Prólogo

Sevilla, 1610

Mi madre era cruel y yo la quería como se quiere a un ángel. Ella, por su parte, me quería como se quiere a un bastardo: con amargura, con violencia, con odio a veces. Durante mi infancia sentí a menudo escapar de su mirada un reproche repentino («Pero ¿por qué viniste al mundo, bastardo?», gritaban entonces sus pupilas encogidas). Su amor, que luchaba contra la ira nacida en un pasado siempre presente, la obligaba enseguida a cerrar sus ojos acusadores. Sin saber cómo redimirse de esa bocanada de rencor hacia su hijo, me abrazaba y me acariciaba furtivamente el pelo. Falta de palabras de nuevo para pedirme perdón, acababa rechazándome o dándome un bofetón del que se arrepentía de inmediato y que incrementaba su exasperación.

Creo sin embargo que ninguna mujer me ha querido tanto. Ni me querrá tanto.

Mi madre era muy hermosa. Todos lo decían, a menudo en un tono de reprobación: era realmente demasiado hermosa. Y yo mismo, desde muy pequeño, tuve miedo de ese don del cielo. Éramos demasiado desgraciados y su belleza desentonaba en esa desgracia. Mi madre le había puesto los cuernos a mi padre -no a mi verdadero padre, sino al hombre con el que se había casado pocos meses antes de mi nacimiento- muchas veces. Él la adoraba y cerraba los ojos por miedo a perderla a pesar de los comadreos y las burlas de los vecinos, y a veces incluso de las amenazas. Ella no era feliz -¡qué va!-, pero ¿cómo decirlo?, siempre estaba alegre. Yo sabía que esa viveza la agotaba, desde luego, pero la sobrellevaba como si cualquier otra opción la abocara a la rabia y a la desesperación total. Hace solo dos meses que volví de Roma, y he recorrido la mitad de España como un loco. La euforia reina entre los cristianos viejos. La orden real de deportar a los moriscos de Castilla acaba de ser proclamada por los pregoneros, con el acompañamiento de timbales y oboes, en todas las ciudades y aldeas. Los moriscos tienen un plazo de tres días para reunirse en los lugares previstos; allí les conducirán a los puertos de embarque, desde donde viajarán a las costas de Berbería. Pasado ese plazo, cualquiera puede, en nombre de Su Majestad, detenerles o matarles. Asimismo se prohíbe a los proscritos, so pena de muerte, llevarse consigo oro o plata. La expulsión del reino de Valencia, donde más moriscos había y donde vivíamos cuando era niño, prácticamente ha terminado. Acabo de volver de ahí, pero no vi nada: era demasiado tarde. No encontré a ningún morisco de mi pueblo con el que poder hablar. Se cuentan casos de rebelión en algunas aldeas, de huidas a las montañas, de intentos desesperados de no embarcar en las galeras a punto de zarpar hacia tierras berberiscas. Todo eso ha sido aplastado con sangre por los temibles Tercios llegados como refuerzo de todos los rincones de España e incluso de Nápoles, Sicilia y Lombardía. El reino de Valencia ha quedado prácticamente purgado de la plaga morisca, esos judíos envenenados por el islamismo, como dicen aquí con una mueca parecida a la que se hace para escupir.

Me pregunto si los moriscos siguen siendo los míos, yo que desde la adolescencia me escondo tras una identidad falsa. Por otra parte, ¿acaso existo? Vivo tan disfrazado que una parte de mi alma, enferma de desconfianza, esconde secretos a la otra.

Pero no estoy aquí para complacer a aquellos que han sido expulsados de su casa, de su ciudad, de su país natal. ¡Que se vayan al infierno! No he hecho este viaje a través de Italia, Francia y España para sentir compasión por nadie más que por mi madre. Hace tres días que aguardo en esta maldita ciudad. La procesión de la decena de culpables por toda la ciudad, escoltada por los alabarderos y los jueces inquisitoriales a lomos de las mulas engualdrapadas de negro, el sábado; la interminable ceremonia de acusación en presencia de todos los notables y de sus esposas vestidas con verdugados de seda, el domingo, en la plaza mayor; la ejecución de la sentencia, este lunes.

