PRIMERA PARTE

Carlo





Para enfriar el vino: coger un bloque de hielo o nieve bien compacto; cortarlo y aplastarlo hasta reducirlo a polvo, desmenuzándolo a voluntad. Colocarlo en un cubo de plata e introducir la garrafa hasta el fondo.

El libro de los helados

Es costumbre, en escritos como en el que estoy a punto de embarcarme, empezar describiendo las circunstancias del nacimiento de su autor y, por consiguiente, invocar la autoridad legítima en virtud de la cual se otorga el derecho de dirigirse al lector (ya que su situación en la vida y sus éxitos y muchas otras cosas dependen intrínsecamente del lugar que ocupa en la sociedad).

¡Ay! Pero yo no puedo presumir de nada de eso, porque mis orígenes son humildes y la educación que recibí, muy deficiente.

Creo que no tendría más de siete u ocho años cuando Ahmad, el persa, me separó de mi familia. Lo único que recuerdo de la isla donde vivían mis padres es que los bosques de almendros se volvían blancos en primavera, como la nieve que cubría la cima del volcán que se alzaba sobre ellos y el color verde del mar donde pescaba mi padre. Era el mismo mar en el que navegaban los barcos como el que trajo a Ahmad, que buscaba a un muchacho que trabajara para él. Al vernos a mi padre y a mí reparando las redes, habló con mis progenitores de la maravillosa vida que podría tener, de la grandeza de Florencia y de la fastuosa corte en la que viviría. A partir de ese día estuve al servicio de un señor cruel y caprichoso. No, no me estoy refiriendo a Ahmad; él, aunque severo, no era peor que muchos otros. No, el señor que me trataba con tanta dureza era el mismísimo hielo.

Cuando llegamos a Florencia, una de mis primeras tareas fue transportar los pesados bloques desde los depósitos de hielo de los Jardines de Bóboli hasta las cocinas de palacio. La primera vez que lo hice, la curiosidad de jugar con esos bloques de hielo –verlos escurrirse entre mis manos como una anguila, sentarme a horcajadas sobre ellos y montarlos como si fueran una carreta por las pendientes cubiertas de hierba o lanzarlos desde lejos contra las paredes de la cocina y ver cómo se convertían en docenas de esquirlas, brillantes como gemas– fue tal que, en un estado de infantil entusiasmo, desatendí mis otros quehaceres.

Cuando Ahmad me encontró en el patio, rodeado de docenas de bloques brillantes de hielo hechos añicos, no pareció enfadado por mi negligencia, al menos de entrada.

–Ven conmigo –me dijo.

Me llevó al depósito de hielo, me dijo que entrara y me encerró con llave.

A diferencia del calor de Florencia, allí dentro hacía un frío glacial, la temperatura necesaria para convertir el agua en hielo. Sólo llevaba unas calzas y una camisa muy fina y el delantal que usaban todos los aprendices. Al cabo de unos minutos empecé a tiritar. El frío parecía una llama o un cuchillo recorriendo mi piel. Media hora más tarde tenía unos temblores tan fuertes que me mordí la lengua y la hice sangrar.

Poco después sentí que remitía el temblor. Al final me he acostumbrado, pensé. Sentí que me invadía un gran cansancio. Me di cuenta de que me estaba quedando dormido. Aún notaba la mordida del frío, pero mi cuerpo ya no era capaz de combatirlo. Mis defensas se venían abajo; el frío me calaba hasta los huesos. No me sentía agotado, sino entumecido por dentro, como si mis miembros se estuvieran poniendo rígidos uno tras otro, convirtiéndome en una estatua, tan fría y carente de vida como el David de Florencia. Traté de gritar, pero, por alguna razón, mi grito también se congeló dentro de mí y descubrí que ni siquiera podía abrir la boca.

Lo siguiente que recuerdo fue que me arrastraban hasta las cocinas. Cuando me desperté, miré fijamente los ojos oscuros de mi señor antes de que el persa me dejara caer bruscamente al suelo.

–Esto no se repetirá –dijo y, dándose la vuelta, se fue.

Nunca volví a jugar con el hielo. Sin embargo, algo había cambiado. No es que ya no me fiara de mi señor. El frío que había sentido nunca abandonó del todo mi cuerpo: siempre había una o dos astillas de hielo clavadas en lo más profundo de mis huesos y puede que también en mi corazón.

Pocos días después de haber sido encerrado en el depósito de hielo, el dedo medio de la mano derecha empezó a ponerse negro. Ahmad le echó un vistazo sin hacer ningún comentario. Luego llamó a dos de sus hermanos para que me inmovilizaran el brazo sobre un bloque de hielo mientras él me amputaba el dedo con un cuchillo de carnicero. La sangre caliente se derramó sobre el hielo. Cuando se congeló, se convirtió en cristales de color rosa.

–Esto no afectará a tu trabajo –dijo, cuando dejé de gritar.


Todas las noches, cansado como un perro y medio congelado, me metía sigilosamente en la cocina de palacio para dormir junto a una de las enormes chimeneas donde se asaba la carne alla brace, sobre las brasas del fuego. El personal de la cocina se había acostumbrado a mí, y ya no me perseguían con escobas y cuchillos. Empecé a observar a los cocineros mientras trabajaban: los miraba mientras trituraban la fruta para intensificar su sabor; mientras extraían el perfume de las violetas y de las flores de naranja para aromatizar cremas y licores o mientras exprimían el zumo de las uvas y del membrillo para acompañar la fruta con el sabor más delicado. Sin embargo, cuando quise sugerirle a Ahmad que nosotros también podríamos emplear esas técnicas, mi señor se mostró desdeñoso.

–Somos ingenieros, no cocineros –le gustaba decir–. Cocinar es cosa de mujeres. Nosotros conocemos los secretos del hielo.

Efectivamente, eran secretos muy antiguos, un montón de conocimientos que habían pasado de padre a hijo en algunas familias persas que preparaban sorbetes en la corte del sha Abbas, en Isfahán. Parte de esos conocimientos habían sido recogidos en unos cuadernos manchados y con unas tapas de piel cuyas páginas estaban llenas de esquemas y de una enmarañada caligrafía árabe. Sin embargo, la mayoría estaban en la cabeza de Ahmad, en forma de reglas y máximas que seguía a ciegas, como un ignorante sacerdote rural que recita en latín una liturgia que en realidad no comprende.

–Por cinco medidas de hielo picado, añadir tres de salitre –recitaba.

–¿Por qué? –le decía yo.

–¿Por qué qué?

–¿Por qué hay que picar el hielo? ¿Y para qué sirve el salitre?

–¿Qué más da? Ahora agita la mezcla veintisiete veces en el sentido de las agujas del reloj.

–Puede que el humor del salitre sea caliente y el del hielo frío, y así, cuando se mezclan, quizás…

–Puede que te dé con la vara si no mezclas el hielo.

Llevaba dos años trabajando para el persa cuando me atreví a preguntarle qué sabor tenían los helados que preparábamos.

–¿Sabor? ¿Y a ti qué te importa el sabor, muchacho? –replicó Ahmad, desdeñoso.

Sabía que debía medir mi respuesta si quería evitar que volviera a darme una paliza.

–Señor, he visto que los cocineros prueban los platos mientras los preparan. Creo que podría entender mejor cómo preparar estos helados si supiera qué sabor deben tener.

Estábamos preparando un helado con esas pequeñas naranjas dulces que algunos llaman naranjas de la China y otros mandarinas. El sirope se espesaba más adelante con pulpa de naranja, antes de verterlo sobre una montañita de hielo picado.

–Muy bien –dijo Ahmad, señalando la olla con un gesto–. Pruébalo, si eso es lo que quieres.

Antes de que pudiera cambiar de opinión, cogí una cuchara, tomé un poco de la mezcla y me la llevé a los labios.

Los cristales se rompieron y crujieron bajo mis dientes. Noté cómo se disolvían en la lengua –una sensación de frío penetrante mientras se fundían– y luego me tragué el sirope, frío, espeso y azucarado. El sabor se multiplicó en la boca como si, de pronto, una naranja hubiera madurado en ella. Lancé un grito ahogado de placer y entonces, un momento después, un dolor terrible me golpeó la cabeza mientras el frío se agarraba a mi garganta. Sofocado, empecé a toser.

Ahmad se mordió el labio, divertido.

–Ahora puede que entiendas por qué no es un plato para niños. Ni para el populacho, ya que no tiene ningún poder nutritivo. No estamos aquí para alimentar, muchacho, sino para divertir. Somos como los juglares, los actores o los pintores, artífices de exquisitas fruslerías para los ricos y los poderosos, es decir, para los reyes, los nobles, los cardenales y sus cortesanas. Sólo ellos pueden gastarse tanto dinero en algo que se deshace en la boca más rápido de lo que tarda en perderse un canto en el aire de la noche.

Sin embargo, una vez superada la sorpresa inicial, descubrí que aquel era un sabor que no podría olvidar. No era el sabor dulce y concentrado de las naranjas; lo que me sedujo fue el hielo, frío y granuloso. A partir de aquel momento, a escondidas de Ahmad, probé todas nuestras creaciones. Y nunca volví a toser cuando sentí el frío agarrándose a mi garganta.

Una noche noté en la cocina un olor acre y desconocido, como si hubieran cocido hígado en salsa de vino. Sin embargo, aquel aroma era de una intensidad que no se parecía al de ninguna víscera. Procedía de una olla que estaba en el fuego; su contenido, espeso y marrón, borboteaba como la lava caliente mientras el cocinero lo removía con una cuchara de madera.

–¡Xocalatl! –exclamó.

Vertió el contenido en una pequeña taza para que se la tomara el gran duque antes de acostarse. Entonces, al ver que no le había entendido, me ofreció la punta de la cuchara para que lo probara.

Es otro recuerdo que nunca he olvidado, aunque muy distinto: una sensación de calor me llenó la boca y bañó mi paladar, dejándolo impregnado de aquel fuerte sabor durante horas; era espeso y amargo, aunque extrañamente reconfortante, justo lo contrario al hielo.

Carlo





Para preparar un sorbete de albaricoques: quitar el hueso y escaldar doce albaricoques frescos y pasarlos por el tamiz; añadir seis onzas de azúcar de caña y batir la mezcla con un poco de crema de limonada. Hervir la mezcla a fuego lento, verterla en un cuenco y trabajarla hasta obtener una crema finísima.

El libro de los helados

Fue una gran suerte para mí que en aquellos tiempos, entre las princesas Médici, hubiera una dama, Cosima de Médici, que nunca se casó. Dedicó su vida, y una parte considerable de las riquezas que le correspondían, a obras de caridad. Una de ellas fue la creación de una escuela para niños pobres, huérfanos y los hijos de sus sirvientes, bajo la tutela de dos o tres grandes eruditos. Yo fui uno de los afortunados que formó parte de ese grupo. Mi señor no quería poner en peligro su posición y fingió que estaba entusiasmado con la idea. No sé qué opinarían esos eminentes pensadores y estudiosos de tener que enseñar los rudimentos del saber a un montón de ragazzi, pero el poder de la riqueza es tal que, tres veces por semana, nos reuníamos en la enorme biblioteca situada sobre el claustro para descifrar nuestras primeras letras en los valiosos manuscritos que contenía. Creo que la princesa Cosima fue criticada por este proyecto, sobre todo por el clero: creían que difundir el saber entre los que no pertenecían a la Iglesia tendría consecuencias nefastas y, además, confundiría a unos pobres niños ignorantes como nosotros sobre el lugar que nos correspondía en el orden natural de las cosas. Sin embargo, mi educación no me resultó útil sólo por lo que aprendía de los libros. No es que estudiara a propósito a quienes me rodeaban, tratando de copiar sus modales, pero, igual que un niño aprende a hablar la lengua de sus padres con sólo escucharlos, al educarme en esa corte adquirí, sin darme cuenta, las maneras y la desenvoltura de un caballero. Asimismo, creo que el hecho de ser educado en latín desde muy pequeño contribuyó a mi fluidez con los idiomas, una cualidad que me ha resultado casi tan útil como mi habilidad con el hielo.

A medida que fueron pasando los años, acabé detestando a mi señor. Aunque hizo todo lo posible para que siguiera teniéndole miedo, él también sentía temor. Lo que más temía era que alguien le robara sus secretos. A menudo contaba la historia de un famoso cocinero, el chef d’équipe de un noble ilustre; estaba tan orgulloso de sus creaciones que decidió escribir sus recetas y publicarlas en un libro. El libro fue un gran éxito; fue copiado y reeditado (sin que, evidentemente, su autor recibiera más dinero). Mientras tanto, otros cocineros se apropiaron de las recetas y las mejoraron, o simplemente servían los platos como si fueran suyos. En consecuencia, el cocinero fue despedido y su puesto lo ocupó un rival más joven; murió siendo famoso, pero en la miseria. Era un ejemplo, dijo Ahmad, de lo absurdo que resultaba, en este mundo, aspirar a la fama y no a la riqueza.

A veces me preguntaba por qué Ahmad estaba dispuesto a compartir sus conocimientos conmigo sin ningún reparo. Sin embargo, llegué en seguida a la conclusión de que, para él, yo era sólo una bestia de carga, una criatura incapaz de razonar. Me enseñó todo cuanto sabía, pero no porque quisiera compartir sus secretos, sino porque quería dividir el trabajo. Así pues, aprendí la diferencia entre las cuatro clases de preparados con hielo que se podían elaborar: cordiale o licores, mezclados con nieve finísima para enfriarlos; granite, hielo picado sobre el que se vertían siropes hechos con agua de rosas o naranjas; sorbetti, más complicados, en los que eran los propios siropes los que se congelaban, mientras la mezcla se endurecía para que los fragmentos parecieran una montaña de zafiros, y finalmente otra clase de sorbetes, los más difíciles de todos, preparados con leche en la que se había disuelto una infusión de lentisco o cardamomo, que parecía nieve que se hubiera vuelto a congelar durante la noche. Aprendí a construir obeliscos helados de gelatina, a utilizar moldes de plata para conseguir fantásticos platos y cuencos helados y a tallar el hielo para crear extravagantes decoraciones de mesa. Llegué a dominar las especialidades del ingeniero Buontalenti, que había construido fuentes, mesas e incluso cuevas de hielo. Sin embargo, sabía que si hubiera hablado de todas estas técnicas con alguien, Ahmad me habría dejado ciego y me habría cortado la lengua con uno de esos hierros candentes que usábamos para esculpir el hielo. También me dio a entender que había secretos que aún no me había revelado: ingredientes especiales y resinas descritos en unos cuadernos que no me enseñaba, para asegurarse de que siempre sabría menos que él.

Y, sin embargo, me di cuenta de que el aprendizaje era de sentido único. Como ya he dicho, a menudo observaba a los cocineros mientras trabajaban, y a veces tenía la impresión de que sus elaboraciones podrían ser unos excelentes siropes con los que aromatizar nuestros helados. Un dolci de limón con vino de postre, por ejemplo, o rodajas de melón cuyo dulzor sería compensado con una pizca de jengibre en polvo, ampliarían la variedad de nuestros sabores. Pero si sugería algo así, aunque sólo fuera para experimentar, Ahmad me miraba como si estuviera loco.

–No es uno de nuestros cuatro sabores. Si no me crees, consulta el libro.

Me estaba tomando el pelo, por supuesto: sabía que yo no podía leer los caracteres árabes de sus cuadernos de notas, aunque tampoco necesitaba consultarlos para conocer los cuatro únicos sabores que esas antiguas páginas de pergamino permitían utilizar: agua de rosas, naranja, lentisco y cardamomo.

También creía que nuestros helados tenían un inconveniente: el dolor punzante que se había agarrado a mi garganta mientras machacaba con los dientes los cristales aromatizados con naranja. Me parecía que era debido a la acción de morder el hielo, algo que, presumiblemente, no se podía evitar. Intentábamos que los cristales fueran lo más pequeños posible, raspando el hielo de los bloques con una especie de guantes de cota de malla hasta que eran tan diminutos como los cristales de sal o de azúcar; sin embargo, si eran demasiado pequeños, el hielo se fundía y se convertía en agua, y lo que quedaba en la copa o en el cuenco era una especie de aguanieve con sabor a naranja o a agua de rosas. Quería preparar un helado que fuera tan delicado, espeso y mórbido como el chocolate que el cocinero me había dado a probar; un helado que tuviera el frío del hielo pero no su dureza.

Un día Ahmad no apareció por las cocinas porque tenía dolor de muelas. Me dio instrucciones muy precisas sobre lo que debía hacer. Sin embargo, la extracción de la muela resultó ser más dolorosa de lo que esperaba, porque no volvió cuando dijo que lo haría. Por fin tenía mi oportunidad.

Estábamos en la estación de los albaricoques. Los cocineros los servían a los Médici pelados y cortados en cuartos, con zumo de melón y un poco de nata. Cogí un cuenco que ya habían preparado para la mesa del gran duque, lo trituré y vertí el contenido en la sabotière, el recipiente para preparar los sorbetes, y esperé impaciente a que cuajara, removiendo como de costumbre.

No funcionó. La mezcla se congeló, sí, pero los distintos ingredientes habían cuajado de un modo diferente: había trozos de albaricoque duros como una piedra y cristales helados de zumo de melón, pero la nata se había convertido en una masa grumosa, como la leche cortada. En vez de combinarse, los elementos se habían desligado. Cuando intenté probar una cucharada de aquella mezcla granulosa, sus distintos ingredientes ni siquiera se fundieron del mismo modo en la lengua: era como masticar arena. Pero, aun así, conservaba parte del frescor de la fruta y del dulzor del zumo de melón, una estimulante variación con respecto a los sabores excesivamente aromatizados que Ahmad se obstinaba en emplear.

Pensé que lo mejor sería preparar un sencillo cordial o sirope de albaricoque y luego congelarlo; es decir, un sorbetto. La morbidez podía esperar; lo importante era el sabor de la fruta. Me disponía a coger otro plato de albaricoques cuando presencié una violenta discusión entre el cocinero que había preparado el primer plato y el criado al que acusaba de haberlo robado. No era el momento de hacerme con otro. Además, Ahmad podía volver en cualquier momento y tenía que limpiar todos los utensilios antes de que se diera cuenta de lo que había hecho.


Así pues, empezó una etapa en la que llevaba una doble vida. Durante el día, con Ahmad, era un sirviente que seguía obedientemente y sin quejarse sus instrucciones. Sin embargo, por la noche era una especie de alquimista: la cocina era el laboratorio donde probaba diferentes combinaciones de ingredientes y sabores. Nada me parecía extraño o ridículo a la hora de ensayar. Congelaba quesos blandos, digestifs, zumos vegetales e incluso sopas. Preparaba helados con vino, pesto genovese, leche de almendras, hinojo picado con toda clase de cremas. Experimentaba a ciegas, sin método ni objetivo, esperando dar con algo –un sistema, un truco– que estaba convencido que debía existir en alguna parte: algo capaz de revelarme los secretos más profundos del hielo. Era como si el hielo me llamara, tentándome, y aunque no podía afirmar con certeza qué funcionaría y qué no –como un pintor que, a fuerza de practicar con su paleta, llega a comprender qué colores debe mezclar para conseguir un determinado efecto–, empecé a dominar cada vez más el lenguaje de los sabores. Estoy seguro de que Ahmad se dio cuenta de que estaba más seguro de mí mismo, pero seguramente lo atribuyó a que me estaba haciendo mayor.

También se estaban produciendo otros cambios. Era consciente de que me estaba convirtiendo en un hombre, a juzgar por el fuego que ardía en mis venas; un hombre bastante bien parecido, a tenor de las miradas que me lanzaban las muchachas que trabajaban en las cocinas, por no hablar de los procaces comentarios de sus compañeras, más maduras y casadas. Y luego estaba Emilia Grandinetti… Tenía quince años, como yo. Trabajaba como aprendiza de una de las costureras que confeccionaba vestidos para la corte, y era la cosa más dulce que había visto en mi vida. Su piel era del color de la mantequilla cuando se calienta en una marmita; sus dientes y el blanco de sus ojos eran tan límpidos y brillantes como la nieve en su rostro bronceado y sonriente. Muy pronto, las miradas que nos lanzábamos se convirtieron en sonrisas, los escarceos en conversaciones y las risas en amor. «Soy el príncipe más afortunado de toda Florencia», pensaba, orgulloso. Nos pasábamos horas robadas en el tejado del palacio, donde nadie podía vernos, ebrios de amor, cogidos de la mano mientras hablábamos de nuestros sueños.

–Voy a ser el mejor pastelero del mundo –le decía.

–¿De veras? ¿Y cómo piensas conseguirlo? –contestaba ella, burlándose.

–Prepararé helados de mil sabores distintos. Los helados más exquisitos y delicados que puedas imaginarte.

