Treinta y cuatro años antes, una mañana de 1576, en las Alpujarras, a varios días de marcha de Granada
Hacia tan buen tiempo aquel día…, había en el aire algo así como la alegre certeza de que la primavera despeinaría pronto la cabellera de los montes nevados que acuchillaban el horizonte. Pero fue ese mismo día cuando el corazón de la joven fugitiva se rompió por primera vez y desde entonces nunca volvió a recuperarse por completo.
En realidad, la María cuyo pecho empezó a hincharse de alegría esa mañana de abril ya no era una niña, pues la semana anterior a la luna llena fluyó sangre entre sus muslos. Por supuesto, al principio sintió mucho miedo -y vergüenza- por la mancha roja que aureolaba obscenamente en mitad del vestido, pero su tía Lucía la tranquilizó como pudo.
– No es nada, María, no es nada. Tenía que suceder. Es la prueba de que el tiempo pasa… No estás enferma, simplemente te has hecho mujer… aunque aún seas una niña. Dios mío, ¡siempre es demasiado pronto para estas cosas! -masculló Lucía antes de romper en llanto sin razón aparente.
A pesar del miedo, a María le entraron ganas de reír: a su tía le colgaba un moco de la nariz y, pese a su imponente volumen, no se decidía a desprenderse.
Su tía se aclaró la voz y, entre dos sollozos, dijo en tono ridículamente solemne:
– Hoy tengo que enseñarte dos cosas, hija mía. Las dos son imprescindibles. Si desoyes cualquiera de ellas, tu vida correrá peligro… -Contuvo la respiración, llena de emoción, y añadió-: ¡Y la nuestra también!
La niña abrió los ojos como platos, parecía decir: «¡Deja ya de exagerar!».
– No me mires con esos ojos de mula que se cree más lista que el resto del rebaño. Nunca he hablado tan en serio. -Luego, suavizando el tono, añadió-: Primera recomendación: a partir de hoy, huye como del diablo de los hombres galantes que se te acerquen demasiado, empezando por ese mequetrefe de Alonso que te ronda como una comadreja hambrienta alrededor de los polluelos. ¡En lo único en lo que piensan los hombres al mirarte es en ponerte el rabo entre las piernas!
– Pero, tía, ¿qué te ocurre? -protestó María, ofuscada por el lenguaje salaz de su tía.
– Ya eres una mujer, y mi deber es ponerte en guardia contra esos bribones -la atajó-. Ten cuidado, los machos cabríos de la aljama no conocen la piedad. Aunque tengas doce años, a la primera mácula, el consejo del pueblo no dudará en condenarte a la lapidación hasta la muerte. No olvides lo que le sucedió a la hija del arriero. Las piedras eran muy pequeñas, ¡tardó toda la mañana en morir! Aquí no se bromea con el honor de las mujeres, ni siquiera tu padre podría protegerte… Eres bonita, sobrina, eres demasiado bonita, y eso es una maldición en estos tiempos difíciles.
Dividida entre la risa y la inquietud, María saltó de indignación.
¿De qué me hablas, tía? Esos hombres galantes nada tienen que ver conmigo, y mucho menos el bobalicón de Alonso. No tienes derecho a desearme lo peor. ¿Te lamentas porque soy bonita? ¿Querrías que me pareciera a…?
Cogió un puñado de tierra arcillosa y, con rabia, se la restregó por las mejillas y la frente.
Sorprendida por el gesto y por el rostro embadurnado con ojos henchidos por el resentimiento, la mujer lanzó una carcajada rota al instante por nuevos sollozos.
– Y… ¿está bien eso de ser mujer? -bromeó María.
– Lo sabrás… más pronto que tarde, hija -replicó su tía antes de dejarse llevar de nuevo por las lágrimas.
Paradójicamente, la muchacha recién convertida en mujer se halló en el deber de consolar a quien la había criado desde su más tierna edad. La mujer, con el cuerpo sacudido por irrefrenables sollozos, objetaba que tendría que haber sido su madre, Isabel, quien le hubiera contado todo eso; que el destino había sido cruel con su familia por haberla dejado morir en plena juventud y de una forma tan espantosa. La pena de Lucía acabó arrastrando a María.
Cuando su padre regresó de una infructuosa recogida de trampas de gazapos y las encontró abrazadas, con los ojos enrojecidos, dejó estallar su mal humor, pues adivinó que una vez más su cuñada había vuelto a contar la historia de que su esposa se había lanzado al vacío para no dejarse capturar por las tropas del Bastardo, el hermanastro del rey.
María no dijo nada. Sabía que su padre se dejaba llevar por la ira para no tener que pensar en la desesperada situación de su vida. El asentamiento, supuestamente provisional, de la docena de familias moriscas en ese altiplano rodeado de picos rocosos se había convertido, nueve largos años después, en una prisión. Las montañas que protegían la pequeña comunidad de las incursiones de los alguaciles y los cazadores de esclavos también la hacían morir de hambre y extenuación. Los contactos con los campesinos de los valles, la mayoría de ellos cristianos viejos, eran peligrosos, y la tan anhelada ayuda por parte de parientes o aliados de Toledo, Valencia y otras plazas había resultado ser una quimera dada la precaria situación del conjunto de los moriscos, levantiscos o no, en los reinos de España.
Todos en esa aldea de montaña pasaban demasiado a menudo hambre y frío entre sus pocas cabras y sus pobres campos, pero ya no se atrevían a bajar al llano, aterrorizados por los relatos que los moriscos encontrados aquí o allá explicaban sobre los ojeadores de ganado humano y sobre el rencor sin tregua de las autoridades monárquicas hacia quienes acusaban de actuar escandalosamente contra la verdadera fe.
María conocía bien a su adorado padre, con ese remordimiento perpetuo, casi esculpido en las arrugas del rostro, que lo roía desde la desaparición de su esposa. Delgado, encorvado, no era de porte orgulloso, desde luego, pero quería con locura a su pequeña María -lo que quizá explicaba los celos que le tenía su tía Lucía- y no lo disimulaba demasiado en público, en contra de los usos de la comunidad, que reprobaba las demostraciones de afecto hacia los niños en general, y las niñas en particular.
Su tía era muy parlanchina y le gustaba repetir las historias con todo lujo de detalles. María acababa de cumplir tres años cuando estalló la gran revuelta de los moriscos del Albaicín de Granada tras la decisión de Felipe II de prohibir, bajo pena de galeras o de esclavitud, el uso del árabe, escrito o hablado, los hatnama, públicos o privados, las ropas y los festejos tradicionales de la comunidad. A ello se añadió la obligación, denigrante para esos austeros moriscos, de dejar la puerta de su casa abierta de par en par los viernes, los días de boda y de fiestas musulmanas para que los alguaciles y los chivatos pudieran vigilar.
Ahogada en sangre, a la revuelta de los sospechosos de practicar en secreto la religión de los anteriores conquistadores le siguió la cruel guerra de las Alpujarras, que los musulmanes continuaban llamando al-Busharat. A las primeras atrocidades de los unos contra los sacerdotes, las monjas y los representantes de la Inquisición, respondieron los adversarios con matanzas a gran escala. La deportación a Castilla de los moriscos del antiguo reino de Granada, en lo más frío del invierno y en condiciones de indigencia abominables, diezmó esta población, extenuada ya por dos años de enfrentamientos sin misericordia, y llenó los caminos del destierro de un inexorable rosario de miles de cadáveres.
La familia de María compartió la suerte de todas las familias descendientes de los musulmanes derrotados a finales del siglo anterior, forzadas a convertirse al cristianismo a principios del siglo siguiente en gigantescas reuniones en las que a veces recibían el bautismo mediante escobas empapadas en el agua bendita de los toneles. Esto se hizo sin tener en cuenta la palabra real -el «ahora y para siempre» de Isabel y Fernando- pronunciada ante los vencidos tras la capitulación de Boabdil, el último soberano musulmán de la península. La familia creyó que huyendo hacia el sur podría escapar a la crueldad de los enfrentamientos entre los rebeldes y las fuerzas reales, reforzadas estas con los presos comunes de la antigua capital nazarí, liberados y armados por agentes del rey Felipe.
El azar y el pánico condujeron a esa pequeña familia hasta una ciudad fortaleza oculta por los contrafuertes de la sierra. Acribillado por las balas de cañón de la artillería del Bastardo, el nido de águila cayó tras un mes de resistencia desesperada de su población. Decenas de mujeres, entre ellas su madre, prefirieron suicidarse lanzándose al barranco a ser deshonradas y esclavizadas por los soldados, en su mayoría cristianos viejos reclutados sin soldada y que recibían en contrapartida el botín del pillaje y el dinero obtenido de la venta de mujeres y de niños moriscos. Ninguna de las asediadas se hizo ilusiones sobre la posible magnanimidad del ejército del rey, pues todas sabían que el monarca, al inicio de los combates, había creado un puesto, confiado a un oficial superior, cuyo nombre no admitía ambigüedades: «distribuidor de mujeres moriscas y de bienes».
María descubrió más tarde que seguía viva gracias a lo que su tía llamaba mezquinamente la «cobardía de tu pobre padre». Lucía acabó contándole que su hermana Isabel, en el último momento, decidió lanzarse al abismo con su hija, pero que su padre el ebanista consiguió arrebatársela en el instante en que subía a la muralla. Según su tía, su padre había salido huyendo antes de que las tropas enemigas irrumpieran en la fortaleza, abandonando así el puesto que debía defender.
– Pero mi padre no era soldado, y al fin y al cabo tú también huiste con nosotros. Eres injusta. Te ha protegido sin rechistar durante todos estos años, tía Lucía, ¡y tú lo insultas! -protestaba María cada vez, dividida entre el amor que sentía por su desgraciado padre y la admiración horrorizada hacia esa madre demasiado heroica que había estado a punto de arrastrarla a la muerte.
– Así es, flor de mi vida, pero yo soy una vieja carraca y, vive Dios, tengo derecho a paralizarme de miedo. ¡Pero no un hombre como tu padre! ¡Mira cómo nos vemos ahora! ¡Vivimos en barracas y en cuevas, como las bestias salvajes, temblamos al menor ruido, tememos al más apestoso de esos sucios campesinos! ¿Acaso esto es vida? Mira los harapos que llevas: ¡hasta una mendiga viste mejor que tú!
María replicaba amargamente que eso no le importaba, no había conocido otra cosa desde que tenía edad de comprender. La tía mascullaba que era realmente una pena tener sangre de los califas de Córdoba en las venas cuando el orín de gato haría la misma función.
Con labios temblorosos por la pena, la sobrina se dejaba llevar:
– Pero, tía, no te entiendo, ¿preferirías que estuviera pudriéndome en una tumba? Si padre no me hubiera arrancado de las manos de madre, ahora no estaría hablando contigo. Tú misma me has contado que lo primero que hicieron los soldados del rey fue matar a todo el mundo, mujeres y niños incluidos, arrasar la ciudad y esparcir sal sobre las ruinas para que no creciera nada nunca más. Y, sin embargo, todos nosotros éramos cristianos, ellos un poco más viejos que nosotros, de acuerdo, pero cristianos al fin y al cabo. Así pues, ¿tendríamos que haber muerto por algo tan estúpido?
Lucía se enredaba en explicaciones que siempre terminaban con insultos contra los malditos cristianos viejos, hijos de asnos y de ratas, que les habían robado su bonita Andalucía, y contra esos cagados cristianos nuevos, incapaces de defender los bienes que el Todopoderoso había entregado a sus antepasados en este edén.
– Pero ¿acaso tienes mantequilla en lugar de cerebro? A esos malnacidos les da igual que te hayas convertido o no, que hayas luchado contra ellos o no. Corre el rumor de que están preparándose para expulsarnos del país, ¿me oyes? A todos, cristianos o no. ¡Y algunos proponen castrar antes a nuestros hombres para que nuestra casta desaparezca para siempre de la faz de la tierra!
La cara de duda de María parecía insinuar que en ese tema su vieja tía no hacía más que divulgar los rumores.
– ¡Ya han expulsado a los otros! -exclamaba con furia la tía.
– ¿Qué otros?
– ¡La gente de Moisés!
– Ah… pero eso no es lo mismo. Ellos son enemigos de Dios, ¡mataron a Cristo! -sentenciaba con desprecio la mozuela-. ¿Cuántas veces me lo habrás repetido?
Falta de argumentos, la mujer se refugiaba en nuevos lamentos.
