La joven se casó con el pobre Gaspar. Aún no tenía catorce años, pero era menester un padre para su bastardo. Gaspar colmó todas sus esperanzas: jamás se lo reprochó.
El pueblo natal de Gaspar, situado a un cuarto de día a caballo de Valencia y menos aún del mar, solo estaba habitado por moriscos, a excepción del cura, el mesonero (que también ejercía como tabernero) y una suerte de notario que recolectaba los impuestos en nombre del señor censor y de quien muchos sospechaban que pertenecía al Santo Oficio. De vez en cuando, un escuadrón de soldados fuertemente armado patrullaba por la región para garantizar la docilidad de la desesperación de esas docenas de aldeas demasiado cercanas a la costa y a los piratas de Berbería. Cuando era necesario, llevaban consigo a un pregonero que, a golpe de tambor, leía en la plaza del pueblo las nuevas prohibiciones o las restricciones impuestas a los conversos por Su Majestad Cristianísima so pena de galera, confiscación de bienes u hoguera. La última ordenaba a los muleros y otros artesanos que se desplazaban de pueblo en pueblo que cambiaran de oficio, pues las autoridades temían que sirvieran de mensajeros entre las distintas comunidades moriscas.
La boda católica se celebró a los pocos días de llegar, en la mezquita que, desde hacía bastante tiempo, se había transformado en iglesia. El cura protestó por la falta de documentos, pero un saco de provisiones, algunas monedas y testigos designados por el futuro marido entre los habitantes del pueblo acabaron con las reticencias del sacerdote para inscribir en el registro parroquial la unión del albañil y la esclava huida, él con su auténtico nombre, Gaspar López Magroza, y ella con una identidad falsa: María Aranda Molina, presentada como una nueva cristiana, huérfana por designios del Señor y de parentesco alejado del pretendiente. María hubiera preferido continuar haciéndose pasar por una cristiana vieja, pero el párroco se hubiera negado a unirlos pues un edicto real desaprobaba desde hacía años la unión de una sangre limpia con un nuevo converso.
El notario, con la mosca en la oreja, decidió invitarse a la ceremonia y, cómo no, al modesto ágape, pero no halló nada que decir frente a las numerosas expresiones de celo religioso de los esposos y sus invitados. Incluso felicitó al marido por la extraordinaria belleza de su joven esposa; Gaspar, en agradecimiento, lo trató con especial atención y le reservó las mejores piezas de carne. El notario tan solo se quejó de la ausencia de carne de cerdo en una comida tan importante. Gaspar simuló no entender el mensaje implícito y prometió en alegre voz alta que cuando tuviera su primer hijo habría lechones en abundancia preparados con una salsa a base de vino valenciano.
Cuando ya era noche cerrada y hacía tiempo que los invitados se habían ido, un grupito de habitantes se presentó en la casa de los recién casados. Gaspar les invitó a entrar con el mayor de los respetos, sin manifestar sorpresa a pesar de sus formas furtivas y lo inusitado de la hora.
«¡Les esperaba!», constató la joven esposa. Uno de los recién llegados se quedó fuera vigilando, mientras los demás se acomodaban en los colchones dispuestos en el suelo.
Rehusaron los dulces que les ofreció Gaspar. Refugiada en la cocina, María los oyó conversar en voz baja hasta que su marido le pidió que se uniera a ellos.
– Prepárate, María. Vamos a casarnos -le anunció.
– Pero si ya estamos casados… -le replicó bajo la mirada desconfiada de los invitados.
Eran cinco y entre ellos había una mujer que la escrutaba sin benevolencia alguna. Quizá el apunte de redondez de su vientre era la causa de la sorda hostilidad del grupo.
El más anciano, que por su rigidez mezclada con suficiencia María dedujo que era el alfaquí clandestino del pueblo, le preguntó con sequedad:
– Hija, ¿es cierto que no has renegado de la fe de tus antepasados?
– Y tú, ¿quién eres para preguntar semejantes cosas? ¿Acaso perteneces al tribunal de la Inquisición?
El anciano lanzó una mirada desaforada a la adolescente y se giró furioso hacia Gaspar, como exigiéndole una amonestación a su insolente compañera.
– Maldice al Lapidado, hija -intervino la matrona que los acompañaba, también muy mayor-. Él es quien te inspira todas esas palabras carentes de respeto. Y luego, cúbrete el cuerpo y la cara. En este pueblo, una mujer honrada no permanece con la cara descubierta ante los hombres.
Ahogada de indignación, María estuvo a punto de replicar a la intrusa que no estaba desnuda, sino vestida exactamente como en la iglesia y que entonces nadie había visto motivo de escándalo en ello. La mirada suplicante de Gaspar la hizo entrar en razón de inmediato. Quizá su experiencia de esclava, en la que había aprendido que la supervivencia dependía de la sumisión y de su obsequiosidad, la ayudó a tragarse su protesta y a templar el tono.
– Tienes razón. El Lapidado ha hablado por mi boca. Que sea mil veces maldito. Permíteme retirarme un instante, no sé por qué me he vestido así…
Gaspar, con el rostro pálido, se reunió con ella en la cocina y le contó que no había tenido elección. La aljama, el comité secreto de ancianos del pueblo, se negaba a aceptar a una extranjera, ni siquiera morisca, porque nadie podía garantizar que no era una espía a sueldo del Santo Oficio. El marido había tenido que convencer a varios miembros de la aljama para que confiaran en él diciéndoles que ella estaba «iniciada» y que incluso sabía varias oraciones del Libro Santo.
– Pero ¿cómo te atreves? Me pones en peligro de muerte -protestó ella con la voz estrangulada de miedo y rabia.
– Eso mismo dicen ellos de ti. El pueblo es tan pequeño que tarde o temprano sabrás lo que no hubieras tenido que saber y toda la comunidad estará también en peligro de muerte. Convencerles de que tú temes tanto como ellos a la Inquisición es la única manera de arrancar su consentimiento para nuestra boda.
– Pero si ya estamos casados… -gimió.
– Solo estamos casados ante la Iglesia. Para el pueblo, eso no tiene ningún valor. El verdadero enlace, el que nos permitirá vivir aquí, es el del alfaquí. Por eso están aquí.
Temblaba tanto que le costó ponerse el largo velo.
– Entonces, ¿tú qué eres? ¿Musulmán o cristiano?
Él la contempló con ironía benevolente. María tuvo unas ganas repentinas de soltarle un bofetón. Se quedó paralizada cuando el hombre le acarició el pelo y luego bajó la mano hasta el nacimiento de su pecho; era el primer gesto de intimidad que se permitía desde que se conocieran. La joven reprimió un movimiento de repulsión.
– Vivimos tiempos injustos, María, y no soy más que un albañil sin educación. Mi opinión cuenta poco. Pero quiero vivir el mayor tiempo posible en este país de locos. Me gusta esta tierra y no concibo ninguna otra para que arrope mis huesos cuando se pudran. Entonces, mientras sea posible, seré cristiano entre los cristianos y musulmán entre los musulmanes. Dios con su sabiduría me absolverá quizá de engañar a los hombres.
Iluminados por las lámparas de aceite, sus ojillos brillaban con una especie de malicia desengañada, casi desanimada.
– Te quiero, pajarillo, y un hombre de mi edad se expone mucho amando así a alguien a quien apenas conoce. -Y añadió sin abandonar su tono de desaliento-: Creo que sería capaz de amarte así hasta la eternidad.
María se puso roja y pensó malvadamente: «Espero que tu eternidad no sea demasiado larga…», cada vez más irritada por tener que deberle tanto a ese hombre que la había aceptado en su estado con tantísima bondad. Pero, por otro lado, todo en ella le decía que ese amor sería una prisión de la que solo la muerte la salvaría.
– ¿Me quieres tú de verdad? -inquirió el albañil ante el sonrojo de su joven esposa.
María forzó una sonrisa y se concentró en el niño que estaba por venir.
– No te inquietes, Gaspar, te quiero de verdad. Y así tiene que ser, puesto que vamos a casarnos por segunda vez.
El grupo que les esperaba en la otra habitación parecía tenso. La hostilidad aún era palpable, aunque María percibió otro aroma familiar: el del miedo. A pesar de su actitud digna, esa gente en el fondo solo tenía ganas de levantarse y volver a sus quehaceres cotidianos en sus respectivas casas.
Gaspar añadió un tronco al hogar. El viejo alfaquí esperó a que el fuego agarrara, se aclaró la garganta, abrió la boca y se le formaron arcos de saliva en las comisuras de los labios. La voz le temblaba de emoción. Miraba con el único ojo que le quedaba descubierto por el velo.
– ¿Es cierto, hija mía, que crees en la religión de nuestros antepasados? Si es cierto, responde sencillamente con un sí.
El nerviosismo del anciano se le contagió. María sintió un escalofrío por la espalda. El alfaquí no tenía pestañas, su tez era amarillenta en extremo y sus mejillas presentaban muchísimas arrugas. La joven esposa se preguntó si la máscara de su cadáver sería muy distinta de la que mostraba ahora.
– Sí, creo -replicó excesivamente deprisa.
– ¿Hablas algarabía?
– Sí, la hablo.
– Entonces, une las manos y recita la profesión de fe de la verdadera religión.
– Alá es mi único Dios…
Le entraron ganas de llorar al pronunciar por primera vez desde hacía tantos años las palabras sacramentales del islam. Era como si se le abrieran de par en par las puertas de la memoria y, detrás de ellas, surgieran las figuras amadas de su infancia. Recordó que su padre, unos días después de la revelación del Gran Secreto, intentó repetirle una sura del Corán, y aún no había acabado los dos primeros versículos cuando confesó a su hija que se había olvidado de lo que seguía.
– Hijita, esta religión es mi alma y ya no sé lo que enseña -confesó abatido.
– No te preocupes, padre. Me has enseñado una parte de tu religión… -contestó, refugiada entre los brazos del hombre al que más quería-. Me espabilaré para encontrar el resto…
– ¿Cómo pretendes hacerlo? -replicó él, riéndose amargamente-. ¿Dónde vas a encontrar el resto?
El ebanista se sentía culpable por no poder legarle nada más a su hija. María recordaba haber blasfemado en su fuero interno: «¡Qué más dará la religión de tu Alá y sus suras incompletas! Yo te quiero a ti, padre… Si supieras lo indiferente que me resulta el resto…».
– Amén -musitó ella regresando de sus pensamientos.
Cómo echaba de menos en ese momento la infantil pesadez de su tía y la melancolía de su padre. Que Dios -cualquiera de los dioses, a imagen nuestra o a imagen de las ranas, pero ¡que sea siempre bueno!- los acoja en su paraíso y los consuele de las desgracias que los afligieron.
– Amén -concluyó el alfaquí, que miraba perplejo a la niña.
A su manera de ver era demasiado provocativa para semejante despliegue de piedad. Se llevó la mano al mentón y se lo masajeó distraídamente, como si quisiera comunicar su escepticismo a su gente.
«Amén», repitieron con convicción los acompañantes. María seguía con la cabeza gacha, pues no quería que los visitantes, a pesar del velo, la sorprendieran con los ojos húmedos. La anciana puso ambas manos sobre la cabeza de la adolescente.
– Eres un tesoro, María, ¡eres tan joven y hablas la lengua santa! Solo el alfaquí y algunos de nosotros aún la hablamos en esta aldea. Pero somos ya tan viejos, tan inútiles… Que Dios te dé vida mucho tiempo, María, así enseñarás esa lengua a tus hijos. Ahora eres una de las nuestras, para lo mejor y para lo peor.
– Detén tus lloriqueos, Clara. Vas a hacer llorar a la chica.
El hombre que había interpelado a la anciana estalló con una mezcla de animación y felicidad. Sus acompañantes, abandonando su rigidez inicial, mostraban esa misma satisfacción desamparada y alegre.
– Que no, bobo, ¿dónde ves tú las lágrimas? -protestó ella, echándose a llorar a lágrima viva.
– Perdónanos, hija mía. ¡Lo que ha pasado esta noche sucede tan poco a menudo! No hemos acogido a auténticos creyentes desde… oh, Dios mío, ¿desde cuándo? El pueblo está minado de delaciones, tenemos miedo de nuestros propios hijos, tememos a cualquier viajero. Si esos perros del notario y del cura supieran una sola palabra de esta reunión nos entregarían de inmediato al verdugo.
El vigía golpeó la puerta. Un hombre salió a hablar con él y regresó con gesto preocupado.
– Ha llegado el momento de marcharnos. Unos desconocidos a caballo están en la entrada del pueblo.
Se extendió un murmullo de inquietud interrumpido por el sarcasmo de Gaspar.
– ¿Y el matrimonio, respetables vecinos?
El alfaquí, que ya se había puesto en pie, se sentó precipitadamente. Sofocado, gruñó disimulando mal su contrariedad.
– ¿Quién es el tutor legal de la joven? -Sin esperar la reacción de la principal interesada, designó a su vecino-. Es huérfana, así que Cosme, serás su tutor-. Y con el mismo tono gruñón ordenó-: Jofre y Vicente, seréis los testigos legales de esta boda.
Todos lo aprobaron asintiendo con la cabeza, como si la distribución de papeles ya estuviera prevista antes de entrar en la casa.
– Empecemos pues… En nombre de Dios Misericordioso, Gaspar, ¿deseas tomar como esposa a la mujer aquí presente?
– Sí.
– Y ella, ¿consiente esa unión?
Sorprendida, María oyó a su tutor replicar en su lugar.
– Sí, por Dios Misericordioso, ella consiente.
– So pena de nulidad de la unión, Gaspar, ¿te comprometes ante estos testigos a entregarle la dote habitual y a velar por ella mientras te obedezca y te respete?
Ante las caras impávidas de aquellos adultos capaces con unas palabras de regular el curso de toda una vida, la adolescente sintió un fuerte hormigueo en el vientre. Comprendió que su cuerpo estaba fabricando una risotada y que, si no la detenía en seco, podría transformarse en un aullido sin fin lleno de ira, de pena, de rebelión y de autocompasión desgarrada.
Se cubrió con el velo el ojo que tenía al descubierto para replegarse un poco más en sí misma. Para contener el peligroso espasmo, se mordió la lengua tras lo que emitió un ruido parecido a una tos. Nadie prestó atención, excepto Gaspar, que tenía que responder al alfaquí urgentemente.
– Me comprometo delante de todos, señores míos. ¡Que mi boca se selle si no soy capaz de cumplir con mi palabra!
– Entonces… -se apresuró a concluir el anciano- desde hoy sois marido y mujer. Que seáis abrigo el uno para el otro y que Dios os colme de favores. Demos gracias al Todopoderoso y que la oración y la paz protejan a nuestro maestro Mahoma, a sus parientes y a sus compañeros.
Siguió la fatiha, la oración principal del Corán, a toda velocidad y, tras unas felicitaciones apresuradas, el grupo se dispuso a abandonar cuanto antes la casa de los recién casados. Antes de eclipsarse, la anciana Clara regaló a la recién casada un bote de ungüento.
– Es alheña, para ti -le confió al oído con una voz aún estrangulada por las lágrimas-. Traerá suerte a tu casa. Es tierra del paraíso, dicen. Antes nos la poníamos en el pelo, en las manos y en los pies, y las mujeres gritaban al son de los tambores y de la viola. Ahora todo está prohibido, tenemos que actuar como ladrones, hemos perdido las palabras sagradas y su mérito. Ponte un poco de alheña, pero solo en las plantas de los pies y en el ombligo. Eso no se ve y protegerá a tu niño. -Bajó aún más la voz y añadió-: Desconfía hasta de tu propia sombra, María, porque podría denunciarte. Este pueblo está lleno de ojos, la gente de aquí tiene tanto miedo que algunos son capaces de cualquier vileza para salvar el pellejo.
Aunque los visitantes se habían ido, María permanecía boquiabierta. Sentía la ira extendiéndose por su cuerpo ante la concatenación de acontecimientos y la escasa atención que el alfaquí y sus acompañantes le habían otorgado.
– ¿A quién acaban de casar esos miedicas? ¿Estuve presente yo en mi propia boda? -terminó preguntando a Gaspar, que la observaba con una sonrisa contrariada.
– Ha sido un poco precipitado, estoy de acuerdo. Pero -intentó calmarla-, pusieron en juego su propia vida. Y… de todas formas, el resultado es que en el intervalo de un día has aceptado convertirte en mi esposa dos veces. ¡Esta noche tendré que mimarte el doble! -bromeó el albañil, pero se le quebró la voz.
Sintiendo un nudo en la garganta ante aquel comentario, que ya no era tan solo una alusión, María decidió mofarse:
– Que se selle tu boca si no cumples con tu palabra… ¿se dice así?
Lleno de deseo y ansiedad, el hombre ya no era capaz de responder. Con torpeza, la atrajo hacia sí y ella, ahogando una ridícula súplica, se resignó a pagar el tributo exigido.
Cuando nació el niño, Gaspar lo acogió como a su propio hijo. Amaba con pasión a su madre a pesar de su mal carácter. Gozaba de ella casi tanto como deseaba, sin forzarla demasiado. No ignoraba que muchos hombres del pueblo le envidiaban su joven y bonita esposa… a él, que no era ya precisamente joven y que, en el fondo, tampoco era muy agraciado. Las noches en que la muchacha le permitía gozar de ella, el «¡Oh, Dios bondadoso!» que profería antes de eyacular parecía una acción de gracias debida al milagroso azar que lo obsequiaba con aquel regalo.
En cuanto al pasado turbio de su esposa, a Gaspar parecía faltarle la imaginación necesaria para sentirse realmente celoso. No tenía la menor duda de que ella le había contado lo menos posible, y de que incluso ese «menos» estaba cargado de medias verdades o incluso de mentiras. Más prosaico, consideraba resignado que en esta vida todo se paga, hasta las migajas de felicidad dispensadas por su extraña compañera. Para cortar de raíz con las habladurías y explicar el breve embarazo de esta, había soltado algunas confidencias entre dos vinos en la taberna del pueblo que insinuaban que le había faltado voluntad para esperar con paciencia su noche de bodas… En definitiva: el albañil juzgó que había hecho el negocio de su vida casándose con la bella María. A ese «hijo» lo llamó Juan, en honor al nombre cristiano de su propio padre, de forma que transformaba al recién nacido surgido de la nada en símbolo de su retorno casi exitoso al pueblo de sus antepasados.
El siguiente domingo se celebró el bautismo en la iglesia. Mientras duró la ceremonia, la anciana Clara no había cesado de repetir en su corazón: «Dios es grande. Dios es grande. Malditos sean los cruzados trinitarios». La abuela, capaz de hablar el lenguaje de los pájaros, era la única amiga de María en el pueblo. Tras el bautismo, corrió a casa de María cargada con agua de azahar, con la que friccionó al bebé para eliminarle la mancha del agua bautismal. Afirmaba que así anulaba el efecto en el recién nacido de la baba perniciosa del «idólatra de cojones inútiles».
Cuando preguntó a María si habían elegido ya el nombre musulmán para su hijo la pilló por sorpresa, y esta indicó el primero que le vino a la cabeza: el de su padre.
– Omar, como el califa compañero del Profeta… -se extasió la anciana-. Ojalá llegue el día en que tu hijo guíe a los guerreros que liberen Andalucía de los infieles nazarenos.
«¡Majadera, senil, vieja chocha! -pensó María-. No he traído al mundo a este niño para ti ni para la jauría de Andalucía. No hacéis más que lamentaros por lo que no volverá jamás. Mi hijo no llorará por nada. Él, lo juro, será…»
Desde que había parido, María vivía atormentada por una única idea: el bebé no se parecía ni a Lorenzo ni a don Miguel. El destino, sarcástico como siempre, se las había arreglado para mezclar tan bien la sangre del violador con la del amante que el niño no tenía nada ni de uno ni del otro.
Cuando vio la cara de desespero de su mujer al coger en brazos por primera vez a su hijo, el paciente Gaspar creyó que se debía a los dolores del parto. Cuando María le entregó el pequeño bastardo, Gaspar lo elevó tímidamente en sus brazos y murmuró un tierno y feliz «Bienvenido, hijo mayor…».
– ¡Ese niño se te parece como una gota de agua! -dijo burlona y feliz Clara, que había hecho las veces de comadrona-. Podrías haber hecho que se te pareciera menos y que aprovechara un poco más la belleza de su madre, ¿no te parece? Mírale, ¡qué desgracia! Tu boca, tu nariz…
– Soy feliz, vieja mula. ¡Por algo soy el autor de sus días! -replicó orgulloso un Gaspar colorado hasta las orejas.
La flamante madre se esmeró en su nuevo papel. Se tragó su decepción, sollozó de felicidad cuando el bebé mamó por primera vez y lo rechazó con violencia la segunda vez.
Cuando pudo ponerse en pie, fue a desenterrar la plata y las joyas robadas a Bartolomé, que guardaba desde su boda en un agujero al abrigo de las cabras. Mostró el precioso hatillo al bebé aún ciego, que lloraba en la cuna fabricada por su falso padre.
– No te prometo amarte todo el tiempo, hijo mío. ¡Perdóname! Me recuerdas demasiadas cosas… No es culpa tuya, pero está por encima de mis fuerzas.
Se replegó un instante para impedir que la inundaran inconvenientes lagrimeos. El bebé, tranquilizado por la voz de su madre, dejó de llorar y se divertía tocándole la boca con sus dedos.
