Tercera parte

23

Sevilla, 1610

La mujer ha conseguido librarse de su hija. La que en vida fue conocida como la bella María, hace poco que ha quedado reducida a una masa informe de cenizas que varios hombres asqueados se apresuran a lanzar al vertedero.

«Perdóname, Catalina», se dice a sí misma en lo que ella ha decidido llamar su «cabeza» o su «cerebro», a falta de un nombre mejor. María necesita nuevas palabras para describir esta especie de no existencia en la que ella, sin embargo, está presente (como lo está una nube, el humo o la niebla). Pero no posee más que el pobre vocabulario que adquirió en su vida «auténtica»: fantasma, espíritu, espectro.

Aunque los remordimientos la carcomen, no soporta más esta espantosa intimidad con su hija, su amada Catalina, por la que ella se había dejado quemar por los turbios exaltados de la Inquisición. Ahora que se ha encontrado con ella y sus nubes se han unido, su hija lo sabe todo de ella: el más pequeño movimiento de su alma, el más pequeño recuerdo de su pasado. Y ella tampoco ignora nada de la corta existencia de su hija.

– Entonces, ¿me odiaste, Catalina? ¡Si durante toda mi vida no hice más que mimarte! -exclamó, estupefacta.

Pero desde el primer contacto se había dado cuenta de que ella conocía la respuesta o, mejor dicho, que la respuesta había penetrado en ella como un ladrón se cuela en una casa. Y la casa era ese imposible cuerpo algodonoso que ahora parecía constituirla.

– Sí, madre. A veces te odié desesperadamente porque no soportaba que la gente del pueblo te tratara como te trataron. ¡Te llamaban la ramera insaciable, madre! Y yo te quería tanto que me ahogaba al verte tan convencida dándoles la razón. Lloraba y te detestaba y luego volvía a amarte. Y a padre…, mi pobre padre, ¿por qué lo humillaste tanto?

La madre sonrió con ternura. Sabía perfectamente qué iba a decirle a continuación su hija, como si ella misma lo hubiera pensado.

– Pero ¿qué importa ahora el pasado? -añadió la hija-. Te quiero y tú me quieres, me quieres muchísimo, y eso me basta ahora. Y ahora es para… ¡para mucho tiempo!

Su voz (o más bien, una especie de flujo de comprensión entre esos absurdos vapores de los que estaban hechas) se volvió aún más triste.

– Aquí, en este instante, tú eres casi yo. Y yo soy casi tú… Es tan…

– … repugnante. -La prolongación de la frase no había parecido cambiar de interlocutor al pasar de una a otra «presencia»-. Es eso lo que querías decir, ¿verdad, hija? Esta repugnante mezcla en la que no conseguimos distinguirnos… Sí, ni siquiera yo sé dónde termino yo y dónde empiezas tú.

La muerta rió, desesperada.

– Es como si dos comidas distintas hubieran sido mezcladas por la misma cocinera torpe. El resultado es una papilla infecta: no consigues recordar ni el sabor del primer plato ni el del segundo. ¿Qué eres? ¿Sorbete de limón? ¿Y yo sopa de pescado? ¿Imaginas el resultado si nos hubieran vertido en el mismo recipiente?

– Madre, no te alejes… Es repugnante estar mezcladas, pero es mejor que…

María se dispuso a protestar: «Me estás haciendo mucho daño con tu pena, pequeña mía. Retírate de… de mí, ¡por el amor de Dios! ¡Cualquiera diría que me estás violando!».

Pero Catalina, ocupando la mínima parcela del ser de su madre, le suplicaba: «No me dejes sola. Es espantoso ser fantasma…».

– No puedo quedarme contigo, me ahogo en ti. Voy a olvidar quién soy… No quiero… Aún tengo un deber que cumplir… Tu hermano… Si no le aviso, él también morirá. Y antes, lo torturarán… como a mí.

Estuvo a punto de gritar, presa por primera vez de una cólera irreprimible hacia la que fue la perla de su antigua vida.

– ¡Déjame, hija mía! Aléjate de mí, no me aspires, me… ¡me estás matando! Así que esto es morir cuando se es… cuando se es como somos nosotras…

Luego, dominándose un poco, el fantasma había ordenado a la que fue su hija:

– Retráctate, mi vida, esconde tus garras. Me hieres tan profundamente… Así, así… Déjame respirar…

Las palabras «garras» y «respirar» eran tan ridículas…

Un sollozo irrumpió en aquella cuyas cenizas seguían humeando en la plaza.

– Incluso por ti, Catalina, no quiero morir una segunda vez sin recibir al menos unas explicaciones. Dame tiempo para comprender qué nos ha pasado.

La mujer quiso abandonar a su hija con una broma, pero su chiste se transformó en un gimoteo estridente.

– Esto no puede acabar así, doña Catalina. No hay ningún… ¡ningún maestro del más allá para dar la bienvenida a los recién llegados!


– Nos encontraremos aquí, Catalina, en el lugar donde he ardido. No temas, ¡jamás olvidaré este sitio! -María hizo un juramento al islote de sufrimiento en el que se había convertido su hija. Y tuvo tiempo de añadir-: Es el lugar en el que he nacido de nuevo, la cuna de mis cenizas. Lo inconcebible en este asunto es, paloma mía, que tú, a quien di a luz, hayas podido verme nacer.

Ante el angustiado pesar de su hija, la madre se aproximó de nuevo a ella (cuando estaban vivas, a María le encantaba hacerle olvidar sus pequeñas penas acariciándole su bonito cabello). Pero tuvo que retraerse ante la inmediata sensación de ahogo.

– Tengo tanto por hacer… Pero tú ya lo sabes; no podemos escondernos nada, ¿verdad?

Catalina no era más que una silueta brumosa cuando María concibió su último pensamiento para ella.

– Tenemos tanto tiempo por delante, florecilla mía.

María se halla ahora junto al río, invadida por la desasosegante sensación de haber abandonado a su hija. Aún recuerda que esta quería advertirle de algo: «Cuidado con… ¡con ellos, madre! No dejes que te…».

No había oído el final. ¿A qué se referiría Catalina? Ellos, ¿quiénes? ¿Y no dejarles hacer qué?

María ignora cómo se ha desplazado y por qué se halla junto al agua. Pero, cuando vivía, ¿acaso se preguntaba cómo pensaba, cómo caminaba, cómo sentía tal o cual sentimiento? «No, por supuesto», se dijo, sorprendida por su falta de curiosidad. Se contentaba con querer tal o cual cosa de su cuerpo y, por lo general, eso bastaba para que el cuerpo se le sometiera.

«Bueno -se dijo con una especie de resignación-, ya verás, María, cómo te acostumbras. Un poco de eternidad de esta existencia de humo y nada te parecerá más natural que ser un espectro. En el fondo, ¿qué hay más extravagante que palpitar de vida en un odre de carne sujeto por unos bastoncillos de hueso? El ser humano no tiene nada que ver con la robustez de las rocas…, y en cambio, nos parecemos tanto al ridículo pollo o al gorrino, que se pasan la vida comiendo, meando y cagando… ¡Y bien que te gustaban, puesto que te los comías!»

La vieja voz aleccionadora estaba ahíta de tristeza.

«Y mientras, hermosa quemada, vive esa… vamos a llamarla "vida" sin renegar. Pero mira, por más que tus asesinos te hayan torturado y te hayan negado hasta la misericordia del estrangulamiento, al menos has obtenido una satisfacción: ¡has vuelto a tu querida Sevilla!»

«¿Querida? ¿Estás segura?»

María sumerge los pies en el agua -así es como ella quiere verlo- que solo puede ser la del Guadalquivir. Ese río presenció cómo su vida de jovencita se truncaba con la aparición de tres hombres, motivo de su desgracia: Bartolomé, Lorenzo y don Miguel. Y todo por culpa de esos miserables cuentos de verdaderos y falsos dioses que llenaron su vida de sangre.

«Dios… Pero ¿cuál? -se pregunta como tantas otras veces-. ¿El Alá de los moriscos, derrotados y resignados como corderos de camino al matadero, o el Jesús de los cristianos viejos, tan arrogantes como el matarife que degüella esos mismos corderos?»

Y escupe su primera blasfemia de muerta: «¡Que os den a todos por culo, cobardes!».

No sabe a quién ha insultado: a ambos dioses, a las dos comunidades o a todo el mundo. Supura amargura: esta agitación de varios siglos, este desgarramiento de su España, las súplicas, los asesinatos, la tortura que ella misma ha sufrido… Todo para llegar a este… ¿a este vacío?

«Voy a agonizar toda la eternidad sin perdón, ¿verdad? En realidad, no hay… ¿Secreto?»

Suplica: «Señor, ¡sálvame de esta condena!».

Pero rápidamente se enfada por haber sido tan ingenua. «Es como pedir a un caballo castrado que preñe a una yegua.» E intenta rematarlo sin éxito escupiendo su desprecio en el agua.

Busca una piedra para lanzarla al río (cuando era niña, le encantaba hacer saltar las piedras sobre la superficie del agua), pero tiene que renunciar. Debe hacerse a la idea de que está muerta para siempre, no puede querer influir en el mundo material. Pero es difícil sintiendo como siente retazos de sensaciones, como los amputados que se quejan del dolor en el miembro ausente.

Piensa que, en su caso, el miembro amputado es su vida entera. Quizá si sigue esta siniestra comedia pronto tendrá ganas de ir a defecar en la gran plaza del tormento.

Contempla el agua del río, tan inaccesible que parece que esté en el extremo opuesto del mundo. Una bola de plumas, seguramente un martín pescador, roza la superficie. Va en busca de un pez, que se le escapa una, dos veces. A la tercera va la vencida.

– Ya ves, pececillo, tú también estás muerto y no eres culpable de nada, ¡y mucho menos de herejía! ¿En qué vas a convertirte? ¿En un duendecillo con aletas?

María capta la aparición de un halo sobre el río. ¿El alma del pez? Quizá hay algo más, pero no logra distinguirlo.

«La muerte es caprichosa y desalmada», refunfuña la hija del ebanista. Tiene la sensación de que la guadaña solo está allí para hacerle echar de menos la vida, asegurándose además de mostrarla ridícula.

«Nada existe excepto nuestra hambre de existir a toda costa», parece adivinar repentinamente la mujer-espíritu. Inmenso como la superchería que acaba de descubrir, el sufrimiento de la existencia crece en ella. Esa tristeza, tan familiar a todo ser vivo, parece tan extraña en este universo que tendría que ser el de la serenidad prometida o, como mínimo, el de la nada eterna…

¿La nada?

La duda le llena el cuerpo nebuloso. ¿Por qué sigue allí, aún casi viva, llena de codicia, atenta a no dejarse rozar por los innumerables espectros que yerran por Sevilla?

Aún casi viva y, sin embargo, muerta. Y pensando solo en salvar a su hijo de esta muerte envilecedora y encontrar después, quizá para vengarse, a quienes tanto mal le hicieron.


En aquel principio de siglo, tan lleno de mentiras y crímenes como todos los anteriores, se puso en marcha la maquinaria de deportación de los moriscos españoles. María lo recuerda y es como si toda su vida le pasara por delante, como un manuscrito cuyas páginas pudieran leerse simultáneamente, esparcidas sobre la superficie del tiempo.

El recuerdo no sigue una línea temporal, sino que aparece como disperso sobre una mesa donde todo estuviera al alcance de la mano, sin orden cronológico: los últimos capítulos, con su martirio; los primeros, con su llegada al mundo e, igual de accesibles, las múltiples fases de su existencia terrestre.

Junto a María pasan muchos castellanos vivos; algunos de ellos regresan de la plaza de la hoguera. Hablan en voz alta y, a veces, se ríen. No la ven, por supuesto, y ella los distingue mal, como si hubiera una neblina perpetua en esa maldita ciudad. Apenas logra contener su rabia, y se da cuenta de que ello puede dispersarla como polen al viento. ¿Por qué esos sucios espectadores, tan felices por su trágica muerte, disfrutan aún de ese increíble regalo que es la vida?

Revive sus recuerdos más queridos, demasiado precisos, demasiado numerosos. Cada uno es como una puñalada, porque sabe que los ha perdido para siempre. Ahora comprende mejor la pena de la pequeña Catalina porque, de repente, no aguanta más: necesita desesperadamente desaparecer, convertirse en nada para no seguir soportando esa pena corrosiva de haber muerto demasiado temprano, antes de haber vivido más, antes de haber vivido mejor.

Con horror constata que el verdugo no es nada comparado con este calvario; el fuego, a fin de cuentas, solo dura un instante. Su vida se le aparece de golpe en su penosa realidad: un fracaso estrepitoso, un conjunto de contratiempos y sinsabores desvinculados, la mayoría de ellos mediocres, escasos tanto en bondad como en amor.

Y no puede volver atrás, no puede rectificar nada de la sordidez de esa pila de años, poco más de cuarenta, que le fuera concedida para vivir.

Entonces, ¿por qué ha vivido? Recuerda una extraña frase del alfaquí que le enseñó a descifrar la algarabía: «El principal trabajo del alma es mejorar el universo». ¿De qué universo hablaba, ese mesías muerto de miedo?

Hubiera querido llorar, como antes, pero las nubes se le adelantan. Empieza a llover con fuerza. Todos echan a correr, y algunos elevan cómicamente la parte trasera de su capa para cubrirse la cabeza. La que fuera la hermosa María estalla de risa sin realmente tener ganas: ¡por un momento, ella también ha pensado en buscar refugio! La vence una áspera melancolía: ¿durante cuánto tiempo sentirá esas engañosas y deliciosas reminiscencias del mundo del otro lado?

«Vamos, criatura -se anima a sí misma-, no intentes comprenderlo todo. Un poco de memez protege el cerebro. Encuentra a tu hijo y ayúdalo a no cometer un error irreparable. Sírvete de tu mejor arte para protegerlo: ¡tu propia maldad! Tendrás todo el tiempo del mundo para lamentarte después…»

«Pero ¿cómo he llegado hasta aquí? No nací para esto…», se pregunta, estupefacta mientras estira sus piernas de fantasma como si fueran de carne y hueso.

María la muerta empieza a andar. Sabe más o menos adónde debe dirigirse. Quizá no hallará a la primera el punto en que su vida se bifurcó, Sevilla ha cambiado mucho desde su huida.

Pero una especie de intuición le asegura que acabará dando con él.

Sí, ¿cómo ha llegado hasta aquí? La pregunta la tortura mientras camina río arriba. Hace latir su nube como un corazón extraño, un órgano sin sustancia y, aun así, devastado. Ahora siente una pena enorme por la adolescente que fue, esa joven obstinada que aún tenía toda la vida por delante. Es cierto, por entonces el tiempo había soltado ya tras ella su jauría de perros, pero la fugitiva no sabía hasta qué punto.

«Ay, pequeña, ¿por qué las cosas transcurrieron así? Podríamos habernos salvado un poco, tú y yo, mi infancia y mi vejez…»

El recuerdo es tan palpable, la amargura del fracaso de su vida tan insoportable, que el espectro exclama:

– ¡No tendría por qué haber sido así! Cómo me habría gustado poder advertirte antes de que… antes de que…

Se calló bruscamente, consciente de la estupidez de su deseo.

24

Juan regresó a la posada. Desde la puerta, se quedó aturdido contemplando la bolsa con las herramientas de su oficio. Su madre quiso que se hiciera grabador sin saber demasiado bien qué significaba ese término. La campesina a la que acababan de quemar aseguraba que un grabado bien hecho «cantaba». Nunca supo de dónde sacó su madre esa expresión, pues ningún grabador la había pronunciado nunca ante él. Pero Juan sí. Él siempre la empleó, suplicando en su interior: «Canta, pequeño cobre, ¡canta!», cuando el dibujo, tan limpio en su cabeza, se negaba a aparecer en la punta del buril que trabajaba la superficie cubierta de barniz blando.

Juan permanecía en pie, pasmado, como un animal privado de entendimiento. Acababa de asistir a la misa por la muerte de su madre. No sabía qué hacer ahora que solo quedaban trizas negruzcas de aquella a quien amó en vida, a pesar de la ausencia, a pesar del rencor.

Ella lo expulsó de su casa tras robarle el padre, el nombre y la patria. El comediante a quien había encargado velar por él le robó las monedas que ella misma había escondido en el dobladillo de su jubón. Pero, en un gesto de honradez bastante paradójico, lo condujo hasta el final del viaje previsto en el trato y no lo abandonó hasta llegar ante la puerta del taller del maestro grabador (eso sí, hambriento y sin un maravedí).

El maestro era un viejo impaciente fácilmente irritable. Tomándolo por un mendigo, llamó a uno de sus obreros para que se deshiciera del pequeño sucio y desconocido que no sabía ni hablar italiano. El niño extranjero gritó entonces un puñado de palabras en latín, los escasos términos que le había enseñado el viejo cura, a la par que luchaba por escapar de los tortazos del obrero.

– ¿Te defiendes en latín, pedazo de engendro?

Había conseguido despertar el interés del maestro grabador.

Muerto de miedo, Juan le tendió los documentos que su madre le ordenó proteger como si de su propia vida se tratara.

Habían pasado muchos años desde entonces. El maestro grabador sintió pena por él y lo admitió a su servicio, mitad esclavo, mitad aprendiz. Ese niño tímido y torpe acabó aprendiendo, a base de vejaciones, a hablar en italiano… y el oficio de grabador.

La habitación de la pensión estaba fría. En aquella época del año, Sevilla era gélida. El niño, ya adulto, podría haber llamado a la sirvienta para que le trajera un brasero. Pero no. Juan tenía la cabeza, la nariz y la boca llenas de pena, y esta posee un sabor y un olor abominables. Y Juan no quería que la sirvienta lo descubriera. Además, seguía consternado por la increíble alucinación que por un momento le había hecho creer que su pobre madre muerta se le había agarrado a la espalda. Se tocó la frente. No, no tenía fiebre. Pero quizá hubiera males más profundos que una simple fiebre.

Como un hormigueo de larvas bajo la cabeza, le volvió a la memoria la larga conversación que mantuvo con el tabernero cristiano viejo del pueblo de su madre. El hombre sabía todo lo que había sucedido en el pueblo en el último cuarto de siglo: nacimientos, bautismos, adulterios, peleas… tanto entre cristianos viejos como entre proscritos.

– ¡Los cardenales Vino y Cerveza son mejores confesores que Su Santidad el Papa en persona! -bromeó.

El tabernero confesó que le impresionaba el silencio del pueblo, ahora que habían desaparecido tres cuartos de su población. Pero no dejó de elogiar la sabiduría del soberano, que por fin había tomado la decisión que Dios le insuflaba desde hacía tanto tiempo.

– Esos condenados moriscos no se hacían ni monjes ni soldados, no ponían en riesgo su vida de mierda ni viajando a las Indias, ni enrolándose en las guerras por la grandeza de España. Se limitaban a malvivir en sus refugios, a criar tantos hijos como les mandaba la madre naturaleza y a trabajar duro gastando lo menos posible. La moneda más virtuosa, en cuanto caía en sus manos, estaba condenada a la prisión perpetua. Esa gente pululaba como ratas en una quesería y, sin la decisión de nuestro buen rey Felipe, pronto nos hubieran suplantado en nuestra propia tierra.