– Cuando seas mayor entenderás cuán triste es todo esto… Tú, mi niña, no conociste Granada en los tiempos en que poseíamos riquezas y esclavos de todos los colores, cuando éramos la personificación del refinamiento en la tierra y no miserables ratones huyendo. Los bárbaros han ganado, y a nosotros solo nos queda escondernos sin saber por dónde nos llegará el próximo golpe.
La mujer se entregaba entonces a su lamento preferido: repasar toda su genealogía, remontándose como por casualidad al gran Abderramán I, el atemorizado fugitivo que tras escapar por los pelos a la matanza de toda su familia en Damasco cruzó la mitad del mundo para fundar el primer emirato de Andalucía.
Durante estas interminables sesiones de recriminaciones, María hacía esfuerzos por no gritar, pues sabía que su tía distorsionaba la realidad, que no había ningún antepasado emir o califa en la familia de modestos artesanos de su padre y que, aún peor, por parte de su madre no eran más que elches, hijos de cristianos renegados que se convirtieron a la religión de los invasores cuando el esplendor del nuevo culto en las tierras de España parecía establecido para la eternidad.
Una niña cursilona con la que se peleó en una ocasión se lo echó en cara, le dijo que en el pueblo todos lo sabían y que por eso nadie confiaría jamás en ellos: quien adjura una vez, volverá a hacerlo. María, ultrajada, defendió con uñas y dientes la sinceridad de la fe cristiana de su familia. Pero, falta de argumentos y ante la expresión burlona de esa mocosa, María la llamó sucia pagana, seguidora de ese maldito demonio de Mahoma. Todo acabó con arañazos y estirones de pelo recíprocos. Sin embargo, María jamás se atrevió a preguntar a su padre si esa historia de los elches era verdad.
«Además, ¿en qué consiste la verdad?», pensaba María esa mañana de abril, cuando la desgracia aún no había llamado a su puerta. Entonces recordó con inquietud e incredulidad cómo había empezado la inimaginable confesión de su tía.
– Dijiste que tenías que hablarme de dos cosas… ¿Y la segunda? -le recordó en voz queda la noche del famoso día en que supo que había entrado en la «edad de las mujeres».
Taciturno como de costumbre, el padre atizaba las brasas de la chimenea. La tía titubeó; parecía arrepentirse de haber despertado la curiosidad de su sobrina.
– ¿Cómo crees que te llamas, hija de mi hermana? -inquirió de mala gana.
– ¿Cómo voy a llamarme, hermana de mi madre? ¡María!
– Me refiero a tu otro nombre…
– ¿De qué me estás hablando? ¿Voy a tener que cambiar de nombre porque he perdido un poco de sangre?
– No… Bueno, sí. No, por supuesto que no… Aunque quizá sí…
La muchacha se asustó.
– Tía, ¿te encuentras mal?
Lucía le tomó la mano. Jugó con los dedos de su sobrina. Sin levantar los ojos para no hacer frente a su mirada contrariada, le contó la historia de la inconcebible mentira que regía cada momento de la existencia del pueblo.
– Cuando eras niña, tu madre te llamaba Aisha. ¿Te acuerdas? No, claro que no. Dejó de hacerlo muy pronto por miedo a que te impregnaras de ese nombre y que lo repitieras a diestro y siniestro. Eso hubiera podido costamos muy caro.
– ¿Muy caro?
– Sí… Quizá incluso la vida -añadió la tía con una triste sonrisa-. Supongo que corresponde al autor de tus días hablarte de… eso.
La mujer dirigió la mirada hacia su cuñado y le habló, por una vez, sin agresividad:
– Omar, tu hija ya no es una niña. Ha llegado la hora de contarle la verdad.
El hombre, sorprendido, dejó de remover las brasas al instante. A pesar de la luz vacilante del fuego, María vio que la emoción transformaba la cara de su padre. Gruñó algo así como: «¿Ya?», y la tía asintió con la cabeza.
– Tía -intervino María, angustiada-, padre se llama Francisco, ya lo sabes, no ese nombre tan raro… ¿Cómo has dicho? Te has vuelto…
Su boca estaba a punto de pronunciar la palabra «loca» cuando su padre tosió para aclararse la garganta. Aun así, su voz sonó ronca:
– No, aunque me cueste admitirlo, la hermana de tu madre no está loca. -Una mueca de desagrado le deformó la boca-. Tú…, bueno, ya no eres una niña, María, ha llegado el momento de que cargues con la parte del peso de la comunidad que te corresponde.
Su voz cansada encogió el corazón de María. Su padre había vuelto a coger el atizador y removía las brasas. Fuera, el viento gemía, como flagelado por un colosal verdugo. El fuego volvía a chisporrotear y multiplicaba las sombras en las paredes de adobe.
El ebanista calló un instante. María tembló. Le costaba respirar, y se concentró en los crujidos de la chimenea, en esa monotonía que normalmente resultaba tan tranquilizadora.
De repente, el ebanista alzó la mirada y la posó en su hija con una mezcla de compasión e inflexibilidad. Con el dedo índice señaló el crucifijo y, después, la modesta imagen de la Virgen con el Niño.
– A los ojos de todos soy Francisco, el ebanista, hijo de Diego, hijo de Jerónimo, honorables artesanos cristianos que se convirtieron a la nueva fe hace dos generaciones. Eso es lo que tú sabes y lo que debes repetir siempre que te pregunten sobre mi identidad.
Como asustado por su propia confesión, a continuación se señaló el pecho con el dedo índice.
– Pero… el secreto que guardo en mi corazón es que mi nombre es Omar, hijo de Harum el Granadino, hijo de Amín el Cordobés.
Sus labios esbozaron una sonrisa ante la estupefacción de su hija.
– Y tú eres Aisha, hija de Saadia, hija de Habiba…
– Pero…
– Tu tía se llama en realidad Selma.
– Pero entonces…
María se había hecho un ovillo, aplastada por el peso de la revelación.
– Entonces, ¿soy…?
Su padre, Francisco-Omar, asintió con la cabeza, lleno de conmiseración y al mismo tiempo con un aire casi burlón.
– Sí, lo eres.
– Entonces, ¿somos…?
– Sí, lo somos.
– ¿Todos?
– Todos.
– Entonces, en el pueblo ¿todo el mundo miente? La imagen de la Virgen en la pared, el crucifijo…
– Sí, todos mienten, de la mañana a la noche, cada vez que respiran.
La chiquilla balbuceó, se debatía entre la rabia y las ganas de llorar.
– ¿Por eso no criamos cerdos?
– Y por eso no bebemos vino. Sí.
– Pero… ¿por qué? Podríamos ser… ser… bueno… como todo el mundo, ¿no? -Intentó bromear pero su voz se rompió por los sollozos-. Me dijiste que mentir no estaba bien, que los mentirosos apestaban…
El ebanista asintió con gravedad.
– Eso sigue siendo verdad. Un embustero apesta tanto como una pocilga. Tal vez nosotros apestemos así… Quizá sea el castigo que merecemos por haber perdido Andalucía. Quizá no seamos dignos del paraíso en la tierra. Quizá hemos sido demasiado ingratos. Ciertamente…
Abría y cerraba las manos. Ella había visto ese tic de su padre cuando estaba muy emocionado.
– Ciertamente, un padre no debería enseñar a mentir a sus hijos, pero nos vemos en la obligación de mentir desde el día en que nacemos porque somos testigos… ¿Lo comprendes, hija mía, ya mujer…, Aisha?
María sintió una opresión en el pecho. Era la primera vez que su padre la llamaba por ese nombre tan extraño. Tuvo la impresión de que los dos adultos -las únicas personas en el mundo que se sacrificarían sin dudarlo para protegerla- intentaban empujarla a las aguas de un pantano y perdía pie.
Tenía ganas de gritarles «¡Callaos! Por Dios, no quiero ahogarme en vuestro sucio secreto. ¿Por qué me robas el nombre, padre querido? ¿A qué viene esa porquería de Aisha?».
Un tanto asustada por la expresión de dolor de su padre, no se atrevió a replicar.
– … testigos de lo que fuimos en este país, nuestro país, tan nuestro como de ellos… Y desde luego más nuestro… -refunfuñó con amargura- que de esos mercenarios germanos y flamencos con los que se han repoblado nuestros pueblos de Andalucía…
Se llevó una mano a la frente y se alisó distraídamente el pelo, quizá para contener la rabia que le inspiraba el recuerdo de esa infamia.
– ¿Entiendes ahora, hija mía, por qué debemos cargar con ese testimonio tal como hicieron tu abuelo, tu bisabuelo…? -Bajó la voz y en un susurro casi inaudible añadió-: Y también el de tu madre. No sé si ser fieles a los difuntos sirve para algo… ¡Ha habido tantos en esta tierra! No tengo la respuesta. Soy inculto. Pero nuestros libros, en los que gente más sabia que yo habrían podido hallar respuestas, han sido quemados; nuestras mezquitas, cerradas; nuestra lengua y nuestra cultura, prohibidas. ¿Habremos vivido todo esto para nada, hija mía?
Se oyó a alguien sorber por la nariz…; probablemente su tía, que lloraba. María no quería volverse, seguía observando a ese padre recién descubierto que cada palabra que decía le mordía un poco más el estómago.
– Si no fuéramos lo que somos, embusteros y falsos, como tú dices, traicionaríamos a nuestros antepasados, a todos los que hemos amado. A veces hay que mentir mucho para proteger la verdad. En fin, lo que un ignorante como yo cree que es la verdad.
La muchacha dio un respingo.
– Pero yo siempre he creído en… en… -No se atrevió a pronunciar el nombre de Jesús-. Vosotros lo habéis velado. Y tía Lucía me regañaba si no rezaba. Y me enseñasteis el castellano en lugar de la algarabía. ¿Cómo puedo creer ahora en… en otra cosa?
– Esos rezos cristianos y esa lengua son tu escudo. Y un escudo debe estar en buen estado.
– Pero… pero…
Las palabras le parecían tan obscenas o ridículas que no lograban salir de su boca. El padre percibió los sollozos que se ocultaban tras la indignación de su hija.
– Es difícil -dijo-. A veces te odiarás, pero lo conseguirás. Porque es preciso que lo consigas si no quieres morir.
– Entonces… ¿tendré que fingir siempre?
– Sí, fingirás siempre…, delante de todo el mundo…, delante de tus amigos y, cuando llegue el momento, delante de tu futuro esposo, incluso delante de tus hijos…
El padre se sonrojó. Había querido bromear pero su voz había sonado demasiado ronca.
– Porque, por supuesto, un día, hijita, me darás nietos. -Se aclaró la voz, luchando contra la ternura-. Ahora tienes que jurarme que jamás hablarás de este tema con nadie, excepto con tu tía y conmigo. Y en esos casos, siempre tendrás la máxima precaución posible. Tu amiga más querida podría denunciarte. Aisha, hija mía, de eso dependen tu vida y la nuestra. Júralo por lo más sagrado.
El padre se puso en pie. La muchacha, impresionada, lo imitó. Sin darse cuenta, unió las manos, su lengua se preparaba para decir: «Querido papá, volvamos atrás, por favor. No puede ser. Olvidemos lo que me pides, papá…».
– Júralo, hija mía -exigió el padre.
Jamás había visto en su padre rasgos tan desencajados, tensos al mismo tiempo por la angustia y la rabia. La chica sintió ternura por ese rostro amado que encerraba tanto pesar.
Luego la absurda exigencia de su padre explotó en su cabeza.
– Pero ahora, ¿sobre qué juro? ¿Por qué Dios? ¿El de antes? Pero me has dicho que eso no está bien… ¿El nuevo? ¡Pero si todavía no creo en él…!
María estaba junto a la cascada, soñando despierta bajo el sol tibio de esa maravillosa mañana. Se encogió de hombros; estaba cansada del ambiente de conspiración que reinaba en la casa desde que se había hecho mujer y habían empezado las incomprensibles explicaciones sobre el auténtico Profeta de la única religión y el falso Hijo de la Trinidad. Su tía la obligaba a repetir nuevas oraciones durante todo el día. A veces la sobrina bostezaba, aburrida, por la dificultad de la tarea.
– Si eres digna, tu padre intercederá pronto ante el alfaquí para que te muestre el Libro. Es un gran honor ver, y quizá incluso tocar, el Corán -le prometía la mujer, mortificada por la poca alegría que mostraba su sobrina ante esa fabulosa perspectiva-. Escucha, llevas el nombre de la esposa preferida del Profeta y casi has alcanzado la edad que ella tenía cuando él se dignó tomarla por compañera.
