Ahora ya no recuerdo demasiadas cosas. Pero ¿acaso tiene importancia?
Yo, María, solo sé que en el fondo he tenido mucha suerte, incluso siendo el fantasma de una mujer quemada por razones que ya ni me interesan.
Aun así, soy una proscrita. Durante toda mi existencia intenté con toda la energía del desespero evitar lo que creí que era el colmo de la desgracia.
Muerta y exiliada, avanzo en dirección a lo que los Vivos llaman el Nuevo Mundo, en (o sobre, o dentro o, más bien, mezclada en) un galeón escoltado por otros dos que se han unido a nosotros esta mañana.
«¡El Nuevo Mundo!», exclaman con orgullo. ¡Qué pretensión tan grotesca! El mundo en el que me debato desde mi muerte es eterna e incomparablemente nuevo.
Pero un fantasma ya no tiene por qué ser listo ni cauteloso. Lo confieso, sí: a pesar de todos los infortunios de mi existencia terrenal, con qué voluptuosidad volvería a sumergirme en la estúpida y cruel candidez de la vida…
– Pero ¿cómo lo has hecho?
Estaban asomados a la cubierta y parecían admirar los delfines.
– Parecía que lo hubieras hechizado. ¡Estaba aterrorizado! ¿Qué le hiciste? -repitió angustiada.
Él la observó y, aunque estaba igual de sorprendido que ella, le sonrió.
La víspera, el capitán del barco, tras mucho palabreo y una atenta lectura de los documentos de identificación, aceptó presentarlo ante el alto funcionario. Este último, un hombre rechoncho en ropa interior y de muy mal humor, no apreció demasiado su dibujo.
– ¿Por qué os habéis limitado a representar a un hombre que llora? Hemos expulsado a toda una nación impura. ¡Al Señor le hubiera gustado contemplar el aplastamiento de todo ese pueblo! Y vos, joven, habéis sido incapaz de comprender esa virtuosa exigencia.
Juan se justificó servilmente.
– Solo es un esbozo, señor… Me dispongo a realizar una gran obra sobre la expulsión de esa secta inspirándome en todas las sugerencias que tengáis la bondad de hacerme. ¡Ese será el primer testimonio para las Indias de la santa inflexibilidad de nuestra Iglesia!
El gobernador dudó; apreciaba el argumento y quizá la obsequiosidad del solicitante. Dio una última ojeada al retrato antes de lanzarlo sobre la mesa.
– ¿Sabéis hacer algo más? ¿Tenéis estudios?
– Asistí a algunos cursos en la Universidad de Salamanca. Hablo latín, italiano y… -mintió.
– ¡Ya basta de tanta jactancia, joven! -le interrumpió impaciente el gobernador-. No necesito ningún mal escritor, necesito un artesano. Además, al no ser vos hidalgo, sería sensato por vuestra parte no vestiros ridículamente con más cualidades de las que os autoriza vuestro nacimiento. Sin embargo, habéis tenido suerte. Mi estúpido pintor murió a manos de esos herejes y no tengo demasiado tiempo para encontrar otro.
Se dirigió al capitán. Su mueca de desdén ponía de manifiesto que le repugnaba ser prisionero de las circunstancias.
– Este individuo viajará con nosotros. Pero, como aún no ha demostrado su valía, pagará el precio de la travesía, así como los gastos derivados de su estancia a bordo.
Satisfecho de su mezquindad, repiqueteó los dedos sobre la mesa, dando a entender que daba por terminada la entrevista.
– … Solo asumiremos vuestros gastos si, durante el viaje, nos demostráis que vuestro trabajo está a la altura de nuestras exigencias. Comprobad su identidad y discutid con él las condiciones de embarque, capitán.
– ¿Tenéis dinero para pagar? -fue la primera pregunta del oficial cuando se hallaron al aire libre en el puente superior-. Os costará…
Juan hizo una mueca al oír el importe: todo su peculio. Sin embargo, asintió con un vigoroso movimiento de cabeza.