La ciudad está decorada con fausto. De las fachadas cuelgan banderolas con una cruz entre una espada y una rama de olivo: las armas del rey y del Santo Oficio. Se rumorea que el soberano en persona tenía que presidir el ceremonial, pero que problemas de intendencia relacionados con la expulsión de los herejes mahometanos se lo han impedido. A pesar de ello, ha querido ofrecer, para la hoguera, un trozo de madera bendecido por el propio Papa. El marqués que ha traído de Madrid el valioso leño lo ha donado esta mañana con toda solemnidad al arzobispo entre los vítores de la multitud, y el prelado, tras una breve oración, lo ha entregado al jefe de los verdugos, quien finalmente lo ha colocado sobre uno de los haces de leña.

El de mi madre. ¿Quizá porque es la única mujer entre los ajusticiados y, por ello, la más culpable?

Nadie me conoce en este solar a las puertas de esta rica ciudad. Hacía tanto tiempo que no había visto a la mujer que me trajo al mundo… Ahora está ahí, delante de mí, a unos cien pasos, sobre el patíbulo. Aunque estoy sumergido entre la muchedumbre de espectadores, la veo y la oigo. Es la última a la que prenden fuego. Los harapos que la visten, probablemente espolvoreados con azufre para impresionar más al populacho, arden con una llama azulada. Como mi madre no tiene lengua, sus gritos recuerdan el gañido sordo de un cerdo cuando lo degüellan.

Salvo que aquí no degüellan, queman.

Mezclado con los olores de fajinas de olivo, cuerdas y desechos que el viento arrastra hacia nosotros, un nuevo olor me llega a la nariz. Es extraño: durante un breve instante, adelantándose a mi discernimiento, me trae el recuerdo de una comida de fiesta.

Y de repente quiero arrancarme la piel, los ojos, la cara entera. ¡Ese odioso olor a carne asada es el que desprende el cuerpo de mi madre!

Tengo sabor a vómito en los labios. No debo llorar, la muchedumbre está repleta de delatores y corro el riesgo de verme en ese mismo patíbulo.

– ¡Qué pena! ¡Una mujer tan hermosa!… -murmura alguien a mi lado en tono triste.

Su vecina le responde con aspereza al tiempo que le da un codazo:

– Cállate, idiota. ¡Podrían oírte! Si esa buscona está ahí con los demás es porque se lo merecía. Los nuestros saben bien lo que hacen con semejantes criaturas. Dicen que estaba tan embrujada que dormía con el Corán entre las piernas. Además, si Dios lo hubiera querido así, no habría ardido. ¿Has visto cómo se resistía la mala pécora?

– Supongo que tienes razón… -concede el hombre con voz ronca. Se acerca a la mujer y le susurra, travieso-: ¿Y tú, cómo te resistes, hermosa?

Intenta pasarle el brazo por la cintura.

La mujer se aparta con desgana y protesta en tono alegre:

– ¡Aquí no, estamos en público!

Me ahogo: un sollozo me obstruye la garganta, pero no puedo permitir que salga. Ha llovido y a la hoguera le ha costado prender. «Menos mal -murmura alguien-. Así la condenada tardará más tiempo en asarse.» Ahora el humo acre de la leña y el pelo quemado (¡es increíble: es el pelo de mi madre!) se ha adueñado del aire. Envuelta en volutas de humo, la mujer sigue viva, pues percibo sus innobles chillidos a pesar de los crujidos de la madera que estalla. Una ráfaga de viento barre el humo y revela a la ajusticiada. Sacudida por espasmos grotescos, estira el cuello para evitar la llama que le lame ya la base de los pechos. Bajo la mirada cuando el fuego le alcanza la mejilla derecha.

Sin embargo, me ha dado tiempo, a mi pesar, de ver arder su dulce rostro.

Ese rostro magnífico que me prometí dibujar durante todos los años que permanecí huido.

Mi madre. Mi corazón. Mi vida.

