Permanecí escondido durante una semana en una alcoba grasienta de un burdel de las murallas de Sevilla. Solo salía durante las horas previas al alba, cuando las putas agotadas regresaban a sus lechos y en las calles solo quedaban un puñado de borrachos mecidos por el vino. Me aliviaba en las letrinas más cercanas, me aseaba en la fuente de una iglesia y volvía abatido a mi refugio. Estaba alojado con una prostituta que Leonor me presentó como una «prima adoptiva» porque, según dijo, eran del mismo pueblo, habían jugado juntas de niñas y, de adultas, se encontraron las dos ganándose el pan con su cuerpo. Eso creaba lazos de parentesco más sólidos que los de una familia de sangre. El alquiler diario de esa especie de choza en la que pasaba buena parte de mis días era el doble del que pagaba en la posada, pero el precio incluía el silencio de la prostituta y de su chulo.
Al tercer día, el chulo me exigió un complemento con el pretexto de que había mucha clientela: según parecía, se estaban congregando en Sevilla multitud de militares ociosos procedentes de todas las provincias: eran los encargados de expulsar a la plaga morisca. Tras haber concluido la limpieza de Castilla, los soldados se encontraban en un estado de exaltación tal que habrían sido capaces de montar a un toro bravo. Cuanto más ociosos estaban, más ganas tenían de sexo, y eso era tan bueno para la religión verdadera como para su negocio.
Por desgracia, al ocupar un lugar que una de sus meretrices podría estar usando de forma más lucrativa, le estaba haciendo perder dinero.
– Además… -insinuó-, el trajín de militares pone más en guardia a alguaciles y guardas, que multiplican los controles y amenazan con cerrar los negocios que no les aumenten las propinas.
Su guiño carroñero acabó de convencerme. Tenía el estómago cerrado por el miedo y cometí el error de pagarle sin tomarme la molestia de regatear.
Por el brillo en su mirada, enseguida supe que el individuo se arrepentía ya de no haberme extorsionado más y que pronto volvería a la carga.
– Sin duda debéis de estar pudriéndoos de aburrimiento de la mañana a la noche. -Lo intentó de nuevo-. Si tuvierais la bondad de darme otra vez la misma cantidad, os obsequiaría con un tesoro: una doncella de once años como máximo que sus padres me han confiado para que complete su educación. La estaba reservando para alguno de mis amigos alcaldes, pero ¡por los pezones de santa Frígida!, creo que os corresponde. A esa edad no tienen pelo, ya lo veréis… Y tiene mucho más sabor que esas gallinas viejas que pululan por aquí. Os la dejaré toda una noche y, creedme, por la mañana seguiréis sin sentiros saciado…
Rechacé la oferta del repugnante chulo conteniendo las arcadas con la máxima cortesía de la que fui capaz. Aunque, mientras se alejaba, le oí blasfemar obscenidades contra esos sodomitas extranjeros que preferían los hombres a las mujeres y que contravenían las reglas morales más elementales.
– Creo, María, que no me aburro nada contigo. ¿Qué dices de pasar la mitad de la eternidad juntos? La primera mitad, claro…
María se abstuvo de responder, pues las bromas de Bartolomé siempre eran de doble sentido. Desde la noche de la huida, aguardaban apostados en la puerta del lupanar. Escaldada por la desafortunada experiencia, María había decidido limitarse a vigilar las idas y venidas de Juan desde el exterior del edificio. Bartolomé accedió de mala gana a la voluntad de su compañera.
– ¿No quieres saber cómo se las arregla tu hijo con las desvergonzadas del lugar? Quizá esto nos traiga algunos recuerdos… -ironizó.
– Puede que no tengas memoria y que lo hayas olvidado todo, ¡pero sigues con tus modos barriobajeros!
Ambos quedaron en silencio, tan herido el uno como el otro, durante un instante… o quizá durante varias horas humanas, pues el paso de su tiempo nada tenía que ver con el del mundo de los Vivos. Luego María, chapoteando como de costumbre en el mar de sus pensamientos, preguntó distraída:
– ¿Has vuelto a encontrar a…? -Y dejó sin concluir la pregunta al darse cuenta de que se había dirigido a su compañero.
– ¿Encontrado a quién? -preguntó, aprovechando la ocasión para retomar la conversación.
– A alguien más poderoso que nosotros… alguien que entienda… No sé… ¿me comprendes? -farfulló.
– ¿Quieres decir a Dios… o como mínimo al Príncipe… de los humos de chimenea que somos? -apuntó antes de soltar una carcajada que agitó su inconsistente carcasa-. ¿Crees que he dejado de plantearme esa pregunta un solo instante?
