«La duquesa de Mazarino es una de esas bellezas romanas carentes de la inocencia de una muñeca; en ella, la naturaleza se impone por sí misma a todas las artes de la seducción. Los pintores son incapaces de decir de qué color tiene los ojos: no son ni azules, ni grises, ni negros, ni marrones ni de color avellana. No son lánguidos ni apasionados, como si no exigieran ni expresaran amor. Simplemente miran como si ella siempre estuviera bañada por la luz del amor. Su complexión es delicada, y aún así, fresca y sana. Su cara es tan armoniosa que, a pesar de su piel oscura, su hermosura es perfecta. Su pelo negro cae en mórbidas ondas sobre su frente, como si se sintiera orgulloso de adornar su espléndido rostro. Nunca usa perfume».
César de Saint-Réal, Mémoires de la Duchesse Mazarin
Louise
Es Nell la primera en ponerme en guardia cuando se presenta un día en la corte, vestida completamente de negro. Esperando que se repitan las carcajadas que provocó con el Cham de Tartaria, de momento decido ignorarla.
–¿Por qué lleváis luto, Nell? –le pregunta alguien finalmente, dándole el pie.
–No lo llevo por nadie –dice, con su característico acento nasal–. Lo llevo por las ambiciones de madam Carwell, que están muertas y enterradas ahora que la duquesa de Mazarino está aquí.
Aguzo el oído, pero no para escuchar sus estupideces sino el título. Mazarino. Ya lo he oído con anterioridad en algún cotilleo de mis días en Francia.
Y entonces lo recuerdo. Algo que dijo madame hablando de su hermano.
«Se enamoró de una belleza italiana llamada Hortense Mancini, pero eso fue durante su exilio. El tío de Hortense, el cardenal, pensó que era demasiado pobre para ella. Por eso se casó con Catalina de Braganza mientras Hortense está escandalizando a toda Europa como duquesa de Mazarino…».
Un amor al que él no podía aspirar. Una vieja llama. Muy ingenioso, pienso. Me pregunto cuál de mis enemigos la habrá traído a Inglaterra. Apuesto mis nada despreciables vitalicios a que esto no es ninguna casualidad.
Evidentemente, estoy en lo cierto. Tras algunas discretas pesquisas de mis allegados, descubro en seguida lo que está ocurriendo.
La Mazarino ha abandonado a su esposo después de despilfarrar toda su fortuna. Ha vivido a costa de varios adinerados amantes –de ambos sexos, según dicen– en diferentes partes de Europa; ahora, después de que Montagu le informara de que en Inglaterra había quedado una vacante como amante del rey, ha viajado hasta aquí a expensas de Carlos. Siente un gran odio por Francia: cree que Luis debería haber obligado a su esposo a devolverle su dote.
Me entero de todo esto antes de conocerla. Me preparo para enfrentarme a una persona artera; sabiendo que es hermana de Olympe de Soissons, me espero una mujercita rolliza, bella y maliciosa.
Señor, ¡qué error el mío!
La primera vez que la veo está cruzando el parque de St James al amanecer con Anne Fitzroy, la condesa de Sussex, de quince años, que camina a su lado. Viste prendas de hombre, medio desabrochadas; lleva dos floretes bajo el brazo y dos máscaras de esgrima en la mano. A medida que se acerca la veo mejor y me siento morir.
Es hermosa. Increíblemente hermosa.
Su rostro, sin maquillar, es luminoso, y transmite una inteligencia que me resulta simpática. Es alta y delgada, con las piernas tan largas como las de un hombre, pero su forma de andar tiene una gracia que es totalmente femenina.
Al ver que me detengo, ella hace lo mismo, esperando ser presentada. Siento el pulso en los oídos. –Buenos días, Annie –digo, dirigiéndome a la muchacha que la acompaña.
–Buenos días –responde ella. Hace una breve pausa–. Os presento a la duquesa de Mazarino –añade, con un gesto mohíno por tener que compartir a una mujer a la que es evidente que idolatra.
Hortense y yo intercambiamos sendas reverencias, al estilo francés.
–Veo que habéis estado practicando la esgrima –digo, para romper el hielo, aunque lo único que quiero es devorar con la mirada la frescura natural de su rostro.
Sus ojos se iluminan y de repente me parece incluso más bella.
–¿Vos también practicáis la esgrima?
–Oh, no…
–Hemos combatido por mi honor –tercia lady Anne.
–¡Dios mío! Eso parece peligroso.
–Le estoy enseñando a defenderse –dice Hortense, sonriendo–. Nunca sabes cuándo puede resultarte útil.
La muchacha coge uno de los floretes y hace algunas fintas en el aire. Inmediatamente, Hortense adopta la posición de en garde, con la elegancia de un gato, y detiene con facilidad las torpes acometidas de Anne con tres golpes.
–Nunca he practicado la esgrima –me justifico, en voz baja.
–Si gustáis, os puedo enseñar –dice Hortense, sin apartar los ojos del florete de Anne–. Y luego podríamos enfrentarnos en un duelo. Sería divertido, ¿no os parece?
Puede que esté intentando desarmarme, pero no tengo la sensación de que me desee ningún mal. Sólo soy un obstáculo en su camino. O puede que ni siquiera eso. Debe estar acostumbrada al hecho de que todos los hombres con que se cruza se enamoren de ella. Y las mujeres también. El resto de mujeres –esposas, amantes, mantenidas– no son realmente sus rivales. Ella puede permitirse el lujo de no tener que demostrar nada ni luchar por lo que quiere.
Evidentemente, Carlos sucumbirá. Evidentemente, pensará que tiene que poseer a esta mujer extraordinaria, del mismo modo que en otros tiempos decidió que debía poseerme a mí. El remedio para la impotencia es el cortejo: en la batalla por poseerla, recuperará el vigor perdido.
Lo único que puedo hacer es ser paciente y esperar que después vuelva a mi lecho en vez de quedarse, impotente, en el suyo.
Tengo mi propia estrategia. El tiempo juega a mi favor. Creo que es el enfoque correcto, estoy segura. Y aun así, por la mañana, cuando abandono mi lecho y me siento frente al espejo para ocuparme del necesario cuidado de mi rostro, me siento exhausta, como si apenas hubiera dormido. Como si el mero hecho de ponerme mis lujosos vestidos, mis joyas, mis collares y mis broches de zafiro estuviera más allá de mis fuerzas.