– Pero te juro que no vivirás humillado como yo. No envejecerás con esos gallinas del pueblo que se reconcomen de aburrimiento porque ya no les pasa nada y se cagan de miedo cuando aparece un jinete en el horizonte. No te convertirás en un simple morisco despreciable en el que todos puedan escupir su asco. Juan, tienes que saber que los hombres que te han hecho no eran basura, como nosotros, eran maestros en su arte, el uno pintor y el otro cantante. Sí, tus auténticos padres, los que me han… y no ese… ese…
María se transformó entonces en puro desprecio hacia Gaspar. Esa mañana al alba, él le había separado con suavidad las piernas con la intención de poseerla por sorpresa mientras dormía. Ella se había despertado sobresaltada y lo había mirado con tanta contrariedad que él se alejó de ella en silencio.
Inspiró profundamente antes de proseguir la conversación con su hijo.
– Pero mira qué cruel es la vida: aquel al que yo amaba decidió no corresponderme. ¿No te parece grotesco no sentir nada por la descendiente del califa de Córdoba, como diría mi pobre tía Lucía?
El niño gorgojeó más alto. La boca crispada de la madre esbozó una sonrisa.
– Es cierto que en el fondo te pareces a ese bobalicón de albañil. ¿Cómo lo habrá hecho? No tienes suerte, Juanito. Creo que cuando llegue el momento vas a tener que espabilarte como un demonio para seducir a la joven de tu corazón.
Se le rompió la voz a la par que su sonrisa se ampliaba ante los torpes intentos de su hijo para llevarse un dedo del pie a la boca.
– … excepto si encuentras a una mujer en mi situación, claro. ¿Parece que te rebelas? Tienes razón, ¿por qué deberías ser tan bobo? Y de todas formas, a ti qué más te dan mis problemas.
Acarició la frente del bebé y notó cómo el pecho se le inundaba de ternura.
– Tú también estás ávido de vida -suspiró con la voz tomada.
Fuera, el campanario de la iglesia-mezquita tocó el ángelus.
– Todo hubiera podido ir mejor, Juan. No he sabido hacerlo bien, no supe seducir a los ángeles repartidores de suerte. Pero no temas, para ti todo será distinto. Te daré recuerdos felices, hijo mío, te lo juro. Tú serás…
Durante muchos años, ella no supo explicarle a Juan, ni siquiera a sí misma, qué quería para él. A lo largo de todo ese tiempo de duda, hasta que dio con un principio de respuesta, se resignó a seguir siendo fiel al hombre que la había ayudado.
Cuando Juan alcanzó cierta edad, ella se negó por completo a que lo circuncidaran, a pesar de la insistencia de Gaspar -por lo demás, el más abiertamente cristiano de los dos-, argumentándole que esa costumbre era demasiado peligrosa y que a la mínima sospecha del cura, por ejemplo, la familia sería acusada de herejía. El marido masculló que un morisco no circuncidado no era un morisco, que la costumbre no era cosa de religión, sino del simple respeto hacia los antepasados varones de sus respectivas familias… y también, apuntó, hacia sus mujeres, pues era sabido que estas preferían una verga bien cortada por la agradable razón que se insinuaba mucho mejor. María le subrayó con toda su bilis que un bebedor de vino y un comedor de cerdo de su calaña no era el más indicado para invocar el respeto debido a la virilidad de los antepasados… Y sobre su pretendido conocimiento sobre las inclinaciones secretas de las mujeres… No concluyó la frase, sino que se limitó a alzar los hombros con desdén.
Por miedo a que ella se vengara negándole su cuerpo (algo que sucedía cada vez más a menudo), Gaspar no se atrevió a intervenir nunca más en la educación del niño. Simplemente le prohibió, bajo pena de azote, orinar en público en el pueblo.
En cuanto fue posible, María suplicó al viejo párroco que dedicara un tiempo a la educación de su hijo, catecismo incluido. A pesar de su perplejidad inicial, el cura aceptó entusiasmado. Era la primera vez en la historia del pueblo que una conversa le pedía espontáneamente y sin verse obligada por amenaza alguna que educara a su hijo en el seno de la Iglesia.
Hasta entonces, solo sus imprecaciones y, sobre todo, la existencia de un cuaderno donde anotaba los asistentes a la misa dominical, conseguían reunir a su alrededor suficientes fieles los días de guardar para hacer creer a un cándido que en ese antiguo pueblo musulmán existía una comunidad cristiana. Impuesto a todos los nuevos conversos del reino, el uso de registros de confesión y listas presenciales en los principales sacramentos resultaba eficaz a todas luces. Los más testarudos, cuya ausencia en misa y en la confesión no tenía justificación, podían ser fuertemente multados y, en caso de reincidir, denunciados al Santo Oficio.
Sin embargo, el viejo cura no se hacía muchas ilusiones. A través de señales imperceptibles, sentía que otro mundo se disimulaba bajo el dócil pueblo de moriscos supuestamente tocados por la gracia de Jesucristo Nuestro Señor. Los días en que la falsedad era más evidente, se convencía de que era inútil realizar tantos esfuerzos para salvar a unas almas manifiestamente convencidas en obrar para mayor placer de Belcebú. Esos días rezaba con todas sus fuerzas para que se cumpliera el mayor deseo de toda la España cristiana: el exterminio o, como mínimo, la expulsión de esos reductos sectarios de fe perversa.
Pero esta María le había parecido distinta. La joven morisca parecía especialmente devota, y se ganó su simpatía con donativos en alimentos o participando en pequeñas tareas de mantenimiento en la iglesia. Por eso, tras una breve reflexión, consintió en enseñar los rudimentos de escritura, cálculo y hasta de gramática latina a su hijo. Pero antes, en un alarde de prudencia, exigió al alumno que le mostrara el pene para comprobar la ausencia de la tradicional mutilación musulmana. El párroco felicitó al niño murmurando que no se había perdido toda esperanza de que pudiera seguir el camino del Evangelio.
Gaspar quedó muy sorprendido cuando el niño contó el incidente en casa, pero María le había suplicado que no dijera nada. A la vista del futuro de su hijo, no tenía sentido mostrarse susceptible.
– Además -añadió-, cuanto más colaboremos con la Iglesia, menos riesgo tendremos de ser sospechosos de herejía.
– ¿Y qué futuro sueñas para tu hijo, mujer? Será albañil como yo, como lo fueron mi padre y mi abuelo. Es un oficio honrado y seguro, siempre habrá casas que construir y reparar. Y no obliga a llenarse la cabeza con gramática latina.
La mirada cargada de ira que le lanzó su esposa lo invitó a batirse en retirada. Sobre todo porque en cuestión de riesgos, se dijo Gaspar, no iba errada, aunque fuera ella misma quien los hubiera creado: hacía meses que gracias a la intercesión de la anciana Clara había empezado la absurda tarea de aprender a escribir en algarabía con el alfaquí. Gaspar había tratado de impedírselo, pero ella se había enfadado y, como de costumbre, tuvo que dejarla actuar según su voluntad. A pesar del secreto absoluto que supuestamente revestía la operación, María sorprendía en las miradas de las mujeres y hasta de los hombres del pueblo un matiz de respeto, un poco difuminado a pesar de todo, puesto que no estaba bien que una mujer se preocupara directamente de las cuestiones sagradas. Una cosa era hablar algarabía y otra manejar los caracteres que transcribían los mandamientos del Todopoderoso en el Libro Increado.
Clara, que ahora pasaba la mayor parte del tiempo con la joven, a la que apreciaba sinceramente, se había propuesto enseñarle lo que sabía en materia de usos, tradiciones y tejemanejes del pueblo. Era viuda y su única hija se había fugado con un vagabundo veinte años atrás. Durante todo el día, con medias palabras, la mujer vilipendiaba a esas familias indignas que ignoraban la grandeza de su origen andaluz y se envilecían en un presente de engaño al que ella, como reconocía con lágrimas en los ojos, contribuía con idéntica hipocresía temerosa.
María no tenía muy claro que el esfuerzo de aprendizaje que requería el último antojo de su amiga mereciera la pena. Para convencerla, Clara la condujo un día a su casa. Con aire misterioso, cerró primero la puerta y la ventana, desplazó un pesado baúl de ropa, levantó algunas tablas y, al final, sacó de un agujero del suelo un paquete cuidadosamente protegido por una tela verde.
– ¿Lo ves? -preguntó con voz ahogada una vez retirado el envoltorio verde.
– Es… ¿el Corán? -balbuceó María, contemplando un grueso manuscrito religado en cuero y decorado con arabescos dorados.
– Creo que sí… Lo descubrí rebuscando por la casa al morir mi marido. Pedro sabía leer en la lengua de nuestros antepasados, no era un animal ignorante como yo. Se había procurado algunos manuscritos con la promesa de leérselos a nuestro hijo, pero solo tuvimos una hija y su esposo no le pareció digno de confianza. Cuando sintió que se le acercaba la Parca, Pedro los entregó todos al alfaquí. Excepto este…
María tendió la mano para abrir el manuscrito.
– ¡No! -gritó Clara horrorizada-. Hay que purificarse antes de tocarlo. -Envolvió de nuevo el objeto en el tejido-. Quisiera saber si es realmente el Corán… No me atrevo a rezarle porque sería pecado venerar un libro de otro Dios. Además, si es el Corán… -Lanzó un suspiro triste y cómplice-. ¿Comprendes ahora por qué te pedí que aprendieras a leer un poco? Ya hablabas algarabía, eres joven y tienes la cabeza despierta.
Aún impresionada, María no dejaba de sentirse algo incómoda.
– Enséñaselo al alfaquí, él te responderá de inmediato.
– ¡Jamás! Ese hombre es un avaro… Si se trata de un Corán, querrá guardárselo. Todo el mundo le dará la razón y mi casa perderá por una tontería la protección del Libro. Si mi esposo lo escondió fue por alguna razón, María. Y no confío en nadie más en el pueblo…
Un rayo de luz se filtró entre los postigos y obligó a pestañear a la anciana.
– Pedro y yo al final no nos llevábamos demasiado bien. El tiempo lo agria todo, pequeña. Pero nos quisimos mucho durante los primeros años de casados. Quizá en recuerdo de eso quería protegerme tras la muerte sin que yo lo supiera.
Ante la actitud dubitativa de María, Clara le imploró:
– ¡Hazlo, María, te recompensaré con creces! Para mí es tan importante saberlo…
– No tienes derecho a pedirme esto, tía Clara -respondió la esposa del albañil, casi airada-. ¡Es peligrosísimo y lo sabes bien!
– Solo tengo una hija y esa ingrata desapareció con el cretino de su marido, solo Dios sabe dónde -replicó la anciana sin más argumentos de convicción-. Cuando esté muerta, ¿a quién crees que legaré mi casa y mis bienes? Tienes un hijo, el pueblo se empobrece y Gaspar casi no trabaja. Ayúdame, por el amor de Dios, y te prometo que no te olvidaré, ni a ti ni a Juan.
Acarició con delicadeza el tejido, antes de volverse hacia su amiga. Su cara parecía aún más vieja, como si le acabaran de nacer nuevas arrugas.
– No me porté muy bien con Pedro. ¿Sabes qué quiero decir con eso, María? Pequé… mortalmente. -Su mirada se perdió a lo lejos-. En las noches más oscuras, unos pájaros negros se apoderan de mis sueños. Si pudiera rezar cada noche con la ayuda del Libro, quizá podría liberarme antes de morir.
Tomó la mano de María y se la llevó a los labios en señal de última súplica.
– Hija mía, tengo mucho miedo a morir sin ser perdonada.
Para su sorpresa, el gruñón del alfaquí aceptó enseñarle a escribir, pero con condiciones. Primero Jerónimo lanzó pestes contra las mujeres que, saltaba a la vista, no sabían estar en su sitio. Luego la tomó con esa tenebrosa época en la que los verdaderos hombres, los del islam, no aspiraban ya a conocer los escritos ancestrales, y por último la emprendió contra los nazarenos, que con su arrogancia aceleraban el fin del mundo.
– ¡Está mucho más cerca de lo que podría aceptar tu mente, mujer! -sermoneaba varias veces al día, con una especie de obcecación senil que asustaba a María.
En realidad, aquel viejo carpintero, aunque muerto de miedo, no cabía en sí de felicidad. ¡Por fin, una alumna -además joven y bonita- ante la que desplegar ese saber que guardaba poniendo en riesgo su vida! La alegría del alfaquí no se debía exclusivamente al fervor religioso; a veces, María le sorprendía una mirada fugitiva con un brillo de lubricidad, la misma que reconocía en muchos de los hombres que se cruzaban en su camino. Pero Jerónimo era ya tan viejo que creyó que podría hacerle entrar en razón en caso de que se atreviera con un gesto deshonesto.
Más adelante, el alfaquí confesó a su alumna que hasta entonces había estado muy triste porque creyó que sería el último en el pueblo en conocer el secreto de los caracteres sagrados. Nadie de su entorno sabía escribir en algarabía y, lo peor, a nadie parecía preocuparle. En los asuntos religiosos, los mayores se dirigían a él. Los más jóvenes ni siquiera sabían que había otra religión encubierta bajo la sombra de la Cruz triunfante.
La primera lección tuvo lugar en el granero lleno de troncos de madera y herramientas oxidadas. El alfaquí insistió en que ella se dirigiera a él por su nombre musulmán, Hasan, precedido del título de shaij. María sintió que oír ese nombre respetuoso, shaij Hasan, aliviaba el gran pesar del anciano. Durante las numerosas lecciones que siguieron, lo usó cuanto pudo.
Durante el tiempo que duraban las lecciones, Clara velaba en la puerta la llegada siempre peligrosa de gente inoportuna. Ante la menor duda, avisaba al maestro y a su alumna. De inmediato, la joven sumergía el trozo de plancha que le servía como pizarra en un cubo de agua situado siempre a mano. La frotaba con un paño para borrar los últimos restos del carbón y, ya limpia, la disimulaba entre los montones de chatarra.
María recordaría siempre con emoción esas horas dedicadas a caligrafiar con pulso torpe primero letras, luego listas de palabras y finalmente fragmentos cortos del Libro, dictados de memoria por el alfaquí. El hombre se impacientaba, la reñía cuando se equivocaba y le reprochaba, cuando ella se atrevía a discutir un determinado punto, que pretendiera hablar bien algarabía, cuando solo conocía una versión degradada, el dialecto granadino de sus padres. Pero con el tiempo acabó apreciando la testarudez de su alumna. Hasta lamentaba su ausencia cuando la prudencia aconsejaba anular sin previo aviso visitas que habían sido fijadas con mucha antelación. El alfaquí se había propuesto enseñarle lo que con un nudo en la garganta denominaba «los propósitos últimos de la religión».
Otro problema que obsesionaba al alfaquí era el de la taqiya puesto que, aunque estaba autorizada por los mejores jurisconsultos del islam, a fuerza de mentir siempre para disimular su fe, la gente del pueblo no distinguía ya entre lo verdadero y lo falso. Un hombretón barbudo y bigotudo le había asegurado, por ejemplo, que el Profeta era pariente cercano de Jesús, que sus dos madres eran primas que pertenecían a la misma tribu de La Meca. Otro inculto le explicó que la prohibición de comer cerdo se debía a que el primer cordero que Abraham quiso sacrificar en lugar de su hijo intentó escapar a su suerte asestando cornadas al patriarca; entonces, preso de ira, el Profeta pidió a Dios que transformara al rebelde animal y a su descendencia en una especie vil cuyo consumo estaría prohibido a los creyentes para toda la eternidad.
Aparte de ella, se lamentaba el shaij, no había nadie en el pueblo capaz de sucederle cuando llegara el momento.
– Unos cobardes que hasta tienen miedo de vaciar los intestinos sin autorización del rey, eso es lo que son -espetó una vez con desprecio.
Secretamente halagada por la confianza del shaij, María objetó que hasta ese momento jamás había visto un alfaquí mujer y que, de todas formas, entre los caprichos de su esposo y los de su hijo, apenas tenía tiempo para no olvidarse de respirar.
– Aisha… no lo comprendes. Si te estoy proponiendo hacer lo que jamás se ha hecho antes no es por capricho, pero tiempo es lo único que nos falta a los musulmanes miedicas de España -replicó con tristeza el anciano.
Las cosas estaban cambiando en efecto muy deprisa en la zona. El mesonero se había casado con una cristiana pura de Valencia; animado por la construcción de un puesto de vigilancia en las lindes del pueblo, el miembro del Santo Oficio había traído a sus tres hijos y a su mujer, y varias familias de soldados reales habían ocupado las casas que la Santa Inquisición había confiscado a los detenidos tras condenarlos a galeras.
El zapatero morisco fue detenido por la Santa Hermandad y jamás se le volvió a ver, al igual que su nuera, el marido de esta y un sobrino. La atmósfera en el pueblo era irrespirable. Corría el rumor de que había un topo en la comunidad. Un joven palafrenero, acusado de visitar varias veces al representante de la Inquisición, fue hallado degollado y con los intestinos esparcidos ante su cabaña como castigo ejemplar. Corrió el rumor de que su propia mujer lo había denunciado al comité de ancianos del pueblo. Menos de una semana más tarde, todos los adultos de una misma familia fueron detenidos acusados de mahometismo encubierto. La oleada de detenciones parecía no tener fin y la mujer del palafrenero, convencida de haberse equivocado, se colgó de un árbol dejando tres criaturas huérfanas.
Una mañana, unos religiosos escoltados por hombres armados llegaron a casa del alfaquí. Inspeccionaron la casa y salieron de ella con manuscritos que colocaron en una caja. Su jefe ordenó reunir a los habitantes y, con un sermón que combinaba amonestación y benevolencia, prometió el infierno a los herejes y tres años de indulgencia a quienes denunciaran a los profanadores de la Santa Fe. Luego, ante los aterrados espectadores, prendió fuego a la casa del carpintero dogmatizador.
El cura del pueblo asistió desde lejos, sin palabras, a la desgracia del alfaquí. El domingo anterior lo había confesado. Se juraría que el cura se sentía tan desgraciado por esta detención como el resto de los fieles. Quizá también estaba sorprendido de descubrir que su peor enemigo se disimulaba tras una silueta tan insignificante. El carpintero no alzó la cabeza; tan solo tosía de vez en cuando, cada vez que el viento le traía el humo. Se desmayó una única vez, de fatiga o de miedo, y un guardia lo volvió a poner en pie alzándolo por el hombro con brutalidad.
Junto a María, un hombretón musculoso aunque muerto de miedo murmuró con un timbre infantil:
– Dios mío, protégenos. ¡Dale fuerzas para resistir el tormento!
A María se le heló el pecho ante la evidencia que sugería la voz de su vecino: si el alfaquí confesaba -y ¿quién no lo haría ante la Inquisición?-, todos los que pertenecían a su círculo podrían correr su misma suerte.
Pasó unos días torturada, aguardando en cualquier momento el retorno de los hombres armados. Clara apareció una mañana con la cara afligida y, al tiempo, incapaz de disimular su satisfacción.
– El alfaquí ya no es de este mundo, María. ¡Que los ángeles le hagan un sitio en el paraíso!
– ¿Murió… murió bajo tormento? -preguntó María, luchando contra el odioso alivio que le hinchaba el pecho.
– No tuvo tiempo de ser sometido a tormento. Cuentan que se le detuvo el corazón de miedo cuando lo condujeron ante los carbones ardientes. Ya sabes que era muy delicado, pobre.
– ¿Recuerdas cuando caminó sobre las zarzas? -la cortó María, con la mandíbula inferior temblorosa de pena-. Cuando le retiré una de las espinas del pie, se quejó como un niño durante días.
Soltaron una carcajada al unísono, que rápidamente se transformó en sollozos de vergüenza y pena.
– ¡Shaij Hasan, perdónanos! -se lamentó la anciana-. Eras un buen hombre, dirigías nuestras plegarias. Cada vez que desfallecíamos, nos recordabas el respeto que nos debemos y repetías: «¿Acaso no somos los descendientes de los valientes caballeros de Damasco?».Y ahora nos reímos de ti. Nos hemos convertido en perros sin honor. Dios mío, ¿qué hemos hecho para merecer tu ira?
Clara se secó las lágrimas con la manga del vestido, aspiró por la nariz y dudó antes de preguntar dónde se hallaba Juan con una mirada pícara.
Incómoda por el repentino cambio de tono, María respondió que se encontraba en casa del cura atendiendo sus clases de latín y catecismo.
– Entonces, ¿puedes venir a mi casa para el…? -La anciana la miró esperanzada-. Hace meses que estás aprendiendo a leer, María. Ahora que el shaij Hasan ya no está, ¿para qué retrasarlo? Solo será un momento y quizá esta noche podré empezar a dormir en paz.
La mujer del albañil se resignó a seguir a su vieja amiga. Se sentía ligeramente dolida por su conducta, pues hubiera preferido verla más abatida con la muerte y el recuerdo del viejo alfaquí. Pero la alegría desbordada de haberse escapado gracias a su oportuna muerte era más fuerte.
Clara la obligó a lavarse las manos y a pronunciar la fatiha. Después, le preguntó en un último gesto de desconfianza:
– Dime… ¿no estarás en tu período de impureza?