Se encontraban en medio de un grupo de Vivos dedicados a vaciar sus jarras de mal vino a la luz de una hoguera improvisada. Ninguno de los bebedores que, con los pantalones desabrochados, a veces eructaban, otras se tiraban pedos y otras más sagradas se santiguaban al paso de un murciélago, percibió la carcajada del otro mundo.
– ¿Y adivinas, María, qué le habría preguntado a nuestro Jefe entre los Jefes? Señor Príncipe, Soberano de las Sombras y las Luces, ¿qué tienes previsto para mí en los miles de siglos venideros?
Cada noche, Leonor me traía provisiones y, tras cambiarme el vendaje, me informaba de los avances de sus gestiones. En cuanto se libraba del servicio en la posada, se dirigía al puerto para tomar la temperatura de la situación. No ocultó en ningún momento su forma de tratar con los hombres.
– Dios ha dotado de un segundo orificio a la hija de Eva para paliar su complexión débil. ¡Y el hijo de Adán es tan débil ante ese agujero…! -solía contar. Luego, seguramente tras pensar en la dureza de su vida, añadía-: Pero bueno, el Señor podría haber hecho las cosas algo menos… -buscó la palabra cerrando los párpados y, al no encontrarla, se resignó levantando los hombros-… para las que lo convierten en su oficio.
En esos momentos, me sentía tan vil aprovechándome de una ingenua, y el desprecio que sentía hacia mí mismo era tan grande que, pese a mi mala conciencia, carecía de valor para prescindir de la ayuda de Leonor. Como compensación, soñé varias veces con la prostituta, y en esas ilusiones en las que era tan fácil recuperar mi dignidad la colmaba de presentes, le regalaba una casa bonita y, lo que me pareció una quimera incluso en el sueño, la presentaba a mi madre, que se convertía en su mejor amiga.
La criada se había empeñado en convencer a un marinero de que me aceptara en su barco y me desembarcara en una costa lejos de Sevilla, pero las cosas no marchaban como ella quería. El tipo en cuestión, un patrón que redondeaba sus ingresos con un poco de contrabando, podía llevar a alguien hasta Francia, si se le pagaba bien… Pero el riesgo era elevado, pues los arcabuceros controlaban las calles que conducían a los embarcaderos y comprobaban sin cesar la identidad de la tripulación y de las personas que entraban o salían del puerto. Incluso aunque consiguiera llegar a alta mar, la flota real no dudaba en cañonear a cualquier embarcación sospechosa. El patrón del barco también temía las galeras de Argel que merodeaban por esa zona. Y sobre todo, antes de alcanzar cualquier acuerdo quería saber de qué estaba acusado su posible cliente. Leonor le había contado que se trataba de una pelea entre vecinos que se había saldado accidentalmente con la muerte de uno de los protagonistas, pero el marinero, con la intención de aumentar el precio de sus servicios, se mostró escéptico: «¿Por qué ir tan lejos, entonces?».
– De todas formas, los galeones y las galeras de deportados ocupan todo el puerto -contó Leonor-. Hay demasiados soldados. Esos malditos moriscos son tan numerosos que no podrá hacerse hasta que el último de ellos haya embarcado. Cada día cientos de ellos son amontonados en los barcos, pero llegan de toda Castilla como si fueran rebaños, con sus escasas pertenencias a hombros, la mayoría de ellos encadenados entre sí. No hay sitio donde encerrarlos ya, duermen por el suelo, mean y cagan por todas partes, y lloran… ¡Oh, Dios, cómo lloran! Claman al cielo que son tan buenos cristianos como los soldados que los empujan a los calabozos de los galeones…
Leonor se mordisqueó los labios mientras vaciaba el hatillo de comida.
– Dios es testigo de que no me gustan esos herejes, pero es un espectáculo insoportable ver cómo se rompen tantas vidas al mismo tiempo. Esta mañana he visto a un soldado destripando a un hombre del que decían que se había tragado unas monedas de oro por miedo a que se las confiscaran, y luego a su mujer arrancarse el pelo mechón tras mechón. Gritaba y se arrancaba una buena mata de pelo, luego volvía a gritar. Al final se ha quedado sin pelo, parecía un pollo mal desplumado. Sus hijos gritaban de terror a su alrededor y le repetían «¡Madre, madre, el pelo no! ¡Nos gusta tu pelo!». Y como los soldados se reían a carcajadas, la mujer se precipitó al borde del puerto, se arrodilló y se puso a beber agua, sin parar, para ahogarse. Vomitaba y luego volvía a sumergir la cabeza en el agua. No he tenido valor para quedarme hasta el final.
