajo sus panzas, varias criadas las ordeñaban con movimientos rápidos y expertos. El olor de la leche caliente y de la hierba masticada llenaba el aire. Cassell cruzó la vaquería sin detenerse y abrió otra puerta.
Un pasillo estrecho y luego otra puerta que conducía a un claustro en el que había una zona de tiro al blanco. Un grupo de mujeres lanzaba flechas contra una diana de paja.
–La reina –dijo Cassel en voz baja, señalándome con un gesto de la cabeza una delgada figura–. La pobre practica todos los días. No tiene nada mejor que hacer.
Otra puerta. Ahora, sin previo aviso, nos encontramos en un salón grandioso con los muros pintados con frescos. En una silla ornamentada se sentaba un cortesano; sobre su regazo había una dama vuelta hacia él, con el vestido levantado hasta la cintura. La mujer nos miró con curiosidad cuando pasamos junto a ellos, mientras que el hombre ni siquiera levantó los ojos. Cassell los ignoró a ambos.
Cuando llegamos a la siguiente puerta, Cassell se detuvo.
–Dinero –dijo, chasqueando los dedos.
Hurgué para sacar una de las tres bolsas que llevaba conmigo.
–Dádmelo, yo lo sostengo.
Cassell me cogió el recipiente del helado que tenía en la mano.
–No lo abráis –le advertí, ansioso.
–No os preocupéis, sé cuáles son las órdenes. ¿Tenéis la bolsa?
Cogí la bolsa en la que tintineaban las monedas.
–Sí.
–Dádsela al criado.
Cassell llamó a la puerta. El lacayo que la abrió cogió la bolsa sin decir ni una palabra.
Subimos unas escaleras y llegamos a la parte posterior de una veranda en la que había un grupo de gente que, por su forma de vestir, parecían simples espectadores. Estaban observando una vasta sala de banquetes donde una docena de comensales estaban sentados a una mesa que podría haber acogido a cuarenta.
–El rey –dijo Cassell, señalando la mesa con un gesto de la cabeza–. ¿Estáis preparado?
–Creo que sí.
–Entonces, dadme las otras bolsas.
Mientras abría la caja de madera, Cassell entregó las dos bolsas que quedaban a otro lacayo. Luego se dio la vuelta y me hizo una seña.
Saqué la bandeja de plata de la caja. Aunque el montículo de hielo se había derretido un poco durante el trayecto desde Vauxhall, seguía intacto, y sólo un ligero círculo evidenciaba que no estaba tan helado como al principio. El plato emanaba un inconfundible y fresco perfume de limón.
–Deprisa –dijo Cassell, impaciente–. En cuanto termina de comer se va en seguida.
–¿Siempre come en público? –le pregunté mientras bajábamos otro tramo de escaleras.
–Sólo al mediodía. Por la noche cena solo. Por aquí. ¡Buena suerte!
Cassell abrió una última puerta y se hizo a un lado para dejarme pasar. Mientras me dirigía hacia la mesa advertí que me observaban: no sólo la figura vestida de oscuro, alta, en el centro de la mesa, que estaba comiendo un plato de fruta, sino los criados que estaban junto a él, los guardias de la puerta y el público de la veranda.
Finalmente estuve lo bastante cerca de él para hacer una reverencia. La hice al estilo italiano, con un pie hacia delante, la rodilla de la otra pierna doblada y el brazo izquierdo levantado en un gesto teatral.
–Majestad –dije, con voz formal–. Vengo de la corte de Su Muy Cristiana Majestad, Luis XIV, rey de Francia y Navarra por la gracia de Dios. Cumpliendo sus órdenes, os ofrezco un postre extraordinario.
Le presenté la bandeja y sólo entonces levantó los ojos para mirarme.
Por la descripción que me habían hecho Lionne y Arlington, esperaba encontrarme con un hombre de ojos y mentón hundidos. Sin embargo, el rostro del rey tenía unos hermosos rasgos y su expresión, aunque algo demacrada, era inteligente.
–¡Por todos los diablos! –exclamó, lanzando un suspiro–. Bueno, supongo que si lo dice Luis debe de estar rico. ¿Cómo se llama?
Quería decir «helado de crema», pero los nervios me impidieron dar con las palabras correctas en inglés.
–Helado, sire.
–Muy bien.
Me hizo un gesto para que me acercara.
Miré a mi alrededor buscando al criado que probaba la comida del rey. Pero no apareció nadie, y por un instante dudé.
–Oh, el rey no teme ser asesinado. –La voz, que arrastraba las palabras, llegó desde un extremo de la mesa. Un cortesano, ataviado con extremada elegancia, observaba mi confusión–. Si alguien lo envenenase, sería su hermano quien subiría al trono, y ni siquiera en la mugrienta Inglaterra hay alguien tan estúpido como para hacer tal cosa.
El hombre mascullaba, como si hubiera bebido más de la cuenta, aunque algunos de los que lo rodeaban se echaron a reír a carcajadas. Sin embargo, me di cuenta de que el rey no se reía. Con un gesto, me indicó que podía servirle el helado.
–¿Sois francés? –me preguntó el rey.
–Soy italiano de nacimiento, sire, pero he pasado muchos años en Francia.
–Entonces tenemos algo en común. Mi hermana… –Hizo una pausa. De repente, su semblante se entristeció–. Mi querida hermana, ya fallecida, también estaba en la corte francesa.
–Ciertamente, sire. Coincidí con madame en varias ocasiones.
–¿Conocisteis a Minette?
–Sólo de vista, pero sabía que era una dama muy gentil y virtuosa. El rey se quedó destrozado después de su muerte.
–Su fallecimiento ha sido el más llorado en Inglaterra y en Francia –dijo el cortesano ebrio–. Desde entonces, morirse está de moda.
En esta ocasión nadie se echó a reír, aunque el cortesano pareció no darse cuenta de ello o, si lo hizo, no le importó.
–Le serví, entre otras cosas, un helado como éste –dije, señalando la bandeja.
Sólo quería que el rey centrara de nuevo su atención en la mesa para incitarlo a probar el helado antes de que se derritiera. Sin embargo, su mirada se había endurecido. Evidentemente, Carlos ya estaba al corriente de las circunstancias en las que había muerto su hermana y los rumores que habían despertado. Me pregunté si ésa sería una de las razones por las que me habían enviado allí. Para demostrarle personalmente al rey que no habían sido mis helados lo que la había matado.
El rey cogió la cuchara.
Mientras se llevaba la primera cucharada a la boca se hizo el silencio. Sabía exactamente lo que estaba degustando: la pulpa de los limones de Amalfi, cuyo dulzor potenciaba una pizca de jengibre; la raspadura, muy fina, de la piel del limón, y todo ello dejado en una infusión de leche de vaca, congelado dos veces y mezclado. El helado resultante estaba salpicado de trocitos minúsculos de piel de limón azucarada.
Esperaba una reacción, la que fuera. El rey parecía pensativo, y me dio la impresión de que fruncía ligeramente el ceño. Sin embargo, era difícil decirlo.
Luego, después de un único bocado, dejó la cuchara sobre la mesa.
–Debéis perdonarme, signor. Últimamente no tengo demasiado apetito.
Tratando de no manifestar mi decepción, hice otra reverencia.
–Por supuesto. Pero tal vez pueda serviros uno distinto en otra ocasión. Sería un honor quedarme en la corte hasta que Su Majestad esté más animado.
–Muy bien. –Una sombra cruzó su rostro–. Me imagino que desearéis ser recompensado.
Me encogí de hombros, educadamente.
–De acuerdo, me ocuparé de ello –dijo, con voz cansada–. Hablad con Chiffinch. Y mientras tanto, tal vez… Sí, tenemos una dama de compañía que también acaba de llegar de Francia. Mademoiselle de Keroualle.
–Ah, ¿es así como se llama? –masculló el cortesano ebrio–. Creía que su nombre era Mademoiselle Ábrete-de-Piernas.
–Sí, la conozco –respondí, ignorando al borracho.
–Deberíais mandarle vuestros helados de mi parte. Decidle que la ayudaremos a sentirse como en casa.
–Decidle –dijo el borracho, en voz alta– que cuando venga a la corte podrá probar también la verga real.
La expresión de mi rostro debió mostrar mi estupor ante un comentario tan vulgar, porque el rey, con voz tranquila, dijo:
–No debéis prestar atención a lord Rochester. Cuando está sobrio es bastante divertido, pero cuando está ebrio solo él cree que es gracioso.
Era extraño, pero cuando pronunció esas palabras descubrí que parte de la aversión que había despertado en mí aquel borracho se había desvanecido. Mientras que los Médici eran austeros y Luis severo, Carlos de Inglaterra era encantador, tan encantador que ni siquiera parecía un rey.
Un perrito faldero se había subido a la silla que estaba al lado del rey, extendiendo subrepticiamente el cuello hacia la bandeja del helado.
–Sire… –dije, para advertirle.
–¿Qué? ¡Oh, Daisy, baja! –Carlos empujó al perro, aunque sin éxito–. Decidme, signor, ¿cómo os llamáis? –preguntó, dedicándome de nuevo su atención.
–Demirco, sire.
–¿Sabéis algo sobre depósitos de hielo, Demirco? ¿Cómo se construyen?
–Por supuesto.
–He mandado construir uno. En el parque de St James. Ordenaré que lo llenen de hielo y lo pondré a vuestra disposición.
–Gracias, sire.
–Mis hombres no consiguen que funcione, y todo lo que se guarda allí acaba derritiéndose.
Hice una reverencia.
–Sería una placer intentar hacer algo para mejorar la situación.
–Excelente.
Carlos movió la silla hacia atrás. Era evidente que la audiencia había concluido. Me incliné otra vez, con el brazo izquierdo levantado, siguiendo la costumbre correcta.
Rochester se rio disimuladamente.
–Lord, parece que esté a punto de hacer aparecer una paloma.
–Hablad con Chiffinch –me dijo el rey, mientras un lacayo se acercaba y le colocaba un abrigo negro sobre sus reales espaldas–. Gracias, signor Demirco, y bienvenido.
–Signor Dildo –dijo Rochester, con voz pastosa–. Bienvenido, signore Dildo.
Chiffinch, como descubrí más adelante, era el criado a quien Cassell había entregado las dos últimas bolsas. Fue más bien vago acerca de cómo o cuándo iba a ser recompensado.
–Hablaré con el responsable de las vituallas. O con el encargado de la despensa.
–Soy el pastelero del rey. No obedezco órdenes de ningún responsable de la despensa.
Chiffinch se encogió de hombros.
–Muy bien, entonces será el rey quien se ocupe de ello.
Tenía la impresión de que, a menos que hubiera un soborno de por medio, el asunto traía sin cuidado a Chiffinch.
Sin embargo, Cassell estaba satisfecho.
–No podía haber ido mejor, dadas las circunstancias. Sin embargo, haríais bien en ocuparos de ese depósito de hielo.
–Y en enviar su mensaje a Louise.
–¿Cómo? Ah, por supuesto. Mademoiselle Ábrete-de-Piernas. –Cassell sonrió–. Rochester es un patán, pero perspicaz.
–Eso es lo que ha dicho el rey. Aunque aún no he podido comprobarlo –dije, fastidiado.
Cassell recuperó la gravedad, aunque aún tenía media sonrisa en los labios. Supuse que estaba pensando en la broma de ese petimetre. Lancé un suspiro. Había muchos aspectos de aquel país, me dije, que nunca me convencerían.
Louise
Después del baile, me mantengo alejada de la corte. Nadie me dice nada. Parece que estén esperando algo, una señal o una orden. O puede que sólo se estén preguntando cuál es la mejor manera de responder a la reacción del rey al verme con el vestido de su hermana. Intuyo que la gente habla detrás de las puertas cerradas, y cuando entro en una estancia cambian repentina y disimuladamente de conversación. Me paso las noches angustiada, preguntándome si, después de todo, me enviarán a casa.
Después de tres días así, oímos que llaman con fuerza a las puertas del comedor mientras los Arlington y yo estamos cenando. Dos criados de librea las abren. Flanquean a un mayordomo que, dando un paso al frente, anuncia:
–Su Majestad ha ordenado que se entregue este presente a mademoiselle de Keroualle como prueba de su estima.
–¡Ah! –exclama Arlington con entusiasmo, volviéndose hacia mí–. ¿Qué os dije?
«Nada en absoluto», tendría que responderle. Lady Arlington hace un gesto al hombre para que se acerque.
El mayordomo deposita sobre la mesa una cajita cuadrada pintada, de unos treinta centímetros. En uno de los lados puede verse el dibujo de un emblema: algo absurdo y carente de significado, uno de esos diseños elaborados por quienes desconocen los sutiles códigos de las familias antiguas.
Aun así, me parece que sé de qué se trata.
El mayordomo abre la caja y saca un plato de cristal muy delicado. Contiene un montículo que parece nieve con manchas de un intenso color púrpura.
Helado.
Lady Arlington parece perpleja.
–¿Qué es? –le pregunta al mayordomo.
–Creo que es una suerte de postre congelado, señora –responde el mayordomo desdeñosamente.
Por la expresión de mis anfitriones, es evidente que, aunque yo quisiera, no tendría ninguna esperanza de quedarme con ese presente. Una vez repartido entre los comensales, apenas quedan dos cucharadas para cada uno.
Lord Arlington lo examina con aire escéptico antes de engullirlo como haría un niño con una medicina. Lady Arlington prueba el suyo tímidamente, con la punta de su delicada y afilada lengua. Me llevo la cuchara a la boca. Los cristales de hielo azucarado, que ya están a punto de derretirse, crujen y se desmenuzan en la lengua mientras se funden.
El sabor de la ciruela damascena –delicado, rotundo, de los últimos frutos de la estación– me llena la boca, mezclado con la crème fraîche, seguido, un momento después, de la textura crocante del azúcar moreno.
En ese preciso momento sé que Carlo Demirco ha llegado a Londres.
Me siento aliviada. A pesar de que no nos despedimos como es debido, será muy útil tener a un aliado en esta corte. Sólo espero que se desenvuelva mejor que yo en sus tareas.
A la mañana siguiente me despierto temprano. Despunta el alba, y el parque que separa la residencia de los Arlington de Whitehall está sumido en una niebla fina y translúcida. Los árboles, cuyos perfiles son difusos, como si estuvieran cubiertos por un velo de muselina, están adquiriendo un color amarillo dorado, el color de las peras. Abro la ventana: el aire es punzante, y me llega un ligero olor a leña quemada.
Está llegando el otoño.
Tendré que pasar el invierno en Londres, naturalmente. Y puede que el siguiente también. Me pregunto si, aquí, los inviernos son tan fríos como en Brest. Seguramente más.
En medio de la niebla que cubre el parque de St James veo la figura alta de un hombre que pasea. Debe de tener frío: sólo lleva una chaqueta negra corta, desabrochada; del puño y la cintura sobresale la tela de una camisa blanca. Unos perros de aguas pisan los talones al hombre como una especie de abrigo canino viviente, mientras él recorre el suelo húmedo con largas y ágiles zancadas.
El rey.
Está solo. Lo observo un momento y luego me doy cuenta de que se encamina a la entrada posterior de la residencia de los Arlington. Se dirige hacia aquí.
Lady Arlington irrumpe en mi alcoba sin llamar a la puerta.
–El rey está a punto de llegar. –Echa un vistazo para estudiar la situación: aún llevo el camisón y estoy mirando por la ventana como una chiquilla–. No hay tiempo que perder. –Detrás de ella entra una doncella. En los brazos lleva cepillos, agua y otros artilugios para acicalarse que parecen a punto de caerse al suelo–. Preparaos cuanto antes y reuníos conmigo en el salón de desayuno.
–Por supuesto.
Lady Arlington asiente. Me coloco en el centro de la estancia para que la doncella pueda ponerse manos a la obra. La muchacha hace una reverencia y yo levanto los brazos para que pueda quitarme el camisón. Lady Arlington no se mueve. Por un instante se queda allí, mirándome con una expresión enigmática. Entonces vuelve a asentir, como si hubiese superado la prueba.
–Cinco minutos, Susan –le dice a la doncella.
Mientras se aleja por el pasillo la oigo dando más órdenes con voz firme y tranquila.
–Quisiera hablar a solas con mademoiselle de Keroualle.
Lady Arlington se pone en pie de inmediato, hace una reverencia y se va sin decir ni una palabra. Evidentemente, no le dice que es una falta de decoro. Sugerirlo significaría poner en entredicho los motivos de un rey.
Sólo los criados, de pie en ambos extremos del bufete del desayuno, se quedan donde están.
Nos sentamos en los extremos de la enorme mesa, de la que han retirado los candelabros y las copas. Carlos señala mi plato con un gesto.
–¿Café? ¿Chocolate?
–Preferiría un té, gracias.
–Por supuesto. Según tengo entendido, ahora, en París, todo el mundo toma té. Incluso Minette. –Hace una mueca–. Me refiero a mi difunta hermana. La llamaba Minette. Era su apodo cuando era una niña.
–Lo sé. Me dejaba leer vuestras cartas. No había nada en el mundo que esperara con mayor impaciencia.
Él lanza un profundo suspiro.
–Contadme cómo murió.