María aseguró que hacía días que había tenido la menstruación. Con los labios secos por la emoción, la esposa del albañil tomó el bonito manuscrito y lo abrió por la primera página. Clara la vigilaba con suma atención. María pasó lentamente las páginas. No entendía nada. Reconocía las letras, a duras penas las reunía en palabras, pero se le escapaba el significado. Por su disposición, se parecía al texto santo. Un fragmento que consiguió más o menos descifrar repasaba los distintos nombres de Dios. Pero la joven no conseguía encontrar las pocas suras que conocía y que, por ser más cortas, solían figurar al principio del manuscrito.
– Déjame sola un instante -replicó irritada a la vieja que la miraba por encima del hombro y la distraía con impertinentes preguntas-. No consigo descifrarlo contigo colgada al cuello. Abre un poco los postigos, no se ve nada en esta casa.
Ya sola, empezó a leer en voz queda el texto de abertura; esperando que la repetición de las palabras la ayudara a acercarse al sentido. Pero fue en vano. Furiosa, lo intentó con otro fragmento escogido al azar.
El párrafo se iniciaba con una invocación en algarabía al poder supremo de Dios y su Profeta. La continuación, aunque totalmente incomprensible, le procuró una extraña sensación familiar. Repitió su balbuceo en un tono más alto.
– Por Dios, ¿cómo es posible? Es…
Todo quedó aclarado. Repitió el párrafo, petrificada por poder comprenderlo ahora con tanta facilidad. Abrió el manuscrito por la mitad, leyó unos principios de frase, luego fue al final, leyó todo un párrafo. Escandalizada, terminó por alejar el libro de ella, como si le hubiera mordido.
– ¿Y bien, hija mía? ¿Es el Corán?
La exclamación surgió de la habitación contigua, donde Clara hervía de impaciencia.
María balbuceó algo ininteligible. Clara interpretó el gruñido de la joven como una negación. Y al instante su cara se quebró como la de una niña luchando contra las lágrimas. Puso una mano en la mesa para sostenerse, dispuesta a llorar.
A María se le rompió el corazón, abrazó a la anciana y forzándose a sonreír, le levantó el mentón.
– Querida tía, pero ¿quién te ha dicho que no es el Corán?
Con los labios aún deformes por la decepción, Clara sollozó.
– Por la cara que pusiste… se diría que habías visto al diablo.
– Pero ¿qué dices, tía? Es el Libro Santo. Te lo aseguro… Pero bueno, no olvides que es la primera vez que tengo uno entre las manos…
Intentó sonreír y deseó con todas sus fuerzas que la anciana no leyera la mentira en su cara.
– Es tan impresionante que se me ha puesto la carne de gallina, tía Clara. ¡Un poco más y me echo a llorar como tú!
Clara la miraba, dividida entre su desconfianza de campesina y sus intensas ganas de creerla.
– Voy a leerte un pasaje si quieres.
María tomó el manuscrito, lo abrió más o menos por la mitad, colocó un dedo en el centro de la página y declamó en algarabía:
– «En nombre de Alá, el Clemente, el Misericordioso… Propusimos la responsabilidad del universo a las montañas, a los cielos y a la tierra, pero sintieron tanto miedo que la declinaron. Y el hombre, en cambio, aceptó. Es un violento y un inconsciente…»
Su corazón parecía a punto de estallar. Sin darse cuenta del sacrilegio que encerraba su petición, suplicó: «Señor, ayúdame. Haz que ni mi voz ni mi memoria flaqueen». Pasó varias páginas e hizo ver que dudaba antes de recitar con la misma fingida pasión:
– «En nombre de Alá, el Clemente, el Misericordioso… No cae una hoja sin que Él tenga inmediato conocimiento, no hay un grano en la oscuridad de la tierra, una hierba verde o seca que no esté registrada en el Libro…»
Levantó la cabeza. Clara solo tenía ojos para el manuscrito y su cara se había transfigurado por la felicidad.
– Detente, hija, te creo. Pero no se lee el Libro de Dios sin estar en estado de oración.
Tomó el manuscrito y lo envolvió de nuevo en la tela verde.
– Gracias, Dios mío -dijo besando el paquete-. Gracias, Pedro, mi viejo amigo -concluyó con más dulzura.
María acarició a la anciana, tan ridícula con su pelo alborotado y su ternura quejumbrosa. Una quemazón, que atribuyó a los celos, se apoderó de su vientre.
– No le di una vida fácil a mi Pedro y él me lo devolvió con creces. Pero hubo un momento en el que nos amábamos desesperadamente -intentó justificarse-. Y a mi edad, pequeña, eso es de lo único que me quiero acordar.
Esa noche fue María la que no pudo dormir. ¿Por qué había mentido deliberadamente a Clara? Intentó convencerse de que si había blasfemado de una forma tan horrible había sido tan solo por piedad. Sin embargo, una voz desagradablemente sarcástica le susurró que la perspectiva de heredar de su anciana amiga también había ayudado.
Gaspar dormía junto a ella. A veces, su respiración parecía estar a punto de detenerse y luego volvía a empezar con un brusco ronquido. María sintió una profunda desazón: ¿seguiría condenada el resto de su vida a dormir junto a ese zoquete que parecía descargar la vejiga en ella cada vez que le hacía el amor?
Si seguía pensando así el enfado iba a condenarla al insomnio. Más le valía volver a pensar en el manuscrito e imaginar a la devota Clara arrodillada ante lo que pensaba que era un Corán. ¡Si supiera…! A pesar de la vergüenza, María no pudo reprimir unas ganas locas de reír.
El texto estaba redactado en dos lenguas, algarabía y castellano, pero usando únicamente el alfabeto árabe. Según lo poco que había podido leer, el autor había escrito solo las numerosas invocaciones a Dios en la lengua sagrada, y el resto en la lengua de los cristianos del reino de Castilla. María había oído hablar vagamente de esta forma de transcribir el castellano: el aljamiado. Su padre solía afirmar con rabia que los nazarenos, no contentos con reducir a los musulmanes a la esclavitud, también se habían adueñado de las letras de su Libro Santo para mofarse de sus creencias.
María se removió en la cama, aún aturdida. No, ese libro indecente no hablaba de fe, ¡sino de la mejor forma de conseguir la satisfacción del cuerpo y de la mente durante la unión amorosa! Se expresaba de forma insólita, casi ridícula; por eso al principio se le había escapado el sentido. Alguien describía con detalles cómo «beber de la copa de las piernas de la mujer» y ser «elevado al paraíso del placer visitando con delicadeza su fisura, semejante al fruto del granado».
Recordó el último pasaje, precedido para su sorpresa por largas alabanzas al Maestro del Universo y a su Enviado (cuya pasión por las mujeres era recalcada con insistencia). En él, una amante voluptuosa se quejaba de que la mitad del instrumento de su amado desaparecía demasiado deprisa de entre sus piernas, mientras que la otra mitad se introducía con excesiva lentitud. Le recomendaba a su amante que, si quería complacer a Aquel que había moldeado al hombre y a la mujer, mejorara su manera de penetrarla y de acariciar, por ejemplo, su grupa con suavidad mientras tapiaba su puerta…
¿Qué querría decir el obsceno redactor del manuscrito? María intentó imaginarse al desconocido autor de ese falso Corán tapiando la puerta de su compañera, pero renunció a ello con un repentino nerviosismo. Tragó saliva con dificultad, inquieta al sentir que le flaqueaban las fuerzas.
Condujo con repulsión la mano hasta la abertura de su sexo y se sorprendió al hallarlo completamente húmedo. Su boca, en cambio, tenía la consistencia del yeso.
La mano de la joven se crispó en su vulva. Una especie de dolor… no, más bien una bocanada desgarradora de placer le recorrió el cuerpo con tanta brutalidad que, por un instante, le faltó el aire.
«¿Nadie podrá darme jamás este placer?», se preguntó, ahogada por el sentimiento de injusticia. Sus dedos se deslizaron más profundamente entre los pétalos de carne.
– Alá Misericordioso, Tú que nos engañas y nos haces tan desgraciados, ven a mí con Tu miembro y Tus cojones -murmuró entre dientes, casi ebria, con el deseo abalanzándose sobre su cuerpo como una fiera herida.
Se durmió inmediatamente después de gozar. En realidad, era la primera vez en su vida. Todo su cuerpo se lanzó al pozo del sueño para no enfrentarse al terror inspirado por el abominable ultraje que había infligido al Creador.
Esa noche marcó el inicio del temor de María a haberse aprovechado de Dios. Cuando su propio interrogatorio alcanzaba el paroxismo, llegó incluso a culparse de haberle violado. Sabía bien que no lo había hecho en absoluto, pero la intención, que según le habían inculcado en ambas religiones es lo que cuenta, estuvo presente. La deliciosa sensación que experimentó, casi cercana al desmayo, había sido extraordinariamente intensa. Tanto, que María no albergaba duda alguna de que algo sobrenatural había intervenido… ¿quizá contra Su voluntad?
María había intentado liberarse de esas reflexiones, cuya existencia era el colmo de la falta de fe. La venganza del Todopoderoso sería a la fuerza desmesurada. A veces la acometían accesos de risa nerviosa pensando en que ella, la pobre hija de un artesano de Granada, podía haber repetido la experiencia de la Virgen, pero con una extravagante inversión de papeles: la víctima del abuso no había sido la mujer, sino el Otro, el Todopoderoso, que a pesar de su Ángel Anunciador con pene divino, se había encontrado en la situación humillante de la doncella fecundada a su pesar…
María se mordía entonces los labios hasta sangrar, asustada por esas elucubraciones dictadas por lo que ella consideraba un espíritu diabólico salido del obsceno manuscrito.
– Pierdes el sentido común, María. ¿Acaso crees que los cielos se ocuparían tanto del placer de tu coño? Pronto te vanagloriarás de poder subir hasta el firmamento para recoger las estrellas y cedérselas al mejor postor del mercado del pueblo -masculló, intentando bromear, en vano.
Clara le había hablado tanto de historias de brujas que se entregaban a las más abyectas orgías con los demonios, que se preguntaba si no se habría convertido en una. La matrona juraba haber conocido personalmente a una de esas brujas… una judía, creía recordar. La mujer acabó colgada por el populacho junto a dos desgraciados perros que pasaban por allí.
– Pero antes le habían quemado sus vergüenzas. Dicen que es por ahí por donde nosotras, las mujeres, abrimos de par en par nuestra alma a la condena eterna del Maligno… ¡No sé si entiendes lo que quiero decirte! -concluyó Clara con un guiño.
María estaba impresionada y decidió tomar cartas en el asunto de sus sucios pensamientos con oraciones de arrepentimiento. Pero pronto se embarullaba en sus súplicas, mezclaba algarabía y castellano y no conseguía decidir en qué religión había pecado más. En la iglesia, se arrodillaba ante un cristo sanguinolento de cerámica. Al terminar su imploración, se desplazaba unos pasos para entregarse aparentemente a idénticas genuflexiones arrepentidas ante otra estatuilla, la de Santiago Matamoros, colocada bien a la vista en una hornacina.
El anciano cura se extasiaba ante la intensidad de la devoción de su parroquiana. ¡La humildad de la joven morisca era tal que pedía la intercesión del adversario más implacable de su propio pueblo! Lo que el cura ignoraba, evidentemente, era que a la hermosa pueblerina le importaba tan poco el santo patrón de España como su primer cólico. La verdad era que el alfaquí, antes de ser detenido, había tenido tiempo de enseñarle que el curioso refuerzo de la muralla de la mezquita transformada en iglesia era en realidad un mihrab, cuya función es indicar la qibla, la dirección a La Meca. La fe de algunos creyentes -entre los que se contaba la propia María- llegaba hasta tal punto que se humedecían las manos en perfume para impregnar discretamente la pared sagrada en cuanto el cura estaba de espaldas.
A pesar de todo, María se despertó varias veces en plena noche, con el cuerpo dolorido, las entrañas en llamas y cobijando en su pecho un alarido tan desgarrador que la garganta era incapaz de expulsarlo. La mujer entonces buscaba refugio en los brazos de Gaspar, pegándose a él como si le fuera la vida en ello. Empuñaba el sexo del marido apenas despierto y se lo introducía con violencia en la vagina. Ahogando un gemido de dolor, el albañil, encantado y asustado a la vez por el nuevo y extraño ardor de su esposa, se apresuraba a aparearse. Demasiado a menudo terminaba todo en un rápido vaivén, seguido de un suspiro de exasperación de la esposa a la que el hombre, para gran vergüenza suya, no conseguía dar placer. Por la mañana, ninguno de los dos decía palabra sobre lo sucedido. Gaspar miraba con inquietud a su mujer, con los ojos pequeños por la falta de sueño y un mal humor que él atribuía a algo más complejo que de costumbre.
Pasó un mes y las pesadillas fueron disminuyendo hasta desaparecer. María se quedó con la nostalgia de esa increíble «primera vez» y, a falta de algo mejor, rememoraba las noches en vela en las que su vientre era maltratado por un deseo pertinaz como un dolor de muelas. A pesar de la tristeza nauseabunda que la invadía por las mañanas al recordar su agitación, a medida que el tiempo pasaba le pareció que valía la pena. Al menos había entrevisto qué podía haber sido el júbilo del cuerpo y del alma si el destino no hubiera escogido otra cosa para ella.
¡Ojalá fuera Lorenzo el que yacía a su lado! Pero de inmediato la hiel le subía hasta la garganta: aquel que fue su amante por una noche debía de parecerse ahora a un buey a punto de ser sacrificado. Sin duda, él también sufriría algunas noches el suplicio de sentir el fuego en su interior, sin tener otra forma de liberarse que recurrir a los servicios de un sodomita italiano.
María no se permitía pensar en Lorenzo. A pesar de todos esos años, se daba cuenta de que la simple evocación del adolescente le apuñalaba el corazón. ¡Qué irónica era la vida y qué tontas las muchachas! En el fondo, la atontada cabra que era ella entonces apenas había conocido a ese pretencioso con voz de arcángel… En cualquier caso, no lo suficiente para explicar esa carga plúmbea que le desgarraba el pecho cuando, al cerrar los ojos, se arriesgaba a rememorar su encuentro carnal. Aquella famosa noche ella había sentido en su mano, y lo seguía sintiendo, el fervor de su desnudez. Fue la única vez en la que ese bobalicón había manifestado un poco de emoción por ella. El resto del tiempo, probablemente la había despreciado por su doble condición de esclava y morisca.
Pero las cosas eran así: aunque aceptarlo la humillara, seguía estando enamorada de aquel que, traicionado por sus sueños de gloria, ahora debía ser solo medio hombre.
Comprobar que seguía obcecada por este amor, agarrado a ella como una pulga entre el pelaje de un perro vagabundo, la hacía enfurecer: ¿de qué servía conservar intacta semejante carga de dolor? Por si fuera poco, a su necia terquedad se le sumaba un regusto de admiración por la locura del muchacho: él no dudó ni por un instante en pagar con su carne el precio de su pasión por el canto… ¡a riesgo de arrepentirse durante el resto de sus días!
Sumergida en este torbellino de pensamientos, no dejaba de preguntarse lo que la torturaba desde que se casó con el albañil: ¿le había faltado coraje en el momento decisivo, hacía ya varios años? ¿Existía escapatoria a aquel enclaustramiento de por vida en ese sórdido pueblo maloliente en el que convivían el miedo de los vencidos y el engreimiento de los vencedores? Por entonces disponía del dinero del hombre al que había matado, ¿quizá hubiera sido suficiente para escapar en dirección sur o norte, hacia Portugal o Francia, en busca de seguridad? Sí, es cierto, ella entonces era aún muy joven; y sí, iba a ser madre en breve de un bebé con dos padres, pero… El encadenamiento de las hipótesis llegaba siempre a la misma conclusión repugnante: hubiera podido liberarse del recién nacido dejándolo a los pies de una iglesia y olvidarse del reino de España con sus moriscos embusteros y sus ogros inquisidores.
Esa machacona concatenación de hipótesis sobre qué habría sido de su vida si en su huida hubiera abandonado a Juan el día en que nació la torturaba. Por supuesto, no se habría arrimado al primero que se le hubiera acercado, ni habría tenido la impresión de estar ahogándose continuamente ni, sobra decirlo, habría tenido bajo sus ojos día y noche la prueba en carne y hueso de su fracaso amoroso y de su posterior violación. Por otro lado, sin su encuentro providencial con Gaspar la milicia la hubiera detenido tarde o temprano y condenado a la horca o a la hoguera… Y lo más grave de todo, se habría perdido la alegría de ver nacer y crecer a su pequeño Juan.
«Tu hijo es tu única familia verdadera, ramera, no es un trasto viejo. ¿Cómo te atreves a dudar entre protegerle y abandonarle? Solo piensas en traicionar: a tu hijo, a tu marido, a tu religión… o a tus religiones, cuando tu única preocupación debería ser la de ayudarle a escapar de la prisión en la que te pudres. ¡No mereces ni el aire que respiras, pérfida!» Esa vocecilla interior, siempre acechando en un rincón de su cabeza dispuesta a aprovechar la menor ocasión para humillarla, conseguía barrer sus ensoñaciones de un plumazo.
«Hijo mío, perdóname, jamás hubiera dudado, debes creerme. Que me muera al instante si alguna vez renuncio a ti», murmuró con la voz herida por la culpabilidad.
Abandonaba entonces de inmediato la cocina o la cubeta de la ropa para acudir en busca de su hijo, atormentada ante la posibilidad de que sus desvíos se convirtieran en mal de ojo para él.
El niño adoraba y temía esos momentos en que su madre acudía a su encuentro, en la iglesia o en la plaza del mercado. Aunque estuviera cubierta por un vestido negro y luciera un pañuelo sobre sus cabellos indómitos, continuaba siendo increíblemente hermosa y ello provocaba en él un escalofrío de orgullo acompañado de aprensión. Ya un mocoso le había advertido que la belleza de su madre era excesiva y que su tía le había contado que tanta hermosura no era normal. El asunto acabó en pelea.
– ¡Para! ¡Mi tía mintió, tu madre no es bonita! -Pero tras recibir otro puñetazo, rectificó lloriqueando-: Bueno, no… No quise decir eso… Quiero decir que tu madre es «normalmente» hermosa.
A la vista de todos y sin tener en cuenta su incomodidad, su madre lo abrazaba hasta ahogarle, le besaba el pelo, el cuello, las mejillas… como si no se hubieran visto desde hacía una eternidad. Aplastado contra su pecho, oyendo los latidos precipitados de su corazón, él percibía la angustia de esa madre habitualmente hosca, casi altiva, sin comprender la razón. Luego lo colmaba de dulces, le servía mejor comida que a su padre, le permitía caprichos que en los días «normales» le hubieran costado buenos pescozones. Pero la alegría de Juan estaba lastrada por la tristeza que percibía en su madre. Por más que tuviera una bonita sonrisa y que fuera capaz de reír por cualquier cosa… Juan no era tonto y le bastaba con observar las comisuras de sus ojos para encontrar una minúscula lágrima que delatara el reciente llanto. Y ese simple hecho le sobrepasaba, porque jamás había visto llorar a su madre en su presencia.
Esa madre a la que Juan amaba tanto a pesar de su agrio carácter y su mano férrea, acabó dándose cuenta de que su hijo la observaba. Al principio alzaba una ceja ante la audacia del pequeño. Entonces su cuerpo se ponía rígido, como el de un animal que supone la presencia de un depredador, escondía la cara para escapar al examen de su hijo y le lanzaba una mirada cargada de ironía que nada tenía que ver ya con el desbordamiento de amor precedente. A veces, sus ojos mostraban incluso una desaprobación de la que ella no era consciente y que se dirigía a él como si fuera un adulto. Juan bajaba la cabeza, vagamente asustado, sintiéndose poco a poco invadido por la oleada de tristeza de su madre. Solo el padre parecía no entender nada, feliz de ver por una vez tan contenta a su esposa y negándose a distinguir el fugaz gesto de desagrado en sus labios cuando la rozaba.
El muchacho languidecía a ojos vista. Amaba a ese padre tierno y afectuoso, más dispuesto a enseñarle a pecar que a azotarle, a diferencia del resto de los padres del pueblo. Juan se daba cuenta de que sus padres no se entendían y que iban tan desacompasados como una pareja formada por un ganso y una gallina. Tampoco ayudaba el hecho de que su madre hubiera podido pasar sin problemas por la hija del albañil (y quizá ni siquiera la mayor). Pero esto no era motivo para que ella inundara de reproches a su marido. Juan odiaba ese desdén prácticamente público.
Consternada, María dejó de masticar la hoja de alcachofa. Usó los dedos para contar: solo había pasado un mes y medio desde que vio el manuscrito. Y todo sucedía al mismo tiempo: la muerte del cura, la enfermedad de Clara y su nuevo embarazo. No sabía cuál era el acontecimiento que tenía que pesarle más.
El cura había muerto antes de que pudiera hacerle, la pregunta que acariciaba cuidadosamente desde hacía años: ¿qué podía hacer para salvar a Juan de su condición de morisco, alejarlo del pueblo y del país? Había dado suficientes pruebas de fe para esperar hallar en el cura un oído indulgente y algunos consejos. Si lo hacía bien, quizá conseguiría que le redactara una recomendación. En los últimos tiempos, había obligado a su marido a invitar varias veces al hombre de la sotana. En esas ocasiones, María le servía costillas de cerdo bien cristianas, que Gaspar compraba discretamente en el pueblo vecino.