Pero aun así, lo hago. No dejaré vencerme por la vulgar y odiosa Nell Gwynne, ni tampoco por la refinada y bellísima Hortense Mancini.
Así pues, maquillo mi rostro, me acicalo el pelo y me pinto los ojos. ¿Para qué? Últimamente, el rey apenas me visita. Cuando la corte se traslada, como de costumbre, a Newmarket, para las carreras de primavera, su ayuda de cámara ni siquiera prepara un aposento para mí. Cuando le pregunto a Carlos, con una sonrisa, si se ha olvidado de mí, me responde, con sincera sorpresa:
–Pensaba que preferiríais quedaros en Londres, mi queridísima Fubs, y gobernar el país por mí durante mi ausencia.
Me he convertido en una suerte de segunda esposa, tan olvidada como la reina. Me quedo en Londres, gobernando el país. Me llegan noticias de Newmarket: Hortense Mancini se levanta muy temprano todas las mañanas y sale a cabalgar con los caballos más rápidos y peligrosos.
Nadie parece saber con certeza si ella y el rey ya son amantes. Anne Sussex se aloja en unos aposentos situados encima de los del rey, donde Hortense se reúne con ella. Dicen que el rey también la visita, aunque nadie sabe lo que ocurre allí dentro. El embajador cree que la duquesa tiene una relación con lady Anne, y que el rey se refrena por ese motivo. Otros dicen que sólo se trata de un juego para excitarlo.
Me han hecho llegar otro poema por debajo de la puerta.
Me parece veros, apenas levantada, de vuestro lecho bordado, para una bella meada; con afectadas maneras y una mueca complacida, os imagino sentada, ante el espejo erguida. Vuestras gracias queréis recomponer, las que los abrazos nocturnos han acabado por revolver.
Rochester, por supuesto. Ha regresado a la corte, tan desagradable como de costumbre. Dicen que mientras no ha estado en palacio ha escrito una comedia titulada Sodoma que supera en vulgaridad cualquier cosa escrita por los romanos. Hay escenas en las que aparecen seis hombres y seis mujeres, penes artificiales, sodomía y todo lo demás. Se representó en privado para Carlos y un selecto grupo de amigos. Un regalo para estimular la vacilante virilidad de un rey.
–Lo cierto es que estamos entrando en una fase delicada –dice el embajador.
Vuelvo a prestarle atención. Se llama Courtin. Es un hombre bajito, elegante y discreto. Al parecer, Francia ha reclamado a Ruvigny. «Un tráfico sucio y asqueroso». Así es como definió la corte de Inglaterra.
El espectáculo de los franceses repartiendo sobornos, dicen, le ha disgustado más que el espectáculo del rey aceptándolos.
–¿Delicada? ¿Por qué?
–Su Muy Cristiana Majestad aboga por un tratado de paz. Como medida provisional, naturalmente. Una retirada estratégica. En este momento, sus negociadores están reunidos en Nimeguen.
–¿Y qué tiene esto que ver con Hortense Mancini?
–La más potente arma de negociación de Su Majestad sigue siendo la alianza con Inglaterra. Si en el extranjero se enterasen de que Carlos os ha dejado de lado y que os ha sustituido en su lecho por una enemiga de Francia…
–Él no me ha dejado de lado. Mi posición es más segura que nunca. Muy pronto, en toda Europa se hablará de mi baile. De mi palacio de hielo. De mi fiesta de cumpleaños para el rey.
Me dedica una sonrisa forzada. Ambos sabemos que ese acontecimiento es mucho más que una fiesta de cumpleaños.
Carlo
De todos los helados extravagantes, el gelato luminoso, un helado rodeado por una fuente de fuegos artificiales, es uno de los más espectaculares.
El libro de los helados
La había visto cansada en otras ocasiones, pero desde que llegamos a Inglaterra nunca la había visto abatida. La rodeaba una suerte de tristeza, una calmada resignación, y no porque la hubiesen derrotado, nada más lejos de la realidad, sino tal vez porque se había dado cuenta de que aquél era su destino: enfrentarse durante toda su vida a rivales más hermosas, más encantadoras o más exóticas.
–Ahora es verdad –me anunció un día, a primeros de mayo–. La Mazarino y el rey son amantes. Lady Anne ha sido enviada al campo, pero Carlos sigue pasando mucho tiempo en sus aposentos, como solía hacer antes.
–Tomad, os he preparado un cordial –le dije, tendiéndoselo–. Los boticarios lo llaman licor de saúco anisado. Dicen que levanta el ánimo.
–Gracias.
Tomó un sorbo, pero me pareció que apenas se había mojado los labios.
–¿Creéis que volverá con vos?
Se encogió de hombros.
–Empiezo a sospechar que ahora sólo soy una especie de símbolo para él. En realidad no me desea, aunque quiere que todos piensen que sí lo hace. Soy la amante francesa, tan necesaria para él como un sastre o un cocinero francés, pero nada más.
–Entonces es un necio.
–Oh, también traicionará a la Mazarino. No es capaz de ser fiel a una mujer, del mismo modo que no sabe ser fiel a un tratado.
–Entonces es doblemente necio.
–No debería importarme, ¿verdad? Ahora tengo influencias sin necesidad de compartir su lecho. Hubo un tiempo en el que era sólo eso lo que quería. Además, eso significa que… –Dudó un instante–. Significa que soy libre en otros aspectos.
–¿A qué os referís?
No me respondió mirándome a la cara, sino que se acercó a la ventana para contemplar el parque.
–¿Recordáis lo que os dije aquella vez en Versalles, cuando os respondí que no podía desposaros y vos me preguntasteis por qué no podíamos amarnos sin más?
–Sí. Dijisteis que no erais como mi amiga Olympe.
–Así es –hablaba con voz pausada, aunque dirigiéndose a la ventana–. En aquellos tiempos era muy orgullosa… Pero ahora sí soy como Olympe, ¿verdad? Soy exactamente como ella. Una amante del rey abandonada.
La miré fijamente.
–¿Estáis diciendo que…?
–Ahora que ya no tengo que salvaguardar mi honor y nadie a quien ser fiel, puedo tener un amante… si lo deseo.
–¿Y lo deseáis? –le pregunté, en voz muy baja.