Le digo todo lo que sé, y mientras hablo, las lágrimas empiezan a rodar por mis mejillas. Él no tarda en sollozar sin disimulo, secándose impacientemente las lágrimas con las manos. Dudo, preguntándome si no estaré afligiéndole en exceso, pero él, con un gesto, me invita a continuar.
Nunca he visto a un hombre llorando tan abiertamente delante de una mujer. En un momento dado coge una servilleta para secarse la cara.
–Y…, decidme…, ¿fue asesinada? –me pregunta, una vez he terminado–. ¿Ese bruto, o uno de sus favoritos, ordenó que la asesinaran para poder seguir practicando sus vicios sin impedimentos?
Ahora soy yo quien debo mostrarme dubitativa. Sólo hay una respuesta que puedo darle, pero me pregunto qué debo hacer para resultar convincente.
–En realidad, podría haber seguido practicándolos sin impedimento alguno. Y aunque no siento ninguna admiración por su esposo, no alcanzo a comprender cómo podría haber sido asesinada.
–Pero en Dover se encontraba muy bien. Nunca la había visto tan hermosa y radiante.
Sacudo la cabeza.
–Tenía unos dolores terribles, pero había decidido ocultarlo.
–Los Estuardo somos muy buenos disimulando –dice, casi para sí mismo–. Mostramos muy poco nuestra verdadera forma de ser a los que más nos aman.
–Ella os quería más que a nadie.
–Yo también la quería. –Guarda silencio un momento y luego saca algo de la camisa–. He traído sus cartas. ¿Podríais…?
No puede terminar la frase, pero sé lo que quiere.
–En français?
–Oui. S’il vous plaît.
Abro la primera carta y empiezo a leer.
–Mon cher frère, votre Majesté…
Carlo
Buscad una estancia fría y limpia, sin mugre ni distracciones de cualquier clase.
El libro de los helados
Finalmente, Chiffinch me consiguió un sitio en las cocinas de palacio. Se parecía mucho a la idea que tenía del infierno: una estancia enorme, llena de humo, donde cuatro grandes fuegos ardían día y noche y el olor a carne quemada flotaba en el ambiente como una niebla amarga. Los cocineros trabajaban en unas largas mesas como si fueran costureras: se abalanzaban sobre montones de carcasas de vaca con sus cuchillos de carnicero o troceaban animales tan pequeños que en cualquier otro lugar habrían sido descartados por considerarse incomestibles. Los ingleses, me di cuenta en seguida, estaban obsesionados con la carne, y no les parecía extraño comerla casi a diario. Sin embargo, la ternera, el oso o el cerdo hervido no eran «cocinados» en el sentido con que un francés o un italiano emplearían esa palabra, es decir, elaborando un plato para que fuera más sabroso gracias a las cualidades de un cocinero ingenioso, añadiendo adecuadamente salsas, condimentos o hierbas aromáticas, sino que simplemente se colocaban en un asador hasta que se volvían duros e insípidos. Aparentemente, las verduras y las hierbas aromáticas eran casi desconocidas, y aunque me contaron que de vez en cuando el rey comía fruta cruda, al estilo francés, los cocineros lo consideraban una moda extranjera, y ordenaban que se sirviera con un cuenco o una fuente, «como mandaban los cánones», de postres ingleses, como tarta de frutas, sebo estofado o pudín con frutos secos. Los platos ni siquiera se servían por separado. Todo llegaba a la mesa al mismo tiempo, y cada cocinero ofrecía lo que había preparado: las sopas, los asados y los postres se amontonaban para que los invitados del rey dieran cuenta de ellos. Chiffinch se quedó muy sorprendido cuando le dije que en Francia los platos se servían de uno en uno, como los actos de una obra de teatro.
Sin embargo, en lo que a mí me concernía, el auténtico problema era que no disponía de un sitio adecuado para trabajar. Aunque me instalé en el rincón más aislado de la cocina, habría sido imposible confeccionar un helado que no se derritiera por culpa del calor en cuanto lo hubiera sacado de la sabotière. Y, por supuesto, también estaba la necesidad de mantener en secreto el proceso de elaboración. Al final de la primera jornada comprendí que sería mejor trasladarme a otro lugar.
También me pregunté si debía abandonar mi alojamiento en el Red Lion, donde, en general, la comida era tan mala como la que le servían al rey. Sin embargo, había una excepción: todos los días preparaban una tarta distinta, y esos platos tan sencillos resultaron ser, para mi sorpresa, casi comestibles. Normalmente solían llevar una o dos verduras, y a veces hierbas aromáticas como apio de monte, mejorana o salvia. En una ocasión, en una tarta de pescado cocido con leche, mi nostálgico paladar distinguió un delicioso toque de estragón. Así pues, decidí quedarme, al menos de momento, y le pregunté al posadero si me alquilaría una bodega o un cuarto frío para trabajar. Ahora que sabía que contaba con unos poderosos mecenas, se apresuró a encontrar una solución, y salió en seguida a buscar las llaves de las bodegas.
Las bodegas eran húmedas, estaban llenas de moho y carecían de ventanas, mientras que la cocina era casi tan sofocante como la de Whitehall. Entre las dos estancias, sin embargo, había una pequeña despensa situada en el hueco que había debajo de la escalera, y como se encontraba casi soterrada, era bastante fresca; disponía asimismo de una hilera de ventanillas altas por las que entraba mucha luz. En una de las paredes había una estantería de piedra, en otra habían dispuesto una mesa de mármol y en el rincón más alejado había un cuartito sin ventanas donde podía conservar el hielo. No descubrí ningún rastro de humedad, y toda la estancia había sido limpiada a conciencia.
–Esto era la vaquería donde preparábamos nuestro queso –me explicó el posadero, cuyo nombre era Titus Clarke–. Ahora, aquí es donde trabaja Hannah.
Estaba claro que la ocupante de la estancia era una persona muy pulcra: los utensilios de cocina, los rodillos de amasar y el resto de pertrechos estaban colocados contra la pared, perfectamente ordenados, mientras que los recipientes se apilaban debajo de la mesa. Las hueveras estaban cubiertas con un trapo para protegerlas de las moscas, y había metido un saco de harina en un bidón situado a cierta altura para que no se mojara y para mantenerlo alejado de los ratones.
–Es perfecto –dije, mirando a mi alrededor–. ¿Cuánto pedís por el alquiler?
El posadero parecía un poco ansioso.
–¿Por compartirla? Hay suficiente espacio para los dos…
Sacudí la cabeza.
–Tengo que trabajar totalmente en secreto.
–Bueno, estoy seguro de que Hannah lo comprenderá –dijo, nervioso–. Después de todo, el rey tiene derecho a sus helados. Hablaré con ella por la tarde.
Ordené que bajaran mis baúles, desembalé mis pertenencias y me puse a trabajar de inmediato en un helado de membrillo. Apenas había empezado a verter el helado picado en la sabotière cuando se abrió la cortina que hacía las veces de puerta y entró una mujer de unos treinta que llevaba un delantal. A su lado estaba Elias, el aprendiz.
–¿Qué estáis haciendo? –me preguntó la mujer.
A toda prisa, cubrí la mezcla con un trapo.
–No es de tu incumbencia.
–Por supuesto que lo es –replicó ella–, teniendo en cuenta que Titus me ha dicho que, sea lo que sea, me veo obligada a abandonar mi despensa.
–Soy el pastelero de Su Majestad –le dije, algo sorprendido por su tono–. Lo que hago aquí es secreto.
–Y lo que yo hago aquí no puedo hacerlo en otra parte. Para preparar la masa necesito un lugar fresco y, como vos mismo habréis comprobado, en la cocina hace demasiado calor.
A sus espaldas, el posadero trataba de abrirse paso para evitar un enfrentamiento.
–Hannah, este caballero me ha alquilado el cuarto. Fin de la discusión.
–Muy bien –dijo ella, encogiéndose de hombros–. En ese caso, no prepararé más tartas. Ve a buscar un saco, Elias.
Hannah empezó a descolgar los rodillos de amasar de los ganchos. El posadero me miró con aire de disculpa, como diciéndome que lamentaba la interrupción, aunque ahora ya estaba todo arreglado.
–Espera –le dije a la mujer–. ¿Eres tú quien prepara las tartas?
–Sí, era yo –contestó–. Pero, por lo que parece, ya no lo haré.
Me encontraba frente a un dilema. Lo cierto, como ya he dicho, era que las tartas del Lion eran una de las principales razones por las que quería quedarme allí, y el hecho de verme privado de ellas no era precisamente alentador.
–¿Cuánto tiempo necesitas el cuarto? –le pregunté.
–Una o dos horas al día, por la mañana.
Tomé una decisión. Seguramente no corría ningún riesgo dejando que una criada utilizara aquel cuarto de vez en cuando.
–Muy bien. Puedes seguir preparando tus tartas aquí.
Para mi sorpresa, no me dio las gracias. Sólo cruzó los brazos sobre el pecho, como si esperara descubrir dónde estaba el truco.
–Eso es todo –añadí.
–No os pagaré el alquiler –dijo ella–. Titus ya le saca bastante partido a las tartas.
–Entonces, podrías compensarme haciendo algún trabajo para mí, como limpiar las marmitas, por ejemplo. Y tú –dije, dirigiéndome al muchacho– ¿te gustaría ser mi ayudante? Necesito a alguien que raspe los bloques de hielo todas las mañanas.
El muchacho abrió unos ojos como platos.
–¿Podré llevar un abrigo tan elegante como el vuestro?
Me eché a reír.
–Creo que no, porque no irás a la corte, pero te pagaré un penique a la semana.
Elias asintió con la cabeza.
–De acuerdo.
–Entonces, todo arreglado. Sin embargo, deberéis jurar solemnemente que nunca revelaréis nada de lo que veáis aquí dentro. El proceso es secreto, y quiero que siga siéndolo. Titus, ¿podrías traerme una Biblia?
Una vez más me sorprendió la reacción de los tres a una petición tan simple. Ninguno de ellos se movió, y en la mirada de la mujer había –a menos que me equivocara– el destello de un desafío.
–Es para el juramento –expliqué–. Debéis jurar sobre la Biblia que no revelaréis a nadie cómo preparo mis helados.
El posadero se retorcía las manos.
–Señor, puedo explicaros la posición de Hannah con respecto a este asunto…
–Soy perfectamente capaz de explicarlo por mí misma –le interrumpió la mujer–. Nosotros no prestamos juramentos.
Me quedé mirándola, desconcertado.
–¿Nada de juramentos? ¿Por qué?
–En primer lugar, porque no utilizamos a Dios como una suerte de supersticioso talismán o como un hombre del saco para aterrorizar a los crédulos. Y en segundo lugar, porque un juramento implica lealtad a una autoridad superior a nuestra conciencia.
–Pero si no prestas juramento no puedo tomarte a mi servicio.
–Entonces no podréis tomarme a vuestro servicio –dijo, sin más–. Lo siento, pero es así. Os puedo asegurar que no traicionaré vuestro secreto, pero no me pidáis que lo jure, porque no lo haré.
–Comprendo.
Nunca me había encontrado en una situación así. Sin embargo, había empezado a entender que Francia tenía muchas más cosas en común con Italia, a pesar de que estuvieran separadas por los Alpes, que con aquella extraña isla situada a tan sólo veinte millas de la costa francesa.
La mujer señaló las paredes.
–¿Y bien? ¿Queréis que recoja mis utensilios o no?
–De momento puedes dejarlos aquí. Tengo que pensarlo. Mientras tanto, puedes hacer algún trabajo para mí y veremos cómo te desenvuelves.
–¿Estoy a prueba?
–Exacto.
Se encogió de hombros.
–Muy bien.
Parecía casi como si se dignara a aceptar mi propuesta más que a aceptar las órdenes de su patrón. Me pregunté si todos los sirvientes de Inglaterra serían tan irrespetuosos. De ser así, era un milagro que consiguieran llevar a cabo alguna tarea.
El poco hielo que me había traído de Francia se agotó en seguida. Aunque el rey no me lo hubiera pedido, habría tenido que echar un vistazo a su depósito de hielo.
El parque de St James era un lugar bastante agradable, aunque por supuesto no era nada comparado con Marly o Versalles. En el centro, justo delante de las ventanas de los aposentos del rey, había un estanque largo y estrecho, aunque un poco más ancho que un canal. Árboles y cepedas salpicaban el terreno, abandonado a su estado natural, y aquí y allá pastaban algunos ciervos. No obstante, vi que por todas partes había proyectos inconclusos o edificios a medio construir. Había un cenador de estilo francés al que aún le faltaba el techo. Un sendero que conducía al oeste, que empezaba de un modo grandioso, transcurriendo entre dos pilastras de piedra, se interrumpía al cabo de unos centenares de metros. Y el muro que circundaba el parque sólo llegaba a la mitad de su perímetro, por lo que cualquiera podía entrar sin ningún impedimento.
El depósito de hielo estaba en el extremo norte, junto a Piccadilly Hall, en una ligera depresión del terreno y bajo una arboleda: la peor ubicación posible. Aun así, el sendero de ladrillos que conducía a la entrada era bastante práctico, y la puerta tenía unas medidas sensatas: era baja, pequeña y estaba orientada al norte. Sin embargo, estaba entreabierta.
Aunque había tomado la precaución de coger unas velas para alumbrarme, no tendría por qué haberme molestado: el techo dejaba entrar bastante luz, y en una de las paredes había una vela encendida. De todas formas, uno de mis pies acabó sumergido hasta el tobillo en un agua helada y fangosa. Lanzando una maldición, levanté el pie y me di cuenta de que no estaba solo.
–Necesitamos paja, John –dijo una voz al otro lado de los bloques de hielo–. Pacas de paja para colocarlas alrededor de los bloques. Aunque con esta humedad, la paja se pudrirá; antes tendremos que secar el suelo.
–Lo secamos hace tres semanas –replicó una voz más ronca–. Y la paja caldeará aún más el ambiente.
Oí unos pasos que se acercaban a mí, chapoteando. Sin embargo, aún no podía distinguir a nadie, porque el hielo me impedía ver lo que había en aquella estancia circular.
La primera voz lanzó un suspiro.
–La paja puede mantener el calor en un lugar cálido, es verdad, pero también tiene la propiedad de mantener frío un lugar frío.
–Entonces ¿es el calor el que hay que mantener fuera y no el frío dentro? –preguntó una voz femenina.
–Nunca lo había pensado en estos términos, pero sí, es correcto, Elizabeth –contestó el primer hombre.
Levantando la voz, dije:
–La paja no resolverá el problema que hay aquí.
–¿Quién anda ahí? –preguntó la voz masculina más ronca.
Se levantó un farol, iluminando tres caras.
–¿Qué hacéis aquí, señor? Ésta es una propiedad del rey.
–Estoy aquí por orden suya. –Di un paso al frente–. Carlo Demirco, a vuestro servicio.
–¿El pastelero?
–El mismo.
El grupo que se dirigía hacia mí lo formaban tres personas. Llevaban unos abrigos muy gruesos para protegerse del frío. El hombre que sostenía el farol era, evidentemente, el que se llamaba John; al otro, el que había sugerido que debían utilizar paja, lo ayudaba la mujer, que le sostenía el brazo por el codo. En la otra mano sostenía un bastón en el que se apoyaba. Fue él quien se dirigió a mí, impaciente.
–Decidnos, Demirco. ¿Por qué no basta con la paja?
–Ni siquiera toda la paja del mundo bastaría para compensar un edificio mal diseñado.
–Controlad vuestros modales –dijo el hombre de la voz ronca–. Fue el honorable Robert Boyle, aquí presente, quien instruyó a los arquitectos según los diseños que trajo de Italia sir John Evelyn.
Me encogí de hombros.
–El edificio no está mal. Lo que falla es su ubicación. Y el desagüe principal está bloqueado o mal hecho.
–¡El desagüe principal! –exclamó Boyle–. ¡Por supuesto! ¿Cómo eliminan el agua en Italia en sitios como éste?
–En Florencia colocan una rueda de carro sobre una cañería central para eliminar el agua. El hielo se conserva mejor si está seco.
–¿De veras? –preguntó Boyle, interesado–. Ahora que lo pienso, podría ser. El agua es el elemento natural del hielo, por lo que puede facilitar el paso de los corpúsculos fríos. Podríamos demostrarlo con un sencillo experimento. Venid.
Salió afuera y se dirigió a un edificio que se levantaba justo detrás del depósito de hielo. Todos le seguimos: la mujer porque aún le sostenía el brazo y los demás –me pareció– simplemente porque Boyle tenía un don para dar órdenes.
–Tened cuidado, tío –le advirtió la mujer, preocupada–. Ya lleváis veinte minutos ahí dentro, y el doctor Sydenham ha dicho que…
–Si un hombre pudiera enfermar a causa del frío –replicó Boyle, alegremente–, debería estar muerto desde hace mucho tiempo. Por aquí, Demirco.
Abrió una pesada puerta y entramos en una estancia fría y luminosa. Comprendí que se trataba de una suerte de laboratorio. Los estantes estaban llenos de instrumental químico: alambiques, morteros, probetas…
–¿Qué es este sitio? –pregunté, con curiosidad.
Boyle ya estaba pesando unos bloques de hielo pequeños y tomando notas en un cuaderno.