El tabernero ya solo deseaba que nuevos bebedores, esta vez auténticos bautizados, sustituyeran rápidamente a los antiguos clientes, esos circuncidados que, a pesar de los mandatos de su quisquilloso Alá, se enjuagaban bien el gaznate con alcohol. Porque si no había comercio, también él se encontraría pronto en la ruina y tendría que abandonar el pueblo.

– ¡Eso sería realmente injusto! Y no es, en absoluto, la voluntad de nuestro soberano… -se lamentó, inquieto.

El individuo, que a esas alturas de la conversación estaba prácticamente borracho, evocó el recuerdo de la mujer más hermosa del pueblo.

– Ah, sí, la bella María, la esposa de ese desgraciado albañil… ¿Vos también oísteis hablar de ella? Pero ¿cómo es posible?… Cuántos corazones rompió… Si la hubierais conocido antes de que se la llevaran, señor licenciado…

Juan había pasado una noche en el pueblo. Se había presentado como un artesano grabador mandado por un impresor de Madrid para realizar grabados de la naturaleza de las regiones por fin liberadas de moriscos por decreto real. El editor quería publicar una obra llena de anécdotas e ilustraciones que, según esperaba, edificaría a las generaciones futuras sobre la justicia del acto de fe de Su Majestad. Para ganarse al tabernero y hacerle hablar, Juan le había propuesto ejecutar su retrato, con la promesa de incluirlo en la futura obra. Mientras posaba, el dueño del garito se había prodigado en lamentos.

Según él, siempre son los mismos buitres de la nobleza los que se beneficiaban. Los señores censatarios se habían adueñado no solo de las propiedades de sus antiguos vasallos, sino también de las mujeres y los hijos de los moriscos asesinados por rebelarse contra el destierro.

– A mí también me hubiera gustado recibir uno o dos de esos muchachos como esclavos y, por qué no, ¡una hermosa y gordita criada gratis para ayudarme con la taberna!

Algunos arcabuceros se paseaban por el pueblo por si algún morisco huido se aventuraba a bajar de las montañas en busca de alimento en las casas abandonadas. Los soldados, nerviosos, se habían negado a que el grabador se paseara por la parte morisca del pueblo. Un oficial le había exigido la documentación identificatoria.

– Tenéis un extraño acento para ser español, señor Juan Cortés. Volved a Madrid; aquí los caminos no son seguros para nadie. Sois un extranjero en estos lares, y de extranjero a sospechoso solo hay un paso. En estos momentos de tensión, no sería difícil que os dieran un mal golpe si os toman por un espía o por un saqueador… -Y tras el aviso, le devolvió el falso documento que años antes su madre había hecho redactar a cambio de tantos sacrificios.

Después de aquello, Juan se marchó con la rapidez de una liebre sin poder ver la casa familiar. ¿La habrían saqueado? ¿Qué nuevos propietarios la habrían violado? Y, pregunta ridícula que atizaba su desesperación: ¿qué quedaría de su cama de niño y de los juguetes que Gaspar, su padre, le había construido?


El hijo de María acalló con un lamento apagado aquellos pensamientos. No podía desconcentrarse. Debía ponerse a trabajar antes de que el cerebro se le oscureciera y sus ojos olvidaran.

Haciendo acopio de todas sus fuerzas, abrió el zurrón de herramientas y las colocó con cuidado sobre la mesa que la criada había montado a cambio de unas monedas. La plancha de cobre, ya barnizada y ennegrecida la noche anterior; los buriles de todos los tamaños, un pincel de pelo de cabra para barrer los restos de barniz; el cojín donde se apoya la plancha durante el proceso del grabado. Faltaba el chasis de papel que se coloca entre la mesa y el bastidor, pero podía prescindir de él por esta vez; la luz gris del exterior no se reflejaría demasiado sobre el metal.

Tras abandonar el pueblo, se dirigió hacia Valencia. Llegó allí al día siguiente del descuartizamiento de una decena de rebeldes, entre ellos su cabecilla, un zapatero que se había proclamado rey de los moriscos de Aragón y que había sido traicionado por un sobrino. Los restos del «monarca» fueron cubiertos con sal, paseados por las calles de la ciudad en medio de burlas y, por último, abandonados a las ratas y los perros a la entrada de la morería ya desierta.

En el puerto, Juan oyó escenas desgarradoras de la marcha de los moriscos. Iban escoltados por soldados, maniatados con cuerdas, despreciados por el pueblo que les lanzaba piedras y excrementos… Eran tan numerosos que las galeras reales y los barcos de la flota oceánica no bastaron y hubo que fletar a toda prisa barcos de transporte procedentes del resto de la cristiandad. Muchos de los deportados murieron antes de llegar a su destino debido a las tormentas y a los capitanes de los barcos, que los tiraban por la borda sin miramientos para acortar el peligroso viaje. Un marino procedente de Marsella le contó que el mar escupía tantos ahogados a las playas que los pescadores de la región habían bautizado a las sardinas más grandes con el sobrenombre de «valencianas». Es más, durante un tiempo se negaron a consumirlas, convencidos de que estaban alimentándose con carne humana.

– Lo peor -añadió a medio camino entre la risa y el espanto- es que cuando los moriscos desembarcan en África, los moros los toman por auténticos cristianos, les roban y los matan.


El grabador tomó el buril, y colocó el cobre sobre el cojín. Permaneció un largo instante asomado al barniz aún virgen, con el rostro compungido y el labio algo tembloroso. Podría creerse que estaba pensando, pero no era así. O quizá buscaba sin saberlo la forma de expiar el pecado de estar aún en este mundo cuando su madre acababa de morir ante él, sin que su apático hijo hubiera hecho nada para evitarle ese infierno.

El tabernero chismoso le había contado que la esposa del albañil, a pesar de su perversidad, había sido muy desgraciada. Unos gitanos habían secuestrado a su hijo y unos doce años más tarde, su hija había muerto de un mal extraño.

– Extranjero, tengo que deciros que jamás tuve suerte con esa diablesa -confesó, rascándose el pelo-. Creo que me arrepentiré toda mi vida. María escogía a quien quería, fuera el más feo o el más hermoso, siguiendo razones que solo ella conocía. Que Dios me perdone por decir esto de una morisca, pero esa mujer, en el fondo, se parecía a la Divina Providencia que elige a sus preferidos sin necesidad de justificarse. ¡Y no es que me faltaran ganas de pecar con esa ramera! Era tan hermosa… Pero mi mujer no me quitaba el ojo de encima. Y ahora, amigo, no sabéis lo que daría por haberlo hecho… ¡Incluso estaría dispuesto a pagarlo con jarabe de palo en el infierno! -concluyó con tono melancólico.

Bebió una jarra entera de vino a cuenta del visitante y, tras un silencio, prosiguió.

– El asno de su marido tampoco tuvo mejor suerte. Era un buen hombre, incluso siendo hereje. Durante mucho tiempo fue el tipo más cornudo de la zona, pero al final, su cabeza y su corazón estallaron. Cuando murió su hija, vino a la taberna y bebió durante todo el día. Luego fue a la plaza mayor y gritó que no guardaría luto por una hija que no era suya; que sería hija de quien quisiera considerarla como tal, pero no suya. La prueba, según él, era que la muerta poseía un lunar en lo alto de la mejilla que él no tenía. Después de aquello, la mujer hizo lo que hizo y su marido, preso de la ira, la denunció a la Inquisición. ¡Ese imbécil la denunció porque no podía seguir amándola en un perpetuo deshonor! Pero estoy seguro de que sin las extrañas circunstancias que rodearon la muerte de la niña, el albañil hubiera seguido soportando la humillación hasta su último día.

El tabernero, un hombre de nariz grande, con mejillas surcadas de venillas, que olía a vino y sudor, se aclaró la garganta.

– ¿Sabéis? A mí nunca me han gustado los moriscos, pero esta historia entristeció al pueblo durante meses, tanto a moriscos como a los demás. Porque ese cretino amaba a su esposa ciega y apasionadamente. De un amor de estas dimensiones, uno se ríe porque es grotesco, pero siempre impresiona e incluso da miedo y hasta celos.

Quizá fuera porque ya había bebido más de una jarra, pero de repente el tabernero se ensombreció.

– Vos no sois de aquí. Por eso puedo contaros lo siguiente, incluso si parece un sacrilegio. No estoy sugiriendo ni por asomo que nuestro rey se haya equivocado… ¡Los reyes saben siempre más que sus súbditos! Y los moriscos, todo el mundo lo sabe, son un pueblo ladino, aliado de nuestros peores enemigos de Argel y Fez, pero mirad… Creo que, en el fondo, me da pena que esa gente se haya ido. Sin ellos el pueblo está como muerto. Me doy cuenta de que los echo de menos.

Su mujer irrumpió en la estancia con un barreño de agua lanzándole una mirada de espanto. El marido, ruborizándose de golpe, farfulló, forzando un tono despreocupado:

– Pues claro, querida. ¿A ver a quién vamos a culpar ahora los días en que nos vaya mal…?


Durante dos largas horas, Juan volteó la plancha sobre el cojín y ejecutó trazos sobre el barniz. Creía dibujar el perfil, las sombras, las partes planas del rostro de su madre, entrevistas por última vez sobre la hoguera. Quería superar la traición de su memoria y cumplir la promesa que se hizo en Roma de grabar para la eternidad los rasgos de esa mujer. Habían sido menester varios años de aprendizaje para ejecutar un grabado completo, y cuando por fin fue capaz de ello, el tiempo había devorado caníbalmente lo que quedaba en él de la infancia y de la adolescencia, ensombreciendo el recuerdo del rostro de su madre.

El grabador contemplaba el resultado. Invertido, por supuesto. O al menos lo intentaba, porque para terminar el trabajo sería necesario tratar la plancha al aguafuerte e imprimirla después sobre una hoja previamente tintada. Pero esa parte se haría en un taller y era la que le interesaba menos, de momento.

Picoteó un chusco de pan mojado en aceite de nabo y bebió un poco de vino. Llovía a cántaros. El agua debía de estar anegando las cenizas de la hoguera. «Demasiado tarde», pensó.

Extrajo de la bolsa unas botellas de agua fuerte y el cuenco rectangular para verter el famoso líquido. Con gestos precisos, sin expresividad en los ojos, cubrió la plancha con el ácido.

El producto mordió el cobre descubierto por los surcos excavados en el barniz. El hombre se inclinó para examinar con atención la plancha a través del líquido nitroso y comprendió que había fracasado en su empresa.

«Canta, canta, cobre mío…», habría querido implorar. Pero el cobre no puede cantar más que lo que el hombre descifra sobre él.

Un sollozo de desesperación invadió al grabador. Había hecho un juramento. Intentó luchar contra el lamento estúpido que ascendía por su garganta, agrio como un vómito.

El retrato del dibujo era bonito, demostraba que tenía oficio. Pero no era el de su madre.

El rostro de su madre se había perdido para siempre. Él, que hubiera tenido que verlo, no lo había visto lo suficiente. De su recuerdo de esa mañana, no le quedaban más que las llamas de la hoguera. Y la mirada de la torturada, llena de espanto, pero sin ningún trazo que reflejar sobre la plancha.

De repente, el grabador huérfano metió una mano dentro del cuenco del agua fuerte. Al principio no sintió nada, excepto un líquido demasiado frío; luego, un dolor fulgurante le desgarró la mano como un dogo furioso clavándole infinidad de colmillos.

El hombre, resistiendo, dejó escapar un gemido sordo. Pero apenas había tenido tiempo para pensar «Madre, te he traicionado» cuando su cuerpo, fuera de control, sacó la mano del cuenco. La piel de los dedos se le había retirado, como las escamas bajo el rascador de una pescadera.

«¡Siempre tan cobarde, Juan! -Desde un rincón de su alma al que no había llegado aún la oleada del sufrimiento, una voz tuvo tiempo de burlarse-: ¿Por qué haces trampas castigándote la mano inútil? ¿Por qué no la otra, la única buena, la mano con la que dibujas?»


El fantasma había perdido el rastro de su hijo, de la misma manera que de vez en cuando perdía la conciencia de ser. A veces solo era una nube a punto de desaparecer y únicamente un esfuerzo de su espíritu impedía que se evaporara. Se dio cuenta de que en su nuevo estado era un cúmulo de incapacidades: perdía el camino con facilidad, le costaba recordar el plano de la ciudad, su vida estaba debilitada por una especie de neblina permanente… y su razón era tan mediocre como antes. La muerte, decididamente no la había mejorado. El único camino que el fantasma de María habría sabido encontrar sin problemas era el que conducía al lugar donde ella murió.

Quizá fuera una cualidad particular de los espectros: no olvidar el lugar donde habían nacido una segunda vez. «¡Maldito nacimiento!», protestó, siempre con la misma repugnancia. Por el momento no quería volver atrás; su hija estaba allí esperándola para fusionarse con ella, y su tristeza era tal que temía no saber resistirse.

Su otro hijo, el Vivo, estaba en algún lugar de Sevilla, dispuesto a cometer un acto que precipitaría su muerte. Él ignoraba que a causa de la vileza de su madre otros seres humanos quizá lo estuvieran esperando para darle muerte sin dudarlo.

«¡No mueras, hijo mío! La muerte no es el descanso, ¡es peor que la vida!», habría querido gritarle.

Pero ¿cómo hablarle a un Vivo sin aterrorizarle? El fantasma sabía que cuando ella era de carne y hueso habría defecado de terror si un espíritu hubiera venido a hablarle. Casi sonrió: de hecho, su medroso corazón habría dejado de latir mientras que su culo humano habría seguido defecando.

«Cuando estabas conmigo, no te hice feliz, pequeño Juan. Ahora eres mayor y tampoco eres feliz. ¡Cuánto debes de odiarme! Qué daría yo por poder abrazarte… ¿Dónde estás, hijo?»

Había anochecido. A pesar de la lluvia, se distinguían puntos de claridad en el cielo, estrellas con un minúsculo halo de luz debido a la humedad. Su corazón ardía de pena. Quizá las estrellas también fueran eso: una multitud de penas ancladas en el cielo, miles de hogueras eternas alimentadas por la nostalgia de haber vivido.

El espíritu se tensó como un lobo que ha recuperado de repente el olor perdido de una presa. Un recuerdo acababa de asaltarla: el lugar donde ella durmió varios cientos de noches malditas. Y luego, el lugar en el que ella pasó una sola, única y maldita noche…

Bartolomé. Don Miguel. El primero, asesinado con sus manos. El segundo, probablemente muerto de vejez. ¿Qué edad debía de tener mientras ella estuvo allí? ¿Cuarenta, cincuenta años? Y ahora, ¿cuántos?

¿Estaban todos muertos, entonces? Víctimas y culpables, ¿todos iguales ante la nada por los siglos de los siglos venideros?

La rabia embargó al espíritu. Rabia y sufrimiento. ¿No había, entonces, venganza posible, esperanza de paz… en ese mundo-foso común? ¿Un espíritu no podía vengarse de otro? ¿Era el tiempo solo una ofensa sin remisión ni fin?

Se llevó la mano a la boca e intentó apresar su lengua; sabía que era un gesto estúpido porque en realidad nada era ya real y todo carecía de importancia. Se sorprendió lamentándose de nuevo: ¿quién iba a devolverle su lengua de carne y las palabras que esta formaba con tanta ebriedad, las bromas y los insultos?

«Has perdido la lengua por tu propia voluntad, recuérdalo, pero no solo has perdido ese pedazo de carne rosa, María. El resto ha sido quemado, ¿recuerdas? Y no es culpa de Bartolomé o de don Miguel, lo sabes bien. ¿Por qué odias menos a Gaspar que a los otros dos? ¿Y a la docena de vecinos, moriscos la mayoría de ellos, que se unieron con alegría a la denuncia de tu marido? La pena te hace perder la razón. ¡No has cambiado, demonios!»

Para no pensar más, el espíritu se puso a correr. O mejor dicho, a pensar en la sensación que le procuraba el deseo de correr.

La posada del asesinato no estaba lejos del río, a medio camino entre el lugar donde acababa de «nacer» y la catedral. La casa de ese perro de don Miguel quedaba un poco más al este, muy cerca de la catedral…

Allí donde Juan no debía ir por nada del mundo.


María había sobrevolado una buena parte de la villa. Era la realización de uno de sus sueños más bonitos: ¡volar como un pájaro! También había podido cumplir otro sueño absurdo que jamás confesó a nadie: entrar sin ser vista en las casas y observar tranquilamente la vida de sus ocupantes, incluso sus momentos más íntimos. Pero ni siquiera esas recientes facultades consiguieron agrietar en lo más mínimo la muralla de desesperación que se levantaba en su interior. Renunciaría en ese momento a todo a cambio de una hora de su antigua existencia, por más angosta y carente de magia que fuera.

Debido a los preparativos de la expulsión, había soldados por doquier, agrupados en campamentos provisionales, sobre todo alrededor del gueto de moriscos. La mayoría de ellos había sucumbido al sueño, protegidos por centinelas bostezantes. El día había sido largo y alegre gracias al vino que el ayuntamiento regaló para celebrar la decisión real de erradicar la mala hierba de tierras de España. Los gritos de «Santiago y cierra, España» y «Una fe, una sangre, un rey» no dejaban de oírse durante aquellos días. Ahora los soldados, despiertos o dormidos, soñaban con los pillajes prometidos que redondearían sus magros ingresos.

Sin haberlo planeado, María se acercó a la morería, pero rápidamente se alejó de ella. Había demasiada pena en el reducto morisco. A pesar de la noche, la gente estaba reunida en las calles; los hombres estaban derrotados, algunos lloraban. Las mujeres, manifestando más abiertamente su pena, no dudaban en arañarse la cara gritando que Dios las había abandonado y que preferirían morir allí que dejar el país de sus antepasados. Algunos niños, aún despiertos a pesar de la hora, lloraban junto a sus padres. Otros, los más jóvenes, jugaban a pillar. Uno de ellos recibió una torta de su madre, que le recriminó no comprender la gravedad del momento ni que al día siguiente ya no tendrían ni techo ni patria. El granujilla protestó y, de repente, su madre estalló en lágrimas. Desamparado, el hijo la abrazó y sus hombros se unieron al movimiento del llanto.

«¡Qué estúpidos sois los que os lamentáis! Huid, sed cobardes si hace falta, pero conservad la vida. No hay nada más valioso, creedme…», refunfuñó María con repentino rencor.

A su pesar, la invadió una piedad abyecta y fangosa hacia los que se quedaban, compañeros en la desgracia. De estar viva, la habría descrito como pus saliendo de su corazón y arena obstruyendo su garganta, todo al mismo tiempo. Decidió seguir río arriba para alejarse de aquellos humanos quejumbrosos.

La noche era de una negrura absoluta, apenas quebrada por el resplandor de las escasas velas que se consumían en las hornacinas que protegían la estatuilla de algún santo. Mendigos, vagabundos, familias enteras dormían en las calles, por los rincones, en las callejuelas de la miserable y magnífica Sevilla. Esos pordioseros no sabían que a su lado pululaba un pueblo invisible, aún más penoso que ellos mismos. María se cruzó con espectros en los lugares más inesperados: al pie de una estatua, subidos a una rama, entre un montón de basura, aplastados contra el suelo… Ese rebaño de sombras parecía ser más numeroso que el de los humanos de la ciudad.