Sin embargo, cuando le dije que prepararía uno especialmente para ella y que lo sacaría a escondidas de la cocina, sacudió la cabeza.

–No quiero que te metas en líos.

Le pregunté cuáles eran sus esperanzas para el futuro, pero todas se referían a mí: quería que estuviéramos juntos y que formáramos una familia, y puede que, con un poco de suerte, nuestros hijos también estuvieran un día al servicio de los Médici.


El matrimonio estaba prohibido a los aprendices, pero los que conseguían el permiso de sus señores podían comprometerse. Entre los aprendices, un compromiso estaba considerado casi como un matrimonio, si no a los ojos de Dios, sí a los de quienes estaban inmediatamente por debajo de Él. Así pues, esperé el momento oportuno para hablarlo con Ahmad.

Estábamos trabajando en una magnífica escultura de hielo que representaba un águila en pleno vuelo, un centro para una mesa de gelatinas heladas. Había esculpido la mayor parte de la pieza y me había envuelto las manos con un paño para protegerlas del frío. No sólo tenía las manos más firmes que mi señor y la vista más aguda, sino que podía trabajar más tiempo que él, como si el hielo que me había hecho perder el dedo hubiera insensibilizado el resto de mi cuerpo contra sus efectos. O quizás, pensé mientras pulía el hielo hasta que la escultura parecía que brillaba por dentro, mi señor era un haragán que se estaba haciendo viejo. Sabía que, al menos en esta ocasión, Ahmed estaba satisfecho con mi trabajo. Cuando terminé, el persa me dedicó un gesto con la cabeza y, de mala gana, dijo:

–No está nada mal.

–Señor, he estado pensando… –empecé.

–¿Sí? ¿De qué se trata?

–Hay una muchacha que me gusta. Me preguntaba si me daríais permiso para comprometerme con ella.

Ahmad se puso a limpiar la mesa en la que habíamos estado trabajando.

–¿Qué te hace pensar que mi permiso cambiaría las cosas?

–Son las normas de los aprendices, señor –le recordé–. No puedo casarme sin el consentimiento de mi señor.

Ahmad me lanzó una mirada divertida.

–Te consideras mi aprendiz, ¿verdad?

–Por supuesto –repuse, sorprendido–. ¿Qué, si no?

En un momento de delirio me pregunté si no iba a decir que no me consideraba su aprendiz, sino un igual, y puede que, un día, su socio.

–El aprendizaje se compra –se limitó a decir–. Tus padres eran pobres.

–No lo entiendo. ¿Tan pobres eran que ni siquiera podían permitirse el aprendizaje?

–Más pobres que eso. Tan pobres que se alegraron de venderte. Tú no eres un aprendiz, muchacho, y nunca lo serás. Tú eres de mi propiedad, y, mientras vivas, nunca serás libre para comprometerte con una muchacha, y mucho menos desposarte. –Tras apartar los trapos empapados, añadió–: Y ahora quita esto de aquí y lávalo.


Lo que me salvó fue la astilla de hielo que tenía clavada en el corazón. Pero en aquel momento podría haber matado al persa, sin pensar en las consecuencias.

No poder desposarme. Era horrible, pero si no tenía la libertad para poder hacerlo, eso significaba también que no la tendría para convertirme en artesano. Sería propiedad de Ahmed hasta el día de mi muerte. Nunca tendría la oportunidad de crear nada por mí mismo: seguiría trabajando siempre con los cuatro sabores de sus malditos cuadernos de notas. Habría desperdiciado mi vida; mi carne y mi sangre se fundirían en la tumba como un bloque de hielo que se queda encima de la mesa y se convierte en agua. Al pensar en eso, sentí correr por mis venas una furia muda y terrible. Sin embargo, como un bulbo en la tierra helada, contuve la rabia y esperé a que se presentase mi oportunidad.

Mi oportunidad fue un francés llamado Lucian Audiger. Nunca supe cómo me encontró: puede que sobornara a alguien para que le diera información sobre los fabricantes de helados persas y le hablaran de un joven italiano que era el eslabón más débil de la cadena. Recabar información era, sin duda alguna, una de las grandes habilidades de Audiger, aunque él creía que sólo le animaba el ferviente deseo de convertirse en un gran pastelero. Por eso había viajado mucho. Primero a España, donde aprendió el arte de preparar decocciones de piñones, cilantro, pistacho y anís. Luego a Holanda, donde estudió la destilación de flores y frutas. Y de allí a Alemania, donde se convirtió en un maestro de la elaboración de siropes. Era inevitable que acabara viajando a Italia, donde los Habsburgo en Nápoles y los Médici en Florencia eran célebres por mezclar hielo y nieve con los vinos y los postres.

Me abordó en plena noche y me zarandeó para que me despertara. La persona que le había guiado por el laberinto de las estancias del servicio desapareció sin que yo la viera. Cuando conseguí despertarme del todo ya me estaba hablando de París, de la magnífica corte que estaba construyendo Luis XIV y de los nuevos palacios de Marly y Versalles, de una opulencia que no podía compararse con la de los Médici, y de una ciudad llena de hombres y mujeres elegantes, ansiosos por probar nuevas exquisiteces. En todo París abrían casas donde se servía café y chocolate: quien supiera preparar bebidas y dulces helados nunca se moriría de hambre, y si nos asociábamos –dos jóvenes como nosotros serían capaces de crear cualquier clase de dulce o novedad– era probable que entráramos al servicio del mismísimo rey… Pero yo ya había dejado de escucharle. Ya había oído cuanto necesitaba oír. Si pensaba escapar de la corte de los Médici con los secretos del persa en la cabeza, me harían falta dos cosas: un señor al menos tan poderoso como los Médici, a fin de que no pudieran exigir mi regreso, y un lugar lo bastante alejado para escapar a la daga del persa.

–Tengo dos condiciones –dije, cuando Audiger hizo una pausa para tomar aliento.

–Adelante.

–Nunca llamaré «señor» a nadie. Y necesito veinticuatro horas para convencer a Emilia de que nos acompañe.

–Trato hecho –repuso Audiger, tendiéndome la mano–. Nos reuniremos mañana, a medianoche, en la puerta de San Miniato.


A la mañana siguiente, a una hora temprana pero razonable, salí al paso de Emilia frente al taller de costura. Llevándola a un rincón, le referí mis planes.

–Pero… –dijo. Le temblaba la voz–. Si huyes, te cogerán y te enviarán a prisión. Puede que incluso te cuelguen.

–Es la única solución. ¿No te das cuenta? Aquí no tenemos nada. Si huimos, al menos tendremos una oportunidad.

Ella miró a su alrededor.

–Ahora no puedo hablar. Mi señora…

–¡Emilia! –exclamé, en un susurro–. Tienes que decírmelo. ¿Vendrás o no?

–Yo… Yo… –repuso, mirando nerviosamente la puerta.

En ese momento supe que el miedo la superaba.

Desesperado, le dije:

–Escucha, tesoro. Lo comprendo. Me amabas porque creías que no estaba prohibido, pero ahora que sabes que podrías meterte en líos, estás asustada. Pero ésta es la única oportunidad que tendremos. Y tengo que aprovecharla. Pero la cuestión es: ¿vendrás conmigo?

–Siempre te amaré –susurró.

Sentí que me invadía el abatimiento.

–Eso significa que no.

–Por favor, Carlo. Es muy arriesgado…

Esa noche estaba esperando frente a la puerta de San Miniato mucho antes de que las campanas de la iglesia dieran las doce. Conmigo llevaba un baúl que contenía buena parte de los utensilios que Ahmad utilizaba para preparar los helados.


Paramos la diligencia, el transporte rápido que llevaba el correo. Tiraban de ella seis caballos y realizaba el trayecto entre Roma y París sin paradas. Normalmente no admitía pasajeros, pero, una vez más, Audiger parecía tener la seguridad y el dinero para pagar un soborno y subir a bordo.

Mientras nos dirigíamos al norte, miré por la ventanilla. Nunca había viajado más allá de Pisa. Con dolor en el corazón, pensaba que cada milla que recorríamos me alejaba más de Emilia.

–He estado pensando –dijo Audiger.

Centré de nuevo mi atención en el interior de la diligencia.

–¿Sí?

–Antes de llegar a París deberíamos procurarte una vestimenta adecuada. –El francés señaló su elegante atuendo–. Es importante que no nos tomen por unos artesanos. En la corte francesa, la apariencia lo es todo.

Me encogí de hombros.

–Muy bien.

–Y debemos pensar en la mejor forma de presentarnos ante el rey. Conozco a uno de sus ayudas de cámara. Podemos sobornarle para que nos lleve ante él, pero será una pérdida de tiempo si no le ofrecemos un presente…, algo especial, algo que le haga hablar de nosotros a todos los hombres y mujeres de su corte.

–Muy bien –dije, bostezando. Ahora que la tensión de nuestra huida había quedado atrás, estaba exhausto–. Podemos prepararle un helado.

Audiger sacudió la cabeza.

–Algo más especial que eso.

–Pensaré en ello.

Me sorprendía la capacidad de Audiger de preocuparse no sólo por lo que podía ocurrir dentro de veinticuatro horas, sino por acontecimientos que tendrían lugar días o semanas más tarde.

–Hay algo más. –Audiger dudó–. Dijiste que no querías volver a tener un señor. Me parece justo. Sin embargo, creo que deberías llamarme «señor» en presencia de otras personas.

De pronto, me desperté del todo.

–¿Por qué?

–Simplemente porque soy mayor que tú. La gente espera que yo sea el patrón. Y, además, en París ya tengo cierta reputación. Les parecería extraño que me presentara con un galopín italiano y le tratara como a un igual. No es que seas ningún galopín, por supuesto –añadió, sin perder tiempo–, pero así es como podría verlo la gente.

Una vez más fue la astilla de hielo que tenía clavada en el corazón lo que reprimió mi furia.

–Dije que no quería tener ningún señor.

–Y no lo tendrás. Repartiremos las ganancias, eso está claro. Yo no seré tu señor; sólo te pido que me llames señor. ¿Comprendes la diferencia, verdad?

A regañadientes, asentí.

–Muy bien.

–Estupendo. –Audiger miró por la ventanilla–. Pero ¿qué le ofreceremos al rey? –dijo, casi para sí mismo–. Eso es un problema.

Mientras me estaba quedando dormido me di cuenta de que Audiger había malinterpretado lo que le había dicho en Florencia. Él creía que yo había dicho que no quería tener un señor, cuando en realidad le dije que no llamaría a nadie señor. Estaba casi seguro de ello. Y aun así había aceptado hacerlo. Puede que Audiger hubiera olvidado los términos exactos de nuestro acuerdo.


–¿Se puede preparar un helado de guisantes?

Me desperté sobresaltado. La diligencia se había detenido para que los conductores pudieran hacer sus necesidades. Audiger estaba de pie junto al camino, detrás de la puerta abierta, orinando en un campo.

–¿Qué?

–He preguntado si se puede preparar un helado de guisantes –gritó Audiger, dándose la vuelta–. Mira, ahora mismo estoy regando unos cuantos.

Saqué la cabeza para echar un vistazo. A la luz fría y brillante de la luna vi un campo de guisantes; las vainas, verdes y turgentes, ondeaban al viento. Afortunadamente, el olor de las legumbres era más fuerte que el de la orina de mi compañero.

–Al rey le apasionan todas las verduras –dijo Audiger–. Sobre todo los guisantes. Todos los años, sus cortesanos rivalizan para llevarle la primera cosecha de sus tierras… Le encanta esa competición. Y estos guisantes han germinado antes que los franceses. Me pregunto si podríamos preparar un helado con ellos.

–Pero si lo que quieres es ofrecerle guisantes al rey, ¿por qué no coges simplemente unos cuantos?

–Se habrían marchitado antes de que llegáramos a París. Aun viajando en diligencia, tardaremos dos semanas.

–Podrías congelarlos.

Audiger asomó la cabeza por la puerta de la diligencia.

–¿Cómo?

–Congélalos –repetí–. Consérvalos en hielo.

Audiger se quedó mirándome fijamente.

–¿Es posible hacer eso?

–No sólo es posible, sino muy fácil. Los persas descubrieron hace mucho tiempo que el hielo evita que la fruta se pudra. Me imagino que se puede hacer lo mismo con los guisantes.

–¿De veras? ¡Es brillante! ¿Qué necesitas? ¿Hielo? –Audiger inspeccionó el campo bañado por la luz de la luna–. Está claro que aquí no hay hielo –dijo, abatido–. Sólo dos heladeros, pero nada de hielo.

–Audiger… ¿Adónde nos dirigimos?

El francés parecía desconcertado.

–¿A París?

–Pasaremos por los Alpes –le recordé–. Y aunque nunca he estado allí, incluso yo sé que los Alpes están…

–¡Llenos de hielo! ¡Hay montañas de hielo! ¡Hay hielo y nieve por todas partes! ¡Sí! –Audiger lanzó su sombrero al aire y lo recogió–. Pero primero tenemos que llevar los guisantes hasta los Alpes –dijo, menos animado.

–¿Cuánto tardará la diligencia en llegar allí?

–Dos días, puede que tres.

–Mi baúl aún debería estar frío; saqué los cubos de peltre y todo lo demás del depósito de hielo de Bóboli. Si guardamos los guisantes allí…

–¡Sí! ¡Sí! –Audiger volvió a lanzar el sombrero al aire– ¡Claro! Demirco, con mis ideas y tu experiencia, ¡seremos los mejores pasteleros del rey de todos los tiempos!


Dos días más tarde, en una posada de alta montaña situada en el paso que conducía a Francia, Audiger me observaba mientras preparaba los guisantes.

–La nieve prensada es más fría que el hielo, y dura más tiempo –le expliqué–. ¿Por qué? Lo ignoro. Pero un día intentaré averiguarlo.

Audiger miraba la sabotière como si esperase asistir a un milagro. Muy bien, me dije: voy a enseñarte un poco de magia.

–Ahora añado salitre a la nieve. Eso hace que esté mucho más fría. Una vez más, ignoro por qué.

–Continúa –dijo Audiger, casi sin aliento.

–Y ahora meto los guisantes en el recipiente, así.

Introduje los guisantes y tapé el contenido.

–¿Y ahora qué?

–Ahora los dejamos ahí. Es como cocer una tarta en el horno… Si lo abres demasiado a menudo para comprobar cómo está, se escapará el calor y la tarta no se cocerá. Sólo que, en este caso, es el frío lo que debe conservarse.

Audiger sacó un reloj de bolsillo.

–¿Cuánto tiempo?

–El tiempo que transcurre entre maitines y la misa, según las campanas de Santa María.

–¿Cómo?

–Pongamos media hora.

Audiger se pasó los siguientes treinta minutos paseando arriba y abajo. Cuando por fin abrimos la sabotière, examinó su interior y lanzó una exhalación. Los guisantes se habían hecho una bola, una masa de color verde plateado recubierta de hielo. Audiger la cogió.

–¡Es increíble! –exclamó, en voz baja.

–Con cuidado –le advertí–. Podrías calentarlos con las manos. Su sabor perderá frescor si tenemos que congelarlos otra vez.

–¡Están pegados!

Los guisantes cubrían los dedos de Audiger, agarrándose a su piel como las rebabas de unos mitones. Trató de arrancárselos, pero no lo consiguió.

–A ver, déjame a mí. –Arranqué los guisantes uno a uno. Me di cuenta de que no se adherían tanto a mis dedos como a los de Audiger–. Tenemos que guardarlos. Y deberíamos llevarnos con nosotros en la diligencia un baúl lleno de nieve prensada para poder conservarlos en hielo.

Carlo





Para preparar una ratafía de nueces verdes: coger nueces no muy maduras y cortarlas en cuartos sin quitarles la cáscara; a continuación, dejarlas en infusión durante un mes en un galón de aguardiente con un limón y unas hojas de lima dulce. En Francia, este cordial es conocido con el nombre de liqueur de noix, y se congela fácilmente, aunque no se solidifica por completo.

El libro de los sorbetes

En París tuvimos que movernos con celeridad para conseguir una audiencia con el rey antes de que se descongelaran los guisantes. Afortunadamente monsieur Bontemps, el ayuda de cámara del monarca, era tan corruptible como Audiger había previsto, y al cabo de unos días estábamos en presencia de Luis XIV, su hermano y algunos otros miembros de la nobleza. Audiger estaba tan intimidado que apenas era capaz de hablar. Por suerte, nuestro presente no requería mucha presentación, y el tartamudeo de Audiger fue olvidado en seguida cuando los aristócratas se agolparon en torno a la caja de guisantes para probarlos.

El rey le ordenó a su ayuda de cámara que llevara las sobras a su chambelán para que las repartiera: una parte para la reina, otra para la reina madre, otra para el cardenal y otra para él.

–Y en cuanto a estos intrépidos caballeros, Bontemps –dijo, señalándonos con un gesto–, os ruego que los recompenséis por sus desvelos.

Miré a Audiger. Aquél era el momento en que, de acuerdo con nuestro plan, debería haber pronunciado el discurso que había preparado. Sin embargo, mi compañero, contrariamente a su costumbre, parecía haberse quedado sin habla y miraba al rey con los ojos como platos y una expresión en el rostro que era de pura adoración.

–Si me dais vuestro permiso, Majestad –dije, haciendo una reverencia–, no queremos ninguna recompensa, salvo el privilegio de poder preparar helados y otros postres fríos para vuestro real placer.

Luis levantó las cejas.

–¿Helados?

Audiger recuperó la voz.

–Mi ayudante, sire, estaba en la corte de los Médici, y es un maestro preparándolos.

El rey me escrutó con la mirada.

–¿Cómo os llamáis, signor?

–Demirco, sire.

–¿Cuántos años tenéis?

–Dieciocho –mentí.

–Hum… Buena edad… La misma que tenía yo cuando ocupé el trono de Francia. Estoy impaciente por probar vuestras creaciones. Desde hace tiempo, el cardenal Mazarino tiene a su servicio a un limonadier italiano, y he podido admirar su trabajo en varias ocasiones. Se llama Morelli… ¿Lo conocéis?

Sacudí la cabeza.

–No, sire.

–Es un hombre muy creativo. Pero tal vez vos –continuó el rey, escrutándome más de cerca– podáis demostrar que sois su igual. Eso espero. Sería un gran placer superar al cardenal en la mesa.

Intuí una parte de la personalidad del rey. La rivalidad: eso era lo que le movía. Todo lo que hacía, poseía o gozaba de su mecenazgo debía ser lo mejor, y cualquier hombre de estado o cortesano que le ofreciera algo –aunque fuera algo tan insustancial como un trocito de hielo aromatizado– estimulaba en Luis el insaciable deseo de superarlo.

Hice otra reverencia.

–Lo intentaré, Majestad.

Audiger, que estaba a mi lado, añadió:

–Una tarea, sire, que ciertamente resultaría más fácil si pudiéramos establecer un gremio –un gremio de fabricantes de sorbetes– con una patente real, un consejo y el derecho a formar aprendices…

–Sí, sí. Preparad un helado y hacedlo llegar esta noche a mi mesa. Si me parece aceptable, el honor es vuestro.

El rey se fue, seguido por su corte.

Audiger se quedó mirando la puerta, pero ya se habían ido todos. Luego, tirándome de la manga, dijo:

–¡Esta noche! –exclamó–. ¡Tenemos que prepararle un helado para esta noche!

–No hay ningún problema –dije, lleno de confianza–. Ve al mercado y tráeme unas cuantas nueces verdes; busca una tienda de cordiales y compra un poco de liqueur de noix. Será el licorero quien habrá hecho el trabajo más duro.

Ahora que, por fin, ya estaba en Francia, no tenía ninguna intención de ceñirme de nuevo a los cuatro sabores de Ahmad.


Fue el principio de una época memorable. En Florencia era menos que un sirviente, pero aquí, en París, era casi un cortesano. Audiger me vistió como si fuera un profesor de danza o un pintor de retratos: un jubón que lucía veinticuatro botones que no usaba nunca; unos calzones blancos y tan estrechos que resaltaban mis pantorrillas; un sombrero de tres picos y una peluca –la primera que tenía en mi vida– larga y generosamente empolvada con yeso. Sin embargo, la peluca me producía unos picores insoportables. Después de haberla llevado una semana, me di cuenta de que debería haberme afeitado la cabeza, como había hecho Audiger, o librarme de la peluca. Decidí librarme de ella. Sin embargo, el resto de mi vestimenta me quedaba bastante bien. Cuando me vi de cuerpo entero en uno de los espejos que cubrían las paredes de los nuevos salones del rey, no pude evitar sentirme impresionado.