–Mi laboratorio. Mi segundo laboratorio, mejor dicho. Aquí, con el permiso del rey, realizo mis investigaciones sobre el hielo. –Me lanzó una ojeada–. Tal vez os parezca extraño, señor, que un químico decida trabajar con hielo en vez de hacerlo con un horno.
–En absoluto –repuse–. Me he pasado la vida trabajando con hielo, y aun así creo que sólo tengo una vaga idea acerca de sus propiedades.
Boyle asintió con la cabeza.
–Entonces, cogemos un trocito de hielo y lo metemos en agua, así, y luego un trocito idéntico y dejamos que se derrita por sí solo. ¿Cuál de ellos se fundirá primero?
–Es una pérdida de tiempo –dije, encogiéndome de hombros–. Ya conozco la respuesta.
–Puede que sí, señor, pero yo no, y hasta que no lo haya demostrado no puedo asegurar que sea verdad. Nullius in verba, ¿verdad?
–Es el lema de su sociedad –explicó la mujer.
Un vago recuerdo de la escuela me vino a la mente.
–«No hay verdad alguna en las palabras, por lo que no juraré fidelidad a la autoridad de ningún maestro». Horacio, ¿verdad?
–¡Muy bien! –exclamó Boyle, asintiendo con la cabeza.
–Aunque yo creo que los resultados de este experimento podrían ser justo lo contrario de lo que ha dicho el signor Demirco –dijo la mujer, con aire pensativo–. Porque el hielo sumergido en un líquido hace que éste se enfríe, mientras que si está simplemente en una estancia no la enfría en la misma medida.
–Bueno, ya veremos, ya veremos –replicó Boyle, satisfecho–. Pero antes… –Boyle estaba hurgando en un montón de papeles–. Aquí está. Demirco, díganos en qué nos hemos equivocado.
Extendió ante mí los planos del arquitecto. También había algunos bosquejos sacados del cuaderno de un viajero.
–El agua va a parar aquí –dije, señalando con el dedo–. Pero aunque haya un desagüe, siempre estará el problema que suponen estos árboles. Es mejor construir el depósito de hielo bajo tierra y en un terreno despejado.
–Entonces tendremos que talar esos árboles y construir un terraplén –dijo Boyle–. ¿Qué opináis, John?
El otro hombre lanzó un suspiro.
–Si es necesario, lo haremos. Aunque aún no hemos empezado el puente para el nuevo camino del rey que conduce a Chelsea ni las jaulas para pájaros.
–Los caminos pueden esperar. El hielo, en cambio, se derrite –dijo Boyle–. Y hablando de hielo…
Boyle se volvió hacia los bloques que había encima de la mesa.
–El que está sumergido en agua parece fundirse más deprisa –admitió su sobrina.
Boyle consultó su reloj de bolsillo.
–Ojalá se me hubiera ocurrido añadir un tercer recipiente con sal. Sería interesante comparar hasta qué punto acelera el proceso.
–Lo que queríais decir era salitre –dije.
Y acto seguido me mordí la lengua. No tendría que haber comentado los secretos de mi arte con un inglés, sobre todo con uno que era perfectamente capaz de entenderlos. Sin embargo, Boyle estaba sacudiendo la cabeza.
–¿Salitre? No, eso era antes. El salitre no es mejor que la sal común en este proceso.
–¿Sal común? –repetí–. Pero no…
Me interrumpí, confundido.
Boyle me lanzó una mirada divertida.
–Os lo aseguro, señor: si habéis estado usando salitre, habéis malgastado mucho dinero. Era la sal y no el nitro lo que realizaba la función que vos queríais. Los corpúsculos de la sal son atraídos por los que hay dentro del hielo, que lo liberan de su estado sólido.
–Creía que no todos los socios estaban de acuerdo con vuestra teoría de los corpúsculos, tío –murmuró la mujer.
Boyle frunció el ceño.
–No la rechazan, pero algunos virtuosi exigen más pruebas. No es lo mismo.
–¿Virtuosi? –pregunté.
–La universidad invisible –dijo Boyle–. El grupo de Gresham.
–Se refiere a la Royal Society de Londres para el avance de las ciencias naturales –explicó Elizabeth–. Un grupo de filósofos naturales que investigan y debaten sobre estos temas.
Boyle asintió con la cabeza.
–El frío es uno de los asuntos que nos interesan.
–Aunque habría que precisar –añadió la mujer– que bajo ese epígrafe también se incluyen otros muchos fenómenos naturales; el frío no es el único, y ni siquiera particular.
–Comprendo –dije. Entonces me vino algo a la mente–. ¿Podríais determinar, en base a esas investigaciones filosóficas, por qué ciertos líquidos, al congelarse, son más densos que otros?
–Continuad –dijo Boyle–. Detecto un misterio interesante en vuestras palabras.
–Es simplemente que… –Me interrumpí, sin saber muy bien cómo expresarme–. Me gustaría preparar un helado cremoso; no algo que cruja bajo los dientes, con fragmentos de agua congelada. Lo conseguí en una ocasión, pero no soy capaz de comprender qué lo hizo posible.
–¿Un helado que no lleve trocitos de hielo? –preguntó Boyle, con una sonrisa–. Bueno, comparado con el diseño de una nueva catedral o los secretos de la circulación sanguínea, no parece algo que sea muy urgente. Pero conociendo a mis colegas, creo que es la clase de problemas que puede despertar su interés. Podríamos pensar en los experimentos que habría que hacer, indicaros el buen camino y luego, si tenemos éxito, publicar nuestros descubrimientos….
–¿Publicar? –repetí, de inmediato–. ¿A qué os referís con publicar?
–Mi querido amigo, no tiene ningún sentido adquirir conocimientos si no se divulgan. Así es como funciona nuestra sociedad: cada experimento es descrito con precisas anotaciones, debatido, verificado y finalmente publicado por el bien de todos.
–Y es entonces –añadió Elizabeth– cuando empiezan las discusiones.
–De vez en cuando hay pequeñas cuestiones de procedencia o paternidad que determinar –reconoció Boyle–. Pero lo cierto es que aspiramos a la excelencia en el campo experimental y no a los beneficios comerciales.
–Puede que, pensándolo bien, no sea una buena idea –murmuré.
–¿Los beneficios comerciales son vuestra raison d’être? –Boyle se encogió de hombros–. Muy bien, señor, sois vos quien debe decidirlo. ¿Qué me dices de nuestros bloques de hielo, Elizabeth?
–El que está sumergido en agua se ha disuelto casi por completo, mientras que el otro sólo ha adquirido una forma cilíndrica –respondió ella.
–¡Excelente! Daría cualquier cosa por un buen termoscopio que me permitiera medir las temperaturas relativas.
Observé a Boyle mientras tomaba notas en su cuaderno, más ofendido por su comentario de lo que hubiese querido admitir.
–No se trata de los beneficios comerciales.
–¿Cómo?
–La razón por la que hago esto no es el dinero. O al menos no únicamente.
–Me alegra oír eso –se limitó a responder Boyle–. Pero os recuerdo nuestro lema: Nullius in verba. Y aunque hagáis honor a vuestras palabras, no serán sino vuestros actos los que sirvan de base a mis conclusiones.
–No puedo divulgar mis secretos.
–En ese caso, señor, será mejor que nos os relacionéis demasiado con caballeros como yo –dijo Boyle–. En nuestra opinión, los secretos son los declarados enemigos de la verdad.
Se volvió de nuevo hacia su mesa de trabajo y comprendí que, a pesar de su tono educado, me había invitado a retirarme.
De vuelta en el Lion, ordené de inmediato que me proporcionaran sal. Elias me trajo un tarro: en la cocina, alguien debió pensar que necesitaba una pizca para condimentar.
–Tráeme cinco libras de sal lo antes posible –le dije.
El muchacho parecía perplejo.
–No tenemos tanta.
–Entonces ve a comprarla. ¿Cuánto necesitas? ¿Un chelín? –Le lancé una moneda y vi que abría unos ojos como platos–. Vete –dije–. Y si te dan un penique de vuelta puedes quedártelo, siempre que estés de regreso en media hora.
Cuando volvió, estaba preparado para realizar mi experimento. Me había impresionado la lógica de la prueba de Boyle con el hielo, colocando los dos pequeños bloques uno junto a otro para comprobar cuál de ellos se derretía antes. Me disponía a hacer lo mismo, pero con mezclas de hielo y sal. Vertí en una sabotière la mezcla habitual de hielo y salitre, un cristal extraído de la orina de los caballos y de los humanos y, como había dicho el boticario, un ingrediente esencial y muy caro de la pólvora; en otra, metí la misma cantidad de hielo, a la que añadí sal común.
Ahora necesitaba algo que congelar. Me serviría cualquier cosa, por eso me dirigí a la cocina y cogí una jarra de la omnipresente crema pastelera que preparaban todos los días en grandes cantidades para los postres.
Esperé veinte minutos y acto seguido levanté las tapas de los recipientes.
En el primero había una masa densa y mórbida. Con una cuchara, cogí un poco de crema helada. Luego hice lo mismo con el segundo recipiente.
Me senté sobre los talones, pensativo.
Boyle tenía razón: después de todo, el salitre no era necesario. Ahmad había seguido a ciegas la receta, al igual que el resto de instrucciones. Pero ahora que sabía la verdad, podría preparar una mezcla para elaborar un helado sin invertir casi nada, sólo unos peniques.
Maravillado, me permití lanzar una imprecación en italiano.
–¿Qué ocurre?
Me di la vuelta. Hannah estaba detrás de mí, secándose las manos con un trapo. Sin pedirme permiso, cogió uno de los cuencos de helado y lo miró con curiosidad.
–¿Puedo probarlo?
Sin pérdida de tiempo, le arrebaté el cuenco de las manos.
–No es apto para paladares vulgares.
Hannah se encogió de hombros.
–Bueno, no necesito probarlo. Le falta azúcar.
–Lo preparo para los caballeros de la corte, y no para gente que añadiría azúcar a cualquier plato.
–Sólo quería decir –prosiguió, apartándose de mí– que con un poco más de azúcar la crema habría cuajado mejor.
–¿Azúcar? ¿Para cuajar la crema?
–Veo que queréis aprender inglés siguiendo el método de escuchar y repetir, signor.
–Por cierto, ¿qué hacéis aquí? –le pregunté–. Nadie debería entrar cuando estoy trabajando.
–Estaba buscando la crema que he preparado hace un rato, pero veo que ha sido transformada en helado.
–Puedes llevártela. Si la colocas junto al horno volverá a ser como antes.
Vertí de nuevo la mezcla en la jarra. Mientras lo hacía, la probé, como de costumbre.
Estaba rica, sorprendentemente rica, y, a pesar de que no la había removido mientras se congelaba, era cremosa y mórbida. Casi tanto como la que había preparado en Versalles y por culpa de la cual me habían desterrado.
Aunque habría tenido que añadirle un poco más de azúcar para que cuajara mejor.
Una expresión astuta cruzó el rostro de Hannah.
–¿Y bien?
Fruncí el ceño.
–Éstos son mis secretos. Recetas que nadie posee, salvo yo. No hablo de ellas con nadie.
Louise
–Debemos tentarlo con el placer –dice lady Arlington–. Si conseguimos sacarlo de su abatimiento, lo demás, sin duda alguna, se solucionará sin problemas.
Su voz, con un marcado acento holandés, me llega hasta la estancia en la que me encuentro. La voz de su esposo no me llega con la misma claridad: es un murmullo sordo del que sólo consigo entender unas pocas palabras.
–Pero el dolor es una clase de placer –sostiene lady Arlington–. O, al menos, una forma de indulgencia hacia uno mismo. En estos momentos, Carlos está atrapado en el dolor, y mañana será otra tipo de exceso. Sin embargo, ambos tienen su origen en la falta de moderación de su carácter que siempre ha demostrado.
Otro murmullo.
–Pero no tenemos por qué elegir –dice lady Arlington–. Ella, de momento, puede hacer ambas cosas. Y en cuanto al otro asunto…, ya nos ocuparemos de él a su debido tiempo.
Viene a verme, muy sonriente.
–He convencido a Bennet para que nos deje ir a la corte a ver una comedia. Una función privada. Normalmente, el rey es un gran amante del teatro, pero desde la muerte de su hermana ha perdido un poco el interés. Esperemos que esta ocasión le sirva para renovarlo.
–Parece una excelente idea –digo, obediente.
Siendo como soy su huésped, no tengo elección.
–Os prestaré un vestido. El hecho de veros con uno que perteneció a su hermana despertó su interés, pero es mejor no repetirlo. –Se acerca a mi guardarropa, examinando lo que he traído conmigo–. Los colores oscuros os sientan bien. Os buscaré algo gris.
La comedia, sinceramente, resulta ser muy aburrida. Sólo asistimos alrededor de una veintena de espectadores, y a casi todos les parece hilarante. Sin embargo, me pregunto si se ríen porque es realmente divertida o con la esperanza de que el rey también se ría. Trata de un cortesano que finge ser un plebeyo para evitar casarse con una mujer a la que afirma despreciar pero a la que en realidad quiere seducir. En vez de manifestar una alegría que no siento, adopto una expresión de educada aunque neutra curiosidad, o al menos lo intento.
La única persona que tampoco se ríe es el rey. Mientras los demás no paran de soltar risitas o carcajadas, él permanece en silencio. Al cabo de un rato lo miro y descubro que él también me está mirando. Su mirada me inquieta. Me ruborizo y decido no apartar de nuevo los ojos de los actores.
Durante el descanso sirven helados. Aunque lady Arlington le indica al rey que tome uno, éste despide al criado con un gesto. Y acto seguido, en voz lo bastante alta como para que yo pueda oírle, le dice al caballero que tiene al lado:
–¿Qué le parece la comedia, lord Clifford?
–Muy divertida –le asegura lord Clifford–. La mejor que ha escrito el autor.
–Me parece un poco artificiosa.
–Efectivamente, sire. Es un poco artificiosa.
–Y aun así os parece hilarante.
–Divertida, sire. He dicho divertida. Es artificiosa pero divertida.
–Los dos actos eran demasiado largos.
–Sí, un poco largos –reconoce lord Clifford–. Pero no por eso menos divertidos.
Ahora, el rey me está mirando a mí y no a su ministro. Me pregunto si sus provocaciones no estarán destinadas a llamar mi atención.
–Era aburrida y superficial.
–Debe verse con cierta cautela, diría yo…
–Las ocurrencias eran ordinarias y los personajes de poca enjundia. ¿Qué opináis vos, mademoiselle?
El último comentario iba dirigido a mí.
–No he sido capaz de entenderla por completo –dije, prudentemente–. Pero prefiero las tragedias. Lo que Racine define como «majestuosa tristeza». Si quiero que me emocionen, prefiero que lo hagan las lágrimas y no el cinismo.
Su boca se tuerce en una sonrisa sardónica.
–Entonces habéis venido al lugar adecuado, mademoiselle. Aquí, en Inglaterra, sólo conocemos la tragedia. –Da una palmada en la silla que ocupa lord Clifford–. Venid y sentaros a mi lado. Mi francés es incluso mejor que el de lord Arlington. Os traduciré las pocas ocurrencias que merezcan la pena.
Percibo un cruce de miradas en la sala mientras me levanto para ocupar la silla que lord Clifford ha dejado libre de inmediato y sin protestar; detecto la estudiada indiferencia en los rostros de los presentes, a quienes no se les escapa nada y que empiezan a especular sobre el posible significado de aquel gesto.
Cuando me siento junto al rey, él, en voz baja, me dice:
–Al menos, vuestra presencia hará soportable la velada.
–¡Bien! –exclama lord Arlington esa noche, durante la cena, visiblemente satisfecho–. Al parecer, estáis consiguiendo un gran éxito. Después de que os hubierais marchado, el rey preguntó tres veces por vos. –Se cuelga una servilleta del cuello y coge un tenedor. Se siente muy orgulloso de sus modales europeos, aunque, a decir verdad, en Francia se considerarían afeminados–. Quiere saber cuándo puede volver a veros. Naturalmente, le he dicho a Su Majestad que aún estáis cansada del viaje.
–Sois muy considerado –digo, educadamente–. Sin embargo, estoy totalmente recuperada.
–Aun así, es mejor no andarse con prisas –dice Lord Arlington, pinchando un muslo de pollo con el tenedor.
–Decidme, lord Arlington –insisto–. Si voy a ser la dama de compañía de la reina, ¿no debería haber sido presentada a Su Majestad?
–La reina apenas suele estar en la corte –dice lady Arlington–. Desde que sufrió su último aborto, su estado de salud no es muy bueno. Ha pasado en la cama gran parte de los últimos meses. Sus médicos están al borde de la desesperación.
–Lamento oír eso. Rezaré por su curación.
–En este país hay quien reza para que ocurra justamente lo contrario –dice Arlington. Ahora habla en francés, seguramente para evitar que los criados oigan lo que dice. Me he dado cuenta de que, de costumbre, esto significa que se va a hablar de política o de religión, dos temas muy peligrosos en este país–. El Parlamento no ve la hora de que el rey sea libre para casarse con una protestante. Huelga decir que eso sería un desastre, sobre todo para Francia. Me pregunto…
Lord Arlington me mira con aire pensativo.
–¿Sí, querido? –le pregunta su mujer.
–Nada –dice él, en inglés–. Sólo ha sido una idea pasajera.