– ¿Tan joven y esposa preferida? Así pues, ¿tenía varias?
– Nueve… Once… No recuerdo exactamente cuántas.
– ¿Once? Pero eso son… ¡muchísimas! ¿Cómo podía…?
– Calla, ignorante. No blasfemes. Los actos del Enviado no se comentan. Sí, podrían ser once, sin contar a las concubinas. Tenía derecho, era el Mensajero de Dios. Además, por lo general, no lo exigía. Para esas mujeres y para sus padres no había mayor honor. Aisha, la madre de los creyentes, era la esposa amada del mejor de los hombres. ¡Que los ángeles velen por él hasta el día de su Resurrección! Tenía menos de siete años cuando la mirada del Profeta se detuvo en ella por primera vez. -La tía cortó de raíz un nuevo intento de interrogatorio por parte de su sobrina-. Pero no se habla de esas cosas con una desvergonzada como tú. Quizá algún día…
María no pudo evitar hacer un gesto de asco que, por fortuna, la hermana de su madre no vio. Con semejante rebaño de esposas, ese tipo debería hallarse en el umbral de la decrepitud. Si un depravado como ese intentara ponerle la mano encima, ella sabría cómo responderle: ¡con una lluvia de piedras rebozadas en boñiga de vaca! Poco le importaba que fuera ángel o vicario del cielo. Por lo menos, el otro, Jesús, no tuvo tiempo de fijarse en las chicas, lo crucificaron antes.
De repente, María sintió mucho miedo ante los horribles pensamientos que Satán (¿el de los cristianos o el de los musulmanes?) acababa de inspirarle.
– Perdóname, Señor, no volveré a hacerlo. Rezaré todo lo que quieras, tía -balbuceó agarrando la mano de su tía.
Aunque algo desconfiada por el inexplicable arrepentimiento de su sobrina, la vieja morisca la obsequió con una sonrisa.
Por suerte, Lucía conocía muchas historias y las narraba con fervor mezclando los dogmas de la religión secreta con variaciones más profanas cuyos orígenes se perdían en la larga cohorte de los siglos y los invasores.
«Entonces, venerado Adán, ¿qué has visto para mí?», lanzó María dirigiéndose a la fuente.
Según su tía, el Creador mostró a Adán toda su progenie hasta el fin de los tiempos. El padre de los seres humanos, aún cubierto de arcilla, examinó con detalle la existencia de cada uno de sus innumerables descendientes. Lloró por muchos de ellos y sonrió y rió a carcajadas por un puñado de su prole.
«Estos días no estás muy hablador, ¿eh?, abuelo Adán. ¿No te fastidio con mis preguntas liantes, cuando tú prefieres cazar moscas en tu hermoso firmamento y no ocuparte de nuestros vulgares asuntos? En cualquier caso, padre de los hombres o no, tú no puedes hacer nada, ¿eh? Si me lo permites, yo continuaré dándole vueltas a la cabeza, cerraré primero con llave la puerta de la sala de oraciones y abriré de par en par la de las burradas.»
Le vino a la cabeza la advertencia de su tía sobre Alonso. Es cierto que la miraba de una forma curiosa desde hacía unas semanas. Tartamudeaba cuando hablaba con ella, y sin embargo habían sido compañeros de juego hasta hacía muy poco. El chiquillo no era feo, incluso podría decirse que era casi guapo a simple vista. Lo que daría ella por descubrir el nombre auténtico de ese mequetrefe. ¿Sentía algo por ella, como insinuaba su tía? ¿Y ella? ¿Sentía algo por él?
«En todo caso, Aisha o no Aisha, jamás consentiré ser la décima o undécima mujer de Alonso. Compartir… ¿Compartir qué? ¿La cama y la alfombra para las oraciones? ¿O habría once camas y once alfombras? Yo jamás aceptaría algo así, ¡semejante tropel de nalgas bajo mi techo! Alonso, o quien sea, me querrá solo a mí o me meteré a monja… ¿Te bastaré, Alonso?»
Con las mejillas sonrojadas, la adolescente emitió un gemido de placer y apuro, que enseguida lamentó.
«¡Qué boba eres, hija! -se dijo soltando un suspiro indulgente-. Una vaca tiene más entendederas que tú. Si solo…»
Fue en ese instante, mientras pensaba en esas cosas un poco tontas, cuando lo vio esa mañana. El hombre de la capa y el sombrero de ala ancha. Sonreía tanto, parecía tan contento de haberla descubierto al final del bosquecillo, que María no tuvo miedo. ¿Cómo se podía temer a un ser al que la alegría transfiguraba hasta ese punto? Pero la saliva se le secó al instante cuando vio la espada y la decena de arcabuceros que acompañaban al hombre de la sonrisa radiante.
Tras hacer la señal de la cruz, la golpeó ligeramente con la punta de la espada y le indicó que guardara silencio. Ella obedeció mientras su miedo se transformaba en una rata enloquecida que se lanzaba contra las paredes de su cráneo. Y cuanto más brillaban los ojos del hombre con una alegría infantil, mayor era el pánico del roedor encerrado en el cerebro de María.
No había soltado el cubo de madera, ya prácticamente lleno de agua. Ninguno de los desconocidos llevaba uniforme. El riachuelo helado que formaba una cascada a los pies de la roca le salpicaba y ella ni siquiera podía pensar en alejarse o en soltar el cubo que le tensaba los músculos.
Eran ellos. Al final, los habían encontrado.
«¡Dios mío, sálvanos!», fue su única reacción, pero en vez de murmurarla, murió en sus labios.
El recién llegado le puso la mano en el hombro, la empujó y la conminó a que avanzara.
– Vamos, enséñanos dónde vives, pequeña -susurró en castellano poniéndole un dedo sobre los labios.
Por supuesto, debería haber gritado para alertar a su padre y a los hombres del pueblo. Pero no le obedecía ningún órgano de su cuerpo. El segundo empujón en el hombro fue un poco más rudo. Empezó a caminar; el cubo le golpeaba la pierna a cada paso. El grupo la seguía.
Su casucha se hallaba al final del sendero abierto a base de las idas y venidas hasta la fuente. Se cruzaron con dos perros guardianes que, tranquilos por la presencia familiar de la niña, no ladraron. «María, grita ahora, María… Después será demasiado tarde… Te lo ruego… Os van a matar a todos…» La voz, en la cabeza de la muchacha, suplicó en vano a lo largo de todo el camino. El escaso dominio que podía ejercer sobre su cuerpo apenas bastaba para limitar el temblor de las piernas y los brazos y para controlar sus entrañas. Hubiera deseado girarse y suplicar como una tonta a los que la seguían: «Dejadme libre. No os he hecho nada… Tengo tantas ganas de orinar, de hacer de vientre…».
Fue también ese día, el cabello acariciado por la brisa, los ojos cegados por la luz radiante que reflejaba la nieve de las cumbres, cuando María aprendió que el universo y su increíble belleza, la existencia de una misericordia suprema, no se inmutaban ante el espectáculo de un padre desangrándose, a unos pasos de su hija, con las manos agonizantes sobre un atroz tajo en el cuello. Durante un largo minuto, la muchacha esperó atónita que Dios o algo semejante, la cumbre de las montañas, el sol, un águila en el cielo, se interpusiera y manifestara su presencia. El anciano ebanista terminó al fin con un ridículo estertor de cordero, la cara en el polvo, sin que nadie se acercara a él para romper su última soledad, ni siquiera su hija, clavada al suelo por el terror.
Los asaltantes parecían una banda de granujas un poco locos y celebraban con carcajadas la inesperada facilidad de su victoria. El padre de María fue una de las pocas víctimas, pues los recién llegados, por razones que ella entendería demasiado rápido, querían matar a la mínima gente posible. Su anciana tía, que los llenó de insultos, se llevó un garrotazo como quien no quiere la cosa y quedó abandonada en el dintel de la casa.
De inmediato reunieron a los cuarenta habitantes de la pequeña aldea: un puñado de hombres, mujeres y muchos niños. La demostración de violencia había sido tan perfecta que la columna de prisioneros se formó sola. Únicamente un anciano se negó a unirse a ellos, pero no recibió ningún golpe, probablemente porque era tan viejo que no tenía valor.
La pena se adueñó de María. Lloró durante todo el camino. Era lo único que su cuerpo podía hacer. No pensaba en nada, solo sabía que debía levantarse rápidamente después de cada caída, pues los raptores no habían dudado en apuñalar a una mujer que se había torcido el tobillo y se quejaba de no poder seguir el ritmo del descenso. El jefe no dejaba de gritar frenéticamente en castellano: «¡Más deprisa, más deprisa!», parecía que él mismo temiera que lo persiguieran. A veces añadía en mal árabe de Granada insultos con un marcado acento del norte: «¡Vais a lamerle el culo a vuestro Profeta, chusma, a ver si os recuerda el sabor a menta de vuestro paraíso!».
María lloraba, pero en silencio; las lágrimas corrían por su interior, aterrorizada ante la idea de llamar demasiado la atención de alguno de los cazadores de esclavos. Se orinó encima sin darse cuenta. La torpeza la vencía poco a poco. Una idea revoloteó como un sucio moscardón en el océano fangoso que chapoteaba entre sus sienes: ¡era culpable de la muerte de su padre!
Cuando su padre la vio salir del sendero con el cubo, comprendió de inmediato quiénes eran los hombres que la seguían. Tuvo un momento de duda, frunció el ceño con reproche, desconcertado probablemente por el silencio de su hija: en el pueblo todos sabían hasta qué punto era vital lanzar la alarma ante la menor aparición de extraños. Dio un paso atrás, agarró un pico, lo blandió y, descorazonado ante el número y las armas de los cazadores de esclavos, lo dejó caer a sus pies. El padre lanzó una breve mirada a su hija, siempre con esa expresión de reproche en los ojos, antes de recibir la cuchillada en la garganta. Con un «¡Agh!», cayó de rodillas y, horriblemente ocupado como estaba luchando en vano contra la muerte, ya no la miró más.
Era la responsable de la muerte de su padre, de la persona a quien más amaba en el mundo. Este pensamiento fue para la joven prisionera lo peor de su desgracia. Tanto como la conclusión a la que había llegado su cerebro: si su madre hubiera conseguido lanzarse al barranco con su bebé, quizá su padre aún viviría…
Fue al caer la noche cuando se dio cuenta de que no había pensado ni una sola vez en la otra víctima de la familia: su pobre tía, abandonada tras el mazazo mortal en la cabeza. Sin duda, las rapaces de las Alpujarras habrían empezado ya su trabajo.
La vida de un esclavo no tiene nada de extraordinario; se dio cuenta de que era como la de un perro. Esa misma noche encerraron a María y a sus compañeros de desgracia en un granero. Les llevaron un cubo lleno de una masa repugnante que a mitad de la noche engulleron porque el hambre les atenazaba. Cuando llegó el momento de la oración se produjo un instante de desconcierto: en la aldea vivían solos, sin oídos ni miradas ajenas que pudieran espiarlos, denunciarlos. Aquí, al primer paso en falso, podían acusarles de apostasía y transformarse en alimento de las hogueras de la Inquisición. Sin intercambiar una sola palabra sobre el asunto, rezaron al Señor de quienes acababan de capturarles. Era menos peligroso y, quizá, igual de eficaz, a juzgar por el ardor de las súplicas mezcladas con llanto y suspiros que nacían en la oscuridad del granero.
Incluso el alfaquí, un hombre religioso que, según decía con admiración su tía Lucía, se sabía de memoria el venerable Corán, se unió al rezo del padrenuestro. Con el corazón en un puño, María adivinó que la ostentación de fervor religioso del alfaquí se debía a que, al igual que los demás, temía ser denunciado por los más débiles que aún alimentaban la ilusión de la liberación o, como mínimo, de un trato menos brutal por parte de sus carceleros. Por otra parte, nada excluía que la traición no hubiera sido el origen de su captura, se dijo María descubriendo que los esclavos, como los perros, no tenían derecho a la confianza mutua.
La muchacha no rezó por ella, sino para pedir perdón a su padre. Ni un solo momento pensó en que también debería pedir por el descanso del alma de su tía. El dolor por haber perdido a su padre desbordaba hasta tal punto su corazón, que le resultaba imposible ceder un poco de espacio a la desgracia que había golpeado con igual inclemencia a la hermana de su madre, a la que sin embargo había llamado siempre mamaíta querida. María rezó en silencio, largo rato, en algarabía, en castellano, recitando varias veces y con fervor la sura de la Resurrección y el avemaría, mezclando a veces, cuando la memoria le fallaba, fragmentos del Credo y la invocación de la shahada, el testimonio del Dios único de los musulmanes.