Mi compañero y yo nos instalamos en un sótano de la residencia en el campo del rey en Marly, y en París vivíamos en Saint-Germain-des-Près, un lugar muy práctico porque estaba cerca del Louvre. Aquí, la ardua tarea que tenía que hacer en Florencia, trasladar los bloques desde el depósito de hielo hasta palacio, la hacían otros: en París, el comercio de hielo y de nieve prensada para enfriar el vino de la nobleza era un negocio floreciente, y se podían conseguir productos de calidad durante todo el año. El trabajo de picar el hielo y reducirlo a polvo también lo hacían los aprendices: Audiger ya había contratado a cuatro.

Sin embargo, donde más tiempo pasábamos era en el nuevo palacio del rey, en Versalles. Audiger no había mentido cuando me habló de su magnificencia. Aunque lo obra aún no estaba terminada –en realidad, no llegó a terminarse mientras estuvimos allí: cuando se acababa un proyecto, Luis se embarcaba en seguida en otro, tan ambicioso que los arquitectos se veían superados para llevarlo a cabo–, el viejo edificio ya contaba con una nueva y grandiosa façade, con ventanas simétricas y regulares, más grandes que la de cualquiera de los palacios que había visto en Florencia, considerada en aquel tiempo la ciudad más bonita del mundo. Versalles –o «el nuevo palacio», como solían llamarlo– tenía las elegantes proporciones de los Ufizzi o del palacio Pitti, pero estaba rodeado de unos enormes jardines, como una casa de campo. Era tan grande como un castillo, aunque no tenía ningún tipo de fortificación; cumplía los requisitos de una corte, aunque no contaba con modestos despachos o cámaras para los funcionarios: sólo disponía de espléndidos salones y suntuosas galerías. En pocas palabras: era un palacio de un estilo totalmente nuevo donde Luis ejercía una forma de gobierno totalmente nueva. No hacía distinciones entre las cuestiones de estado y las cuestiones de moda, y los ministros eran respetados tanto por sus modales o la elegancia en el vestir como por sus sabios consejos. En Versalles, todo, desde la longitud de las uñas a los asuntos de guerra, giraba en torno a la indiscutida figura del rey, de sus humores, de sus maneras y, por encima de todo, de sus gustos alimentarios.

Luis era un gourmet. Un glotón, según algunos. Más de trescientas personas trabajaban en sus cocinas, que ocupaban un edificio entero adyacente al palacio, y sesenta de ellas se dedicaban exclusivamente a los postres. Un equipo de nueve pasteleros preparaba mostachones y pastelitos parecidos a un merengue rellenos de cremas de brillantes colores con sabor a pistacho, regaliz, grosella negra o almendra. Había otros especializados en la elaboración de caramelo hilado, confituras de semillas azucaradas o una pasta de almendras escaldadas, flores de naranja y cilantro que al rey le gustaba especialmente. Me pasaba todo el tiempo que podía en las cocinas, con la excusa de calentarme las manos después de haber trabajado con el hielo, aunque en realidad lo que quería era ver cómo trabajaban todos esos especialistas. Muy pronto, para deleite del rey, empecé a preparar helados nunca vistos hasta entonces: cordiales helados aromatizados con pasta de almendras, flores de naranja y cilantro, emparedados de merengue con crema de leche helada que parecían mostachones o sorbetti servidos en unas copitas hechas con caramelo hilado, para que no acabaran goteando sobre las elegantes vestimentas de la corte a medida que se fundían.

Ahora, nadie me decía lo que podía o no podía hacer: efectivamente, quedó claro en seguida que la novedad era una parte esencial del servicio que ofrecíamos Audiger y yo. Siempre que el rey ofrecía un refrigerio o un almuerzo al aire libre había una mesa reservada para nuestras creaciones. Alrededor de un centro de mesa de hielo esculpido o de una fuente de licores de frutas, disponíamos un tableau de gelatinas, sorbetes, licores helados, aguas aromatizadas, fruta recubierta de hielo y otras delicias congeladas. Luego –puede que unas horas más tarde o la semana siguiente: dependía de los caprichos de la corte, que era igual que decir los caprichos de Su Muy Cristiana Majestad– repetíamos la operación, sin repetir jamás una receta o un sabor. Si un martes preparábamos un helado de flores azucaradas, pasaban al menos dos semanas hasta que volvía a servirse en la mesa del rey. Si un miércoles deslumbrábamos a la corte con unas rodajas de melocotón cortadas como si fueran los rayos del sol, aromatizadas con galanga, no volvíamos a ofrecerlas al menos hasta el miércoles siguiente. Puede que un día, los cortesanos y sus damas se sorprendieran con un eau glacée de cubeba y pimienta larga, pero al día siguiente ya no sería una novedad, y dos días después ya les habría aburrido.

Después de unos meses en la corte, el rey me mandó llamar. Al principio pensé que querría pedirme un helado, pero cuando le pregunté cuántos invitados tenía, me dijo que sólo tenía uno y que en esta ocasión no era necesario ningún helado. Pensé de inmediato que, por alguna razón, mi última creación –un sorbete de leche aromatizado con granos del paraíso– le había parecido inaceptable. Con el corazón latiéndome a toda velocidad, convencido de que estaba a punto de caer en desgracia, seguí al lacayo por los interminables pasillos que conducían a la sala de audiencias.

El rey estaba hablando con un hombre que vestía un jubón con manchas verdes de liquen y las medias blancas y las hebillas de sus zapatos cubiertas de barro. Sin embargo, el rey hablaba con él como lo hacía con cualquier otro cortesano.

–¡Ah, Demirco! –exclamó Luis. Vi que tenía en la mano un cuchillo de fruta y una pera–. ¿Conocéis a monsieur La Quintinie?

Había oído hablar de él: era abogado de profesión y se encargaba de supervisar los huertos del rey. Sin embargo, aún no lo conocía. Nos saludamos con un gesto de la cabeza.

–Oled esto –me ordenó el rey, ofreciéndome una rodaja de pera–. ¡Adelante, oledlo!

Olí la rodaja a fondo, dejando que el perfume de la pera penetrara en mis fosas nasales. Olía muy bien; tenía un aroma fresco y floral que me recordó el de la uva moscatel. La rodaja de pera en forma de media luna que había cortado el rey revelaba que la piel era áspera, casi verrugosa, con un tono rojo, como el de una manzana. Sin embargo, la pulpa era blanca y crujiente, como un bloque de mármol antes de ser esculpido.

–Ahora, probadla –me ordenó el rey.

Me llevé la rodaja de pera a la boca. La fragancia se volvió líquida, inundándome el paladar: la pulpa crujió bajo mis dientes, soltando otros jugos igualmente deliciosos.

–Es magnífica, sire –dije, con toda sinceridad, después de haberla tragado.

El rey asintió con la cabeza.

–Es una variedad nueva. Los hortelanos de monsieur La Quintinie llevan tres años cultivándola, y es la primera vez que da frutos. –Tras guardar silencio un momento, añadió–: Está claro que Dios es el mejor cocinero del mundo; sólo podemos honrar sus recetas con la mayor humildad.

–Cierto, sire –dije, sin saber muy bien adónde quería ir a parar.

–La perfección está en la sencillez, Demirco.

Hice un gesto de asentimiento con la cabeza.

–Vos sentís una debilidad por los aromas, las especias y todo eso, y está muy bien. Sin embargo, los productos de la huerta, simples y sin adornos, nos hablan de la gloria de Dios. ¿Seríais capaz de plasmar unos sabores como ésos en un helado?

–Creo que sí, Majestad –dije, con prudencia–. No estoy seguro de poder conservar el perfume de, por ejemplo, esta pera, pero será un honor intentarlo.

El rey extendió una mano para señalarnos a los dos.

–La Quintinie y Demirco, discuditlo. Estoy ansioso por ver los frutos de vuestra polinización.


Así pues, aprendí las virtudes de la sencillez, y preparé sorbetti helados para el rey con todos con todos los frutos de la temporada, adornados sólo con un poco de azúcar. Descubrí que, aunque el proceso de congelación atenuaba un poco el perfume de la fruta, también ayudaba a concentrar su sabor, captando su esencia en unos cuantos cristales dulces en la punta de una cuchara. Eso ocurrió antes de que La Quintinie completara el vasto potager du roi, el más grande de Europa, que Luis consideraba la parte más hermosa de todas sus posesiones. Sin embargo, los huertos de frutas, las huertas y los invernaderos que tenía a su disposición ya producían unos extraordinarios resultados. A Luis le encantaban las peras más que cualquier otra fruta, por lo que La Quintinie se dispuso a cultivar las mejores variedades de Francia y a crear otras nuevas para deleite del rey: esféricas, redondeadas, alargadas; verdes, amarillas, de color marrón rojizo, rojas; de piel áspera o fina; con nombres extraños como Bon Chretien d’Hiver, Petit Blanquet, Sucrée Verte, o la favorita del rey, la dulce y muy aromática Rousselet de Reims: él las cultivaba todas y yo tenía todos esos frutos a mi disposición para hacer con ellos lo que se me antojara. En una ocasión, cuando hice llegar al rey una simple tabla de madera con seis sorbetes, cada uno de ellos preparado con una variedad de pera distinta, que culminaba con una brillante sanguinello rosa o pera de sangre que había sido asada ligeramente para caramelizar la pulpa, quedó tan satisfecho que dejó de lado los asuntos de la corte y nos mandó llamar a Audiger y a mí para que todos los presentes ovacionaran nuestras creaciones. En otra ocasión le preparé un cuenco de cerezas que, examinadas más de cerca, resultaron ser veinte helados de cereza que habían sido congelados uno por uno en un molde. En cuanto a mis sorbetes de mandarina –servidos dentro de la piel de una mandarina recién pelada, con la piel aparentemente intacta, como si fuera un barco en miniatura en el interior de una botella– fueron una maravilla que la corte comentó durante varios días.

De vez en cuando, el rey organizaba grandes divertissements para hasta mil invitados, con teatros y cuevas artificiales –casi tan grandes como el propio palacio– construidos con papel maché para los bailes de máscaras y los estrenos de comédies-ballets encargados para la ocasión. El hecho de que estos complejos edificios fueran destruidos después de haber servido para una sola noche de fiesta era sólo otro aspecto de su magnificencia. Para tales ocasiones preparábamos helados únicos para homenajear al invitado de honor, del mismo modo que un chef podía elaborar una salsa en honor del comensal que la había inspirado. Audiger se tomó muy en serio la orden del rey de superar al limonadier del cardenal Mazarino. Llegó a sobornar a sirvientes de los palacios de otros grandes miembros de la nobleza para saber qué preparaban sus pasteleros. Sin duda fue un gran día cuando nos enteramos de que el célebre signor Morelli se había rebajado a copiar nuestra idea de un sorbete de grosellas rojas amargo servido en una brillante cuchara de plata que, cuando se llevaba a la boca, resultaba que estaba hecha de azúcar.


Para Audiger, sin embargo, nuestro éxito siempre estaba teñido de frustración. La creación de un gremio –su gran sueño– estaba atascado por la burocracia, y cada paso que daba exigía un soborno para seguir adelante. El consejero del rey, monsieur Le Tellier, no veía ningún problema, pero refirió el asunto al Consejo de la Corona. El Consejo no podía pronunciarse sin un informe del secretario de estado, quien refirió el asunto al canciller. Éste, por su parte, no podía hacer nada sin el apoyo de un noble. Por desgracia, el noble elegido por Audiger resultó que se acostaba con una dama que no era su esposa. La situación no era nada inusual, pero se daba el caso de que su esposa era la nieta del canciller… Así pues, el asunto iba para largo, y nadie estaba dispuesto a apoyar la patente que hubiera permitido crear el gremio hasta que la solicitud no fuera explotada para sacarle hasta el último beneficio que permitían todas las formas de intriga y corrupción.

–¿Pero por qué te molestas? –dije, cuando Audiger se enfrentó al último contratiempo–. ¿Por qué te importa tanto el gremio cuando ya podemos preparar todo lo que nos apetece?

–¿Es que no lo entiendes? –me preguntó Audiger. Se acercó a mí a grandes zancadas mientras vertía leche aromatizada con clavo en un molde de peltre–. ¿Quién crees que paga todo esto? –preguntó, furioso–. ¿Quién paga tus vestimentas? ¿Tu elegante sombrero? ¿Este sitio? ¿Quién da de comer a los aprendices? ¿Quién consigue los sobornos? ¿Quién compra los ingredientes que tú usas sin mesura? –Metió los dedos en una caja llena de clavo y lanzó un puñado al aire–. ¿Es que nunca te haces estas preguntas?

Me quedé mirándolo fijamente, perplejo, mientras el clavo rodaba por el suelo. Lo que había dicho era totalmente cierto: nunca me había planteado el aspecto financiero de lo que hacíamos. Era la única libertad que el esclavo comparte con el caballero: no preocuparse nunca por el dinero.

–Pero… ¿acaso no nos recompensa el rey?

Audiger se echó a reír desdeñosamente.

–A veces. Pero nunca a tiempo y nunca lo suficiente. Sabe que la moneda con que nos paga es el mecenazgo, no el oro. Ya llevo invertidas casi mil livres en esta empresa; todo lo que tenía. Si no conseguimos crear un gremio, si no encontramos gente que esté dispuesta a pagar por formar parte de él, si no podemos cobrar a la gente para tomar a sus hijos como aprendices y venderles luego el derecho a convertirse a su vez en maestros… estaré arruinado en menos de seis meses.

–Lo siento mucho, Audiger. No tenía ni idea. Tienes razón… He sido un desconsiderado.

–Bueno –dijo Audiger, cuya ira se calmó con la misma rapidez que había estallado–, no importa. He dejado que te concentraras en los helados y no en los negocios, porque está claro que eres muy bueno en eso. Ahora ya sabes cuál es el motivo si alguna vez tengo un arrebato. Si esto no sale bien, perderé todo cuanto tengo.

Fue sólo una pequeña discusión que pronto quedó olvidada. Sin embargo, tuvo una consecuencia importante. A partir de aquel momento, empecé a interesarme por los aspectos financieros de nuestra actividad. Empecé a comprender el curioso funcionamiento de nuestra empresa: lo más costoso no eran los ingredientes o el hielo, sino todos los accesorios que requería: las elegantes vestimentas, los criados de librea o las exquisitas copas y cucharas de oro con las que el rey o los nobles degustaban nuestras creaciones. Al menos, Ahmad tenía razón en esto: era nuestra pericia lo que justificaba las exorbitantes sumas que exigíamos, del mismo modo que un juglar es recompensado por la belleza de su voz o un pintor por su talento más que por el coste de sus pinturas. Y ése era el motivo por el que debíamos mantener nuestras técnicas en secreto: en cuanto las compartiéramos con otros, perderían todo su valor. Teniendo esto en mente, convencí a Audiger de que cargáramos sumas aún más altas por nuestras especialidades. El rey alimentaba el gusto por lo extravagante en sus cortesanos: si Luis elogiaba un sorbete u otro dulce helado con algún ingrediente novedoso como el jazmín, la mora o la menta, tarde o temprano todos los cortesanos que se preciaran apretarían los dientes y pagarían una fortuna por el placer de confirmar que, efectivamente, era algo extraordinario. Siguiendo este plan, fuimos amasando una fortuna además de privilegios, nuestras vestimentas fueron cada vez más elegantes –los botones que antes eran de cuerno eran ahora de madreperlas–, aunque eso no impidió que Audiger siguiera aspirando a crear su gremio.

Sin embargo, si Audiger se sentía frustrado, yo no iba a ser menos. En Florencia siempre había imaginado que, en cuanto pudiera combinar libremente sabores y texturas según mis deseos, acabaría encontrando una sustancia que, una vez congelada, tendría la mórbida densidad de la crema o del chocolate derretido, y que mis creaciones se disolverían rápidamente en la lengua, como la crema chantilly o la pasta que rellena los mostachones, pero que no crujiera como el hielo. Sin embargo, a pesar de que congelaba estas mezclas y muchas otras, no daba con la solución. Parecía que no había forma de elaborar un helado que fuera realmente mórbido.

Aun así, hubo algo que mejoró muchísimo. Mientras que en la corte de los Médici eran muy estrictos con la observancia moral, como era de esperar de los banqueros de Europa, en la de Luis XIV eran más sofisticados. Los nobles franceses se casaban por motivos económicos y políticos, pero la pasión quedaba reservada a las relaciones extraconyugales. Incluso en los rangos inferiores de la corte, nadie veía una razón para no permitirse las liaisons. Un joven italiano con talento –que, si se me permite decirlo, era muy apuesto cuando llevaba el sombrero de tres picos– no pasaría desapercibido durante mucho tiempo.


Un día estaba preparando unos cordiales helados para los invitados del rey cuando una dama de la corte se detuvo para observarme mientras trabajaba.

–Vos sois mi compatriota –dijo, en italiano.

Levanté la mirada, sorprendido al oír hablar en mi lengua materna. Era una mujer bajita, de rostro redondeado y ojos oscuros, con una expresión perezosa y traviesa en la mirada.

–Me crié en Roma –explicó–. Mi tío me trajo a París para encontrar marido.

–¿Y lo habéis encontrado? –le pregunté, con osadía.

Ella asintió con la cabeza.

–Varios, en realidad. Uno para mí y algunos casados con otras mujeres.

Echó una ojeada hacia el lugar donde se encontraba el rey, rodeado por un grupo de cortesanos.

Entonces comprendí con quién estaba hablando. Incluso yo había oído hablar de Olympe de Soissons, la belleza italiana entre cuyas conquistas se contaba el mismísimo rey. Ella y sus cuatro hermanas eran conocidas como las mazarinettes, por su tío, el poderoso cardenal Mazarino.

–¿Qué estáis preparando? –me preguntó, observando cómo filtraba el líquido a través de una tela de muselina.

–Un cordial. Peras al moscatel y jengibre con un poco de…

–Preparad uno para mí –me interrumpió–. Pero éste no. No me gusta tener lo que ya tienen otros.

Se alejó para reunirse con los demás, aunque se dio la vuelta para dedicarme una mirada breve pero atrevida.


Cuando hube repartido los cordiales de jengibre, preparé algo distinto para ella y se lo serví.

–¿Qué es? –preguntó, con coquetería.

–Una tisana fría de hojas de té verde de China con esencia de lima y algunas semillas –dije, haciendo una reverencia.

Asintiendo con la cabeza, tomó un sorbo. Llevaba varios días trabajando en aquella tisana, algo que se saliera un poco de lo habitual, empleando nuevos ingredientes que estaban en boga. Al principio, su sabor era fuerte y ácido, gracias a la lima, pero las hojas de té verde le proporcionaban un toque ligeramente ahumado. También sabía a jazmín y tenía un leve retrogusto especiado de cardamomo.

–Interesante –se limitó a decir. Y entonces, mientras me daba la vuelta, añadió–: Y muy refrescante. Gracias.


Al día siguiente recibí el encargo de preparar cinco galones de cordial.

–¿Cinco galones? –le repetí al lacayo que me había transmitido la orden–. ¿Estás seguro? Con eso se abastecería a toda la corte.

–Es sólo para madame la comtesse. Quiere el que le preparasteis ayer. Llevad los ingredientes directamente a sus aposentos.

Era muy fácil perderse en el inmenso palacio. Tuve que preguntar varias veces qué dirección debía tomar a los lacayos tocados con peluca que prestaban sus servicios en los interminables pasillos. Al final encontré la puerta que buscaba. La abrió una doncella, que me hizo pasar. Aun teniendo en cuenta los criterios de Versalles, los aposentos eran suntuosos. De las paredes revestidas con seda roja colgaban obras de arte, entre las cuales se encontraba un retrato de la propia Olympe, vestida apenas con unos trapos de terciopelo.

La doncella me acompañó a una antesala con una bañera y una hilera de humeantes aguamaniles. No había nada más, salvo un biombo de seda bordada, una silla y una chaise longue tapizada de terciopelo rojo sobre la que habían depositado un montón de gruesas toallas.

–Madame, ha llegado el pastelero –dijo la doncella, inclinándose en dirección a la estancia vacía.

–Gracias, Cécile.

Olympe asomó la cabeza por encima del biombo. Se estaba soltando el pelo con una mano, sacudiendo los elaborados rizos.

–Vuestro cordial era tan delicioso que he decidido darme un baño con él –dijo–. ¿Me lo preparáis, por favor?

Hice lo que me había ordenado. En vez de llenar la bañera con hojas de té y trozos de lima, metí directamente en el agua las bolsas de muselina que contenían los ingredientes y las dejé en remojo. El agua estaba bastante caliente; de haberlo sabido, habría modificado ligeramente las proporciones, porque el calor potenciaba el sabor de las hojas de té, mientras que el frío potenciaba la lima…

–¿Está listo? –me preguntó.

–Habría que dejarlo un poco más en remojo.

–Entonces yo también me pondré en remojo.

Olympe salió de detrás del biombo. Llevaba un deshabillé de encaje muy fino; apenas sujeto por delante, ni siquiera le cubría las rodillas. En el caso de que se diera cuenta de mi reacción, no lo dio a entender.