Probablemente los espectros también la veían a ella. Sin embargo, ninguno emitió señal alguna hacia ella o hacia otros fantasmas; los contornos de algunos se encogieron cuando hizo amago de rozarlos. Todos desprendían una impresión de soledad y de amargura más insondable que la que ascendía del gueto de moriscos.

Le resultó muy fácil dar con la posada. La propia María no se lo explicaba; había sido incapaz de seguir a su hijo y sin embargo había reconocido de inmediato ese gran edificio junto al Guadalquivir. Como si alguien la guiara a través del dédalo de callejuelas de la ciudad. Pero fue allí, no cabía duda. En la planta superior de aquella construcción bastante fea un día había apuñalado a un ser humano.

Sabía que debería haber acudido primero a casa de don Miguel para esperar la llegada de su hijo. Cuando la torturaron, había chillado como una cerda degollada. No recordaba exactamente qué había confesado. Citó el nombre de Bartolomé, seguro… pero ¿habló de don Miguel? Sí, quizá… ¿Y de los papeles falsos de su hijo? No lo sabía…

Cómo los odiaba… Habían hecho de ella poco más que un ratón moribundo bajo los dientes de un gato.

Miró la fachada de la posada de su desgracia. Se promete a sí misma no quedarse más de un instante. Justo el tiempo de…

La arrebató la misma rabia contra el pasado y volvió a sentir amargamente su absoluta impotencia como espectro. ¡Cómo se parecía aquel mundo al que había abandonado, por su mezquindad y por las pocas explicaciones que proporcionaba a quienes se veían condenados a soportarlo!

Entró en el edificio. La decoración apenas había cambiado; la mesa central era más grande, quizá había más sillas. Si hubiera tenido nariz, habría agudizado el olfato, pero aun sin ella adivinó que un olor pestilente debía de desprenderse de aquellas gentes amontonadas ante el hogar aún en brasa.

En el primer piso encontró distintas puertas. Sin dudarlo, cruzó una de ellas. Una pareja dormía a pierna suelta. «Por lo menos no necesito velas para iluminarme, eso que me ahorro», intentó bromear.

La cama del asesinato no estaba en el mismo lugar ni tenía las mismas dimensiones que en su recuerdo. Contempló a los durmientes que roncaban con la inocencia de dos gorrinos con buena salud. Podrían haberse cometido miles de crímenes en aquella habitación, pero nada en la banalidad del lugar permitía imaginarlo.

Una desolación mezclada con una envidia sin límites hizo mella en ella. Acurrucarse entre ellos, volver a sentir un poco la sensación de estar vivo sin esfuerzo… La mujer tenía la cara mofletuda; el hombre, más bien delgado, lucía un divertido gorro de dormir en la cabeza. Su ropa parecía haber sido zurcida varias veces. Quizá fueran campesinos con una vida miserable a pesar del dinero que amasaban. ¿El día de mercado en Sevilla era el viernes o el sábado?

La envidia era tan atroz que no pudo evitar tumbarse entre ellos, como un agua extraña que no moja. Los durmientes no parecieron incomodarse por la intrusión del espectro. Seguían roncando con la insoportable felicidad de quienes están vivos… mientras ella sigue muerta.

Airada por la injusticia de la situación, el fantasma les mordió la nariz y luego las orejas a los dos campesinos; ante su falta de reacción, decidió sumergirse bajo su colcha. A pesar de su mal humor, María tuvo que retener un estallido de risa por repugnancia: sin controlar todavía bien sus «gestos», se encontró acariciando profundamente a la mujer… Sin resultado.


Hasta que la campesina se despertó de repente. Se rascó la entrepierna, se llevó un dedo hacia la nariz, bostezó, volvió a rascarse en el mismo lugar pero con más fuerza. Tosió, se giró, se sentó en la cama. Con los ojos entrecerrados, parecía que intentaba distinguir algo en la oscuridad de la habitación.

– ¿Quién va? -preguntó con voz ronca-. Vos sois…

El grito de la mujer despertó de al marido. María temblaba de miedo hasta que se percató de lo ridículo de su actitud: ¿temblar, sentir miedo? ¿De qué iba a tener miedo si ya estaba muerta?

La esposa se había lanzado sobre el marido, intentando refugiarse en él o bajo él.

– Hay alguien en la habitación, Luis. Me ha tocado el…

– ¿Qué te ha tocado, Francisca? -gruñó el campesino, saliendo del sueño.

– El agujero -mugió la campesina-. ¡Luis, alguien me ha metido un dedo en el agujero! Frío como el hielo… Me duele, Luis… Tengo miedo, ¡protégeme, por todos los santos!

– ¿Has perdido la cabeza, mujer? ¡Deja de decir sandeces! Te podrían oír…

Alguien, en efecto, había empezado a lanzar injurias al otro lado de la pared. Como Francisca seguía fuera de sí y no dejaba de soltar obscenidades sobre su culo, su marido decidió zanjar el asunto propinándole un sonoro bofetón.

María no podía permitir que algo semejante no fuera castigado. No se pegaba a una mujer delante de ella. El campesino en un primer momento se sorprendió. Se miró entre las piernas, introdujo desesperadamente la barriga, intentó retroceder a pesar de tener a su esposa pegada a la espalda. Gimió débilmente y, luego, con la misma rapidez que su esposa, entró en pánico al constatar horrorizado lo que estaba sucediendo.

– ¡Alguien está intentando arrancarme el miembro! ¡Tiene los dedos helados! ¡Santiago, sálvame! ¡Auxilio!

Arrastrada por el frenesí, María revoloteaba como una mala sombra alrededor de aquellos dos cuerpos entrelazados por el pánico.

El dueño de la posada empezó a golpear la puerta con fuerza.

– ¡Cerrad el pico, obscenos, o acabaréis en el río! ¡La gente honrada intenta dormir!

Pero sus reproches no consiguieron cubrir las voces histéricas de la pareja, que berreaban frases incomprensibles.

– Mis nalgas… ¡Socorro…! ¡El diablo! Jesús, María, José… me están apretando… pechos…

Hasta que, con las cuerdas vocales agotadas, sus gritos se vieron reducidos a relinchos aterrorizados. Luego desaparecieron con brusquedad.

– ¡Abrid, cerdos, o…!

Visiblemente asustado por el contraste entre el escándalo precedente y los mugidos cercanos al estertor, el dueño pasó a la súplica.

– ¡Eh, los de dentro! ¿Estáis bien? Responded, por el amor de Dios, o me enfadaré.


María ya estaba fuera, contenta de sentirse tan alegre por primera vez desde su muerte. Tenía la misma sensación que cuando acababa de gozar en aquellos tiempos eufóricos en que su vagina era casi el único consuelo de su vida.

«¿Será así como fornicaré a partir de ahora? ¿Sembrando el pánico entre los canallas vivos? ¿Ni siquiera necesitaré un varón para consolar mi agujero?»

Algo en su interior empezó a protestar («Has sido muy cruel, María…. Apenas te reconoces. Antes, te gustaba…»), pero su otra mitad, que la arrastra con fuerza, ahogó con arrogancia esta triste reprimenda.

El cielo junto al Guadalquivir relucía con todas sus estrellas y conformaba un magnífico retablo. A lo lejos aún se oía el ruido de los puñetazos del posadero en la puerta. La criatura se estremeció, como un animal hambriento que por fin clava sus dientes en el cuello de la bestia matada. Pero en su caso, la sangre que lamía y que embotaba sus sentidos era el miedo de los demás. Se sentía tan culpable que tuvo ganas de vomitar, pero aun así nada podía borrar la impresión de infinito bienestar que la invadía.

Pero pronto aquella ebriedad radiante, como explotando bajo el efecto de su exceso, dejó paso a una mezcla de sensaciones a cada cual más atroz: María sintió quemaduras, congelaciones, desgarradoras puñaladas (aunque ahora fuera incorpórea, no dejaba por ello de ser miserablemente sensible); era como si le amputara los brazos y las piernas, pero con mucho más dolor que si las tuviera de verdad.

Lo que se obstina en persistir de la María de antes de la muerte lanzó el grito más desgarrador que su alma pudiera imaginar jamás. Un aullido eterno que alertaba al mundo entero de la insoportable brutalidad que le estaban infligiendo… Pero de la boca inmaterial no brotó más que un ruin silencio. El dolor galopaba desbocado, despertando a su paso todas las pasiones, todo el rencor, adueñándose de los rincones indemnes. Empezó a reemplazar poco a poco la vaporosa sustancia de ese cuerpo espectral por una asquerosa consistencia mucosa.

María sintió ganas de suplicar.

«He sufrido tanto en vida… Ahora que estoy muerta, ¡dejadme tranquila! ¡Tened piedad!»

Pero sabía que el vacío jamás se apiadaría de ella. Podía llorar de rabia, patalear, revolcarse por el suelo…; todo será en vano. Incluso su propia lucidez contribuía cruelmente a acrecentar su tormento.

– He aquí el problema,María, cuando se mendiga un poco del calor de los Vivos…

Una voz que la amonestaba con ironía no carecía de afecto.

– Verás cómo poco a poco te acostumbras, pequeña, aunque por el camino pierdas parte de tus recuerdos anteriores. Comprenderás que, para nosotros, los difuntos, la vehemencia de la vida es peor que el ácido sulfúrico. Si te empeñas demasiado a menudo en ese hurto de afecto te volverás… ¿cómo decirlo?, una desconocida para ti misma. Preguntarse sin cesar sobre el tipo de persona que uno ha sido durante su existencia carnal es una forma penosa de deshacer el hilo de la eternidad. En cuanto a la pareja de gorrinos con la que te acostaste, ambos morirán antes del alba, con el pecho dislocado de terror y el lecho manchado de mierda, sin haber podido recuperar su enclenque raciocinio de campesinos avaros.

El fantasma, o más bien, la esencia del fantasma, parecía gritarle encaramado a la copa de un ciprés.

– Todo consiste en saber si conservarán su locura cuando cada uno de ellos haya… en fin, ¡sea uno de los nuestros! -sentenció, soltando una risotada.

A pesar del sufrimiento, la muerta reconoció al instante esa manera única de reírse de ella. Era la misma risotada que lanzaba el asesino de su padre y su tía cuando, después de maltratarla, le introducía su sexo entre las nalgas.

– ¿Bartolomé?

El fantasma replicó con una especie de bufido jovial.

– Bonita morisca, ya ves que un poco de crueldad cuando una sabe que no arriesga nada, calienta el corazón…

25

Por qué estás aquí?

La pregunta era estúpida, pero la planteó para ganar tiempo e intentar ordenar sus pensamientos entre la neblina del dolor. Quisiera estar rabiosa, pero el malvado vapor que la componía parecía tan desarmado como su antigua carcasa de carne.

– Porque te quiero,María… Te amaba cuando vivía.

El tono era sincero.

– Me apena lo que sientes, pequeña, pero no te preocupes, tu tormento te abandonará tan repentinamente como apareció. Te hablo por experiencia. Viví el mismo infierno debido a que… me dejé llevar por una excesiva… vamos a llamarla glotonería.

El fantasma asintió con convicción.

– Te quiero, ya te lo he dicho, y espero ser correspondido. Te he esperado tanto tiempo…

– Agg…

El dolor acababa de desaparecer, alejándose de golpe, como si se deshinchara un odre. La repentina voluptuosidad de la calma era tan insoportable que la mujer temió que fuera solo una falsa tregua y que pronto recomenzara el desguace al que está siendo sometida desde que huyó de la posada.

Pero no; la calma era real. El agua mansa del alivio dejó paso entonces a la llama del odio yMaría gritó:

– ¿Cómo te atreves a vomitar semejantes necedades, infame? Te maté…

– De eso me acuerdo solo vagamente. ¿Por qué me mataste? Cuéntamelo, por favor.

Parecía sincero, lleno de una inmensa curiosidad, desesperado por saber y un poco sarcástico, a pesar de todo.

– Ambos estamos muertos,María. No hay ninguna razón para que nos mintamos. Sería ridículo en nuestro… estado. Casi no me acuerdo de nada… Recuerdo vagamente haberme enfadado tanto por mi asesinato que me vengué tanto como pude con los Vivos…

Sonrió con una alegría algo forzada.

– Ignoraba que eso equivalía a recortar grandes pedazos de lo único que seguía uniéndome a mi antigua existencia material: mi preciosa memoria y sus alforjas de secretos. Cuando me di cuenta, era demasiado tarde: casi me había borrado por completo. Sí, borrado, tachado, eliminado… Excepto mi nombre y dos o tres pecadillos, lo demás no existe ya. Tan solo los ultimísimos instantes de mi agonía en una de las habitaciones de esta posada. Creo que has venido por alguna razón. Entre los retazos de memoria que me quedan creo recordar que tú estabas muy fría conmigo, que medio desnudos nos disponíamos a gozar en una cama y que yo te confesé que… que me gustabas, pequeña… Tan solo recuerdo tu nombre. María, ¿me mataste porque yo te quería?

El fantasma suspiró. La mujer estaba petrificada ante ese nuevo tono quejumbroso de quien le había infligido tanto daño.

– Ten piedad, María, somos harina del mismo costal. Cuéntame cómo sucedió de verdad y devuélveme un poco de mi agradable memoria, no me dejes como soy ahora: un miserable saco de soledad.


Mientras María se preguntaba frente a Bartolomé si un fantasma podía vomitar de asco, su hijo esperaba el alba tumbado en una cama de mala muerte con la mano vendada con un paño. La víspera, la criada, que parecía redondear sus ingresos haciendo de puta, había golpeado a la puerta para anunciarle que la sopa estaba servida. Él había murmurado algo y la sirvienta había interpretado el gruñido como una autorización para entrar. Su sonrisa se transformó rápidamente en mueca al ver la mano vendada. Él le explicó con sequedad que el ácido le había salpicado por accidente. La criada lanzó una ojeada perpleja a la mesa llena de herramientas. Sin decir palabra, había bajado y, unos instantes después, había regresado con la sopa, un trozo de lardo, pan y un ungüento que insistió en que se aplicara en la herida.

Tuvo que comer delante de ella. Haciendo caso omiso de su mal humor, la joven procedía como si él la hubiera invitado a quedarse. Mientras comía por primera vez en ese día, la sirvienta hablaba sin parar, examinando con curiosidad lo que denominaba sus «peligrosos pertrechos». Juan se levantó para poner boca abajo lo que debería haber sido el grabado de su madre. La criada, que lo había visto de refilón y que no pareció ofenderse por la brutalidad del gesto del grabador, lanzó un suspiro de admiración.

– Oh, ¡qué bien dibujáis…! Pero no habéis salido en toda la tarde -exclamó con aire infantil-. Es una pena, ¡hay tanta alegría en la ciudad! Hoy se celebra…

Él la cortó con odio.

– ¡Déjame tranquilo! He trabajado durante todo el día. Ahora quiero dormir.

La mujer bajó la cabeza y de repente toda su alegría se esfumó. Recogió el tazón vacío y, desde el umbral, murmuró con una mezcla de servilismo y concupiscencia torpe:

– Si queréis, puedo… puedo pasar un rato con vos. No os costará caro, me podéis dar la voluntad… -Y añadió, como si tuviera relación con su propuesta-: Me llamo Leonor.

Juan se sorprendió al descubrir que era bastante bonita, algo vulgar y con unas nalgas que anunciaban placer. Alzó los hombros, mostrando desinterés, pero apretó los puños de rabia porque su sexo había reaccionado. Dio la espalda a la mujer y cuando se hubo ido, Juan descubrió que estaba irritado por no haberle dado las gracias por el ungüento.

Su erección persistió hasta que se tumbó de nuevo. Vivía independientemente de él y le molestaba por su vitalidad.


No había llorado tras fracasar con el retrato de su madre, y, por momentos, tenía la impresión de que se ahogaba en un llanto interno, más doloroso aún porque no encuentra el camino hacia el exterior. El resto del tiempo, su cuerpo y su corazón eran apenas realidades sordas que solo regresaban a la vida cuando el dolor de la mano quemada se agudizaba.

– Hay que estar atentos -le recomendó la sirvienta-ramera-, se os podría pudrir la mano y entonces…

Juan apretó los dientes. No le quedaba nada en la vida, aparte de algunas deudas pendientes, como matar a sus tres padres, los dos auténticos y el falso, Gaspar.


Gaspar… Algo en el fondo de él murmuró: «Pobre papá, pobre mamá, no habéis tenido suerte». Y le asaltaron las lágrimas.

Se encontraba en Roma cuando un viajero le contó que el rey de España por fin había decidido expulsar a todos los descendientes de esos musulmanes que gangrenaban el país desde hacía tantos siglos. El comerciante, un compatriota español, estaba contento y repetía como tantos otros que un siglo antes Dios había donado a España el oro y las tierras de las Nuevas Indias como recompensa por la expulsión de los judíos y que, en cambio, Dios la había castigado por su tibieza con la cuestión morisca infligiéndole la derrota de la Grande Armada. Se preguntaba qué no daría ahora Dios a los españoles por la expulsión de la herejía de Levante.

Al saberlo, Juan lo había abandonado todo, inclusive el contrato con un impresor vinculado a la curia romana y un vago proyecto de matrimonio con la hija de un rico mecenas. Había empeñado sus bienes y reunido bastante dinero y, tras correr miles de peligros, viajó hasta el pueblo de sus padres. Allí supo que su madre no formaba parte de los expulsados, sino que había sido detenida unos meses antes por la Inquisición. El propietario de la posada le explicó que a María se la acusaba de que, al morir su hija Catalina, no solo se había opuesto a los últimos sacramentos de la Iglesia, sino que además había enterrado a la difunta según los ritos impíos de sus antepasados musulmanes. Además, apenas enterraron a la niña, la actitud de la hereje, ya conocida libertina, se había vuelto aún más escandalosa: cada noche se las arreglaba para acostarse con el primero que llegaba, y al día siguiente pregonaba su impotencia para gran vergüenza de los interesados o de sus virtuosas esposas, moriscas o cristianas.

El posadero le contó que parecía como si la pena hubiera hecho perder la razón a María, como si intentara vengarse de todo el mundo a través del sacrilegio y la depravación. Pero su desgraciado marido y, más tarde, todo el pueblo, no pudieron soportarlo más y acabaron desembarazándose de ella.

En Valencia, Juan había intentado hallar a quien entregó a su madre a la maquinaria de la Inquisición. Sabía que no tenía demasiadas posibilidades de ponerle la mano encima al albañil, pues todos los moriscos del reino de Valencia, excepto los fallecidos, los condenados a galeras y los esclavos, habían sido deportados. Buscó desesperadamente a quien durante toda su infancia había tomado por su verdadero padre y, en el fondo, se sintió secretamente aliviado de fracasar en su intento. Gracias a las confidencias del posadero de su pueblo natal y las habladurías, más o menos verídicas, que consiguió sonsacar a cambio de sobornos a los guardianes de la prisión donde se hallaba la acusada, Juan pudo reconstruir a grandes líneas el suplicio de los últimos años de su madre.