Pero había dudado demasiado. No encontró las palabras para exponer sin demasiados riesgos su deseo, no solo de proteger a su hijo de las persecuciones a los nuevos cristianos, sino también de enseñarle un oficio respetable que no fuera ni pintor, ni cantor, sino algo entre ambos… un oficio relacionado… ¿cómo decirlo?, con el arte que suscita la admiración de la gente.
En su fuero interno, sin embargo, María sabía que la expresión era ridícula, y la sustituyó por «la práctica de cosas hermosas que placen al Señor». Pero ¿cómo podría contarle al cura que ella, la rústica campesina, no quería para su hijo un oficio mediocre como el de su marido o el de los otros habitantes del pueblo? Y sobre todo, ¿cómo presentarle una actividad, de la que no tenía ni la más remota idea, tan curiosamente definida como algo a medio camino entre dos profesiones tan discordantes entre sí y tan extrañas a su comunidad? La única salida hubiera sido contar en el secreto de confesión la doble bastardía de cristiano viejo de Juan, y las consecuencias que ello implicaba, según María, para su futuro. Para reparar en parte el desorden del pecado, ¿no debería el hijo ser capaz de alguna manera de representar dignamente a sus dos padres? Si se estableciera con un oficio visiblemente de cristiano viejo, quizá podría alejarse de aquel poblado de comadrejas asustadas que huían en vano de las cacerías de la Inquisición… ¡Pero jamás confiaría ese deseo al confesor!
María no sabía cómo justificarse la nostalgia por el oficio de su violador. Obviamente tenía razones para querer perpetuar el recuerdo de Lorenzo… Pero ¿para el de su violador? Quizá fuera ese sentimiento cercano a los celos de la búsqueda constante de la perfección, que el pintor perseguía esbozo tras esbozo, encerrado días y días en su taller con esos olores tan desagradables a cola, pigmentos y huesos calcinados… Don Miguel era codicioso y vanidoso, pero sin embargo ella lo había visto deslomarse por sus proyectos, entregarse a su arte hasta el punto de jugarse el pellejo con obras que eran imposibles de vender… como sus retratos de la Virgen, por ejemplo.
Ahí había un misterio, casi rayano en la sacralidad… Como si mientras don Miguel se dedicaba a su arte escapara a su vileza. Después de tantos años, seguía odiando al pintor, pero no negaba que le había abierto los ojos a un nuevo mundo, aunque no le resultara de ninguna utilidad en el angosto entorno de su vida. El viejo cura se habría reído sin indulgencia de su parroquiana en cuanto le hubiera confesado que el lunático que la había tratado peor que a un orinal le había transmitido su pasión por la pintura.
Pero el pobre cura, único poseedor de una autoridad que ella creía capaz de salvar a su hijo, había muerto repentinamente un día de la misa, desplomándose sobre la mujer del latonero mientras le daba la hostia. Tras estremecerse y a punto de perder el equilibro, la mano del cura logró agarrarse al corsé de la mujer. Su cara pasó al blanco grisáceo de un cadáver mientras sus dedos seguían pinzando el seno de la mujer del latonero. En medio de los alaridos de esta última y la agitación que se había apoderado de la iglesia, María apenas pudo reaccionar, estupefacta ante la iniquidad de los hechos. No podía ser. Corrió desesperada a refugiarse en el confesionario, donde permaneció acurrucada hasta la noche, con las piernas dobladas y el alma abrumada. De nada servían ya las cábalas que pacientemente había elaborado, ni las repetidas oraciones, ni su obsequiosidad, ni las confesiones dominicales, ni la carne de cerdo, ni el catecismo, ni el latín impuestos a su hijo… Contuvo las lágrimas, sollozando. Cuando la conciencia del fracaso se ancló definitivamente en su cerebro, le embargó la necesidad de llorar. Pero no sucedió nada. Sus ojos se empeñaban en permanecer secos. Solo la nariz, irritada por los espasmos de las inspiraciones, acabó sangrándole.
Para complicar aún más las cosas, al día siguiente de la muerte del cura, Clara tuvo la mala idea de usar una escalera para recoger peras. Se cayó y se rompió algo de la espalda. Desde entonces, María pasaba parte del día en casa de la matrona, que no podía levantarse de la cama. Tenía fiebre y poco a poco iba perdiendo la cabeza; hasta llegó a afirmar con una sonrisa de éxtasis que su Pedro le hablaba desde el más allá y que le recomendaba que para acelerar su encuentro, adorara aún con más devoción el Libro Santo que le había regalado. La enferma asió la mano de María y le tendió el manuscrito que cada vez ocultaba menos y le suplicó que le leyera algunos fragmentos.
– Tengo que lavar mi sucia alma con agua del Corán.
Azorada por la imprudencia de su amiga, María intentó disuadirla. Además, el contacto físico con esa compilación de recetas licenciosas seguía incomodándola. Pero cuando los lloriqueos de la anciana se transformaron en gritos al alcance de los oídos de vecinos maliciosos, María tuvo que aceptar su petición.
Y mientras su boca salmodiaba maquinalmente el mismo trío de versículos, la lectora se hundía con un terror fascinado en el fango del texto aljamiado. Al final, sonrojada, lanzaba una exclamación de indignación o una risotada a los «consejos» del autor, quien no había dudado en detallar cómo los amantes podían incendiarse de placer durante su unión por el orificio estrecho.
Mientras, pasando una y otra vez la lengua por sus labios entrecortados, María silenciaba a su amiga con miradas un poco ariscas, repitiendo ante cualquier pregunta: «Alá es grande y Mahoma su profeta; que a través de él lleguen al Maestro del Mundo nuestras oraciones». A veces, la anciana se desembarazaba de la colcha e intentaba salir de la cama murmurando entre dientes:
– Pedro tiene razón… Hay que estar preparados, María… Pronto el Caballero Verde oirá nuestras súplicas. Liberará Andalucía y será el fin de nuestras desgracias. La bondad volverá a florecer y la felicidad regresará. Los nazarenos volverán a ser nuestros vasallos y les cortaremos la cabeza a los blasfemos. Nuestros califas reinarán… el esplendor de los omeyas…
Y yo tendré un magnífico galgo árabe que caminará a mi lado. Eso es lo que el ángel prometió a Pedro… Me crees, ¿verdad, hija mía?
Con los ojos húmedos, María asentía. Lograba agarrar a la mujer antes de que cayera de la cama para volverla a tumbar. La alimentaba, la limpiaba y, antes de dejarla sola, le preparaba una tisana de hierbas calmantes y esperaba hasta que conciliara el sueño. La esposa del albañil regresaba a su casa, entristecida por la evolución de su amiga. ¿Con quién combatiría ahora el insoportable aburrimiento de los días sin fin en el pueblo? Clara era criticona, daba demasiados consejos y se ponía insoportable con su vano orgullo sobre la grandeza pretérita de sus nobles antepasados… Especialmente cuando se comparaba con el resto del pueblo que, según ella, descendía de los innobles zenetes y sanhayas del norte de África («¡langostas hambrientas que no esperaron a los nazarenos para saquear la magnífica Córdoba!»). Pero de vez en cuando, tenía gestos de ternura maternal capaces de ponerle a María un nudo en la garganta.
Más de una vez, la joven se encerró en el trastero para no deshacerse en lamentos ante Gaspar y Juan. A título de consuelo, como si se tratara de una revancha contra la brutalidad del mundo, se humedecía los dedos con saliva, se alzaba el vestido y se acariciaba. Gozaba apretando los dientes, mediocremente, sin conseguir revivir el milagro de la primera vez. En la habitación oscura recordó una leyenda que le contó Clara; hablaba de un santo encerrado en una habitación que se escapó por una ventana que había dibujado en la pared con un trozo de carbón. María trazaba a su vez un rectángulo en los morillos mal colocados y observaba con ironía y seriedad su mágico contorno. ¿Qué deseaba en el fondo? ¿Huir de aquel presente apestoso? Pero ¿adónde?, ¿al pasado?, ¿al futuro?
Cuando intentaba distinguir la silueta del futuro, no veía más que aflicción y muerte. Entonces, la «prisionera» se giraba al pasado, a su pasado. Ese paisaje que conocía demasiado bien se le aparecía aún más afeado por las malas hierbas de desgracia y la desesperación. Sin embargo, en un rincón del horizonte, a varios años de distancia, había un claro, verde, con un bonito riachuelo cantarín, acerolos y gente riendo. Con los ojos cerrados, distinguía los rostros de sus seres amados: su padre, su tía y su madre, con rasgos poco definidos. Qué no daría por elevarse hacia ese segmento de tiempo, hacia ese minúsculo puñado de años de felicidad.
Cuando la tristeza ante la imposibilidad de la evasión era demasiado profunda, María volvía a abrir los ojos, borraba el dibujo y, crispando su alma y su cuerpo, salía del trastero y regresaba con su familia.
Fue durante una de esas tardes de lectura cuando María sintió náuseas por primera vez.
– Pero… ¡fíjate en esas ojeras, en el color ceniza de tu piel! Mujer, ¡tú estás embarazada! -le asestó con la máxima naturalidad la vieja comadrona, abandonando por un instante su delirio-. Después de tantos años… Ya ves, todo se arregla desde que lees el Libro. Su compasión viene en tu ayuda. ¡Dale gracias a Alá antes de que cambie de opinión y corre a anunciar la noticia a Gaspar!
La comadre acercó con autoridad el manuscrito a los labios de su amiga. María, desbordada por la noticia, se inclinó y besó la cubierta historiada.
Cuando fue consciente de su gesto, se frotó con todas sus fuerzas los labios con el puño del vestido, pero el mal ya estaba hecho. El pánico se apoderó de ella. ¿Qué significaba ese embarazo milagroso tras doce años de infructuosa vida en común?
Si hasta ahora no se había quedado encinta, no podría achacarse a la falta de ardor del albañil. En lugar de calmarse, con los años su deseo no había hecho más que aumentar. Además, sin proclamarlo jamás abiertamente, cada vez deseaba más un hijo realmente suyo. Las noches de luna llena, conocidas por ser más favorables al acto de procreación, comía varios huevos y una sopa de hierbas propicias para la fecundación. Se iban a la cama mucho antes que de costumbre y Gaspar, a pesar de la apatía de su mujer, conseguía su propósito. Pero su semen parecía tan eficaz como la cuajada.
Los dos esposos sabían, sin embargo, que si había alguna deficiencia debía de ser por parte del marido; Juan era la demostración más patente. María había acabado por convencerse de que las eyaculaciones pretenciosas de su Gaspar eran tan ineficaces como las de un burdégano. Pero consideraba esa esterilidad como algo positivo, pues el nacimiento de un varón podría alterar la estima de Gaspar hacia su supuesto hijo.
María contó y recontó los días. Había transcurrido un mes y medio desde su encuentro con el libro salaz y el increíble efecto que produjo sobre ella. Más o menos coincidía con su embarazo.
No estaba nada de acuerdo con Clara cuando esta invocaba la acción de los espíritus ante cualquier circunstancia supuestamente extraña. La matrona se sentía orgullosa de haber conocido a brujas y brujos cuando era joven: decía que le enseñaron a ver más allá de lo que ella denominaba pomposamente «la primera visión de las cosas». María se limitaba a alzar los hombros, más bien escéptica, pero sin tener una opinión formada al respecto. Claro que creía, como todo el mundo, en la existencia de espíritus todopoderosos, pero era sabido que tenían otras ocupaciones que la de interesarse por las ínfimas preocupaciones de los humanos, sobre todo si estos estaban perdidos en lo más profundo de una región tan insignificante como la suya.
A pesar de todo, el corazón se le aceleró. Miró con ojos torvos el libro que acababa de besar. Una pregunta zumbaba en su cabeza, al principio como una mosca y después como un aherrojo dispuesto a picar: ¿sería posible que el falso Corán…? O aún peor, ¿que Aquel al que había ultrajado, y cuyo nombre no osó pronunciar, estuviera detrás de su embarazo?
Clara leyó el desasosiego en el rostro de su amiga.
– ¿Temes tener una hija? El bribón de tu marido exige un segundo varón, ¿no es cierto? Ah, estos estúpidos varones.
La enferma le tomó la mano, la golpeó con suavidad para reconfortarla y luego se la acercó. María miraba sin comprender nada.
– Siéntate. Yo te ayudé a parir y lo sé casi todo de ti. Súbete el vestido y deja que te palpe el vientre. Te diré el sexo de tu hijo. Sabes que tengo mucha experiencia en este tema y que Alá me ayudará a dar con la respuesta.
Ese día regresó corriendo a su casa y se acostó sin cenar, presa de una fuerte agitación. No anunció nada a su marido, que se inquietó ligeramente antes de achacar la palidez de su esposa a una de esas misteriosas enfermedades de mujer de las que los hombres no podían hablar. Pasó la noche dando vueltas en la cama, atormentada por dos ideas. La primera -que alguien que no era Gaspar fuera el progenitor de lo que estaba floreciendo en su vientre- la aterrorizó tanto que se pellizcó hasta sangrar, tratándose de loca por tener esos pensamientos. Sin embargo, los dientes no dejaban de castañetearle: ¿cómo habría reaccionado la ingenua Virgen cuando se encontró preñada de la obra del Invisible? ¿Pensó por un momento, la esposa de José, que su dócil sumisión al deseo del Amante sería recompensada con la crucifixión de su hijo? ¿Qué precio tendría que pagar ella misma por los «favores» de un Espíritu, santo o diablo?
«Estás perdiendo la razón -se dijo agotada cuando ya amanecía-. ¡Se te escapa el entendimiento por las orejas como la orina de la vejiga cuando orinas! No eres ni la prima de la Virgen ni la favorita de algún íncubo. Desde que te casaste, por entre tus piernas solo ha pasado tu marido. Gaspar es el padre del bebé que está por venir.»
A pesar de que una ínfima parte de su cabeza se negaba fieramente a ello, María decidió no preocuparse más que del segundo problema, también importante: el del sexo del futuro hijo. Y si no fallaban los pronósticos de la vieja arpía, tenía razones más que suficientes para temer por el futuro de Juan.
Clara le había pasado la mano por el vientre y por sus partes íntimas, y tras ello le había confirmado que estaba embarazada de otro varón. La matrona afirmaba que era capaz de reconocer, incluso con tan poco tiempo de vida, signos de virilidad. Prueba de ello, decía, era la forma que había adquirido el ombligo de la joven (una pequeña verga retorcida). Tras introducirle sin ningún aviso sus largos dedos huesudos en el fondo de su vulva, había tocado además los dos cojoncitos del bebé, del tamaño de una pepita de uva pasa.
– Pero ¿cómo puedes estar segura? -inquirió la joven arreglándose el vestido, aún sofocada por la palpación que se había permitido la matrona.
– ¡Que me muera antes de que acabe el mes si lo que digo no es cierto! -replicó Clara, indignada por el tono de incredulidad de su amiga-. Hija, ve a anunciar la noticia a tu albañil antes de que me arrastre por el suelo y lo haga en tu lugar.
María no dijo nada al futuro padre, aunque fingía lo contrario ante Clara. Una especie de doble pánico se apoderó de ella. Tenía que alejar lo antes posible a su hijo de esos malditos españoles y elegir para él un oficio que ni siquiera era capaz de definir. El pueblo olía cada vez más a renuncia y a carroña. Sus gentes se habían acomodado a la espera de lo peor, transformando en virtud los signos ostentosos de su resignación.
– Cuanto más nos sometamos a la voluntad de Dios, más se apiadará de nosotros. Antes, por la gracia de Dios Todopoderoso, estas tierras nos pertenecían, pero nuestro desmesurado orgullo nos ha hecho perder la humildad y Él nos ha castigado rebajándonos más que a las ratas… Y tú, con tus lamentos sin sentido, ¡corres peligro de atraer sobre nuestras cabezas más ira divina y también más ira de la Inquisición! ¿Con qué derecho te mezclas en nuestros asuntos, extranjera, si ni siquiera sabemos de dónde vienes? -le lanzó con perfidia una mujer en el lavadero tras un intercambio de opiniones que había derivado en discusión.
Las dos mujeres llegaron a las manos y el resto de lavanderas tuvo que intervenir para separarlas.
María estaba convencida de que el nacimiento de otro niño la incapacitaría para ocuparse convenientemente del primero. Incluso podría ser que el cerdo de su marido aprovechara para que, una vez «curada» su semilla, le hiciera rápidamente otro mocoso y, quién sabe, quizá un tercero, un cuarto… hasta que al final ella se pareciera a sus vecinas de carnes caídas, entregadas a calmar los llantos de sus vástagos y al cuidado de sus penosas casas. ¡Adiós a los sueños de una vida honrosa para Juan! ¡Adiós al juramento que hizo al nacer el niño!
Peor aún: faltar a una promesa tan solemne sería interpretado por el Gran Guardián del Cielo, que jamás tiene tan buena memoria como en estos casos, como un perjurio, y su castigo serían sin duda no solo más desgracias para ella y para Juan, sino también para el niño que tenía que nacer.
Aunque había intentado convencer a su marido de enviar a Juan como aprendiz a Valencia, Gaspar adoraba al zagal, no lo escondía, y se irritaba cada vez que ella planteaba el tema.
– Una familia como la nuestra siempre necesitará mano de obra -replicaba de mal humor y con una testarudez poco habitual en él-. Además, para los escasos oficios aún autorizados a los moriscos, ¿qué podrían enseñarle en Valencia o en Aragón que no pudiera enseñarle su padre? -Siempre había en su voz una ligerísima puntualización de la palabra «padre», pero María nunca había sabido cómo interpretarlo-. Juan se sentiría un extraño en medio de cristianos viejos que solo mostrarían desprecio por él, correría peligro. Además, cualquier maestro del pueblo exigirá mucho dinero para alojarle, alimentarle y formar a un aprendiz, al menos al principio. Y ya te habrás dado cuenta de que nos hemos empobrecido mucho en estos últimos años -añadió con ironía-. No me permiten ir de pueblo en pueblo, me veo reducido a alquilar mis brazos para trabajos en el campo para el señor del lugar… ¿Con qué podría pagar al maestro?
María se quedó sin voz, sin atreverse a hablar del dinero que tenía escondido desde hacía años en el aprisco. Y no es que temiera las explicaciones que Gaspar le exigiría, pues sabía perfectamente cómo cojeaban los motivos que le condujeron a casarse con ella. Lo que temía es que su marido le prohibiera usar el dinero solo para el futuro de Juan.
Un día no pudo más y explotó.
– ¿No ves que este pueblo se ha convertido en una jaula para moriscos? Si no podemos escapar todos, ¡al menos que uno de nosotros lo haga!
– En este país de locos, los barrotes de la jaula nos protegen de las fieras.
– ¡Esta maldita jaula está abierta, Gaspar, las fieras viven entre nosotros!
– Habla más bajo, María -le ordenó, incómodo ante la posibilidad de que los vecinos captaran alguna de sus recriminaciones-. En cualquier caso, no podemos elegir, aún hay más fieras en el exterior.
– ¿Crees que nos comerán menos deprisa si nos escondemos en el fondo de la jaula? ¿Esperas que la pestilencia de nuestro miedo les corte el apetito? -María frunció los labios en señal de desdén-. Gaspar, hasta las gallinas más dóciles del gallinero terminan en la olla.
Los hombros del albañil se encogieron ante la evidencia. Con los rasgos desencajados por la humillación, murmuró:
– Pero ¿qué puedo hacer, María? ¿Qué puedo cambiar? Ignoro lo que Dios ha decidido para mi familia, pero lo que sé es que desde el principio de los tiempos Él lo ha decidido sin contar ni contigo ni conmigo, incluso antes de crear a Adán y Eva. Desde entonces, solo podemos esperar Su voluntad y rezar para que no sea demasiado terrible.
María no tuvo que esperar demasiado. Dos semanas después del entierro de su predecesor, llegó un nuevo cura con un gran equipaje. No tardó en extenderse el rumor de que el padre Joaquín era el sobrino de un importante personaje huido al extranjero por problemas con la Corte y que había sido destinado a un pueblo tan desterrado como represalia. También decían que el nuevo cura de aires distinguidos y almibarados no era mucho mejor que su pariente. Que en realidad solo era un tarambana arruinado que su familia había metido a cura para protegerlo de algunos acreedores. Otros comadreos aventuraban que su nombramiento en ese agujero perdido solo era un exilio temporal, y que el recién llegado tenía un gran porvenir aguardándole en Madrid.
El franciscano, con un cargo visiblemente excesivo para un pueblo tan pequeño, fue recibido con circunspección tanto por los cristianos viejos como por los moriscos. Desde que llegó, el joven padre Joaquín, que apenas tendría veinticinco años y lucía un gran lunar en la comisura del ojo derecho, se reunió con los responsables del pueblo y anunció su decisión de organizar una procesión en honor al patrón de su orden, san Francisco, a quien propuso considerar a partir de entonces como el nuevo patrón del pueblo.
– Toda comunidad humana -explicó con autoridad- tiene el deber de poseer un santo patrón, en particular si la mayoría de sus habitantes no son de raza puramente cristiana vieja. Las imágenes, las múltiples procesiones y otras acciones de gracia son medios que reafirman la fe vacilante de los conversos recientes y eliminan los últimos posos de la superstición mahometana.