–Madame –dije, inclinando la cabeza y preparándome para retirarme.

–Esperad –me ordenó en tono imperioso, introduciendo una pierna en la bañera para comprobar la temperatura.

–Puede que quiera modificar la cantidad de algunos ingredientes. Además, me gusta hablar italiano mientras me doy un baño. Sentaos y conversad conmigo.

Me acerqué a la silla y me senté, un poco incómodo. Me di cuenta de que el biombo se había colocado de tal forma que, desde mi asiento, tapara un poco –pero muy poco– la bañera; aun así, no me ocultó la espalda desnuda de Olympe mientras se desvestía y se metía en el agua, lanzando un suspiro.

–¿Cómo os llamáis? –me preguntó, en italiano.

–Demirco, madame.

–Eso ya lo sé. Me refería a vuestro nombre.

–Carlo.

Hubo una larga pausa, durante la cual oí una serie de leves chapoteos mientras Olympe se echaba el agua encima con las manos. El aroma de la lima, el té verde y el jazmín llegó hasta mí. Me quedé inmóvil. Al final, ella dijo:

–Después de todo, creo que no me apetece hablar, Carlo. Me temo que hoy mis labios están tan sellados como los vuestros. Pero podéis venir aquí.

–¿Madame?

–Venid conmigo. A la bañera.


Más tarde, me dijo:

–Decidme, ¿ha sido tan placentero como esperabais?

–Oh, sí. Pero necesitáis más lima.

–Necesito más sexo.

Se desperezó voluptuosamente ante mis ojos, como una gata, y con la misma desenvoltura que habría mostrado si ambos hubiésemos estado vestidos. Ahora nos habíamos tumbado en la chaise longue: comprendí en seguida que, al igual que la bañera y el biombo, no estaba allí por casualidad.

Me acerqué a ella.

–Esperad –dijo, colocándome una mano sobre el pecho–. Para ser la primera vez no ha estado mal, pero la próxima tenéis que ir más despacio. Y ser un poco más imaginativo.

–¡Imaginativo! –repetí, dolido.

Ella se echó a reír.

–No os ofendáis. Lo he hecho muchas más veces que vos, eso es todo, y como cualquier otra habilidad, lo que se debe hacer es practicar. Además, como en todo, hay modas sobre cómo hacer el amor, y algunas especialidades nacionales. Los franceses son bastante buenos en ello, casi tan buenos como preparando tartas y postres.

–¿Qué puede saber un francés que no sepa un italiano? –le pregunté, bruscamente.

Ella sonrió.

–Eso es lo que estoy a punto de enseñaros.

Cuando terminó con la demostración y yo me disponía a irme, añadió:

–La próxima vez, cuando vengáis, debéis traer unos helados; os enseñaré una forma de usarlos que tal vez nunca se os haya ocurrido.


Audiger estaba furioso.

–Te han visto saliendo de sus aposentos. ¿Es que pretendes que nos echen de la corte?

–Todos lo hacen –repliqué–. ¿Por qué no debería hacerlo yo también?

Audiger levantó las manos.

–Porque su situación es segura, y la nuestra no.

–Me da igual –dije–. No pienso dejar de verla sólo porque alguien pueda poner una objeción. No puedo vivir así.

–Entonces es que estás loco –repuso Audiger–. La corte no es un lugar para enamorarse.

–¿Y quién ha hablado de amor?

Lo dije sin pensar, como habría hecho cualquier joven de mi edad, aunque sabía que era verdad: la astilla de hielo estaba profundamente incrustada en mi corazón para eso.

–Muy bien –dijo Audiger, de mala gana–. Pero cuidado con el corazón o podrías acabar perdiendo otra parte de ti…, la cabeza, que, a diferencia de ese otro órgano, no tiene arreglo.

Asentí. Sabía que Audiger no podía prohibírmelo. El equilibrio de poder entre nosotros había cambiado durante esos años en la corte. Ahora tenía todo lo que quería: dinero, prestigio, los apetitos carnales saciados por una de las amantes más expertas de aquellos tiempos y el mecenazgo del rey más poderoso de toda Europa.


Cuando volví a visitar a Olympe, me dirigí a la puerta con paso seguro. Llevaba una bandeja en la que había dispuesto cuatro copas de cristal con diferentes helados. Todos tenían un color y un sabor diferentes: caqui, pistacho, melocotón blanco y miel dorada. No había cucharas.

Levanté la mano para llamar, pero en ese preciso instante, surgido de la nada, apareció un lacayo que se interpuso entre la puerta y yo.

Madame la comtesse no quiere ser molestada.

Le señalé los helados.

–Le traigo esto.

–Yo me encargaré de entregárselo –dijo, arrebatándome hábilmente la bandeja.

No protesté. Entonces reconocí al lacayo: era uno de los criados personales del rey. Mientras me alejaba, oí abrirse la puerta y al criado entrando en la estancia.

Decidí esperar cerca de allí. Y, efectivamente, alrededor de media hora después, vi al rey abandonando la estancia de Olympe y descender la majestuosa escalera que conducía a sus aposentos. Se estaba ajustando el puño de la camisa, como si acabara de ponérsela.

Volví para recoger la bandeja. Olympe estaba en la bañera, pero su doncella me dijo que podía recibirme.

–El rey se ha quedado muy impresionado con vuestros helados –dijo Olympe sin preámbulos cuando me vio–. Eran justo el refrigerio que le apetecía. En estos tiempos es raro que consiga hacerlo dos veces; estaba muy satisfecho de sí mismo, lo cual significa que está satisfecho conmigo. Gracias.

La miré fijamente, sorprendido por su tono descuidado.

–¿Aún sois su amante? Creía que…

–¿Que yacía entre los brazos de madame de la Vallière? Normalmente sí, pero hay veces que ella está indispuesta o él prefiere la variedad. O en ocasiones coquetea con una nueva dama de compañía que lo rechaza y entonces acude a mí para restaurar su maltrecha vanidad. Hay muchas razones por las que un hombre puede acostarse con una mujer, y no son siempre sencillas. A veces el rey echa de menos mi compañía.

–Entonces… ¿no queréis que vuelva? –dije, un poco herido en mi orgullo.

Olympe se echó a reír.

–En absoluto. Con vos, Carlo, el acuerdo está bastante claro, y en eso reside el encanto. Hoy estoy cansada, y espero que el rey vuelva a verme mañana. Podéis volver dentro de unos días y veremos cómo están las cosas. –Lanzó una maliciosa mirada a mis nalgas–. En cualquier caso, no es justo que os tenga sólo para mí.

–¿Qué queréis decir?

–Simplemente digo que os falta experiencia. No, no, no pongáis esa expresión alicaída; en otros tiempos yo también estaba en vuestra misma situación, pero un hombre como vos resolverá muy pronto ese problema. El palacio está lleno de mujeres ansiosas por adiestraros.

–¿De veras? –dije, perplejo.

–Por supuesto. ¿Por qué creéis que madame de Corneil se hace servir uno de vuestros cordiales todas las noches? ¿Por qué pensáis que madame Rossoulet os invita siempre a jugar a las cartas? Y, en vuestra opinión, ¿por qué creéis que he querido seduciros antes que cualquiera de ellas?

–¿Queréis decir que… era una cuestión de honor para vos?

Olympe sonrió.

–Entre otras cosas –dijo, echándose agua por encima.

–¿Y no estaréis celosa si me acuesto con otras mujeres?
–Los celos son para la gente común –replicó–. Para la gente cuyas migajas de placer son tan escasas y tan infrecuentes que deben pelear por ellas como lo hacen los mendigos por una corteza de pan. Aquí, en la corte, donde no faltan precisamente las sensaciones más placenteras, podemos permitirnos elegir. –Me lanzó una mirada divertida–. Pero si sois un espíritu sensible, dejadme que os dé un consejo. Al igual que a la hora de escoger un agua de colonia o de disfrutar de una sarabande se demuestra si sois o no un experto, la elección de las amantes que están a vuestro alrededor demostrará si sois una persona de gustos refinados o un impostor.

–¿Un impostor? –repetí, inquieto.

Supongo que aún temía que un paso en falso pudiera traicionar mis orígenes.

Ella asintió con la cabeza.

–Sólo un bruto, por ejemplo, seduciría a una criada. Acostarse con una mujer vulgar, por mucho que esté dispuesta a hacerlo, implica el riesgo de contagiarse de su vulgaridad. Y, pase lo que pase, nunca debéis permitir que os dominen los sentimientos. El amor es algo extraordinario, pero del mismo modo que el hambre no justifica los malos modales en una mesa, la pasión no es una excusa para comportarse en la cama como un patán. El exceso de emociones en una relación amorosa resulta tan desagradable como el exceso de romero en un plato o un énfasis exagerado en una pieza musical. Es posible –y necesario, además– mostrar elegancia en los amours propios al igual que en todos los aspectos de la vida.

Dijo todo eso en voz baja e indolente, como si hubiera abordado en tantas ocasiones aquel tema que no mereciera la pena añadir nada más. Era el modo en que todos hablaban en la corte, sobre todo las mujeres: lo había oído definir como préciosité, y las damas que lo cultivaban en los salones más elegantes de París eran conocidas como les précieuses. Sin embargo, el brillo de malicia en sus ojos daba a entender que aquello era algo que se tomaba muy en serio.

Me incliné con ironía.

–Os quedaré muy agradecido por todos los consejos que podáis darme al respecto, madame.

–Estupendo –repuso ella–. Entonces está decidido. Traedme un helado dentro de dos días y mientras tanto pensaré en cuál debería ser vuestra próxima conquista.


Así empezó la siguiente fase de mi educación. Del mismo modo que en Florencia había experimentado diferentes técnicas y sabores, en Versalles probé los diferentes gustos y aromas del amor. Olympe tenía razón: no tardé en descubrir que muchas mujeres de la corte estaban más que dispuestas a frecuentarme. Y también descubrí algo más; amaba a las mujeres y, en general, ellas me correspondían. Puede parecer una afirmación extraña, pero no había nada evidente: muchas de las amantes más célebres de la corte parecían estar cansadas de sus relaciones, como si enamorarse fuese un deber tan arduo e inevitable como el de asistir a un enésimo baile. De vez en cuando, Olympe me recordaba que no me entusiasmara demasiado –«Si vais por ahí con una sonrisa en los labios, la gente os tomará por un mentecato»–, pero, en general, me trataba con una divertida indulgencia. Por mi parte, aprendí en seguida a mostrarme ante el mundo con un aire de irónico cinismo que estaba muy en boga en aquellos tiempos.

También descubrí que si una mujer quería ser cortejada, tenía un medio perfecto a mi disposición. Al parecer, no había nada más convincente que anunciar que estaba tratando de perfeccionar un nuevo sabor o una combinación inédita de helados que nadie hasta entonces había degustado y que necesitaba la ayuda de la dama en cuestión para probarlo y conocer su opinión. También hacía falta cierta pericia, además de un placer innegable, para dar con el sorbete adecuado para cada mujer: las más jóvenes e inocentes –aunque en la corte no existía la verdadera inocencia– se dejaban tentar con sabores más sofisticados, mientras que las mujeres maduras preferían la autenticidad y la frescura de los gustos más sencillos.

A medida que iba adquiriendo experiencia, era más creativo con los helados que preparaba para el rey y para mis amantes. Evidentemente, aún seguía elaborando los sorbetes con una sola fruta que tanto le gustaban al rey, pero después de haber probado todas los frutos que la naturaleza ponía a mi disposición, me puse a crear nuevos e imaginarios huertos de árboles frutales y potagers por mi cuenta, como uno en el que crecían frutos que eran mitad lima y mitad limón, o un arbusto que daba pan de centeno, o una planta cuyo polen eran huevas de esturión de Aquitania. Incluso los parterres me ofrecían sus flores para preparar sorbetes con la esencia de las hojas de geranio o lavanda, o empleaba sus aromas para perfumar granites con bálsamo de melisa, violeta o rosa. El hecho de que todos estos sabores pudieran existir y que se dejaran apresar dentro de los cristales helados de mis eaux glacées nunca dejaba de asombrar a los invitados del rey: mi estrella subía cada vez alto y mi prestigio acabó siendo conocido más allá de los confines de la corte.

Entonces, un día, le llevé al rey un helado de fresas aromatizado con pimienta blanca y, aunque al principio no me di cuenta de ello, mi vida cambió por completo.

Carlo





Para preparar un sorbete de fresas: coger treinta fresas grandes bien perfumadas, cortarlas en daditos y pasarlas por un tamiz; añadir una copa de azúcar, una pinta de leche de vaca muy espesa y mezclar mientras se congela. No hace falta nada más, pero se puede aderezar con un poco de menta o de pimienta blanca a discreción.

El libro de los sorbetes

El helado no cuajaba, y el rey estaba esperando.

A pesar del frío que hacía en la despensa subterránea, estaba sudando. Sujetando el cubo de madera con las rodillas, vertí la mezcla de azúcar, crema y fresas troceadas en la sabotière, el contenedor interno de peltre, y volví a remover otra vez con la espátula.

A mi lado, Audiger se estaba poniendo nervioso.

–Tal vez deberías hacerlo más despacio. Pero date prisa, vamos.

No me molesté en señalar que era muy difícil hacer esas dos cosas al mismo tiempo.

–El hielo no está lo bastante frío. Necesito más salitre.

–El hielo es hielo, ¿no? Solo tiene una temperatura, la de congelación. Lo han dicho muchos expertos. Galeno afirma que…

–Está allí –le interrumpí–. Dos medidas.

Audiger se dirigió a las arcas donde guardábamos los ingredientes y cogió unos cuantos cristales amarillentos.

–Aquí está.

Dejé de remover para que Audiger pudiera añadirlos a la mezcla. Con mucho cuidado, vertió el salitre en la parte externa del cubo. Mientras lo hacía, un lacayo vestido con la librea real asomó la cabeza por la puerta de la despensa.

–Vamos a servir los postres al rey –anunció.

Audiger se volvió hacia él y le gritó:

–¡Dos minutos! ¡Sólo dos minutos más! Su Majestad ha dicho que hoy le apetecía un helado de fresas, y eso es lo que tendrá.

Siguiendo su costumbre, se interpuso entre el lacayo y nuestros utensilios de manera que este no pudiera ver nada.

Entre las piernas sentí que –¡por fin!– el cubo se enfriaba mientras el salitre cumplía con su cometido. La espátula se movía más despacio, encontrando una mayor resistencia. Yo también aminoré la velocidad, para adecuarme al ritmo. Era una tarea ardua, la parte más difícil, pero mi alivio era tal que sentí que disminuía la tensión de mi espalda.

«Si eres demasiado impaciente, la espátula puede calentar la mezcla –decía la voz de Ahmad en mi cabeza–. Presta atención a tu mano, no a tus ojos. Cuando parezca arena, es que ya está casi listo».

–Ya está listo –dije.

Hoy no había tiempo para exquisiteces. Cuando el rey expresaba su deseo por un determinado sabor, incluso el hielo debía obedecer.

–Por fin.

Audiger se arregló la peluca y se quitó el polvo del sótano de sus elegantes vestimentas. Miró a su alrededor mientras se ponía los guantes blancos.

–¿Dónde está la fuente?

Le hice un gesto con la cabeza.

–En el estante.

La bandeja también estaba hecha de hielo; había sido introducida en un molde y luego pulida hasta obtener el aspecto del cristal. Ya estaba llena de hielo picado.

Inspeccioné el contenido del cubo por última vez. Ahora, la mezcla era densa y granulosa como la miel sin refinar. Los grumos y las vetas de las fresas trituradas se habían desparramado por la crema. Metí un dedo para probarlo.

–¿Qué estás haciendo? –gritó Audiger–. Apenas hay bastante para los invitados del rey.

No le contesté. Probaba todos los helados que preparaba, pero Audiger no tenía por qué saberlo. Tras reflexionar un momento, asentí.

–Está rico.

Cogiendo la cuchara que se apoyaba en el borde, vertí una cucharada del sorbete rosa en la fuente. Luego añadí otra, y otra más. La fuente adquirió en seguida el aspecto de un mar helado; las crestas y los rizos de crema ayudaban a disimular que la ración era muy escasa.

–Y ahora vete –dije.

–¿Un poco de canela? –sugirió Audiger, nervioso–. ¿Hojas de oro? ¿Nuez moscada?

–Tal vez un poco de pimienta blanca.

–¿Pimienta? ¿Con las fresas? ¿Te has vuelto loco?

–Sólo una pizca. Confía en mí.

Audiger lanzó un suspiro.

–De acuerdo, pimienta. Y un poco de azafrán. Su Muy Cristiana Majestad no espera menos.

Antes de que pudiera detenerlo ya había echado un buen puñado de hilos de azafrán en el plato.

–Le gustará más si tiene el sabor que debe tener –balbuceó.

Con el pretexto de decorar con unas hojas de menta, conseguí quitar casi todo el costosísimo azafrán con el dorso de la mano.

–Vete –repetí, alcanzándole el plato.

Audiger subió las escaleras de la despensa sosteniendo el plato con aire solemne, con la espalda totalmente erguida, como si ya estuviera en presencia del rey. Fui tras él. Fuera, la luz de sol y el calor creaban un fuerte contraste con el frío húmedo de la despensa. Vi que el helado de fresas brillaba ligeramente como la escarcha en el aire caliente y recordé el sabor que había probado brevemente con la punta del dedo: azúcar, leche y fresas, concentrados gracias a la acción del hielo en minúsculos cristales de sabor.

Sí, pensé. Está rico. Un plato digno de un rey.

Era algo que Audiger nunca habría entendido: los helados no eran simplemente una novedad, un modo de demostrar la ingeniosa supremacía del hombre sobre el orden natural de las cosas. Era una forma totalmente nueva de combinar aromas y sabores cuyo éxito dependía de la bondad de las recetas que se ensayaban.

El lacayo que nos había apremiado extendió las manos para coger la fuente. Audiger lo ignoró. Por un momento, ambos se miraron fijamente; luego, el lacayo se dio la vuelta y empezó a caminar delante de Audiger. Otro lacayo lo siguió, y luego otro más, mientras un cuarto y un quinto abrían unas elegantes sombrillas para proteger el sorbete del sol. Al frente de la escuadra iba un maître d’hôtel de rasgos marcados y tocado con peluca que empuñaba un largo bastón plateado como símbolo de su autoridad. A una orden suya, todos se dirigieron a paso ligero hacia el jardín de rosas.


El esfuerzo de tener que mantener el paso implicaba que, a pesar de que iban al trote, la procesión de lacayos no iba mucho más deprisa que yo, que les seguía de cerca. En cualquier caso, sabía a dónde se dirigían. En la entrada del jardín de rosas, donde los setos se desplegaban hasta desembocar en un lago ornamental, treinta o cuarenta cortesanos con sus respectivas damas daban un paseo, desplegando toda su elegancia. Las mesas se habían dispuesto a la sombra de un cedro. Detrás de ellas, formando en filas de cuatro, había un pequeño ejército de criados que sudaban bajo sus cortas pelucas. A un lado, tocaba un grupo de músicos. En el centro, donde la multitud de cortesanos era más densa, vislumbré la oscura y tupida peluca del rey.

Los criados recorrieron al trote los zigzagueantes senderos que cruzaban los jardines. Yo crucé directamente por el césped, reuniéndome de nuevo con ellos cuando se disponían a rodear el lago. La procesión aminoró la marcha, adquiriendo un paso más digno, cuando se acercó al primer grupo de invitados; algunos cortesanos, curiosos, se dieron la vuelta para contemplar la fuente. Muchos, yo lo sabía, aún no habían tenido ocasión de degustar aquella pasión del monarca. Y teniendo en cuenta la poca cantidad de helado que había y el gran número de invitados, la mayoría tampoco tendría la oportunidad de hacerlo aquel día. Luis ya debía de haber elegido a los que tendrían el honor de probarlo.

Cuando nos acercamos, el rey se volvió.

–¡Ah! ¡Mi helado de fresas! –exclamó.

Audiger se detuvo y se inclinó, flexionando una rodilla con cierta torpeza a causa de la fuente que sostenía en la mano. Luis le hizo un gesto para que se acercara.

–Y ahora veréis si no tenía razón, señor duque. Es una auténtica especialidad.

Las palabras iban dirigidas al hombre que estaba a su lado. Vestía de forma parecida a los criados, pero yo sabía que, en realidad, era un inglés, un invitado muy importante, que había venido para negociar un tratado entre los dos países. Luis se divertía vistiendo a sus sirvientes según la moda de las cortes extranjeras. Era una forma recordar a los visitantes que su corte era mucho más rica y suntuosa que las suyas.

Al otro lado del visitante estaba madame, como la llamaban: Enriqueta de Inglaterra, la hermana del rey inglés. Estaba casada con el hermano de Luis, aunque también era una de las favoritas –eso se decía– del propio Luis.