La criada estaba pálida. Mientras profería una barbaridad contra la incapacidad de los ángeles para limpiarse el fundamento tras defecar, cortó dos lonchas de jamón, una para mí y otra para ella.
– Come -insistió con voz temblorosa-. No tengo hambre, no me hagas caso.
Me acercó un chusco de pan y un poco de vino.
– También lloré, Juan. Maldije a la mujer hasta su quinta generación de antepasados y lloré por ella. -Y torciendo el gesto, añadió, como excusándose-: No te preocupes. Nadie me vio.
Me evitaba con la mirada. Decidió tumbarse junto a mí.
– Ábreme las piernas, Juan, y penétrame hasta el fondo. Quisiera comprobar que aún estoy viva. Date prisa, tengo que volver a la posada antes de despertar sospechas en el imbécil del dueño.
Sentí cómo me latían las sienes. Intenté hacer lo que Leonor me pedía, pero no lo conseguí. Se levantó un poco sorprendida y me observó con una mirada aguda.
– ¡Eh, gallo italiano! -intentó bromear-. Estás en un lupanar, envuelto de pollitas fáciles, dispuestas a ofrecerte su virginidad una segunda vez si pudieran, ¿y no tienes ganas de…? -Y añadió con voz tierna-: ¿La desgracia de la morisca te ha dejado ese mal cuerpo? Qué delicado eres, hermoso artesano, para estos tiempos de hierro y sangre. Deberías volver a tus menesteres de cobre, agua fuerte y grandes burguesas que retratar.
Me besó impulsivamente, como solo besan las prostitutas. Con demasiada ternura y con la pena de tener que dejarme tan pronto marcada en su rostro.
Y escuché cómo una pregunta extendía sus tentáculos en mi pecho: «¿Qué te pasa, Leonor? No eres más que una puta y yo un cliente. ¿Por qué te apuras tanto por mí?».
– Deja de pensar en la gente del puerto, Juan. Eso no va contigo. El que está allá arriba repartiendo la pitanza de nuestra vida elige según su voluntad los ingredientes más amargos. Y cada cual en la tierra recibe su parte, que cada cual deberá tragarse hasta el final, hasta no dejar nada en su escudilla. Los moriscos lo están pagando caro, es cierto…
Frotó furtivamente la punta de su nariz contra la mía. Tenía la voz muy áspera, de una dureza que era incapaz de reconocer.
– Pero a mí también me lo ha hecho pagar caro. Tú acabas de recibir tu parte y vas a descubrir ahora a qué sabe. Es cierto que algunos días resulta más difícil de digerir que otros… ¡Qué difícil es el alimento del Señor!
La joven se me acercó aún más, quizá para ocultar su mirada. Y mientras me disponía a devolverle el beso, esforzándome por esconder la angustia que surgía de mi alma como un peñasco demasiado pesado caído sobre una barca, pensé: «Si supieras por un solo instante hasta qué punto la desgracia de esos seres también es la mía…».
Aparecieron en pleno día, en la otra orilla del río, frente a la puerta del burdel. Dos fantasmas, un hombre y una mujer, indiferentes a lo que les rodeaba, absortos por completo en su violenta discusión.
Ella les escuchó fascinada y ellos no advirtieron su presencia.
– Si hubieras regresado antes, no estaría muerta -le reprochaba la mujer al hombre.
– Pero ¡si regresé! Y para entonces, ya estabas muerta… -Se hizo un silencio-. Además, yo también estoy muerto y no por ello te odio. Ha pasado tanto tiempo desde entonces…
– Pero ¿por qué no regresaste más temprano? Nada de esto hubiera sucedido -reemprendió la mujer con toda su pena.
El resto del día, María se dedicó a espiarlos. Jamás aflojaron en su enigmática discusión. Al caer la noche, desaparecieron sin más, dejándola en su gélida soledad.
De repente, comprendió que se amaban… o, en todo caso, que antes de morir, se habían amado.
Y desconsoladamente, sin límites, les envidió con todo su pobre corazón.
Pasé otros dos días enteros y larguísimos pudriéndome en aquel reducto, arrastrando mi pena, hundido de impotencia y de humillación: a través del finísimo tabique oía los interminables retozos de la «prima» de Leonor con sus clientes… y ellos me oían a mí. Por desgracia, una vez tosí. El hombre, ya en plena faena, se detuvo de repente.
– ¿De quién ha sido ese pedo? -preguntó espada en mano-. ¿Qué, puta? ¿Has escondido a un amante bajo la cama?