Carlo
Ninguna fruta es tan dulce que no pueda ser mejorada al convertirla en un helado. He tenido la suerte de crear eaux glacées a partir de las frutas más exóticas, y puedo decir que se congelan tan bien o incluso mejor que las nuestras.
El libro de los helados
Fui convocado a una reunión con Lord Arlington, pero no en su casa, donde se alojaba Louise, sino en la oficina de correos que ya había visitado anteriormente. Una vez más, Cassell me escoltó hasta allí.
–A ver –empezó Arlington–. El rey ha rechazado vuestros helados. No habéis empezado con buen pie.
Me encogí de hombros. Evidentemente, no era culpa mía que el rey no probara bocado.
–Puede que cambiara de opinión si invocamos el espíritu de su hermana.
Fue Walsingham quien habló.
Arlington entornó los ojos.
–Continuad.
–Tal y como esperábamos, parece muy interesado en mademoiselle Carwell. Tal vez…
–De Keroualle –le corregí, instintivamente.
Walsingham se interrumpió.
–¿Disculpad?
–Su apellido es De Keroualle, no Carwell.
Walsingham asintió educadamente.
–Parece muy interesado por la muchacha. Puede que si fuera ella quien le ofreciera un helado, diciéndole que era el favorito de su hermana…
–Muy bien. –Arlington se volvió hacia mí–. ¿Cuál era?
–¿Cuál era qué?
Levantó las cejas ante la lentitud de mi reacción.
–El helado favorito de su hermana.
–¡Ah! –Me encogí nuevamente de hombros–. No tenía ninguno. Tomaba un licor de achicoria para hacer la digestión.
–Entonces, inventaos alguno –dijo Arlington, haciendo un gesto de impaciencia–. Cualquiera valdrá. Después de todo, lo importante no es el helado. Sólo es un medio para alcanzar un fin.
–Pero tiene que ser algo especial –sugirió Walsingham–. Será más fácil que no lo rechace si sabe que se trata de una rareza.
–Preparad uno con una de esas frutas exóticas que tanto le gustan a Luis de Francia –dijo Arlington.
–Piña, entonces –dije, con ciertas dudas.
Se hizo un breve silencio.
–¡Piña! –exclamó Arlington–. ¿Os dais cuenta de lo que estáis diciendo?
–Sí. Pero si queréis que prepare algo realmente tentador, algo que el mismísimo rey de Francia consideraría una rareza, en esta época del año tiene que ser con piña.
Evidentemente, sabía que incluso en Francia una piña costaba casi lo mismo que una carroza nueva. Y aquí, en Inglaterra, seguro que sería incluso más cara. Sin embargo, era el epítome del lujo aristocrático. Los cortesanos de Luis tenían plantaciones de piña caldeadas artificialmente en sus propiedades, donde la planta –importada de las colonias– era transplantada y maduraba en invernaderos. La gente menos acomodada se gastaba una fortuna alquilando piñas maduras durante un día para decorar la mesa y perfumar el comedor, mientras que solo los más ricos podían permitirse el lujo de comer una pieza.
–El conde de Devon tiene una plantación de piñas en Powderham Castle de la que se siente extremadamente orgulloso –dijo Walsingham, titubeante–. Creo que el año pasado se jactaba de haber obtenido una cosecha de cuatro o cinco piezas.
–Entonces será mejor que se sienta extremadamente orgulloso de haber cosechado sus piñas para poder preparar un helado para el rey –dijo Arlington–. Hablaré con él.
Arlington se puso de pie. Era evidente que la reunión había terminado.
–Hay algo que aún me tiene desconcertado –dije.
–¿De qué se trata? –preguntó Arlington.
–La muchacha… mademoiselle de Keroualle. ¿Cómo sabéis que cumplirá con lo que se le ordene?
–¡Ah, se trata de eso! –Arlington me lanzó una mirada divertida–. No somos precisamente unos ingenuos en esos asuntos, ¿sabéis? Ya nos estamos ocupando de ello. La información que nos habéis proporcionado sobre ella nos ha sido de gran utilidad a ese respecto.
No recordaba haberles proporcionado ninguna información sobre Louise que hubiera podido serles de utilidad salvo que no era la clase de mujer que aceptaría sus propuestas. Sin embargo, ya estaban recogiendo sus documentos, y no tuve ocasión de hacerles más preguntas.
Regresé a Vauxhall pensando aún en lo que había dicho Arlington. Así pues, Louise había aceptado, al parecer, llevar a cabo sus planes. Todas esas palabras que había pronunciado en Francia, defendiendo su virtud, se las había llevado el viento frente a la perspectiva de acostarse con un rey.
Así pues, Olympe tenía razón: todas las mujeres estaban en venta. Lo cual no era, en sí mismo, ninguna sorpresa; en realidad, era más bien una obviedad. Aun así, ¿por qué me sentía casi decepcionado con Louise de Keroualle? Después de todo, era mejor para mí que comprendiera qué se esperaba de ella. No podía regresar a Francia hasta que nuestra misión se hubiera llevado a cabo, y todo parecía indicar que sería ella, y no yo, la artífice de nuestro éxito.
Louise
Esa noche, estando ya en la cama, lady Arlington viene a verme. Lleva un camisón, igual que yo, y el pelo suelto.
–¿Tenéis todo cuanto necesitáis? –me pregunta, con una sonrisa, sentándose en un extremo de la cama.
–Sí, gracias. Habéis sido muy hospitalaria.
–Y la cama, ¿es cómoda?
–Muchísimo –digo, bostezando–. Me ayuda a conciliar el sueño.
–Es la cama en la que me acosté por primera vez con Bennet, después de nuestro banquete nupcial –explica, posando una mano sobre la colcha, como si quisiera señalar el punto exacto–. El día en que una muchacha se convierte en mujer es muy feliz.
–Os referís al día en que se casa.
No me responde directamente. Extiende un brazo y me acaricia el pelo.
–Sois una jovencita muy hermosa, pero supongo que eso ya lo sabéis. ¡Y tan encantadora! Quién sabe… Puede que mientras estéis aquí, en Inglaterra, llaméis la atención de un marido adecuado.
La expresión de mi rostro debe revelar mi sorpresa, porque ella sonríe.
–¿No habéis pensado en esa posibilidad?
–Mis padres puede que tuvieran algo que decir al respecto –digo, prudente.
–Por supuesto. Pero en gran parte depende de la posición de vuestro posible marido. ¿No es así? Hasta cierto punto, se trata de consolidar las alianzas entre países. Yo misma era Elizabeth van Nassau-Beverweet antes de casarme con lord Arlington.
–Ahora mismo no pienso en todo eso –protesto.
–¿Por qué no? Además, si lo que he oído es cierto, me parece que no tenéis elección.
–¿Qué queréis decir?
–Que ya habéis intentado, inútilmente, encontrar un marido en Francia –se limita a responder–. Y, a menos que cumpláis con lo que se os ha encomendado aquí, en Inglaterra, no tenéis ninguna esperanza de volver a Versalles. Entonces, ¿para qué o para quién queréis preservar vuestro honor exactamente? –Sonríe con cierta expresión de remordimiento, como para demostrar que tiene las mejores intenciones, y me da una palmadita en la pierna a través de la colcha–. Bueno, tengo que irme. –Se dirige hacia la puerta, deteniéndose sólo para soplar la vela que hay sobre el escritorio–. Buenas noches, Louise. Dulces sueños.
Durante un rato me quedo tumbada en la oscuridad, pensando en lo que ha dicho. Está claro que los Arlington tienen un plan en mente: algún pretendiente o una alianza que desean reforzar. Pero, ¿con quién? ¿Y por qué son tan crípticos al respecto? Tengo la desagradable sensación de estar metida en una nueva intriga cuyas ramificaciones no consigo entender y mucho menos controlar.
A la hora del desayuno vuelven a abordar el asunto. Es evidente que han estado hablando durante la noche: ahora, sus discursos son más precisos, menos sesgados.
–Noticias de la corte –le dice lord Arlington a su mujer, leyendo el mensaje que le ha entregado el mayordomo–. Aquí tengo el último informe del médico de la reina. Desgraciadamente, parece que nuestros peores temores se han confirmado.
–Tengo que preparar la ropa de luto y los crespones de seda negra para el carruaje. Al parecer, los necesitaremos antes de que acabe el año.
–Sí. ¡Pobre mujer!
–¿Se sabe algo –pregunta lady Arlington– sobre quién puede casarse con el rey cuando la reina haya muerto? Que Dios se apiade de su alma.
Arlington se encoge de hombros.
–Han corrido algunos rumores. Extraoficialmente, por supuesto. Como sabes, el rey acaricia la romántica idea de casarse por amor, aunque ése es un lujo del que los reyes no suelen disfrutar a menudo.
–No. Y el Parlamento quiere que contraiga matrimonio con una protestante.
–¡Ah! –Lord Arlington se inclina hacia delante–. Pero ¿será realmente el Parlamento el que lo decida? Ahora es París, y no el Parlamento, quien impone su criterio. Y Luis querrá a alguien que contribuya a consolidar la gran alianza.
–¿Una católica?
Arlington asiente con la cabeza.
–Preferiblemente una católica francesa, sin duda alguna.
Distraída mientras me llevo una tostada a la boca, no entiendo muy bien la importancia de esas palabras. Pero luego lo comprendo. Si no estuviera masticando, creo que estaría boquiabierta.
Creo que deben de pensar que soy una estúpida por no haberlo intuido antes.
–Entonces, si Carlos empezara a demostrar su interés por una mujer así… –dice lady Arlington.
–Exacto –responde su marido, asintiendo con la cabeza–. Todos estarían encantados.
Lord Arlington no puede evitar mirarme un instante por el rabillo del ojo para cerciorarse de que lo he entendido.
Doy un paseo por el jardín, pensando en lo ocurrido.
Así pues, éste es el plan de Arlington: ¡orquestar un matrimonio entre Carlos II y yo! A primera vista, parece una proposición inconcebible. Las esposas de los reyes son princesas de sangre real, no hijas de familias antiguas en decadencia. Ellas aportan suntuosas dotes, alianzas estratégicas y aspiraciones a tronos lejanos.
Y, a pesar de eso, si Luis y Carlos quisieran, un matrimonio de esa índole sería posible. Francia es tan poderosa en Europa que una francesa de origen noble podría ser considerada como el equivalente de un miembro de la realeza de un país menos importante. Y desde el punto de vista de mi rey, una francesa sentada en el trono de Inglaterra sería una prueba visible de que el tratado es inquebrantable. Uniría a nuestros países durante una generación.
Me pregunto qué pensarían mis padres si me convirtiese en reina de Inglaterra. Cómo les recompensaría Luis. Mis hermanas pequeñas se convertirían en las muchachas más cortejadas de Versalles. Mi padre contaría con nuevas tierras y dinero para reconstruir nuestra casa de Brest… Cumpliría con todo lo que me habían encomendado al enviarme a Versalles.
Y mis hijos –nuestros hijos: los hijos que tendríamos Carlos y yo– serían de sangre real. Poseerían la parte de divinidad que corre por las venas de los reyes. Sería madre de príncipes. Y, como tal, tendría poder, un poder incluso mayor que el de madame. Su gran sueño –el sueño de una Europa unida bajo una misma fe– se haría realidad gracias a mí.
¿Cómo podía imaginar, cuando me temía que me enviarían a casa desde París a causa de mi fracaso, que se me presentaría una oportunidad como ésta?
Sacudí bruscamente la cabeza, irritada conmigo misma. Espera. Reflexiona. Si ésta era la verdadera intención de Luis al enviarme aquí, estoy segura de que él o Lionne me lo habrían dicho. No habrían dejado en manos del fascinante pero, sospecho, oportunista lord Arlington la misión de explicarme cómo estaban las cosas.
Así pues, el plan no es de Luis, sino de Arlington. Pero, una vez más, eso no significa necesariamente que Luis no lo aprobara si los acontecimientos tomaran esos derroteros.
Dicho de otro modo: si fuera el deseo de Carlos.
Sigo pensando, tratando de ser lógica. El problema más evidente es que la reina aún no ha muerto, y hablar de la muerte de una reina, por no hablar de desearla, es una forma de traición. Naturalmente, la gente lo comenta –la sucesión, en cualquier país, es un asunto de máxima importancia–, pero hablarlo de forma equivocada o con la persona equivocada es un gran riesgo.
Sin embargo, la ocasión es perfecta; es como si en las cartas me hubieran dado una mano con el rey y sólo tuviera que cogerlas y jugar.
Me acuerdo de las palabras que me dijo Buckingham estando ebrio: «Habéis sido enviada para seducirlo». Entre aquella vulgar acusación y las sugerencias más alentadoras de los Arlington, ¿dónde está la verdad?
Convertirme en reina. Convertirme en reina. Es como un susurro que sigue resonando dentro de mi cabeza. Sin querer, me doy cuenta de que ando un poco más erguida que antes, con un porte un poco más real, mientras me dirijo de nuevo hacia la casa.
Carlo
La diferencia entre un simple sorbetto y un helado es tan grande como la diferencia entre la tiza y el queso.
El libro de los helados
Tenía poco que hacer mientras esperaba que llegara mi piña. Mandé cordiales helados y gelatinas a la corte y dediqué el resto del tiempo a hacer experimentos.
A decir verdad, sabía que en eso era un principiante, como lo había sido en su momento preparando helados. Necesitaba los consejos de Boyle o de algún otro filósofo natural. Sin embargo, Boyle me había dejado claro que no me ayudaría a menos que accediera a hacer públicos mis descubrimientos, por lo que por ahora tendría que arreglármelas solo.
Decidido a proceder aplicando el mismo enfoque lógico que habría adoptado un químico como Boyle, empecé con el helado de peras que había preparado en Francia, tratando de recrearlo exactamente como lo había hecho en aquella ocasión. Sin embargo, el proceso resultó ser muy complicado. Aparentemente, la relación entre los diversos ingredientes era demasiado compleja: al reducir el azúcar, la textura era menos granulosa, pero también complicaba la congelación de la mezcla: a veces, la crème anglaise quedaba mórbida, pero en otras ocasiones aparecía llena de grumos, como los huevos revueltos. Si modificaba las proporciones de pera y crema, el helado se convertía en un líquido pegajoso.
Mientras llevaba a cabo estos experimentos, Hannah lavaba los platos y Elias picaba el hielo. Con cierto asombro, descubrí que ambos eran muy trabajadores, y no tenía queja alguna de su diligencia. Recordé las palabras del espía francés: «Esos protestantes creen en el trabajo duro con un fervor casi religioso». No se habían repetido episodios de insubordinación como el del juramento, por lo que decidí no volver a hablar del asunto.
Sin embargo, estaba claro que Hannah no era la clase de criada a la que estaba acostumbrado en Francia.
–¿Por qué un cordial helado es mejor que uno que no lo esté? –me preguntó Elias en una ocasión.
–Porque refresca el paladar de los cortesanos que tienen la suerte de poder probarlo.
–Pero, si quieren refrescarse, ¿por qué no se quitan simplemente los abrigos?
Tuve la tentación de decirle que dejara de hacerme preguntas, pero el muchacho tenía algo que me recordaba a la curiosidad que yo también sentía cuando empecé a trabajar para Ahmad.
–Porque es más agradable tomarse un helado que quitarse el abrigo –respondí, pacientemente.
–¿Puedo probarlo?
–No.
–¿Por qué no?
–No es un plato para niños.
–Pero ¿por qué iba a gustar a los cortesanos y a los niños no?
–Porque los cortesanos son necios. –Fue Hannah quien le contestó, sin que nadie se lo pidiera. Vio la expresión de mi rostro–. Es la verdad –continuó, sin remordimiento alguno–. Es mejor que lo sepa.
No le respondí directamente, sino que me dirigí al muchacho.
–Los cortesanos están acostumbrados al lujo. Saben apreciar las exquisiteces, que pueden permitirse gracias a su origen noble y a los servicios que rinden al rey.
Hannah chasqueó la lengua para manifestar que no estaba de acuerdo.
–La corte es la causa de todos nuestros males.
–Sin la corte no existiría un gobierno –puntualicé.
–En este país tenemos la suerte de contar con un Parlamento que gobernaba perfectamente el país cuando el rey vivía en el extranjero.
–Cuando el último rey fue asesinado por el populacho –la corregí– y su hijo obligado a exiliarse, me dijeron que este país cayó en manos de un dictador.
–El Parlamento no es perfecto –admitió ella–. Y en cuanto a Carlos, no hay ninguna duda de que desde que murió su hermana ha intentado ahuyentar a algunos de los libertinos y chupasangres que lo rodeaban. Pero también es débil, y cuando haya superado su dolor, volverá a las andadas. En otras palabras –añadió, mirándome por el rabillo del ojo–: volverá a comportarse como un católico. Se deja seducir fácilmente por los placeres y las novedades de toda índole, sobre todo si cuentan con la aprobación de Francia.
Aquella opinión se correspondía de forma tan precisa con la de quienes me habían enviado allí que no supe cómo responder.
–No serán mis helados los que lo seduzcan –dije, finalmente–. Sólo son agua helada y cordiales. No hay nada en ellos capaz de cambiar el carácter de una persona, y mucho menos su religión.
Louise
Me están exhibiendo.