– ¿Y tienes para pagarme a mí? -intervino Leonor con una voz que parecía un susurro.
Juan se sobresaltó. ¡Se había olvidado de la criada!
– ¿Pagarte? ¿Quieres una recompensa por tus esfuerzos?
– No seas animal -le cortó-. ¡Para pagarme el pasaje y la comida!
– ¿Quieres cruzar la Mar Océana conmigo? Durante todos estos días, me has ayudado… ¿para eso? -Estaba sinceramente sorprendido, pero algo en él lo había presentido desde el principio.
La joven bajó la mirada, los colores le encendían las mejillas.
– Sí, pero creo que te habría ayudado a pesar de todo.
El oficial se rió divertido por las pretensiones de la puta.
– ¡Está fuera de lugar que viajes con él! ¿Una criatura de tu calaña en un barco real? ¡Vamos! Vas a bajar en la barcaza con tu fardo y regresarás a nuestra bonita Sevilla, te aplicarás bálsamo en el ojo y rezarás por la salvación de nuestras almas si tu corazón es suficientemente misericordioso. No porque tú y yo hagamos… En fin… nos entendemos, ¿verdad?
Con el rostro descompuesto, Leonor tomó a Juan por el brazo.
– ¡No me dejes en Sevilla, Juan! -Su voz, rota por la angustia, temblaba-. Quiero vivir una nueva vida. ¡Págame también mi parte, por el amor de Dios! Te ayudé, recuérdalo.
El oficial se dirigió al grabador, petrificado por el apuro.
– ¿La señora es vuestra esposa? Ante Dios, quiero decir -precisó con un guiño cómplice.
– Esto… ¡No! -negó el grabador con una precipitación que le avergonzó.
Un mal pensamiento surcó todos los recodos de su cráneo: «Cerdo, ¿qué bajeza de ánimo te impide ser agradecido con quienes te han ayudado? Eres un traidor. Un traidor para todos: para los tuyos, para la pobre Leonor…». Cerró la boca y la abrió de nuevo, incapaz de soportar el sabor de la humillación de su saliva.
El capitán alzó los hombros.
– Incluso si pagara tu pasaje, campanilla, el gobernador y yo mismo nos opondríamos solemnemente.
Los ojos de la mujer se velaron. Un músculo hizo temblar imperceptiblemente su mejilla y dos perlas líquidas surgieron de sus ojos.
– Juan… No quiero quedarme en Sevilla. Me moriría aquí. Capitán, os lo suplico, por vuestros hijos…
– No tengo hijos, hermosa -se rió-, excepto los que voy sembrando por aquí y por allá.
Con una mano Leonor sacudió el brazo de su compañero y con la otra sujetó la manga del uniforme del navegante. Ahora lloraba a lágrima viva.
– Juan… Capitán…
Apenas tuvo tiempo de inspirar antes de volver a repetir la súplica a ambos hombres.
– Juan… Capitán…
En ese preciso momento, cuando el marinero se sacudió de encima los dedos de la prostituta, sucedió.
¡Hijo mío, qué caro me cuestas! Bartolomé está furioso, dice que he dejado atrás más de la mitad de mi memoria. Pero bueno, si ha sido la marcada por la desgracia, ¡quizá no haya sido tan mal negocio!
Me desternillaría de risa si los fantasmas pudiéramos hacer algo semejante. Aún puedo ver la cara de sapo del pobre oficial cuando le palpé la cabecilla de su cola.
Con un regusto a quemado en la boca, Juan se apresuró a intervenir, sospechando que si dejaba pasar un segundo más, su cobardía natural se lo impediría:
– Capitán, por favor, dejadla venir… Os daré todo lo que poseo. Y si eso no fuera suficiente, trabajaré aún más… Grabaré vuestro retrato e incluso…
El oficial levantó las cejas con un gesto de sorpresa.