«La morisca sin lengua», así la llamaban los cancerberos. Alguien le dijo que, según le había contado uno de los propios ayudantes del verdugo, al principio ni siquiera la torturaron. La encadenaron durante una semana a una pared de una celda de la Casa Santa, y la dejaron marinar en su terror para que se impregnara de la atrocidad de su situación. Como ocurre siempre en los asuntos de fe, ella ignoraba el nombre de sus acusadores, a excepción del de su marido. Pero habían sido muchos, a decir del primer juez inquisidor, que la había conminado a no esconder ninguno de sus execrables actos si pretendía que el Santo Oficio creyera en su posible arrepentimiento. El cura le comunicó que no solo se le reprochaba el asunto del entierro de su hija y la posesión del Corán hallado en el aprisco… sino también otros crímenes igual de viles contra la auténtica fe, algunos recientes y otros antiguos. No le quedaba otra que divulgar sus pecados y la identidad de sus cómplices si deseaba no acabar en la hoguera.

– Y valga Dios, ¡al principio la morisca era tan blanda! Temblaba como una hoja en cuanto se le acercaba alguien vestido de blanco y negro. En el primer interrogatorio, incluso antes de que nadie la tocara, se meó encima. ¿No es una lástima, en una mujer tan hermosa?

El guardián, un antiguo sastre arruinado que sembraba su relato con consideraciones sobre el tiempo y las cualidades de los tejidos de distintas regiones de España, se sonó en la manga del uniforme.

– Yo pude ver a la hereje, amigo. Su belleza te robaba el corazón, parecía un ángel. ¡Esas criaturas sí que saben cómo engañar a la gente! Nosotros los guardianes estábamos tan prendados de ella que solo teníamos un deseo: creerla cuando gritaba que la habían calumniado, que el libro que hallaron no era el Corán y que su marido era un embustero… Dios no tendría que permitir que las mujeres apóstatas fueran tan seductoras.

Juan había adoptado la misma estrategia con el guardián de la cárcel que con el posadero: un grabado en preparación, un poco de vino, algunos halagos y algo de dinero.

– Porque…, ¡por la Virgen! ¿Cómo queréis que sepamos dónde está la verdad? -aventuró el hombre rascándose la cabeza con una expresión a medio camino entre el temor y la ofuscación.

No habían podido evitar que la sometieran a tortura. El verdugo y el juez conocían bien su oficio y al cabo de una hora la presa se hundió. Reconoció todas las acusaciones y no se sabe aún qué otros delitos cometidos en Sevilla durante su juventud. El juez inquisidor dedujo que la acusada tendría cómplices y muchos otros pecados en la conciencia.

– … Pero bueno, era viejo y el interrogatorio había empezado muy tarde, así que decidió dejarlo hasta el día siguiente. María tuvo toda la noche para lamentar su debilidad. Rota por el dolor, sabía que confesaría todo lo que le quedaba por confesar si la volvían a someter a aquel tormento. Y decidió tomar la delantera. Cuando el juez y el verdugo volvieron a la mañana siguiente para interrogarla se la encontraron con la boca y el mentón ensangrentados. ¡Para no traicionar a sus acólitos, la morisca se había cortado la lengua con los dientes! Por más que la atenazaran, le rompieran las rodillas, la sometieran a las brasas o al potro, su boca no proferiría más que gritos de animal. El colmo fue que para evitar que se la recosieran, había aplastado con los pies el trozo de lengua arrancada. ¿Qué oscuros secretos escondía esa mujer para llegar a ese punto? -concluyó el guardia. Y con un suspiro que delataba cierta envidia, añadió-: Tenía que querer de verdad a esos canallas por los que hizo semejante sacrificio.

El sastre venido a guardia se hurgó la nariz, examinó el premio obtenido con su dedo y tendió el vaso para que su acompañante se lo llenara otra vez.

– Si la hubierais visto como yo la vi, estaríais tan afectado como yo. Si hubiera tenido algo más de dinero, la habría vestido con las sedas más fastuosas. Hubiera estado magnífica, por más pervertida que fuera… Después de aquello la torturaron otras muchas veces. Durante meses, a pesar del hierro candente y las cuerdas, nadie consiguió comprender sus gritos. La hereje fue más lista que sus jueces… ¡pero a qué precio! Por favor, quisiera un poco más de…

Juan, con la cara prieta como un puño para que su interlocutor no descubriera la emoción que lo devastaba por dentro, llenó la copa de su interlocutor con un vino áspero, con regusto a pez y a resina.

– Que Dios os lo pague, joven… ¿Qué te estaba diciendo? Ah, sí… Después de todo, su sacrificio no le sirvió de nada a la mujerzuela. Se la llevaron de todas formas a Sevilla para que expiara el conjunto de sus crímenes. La pasaron por el…

Con la mano libre, el vigilante movió imaginariamente la manivela de un torno.

Juan tuvo que aclararse la garganta para disimular su espasmo.

– ¿Contó algo más sobre ese asesinato de Sevilla? -aventuró.

El sastre le clavó una mirada inquisidora. Se levantó bruscamente, como si le hubiera picado un escorpión; vació el vaso, se persignó y, limpiándose los labios y el bigote con la palma de la mano, dijo con una indolencia amenazadora:

– Está refrescando un poco, señor grabador. Cubríos, vestís demasiado ligero para la estación. Mejor dicho, cambiad de sastre y, sobre todo, no os preocupéis en exceso por el infortunio de los herejes, aunque sea por buenas razones. Esa mujer, creedme, merece su suerte. Además, lo que le ha pasado en el fondo es una oportunidad que le brinda nuestra buena madre Iglesia para expiar sus crímenes en tierra antes de presentarse purificada ante el tribunal del cielo.

El individuo se acarició la punta del bigote. Con su ojo de rapaz analizaba sin pudor al joven viajero.

– Gracias por el vino… Aceptad a cambio un buen consejo: sé de alguaciles a los que vuestros modales de italiano, vuestra ropa y vuestra torpe indiscreción atraerían como la mierda a las moscas.

Esa misma noche, Juan dejó Valencia para dirigirse hacia Sevilla con la cabeza a la vez vacía y llena de tormento.


El grabador debió de dormir una o dos horas en su incómodo lecho. Sevilla había amanecido bajo un sol turbio. Había pasado la noche en vela, reflexionando entre el duermevela, las pesadillas y los sueños pesados. Recordaba uno de esos sueños: era niño y su madre le había preparado un pastel. Gaspar estaba con ellos, tomaba a la madre por la cintura y, cosa sorprendente -que alivió el corazón del durmiente-, la madre se giraba hacia su marido, lo besaba con ternura y le decía algo al oído, lo que provocaba la risa de los tres. El adulto dormido sabía que esta escena era casi inverosímil (jamás había visto besarse a sus padres), pero poco importaba, la felicidad irreal que desprendía el sueño era parecida a la que ofrece un brasero cuando el frío aprieta.

Juan se puso las calzas y el jubón. Aún estaba descalzo cuando la sirvienta llamó a la puerta.

– Vengo a cambiaros el vendaje -dijo, como si aquello formara parte del servicio.

Descorrió el pestillo y la saludó con un murmullo. Entró en la habitación con un cubo en una mano y un paño limpio y el bote de ungüento en la otra. El grabador permitió que le lavase la mano; ella lo tocaba con tanta familiaridad que no sabía si sentirse irritado o feliz. El vestido de la sirvienta estaba más limpio que el del día anterior, se había peinado mejor y hablaba menos que la víspera… aunque mantenía algo de cháchara sobre el tiempo, la carestía de la vida y el aplazamiento de la visita del rey a Sevilla. Miraba con ojos bajos la obra de Juan, como si evitara observarla. El cuerpo de la mujer estaba tan presente, tan próximo, que invadía la vista y el olfato del hombre. Si se hubiera inclinado un poco más habría visto dentro del corsé. Un movimiento del pelo dejó al descubierto una larga cicatriz en el cuello, quizá la de la hoja de un cuchillo. Juan pensó con ironía mezquina: «¿Un cliente descontento, puta?». En ese mismo momento, la mujer alzó los párpados y se sonrojó tanto que él también se ruborizó.

– ¿Os hago daño?

– No. -Mentía y la sensación de vergüenza le quemaba aún más las mejillas-. Pero apresuraos.

Por un momento le pareció entrever en los ojos de ella una chispa de burla pero pronto reapareció la habitual expresión de mujer sumisa. Juan se dijo que si mostrara siempre ese fulgor burlón, estaría más guapa. Sin mediar palabra, la sirvienta terminó el vendaje, recogió el cubo y se levantó.

– Protegeos la mano. Esta noche os retiraré la venda… si tenéis tiempo, claro -susurró con el mismo acento servil exagerado.


Al día siguiente a la muerte de su madre, acudió al lugar de la ejecución con su zurrón de grabador a la espalda. Dos hombres desmontaban las ruinas ennegrecidas de los patíbulos mientras otros cargaban los restos de madera y cenizas en las carretas tiradas por asnos. Un hombre con látigo y bastón parecía vigilar la plaza; Juan dedujo que estaba allí para evitar que los herejes se apoderaran de algún trozo de hueso o de carne medio calcinada olvidado por los barrenderos y que pudiera ser convertido en reliquia o usado para hacer magia negra.

Juan contempló la carreta situada a unos pasos de la tarima donde su madre había muerto. Todo su cuerpo temblaba y él no conseguía detener el temblor. Sintió que un frío desmesurado le calaba hasta los huesos, como si todos los inviernos vividos hubieran decidido acumularse en el interior de su cuerpo.

– Madre, tú te quemas y yo me estoy helando… -murmuró con un repiqueteo de dientes.

Aquello que acababa de decir era… sí, era gracioso. Y su madre, que era la principal implicada, jamás podría reír con él. La tristeza se fundió sobre él y las lágrimas acudieron a sus ojos. Titubeante, temeroso, inspiró bajando precipitadamente la cabeza.

Deseó morir en ese instante. Y que todo se acabara con su muerte: el dolor de la pérdida y la imposible venganza.

Empezaron a caer algunas gotas que pronto se transformaron en un auténtico torrente. Todo el mundo abandonó sus tareas para protegerse bajo los árboles que rodeaban la plaza. Juan les imitó y corrió hacia la arboleda donde se protegían los desmontadores. Al pasar junto a la carreta («¡La carreta de mi madre!», exclamó en silencio), deslizó una mano entre la madera quemada y, sin mirar siquiera, cogió un resto carbonoso que goteaba agua sucia. Y se lo escondió bajo el jubón.


Siguió corriendo como un loco, levantando a su paso con los pies pedazos de barro de los charcos. Solo se detuvo cuando el flato se lo exigió. Se encontraba ya a resguardo en el interior de la ciudad, mezclado con la gente, al abrigo de cualquier perseguidor. Nadie debió de haberlo visto, aunque le pareció que alguien gritaba cuando deslizó la mano dentro de la carreta. Pero el zumbido en sus oídos era tan atronador que se convenció a sí mismo de que habían sido imaginaciones suyas.

Lloró aún un rato más. Al palpar bajo sus ropas el trozo de carbón que le mojaba el pecho, se preguntó qué lo habría llevado a hacer algo así. Decidió desprenderse de esa peligrosa pieza robada. Se acercó a la orilla del río, deslizó la mano bajo el jubón… pero la duda lo atenazó.

Sonrió antes de volver a rozar el objeto y llevarse el dedo sucio a sus labios y suspirar.

«Te quiero, madre. Por tu culpa, casi me convierto en el más burro del país. Por suerte, nadie me ha pillado con las manos en la masa. Si no…»


Lo que Juan no sabía era que una «centinela» que velaba los restos de la hoguera lo había envuelto con su invisible niebla para protegerlo durante los primeros momentos de su huida. Por segunda vez, Catalina había contemplado con la misma intensa perplejidad el rostro del que hubiera podido ser su querido hermano durante su breve vida. ¿A qué juegos hubieran jugado durante esos años? ¿De qué peligros la habría protegido ese hermano mayor que voló antes de que ella llegara al mundo? En la soledad de su actual condición, la niña-fantasma no podía dejar de lamentar con amargura aquella ausencia.

Luego, presa del pánico, regresó apresuradamente hacia el lugar de la ejecución. Allí su querida madre había jurado volver a por ella. Esa madre tan ocupada en encontrar, en la muerte, al hijo del que se privó en vida.

26

Los días siguientes amanecieron envueltos en una niebla de ruidos, de tañidos de campanas, de lloros, de gritos, de carcajadas, de repiques de tambor, de gemidos y de maldiciones. Con el corazón en un puño, Juan evitó acercarse a las columnas de moriscos encadenados y vigilados por soldados armados hasta los dientes, pero estaban por doquier. Todas convergían hacia el impresionante bosque de mástiles, de galeones y navíos de escolta que se contaban por decenas en el puerto y que se distinguían casi desde cualquier punto de la ciudad. Al paso de los deportados, los mirones se persignaban. Los más exaltados se arrodillaban y agradecían al Señor que los librara de los impuros; otros les lanzaban pullas y, a veces, incluso piedras. Un adolescente encadenado resultó gravemente herido por un orinal, pero los arcabuceros se negaron a que los compañeros de cadena lo atendieran en el suelo, arguyendo que su herida no era más que un pretexto para fomentar una evasión; así pues, los hombres cargaron con él por turnos. Alguien intentó huir y fue alcanzado por una masa enloquecida que lo asesinó bajo los ojos del grabador. Uno de los asaltantes le propuso a Juan medio en serio, medio en broma, que le ayudara a agujerear un cadáver. Corría el rumor de que los moriscos se tragaban el oro y las joyas que les estaba prohibido llevar consigo so pena de horca.

– Podríamos esperar a que cagara, pero… ¡imagínate que está estreñido…!

Lleno de asco y de terror, Juan vomitó todo lo que había comido bajo los ojos perplejos del asaltante.

– ¿Te apiadas de los enemigos del Señor? -le espetó reprobador el sevillano-. No serás un calvinista o un sodomita…, ¿verdad?

Al segundo día, para escapar a su propio miedo y a la insoportable mezcla de desesperación de unos y regocijo de otros, Juan decidió dedicarse a beber desde la mañana hasta la noche. Pero no olvidó el objetivo que se había marcado: hallar al pintor, a ese maldito Miguel Ribera que había violado a su madre y que, según su loca idea, debía de ser uno de sus dos padres.

Había pocas posibilidades de que aún estuviera vivo, pero decidió que no abandonaría España sin estar seguro. El segundo procreador podía esperar; se ocuparía de él cuando regresara a Italia. Según su madre, el futuro castrado partió hacia ese país al día siguiente de su acto.

Viendo la realidad a través del filtro de su ligera borrachera, el grabador se rió de la creencia de su madre. De joven, se había atrevido a preguntarle a un cura sobre la posibilidad de que un niño naciera de una mujer y de dos hombres. El cura lo había echado del confesionario por reírse del carácter sagrado de la procreación y la confesión.

El grabador decidió visitar, pues, a todos los vendedores de colores. Con su bolsa al hombro, se presentó como un artesano enviado por un impresor de Madrid para reproducir ciertas obras de don Miguel Ribera. Ningún vendedor parecía conocer al pintor, a pesar de que Juan les aseguraba que era famoso. Alguien le preguntó con ironía si era capaz de citar un solo ejemplo de las obras de ese célebre maestro. Ante la respuesta negativa del grabador, el comerciante pareció reflexionar un instante y le aconsejó que echara un vistazo por las iglesias, dado que Sevilla era tan pía que cualquier pintor un día u otro conseguía un encargo de un convento o de alguna de las tantísimas órdenes cristianas de la ciudad. Si aun así no hallaba nada, señal de que su pintor era menos conocido de lo que pretendía.

Juan se dispuso a visitar todo aquello que se pareciera ni que fuera remotamente a un edificio sagrado. Abría las puertas de las iglesias o las capillas y se santiguaba visiblemente, buscando con la mirada posibles cuadros. Luego se acercaba a ellos como si paseara e intentaba descifrar las firmas. El cuarto día, se hizo con un cirio para iluminar la parte alta de un descendimiento de la Cruz donde aparecía una inscripción que empezaba por R. El cura, desconfiado, se disponía a amonestarlo cuando una mujer entró con un bebé gritando en la iglesia.

– ¡Padre, padre, salvadme! ¡Quieren detenernos! Dadnos el asilo de Nuestro Señor, por el amor de Dios. ¡Nos quieren embarcar a la fuerza!

El cura examinó con cara de perplejidad a aquella mujer casi despechugada y con el pelo revuelto que lloraba sin parar de repetir: «Nos quieren detener…, nos quieren retener…». Pillado por sorpresa, el sacerdote se decantó por el camino de la piedad y le tendió la mano para calmarla. Pero luego, como si le hubiera picado un aguijón, la retiró.

– Eres morisca, hija de moriscos, ¿verdad?

– Sí, padre, pero ahora soy una verdadera cristiana. No tengo nada que ver con los demás… Ellos son unos embusteros, que siguen la fe errónea… Os lo juro por la cruz que siempre he llevado… Rezo mis oraciones. Amo a Nuestro Señor Jesucristo y, sin embargo, los soldados quieren embarcarme… Ya han matado a mi marido…

– ¿Eres una verdadera cristiana, dices? ¿Y buscas asilo en nuestra Santa Iglesia?

Mientras mecía al bebé que había empezado a gemir, la mujer inspiró con esperanza.

– Sí, padre… Asilo, por piedad, para mi niño y para mí… Los soldados nos buscan…

Se arrodilló a los pies del cura y casi golpeó la cabeza del niño contra el suelo. El hombre la dejó hacer. Su mirada, casi meditativa, se detuvo con curiosidad sobre la criatura en lágrimas. Y luego, resoplando, apartó a la madre con la punta del pie. Le ordenó con aspereza que se levantara, que se tranquilizara y que esperara un momento hasta que él pudiera comprobar algo por sí mismo. Salió antes de que la mujer se hubiera incorporado por completo.

– ¡Que Dios os bendiga, padre! -gritó antes de girarse, llena de esperanza, hacia quien ella había tomado por un ayudante del cura-. Ya lo veis, tiene buen corazón… Ha comprendido que yo no tenía nada que ver con los impíos a los que están expulsando…

La mujer buscó la aprobación en los ojos de Juan, pero este desvió cobardemente los ojos hacia el cuadro. La mujer se acercó y, tirándole de la manga, lo interrogó con voz suplicante:

– ¿Acaso no tiene buen corazón el cura? ¡Que Dios lo guarde en su seno! Vos le conocéis bien, ¿no es así?

La desgraciada deseaba tanto creer en el milagro, que Juan sintió un escalofrío de compasión y de despecho.

– ¡Decidle que le daré todos los nombres de todos los que blasfeman en secreto el nombre de Nuestro Señor y la Virgen!

Para acallar los gemidos de su hijo, se descubrió un pecho y lo amamantó. La madre, ajena a todo excepto a su propio terror, temblaba como una hoja. Extrajo un rosario y empezó a rezar, aunque como le temblaba tanto la voz, Juan no se dio cuenta hasta bastante después de que era el padrenuestro.

La mujer aulló de terror cuando el sacerdote regresó acompañado por dos soldados blandiendo sendas espadas.

– Padre, padre… yo no he hecho nada. ¡Soy tan cristiana como vos! ¡No quiero subir a sus barcos! ¡Padre, no me entreguéis! ¡Salvadme! ¡Decídselo vos! -gritó en dirección a Juan mientras los soldados la arrastraban sin contemplaciones.