Cada vez que lady Arlington me propone dar un paseo por el parque, allí está también el rey, paseando con su séquito. Nos detenemos e intercambios algunos cumplidos. «¿Os estáis adaptando bien?». «Sí, gracias, sire». «Supongo que echaréis de menos a vuestros amigos». «Sire, estoy haciendo tantos nuevos amigos aquí que no tengo tiempo de pensar en ellos».
En estos encuentros públicos no hablamos de su hermana, pero el dolor –el sufrimiento con el que aborda estas inocentes charlas– resulta de lo más evidente.
Y entonces, mientras el rey se aclara la garganta para hacerme otra pregunta, lady Arlington se despide de él con un gesto de la cabeza. Y lo mismo ocurre cuando salimos a montar a caballo o jugamos a paille maille.
Incluso a orillas del río, adonde suelen llevarme para que aprenda a remar, las salpicaduras del agua atraen una mirada desde una ventana abierta de palacio: allí está el rey con un montón de documentos, su grupo de consejeros y hombres de Estado, todos mirando hacia abajo. Me saluda con la mano, cortésmente; es el saludo real: mueve la mano abierta frente a su cuerpo, como un campesino que estuviera sembrando.
Y aun así, a pesar de que es la primera vez que me exhiben, la sensación no me resulta del todo desagradable. Cuando me alejo de él siento su mirada sobre mí, como se advierte el calor del sol en la piel aunque tengas los ojos cerrados. En ocasiones incluso me permito mirar hacia atrás, para comprobar si sigue observándome. ¿Estoy siendo coqueta? Una parte de mí se escandaliza de mi comportamiento, aunque a otra le parece divertido.
Y hay también una parte que piensa: Debo comportarme como una confidente privilegiada, pero nada más. La ultrajante acusación de Buckingham ha sido útil: me sirve de advertencia. No deben tener nada que reprocharme.
Convertirme en reina. Convertirme en reina.
Ahora, el rey está jugando a tenis. En un lateral del edificio, una hilera de bancos permite a los cortesanos seguir el partido.
Juega bien, y a pesar de su elevada estatura, se mueve sorprendentemente deprisa cuando salta de un lado a otro del campo. Aun así, me parece que, si se lo propusiera de verdad, su adversario, más joven que él, podría ganarle. Cada vez que consigue un tanto veo que duda, preguntándose si no habrá ido demasiado lejos.
El rey también lo sabe. Inmediatamente después de haberle ganado, exige impaciente otro oponente.
–¿Jugamos por placer o por puntos, sire? –pregunta el nuevo jugador, otro joven.
–Por puntos –responde Carlos, sin dudarlo–. El placer no tiene cabida en la corte.
–¿Sólo en la corte? –replica el otro jugador, secamente.
Se oyen algunas tímidas risas y algunos cortesanos vuelven los ojos hacia mí. Finjo no darme cuenta de ello, pero mi corazón empieza a latir más deprisa.
Este oponente es más listo que el anterior: le saca ventaja al rey, lanzándole el desafío de remontar. A mi lado, lady Arlington, me dice al oído:
–Es una buena señal: no jugaba así desde hacía meses. Juega bien, ¿verdad? Es un atleta, un hombre muy apuesto, además de rey. También sabe nadar, y a menudo va andando hasta Hampton Court. Por no hablar del ejercicio que hace con las damas…
–¿Las damas? –repito, sorprendida.
–Oh, el rey es un amante consumado –dice, con una sonrisa maliciosa–. Y tiene muchos otros talentos.
Me sonrojo.
–Lady Arlington…
–Lo siento. ¿He sido demasiado franca? Quizás lleve demasiado tiempo viviendo en Inglaterra. Aquí abordamos esos asuntos con una desenvoltura casi excesiva. Pero ya no sois una chiquilla, ¿verdad? Estoy segura de que estáis al corriente de las cosas de la vida, como suele decirse –comenta, dándome un leve codazo con expresión de complicidad–. Después de todo, por lo que he oído, madame no era ninguna santa.
No le contesto. Nunca se me había ocurrido que la inocencia en asuntos como ésos podía considerarse algo infantil.
Además, lo que dice es lo bastante cierto como para incomodarme. Para madame, delicada y enferma como estaba, atender a su esposo era, lo sabía muy bien, un deber cada vez más desagradable. Sin embargo, hubo una ocasión en la que Monsieur no estaba. Fui a su estudio a buscar unas plumas. Y allí estaba madame, tumbada en el diván, con sus frágiles piernas rodeando las caderas del rey. El monarca penetraba en sus entrañas, con la larga camisa desabrochada y sus velludas piernas al aire… Di un paso atrás, paralizada, cerrando de inmediato la puerta. No podía entenderlo. madame no se acostaría con el rey para conseguir privilegios. Entonces, ¿por qué lo hacía? ¿Por amor? Nunca habría dicho que entre ellos existiera la pasión; a lo sumo, una amistad, la profunda comprensión que se establece entre quienes han nacido en una posición similar.
No entiendo las relaciones sexuales, pienso, y la idea me irrita. Soy inteligente, pero al mismo tiempo ignorante: toco instrumentos musicales, hablo varios idiomas, escribo cartas diplomáticas, pero lo ignoro casi todo acerca del que es, aparentemente, el más importante de los deseos… Es como ver un partido de tenis sin conocer las reglas.
Tampoco es que conozca al dedillo las reglas del tenis, pienso, obligándome a concentrar en el juego. El partido entre el rey y el cortesano ha ganado en intensidad, como si fuera un duelo o un combate entre ciervos en época de celo. Carlos lanza una pelota larga, dándole un efecto que la manda a las espaldas de su oponente. El joven consigue tocarla con la raqueta, pero Carlos se ha acercado a la red. Golpea la pelota contra el área de servicio. Sé lo bastante sobre el juego para comprender que es el modo más decisivo de anotarse un punto.
El rey agradece los aplausos del público haciendo girar la raqueta. Luego, sin dejar de jadear, lanza una ojeada al sitio donde estoy sentada.
–Está jugando por vos –dice lady Arlington, entre dientes, aplaudiendo con entusiasmo–. Sonreíd. Ahora sois vos quien debéis exhibiros.
Mientras los jugadores toman cordiales helados, la corte se dispersa. Reconozco una figura ataviada con una levita de estilo francés que se aleja, sosteniendo un recipiente para helados.
–¡Signor Demirco! –lo llamo.
Por un instante duda, pero acto seguido acelera su paso, obligándome a salir corriendo tras él.
–¡Esperad! –le grito–. ¡Esperad, signor Demirco!
Finalmente no le queda más remedio que detenerse.
–¿Es que no me habéis oído? –le pregunto, desconcertada.
–Sí, os he oído –responde, con brusquedad.
–Entonces ¿por qué parecíais tan irritado?
Tengo la sensación de que está a punto de decir algo, pero luego cambia de opinión.
–Por nada –dice, finalmente–. ¿Cómo estáis? He oído decir que vuestra diplomacia, aquí, está obteniendo un gran éxito.
¿Son imaginaciones mías o ha pronunciado la palabra «diplomacia» con cierta ironía? Un poco ofendida, replico:
–En cambio, he oído que la vuestra no.
Se encoge de hombros.
–Dicen que el rey aceptaría de mejor grado mis helados si fuerais vos quien se los ofrecierais.
–¿Y por eso sois tan… arisco? ¿Os sentís herido en vuestro orgullo?
–No soy arisco, como decís vos –replica, secamente–. No tiene nada que ver con mi orgullo. Todo lo contrario: vuestro éxito garantizará mi regreso a Francia. Y a propósito: debéis estar muy satisfecha de no haber aceptado mi propuesta de matrimonio en Versalles.
–No habría podido aceptarla en ningún caso –contesto, prudente–, dada la gran diferencia entre nuestros orígenes. Pero, teniendo en cuenta que habéis sido informado por nuestros amigos comunes sobre la posible fortuna que me aguarda, os diré que, efectivamente, fue una buena idea. Aunque…, signor, sería mejor que ese episodio fuera un secreto entre los dos. Una propuesta, aunque sea rechazada, podría considerarse como una mancha en mi buen nombre, y ahora, mi reputación es más importante que nunca.
–¿Vuestra reputación? –dice, entre dientes–. No me toméis el pelo, os lo ruego. ¿Intentáis decir que ahora tenéis mejores cosas que hacer?
Enfadada, replico:
–Estoy levantando la moral del rey…, algo que vos, al parecer, no sois capaz de hacer con vuestros helados.
Inclinando la cabeza, dice:
–Efectivamente. Tenéis todo mi reconocimiento.
Se aleja, con expresión sombría.
Lo sigo con la mirada, exasperada. Los sentimientos del pastelero, al parecer, siguen estando heridos. Naturalmente, lo siento, aunque estoy un poco sorprendida. Aun así, no puedo permitir que eso me distraiga de mis propósitos.
Aquella noche, Arlington y su esposa tienen una conversación en privado. Más tarde, lady Arlington se presenta en mis aposentos. Despide a mi doncella y es ella misma quien me cepilla el pelo, sin escatimar elogios por la cantidad de rizos que se deslizan entre sus dedos, más rebeldes que de costumbre. Nunca he sido capaz de domarlos como es debido.
–Creo que hay alguien que los admira –dice, con expresión burlona.
Me sonrojo.
–Decidme –continúa, con la misma voz tranquila–. ¿Cuándo soléis sangrar?
Un poco avergonzada, respondo:
–No os preocupéis, tengo todo cuanto necesito.
–No me refería a eso –prosigue, impertérrita–. Lo decía por el rey, para que podáis estar con él en el momento adecuado. –Me sonríe, mirándome en el espejo–. Queréis que se enamore de vos, ¿no es así?
Sigue peinándome enérgicamente, como un mozo de cuadra cepillando un caballo.
–No… lo sé –respondo, en tono vacilante.
–Yo creo que sí –murmura–. Creo que ése debería ser vuestro deseo. Os mira de un modo… En vos no busca consuelo; busca mucho más. ¡Sois muy afortunada!
–¡No! –exclamo–. No puedo hacerlo. Nunca podré.
Me separa el pelo, que cae a ambos lados de mi rostro.
–¿Nunca habéis pensado en llevarlo así? –me pregunta, cambiando de tema con gran facilidad, como si hasta entonces no hubiéramos hablado más que de la posibilidad de cambiar de coiffure.
Carlo
De todos los postres, los helados provocan curiosidad y asombro en igual medida.
El libro de los helados
Se podría decir, basándome en mis conversaciones sobre juramentos y cortesanos, que mis sirvientes del Red Lion son gente extremadamente devota. Aunque en realidad, como pude comprobar en seguida, aquella posada no era mucho mejor que un burdel.
En la Europa continental, un hombre sabe cuándo se encuentra en un lugar de dudosa reputación y, una vez liquidado el asunto, puede cerrar la puerta y olvidarse de todo lo que ha hecho allí. En Inglaterra, en cambio, la línea divisoria entre una posada y un lupanar, entre sirvientas y prostitutas, era menos nítida… En realidad, tienen una palabra, slut, para referirse a una mujer que ocupa el escalafón más bajo dentro del servicio doméstico, pero que también define a una muchacha dispuesta a llevar a cabo cualquier tarea que se le ordene. Me di cuenta en seguida de que en el Red Lion había varias sluts que complementaban su paga de ese modo. Estas jóvenes –Mary, Rose y dos o tres más– trabajaban sin esconderse en el comedor, saltando de un cliente a otro con el pretexto de servirles una cerveza, entablando picantes conversaciones antes de subir a una de las estancias de la buhardilla.
Al principio me molesté al descubrir la clase de local que era, pero no por el vicio en sí mismo, sino porque en Francia o en Italia, establecerse en un burdel para hacer negocios habría supuesto la inmediata rescisión de la protección real. En Inglaterra, evidentemente, eran más tolerantes. Cuando se lo comenté a Robert Cassell, pareció casi divertido.
–Sí, es cierto –me dijo–. ¿Qué esperabais? Es una taberna londinense.
–¿Y las autoridades no se oponen?
–En teoría, sí…, pero en la práctica, tienen asuntos más importantes que resolver.
Las posadas de Londres, me explicó, habían sido un semillero de disidentes durante la Commonwealth; allí era donde se celebraban a menudo reuniones de hombres y mujeres trabajadoras. Algunas incluso tenían su propia imprenta y publicaban periódicos y panfletos revolucionarios que la plebe devoraba con avidez. Después de la depuración llevada a cabo durante la Restauración, se decidió que la prostitución era el menor de los males que había que erradicar.
–No hay ninguna camarera en Londres que no se venda por una moneda de seis peniques –concluyó.
–Pero yo creía que aquí, antes de la Restauración, la gente era puritana.
–Algunos lo eran, pero había muchos disidentes, y todos tenían opiniones diferentes sobre lo que era aceptable y lo que no. Cavadores, cuáqueros, ranters, niveladores, familistas, mugletionianos, los partidarios de la quinta monarquía… Ahora, todos han sido desterrados, pero durante un tiempo Inglaterra tuvo tantas sectas de locos como condados. Algunas de ellas, como las de los ranters o los familistas, eran prácticamente indistinguibles de los libertinos, con la única diferencia de que intentaban camuflarse con un montón de tonterías sobre el Cristo interior, la comunidad y la fraternidad. Sin embargo, todas las sectas tenían en común el rechazo total a aceptar cualquier autoridad salvo la propia.
Pensé en la extraña y desafiante actitud de Hannah frente a la posibilidad de que la echaran de su despensa. En Francia o en Italia, una sirvienta habría obedecido sin protestar, mientras que aquí, a la gente, después de haber intentado una revolución, le costaba renunciar a sus costumbres.
Sin embargo, no había considerado la posibilidad de que Hannah fuera una de esas sirvientas que, como decía Cassell, estuviera dispuesta a venderse por una moneda de seis peniques, y por eso me sorprendí cuando presencié un altercado entre ella y un cliente por ese asunto. Ambos se habían refugiado detrás de una de las pesadas vigas de roble ennegrecido que sostenían el techo del comedor principal. A pesar de su evidente crispación, hablaban en voz baja seguramente ni siquiera les habría mirado de no ser porque esperaba que ella me sirviera la comida. Advertí dos cosas: la primera, que el hombre vestía de forma bastante más elegante que el resto de clientes del Lion, casi tanto como yo; y la segunda, que la sujetaba fuertemente por el brazo.
–No le hables de ese modo a alguien que está por encima de ti –le decía.
–Ningún hombre está por encima de mí, y tampoco ninguna mujer –replicó ella–. ¿Por qué ibais a ser mejor que yo? Anoche estaba dispuesta a aceptar vuestro dinero, y vos a ofrecérmelo. La diferencia es que no volveré a cometer el mismo error.
El hombre le contestó en voz tan baja que no pude oírlo, pero vi que seguía agarrándola del brazo y que la sacudía violentamente mientras hablaba con ella, poniendo en peligro mi tarta, que estuvo a punto de caer del plato que sostenía Hannah.
–… haré que te arresten, puta ranter, porque no eres otra cosa. No creas que no seré capaz de hacerlo.
Ella no le contestó, pero me di cuenta de que estaba pálida. El hombre la soltó.
–Hablaremos de ello fuera –dijo él, bruscamente, volviéndose con la intención de irse.
Ella se acercó para servirme la comida, pero cuando la dejó sobre la mesa, le temblaba la mano y el plato golpeó la madera. Sin embargo, su voz, cuando me preguntó si quería otra cerveza, era firme e inexpresiva. Le dije que no, y se alejó sin decir ni una palabra. La vi dirigirse hacia la puerta por la que había salido el hombre, que daba al patio donde se guardaban los barriles de cerveza vacíos.
Me encogí de hombros, concentrándome en la tarta. Antes de pedirla había preguntado qué ingredientes llevaba: la respuesta –tarta escocesa– no me había aclarado gran cosa, pero ahora, mientras pinchaba la corteza con el cuchillo, me llegó su aroma y vi varios trozos de patata humeante, algunas rodajas de puerro, lonchas de pollo con una crema espesa, una buena pizca de tomillo e incluso una frutas troceadas de color rojo oscuro que descubrí casi de inmediato que eran ciruelas en conserva.
No obstante, algo me impedía disfrutar del plato, y era el hecho de saber que mientras yo estaba allí dentro, comiéndome una tarta escocesa, la mujer que la había preparado estaba fuera, entregándose a un hombre a quien habría deseado rechazar. Puede que ella se hubiese equivocado, pero no me había gustado el aspecto de aquel individuo, ni la forma en que la había agarrado del brazo, y sospechaba que seguramente en aquel momento no estuviera siendo delicado con ella.
Lanzando un suspiro, aparté el plato, me levanté y salí al patio. Fuera estaba oscuro, pero oí un ruido a mi derecha, detrás de un montón de barriles de cerveza.
–¿Quién anda ahí? –grité.
Una mujer lanzó un grito ahogado, pero se apagó de inmediato, como si alguien le estuviera apretando el cuello.
–¡Rápido, llamad a un guardia! ¡Están fornicando en la calle! –grité.
Era una frase que me sorprendió incluso a mí, hasta que recordé que ésas eran las palabras que se utilizaban en las rondas que, de noche, recorrían las calles par evitar posibles fechorías. La habría oído una docena de veces bajo mi ventana mientras dormía.