– ¡Bendito Dios! ¿También vos insistís?
Se hallaban en la parte trasera del puente, detrás de los toneles de tafia y de los bocoyes de vianda seca que aguardaban a ser almacenados en la bodega. Probablemente a causa de la presencia de la prostituta, el capitán había querido reunirse al abrigo de la curiosidad de la tripulación.
– ¡Basta de bromas, señor garabateador de Salamanca! Os recuerdo que estáis hablando con un oficial de Su Majestad -espetó con las mandíbulas crispadas por la ira-. Creo que ya he forzado bastante al gobernador proponiéndole vuestra candidatura… pero mi barco no es una casa de citas. No os necesito para nada, y si insistís en imponerme vuestras razones, os tiraré a los dos por la borda. El agua está helada en esta época, ya lo veréis. -Y con el brazo tensado señaló a Leonor-: ¡Y tú, ahueca el ala de mi barco! Que te hayas abierto de piernas conmigo no significa que te vaya a abrir la ruta del Nuevo Mundo. ¡Fuer…!
Tuvo un espasmo. Empezó a balbucear. Parecía turbado.
– ¿Qué me está sucediendo, Virgen santa?
Juan volvió a la carga, aunque una parte de él le advertía: «No seas idiota. Cuando te torturen cagarás arrepentimientos más altos que una montaña. ¿De veras crees que una puta medio tuerta merece que te la juegues?».
– Os lo ruego, capitán -suplicó con rostro sumiso, sin hacer caso de su demoníaca voz interior: «Eh, doble bastardo, no me digas que vas a salir al rescate de una puta porque tu madre también lo fue»-. Os juro por mi vida que no causará problema alguno.
– ¿No me habéis oído, pedazo de inútil? Os he manifestado mi rechazo, si estáis sordo por haberos revolcado entre las carnes de muchachas vendidas es vuestro problema. Os lo voy a repetir más alto: ¡no! ¡Ah…! No… ¡Ah…!
Pronunció el «no» en dos tonos, el primero ronco y el segundo claramente más bajo, como si la palabra en sí misma se hubiera partido en dos tras un golpe seco. El marinero se dobló sobre sí mismo en un arrebato de tos. Cuando se irguió, tenía el rostro violeta y Juan leyó en él el pánico.
«Estúpido oficial, soy yo quien está inquieto, no tú», pensó para sus adentros.
Al capitán le salía baba por la boca y tenía los ojos en blanco. De repente fue presa de ridículas convulsiones.
– Oh… ¿Quién me aplasta entre sus brazos? ¡Suéltame el cuello, voy a morir! ¡Jesús, María y José, protegedme! He dicho que no… Arggg…
Parecía que volvía a ahogarse; se llevó la mano a la garganta. Miraba a su interlocutor con un rictus a la vez incrédulo y pasmado.
– Sois vos, ¿verdad? ¿Sois vos quien estáis ordenando esto? ¿Cómo lo hacéis? ¿Quién sois? ¿Un demonio? ¿Queréis matarme? -Escupió y se santiguó.
Alzó los brazos. Respiraba con la ansiedad de los ahogados. Empujó con las palmas a su invisible asaltante. Sus labios seguían incapaces de pronunciar algo comprensible.
– ¿Qué decís, capitán?
El grabador, que se había inclinado hacia el marinero, estuvo a punto de tropezar de sorpresa cuando reconoció, o más bien leyó, la llamada que formaban los labios del hombre más poderoso del navío: «¡Madre! ¡Madre!».
Con la nariz llena de lágrimas y mocos, Leonor no podía parar de llorar. Se frotaba los ojos, incrédula.
– Juan, ¿qué está sucediendo? ¿Cómo vas a matarle tú?
El grabador sintió un escalofrío. Estaba consternado por el comportamiento irracional del oficial. Los marineros podían llegar en cualquier momento. Juan se estaba preparando ya para negarlo todo cuando sintió un peso sobre sus espaldas.