El cura asistió impávido a la escena.

– Hija, la cátedra de san Pedro no se extiende a los herejes -sentenció.

Juan sintió un frío glaciar en el cuerpo. «Es el frío de tu crueldad, cerdo», le sugirió una voz desde el fondo de su cabeza.

El insulto había sido pronunciado con tal intensidad que, por un instante, en un repunte de pánico, Juan creyó que alguien se lo había dicho al oído. Le fallaron las piernas y tuvo que apoyarse con la mano herida en una columna. Se mordió los labios del dolor.

Cuando los gritos de la desdichada se hubieron desvanecido entre los ruidos de la ciudad, el cura sacó un pañuelo de la manga de la sotana, se secó distraídamente la frente e hizo un vaguísimo amago de arrodillarse ante el crucifijo antes de girarse hacia el otro visitante.

– ¿Qué deseáis, hijo? ¿Con qué permiso tomáis mis cirios como si fueran vuestras velas? ¿Qué os habéis hecho en la mano? ¿Os habéis batido en duelo? -espetó a un Juan aún conmocionado.

Su tono seguía siendo reprobador, aunque menos agresivo; se diría que incluso había en él una nota dulce de connivencia. Una vez cumplido con su deber, el cura había recuperado rápidamente sus tareas ordinarias. Solo una respiración ligeramente acelerada y algunas perlas de sudor en el labio superior le traicionaban.

Juan sintió que los testículos se le encogían. La menor sospecha de impureza de sangre y ese religioso de modos paternalistas se regocijaría entregándolo a la cohorte de arcabuceros que patrullaban sin cesar las callejuelas de Sevilla.


Sin embargo, fue ese hombre sin escrúpulos quien le proporcionó la información que le permitiría dar con el objetivo de su búsqueda. El párroco se mantuvo desconfiado y evitó dar respuestas directas, pero le aconsejó que se dirigiera al secretariado de la Iglesia Mayor, donde se encargaban de asegurar que los cuadros destinados a los establecimientos religiosos estuvieran conformes con la fe. Allí, bajo una inmensa mezquita transformada en catedral, otro cura, sorprendentemente parecido al anterior, lo recibió en un despacho repleto de legajos. El secretario le indicó que ningún cuadro de ese tal Miguel Ribera podía, excepto craso error, hallarse actualmente en ninguna casa del Señor. Recordaba que ese individuo había sido un pintor apreciado hacía unos veinte o treinta años, hasta el punto de tener dos telas colgadas allí mismo, en la Iglesia Mayor. Pero se había extendido el rumor de que sus costumbres eran un poco… disolutas para un pintor de temas sacros. Tras varias denuncias, el Santo Oficio emprendió un juicio en su contra. Muerto de miedo, el tal don Miguel había decidido arrepentirse públicamente, no volver a tratar motivos religiosos y hasta retirarse de la pintura.

– De todas formas -masculló el cura mientras comía unos altramuces-, no era un gran pintor. Sus cuadros, aunque demostraban oficio, tenían una nota de perversión, incluso cuando trataba los temas más elevados.

– ¿Cómo os acordáis de todo eso, padre? -preguntó Juan, un tanto perplejo por su extraordinaria memoria.

El padre sonrió con delectación.

– Fui el redactor de la comisión del Santo Oficio que estudió el caso antes de acusarle. Como podéis ver, la Providencia os ha dirigido hacia buen puerto… Por fortuna para vuestro pintor, cuando renunció a la práctica de su arte la investigación fue abandonada. Y, a vos, joven, ¿qué os une a ese pecador? Veo… que ha bebido vuestra merced más de lo razonable ¿No estaréis acaso a punto de faltar a vuestro deber?

Aunque sonriente, el sacerdote no intentó camuflar la amenaza contenida en su pregunta. Ruborizado, Juan empezó a narrar una historia bastante confusa sobre un vendedor, a quien las necesidades del negocio del tejido habían acabado por llevar hasta Italia. Él le había rogado que visitara a un pintor llamado Ribera para recuperar un retrato que este había hecho años atrás a su hija cuando era joven. Por razones diversas, el comerciante no había podido hacerse con el cuadro encargado. Ahora su única hija había sido llamada ante Dios a causa de una enfermedad fulminante, y el padre deseaba recuperar el valioso recuerdo. Pero dado que estaba viejo y gozaba de una salud delicada, había rogado a Juan que realizara el viaje en su lugar, sin poder darle desgraciadamente más indicaciones sobre la dirección del retratista.

– ¿Y os paga mucho por ese capricho? -preguntó el religioso tras escupir las cáscaras de los altramuces en un cuenco.

Un rápido «Sí, claro, padre, muy bien: la mitad por adelantado y la otra al concluir» pareció convencer al clérigo de la avidez -y por tanto de la sinceridad- de su joven visitante. El vicario de Roma esbozó una mueca de desaprobación, pero le indicó que el pintor no había muerto y que vivía no lejos de allí, en una de las calles cercanas al mercado de esclavos. Al menos eso era lo que constaba en su informe inquisitorio. Con una vanidad infantil, el secretario precisó que solo había leído una vez el proceso de denuncia de Ribera, pero que en ese campo podía confiar en él, pues Dios, con Su generosidad y sin duda para permitir que le sirviera mejor, le había concedido una memoria prodigiosa.

– ¿Dónde os alojáis, joven de buena familia, durante vuestra estancia en nuestra ciudad? -preguntó el religioso cuando el visitante estaba ya cruzando el umbral de la puerta.

– En la Posada del Galeón -respondió distraídamente Juan antes de morderse la lengua.

Acababa de cometer una soberana estupidez.


Juan dio mucho antes de lo que pensaba con la casa del pintor. El edificio no parecía hallarse en mal estado y, aunque los postigos y la fachada estuvieran un poco descuidados, sin duda la casa estaba habitada, a juzgar por las flores y la colada tendida al sol. Se había preparado para este encuentro desde que salió de Italia… o, para ser más exacto, desde ese día odioso en que su madre vertió en su alma de niño el saco de detritus de su nacimiento.

Estaba a punto de conocer a su padre. O a uno de sus padres, según las irracionales ideas de su madre. Primero merodeó alrededor de la casa, incapaz de llamar a la puerta y, tal como se había jurado, matar a ese hombre. Palpó la bolsa y se dio cuenta de que había olvidado coger un cuchillo; luego pensó que si el buril era suficiente para grabar y herir a un grabador, también podría perforar el pecho de un hombre.

Dando media vuelta, se dirigió a una taberna y pidió una jarra de vino. No la tocó. Dejó una moneda sobre la mesa y regresó a la casa. Sin pensárselo dos veces, golpeó con rabia el picaporte de cobre.

– ¡No necesito nada, seguid vuestro camino! No quiero compraos nada -gritó una voz de mujer.

Pero como el ruido del picaporte no cesaba, añadió:

– ¡Basta ya de jaleo, Virgen santa! ¡Que Dios os perfore los oídos!

Una mujer mayor le abrió la puerta; era tan fea que Juan frunció el ceño de espanto. La mujer debía de estar acostumbrada a esa reacción porque mientras se le endurecía la mirada ladeó la cabeza como diciendo: «No, imbécil, no ves visiones. Y si no te gusta, largo».

– ¿Qué queréis? -gruñó.

Juan había perdido de repente toda su cólera. Sin aliento se descubrió, se presentó y balbuceó que buscaba al gran maestro don Miguel Ribera. Explicó que un italiano, hombre de buen gusto y mejor fortuna, le había encargado comprar unos cuadros y unos dibujos de ese pintor al que tanto admiraba. Él, como representante de dicho italiano, se preguntaba si todavía sería posible verse con el pintor para hablar sobre la posibilidad de adquirir algunas obras y…

La mujer lo interrumpió. Una soberbia arruga surcaba su frente dividiéndola en dos.

– ¿Si todavía es posible…, decís? ¿Me estáis preguntando si el pintor aún es de este mundo?

Juan se quedó mudo y boquiabierto.

– Señor… ¡mala hierba nunca muere! -prosiguió sin esconder su acritud-. Pasad, pasad o acabaréis atrayendo la curiosidad de nuestros vecinos. ¿Qué es lo que proponéis exactamente?

Avanzaban por un largo y sombrío pasillo que conducía hasta una escalera. Juan se estaba preparando para desplegar su cuento cuando de repente la mujer se puso rígida, y volviéndose hacia él le dirigió una mirada llena de sospecha.

– Pero… don Miguel no pinta desde hace mucho. ¿Cómo puede conocerlo ese extranjero? ¿Y cómo decís que se llama?

– Mi cliente, messire Gentile Pesaro, vivió un tiempo en Sevilla durante su juventud y apreció el trabajo de… -Movido por una intuición repentina, aventuró-: de… ¿vuestro esposo? Don Miguel es vuestro esposo, ¿verdad, señora?

El esperpento de mujer dejó caer lo que le quedaba de pestañas, poniéndose roja como un pimiento. Y con un tono repentinamente enternecido, hizo un ridículo melindre.

– Querido Juan, sois un verdadero hidalgo, intuitivo y culto… Mi… mi querido esposo os recibirá en un instante. Pero disculpadlo, no se encuentra muy bien estas últimas semanas… está algo… ausente. Además, ya no está acostumbrado a recibir visitas.

Abrió una puerta que daba a una sala grande y la cruzó para abrir los postigos. A juzgar por los caballetes y las telas que colgaban de la pared, aquella habitación de olor agrio tuvo que ser el taller del pintor, pero ahora parecía más bien un desván polvoriento, lleno de trastos que nadie había tocado desde hacía muchísimo tiempo.

– Esperad aquí, por favor. Vuelvo enseguida… Él está arriba. Ah, y llamadme doña Ana… No sé… En fin.

La señora de la casa había abandonado su desdén y se había convertido en una anciana febril que se retorcía las manos sin saber qué hacer. Antes de subir la escalera, se giró con una mezcla de agitación e inquietud.

– No me vais a creer, pero es nuestra primera visita desde hace… hace quince años… o quizá más. Ya ni me acuerdo. -Rió como una niña-. Bueno, me refiero a visita normal… Porque de las otras… ¡ya me hubiera gustado a mí que no hubieran venido nunca!

A Juan le costó soslayar el pellizco de compasión que sintió cuando volvió a sonreír, esta vez suplicándole:

– No os vayáis, ¿de acuerdo? ¡Qué sorpresa se llevará!

Juan dejó vagar su mirada sobre el desorden de la habitación. En un rincón, se amontonaban telas medio rotas, bastidores llenos de excrementos de mosca, potes de pintura, pinceles unidos por telarañas… Como si a alguien le hubiera dado un arrebato y hubiera barrido a trompicones una parte del taller antes de resignarse a abandonar el resto.

Así que fue allí, en ese lugar que aún exhalaba vagos olores de pigmentos y de aceite secante, donde su madre posó de adolescente para el infecto ser que la violaría.

Juan se concentró en su odio. ¡Lo había alimentado durante tantos años! Había llegado el momento de usarlo para hacer justicia a su querida madre, contra la que tantas veces en su exilio italiano había generado un rencor más corrosivo que el agua fuerte de su arte.

Desde lo alto de la escalera, oyó el anuncio de la vieja mientras apretaba los dientes para controlar los recuerdos.

– Ya bajamos… ¡Ya bajamos, Juan!


A través de la neblina, María vio a su hijo introducir su mano herida en el zurrón. Mientras, doña Ana condujo a don Miguel a pasitos precavidos y lo sentó en un sillón; luego se sacó un pañuelo de la manga para secar con ternura la boca babosa de su esposo.

Bartolomé se mofaba de la escena desde su silencio del no ser:

– ¿Quién es ese joven gallardo? No parece sentir demasiado afecto hacia la vieja sanguijuela que la mujer cuida con tanta solicitud. ¿Le conoces? ¿Y por qué estamos aquí, en esta casa desvencijada?

Ella se había jurado no contarle nada al espectro del hombre al que había asesinado. Se había dado cuenta de que este, a pesar de su sarcasmo, sufría como mil muertos por no recordar absolutamente nada de su existencia anterior al degüello. En aquel universo extravagante en el que sentía con la misma intensidad que en su vida anterior y en el que estaba, a la vez, más indefensa, su única venganza posible consistía simplemente en permanecer callada, a pesar de las continuas súplicas del fantasma. María había descubierto que le bastaba solo con no querer que Bartolomé accediera a sus pensamientos para resultar más inaccesible que una tumba para un Vivo. Sí, era cierto: su hija Catalina había penetrado en lo más íntimo de sus recuerdos, pero se debía al estupor ante su nuevo estado. Se juró que no permitiría a nadie más y, mucho menos a aquel que la había ultrajado en vida, que le hiciera sentir esa repugnante sensación de profanación después de muerta.

El fantasma del cazador de esclavos no la había abandonado un solo instante, ni siquiera cuando días atrás se instaló en la residencia de don Miguel para vigilar la inevitable llegada de su hijo. Bartolomé se pavoneaba diciendo que se pegaría a ella como los restos de mierda al culo de los españoles. No deseaba correr riesgo alguno, y nada era más fácil para un fantasma que perder la huella de otro. Se había consumido durante demasiado tiempo en el baño ácido del desconocimiento para aceptar ni siquiera la posibilidad remota de volver a él.

Al principio ella se había enojado por haber resultado tan previsible como una oveja ante su pesebre. ¿Cómo había sabido él que tarde o temprano María pasaría por la posada? Bartolomé le había respondido que era evidente: «Los Muertos siempre volvemos al lugar donde más hemos sufrido en vida. En mi caso, además, no tenía alternativa: era el único lugar que conservaba en la memoria».

María estuvo a punto de responderle con desprecio que su grotesca justificación solo era válida para él: esa famosa noche obviamente fue él quien más sufrió… ¡un tajo le había sesgado el cuello de lado a lado! Pero ella… la posada seguía siendo un recuerdo impregnado por el miedo, un miedo intenso, ciertamente… pero con un delicioso aroma de venganza. Además, si ese cuento fuera verdad, entonces ella debería haber aparecido merodeando por las Alpujarrras, donde empezó toda la desgracia de su vida.

Pero no le dijo nada. Ni siquiera intentó librarse del cazador de esclavos; encontraba cierto placer teniendo a su merced al causante de su fracaso existencial. Y haciendo gala de todo su cinismo, María se dijo que al fin y al cabo llevaba muerto mucho más tiempo que ella y que, por tanto, disponía de mucha más experiencia sobre ese estado fantasmal que podía revelarse útil, al menos al principio.

Y sin embargo, cuando vio al joven de rostro níveo, María suspiró, incapaz de resistirse a una bocanada de orgullo que rápidamente dejó paso a una profunda tristeza.

– Es mi hijo. Como cree que no lo amé lo suficiente, ahora se dispone a hacer una bobada.


Lo primero que vio Juan fueron sus ojos: grises, redondos, parecidos a los de un lagarto al acecho. Tragó saliva. Buscaba las palabras con las que preparar para la muerte al crápula que asomaba entre esa ropa desgastada, con las mejillas surcadas de venas, coronadas por un cráneo casi calvo.

Con su mejor sonrisa, el tocado algo menos desordenado y colorete de Granada en las mejillas, la vieja acababa de salir precipitadamente del taller. Exclamó que don Miguel aún no había tomado su medicina y que, además, un poco de vino haría bien a su conversación.

– No hagáis caso del polvo, tengo que limpiar un poco… Si paso un paño, veréis las telas aún más bonitas… ¡El polvo protege las cosas y se quita tan deprisa!

Juan se acercó, amenazante, al individuo hundido en su sillón. La inmovilidad del pintor, que se mantenía echado hacia atrás en un equilibrio inestable, le hizo sentirse incómodo. A pesar de su extraña posición, el viejo no se había movido un ápice desde que su mujer lo había ayudado a sentarse.

El corazón le dio un vuelco cuando volvió a examinar sus ojos. Se había equivocado, estos no mostraban ninguna dureza de reptil, más bien se deslizaban sobre el recién llegado con una especie de placidez bovina carente de sorpresa y de inquietud. De las comisuras de los labios, volvía a caerle baba.

Juan movió la mano ante la cara del hombre. Su mirada atontada siguió con dificultad el movimiento de, los dedos del joven antes de perderse en el vacío. Una mueca de los labios desveló dos hileras de dientes desparejos.

Ese hombre era… La verdad se abrió paso en su cabeza dolorosamente, como si le hubieran arrancado una mata de zarzas del cerebro. Sintió cómo un velo rojo se levantaba ante sus ojos.

«Es demasiado fácil -pensó-, ¡no vas a escapar de esta así como así! ¿Crees que porque hayas perdido la cabeza voy a olvidar el daño que le hiciste a mi madre?»

Sacó el buril y lo clavó en la espalda del anciano.


– ¡No! -conjuró el fantasma de María-. Eso no sirve de nada, Juan. Te quiero más que a la venganza… Ese perro ya es un cadáver, está más muerto que vivo, pero terminará reaccionando, gritando, los alguaciles te detendrán, te partirán las piernas… las rodillas… ¿Para qué? ¡Para nada, hijo!

El pintor emitió un débil gemido.

– ¿María? ¿Te acuerdas de María? La joven esclava que tú… -Y hundiéndole aún con más violencia el buril en el mismo lugar, añadió-: Mi madre dice que eres mi padre, pedazo de carroña… Bueno… la mitad de mi padre.

La cara venosa de don Miguel estaba crispada de dolor; le saltaban las lágrimas. La mancha de sangre de la camisa se expandía, sin que ese idiota esbozara el menor gesto de defensa. Indignado por la pasividad del violador de su madre, Juan le asestó un nuevo golpe.

– ¿No te vas a revolver? Pintaste a mi madre hasta saciarte y ahora te has vuelto un montón de carne inofensiva… ¿Crees que eso es suficiente para que no te mate? ¿Cómo pensaste en ella mientras la violabas? ¿Como simple carne morisca a disposición del colgajo que pende entre tus piernas? ¿Y a mí? ¿Como un residuo del líquido de tus cojones?

El discurso de Juan se disolvía entre sollozos.

– Voy a grabarte tu indignidad en la piel… Vas a ver cómo grita el cobre cuando lo trabajo… ¡Madre, hubiera preferido no nacer nunca!


María lloraba ahora como solo lloran los espectros: sin lágrimas, por supuesto, ni nariz enrojecida, ni sollozos; tan solo se hundía en las arenas movedizas de una tristeza sin fin, sin ilusión de salvación. A lo largo de su vida todo le había salido mal, y esa monstruosa mala suerte la seguía incluso después de muerta.

Por su parte, Bartolomé observaba con una curiosidad enfermiza el espectáculo que se desarrollaba al otro lado de la barrera que separa el mundo de los Muertos del de los Vivos. De vez en cuando mendigaba a María alguna respuesta.

– María, ¡no entiendo qué sucede! Cuéntame, ¿quién es ese joven? ¿Es tu hijo, como dice? Y el otro, ese cadáver andante…, ¿es su padre? ¿Has tenido un hijo con ese imbécil…? Pero ¿cómo es posible? ¿Qué te pasó?


Los ruidos que emitía la boca del pintor podrían haberse confundido con el piar de un gorrión. El contraste entre la debilidad de sus gemidos y la gravedad de sus heridas hacía que la escena pareciera casi irreal.