Cuando terminó de rezar, no sintió el alivio ansiado. Permaneció en la oscuridad, jadeando, moviendo la cabeza hacia delante y hacia atrás, intentando comprender por qué el Señor había permitido que existiera ese día. Su vértigo ante la Divina Iniquidad se transformaba poco a poco en desesperación y rabia. Todos sus parientes estaban muertos, no le quedaba nadie en la tierra. ¿Por culpa de quién? ¿De quién? Y sin embargo, se había portado como una buena creyente, como todos se lo ordenaban, tanto en la nueva como en la antigua fe. ¿Qué acto había cometido que justificara por Su parte un castigo tan cruel?
Una blasfemia, embriagadora como una venganza largo tiempo rumiada, le subió desde las entrañas, se abrió camino en su garganta y chocó contra sus dientes. Se mordió los labios hasta sangrar para detenerla. Pero la injuria sacrílega seguía allí, rondándole la cabeza, extendiendo su tentación embriagadora por la lengua, moviéndole las mandíbulas por el espanto. La muchacha se hubiera arrancado las orejas antes que descifrar el grito de odio que le ensordecía el alma. Solo una palabra, estúpida, ridícula, consiguió colarse fuera de su boca: «¡Desagradecido!».
La hija del ebanista vomitó una y dos veces; pensaba que moriría de un momento a otro a causa del sacrilegio que su alma había osado concebir. Luego, ebria de remordimientos y espanto, se entregó de nuevo a su doble imploración hasta que el sueño la venció.
Permanecieron cuatro días encerrados en el granero, obligados a hacer sus necesidades unos junto a otros, olvidando toda dignidad, iguales en la abyección. El solemne alfaquí, antes tan exquisito, ya ni se molestaba en retirarse a un rincón oscuro para defecar. Hay que decir que no quedaba ya un palmo de paja limpia. En dos o tres ocasiones, María se sorprendió sonriendo ante el rostro torturado del venerable barbudo cuando se acuclillaba: sufría un estreñimiento atroz, y cada expulsión del intestino provocaba en él el efecto de una victoria ante encarnizados demonios. «Así sería para ti el infierno -pensaba ella con una maldad incomprensible hacia su viejo profesor-: ¡una eterna obstrucción de los intestinos!» Al quinto día, una docena de nuevos cautivos moriscos se incorporó al infecto granero de exhalaciones innobles.
Por la noche, el cazador de la mirada alegre le ordenó que saliera de la granja y la condujo a la maleza.
– Debería haber venido antes, pero he estado capturando a bastantes compadres de tu raza. Eres tan hermosa como recordaba, pequeña. -Silbó de admiración.
Le subió la falda y la muchacha tembló de miedo y frío. Tras desnudarla por completo, la examinó un instante. Se arrodilló, le introdujo bruscamente el índice en la vagina, lo retiró, lo olió, lo volvió a introducir, pareció calibrar la profundidad del orificio y concluyó con un murmuro ronco y satisfecho:
– Eres doncella. No tienes ni un pelo. Aún no has conocido a ningún hombre, ¿verdad? ¿Me lo confirmas, bonita doncella?
Ella asintió; una desgarradora bocanada de humillación le abrasaba el rostro.
– Sí, tío…
– No soy tu tío, niña, te darás cuenta de eso enseguida. Hueles como una cabra, pero aun así voy a darte placer -dijo con la misma suavidad en la entonación, aterradora por el contraste con los gestos de deshonra.
La obligó a doblarse sin miramientos y luego la tumbó boca abajo en el suelo. Sin quitarse la espada, se tumbó sobre ella, cubriéndole el cuerpo. Era tan pesado que a María le costaba respirar.
Ni siquiera pensó en resistirse porque presentía que no dudaría en matarla con la misma facilidad con que aplastaría un molesto insecto. En cada exhalación, las piedras del camino se le clavaban en el pecho. El hombre no la penetró, se contentó con restregar su miembro humedecido en saliva entre las dos nalgas. Se ahogaba bajo el peso del adulto, los dientes le rechinaban por el polvo; horrorizada y ofuscada, hubiera querido gritar: «Eso no se hace, tienes casi la misma edad que mi padre…». Pero de sus labios no salió ningún sonido.
– Vamos, niña, levanta -suspiró una vez hubo acabado-. Ha estado bien, pero no he hecho más que… probarte. Ya ves, te reservo para alguien que tenga más dinero que yo. ¡Pero deberías limpiarte un poco! He tenido que aguantar la respiración mientras…
Y el hombre armado soltó una carcajada horriblemente alegre.
Cuando la hija del ebanista regresó al granero, con los ojos en lágrimas y el líquido viscoso deslizándose por sus piernas, los cautivos se apartaron de ella con repulsión. Una mujer, apretando a sus hijos en su regazo, dijo con todo el desprecio que no se atrevía a mostrar a los que tenían sus vidas en sus manos:
– ¡Respeta al menos a tu padre mártir! ¡A tu edad y comercias ya con tu culo!
Desde el fondo de la oscuridad le llegó el chorro de veneno de Alonso, reconocible entre todos:
– No eres más que una furcia, María.
Alo largo del viaje, María permaneció en un estado de ausencia rayano en la imbecilidad. El miedo jamás la abandonó, le entumeció el alma, amasó con sus dedos abyectos el interior de su vientre y provocaba el chasquido inesperado de sus mandíbulas al menor cambio de actitud de sus guardianes. Torpes y nerviosos, los cazadores parecían desbordados por el éxito de la expedición, pues no habían previsto ni la intendencia ni los alimentos necesarios para unos sesenta prisioneros. A la menor protesta, elevaban sus espadas o sus mazas y golpeaban. El hambre fue la implacable compañera de esa travesía a pie -y a caballo para algunos miembros de la escolta- por la campiña andaluza, la mayor parte del tiempo bajo la lluvia, pasando por pueblos de cristianos viejos donde los campesinos les abucheaban y les lanzaban piedras. Una mujer y dos niños murieron de fatiga antes de llegar al embarcadero del Guadalquivir. Un hombre que intentó huir fue atravesado por una lanza y abandonado en el camino a merced de los carroñeros.
Su violador regresó en varias ocasiones y gozó de ella de la misma forma, sin penetrarla nunca, repitiendo a gritos que no sabía si podría resistir la tentación de un agujero tan bonito; se la habría quedado a su servicio de no haber estado tan endeudado y de no haber sido el encargo tan preciso.
– Es un milagro, respondes exactamente a lo que me pidieron -decía extasiado.
Confesó con curiosa vanidad que se llamaba Bartolomé, estaba en la treintena y que había estado a punto de estudiar derecho en la Universidad de Salamanca, pero que su padre, un comerciante de vinos de Sevilla, estaba pasando un mal momento financiero, y él, el primogénito, le había prometido que le salvaría de la quiebra. Tuvo la luminosa idea de reunir a una tropa de campesinos y antiguos soldados para salir a la caza de moriscos en las Alpujarras. Resultaba mucho menos costoso que fletar un barco para capturar esclavos en Berbería o en tierra de los negros.
– Es mi primera expedición por estas montañas y, visto el beneficio, el riesgo me parece razonable. Gracias a Dios vuestros guerreros son ahora menos feroces que en los primeros tiempos de la revuelta. Ya no tienen nada entre las piernas, el frío de las montañas ha debido de castrarlos y se dejan capturar como si fueran ovejas -se regocijaba emitiendo con la lengua un chasquido de desdén-. Mis hombres son embusteros, ignorantes, no tienen fe ni ley, pero he descubierto que basta añadir algunas órdenes a la firmeza (patadas y golpes de espada, si es necesario) para encauzarlos. Creo que incluso me aprecian. Tienen el corazón tan negro como el culo. -Se extasiaba contándolo, y María no tenía más remedio que estar de acuerdo: sus secuaces demostraban tenerle un respeto absoluto. La diferencia entre la complicidad amistosa que los unía y la brutalidad sin límites hacia los cautivos los hacía, a los ojos de la muchacha, aún más temibles.
Cuando Bartolomé se sentía satisfecho por la docilidad mostrada por María mientras se la beneficiaba, le ofrecía como recompensa un poco de comida que, de tanta hambre, no tenía fuerzas para rechazar.
– Engorda un poco el trasero y los senos… Ya verás como es un buen consejo… Cuantas más… ¿cómo decirlo? Cuantas más carnes tengas, más se alegrará tu futuro propietario de su buena compra y te tratará en consecuencia.
En caso contrario, la amenazó, tendría que deslomarse día y noche en una mala posada o, peor aún, en un burdel para marineros y malhechores, casi todos enfermos del mal francés.
En estos monólogos adoptaba el tono y la actitud protectora propia de un adulto hacia un niño no demasiado listo:
– ¿Y qué puedes hacer para sobrevivir, hijita? Conseguir que olviden tu mancha de mora y presentar apetitosos encantos allí donde llegan las miradas y las manos.
Ella fingía escuchar con agradecimiento sus bromas indecentes, asentía servilmente con la cabeza, despreciándose por resignarse tan rápidamente al sacrilegio de su cuerpo por ese líquido pegajoso que se secaba tan deprisa y después picaba tanto. Por más que se frotara y limpiara no conseguía quitarse el tufo acre del semen. «Dios mío, no permitas que me haya introducido su basura en el vientre», rogaba mientras se frotaba la vagina con paja hasta sangrar.
Más insoportable todavía era esa especie de amabilidad exagerada con que la abrumaba cuando estaba bebido. La abrazaba y casi la ahogaba con su olor a caballo. Le tendía su vaso, la obligaba a beber unos sorbos y decía:
– En el fondo me gustas, nadie diría que eres morisca. Tú y yo nos entenderíamos bien. No debes tener miedo de mí, pichoncito, no soy tan malo. Olvida lo que les pasó a tus padres. Si sucedió es porque ese era su destino. De acuerdo, soy un poco culpable de tu desgracia, pero como no estás mal de la chaveta entenderás que alguien tiene que pagar la desgracia infligida a los nuestros. Los emires cortaron la cabeza a varios de mis antepasados porque no se postraban con la suficiente rapidez ante ellos. No fueron lo que se dice tiernos con nosotros tus antepasados sarracenos… Así que ¿qué podía hacer? Te tocó a ti por casualidad, tampoco la mierda de paloma escoge la cabeza sobre la que caerá…
Otras mujeres, todas casadas, fueron violadas por él mismo o por otros guardianes. Bartolomé había prohibido que atacaran a las doncellas porque su virginidad constituía una parte importante del valor de su venta. La primera vez, cuando las mujeres despeinadas y llorosas volvieron con el grupo, la hija del ebanista, con un sabor de suciedad en la lengua, se dio cuenta, sorprendida, de que se alegraba en silencio: «Y ahora que ya no soy la única mancillada, ¿os gusta apestar al semen de los infieles?».
Uno de los maridos, loco de ira, se lanzó contra su esposa, le dio puñetazos y gritó que debería haber dado la vida antes que deshonrar a su familia.
– ¡Ya no podré mirar a la gente a la cara! -rugía mientras tiraba del pelo a su mujer sin que esta opusiera la menor resistencia.
– Perdóname, por el amor de Dios… -gemía entre gritos ahogados-. Perdóname, padre de mis hijos. Míralos. Ten piedad de ellos…
Luego el marido se hizo con un trozo de madera, se abalanzó sobre uno de los bandidos y consiguió golpearle antes de que los demás lo sometieran. Lo apalearon durante horas y lo mataron esa misma noche. El bandido al que había golpeado le cortó la cabeza, la clavó en una pica y la paseó con orgullo ante los prisioneros, repitiendo que ese sería el castigo para todos los que se atrevieran a rebelarse o intentaran huir. Al final, cansado de blandir su trofeo, lo lanzó a los pies de la esposa maltratada.
Nadie se atrevió a acercarse a la mujer; loca de dolor, rodeada por sus hijos, con la cabeza ensangrentada entre las rodillas, salmodiaba oraciones musulmanas entrecortadas por los lamentos.
– Por mi culpa, tú, el más honorable de los hombres, has muerto… ¡Que la maldición caiga sobre mí!
Solo el alfaquí intentó varias veces hacerla callar («No ores en voz alta, ora en tu corazón… Dios te consolará, hija mía. Nos pones en peligro. Cállate. Te quemarán, y a nosotros contigo… Piensa en tus hijos. A Dios no le gustan los insensatos…»).