Del otro lado de los barriles me llegó el tintineo del cinturón de una espada, una imprecación sofocada y, luego, el inconfundible sonido de una bofetada. Hannah gritó y oí el ruido de unos pasos alejándose. Me acerqué a los barriles para investigar.
Hannah estaba tirada en el suelo, donde había acabado por culpa del golpe. Por el modo indecente en que se habían levantado sus faldas en torno a la cintura, comprendí que había llegado demasiado tarde para impedir el acto que les había llevado a ambos a esconderse allí, aunque tal vez había evitado que a ella le sucediera algo peor.
–Gracias –se limitó a decir Hannah.
Me di cuenta de que no había añadido «señor», aunque puede que, en la oscuridad, no me hubiese reconocido. Luego extendió una mano hacia mí. Aquello también me sorprendió: en la Europa continental habría sido inconcebible que una sirvienta le tendiese la mano a un caballero. Ella, sin embargo, necesitaba ayuda para levantarse, por lo que le cogí la mano y tiré de ella.
–Gracias –repitió, cuando se puso de pie.
Se frotó la mejilla en el lugar donde aquel hombre la había golpeado.
–No tienes por qué darme las gracias –le dije–. No me debes nada.
Me di la vuelta para irme.
–Signor Demirco –dijo.
Me detuve.
–Si le decís a Titus Clarke lo que habéis oído esta noche, me echará.
Y eso fue todo. Ninguna pregunta, ninguna petición. Se había limitado a plantear los hechos, dejando que fuera yo quien decidiera qué hacer.
Estuve a punto de decirle: «Tendrías que haberlo pensado antes», pero no lo hice. Me limité a asentir con la cabeza y volví a entrar en la posada.
Cuando Titus me sirvió otra pinta de cerveza, descubrí que no tenía ninguna intención de contarle lo que había ocurrido entre Hannah y su pretendiente. Después de todo, no era asunto mío.
Louise
Mientras el rey está nadando, lady Arlington me lleva a la Stone Gallery, el patio porticado más grande y elegante de los que hay en Whitehall.
–Aquellos son los aposentos del rey –me explica, señalándolos–. Los edificios que hay al otro lado están destinados a sus cortesanos favoritos. Y allí –hace una significativa pausa– están disponiendo nuevos aposentos.
Abre unas puertas de madera. En el interior, cuatro hombres con pelucas cortas, los pintores de la corte, están trabajando en un fresco. En la pared opuesta, unos hombres subidos en varias escaleras están colgando un tapiz de estilo francés. Otro artesano, un ebanista, está instalando una librería de nogal y arce con incrustaciones con la ayuda de un aprendiz. El olor de las virutas de madera y del barniz fresco impregna el ambiente. Cuando entramos, los hombres inclinan la cabeza en señal de respeto y acto seguido retoman sus tareas.
–¡Qué estancia más bonita! –exclamo con sinceridad, acercándome a la ventana.
Los altos cristales me recuerdan a Versalles. Frente a mí veo un hermoso jardín con un enorme reloj de sol y, al fondo, el largo y resplandeciente lago del parque de St James.
–Es para vos.
Me doy la vuelta, estupefacta.
–¿Para mí?
–Ha ordenado que la restauren ex profeso para vos. Y mirad esto. –Se acerca a otra puerta y la abre. Conduce a unas escaleras–. Puede ir a vuestro encuentro directamente desde sus aposentos.
–¿Sin que nadie lo sepa, queréis decir?
Lady Arlington asiente con la cabeza.
–Puede que en algunas ocasiones prefiera ser discreto. Al menos al principio.
Me quedo mirándola fijamente.
–Pero yo nunca permitiré que me haga esa clase de visitas a menos que sea mi esposo.
–No seáis necia, Louise –dice, en voz baja–. Debéis hacer lo que sea necesario, como han hecho siempre las muchachas hermosas con sus soberanos. La única cuestión es: ¿qué obtendréis vos a cambio? Majestad.
Hace una reverencia, y por un instante creo que se está burlando de mí. Luego, al darme la vuelta, veo que el rey ha entrado en la estancia.
–Me han dicho que estabais aquí –dice, impaciente–. ¿Dais vuestra aprobación a los aposentos? Estarán listos el fin de semana. Quizás me haríais el honor de mudaros aquí.
–No puedo… –digo, pero lady Arlington es más rápida que yo.
–La ocasión es de lo más apropiada, sire. La próxima semana empezaremos unos trabajos de reforma en nuestra casa, por lo que Louise tendría que trasladarse de todas formas.
–Sire –digo–, no puedo aceptar estos aposentos. Son demasiado lujosos para una dama de compañía.
–Al contrario. No están a vuestra altura. –Carlos me está mirando tan fijamente que me incomoda–. Venid conmigo a dar un paseo –dice, en voz baja, lanzando una mirada a lady Arlington–. Hablemos un poco.
Me lleva a la Stone Gallery. Lady Arlington nos sigue a pocos pasos de distancia, fingiendo interés por las estatuas.
Al principio, sin embargo, apenas hablamos. El rey se limita a señalarme dónde viven los cortesanos. Luego saca una llave y abre un puertecita.
–Este es mi jardín privado –dice, cerrando la puerta con llave detrás de él. Me doy cuenta de que lady Arlington se ha quedado fuera–. Para mi uso exclusivo.
–A Su Majestad debe de costarle disfrutar de un poco de soledad.
–A decir verdad, nunca solía buscarla. Pero desde que ella murió… –Me mira fijamente–. Decidme, Louise. Me dijisteis que os dejaba leer nuestra correspondencia, ¿no es cierto?
–Así es.
Luego, con fingida indiferencia, me pregunta:
–Entonces, ¿qué sabéis sobre Dover? Aparte del hecho de que mi hermana estaba muy enferma, quiero decir.
Es un terreno resbaladizo, pero es inútil negarlo.
–Estoy al corriente del tratado. Madame me lo contó todo desde el principio.
–Comprendo. –Se toca el bigote–. Entonces, presumo que sabéis que es un secreto que conoce muy poca gente. En este país, aparte de mí, sólo lo saben seis personas. Siete, ahora que vos estáis aquí. Si fuese de dominio público, podría comprometer mi reinado.
–Lo sé. Y prometo que nunca traicionaré la confianza de madame.
Asiente con la cabeza.
–El hecho de que ella confiara en vos me basta. Pero, decidme… –Duda un instante–. ¿Era… honorable?
–¿Sire?
–Muchos de mis súbditos dirían –si, Dios no lo quiera, llegaran a saberlo– que cuando firmé ese documento, aceptando la pensión de Luis, renuncié a mi honor. He pensado mucho en ello durante estos últimos meses. Quiero conocer vuestra opinión.
Me está pidiendo mi opinión. Intento imaginarme a Luis XIV manteniendo esta conversación, y no lo consigo. Hablar así, casi de igual a igual, es algo extraordinario.
Debo actuar con cautela.
–Si un hombre hubiese firmado un documento como ése, podría considerarse un deshonor. Pero vos no sois un hombre; vos sois el rey… Vos sois Inglaterra. No podéis sentiros obligado por las mismas consideraciones que el resto de los hombres, del mismo modo que no podéis sentiros obligado por la voluntad del Parlamento.
–Sí. –Echa a andar hacia delante y hacia atrás, y yo con él, tratando de seguir sus largas zancadas–. Eso pensé yo en su momento. Pero desde que ella murió… miro a mi pueblo y veo que está harto de las guerras. Y de divisiones religiosas. Puede que a causa de mi ambición, de mis aspiraciones de convertirme en un gobernante independiente y de mi deseo de complacer a mi hermana, haya antepuesto mis deseos a los suyos.
–Pero madame no tenía ningún interés en esto. Sólo quería lo mejor para vos.
–Cierto. Pero quizás estaba influenciada por sus creencias religiosas. Por no hablar de su… admiración por Luis. –Me mira y veo que está al corriente, o al menos sospecha, de la relación entre su hermana y el rey–. Ella era como todos los Estuardo –dice, con aire de disculpa–. Tenía muchas ganas de vivir, y a veces dejaba que ofuscaran su juicio. –Guarda silencio unos instantes–. Me hace bien hablar de esto. Desde su muerte no he podido hacerlo con nadie.
Siento que empieza a sincerarse.
–Podéis hablar conmigo siempre que lo deseéis, sire. Y espero que lo hagáis.
Me mira con expresión de tristeza.
–No quisiera imponeros esa carga.
–No será ninguna carga. Es lo que todos esperan.
–¿Ah, sí?
Dudo, y me doy cuenta de que me he ruborizado un poco.
–Algunos de vuestros ministros piensan que yo debería llamar vuestra atención.
–Ah –susurra–. Por supuesto. –Me mira por el rabillo del ojo–. Comprendo muy bien por qué podrían pensarlo. Confieso que en el pasado solía tener una deplorable debilidad por la belleza femenina.
Soy consciente de que aumenta mi rubor.
–Pero puedo ayudaros de otro modo. Puedo ser vuestra confidente, como lo fue vuestra hermana. Puedo mandarle mensajes a Luis y explicarle la presión a la que estáis sometido. Me he dado cuenta de que para vos sería imposible anunciar vuestra conversión. Se lo haré saber.
Levantando las cejas, dice:
–¿Intercederíais por mi ante vuestro rey?
–Ejerceré de mediadora, disfrutando de la confianza de ambos. Como vuestra hermana.
–Entonces, ésos serán los términos del Tratado del Jardín de las Rosas –dice, lacónicamente–. Pero…, para que yo lo sepa. ¿os limitaréis a esto? ¿A hablar conmigo y nada más?
Vuelvo a ruborizarme.
–Perdonadme –añade–. Seré incluso más claro. Prefiero escandalizaros ahora con mi franqueza que ofenderos en el futuro con alguna proposición inoportuna.
–Entonces, yo también hablaré con claridad. –Con claridad pero con prudencia, me digo–. Nunca permitiré que mi comportamiento sea motivo de deshonra para mi familia.
Él asiente con la cabeza. ¿Se siente decepcionado o satisfecho? Es imposible saberlo, aunque es importante que sepa que no haré lo que lady Arlington insinúa que debería hacer.
Hemos llegado junto al reloj de sol que hay en el centro del jardín, un complicado artilugio de esferas de cristal con incrustaciones de vidrios coloreados. En la base hay grabada una inscripción:
Cada día olvida los días precedentes:
No hay que desperdiciar estas horas con lamentos.
–Carpe diem –dice, al ver que la estoy leyendo–. Un buen consejo para ambos. ¿Sois consciente de que si la gente nos ve juntos, hablando, sacará sus conclusiones? Vuestra reputación, estoy seguro, no justifica una reacción como ésa, pero me temo que en el pasado no siempre me he comportado bien.
–Mejor que piensen así –dije, con franqueza–. Les preocupará menos esa idea que discutamos cuestiones políticas.
–Una observación astuta. Y a vuestras espaldas veo que lady Arlington nos está espiando desde la ventana de vuestros aposentos. Se preguntará de qué estamos hablando.
–Quizás sería mejor que fingiéramos… –digo.
–Pienso exactamente lo mismo –convine.
Me coge la mano, se la lleva a los labios y me besa en la muñeca. Entonces, sin soltarme, me coge entre sus brazos. Por un instante lo miro fijamente a los ojos. ¿Detecto una expresión divertida –o estudiada, incluso– en ellos?
–Lo que os he dicho antes iba en serio –dice, en voz baja–. No os haré ninguna proposición, lo juro. Pero no niego que, si hubieseis sido otra clase de mujer, os la habría hecho sin dudarlo.
–¿Y bien? –pregunta lady Arlington–. ¿Qué ha dicho?
–Ha dicho que… –No puedo contarle lo que ha dicho–. Nada. Lisonjas, palabras amables, nada más.
Lady Arlington sonríe.
–Y me imagino que le habréis dicho que se guarde las lisonjas para él.
No le contesto.
–Está bien. Estaba observando desde aquí. Os he visto juntos. Sabía que sucumbiríais a su encanto. La corona tiene algo que es capaz de vencer incluso los más tenaces escrúpulos, ¿verdad?
Carlo
Tratad de servir los helados en pequeñas cantidades, porque, como en cualquier placer, el exceso acaba aburriendo el paladar.
El libro de los helados
–El juego ha empezado –dice lord Arlington con cierta satisfacción–. El rey está contento.
–¿La muchacha ha cumplido con su deber? –pregunta Walsingham.
Arlington sacude la cabeza.
–Todavía no, pero lo hará: es sólo una cuestión de tiempo.
–¿Necesitará más estímulos?
Fue Cassell quien habló.
Arlington sonrió.
–Ésa es justamente la cuestión; sabe que debe hacerlo, pero al mismo tiempo es reacia. Eso da al rey la impresión de que debe conquistarla, y es precisamente eso lo que despierta su interés. Cazar un conejo en un establo no resulta nada apasionante; es el ciervo que huye lo que hace excitante una cacería. –Arlington me miró–. Signor, pronto necesitaremos vuestros helados. Aseguraros de que estén listos.
–¿Tenéis la piña?
Asintió con la cabeza.
–Pronto la tendréis. Usadla con sentido común. Me ha costado muchísimo dinero.
–Conozco las órdenes –dije, secamente–. Haré lo que se espera de mí.
Y luego me iré, pensé. Y adiós a todos.
Louise
Dos días después me mudo a mis aposentos. Vastas y suntuosas, las estancias resuenan cuando avanzo por el suelo taraceado. Sin embargo, me emociono al ver que Carlos ha intentado que me sienta como en casa: la librería que vi montar está repleta de libros en francés. Y –una idea muy considerada– no se trata simplemente de novelas, sino de obras sobre filosofía, dramas y tratados de matemáticas. En un rincón hay un clavicémbalo nuevo, con el facistol lleno de obras de Blancrocher y Chambonnières. A su lado, un escritorio sobre el que ya hay un montón de invitaciones.
Mientras las leo, la puerta de los aposentos se abre y entran dos muchachas jóvenes vestidas con suma elegancia. Al verme, inclinan la cabeza.
–Buenos días. –Hago un gesto, señalando las estancias vacías–. Si habéis venido a visitarme, me temo que es un poco pronto. Acabo de llegar.
La mayor de las dos, una muchacha rubia, parece desconcertada.
–No hemos venido a visitaros. Somos vuestras damas de compañía –dice, señalando a su compañera–. Ésta es la honorable Lucy Williamson, y yo soy lady Anne Berowne.
–¡Damas de compañía! –exclamo–. Disculpadme; sed bienvenidas. Lo que ocurre es que no esperaba tener damas de compañía. De hecho, pensaba justo lo contrario. Tomad asiento, os lo ruego.
Las dos son muy bonitas; seguramente son parte del plan de los Arlington. El rey tendrá incluso más deseos de visitarme si estoy rodeada de hermosos rostros.
Después de una hora, la conversación se hace forzada, en parte porque estamos hambrientas.
–Decidme –le pregunto a Lucy, que tiene la piel clara y el pelo rubio–, ¿qué hay que hacer aquí para poder comer algo?
La muchacha parece aun más confundida de lo que estaba lady Anne un poco antes.
–¿Vuestro cocinero no os sirve la comida?
–¿Mi cocinero?
–En la corte, todo el mundo tiene su cocinero.
–Bueno, creo que yo aún no lo tengo. Y no estoy del todo segura de lo que debo hacer al respecto.
–Quizás deberíais decirle a vuestro mayordomo que os procurara uno –sugiere lady Anne.
–Tal vez, pero tampoco tengo mayordomo. Ni siquiera un lacayo o una doncella.
Y si los tuviera, tampoco tendría dinero para pagarles.
–¡Oh! –exclama Lucy, que se está revelando la menos inteligente de las dos–. ¿Significa eso que no vamos a comer?
Lanzo un suspiro.
–Tal vez el embajador francés pueda prestarnos algunos criados. Le escribiré. –Hago una pausa–. Supongo que necesitaré un lacayo para que le haga llegar mi mensaje, ¿verdad?
Las muchachas asienten con la cabeza.
–En Francia, las damas de la corte suelen saltarse a menudo la comida –digo, con convicción.
Puede que a la hora de cenar, pienso, haya encontrado una solución.
Sin embargo, mucho antes de la cena entra un criado de librea y le susurra algo a lady Anne, que se vuelve hacia mí.
–La reina está a punto de llegar.
–¿Ahora? ¿Aquí?
Ella asiente con la cabeza, con unos ojos como platos.
–¡Mon Dieu!–exclamo, en voz baja–. ¿Y lady Arlington?
–También se dirige hacia aquí.
–Mejor así, supongo. ¿Qué querrá la reina?
Lady Anne se encoge de hombros, confundida.
–Le gusta jugar a las cartas. Y querrá comer algo.
–¿Comer qué?
–La cena –responde, inconcreta.
Es evidente que la educación de lady Anne falla en cuestiones domésticas.
–¿Para cuántos comensales?
–Vendrá con sus damas de compañía. Puede que en total sean una docena. Y si viene a visitaros, puede que más.
Reflexiono unos instantes.
–Mandad un mensaje al signor Demirco, el pastelero. Ordenadle que prepare helado para veinte personas. Decidle que es urgente.