Todos los parroquianos estaban invitados a participar de una forma u otra en la procesión. Podían, por ejemplo, coser los vestidos de los penitentes, o construir la estructura para trasladar las imágenes que el sacerdote se encargaría de tomar prestadas de una iglesia con más posibles que la del pueblo. También anunció que la procesión concluiría con unos toros en la plaza. Como no había toreros ni matadores en el pueblo, el cura decidió mandarlos traer para la ocasión desde Valencia, un coste que el pueblo pagaría con un óbolo colectivo. Una corrida de toros era una ocupación más bien frívola a los ojos de la Iglesia, pero contribuiría a acercar las costumbres del pueblo morisco. Su argumento pareció convencer a las autoridades del pueblo.
María se presentó voluntaria para coser el estandarte de la procesión, lo que le permitió acercarse al cura con el pretexto de los emblemas que tenía que bordar. Quizá tendría ocasión de hablarle de Juan a ese hombre a todas luces tan importante…
Intentó mostrarse lo más devota posible, lo que no pareció sorprender al cura (más tarde le diría que su antecesor la había destacado como una de las más piadosas de la comunidad morisca). El cura se había preparado para escuchar a la visitante con la habitual indiferencia de los hombres de su condición. María tenía la cabeza gacha, pero pilló de reojo la admiración del joven párroco en el momento en que se quitó el velo que le cubría el rostro. «Aunque tonsurado, a pesar del incienso y la cruz que luces, no puedes impedir que tu pajarillo palpite bajo la sotana. Todos sois de la misma pasta», pensó.
La cara de la joven debió de reflejar una expresión de repugnancia, porque el cura perdió un instante su compostura y enrojeció hasta las orejas. Parecía mucho más joven así, al ser pillado con las manos en la masa. Hizo un gesto rápido de bendición y murmuró un «Más tarde, más tarde…» antes de echarse atrás, aún más ruborizado, y preguntarle qué la llevaba hasta la casa del Señor.
Una oleada de alegría, amarga y violenta, recorrió el corazón de María. «Se diría que el olor de mujer te cosquillea en la nariz, curita», pensó a la vez que le explicaba que necesitaba más precisiones sobre la ornamentación del estandarte. Jamás había actuado así, pero supo enseguida cuáles eran esos mínimos movimientos de ojos, labios y cuerpo para mantener al cura bajo su dominio sin que un observador exterior pudiera objetar nada sobre la honestidad de su comportamiento. Una parte de su cerebro le repetía que estaba jugando a ser una puta ante un servidor de la Iglesia, pero la otra parte la mandaba a hacer puñetas con sus cuentos de dignidad. Esa sería quizá la última oportunidad para que un personaje poderoso se interesara por el futuro de su hijo bastardo.
Salió de la iglesia una hora más tarde, sin recordar ni una palabra de lo que había hablado con el cura. Se aclaró la garganta varias veces antes de eliminar ese regusto que le impregnaba el paladar. Cuando empujó la puerta de su casa, comprendió que esa sensación pútrida era la respuesta de su cuerpo a la decisión que acababa de tomar.
Regresó en varias ocasiones a consultar al cura, con quien hablaba largo y tendido de detalles del bordado, afianzando su dominio con gestos aparentemente inconscientes: labios entreabiertos, el cuello inclinado de lado, una mirada condescendiente. Cuando se agotó el tema del estandarte, el padre Joaquín le pidió con tono ronco que se confesara con él en la próxima ocasión.
Ese día, María orientó su confesión, voluntariamente confusa, hacia el pecado de la carne que no cejaba de atormentarla. Detrás de la rejilla del confesionario, el joven insistía vanamente en obtener detalles; según él, la absolución que él le daría en nombre de Nuestro Señor solo sería válida si ella liberaba totalmente su conciencia. Por su voz sorda y sus bruscas preguntas, casi suplicantes, concluyó que el cura estaba «turgente». Le prometió, como se promete a un pretendiente, que volvería al día siguiente para terminar su confesión.
En lugar de eso, al día siguiente le presentó a Juan. El cura apenas pudo disimular su decepción. Se había perfumado, peinado y vestía una sotana impecable. La irrupción del niño arruinaba, ni que fuera momentáneamente, sus esperanzas de confesión licenciosa.
María habló con pasión al cura de lo que deseaba para su hijo.
– Padre, mi hijo merece algo mejor que vivir en este callejón sin salida. Ayudadle a salir de aquí… Entre pintura… música… Fuera de España…
El tono de la mujer rayaba en la imploración, pero fue su mirada lo que no se prestaba a confusión: «Seré vuestra tantas veces como queráis si ayudáis a mi hijo».
Sorprendido por el discurso febril de esa hermosura de mujer, el cura respondió como pudo.
– Pues bien, que se haga… que se haga… ¿Es hábil con las manos? -le preguntó, y ella asintió, precipitadamente. En realidad, constató con dolor, nada en la vida de su hijo le había dado ninguna razón para responder afirmativamente sin mentir-. No sé… ¡Grabador! Sí, ¿por qué no? Es un oficio honroso: esculpir al aguafuerte imágenes santas en placas de cobre…
– ¿Grabador de metal? Pero eso no está entre la pintura y el canto…
– Depende -respondió el cura con repentino desparpajo-. Si el aguafuerte es bueno, la gente del oficio dice que «canta» a los ojos.
– ¿Un agua canta a los ojos? Pero, padre, ¿os estáis riendo de mí? -Luego cambió de tono y añadió-: ¿Es un oficio practicado por los moriscos?
– No conozco a ningún morisco famoso en ese arte. -El cura insinuó su diversión levantando exageradamente las cejas-. ¿Acaso tienes algo contra los tuyos?
– ¿Ayudaréis a mi hijo a marcharse de aquí? -replicó ella, soslayando su lacerante pregunta.
– Bueno… Los edictos prohíben a los conversos…
– Padre, os lo suplico…
– Mmm… No será fácil… Sin embargo, si la ayuda es recíproca, hija mía, entonces…
Ella asintió con los ojos y el cura hizo lo propio. Así se selló el pacto sin pronunciar palabra. El niño bajó la cabeza, incómodo. Jamás había visto así a su madre. Ella solía mostrarse tan dura con los hombres que verla actuar de esa forma tan sumisa y tan falsa le sorprendía. ¿Y qué sería esa agua con supuesta fuerza de la que hablaban? ¿Un oficio? ¿Lejos del pueblo? Pero si él no quería irse a ninguna parte… Sus padres, sus amigos, todos estaban allí. ¿Acaso su madre se había vuelto loca? Le tiró de la manga para exigirle explicaciones. Ella se zafó. Él insistió y ella le dio un bofetón. Le ordenó que la esperara fuera en la plaza.
María y el cura se quedaron a solas, en la penumbra, detrás de una columna. Al principio, el cura se quedó petrificado. Tosió para recomponerse. De repente, resolvió sus dudas y avanzó hacia ella con brusquedad, inclinándose para besarla. María sintió repulsión al ver cómo el lunar del cura se abalanzaba sobre ella como un tercer ojo mientras sus labios buscaban su boca.
– Ahora no, padre Joaquín… -Lo rechazó suavemente-. Antes tenemos que entendernos… Después.
Se reunió con su hijo ante el pórtico de la iglesia. El niño tenía los ojos rojos. Ella suspiró, le pasó la mano por el pelo. El día antes, Juan se había quejado de algo; agobiada, ella lo interrumpió y le dijo que dejara de lamentarse como un niño, que era ya casi un hombre y que tenía que comportarse como los de su edad.
Pero ahora se daba cuenta: Juan aún era muy joven para marcharse y ella le había demostrado tan poco que lo amaba… Quiso pedirle perdón por el bofetón, pero no lo hizo. Ella también sufría mucho y no tenía nadie en quien confiar. Le dio un beso en la cabeza y lo agarró de la mano.
– Vamos, Juan. Volvemos a casa. Tu padre debe de estar hambriento.
María nunca había engañado a Gaspar. Es cierto que no le quería, pero respetaba su honestidad. No solo le había salvado la vida, sino que desde el principio había amado sin restricciones a un hijo que no era suyo.
Por primera vez, la hija de las Alpujarras sintió piedad de aquel que el destino le había mandado como marido.
Cuando más adelante María se planteara si creía realmente en Dios, la respuesta brotaría en sus labios cubierta de blasfemias: claro que creía… creía en un Dios cruel tan firmemente como creía en la existencia de los lobos carroñeros.
El día de la procesión no tardó en llegar. En el pueblo se respiraba una atmósfera aplastante, impregnada de vergüenza y excitación ante la perspectiva de participar en un acontecimiento que, aunque humillante, al menos rompía con la monotonía plomiza de su existencia. Tanto unos como otros, cristianos nuevos como cristianos viejos, concluyeron que la procesión constituía un examen para la comunidad morisca. Incluso la hipocresía de los más ladinos, que disimulaban sus auténticas creencias bajo un derroche de exaltación cristiana, valdría la pena aquel día: sus hijos más pequeños, que no estaban aún al corriente de su herejía, tomarían las muestras de fe de sus padres como auténticas y ejemplares. Las autoridades de la región, que no habían visto con demasiados buenos ojos esta iniciativa del franciscano, cambiaron rápidamente de opinión. Reforzaron sus efectivos e incluso varios miembros de la Inquisición se unieron al notario para descubrir a conversos de fe demasiado tibia. El señor recaudador se encargó de contratar los toros, un convento prestó sus reliquias y se montó un estrado en la plaza del pueblo para los dos sermones del padre Joaquín.
Habían pasado dos semanas desde que el cura intentó besarla por primera vez. Se habían visto varias veces, pero María jamás cedió a sus deseos y solo le permitió algunos roces con el único objetivo de hacerlo enloquecer aún más. Para impresionarla, el cura se había vanagloriado de que sus parientes romanos apreciaban enormemente el maravilloso oficio de grabador. Uno de sus tíos incluso conocía un famoso taller donde se formaban aprendices.
– Entonces enviaré a Juan allí -dijo ella.
El fulero rió, pero al ver la mirada decidida de su interlocutor empezó a arrepentirse de su bravuconería.
– Qué ingenua eres. Te estoy hablando de Roma, de Italia, ¿comprendes? Hace falta dinero, mucho dinero: el viaje, los gastos de estancia… No es un país hecho para campesinos.
María sacudió la cabeza.
– Mi hijo ha… heredado de su abuela. Yo me encargaré del dinero. Encargaos vos de su admisión en ese taller.
– Jamás aceptarán a tu hijo en Roma. ¡Es la residencia del Papa! Tu hijo no es lo bastante… bastante…
– Cristiano viejo, ¿es eso? -preguntó desafiante. Y sin abandonar la expresión hostil de su mirada, añadió-: Pues lo será. Vos mismo le expediréis un certificado de pureza de sangre.
– Has perdido totalmente la cabeza, mujer -protestó el hombre golpeándose la sien con el índice-. Para ese documento, su pureza debería remontarse al menos a cuatro generaciones sin el menor resto de sangre judía o mahometana. Hacen falta pruebas sólidas, certificados de bautismo, testigos cristianos viejos, un notario…
– No necesito pruebas ni testigos, solo un documento.
– Pero ¡será falso!
– Sí, será falso. ¿Y…?
– Estás loca, María. Si alguien lo descubriera… No, no, eso es imposible. Im-po-si-ble, ¿me entiendes? -Marcó las sílabas como si hablara a un demente.
– ¿Estoy loca? ¿Estoy loca? ¿Eso es lo que crees, Joaquinito?
Con la boca abierta, intentaba recuperar el control de un pecho enardecido de ira y una sensación de derrota parecida a una laceración. El cura estaba estupefacto y no podía retirar su mirada de la nueva cara de la pueblerina: fea, desfigurada por la rabia. Echó una mirada furtiva hacia atrás por si tenía que batirse en retirada.
Pero la mujer hizo algo increíble, tan inesperado para ella como para su acompañante. Lentamente abrió su capa y, sin apartar los ojos de él, se levantó el vestido hasta mostrarle todo su cuerpo.
– Mira bien. Al penetrar en esta iglesia, aún conservaba en mí un reducto de honor. Ahora lo he perdido. -Adoptó un tono exageradamente apenado-. ¿Qué me queda en esta tierra, a mí, la morisca que ha ido demasiado lejos por su hijo? ¿O quizá este honor perdido no ha hecho más que pasar de mi corazón a mí…? -Una mueca de alivio apareció en su rostro-. Quizá aún no lo haya perdido por completo… ¿Aceptarías una migaja de ese honor, si te lo ofreciera?
El hombre, pálido como la muerte, se aclaró la garganta.
– ¿Qué me estás proponiendo? -acertó a balbucear-. Vístete, mujer, que alguien podría verte. Al menos, vamos a la sacristía… -Le tendió el brazo como un ciego, pero lo apartó de inmediato, incapaz de admitir la realidad de la escena.
Con la mirada fija en el cura y manteniendo su vestido alzado, la obscena mujer añadió en un tono amenazador:
– Si no me garantizas ahora mismo que extenderás los documentos de pureza y una carta de recomendación al maestro grabador italiano, esta será la única vez en tu vida que me observarás… con tanto detalle. Y, en ese caso, abandonaré la iglesia gritando como una loca que has abusado de mí a pesar de la presencia de… -Con el mentón señaló el crucifijo gigante.
– Eres… Eres…
– ¡Calla, Joaquín! Juro por la vida de mi hijo que no dudaría un instante en lanzar el peor oprobio sobre ti. Quizá se me azotará por ello, pero tú no escaparás a una acusación de sacrilegio.
– No te atreverás, no tendrás valor… Tú… Tú… -El cura se asfixiaba, sin poder apartar la mirada de la inconcebible desnudez de la mujer.
– ¿Apostamos sobre mi maldad, señor cura?
Dejó caer el vestido y se lo reajustó mientras que en la cara de su interlocutor se mezclaban la incredulidad y el espanto.
– María, eres un súcubo…
– Piensa lo que quieras -le cortó de nuevo-. Ya has intentado besarme, señor de Mierda o padre Deloshuevos, así que no me hagas un discurso moral, te lo suplico. Antes de enviarme a cocer en el infierno, confiesa que pasearías con ganas la punta de tu alma pura entre las piernas de esta condenada… No puedes negarlo.
Arqueó una ceja desdeñosa ante el encadenamiento de las reacciones del joven: primero, una mirada de soslayo al centro de la sotana, y luego el intento desesperado de esconder entre sus manos la demasiado evidente protuberancia.
– Tienes ganas, ¿verdad? Entonces, concédeme lo que te pido y yo te concederé lo que tú nunca hubieras tenido que ver. Te lo juro… -se dirigió hacia una estatuilla de la Virgen-… por la leche de la Madre de Dios.
Cuando salió del edificio religioso, el sudor le recorría la espalda y las piernas le temblaban de miedo y de vergüenza.
«¿Qué he hecho? Tiene razón: el diablo me ha…»
¿Cómo había osado entrar en semejante mercadeo? ¿Su cuerpo a cambio de un papel? Había dejado a aquel meador de agua bendita en mitad de la nave, impávido como una estatua… ¿Y si a pesar de la amenaza de escándalo, la denunciaba a los soldados o, aún peor, a la Santa Inquisición? Y su pobre marido sin enterarse de nada…
«Oh, Gaspar, soy injusta contigo, pero tengo que enviar a nuestro Juan en busca de otro destino… Dios, ¿qué me está sucediendo?»
Una incomprensible exaltación la invadió, al principio marcada por la náusea y luego por el regocijo. Vaciló, se detuvo, absorta en el desconcertante sentimiento de liberación que se despertaba en ella y que poco a poco llevaba a su corazón a latir como un tambor.
Un aroma a rosas, o quizá a azahar, impregnó el aire. Era un olor delicado, intangible como una oleada de recuerdos de infancia… y por tanto evocador de peligros.
«Es imposible… -se dijo, apoyando una mano en la pared-. ¿Eres tú, madre? Pero ¡si no puedes existir! ¿Cómo puedes exigirme algo así? No te conozco, era demasiado pequeña…»
El diálogo interior le provocó una sonrisa burlona.
«Me estoy volviendo loca -se dijo-. ¡Como si no bastara con lo que tengo! ¿Por eso he pensado en ti, madre?»
María sintió ganas de pedir auxilio, pero la plaza de la iglesia estaba desierta. Se llevó una mano a la boca para impedir que le castañetearan los dientes.
«No tenía elección. He actuado como una ramera. Sí, me he ensuciado, madre, pero eso no es razón para… -gimió-. Señor, debo de estar enferma, ¡estoy hablando sola!»
«Concédete la muerte -le sugería un rincón de su mente-. Si te denuncia, mátate y serás libre. ¿Qué peligro corres, hija de Saadia y Omar? Acaso no estás ya parcialmente muerta desde hace mucho? ¿Me lo prometes, Aisha?»
La campesina se apoyó en la pared, como si quisiera tomar impulso.
«¡Que te lapiden! Seas quien seas, ¡no pienso responderte!»
Después, como a su pesar, María-Aisha asintió con la cabeza. Se preguntó si eso significaba que aceptaba la súplica silenciosa. Esbozando un mohín de temor se dijo que no lo sabía y, un segundo más tarde, que lo sabía. ¿Se estaría volviendo loca de verdad?
Empezó a caminar, casi borracha, aterrorizada pero aun así, aliviada por la alegría de sentirse tan ligera… y tan frágil.
«En el fondo -reemprendió la voz-, solo eres prisionera si te obstinas en serlo.»
Su casa estaba al otro lado del pueblo. Al cruzar la plaza, alzó la mirada hacia el horizonte: una montaña, o quizá solo una colina, tapaba la vista parcialmente. Los días melancólicos, la mujer del albañil podía pasarse horas contemplándola. A pesar de la diferencia de tamaño, la colina la hacía viajar hasta las Alpujarras de su infancia. Contuvo un suspiro. ¿Qué no habría dado por oír la opinión de sus seres queridos, de su tía y de su padre, sobre lo que acababa de ocurrirle?
Un recuerdo la cosquilleó, a la par amargo y alegre. ¿Qué decía su tía Lucía sobre las situaciones sin salida? «La muerte es la única opción que tiene una tiñosa para dejar de rascarse la cabeza», recordó María, sorprendida por la facilidad con que recordaba la cantinela tristona de su tía.
Su sorpresa pronto se transformó en una carcajada. Un vecino pasó por su lado y negó con la cabeza, incrédulo al ver a esa criatura riéndose sola en público sin ninguna razón aparente.
«Se diría que os habéis puesto de acuerdo sobre lo mío, tanto tú como madre -hablaba con su tía, a la vez que se secaba las lágrimas con la manga-. No temáis, víboras mías, seguiré rascándome durante mucho tiempo la cabeza.»
Y como jamás se toman suficientes precauciones para no contrariar a los muertos -¡y menos a los Espíritus!-, María se santiguó y recitó precipitadamente: «Gloria a Ti, Señor. No tenemos más saber que el que Tú nos has enseñado, porque Tú eres Sabio, el más grande de los Sabios. Amén».
La procesión se había puesto ya en marcha. Habiendo partido de la iglesia, allí tendría que regresar tras varias estaciones intermedias en lugares que el franciscano había elegido con cuidado: el cruce por donde entraron las tropas de la Reconquista para liberar el pueblo de la tiranía de los sarracenos, las ruinas de la residencia del difunto alfaquí (para recordar a los desmemoriados el precio que pagaban los apóstatas) y, por último, la plaza del mercado, donde tendría lugar el sermón de consagración a san Francisco.
Para evitar que el padre Joaquín cambiara de opinión, María le había entregado, al día siguiente a mostrarle su cuerpo, unas monedas de oro envueltas en un paño. El cura abrió furtivamente el paquete y le hizo saber que el asunto era complejo y más oneroso de lo que ella creía. El notario que él conocía se hallaba en la capital, y él mismo estaba desbordado por los preparativos de la procesión. Tosió nervioso, miraba a derecha e izquierda sin acabar de aceptar. Dos mujeres se hallaban en el otro extremo de la iglesia absortas en sus oraciones y nadie parecía prestar atención a la pueblerina con la cabeza inclinada que se dirigía respetuosamente al párroco.
Para hacerle olvidar sus dudas, María prometió un sustancial complemento en caso de éxito. El hombre reflexionó y asintió con la cabeza; luego la inclinó con un gesto inequívoco, como queriendo recordarle un detalle.
– Sí, por supuesto… No lo olvido… -concedió ella, sonrojada como un tomate-. Hice una promesa ante la Virgen.
La madre de Juan casi se atragantó con su propia saliva al ver la expresión de engreimiento que iluminó el rostro del cura. Sin poder contenerse, elevó la voz lo suficiente para inquietar al padre Joaquín:
– ¿Quizá querríais que fuéramos adelantando el tema, padre? ¿Deseáis que me levante otra vez mi modesto vestido? Espero que no escandalicemos a las dos beatas mujeres del fondo cuando vos exhibáis vuestro par de cojones perfumados de benjuí e incienso…
María se felicitó por su réplica salaz. El cura retrocedió y acabó tropezando con uno de los peldaños del altar.