Por la mañana, harto de los gemidos de la mujer, un guardián ordenó a los prisioneros que excavaran un agujero y enterraran la cabeza y el resto del cuerpo. María sintió vergüenza ante la resignación cobarde de los sepultureros y su propio alivio cuando quedó claro que la mujer, al límite de sus fuerzas, no haría nada por retrasar el entierro. Al contrario, la viuda despertó a sus tres hijos, les ordenó que besaran la cabeza de su padre uno tras otro y luego la colocó ella misma en el agujero.
María deseó echar a correr hacia la viuda y sus hijos, no para intentar consolarlos, sino para acurrucarse entre ellos, abrazarlos, mezclar sus lágrimas con las suyas y encontrar en la tristeza compartida un poco de la aldea de montaña en la que, en un pasado horriblemente efímero, su padre y su tía Lucía con tanta ternura la habían protegido.
No se movió porque la madre de familia era precisamente la que la trató de ramera la noche en que Bartolomé la forzó por primera vez.
La víspera del embarque, mientras dormían al raso a la salida de un pueblo, llegó un clérigo acompañado de algunos campesinos armados. Quería comprobar en persona, dijo con ostentación en medio de los cautivos, si esos miserables moriscos pertenecían o no al rebaño de Jesucristo. Si eran buenos cristianos y habían abandonado para siempre su antigua fe, entonces su destino en la tierra no interesaba a la Iglesia y seguirían perteneciendo a quienes tantos esfuerzos habían realizado para capturarlos. En caso contrario, si eran herejes, serían considerados relapsos que, a pesar del bautismo, habían cedido de nuevo al vicio de su repugnante dogma y estarían por tanto bajo jurisdicción de la Inquisición. Quedaba fuera de duda que por encima de la salvación eterna de su alma estaban los intereses terrenales. Porque además, clamó, menuda fuente de contaminación constituirían si se les permitiera mezclarse sin precaución con el resto de la población. Con una sonrisa cauta, el hombre recordó que el Santo Oficio era inflexible en estos asuntos.
– Pero no ignoramos que vos habéis tenido elevados gastos en su valiente expedición -dijo dirigiéndose a Bartolomé-. ¿Qué podemos hacer pues, hijo mío? La cuestión es delicada: ni vos ni yo estamos a salvo del error y sabe Dios que nuestra parroquia está falta de…
De pronto, el cabecilla de los cazadores, que hasta entonces había lucido una expresión dura, obsequió al cura con su sonrisa torva. Agarrándolo por el hombro, lo llevó aparte, cerca de los caballos. Hablaron largo rato. María se dio cuenta con gran espanto de que el alfaquí y otros adultos parecían más aterrorizados que nunca ante la perspectiva de que su viaje se detuviera ahí, en las manos de un párroco y sus secuaces. Los individuos armados eran próximos a la Inquisición, murmuró el alfaquí, soplones encargados de identificar a falsos conversos entre antiguos musulmanes.
– Dios eterno, ayúdanos a soportar Tu cólera -suspiró el anciano.
Ella protestó en silencio, intentando tragar una saliva que ya no encontraba: «¿De qué Dios hablas? ¿El de los vencidos o el de los vencedores? ¿A quién tengo que rezarle, viejo charlatán?».
Una voz familiar susurró, y su estómago se contrajo como si hubiera comido algo envenenado: «Qué ingenua eres, ¿qué puedes esperar de un Dios que te trata así?».
Por los murmullos de los adultos la muchacha descubrió con espanto que había algo peor que el horror sin medida en el que sobrevivían desde que estaban cautivos, y que ese algo lo personificaba el hombre rechoncho, a simple vista inofensivo, que discutía con firmeza con el cabecilla y que en ese momento escondía rápidamente entre los pliegues del hábito algo que le había entregado su interlocutor.
El cura volvió con el grupo; parecía satisfecho del resultado de la conversación. Pasó distraídamente entre los prisioneros, exigió a uno de ellos que le recitara el padrenuestro, a otro que le dijera quién era el Espíritu Santo y a un tercero que confesara si comía lardo. Una mujer que no entendía demasiado bien el castellano se lió en la respuesta cuando le preguntó por la fecha de su última confesión y empezó a gemir de miedo ante la mirada severa del sacerdote. Este alzó los hombros, lanzó dos preguntas más sin esperar respuesta y después regresó con Bartolomé. Durante la conversación, gesticulaba y señalaba de vez en cuando a alguno de los cautivos. María oyó fragmentos de frases: «Necesito al menos unos pocos…». «Embusteros…» «Moriscos… levantiscos…» «Mi padre…» «Jamás… pagado suficiente…» «Coja… más viejos… porque… los otros… caros.»
Abrumado, Bartolomé señaló al alfaquí.
– Quédese con el harapiento de barba larga. Es un sermoneador, le he oído recitar una de sus oraciones idólatras. Y esta…, sí…, la más fresca…, y también este…
La boca del alfaquí emitió un extraño sonido, parecido a un vagido.
– No es cierto… Soy uno de los vuestros, un cristiano…, ¡un buen cristiano! No… ¡Socorro, hermanos!
Cuando agarraron al hombre que hasta entonces había sido el más respetado del pueblo, este se debatió agitando frenéticamente las piernas.
– Padre, tenéis que creerme. Mirad, escupo sobre Mahoma. Escupo cada día sobre su sucia religión… Mi…
Alguien le golpeó en la cara. María oyó claramente el crujido de la nariz rota y después los gemidos de sufrimiento de la víctima, que se llevó las manos a la cara y descubrió con estupor la mancha roja que le mojaba la palma.
Con las piernas temblorosas, María bajó la vista: quizá, si no miraba a nadie, razonó tontamente con lo que le quedaba de cerebro, nadie se daría cuenta de su existencia… A punto estuvo de emitir los mismos gritos de terror que el viejo alfaquí cuando uno de los nuevos captores se le plantó delante, pero solo fue para apartarla y agarrar a la mujer cuyo marido había sido decapitado recientemente. Esta abrazó a sus hijos sin que de su boca saliera ningún sonido. El hombre la golpeó con el bastón en la cara, pero ella no aflojó el abrazo. Cuando el hombre alzó el bastón para golpear a los niños, la madre, con la mirada enloquecida, soltó a su progenie y se unió dócilmente al alfaquí y a un tercer prisionero al que estaban atando los brazos. Los hijos, una niña y dos muchachos mugrientos, casi desnudos, permanecieron inmóviles con los ojos abiertos como platos, atónitos por todo lo que les estaba sucediendo: un periplo extenuante, su padre pegando a su madre, su padre degollado, la cabeza arrancada del padre, la madre de nuevo golpeada, apartada de ellos por otros desconocidos…
Hasta un día después del desembarco no se enteró de que estaba en la famosa Sevilla, de la que al principio solo conoció la pestilencia del barrio portuario, cual una prolongación de su propia infección íntima. Todo lo que María había experimentado desde que los cazadores irrumpieron en su refugio de montaña se había transformado o, mejor dicho, solidificado en una especie de pasta nauseabunda que llenaba hasta el más pequeño rincón de su alma y su corazón. Ya ni siquiera le quedaban lágrimas. Estas hubieran podido ayudar a disolver un poco ese inmenso dolor mezclado con desprecio que había sustituido a todas las sensaciones. Solo sollozos reducidos a convulsiones la agitaban a veces y le martirizaban el tórax.
Allá arriba, alguien disfrutaba desollando su alma. Cuando la tuviera por completo en carne viva, ¿qué quedaría de lo que había creído ser hasta entonces? ¿Una mondadura desnuda y hedionda, abocada a una existencia de terror e infamia?
Apoyada en la pared de una estancia que apestaba a orines y excrementos, pensando en cosas peores que la mordedura de un áspid, por fin había logrado entender a su madre. No había sido locura, ni siquiera desesperación, sino probablemente la única actitud razonable frente a ese fin del mundo. Pero ¿reuniría alguna vez el valor necesario para imitarla?
La muchacha se descubrió exhausta, paralizada por el miedo, dispuesta a sufrir la peor deshonra para no morir, incapaz de reunir el odio suficiente para apoyarla en esa voluntad de sobrevivir a cualquier coste. Ciertamente maldecía con todas sus fuerzas a quienes habían destrozado sus vidas, pero la dimensión del odio nunca es proporcional al sufrimiento padecido: este último puede ser infinito, pero el odio no. Vivía una paradoja: matar a Bartolomé de la forma más atroz no bastaría para vengar el asesinato de su padre, aún quedarían por saldar el asesinato de su querida tía y las repetidas violaciones que había sufrido. ¿Qué castigo calmaría la pena que ese cazador carroñero había infligido a su familia?
Los prisioneros acabaron encerrados en un gran cercado frente al puerto. La presencia de abrevaderos y pesebres con olor a heno seco y los restos de boñigas de vaca permitían deducir que se hallaban en un inmenso establo y que los nuevos carceleros eran tratantes de ganado. Al día siguiente separaron a los hombres de los otros cautivos, y luego a los niños de sus madres. Un guardia tuvo que azotar con el látigo a las más recalcitrantes que, lanzándose contra el cercado y lastimándose la cara, gritaban hasta desgañitarse que no permitirían que les privaran de la carne de su carne.
En mitad de la noche, una mujer -la esposa del herrero, que vivía en la casucha anexa a la de María- perdió la razón. Se desgarró las vestiduras, se arañó la cara, imprecó obscenidades furiosas a los carceleros. Luego, como no hubo ninguna reacción, empezó a injuriar al cielo.
– Dios es un cerdo, Dios es un cerdo, ¡Dios es un cerdo! -chillaba con una voz muy aguda.
Otra mujer, presa también de convulsos sollozos, fue hacia ella para hacerla callar. Tapándole la boca con la mano, intentó que entrara en razón:
– Hermana, teme a Tu Dios, maldice al demonio, te lo ruego, hermana, si no tu desgracia será aún mayor…
– ¿Por qué le defiendes, puta asquerosa? ¿Qué más podría hacerme Dios que ellos no me hayan hecho ya? Déjame en paz. ¡Me ha robado la vida, me ha robado a mi familia!
La loca le mordió la mano, consiguió zafarse y, tropezando con los demás prisioneros y levantándose cada vez a pesar de la oscuridad con una vitalidad inhumana, volvió a sus imprecaciones. El sonido era tan acerado que María, paralizada por el horror y la piedad, temió que la desgraciada se desgarrara la garganta.
– Ven a mí, Dios tragón de excrementos. ¡Nos has estafado! Si eres tan poderoso, ¿por qué has permitido que se llevaran a mis tres hijos? Te he rezado durante toda mi vida… He cumplido tus mandamientos toda mi vida… ¡Para nada! ¡Ven, desciende, rufián, si te queda algo de honor! ¡Tengo algo que decirte! ¡Yo, una mujer, ensuciaré con el coño tu nombre tal como merece un cerdo como tú! ¡Me cago en tu Corán! Te…
Alguien la hizo caer. Pero antes de que pudieran controlarla, los guardianes intervinieron. A patadas y bastonazos, se llevaron a la presa, vociferando y casi desnuda. Gritos, el ruido seco de los bastones contra el cuerpo. Luego el silencio.
Llena de amargura, la muchacha pensó: «¡Yo también tengo que preguntarte algunas cosas, Señor!». Se encogió porque de repente le dolió el vientre como si un enjambre de mariposas furiosas revoloteara en su estómago.
María no volvería a ver a la mujer del herrero. Durante toda la noche tuvo la sensación de que las palabras de odio de la loca seguían flotando en la estancia, esperando tan solo una orden del Todopoderoso para instilarles el veneno de la furia divina.
Trasladaron a las mujeres a una casa del barrio del Arenal, donde se mezclaron con esclavas en su mayoría negras. Algunas procedían del reino de las Indias Orientales, situado, según aseguraban las mejor informadas, en el límite del mundo, donde si te asomabas, caías en el más inimaginable de los abismos. Durante una bendita hora en que olvidó su propia desesperación, la muchacha contempló a esas mujeres con la piel de un color tan inesperado… Hubiera dado algo por hablar su lengua e intercambiar con ellas algunas palabras, sobre todo con la india que tenía más o menos su edad y que parecía tan triste como ella.