Se sonrojó ligeramente.
–He pensado que podría probarlo, para ver qué se siente.
–¿Tenéis a alguien en mente?
–He pensado que podría poner un anuncio en el London Register: «Puta de Babilonia, la mujer más odiada del país, busca amante. Debe saber preparar helados».
–Sólo hay una persona en todo el país que sepa prepararlos.
–Entonces, espero que sea ese hombre quien responda a mi anuncio.
No dije nada. Mi corazón estaba rebosante de emoción.
–Si aún me amáis, naturalmente –añadió–. Todos los demás parecen haber decidido que ya no valgo la pena. Si vos pensáis lo mismo, lo entenderé.
–¡Oh, Louise! –exclamé–. Louise… –Me acerqué a ella y la tomé entre mis brazos–. ¿Estáis segura?
Asentía, jadeaba y se reía al mismo tiempo, aunque sin olvidar que había que ser prudentes.
–Esperad –protestó–. Aquí no: podría vernos alguien. Pero sí, estoy segura. Nunca he estado más segura de algo. Tendremos que ser discretos…
–Por supuesto. No quiero poner en peligro vuestra reputación.
–No seáis bobo: yo no tengo reputación. Sólo quiero evitar que sigan chismorreando sobre mí.
–¿Cuándo queréis que venga?
–Esta noche. Estaremos solos.
–Así será –le prometí–. Pero ¿por qué no ahora? ¿Qué os ha hecho cambiar de opinión?
Se encogió de hombros. Al principio no quiso responder, pero tras insistir, lo hizo.
–Mis padres están en Inglaterra.
–¿Vuestros padres? ¿Dónde?
–Están en la mansión de sir Richard Browne, en Hampshire. Es un viejo amigo de mi padre. Lucharon juntos contra los españoles.
–¿Cuándo vendrán a la corte?
–No vendrán.
–¿Por qué no? –pregunté, desconcertado.
–No responden a mis cartas. Me han dicho que no tienen intención de volver a dirigirme la palabra.
–¿Qué? ¿Cómo se atreven?
–No, es justo. Lo entiendo: creen que los he deshonrado. Tienen una visión anticuada de lo que es honorable. Y nunca aceptarían que en parte es culpa suya. Pensaban que los duques y los lores harían cola para desposarme porque llevaba su nombre. No podrían entender que, sin dinero, su precioso nombre no vale nada. –Se echó a llorar, y recordé que no la veía hacerlo desde hacía muchos meses–. Bueno, ahora me he librado de ellos –dijo, furiosa–. He cumplido con mi deber, y ya veis adónde me ha llevado eso. A partir de ahora sólo me ocuparé de mí misma.
Carlo
Helado de fresas y pimienta blanca; sorbete de moras y crema; pudín de chocolate y vainilla… Por muchas recetas que puedan inventarse, los mejores helados son siempre los más sencillos.
El libro de los helados
Recorrí los largos pasillos de palacio con un recipiente para helados en las manos. Si alguien me hubiese preguntado, habría dicho que le llevaba un helado a la amante abandonada del rey para consolarla. Si alguien lo hubiese comprobado, habría encontrado en el recipiente un helado de fresas rojas y pimienta blanca rodeado de una guirnalda de hojas de fresa.
Sin embargo, nadie me detuvo. Nadie me preguntó. El rey no estaba, y los que se habían quedado en la corte no contaban.
Sus aposentos, normalmente llenos de cortesanos y ministros, estaban vacíos.
–Les he dicho que se retiraran –me explicó, al ver que echaba una ojeada entre las sombras–. Nadie nos molestará.
Llevaba el pelo suelto, que le caía en una trenza sobre uno de los hombros, cubiertos por un deshabillé. Iba descalza y se había despojado de las joyas del rey. Sin embargo, no era ésa la diferencia más evidente. Parecía más joven, como si se hubiera quitado de encima no sólo el peso de los rubíes del rey, sino el cansancio.
–Sois feliz –le dije, sorprendido–. Creo que nunca os había visto tan feliz.
Dio un paso hacia mí. Descalza, era más baja de lo habitual. Posé mis manos sobre sus hombros…
–Esperad –murmuró, besándome y dando un paso atrás–. Quiero que esta noche dure para siempre.
–Ya hemos esperado bastante.
La tomé entre mis brazos y la llevé a la alcoba.
Su piel, blanquísima, del color de la cera de las velas, de las fresas blancas, del helado.
Deposité una viruta de helado de fresa sobre su vientre y lo llevé hasta sus labios con la boca. Compartimos su helado dulzor hasta que se derritió en nuestras lenguas.
Ella se derretía más despacio. Aunque el helado se terminó pronto, seguí lamiendo su vientre. Su vientre y el suave manjar de sus muslos, y llené de besos su boca, fría y cremosa.
Había esperado todos esos años. Podía esperar unos minutos más.
Al final, lanzando un suspiro, atrajo mi rostro hacia el suyo y me besó con una repentina y desesperada pasión. Entonces supe que estaba preparada para el placer.
Era una nueva Louise. Aquella noche, su frenesí –su avidez– me cogió casi por sorpresa. Era como si le hubiesen privado de sensaciones mucho tiempo y ahora quisiera sumergirse en ellas sin límite alguno.
Y aún así…
No se lo dije, pero mientras estábamos tumbados, percibí la presencia de una tercera persona en la alcoba, o, mejor dicho, noté su ausencia. Cuando ella volvía la cabeza de un cierto modo, era porque él la besaba allí, en la mejilla. Cuando me miraba con esos ojos soñolientos y risueños, era porque a él le gustaba que lo hiciera. Cuando gemía, era un gemido que él había oído miles de veces.
Y cuando el paroxismo se apoderó de ella, con todos los músculos contraídos, susurrando imprecaciones en francés a demasiada velocidad como para que yo pudiera entenderlas, era como si ella nos hubiese abandonado a ambos, porque la pasión la llevó a un lugar adonde nadie podía seguirla.
Sabido es, naturalmente, que en pleno éxtasis amoroso se puede experimentar un momento de inesperada tristeza. Aquella noche la sentí. Había cumplido el deseo de mi corazón, y no estaba decepcionado, todo lo contrario, pero me faltaba algo, algo que se me escapaba y que no era capaz de definir.