– Recuerda a la pequeña María, bazofia. Ella, la querida hija de Francisco e Isabel -escupió Juan tirando de un puntapié al viejo de su taburete.

Cuando el pintor golpeó el suelo se oyó un grito estridente, acompañado por el ruido de una vajilla haciéndose añicos. Por un instante, Juan creyó que el hombre había recuperado milagrosamente la potencia de voz.

– ¿Qué estás haciendo, asesino?

27

La vieja se cubrió la boca con la mano. A sus pies yacían rotos una jarra y dos cuencos. El líquido vertido le había salpicado las sandalias y los bajos de la falda.

– Maldito seas, ¿por qué quieres matarlo?

Jadeante, Juan cerró los ojos, intentando discernir algo a través de la niebla de su propia ira. La esposa del pintor mascullaba a su alrededor palabras incomprensibles. Se había lanzado sobre el hombre que yacía en el suelo profiriendo maldiciones entrecortadas por gritos de auxilio; intentaba proteger al moribundo con su propio cuerpo del arma amenazante que el asesino seguía blandiendo. La ropa se le había levantado obscenamente y el grabador entrevió dos piernas delgadas coronadas por una mata grisácea. Una parte de su cerebro protestó: «¡Tápate, vieja chocha sinvergüenza!». Mientras, la otra se preguntaba: «¿Y ahora qué tengo que hacer? ¿Matarlos a los dos?».

La mujer percibió la indecisión del visitante. Dejó de gritar, las pupilas se le contrajeron y la curiosidad ganó la batalla al pánico.

– ¿Quién eres, extranjero? Él nunca te hizo nada, ¡mi pobre marido! ¿Y quién es esa María de la que…?

La mujer se calló al instante.

– ¡María…! -balbuceó con voz estrangulada, como si ella también hubiera recibido una puñalada en el pecho.

La cara se le desencajó antes de volver a recuperarse bajo el efecto de la incredulidad y, más tarde, del estupor.

– María, la joven esclava, ¿la que…? Pero hace… hace ya tanto tiempo…

Boquiabierta y con el pavor titilando en sus ojos, observaba a aquel muchacho que se había hecho pasar por comprador. Aún asustada, pero ya calculadora, movía la cabeza de izquierda a derecha, como si estuviera manteniendo un debate consigo misma. Se pasó la lengua por el labio inferior y dejó sobre él un rastro de saliva.

– Dios mío, cómo te pareces… -Y dándose cuenta de la peligrosa ambigüedad de la frase, añadió-: A tu madre, me refiero…

Luego, suavizando su tono, escondió la mirada y sentenció:

– ¡Aunque en absoluto a su maestro don Miguel, como puedes ver!

Juan apretó los dientes y asestó una patada de rabia a la vieja.

– ¿Su maestro…? ¡Serás víbora!

La mujer lanzó un alarido. Cuando reculó arrastrándose sobre sus nalgas se dio cuenta de que llevaba sus vergüenzas al aire. Se bajó rápidamente la falda, balbuceando:

– Perdón, perdón, ¡no me había dado cuenta…! -Como si el hombre la hubiera golpeado por su falta de pudor.

Juan cerró los ojos con fuerza un momento y los volvió a abrir. Estaba sudando. Le dolía la mano que sujetaba el buril. La punta de la herramienta estaba ensangrentada, pero los golpes infligidos al anciano pintor no habían sido suficientes. Este yacía en el suelo, seguía tumbado sobre el vientre, seguía mudo… pero respiraba emitiendo grandes soplidos.

– ¡Voy a vaciarte la sangre de tus venas!

Levantó la mano y cogió aire para recuperar la ira que le había permitido acuchillar al pintor. La mujer alzó los brazos y gritó:

– ¡Ten piedad, no tiene ya más cabeza que un niño!

Su exclamación había detenido al asesino, así que continuó balbuceando de miedo.

– Lo siento, por María… tu madre. Fue… Fue un error. Él… Te lo suplico… Está así desde que dejó de pintar… Su cerebro se fue consumiendo lentamente por la pena… No nos mates… Él me quiere, lo sé, estoy segura… Es el único hombre que me… ¡Misericordia!

Se irguió de repente. Su astucia y su compasión por sí misma se aliaron entonces para hacerle ver la escena con otros ojos.

– Ya sé… has venido a por tu herencia. Crees que es tu padre… Pero en realidad, todo me pertenece… Aunque has hecho bien: te daré la mitad. Lo compartiremos. Quédate con más si quieres. Es un gran pintor, mi don Miguel… Yo no soy su criada. Es mi marido ante Dios y ante los hombres. Nos casamos el año pasado. El cura no quería… porque mi hombre no conseguía decir que sí. Esperé tanto tiempo y tuve que sobornar al cura… ¿Comprendes? Aún no me he cansado de ser su mujer… Toda la vida me ha tratado como si no valiera nada… Por Dios, no nos mates. ¡Espera al menos al próximo año!

Juan sintió que una extraña suciedad le entorpecía los músculos. No habría tenido que dejarla hablar tanto tiempo. Su discurso tenía ese regusto de fracaso que conocía tan bien.

– Perdónale, hijo mío…

– ¡No soy tu hijo, vieja loca! -rugió el grabador. Y avanzó hacia ella titubeante, blandiendo el arma por encima de la cabeza de la esposa.

– Espera… Tengo algo que te gustará.

Se levantó de un salto y rebuscó entre los cuadros apilados. Los levantaba uno por uno, gruñendo con un tono que oscilaba entre la rabia y la angustia: «No, este no. No… Pero ¿dónde los pusiste, idiota? Este cuadro no, veamos…».

Luego los lanzaba sin ningún miramiento, daba la impresión de que buscaba con frenesí algo en concreto. A veces tosía a causa del polvo que levantaba y lo resolvía escupiendo gargajos negruzcos sobre el suelo.

– ¡Mira! A ver qué piensas de esto…

Juan retrocedió estupefacto. La mujer blandía un cuadro con los bordes cubiertos de telarañas. El tema era un banal descendimiento del cuerpo de Cristo ejecutado al estilo de Botticelli. A los pies de la Cruz, arropada por varios personajes que recogían el cuerpo de Su Hijo, se hallaba una Virgen medio desvanecida en la que acababa de reconocer a su propia madre… pero mucho más joven de lo que él la recordaba. El pintor había subrayado además el carácter extraño y casi ridículo de la diferencia de edad: la Virgen, envuelta en una aureola y velos de colores demasiado alegres para el tema, parecía más la hija que la madre del viejo con la corona de espinas, un barbudo descarnado con sus partes claramente sugeridas a pesar del paño que descansaba sobre ellas.

– Dios mío, ¡qué hermosa eras, madre! -suspiró el grabador.

En el corazón sintió cómo se abría la puerta del tiempo, que había permanecido más sellada que miles de prisiones concéntricas. Juan supo que de un momento a otro su principal preocupación sería no imitar a la adolescente que lloraba desamparada a los pies del cuadro.

Deslizó la mirada hacia el autor de la pintura, admirado. Aunque su forma de pintar no fuera demasiado original, ese desgraciado había conseguido plasmar los trazos de la muerta cuando su propio hijo había fracasado lamentablemente.

Pero claro… ¡el violador había decidido estudiar todos y cada uno de los rincones de su madre!

El grabador se sobresaltó ante la vulgaridad de su pensamiento. Acumuló saliva para escupir sobre el hombre tendido, pero no hizo nada para no romper el encanto del momento. Se volvió de nuevo hacia el cuadro. Las comisuras de los párpados le quemaban como durante aquellos primeros meses de exilio cuando no conseguía comprender por qué esa madre a la que adoraba había vomitado tanta crueldad sobre él.

El grabador quedó absorto en la contemplación de la hermosa muchacha y sintió que se fundía de ternura. Tuvo unas ganas repentinas de bromear con ella sobre el nimbo de santidad que la coronaba y su virtuosa compañía.

«Madre, nuestros vecinos del pueblo se hubieran muerto de envidia si hubieran visto a todos estos importantes personajes que te rodean en el cuadro… Tú que eras más disoluta que…»

Confundido, Juan pidió disculpas con una sonrisa en los labios: «Perdona, Yemma, soy tu hijo y un hijo no se ríe de su madre».

Negó con convicción: «Sí, madre. Un hijo digno de ese nombre no juzga a quien lo ha traído al mundo».

Tragó saliva e insultó a los encargados del gobierno del cielo: «¡Malditos seáis!». Estaba haciendo esfuerzos para estrangular el gimoteo que intentaba escapar entre sus labios. En el Evangelio, era el hijo quien debía morir; su madre, la famosa María, la madre de Dios, solo aparecía para poner rostro al dolor de la muerte. La realidad había invertido los papeles con toda su crueldad.

Apretó los puños y la mano herida le mandó un recuerdo de dolor.

– ¿Hay más? ¿Hay más retratos de este tipo? -articuló.

Ante la cara estupefacta del visitante, la esposa del demente parecía confundida… Colocó el cuadro a sus pies.

– No te enfades… Es el único cuadro que queda de María… de tu madre, quiero decir. Los demás los destruí. Sí, los quemé. Teníamos miedo… Sabes, al Santo Oficio no le gustaban nada estas telas. Las encontraba demasiado… demasiado… Nos jugábamos la vi…

No pudo terminar la frase.

– ¡No, piedad! ¡No, no quiero morir! -suplicó.

El hombre se había abatido sobre ella y la mantenía inmovilizada; con su brazo izquierdo alrededor de su cuello, estaba a punto de ahogarla. Con el extremo del buril en su garganta, no la amenazó, sino que se lamentó:

– Bruja, destruiste lo que quedaba de ella. ¡Los otros la quemaron en la hoguera y tú quemaste su pintura!

El cuerpo de la cautiva desprendía un agrio olor a sudor, a col y a grasa. Se debatía con la energía que da el terror sin poder zafarse del joven. Pero la ira de Juan, una vez más, desapareció en el momento decisivo, dejando tras ella un rastro de desánimo. Juan contuvo la respiración. Asustado y con un sudor frío recorriéndole el cuerpo, se dio cuenta de que había cruzado la mitad del continente para encontrarse con esta situación: sin furia ya ni ningún otro impulso que la inercia, se disponía a acabar con un ser humano.

«Eres de los que les gusta abusar de los silogismos y te preguntas sin parar cuál es la razón, el motivo de las cosas», se reprochó en su interior.

Sin apartar los ojos del dorso del cuadro que descansaba en el suelo, había empezado a hundir la punta del metal (apareció una gotita de sangre en el cuello), cuando la mujer logró articular una súplica:

– No me mates, por Nuestro Señor Jesucristo… Hay más… no cuadros, no… sino dibujos. Están bien escondidos. No podrás encontrarlos solo.

– Dámelos.

– ¿Si te los doy no nos matarás?

– Dámelos ahora mismo -vociferó- u os descuartizaré a los dos.

La había soltado y la cautiva aprovechó para zafarse. Echaba saliva al hablar, sin bajar los brazos para protegerse del buril.

– Te los voy a dar… Pero júrame ante Dios… -Su voz titubeó, se tiñó de una especie de astucia difícil-. Júrame que no nos harás daño… incluso… incluso si los dibujos no te gustan.

Juan emitió un «mmm» que, a falta de algo mejor, ella decidió tomar como un asentimiento.

– Hay que empujar la mesa hacia esa pared… Sí, de lado. Coge el taburete… -le ordenó, repentinamente revigorizada tras verlo introducir el buril en el zurrón.

Doña Ana trepó con una agilidad sorprendente a la mesa y luego al taburete. Manipuló una moldura a primera vista idéntica a las que corrían a lo largo de las paredes del taller. Tuvo que hacer varias contorsiones y bastante fuerza para despegar una plancha que, al caer, dejó al descubierto un hueco en la pared. En un último esfuerzo, la vieja se puso de puntillas e introdujo el brazo en el escondite.

– Toma -le dijo con la cara perlada de sudor mientras le tendía un grueso rollo protegido por una tela manchada de pintura-. No olvides tu promesa.

Su voz denotaba miedo. Alargó excesivamente el brazo con el paquete y se desequilibró; cayó del taburete, pero Juan logró agarrarla por la cintura mientras el paquete rodaba por el suelo.

La primera imagen que vio Juan fueron sus labios delgados, que murmuraron un «gracias» tan sorprendido como avergonzado; luego, al retroceder a causa del fétido aliento, advirtió el cuello manchado de sangre de doña Ana. La soltó bruscamente y bajó para apoderarse del rollo. Al retirar el tejido que lo protegía descubrió grandes hojas de papel enrolladas en forma de papiro. Eliminó como pudo el dedo de polvo que se acumulaba sobre la mesa y se dispuso a deshacer el lazo que mantenía el rollo cerrado.

Ocupada con el hombre que yacía en el suelo, doña Ana intentaba reanimarlo con gestos de solicitud irritada como los que hace una madre a su bebé. De vez en cuando, dirigía miradas ansiosas al visitante.

El nudo estaba demasiado apretado. Juan tomó el buril del zurrón y cortó el cordel. Se deshizo del tejido y empezó a desenrollar el paquete.

– ¡Dios mío! -Fue la única exclamación que salió de su boca mientras aplanaba con la mano la primera hoja de papel.

Enrojeció. El aire pareció inflamarse de repente y sus pulmones reaccionaron con un ataque de tos.

– Ya te lo dije, pequeño… -murmuró la mujer, que había conseguido sentar a su marido.

Don Miguel también miraba al visitante, pero sin emoción alguna, con un aire increíblemente ausente.

– ¿Cómo… cómo os atrevisteis?

El rostro de la mujer se contrajo. Se mordió los labios como si sopesara las palabras que se disponía a decir.

– Voy a confesarte algo, pequeño… Cuando dibujó estos… esta cochinada… creo… creo que la amaba. Sí, a su manera, odiosa, obscenamente. Estaba seguro de que algún día le reconocerían su talento; si estaba de buen humor, decía que le reconocerían además una pizca de genio. De joven vivió en Italia, y me contaba que allí lo habrían valorado en su justa medida. Creía que María era el mejor regalo que Dios podía entregar a un pintor. Juraba que tu madre, gracias a él, sería venerada por los siglos de los siglos.

Su voz se elevó amarga y quejumbrosa.

– Todo eso no eran más que pamplinas que no significaban mucho para mí. Yo era fea a más no poder y tu madre… ¡Dios! No debería estar permitida semejante belleza. ¡Cómo la envidiaba! Solo una mujer podría imaginárselo. Era una esclava, un capricho de don Miguel, pero nunca le hice daño… Él sí; él le sirvió una parte del infierno en la tierra. Pero fue porque ella amaba a otro más joven que él y los celos devastaron el alma de don Miguel.

Señaló con el mentón al viejo de mirada vacía sentado en el suelo del taller.

– Puedes matar a quien quizá fue tu padre, pero eso no aliviará el sufrimiento de tu madre. Don Miguel ya está muerto. Más que muerto. Y yo…

Inspiró y se limpió la nariz con una manga manchada por la sangre de su cuello y por la de su marido.

– … yo sigo queriéndole, incluso ahora… ahora que un simple gazapo sería más listo que él. Ten piedad, pequeño… -Y, sorprendida por su audacia, añadió-: Ten piedad… ¡por el amor de tu madre!

Juan no respondió. Sabía que si abría la boca sería incapaz de parar de gritar. Le temblaban las manos. Enrolló de nuevo las hojas de papel, las cubrió con el tejido y se dispuso a atarlas con el cordel. Luego, cambió de idea. Se dirigió con el buril hacia el descendimiento de la Cruz. Doña Ana estaba aterrorizada y se protegió, hecha un ovillo en una esquina del taller. Giró la tela, cortó un rectángulo donde sólo estaba la Virgen, volvió a la mesa y empezó a atar la cuerda tras añadir el trozo de tela al rollo de dibujos.

Se sentía totalmente aturdido.

Cuando se disponía a abandonar el taller, formuló todavía una última pregunta.

– ¿Por qué los habéis conservado, si teníais tanto miedo?

– Me hizo jurar por mi alma que jamás me separaría de ellos. Era todo lo que quedaba de su arte. Y…

Dudó. Pero Juan le lanzó una mirada tan cargada de animosidad que doña Ana comprendió que la mataría allí mismo si no acababa la frase.

– … me dijo que llegaría un día en que todos esos dibujos valdrían su peso en oro. Hace mucho que vivimos con dificultades y por eso…

El intruso bajó la cabeza, como preparándose para recibir una invisible lluvia de basura. Dándose cuenta de su error, la mujer se calló, abrió los brazos en señal de resignación y esperó su suerte.

Con el rollo bajo el brazo, Juan cruzó el pasillo, abrió la puerta de la casa en la que su madre había sido esclava durante tanto tiempo y salió a la calle. Tenía la cabeza embotada y era incapaz de formular cualquier idea aparte de «no he vengado a mi madre».

La calle estaba desierta. Caminó unos veinte pasos antes de que alguien le interpelara.

– ¡Eh, escuchad!

La vieja se parapetaba tras la puerta de la casa. Solo dejaba ver parte de la cara, aún crispada de terror, pero sus ojos ya chispeaban. La seguridad de tener la puerta casi cerrada alimentaba su odio.

– No sabía que habían quemado a vuestra madre en la hoguera… Tanto si me creéis como si no, Juan, jamás detesté ni maltraté a la pequeña… Lo siento en el alma. Lamento ese terrible final. Vuestra madre quizá no lo merecía… pero, por Dios, ¡no es culpa nuestra! ¡Y a vos, que os parta un rayo, cobarde! ¡Solo os atrevéis con viejos indefensos!

Tras cada frase, la mujer intentaba recuperar el aliento sin conseguirlo. Se había frotado las mejillas con vigor sin darse cuenta de que se las manchaba de sangre. Lloraba de rabia.

– ¿Eres morisco, verdad? ¿Y por qué no te ha detenido ya la Santa Hermandad? Basura podrida, ¡vete con tus semejantes!

Juan comprendió que dos o tres pasos le habrían bastado para alcanzar la puerta y darle una patada sin que la vieja hubiera tenido tiempo de cerrarla. Pero prefirió soslayar los insultos. Con paso ligero, se alejó hacia la catedral.


María contemplaba la escena como si se tratara de una Piedad grotesca. La vieja Ana sujetaba la cabeza de quien fuera pintor y verdugo de su adolescencia. La herida del viejo sangraba en abundancia; la del cuello de la mujer parecía más superficial. Don Miguel gemía suavemente mientras doña Ana, con los ojos llenos de lágrimas y la ropa manchada de sangre, le acariciaba la cabeza.

– No te mueras, maridito, no te mueras -repetía como una letanía.

«No mejoraste con la edad, Ana. ¿Cómo conseguiste convencerle para que se casara contigo? ¿O fue solo por el dinero que te debía…?»

La sombra produjo en su mundo lo que equivaldría a un suspiro en el de los Vivos. Por un lado, se sentía enojada por la suerte de aquel hombre que dejaba la vida tan cómodamente con total inconsciencia de su destino y rodeado de amor. Por el otro, sentía una inesperada compasión, pegajosa como la cola de un pescado, hacia la mujer a la que el hado había castigado con una fealdad tan grotesca.