Los nuevos guardianes las trataron con la más completa indiferencia, sin demasiada rudeza y, sobre todo, ninguno las violó. Una vecina explicó a María que aquella casa ofrecía, previo pago, un lugar de venta a varios propietarios de esclavos. Las recién llegadas incluso pudieron lavarse un poco, eliminar de su ropa la mugre del viaje, ungirse con aceite que les habían entregado para parecer más sanas en el momento de la venta y, ¡milagro!, comer hasta quedar saciadas.
– Dios mío, estos malnacidos nos cepillan y nos ceban como a las vacas antes de llevarlas al mercado. Si mi marido me viera… -dijo una mujer con una carcajada que se transformó en imploraciones para que le devolvieran a su esposo y a sus hijos.
El público circulaba, a veces en familia, escuchaba la oratoria de los tratantes que negociaban con los distintos propietarios y, si cerraban la gestión, se iban con una o dos esclavas, a menudo sumidas en el llanto. Cuando vendían a una vecina de su pueblo, el corazón de María se rompía un poco más. En una ocasión no pudo evitar abrazar a una mujer que acababa de ser comprada por un hombre vestido con un hábito religioso. La mujer, con el rostro descompuesto por las lágrimas, la empujó con repulsión.
– Nos han violado a casi todas, pero tú eres la única que ha disfrutado. ¡Desvergonzada!
Un notario con cara de aburrimiento tomaba nota de las transacciones más importantes. Una turca, que explicaba con algo parecido al orgullo que la habían revendido varias veces por su mal carácter, les dijo que el precio de un esclavo solía traducirse en número de cabezas de ganado. Un esclavo sano valía tres caballos. Se prefería a las mujeres moriscas y berberiscas que a las mulatas y las negras, al revés de lo que ocurría con los hombres. Las «membrillos cocidos», dijo señalando a la joven india, eran las menos apreciadas y ello debido a su escasa corpulencia. María rió burlona: su tía solía decir que era más testaruda que un trío de mulas. En el fondo, la pobre Lucía no había errado mucho su precio.
Una mañana, Bartolomé, al que no había visto desde que llegaron a la gran ciudad, se presentó acompañado de un comprador y una mujer mayor. El cliente, que escupía sin cesar, pasó revista a las cautivas en venta y terminó interesándose por las cinco más jóvenes, entre ellas María.
Bartolomé, con elegante jubón y sombrero con pluma, hizo un guiño cómplice a la muchacha cuando el personaje declaró que buscaba un hermoso espécimen.
– Una de esas, por ejemplo, pero mi cliente insiste, ya sabéis, en que sea morisca, agradable y… esté intacta -precisó disimulando su turbación con un arranque de tos.
La matrona guió a las muchachas hasta un establo, les ordenó que se desnudaran y las examinó con atención. Les pasó los dedos entre el pelo, les inspeccionó los dientes, les olió el aliento, les palpó los pechos y el bajo vientre, les abrió los labios de la vulva e introdujo el índice repetidamente, sin ni siquiera secarse el dedo entre una muchacha y la siguiente. María estuvo en un tris de preguntar si era costumbre entre los sevillanos, hombres y mujeres, conocer a los extranjeros primero por sus partes pudendas. Pero se contuvo, extrañada por el jadeo repentino de la matrona: el espectáculo de su desnudez y de la de sus compañeras parecía turbar a la examinadora. Arrodillándose, la mujer, con gestos cada vez más febriles, separó las nalgas de las que ella consideraba anormalmente débiles, como María, y con una expresión de ansia y asco les examinó el ano. Al final, con el rostro carmesí, salió de la cuadra empujando delante de ella a tres muchachas.
– Gracias a mi oficio de casamentera sé diferenciar entre doncellas y desfloradas. Que Dios Todopoderoso me ayude a no equivocarme. Creo que estas no han sido catadas… Pero -doblando el labio con desprecio, añadió-: nunca se sabe con estas miserables mahometanas. Dicen que fornican con padres y hermanos…
El intermediario se mostró desconfiado y observó con rostro impávido a las tres candidatas seleccionadas. Pero María sabía que ese saco de saliva ya había elegido, pues reconoció en sus ojos el mismo brillo de concupiscencia que vio en Bartolomé cuando este la sorprendió en la cascada.
Cuando designó con el mentón a María, la casamentera, que estaba limpiándose la punta de los dedos en un cubo, objetó:
– La chiquilla está bien de cara, estoy de acuerdo, pero tiene pocas carnes, ¿no creéis? En mi opinión será una holgazana. Os aconsejo que optéis por esta: tiene el cabello claro y está más gordita.
Bartolomé le hizo saber con acritud que ni él ni el honorable comerciante necesitaban sus consejos, y que esa esclava era sin lugar a dudas la mejor pieza del lote. Luego se dirigió al comprador («¡con la misma astuta llaneza con que vendería una vaca!», pensó María, y una broma socarrona consiguió escapar a la ciénaga de su resignación: «¿Y si mugiera al oído de mi cliente? A lo mejor, conseguía una rebaja en el precio…»).
– Tenéis buen ojo, señor licenciado. Esta responde exactamente a la comanda que tuvisteis a bien hacerme. Y es de una docilidad… Ya conocéis mi reputación, soy… ¿cómo decirlo?… -le mostró las palmas- razonablemente escrupuloso… Pero si albergáis alguna duda…, si queréis realizar una inspección más completa -le guiñó un ojo-, aquí hay un rinconcito donde podríais… Pero sin… En fin, ¿me entendéis?
Soltó una carcajada ante la cara escandalizada del visitante.
– ¡Claro que sí! Un honesto hidalgo tiene perfecto derecho a palpar la fruta que desea adquirir.
La casamentera había bajado la cabeza y murmuraba que una mojigata con un bonito palmito era sinónimo de sinsabores en el futuro que el Maldito introducía en una casa cristiana.
– Además -exclamó Bartolomé haciendo oídos sordos a los reniegos de la mujer-, os garantizo que esta joven aún conserva su pequeño… hum… diamante entre las piernas. Yo mismo velé por ello. Estoy dispuesto a jurarlo por Dios, señor licenciado.
El licenciado, incómodo, subrayó que no había que importunar al Señor con este tipo de consideraciones. Pero avisó de que su cliente devolvería a la muchacha si resultaba ser menos «inmaculada» de lo que su vendedor afirmaba.
– Si estáis de acuerdo, haremos constar esa cláusula en el contrato de compra -propuso con una ridícula mueca de hombre hábil.
Cuando el visitante, tras una larga negociación, se dirigió por fin al notario para formalizar la transacción, Bartolomé se las ingenió para acercarse a la muchacha y murmurarle al oído:
– Ya ves cómo te he defendido, mora mía. Estoy seguro de que la casa a la que vas te gustará. Le he sacado a este pedazo de asno más de lo que esperaba. ¡Solo confío en que no me hayas engañado en cuanto a… tu joyita!
Acarició de forma imperceptible el pelo de la muchacha, tosió y estalló de risa, pero esta vez con una falsedad inusual.
– Me hubiera quedado contigo, muchacha, si la promesa que hice a mi padre no me obligara a regresar a esas miserables montañas una vez concluida la venta del lote. Dios permita que finalice lo antes posible, pues alojaros aquí me cuesta una fortuna. ¡Por no hablar de la avidez de la ciudad y el impuesto de la Corona!
El cazador inspiró, como si dudara en volver o no al tema anterior.
– En fin… ¿Qué estaba diciendo? La verdad…, no me he aburrido contigo. ¡Al contrario! Bueno…, yo… -Pasó un dedo por los labios de María-: Un día iré a verte… Digo tonterías, ¿verdad? Pero me gustaría…
Se le sonrojaron las mejillas cuando cubrió con su mano la palma de María y la obligó a cerrar la mano con una bolsa dentro.
– Tómalo y escóndelo. Podría servirte en tu nuevo estado. Es un poco de lo que he ganado contigo. Que Cristo te proteja, palomita. Qué pena que seas…, en fin, lo que eres… Te…
La miró con cara de perro apaleado, le dio la espalda y se dirigió al comprador.
– Cuídala, compadre, tu cliente no se arrepentirá de esta adquisición -le dijo con voz aún emocionada.
– Toma, muchacha, cúbrete -ordenó el intermediario sin responder al cazador de esclavos, algo ofuscado por su falta de pudor y exceso de familiaridad.
Con la mano cerrada todavía alrededor de la bolsa, María tomó la capa y empezó a cubrirse, turbada aún por el extraño comportamiento de Bartolomé. Aquel que ahora actuaba como un hermano mayor protector, que había asesinado a su padre y a su tía, que la había tratado peor que a una inmundicia, no solo acababa de ofrecerle dinero, sino que -¡María lo habría jurado!- ¡había estado a punto de soltar un «Te quiero»!
Un escalofrío de asco le recorrió la espalda al recordar sus besos y el escupitajo de su verga agonizando tantas veces entre sus nalgas. Sintió el raro deseo de lanzar la bolsa bien lejos y estallar en carcajadas hasta que su cabeza explotara y dejara de destilar la más mínima semilla de pensamiento.
– Un día te mataré… -dijo.
No gritó. Se contuvo. Pero la brusca oleada de odio le dolió tanto como si le hubieran clavado un cuchillo en el pecho.
Se puso la capucha, se llevó las manos a los ojos para frenar las lágrimas y las apartó rápidamente a causa del olor a fiera salvaje de la bolsita de cuero.
– Querido padre, ¿es esto la vida? -suspiró, desgarrada por la tristeza.
– Camina y deja de hablar entre dientes -dijo el comprador, del mal humor-. Tenemos que encontrar un cochero antes de que nos sorprenda la lluvia.
María inspiró dos o tres veces por la nariz y se secó las lágrimas con el dorso de la mano. El hombre caminaba delante de ella; de vez en cuando se giraba para comprobar que lo seguía. Se sentía despechada. Cubrió el labio superior con el labio inferior y, bajo la intimidad de la capucha, hizo la mueca más fea posible.
– Puaj. ¿Es esto ser mujer, tía Lucía? -susurró.
Un ama de llaves (así se presentó ella) la recibió refunfuñando.
– ¡Así que tú eres el nuevo capricho de don Miguel! ¿Y con qué vamos a alimentarte? Malgastar tanto dinero por una esclava con unos pechos tan pequeños…, aparentemente para disponer a tiempo completo de una modelo que también le sirva de criada… ¡Si ni siquiera tiene encargos y ya no me da ni la paga! ¡No es que en Sevilla falten «criaturas» para jugar a las modelos y… para todo lo demás!
Repasó de arriba abajo a la muchacha envuelta en la capa manchada de barro; tiritaba y hacía esfuerzos por no llorar. La casa, espaciosa, bastante sombría, un tanto descuidada, olía a potaje y a un extraño olor áspero que arañaba la garganta. La mujer, de aire severo y rasgos angulosos, tan fea que María ni siquiera pudo adivinar su edad, suspiró con resignación y enfado. Se encogió de hombros y condujo a la recién llegada a una habitación de la primera planta. Viendo la mirada de asombro de la muchacha ante las dimensiones de la habitación y la presencia de dos camas, gritó:
– Te confundes, ¡no vas a dormir en la misma habitación que el señor! No tendrás ese honor, ni siquiera con ese lozano trasero que exhibes sin pudor bajo la capa. Esta era la habitación de sus dos gemelas. Contiene todo lo que les pertenecía… No queda ningún otro lugar libre en la casa, aparte del antiguo establo y una cochera. Pero el señor ha pedido que se te trate bien. Al parecer, le has costado bastante cara. Así pues, escoge el vestido que te guste del baúl y corre a lavarte. Abajo hay un barreño esperándote…
María permaneció inmóvil, boquiabierta, abrazando la capa alrededor de su cuerpo.
La mujer entrecerró los ojos, irritada.
– ¿En qué piensas? ¿En las dos señoritas? Estate tranquila, no volverán. Están muertas… Tenían más o menos tu edad cuando se las llevó la peste… Y su madre se fue al día siguiente a su país. ¡Una italiana pérfida! ¡Como si una cortesana italiana pudiera ser una buena madre!
El ama gesticuló ante el rostro horrorizado de la esclava.
– ¿Es por la palabra «peste»? Los vestidos de las gemelas están limpios, al menos los más antiguos… En fin, supongo… Además, ya han pasado dos largos años, y la casa fue purificada por el cura y por un lavado con esencia de abedul… De todas formas, no puedo ofrecerte nada más.
Emitió un chasquido con la lengua, como si estuviera de buen humor.
– Habrá que creer que el Señor ama con pasión a su grey de Sevilla. De vez en cuando nos llama al cielo a puñados: un terremoto, una inundación, la peste, la hambruna… -Y girando sobre sus talones preguntó-: ¿Cómo te llamas, pequeña?