Mi vecina usó todas sus armas de mujer. Con una estrepitosa carcajada tranquilizó al cliente y le dijo que había sido ella, pero que no se había tirado un pedo, sino que había tosido… Y que si había confundido un ruido con el otro no tenía más que acudir a rezarle a santa Rita para que le conservara la vista, porque estaba claro que con el oído no podía hacer ya nada.
Cuando se fue, la prostituta me recomendó, medio en broma, medio en serio, ser menos ruidoso en el futuro, a menos… que quisiera participar de alguna forma en su negocio, añadió irónica.
– Verás, algunos de mis clientes habituales tienen unas inclinaciones un poco raras… ¡Hay gente a la que le gusta complicarse en las relaciones amorosas! -se mofó a través del tabique.
El dueño del lupanar regresó varias veces, dándome a entender que me expulsaría (o algo peor) al día siguiente si me negaba a pagarle el nuevo suplemento exorbitante que me exigía.
Ese sábado, tras la visita del médico que comprobaba la ausencia del mal francés entre las putas del burdel, se produjo el desenlace y, además, de la forma más extravagante.
Leonor había llegado casi sin aliento a mi madriguera. Depositó dos fardos grandes en el suelo y me abrazó fogosa golpeando en el tabique para saludar a su prima.
– Perdona, no te he traído nada de comer. No he tenido tiempo.
– Me comería las piedras si la salsa fuera buena -farfullé decepcionado.
– Antes de apiadarte de tu vientre, mira qué te he traído a cambio -murmuró, y empezó a mostrarme con nerviosismo el contenido de uno de los fardos.
– Leonor…
La sorpresa me dejó boquiabierto. Allí estaban todos mis enseres de grabador: cinceles, tampón, hojas de papel aceitado, placas de cobre (incluida la del fallido retrato de mi madre)… ¡Hasta las botellas de ácido, protegidas en telas! Mi pecho se hinchó de agradecimiento, como si un prodigio me hubiera devuelto a los miembros perdidos de mi familia. Tomé los lápices, las puntas metálicas sujetas con un cordel, mis placas y las acaricié emocionado por su frío contacto. Me di cuenta de que quería a esas herramientas como a un ser humano. Una melancolía aguda me puso un nudo en la garganta. ¿Cuándo volvería a ejercer ese oficio, exigente y modesto, que había constituido lo esencial de mi vida durante tantos años y que, ahora me percataba, era ya parte de mí mismo? Sí, yo ya no era solo Juan; era Juan el grabador.
– ¿Cómo lo has conseguido? -inquirí por fin, con el zurrón agarrado-. Pensaba que tu jefe se lo habría quedado.
– El muy ladino lo guardaba en la bodega a la espera de poder venderlo. ¡Se lo acabo de robar!
– ¿Cómo? Se va a dar cuenta y…
– Pues claro, en cuanto baje a llenar una jarra de vino. El muy cerdo es demasiado ávido para no darse cuenta. ¡Que Dios lo deje ciego y sordo!
– Pero, Leonor… ¿cómo vas a justificarte ante él?
– No pienso volver a verle… excepto en el infierno, si la mala suerte me persigue.
Sin dejarme tiempo para reflexionar sobre las implicaciones de su respuesta, me tomó por el hombro y, sin poder contener su entrega, bajó aún más la voz.
– Aquí ya no estás seguro. Según mi prima, su chulo tiene intención de atracarte esta misma noche. Vendrá con un cómplice, un vendedor de cuchillos que le sirve para corregir a las «muchachas descarriadas». Si te resistes, te matarán. Creo que aunque te mostraras dócil, te matarían: un muerto no se queja. Además, a fuerza de… ejem… ejem… -me mandó un guiño irónico- de bajar al puerto, creo que he dado con la forma de que abandones España. Sí, has oído bien, hidalgo del corazón florido: gracias a mis curvas, no solo dejarás Sevilla, sino también los reinos de Castilla, Aragón, Granada y todo lo que quieras añadir de este lado de tierra firme.
Abrí unos ojos como platos ante ese inesperado e irónico lirismo de Leonor; creo que enrojecí hasta las cejas cuando me indicó con tanta naturalidad el precio que había pagado para ayudarme y, por tanto, la deuda que acababa de contraer con ella.
Fingiendo no ver mi sorpresa, ella exageró su buen humor.
– Lo más divertido es que todo esto será posible en parte gracias a esos apestosos moriscos… Pero… Porque hay un «pero».
Esbozó una sonrisa que pretendía ser astuta, pero la ansiedad de sus ojos la traicionaba.