¡Qué injusto era el mundo! ¿No había esperanza para los hombres? ¿Quiénes eran esos perros divinos que sembraban la desgracia de manera tan aleatoria?

De repente, el hombre ronroneó de placer bajo las caricias que le hacía doña Ana en la cabeza.

«¡No creas que vas a irte así, don Miguel! -gruñó el espectro-. No permitiré que tu agonía te resulte agradable. ¡Tienes que sufrir más, mucho más! No mereces ser el padre de mi hijo.»

El enojo había tomado los mandos de la voluntad de María.

– No te muevas, querido. Voy a buscar un paño para parar la sangre -dijo Ana con la voz tomada por la angustia.

Se levantó, salió del taller y sus pasos se perdieron escalera abajo.

María sabía que si lo hacía, ella también sufriría y, lo que era peor: su acto se saldaría con amnesia. Pero estaba decidida. Acababa de darle un encargo a Bartolomé: le pidió que siguiera a Juan hasta su alojamiento y que volviera luego para informarla. Así María podría quedarse un momento en el domicilio del pintor y asegurarse de que la anciana no hacía nada contra su hijo.

A cambio, María respondería a algunas preguntas de Bartolomé sobre su existencia terrenal. El espectro la dejó sola, no muy convencido, pero antes insistió: «Contrólate, no influyas en el comportamiento de los Vivos, sus preocupaciones ya no son las tuyas… O perderás retazos enteros de recuerdos sobre tu vida pasada. Y tu memoria es el último cartucho de la mía ahora».

María se dirigió hacia don Miguel, incapaz de resistirse a su frenesí. Se enrolló a su alrededor, lo palpó y recurrió a los mismos gestos que habían provocado el espanto de la pareja de campesinos en la posada.

Pero el rostro de don Miguel no dio muestras de espanto, sino que mantuvo su impertérrita placidez. María siguió rascándole con ahínco, tocándole e infiltrándose en sus orificios. Fue en vano. El viejo continuaba feliz.

Cuando miró a los ojos al herido comprendió la inutilidad de sus esfuerzos: los dos glóbulos estaban tan apagados que parecían flotar sobre su rostro. La demencia del pintor también le privaba de imaginación y lo hacía impermeable al miedo.

María se retorció, desesperada.

«¿Acaso vas a tener suerte hasta el fin de tus días, cretino?»

Pues quizá sí: el espectro observó con horror que la herida del pintor cada vez sangraba menos…


– ¡Oh, gracias, gracias, Señor, por salvar a mi esposo!

Profundamente agradecida, doña Ana rozaba con el dedo la costra negruzca que cubría ya las heridas del pintor. Había regresado junto a él con un paño limpio, pero su esfuerzo había resultado inútil porque la sangre se había detenido milagrosamente.

– Gracias, Señor Todopoderoso, por tu bondad.

La esposa recitó una breve oración. Pero un oscuro pensamiento la hizo tensarse de nuevo.

– ¿Y si vuelve ese bastardo?

Se irguió, dejando caer sin miramientos el brazo que un instante antes merecía toda su atención.

– Nunca se conformará con los dibujos. ¡Nos degollará! Por todos los santos, ¡no tardará mucho en repensárselo! Miguel, ayúdame… ¿Qué tengo que hacer?

Daba vueltas sin cesar, con las manos sujetándose la vejiga como si se retuviera las ganas de orinar. Estaba presa del pánico.


A través de la niebla, María la vio precipitarse hacia la puerta, abrir el postigo y con los brazos en las caderas, gritar:

– ¡A mí, valientes…! Nos quieren matar… Salvadnos… Es un here…

«¡Doña Ana, no! ¡A mi hijo, no!»


– ¡Ahhh! -Con el cuello aún enrojecido, la mujer ululaba en el medio de la calle-. ¿Qué me sucede? ¡Ahhh! ¿Quién se atreve…? ¿Quién me está poniendo el dedo en mi…?

Se puso las manos en el trasero y miró a su alrededor con los ojos fuera de las órbitas. La saliva le salía de la boca como una espuma blanquecina. Se le quebró la voz cuando comprendió que no había nadie a su alrededor.

– ¿Quién eres? Jesús, María y José… no dejéis que me toque… ¡Satán quiere violarme! ¡Santiago, auxilio! Soy una mujer honesta. Apártate de mí, demonio. No me arrastres contigo. No quiero… Mierda de Dios, déjame el culo en paz.

Enloquecida por el terror, la antigua ama de llaves se llevó la mano al pecho. Estaba pálida. Las rodillas le cedieron. Jadeó antes de aspirar una bocanada de aire y se lanzó de nuevo a gritar, primero de forma muy estridente y luego cada vez más ronca… hasta que los tejidos de los pulmones sucumbieron al esfuerzo.

28

Juan vagó durante todo el día con el rollo de dibujos bajo el brazo. Se hallaba en un estado cercano a la ebriedad, a merced de cualquier control. Los soldados paraban a los peatones con el fin de dar con moriscos que hubieran escapado de la criba. Un monje en sandalias, con campanilla y alforjas le mostró una cruz para que la besara. Mientras el religioso entonaba un cántico, Juan se arrodilló ante él y posó sus dóciles labios sobre el crucifijo.

Al final de la tarde, con el cuerpo molido y temblando de frío, se resignó a regresar a la posada… sin haber tomado ninguna decisión.


– Sal -le ordenó María a Bartolomé-. Después te contaré por qué moriste. Te lo prometo por… por…

– ¿Por qué? ¿Por tu vida, quizá? -le espetó burlón el espíritu del cazador de esclavos-. ¿Acaso no recuerdas que es un bien del que ya no dispones?

– ¡Déjame sola con mi hijo o no me volverás a ver! -lo amenazó, fuera de sí. Y en un tono casi suplicante, añadió-: Es tan… es tan triste. Sal de la habitación, Bartolomé, te lo ruego. Ve fuera, junto al río. Luego iré a reunirme contigo.

– ¿Aún recuerdas mi nombre? Yo soy un hombre honesto, te he guiado hasta la posada de tu hijo, pero ¿quién me garantiza que cumplirás tu palabra? ¿Qué le has hecho a la cuidadora de ese idiota? Te recomendé que no te mezclaras en los asuntos de los Vivos. Seguramente ya has gastado la mitad de tus recuerdos…


Alisó la hoja, quizá la número treinta del rollo. El papel era de excelente calidad y carísimo. Juan despegó lentamente los labios. Intentó una vez más mirar exclusivamente el rostro extático de la joven, con las manos unidas visiblemente orando, pero su mirada se deslizó hacia la parte inferior del dibujo.

Contempló con atención el ordinario esbozo.

– Dios mío, Dios mío…

¿Cómo era posible? ¿Cómo era posible semejante belleza en los trazos, esa melancolía en la expresión del rostro y la obscenidad sin límites de posturas y gestos? ¿Cómo era posible tanta blasfemia?

Le quedaban muchas hojas por examinar, pero ya no tenía duda, los dibujos eran todos iguales: llenos de intensidad religiosa y dignos del burdel más crápula.

– Madre… pero ¿qué hizo contigo? Y él…

Sin darse cuenta, pasó un dedo por el contorno de las caderas y se detuvo en el sexo explícito de la joven… ¡su madre! Su corazón latió aún más fuerte cuando apreció el contenido voluptuoso de la ofrenda. Sintió el mordisco de los celos al pensar en la gran habilidad del pintor. ¿Hubiera podido él dibujar a su madre con tanto talento?

Le tembló todo el cuerpo.

– Merecería ser ciego -pensó, inundado por la pena.

Volvió a enrollar las hojas, las envolvió en el tejido y las escondió bajo la cama.

Había que quemarlas. Sí. Lo antes posible, para que nadie pudiera alimentarse con la visión de su madre.

En un taburete descansaba una jarra de vino medio llena del día anterior. Juan la vació de un trago a pesar de que sabía a vinagre. Se sentó agotado en el borde del colchón. Fuera, la noche empezaba a cubrirlo todo con su manto. El hombre se dejó caer, luego se acurrucó, tembló, juntó las piernas y se llevó un buen susto.

Tenía el sexo duro como una roca.

Atónito, se desnudó y contempló su miembro como si no formara parte de su cuerpo.

Una vocecilla le impidió cualquier escapatoria: «¿El coño de tu madre te pone así, canalla?».

– Cállate -gruñó con un gemido de odio.

Alzó ambas manos para alejarlas del pene, asustado por la fuerza del deseo que este proclamaba.

– No soy más que un…


María intentó apartar la vista, pero era imposible pues su visión de espectro abarcaba todas las direcciones.

«No… Soy tu madre, ¡vamos! -pensó, abatida, retrocediendo rápidamente hasta empotrarse contra la pared-. Tú no, mi querido Juan… ¿Acaso no te amamanté, te limpié los mocos y te canté villancicos?»

Por primera vez, la pobre sombra, profundamente escandalizada y al mismo tiempo, divertida, comprobó hasta qué punto esa facultad de ver sin ser vista podía ser en realidad uno de los castigos más implacables.


Leonor llamó a la puerta y entró sin esperar respuesta. Se había acostumbrado a visitarlo cada noche con el pretexto de curarle la herida. Solo le ofrecía sus encantos a través de sutiles alusiones. Decía, burlona, que venía para charlar un rato antes de entregarse a sus «labores»; para conseguir, a pesar de sus pecados, un lugar en el paraíso por cuidar gratis a un desgraciado viajero solitario. A la larga, a pesar de su malhumor, él había acabado por apreciar su conversación algo banal, mezcla de groserías y de modismos refinados que había aprendido de su primer maestro, un castellano que la había despabilado antes de echarla. La muchacha odiaba Sevilla porque no le había traído felicidad, y decía que envidiaba a Juan por los numerosos lugares que había recorrido. Su sueño era zarpar para hacer fortuna en el Nuevo Mundo, donde las pepitas de oro eran tan grandes como aquí la miga del buen pan. Pero ¿qué galeón que cruzara el océano admitiría a bordo una pasajera que como viático solo tenía su propio cuerpo?

Entró llevando en una mano un cubo de agua y en la otra un candil. La criada mostraba la expresión habitual, a medio camino entre la ironía y el servilismo.

– Vengo por vuestra mano… -depositó el cubo y bromeó-: y solo por vuestra mano, dado que no deseáis otros remedios más dulces. No habéis bajado a comer y al señor no le gusta que sus clientes duerman en su casa sin haber comido. Me ha encargado que os recuerde que tiene para vos un sabroso cocido de cerdo. No os arruinará y, en cambio, os calentará las tripas.

Y con una expresión sospechosa añadió:

– Por cierto… Hemos recibido la visita de un miembro de la Inquisi… ¿Me estáis escuchando?

Ante la falta de respuesta, se acercó a la cama con curiosidad precedida por el candil.

– No está bien quedarse demasiado tiempo en la oscuridad, porque se atrae al Diablo y a sus barones. Persignaos siete veces recitando el padrenuestro y a continuación escupid hacia atrás. Aún mejor, ¡tiraos un pedo, eso les disgusta! Además, si queréis una auténtica reliquia de Jerusalén para protegeros de ellos… con unas moneditas…

Y se interrumpió de repente, alarmada.

– Pero ¿qué estáis tramando con los dos brazos alzados, señor italiano sabiondo? ¿No estaréis enfermo? ¿Un bubón? ¿Unas fiebres de Roma? Ah, ha sido el vino… Bebéis demasiado, ya os lo tengo dicho.

Juan se sintió enrojecer como un tomate, pero no hizo amago de bajar los brazos. Jamás se había sentido tan ridículo, pero temía que si se rozaba de nuevo el miembro saldría un chorro de semen… ¡lo que significaría gozar de su propia madre! Intentó formular una respuesta, pero su lengua, trabada en su propia torpeza, fue incapaz de articular palabra.

Al avanzar la mano hacia el vientre de Juan, la mujer suspiró, admirada.

– Vaya… -Dejó escapar una risita traviesa-. ¡Por la herida íntima de la favorita del Papa! ¡Pondríais celoso a un jabalí en celo! ¿En honor de quién se ha producido este despliegue de devoción?

Por fin la lengua se le soltó:

– Te lo ruego, Leonor: ¡líbrame de este espanto!


Cerró los ojos mientras se corría de forma violenta, breve; fue como un delicioso puñetazo. Ahora, emergía de la conmoción del goce para hallarse sumergido en una niebla de sentimientos contradictorios donde coexistían la vergüenza de un acto innombrable y una especie de orgullo que no conseguía comprender… Era como si por un instante se le hubiera ofrecido la posibilidad de hacer renacer a la melancólica doncella de esos esbozos obscenos. Mientras abrazaba el cuerpo de la criada, todavía con el sexo dentro de ella, estuvo a punto de decir «gracias, ma…». Pero se mordió los labios a tiempo; hundió la nariz entre los cabellos negros de la joven y con el pecho oprimido le susurró al oído: «Gracias, Leonor».

Para su sorpresa, descubrió que la chica olía bien. Además, desde hacía unos días se emperifollaba con cierto gusto y los días que se tomaba la molestia de peinarse bien hasta parecía guapa. Algo en él (áspero, desdeñoso, como un enemigo en su propio cerebro) se mofaba: «No cambies el rumbo de tus pensamientos. ¿A quién quieres engañar? ¿A ti mismo, imbécil incestuoso? Cuando hundías tu verga en el coño de esa puta, ¿en qué soñabas si no en profanar el coño de tu madre? ¿Cuál de las obscenidades que tu pretendido padre le hizo sufrir a tu madre te ha excitado más? Además, quizá no haya pecado alguno en tu comportamiento… ¡María siempre fue una fresca!».

Aturdido por la violencia del ataque, Juan se atragantó y empezó a toser.

– Menudo efecto tengo sobre vos… -se rió la mujer.

Cuando consiguió aclararse la garganta, Juan protestó con quizá demasiada convicción.

– No, Leonor… Era…

La criada se separó un poco de él.

– No hace falta que gritéis, Juan. ¡Yacer no le vuelve a uno sordo! Apartaos, me estáis aplastando…

La criada buscó un paño para secarse la vulva húmeda antes de mirar con toda la sorna de la que era capaz a su compañero.

– No me contéis cuentos, no estabais follando conmigo. ¡Antes de que llegara ya estabais más empalmado que un semental entre una manada de potrancas! Seguro que alguna de esas sevillanas desvergonzadas os ha calentado con sus melindres.

Y sin darle tiempo a reaccionar, con el mismo tono ligero, añadió:

– ¿Me lo estáis agradeciendo tanto porque creéis que no os va a costar nada?

El joven farfulló que no era de esa clase de personas y que evidentemente le pagaría lo que le pidiera.

– ¿Cuánto te debo, Leonor? -preguntó incómodo.

La mujer se levantó como un resorte, se bajó las enaguas y se pasó una mano por el pelo para peinarse. Infló los carrillos y luego los vació, soltando el aire lentamente. Magnánima, concedió:

– Mmm… Ha sido tan rápido que, sin querer ofender, he tenido la impresión de que no ha pasado nada. Así que digamos que… por esta vez, será gratis. Pero mañana, si esa recolectora de amores rápidos volviera a pasar bajo vuestra ventana… -y aquí su cara adquirió un aire mucho más severo-… no me gustaría que me tomarais por una tonta demasiado embobada por un joven hidalgo surgido de Dios sabe dónde. Eso… eso daría un buen puntapié a mi orgullo. ¿Estamos de acuerdo, Juan?

Sorprendido por el giro huraño de la arenga, Juan mantuvo la boca cerrada. Leonor recogió el candil y se dirigió hacia la puerta. Desde el umbral le dijo, con una mirada exageradamente plácida:

– Os dejo el cubo de agua limpia. Tendréis que arreglároslas solo hoy. Si sois tan gallardo para seducir a una chica, también lo seréis para curaros la mano… Por cierto, os estaba diciendo que alguien, un sacerdote creo, ha venido a preguntar a mi dueño sobre un comerciante de cuadros. No sé qué le habrá respondido, pero vos sois un artesano, un grabador, no un comerciante, ¿verdad?

El corazón del hijo de María se encogió. ¿Le había dado la dirección exacta al cura comedor de altramuces? Sintió que un sabor agrio le subía por la garganta y se transformaba en eructo.

– Esto… sí, por supuesto -replicó.

Sorprendida por la indecisión del grabador, la mujer frunció el ceño. Cuando cerró la puerta, seguía teniendo una expresión preocupada.


Se puso cuidadosamente el jubón tras comprobar, como tantísimas veces desde su adolescencia, la presencia de los papeles falsos protegidos por la bolsa de cuero. Buscó el orinal para aliviarse y se durmió casi de inmediato, aplastado por el peso de la increíble jornada que había concluido tan lamentablemente en la vagina de Leonor. Su alma, vencida por el sueño, rehuyó examinar las consecuencias de las declaraciones de la criada que podrían ser nefastas. También omitió, de forma totalmente deliberada, el recuerdo de las vicisitudes de la mañana, que habían visto sangrar a Juan y casi asesinar a dos viejos. En lugar de eso, la parte del cerebro que nunca duerme prefirió consolarse bromeando con la trágica doncella del rollo de papel.

El durmiente aún conversaba con ella cuando Leonor acudió a despertarlo en mitad de la noche. Su madre le reprochaba amargamente en sus sueños:

«¿Qué te ha ocurrido, Juan? ¡Esas no son cosas que se hacen con una madre, por Dios!».

«Pero no era contigo, madre, lo sabes de sobra. ¡Eso hubiera sido un crimen! Yo estaba… estaba con esa chiquita… -protestaba él, pero quedó paralizado por un ataque de timidez-: ¡Un hijo no tiene este tipo de conversaciones con su madre…! Y además… no es culpa mía si estabas desnuda y resultabas tan seductora, madre. Ninguna mujer te iguala en belleza. ¿Cómo hubiera podido resistirme? Ni un rey con su corona hubiera podido contenerse. Ahora entiendo por qué padre te amaba tanto. Si yo hubiera tenido la suerte de encontrarte cuando eras joven, me habría querido casar contigo de inmediato. Pero yo, jamás, jamás, ¿lo oyes?, te habría denunciado.»

«Pero eso es imposible, Juan, yo no soy de tu edad… -replicó la madre enternecida pero aún enfadada-. Recuerda que me han cortado la lengua, me han quemado, estoy muerta…»

Juan la interrumpió, incrédulo, con una risita.

«¿Muerta? Pero ¿qué intentas decirme, madre? No tiene sentido. Mira los dibujos: estás más viva que yo. Y estás hablando, con o sin lengua. De todas formas, un día resucitarás y te convenceré.»

«Mi pequeño vanidoso…», dijo colocando una mano afectuosa sobre la frente del hombre que dormía.

En el sueño, ella aparecía unas veces muy joven y otras con la edad que tenía cuando la quemaron. Canturreó una seguidilla cuya letra Juan no entendía, pero que escuchó con el encanto inquieto de quien adivina, a pesar de todo, que está soñando.

«Entonces… durante todos esos años, ¿no me olvidaste, mi querido hijo adorado?», le preguntó ella de repente.