– Uf -dijo simplemente, distribuyendo de nuevo el peso sobre sus pies.
Ni siquiera se giró para comprobar qué era. Reconoció al instante aquellos dedos de nieve que le habían penetrado por la espalda y que ahora le acariciaban el corazón.
Como el día de la hoguera.
Juan dudó un último instante. ¿Se pondría a gritar de terror como el capitán o bien se abandonaría a esa extraña bocanada de melancolía que se adueñaba de él?
Atemorizado por su propio arrebato, el grabador murmuró en algarabía:
– ¿Eres tú de nuevo, madre querida? ¡Qué triste estás! Has venido a socorrerme, ¿verdad?
Catalina ha venido conmigo. Estamos los tres en el navío y contemplamos, a pesar de la bruma que separa nuestros dos mundos, la agitación de la tripulación en la cubierta.
Sé que sigue celosa y que le gusta revolcarse en la idea de que la quiero menos que a su hermano vivo.
¡Qué equivocada estás, hija! Te quiero, aunque tú me odies (a muerte, si se me permite decirlo) por haberte dejado rezongar demasiado rato en mi hoguera. Erré toda una noche por Sevilla, desesperada por encontrarte; como predijo Bartolomé, había olvidado muchas cosas frotándome con los Vivos. Pero a pesar de ello no olvidé mi amor por ti. Sabía que seguías siendo mi querida hija y que sufrí muchísimo por ti durante mi existencia carnal. También sé que te he encontrado por casualidad en esta inmensa explanada a las puertas de la ciudad, y que apenas hemos tenido tiempo para llegar al barco antes de que zarpara.
Me acuerdo de tan pocas cosas ya…
Perdóname, Catalina… Pero ¿cómo iba a abandonar a tu hermano Juan? Este bendito decidió arriesgarlo todo por una desvergonzada. Cuando se negó a salvarse sin esa chica…, lo quisiera o no, tuve que acudir en su ayuda. ¡Si hubieras visto la cara del capitán y del gobernador cuando Juan se marcó el farol de que era capaz de robarles la razón exclusivamente con el poder de su espíritu! ¡Mi espíritu, querría decir, el muy ladino! Pero resultó endiabladamente eficaz. El gobernador (lo sé de muy buena fuente, ¡yo estaba dentro de él!) se cagó literalmente un poco.
Compréndeme. No quería que ese hermano al que jamás conociste corriera la misma suerte que yo… De repente he tenido un pensamiento espantoso: ahora me doy cuenta de que habría aceptado el peor sacrificio (olvidarme de ti) para que él no muriera de la misma forma que yo. Tú, claro, moriste de forma natural, no pude hacer nada para impedir que fallecieras. Lo sabes porque lees en mí lo poco que aún hay. No habría dudado ni un instante en cortarme brazos y piernas por ti. Pero él hubiera sufrido el peor de los castigos por culpa de los hombres, y eso no podía aceptarlo.
Te expongo toda mi verdad, hijita querida, porque no puede haber mentiras entre nosotras.
Por piedad, cuéntame quién soy, Catalina… o al menos lo que recuerdas de mí hasta el día de tu desaparición, e incluso más allá, puesto que me seguiste hasta el día de mi ejecución. Ayúdame, te lo ruego, a zurcir la túnica de mi memoria.
Soy consciente de que encaro con inquietud e incluso con cierta impaciencia, la muerte de mi querido Juan. Espero que sufra menos infortunios que yo y que muera en su cama lo más tarde posible. Pero cuando eso suceda, yo estaré junto a él. Quizá su fantasma pueda ayudarme también a recuperar la memoria… Él me transmitirá lo que yo hubiera podido confiarle de mi existencia. Solo me pregunto… si fui lo suficientemente cercana a él para convertirlo en mi confidente. Una no puede preverlo todo. Ese es el drama de la existencia.