En mi interior nació una chispa de enojo: ¿quién se creía que era, esa puta que insultaba a los míos? El cuerpo se me puso rígido como la madera y mi lengua se disponía a soltar un disparate del tipo: «¿Qué significa esta socarronería?».
La mujer pronunció un tercer «pero» menos seguro, y dibujó un círculo con la punta del pie antes de aclararse la garganta para proseguir.
– Necesito tu respuesta ya, Juan. Tengo poquísimo tiempo para conseguir tu acuerdo. Si te niegas, no podré hacer nada por ti. De hecho, creo que ya he hecho demasiado, ¿no crees? En cuanto salgas de aquí, los guardias te detendrán y sin duda te colgarán… Quizá te ahorren el suplicio de las tenazas y del torniquete… Pero no estoy segura, porque es el destino común para los asesinos en estas tierras. En cambio, si aceptas, abandonaremos esta ratonera ahora mismo y mañana al alba, si el amigo Satán no se mezcla en nuestros asuntos, navegarás por la Mar Océana en dirección a las Indias.
– ¿A las Indias qué? Estás lo…
Me interrumpió tapándome con fuerza la boca con su mano. Sus dedos me hicieron daño. Su timbre era áspero, casi ronco.
– Oye, hijo de la mantequilla y la miel, haz menos ruido o vas a atraer a los rufianes. La chica de al lado es mi prima, no tu prima. Antes de lanzarte a decir que he perdido la razón, déjame que te explique. No deberías dejarte engañar por mi actitud digamos… desenvuelta. Dejarse montar por los oficiales que apestan a vino y a mierda mal limpiada es tan peligroso como huir de aquí. A veces tengo que esforzarme por no vomitar en los uniformes de esos cerdos. En boca cerrada…
Suspiró y tuve la impresión de que ese suspiro era un gemido reprimido. Estuve a punto de apartarle los dedos y escupirle, con rabia, que yo no le había suplicado que se prostituyera por mí. Pero mi ira se quedó anclada como una espina en la garganta al observar que una neblina de inquietud había enturbiado sus ojos. Sin quitarme la mano de la boca, me escrutaba con una mirada despreciativa. Cuando recuperó el habla, su tono era laxo, casi desanimado.
– Vas a tener que terminar tú el trabajo, Juan. No te bastará con decirme que sí. Hay un par de condiciones más. Si no eres capaz de cumplirlas, todo esto -dijo, aflojando la presión de sus dedos, que yo traduje cínicamente por «abrirme de piernas»- no habrá servido para nada.
Apenas podía dar crédito a lo que me contaba. Según ella, un gobernador de no sé qué lugar del Nuevo Mundo acababa de ser nombrado por el rey para sustituir al anterior, asesinado por unos salvajes. Ese galeón gozaba de una autorización especial y zarpaba al día siguiente a pesar del frenesí portuario. Pero el gobernador se hallaba profundamente enojado. Al parecer, su pintor personal, que debería haberlo acompañado y retratado en distintos momentos del viaje y sobre todo al llegar a las Indias, acababa de morir, asesinado por los moriscos del puerto. Pero el barco, a causa de los vientos favorables o desfavorables (Leonor no lo recordaba), tenía que aparejar mañana mismo al alba.
– El pintor se había empeñado en plasmar la expulsión de los moriscos para dedicarla como buen cortesano al gobernador, un hombre muy piadoso. El Nuevo Mundo vería así, por voluntad de su nuevo jefe, el precio que se paga por desafiar la verdadera religión. La propuesta había seducido al gobernador, quien no solo dio su consentimiento, sino que animó al pintor. Decía que era un acto de devoción que atraería la protección del Señor durante la travesía. Incluso había prometido colgar el cuadro en la sala de recepciones de su nueva residencia. Tras construir un tablado en medio de la masa de moriscos, el pintor se había puesto manos a la obra esta mañana.
Una expresión irónica nació en las comisuras de los labios de Leonor.
– De inmediato, ese bobalicón de pintor recibió una lluvia de piedras; una de ellas lo mató. Los arcabuceros no tuvieron siquiera tiempo de intervenir. Ese imprudente tenía el cerebro esparcido por el suelo como una boñiga. Los soldados destriparon de todas formas a algunos herejes, pero el mal ya estaba hecho.
Unió las manos en un gesto inconsciente de súplica.
– Pero, no hay mal que por bien no venga, si haces lo que te digo. Tú también sabes pintar… Decídete deprisa porque el chulo de mi prima podría llegar antes de lo previsto.