Carlo
Melocotones blancos, perfectamente maduros y fragantes, de los últimos días de verano. Chocolate espeso, delicado y enriquecido con crema. Ciertamente, no hay en el mundo una combinación de helados más deliciosa.
El libro de los helados
Me sumergí en los preparativos del baile. No dejé nada al azar. Construí una maqueta del lago para patinar, asegurándome de que funcionaría, y un modelo a escala del palacio de hielo, en el que dos figuras de cartón de Louise y Carlos se sentaban en unos diminutos tronos para dar la bienvenida a una fila de invitados, también de cartón. Preparé un helado que había ahumado ligeramente prendiendo una brizna de hojas de tabaco bajo un frigidarium perforado: mientras las hojas ardían, el humo perfumado impregnaba lentamente la mezcla. Confeccioné otro helado dentro de una pastel de merengue caliente, y otro más que en su interior contenía una bola de salsa de caramelo. Incluso preparé uno con unas manzanas que estaban empezando a pudrirse: su sabor era totalmente decadente, delicioso, enriquecido con el zumo de la mortalidad, pero dulce como el brandy.
Sin embargo, para el rey creé un helado sencillo pero extraordinario. En realidad, la idea me la había dado Wren el día que estuvimos en Garraway’s, cuando sugirió convertir el chocolate caliente en helado. Cuando mezclé los huevos, el sirope y la crema con el cacao en polvo y una docena de tabletas de chocolate, obtuve un helado tan voluptuoso, espeso y delicioso que nada podría haberle arrebatado el protagonismo.
Recordé los sorbetes de pera que había preparado para Luis XIV. ¡Qué primitivos me parecían ahora! Sin embargo, como había dicho Luis, la sencillez tenía sus virtudes. Preparé una fuente de helados de chocolate: uno solo de chocolate, otro de chocolate y esencia de romero, otro que combinaba chocolate y menta, luego otros mezclados con naranjas, frambuesas, cerezas y, finalmente, uno de sabor muy intenso inspirado en el sanguinaccio de Florencia: chocolate con sangre y piñones.
Cada pocos días visitaba a Louise para mostrarle mis progresos. Y con el pretexto de la discreción –«Esta parte debe ser una sorpresa: ahora debéis dejarnos a solas»–, las damas de compañía, los ministros, los pintores y todos los demás se retiraban de sus aposentos y nos llevábamos los helados a la cama.
Preparé un helado de melocotones blancos y almizcle –el perfume de la piel de Louise– y lo aromaticé con un par de gotas de su perfume de agua de rosas.
Al examinar mi palacio de hielo a escala, vi que faltaba algo. Hice un muñeco de nieve y lo coloqué sobre un pedestal en la entrada del palacio, justo detrás del rey y de su amante. Cuando los invitados llegaran, unos minúsculos copos de nieve perfumada volarían en torno a sus cabezas, mientras el muñeco de nieve, con una sonrisa enigmática, les daría la bienvenida al baile.
Hannah se colocó delante de mí.
–Me voy –me espetó, sin preámbulos–. Mi barco zarpa de Bristol dentro de tres semanas.
La miré, sorprendido.
–¿Y el baile de hielo?
–Me lo perderé. Y lo lamento mucho, porque seguro que será una fiesta memorable. Pero si no subimos a ese barco, perderemos nuestros pasajes a América.
Me di cuenta de que hablaba en plural.
–¿Elias también se va?
–Sí. Le entristece enormemente la idea de partir. Ha disfrutado mucho trabajando para vos.
–Es un gran contratiempo –dije, irritado–. Estamos más ocupados que nunca. El rey nos necesita…
–Lo siento –dijo, pacientemente–, pero llevamos años planeando esto. Nunca me preguntasteis cuánto tiempo estaríamos disponibles; de otro modo, os lo habría dicho.
–¡Pues vete tú, pero al menos déjame a Elias! –me oí decir.
–¿Dejar a Elias? ¿Cómo iba a hacer eso?
–Yo era más joven que él cuando me separé de mis padres. Dejaron que me fuera porque… –Me interrumpí–. Porque sabía que así tendría un futuro mejor. Que podría trabajar en la corte. Como Elias. Le enseñaré mis secretos, Hannah, como mi patrón hizo conmigo. Se hará rico y se convertirá en favorito de reyes y emperadores. Después de este baile, nuestra fama se extenderá aún más, estoy seguro. Lo llevaré a París, a Nápoles, a España…
–Pero ése no es el futuro que he elegido para él –dijo.
–¿Y por qué no? ¿Qué más podrías desear para él?
–¿Que qué más podría desear? –repitió, con una sonrisa triste en los ojos–. Un reino sin reyes. Una Iglesia sin iglesias. Un país sin los límites que imponen la propiedad, los privilegios y la cuna. Un lugar en el que ningún hombre nazca con riendas para que otros hombres monten en su grupa, donde todos los hombres, y también todas las mujeres, puedan decidir cómo practicar su fe, y donde las leyes que hay que respetar estén escritas en nuestros corazones.
Lancé un suspiro.
–Entonces, tu nuevo país será como una manada de animales. Sin leyes ni líderes, os acabaréis enfrentando unos con otros.
–Si necesitamos líderes, seremos nosotros quienes los elegiremos. Si necesitamos leyes, nosotros las redactaremos. –Dudó un instante–. Tal vez vos también deberíais venir.
–¿A América?
–¿Por qué no? Allí hay mucho hielo en invierno, y dicen que los veranos son calurosos. Creo que son las condiciones perfectas para un heladero. –Se encogió de hombros–. Helados y tartas. Nos va bien juntos, ¿no es así? Quizás podríamos emprender algo, vos y yo.
Me quedé mirándola fijamente.
–Mis helados están destinados a reyes y cardenales. Y, según tengo entendido, en América no los hay.
–Es cierto –repuso, en voz baja–. Disculpadme. Ha sido una idea estúpida.
Empezó a recoger sus cosas. Luego, mientras se dirigía a la puerta, me dijo:
–Ésta es la última ocasión que tengo para decirlo, de modo que lo haré: lo que estáis viviendo con Louise de Keroualle no es amor, es una forma de esclavitud.
–Eso no es asunto tuyo –le contesté, muy serio.
–Pero lo es –dijo, en un tono un poco triste–. Oh, por supuesto que lo es.