Es extraño que una madre no pueda responder ya a preguntas tan elementales como la del nombre del padre de sus hijos. ¿Y mi madre, mi padre, cómo se llamaban? ¿De qué murieron? ¿Dónde están ahora?
Y sobre todo, ¿a quién amé en la vida? ¿Qué ser hizo latir mi corazón, debilitar mis rodillas, secar mi boca? Catalina, la muerte debería servir de abono para los grandes pensamientos, pero en lo que a mí respecta, no es el caso.
Cuando estés menos enfadada… Tenemos mucho tiempo por delante, querida hija.
Mira a Bartolomé, ese tonel de ignorancia. Está convencido de que le llenaré con mis recuerdos para que él pueda reconstruir los suyos. Pero apenas tengo recuerdos que compartir con él. Estoy tan hambrienta como él de pasado, pero se niega a aceptarlo.
Él no te gusta, me doy cuenta. Probablemente tengas razón, Catalina. Quizá yo también tendría que odiarlo, y seguramente no me faltan razones… a fin de cuentas, lo apuñalé.
Temo tanto los largos tentáculos de la soledad, hija. ¿Comprendes la ironía de nuestra situación? Hasta los fantasmas pueden ser cobardes.
– Dicen que allí el oro nace en el seno de la tierra, como las cebollas.
– ¿Cultivarás oro, pues?
– Primero iré a buscarlo. Luego, con los indios que me concedan, sembraré un campo entero de oro. ¡Y danzaré como una insensata esperando la cosecha!
La mujer soltó una carcajada y se recolocó su bonita mantilla de encaje.
– ¿Tendrás indios?
– ¡Por supuesto! -se entusiasmó-. Todos los colonos nuevos reciben los suyos. Al menos, eso es lo que cuentan.
La alegría de Leonor alivió por un instante la preocupación de Juan. Ella le colocó con ternura la mano sobre el brazo.
– ¿En qué pensabas, gran mago?
Desde el altercado con el capitán solía llamarle así, con una gratitud velada de temor que a Juan le hacía sentir incómodo.
– En nada -mintió.
«En mi madre», habría querido decir. Una vez más, se convenció de que los espíritus no existen. Con el estómago hecho un nudo, se sacudió los hombros, como si comprobara que no había nadie pegado a ellos…
Catalina me ha dicho algo curioso: que los dioses existen… Al menos, eso cree. Según ella, los dioses no son más que grupos de antiguos fantasmas. Al verse entregados a la soledad, los fantasmas habían perdido su coraje y se meaban de miedo…
– … y, mamá -es la primera vez desde que nos hemos reencontrado que utiliza esa maravillosa palabra-, su orina huele tan mal como en el mundo del que vienen. Los cobardes se pegan a otros fantasmas con la esperanza de recuperar un poco de… vitalidad.
Mi pequeña sonríe al usar esta expresión. Ella dice que un Dios de ese tipo estuvo a punto de tragársela cuando me esperaba en la explanada de la hoguera, y que por eso me odia tanto, me ha confesado.
– Entonces, Catalina… ¿tu conclusión es que un día tú, yo, quizá Bartolomé y, tarde o temprano, también Juan, formaremos un grupo de esos…?
Un ruido de pasos sobre la cubierta los sobresaltó. Ella se levantó, dejándole el sexo al aire. Juan intentó retenerla porque aún no había gozado, pero Leonor ya estaba en el umbral del diminuto camarote que les habían otorgado. Recolocándose con rapidez la ropa, le gritó que despabilara. Desde que el gobernador les había dado permiso para viajar con ellos, hacía dos semanas, estaba siempre alegre.
– ¡Es tan aburrida la vida a bordo! Quiero ver qué ocurre arriba, Juan. Luego volvemos a nuestras cosas.