Habría dado mi vida por ella, pero al ver su carne medio carbonizada y aún temblorosa descubro que no habría sido capaz de reemplazarla. Y sin embargo, prometí a esa mujer que siempre la protegería. Con mi vida, le juré cuando era un mocoso, antes de que ella me obligara a huir a Italia. Ese juramento, no obstante, lo pronuncié para mis adentros porque ella odiaba esos desahogos. Sobre todo conmigo.

Señor, Tú que en Tus Libros sagrados dices prodigarte en la Misericordia, ¿has abandonado a esa pobre mujer? ¿Qué te ha hecho que mereciera tanta ira? Era hermosa y te honraba. ¿Tan rencoroso eres?

¿O acaso coleccionas los sufrimientos de Tus hijos en los estantes de Tu Creación cual un señor vanidoso que acumula sus trofeos de caza?

Dios, no eres más que un… que un…

Ningún insulto está a la altura de mi cólera. Ni de mi debilidad. Quisiera que mi blasfemia hiciera caer una piedra sobre mi cabeza, morir al instante y dejar de presenciar esta monstruosidad. Escupo en el suelo. Escupo sobre mí mismo, sobre mis gritos de cobarde, de cobarde llorón. La agonizante en la hoguera ha dejado de gemir, probablemente haya muerto. Y yo sigo en este mundo. En este sucio mundo. Sin haber cumplido mi promesa.

Y…

¿Qué me pasa? He estado a punto de caerme…

Un gran peso se ha abatido sobre mí como si un niño caprichoso y pesado se hubiera lanzado a mis hombros y no quisiera soltarse. Giro la cabeza, dispuesto a increpar al mocoso que ha osado semejante atrevimiento.

No tengo a nadie en la espalda, pero la impresión de fardo no ha desaparecido. Al contrario, se ha añadido incluso una sensación de hielo en la nuca. De sobrecogimiento imprevisto. Esbozo un gemido que se metamorfosea en un resoplido de terror. Intento equilibrar la carga en ambos pies. Pero el suelo parece hundirse y tengo el absurdo convencimiento de que inicio una caída mortal.

«¿Eres tú, madre? ¿Te duele? ¡Uf, cómo pesas!»

¿Por qué he pensado eso? Las preguntas, y luego la constatación, salidas de una parte de mi cráneo, caminaron a lo largo de los meandros de mi cerebro, reventaron sin piedad las últimas resistencias de mi entendimiento, mientras mis ojos miraban de nuevo fijamente la hoguera en la que el verdugo y sus ayudantes ahora reaniman el fuego. El cuerpo atrozmente inmolado de mi madre está allí. Sin embargo, el peso en mis hombros es tan real que protesto escandalizado: «Madre, bájate de mi espalda. Es ridículo. Estos juegos ya no son propios de tu edad».

Debería estar aterrorizado. Y la mayor parte de mi ser, a pesar de su incredulidad, lo está hasta la médula. Solo una ínfima fracción se resiste y quiere explotar de alegría.

Pero ¿qué estoy diciendo?

Está muerta…

Pero ¿lo está de veras?

– ¡Vete a dormir la mona, capador de burros!

Un hombre endomingado me ha empujado con fuerza porque al tambalearme me he agarrado a su brazo. Murmuro una disculpa que me sale en italiano. Aún más hostil, el hombre masculla entre dientes una maldición contra esos extranjeros que ya no respetan nada.


La pena me hace delirar. O la locura. Un hijo no debería presenciar el ajusticiamiento de quien le dio la vida. Pero ¿acaso lo que sienta o deje de sentir todavía tiene importancia? Después del destino reservado a mi madre no valgo más que la carroña. La espantosa ilusión de un gran peso en mis hombros, los repentinos escalofríos, ese sobrecogimiento ante la idea de que me agarren por el cuello como un conejo solo pueden deberse al cansancio, a la pena y a la vergüenza.

Como para llevarme la contraria, el frío alrededor de mi cuello se intensifica, unos dedos helados me palpan la piel para identificarme, empiezan por la nuca, se deslizan por la espalda, se cruzan entre las costillas. Siento que pierdo la razón. Peor aún, siento que me disuelvo en un baño innombrable.

Pienso en pedir auxilio… al Profeta… a Jesús. A quien sea.