–¿Por qué?
No me respondió directamente. Pero sí me dijo algo.
–Creo que existen dos clases de amor: el amor que nos llega y el amor que buscamos. El amor que nos llega sin haberlo llamado es físico, es como una enfermedad que nos debilita. Es un amor que nos hiere, porque se basa en el deseo de poseer a alguien y no en el cariño y el respeto. Pero el amor que buscamos, el que dos personas deciden compartir, crece día a día, empezando con las más pequeñas cosas. Es como un fuego que puede ser avivado para cocinar y caldear la casa, pero al que está prohibido propagarse hasta que no ha quemado toda la ciudad, como el gran incendio de Londres. Sin embargo, es un amor que no puede construirse solo. Hay que ser dos.
–¿A qué viene esta cháchara sobre fuegos y cocina? –contesté, furioso–. Vete a América con tu bastardo, mujer. Vete al infierno. Allí también acabarás siendo una puta, igual que aquí, en Inglaterra.
–Una vez me preguntasteis por qué acudí a vuestro aposento la primera vez que me lo pedisteis –dijo, hablando muy despacio–, pero nunca os he explicado el verdadero motivo. Lo hice porque me gustabais y porque creía que podía disipar vuestra melancolía. Pero he llegado a la conclusión de que ninguna mujer puede conseguirlo.
–Hay una que sí puede. En realidad, ya lo ha hecho.
–Entonces no es el amor lo que os entristece, porque seguís estando tan melancólico como siempre –dijo, en voz baja–. Deben de ser vuestros secretos. Hasta que no decidáis revelarlos no creo que seáis libre.
Se quedó de pie, mirándome, y luego se dio la vuelta sin añadir nada más.
Al día siguiente partió para Bristol sin ni siquiera decirme adiós.
Louise
El rey ha regresado de Newmarket y viene a visitarme. Pero sólo por las tardes. Por las noches se ausenta.
Una tarde asistimos al concierto de unos músicos que están de paso. Invitan al rey a escoger una canción.
–Preguntad a Fubs –dice–. Conoce mejor que yo esas baladas francesas.
–Cantad esa que empieza diciendo: «Dejadme morir de dolor, pero no de celos» –digo.
Él sonríe tímidamente, demostrándome que ha entendido la broma.
Más tarde, los músicos rasgan sus guitarras.
–¿Bailamos? –me pregunta.
–No puedo bailar esta música, sire. Es endiabladamente rápida para poder hacerlo.
Se vuelve hacia los que están a nuestras espaldas.
–¿Alguien quiere bailar?
–Yo –dice una voz.
Hortense Mancini da un paso al frente, en el espacio que hay entre los músicos y nuestras sillas. Sin avergonzarse en absoluto, dobla una pierna y coloca los brazos sobre la cabeza.
Me recuerda a la posición de en garde que le había visto adoptar: ágil, ligera, al acecho.
Entonces empieza a sonar la música, veloz y vertiginosa. Ella gira, golpea el suelo con los pies y chasquea los dedos… Una parte de mí quiere decir: «¡Oh, Carlos, fijaos! Baila como una zíngara napolitana», pero las palabras se atascan en mi boca. La danza es inequívocamente sensual, pagana. Sin embargo, no baila sólo para él: es a mí a quien también dirige su brillante mirada. Apenas puedo respirar. Miro al rey por el rabillo del ojo. Él la mira fijamente, obnubilado.
Cuando termina, inclinándose sin vergüenza ante la corte, que la aplaude, no es ella sino nosotros quienes nos hemos quedado sin aliento.
Carlo
Helado de chocolate: no es fácil de preparar, pero el resultado merece el esfuerzo. Mezclar una taza de chocolate en polvo y media taza de azúcar. Añadir leche fría hasta obtener una masa, y luego dos tazas de leche caliente. Hervir a fuego muy lento, sin dejar de remover, durante ocho minutos. Luego, retirar del fuego y añadir seis tabletas de chocolate de una onza bien troceadas. En otro recipiente, batir seis yemas de huevo con media taza de azúcar hasta conseguir una masa blanca. Verter en la mezcla de chocolate, batiendo enérgicamente. Calentar, aunque sin dejar que hierva, y añadir media taza de sirope de azúcar. Dejar enfriar en un baño de agua fría y, para terminar, incorporar dos tazas de crema antes de congelar.
El libro de los helados
El rey me pidió un helado, el primero en muchos meses. Preparé un helado de chocolate y uvas y se lo llevé a sus aposentos.
–Está en su laboratorio –me dijo un lacayo–. Os está esperando.
El laboratorio estaba lleno de un humo maloliente y el rey estaba tosiendo.
–Ah, signor –dijo, recibiéndome con jovialidad–. No mezcléis nunca azufre y magnesia.
–No, sire.
Junto a la ventana había un enorme prisma de cristal. Había sido colocado de modo que reflejara la luz del sol, descomponiéndola en un arco iris de colores. No pude evitar preguntarme cómo era posible, porque el cristal era totalmente transparente y no había nada en su interior.
Al ver que lo estaba observando, el rey asintió.
–Podéis cogerlo.
Lo hice y observé su interior, pero los colores se desvanecieron al instante. El arco iris sólo reapareció cuando volví a colocarlo bajo la luz del sol.
–Lo ha fabricado uno de mis virtuosi –me explicó–. Muestra de qué está hecha la luz.
–La luz viene de Dios, ¿no?
–Eso es lo que nos han contado. Pero ese hombre se ha atrevido a meter el ojo en la luz de Dios, y ha descubierto que es como cualquier otra sustancia, que tiene sus componentes en determinadas cantidades. Así pues, otra de nuestras ilusiones infantiles ha sido hecha añicos por el frío escepticismo de la ciencia. –Guardó silencio un instante–. ¿Cómo van los preparativos del baile de la duquesa de Portsmouth? ¿Tenéis todo cuanto necesitáis?
–Sí, gracias, sire.
–Siento un gran afecto por la duquesa, signor.
–Por supuesto –repuse, sin saber muy bien qué decir.
–Lo que intento deciros es que no quiero que le falte nada para su solaz –dijo, volviendo la atención hacia su mesa–. Ni para su bienestar.
Asentí, incapaz de decir nada, porque me di cuenta de cuál era el motivo de la conversación.