Estaba respondiéndole que no, que no había pasado un solo día en Roma sin que pensara en ella, que todavía era capaz de reconstruir hasta el último detalle de la infancia a su lado… a sabiendas de que estaba mintiendo a su madre como un dentista. Solo el increíble talento de ese obsceno de don Miguel le había permitido reconstruir los trazos de su bellísima cara. Con el pecho desgarrado por la alegría de haberla encontrado, el grabador se disponía a jurar que nunca más permitiría que el tiempo le saqueara el recuerdo que guardaba de ella, cuando…

– Despierta, Juan. ¡Despierta, pedazo de imbécil!

Una mano lo sacudía sin miramientos. Al principio, creyó que era su madre y se quejó, como cuando era niño y aún no había amanecido.

– Despierta y no grites, Juan.

Era de noche y del orinal ascendía un tufo a amoníaco. Pero, más que su voz, demasiado baja, reconoció su olor, el mismo que había olido en su cuello al hacer el amor. Tendió las manos y encontró algo suave y blando: ¿un pecho?

– ¿Leonor? ¿Qué te ocurre? -balbuceó irguiéndose con torpeza.

– Sí, soy yo. Y si no te apresuras, pronto serán los secuaces del alcalde o peor aún, el Santo Oficio. Y entonces vas a tener que divertirte con sus pechos. -Y añadió con un quejido-: Pero, Señor, ¿qué hago aquí?

Aunque su tono seguía siendo irritado, detrás del mal humor de la chica Juan no tardó en distinguir un sentimiento más viscoso: miedo. Intentó ocultar su aturdimiento, pero su voz le traicionó.

– ¿Qué pretendes? ¿Acaso son horas para despertar a gente honrada?

– ¿Gente honrada? Espera que voy a preguntárselo a mi jefe.

Se rió y esa extraña carcajada barrió los últimos restos de sueño de la cabeza de Juan. El grabador sintió como si su corazón se desprendiera de su pecho y cayera peligrosamente sobre la vejiga.

– Hace menos de una hora, vino a verme… Sí, cuando su señora no le basta, honra a la criada… Él no viene con cuentos como tú, sino que simplemente quiere vaciarse.

El tono era hostil, Leonor lo desafiaba a que la contradijera, pero Juan se mantuvo callado. Estaba demasiado ocupado intentando controlar su inquietud.

– Él me… me… Bueno… Cuando acabó, me preguntó si tenía alguna información sobre ti, sobre qué hacías aquí… si nos habíamos acostado… Acabé diciendo que no, que no sabía nada de ti, y que sí, que habíamos retozado… Y entonces me exigió que te impidiera salir mañana, y que si fuera necesario te abriera de nuevo mi jardín secreto… ¿Recuerdas el sacerdote del que te hablé ayer?

Juan no dijo nada. Leonor volvió a la carga:

– ¿No relacionas nada o el vino te ha lavado el alma de toda malicia? El sacerdote que vino buscando a un mercader de arte procedente de Italia que, según él, se alojaba en la posada… El Santo Oficio, sorprendido por su comportamiento, quiere hacerle algunas preguntas. El jefe le ha jurado sobre la Biblia que ninguno de sus clientes respondía a esas características. Pero ayer el gordo te vio entrar con un rollo envuelto en un paño manchado de pintura, y dice recordar que en tu jubón había manchas sospechosas… sangre, posiblemente. Mucho más tarde, se presentaron los guardias. Estaban recorriendo todas las posadas de Sevilla en busca de un ladrón, un español con un ligero acento, más bien joven, que ha apuñalado a unos burgueses ricos, un pintor y su mujer… creo. Ayer no pude contártelo porque todo esto sucedía cuando tú… cuando estábamos juntos.

La criada se aclaró la garganta. Respiraba con dificultad.

– El jefe sospecha que eres el mercader italiano y el agresor de los dos burgueses, pero está convencido de que puede sacar tajada de esta historia. ¿Quién sabe? Quizá el pintor o su familia pagarían por recuperar los bienes robados. Por eso, el posadero no ha alimentado las sospechas de los guardias; son demasiado voraces y se quedarían con la recompensa. Cuando amanezca, irá a proponerle un apaño al pintor y, si no puede sacar nada, se dirigirá a la sede del Santo Oficio. Su sueño es convertirse en uno de ellos, con su famoso bastón negro y blanco. Mientras, me ha ordenado que te entretuviera.

Lanzó una carcajada desprovista de alegría.

– Se cree que la gente se confiesa con más facilidad con una puta que con un cura, siempre que la puta sepa bien su oficio, claro. Juan, ¿si te doy placer de nuevo, me contarás quién eres en realidad? Si lo que pienso no es cierto, no tienes nada que temer. Pero, en caso contrario, una vaca camino al matadero tendría menos motivos que tú para estar nerviosa.

Juan no le veía los ojos, pero adivinaba que su mirada debía de ser furiosa. Sintió unas ganas violentas de negarlo todo. Entonces, como si alguien hubiera dejado caer una losa sobre su cabeza, sintió cómo su cuerpo se hundía, los músculos anquilosados bajo el peso de su nueva situación: la muerte, tras haber acabado con su madre, estaba llamando a su puerta.

Por un instante, en aquella habitación oscura como una tumba solo se oyó el ruido de las dos respiraciones angustiadas. Hacía frío y, sin embargo, Juan sintió una gota de sudor bajándole por el ojo. Quiso parpadear para evitar el escozor, pero fue incapaz.

– ¿Y bien? ¿Vas a decir algo?

En la oscuridad, ella lo palpó hasta encontrar el principio del cráneo y luego los hombros. Le pellizcó sin miramientos.

– Juan, tienes que…

– ¿Están muertos?

La había interrumpido con una voz tan ronca que la chica se asustó aún más.

– Virgen santa, ¡entonces es cierto! -Tenía la voz tomada por el terror-. Por mi madre, ¿cómo quieres que sepa si los has degollado o no?

Entre ellos se instaló un silencio tenso, interrumpido finalmente por la exasperación temblorosa de la muchacha.

– Cada segundo que pasas junto a esta cama acorta tu vida. Creo que sería mejor que te vistieras a toda velocidad y pusieras tanta tierra de por medio como te permitan tus piernas. Pero quizá, como has vaciado la esencia de tu savia en mí, ahora querrás que te llene de ortigas frescas el agujero del culo y te transporte a hombros.

El grabador se dio cuenta de que, a pesar de su lenguaje salaz, su interlocutora quería ayudarle. Por un momento los pasos de la mujer se alejaron en la oscuridad y a él se le cerró la garganta con un espasmo de decepción.

– ¡Vamos, vístete! -ordenó desde la otra punta de la habitación, mientras entreabría con precaución el postigo.

Un rayo de luna iluminó a una mujer vestida con una amplia capa con capucha que escondía parcialmente su rostro.

– ¿Vienes… conmigo?

– ¡Chist…! Vístete, Juan. Deprisa.

A pesar de su gratitud, no encontró más palabras que un vago «gracias». Fingiendo soslayar su reacción, ella lo hostigó nerviosa mientras el joven reunía su ropa y sus herramientas.

– ¿Estás loco? Cuantas menos cosas lleves contigo, mejor. ¡Sobre todo, no lleves esa bolsa de herramientas con la que te descubriría el más tonto! Ya te lo mandaré luego, si puedo… ¿Qué buscas bajo la cama? ¿Te urge vaciar el orinal?

Se quedó sin respiración cuando vio el objeto que tenía entre las manos.

– ¿No me digas que te llevas… ese rollo?

Estuvo a punto de decir «lo que has robado». Juan asintió y agarró el rollo con tanta determinación que Leonor alzó los hombros a modo de resignación, con una cara que parecía decir: «Estás loco de atar».

– Tenemos un largo camino que recorrer. Disimula el paquete bajo la capa y ruega para que no nos encontremos con soldados. Sevilla está repleta de ellos con todo el jaleo de la expulsión de los moriscos.

Lo miró fijamente y murmuró distraída:

– Esos perros… Hubiera sido mejor hacerlo antes. Por su culpa, mi padre murió de peste.

Con la garganta súbitamente seca, Juan esperó a que vomitara otros comentarios malintencionados sobre los suyos. Pero ella ya estaba pensando en otra cosa.

– ¿Tienes dinero?

Esa pregunta, directa como una puñalada, estaba cargada de consecuencias tan funestas que lo dejó sin habla. Ante su indecisión, Leonor no pudo frenarse.

– ¡No me mires con ojos de besugo, idiota! No quiero robarte el dinero, pero allí donde vayas, vas a necesitarlo como el aire que respiras.

Juan intentó reflexionar, dudando si confiar en la chica o no. Pero se dio cuenta de que el esfuerzo de razonar tranquilamente, de sopesar los pros y los contra, estaba en esos momentos por encima de sus capacidades. Su cerebro debía de haber sido sustituido por una piedra o, peor aún, su capacidad de juicio había quedado reducida a la de una rata agotada de terror.

De repente, como quien se sumerge en un agua que no sabe si está helada o hirviendo, el grabador decidió poner su vida en las manos de la ramera.

– Sí -acertó a decir-. Empeñé mis bienes y…

– Bueno, no lo comentes con nadie. La gente donde te llevo te rajaría la garganta por una jarra de vino. Ahora sígueme y estate atento. Si el tabernero se despierta, o…

La mujer no pudo terminar la frase porque estaba sin aliento. Juan tomó conciencia de que ella estaba seguramente más aterrorizada que él. Antes de abrir la puerta, él se detuvo.

– ¿Qué? ¿Has oído algo? -se sobresaltó su compañera.

– No me has preguntado por qué… los dos viejos…

– Creo que me cagaría de miedo si lo supiera todo. Así que no gastes saliva, ¡no te escucharía! -Había eludido la pregunta con bastante mala baba.

– Pero sigo sin comprender por qué me ayudas… -insistió, sujetándola por la cintura y atrayéndola hacia sí.

Le sorprendió la reacción de su propio cuerpo, apresado por los remordimientos y, a la vez, respondiendo con una erección incipiente. La criada estaba a contraluz y él no pudo percibir la expresión de su cara cuando ella le escupió (literalmente):

– Porque soy una puta, Juan. Y Dios ha querido que las putas sean idiotas…

Aunque lo había cubierto de perdigones, no hizo el menor gesto para secarse la cara. Estimó que no había habido ofensa, pues ya había probado previamente la saliva de aquella chica cuando hicieron el amor.

Y sin solución de continuidad, ella continuó regándolo con finas gotitas de enojo.

– … pero, en Su generosidad, les ha permitido ser rencorosas. El posadero no me creyó cuando le juré por mis padres que no habías pagado por estar conmigo y me trató de mentirosa sin dejar de reclamar su parte. ¿Qué te piensas? ¿Que me deja jugar a ser puta en su posada sin exigirme nada a cambio?

Con la mano sobre el pomo de la puerta, la joven suspiró con una especie de desprecio hacia sí misma.

– Y lo peor es que he tenido que hacerle un servicio. Pero eso no le bastó a ese rufián…

Volviendo el rostro hacia la ventana, levantó el borde de la capucha. Debido a la penumbra, a Juan le costó identificar lo que le indicaba la mujer con el índice. Tuvo que acercarse mucho para verle el cardenal del ojo que pasaba del violeta al marrón oscuro.


– ¡Oye! -gritó Bartolomé-. Ese es tu hijo, ¿no? Va con…

Situado ante la puerta de la posada como un montón de arena compuesta por una miríada de semillas de nubes, el espectro se irguió.

– Pero ¿adónde irá a estas horas de la noche?

María emitió un «¡oh!» de sorpresa (evidentemente mudo) cuando los dos Vivos, su hijo y la muchacha, pasaron a través de su espectro sin darse cuenta.

– Ay, pequeña, ¿aún te sorprendes? -se rió de ella Bartolomé-. Desde que se supone que estoy en el paraíso, el mundo entero ha pasado a través de mí, me ha pisado, me ha vomitado encima… ¡sin preocuparse lo más mínimo por mi dignidad!

– Calla un poco y sigámosles -le cortó la mujer fantasma, tratando de disimular su inquietud ante la cara angustiada de su hijo.

«Cara de fugitivo», se dijo para sí. Sería capaz de reconocer esa expresión de angustia entre miles.

– Mi pequeño… -exclamó en la lengua taciturna del limbo.

Hasta ese momento, su indignación por la conducta onanista de su bastardo no había cejado de crecer. ¡Qué duda cabía que era el producto depravado de sus dos padres! Lamentaba que se hubiera dejado arrastrar ante ella simplemente por haber visto un dibujo de su entrepierna. Solo la irrupción de la ramera los había salvado de la abominación. El fantasma se había ido de la habitación en el momento en que su hijo penetraba a la chica. De vez en cuando, una risa irreprimible se le superponía al sentimiento de enojo: los dos mundos, el de la vida y el de la muerte, podían combinarse y producir historias tan malsonantes como la de un joven inexperto que desea unirse, en presencia de su madre, con la juventud desaparecida de esta.

– ¡Ah, la eternidad tiene mucho tiempo que perder! -concluyó, desconsolada y sin rastro de ironía.

Mientras, Bartolomé, movido por otras inquietudes, la había asediado a preguntas durante horas.

– Estás olvidando nuestro pacto, mujer -remachó entre la rabia y el llanto.

María seguía inquieta por la conducta de Juan y solo pudo responder con evasivas a parte de las preguntas que el comerciante de ganado humano le hacía. El fantasma sabía que estuvo a punto de empezar a estudiar Derecho en Salamanca, que poseía bienes en Madrid… y que ella lo había apuñalado porque previamente él había intentado violarla tras comprarla en el mercado de esclavos de Sevilla. Pero Bartolomé repuso que esas migajas de su pasado no tenían sentido y acusó a María de burlarse de él.

– Dices que te compré como esclava solo unos días antes de mi asesinato… Pero yo presiento que nos conocíamos desde mucho antes… Y además, ¿por qué estoy convencido de haber sentido inclinación por ti?

– Sí, sí -contestó María de mala gana-. Éramos grandes amantes y, antes de morir, nos juramos que el primero que se fuera esperaría al otro en el más allá.

– No hay que reírse de esas cosas -dijo Bartolomé, y añadió con voz dulce-:… y eso es lo que he hecho, ¿no?

– ¿No crees que tenemos mucho tiempo por delante para discutir los detalles? Y aunque no lo hiciéramos… ¿me degollarías? Sería bastante ridículo, dado que ninguno de nosotros puede morir más -sentenció María para zanjar la discusión-. De todas formas, si insistes demasiado, te mentiré. Después, confesaré que te engañé y te daré otra información más dudosa. ¿Es eso lo que deseas, compadre? De momento, estás a mi servicio… Eso es todo.

– Júrame al menos que tu intervención con la vieja no te ha afectado a la memoria -replicó un Bartolomé más humilde.

María simuló no haberle oído. Bartolomé se estaba volviendo muy pesado con el cuento eterno de los peligros del olvido.

– Si sigues sin atender a mis recomendaciones, acabarás siendo más indistinguible que una gota en el mar, y además tu dolor será inconmensurable. El deseo de querer recordar quién es uno es como una insoportable urticaria sobre la piel del océano que nadie, ni siquiera Dios, puede amainar. Puedes verlo en mí…

En un breve momento de pánico se preguntó qué significaría esa palabra, «Dios», y por qué su compañero la conocía, él que parecía haberlo olvidado todo. Luego, con gran alivio, recordó el sentido de la palabra… aunque solo en parte, supuso María, pero no se atrevió a ahondar en el tema ni a darle la razón al bobalicón de Bartolomé.

Pero ese vocablo que él había utilizado, con su infantilismo de muerto veterano, la repelió.


Los dos jóvenes y las dos almas en pena cruzaron la ciudad. Los Vivos, envueltos por los dos fantasmas, serpenteaban entre las calles sombrías que la lluvia y la basura habían tornado resbaladizas. Evitaron por los pelos varias patrullas de hombres armados que avanzaban en la noche con antorchas y candiles, e incluso una emboscada organizada por unos desjarretadores arracimados a la salida de un tugurio. La ciudad, en tensión por el miedo a una última revuelta de los numerosos moriscos arrinconados en el puerto a la espera del embarque, apenas dormía. Incluso la habitual cantinela del sereno («Ave María purísima, las nueve han dado y sereno») sonaba más bien a un lúgubre aviso de alerta.

Mortificada por su impotencia, María admiró el instinto que guiaba a la criada por el dédalo de plazoletas y callejuelas de Sevilla. La madre empezaba a cogerle aprecio cuando interceptó una mirada furtiva, llena de ternura, de la puta hacia su compañero. Su agradecimiento se transformó repentinamente en desprecio.

– ¡Ah, no! -protestó la mujer fantasma rozando peligrosamente el rostro de la criada-. Juan, no. Mi hijo, no. Te lo prohíbo, encantadora de soldados. ¡A mi hijo no lo agarras!

Luego se preguntó aterrorizada cuál era la razón de su huraño comportamiento. ¿Acaso estaba añadiendo a su disgusto materno, normal y previsible, una pizca de celos de amante? Quizá había sido una parte de sí ínfima, pero algo en ella había refunfuñado: «Yo fui más hermosa que tú, saco de nabos, y lo sigo siendo. La prueba es que le he provocado una erección a mi hijo… cuando ya ni siquiera soy de ese mundo».

Ofuscada por las inmundas consideraciones que le perforaban el cerebro como larvas en la carroña, María se insultaba: «Lepra de letrinas, ¿qué te ocurre ahora? ¿Cómo osas envilecer hasta ese punto tu maternidad?».

Un insólito cosquilleo en su interior la alarmó de pronto: lo que empezó siendo un suave oleaje se transformó en un abrir y cerrar de ojos en un tornado. María intentaba comprender qué era esa imperiosa sensación que se abría camino en su interior.

«Creo que es la ira contra mis propios pensamientos erróneos», se dijo con amargura. Y para su sorpresa, estalló en la mayor carcajada que ella había experimentado jamás. Su risa venía a decirle: «Pero ¡para ya, miserable coqueta! ¿Cuándo vas a ser consciente de que ya no existes? ¿Que nada existe ya para ti? ¿Que estás muerta y bien muerta? Sí, ¡todo en ti ha muerto! Incluso tu coño, tu culo, tu corazón y hasta el alma que los hacía estremecer».

– Cuánto te diviertes cuando quieres, María. ¿No quieres compartir tu buen humor conmigo? -Bartolomé la observaba con una mezcla de preocupación y envidia.

Eran invisibles para todos, incluso para ellos mismos…, pero algo en el interior de su inmaterialidad «veía» y «oía», aunque ni María ni Bartolomé habrían podido localizar el misterioso «órgano».

Bartolomé se dejaba arrastrar sin demasiado entusiasmo por el grupo de fugitivos cuando se dio cuenta del cambio radical de María.

Al ver la bruma de perplejidad que envolvía a su comparsa, la vieja morisca se dijo que, si pudiera, Bartolomé se estaría rascando la cabeza. Y la idea de un cráneo sobre ese montón de aire que en otro tiempo se llamó Bartolomé incrementó aún más la hilaridad de la madre de Juan.

– Menos mal que nadie te oye -suspiró el hombre fantasma-. Pero tienes razón en reírte. ¡Mira dónde hemos acabado! No reconozco el lugar, por supuesto, pero veo que tú ya has adivinado qué se hace aquí… ¡Parece que el pendejo de tu hijo y su polluela han decidido no aburrirse!

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