Impresionado por su fuerza, imité el gesto de súplica de las manos de Leonor. Cuando me di cuenta, bajé los brazos, diciéndome que estaba reaccionando como un descerebrado. Exasperado, mi vanidad maltrecha me pedía que la corrigiera: no, yo no era un vulgar pintor, sino un probo y diestro grabador reconocido por el conjunto de cofrades romanos. Un nudo de escepticismo me frotaba como una bola de ortiga las paredes del cráneo y me impedía hacerle la pregunta que en realidad me torturaba: ¿qué ganaba ella corriendo tantos riesgos por mí?
Pero antes de que pudiera recuperarme, esa mujer ya se me había adelantado.
– Pinta algo sobre la expulsión de esos bastardos moros. Si no le disgusta demasiado al gobernador, quizá te admita en su galeón. ¿Qué dices, Juan?
Para no responder, ironicé.
– ¿De dónde sacas toda esa información sobre lo que quiere o no quiere el señor gobernador de las Indias?
La criada me replicó con sorna:
– Me he acostado con el capitán del galeón, un genovés. Varias veces, además, porque él encuentra en mí atractivos a los que tú, en cambio, pareces insensible.
Pasé por alto su sarcasmo y el encogimiento de pecho que lo acompañó. La voz áspera no me daba tregua: «No te estarás enamorando de esta puta, ¿verdad?».
– No tengo útiles para pintar. Como mucho podría esbozar algo al carboncillo.
Pero ella se quedó solo con mi acuerdo implícito.
– Garabatea lo que puedas. Mientras, si le tienes apego a la vida, ruega para que el Creador deposite una miguita de Su habilidad en la punta de tus dedos.
Ese día descubrí que no hay nada más fácil que caer en la infamia e incluso revolcarse en ella aun queriendo ser un hombre honesto. Basta sencillamente con convencerse de que la caída solo es producto de causas ajenas a la voluntad propia.
Así me encontré en el puerto, con Leonor pisándome los talones; yo con mi hatillo de útiles y el rollo con los dibujos de don Miguel, y ella con mi zurrón de efectos personales. Nadie había hecho amago de oponerse a nuestra salida del lupanar, aunque Leonor se había despedido de su prima de una forma que me pareció demasiado definitiva como para no inquietarme. La desacompasada pareja que formábamos yo, un individuo extraño y mal afeitado, y Leonor, vestida de modo excesivamente atrevido, debía de resultar muy singular; probablemente por esa paradójica razón nadie nos pidió cuentas. Lo que es evidente a la vista a veces se nos escapa.
Llegamos a las proximidades del puerto. Cubiertas por arqueros, se alineaban distintas hileras de soldados tocados con morrión, espada al costado y petrinal en bandolera, que impedían el acceso. Muchos de ellos pertenecían a la temible milicia de la Cofradía de la Cruz, reconocibles por el símbolo blanco cosido en sus uniformes y a quien el rey había otorgado potestades por encima de las leyes ordinarias.
Un bosque de cabos, velas y mástiles de todas las alturas y longitudes, de una densidad jamás vista, oscurecía los tonos rojizos de un cielo de tarde ventoso, con ratos de lluvia y de sol. Las naves, que prácticamente se tocaban, eran de una variedad sorprendente: galeras, carabelas, galeones, fragatas, galeotas y muchas más cuyos nombres yo desconocía. La mayoría poseían cañones. Algunas embarcaciones comerciales, extranjeras a juzgar por su bandera, se insinuaban en los espacios que dejaba vacante la flota de guerra española.
Quedé estupefacto, con el corazón en un puño, dividido entre la admiración y el espanto ante tanta demostración de poder. Sí, el Imperio estaba allí con toda su cruel majestad, decidido a liberarse sin compasión alguna de los últimos retoños de quienes, en nombre de otra esperanza, habían cometido la imprudencia de disputarle esta tierra durante tantos siglos.
Leonor se me adelantó. Susurró unas palabras a un soldado; tras intercambiar algunas frases con ella, la condujo hasta otro soldado más elevado en el rango jerárquico. No sé qué les diría, pero pronto nos dejaron superar el cordón de alabarderos. Incluso me pareció oír algunas risitas a mi espalda cuando accedí a la explanada del puerto propiamente dicha, situada un pie por debajo del terraplén donde se hallaba el grueso de soldados.
– ¿Así que es aquí…? -exclamé estúpidamente sintiendo que las piernas me fallaban.