–Sí, George, os proporcionará fuerzas suficientes para permitiros jugar con nosotros a paille maille –le estaba diciendo la dama–. Sé que sabéis jugar: me han dicho que mi hermano lo ha introducido en vuestro país y que en la corte se juega todos los días.

–Es cierto –dijo el duque, sonriendo–. Como tantas otras modas francesas, en Londres es una auténtica locura. Su Majestad ha ordenado disponer un terreno de juego cerca de Whitehall que la gente ya llama Pall Mall. –Examinó con cierto aire de perplejidad el plato de helado de fresas–. Y ha construido un depósito de hielo en St James Par: otra idea que le vino mientras estuvo exiliado aquí, creo, aunque sus cocineros aún no han utilizado el hielo en sus postres.

–Es mucho más que un postre helado –explicó Luis–. Probadlo y entenderéis lo que quiero decir.

El rey extendió la mano. Por un momento vi el pánico en la mirada de Audiger cuando se dio cuenta de que no sólo no había traído cuencos y cucharas, sino que al sostener la fuente con las dos manos no estaba en disposición de servir al rey. Sin embargo, yo lo había previsto todo. Había cogido media docena de cuencos de porcelana blanca y azul cuando pasé junto a una de las mesas; serví el helado en uno de ellos y se lo ofrecí con una reverencia.

–Demirco procede de Florencia –dijo el rey, cogiendo el cuenco–. Es uno de los pocos en Europa que sabe preparar helados. ¿Qué habéis creado en esta ocasión, signor?

–Un helado de fresas, sire, como me habíais ordenado, con un poco de crema de leche y pimienta blanca.

Vi a Audiger apretando la mandíbula. Con el francés sosteniendo la fuente mientras yo servía, por no mencionar la conversación sobre la receta con el rey, a ojos de todos parecía que Audiger fuera el aprendiz y yo el maestro.

–¿Majestad?

Quien se acercó al rey era su nuevo médico, un hombre llamado Félix.

–¿Qué ocurre, Félix?

El doctor carraspeó.

–El día es muy caluroso, sire, y las damas… Incluso las que no están especialmente delicadas se han acalorado jugando a paille maille. Dadas las circunstancias, no lo aconsejo.

–¿El helado?

El rey parecía sorprendido. Félix asintió con firmeza.

–En esta cuestión en particular las autoridades médicas se muestran de acuerdo. El consumo de hielo en un día tan caluroso puede provocar varias dolencias. Incluso ataques de apoplejía. El caballero inglés puede probarlo, pero vos y las damas…

–¿Insinuáis que estáis dispuesto a matar a nuestro honorable invitado, el duque de Buckingham, pero no a nosotros? –exclamó el rey–. Dios mío, Félix, os nombraremos diplomático.

Los que estaban más cerca del rey se echaron a reír, pero –me di cuenta– nadie probó el helado. Un embarazoso silencio cayó sobre la reunión de la corte.

Fue un impasse. Las virutas ya empezaban a fundirse bajo el sol. Sabía que era inútil discutir con aquel médico necio: eso sólo habría avergonzado al rey en presencia de sus invitados. Noté un sabor extraño en la boca y comprendí que me había mordido las encías para mantener la sonrisa en los labios.

Entonces, una voz –una fresca voz femenina– dijo, detrás del rey:

–Quizás podría probarlo yo por vos, Majestad.

La que había hablado era una mujer, o, mejor dicho, una muchacha, porque era incluso más joven que madame: puede que tuviera dieciocho o diecinueve años y llevaba un vestido que parecía uno que hubiera descartado madame y que le daba un aire si cabe más joven. Su rostro tenía algo de infantil: era hermosa, pero con aquellos labios demasiado grandes y aquellas pecas a ambos lados de la nariz, poseía la belleza severa y aún inmadura de la adolescencia. La masa de rebeldes tirabuzones que caían sobre su cuello, au naturel, parecía más la peluca de un hombre que los elaborados tocados que lucían las otras damas. Su piel era muy pálida, tan pálida como el helado de leche. Sin embargo, eran sus ojos lo que más llamaba la atención: eran verdes, y uno de ellos parecía un poco perezoso, como si tuviera que reflexionar un momento antes de seguir el movimiento del otro.

La joven se volvió hacia el médico.

–¿Ese es el fundamento del nuevo método, verdad? Hipótesis, investigación y finalmente deducción, ¿no?

El médico asintió a regañadientes.

–Muy bien, entonces –dijo la muchacha–. Yo seré vuestra investigación; si muero, podréis deducir todo lo que corresponda al caso.

–¡Bravo, la belle bretonne! –exclamó el rey–. ¿Y si os da un ataque, querida? Vuestros padres nunca me lo perdonarían.

–Es un honor correr ese riesgo por vos, sire.

Su voz tenía un tono sardónico, como si quisiera decir: «Son solo tonterías, y todos lo sabemos».

–Además –añadió la joven, cogiendo con destreza el cuenco que sostenía madame–, la ración es muy escasa. Así me aseguro de que, a pesar de mi inferior rango, podré probar esta maravilla de la que tanto he oído hablar.

La muchacha se llevó la cuchara a los labios.

Aquel era un momento que siempre había adorado, el momento en que alguien probaba uno de mis helados por primera vez. Evidentemente, era mucho mejor si no tenían ni idea de lo que estaban a punto de degustar, así la sorpresa era absoluta; había descubierto que, aunque creyeran adivinar qué les esperaba, no conseguían imaginar cuál sería la sensación. A veces, si la persona en cuestión era necia, se sobresaltaba y dejaba caer el cuenco; a veces, las damas solían gritar, alarmadas, llevándose a la boca la mano que aún sostenía la cuchara, como si tuvieran miedo de sufrir un ataque de hipo o de tos o de escupir lo que habían tomado. Luego, un instante después, el susto se convertía en asombro, y el asombro en placer. Eso significaba que la primera cucharada se acababa de fundir en su boca y que el sabor dulce e intenso –si yo había hecho bien mi trabajo– los empujaba inmediatamente a tomar otra cucharada, y otra más, hasta que el exceso de frío entumecía de repente el paladar y provocaba una punzada en la cabeza; en ese punto, la gente lanzaba alguna exclamación y boqueaba para absorber aire caliente y poder así fundir el hielo que se agarraba a su garganta. Sin embargo, eso también duraba sólo un momento; luego venía la batalla final entre la prudencia y la glotonería, mientras el deseo de tomar otra cucharada se enfrentaba al miedo de una nueva sensación de frío, hasta que todo el contenido del cuenco era devorado por completo y se lamía hasta la última pizca de helado licuado que quedaba en la cuchara con la que se había servido.

Sin embargo, aquella joven no gritó ni tosió. Sólo abrió mucho los ojos, mostrando durante un instante una expresión de sorpresa antes de recomponerse.

–¿Y bien? –le preguntó el rey.

Tenía una mancha blanca en el labio superior. Al cabo de un momento, la lamió con la lengua. Aunque estaba hablando con el rey, sus ojos –incluso el perezoso– se fijaron en mí más tiempo del debido, y por un instante detecté algo en ellos –un destello de algo indefinido, rápidamente reprimido– que reconocí.

Había visto esa expresión en el rostro de una mujer en otras dos ocasiones: una en el de Emilia, y otra en el de Olympe.

–Diría –observó– que es fresco y dulce como el beso de un amante en un caluroso día de verano, aunque, naturalmente, una muchacha como yo no tiene ni idea de cómo sabe tal cosa.

Algunos de los presentes se echaron a reír por lo imprudente de su ocurrencia. El rey aplaudió.

–Aquí tenéis vuestra respuesta, Félix… Como siempre, habéis sido demasiado prudente. Y la belle bretonne se ha tomado vuestra ración de helado de fresas, de modo que os quedaréis sin probarlo.

–No deseo probarlo, sire –repuso el médico, con aire contrito–. No sería un buen médico si no siguiera mis propios consejos.

Las damas y los nobles de la corte se apiñaron en torno a mí y a Audiger, más impacientes si cabe por el hecho de que no habría bastante para todos. Un momento después, el helado de fresas había desaparecido. Las risas y las exclamaciones de sorpresa llenaban el aire. Las mujeres se quedaron de piedra por el estupor, con los carrillos hinchados tras el primer bocado; los hombres se reían de ellas, aunque hacían muecas no menos desconcertadas. Algunos trataban de fingir que no era nada nuevo ni notable para ellos, aunque se llevaban a la boca las cucharadas con gran desenvoltura, con una cínica sonrisita en los labios, aunque sus gargantas se enfriaban más deprisa y eran los que sentían las primeras punzadas de dolor en la cabeza. Vi a un elegante cortesano dando un paso atrás, como si le hubiesen disparado en la espalda, con los ojos fuera de las órbitas. La sonrisa afectada en el rostro de otro se convirtió en una risotada de alegría infantil, mientras un tercero se puso a cantar por la sorpresa.

–¿Y bien? ¿Qué os parece? –les preguntó el rey, impaciente.

Todos se afanaban por acercarse a él para decir que era lo más asombroso que habían probado en su vida y que ninguna otra corte era capaz de ofrecer tantos prodigios como la francesa. El monarca asintió con la cabeza, complacido; entonces, señalándonos a Audiger y a mí, exclamó:

–¡El gran Demirco! ¡Audiger! ¡Los maestros pasteleros de Francia!

La corte aplaudió, batiendo las manos enguantadas. Audiger y yo les dimos las gracias haciendo elegantes reverencias a derecha y a izquierda.

Así eran las comidas al aire libre en la corte de Luis XIV.

–¿Y vos, lord Buckingham? –preguntó el rey, dirigiéndose al inglés–. ¿Qué os parece?

–Muy refrescante –repuso el visitante, colocando la cuchara en el cuenco vacío–. Estoy seguro de que a mi rey le gustaría saber cómo se elabora.

–Desgraciadamente, eso es imposible. Demirco y sus colegas son muy cuidadosos a la hora de guardar los secretos de su arte. Y hay cosas que ni siquiera un rey puede ordenar.

–Estoy convencido de que Su Majestad puede conseguir todo lo que desea –dijo el inglés, secamente.

–¿Estamos hablando del helado de fresas o del puerto de Dieppe?

Risas.

Me dio la impresión de que los fragmentos que conseguía entender de lo que estaban hablando formaban parte de otra conversación, como un partido de paille maille, en el que los lanzamientos más importantes son los que se elevan a dos metros del suelo.

–Además, vosotros, los ingleses, tenéis unos gustos muy particulares en cuestión de postres. Creo que lo que más os gusta son las tortitas –decía el rey, provocando más risas.

Al menos era capaz de seguir aquella parte de la conversación: las tortitas eran un plato holandés, y los holandeses eran contra quienes estaban conspirando ahora los franceses; la segunda potencia de Europa enfrentándose a la primera, para adueñarse de las tierras que los holandeses habían robado al mar. O algo así. Oía las conversaciones sobre política que se mantenían en el laberinto de las cocinas y las despensas en los sótanos de Versalles, pero no les prestaba demasiada atención.

–¿Qué decís vos, Demirco? –Para mi sorpresa, el rey me estaba mirando fijamente–. ¿Podríamos prepararle un helado al rey Carlos de Inglaterra, algo tan delicioso que le hiciera olvidarse para siempre de las tortitas? ¿Un postre que le recordara a Francia, a los largos años de exilio durante los cuales disfrutó de nuestra hospitalidad, para que no se olvide de sus viejos amigos con el ansia de degustar de nuevo las tartas y los potajes ingleses?

El rey dijo «las tartas y los potajes» en un tono jocoso, provocando una vez más las risas y los aplausos de sus cortesanos.

–Por supuesto, sire –dije, sin estar seguro de si Luis estaba bromeando o no–. Como guste Su Majestad. Pero ¿no se habrá derretido antes de que pueda probarlo?

–Es posible –repuso el rey, encogiéndose de hombros.

Me pregunté si no habría dicho alguna inconveniencia.

De pronto, Audiger recuperó el habla.

–Sire, para mí sería un honor preparar un helado digno de que Su Majestad lo ofrezca al rey de Inglaterra.

Miré a Audiger, desconcertado. ¿Qué quería decir? ¿No estaría pensando que era capaz de preparar un helado que superara a los míos? Al parecer, así era. Me miraba con frialdad. Aquella sería su venganza por haber acaparado toda la atención del rey.

–¡Ah, signor Demirco! ¡Parece que os han desafiado! –exclamó Luis, con regocijo–. ¿Aceptáis el reto?

Hice una reverencia.

–Por supuesto.

–¡Estupendo! Invitaremos a participar a Procopio y a… ¿Cómo se llama ese otro pastelero? El signor Morelli. Cada uno dará lo mejor de sí, y… lord Buckingham, antes de partir tal vez nos haríais el honor de juzgar nuestra pequeña competición.

–Será un placer. Pero ¿cuál será el premio?

Luis reflexionó un instante.

–Ésta gente no ha parado de presionarme para tener un gremio. Digamos que el que elabore el mejor sorbete será nombrado su presidente.

Por el rabillo del ojo vi que Audiger se ponía rígido. Si no hubiésemos estado en presencia del rey, habría lanzado un suspiro. De todo aquello no podía salir nada bueno.


–¿Esta es tu forma de darme las gracias? –dijo Audiger, jadeando mientras ascendíamos la colina en dirección a palacio.

–¿Qué quieres decir?

–Estoy hablando de tu actitud condescendiente conmigo en presencia del rey. Por no hablar de esa joven bretona… ¡Qué insolencia! Seguro que lo tenía todo planeado.

–¿La morena? ¡Pero si nos ha hecho un favor! De no haber sido por ella, nadie habría probado el helado.

–Obedecía las órdenes de madame, puedes estar seguro de ello.

–¿Por qué? ¿Quién es?

Audiger hizo un gesto con la mano, como si quisiera obviar la pregunta.

–Una de las damas de compañía de madame. Aparte de eso, nadie importante. Pero si yo no hubiese estado allí para salvar el honor del rey y aceptar el desafío…

–¿Cómo?

–Si yo no hubiese estado allí –repitió Audiger– el rey se habría sentido avergonzado ante su invitado inglés. Aunque sólo sea por eso, él me convertirá en vencedor.

–¿Qué piensas prepararle?

Audiger adoptó una expresión burlona.

–Aún no lo sé, pero cuando lo sepa no pienso decírtelo. Algo glorioso. Quizás algo que simbolice el brillo del sol.

Por supuesto, pensé, lanzando un suspiro: el sol. Era la respuesta de todos los cortesanos. Personalmente, si yo fuera el rey, estaría harto de cajas de tabaco con el sol estampado en relieve, de espejos decorados con soles, de joyas con forma de sol, de cuadros embellecidos con soles, de muebles adornados con soles… Pero a Luis no parecía molestarle. Quizás fuera una ventaja tener un único símbolo asociado a su nombre, del mismo modo que en Florencia las tres bolas de los Médici estaban en todos los palacios y las iglesias.

–Tal vez deberías servirle un helado que estuviera derretido –le sugerí–. Ya sabes, para simbolizar el calor deslumbrante del sol que emana del rey.

–Un día –dijo Audiger, con gravedad– esa lengua tuya te meterá en un lío. Y sospecho que ese día llegará antes de lo que esperas.


En eso, como se vería más adelante, estaba muy equivocado. No fue mi lengua la que me metió en un lío ese día, sino mis ojos, cuando vieron a cierta dama de compañía de ojos verdes y pelo oscuro. Sin embargo, no le hablé de ella a Audiger. No tenía ningún sentido hacerle partícipe de mi interés.

Carlo





Debe mezclarse el sorbete con un tenedor mientras se congela, a fin de ablandar los cristales y romper el hielo.

El libro de los helados

Unos días más tarde estaba dando un paseo por el jardín de rosas, sumido en mis pensamientos. Estaba pensando en la competición del rey y en lo que debería preparar, aunque también reflexionaba sobre mi futuro.

Parecía que mi asociación con Audiger, tensa desde hacía tiempo, se estaba convirtiendo finalmente en rivalidad, con la presidencia del gremio como recompensa. Me remordía la conciencia –si Audiger no me hubiese rescatado de la corte de los Médici, quién sabe cuánto tiempo habría tenido que resistir allí–, pero no se podía ser agradecido eternamente. Y, a decir verdad, me había dejado perplejo el hecho de que el francés pensara que podía superarme a la hora de crear un helado. Siempre había creído –no: siempre había sabido– que en aquel aspecto de nuestro trabajo mi supremacía estaba clara.

Las palabras de Luis al inglés habían constatado que, en su opinión, sólo era necesario un pastelero, y yo simplemente debía asegurarme de ser el elegido. No había otra opción: tenía que ganar la competición y Audiger debería ceder ante mí.

Había un lugar al que iba de vez en cuando para estar solo, cuando quería huir de las constantes idas y venidas de los cortesanos: un bosquecillo de nísperos cuyas ramas más bajas creaban una especie de banco oculto. Me dirigía hacia allí cuando descubrí que, después de todo, no estaba solo. Había una mujer leyendo justo en el mismo sitio donde tenía pensado sentarme.

Sólo cuando estuve muy cerca vi de quién se trataba. Era la joven de ojos verdes, la que había probado mi helado. Me puse contento: no pensaba que tendría la ocasión de volver a verla tan pronto.

–Madame –dije, inclinando la cabeza–. Buenos días.

–Mademoiselle –me corrigió, levantando un instante la mirada–. Soy mademoiselle Louise de Keroualle.

–Le pido disculpas, mademoiselle. Yo soy…

–El gran Demirco, el heladero–dijo ella, lacónicamente–. Sí, lo sé.

Incliné nuevamente la cabeza, esperando que dijera algo, pero ya había retomado su lectura.

–Mademoiselle, debería daros las gracias por haber probado mi helado el otro día –dije–. Si no lo hubierais hecho, estoy seguro de que aquel médico necio habría convencido al rey de que no lo degustara.

–Bueno, de momento no he tenido ningún ataque –repuso, volviendo una página–. Aunque vuestra creación sí ha tenido ciertos efectos desagradables.

–¿En qué sentido?

–Desde entonces, toda la corte no habla más que de helados. Era imposible hacer otra cosa. He tenido que venir aquí para huir de vos y leer mi libro en paz. Y ahora estáis aquí, en carne y hueso.

Lo dijo con tanta naturalidad que por un momento me pregunté si realmente le molestaba mi presencia. Pero entonces me acordé de la ansiedad con la que había devorado mi helado de fresas y decidí insistir.

–¿Y qué hacéis aquí, en la corte, mademoiselle? Normalmente no suele ser un lugar donde se lean libros.

–Si os interesa saberlo, estoy esperando–respondió, tras dudar unos instantes.

–¿Esperando a quién?

–A mi esposo.

–¿Y hace mucho que lo esperáis?

–Desde hace unos tres años. Ya veis, no tengo marido.

Ligeramente confundido por aquella frase sin sentido, dije:

–Creía que a una mujer joven y bonita como vos no le faltarían pretendientes.

No reaccionó a mi cumplido en alguna de las dos formas que yo había previsto: no se ruborizó con gracia, como habría esperado de haber correspondido a mi interés, pero tampoco me miró con desprecio, para darme a entender que no estaba receptiva. Simplemente lanzó un suspiro, como si ya hubiese tenido aquella misma conversación en muchas ocasiones.

–¿Queréis galantearme? Os ruego que no lo hagáis, signor Demirco. ¿No os lo han dicho? Soy demasiado pobre para ser cortejada.

–¿Qué queréis decir?

–Sólo quiero decir que nadie les ha explicado a mis padres el precio que tiene hoy en día un buen marido: casi una docena de elegantes vestidos, un palacio en la ciudad, un coto de caza, las deudas saldadas y las pérdidas en las cartas restituidas. –Hablaba en un tono ligero, aunque me pareció ver un destello de rabia en su mirada–. Han hipotecado las últimas propiedades que les quedaban y comprado a su hija mayor un puesto en la corte, con la esperanza de que la excelencia de su espíritu consiga que algún rico cortesano se olvide de la pobreza de su familia y nunca se dé cuenta de su error.

–Lamento oír eso.

–No me compadezcáis, signor. En cualquier caso, aquí no estoy perdiendo el tiempo. Mientras espero, soy la dama de compañía de madame Enriqueta.

Al no estar seguro de si continuaba hablando en sentido irónico, guardé silencio.

–Oh, madame es una gran persona –exclamó, con repentina pasión–. No es una de esas bellezas de la corte afectadas que se contentan con bordar cojines y concertar citas amorosas. –Había cerrado el libro, pero me di cuenta de que había metido el pulgar en él para no perder el punto. Bajé la mirada y me llevé otra sorpresa: no estaba leyendo un relato romántico, sino los Principios de la filosofía, de Descartes–. Está trabajando en un importante acuerdo diplomático: una alianza entre su hermano, el rey de Inglaterra, y su… –Dudó un momento–. Su protector, el rey de Francia, como pudisteis ver vos mismo ayer.