Carlo
Si estáis apurados, podéis preparar un helado con ponche de huevo, crema pastelera o fruta, o con una mezcla de esos tres ingredientes.
El libro de los helados
–¡Veinte comensales! No puedo preparar veinte helados para la hora de cenar.
El hombre que me había transmitido el mensaje se encogió de hombros.
–Ésas son las órdenes.
Lancé un suspiro.
–Muy bien. Decid que haré lo que pueda. Y mandad una carroza a las seis.
No es posible preparar helados a toda prisa, aunque para el granite bastan unos pocos minutos si se tiene a mano sirope para verterlo encima. Y los cordiales también exigen poco tiempo si hay hielo para enfriarlos. E incluso los helados pueden prepararse con rapidez si se dispone de fruta en conserva con la que aromatizar la leche. En París habría podido atender la petición de Louise con solo chasquear los dedos, y mis aprendices habrían reunido a tiempo todo lo necesario.
Pero aquí, en Londres, no tenía aprendices. Y no podía fiarme de nadie; podrían divulgar mis secretos.
–¿Por qué estáis gritando? –pregunta Elias.
–Estoy blasfemando en italiano –le dije–. Pero ahora empezaré a gritar órdenes en inglés. Ponte ese guante y pica todo el hielo que puedas.
–Si, signor –contestó él, entusiasmado.
–Así no, o de lo contrario estaremos aquí toda la noche –le dije, enseñándole cómo hacerlo–. Y necesito siropes. ¿Quién puede ir al mercado?
–Mary no tiene nada que hacer –dijo, poniéndose el guante para picar el hielo.
–Entonces dile a Mary que vaya a por naranjas. Y a por más azúcar.
–¿Qué ocurre?
Era Hannah, que había oído el alboroto.
–La reina viene a cenar con madame Carwell –le explica Elias.
–No tendréis tiempo de preparar tanto sirope de naranja –dice Hannah, haciéndose cargo de la situación–. Aunque mandéis a Mary al mercado a por naranjas, tendréis que exprimirlas y servir el zumo con hojas de menta y un poco de cardamomo.
En aquella época no conocía el refrán inglés que empieza diciendo «demasiados gallos», pero aquella sensación me resultaba familiar.
–No hay tiempo para discutir. Tengo que servir un helado a la reina…
–He preparado posset –me interrumpió–. Podéis utilizarlo.
Me detuve de repente.
–¿Cuánto?
–Un galón. Suficiente para veinte, si lo congeláis.
–Preparar helado no es tan sencillo.
Ella lanzó un suspiro.
–No estoy diciendo que lo sea. Pero creo que el posset se congelará perfectamente, igual que la crema pastelera. Consideradlo como un truco de cocinero.
Mientras tanto, Mary, Rose y el posadero, Titus, se habían unido a nosotros. Tenía que tomar una decisión cuanto antes.
–Muy bien –dije–. Congelaré el posset. Pero traedme también unas naranjas. Las exprimiremos. Y también unos limones… Prepararemos un sirope.
–No pagues más de seis peniques por las naranjas –le dijo Hannah a Mary–. Ve al puesto de Robin Marchmont y dile que vas de mi parte. Rose, dile a Peter que caliente el horno. Voy a buscar el posset.
El posset, debo explicarlo, es una especie de leche cuajada con vino y especias de la que los ingleses se sienten especialmente orgullosos. Solía servirse a menudo en las tabernas como bebida caliente y también como postre. El que había preparado Hannah estaba aromatizado con zumo de limón, vino dulce y nuez moscada, pero también con algo más que al principio no fui capaz de identificar.
–¿Qué es? –pregunté–. ¿Una hierba aromática?
Hannah asintió con la cabeza.
–Hinojo dulce. Sólo una pizca.
Solté la cuchara.
–Bueno, tendrá que valer. Elias, ¿qué tal te las arreglas con el hielo?
–He picado casi todo el bloque –me dijo, con las mejillas rojas a causa del esfuerzo.
–Necesitaremos casi el doble.
Cogí la espátula y dudé un instante. Tenía que llenar la sabotière con hielo y sal para congelar el posset. En esa fase, habría ordenado a todo el mundo que me dejara solo, pero aquel día no podía permitirme interrumpir lo que estaba haciendo.
Tratando de controlar la situación, coloqué los ingredientes en un rincón. Para confundir más a los posibles fisgones, empecé a hablar en latín mientras removía.
–Dominus virtutum nobiscum –añadí, recordando algunas palabras de un salmo católico.
Y así transcurrieron las dos horas siguientes, preparando el licor de naranja y espesando el sirope de limón para el granite mientras de vez en cuando echaba un vistazo a la sabotière para trabajar la mezcla del helado mientras se congelaba. Hannah sugirió que mandáramos también un poco de gelatina, y Rose salió a comprar mermelada de membrillo al puesto que la señora Lamb tenía en la esquina. Cuando llegó la carroza habíamos preparado un refrigerio más que aceptable. Sin embargo, las prisas no me impidieron probar el posset helado. Para mi sorpresa, tenía la consistencia rica y mórbida que sólo había logrado en otras dos ocasiones: el día del funeral de madame y cuando congelé la crema de Hannah.
Louise
–Ya están aquí –anuncia Anne, mirando por la ventana.
Me acerco a ella. La procesión que se acerca, atravesando la Stone Gallery, es extravagante. La reina es inconfundible: una mujer menuda, vestida con un elegante vestido español, y con ese porte erguido que sólo una princesa puede tener. Sus damas de compañía, sin embargo, son muy distintas. Lucen unos extraños sombreros altos, parecidos a los tocados de las monjas, y sus faldas llevan unos miriñaques que las hacen ondear de un lado a otro al andar.
–Que Dios nos asista –dice lady Arlington, detrás de mí–. Se ha traído a toda la flota portuguesa. Estoy ansiosa por ver la expresión de sus oscuros rostros cuando se den cuenta de que han usurpado su puesto.
No me cuesta creer que la reina se esté muriendo. Parece incluso más frágil que madame unos meses antes de su muerte. Las canas de su pelo sugieren que lleva años sufriendo.
La reverencia de lady Arlington es tan leve que se diría que inclina la cabeza para esquivar un objeto que le han arrojado.
–Alteza, permitidme que os presente a Louise de Keroualle. Creo que estuvo a punto de ser vuestra dama de compañía en vuestros aposentos –dice, poniendo énfasis en la palabra «vuestros»–. Sin embargo, el rey le ha encontrado otro puesto en la corte.
En el caso de que la reina haya captado la insinuación, no lo demuestra.
–El rey es muy generoso –me dice–. Recuerdo lo amable que fue cuando llegué a este país. Si deseaba cualquier cosa, bastaba con decírselo.
Aunque hable con voz quebrada, el significado de sus palabras está muy claro. No intentes humillarme, o de lo contrario ordenaré que te echen.
Se produce un silencio incómodo. Afortunadamente, llegan los helados.
–Ésta es la última moda en Francia, Alteza–digo, mientras Lucy los coloca encima de una mesa–. No hay por qué interrumpir la partida de cartas. Se pueden tomar sin levantarse, como refresco.
Su rostro se ilumina.
–Parece una idea excelente.
El juego, en cambio, presenta otro problema. Conozco su juego preferido, el basset, también muy popular en Francia, pero no tengo dinero para apostar.
–Yo os lo presto –susurra lady Arlington–. Después de todo, pronto dispondréis de él en abundancia. –En voz más alta, dice–: ¿Queréis que baraje, Alteza? Las reinas están todas juntas.
El basset no requiere una gran habilidad, sólo temple y suerte. Una carta ganadora paga la suma de dinero que se ha apostado sobre ella. Sin embargo, si en vez de quedarte con lo conseguido dejas la carta encima de la mesa y vuelves a ganar, la suma de las ganancias se multiplica por siete, luego por quince y finalmente por treinta. Es posible ganar una fortuna, pero las posibilidades de conseguirla son cada vez menores. Al cabo de un cuarto de hora he perdido cincuenta guineas, que debo casi enteramente a lady Arlington.
–Os prestaré algo más –dice, de inmediato.
–No, gracias. Me quedaré mirando un rato.
Veo que lady Arlington, después de haberme retirado, está exultante cuando consigue le quinze, la apuesta inicial multiplicada por quince, para perderlo todo en la siguiente jugada. Eso me dice algo sobre ella: no sólo le gusta jugar, sino correr riesgos.
–Y vos, ¿no jugáis? –murmura una voz a mis espaldas.
Me doy la vuelta. Ha llegado el rey, sin hacerse notar y sin ceremonias. Los demás hacen la intención de ponerse de pie, pero él liquida las formalidades con un gesto de la mano.
–Os lo ruego, no interrumpáis la partida por mí. Me sentaré aquí a hablar con mademoiselle de Keroualle.
–Decidme ¿por qué no jugáis? –me pregunta, en voz baja–. No quisiera hacerme ilusiones y pensar que ha sido por la remota posibilidad de que viniera a visitaros.
–No me gustan los juegos de azar.
Levanta las cejas.
–Los complicados proyectos de mi hermana ya eran bastante arriesgados.
–Me refiero a la pasión por el riesgo. En diplomacia, se trata de reducir los riesgos al mínimo. En el basset, en cambio, es el objetivo del juego.
Asiente con la cabeza.
–Yo prefiero el poque. Exige cierto talento para disimular.
–En Francia el poque se conoce como el juego de los engaños –digo, en un tono malicioso.
–Me gustaría pensar que también tengo cierto talento para eso –dice, con un asomo de sonrisa en la mirada.
–Sire, estáis ahuyentado a mademoiselle de Keroualle de la mesa –dice lady Arlington–. Y debería jugar si quiere recuperar lo que ha perdido.
El rey me mira, inquisitivamente.
–Creo que quiere mantenerme alejado de vos –le digo, con un hilo de voz–. Según ella, cuanto más os impidan acercaros a mí, más ansioso estaréis por conseguir mi amistad.
–Entonces será mejor que vayáis con ella –murmura–. Pero mientras ellos juegan al basset, nosotros jugaremos al poque.
Cuando me dirijo hacia la mesa, me sigue.
–¿Cuánto dinero debe recuperar lady Arlington?
–Cincuenta guineas, sire.
–Ahí van cien. –Carlos deja una bolsa con dinero sobre el tapete–. Y si contrae más deudas, espero que yo pueda saldarlas.
A lady Arlington casi se le salen los ojos de las órbitas.
–Os deseo buenas noches, señora –dice Carlos, inclinándose frente a la reina–. Y a vos también, lady Arlington. Mademoiselle.
La última reverencia es para mí, como exige el protocolo, aunque es a mí a quien no quita el ojo, intercambiando una mirada de complicidad.
Carlo
Para preparar un sorbete de piña: mezclar dos tazas de azúcar con dos tazas de suero de leche, o un poco más si la piña es ácida. Añadir una cucharada de menta picada y el zumo de un limón, y remover la mezcla mientras se congela. El proceso no es distinto del que se utiliza con otras frutas.
El libro de los helados
Al día siguiente, cuando fui a Whitehall para recoger las copas vacías, Louise estaba en sus aposentos. Parecía un poco incómoda en aquellas enormes estancias, como alguien ataviado con un vestido de baile demasiado grande.
No tenía ganas de hablar con ella, pero la saludé con una inclinación de cabeza.
–No seáis así –dijo, bruscamente.
–¿Así cómo?
–Carlo…
Esperé.
–Os agradezco sinceramente la ayuda que me prestasteis anoche –dijo–. De no haber sido por vuestros helados, me habría encontrado en un trance. En un trance más difícil aún, por así decirlo.
–¿Vos y la reina? No logro imaginar qué podría haber resultado embarazoso.
Ella se encoge de hombros.
–Ésa es la finalidad de los buenos modales, ¿no? Hacer que las situaciones embarazosas resulten soportables. Además, sospecho que ha debido pasar por cosas peores en este horrible país. –Guardó silencio un momento–. Hablo en serio, signor. A pesar nuestro, debemos colaborar en esta empresa, pero me alegro de que Luis haya enviado a alguien en quien sé que puedo confiar.
–Cumpliré con mi deber. Ni más ni menos. Y luego regresaremos a Francia y pondremos fin a nuestra asociación.
Parecía sorprendida.
–Vos regresaréis a Francia, queréis decir.
–¿Y vos? ¿Os quedaréis aquí?
Me lanzó una mirada penetrante, como si se preguntara por qué le había planteado aquella cuestión.
–Quizá. Ya veremos.
–Vuestro entusiasmo por la misión que os han encomendado es mayor de lo que había imaginado –dije, bruscamente.
–Es una oportunidad. Sería necia si no la aprovechara.
–Efectivamente. –Incliné de nuevo la cabeza–. Colaboradores a pesar nuestro, entonces.
Cuando cerré la puerta de sus aposentos detrás de mí vi una nota en el suelo. Alguien la había clavado con un cuchillo de fruta. Eran dos versos.
Aquí una cama se ha dispuesto para una puta francesa y su soberano predilecto.
Volví a entrar y le entregué la nota.
–Os han enviado un billet-doux.
Lo leyó y se puso pálida.
–¡Salvajes! ¿Cómo se atreven?
–Seguramente ha sido un hombre llamado Rochester. Creo que el rey tolera esta clase de comportamientos.
–Nos odian. Mejor dicho: me odian. Y me odiarán aún más cuando… –Sacudió la cabeza–. No importa. No significa nada. Si he podido sobrevivir en la corte de Francia, seguro que podré soportar esto.
–Y esto –dije, señalando la nota– es la clase de diversión que se supone que debemos suscitar aquí, ¿verdad? Sabremos que hemos tenido éxito cuando lord Rochester sea tan celebrado en Inglaterra como Molière y Racine lo son en Francia.
Finalmente llegó mi piña, y por un tiempo conseguí alejar a Louise de Keroualle de mis pensamientos.
Aunque había hablado con gran soltura de las piñas con lord Arlington, nunca las había utilizado para preparar un helado. Incluso en la corte de Luis XIV eran demasiado valiosas para emplearlas con ese fin. Así pues, sentía curiosidad y cierta excitación ante la idea de tener una a mi disposición.
La piña llegó directamente de la plantación de lord Devon en una carroza tirada por cuatro caballos. La caja que la contenía fue cargada hasta el interior del Red Lion por dos lacayos de lord Devon, mientras un tercero montaba guardia con una pistola para evitar un posible robo. Un montón de curiosos se había reunido en el patio para ver cómo era transportada desde la carroza hasta la cocina.
–Será mejor que dispongáis una guardia –dijo Titus, inquieto–. Si la roban, no me hago responsable.
En la despensa, ya había ordenado a Hannah que limpiara bien la repisa de piedra que había a lo largo de la pared. Una vez depositada la caja, abrieron la cerradura. Algunos habían conseguido seguir su recorrido hasta la despensa, y ahora alzaban el cuello para ver qué contenía.
En su interior, sobre un cojín de raso rojo, yacía una exótica fruta: parecía una mezcla de corona real y de erizo. La piel formaba unas escamas regulares, como el caparazón de una tortuga, mientras que de la corona sobresalía un penacho de plumas espinosas. El perfume –que recordaba un poco a la fragancia de las fresas y a la frescura de las limas– emergió de la caja que la contenía, impregnando el aire que me rodeaba. Al unísono, todos los curiosos lanzaron una gran exclamación de estupor.
–Y ahora debéis iros –dije, con voz firme–. Tengo que trabajar.
Cuando todos salvo Hannah y Elias hubieron abandonado la despensa, metí la mano en la caja y saqué la piña, usando las puntas de los dedos para evitar pincharme con los apéndices curvos, parecidos a una garra, que sobresalían de cada escama. La coloqué sobre la repisa y cogí un cuchillo de carnicero. Con cierta agitación –esto debe de ser lo que experimenta un cirujano, pensé, un momento antes de hacer una incisión a un paciente–, corté la parte de arriba, que dejó al descubierto la pulpa clara y olorosa. Con sumo cuidado, aparté la corona. Luego corté la fruta en dos mitades, a lo largo, antes de coger un cuchillo más pequeño para eliminar las escamas de la piel y el corazón, duro y leñoso. Aunque ejecuté esta última operación sobre un cuenco, algunas gotas de zumo de incalculable valor se derramaron en mis dedos.
–Esta fruta –dijo Hannah, de improviso– cuesta más de lo que ganaré en toda mi vida.
–¿Y qué?
–Nada puede valer tanto.
Me encogí de hombros.
–Vale lo que alguien esté dispuesto a pagar.
–Pero tampoco es especialmente deliciosa.
–¿Cómo lo sabes? –repliqué bruscamente, preguntándome por un momento si la habría probado mientras no la estaba mirando.
–Por su olor. Parece tan ácido como el de un limón. ¿No lo notáis?
Era verdad: me picaba la nariz a causa de la acidez de la fruta. Levanté una mano y me lamí un dedo, del que goteaba el zumo. Era muy ácido, casi amargo. Habría que añadir mucho azúcar para conseguir un sabor agradable.
–Creo –continuó Hannah– que las piñas son como el oro o como las piedras preciosas: si son valiosas es porque no abundan mucho.
–No es sólo por eso. –Dudé un instante–. La piña está considerada un afrodisíaco: aviva la pasión amorosa.
Para mi sorpresa, se echó a reír a carcajadas.
–¿Qué te parece tan divertido?