–Últimamente no he podido atenderla como habría deseado. Los asuntos de Estado, la presión…
Se quedó mirando el helado de chocolate que había dejado sobre la mesa. Uno de sus perros falderos se subió un escabel, ladeó la cabeza y alargó la lengua hasta la copa. Tras unos cuantos lametones, no quedó ni rastro del helado.
–No soy un hombre celoso por naturaleza –dijo, en voz baja–. Si vos también tratáis de no serlo, signor, estaremos de acuerdo. –Tocó el prisma de cristal, moviéndolo para que las luces de colores se proyectaran en toda la estancia–. A veces es mejor no hacerse demasiadas preguntas sobre la naturaleza de las cosas. A veces la luz es excesiva.
* * *
Vagué por las calles de Londres, reflexionando. Caminé varias horas, hasta que anocheció.
Luego, volví a Whitehall.
Me dirigí a los aposentos de Louise. Aunque era muy tarde, dos lacayos a los que no conocía me bloquearon el paso.
–No podéis entrar –dijo uno de ellos.
–Decidle a la señora que soy…
–Nadie puede entrar. Ni siquiera nosotros.
Di un paso atrás.
–Soy el pastelero.
Me di cuenta de lo patético que sonaba. Pero justo en aquel momento se abrió la puerta y salió el embajador francés. Me lanzó una rápida ojeada antes de alejarse a toda prisa.
Esperé. Unos minutos después salió Thomas Osborne, o lord Danby, como debíamos llamarlo desde que había sido nombrado Tesorero. Él también me miró un instante antes de darme la espalda.
–Su Majestad no desea ser molestada.
–¡Su Majestad! –Miré fijamente la puerta, tratando de imaginar qué estaría ocurriendo allí dentro–. Esperaré hasta que salga.
El lacayo se encogió de hombros, como dándome a entender que le daba igual.
Me senté en el alféizar de una ventana a esperar. Estaba amaneciendo cuando por fin se abrió la puerta y apareció una figura masculina que me resultaba familiar.
Me quedé quieto, pero la luz de la ventana debió de haber iluminado mi rostro, porque la figura se dirigió hacia mí. Debajo de nosotros, en el parque de St James, una manada de ciervos se movía entre la niebla de la mañana.
–Otro día muy agradable, signor –dijo, mirando hacia fuera.
Un instante después había desaparecido. Los largos pasos de los criados que lo seguían resonaron en el pasillo.
Los aposentos de Louise eran ahora tan vastos que se tardaba una eternidad en llegar a su alcoba. Todas las paredes estaban cubiertas de cuadros y tapices, y en todos los rincones había algún precioso mueble francés o algún jarrón de inestimable valor. Las velas ardían sobre mi cabeza en unos enormes candelabros de cristal que temblaban y tintineaban al pasar.
Ella también estaba junto a la ventana. Sólo llevaba un largo camisón de lana. El pelo descansaba sobre uno de sus hombros. Contemplaba la niebla que cubría como una capa la superficie del lago.
Cuando entré, se dio la vuelta. No parecía muy sorprendida de verme allí.
–He venido a advertiros –dije–. A informaros de que el rey está al corriente de lo nuestro. Pero, al parecer, he llegado tarde.
Asintió.
–¿Qué está ocurriendo? –le pregunté.
–Anoche, en estos aposentos, firmó un nuevo tratado con Francia.
–Un tratado secreto, supongo.
–Sí. Sustituye al tratado de Dover. A cambio de un nuevo vitalicio de Luis, Carlos disolverá el Parlamento y declarará una nueva guerra de Inglaterra contra Holanda.
–¡Otra guerra! Pero si apenas se ha secado la sangre de la última…
–A cambio obtendrá cuatro millones de coronas de oro, lo suficiente para mantener a todas las amantes que quiera. Lo suficiente para reconstruir el castillo de Windsor. Lo suficiente para vivir como un rey.
–¿Como un rey?
Ella se encogió de hombros.
–A partir de ahora será Francia quien tome todas las decisiones concernientes a la política exterior de Inglaterra. Lo que Carlos haga en su país, naturalmente, no es de su incumbencia.
–¿Y su conversión? ¿Y la conversión de su país? ¿Y todas las esperanzas de madame por su alma?
–Madame no era una mujer práctica en asuntos como éstos. En mi tratado, Carlos sólo promete que nunca abandonará a la reina. Así pues, su heredero será su hermano Jaime, que ya es católico. Inglaterra será católica después de la muerte de Carlos.
–Pero entonces, vuestras esperanzas de convertiros en reina…
–Tampoco eran demasiado realistas –me interrumpió–. Tendría que haberlo aceptado antes. Me basta con ser lo que soy.
–¿Y qué sois?
Era una pregunta absurda, porque las sábanas revueltas ya me daban la respuesta.
–Ha vuelto a mi lado –dijo, simplemente–. Vuelvo a ser la amante del rey.
–¿Y… eso es todo? –dije, desesperadamente–. ¿Vuelve con vos, os reclama y yo debo hacerme a un lado?
Entonces, de repente, me dedicó una mirada de pena… Pero no era la pena que yo sentía en aquel momento, sino una pena que no podía comprender.
Y entonces, de pronto, lo comprendí.
–No es una coincidencia, ¿verdad? –le pregunté, hablando muy despacio.
Ella no me respondió.
–El rey se había cansado de vos y debíais encontrar un modo de volver a despertar su interés. Un juego. –Entonces me vino a la mente algo más–. ¿Hay agujeros en la pared? –Miré los paneles que había encima de la cama, los espejos artísticamente colocados en todos los rincones de la alcoba–. ¿Le dijisteis cuándo debía venir para espirar? ¿Dónde colocarse para revigorizar la verga marchita del viejo Rowley?
–Yo no le dije nada –contestó, con voz cansada–. En eso, al menos, os equivocáis.
–Pero habéis permitido que otros lo hicieran.
–No puedo evitar que el palacio esté lleno de espías. Carlo, debería alegrarse del curso que han tomado los acontecimientos. Lejos de mostrarse celoso, el rey ha dejado claro que contáis con su bendición. No todos habrían sido tan comprensivos. Ésta es una señal de lo importante que soy ahora para él.
–Si estalla otra guerra, seréis la mujer más odiada de todo el reino.