– María.
– ¡Ese es un nombre cristiano! Y tú no lo eres, que yo sepa.
– Sí, soy cristiana y…
Con la mano en el pasamanos de la escalera, el ama la cortó en un tono sorprendentemente duro.
– ¡Basta! No discutas conmigo. Por lo que a mí respecta, no eres más que una enemiga de la verdadera fe. Y la prueba de ello es que no eres libre. Así que no intentes engatusarme con tu hipocresía. Tu palmito quizá surta efecto en un viudo que ha perdido el juicio, pero no conmigo. Todo el mundo afirma que mentís siempre, tú y los de tu secta, y que un río de agua bendita no bastaría para purificar a uno solo de vosotros. Ahora, obedece. Tu dueño, don Miguel, quiere verte en su taller. ¡Cáusale buena impresión! Es un gran pintor, aunque haya perdido la cabeza. Respétale; si no, te las verás conmigo.
Y con un timbre más agudo, añadió:
– Sí, un gran pintor, pero no ha tenido suerte. No te aproveches de él o lo pagarás caro -sentenció antes de bajar la escalera.
Estremecida por la violencia del mandato, María la siguió con la mirada. A mitad de la escalera, una repentina convulsión sacudió los hombros del ama de llaves. Parecía que esa mujer tan fea intentara no sollozar.
– ¿Quién ha permitido que te pongas ese vestido? Te queda demasiado grande… ¿Es cosa del ama Ana? ¿Para evitar que tenga pensamientos libertinos?
Lo sacudió un principio de relincho, rápidamente interrumpido por un despreciativo «¡Está loca!». Vestido con una camisa blanca de cuello y mangas amplias manchadas de pintura, el hombre, de mediana edad, la señalaba con el índice mientras la examinaba escandalizado.
– Eso significa que has entrado en la habitación de las niñas.
Iba descalzo, tenía el rostro lleno de arrugas y barba de varios días. El taller, que daba a un pequeño jardín, parecía un almacén de telas, botes de colores, paneles de madera y herramientas diversas. De ahí procedía ese fuerte olor que se superponía a cualquier otro en la casa.
– ¡Respóndeme! ¿Dominas el castellano?
María asintió con la cabeza, incapaz de separar los dientes, esforzándose por controlar el innoble temblor de las piernas. La cara del adulto se relajó un poco.
– Bueno, por un momento temí que fueras muda y boba -ironizó don Miguel. Pero la ira volvió y la nuez se le movía en todos los sentidos-. ¡No vuelvas a tocar esos vestidos nunca más! ¿Lo has entendido? Son sagrados… Eran… Bueno, hoy no vamos a hablar más de ello.
Apretó los puños y los golpeó ante sí para indicar que iba a cambiar de tema. Le brillaron los ojos.
– Llegaste mugrienta y eso no jugaba a tu favor. Por un instante llegué a pensar que mi comprador había abusado de mi ignorancia en materia de esclavos. Ahora lo veremos. ¡Desnúdate! -Tuvo que repetir la orden-: Quítate ese vestido ridículo y colócate aquí. ¡Vamos, vamos, deprisa!
– Querido padre -murmuró-, todo va a volver a empezar. Protégeme… -La muchacha obedeció; los dientes le castañeteaban, sentía náuseas.
Colocándose el vestido que se había quitado como un ridículo escudo contra el bajo vientre, suplicó sin darse cuenta de que hablaba en granadino:
– Por el amor de Dios, no…, ¡eso no!
El hombre le arrancó el vestido y lo lanzó al suelo sin prestar atención a las protestas de la muchacha. Con el ceño fruncido, contempló a María mientras emitía algunos «hum» cuyo tono pasaba de la duda a la satisfacción y de nuevo a la duda.
– Ponte derecha… Los hombros, así… Separa las manos. Sí, eso es. El vientre, quiero verlo todo. Sí, también la flor. No te olvides de que te he comprado entera, toda, también eso… Sobre todo eso… No temas, no te voy a pegar, ni… ni…
Le colocó la mano sobre el hombro, hizo amago de rozarle un pecho pero dejó la mano en el aire ante la retirada de la muchacha. El hombre sonrió arteramente, como si sopesara la idea de una cópula brutal sobre el suelo helado. Después, la chispa viciosa de sus pupilas se apagó y fue sustituida por una expresión a la vez meditativa y preocupada.
– Tranquilízate, boba, no te he comprado por vicio. Pero tengo que asegurarme de que no haya hecho un mal negocio. Invertí en ti mis últimos ahorros. -Una carcajada sin alegría le deformó la boca-. Mejor dicho, los ahorros de la arpía de al lado. -Alisó los cabellos húmedos de su esclava-. Tendrás que peinarte de otra forma… Eres bonita…, muy bonita, desde luego, pero eso en pintura no basta. Estás un poco delgada, se te ven las costillas. También eres algo joven. ¿Has posado alguna vez? No, claro. Vosotros, los mahometanos, aborrecéis las representaciones humanas. Siéntate en esa butaca, junto a la ventana.
María, completamente desnuda, con la piel erizada por el frío y la vergüenza, se dirigió de puntillas hacia el lugar indicado mientras lanzaba una mirada asustada al hombre, que seguía murmurando. Fuera, el jardín se hallaba en el mismo estado de dejadez que el interior de la casa.
– Bien… Inclínate un poco… como si estuvieras soñando… No, así no, pareces una pánfila, un poco más hacia la luz. Me gusta el color de tu piel. El sol te ha madurado suavemente… Sí, el sol… Él es el auténtico maestro de nuestro arte… No te laves demasiado, ¿me oyes?, acabarías desgastándote la piel… No te muevas… Ah, Señor, aquí está: la silueta que estaba buscando desde… desde… -Lanzó una larga espiración, visiblemente atrapado en tristes recuerdos.
Con los oídos aún llenos de la palabrería del pintor, la muchacha lo vio coger una pluma de oca, soltar una injuria y lamentarse de que a su edad aún tuviera que preparar él mismo los utensilios. Rebuscó en un armario, extrajo una hoja de papel y se sentó a una mesa.
– ¿Dónde está la tinta? ¿Dónde está la tinta? Maldita Ana… Podría haber ordenado un poco este caos… Aquí está. -Lanzó una mirada escrutadora a su modelo antes de sumergir la pluma en el tintero-. ¡A Dios gracias! -murmuró al tiempo que sacudía la pluma encima del tintero.
Prisionera de su postura, e impresionada por el tono de plegaria del pintor, María apenas podía respirar.
– Que me crucifiquen en el Gólgota… -Dibujó dos o tres trazos y después se detuvo-, pero muestras tu… naturaleza con tan maravillosa impudicia, que se diría que vienes del paraíso. Escúchame con atención, mujer.
María tembló. Aunque la voz del pintor aún destilaba deseo, había incorporado una emoción insólita, solemne y quizá menos anunciadora de peligros.
– Dios, al crearte tan hermosa, te ha honrado a pesar de tu raza. Sé digna de tu hermosura. No olvides nunca este don del cielo.
El insulto estalló en su cabeza pero, no pudiendo atravesar sus labios, retrocedió hasta su propio cerebro como una bofetada sangrante: «Despreciable carroña, o sea que según tú Dios me ha honrado… ¿Y cómo? ¿Matando a mi padre, a mi madre y a mi tía? Entonces, ¡merecías la muerte de tus sucias hijas!».
María extendió el cuello para evitar ahogarse en la bola de llanto que se le acumulaba en la garganta.
Así empezó el primer día de la joven María en la casa de don Miquel, constantemente acuciado por sus sentidos e indudablemente casto en cuanto se entregaba a su arte. Varias horas de exposición y muchos borradores después, con el cuerpo anquilosado, muerta de hambre y de frío, María recibió permiso para abandonar el taller. Don Miguel prácticamente no le había dirigido la palabra, excepto para ordenarle que corrigiera tal o tal expresión. En cambio, se dejaba llevar por desenfrenados soliloquios cuando un detalle de sus esbozos le disgustaba…, algo que sucedía a menudo.
– Mano mía, dedos míos, rebaño de mulas viciosas, ¿recuperaréis la agilidad de antaño? ¡Obedeced a mi ojo y a mi alma, u os cortaré sin pesar! ¿O acaso creéis que la pintura no es más que la baba de un niño de pecho vertida en el papel?
Al romperse un carboncillo, lanzó una blasfemia tan violenta que a María casi se le escapó la risa a pesar del insoportable dolor causado por su inmovilidad. Poco después, ocupada como estaba intentando encontrar el equilibrio entre los frecuentes calambres que atormentaban sus músculos, dejó de pensar en su desnudez. De vez en cuando, sin embargo, cuando inclinaba la cabeza, descubría con sorpresa su pubis y, sobre todo, el nacimiento de la vagina, ofrecida increíblemente a la intensa concentración del hombre inclinado sobre sus papeles.
A María ese órgano le parecía más bien ridículo con esa curiosa abertura, decorada en ambos costados por pétalos de piel arrugada. Las vacas lo tenían más grande y no por eso los pastores caían rendidos a sus pies; en cuanto a los toros, los primeros interesados en ese espectáculo, no dedicaban el tiempo a mirar el trasero de las hembras simulando dibujarlas. Además, ¿para qué servía ese segundo ombligo, incómodamente situado entre las piernas y que no daba más que problemas: fuente de orín y de sangre impura que lo ensuciaba todo con cada luna? No era como para perder la razón, como le ocurría a ese sevillano lunático que doblaba en edad a su padre, y menos si se pensaba en la proximidad de otro orificio aún más indecoroso y apestoso…
Se sobresaltó ante la incongruencia de esas reflexiones que la conducían insidiosamente a la risa nerviosa…, algo peligroso, dada la imprevisibilidad de su nuevo dueño. Confundida por su propia frivolidad, con las lágrimas a punto de asomar, apretó los muslos, pero el pintor la conminó de inmediato a recuperar la postura precedente.
«Cuánta razón tenías, tía. Los hombres solo desean adueñarse de lo que tú llamabas "la infeliz fruta de las mujeres".» Un espasmo de pena salvaje la sacudió como cada vez que volvían a ella las imágenes de sus familiares.
Para alejar de sí esos pensamientos y el hambre, se distrajo mirando con el rabillo del ojo los cuadros amontonados, colocados unos contra otros a lo largo de las paredes del fondo. Había retratos, escenas de interior…, pero ni un solo desnudo. («¿Solo las esclavas se desnudan ante un pintor?», se preguntó.) Observó que había conchas de ostras que servían de recipiente con pintura seca, había polvo por todas partes y hasta telarañas en la mayoría de los montones de cuadros. María dedujo que hacía mucho tiempo que nadie entraba en el taller y esa conclusión le desagradó sin saber por qué. («Por lo menos, ¿sabrá pintar este loco?») Y se preguntó si habría realizado retratos de las dos gemelas apestadas y de su esposa. En dos o tres ocasiones percibió la presencia del ama tras la puerta del taller.
Al final de la sesión, la muchacha, acuciada por una necesidad natural, se apresuró a vestirse cuando don Miguel gruñó:
– No olvides mi advertencia sobre la forma de vestir. Hablaré de ello con Ana. Ahora ve a ayudarla a preparar la cena.
María se detuvo en el umbral para lanzar una mirada a los esbozos, pero el pintor, con la pluma en la mano y una nueva mancha de tinta en la barbilla, no hizo caso del silencioso ruego de ver los dibujos.
– Por cierto, ¿cómo te llamas? -le preguntó con aire distraído mientras mordía la punta de la pluma.
– María.
– No te pregunto por tu apodo de esclava, sino por tu verdadero nombre. Me refiero a tu nombre de Berbería.
– Oh, no… solo tengo un nombre: María.
A pesar de la escasa luz del atardecer, creyó leer una profunda sorpresa en los ojos del pintor. Sintió que una oleada de estupidez le impregnaba el alma. ¿Por qué nunca conseguía comprender los pensamientos de los adultos y esas emociones idiotas que les embargaban? Tosió por los nervios y el miedo, y se encogió previendo el inevitable ataque de ira del hombre.
– ¡Eso no puede ser! -reaccionó como si le hubieran pinchado con una aguja. La observó con hostilidad y con el brazo medio levantado añadió-: ¡No te atrevas a reírte de mí, mocosa! ¿Sabes cuáles son tus deberes para con tu señor, verdad? ¡La verdad, siempre la verdad, o lo pagarás caro! No me gustan las bromas. No dudaría en azotarte y hasta devolverte al mercado de esclavos, ¿sabes? ¿Cómo te llamas de verdad?