Luego una oleada de tristeza, áspera como el aguafuerte sobre la piel, bloquea mis músculos, mis intestinos, mi cráneo.

Reconozco esa tristeza.

«Eres tú, mamá miel, ¿verdad?»

Estoy convencido, aunque todo en mí proteste contra esta convicción insensata, de que algo… su… alma… («Es tu alma, ¿verdad, mamá?») se ha unido a mí. Las brasas han recobrado fuerza. Un murmullo de admiración horrorizada por la profesionalidad del verdugo se eleva entre la multitud.

– La grasa del vientre y de las nalgas aviva el fuego -explica un espectador a otro-, pero no durará, no tiene demasiado lardo en las piernas, que es donde hace falta.

El espectador se desternilla y es imitado con algo de retraso por su vecino, que ha tardado en comprender la observación picante.

«No imaginé que pesaras tanto, querida madre. Ah, ¿no eres tú la que pesa sino tu sufrimiento?

»Pero si acabas de morir… Yo creía que las criaturas del más allá no sentían nada… Creía…

»¿Incluso después de…?

»¿Que intentas… qué?

»¿Eres tú quien habla? ¿De verdad?»

Tengo el pecho henchido de espanto y, al mismo tiempo, aguijoneado de felicidad. La tenaza aumenta la presión en mi torso, me pellizca el corazón… Si esto continúa, moriré aquí mismo, en este suelo lleno de inmundicias, la basura de los mirones, en medio de esta agitación de feria donde la gente, entre dos bocados y un trago de vino o de jugo de regaliz, tose a veces a causa del humo.

«¿Quieres que te consuele, madre?»

Tengo la certeza de que me responden, ahí, en mi cabeza. De que ella me responde.

«Sí.»

Me estoy volviendo loco. No hay otra explicación.

«¿Estás… agotada, Yemma?»

Sin que mis labios se muevan, le he hablado en la lengua que menos domino, la lengua prohibida, la algarabía, la que ella se negaba a usar en mi presencia y de la que mucho más tarde, en Roma, aprendí algunas palabras con un viejo erudito. Hasta entonces solo había usado este maldito castellano. Mi corazón late tan fuerte que veo luces blancas tras los párpados. ¿Qué son? ¿Mariposas? Una risa propia de un loco, incongruente, florece en mi pecho: tengo ganas de orinar de miedo porque un fantasma se ha posado en mi espalda y me muero de ternura porque es el de mi pobre madre.

Y de repente el horrible peso desaparece, como si los dedos invisibles hubieran decidido dejar de apretar. La risa mortinata se transforma en náusea. El verdugo y su ayudante echan madera a las brasas, que amenazan de nuevo con apagarse. Ha llovido demasiado esta noche, es un mal día para un verdugo concienzudo. El cuerpo atado se ha encogido cual una tea consumida. No quiero seguir mirando la hoguera. La gente empieza a dispersarse, un poco decepcionada, como si la fiesta hubiera acabado demasiado pronto sus compromisos.

Me marcho. Ahora tengo que ir a matar a los culpables.

Primero a mi padre adoptivo, que traicionó a mi madre. Luego a mis otros padres: el primero, el amante que no quiso saber de ella, y el segundo, el pintor que la violó.

Después, a los demás: a los vecinos delatores, al juez y quizá hasta al marqués que trajo de Madrid el leño bendecido para la hoguera. Y al cerdo del rey, si llego hasta él antes de que me maten.

Escondo los ojos bajo el ala del sombrero porque estoy llorando. Aprieto el paso y lloro más.

María, tu hijo Juan ha regresado y tú ya no estás aquí.

Y ya no puedes oírme, querida madre.


Con las piernas colgando sobre el pretil, la mujer que ya no estaba entre los Vivos observa a la silueta alejarse.

– Mi bobo hijo, sin tus lágrimas no te habría reconocido. ¿Por qué has vuelto de tu Italia? ¿Habré sufrido para nada las tenazas y el torno?

Un enorme odre de tristeza estalla en su interior. Ha sido reducida a cenizas antes de que pudiera abrazar a ese vástago tanto tiempo ausente. Y su primer acto, después, ha sido aterrorizarlo.