–No estoy aquí para ser popular. Además, mis hijos deben recibir títulos nobiliarios. El pequeño Carlos será educado en la fe protestante. Será barón de Settrington, conde de March y duque de Richmond. –Pronunció los títulos casi saboreándolos–. Una generosa recompensa por unos cuantos abucheos, ¿no os parece?
–Decidme una cosa. Cuando yacíamos juntos, en este lecho… –Ahora apenas podía mirarlo–. ¿Había algo de verdad o era simplemente para excitar al rey?
–¡Oh, era todo verdad! Debéis creerme. Nunca había sentido tanto placer.
–Y seguro que eso significa algo para vos.
–El placer es el placer –se limitó a decir–. No significa nada. No cambia nada. Es agradable, sí, pero comparado con cosas más importantes, como planear y conseguir que toda Europa marche al son de un solo tambor…, comparado con el objetivo de dar forma al mundo, no es nada.
–Entonces no me amáis.
–No, no como vos me amáis a mí. Y ¿sabéis una cosa? Me alegro. Odiaría tener la mente obnubilada por una pasión como la vuestra. Es como el tenis: cuando juegas por amor, juegas por nada. Y, a fin de cuentas, el amor no significa nada.
Posó una mano sobre mi hombro.
–Todo irá bien, Carlo, ya lo veréis. Vamos a la cama. Tenemos que celebrarlo.
La dejé en aquel mismo momento.
Me di la vuelta y abandoné sus aposentos, mientras algunas de las estancias se estaban llenando ya de postulantes, ansiosos por conseguir el mejor puesto en su ruelle. Salí de aquel palacio enorme y decrépito, dejando atrás a libertinos que aún estaban borrachos después de la noche anterior y a grandes damas que corrían hacia sus casas con sus vestidos de baile. Pasé al lado de cortesanas que salían de puntillas de los aposentos de los ministros y de soñolientos lacayos que retiraban las velas consumidas de los candelabros. Mientras aquel enjambre de cinismo e inmoralidad se disponía a empezar otro día, me fui sin dignarme a echarle una última ojeada.
Crucé el parque de St James. Un ciervo levantó la cabeza para mirarme: era un macho con cornamenta que vigilaba a sus cervatillos.
Ahora que Hannah se había ido, las cocinas del Red Lion estaban en silencio. El olor de las tartas horneándose no se propagaba por el comedor, y tampoco el perfume de sus hierbas aromáticas.
Había dejado el cuarto donde trabajaba perfectamente ordenado. Había regalado a vecinos y amigos los productos que se habrían echado a perder, y las cazuelas y otros utensilios los había vendido en el mercado para conseguir algo de dinero.
Encima de la mesa había un libro. Lo cogí, preguntándome por qué se habría olvidado aquel volumen en particular.
Culpeper. The Compleat Herbal. Abrí la tapa. En la primera página había escrito:
Signor:
Este libro circula libremente en el lugar al que me dirijo. Será mejor que vos os quedéis con éste; yo ya compraré otro. Sin embargo, os ruego que lo conservéis con mucho cuidado y no permitáis que lo quemen.
Vuestra amiga, Hannah Crowe.
Pasé las páginas.
Melones… Pepinos… Bardanas…
«Las ortigas son tan famosas que no necesitan ninguna descripción; pueden encontrarse, sólo tocándolas, en la noche más oscura».
Camomila… Menta… Berros…
¿Merecía realmente acabar en la hoguera un libro sobre hierbas?
¿Tendría razón Carlos cuando me habló del prisma? ¿Qué es más peligroso? ¿El conocimiento o los secretos?
Cogí mi carro y me dirigí a Barn Elms. Los jornaleros, con las manos enfundadas en guantes para combatir el frío, trabajaban muy duro, subiendo los bloques de hielo que constituirían la fachada del pabellón. A su lado, el lago para patinar ya estaba terminado y lo habían cubierto de paja para mantenerlo frío.
Di una vuelta para inspeccionarlo todo. Los rayos del sol ya estaban humedeciendo la superficie de los bloques. Una vez concluido, el palacio de hielo sólo se mantendría en pie unos días, dos semanas a lo sumo.
Sería todo un éxito, por supuesto: todo lo que ella hacía era un éxito. La gente hablaría durante años de aquella extravagancia. En cuanto al sabor de mis helados, ¿qué dirían de ellos? Nada, porque ¿cómo podrían hablar de algo que sólo unos pocos habían probado y que nadie era capaz de imaginar?
Desaparecerían, como los copos de nieve en verano. Como el muñeco de nieve de Miguel Ángel, barrido por la lluvia.
Dos aprendices estaban jugando en medio de unos montículos descartados, lanzándose trocitos de hielo, que fueron atravesados por un rayo de sol por encima de sus cabezas. De pronto, por un instante, apareció un arco iris. Los muchachos dieron gritos de alegría antes de que su capataz los regañara con un gruñido.
Cargué el carro con hielo y con mis instrumentos. Hacia el este estaba el camino de Londres: el nuevo King’s Road, que aún no estaba terminado, pero que sin duda pronto recibiría parte de aquellos livres franceses. Hacia el oeste estaba el gran camino que conducía a la costa más lejana de Inglaterra: los puertos de Plymouth, Bristol y Torquay.
Me dirigí hacia el oeste, hacia el sol del atardecer.
Carlo
Hay pocos placeres que cuesten tan poco como un helado.
El libro de los helados
Tras dejar atrás Slough, me topé con una pequeña feria campestre. No tenía nada de especial, pero precisamente por eso era especial: los niños montaban ponis y mostraban su habilidad dando pequeños saltos; había malabaristas y vendedores de lazos, un concurso de calabazas para dar con la más grande y otro para la vaca que daba más leche. En los puestos del mercado vendían uvas crepas, grosellas negras, albaricoques y nueces.
Preparé un helado de grosellas negras y lo serví con una deliciosa crema que elaboré con leche.
En Maidenhead preparé un helado de crema de limón y menta y lo vendí el día de mercado a medio penique la copa.
En Newbury compré uvas crepas y preparé un budín de helado.
En Hungerford casi provoqué un tumulto con un helado de nueces de Barcelona. Preparé dos galones, pero la demanda fue tal que muchos tuvieron que compartirlo. Vi a muchachos y muchachas de campo lamiendo las cucharas a la vez, y cuando me fui estaban bailando alrededor de los árboles de mayo.