– No te preocupes, las beatas no han oído nada -le susurró al oído, tomándolo de la mano para ayudarlo-. No se te ocurra, joven, faltar a nuestro pacto. Mi esposo es un vulgar morisco y no tiene la paciencia de un cornudo de ciudad. Una sola alusión y nos mataría a los dos, por supuesto, pero empezaría por ti. Ahora, ¡bendíceme, padre!
María aguardaba desde la acera el paso de la procesión. Había decidido esperar a que concluyeran las ceremonias de consagración del pueblo. De hecho, el padre Joaquín acababa de regresar tras una ausencia de varios días. Le costó contener las ganas de correr hacia la iglesia y preguntarle si había conseguido los documentos falsos.
María se pasó la lengua seca por unos labios aún más secos. ¿Habría sido demasiado imprudente en su comportamiento ante aquel cerdo con sotana? Quizá se alarmaba en vano, pero esa mañana, en el lavadero, la mujer del herrero la había observado socarrona antes de susurrar algo a su vecina. A su vez, esta la había repasado de arriba abajo. En otro momento, María habría pedido cuentas a esas dos arpías y hasta habría llegado a las manos, pero ese día tenía el vientre hecho un nudo y había preferido concentrarse en la colada.
Los estribillos de la orquesta ya se dejaban oír a lo lejos. La esposa del albañil se obligó a conservar la calma. A pesar de todo, estaba orgullosa de los complicados bordados que había tejido durante horas y quería ver cómo sobresalían en el estandarte que abría la procesión. Después iría a hacer la visita cotidiana a Clara. El estado de su amiga empeoraba: se negaba a comer, deliraba casi sin cesar e invocaba a oscuros antepasados que unas veces situaba en Bagdad y otras en Damasco.
La víspera había estado a punto de ahogarse en medio de un ataque de llanto. En un breve instante de lucidez, evocó la infancia de su única hija, que había abandonado el pueblo hacía veinte años y no había vuelto a poner los pies en él. Clara jamás la había recordado con esa ternura que parecía desgarrarla por dentro.
En realidad, eso fue precisamente lo que estuvo a punto de suceder. Estalló en sollozos recordando que jamás volvería a verla y, rápidamente, su aliento se transformó en un espantoso jadeo parecido al de un buey recién degollado. María pensó que asistía a la última hora de su amiga. «Vieja idiota, ¡casi me muero del susto ayer!»
María se alzó de puntillas, a la espera de ver aparecer en lo alto el bonito bordado del estandarte… Y entonces una niña se le acercó para decirle que la vieja Clara se había vuelto loca y que estaba insultando a todos los que pasaban ante su puerta.
– Pero ¿cómo has podido levantarte y caminar hasta aquí, Clara? Tienes la cadera hecha trizas…
– ¿Quién eres tú, piojosa? Sí, piojosa, piojosa, piojosa, no eres más que…
Clara le cerraba la puerta de su casa agitando los brazos. Con los ojos preñados de ira le lanzaba penosas recriminaciones.
– ¿Quién eres tú? ¡Dímelo, por el amor de Dios! ¿Quién te ha dado permiso para tocarme?
La joven sintió la pena atenazando su garganta. Clara llevaba los pechos al aire y un trozo de tela que apenas le cubría las piernas descarnadas. Parecía un pollo grotesco de senos caídos.
María dio las gracias a la vecina que había enviado a su hija para avisarla e hizo entrar a la enferma empujándola con fuerza hacia el interior de la casa.
Clara no dejaba de repetir la misma frase -«¿Quién eres tú, extranjera?»-, aunque su agresividad había disminuido. Con la cara compungida para no llorar, María decidió llevarla hasta su cama. Cuando la cogió en brazos, se dio cuenta de la ligereza del paquete de huesos en el que se había convertido su amiga.
Clara puso expresión de sorpresa y en su cara apareció una sonrisa maravillada. María apartó los ojos, desamparada por ese gesto infantil en una cara tan cubierta de arrugas.
– Eres mi madre, ¿verdad? Eres tan hermosa…
María no sabía cómo reaccionar. Se aclaró la garganta, maldiciendo a su amiga por hacerle vivir semejante comedia. Intentó recuperar la compostura.
– Eso es… ¡ríete de mí, Clara! Pues claro que soy tu madre. ¿No ves que tengo el pelo cano? -bromeó.
La vieja se acurrucó más aún contra el pecho de la providencial madre.
– ¿Lo ves? Te había reconocido -suspiró. En los ojos húmedos de Clara brilló un reproche afectuoso-. ¿Dónde anduviste todos estos años, madrecita? Si supieras cómo te he echado de menos…
La anciana había adoptado los gestos de un niño pequeño que juega a molestar a su madre pellizcándole la mejilla y la nariz. Para controlar sus emociones, María decidió ponerse seria. Cambiando bruscamente de registro, la voz de la demente se le adelantó:
– ¿Por qué me confundes, hembra desgraciada? ¡Tú no eres mi madre, embustera!
Aunque la mujer intentó liberarse, María la había agarrado bien. Depositó a Clara en la cama y la cubrió. Como un niño caprichoso vencido por el agotamiento, la anciana daba muestras de una resistencia menguante.
– Cálmate, amiga mía -le dijo María-. No conviene que te alteres. Deja que te arrope.
– ¡No soy tu amiga, enemiga de Dios!
Percibiendo un brillo de irritación en los ojos de su cuidadora, Clara se puso a chillar.
– Sí, ¡eres la enemiga de Dios y de su Profeta!
– Deja de bramar, te van a oír -gritó María perdiendo la paciencia.
– ¿Tienes miedo, hija mía? -recuperó fuerzas la demente-. ¿Meas vinagre? ¿Te acuestas con el Papa y aun así pretendes ir al paraíso? No, el paraíso está reservado a los musulmanes y tú eres una descreída, ¡sí, una descreída!
La casa de Clara estaba a un tiro de piedra de la del alfaquí. María empezaba a oír los instrumentos de viento de la procesión.
– Calla, Clara, te lo ruego.
– ¡Pronto copularás en el infierno y los melones de tu culo quemarán para la eternidad!
– Pero… ¡cállate, por Dios! -suplicó María.
La anciana, extrañamente revigorizada, pasó la mano bajo la almohada antes de saltar de la cama.
– Dios mío, ¿cómo puede soportar el dolor con los riñones como los tiene? Ayer se arrastraba por el suelo -suspiró María con estupor.
Apartando a la cuidadora, Clara se precipitó hacia la puerta aún abierta blandiendo el Libro. Había perdido la ropa y mostraba un lamentable espectáculo: de su cuerpo descarnado colgaba un vientre arrugado que acababa en la mata rala y grisácea del pubis.
Levantaba el manuscrito por encima de su cabeza y salmodiaba en una mezcla de algarabía y valenciano.
– ¡Arrepentíos, engendros! Este es el Verdadero Libro. No hay otro dios que Alá y Mahoma es su Profeta… Excrementos de cabra, regresad a vuestra religión. Este es el Libro de la Exactitud.
«Más bien el Libro del Putiferio. Te engañé, amiga mía; perdóname.» La súplica no salió de los labios de María.
La exhibición de la viuda parecía una comedia, pero estaba cargada de desgracia. La esposa del albañil tuvo la impresión de que un pie helado le aplastaba el pecho. Los niños ya se amontonaban en la puerta.
– ¿Qué sucede? ¿Qué es este alboroto, Clara? -increpó una vecina.
María tembló. La procesión iba a aparecer de un momento a otro. Los soldados y los familiares. Algo se extinguió en su cabeza… y María se dejó arrastrar por un impulso alimentado por el furor y el terror. Tras cerrar la puerta de la casa de un portazo, saltó sobre la impúdica demente, la agarró por el pelo y tiró de ella hacia atrás.
– ¿Qué pretendes? ¿Quieres nuestra perdición, posesa? Tengo un marido y un niño… y estoy esperando otro.
María jadeaba, encorvada por el esfuerzo que le costaba recuperar la respiración. Clara no parecía intimidada en absoluto.
– Venera sobre todas las cosas el Corán de Alá… ¡Habéis renegado de vuestro pasado! -vociferó-. Pero yo, ¡yo soy hija de príncipes…!
A pesar de la tensión del momento, María rió con sarcasmo en su fuero interno: «Ay, Clara, no eres la única. Si tú supieras… Todos nosotros, los derrotados de Andalucía, descendemos de un califa o del propio Profeta. Por lo que contaban nuestras bisabuelas se deduce que solo tenían una obsesión: dejarse montar por un rey o por el Enviado de Dios».
Golpeándose la grupa con una mano, con movimientos de vaivén de la pelvis, Clara imitaba un apareamiento.
– ¡Vosotros tendéis vuestros culos de musulmanes cobardes y ellos hunden sus miembros erectos, hasta el fondo, y descargan el esperma de su falsa fe! ¡Y vosotros les dais las gracias, aunque os duela! Mira, perra…
Introdujo un dedo en su ano y lo acercó inesperadamente a la nariz de María.
– Ese es el olor de nuestro islam. Y nosotros desprendemos el mismo apestoso olor. Éramos señores y ahora valemos menos que los esclavos.
– Clara, eres una asquerosa. ¡No tienes vergüenza! Los soldados van a oírte… Por el amor de Dios, hermana, cállate… Si nos encuentran con ese libro…
El pánico de María pareció duplicar el frenesí de la vieja, que empezó a lanzar cánticos guturales y a agitar como un estandarte su dedo manchado.
– ¿Quieres cerrar el pico, bruja?
María hizo tropezar a Clara para que cayera encima de la cama. Con un arrebato de energía, la enferma agarró la mano de su adversaria y la mordió hasta hacerle sangre antes de volver a ponerse en pie.
– Temes a los cristianos, ¿eh, puta? Mi madre, la verdadera, no les temía. El miedo hace que te mees encima, cerda, huelo ese olor en tus piernas… ¿Qué es esa música?
La fanfarria de la procesión probablemente había llegado a los restos de la casa del alfaquí. La enferma aguzó el oído y los sollozos la sacudieron como una marioneta.
– Escúchales, hija mía -aulló de repente-. Su Jesús hace jaleo porque está celoso de nuestros sueños. ¡Malditos sean los nazarenos! ¡Malditos sean quienes van tras ellos! ¡Malditos todos!
No pudo terminar su última maldición. María, en un impulso desesperado, ahogó bajo sus dos manos la voz de esa boca desdentada.
Cuando las apartó mucho tiempo después, Clara había dejado de respirar.
La anciana había recuperado toda su fragilidad al morir. María le cerró la boca con suavidad. Se sentía ahogada. Miró sucesivamente las manos que habían perpetrado el crimen, la mordida por la difunta y la otra. Ambas estaban manchadas de sangre y saliva.
Sus manos.
Era como si le hubieran arrancado el corazón del pecho. Ya le había sustraído la vida a otro ser humano y todo lo que recordaba de ello era un sentimiento de alivio mezclado con una vaga repugnancia, como cuando se mata a una rata.
Pero esta mujer, con esa muerte tan espantosa… era distinto. La difunta le había demostrado afecto, le había repetido mil veces palabras dulces, la había llamado en muchas ocasiones «hija».
María inspiró con fuerza para no llorar. Se irguió dubitativa. La procesión debía de estar parada ante la casa del shaij Hasan, el alfaquí. Tras una interrupción, quizá para el sermón del cura, la fanfarria había reiniciado su marcha purificadora por el pueblo.
¿Y ahora qué?
La muerta la observaba con sus ojos vidriosos, infinitamente inocentes ahora. La asesina se inclinó para cerrarle los párpados.
– Mi vieja compañera, si estuvieras viva, sabrías cómo ayudarme. De verdad, no quería llegar a esto…
María calló, aplastada por el peso de la culpabilidad. Pero no podía dejarla en ese estado, así desnuda. «Ella va a comparecer ante…», pero su cerebro no se atrevió a terminar la frase. Se levantó, preparó un cubo de agua y un paño. Tendió una sábana en el suelo, alzó el cuerpo de la difunta y le retiró sus últimos oropeles. Después, con el paño humedecido, la mujer del albañil empezó a practicar la última higiene a aquella a quien había ahogado.
Esperó todo el día, postrada, de rodillas ante el lecho de la difunta. La corrida de toros habría acabado o estaría a punto de hacerlo. Dedicó una última mirada a Clara. Parecía descansada, con la cabeza en la almohada, el cabello bien peinado, la cara ligeramente maquillada y vestida como de fiesta.
Había llegado el momento de las oraciones. Clara hubiera preferido sin duda las del alfaquí, pero el shaij Hasan, aunque contra su voluntad, la había precedido en el otro mundo. No quedaba nadie más que el cura.
– Tendrás que conformarte -le dijo al cadáver-. A falta de cordero, comerás cerdo. De todas formas, no necesitas oraciones para tu viaje.
No se había alejado ni veinte pasos cuando el corazón le dio un vuelco: había olvidado el manuscrito. Estuvo a punto de llamar a la puerta antes de entrar. El libro estaba en el suelo, al alcance de la mirada de quien traspasara el umbral.
– ¡Qué estúpida soy! Al final, resultará que te he matado para nada… -suspiró dirigiéndose a la yacente.
Con el manuscrito escondido bajo la capa, María dudaba. ¿Dónde podía esconder ese peligroso objeto? No sabía qué sucedería con la casa cuando se conociera la muerte de Clara. ¿Quién sería su próximo propietario? Se le escapó una sonrisa recordando su propia ambición; Clara le había hablado de dársela en herencia, pero jamás transcribió su promesa ante notario. La casa quedaría en manos del señor recaudador, con quien la mayoría de los habitantes de la región tenía deudas, o pasaría a engrosar las propiedades de cualquier otro chupavidas de la administración real.
Sí, tenía que quemar el libro como se merecía: con la basura que le era tan cercana. Ese era el único final posible. Mientras esperaba la ocasión, lo disimularía en algún lugar bajo su techo.
Por fortuna, María no encontró a nadie en casa. Gaspar y Juan debían de estar presenciando la corrida de toros, como casi todos los habitantes del pueblo. «Esos imbéciles se aburren tanto que se pelearían para asistir a su propio entierro si eso les distrajera ni que fuera un momento.»
Escondió el libro apresuradamente entre un montón de trastos viejos y luego cruzó el pueblo para dirigirse a casa de Clara. En el camino, le pidió a un niño que avisara al cura de que una de sus parroquianas se estaba muriendo y quería los últimos sacramentos.
Pasaron dos largas horas hasta que alguien llamó a la puerta. María abrió y despidió al niño agradeciéndole el recado con una fruta. Cuando el cura la vio, su mirada se ensombreció.
– Sí, es aquí. Alguien necesita su oficio -dijo María con sequedad, mientras él dudaba en el umbral-. Pero no, no vayáis a pensar… A pesar de las apariencias, no soy yo quien agoniza. Es mi amiga…
El cura se inclinó sobre la cama.
– Pero… ¡si ya está muerta!
– ¿Y bien…?
– ¿De qué ha muerto?
– De impaciencia, imagino. -María retomó el discurso al cabo de un instante eterno-. Lo esperó mientras vos os divertíais en vuestra corrida de toros. Y ha preferido irse antes de que cayera la noche. Me dijo que sentía miedo de la oscuridad, fijaos.
– ¿Cómo osas reírte de la prueba que le ha mandado el Señor a esta difunta? -espetó el párroco en un arranque de cólera-. El ángel de la muerte le cortó las piernas y pronto se ocupará de su alma. Quizá esté aún revoloteando alrededor de nosotros, asustada…
Se encogió de hombros como respuesta al mutismo hostil de la mujer. Dispuso sobre una cómoda un mantelito, un crucifijo entre dos cirios, el frasco de aceite de los lisiados y se dispuso a recitar sus oraciones.
María se santiguó y estuvo a punto de arrodillarse, pero renunció a ello y se sumergió en sus pensamientos.
Cuando el cura terminó con su último amén, ella le tocó el hombro. Al girarse, el hombre la observó con cierta incomodidad.
– ¿Qué más quieres?
– ¿Tienes el certificado y la carta?
El padre Joaquín carraspeó.
– ¿Tenemos que hablar de eso aquí, ante…?
María le respondió absurdamente, presa de la tristeza:
– Clara es amiga mía. Siempre he podido hablar de todo ante ella.
El hombre guardó silencio y se preguntó si estaría loca. Asintió al tiempo que murmuraba:
– Sí, ayer me trajeron los documentos.
– Entonces, dámelos.
– Eh, no tan deprisa… ¿Y tu promesa?
– No tengo el dinero ahora. Te lo entregaré mañana.
– ¿Y…?
María sintió un regusto de bilis subirle hasta la punta de la lengua. El hombre inclinó la cabeza con una mueca burlona.
– ¿Y…?
– Primero dame esos documentos y luego…
Con el mentón, señaló la habitación.
– María, ¿aquí? ¿Al lado de la…?
– ¿Dónde quieres hacerlo, padre? ¿En tu iglesia?
Esta vez, el padre Joaquín tardó muy poco en regresar. Ella tomó los documentos y los leyó con perplejidad.
– Pero ¿esto qué es? -exclamó irritada.
– ¿Así que a pesar de tus aires de sabelotodo, no sabes latín, paisana? Allí donde pretendes enviar a tu hijo la gente no habla ni castellano ni valenciano.
Sin hacer caso de su sarcasmo, ella señaló la cruz que el hombre llevaba al cuello.
– Jura por Jesús que vas a traducirme fielmente lo que dicen estas hojas.
– Un hombre de Dios no miente nunca -se indignó el religioso.
El rostro impasible de la mujer ni se inmutó.
– Lo juro por la Santa Cruz -dijo Joaquín tras reprimir un gesto de angustia.
Cuando terminó la traducción, María suspiró de desazón. ¡Su hijo ya no era su hijo! Según los papeles, en adelante sería el hijo cristiano de una honorable pareja de burgueses de Valencia, ellos mismos descendientes de los no menos honorables cristianos viejos de la misma ciudad, que a su vez…, etc. De su antigua vida, Juan solo conservaba el nombre. Párrafos historiados de notario y de supuestos testigos completaban el documento. En la carta -muy corta y firmada solo por el cura- se le recomendaba a un maestro de las artes, el signore.…, de Roma, en la via.…, la candidatura de un tal Juan Cortés, obediente, de buenas costumbres y de talante laborioso.
– ¿Esos padres de Valencia existen de verdad?
– No, ya no. Murieron en un incendio. Como ves, estos papeles son casi auténticos a excepción de la última generación compuesta únicamente por tu Juan -rió sarcástico-. A los ojos de la ley, tu hijo es ahora huérfano.
– Está bien -concluyó María, y dejó sin más los documentos bajo la cama de Clara.
Sin dirigir una mirada a su interlocutor, María empezó a desnudarse, no tomándose siquiera la molestia de alejar la luz de los cirios, que seguían quemando. Tras un instante de duda, el padre la imitó. Se quitó la cruz en primer lugar. Estaba tan nervioso que se lió un poco en su túnica medio desabrochada.
Cuando vio la cara escarlata del hombre desnudo y su sexo en erección, María cerró los ojos, pidió perdón a Clara y se tumbó.
Jamás supo por qué el cura fue sustituido por las autoridades eclesiásticas apenas un mes después de aquella tarde. Parecía poco verosímil que sospecharan de él. Y, de todas formas, ¿qué importaba la virtud de una campesina morisca en semejante decisión?
Tras la primera vez, se habían vuelto a encontrar en varias ocasiones, siempre con la mayor precaución. Ya poseía el preciado documento en el que su hijo estaba liberado de la mácula mahometana, pero de momento, aún no tenía ni la mínima idea de cómo enviarlo a Italia. El cura la había hecho soñar con la posibilidad milagrosa de un viaje que él mismo tenía que hacer a finales de año para visitar a su tío refugiado en Roma. Juan podría aprovechar la ocasión y sumarse al viaje. El padre Joaquín le aseguró que él mismo presentaría al pequeño ante el famoso artesano, eso sería más eficaz que una simple carta de recomendación.
Aceptó someterse al grosero chantaje del sacerdote sin atreverse a confesar que ella también le sacaba partido. Despreciaba a esa persona que traicionaba tan escandalosamente el servicio de su Dios y, sin embargo, era tan joven, tan hábil con sus manos y su sexo, que cada vez la premiaba con un placer inimaginable. Regresaba a casa con la carne exaltada, odiándose por su debilidad. Solía despertar el deseo de su marido a modo de penitencia, aunque durante los jadeos de Gaspar soñaba solo con regresar al encuentro del religioso para saciar su nueva sed con los juegos insensatos e impúdicos que él le proponía.
– Por la gracia de Dios, ¡aprendes rápido para ser una campesina! Realmente no te mereces marchitarte en este pueblo de bestias. ¡Qué pena que hayas nacido morisca! -deploró en una ocasión el osado cura, henchido de vanidad por sentirse deseado por una mujer tan hermosa.
En ese momento ella estaba arrodillada y el hombre le presentaba su sexo para que se lo chupara. Para castigarlo, María le había pellizcado con fuerza el extremo del miembro a su amante sacrílego y luego se había vestido sin prisas mientras que él, con el cuerpo doblado de dolor, se mordía los labios para no gritar.
Al día siguiente, María regresó a la iglesia como si no hubiera sucedido nada y el cura no se atrevió a mostrarse demasiado rencoroso hacia quien le concedía sus favores de una forma tan voluptuosa.