Sacudí la cabeza.

–Sólo vi a algunos cortesanos ociosos, un partido de paille maille y un baile.

–En esta corte, bailar es diplomacia. Y, aunque pueda resultar divertido, lanzar polvo a los ojos de los ingleses no es tan fácil como hace que parezca madame.

–¿Polvo?

–Disculpadme –dijo, de repente–. Estoy hablando de asuntos sobre los cuales no debería decir nada. –Se puso en pie–. Deberíais hacerme un gran favor, signor: olvidar que hemos tenido esta conversación.

–¿Olvidar qué? –le pregunté, perplejo–. No habéis dicho nada; nada trascendental, al menos.

Había empezado a alejarse, pero se detuvo. Una vez más, su ojo perezoso parecía posarse en mí más tiempo que el otro.

–Me alegro de que penséis así –dijo, en tono burlón–. Por mi parte, creía haberos revelado los secretos más profundos de mi corazón.

Cuando se disponía a entrar en el jardín de rosas, sentí un impulso y le grité:

–Tal vez volvamos a vernos.

No se detuvo, pero su voz llegó flotando hasta mí.

–Si ambos seguimos buscando lugares donde estar solos, podéis estar seguro de ello, signor Demirco.


«Olvidadlo», me había dicho, pero, para mi sorpresa, descubrí que no podía hacerlo. No era su aspecto, o al menos no era sólo eso. La corte de Francia estaba llena de mujeres bonitas; pero lo cierto es que, según los cánones imperantes, ella no era ninguna belleza: su ojo perezoso, casi estrábico, no era ciertamente ningún punto a su favor. No, había algo más, algo en su forma de comportarse.

En italiano existe una palabra, stizzoso, para definir a una persona quisquillosa, insatisfecha, incluso enojada; como un puerco espín o un erizo. Entre las damas lánguidas y refinadas que habitaban en la corte había visto muy pocos erizos. Pero Louise de Keroualle era uno de ellos.

«Tal vez volvamos a vernos…». Qué torpe había sido… Sin embargo, no me había rechazado. «Podéis estar seguro de ello».

Desde entonces, había visitado el bosquecillo de nísperos media docena de veces, pero ella no estaba.


Olympe esperó a que acabáramos de hacer el amor y a que ambos estuviéramos tumbados, con mis pies junto a su cabeza, en la enorme cama con dosel, antes de decir:

–Hoy estabais distraído.

Volví la cabeza y le di un beso en su regordeta pantorrilla.

–Eso jamás.

–¿Quién es ella?

–¿Qué queréis decir? No hay nadie, salvo vos.

–Embustero. –Olympe me empujó con el pie y se sentó, apoyándose en un brazo–. Contadme. A decir verdad, prefiero las intrigas a los cumplidos. Tal vez pueda ayudaros a seducirla, sea quien sea.

–Hay una muchacha… –dije, a regañadientes.

–Sí, por supuesto. ¿Quién es? Vamos, decídmelo.

–Louise de Keroualle. No sé por qué, pero me parece fascinante.

–¡Ah, ella! –Olympe volvió a tumbarse en la cama–. Olvidadla. No podréis hacerla vuestra. Nadie podrá.

–¿Por qué no?

–Porque no está casada, naturalmente. –Al ver mi expresión de perplejidad, se explicó–. Se puede tolerar la infidelidad en una esposa o en una amante; en realidad, es algo que se espera en un lugar como éste. Pero una prometida en potencia, sobre todo una indigente como la pobre Louise de Keroualle, sólo puede ofrecer su virginidad. Lamentablemente, es demasiado pobre para que alguien de esta corte piense ni siquiera en desposarla. Así pues, seguirá siendo virgen toda su vida, a menos que sus padres se den cuenta de su error y la ofrezcan en un mercado menos exigente.

–Hacéis que parezca un objeto que está a la venta.

–Por supuesto. Nosotras, las mujeres, estamos todas a la venta, sólo que algunas preferimos ocuparnos personalmente de las negociaciones o conceder nuestros favores de vez en cuando. –Olympe se desperezó voluptuosamente–. En cualquier caso, no es adecuada para vos. Esa muchacha censura a todo aquel que se divierte.

–¿Queréis decir que os censura a vos?

–¿Os podéis imaginar –continuó Olympe, sin responder a mi pregunta– cómo sería en la cama alguien así? Lo único interesante sería ver si sois capaz de llevarla hasta allí. Después de eso –añadió, encogiéndose de hombros–, solo quedaría el hastío.

–Seguramente debe pensar que la cama es un lugar para leer libros.

Olympe se echó a reír.

–He encontrado un libro que me gustaría que leyéramos juntos –dijo, en tono burlón–. Las Posturas, de Aretino. La corte está encantada con él. Ilustra veintisiete posiciones distintas, y hay al menos cuatro que aún no hemos probado.

Contemplé su cuerpo desnudo.

–¿Cuándo volveré a veros?

–¿Así? Eso dependerá de si intentáis hacer algo con la joven De Keroualle.

–Habéis dicho que no puedo tenerla.

–Y no podéis. –Dejó que sus cortas y voluptuosas piernas colgaran de la cama y luego se dirigió a la antecámara, donde la estaba esperando el baño–. Aunque no creo que eso os impida intentarlo, ¿verdad?


No volví a ver a Louise de Keroualle hasta casi una semana después. Los días eran muy calurosos, y las damas y los caballeros de la corte no paraban de pedir cordiales helados y licores refrescantes, por no hablar de las preparaciones para la competición del rey. Aunque no la veía, no dejaba de pensar en ella, por lo que dedicaba mucha menos atención de la debida a la competición del rey.

Estaba en el depósito de hielo, supervisando la preparación de unos sorbetes, cuando una voz femenina dijo:

–Disculpad.

Era ella. Llevaba un vestido de manga corta muy sencillo, de lino marrón. Me di cuenta de que el frío del depósito le había puesto la piel de gallina en los brazos y en su delicado cuello. Pensé de repente cómo sería dar un paso al frente, agarrar aquellos aterciopelados brazos y frotarlos con las manos hasta aliviar sus escalofríos…

–Mademoiselle de Keroualle –dije–. ¿A qué debo este placer?

Quizás hablé con excesivo entusiasmo; en cualquier caso, me pareció que me miraba con desconfianza.

–Si esto es un placer, signor, entonces es que es muy fácil complaceros.

No pensaba dejarme disuadir por su escasa amabilidad.

–Si analizáis un cumplido tan inocente, puede que seáis demasiado susceptible.

–Tal vez –repuso ella, lanzando un suspiro–. En realidad, ha sido madame quien me ha enviado. Quiere una copa de agua de achicoria helada.

–Por supuesto. Yo mismo se la prepararé. Pero tardará unos minutos.

–Puedo esperar.

Se apoyó en una de las estanterías de piedra de la pared, cruzando los brazos sobre el pecho para protegerse del frío mientras yo empezaba a reunir todo lo que necesitaba. De vez en cuando le lanzaba una mirada, esperando que mis sonrisas fueran contagiosas, pero ella se limitaba a mirar a su alrededor, como si sintiera curiosidad por todo lo que la rodeaba.

Al fondo del depósito había un montón de bloques de hielo, listos para ser machacados, esculpidos o triturados.
–Qué bonitos son –dijo, en voz baja.

–¿Bonitos?

Nunca los había contemplado bajo esa óptica. Para mí eran sólo bloques, un material tosco con el que trabajar, aunque en cierto sentido sí eran bonitos. Me di cuenta de ello en aquel momento, como si cada uno de los bloques fuera de pórfido o de mármol: algunos eran transparentes como el cristal, otros opacos, y los había que tenían corazones o espirales blancos en su interior, como el agua que se vuelve turbia cuando se remueve. Los bloques eran bajos y largos como una mesa, y a la luz del depósito emitían una especie de reflejo frío y plateado.

–Son tan puros… –dijo ella–. Resulta muy extraño en pleno verano.

–Estos bloques han llegado en carro directamente de las bodegas del rey en Besançon. No hay un hielo mejor en todo París. –Contemplé sus brazos y el delgado vello de su piel erizándose de nuevo–. Estáis helada. Acercaos, dejadme que os frote…

–Gracias –dijo de inmediato, alejándose–. No es necesario. Como vos, estoy acostumbrada al frío.

–¿De verdad?

Tras ponerme un guante para picar –un guante de cuero muy grueso, cubierto de cota de malla–, empecé a raspar el hielo en un cuenco con movimientos firmes y enérgicos.

–En el lugar de donde procedo, la bahía de Brest, los inviernos son muy severos. –Guardó silencio un momento, como perdida en sus recuerdos–. Incluso el mar se llena de hielo. A veces llega la niebla desde el mar del Norte y lo congela todo: cada árbol y cada hoja de hierba quedan cubiertos por minúsculos cristales, como si fueran una pelliza blanca.

Asentí.

–He oído hablar de eso, aunque nunca lo he visto.

–Si vas bien abrigado, o eres rico o joven, es maravilloso –dijo. Su mirada parecía muy lejana mientras seguía los rítmicos movimientos de mi mano sobre el hielo–. Sin embargo, si eres pobre o viejo o estás hambriento, puede ser terrible. Todos los años, cuando la tierra recupera su estado habitual, enterramos a decenas de personas que mueren a causa del mal tiempo. Mi familia contaba con más recursos que la mayoría, naturalmente, y siempre teníamos algo para encender el fuego en el salón; un fuego de leña, quiero decir, no de carbón marino. Sin embargo, la estancia de los niños y las alcobas eran frías. Esperábamos ansiosos la nieve, porque significaba que el tiempo iba a mejorar. Si nos despertábamos y el hogar estaba lleno de nieve, nos vestíamos y salíamos afuera para bailar y hacer muñecos de nieve. –Su mirada se hizo más dulce al recordarlo–. O a lanzar bolas de nieve a tus hermanos, por supuesto. Pero eso ocurrió antes de que me enviaran a la corte.

Me vino una imagen fugaz de aquella orgullosa joven bailando en la nieve, girando feliz sobre sí misma, su pelo oscuro brillando por los copos de nieve que parecían lentejuelas a medida que se derretían.

–En Florencia casi nunca nevaba –dije–. Una o dos veces al año, tal vez. –El hielo ya estaba listo. Dudé un momento–. Ahora debo pediros que os deis la vuelta. Esta parte del proceso es secreta.

Ella levantó una ceja.

–¿Pensáis que puedo robaros vuestros trucos y dedicarme a preparar helados por mi cuenta?

–Por supuesto que no. Pero, desgraciadamente, no puedo hacer excepciones. El rey en persona insiste en este punto.

Se encogió de hombros y se dio la vuelta. Añadí una cucharada de salitre al hielo y a continuación cogí una jarra de cuello largo, una cantimplora, en la que vertí el líquido del licor. Tras introducir la vasija en la mezcla de hielo, la hice rotar, enfriando su contenido hasta que casi estuvo helado.

–Supongo que el misterio forma parte de la función –comentó, de cara a la pared–. Al igual que un mago, debéis hacer que parezca más difícil de lo que es en realidad.

Durante unos momentos posé mis ojos en su espalda sin que se diera cuenta: la curva de la espina dorsal, la forma las caderas, la postura del cuerpo, aún un poco torpe, que recordaba más a un potro que a un caballo.

–Al contrario. Sólo protegemos lo que hay que proteger.

Puse el resto del hielo a cucharadas en una copa y vertí por encima el licor helado. Pensé que era de un color muy bonito al sostenerlo a contraluz para admirarlo: marrón claro, casi dorado, con el hielo brillando en el fondo.

–Ya podéis daros la vuelta.

Ella obedeció.

–¿No hay más? –preguntó.

–¿No basta con esto?

–Madame querrá asegurarse de que lo he probado.

–¿Por qué?

–Teme ser envenenada.

–¿Envenenada?

Una vez más, su mirada se detuvo en mi rostro, como si se preguntara cuánto podía contarme. Con expresión muy seria, dijo:

–No os reiríais si conocierais los riesgos que corre. Su esposo… –Se estremeció–. Bueno, da igual. Pero está claro que me preguntará si lo he probado.

En la jarra quedaba un poco de licor. Lo vertí en otra copa.

Prego –dije, tendiéndosela. De pronto, se me ocurrió algo–. ¿Fue por eso que probasteis su helado de fresa? Después de todo no fue por complacerme a mí ni por poner en ridículo a ese estúpido médico. Sólo queríais aseguraros de que no estuviera envenenado.

Se bebió el licor de un solo trago, con sus ojos fijos en los míos, el perezoso siguiendo al otro.

–Excelente –dijo, tendiéndome la copa vacía. No estaba muy seguro de si se refería al licor o a mi razonamiento. Cogió la otra copa y la colocó en una bandeja.

–Y cuando dijisteis que era delicioso como el beso de un amante en un caluroso día de verano…

Sonrió.

–Son la clase de sandeces que le encanta oír a la corte, ¿no os parece?

Solté un gruñido.

–¡Oh, no os ofendáis! –dijo–. En realidad, el helado estaba muy rico. Ambos tenemos nuestros propios secretos, signor, sólo que el mío es un poco más importante.

–¿Cómo pueden ser importantes los secretos de una mujer? ¿Los secretos de a qué costurera hay que acudir o de quién ha ganado a las cartas?

–Estoy segura de que tenéis razón. –Se dirigió hacia la puerta, sosteniendo la bandeja con las manos, y se detuvo–. Y ahora me doy cuenta de que soy un ejemplo tan débil de mi sexo que soy incapaz de abrir esta puerta tan pesada sin usar las manos.

Lanzando un suspiro, me dirigí hacia la puerta y la abrí.

–Os quedo muy agradecida –dijo, con burlona cortesía–. Ha sido un placer hablar con vos. Y deberías saber que, a diferencia de vos, no soy fácil de complacer.


No podía hablar con Audiger, de modo que fui a ver a Olympe.

–Sé que me dijisteis que no volviera hasta que no hubiera acabado con ella –dije, irrumpiendo en sus aposentos–, pero necesito vuestro consejo.

Mientras le contaba lo que había ocurrido, me di cuenta de lo ridículo que sonaba: algunas miradas, algunos comentarios ingeniosos, una conversación sobre una guerra de copos de nieve con sus hermanos… Sin embargo, Olympe escuchó lo que tenía que contarle, asintiendo de vez en cuando.

–Bueno, eso es interesante –dijo, cuando hube terminado.

–Entonces, ¿creéis que le gusto? –le pregunté, impaciente.

–Oh, no hablaba de vuestra gran pasión, por muy divertida que me parezca. No, me refería al interés de madame Enriqueta de Inglaterra por las grandes maniobras políticas. Lo cual, como observó justamente Louise, es algo muy serio.

–¿De qué estáis hablando?

Lanzó un suspiro.

–Vuestro problema, Carlo, es que pensáis que toda la corte sólo vive para catar vuestros helados, cuando en realidad es una máquina de guerra, la mayor de Europa. Y el hecho de que se caiga un pañuelo aquí puede provocar un incendio que destruya ciudades enteras en España o en Flandes.

–Pero ¿qué tiene eso que ver con Louise de Keroualle?

–El rey quiere que los ingleses sean sus aliados en una guerra contra los holandeses –dijo Olympe, como si estuviera hablando con un idiota–. Los ingleses no tienen un gran peso, naturalmente, pero tienen una gran extensión de costas que no deben caer en manos de nuestros enemigos.

–Eso ya lo sé. Ésa es la razón de la visita del inglés. Para redactar un tratado.

Olympe negó con la cabeza.

–El verdadero tratado se firmó en secreto hace tres semanas.

–No lo entiendo. ¿Cómo?

–Cuando madame Enriqueta se reunió con Carlos en Dover para celebrar su aniversario llevaba consigo un tratado redactado por ella y firmado por Luis, quien, casualmente, también es su amante –explicó–. ¿La habría seducido sólo para conseguir su ayuda? –Al encogerse de hombros, Olympe sugirió que lo creía posible–. En cualquier caso, el tratado dice que Carlos se compromete a declarar la guerra a los holandeses a cambio de un vitalicio de Luis…, un vitalicio tan generoso que Carlo no tendrá que volver a inclinarse ante el Parlamento inglés que le ha devuelto el trono.

–Me parece bastante razonable. Un parlamento no debería tener el derecho de inmiscuirse en los asuntos de un rey.

–Por supuesto. Sin embargo, he oído decir que el tratado también prevé la conversión de Carlos al catolicismo. Y si el rey de Inglaterra es católico, también deberá serlo su país. Es un tratado que, de hacerse público, podría provocar un conflicto entre Carlos y su país, de ahí la necesidad de redactar otra versión, una que pueda ser divulgada y en la que no se mencionen ni el vitalicio ni la religión.

–Así pues, el duque inglés…

–Ha venido, para deleite de Luis, con la intención de negociar los términos de un acuerdo que en realidad ya ha sido decidido. Pero, naturalmente, no debe sospecharlo… Debe creer que, gracias a su encanto y a su capacidad de negociación, ha conseguido obtener exactamente lo que se le ha encomendado. Volverá a Inglaterra con el traité simulé, su parlamento lo aprobará y nadie sabrá la verdad. A eso se refería Louise cuando se le escapó ese comentario sobre lanzar polvo a los ojos de los ingleses.

Asentí, aunque me parecían insólitas las complejas intrigas de la diplomacia francesa.

–Este plan, como es sabido, ha sido la gran preocupación de madame Enriqueta desde que su hermano recuperó el trono –continuó Olympe–. Sin embargo, se ha encontrado con muchos obstáculos, entre ellos la hostilidad de los cortesanos que se oponen a una alianza con protestantes y regicidas. Madame ha tenido algunos ataques, y los médicos pensaron que había sido envenenada.

–No lo sabía.

–Por supuesto que no. Son asuntos delicados y secretos. –Olympe se inclinó hacia delante, con los ojos brillantes–. Pero si la pequeña Louise de Keroualle, a su tierna edad, se ha convertido en la confidente de madame, no debe de ser la muchacha ingenua que yo creía que era.

Pensé en su voz sardónica, en su mirada inteligente y perezosa.

–Está claro que no es ninguna estúpida.

Olympe asintió con la cabeza.

–Lo cual puede suponer un problema para mí.

–¿Para vos? ¿Por qué?

–Porque espero que algún día el rey regrese a mi lecho de forma más definitiva, naturalmente –dijo, sin más–. Ha elegido a su amante actual entre las damas de compañía de madame y debo tener cuidado de que no vuelva a hacerlo. Puede que haya llegado el momento de que la hermosa e inteligente mademoiselle de Keroualle vuelva a Bretaña. –Posó su mirada sobre mí–. En cuanto a vuestro pequeño problema, tiene fácil solución.

–¿De veras?

Olympe se levantó y se dirigió a la alcoba.

–Sé que dije que de momento no haríamos esto, pero las intrigas me parecen extrañamente excitantes. Venid: vuestra cura os está esperando.


Poco después dijo:

–Entonces… ¿pensáis que vuestra pequeña virgen os habría entretenido así?

Me eché a reír.

–Tenéis razón, como siempre. Es demasiado aburrida para mí. No pensaré más en ella.

–No os precipitéis –dijo.

Algo me alertó en su tono de voz.

–Olympe, ¿qué estáis tramando ahora?

–Se me ha ocurrido una idea –admitió–. Una idea deliciosa… Siempre tengo las mejores ideas mientras hago el amor. Es muy sencillo. ¿Por qué no la desposáis en vez de seducirla?

–¿Desposar a Louise?

–Sí. Es perfecto, ¿no? Después de todo, algún día tendréis que casaros, y deberíais hacerlo con alguien que contribuya a vuestros intereses. Tenéis dinero… dinero reciente, de acuerdo, pero alguien en su posición no puede hacerse de rogar, y el tiempo corre; ya debe de tener al menos veinte años. Sin embargo, pertenece a una buena familia, y está claro que al rey le gusta: desposándola, consolidaréis vuestra posición.

Guardé silencio durante un momento.

–¿Y luego?

Ella se encogió de hombros.

–En cuanto se quede encinta, la instaláis en una casa que no esté demasiado cerca. No tiene que afectar al resto de vuestras actividades. –Me puso una mano en el brazo, acariciándolo perezosamente–. Incluso puede facilitarlas. Hay muchas mujeres que prefieren tener una relación con un hombre casado que con un soltero. Mataríais dos pájaros de un tiro.

–Y eso también favorecería vuestros intereses, alejando de la corte a Louise de Keroualle.

–Por supuesto. En caso contrario, no os lo habría propuesto.

Pensé en ello. Era cierto que debía casarme pronto; y también era cierto que mi fortuna y la protección del rey significaban que podía contraer matrimonio con una mujer bien situada. Ya había conseguido una posición que nunca habría imaginado; pero con la esposa adecuada y, como esperaba, la presidencia del gremio, no habría ningún motivo que me impidiera llegar mucho más lejos.