Hasta el último rincón de aquella parte del puerto estaba ocupado por un hervidero de gente que, a primera vista, me pareció entregada a su libre albedrío. Sin embargo, no tardé en percibir varios cordones de soldados con lanzas y arcabuces dividiendo en múltiples islotes a los condenados a ser deportados. Frente a los muelles, otros prisioneros alineados por parejas en hileras inmensas aguardaban el embarque ante las barcazas de fondo plano. Algunas embarcaciones, ya colmadas, se alejaban del embarcadero.
Había miles de hombres, mujeres y niños de todas las condiciones, la mayoría de ellos, campesinos. Algunos, incluso después de aquel trato infame, se distinguía claramente que habían vivido en la opulencia. Otros, con los pies descalzos y con ropas muy ligeras, parecían haber sido arrancados del lecho en mitad de la noche. Algunas viejas se habían tocado como si fueran de fiesta. Casi todos acarreaban fardos e incluso llevaban utensilios de cocina alrededor del cuello. Tan solo un reducido grupo de individuos era mantenido aparte, vigilado estrechamente por un pelotón. A los demás se los convocaba ordenadamente: tras leer sus nombres, eran dirigidos hacia los soldados, que parecían inspeccionarlos metódicamente uno tras otro y, tras arrancarle lo que fuera, les dirigían hacia una de las columnas de partida.
No fue la densidad de la congregación, insospechada detrás de la gruesa hilera de soldados, lo que me provocó náuseas; ya había visto multitudes en Roma durante las grandes fiestas religiosas. Ni siquiera el relativo silencio, solo roto por los ladridos de los guardianes y el llanto esporádico rápidamente sofocado de algún niñito. No. La primera analogía que me vino a la cabeza fue la de los corderos sucios y aterrados de camino al matadero, con la única diferencia de que los moriscos sabían la suerte que les estaba reservada.
El viento condujo hasta mi nariz un intenso hedor de mierda y orina.
«¿Es este, pues, el olor del fin del mundo?», exclamé para mis adentros con el estómago hecho un nudo.
Leonor escupió de asco.
– ¿A qué esperas? -susurró con voz temerosa-. Vamos, pinta lo que tengas que pintar y vayámonos lo antes posible.
Durante toda su vida, mi madre me habló del miedo a ser privada un día de su país. Para convencer a mi «padre», ella afirmaba que Dios, que todo lo sabe de antemano, había dividido el mundo en tres: el Edén, el infierno y una última parte, «el tercio restante», un territorio de angustia reservado, decía, a los que por toda la eternidad no poseerían ninguna patria. Algunas mañanas, juraba que acababa de soñar con ese odioso «tercio restante», y lo interpretaba ante su esposo como una señal inequívoca de su inexorable expulsión.
De niño siempre consideré que mi madre exageraba sobre la oscuridad de sus sueños. Ahora estoy viendo con mis propios ojos la tercera fracción de la Creación y comprendo por qué estaba tan asustada.
– ¡Rediós! Esto huele tan mal como la mierda de los bautizados, ¿eh? -gruñó un soldado conduciéndome hacia el estrado-. A tu antecesor le aplastaron la cabeza y luego lo sepultaron bajo cubos de mierda. ¡Nos costó horrores arrebatarles el cuerpo!
Apartó de un puntapié una piedra que aún estaba sobre un peldaño de la escalera.
– A estos blasfemos no les debe de gustar demasiado la pintura. Menos mal que los obligamos a pagarse el pasaje, ¡al menos eso servirá para limpiar esta pocilga!
Su mano abarcó con un gesto vago la explanada y el estrado; el terreno estaba totalmente cubierto de piedras y excrementos. Una mácula de sangre manchaba el suelo; a su alrededor había tubos de pintura, un paño y unos pinceles. El caballete era lo único que había sobrevivido en pie a la carnicería.
Algunos moriscos se habían acercado al estrado y nos observaban con la mirada vacía. Uno de ellos me amenazó furtivamente con el puño.
– ¡Soldado, quédate conmigo! -le supliqué en un ataque de pánico-. Lo estoy haciendo para el servicio del rey.
El soldado alzó los hombros con una mezcla de piedad y desprecio. Se ajustó el casco; con la otra mano no dejaba de toquetear nerviosamente la empuñadura de su espada.
Con el mentón señaló la multitud.
– Para el rey o la Virgen, valiente, yo no voy a arriesgar la vida por un capricho. Ya tenemos bastante con contener a estas fieras como para además tener que defender a los cortesanos que se empeñan en hacerles quedar en ridículo. En caso de gran… eh… dificultad -se giró y me señaló la batería de cañones que apuntaban a la explanada-, dispararemos sin contemplaciones, incluso si para ello tuviéramos que sacrificar a uno o dos de los nuestros. Estamos defendiendo Sevilla, joven, no a un… -hizo una mueca de desdén-… a un cantamañanas cortesano. Consolaos: si os sucediera algo, se os consideraría un buen creyente.