Mucho antes de que el cura se fuera, María anunció a su esposo que estaba embarazada. La cara del albañil se transfiguró de alegría, y a María se le llenaron los ojos de lágrimas. ¡Qué mundo tan difícil y qué vidas tan extrañas se daban en él! Para ser feliz le hubiera bastado con que ese hombretón lleno de bondad, el padre del niño que llevaba en su seno, fuera a la vez el Lorenzo al que amó y el perverso cura que la transformaba en yesca, en puro fuego. Pero la sórdida Providencia había dispuesto otro destino: la esclava huida se había convertido en un mismo día en esposa adúltera y asesina de su mejor amiga.
Gaspar se compadeció de la emoción de su esposa; la tomó por la cintura y la hizo girar en la habitación declarando solemnemente delante de cada pared: «¡Atención, pilar de mi casa, te presento a la madre de mi segundo hijo!».
María estalló en lágrimas y Gaspar intentó consolarla.
– No llores más, amor mío. Gracias a ti, soy el hombre más feliz de España. Por el amor de Dios, detén esta inundación…
Y simulando una mueca de espanto, añadió:
– … si no, ¡ahogarás a nuestro hijo!
María pasó los meses siguientes buscando la forma de que Juan pudiera irse. Evidentemente, el padre Joaquín no dio más señales de vida. Algunos decían que había sido nombrado para un alto cargo en Madrid y otros que había sido encarcelado tras una malversación.
La morisca jamás habría podido imaginar hasta qué punto lo echaría de menos. Recordaba los días en los que el placer la lanzaba a los brazos del joven: él frotaba con locura su vagina y hasta su miserable ano, antes de ascender lentamente hacia el vientre y los pechos, le llenaba la boca con su lengua y volvía a descender como un delicioso torrente a lo largo de sus piernas y sus gemelos hasta alcanzar la punta de sus pies… Aquellos días tenía la impresión de que nada, excepto la esperanza de volver a someter su carne a las delicias de esa agonía, valía la pena.
Pero a pesar de su frustración, que la llevó a veces a acariciarse hasta hacer sangrar los labios de su sexo, jamás se le ocurrió volver a engañar a su marido. Su deslealtad solo había sido un accidente, causado por el único imperativo que estaba por encima de la deuda contraída con el albañil: salvar a su hijo.
Durante aquella época, María discutía a menudo mentalmente con Clara. Los días más tristes, acudía al cementerio. Antes de limpiar su tumba, arrancaba las malas hierbas que crecían alrededor de la difunta.
– Arranco lo que te queda de cabello, tú que tan poco tenías cuando vivías -bromeaba siniestramente.
Luego se sentaba y comunicaba a la anciana las últimas noticias, raramente buenas, del pueblo. María se entregaba a un amargo monólogo interior: «Te equivocas al odiarme… Yo no quise matarte. Sí, fue culpa tuya, mugías como una vaca en celo. Nos habrían quemado a las dos. ¿Te habría gustado arder como un madero? Sí, apreté un poco… excesivamente, es cierto, pero hubieras podido resistir… Tendrías que haber luchado más. ¿Lo hiciste adrede, verdad?». La conversación concluía siempre con la misma súplica: «Amiga mía, no me maldigas, muéstrame que me has perdonado… Cómo lo lamento…».
María se quedaba un buen rato a la espera de la más mínima manifestación de ese perdón de ultratumba. A veces, sin ser realmente crédula, se contentaba con señales insignificantes: un pétalo depositado sobre la tumba por el viento, la forma de una nube que, con un poco de imaginación, parecía una cara sonriente…
Solo una vez tuvo casi el convencimiento de que la mujer asesinada atendía su súplica. Un pájaro, una especie de enclenque de pico amarillo, se posó en la tumba y se acercó a ella. Sorprendida por la osadía del pajarillo, María levantó la mano en su dirección, pero el ave no sintió miedo alguno; la mujer llegó incluso a acariciarle una de sus alas. El pájaro parecía divertirse y levantó la cabeza mirándola con sus ojos como canicas, sacudiendo sus alas para escapar a su caricia. Como ella insistía, pió con vehemencia, le picó dos veces la mano y echó a volar.
– Eres tú, ¿verdad, Clara…? ¡Tú y tu difícil carácter! -rió María siguiendo con la mirada al pajarillo-. No me odias tanto… ¿verdad? ¿Eso es lo que me has querido decir dejándome acariciarte un poco?
Ese día María estuvo de muy buen humor. Tanto sonrió que Gaspar llegó a pensar que había bebido.
Hasta el día del parto intentó en vano resolver los problemas del viaje de Juan a Italia. Necesitaba encontrar a alguienque acompañara a su hijo. Los tiempos eran difíciles, los caminos, peligrosos… La guerra entre España y Francia no tardaría en volver a empezar y quizá también implicaría a Italia… Nadie aceptaría realizar un viaje tan largo solo para acompañar al hijo de una campesina, a no ser que fuera acompañado de una buena escolta y de una sustanciosa recompensa. Solo un vendedor ambulante aceptó el encargo, con el pretexto de que se aprovisionaba una vez al año de imágenes santas en la propia Roma. Por fortuna, María descubrió antes de pagar que el estafador no había salido nunca de España, ni tan solo de Valencia. Todo terminó en insultos por parte de María y en acusaciones de posesa por parte del vendedor.
Gaspar sabía que algo sucedía, pues los comadreos circulan muy deprisa en un pueblo tan pequeño. Sin embargo, jamás habló de ello con su esposa; estaba convencido de que la obsesión de enviar a su hijo al otro lado de los Pirineos no tenía ninguna posibilidad de materializarse. El dinero necesario para ese periplo estaba fuera de su alcance. Pero pensó que a María quizá le convenía darse con un canto en los dientes de realidad y convencerse por sí misma de lo irreal de los sueños que albergaba para Juan.
El bonachón de Gaspar también hizo oídos sordos a otros comadreos más envenenados que afirmaban que la hermosa María se había vuelto excesivamente beata durante la breve estancia en el pueblo del apuesto cura… El albañil no tenía ningunas ganas de perder a la esposa que estaba a punto de darle un hijo, a pesar de que él mismo había notado la radicalidad con que María se había desinteresado por la iglesia apenas desapareció el padre Joaquín.
Por su parte, María había comprendido que no le bastaba con hallar un acompañante para su hijo: antes tenía que convencer a Juan para que se marchara sin la autorización de su padre. Pero el muchacho adoraba a Gaspar, estaba aprendiendo las bases de la albañilería y no mostraba ningún interés por la futura vida que le describía su madre si partía al extranjero para aprender el asombroso oficio de grabador. Con pena en el corazón, María comprendió que primero tendría que alejar al niño de su padre.
Empezó por denigrar sistemáticamente el pueblo y, más tarde, al propio Gaspar, primero con discreción y luego de forma cada vez más evidente, sin que ello pareciera tener el menor efecto en el niño. Al contrario, las exageradas trapacerías de la madre afilaban su sentido de la justicia, llevándolo a defender a su padre aun a riesgo de llevarse un pescozón. Gaspar, por su parte, aunque se sentía dolido, se mostraba indiferente y justificaba los ataques de su esposa con las alteraciones provocadas por el embarazo.
La visita de una penosa compañía de teatro itinerante la obligó a subir de tono su crueldad. María lucía ya una barriga prominente cuando una noche, la víspera del mercado semanal, llegaron dos carruajes al pueblo. Gitanos, dijeron unos; flamencos, contestaron otros; súbditos del rey de los franceses, replicaron unos terceros… Mientras, los recién llegados empezaron a montar un rudimentario escenario en medio de la plaza del pueblo.
– Bah, solo son un grupo de extranjeros muertos de hambre. Pero si nos hacen reír gratis ¡mejor que mejor! -resumió un ocioso, y de inmediato obtuvo un murmullo de asentimiento de los espectadores.
Henchido momentáneamente de orgullo y con la intención de tener la última palabra ante María, la mujer más hermosa del pueblo, añadió:
– No sé de dónde vienen sus compañeros, pero esos dos grandullones son italianos. Solo hay que ver cómo hablan. Una vez, en Valencia, conocí a uno en el puerto…
– ¿Italianos? ¿Estás seguro? -inquirió ella.
Ante la cara exaltada de María, su vecino intentó tranquilizarla.
– ¡Por supuesto! Los italianos son gente poco recomendable, ladrones y mentirosos… Pero no hay por qué alarmarse, paisana, se les ve venir. No te preocupes.
Un escalofrío le recorrió el cuerpo. María se encogió, con la impresión de haberse transformado en un roedor que sale de su agujero para mostrarse justo ante el ojo de una rapaz.
– Madre, ayudadme a no equivocarme -suspiró con el corazón en un puño-. Me juego la vida de mi pequeño.
Los titiriteros que montaban el escenario no pasaron por alto la presencia de aquella campesina embarazada -espectacularmente hermosa- que no les quitaba el ojo desde hacía rato. Uno de los dos supuestos italianos lanzó un comentario a sus compañeros y luego saludó con la mano a la espectadora. Para su gran sorpresa, ella le devolvió el saludo. Percibiendo en el aire la posibilidad de una aventura, y a pesar del estado de buena esperanza de la mujer, el extranjero dejó en el suelo la vara que manejaba, se limpió las manos en la ropa y se dirigió con su mejor sonrisa hacia María.
Cuando la tuvo enfrente, el titiritero ladeó la cabeza en señal de admiración. Sin devolverle la sonrisa, María asintió ligeramente en señal de que aceptaba el elogio. Sabía que esa actitud, si era comedida, gustaba a ciertos hombres. ¡Qué fácil era manipular a esos bobos con rabo!
El comediante tenía un acento muy marcado. María adivinó que le deseaba buenas tardes y que le preguntaba por su salud y la de sus familiares. Ella contestó ceremoniosa que estaba bien, a Dios gracias, y que deseaba saber si realmente procedía del reino de Italia. Un poco desarmado, el hombre respondió afirmativamente y, haciendo una reverencia, añadió que además tenía la suerte de ser veneciano.
– Ah, ¿no sois de Roma?
Percibiendo la decepción implícita en aquella pregunta, el extranjero le explicó con su escaso vocabulario que ambas ciudades estaban tan cerca que cuando un veneciano lanzaba con fuerza una piedra, esta siempre terminaba en la cabeza de un romano.
María tragó saliva antes de preguntarle si añoraba su tierra natal. El hombre no comprendía por qué la campesina estaba tan tensa y se puso a la defensiva. Contestó que por supuesto que deseaba volver a su casa, como todo cristiano honrado que no teme a la justicia de su país, pero que por el momento el teatro ambulante le daba para llenar convenientemente la panza.
– Nosotros, muy buenos… Pero aquí, muchos moriscos… A ellos no gustar la comedia… No dan nada… Tacaños… -Y a modo de confidencia, añadió-: En Italia… muchos, muchos… -Se frotó las yemas de los dedos, como si contara muchas monedas.
– ¿Os gustaría poder regresar antes a vuestra casa? -preguntó María, bajando la voz aún más.
El italiano arqueó las cejas y perdió por un momento su sonrisa seductora. Uno de sus compañeros lo llamó, pero el veneciano alzó el brazo pidiéndole paciencia sin mirarlo. Se le había arrugado la frente y las pupilas se le habían encogido. Una comadreja con bigotes que se cree irresistible, pensó María.
– ¿De qué estamos hablando, bella? Signora…?
– María Magroza.
– Sois tan graziosa. Y vuestros ojos… -arrancó con evidentes artes de seducción.
Ella lo interrumpió sin esconder su irritación.
– ¡Basta! No he venido a hablaros para esas tonterías.
La cara del titiritero se ensombreció.
– Quisiera que llevarais a alguien a Roma. A un niño -sentenció con sequedad.
– ¿Un niño?
– Sí, mi hijo. Os pagaré… bien.
El comediante se quedó mudo un instante antes de recuperar su expresión jovial. La mujer, con el corazón presa del pánico, leyó en sus ojos que estaba sopesando sus posibilidades: ¿se encontraba delante de una loca o había encontrado a alguien a quien desplumar?
Murmuró unas palabras con voz ronca, pero María no le comprendió y se las hizo repetir.
– ¿Tenéis de verdad con qué pagar? Roma está lejos, hay que comer, alquilar caballos…
Ella asintió con la cabeza y suspiró aliviada; el pícaro estaba valorando los detalles, pero no se había negado en redondo a hacer el viaje. Avergonzada, se dio cuenta de que una sonrisa burlona se había dibujado en sus propios labios. Los músculos del cuello continuaban dolorosamente tensos.
– Y… ¿por qué vos… confianza en mí?
– Sed discreto y aún tendremos más confianza el uno en el otro.
– ¿Una promesa, signora?
María alzó los hombros por toda respuesta, mostrando una desenvoltura que no sentía en absoluto.
– Estaré en la iglesia. Venid a verme al terminar las vísperas.
El italiano se rascó la cabeza, sorprendido por la facilidad con que tomaban forma sus esperanzas. Todavía desconfiaba de la campesina, pero empezó a recobrar su aplomo de charlatán.
– Bella María… ¿eres morisca? Porque… problemas con justicia…
María inspiró profundamente, cargada de desprecio.
– El niño no lo es. Para ti, eso es lo único que cuenta.
El hombre la esperaba junto al gran roble. María lo había buscado con la mirada al salir de la iglesia, intentando controlar los latidos de su corazón. Había rezado con todas sus fuerzas ante la imagen de la Virgen. Ahora que estaba servido el vino, temblaba ante la perspectiva de tener que bebérselo. Era casi de noche.
– Seguidme, pero de lejos -le murmuró sin mirarlo al pasar junto a él en dirección a las afueras del pueblo.
El hombre fue prudente. María tuvo que esperar un buen rato, apoyada en la puerta de un granero abandonado, antes de verlo aparecer a su lado como un espectro sin hacer el más mínimo ruido. Contuvo un grito de espanto y eso provocó una risita silenciosa en el comediante.
– Entremos -dijo ella con sequedad.
Poniéndose en guardia, el hombre mostró un cuchillo.
– No quiero sorpresas, bella, si no…
Hizo el gesto de degollar a alguien. Ella lo escrutó con una tranquilidad (¡tan fingida!) que él levantó las manos en señal de rendición. Cuando entraron en el granero abandonado, la oscuridad era prácticamente total. Tan solo un rayo de luna se colaba a través de un agujero del techo.
Al extranjero se le escapó una tos nerviosa.
– ¿Y bien…? ¿Seguimos con misterio?
María intentó con todas sus fuerzas dominar sus ideas, pero estas parecían ratones asustados que corrían en todas direcciones. El hombre volvió a toser, esta vez de impaciencia; decidió lanzarse al ruedo.
– Tu hijo… a casa de un signor grabador… en Roma… Es extraño… Grabador, ¿es así? -Sin esperar respuesta, añadió-: ¿Cuánto?
Ella le mostró dos monedas de oro.
– Una bolsa llena de monedas como estas. Es más que suficiente para los caballos y la comida… Me he informado -mintió-. Más o menos te quedará la mitad.
El hombre se alisó el mostacho. Dudaba.
– Tu marido… ¿sabe?
– No -confesó ella.
– Entonces… ¿por qué?
– No es asunto tuyo. ¿Estás de acuerdo o no?
– Es… es molto peligroso -respondió tras un instante de reflexión.
– ¿Tienes miedo? ¿Quieres que te convenza?
María colocó la mano sobre su hombro. El italiano, creyendo que alguien más lo había tocado, dio un brinco. María lo atrajo hacia sí mientras buscaba su entrepierna con la otra mano.
– Oh, tú verdaderamente rápida… -se regocijó el hombre antes de besarla voluptuosamente.
María se zafó del beso bigotudo, se levantó lentamente el vestido y se puso a cuatro patas para evitar que le tocara el vientre y su preciado contenido.
– No tan deprisa, por favor -protestó ella cuando le introdujo brutalmente su miembro.
Gimió cuando el extranjero le apresó los pechos. En ese momento supo que incluso si el individuo hubiera rechazado el trato, ella se habría entregado a él. Arrastrada por la oleada de placer que surgía del fondo de su cuerpo, habitualmente tan sumiso, apretó apasionadamente las piernas. Pensó con gratitud en su vagina como en una compañera rebelde que solo hacía lo que le apetecía y que, un día, quizá le traería la ruina. Con la cabeza semienterrada en la paja vieja, mientras el italiano se vaciaba en ella lanzó uno de los deseos más blasfemos de su existencia: «¡Ojalá conozca más encuentros de este tipo que los noventa y nueve nombres de Alá!».
El miedo se apoderó de ella de inmediato. En el instante en que él eyaculó, estaba pronunciando el nombre de Alá… como si esa horrible blasfemia hubiera dado el último golpe de placer.
Arrobada, María pensó que ese agujero entre sus piernas era lo único capaz de hacerle olvidar las penas que le carcomían la vida.
El comediante la ayudó a levantarse mientras la observaba, circunspecto. Estaba desconcertado por ese buen humor algo exagerado. María, con el cuerpo todavía presa de los últimos estertores del placer, se preguntó qué cara pondría ese vanidoso si supiera los pensamientos que le atravesaban la cabeza mientras él lo hacía con su miembro.
El comediante se quedó con las dos monedas de oro a cuenta, y después acordaron un contrato sencillísimo. «Demasiado sencillo», pensó María sintiendo un pinchazo en el vientre, porque ella no tendría forma de comprobar que su hijo llegaba a buen puerto. El veneciano, que dijo llamarse Leone Albizzi, le confesó que la compañía había decidido probar suerte más adelante en un pueblo vecino, más cristiano y quizá más sensible al teatro. El titiritero le propuso regresar cuatro días más tarde a ese mismo granero para recoger el resto del pago y al niño. E insistió:
– El niño… no negarse, ¿eh? Ni gritar, ni…
– No, no gritará. Siempre ha estado de acuerdo, te lo aseguro.
El hombre le acarició la cara con escepticismo.
– Tú, muy… bonita, sabes… Cuando mientes… yo veo -le dijo con ternura, y añadió-: Mañana… ¿vendrás a la función? Una comedia… Te reirás…
– No -respondió, invadida por la pena-. Preferiría pasar estos últimos días con mi pequeño.
– ¡Qué pena, graziosa! Nosotros muy buenos actores.
Fueron sus últimas palabras antes de desaparecer en la oscuridad.
María sintió que la piel alrededor de sus ojos se tensaba, pero consiguió controlarse y no estallar en sollozos.
Estaba al borde del abismo. Pero lo más duro aún estaba por llegar.
Jamás imaginó cuán difícil sería. Ni cuán innoble. El primer día, el niño quiso ir como todo el mundo a la plaza para ver a la compañía de teatro. Pero ella lo retuvo de la manga y lo obligó a oír una perorata sobre la necesidad de tener un oficio digno en esos tiempos en que los moriscos eran despreciados por todos. Sintiendo que su madre le tocaba la fibra sensible, Juan terminó por replicar que ya estaba aprendiendo un oficio, el de su padre, y que era bueno, porque de él vivía toda la familia.
– No te estoy hablando de un trabajo de moriscos, sino de un oficio glorioso que va a permitirte viajar por el mundo, allí donde quieras, siendo honrado y respetado por todos. -María se esforzaba por mantener la calma.
– Pero ¡yo no quiero ir a ninguna parte, mamá! Quiero vivir aquí, donde he nacido. ¿Se puede saber qué te pasa?
La madre contempló a su hijo. Era tan joven aún… Reprimió un espasmo que anunciaba un sollozo atajado a tiempo. Dios mío, ¡cómo se parecía a don Miguel en algunos momentos, y cómo a Lorenzo al cabo de un instante!
– No has nacido para vivir aquí -le reprendió con firmeza-. Tienes que irte lejos de este apestoso pueblo. ¡No te traje al mundo para que vivieras arrodillado! Eres morisco, no lo olvides.
– ¿Y qué más da si soy morisco o no? Todos somos cristianos, ¿no? -la desafió Juan.
– Escúchame bien, mocoso. Antes éramos la gloria de este país. Ahora somos el agujero del culo de España y, cristianos o no, tarde o temprano acabarán con nosotros. No somos nada, valemos menos que una rata o que una hormiga. Tendrías que empezar a comprenderlo cuanto antes mejor.
Con los ojos como platos, Juan se ruborizó. Su madre jamás le había hablado con tanta violencia.
– Solo quiero lo mejor para ti, hijo… -Intentó suavizar su tono, aunque apenas lo consiguió-. Si te quedas aquí, todo lo que he pasado en la vida no habrá servido para nada.
El niño seguía conmocionado. La miró como si descubriera a alguien totalmente desconocido.
– De todas formas, padre jamás lo permitirá. No puedes hacer nada contra él. ¡Padre es como yo, se encuentra bien aquí! -sentenció con una mueca triunfante.
Antes de que pudiera retenerlo, Juan había salido corriendo hacia la calle. María se sentía tan culpable y desesperada que apenas podía respirar. Durante la cena, el niño evitó la mirada de su madre y habló entusiasmado del espectáculo que dieron los saltimbanquis en la plaza del mercado. ¡Una señora gorda había reído tanto que se había meado encima! El padre soltó tal carcajada que casi se ahoga y Juan, con ostensible complicidad, le golpeó la espalda. Como agradecimiento, Gaspar le dio un nabo de su plato.