–De acuerdo, lo pensaré –dije.

Olympe se limitó a sonreír enigmáticamente.

Carlo





Para preparar nieve: coger una jarra con dos cuartos de galón de crema espesa y ocho claras de huevo y batir con una chuchara. Luego, coger un palito y cortar la punta en cuatro; perfumar la mezcla con esencia de bergamota o agua de rosas y batirla enérgicamente hasta montarla.

El libro de los helados

En Florencia, a veces, Ahmad contaba historias mientras trabajábamos. Eran historias que trataban sobre muchas cosas, aunque en cierto sentido siempre estaban relacionadas con el hielo.

Una de ellas era sobre nuestros patronos y un hombre que había trabajado para ellos hacía ciento cincuenta años. La historia tuvo lugar durante un invierno en el que habían nevado en Florencia. Los hijos de Pedro de Médici intentaron hacer un muñeco de nieve, pero como eran muy pequeños e inexpertos, no lo consiguieron. Entonces, Pedro llamó a uno de los artistas que había trabajado para su difunto padre y le ordenó que esculpiera un muñeco de nieve.

El joven intentó explicarle que la nieve no era el material más adecuado para su talento. Pedro de Médici le dijo que terminara antes de que saliera el sol.

Durante toda la noche, a la luz de la luna, el artista esculpió la nieve como si fuera un bloque del mejor mármol de Carrara, con las manos cubiertas con trapos empapados y helados para protegerse del frío.

Por la mañana, los príncipes Médici salieron al patio para ver lo que había hecho. Era, como escribió un contemporáneo, el muñeco de nieve más hermoso que alguien hubiera visto jamás. Sin embargo, durante el día aumentó la temperatura, y con el clima más templado llegó también la lluvia. Muy pronto no quedó nada de la primera escultura de Miguel Ángel, salvo una delicada estalagmita de hielo, como el muñón de un diente podrido, el único elemento blanco que quedaba en el patio.

En aquel momento, Ahmad hizo una pausa.

–Hay gente que cuenta esta historia para ilustrar la fugacidad de la belleza y la tiranía del tiempo, muchacho. Pero para mí significa algo distinto. Dos cosas distintas, en realidad. En primer lugar, cuando los Médici te ordenan que saltes, sólo debes preguntar hasta qué altura. Y en segundo lugar… –Posó sus pensativos ojos en mi impaciente mirada–. Y en segundo lugar, protege siempre el hielo de la lluvia.


Hice un muñeco de nueve para Louise de Keroualle.

Seguramente no era tan espectacular como el de Miguel Ángel, pero en cambio era comestible.

Primero tuve que preparar la nieve. Leche y azúcar, aromatizadas con agua de rosas y mezcladas con claras de huevo y batidas con un palo trenzado. Congelé la espuma cuando estuvo tan ligera que se quedó pegada al palo, convirtiéndola en los más puros y delicados copos de nieve.

Con esa espuma confeccioné dos bolas, una para el cuerpo y otra para la cabeza, añadiendo un sombrero de caramelo crocante y una boca sonriente de naranja recubierta de azúcar. Los ojos eran pasas sultanas y la nariz una cereza conservada en licor. En una mano, el muñeco sostenía una escoba hecha con romero, mientras que en el pecho, a modo de corazón, tenía una rodaja de fresa caramelizada.

Y, para terminar, hice que nevara.

Era una hazaña inventada, supuestamente, por el gran Buontalenti, que Ahmad había ensayado en muy pocas ocasiones. Después de rociar con agua de rosas una mezcla de hielo y salitre, las gotitas se transformaban en unos cristales tan ligeros que no se caían ni se despegaban, sino que quedaban flotando en el aire como motas de brillantes hojas de oro.

Louise no tardó mucho en volver a visitarme: todos los días me llegaba la orden de preparar un agua de achicoria helada para ayudar a madame a hacer la digestión, y Louise o alguna de las otras damas de compañía venían a recogerla. Esperé hasta que vino ella con la orden habitual, y, con brusquedad, le dije:

–Ya está preparada.

Levantó las cejas mientras miraba a su alrededor.

–No la veo.

–Está allí dentro.

Le indiqué con un gesto de la cabeza la puerta que debía cruzar.

Parecía desconfiar, pero no dijo nada y me obedeció. La oí lanzar un grito ahogado, y luego se hizo el silencio.

No me moví de mi sitio. De pronto me di cuenta de que no sabía si le gustaría o no.

Luego, algo frío y húmedo me golpeó en la sien. Me volví súbitamente. Vislumbré unos ojos sonrientes y llenos de júbilo antes de que una segunda bola de nieve, lanzada con la otra mano, me golpease en el cuello.

–Signor Demirco, ¿venís o no? –me preguntó–. No puedo hacer una guerra de nieve sola.

La seguí. La racha de aire que provoqué al entrar en el segundo depósito hizo que la nieve se arremolinara a mi alrededor, brillando a la luz de una vela de cera de abeja.

Ella se dio la vuelta, con las manos empapadas, y me lanzó otra bola de nieve; sin embargo, fue demasiado rápida, y se desintegró sobre mi abrigo. Entonces –no pude contenerme– di dos pasos y ella estaba entre mis brazos. Sus labios –aquellos labios pálidos y frescos– sabían a agua de rosas y a azúcar y estaban cubiertos de copos helados que parecían fragrantes y delicados granos de polen.

Durante un largo instante la besé y ella me correspondió –estaba seguro de ello–, su cálida boca contra la mía. Luego, lanzando un repentino grito ahogado, se apartó de mí con una expresión de horror en el rostro.

–¿Qué estáis haciendo? –gritó.

–Esperad –dije–. Louise, dejad que os explique. Quiero…

Pero ya se había ido. Sentí que entraba una ráfaga de aire caliente a través de la puerta, como las olas del mar rompiendo sobre un banco de arena, y a mi alrededor vi que la nieve se convertía de nuevo en agua, como el oro de los necios.


Intenté escribirle una carta, pero la hoja de papel era un impoluto campo de nieve que sólo habría echado a perder con los trazos de mi pluma. Decidí mandarle el muñeco de nieve en una fuente que cargaron dos lacayos, dirigido a Louise de Keroualle en los aposentos de madame Enriqueta, duquesa de Orleans.

Me lo devolvieron una hora después. Lo habían rechazado. Después de las idas y venidas por todo el palacio, estaba casi derretido.


Fui a visitarla, pero no me dejaron entrar. Así pues, estuve merodeando cerca de los nísperos, esperando encontrarla.

Finalmente la vi dirigiéndose al bosquecillo. Llevaba algo en la mano. Parecía un chal.

–¡Louise! –la llamé.

Por un momento volvió la cabeza y me pareció que dudaba, pero acto seguido empezó a andar a toda prisa. La perdí de vista detrás de un seto y eché a correr para alcanzarla. En esa parte de Versalles, los jardines eran como un laberinto, una serie de patios y parterres conectados entre sí, aunque cada uno no resultaba visible desde el contiguo. No estaba en el siguiente jardín, aunque a través de un agujero del seto pude ver parte de su vestido.

Al final, en una curva del camino, junto a una fuente, la vi.

–¡Louise! –volví a llamarla.

Sin embargo, vi que se reunía con un reducido grupo de gente entre la que se encontraba su señora, madame Enriqueta, sentada en un banco de piedra. Incluso a esa distancia pude ver lo frágil y sumisa que era. A su lado estaba el rey, junto a Buckingham y dos ministros.

–No es nada, de verdad –dijo en voz baja madame cuando Louise le cubrió la espalda con el chal–. Sólo ha sido un leve mareo, Majestad.

–El aire es bastante frío –observó Buckingham–. ¿No preferís entrar?

El rey me había visto.

–Signor Demirco, ¿a quién estáis buscando?

Me di cuenta de que lo estaba mirando con cara de tonto.

–Majestad… Me preguntaba si a madame la condesa le apetecería un cordial. Sé que a veces toma achicoria helada para hacer la digestión.

Luis miró a madame con expresión inquisitiva.

–Tal vez un poco más tarde –dijo ella, con un hilo de voz–. Podríais mandarme una copa a mis aposentos.

–¿Signor Demirco? –me interpeló el rey cuando ya me retiraba.

–¿Majestad?

–¿Cómo va la elaboración del helado para el rey de Inglaterra? Ya sabéis que esperamos algo maravilloso.

Me incliné de nuevo.

–Aún no he dado con nada apropiado, sire.

Una expresión de ligera sorpresa cruzó el rostro del rey.

–Bueno, no esperéis demasiado.

Se volvió hacia los demás, y mientras yo me alejaba, con las orejas rojas por la vergüenza, escuché lo que dijo:

–Italiano… Poco fiable, pero muy creativo: ya veréis, señor duque, ya veréis.


Esperé hasta que regresaron a palacio. El rey estaba señalando en la otra dirección, seguramente para explicarle al inglés sus planes para ampliar los jardines, ya de por sí magníficos. Louise se rezagó un poco. Aproveché la ocasión para alcanzarla.

–Necesito hablar con vos.

Ella lanzó una ojeada al rey.

–¿No creéis que ya le habéis ofendido bastante en un solo día?

Miré hacia el lugar donde el rey dibujaba fuentes imaginarias en el aire.

–Le he dicho que aún no he preparado su helado. ¿Os parece eso tan ofensivo?

–Habéis dado a entender, en presencia de un visitante extranjero, que ir tras una dama de compañía es más importante que una orden del rey. Puede que la falta de respeto sea leve, pero podéis estar seguro de que, si quiere hacerlo, él la recordará.

–No iba detrás de vos.

–Me alegra oír eso. Entonces es que había otros motivos urgentes para correr en mi dirección.

–He venido a deciros que os amo.

Ella se detuvo de repente. Luego, con una expresión tensa, siguió caminando hacia palacio.

–No os burléis de mí.

–Hablo en serio, Louise. Mis sentimientos por vos son totalmente sinceros.

– Olympe de Soissons se ha librado de vos, ¿verdad? –Ella captó mi expresión de asombro–. Oh, ¿acaso pensabais que nadie lo sabía? Esto es la corte, signor. Los secretos son el único tema de conversación de la gente.

Hice un gesto.

–Ella no significa nada para mí. No es más que una diversión; eso es todo.

–Mientras que yo, naturalmente, significaría mucho más. –Lo dijo en un tono sardónico, pero ralentizó un poco su paso–. Os ruego que me entendáis: no pretendo menospreciar vuestros sentimientos, pero cuando llegué a la corte cometí un gran error. Permití que mi nombre se relacionara con el de un hombre… un hombre de alta cuna, pero que se había visto envuelto en escandalosas relaciones. Nadie lo criticó por ello, por supuesto, pero me vieron con él y dieron por sentado que yo me comportaba igual que esas otras mujeres, y mi reputación quedó manchada. De no haber sido por madame, hubiera tenido que abandonar la corte deshonrada. No volveré a cometer el mismo error.

–Ni yo os pediría que lo hicierais. Quiero desposaros, Louise.

Volvió a detenerse, con los ojos abiertos como platos.

–Cuento con el favor del rey; mi posición aquí es segura –proseguí, rápidamente–. Y vos seríais de gran valor para mí; ya sabéis cómo funciona la corte…

Hice una pausa al ver la expresión de sus ojos.

–¿Cómo? –dijo ella, con incredulidad.

–Quiero desposaros.

Por un momento me miró como si me hubiera vuelto loco.

–Soy Louise Renée de Penancoët, dama de Keroualle, la hija mayor de la familia más antigua de Bretaña –dijo, con voz deliberadamente lenta–. Nuestro linaje se remonta a la época anterior a las Cruzadas.

–¿Y qué? Me dijisteis que vuestros padres os enviaron a la corte para encontrar un marido…

–Me enviaron aquí para encontrar un duque. O, al menos, el hermano menor de un duque. –Sacudió la cabeza, como si no pudiera creer lo que estaba pasando–. Os ruego que me entendáis, signor: personalmente, no tengo nada contra vos. Si fuerais de familia noble, estoy convencida de que mi padre pasaría por alto el hecho de que sois un italiano frívolo, hedonista y libertino que no sabe hacer nada más que preparar exquisiteces para cortesanos glotones… cuando no se dedica a seducir damas de compañía, claro está. Pero a menos que seáis un Médici o un Mazarino, me temo que no estará muy dispuesto a considerar tal amplitud de miras.

Enojado, le contesté:

–No sé quiénes son mis padres. Solo sé que eran pobres y que me abandonaron a mi suerte.

Ella lanzó un suspiro y me pareció que hablaba con menos acritud.

–Lo siento mucho. Pero deberíais saber que poder elegir vuestro propio destino puede ser una bendición.

Comprendí lo que quería decir.

–Así pues, en realidad no queréis desposar un noble…

–No tengo elección –dijo, con rotundidad–. No comparto necesariamente la obsesión de mis padres por la estirpe y la nobleza, pero son mis padres, y debo doblegarme ante sus deseos. Es mi deber.

–Nada de matrimonio, entonces –dije, con terquedad–. Muy bien. Pero eso no significa que…

–¡Oh, no! –me interrumpió–. No penséis ni por un instante que soy como vuestra amiga Olympe.

–No pretendía sugerir que lo fuerais –mascullé.

Sin embargo, Louise me miraba como si de repente se le hubiera ocurrido una idea.

–¿Ha sido ella quien os ha empujado a actuar así?

Debió de leer la respuesta en la expresión de mi rostro, porque acto seguido añadió:

–Por supuesto. ¡Qué bonito! Ésa es su idea de una broma, ¿verdad?

–¡No! –protesté.

–¿De veras? Burlarse de mi difícil situación es la clase de cosa que la divierte. –Esbozó una tímida sonrisa–. Supongo que es su forma de vengarse por lo que pienso de ella y de las que son como ella. Podéis estar contento, signore. Esta noche, vuestra burla será la comidilla de toda la corte.

–Esperad –la llamé, después de darse la vuelta para irse–. Esperad. No estaba bromeando, Louise. Es cierto que fue idea de Olympe, pero…

Era demasiado tarde. Ella ya estaba corriendo en dirección a palacio, pero no antes de ver lágrimas en sus ojos verdes.


Regresé a palacio, donde, casi de inmediato, me topé con Olympe. Evidentemente, había estado observando la escena desde una de las ventanas que daban al jardín.

–¿Y bien? –me preguntó.

–Ha dicho que no –respondí, con brusquedad.

–¿De verdad? –El rostro de Olympe era la expresión de la inocencia–. ¿Por alguna razón en particular?

–Ha dicho que casarse con un pastelero italiano de oscura procedencia era algo impensable.

Olympia asintió con la cabeza, compungida, aunque el brillo de sus ojos traicionaba su contento.

–¿Mencionó su ascendencia noble, por casualidad? ¿La familia más antigua de Bretaña? ¿Os ha hablado –prosiguió, abriendo los ojos por completo– de las Cruzadas?

–Sí –repuse–. Y también me ha preguntado si había sido idea vuestra. Al parecer, nuestra relación es pública y notoria.

Olympe cerró los ojos. Le temblaban los hombros.

–¡Magnífico! –dijo, en un grito ahogado–. ¡Magnífico!

–Me encanta que os divierta tanto.

–¡Oh, Carlo, no seáis así! –exclamó, frotándose los ojos–. Tenéis que ver el lado divertido del asunto: debía de estar furiosa. Le está bien empleado a esa pequeña mojigata.

Me eché a reír, pero era una risa amarga; aunque era indudable que Louise de Keroualle había demostrado ser muy orgullosa y carente de la frivolidad que tanto amenizaba la vida en la corte, no podía evitar pensar que no había interpretado un gran papel en aquella historia.

–Creo que me habéis tendido una trampa –dije.

Olympe sonrió.

–Os la habéis tendido vos mismo. Os he hecho un favor. Corríais el peligro de dejar que los sentimientos se interpusieran en vuestros placeres. A veces es necesario dar un paso atrás.

–Por supuesto –repuse–. Gracias.

No tenía ningún sentido seguir discutiendo con Olympe, que, por supuesto, tenía razón: había dejado que mis sentimientos ofuscaran mi juicio. Sin embargo, no podía dejar de preguntarme cómo me habría sentido si la respuesta de Louise a mi proposición hubiera sido «sí».

Louise

Aquel fatídico día llegué con un poco de retraso a los aposentos de madame. Se había producido un incidente con uno de los pasteleros del rey, algo que no era realmente importante pero sí un poco fastidioso, como suelen serlo a menudo esas situaciones. En cualquier caso, me molestó llegar tarde, y me quedé casi sin aliento mientras subía las escaleras hasta su estancia.

Entonces, al entrar en sus aposentos, vi a esa noble dama llorando y dejé de pensar de inmediato en el pastelero.

–¿Qué os ocurre, madame? –le pregunté.

Al verme, se sobresaltó.

–Una carta horrible, eso es todo. –Por un momento pensé que era cuanto tenía que decir, pero luego añadió–: De mi esposo.

–Espero que el señor conde se encuentre bien –dije, controlando mi tono de voz.

Madame sonrió con tristeza.

–Lo bastante como para decirme que soy una traidora y una puta; que le han llegado rumores que me conciernen a mí y a cierta persona de la corte, y que debo partir de inmediato y reunirme con él en Milán, donde volverá a intentar que le dé un heredero.

Hablaba en un tono ligero, aunque pude captar la angustia en su voz.

Ahora debería describir a esta mujer excepcional, sobre todo por el placer de hacerlo más que por la necesidad de grabarla en mi mente (su retrato es bien conocido tanto aquí, en Francia, como en Inglaterra, y en cualquier caso no hay un solo día que no piense en ella). Era de constitución delgada, tanto que los vestidos le quedaban holgados. Sólo yo y unos pocos sabíamos el relleno que contenían sus vestidos de corte, o que en algunas partes de su cuerpo su piel era tan pálida que dejaba ver las venas azules bajo su superficie. Sin embargo, cuando la mirabas no te dabas cuenta de su fragilidad: su expresión era radiante y la bondad de su mirada, profunda; y cuando hablaba de sus grandes aspiraciones –su plan de unir a las dos personas que más quería, su hermano Carlos y Luis, su protector, en una alianza política que constituiría la base de un gran imperio europeo de paz y prosperidad–, sus ojos brillaban con convicción, una convicción que, junto a sus muchas y loables cualidades y a su encanto, había sido indispensable, hasta el momento, para el considerable éxito de sus esfuerzos diplomáticos. Sin embargo, no estaba en condiciones de dar un heredero a nadie, por mucho que su esposo hubiera dejado de lado momentáneamente a sus amantes masculinos para tratar de procrear.

–¿Y qué vais a hacer? ¿Iréis? –le pregunté.

–¿Cómo podría hacerlo? El traité simulé aún no ha sido firmado. Hasta entonces, el traité secret no estará asegurado, ni el trono de mi hermano. –Cogió otro sobre–. También hay una carta suya.

–¿Del rey Carlos? ¿Puedo verla?

–Por supuesto. –Madame sonrió al comprobar mi entusiasmo–. De hecho, podéis leerla en voz alta. Una jarra de cordial dulce para quitar el sabor amargo de las palabras de mi esposo –añadió, tendiéndome la carta.

Consciente de que mi inglés no era perfecto como el de madame, leí despacio.

«Mi dulce Minette…».

–¡Minette! Cree que aún sigo siendo una niña –comentó madame, aunque con una sonrisa en los labios.

«En primer lugar, debo reprenderos, porque en vuestra última carta volvisteis a dirigiros a mí como Su Majestad, y no una sino una docena de veces. No me tratéis con tanta formalidad y no me llaméis Majestad, porque entre nosotros no debería haber más que afecto…» –Hice una pausa–. Unas palabras muy bonitas.

–Es el hombre más bueno del mundo –se limitó a decir madame.

–Eso me pareció el mes pasado en Dover.

La firma del tratado, el traité secret, como lo llamábamos, se había llevado a cabo con el pretexto de celebrar el cumpleaños de Carlos. Durante dos semanas, el séquito del rey, del que tuve el honor de formar parte, navegó, celebró almuerzos al aire libre y asistió a representaciones teatrales y a bailes. Cuando finalmente zarpó el barco de madame, Carlos ordenó a su embarcación que nos siguiera casi hasta las costas de Francia para poder abrazar a su hermana, con lágrimas en los ojos, una última vez.

Madame volvió a sonreír al recordar aquel momento.

–Creo que fueron las semanas más felices de mi vida.

–Qué diferentes son las dos cartas… –dije, en un tono neutro.

–Para mi esposo es difícil –repuso madame.

No soportaba hablar mal de nadie durante mucho tiempo, ni siquiera de él. Colocó una mano sobre su estómago, haciendo una mueca de dolor.

–¿Estáis bien? –le pregunté.