– Idiota -se dice con rabia-, las llamas no han mejorado tus entendederas.

La improvisada plaza parece una explanada invadida por la bruma y las sombras en movimiento. La criatura comprende que las sombras indefinidas son los Vivos. Solo los objetos carentes de vida se perfilan claramente entre la neblina que ha sustituido a la luz de antes del suplicio: las murallas, el patíbulo, las colinas a lo lejos y hasta un tramo de río. En algunos cadalsos, junto a las formas inconsistentes de los Vivos, se asoman…

– ¡Fantasmas! -constata la mujer con una intensa curiosidad-. ¿Como yo?

Hay tantos…

Se mira a sí misma y se ve con claridad…, pero ya no tiene ojos, ni manos, ni piernas… Entonces, ¿cómo puede verse?, se pregunta. ¿Cómo es posible que todavía sienta con una fuerza desgarradora las manos, las piernas, los ojos, la vagina?

¿Y la ropa? ¿Acaso está desnuda?, se pregunta con un asomo de coquetería. ¿Así la ven los Otros?

Está muerta. Lo sabe, puesto que se ve simultáneamente en el patíbulo, donde los hombres empujan con palas los repugnantes restos de su cadáver hacia el centro de la hoguera para concluir su combustión.

– Ah, mi hermosa María -masculla, exasperada-, cuántas cenizas… ¡Y pensar que no soportabas la más mínima mota de polvo!

Pero el dolor está ahí, impone su yugo a los miembros, a las vísceras, al cráneo ausente. Pero ya no es el dolor del fuego. Ese está, ¡oh, sorpresa!, infinitamente lejos. La nueva sensación es distinta, masiva pero difusa: parece una sed monstruosa, imposible de saciar, que afecta a todos los sentidos, ¡aunque ninguno de esos sentidos existe ya!

¿Se debe eso a que ha tocado a un Vivo, a su hijo? ¿O a que ya no está viva?

Quiere aullar de incomprensión, pero se da cuenta de lo ridículo del asunto: un muerto -o lo que queda de él, unas migajas de carne carbonizada- ¡no berrea!

– ¿Es una broma? -se pregunta, sintiendo nacer en ella la rabia por la banalidad de sus percepciones-. ¿Soy realmente un espectro?

Si no estuviera tan ocupada examinando su nuevo estado, los dientes le castañetearían por el miedo. No es así como había imaginado el paso al otro lado. ¿La muerte, pues, no significa el final del sufrimiento? La deja estupefacta comprobar que es capaz de pensar a pesar de la oleada de sufrimiento que la golpea, que ese pensamiento consiga incluso dividirse entre la curiosidad y un quejido indignado:

– Pero ¿dónde está todo lo que se nos prometió?

– Madre…

– Catalina…

La madre fantasma, llena de ternura, tiende sus brazos, o la idea que ella tiene de los brazos, hacia la muchacha que la recibe con una sonrisa, o la idea de una sonrisa. De hecho, si ha muerto hoy ha sido debido a su hija.

– ¡Cómo te he echado de menos, hijita preciosa!

– Yo también, madre, pero yo jamás te abandoné. Incluso antes de que lavaran mi cuerpo y me enterraran, cuando tú estabas con el alma rota y hecha un mar de lágrimas, yo ya estaba a tu lado…

– ¿Incluso cuando estaba presa? ¿Incluso cuando me torturaban? ¿Incluso… cuando ya no tuve lengua?

– Claro. Siempre. Si hubiera podido aliviar tu sufrimiento… Si hubieras podido perdonarme… Todo esto te ha sucedido por mí. Lo siento mucho, madre, lo siento tanto…

La voz de su hija no ha cambiado. El mismo tono, la misma vibración debida a las lágrimas contenidas. La alegría que la madre vive es tan desgarradora que tiene la impresión de que es dolor añadido.

– Tú no tienes la culpa, hija, y yo tampoco… La culpa es de…

Se encoge de hombros.

– Ya no importa. Nos hemos encontrado, ¿no?