Él se vistió con rapidez. Al pasar por delante, lanzó un vistazo contrariado al retrato inacabado del gobernador. «No te olvides de mejorarle un poco la frente al puerco ese -pensó-, pero sin pasarte.» Todavía tenía que hacer también el retrato del capitán. El gobernador y su oficial le temían un poco por el momento, pero no había necesidad de forzar las cosas.
Comprobó de nuevo el estado del nudo del rollo con sus dibujos licenciosos y del residuo calcinado de la hoguera. Su voz interior volvió a burlarse de él: «¿Por qué te empeñas en encariñarte con ese pedazo de carbón impregnado de restos de tu madre? ¿Crees que tendrás más inspiración para dibujarla con él? Si fuera necesario, ¿hasta te inspirarías en los croquis… embriagadores de tu padre, el mártir?».
«¡Madre, perdóname!», pensó mientras subía la escalera.
En la cubierta, la luz cegadora le obligó a cerrar los ojos un instante. Dos marineros arrastraban de brazos y piernas a un hombre negro, desnudo como un gusano. Lo balancearon y, cuando tuvieron suficiente impulso, lo lanzaron por la borda.
– ¡Dios mío! -exclamó espantada Leonor.
– Venga, no os preocupéis, ya estaba muerto. Empezaba a oler. Y además, no era más que un esclavo. Hay unos veinte más en las bodegas… Equipaje del gobernador, señorita.
El marinero de largos bigotes chasqueó la lengua con aversión.
– Hacemos limpieza una vez por semana, no sea que se nos pudran todos antes de llegar a tierra.
Dedicó una mirada descarada a la pasajera y se alejó. Molesto, Juan arrastró a Leonor al lado opuesto de la cubierta. Ella se inclinó para buscar el cuerpo del muerto en la superficie, pero el mar estaba espléndido y formaba una superficie homogénea.
– ¿Ya está en el fondo?
– No lo sé. Seguramente flotará un poco antes de ser devorado.
– Y si flota mucho, ¿podría varar en el Nuevo Mundo?
– Sí -condescendió Juan con indiferencia, con el mismo tono con el que hablaría a un niño-. Si la corriente fuera muy fuerte.
– Pero si no llega a tierra firme… si llega al borde del mundo… ¿qué le sucederá?
Juan se giró hacia la joven para comprobar si se estaba riendo de él, pero descubrió en su rostro una preocupación sincera.
Pensó con pesar que en realidad ese debía de ser el destino de los proscritos de Andalucía: una vez que los barcos de la desgracia alcanzaban la frontera del mundo, lanzaban a todos los desterrados por la borda, al abismo. Cuando el aullido del último morisco se hubiera apagado, la Andalucía de su madre habría desaparecido para siempre, sin más huella que el aliento de un buey en una noche de invierno.
– Aisha… -murmuró, y bajó la cabeza ante la mirada sorprendida de Leonor.
Contempló el agua que los rodeaba por todas partes, inasible y, no obstante, tan intensamente presente. Hacía tanto tiempo que no pronunciaba el nombre secreto de su madre…
¿Qué sería de su vida cuando pusiera un pie en su nueva tierra de exilio? ¿Continuaría con su profesión de grabador? Fue incapaz de responderse. Sí, había escapado a la muerte, pero ¿era eso una suerte cuando todos a los que había querido estaban ausentes?
El hijo de la morisca suspiró con pesar y acarició con ternura la mano de su compañera. Su pene aún recordaba la exquisita sensación que le había ofrecido el sexo de Leonor.
– Vamos, no te obsesiones. Al fin y al cabo, solo era un negro… -le dijo.
Me fijé en él mucho antes de que sus restos fueran lanzados al mar. Había abandonado su cuerpo destrozado durante la noche. Franqueó sin dificultad las rejas de la jaula de los esclavos y luego las planchas de cubierta… Me fijé en él mientras su torpe espíritu avanzaba sin comprender demasiado bien que su existencia terrenal había acabado aunque siguiera experimentando sensaciones de Vivo.