–Pues que ese efecto nunca se atribuya a ninguna hierba o fruta común. Si una simple mora o una manzana inglesa tuviese la suerte de tener un aspecto tan extraño y ser poco abundante, puede que también costaran una fortuna y serían consideradas como una fuente de potencia sexual.
–Nadie sería tan necio para pagar una fortuna por una mora –dije. Ahora, la piña, cortada en ocho partes, estaba en el cuenco, con el zumo. La dividí en dos y le tendí una a Hannah–. Córtala tan fina como puedas.
Ella asintió con la cabeza y empezó a desmenuzar la piña, reduciéndola a trocitos no más grandes que una migaja de pan. Tuve que reconocer que sus cuchillos estaban bien afilados y que sabía usarlos con rapidez.
–La gente –los hombres, mejor dicho– valora lo que no pueden tener –dijo, mirándome por el rabillo del ojo–. Y supongo que eso, para vos, es una ventaja.
–¿A qué te refieres?
–Pues que vuestros helados son costosos por la misma razón.
–Mis helados son apreciados por su excelencia –repliqué–. Y ya basta de cháchara, mujer. Tenemos que cortar la fruta muy fina y tamizarla.
–Puedo hablar y cortar al mismo tiempo.
Lancé un suspiro.
–Es posible, pero yo no. Esta fruta es, como has dicho muy bien, más valiosa que el oro, y me gustaría dedicarle la atención que se merece.
Cuando terminamos de tamizar la fruta y dispuse de un cuenco de pulpa finísima y zumo, pensé en cuál debería ser el siguiente paso.
Había pensado preparar un simple sorbetto, pero la acidez de la fruta me convenció de que debía preparar un postre más elaborado. Así pues, mandé a Hannah a por suero de leche, el líquido espeso y cremoso que queda después de preparar la mantequilla. Mientras tanto, reuní el resto de ingredientes: hojas de menta picadas y un poco de zumo de lima como base del sabor del sorbete.
Cuando Hannah volvió, mezclé la misma cantidad de suero de leche y azúcar y los añadí a la piña y a los demás ingredientes. Luego vertí la mezcla en la sabotière –después de haberle ordenado a Hannah que abandonara la despensa– y la removí cada media hora, primero con un palo y después, a medida que iba adquiriendo densidad, parecida a la de la nieve, con un tenedor, para romper los cristales.
Un proceso simple y rápido. Probé la mezcla; sólo una pizca, porque en total apenas había para tres copas. Tenía un sabor dulce y delicado, como un pálido rayo de sol, y su acidez se había compensado con el azúcar y la contundencia del suero de leche. El sorbete era exquisito, aunque no habría sabido decir si era mejor o peor que el de mora o el de manzana.
Louise
Ahora viene a visitarme todos los días. Si está presente alguien más –el embajador, lord Arlington o uno de los muchos exiliados franceses que parecen dar por sentado que mis aposentos son sus salones–, lo despide con brusquedad.
Y entonces…
Lo único que hacemos es hablar. Palabras y lágrimas.
Dicho de otro modo: él me habla de su hermana. Sin embargo, también comentamos el Gran Asunto, el proyecto de una Europa unida, una suerte de segundo Sacro Imperio Romano, que se extendería desde Irlanda hasta Rusia. Un continente que permanece unido bajo una única fe. Un lugar sin guerras y casi sin fronteras.
Y, al final, acabamos hablando de Luis. De cómo ha conseguido imponer su autoridad en el que, en otros tiempos, era el reino más dividido y pendenciero de toda Europa. De cómo, poco a poco, ha conseguido recuperar las partes de tierra que estaban en manos de gobiernos extranjeros. De cómo, incluso ahora, está intentando ampliar sus fronteras hacia Holanda, Alsacia y los Pirineos.
Es evidente que Carlos siente fascinación por su primo francés…, fascinación y un poco de envidia.
L’état c’est moi.
Le hablo de la gloria del arte francés, de los músicos, filósofos y poetas que contribuyen al lustre de la corte de Versalles.
–Yo también tengo mis poetas –dice, un poco a la defensiva–. Y también mis pintores y mis sabios.
–Por supuesto –digo, para tranquilizarlo.
–¿Y bien? ¿Ya os ha hecho el amor? –pregunta lady Arlington, con una sonrisa.
–¡Elizabeth! ¡Vaya pregunta!
–¿Debo tomarlo como un sí?
No le contesto.
–¡Ah, los franceses! ¡Siempre encogiéndose de hombros! –Luego, en voz más baja, añade–: ¡Os felicito!
¿Por qué no le digo la verdad? Después de todo, nunca se ha reído de mis escrúpulos, aunque me ha dejado claro que le parecen irrelevantes. Sin embargo, intuyo que sobre este particular puede ser muy insistente.
Tan insistente como él.
Está dejando muy claro que su interés, diga lo que diga, no se centra tan sólo en Minette. El dolor ha dado paso a algo más. Ahora, cuando me mira, no lo hace siempre con los castos ojos de un hermano.
Y aún así mantiene su palabra. No me hace ninguna proposición que pueda avergonzarme. Todo queda entre líneas: las miradas, la intensidad de sus ojos, las repentinas sonrisas. Los silencios.
¿Es esto lo que quiero? ¿Qué fuerza estoy desencadenando? ¿Es un monstruo que seré capaz de domar o que me destruirá?
–Sire, tengo un helado para vos.
Le tiendo la copa. Minúscula y espléndida, ha sido creada ex profeso para la ocasión: una piña de oro y de cristal coloreado, del tamaño de una huevera, que representa los ojos de la piña, con los bordes decorados con hojas doradas.
–¿Es…?
Asiento con la cabeza.
–Piña, sí. Era el favorito de vuestra hermana.
Coge la diminuta copa, sumergiendo en ella una cucharilla muy pequeña, como las que se usan para servir la sal. Se la lleva a los labios.
Un momento después asiente con la cabeza, satisfecho.
–Extraordinario –susurra.
Llena otra cucharada y me la tiende. Hago la intención de cogerla, pero él no la suelta, y entrelazo mis dedos con los suyos.
Siento sus ojos fijos en mí, oscuros e impenetrables.
Guía nuestras manos hacia mi boca. Lamo los cristales helados de la cucharilla. Tienen un sabor dulce que recuerda al limón, un sabor indefinible.
–Maravilloso –digo.
Introduce de nuevo la cuchara en la copa. Esta vez soy yo quien guía nuestras manos hacia su boca. Él, obediente, la abre y la vuelve a cerrar.
Nos turnamos: una cucharada para él y una para mí, moviendo las manos a la vez. Cuando ya no queda nada, dice:
–Hasta ahora no he comprendido qué tiene de especial.
Está observando mi boca. Noto la garganta seca: quiero tragar, tomar aliento. Veo sus labios entreabriéndose y luego ladea un poco la cabeza y se acerca, de un modo imperceptible.
–¿De qué estábamos hablando? –digo de repente, poniéndome de pie–. Iba a buscar ese libro de poemas, ¿verdad?
Irreprochable.
Una tarde me pide que me siente a su lado en la corte, en la sala de audiencias. Me siento incómoda: parece un lugar demasiado público, demasiado expuesto, pero ése es justamente el motivo por el que estoy aquí, para convencerlo de retomar la vida pública, por lo que no puedo negarme. Así pues, me siento a su lado, exhibiéndome como una reina, mientras los ministros y los demandantes hacen sus peticiones. Los que padecen hidropesía o calentura le piden incluso que les toque para curar su enfermedad. Como representante de Dios en la tierra, tiene alguno de sus poderes. Recibe a toda esta gente con paciente cortesía, aunque por encima de sus cabezas busca mi mirada y arruga la nariz.
Uno de los demandantes trata de sobornarlo, pero no con una presente, como una caja de rapé o un broche con piedras preciosas, sino con dinero. Los cortesanos que nos rodean murmuran desaprobación.
Carlos bromea sobre el asunto.
–Ofrecédselo a otro –dice– Ofrecédselo a… –Mira a su alrededor–. A Louise. Siempre pierde cuando juega al basset.
El demandante sigue su mirada y me entrega la bolsa.
–No puedo aceptarla –digo, con firmeza.
–Os lo ruego, madame –me implora el hombre, consciente de que ha cometido un terrible error.
–Antes preferiría perder la cabeza que mancillar mi honor –le digo.
–Bravo –murmura lord Arlington–. Bien dicho, Louise.
Y provoca un breve aplauso entre los presentes.
En un rincón de la sala veo a una mujer que me observa. Bajita, pelirroja y bonita, aunque vestida de un modo excéntrico: lleva un vestido tan ordinario que parece el de una muñeca. Es tan pequeña que por un momento creo que se trata de una niña que ha venido a la corte para ver a los adultos. Me mira fijamente, casi como si me estuviera estudiando. Hace una mueca y luego vuelve la cabeza, entornando los ojos. Me mira a mí y luego a Carlos, y luego vuelve a posar sus ojos sobre mí, desconcertada, como si estuviese tratando de entender lo que está ocurriendo. Luego veo que sus labios se mueven, como si estuviera murmurando algo para sí misma.
Decido que más tarde le preguntaré a Carlos quién es, pero lo olvido por completo.
Carlo
Los arrayanes ingleses proporcionan muchos ingredientes útiles para preparar helados.
El libro de los helados
El rey, por fin, empezó a comer helados. Pero sólo con Louise. Todos los días mandaba uno distinto a sus aposentos. Ciruela damascena, escaramujo, pera, mora y las enormes y dulces avellanas de Kent. Evidentemente, las avellanas presentaban una especial dificultad: había que picarlas muy finas y luego tostarlas. Aspiraba a combinar el crujiente del fruto seco con la cremosidad que había conseguido con el helado de pera, pero aunque había intentado en muchas ocasiones obtener aquella consistencia mórbida, daba la impresión que sólo lo lograba por casualidad. Llegué a pensar que tal vez tuviera algo que ver con los huevos, teniendo en cuenta que la crème anglaise, el posset y la crema de Hannah llevaban claras o yemas de huevo, pero cuando trataba de añadirle huevo batido a mi sirope, sólo conseguía hacer una tortilla de fruta.
Ahora tenía bastante trabajo para requerir a diario la ayuda de Elias. Aunque sólo era un muchacho, no era más joven de lo que yo era cuando empecé a trabajar con Ahmad, y en cuanto a mis secretos, cuanto más joven fuera mejor, porque lo más probable era que no entendiera lo bastante bien el proceso como para explicárselo a alguien. En realidad, se reveló como un voluntarioso pupilo, dispuesto a picar hielo durante horas, y aunque le gustaba preguntar, yo intentaba no contarle demasiadas cosas.
Sin embargo, no me complació en absoluto cuando entré en la despensa y lo pillé metiendo los dedos en el último cuenco de sorbete de piña.
–¿Qué estás haciendo? –le grité, incrédulo.
Él dio un salto hacia atrás, rojo como un pimiento.
–Te dije que nunca probaras los helados –le recordé, furioso.
Él bajó la cabeza.
–Lo siento, señor. Ha sido simple curiosidad.
–Has metido tus sucios dedos en un postre que estaba destinado al rey –le dije–. En cierto modo, podría considerarse una traición. Y, además, has desobedecido a tu señor, y sobre eso no cabe ninguna duda. Ahora te voy a dar una zurra, y da gracias que sea yo quien lo haga y no un guardia.
Cogí una cuchara de madera y empecé a golpearle. Él gritó. Levanté la cuchara para seguir golpeándole, pero alguien, a mis espaldas, la agarró. Me di la vuelta. Era Hannah, que me miraba, furibunda.
–¿Qué estás haciendo? –le dije, tratando de quitarle la cuchara de la mano.
Sin embargo, la agarraba con sorprendente firmeza, y no fui capaz de arrebatársela.
–Debería ser yo quien os lo preguntara –dijo, con voz tranquila.
–¿Acaso no lo ves? Le estoy dando una zurra porque es un ladrón.
–Sea lo que sea lo que haya hecho, le estáis golpeando demasiado fuerte.
–Soy su señor, y lo golpearé todo lo fuerte que quiera –repliqué.
–Y yo soy su madre y no os lo permitiré.
–¿Su madre?
Estaba tan sorprendido que sujeté la cuchara con menos fuerza; ella, en cambio, la agarraba igual que antes, hasta que acabó en su poder. Nadie me había dicho que Hannah era la madre de Elias.
–Sí. –Hannah soltó la cuchara–. ¿Por qué os sorprende tanto?
–Pero, entonces…, ¿quién es su padre?
Ella dudó.
–Elias no tiene padre.
–Lo que quieres decir es que no sabes quién es –murmuré.
–Eso es exactamente lo que quiero decir –respondió, con expresión desafiante–. No sé quién es. ¿Y qué?
Me pasé una mano por la frente.
–¿Y qué? Cuento con la protección real, y ahora me entero de que he dado trabajo al hijo bastardo de una puta. En Francia o en Italia, esto bastaría para echarme de la corte.
Por un instante, sus ojos brillaron de rabia.
–Entonces, las cortes de Francia y de Italia deben ser muy distintas de la nuestra –dijo. Volviéndose hacia Elias, añadió–: ¿Es verdad? ¿Has robado?
–Sí –contestó él, con un hilo de voz–. He probado el helado. El de piña.
Hannah lanzó un suspiro.
–Me has decepcionado. En primer lugar, porque has cogido algo que no era tuyo, y en segundo lugar, por haber creído todas esas tonterías sobre los helados y las piñas. No te he criado para que seas tan estúpido.
–Lo siento –repuso Elias, con el labio tembloroso.
–Como castigo, trabajarás una semana entera sin recibir tu paga. Pero si te vuelve a pegar, me lo dices y dejarás de trabajar para él.
Me quedé tan atónito por aquella inaudita intromisión en la relación entre un patrón y su ayudante que no supe cómo reaccionar. Cuando por fin me recuperé de la sorpresa, Hannah ya se había ido.
–Lo siento, señor –dijo Elias, con voz quebrada.
Mi cólera ya se había aplacado y su expresión de perro apaleado casi me hizo sonreír.
–¿Has aprendido la lección? –dije, con mi tono de voz más severo.
–Sí.
–¿Volverás a comerte los helados del rey?
Elias sacudió la cabeza.
–Y, ahora que ya lo has probado, ¿qué te parece? –le pregunté, por curiosidad.
Esperaba que hiciera una mueca y me dijera que, después de todo, no era gran cosa; pero, para mi sorpresa, su rostro se iluminó.
–¡Oh, era delicioso! –exclamó.
Arqueé las cejas.
–Pues no te acostumbres. Puede que pase mucho tiempo hasta que vuelvas a probar otro.
–¿Por qué parecéis tan abatido? –me preguntó Cassell.
El soldado solía venir a verme una vez a la semana para entregarme el correo o para que le informara sobre lo que ocurría en la corte. Sin embargo, aquel día me pilló de pésimo humor.
–Siempre he sufrido de melancolía –le dije–. Sobre todo en esta época del año.
–Los italianos sois unos lunáticos. Deberíais montar a caballo o practicar esgrima. –De repente, su rostro se iluminó–. ¡Ya lo tengo! Os llevaré al teatro. Vamos, insisto.
Sin saber cómo, me encontré a bordo de una barca con él, rumbo a Charing Cross, y luego andando por Drury Lane, hacia el King’s Theatre.
Era la más importante de las dos compañías teatrales de Londres, me explicó mientras esperábamos para ocupar nuestros asientos. La otra era el Duke, cuyo mecenas era el hermano del rey, el duque de York. Era la primera vez que visitaba uno de esos lugares. Para mi sorpresa, vi que los hombres y las mujeres se sentaban juntos en la platea, mientras que en las primeras filas algunas espectadoras llevaban máscaras. Aquello, me contó Cassell, significaba que estaban allí para exhibirse, y que no se negarían a ser toqueteadas. Mientras tanto, algunas muchachas iban de un lado a otro con cestos de naranjas: el perfume que despedían cuando las pelaban, mezclado con el de las velas de cera que iluminaban el escenario, mitigaban, afortunadamente, el hedor que despedía la muchedumbre allí reunida.
Antes de que empezara la obra, dos trompeteros anunciaron la llegada del rey, y el público se puso en pie en señal de respeto cuando el soberano y su séquito tomaron asiento en un palco situado junto al escenario. Una vez más me sorprendió la falta de formalidad con respecto a Francia o Italia. Louise se sentó al lado del rey. Llevaba un sombrero francés de los que estaban en boga, es decir, muy grande. Al verla, la gente empezó a murmurar.
Aquel día, el principal papel femenino lo interpretaba una actriz que figuraba en los volantes como Mrs. Eleanor Gwynne, aunque, según me dijo Cassell, no estaba casada, y el público –que estaba claro que la adoraba, porque la aclamaron durante la función– la llamaba «Nellie» o «Miss Nell». El espectáculo constaba de dos partes. Primero se representó una obra seria sobre el martirio de Santa Catalina; me pareció bastante interesante, aunque el público parecía algo inquieto, porque lanzó pieles de naranja a los actores menos notables, aunque nunca a Nellie. Sólo aplaudieron cuando, al final, Nellie yacía muerta en el escenario. Cuando el portador del féretro se acercó para llevársela, ella se puso en pie de repente y le detuvo.