El segundo día, María acorraló a Juan en el momento en que se dirigía a reunirse con su padre para desbrozar un terreno. Le habló largo y tendido, intentando no perder la calma, de la conveniencia de encontrar un oficio que no le condenara a tener que vegetar en el pueblo. Con bastante torpeza, concluyó hablando de las ventajas del oficio de grabador. Sacó partido de lo poco que sabía, de las escasas explicaciones del padre Joaquín. Exageró tanto sobre la importancia del arte del grabado que Juan frunció el ceño en señal de incredulidad.
– ¿Te gustaría aprender a dibujar sobre el cobre? -inquirió María, ya sin argumentos.
– Madre, pero si no sé dibujar.
– Aprenderás. Todo se aprende, hijo. Y además, el aguafuerte sobre el cobre es mejor que la pintura, y cuando es bueno dicen que canta…
– ¿Un agua que canta? -subrayó descreído-. Madre, que ya no soy un niño…
– Es una forma bonita de decir las cosas. -Los dedos de María repicaron nerviosos en la mesa-. Te estoy hablando así porque creo que ya eres mayor, casi un adulto. ¿Aceptas entonces ir como aprendiz con un artesano de aguafuertes?
– ¿Dónde? -inquirió desafiante el muchacho-. ¿Aquí?
– Obviamente aquí no puede ser, Juan. Hijo mío, ha llegado el momento de marcharte. Más adelante… más adelante será demasiado tarde.
María había adoptado un tono distante e incluso era capaz de mostrar una gran sonrisa de connivencia.
– Entonces no -replicó el niño, enfadado.
Recibió un bofetón que lo hizo retroceder y golpear la pared con la cabeza. Ahogándose en la rabia y el dolor, apenas sin aliento, Juan lanzó un grito entrecortado:
– ¡Se lo… se lo voy a contar… a mi padre!
Otra bofetada le cruzó la cara.
– ¡Una palabra a tu padre y sacaré la vara!
Cuando el niño desapareció, María se sentó. Tenía el cuerpo destrozado, como si hubiera caído sobre ella un saco de piedras. Se cogió la cabeza entre las manos y no pudo ni llorar. No le quedaba demasiado tiempo antes de que regresara el italiano. Solo tenía ganas de hacer una cosa: no hacer lo que tenía que hacer. Pero, sin embargo, no hacer nada significaba paradójicamente cometer una canallada contra su hijo. ¿Cómo podía convencerle? No podía obligarlo, ni siquiera con aquellos estúpidos bofetones que acababa de propinarle. El viaje era demasiado largo, demasiado peligroso y exigía la plena colaboración de su hijo…
El tercer día, el penúltimo, anunció a Gaspar que necesitaba a Juan para algunas tareas de la casa y que tendría que quedarse con ella. El marido consintió. A la vista de las caras que ponían María y Juan, estuvo a punto de preguntar algo, pero pensó que era mejor no empezar el día con una discusión tormentosa con su irascible esposa, así que se limitó a recomendarle a su hijo que obedeciera a su madre.
– Bueno, mándamelo en cuanto termines con él. El terreno es extenso y me comprometí a limpiarlo de piedras antes del fin de semana.
Cuando ella se acercó al pequeño, el niño levantó el brazo para protegerse.
– Pero Juan… no soy un verdugo -le dijo.
El niño guardó silencio, pero su rostro mostraba que estaba en desacuerdo.
«¡Tan testarudo y tan débil!», pensó ella. ¿Estaría haciendo lo correcto al enviarlo tan lejos, poner en peligro su vida y confiarlo a alguien que sin duda era un vividor?
Sintió que le flaqueaban las fuerzas. Luego tensó los músculos y suspiró para oxigenar sus pensamientos. En ese momento supo que al final de esa conversación, la persona a quien más odiaría en el mundo sería ella misma. Y que jamás podría resarcirse a sus propios ojos.
– Hijo mío, tienes que marcharte lejos de aquí.
– No. Sabes bien que no me iré, yo…
– Escúchame primero. Pronto cumplirás trece años. Es tiempo de que compartas con tu madre la amargura de la verdad.
Los latidos desenfrenados de su corazón resonaban en su estómago y su garganta. Hubiera preferido morir, pero con una voz que no reconocía empezó a recitar su vida.
– Te voy a contar quién soy y luego te diré quién eres tú.
El niño seguía con su actitud desconfiada. María suspiró resignada, ahogando unas ganas de vomitar que parecían nacer en ella para quitarle el habla.
Habló eligiendo con cuidado sus palabras, pero sin omitir casi nada: su vida en la montaña, la esclavitud, las violaciones, sus dos padres, sus nombres, el asesinato de Bartolomé, el encuentro con Gaspar, los papeles falsos… Al principio, los ojos de Juan se abrieron por el estupor, pero luego, a medida que la confesión avanzaba, se fueron apagando. Lo que no menguó fue el intenso escarlata de sus mejillas. De vez en cuando, un escalofrío le recorría la espalda; cada capítulo de la vida de su madre era como un mazazo para él.
– Así que tu padre… no es tu padre. En realidad, tienes dos padres. No le debes nada a Gaspar. Por eso y por todo lo demás, tienes que partir. Tarde o temprano se desharán de nosotros. Quiero para ti un futuro mejor que el nuestro, un pedazo de felicidad que puedas masticar libremente como si fuera pan bueno. Mañana, una persona vendrá a recogerte y te conducirá a Roma, la ciudad más bonita del país de los italianos. Le daré unas monedas de oro y…
– No me importa -la interrumpió entre lágrimas, como quien acaba de recibir un puntapié en la rabadilla-. ¡Podrás contarme lo que quieras, pero yo quiero a mi padre y no me voy a ir de aquí! Te lo juro, aunque me azotes de la mañana a la noche. Además, uno no puede tener dos padres, eso no se ha visto nunca.
Inspiró para coger aire.
– Además… me parezco mucho a mi padre… ¡todo el mundo me lo dice…! Incluso tu amiga la tía Clara, cuando vivía -protestó, los puños apretados.
La madre estaba a punto de estallar en sollozos. Sintió la punzada de los celos frente a ese amor incondicional del pequeño hacia el albañil. Había mancillado a Juan con su historia. Observó a ese niño que normalmente era tan guapo y que ahora la tristeza y la cólera afeaban. Había perdido la inocencia.
– Perdóname, Juan -se disculpó en un murmullo-. Yo también te quiero y por ello quiero que abandones esta guarida de lobos. Mi alma y mi corazón se desgarran ante esta idea, pero sé que no merecería haberte traído al mundo si aceptara para ti el mismo destino triste de mi vida. Uno de los dos no será esclavo, y ese serás tú.
– ¿Tu alma me quiere tanto que quiere transformarme en huérfano? -preguntó apuntándola con un dedo acusador-. Todo lo que me has dicho no son más que mentiras. Se lo contaré a mi padre y verás…
María comprendió que aún no había llegado al fondo de la ruindad. Se pinzó el puente de la nariz; el dolor de cabeza le hacía fruncir el ceño. Dio un paso adelante y colocó la mano sobre la cabeza de su hijo, que intentó retroceder; pero María lo retuvo.
– Tú quieres a Gaspar, es un hecho. ¿Le quieres hacer daño?
– No, claro que no -respondió el niño, sorprendido.
– ¿Quieres que muera desterrado o en la hoguera?
Los dedos de María enmarañaban con suavidad el pelo del niño.
– Mamá, ¿por qué dices esas tonterías? -Había levantado al fin la cabeza, perplejo-. Claro que no quiero que padre muera, ni tampoco tú… -Se detuvo un instante, reflexionó y añadió-: ¡Ni nadie!
La mujer retiró la mano. Su hijo no se merecía seguir soportando el contacto de su innoble cuerpo.
– Si tú no te vas mañana, hijo, iré a la plaza del mercado y diré ante todos que he engañado a Gaspar. Para salvaguardar su honor se verá obligado a matarme… porque si no lo hace será el hazmerreír del pueblo. Lo encerrarán en un calabozo, le torturaran y por último lo matarán. Pero antes, créeme, sufrirá mucho.
Horrorizado, con la boca abierta, Juan la miraba como si se hubiera transformado en un áspid ante él.
– Lo haré, Juan, lo juro. Lo juro por mi vida y por la tuya.
Tras esa avalancha de palabras envenenadas, ambos permanecieron en silencio. Parecía como si no se hubieran conocido jamás antes de ese instante. Eran auténticos extraños. Casi enemigos.
Al cabo, el niño consiguió articular una respuesta:
– Madre… Te odiaré toda mi vida.
La última mañana, antes de salir a trabajar, Gaspar se preocupó.
– Juan ha llorado toda la noche. ¿Qué le pasa, María?
– ¿Cómo quieres que lo sepa? Habrá tenido pesadillas o quizá le duelan las muelas. Si es eso, le pediré al barbero que me dé un ungüento para aliviarle. No te olvides la comida. Te he puesto olivas, tomate, un poco de aceite y pan.
– Mi hijo no es nada llorón. No lloraría tanto por un dolor de muelas. Además, me ha abrazado de una forma extraña. Pregúntale y trata de averiguar qué le ocurre, María.
Ya en el umbral, Gaspar seguía preocupado y se giró una última vez.
– ¿También se queda contigo hoy?
– Durante la mañana, como ayer. -María consiguió responder con indiferencia-. Te lo mandaré por la tarde. No te preocupes, pues.
Se pasó el resto de la mañana sermoneando a Juan sobre todo lo que debía recordar: su nuevo nombre, su nueva familia, su conducta durante el viaje, los documentos y las monedas cosidas en el dobladillo; la desconfianza que tenía que tener siempre, incluso y sobre todo hacia su acompañante.
– No bebas nunca vino y jamás confieses a nadie que eres de origen moro… incluso cuando la chica más bonita del reino de Italia te esté haciendo cosquillas en los pies.
Su broma cayó en saco roto. El niño seguía guardando silencio. María tosió, incómoda.
– Bueno… Cuando estés acomodado en Roma con el maestro grabador, busca la forma de dar señales de vida… Por ejemplo, con algún mercader que pase por estos lares, ¿de acuerdo?
Con los párpados obstinadamente bajos, Juan no abrió la boca en ningún momento. Luchando contra las ganas de abrazarlo, María le entregó un hatillo.
– Dile al maestro grabador que eres muy laborioso y que estás dispuesto a trabajar tanto tiempo como crea necesario. Dale un tercio de estas monedas si acepta tenerte en su taller, un poco más si no consigues convencerle de buenas a primeras. Sé muy respetuoso, hijo, y te respetarán.
– ¿Y cómo quieres que le hable a tu grabador? -espetó Juan abriendo la boca por primera vez en toda la mañana-. ¡Nadie me ha enseñado la lengua de los «romiscos»!
María se rió, su hijo había utilizado la palabra «romiscos» en lugar de «romanos». De repente, la mirada de la mujer embarazada se turbó y se deshizo en lágrimas. Le vinieron a la memoria un sinfín de palabras de su picaruelo, algunas sin sentido y otras enternecedoras. Cuando aún era un niño, a veces se sentía tan orgullosa que se las repetía a Clara con la seguridad de que la vieja comadre se encargaría de extenderlas por todo el pueblo. Giró la cabeza, se mordió los labios y se sumergió en la preparación de la cena de su hijo, la primera que comería sin ella desde que nació.
Como estaba previsto, el italiano apareció tras el ángelus del mediodía. Para no levantar sospechas, María le había ordenado a Juan que fuera al granero con su hatillo por un camino distinto al que ella tomaría.
«¡A veces las cosas más terribles ocurren con tanta sencillez!», pensó asustada mientras el hombre descendía de su montura. Juan se sobresaltó al reconocer a uno de los cómicos que le habían hecho morir de risa en la plaza del mercado. Frunció el ceño buscando alguna justificación en la cara pálida de su madre, pero tuvo que conformarse con el silencio. El veneciano parecía nervioso y escuchó distraídamente las últimas recomendaciones de la madre. Contó las monedas de la bolsa, puso semblante de duda y luego, con una mueca de satisfacción, volvió a subirse al caballo.
Enloquecida por la rapidez de los acontecimientos, María se agarró a la bota del jinete.
– Jura por la Virgen que cuidarás de él, Leone.
– No grites, cazzo di Cristo… ¡Las paredes oyen!
– ¡Júralo!
– ¿No confianza… en mí, tu amigo? Tu memoria es… floja…
Acentuó la alusión retocándose con dos dedos desenvueltos la punta del bigote. La mujer continuó observándolo con el mismo tormento.
– María… juro por la Madona, bella mia, que tu hijo… -Buscaba las palabras-… como mi hijo. ¿Contenta ahora?
Liberando con brusquedad su bota de la presa de la mujer, se dirigió hacia el niño y le tendió la mano. Juan, con el rostro desencajado de pánico, miró a su madre esperando aún que echara marcha atrás. Pero María no atendió su súplica. A pesar del sol, sintió mucho frío de repente, quizá de vergüenza.
– Vamos, joven viajero, sube… -se impacientó el jinete-. Nos queda mucho camino.
Cuando estuvo colocado en la silla junto al actor, Juan le espetó con amargura:
– Ahora ya te has librado de mí, madre. Pero ¿qué vas a hacer con el que tienes en tu vientre? ¿También lo enviarás a la otra punta del mundo?
El italiano lo reprobó con un «¡chist!». Lanzó un beso con la punta de los dedos a la campesina, cuyos labios intentaban articular algo sin conseguirlo. Luego, tensó la brida, dio un golpe de fusta a su montura y partió al galope.
Justo cuando el hombre y el niño desaparecieron de la vista, María, aún bajo los efectos de la última frase de Juan, se dio cuenta de que había olvidado besarle. Dejó de respirar tanto rato que creyó que iba a morir. Un largo y sostenido gemido le invadió el pecho.
«Eres una mala madre. ¿Cómo te va a recordar? Nunca más volverás a verlo… ¿Cómo te has atrevido a…?»
La pena parecía un animal agarrado a sus pulmones, que descendía hacia el vientre, debatiéndose con violencia para hallar salida. Las piernas no la sostenían.
Se encontró en cuclillas ante la entrada del granero. Poco a poco, el remordimiento y la pena se volvieron tan insoportables que tuvo que levantar los bajos de su vestido y defecar, como si con ese gesto excretara la mierda abyecta de su propia vida.
Medio desvanecida, recordó una historia que le contó su tía Lucía. Dos ángeles habían abierto el pecho del Enviado y le habían lavado el corazón con mucha nieve, para purificarlo, según la tradición, de las inmundicias inherentes a la existencia humana y aplicarle entre los hombros la marca de la profecía.
La mujer, que seguía sumergida en lágrimas y muerta de pesar, pensó que en su caso ni toda la nieve de las sierras de España sería suficiente para limpiar su corazón de mezquindad.
Durante un mes entero, del alba al crepúsculo, Gaspar recorrió los alrededores, primero con los vecinos del pueblo y luego en solitario, cuando estos se convencieron de que Juan había sido asesinado y enterrado o secuestrado por los gitanos ladrones de niños cuando acudía a ayudar a su padre.
Sin embargo, Gaspar siempre estuvo convencido del papel que su esposa había tenido en esa desaparición. Ella estaba tan abatida como él, pero por otras razones. Para María fue una sorpresa inmensa descubrir hasta qué punto el albañil se sentía unido a un hijo que en realidad no era suyo. Cuando no salía a recorrer los caminos persiguiendo el menor indicio, se quedaba postrado durante horas ante el umbral de la casa. El hombre no dejaba de lamentarse.
– Yo le habría enseñado el oficio, habría velado por él hasta que hubiera sido un hombre. Y, a cambio, Juan habría tenido hijos, nosotros los habríamos mimado y él hubiera velado por nuestros días de ancianos…
Corroída por la culpabilidad y el miedo de haber tomado una decisión funesta para su hijo, María terminó desarrollando una especie de afecto compensatorio hacia el desgraciado albañil. Le hablaba con palabras casi tiernas y lo mimaba con sus platos preferidos… Tal era su buena voluntad que llegó a propiciar momentos de contacto carnal, simulando el placer de los sentidos. Esta armonía duró hasta el parto.
Al llegar el momento, la mujer del zapatero, una vecina con la que se había peleado en una ocasión, se ofreció para asistirla en el parto. Aunque sorprendida por la repentina generosidad de aquella que hasta ese momento era una arpía a sus ojos, María no pudo rechazar una ayuda tan oportuna. El nacimiento tuvo lugar sin excesivas dificultades. El padre, si se sintió decepcionado por el sexo del bebé, no lo mostró. Al contrario: Gaspar se deshizo en elogios sobre la belleza de su hija cuando la comadrona se la entregó tras haberla lavado y vestido.
– Mi pequeña princesa es casi tan bonita como su madre, ¿verdad, vecina? -exclamó con una voz llena de orgullo a la mujer del zapatero.
María yacía sobre la cama con el rostro enrojecido por el esfuerzo; se sentía feliz como no lo había sido en mucho tiempo. Al oír la comparación puso semblante de protestar y tendió los brazos para abrazar al nuevo ser.
– Sí, tienes mucha razón, vecino Gaspar -replicó con una extraña voz la mujer del zapatero-. Es casi tan hermosa como su madre, que Dios la proteja mucho tiempo. ¿Has visto ese lunar justo en la comisura del ojo derecho? Dios mío, ¡cuántos hombres sucumbirán a sus encantos cuando sea mayor!
La matrona escrutó a Gaspar como si acabara de anunciar un hecho revelador.
– Pero… ¡tú no tienes un lunar en la cara, Gaspar! Ni tú tampoco, María, por lo que veo. Un lunar en ese lado es algo raro… Pero alguno se ha visto por estas tierras ya, ¿verdad? No es fácil olvidar a la gente que lo tiene, ¿no creéis?
Luego, alzando los hombros con una despreocupación exagerada ante ese hecho aparentemente insignificante, añadió:
– Seguro que alguno de vuestros antepasados se lo ha pasado. Dicen que estas cosas saltan alguna generación. ¡En España está todo tan mezclado ahora que no hay que preocuparse por eso!
Recogió alegremente sus útiles. Su jovialidad chocaba con la palidez reflejada en los rostros de los dos esposos.
– Me voy, me voy… ¡Debéis de tener tantas ganas de estar en familia! ¡Hasta pronto y que el cielo os proteja, queridos vecinos!
Habiendo depositado con pocas pero afiladas palabras el veneno de la sospecha, la víbora abandonó la casa con una sonrisa vengativa obteniendo, además de su revancha, el agradecimiento obligado de la mujer que acababa de parir y de su esposo.
Por entonces, a María le quedaban por vivir dieciséis años: catorce antes de ser detenida por la Santa Inquisición y dos en los calabozos de Valencia; desde allí sería enviada por oscuras razones de jurisdicción a Sevilla, donde ardería quedando reducida a cenizas.
Evidentemente, ella lo ignoraba, y ese día, cuando su marido le lanzó a la niña que berreaba de hambre y agarró el atizador, creyó que le había llegado la última hora.
Voy a mataros a las dos, a ti y a la bastarda. Eran ciertos… ¡esos rumores con el cura! Todo el pueblo debe de reírse a mis espaldas. ¡Puta, sigues siendo una ramera! ¿Cómo has podido… con lo bien que te he tratado?
El hombre estaba encendido por la ira y por la pena. La cara se le inflamó, tenía las venas del cuello a punto de estallarle. María jamás había visto así a su marido. Gritó de terror cuando levantó el atizador.
– ¡No, Gaspar! ¡Es hija tuya! Te lo juro por lo que más quieras. Mira… mira cómo se te parece…
Blandió el bebé como un arma frente al atizador.
– No la golpees, es tan débil… Y además es hija tuya, ¡te lo juro!
El brazo del albañil cedió. Aún jadeante, Gaspar dudó un momento antes de girarse y lanzar el atizador contra el armario en un ataque de rabia. Cuando se giró de nuevo hacia su esposa, tenía los ojos humedecidos.
– Hoy he perdido dos hijos -murmuró-. Y mi felicidad.
Escupió sobre su mujer, y no pudo evitar que una parte del escupitajo salpicara al bebé. Salió de la casa golpeando la puerta.
María se quedó mucho rato sin reaccionar, con la niña llorando en brazos. Al final, buscó un paño y empezó a limpiarle la carita. Luego se descubrió un pecho y se lo dio a su hija.
La recién nacida se puso a mamar con ganas. Le acarició con ternura la cabecita pelona. Y decidió que el mundo, su mundo se restringiría a partir de ahora a esa cosita pequeña.
– Te llamaré Catalina. Tu hermano ha tenido más suerte que tú, bonita. Eres una niña y no podré enviarte a ninguna parte. Tu vida será difícil, pero estate tranquila, hija, que la defenderé con la mía.
La mujer hablaba así al oído de su hija cuando de repente sonrió.
– Lo ves, tía Clara se equivocó y por ello murió. Predijo que serías un niño y que, si no, moriría antes de acabar ese mes.
Y rozando con un dedo el lunar que la pequeña lucía en la comisura del ojo, se dijo: «Dios mío, eres un bufón. Sabes bien que es hija de Gaspar. ¿Por qué la has hecho nacer con este lunar?».
Volvió a tomar el paño para limpiarse su propia cara… Pero finalmente suspiró, con una desesperación largamente contenida, y renunció a lavar el escupitajo.