–Estoy algo indispuesta. ¿Podríais traerme un poco de achicoria helada? El abbé Bossuet llegará pronto y me temo que se quedará un buen rato. Quiere comentar los detalles de la conversión de mi hermano.

–Creía que aún no se había fijado la fecha para eso.

Madame sonrió.

–Mi hermano es un hombre bueno y encantador, pero a menudo está ocupado atendiendo tantas demandas que tiene tendencia a dejar las cosas para otro momento. Temo que si no lo obligo a atender de inmediato su promesa acabe olvidándola.

Aquel comentario era típico de ella. Tenía la capacidad de ver siempre el mejor lado de la gente, aunque también de captar sus flaquezas con mucha claridad y actuar en consecuencia.

–Por supuesto. ¿Queréis que escriba una respuesta a vuestro marido? ¿Algo cortés que no os comprometa a nada?

–Gracias.

Me dirigí al vestidor de madame –un cuarto pequeño que utilizaba como estudio– y busqué los enseres para escribir una carta. Mandé a una criada a buscar el agua de achicoria. Decidí que sería mejor mantenerme alejada del pastelero italiano, al menos durante unos días, hasta que se le pasara el encaprichamiento. No era la primera vez que un hombre me declaraba su amor, y suponía que no sería la última, pero a pesar de las penas que manifestaban abiertamente, en general solían encontrar a otra que los consolara al cabo de una o dos semanas. A veces, si eran sinceros, me compadecía de esos hombres, y me enojaba cuando no lo eran; sin embargo, raramente experimentaba un sentimiento de culpa, y había llegado a la conclusión de que eran mi rostro y mi cuerpo, que me habían tocado en suerte al nacer, la causa de sus ardientes declaraciones, y no mi comportamiento; era otra casualidad: el hecho de haber nacido en una familia en otros tiempos gloriosa, pero ahora caída en desgracia, la que me condenaba a la soltería. No es que deseara a toda costa estar a los pies de un marido, naturalmente, pero mientras no encontrara uno no tenía ninguna posición social, era objeto de escarnio en la corte, y toda mi vida dependía de la voluntad de los demás.

Así pues, decidí no dedicar ni un solo pensamiento más al signor Demirco. Aun así, no pude evitar contemplar a través de la ventana para verlo mientras llevaba la achicoria helada a madame: me quedé sorprendida, y un poco decepcionada, cuando fue uno de los lacayos de la corte quien se lo sirvió.


Había muchas cartas que escribir: cartas de agradecimiento al embajador francés en Inglaterra, cartas a los nobles que habían sido nuestros huéspedes en varios castillos de Dover. Habíamos hecho todo lo posible para dejar una buena impresión de nuestra visita, a fin de que una alianza con Francia, el Gran Asunto, como la llamábamos, pudiera, una vez fuera hecha pública, obtener el apoyo necesario. Oí un murmullo de voces cuando llegó el abbé, pero no me uní a ellos. Madame me habría llamado si me necesitaba, y la correspondencia era más urgente.

Oí más murmullos cuando llegaron otras visitas. Miré el pequeño reloj que había encima del escritorio, un presente del rey de Inglaterra para su hermana. Era casi la hora de la partida de cartas, el único vicio de madame.

De pronto escuché el grito de un hombre, un grito de horror. Oí un estruendo y lo que parecía el ruido de muebles arrastrados. Salí corriendo hacia el salón.

El abbé estaba tumbando a madame sobre un diván del que se habían retirado a toda prisa los cojines. La baraja de cartas estaba esparcida por el suelo y la mesa de basset estaba a su lado, boca arriba. En el centro de la estancia había varias damas de la corte, mirando como ovejas asustadas.

Al verme, el abbé gritó:

–Id a buscar a un médico, muchacha. ¡Daos prisa! Debe de tratarse de un veneno o de un ataque… Ha tomado un poco de ese cordial justo antes de desvanecerse.

Me quedé mirando la jarra de agua de achicoria.

–¿Veneno? –repetí, estúpidamente.

–¡Un médico, de prisa! –insistió él–. Hay que purgarla.

–Mandaré a un lacayo. Será más rápido.

Me dirigí a la puerta y ordené al hombre que estaba apostado fuera que acudiera en busca del médico. Luego volví a entrar. El abbé estaba rezando por madame.

–Tenemos que desabrocharle el vestido –dije, interrumpiéndolo–. Ayudadme a levantarla.

Las mujeres siguieron lanzando gritos ahogados mientras ambos incorporábamos a madame, exánime, para que pudiera desabrocharle el corsé. En cuanto lo hube aflojado, ella empezó a toser, escupiendo un coágulo marrón que fue a parar a su regazo mientras gritaba de dolor. Parecía que intentaba apretar las piernas contra el vientre. Respiraba con dificultad y tenía el cuello empapado en sudor frío. También vi que la parte baja del vientre estaba extrañamente hinchada, casi como si estuviera encinta, aunque habría jurado que unas horas antes no estaba así. Estaba claro que sufría muchísimo. Si el médico decidía administrarle un purgante, es posible que el esfuerzo por vomitar la hubiese matado.

Oí que una de las mujeres repetía:

–¡Veneno! Podríamos haber muerto todas.

Otra añadió:

–El médico nos advirtió de que no tomáramos bebidas heladas…

Cogí el agua de achicoria.

–No ha sido envenenada. Un poco de hielo no puede haber provocado algo así. Mirad.

Casi sin pensar en las posibles consecuencias, me llevé la copa a los labios y bebí. Las mujeres lanzaron un grito ahogado al unísono, una reacción que en otras circunstancias habría resultado cómico.

Puse sobre la mesa la copa vacía.

–Si me desmayo, podéis purgar no sólo a madame sino también a mí. En caso contrario, se trata de otra cosa.

El médico entró en la estancia.

–¿Dónde está?

Lo llevé junto a la enferma. Se arrodilló junto a madame, valorando la situación, y le apretó delicadamente el estómago. Madame lanzó un grito, un grito desgarrador y lastimero.

–Está enferma desde hace meses, con vómitos y fiebre –dije–. Bebió un poco de agua de achicoria, pero estoy segura de que lo hizo porque sintió las primeras punzadas… Ella dice que le alivia el dolor.

El médico se puso de pie.

–Deberíamos ponerla cómoda –dijo, preocupado.

–¿Qué significa ponerla cómoda? ¿Qué pensáis hacer? –le pregunté.

–No hay nada que yo pueda hacer –El doctor miró con impotencia al abbé–. Padre, vuestras oraciones serán más útiles que mis remedios.

El abbé de puso de rodillas junto al diván.

–¿Creéis en Dios? –le preguntó a madame, en voz baja.

Eran las primeras palabras del viaticum, la extremaunción.

Madame abrió los ojos.

–Con toda mi alma –susurró.

–¡Esperad! –exclamé, con desesperación–. Debe de haber algo que podáis hacer.

–Louise.

Era madame. Susurró mi nombre haciendo un gran esfuerzo. Yo también me arrodillé junto a ella.

–Será… –madame cerró los ojos mientras una serie de violentos espasmos convulsionaban su frágil cuerpo–. Estoy preparada. Pero debéis aseguraros de que… mi hermano…

Le toqué delicadamente la muñeca. También estaba fría y empapada en sudor.

–Me encargaré del tratado. Lo prometo.

–Aseguraos de que muera siendo católico. –Volvió a abrir los ojos un momento, fijándolos en mí con insistencia, como para asegurarse de que había entendido que aquello era lo más importante–. Aseguraos de que así sea.

Fueron sus últimas palabras coherentes.


Murió una hora después, una hora que pareció interminable, presa de unos terribles dolores. Siguiendo la tradición, toda la corte se reunió para verla morir. Mientras sus más allegados lloraban, los que se encontraban al fondo de la estancia –sobre todo los homosexuales favoritos de su esposo, que nunca la habían apreciado– siguieron intrigando y chismorreando con la misma desenvoltura que habrían demostrado en una función de ballet. Sólo cuando apareció el rey en persona, se arrodilló junto a la cama de su cuñada y el ambiente adquirió un poco más dignidad; esos mismos cortesanos que unos minutos antes habían estado bromeando y riéndose competían entre ellos por llorar con la misma conmoción que el monarca.

Después de que se llevaran el cuerpo, Luis, destrozado, me hizo llamar a sus aposentos.

–¿Ha sido envenenada? –quiso saber.

–Creo que no, Majestad. Yo misma he bebido de la copa de agua de achicoria y no me he puesto enferma.

–En fin, puede que los médicos puedan decirnos algo más mañana. –Lanzó un suspiro–. Gracias, Louise.

A pesar de mis palabras, los rumores no se disiparon. Todo el mundo sabía que madame temía ser envenenada, y que ella y su esposo no se llevaban bien. Quienes estaban al corriente de los esfuerzos diplomáticos de madame en contra de los holandeses estaban incluso más inclinados a pensar en una acción intencionada.

Por mi parte, su muerte me dejó destrozada. No había perdido sólo a la mujer que idolatraba –la persona más dulce, amable e inteligente del mundo–, sino que también había perdido a mi señora, a mi protectora y mi puesto en la corte. El proyecto en el que tanto habíamos trabajado también se había echado a perder, porque los rumores no tardaron en llegar a la corte de Inglaterra: el terrible dolor de Carlos y de sus sospechas también llegaron a nuestros oídos. Y tampoco ayudó mucho que el abbé Bossuet, que ofició su responso, dijera que había sido «asesinada».

Carlo





Para preparar un sorbete de peras: coger doce peras muy maduras, pelarlas y cortarlas, de modo que las rodajas resbalen entre las manos. Triturar y colar; hervir a fuego lento con el zumo de un limón y una taza de azúcar y congelar siguiendo el método habitual. Si se añade crème anglaise se obtendrá una crema helada en lugar de un sorbetto.

El libro de los sorbetes

Después del episodio con Louise decidí aislarme durante varios días. Por alguna razón, me sentía afligido por esa obstinada tristeza del alma que los médicos llaman melancolía.

Dediqué el tiempo a la tarea, largamente aplazada, de crear un helado para el visitante inglés. Había abandonado demasiado aquel proyecto. Se decía que la delegación inglesa partiría antes de que terminara la semana: el rey podía convocar la competición en cualquier momento.

Con desgana, empecé a reunir los ingredientes. ¿Qué podía hacer? Algo que llamara la atención, por supuesto, algo que demostrara la maestría de mi arte y el esplendor de la corte francesa.

Los pasillos de Versalles estaban decorados con cuadros muy elaborados: todos los candelabros estaban sostenidos por unos querubines dorados. Empecé a esculpir un querubín de hielo que sostenía un plato helado en el que colocaría… ¿qué? Un cuerno de la abundancia, tal vez; una cornucopia llena de fruta. Durante el tiempo que llevaba en la corte ya había hecho moldes de madera que me permitían crear helados con forma de cereza, pera y manzana. Ahora añadí un melón, un melocotón rosado perfecto y un racimo de uvas doradas y transparentes espolvoreadas con azúcar glas para representar la fina capa que recubre los granos. Todo el conjunto estaba decorado con hojas de parra hechas con bizcocho y azúcar.

Cuando estuvo terminado lo contemplé y lo detesté de inmediato.

Era magnífico y carente de sentido, un plato pretencioso e insulso, un vacuo ejercicio de grandilocuencia que podría haber sido preparado con los ojos cerrados. Incluso Audiger habría sido capaz de hacerlo.

La voz de Louise de Keroualle resonó dentro de mi cabeza: «Un frívolo, hedonista y libertino que no sabe hacer nada más que preparar exquisiteces para cortesanos glotones…».

No era verdad, y pensaba demostrarlo.

Cogí el querubín y su plato y lo tiré al suelo. El hielo se rompió junto a mis pies y las imitaciones de las frutas rodaron hasta los rincones más alejados del depósito. Pisé con las botas los que estaban a mi alcance, alejándolos de un puntapié. Luego empecé a andar de un lado a otro.


Me pasé un día y una noche pensando, cogiendo ingredientes que luego volvía a poner en su sitio. Sabía lo que no quería hacer. Sin embargo, saber lo que quería hacer era mucho más complicado.

Me quedé mirando los bloques de hielo. «¡Qué bonitos son!», pensé. No, no eran bonitos; eran implacables. No perdonaban nada.

¿Cuál era el helado más sencillo que podía gustar al rey?

Peras. A Luis le encantaban las peras.

Así pues, prepararía un helado de peras. Pero sería el mejor helado de peras jamás creado.

Sólo usé la Rousselet de Reims, la variedad preferida del rey, que en aquella época del año había alcanzado el punto perfecto de maduración. Lo primero que hice fue asar las peras con un poco de tomillo y vino dulce, muy despacio, para endulzar la pulpa. Luego las trituré y añadí la piel de un limón y una pizca de agraz.

También añadí un poco de sal. La sal, el limón y el agraz eran ingredientes que no se advertirían en el helado una vez terminado, pero sabía que potenciarían el sabor de las peras tras la primera cucharada. Había dado con mi helado o, al menos, con la forma de empezar a prepararlo.

Luego, en un momento de inspiración, añadí un poco de crème anglaise.

Al principio sólo quería que el helado fuera más inglés, por supuesto, pero en cuanto lo probé me di cuenta de que el delicado y cálido sabor de la crema, espolvoreada con minúsculos fragmentos de vainilla negra, era el acompañamiento ideal para la fragancia acre de la fruta.

Di un paso atrás, sorprendido. Me di cuenta inmediatamente de lo que había hecho: había creado una combination, una alianza de sabores en la que el todo era mejor que la suma de las partes. Juntas, la pera francesa y la crema inglesa se convertían en un plato único, mejor que sus ingredientes por separado. Congelados a la vez en una suerte de helado cremoso, simbolizaban las relaciones especiales entre ambos países, unidos en un todo indivisible. Y, además, el mensaje era sencillo, tan sencillo que incluso un necio como yo era capaz de comprenderlo.

Esperé con impaciencia a que la mezcla se congelara, removiéndola cada media hora, como de costumbre. Cada vez que quitaba la tapa de la sabotière y pasaba la espátula por las paredes del cubo de peltre, comprobaba lo finos y claros que eran los copos de crema helada. Y su aspecto también era diferente. En vez de la consistencia granulada y arenosa del hielo triturado, la pasta tenía una delicada y suntuosa firmeza, deliciosamente pesada.

Por fin estuvo terminada. En mi impaciencia, ni siquiera vertí la mezcla en un cuenco, sino que la probé directamente del cubo.

Era algo extraordinario. Y no sólo por su sabor, sino por su textura. De algún modo, había hecho un helado tan espeso, blando y cremoso que parecía un mostachón fundiéndose en mi boca. No había granos de hielo, no era granuloso; sólo notaba la morbidez aterciopelada de la crema en mi lengua, que me dejó un sabor a pera dulce y acre a la vez y la rotunda calidez de la crème anglaise.

Finalmente había creado un helado que Ahmad sólo habría podido imaginar en sueños.

Lo único que me desconcertaba era no saber qué había hecho exactamente para obtener un helado tan diferente. Pero no importaba: ya pensaría en eso en otro momento. Por ahora sólo quería que alguien lo probara. Naturalmente, había que presentarlo como se merecía: guardaba una preciosa copa de cristal veneciano con incrustaciones de oro para una ocasión como ésa. Fui a buscarla, pero dudé un momento. Una vez más, la clave de aquel postre tan especial no era la ostentación, sino la sencillez.

Preparé dos pequeñas coronas reales con brandy y las llené con mi helado de pera y crème anglaise.

Luego salí afuera con el postre. Al principio me pareció que no había nadie, pero de los jardines me llegaron los murmullos de los cortesanos. Pensé que Luis estaría con ellos.

Corriendo hacia ellos, di la vuelta a un seto. Tuve suerte: el rey estaba allí.

–¡Majestad! –grité.

Mientras avanzaba hacia Luis me di cuenta de que la gente se volvía para mirar. Cuando ya era demasiado tarde advertí que, aquel día, todas sus vestimentas –los sombreros, los bastones, las levitas e incluso las plumas– eran de color negro, tan negro como las endrinas. Alguien había muerto, pero ¿quién?

Era demasiado tarde para detenerme, demasiado tarde para dar media vuelta, pero aminoré la marcha. Entonces el rey también se volvió. Se lo veía ojeroso. Me vio acercándome a él con el plato del sorbete en la mano.

–Majestad –repetí, haciendo una reverencia–. He preparado vuestro helado, y está delicioso.

El rey dio un paso atrás, y los cortesanos que me flanqueaban también retrocedieron.

–¡Helado! –oí que exclamaba alguien.

Y ahí estaba de nuevo el médico, el idiota que había advertido al rey que tomar helados podía ser peligroso. Hablaba atropelladamente con un lacayo mientras me señalaba con el dedo.

–¿No le apetece a Su Majestad probar un poco? –dije, perplejo.

Entonces, dos hombres armados se acercaron corriendo hacia a mí y me llevaron con ellos.

Louise

–¿Qué pensáis hacer, pequeña? –me preguntó el rey, con mucha delicadeza.

Tenía la cabeza inclinada y las manos entrelazadas sobre mi regazo.

–Lo que Su Majestad ordene.

El rey lanzó una mirada a su secretario de Estado, Lionne. La presencia de este último en la conversación me intrigaba e inquietaba al mismo tiempo. El hecho de que el rey quisiera hablar sobre mi futuro no me sorprendió. Después de que madame hubiera sido enterrada, sabía que ya no tenía un puesto en la corte. Por lo que veía, sólo tenía tres posibilidades: ser enviada de vuelta a Bretaña, donde debería enfrentarme a la decepción de mis padres; ofrecerme a otra dama que gozara de buena posición en la corte –quizás a una como Olympe de Soissons, aunque el cielo sabía que incluso mis padres lo considerarían una ofensa– o, si era muy afortunada, el rey podría elegir personalmente un esposo para mí, en un gesto que honraría los deseos de madame.

De las tres, ninguna me resultaba especialmente atractiva. Ni siquiera la tercera, aunque en realidad era la razón por la que había sido enviada a la corte.

–Creo que lo que queréis ahora es regresar a casa, con vuestra familia –sugirió el rey–. Vuestros padres deben de echaros de menos.

Hablé con voz plana.

–Mis padres, sire, son más conscientes que nadie de cuánto los honráis permitiéndome estar en la corte.

–Sí. –El rey se aclaró la garganta–. Hay algunos aspectos de esta vida que parecen encajar con vos. Madame me habló en varias ocasiones de vuestra gran capacidad para comprender los asuntos diplomáticos.

Lionne añadió:

–Sus relaciones con el extranjero eran de la máxima importancia para nosotros. Creo que estabais al corriente de la correspondencia que mantenía con su hermano.

–Efectivamente, señor –admití, modestamente–. Ayudaba a madame escribiendo el borrador de esas cartas.

Una vez más, el rey y Lionne intercambiaron sendas miradas.

Estaba empezando a sospechar que mi primer juicio sobre aquella conversación había sido precipitado. Si su intención era mandarme de vuelta a casa, ya lo habrían dicho. Tenía la impresión de que habían empezado a hablar sin saber lo que iban a hacer; estaban tanteándome, como si hubieran urdido algún plan o alguna intriga para los que pensaban que era apta, aunque aún no estuvieran muy seguros de ello.

Con aire pensativo, el rey dijo:

–Si hubiera algún modo de continuar su trabajo –para favorecer la causa de la alianza entre Francia e Inglaterra– ¿estaríais dispuesta a contribuir a ella?

En aquel momento, sentí que el corazón me subía hasta la garganta, porque, evidentemente, no había nada que deseara más.

–Por supuesto, sire.

–¿Aunque eso implicara –temporalmente, claro– aplazar la perspectiva del matrimonio? –Sonrió–. Estoy seguro de que a una joven hermosa como vos no le faltarán pretendientes. ¿Os importaría pedirles que esperaran… cuánto? ¿Un año? ¿Dieciocho meses, tal vez?

Puede que eso explicara sus dudas, el carácter necesariamente delicado de esas negociaciones. El rey, de una forma sutil y elíptica, se estaba ofreciendo a buscarme un marido en el plazo de un año si, mientras tanto, me dedicaba a continuar el trabajo de madame. Obviamente, era una proposición que yo estaba ansiosa por aceptar. Incliné la cabeza.

–Soy la humilde servidora de Su Majestad.

–Excelente. –El rey se puso de pie–. Dejaré que sea Lionne quien os cuente todos los detalles. Pero recordad esto, querida: el trabajo que llevaréis a cabo para nosotros durante los próximos meses podría resultar más útil para Francia que mil barcos de guerra.

En ese momento me pareció que el comentario del rey era especialmente halagador, siendo yo una mera dama de compañía, y durante un tiempo apenas podía creer en la suerte que había tenido. Sólo muchos meses después, años, incluso, comprendí con cuánta astucia me había embaucado.

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