La hija abraza a su madre y exclama:

– ¡Me daba tanto miedo manifestarme! Temía que no soportaras el espanto de verme. ¡Cómo me hubieras odiado! Y sobre todo no quería que te volvieras como… como yo. Es tan feo estar muerto. Lo daría todo por estar otra vez viva y pasear contigo junto al río de nuestro pueblo, en medio de los naranjos, y comer, y beber.

Rió como si llorara.

– ¿Te acuerdas de que cuando estaba enferma una estúpida insinuó delante de mí que no había esperanza? Tú la echaste y la colmaste de maldiciones. Después, para tranquilizarme, me contaste que la muerte no era nada, que uno se va a contar las estrellas y vuelve a la vida cuando termina de contarlas. ¡Y ni siquiera había que hacer la suma exacta! Te estaba tan agradecida que te abracé como una loca. Tú protestaste diciendo que no querías que te ahogara con la baba de mis besos. Por supuesto, ese cuento tuyo no es cierto, madre. Lo único que ansiamos los Muertos es unirnos a quienes más nos querían cuando estábamos vivos. Si no, el tormento creado por las ganas de vivir es insufrible porque no tiene fin… Y me da tanto miedo la eternidad, la soledad… No esperaba esto en absoluto. No somos más que nubes y sufrimos más que… estamos más tristes que… y no podemos hacer nada contra esta horrible ansia.

Señala a los demás espectros. Los de los cadalsos, los que yerran por el terraplén, los atravesados por los espectadores.

– Y cada día somos más… repugnantes los unos para los otros. Todos nuestros recuerdos, todas las bajezas de nuestra existencia expuestas en nuestro… rostro… en nuestro… cuerpo.

– ¿También ves las mías? -murmura la madre, angustiada-. Me refiero a lo que tú llamas mis bajezas… -Y tras un corto silencio añade-: Y en cuanto a tu hermano… Lo que confesé bajo tortura… ¿también lo sabes?

La hija no replica. La sombra de la Quemada suspira con amargura.

– Lo que hice no debe afectarte, Catalina. De todas formas, yo, aquí o allí, te quiero… Aunque… -su voz rezuma rencor-, aunque, a decir verdad, esto no es lo que esperaba. ¿Todas esas pruebas, todos esos sufrimientos abominables para esto?

La plaza se vacía poco a poco de seres vivos, pero no de espíritus.

– Deberíamos estar admiradas y felices por lo que sucede después de la muerte, ¿verdad? -apunta con rabia la muchacha, sin hacer caso del comentario de su madre-. ¡Pues no! Enseguida comprendí que me había convertido en un despojo y tuve asco de mí misma. Es repugnante, este hedor en el que vivimos encerrados desde nuestro último aliento, que nos cae encima como un castigo… Ah, madre, ignoro qué ha hecho que esto sea posible, pero cómo lo odio, madre, ¡cómo lo odio!

– Cállate, hija. Alguien… podría oírte.

– ¡Si al menos eso fuera posible!

Igual de viejas ya la una que la otra, difunta la mujer y difunta la niña, permanecen un momento en silencio, casi enemigas a pesar de su amor, laceradas por la insostenible nostalgia de su vida anterior. Esa vida perdida para siempre en la que tanto se adoraron.

Ambas miran en la dirección por donde se ha escabullido el joven abrumado por la pena.

– ¿Vas a seguirle, madre?

– Por supuesto, Catalina, es mi familia… y también la tuya. Tengo que prevenirle…

– ¿Y si le asustas como antes? Cada vez que uno roza a un Vivo, se le roba parte de su aliento. Al final, muere. Lo he visto hacer a algunos fantasmas… Te arriesgas a matarlo porque le quieres. ¿Serás capaz de vencer esas ganas, madre?

– Nuestro Juan no es muy valiente y cometerá torpezas. Por mi culpa se halla en peligro. No volveré a asustarle, te lo prometo. En fin, lo intentaré. -Se ríe afectuosamente-. Catalina, ¡amé tan mal a tu hermano antes!

Su voz está ahogada en una extraña melancolía que desprende una mezcla de rencor, alegría y tristeza.

Y olvidando que su hija puede leerle los pensamientos, añade:

– Pero no fue al único… Si supieras hasta qué punto he amado mal… ¡Tan mal…!

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