En Castle Combe pasé las noches escribiendo mis recetas y explicando cómo congelar los helados con sal.
En la feria de Marlborough ofrecí una demostración: la gente pensaba que se trataba de un truco, y no paraban de preguntarse cómo era capaz de embaucarlos así. Al final, para conseguir que me creyeran, tuve que repartir el helado a cambio de nada.
En Bath dejé mi carro delante de las salas de la asamblea. Preparé un helado de nectarinas y otro de pistachos. Las damas y los caballeros, vestidos a la última moda, saltaban de alegría como unos chiquillos.
Cuando llegué a Bristol había empleado casi todo el hielo; apenas me quedaba una pinta. Lo guardé en mi aposento, y mientras escribía mi libro de los helados, lo miré mientras se convertía en un agua límpida, fría y pura.
Me la bebí añadiendo unas gotas de limón y una ramita de hinojo.
Bristol es una ciudad grande, la más grande de Inglaterra después de Londres. Dicen que aquí se puede encontrar hielo de buena calidad para los nobles. Sin embargo, ya estaba un poco harto de preparar helados.
He dado con un tal señor Gregory, un librero, que ha accedido a imprimir mi libro. Parece algo sorprendido por el hecho de que no le pida dinero a cambio. Pero yo ya tengo mis utensilios y mi talento, y con eso me basta.
Me pregunto si encontraré a Hannah en América. Me parece improbable; según el mapa inacabado que he comprado, está claro que es un país enorme. Sin embargo, no es imposible. No sé por qué, pero nada parece imposible en una tierra tan nueva y virgen que ni siquiera figura correctamente en un mapa.
Un lugar donde ningún hombre nace con riendas para que otros hombres monten en su grupa.
«Un nuevo y exacto mapa del mundo…».
Aunque no la encuentre, encontraré el amor. De eso estoy seguro. Me moverá el espíritu de la gracia divina de Dios que hay en mí, como dijo ella.
Y mientras estoy aquí, escribiendo en esta posada, esperando mi barco, que llegará dentro de dos semanas, bebo un trago de agua y siento, en lo más profundo de mi corazón, cómo una astilla dura y fría, algo que ha estado ahí desde que soy capaz de recordar, empieza finalmente a derretirse.
Louise
Por supuesto que me odiáis. ¿Por qué no ibais a hacerlo?
Soy, con toda certeza, la mujer más odiada de Inglaterra, ahora que los jóvenes ingleses están muriendo de nuevo, con los proyectiles de los mosquetes holandeses en sus pechos, y ahogándose con el ruido de los cañones holandeses retumbando en sus oídos. Ahora que Hortense Mancini, harta tanto de las atenciones como de las dudas de Carlos, se ha ido a Europa con el príncipe de Mónaco, llevándose con ella todos los presentes del rey.
Se rumorea que Thomas Osborne, lord Danby, comparte ahora mis atenciones con el rey. No es cierto –tiene una esposa irascible, y parecía una buena estrategia política coquetear con él–, pero muchos lo creen, incluido el rey.
Danby y yo tenemos algo mucho más interesante en común. Nos dividimos las ganancias de la adjudicación de los cargos menores del gobierno. A nadie le importa que sea este o aquel hacendado quien sea nombrado alguacil de Hampshire o guardián de las ocas reales, por lo que decidimos sobre la base de los emolumentos que nos ofrecen. ¿Quién podría poner alguna objeción? Todos los miembros del Parlamento se dejan corromper. Si alguno de ellos crea problemas, me basta con pedir a la embajada francesa que me proporcione los recibos de los sobornos.
Y aun así, resulta irónico que toda esta corrupción no sea más que un derroche del oro de Francia. Las guerras contra Holanda, que casi han arruinado al país, no se han ganado, y los territorios que Francia ha conseguido conquistar no pertenecían a los holandeses sino a los españoles. Han sido los ingleses quienes han logrado hacerse con el mayor botín: Nueva Ámsterdam, rebautizada ahora como Nueva York.
Ha sido también la guerra contra Holanda lo que ha llamado la atención de los ingleses sobre las grandes aptitudes del sobrino de Carlos, Guillermo de Orange. El pueblo cree que si es capaz de defender a Holanda frente a los franceses, quizás podría hacer lo mismo por Inglaterra. Así pues, Danby ha organizado un matrimonio secreto entre Guillermo y Ana, la hija mayor del duque de York, un compromiso del que estoy al corriente desde hace mucho tiempo, pero del que –tengo mis razones– no he considerado oportuno informar a Francia.
Tomo mis precauciones, eso es todo.
Sin embargo, ni siquiera esa alianza ha traído la paz. Buckingham y Arlington puede que estén acabados, pero lord Shafesbury aún sigue conspirando por ellos. Sus whigs aún siguen imaginando absurdas intrigas: he perdido la cuenta de los opúsculos, baladas, sátiras y panfletos que me han hecho llegar por debajo de la puerta, y de los grabados pornográficos que pretenden mostrar a la Puta de Bretaña siendo satisfecha por su regimiento de amantes papistas.
A Nell Gwynne le gusta contar la historia de cuando fue atacada por una muchedumbre mientras iba en su carroza. Al darse cuenta, por sus gritos, de que habían confundido su carruaje con el mío, se asomó a la ventana y gritó: «No, buena gente, ¡yo soy la puta protestante!». Después de dedicarle tres hurras, la escoltaron hasta su casa.
Si hubiera sido yo, le gusta comentar, altiva, aquel día, en Inglaterra, habría habido una católica menos.
No obstante, si me odiáis, preguntaos esto: ¿qué otra cosa habría podido hacer?
Habría podido desposar a un noble y darle un montón de herederos. Habría podido ingresar en un convento y ser, supongo, la madre superiora. Habría podido convertirme en la dama de compañía de una gran señora y ayudarla con sus labores y las cuentas de la casa.
Habría podido desposar a un heladero al que no amaba y llevar una cómoda existencia burguesa a la sombra de una corte, rodeada de nuestros hijos.
Sin embargo, tengo mucho más poder que muchas reinas y más influencia que muchos ministros. Pase lo que pase en este pequeño y bárbaro país –aun a riesgo de que alguna alianza provisional se haga añicos bajo mis pies–, seguiré adelante y venceré.