Soltó una sonora carcajada y me preguntó cómo me llamaba.
– ¡Estupendo, pronto habrá un san Juan Cortés en el calendario! -exclamó llorando de risa, encantado por su ocurrencia-. Os prometo que acabaré con no menos de diez de estos piojosos para celebrar vuestro martirio. De todas formas, tranquilizaos; buena parte de ellos terminan siendo lanzados por la borda y devorados por los peces.
Se hallaba ya a unos diez codos del estrado, cuando volvió a interpelarme sin perder su ironía.
– Os habríais podido vestir un poco para un día como este. Al Señor no le gusta admitir a santos mal vestidos en su paraíso.
El viento había empezado a soplar, llevándose consigo algo del hedor a mierda. El individuo que me había amenazado con el puño reapareció. Aún era joven, tendría unos treinta años. Me desafió. Su cara parecía envejecida por una rabia triste. Había dispuesto papel aceitado en el caballete. Me temblaban las manos. Cogí el lápiz sin dejar de vigilar al hombre por el rabillo del ojo. Se disponía a insultarme, creo, cuando un profundo grito de mujer se elevó entre la multitud.
Ambos nos giramos hacia el lugar de donde provenía el grito: una barcaza que apenas había cubierto la mitad de la distancia que la separaba del navío de deportación más cercano. Sobre ella, una mujer estaba en pie y gritaba con todas sus fuerzas. Parecía que iba a desgañitarse, que se le iba a salir la vida entera por la boca. «Tiene la cabeza demasiado tensa, va a resquebrajarse», fue mi absurdo pensamiento. Inconscientemente, tomé una bocanada de aire, como para ayudar a respirar a esa mujer. Uno de los remeros empezó a insultarla diciendo que desequilibraba la embarcación. Luego un segundo individuo, quizá otro remero, tiró brutalmente del vestido de la morisca y la hizo caer en medio de los demás pasajeros.
Se produjo un silencio absoluto en la explanada, como si, soldado o proscrito, cada cual esperara con angustia la reanudación de la desgarradora protesta.
Entonces, desde el centro de la plaza, se alzó el tradicional yuyu de las moriscas, relevado, justo en el momento en que expiraba, por un segundo en la otra punta del puerto, seguido de un tercero…
Así fue como, de todas partes, del mar y de la tierra, se elevó un clamor de miles de aullidos de desespero que brotaban de los pechos de las mujeres amontonadas en los muelles, apretujadas en las barcazas o peligrosamente asomadas a los empalletados de los barcos del exilio.
Y tan repentinamente como empezó, el clamor de las proscritas se interrumpió. Un último y solitario yuyu se alzó débilmente, pero acabó roto en sollozos. Por un instante, mientras los oídos me zumbaban, fui incapaz de oír el chasquido de los estandartes ni el rechinar de las armas de los impresionados soldados. Un escalofrío me recorrió la espalda y puso cómo escarpias hasta el último pelo de mi cuerpo. Lo sentía con toda mi alma: yo hubiera tenido que compartir el destino de esa gente. Pero estaba tan aterrorizado que por nada del mundo hubiera bajado del estrado para unirme a su suerte.
Intenté tragar saliva, pero algo -¿una esponja?, ¿un pedazo de cuero?- parecía haberme bloqueado la garganta. Mi madre solía contarme que eso significaba que Iblis había aprovechado para soplar en el saquito de amargura que todo ser humano posee justo encima de la nuez. Se reía y decía que solo el beso de una madre amorosa podía deshincharlo; en caso contrario, si el niño seguía demasiado enfadado acababa muriendo de asfixia. Por eso corría siempre tras ella, medio incrédulo, medio atemorizado, para que me ofreciera el beso de la salvación. Me encantaban esos juegos que mi madre me concedía solo raramente.
Sin embargo, mi madre había sido quemada en la hoguera y ya nunca volvería a concederme esa caricia salvadora que me llenaba de alegría.
Seguía enarbolando el lápiz. Lo asía con fuerza, presa del vértigo, casi sorprendido de hallarme tras un caballete. Mi mirada se fijó en el hombre del puño. Me miró aterrado.
Él también lloraba.
Con la manga se secó las lágrimas. Luego se alejó con paso cansino sin soltar el insulto que me tenía preparado.
Bajé la cabeza ante la imposibilidad de representar lo inexpiable. Para que me perdonaran mi traición, alisé la hoja del caballete y empecé a dibujar solo al morisco que lloraba.