Presencié el lanzamiento de su cadáver en el océano. Los marineros vaciaron primero las cubetas de excrementos, luego, los cubos de mondaduras de la cocina, y terminaron entre grandes risas con la larga carcasa del esclavo.
Me acerqué al nuevo espectro. Estaba aterrorizado por su nuevo estado. Como todos al principio.
Me quedé un buen rato junto a él, sin intercambiar nada, ni palabras ni movimientos, domesticándole lentamente.
Lo rocé. Como aún no sabía defenderse, le robé un recuerdo. Uno cualquiera, entre los muchos y espinosos que tenía. Por suerte, el recuerdo era bonito.
En él, el hombre negro era más joven, aún adolescente. Corría con el sexo golpeándole la entrepierna. Su boca sabía a sal y el sudor le hacía pestañear. Sujetaba algo en la mano, quizá una lanza. Frente a él, un animal fabuloso con una crin resplandeciente. El sol refulgía por doquier; había hierbas altas, otras criaturas extrañas, un río. El adolescente reía de alegría y mostraba a una muchacha con los pechos desnudos el animal de la crin abatido a sus pies.
Sintiendo envidia de la intensidad de su recuerdo, pregunté al nuevo fantasma:
– ¿Por qué no seguiste a tu hermoso cuerpo?
Me respondió en la misma lengua sin palabras, que era sin duda la de todos los fantasmas del universo.
– No me gusta comer pescado -dijo con una ironía inesperada-. ¿Por qué iba a tener que soportar que un pez me coma? Y…
Sentí cómo le invadía una densa tristeza, pero había en ella un resquicio de alegría.
– … y tengo a mi hermano en la bodega. Él sigue vivo. Ha llorado mucho cuando he dejado de respirar. No lo puedo abandonar. Le dan tanto miedo las ratas como los golpes de los guardianes. Además cuando nos capturaron, no supe protegerle, tuve demasiado miedo de que me mataran si resistía. Y ahora…
Cesamos nuestro intercambio de sensaciones y ya nunca más intenté sustraerle recuerdo alguno. Mucho después, el negro dejó caer, como una piedra en el agua:
– No creía que fuera… -dudó un instante y con un tono desaprobador, desdeñoso y ofendido a la vez, concluyó-: así.
El espíritu prosiguió:
– En mi país, no es así… Es más… -Pero acabó callándose, aplastado por lo ridículo de su protesta.
Sonreí, pero para no aumentar su amargura, no quise repetirle: «Yo tampoco, hermano, pensé que sería así».
Lo dejé con su pena, su única compañera durante mucho tiempo. Me reuní con Catalina y Bartolomé. Hablaban sin entusiasmo, pero era mejor que la hostilidad de su primer encuentro. En su cuartucho, Juan y Leonor se unían una vez más. Al final de la tarde, sorprendí a esa desbocada con las nalgas de fuego en animada conversación con un marinero de grandes bigotes, pero con todo mi egoísmo de fantasma deseé que se quedara con mi hijo. Para que trajera al mundo, si la suerte no les traicionaba, un bebé. Para hacer frente, a falta de algo mejor, a la imbécil placidez del tiempo.
El viento se ha levantado. El barco avanza deprisa. He mirado el horizonte, o lo que pueden ver de él mis torpes sentidos. El mar juega a ser imponente con sus engreídas olas, cuando de hecho es tan pequeño…
En realidad, el mundo entero es tan pequeño que podría ser olvidado. Es así. Y quizá sea lo mejor.
Solo la muerte es inmensa, inútilmente inmensa. De repente, he descubierto que no hay Secreto. O, si existe alguno, no presenta demasiado interés, en cualquier caso.
Por primera vez desde mi muerte, o mejor, desde la muerte de mi padre, un ápice de mi rabia ha caído y, por un breve instante, algo parecido a la calma me ha regalado su dulzura.