– María.
– Eres mora, hija de moros…
Pero don Miguel ya no se dirigía a ella. Se había levantado, esparciendo por el suelo las hojas con los dibujos, y apenas podía contener su exaltación.
– Es una señal, es una señal… -Y rascándose la cabeza con ambas manos, añadió-: Espera, una pregunta más: ¿eres…? ¿De verdad eres…? ¿Nadie te ha tocado? ¿El delicado tesoro que guardas entre las piernas está intacto? ¿De verdad? Entiéndelo, le insistí mucho al respecto a mi comprador…
La muchacha, helada, bajó la mirada. Se humedeció los labios y le pareció que tenían la consistencia del cuero agrietado.
– Nadie.
– ¿Lo juras?
– Lo juro.
El pintor observó los movimientos de su rostro, intentando hallar indicios de la mentira.
– Bien. Supongo que tengo que creerte… -dijo por fin-. Es tan importante… -Con un gesto de la cabeza despidió a la muchacha; su voz recuperó su firmeza-: ¡Vete, déjame solo! Tengo que pensar. Tengo grandes proyectos en la cabeza. Y tal vez tú formes parte de ellos… ¡si tienes suerte!
María lloró mucho y rió -con el corazón desgarrado- casi tanto en la curiosa residencia de don Miguel Ribera, o más bien de doña Ana. María descubrió a partir de las discusiones a las que a veces se abandonaban, que el ama de llaves le había prestado en varias ocasiones sumas considerables de dinero a su dueño. Cuando la esposa del pintor huyó de Sevilla después de que la peste se llevara a sus hijas, él salió en su busca. Durante dos años erró como un loco por Italia, enfermo de dolor y de celos, y regresó con las manos vacías, amargado, sin un real y sin haber practicado su arte.
En ese tiempo, el padre y la madre de Ana habían muerto ahogados, arrastrados por una crecida del Guadalquivir. Cuando Ana cumplió veinticinco años, sus padres, campesinos codiciosos, viendo que no conseguían casarla, decidieron que sería sirvienta en las casas de nobles sevillanos. Su extraordinaria fealdad desanimaba incluso a los pretendientes más ávidos. Para no tener que mantener una boca inútil, su padre la puso al servicio de don Miguel justo después de que este se hubiera desposado con la italiana. De inmediato, la campesina se enamoró locamente del pintor y alimentó durante quince años un odio feroz contra su esposa.
A pesar de que la herencia la había hecho rica, la criada decidió quedarse en la casa durante la larga ausencia de don Miguel. Cuando regresó de su periplo, el pintor se acomodó a ella sin dificultad, sobre todo porque ya no le reclamaba la paga, que, por otra parte, le hubiera sido imposible abonar. La única diferencia era que ella ya no se consideraba una criada, sino más bien una especie de ama de llaves o, mejor aún, una «amiga de la familia», un estado provisional que le parecía más adecuado a sus ahorros, y que soñaba con transformar en el de respetable esposa de un notable de Sevilla.
¡Pero el pintor había dejado de ser notable! Había perdido a la clientela que tenía antes de la epidemia de peste, vivía acribillado de deudas, y se resignó a vivir a costa de su criada. Enamorada pero no estúpida, Ana exigió hipotecar la casa y todo su contenido en su beneficio a cambio de cubrir las deudas del pintor.
María no tardó en deducir que ella misma pertenecía a la «amiga de la familia». Ana adelantó el dinero para comprarla, pues el pintor no dejaba de quejarse de que con tales y tales rasgos no podría realizar el grandioso cuadro que había concebido en Italia y que, según decía, le daría gloria y riqueza. Amenazó con regresar a Florencia si no le ayudaba a comprar una joven esclava que le sirviera para ejecutar los primeros esbozos. Había perdido algo de destreza y era necesario recurrir a largas sesiones de exposición, afirmaba, hasta que recuperara por completo su arte y pudiera emprender su obra maestra.
– He tenido el placer y la desgracia de ver las obras de Buonarroti y su divina Capilla y, desde entonces, no consigo dormir. ¿Qué pintor se atrevería a vivir después de eso? Tú no sabes quién es Buonarroti y no has tenido esa suerte. Me pregunto si Dios en persona podría superarlo -repetía, unas veces realmente abrumado y otras simulando sin vergüenza que se disponía a marcharse.
Al principio, doña Ana se negó rotundamente. En un momento de ingenuidad extrema se propuso como modelo, a lo que él reaccionó con una mueca cruel. Intentó convencerlo de que comprara la esclava más «oscura» posible, negra como el carbón. Como no consideraba a los negros auténticos seres humanos, suponía que habría tenido el valor de cerrar los ojos ante la presencia de una hembra de las tierras de África y de los eventuales desbordamientos carnales que podrían producirse en su casa. Ama Ana no ignoraba que don Miguel pasaba la mayoría de las noches en los burdeles de Sevilla. De hecho, María la oyó varias veces al alba, cuando el pintor volvía, reprocharle que apestaba a «criaturas». (No decía «ramera», sino «criatura».)
Así fue como llamó a María la noche siguiente a su primera sesión como modelo. Irrumpió en la habitación impulsada por el resentimiento y los celos.
– Desvergonzada. Te has lavado demasiado para ser una muchacha honesta y te has desnudado en el taller con mucha naturalidad. No lo niegues. Te he vigilado mientras te exponías. ¿Acaso eres una… criatura? Jamás permitiré que… ¡Esta es una casa respetable!
La muchacha quedó impávida. La mujer le alzó brutalmente el mentón.
– ¿Has ganado dinero con…? ¡No me mientas!
Con la cara roja de desprecio, la mujer señalaba el bajo vientre de la muchacha. La referencia era tan grosera que María parpadeó, abrió la boca como un pez que se ahoga fuera del agua y, para terminar, rompió en sollozos. Entre una cascada de lágrimas incesantes consiguió pronunciar:
– Hace… hace solo una semana… mi padre… mi tía… yo tenía… Y ahora… ama Ana… me los han matado… mi padre… mi tía… degollado… Cuánto los quería… Yo nunca… nunca… Perdón, perdón, ama Ana… Yo nunca he… mi padre…
Cuanto más intentaba reprimir los sollozos que le sacudían el cuerpo, más aumentaban de intensidad.
Ana, desarmada, se enfadó aún más:
– ¡Basta! ¡Basta! ¡Una esclava no debe afligirse! ¡Para! Esto no se hace…
El ama de llaves, incómoda, había esbozado un paso adelante y levantado el brazo como si quisiera golpearla, pero suavizó bruscamente el gesto, le acercó la mano a la frente, y si María no hubiera levantado la mirada en ese momento, quizá la hubiera llevado a su pelo en un movimiento involuntario de consuelo.
La joven percibió la chispa de piedad en la mirada del ama de llaves antes de que recuperara de nuevo su agria expresión.
– No quiero que llores más en esta casa o lo pagarás caro, ¿entendido? -ordenó con voz ronca-. Todas esas lágrimas y mocos son asquerosos. No te equivoques, niña, tendrás que acostumbrarte rápidamente a tu nuevo estado. Si fuera menester, te azotaría en cuanto te dejaras llevar por semejantes desenfrenos. Ahora vístete y baja. Te necesito.
María, desconcertada por el comportamiento de la mujer, asintió y se tragó las lágrimas.
– ¡Diantre! ¡Cuando lloras, sueltas tantas lágrimas que parece que orines por los ojos! -se burló Ana desde la puerta.
María, horrorizada, se pasó un dedo por la mejilla húmeda y luego bajo la nariz. Ese reflejo estúpido arrancó un principio de sonrisa en la amargada criada.
– ¿Cómo puedes ser tan mema? -murmuró.
Su mirada se encontró con la de la joven y abandonó precipitadamente la habitación, apretando las mandíbulas, esforzándose por conservar la seriedad ante la esclava, pero a media escalera acabó por soltar un extraño sonido.
Esa risa desconcertó a María: demasiado joven, demasiado vivaracha, totalmente opuesta a la fealdad del personaje. Con el oído lleno de la alegría de esa risa, la joven no sabía qué pensar, la contrariaba esa disonancia: una persona tan poco agraciada ¿no debía tener una risa acorde?
«Sin duda esa cabra vieja tiene razón -se dijo emergiendo de la bruma de pesar que le envolvía la cabeza y el cuerpo-. Eres tan boba y lloras con tanta facilidad que debes de tener un lago de orín en lugar de cerebro.»
Y lentamente una mueca de enfado se adueñó de sus labios, se transformó en una risa loca y finalmente rompió en llanto.
Las primeras semanas al servicio de esa curiosa pareja pasaron con menos dificultad de la temida. Aunque el ama Ana recurría a menudo a la amenaza de corregirla, jamás le levantó la mano. María aprendió a prever enseguida los días buenos y los malos de la criada-señora.
Los días malos, los más frecuentes, correspondían al día siguiente de las salidas nocturnas del pintor, cuando este llegaba a casa al alba. Ana tenía entonces un humor de perros y a veces lo manifestaba con violentos ataques de cólera contra María al menor pretexto: una habitación que le parecía mal barrida, una sopa insípida, una mirada extrañada que a ella le parecía de una insolencia insoportable… Entonces abrumaba a la muchacha con invectivas sobre la pereza de su pueblo de infieles y sobre la perversidad de su religión escondida. Esos días, el ama Ana, con una cara a medio camino entre el hurón y el mico, parecía aún más fea, si eso era posible; y esos días el odio carcomía el corazón de María.
Los días «buenos» empezaban a mitad de la noche con el chirrido furtivo de una puerta abierta -la de la habitación de Ana-, el crujido de la escalera bajo el peso de la mujer, un segundo chirrido -el de la puerta de la habitación de don Miguel-, y unos susurros, a veces como estallidos de una pelea ahogada, por lo general seguidos de ruidos confusos por retozos aderezados con grititos semejantes a los de un ratón.
Escondida tras la puerta entreabierta, María no resistía la tentación de espiar a su dueña avanzando torpemente en la oscuridad, los brazos cargados con sendas botellas de vino y un plato de comida. Impaciente por la emoción, la mujer solía chocar con la misma esquina de un mueble y maldecía entre dientes. A continuación, llamaba a la puerta de don Miguel, primero con suavidad. Si tardaba en abrir, porque simulaba estar dormido, ella insistía y terminaba amenazándole, mezclando súplicas y chantajes sobre sus deudas. La adolescente comprendió pronto que el pintor accedía reticente a las «solicitudes» agobiantes del ama y que solo después de haberse emborrachado copiosamente se resignaba a su deber casi conyugal. María intentaba volver a dormir, incómoda por la sordidez que imaginaba en el apareamiento carnal de esos dos seres.
Durante parte del día siguiente, Ana mostraba una alegría contenida, su cara reflejaba una especie de beatitud incomprensible a los ojos de María, pues había tenido que pagar su placer con humillación, súplicas y tintorro. Su cara parecía clamar contra toda lógica: «Hoy ha sido distinto, don Miguel ha sentido algo por mí a pesar de que se empeñe en ocultarlo. ¡Cualquier día me pedirá que me case con él!».
Cuando estaba de buen humor, el ama de llaves parecía morirse de ganas de confiarse a su joven esclava, pero no sabiendo cómo hacerlo, la obsequiaba con una amabilidad inesperada, la liberaba de alguna tarea y le ofrecía alguna moneda para que se comprase fruta o dulces. María corría entonces hacia la plaza de la catedral, encantada con su suerte y una pizca disgustada por el olor a esperma que emanaba el cuerpo de ama Ana, que le recordaba demasiado la porquería con la que la cubría Bartolomé: «Ve a lavarte, sucia babosa, y aprovecha para purgarte las ideas, necia. Si hubieras tenido la suerte de conocer a mi tía, te habría abierto los ojos: ¡ese depravado de don Miguel jamás te tomará por esposa!».
La alegría de ama Ana disminuía a medida que avanzaba la mañana y se esfumaba cuando el pintor se despertaba, hacia el mediodía. Con muy mal humor y los ojos rojos por la cogorza nocturna, decía que se iba a tomar el aire. Por la tarde el ama se abandonaba a una melancolía cada vez más amarga. Cuando la oscuridad volvía no había duda de que don Miguel se había quedado en alguno de los burdeles que frecuentaba. Rígida por la amargura, la mujer se sumergía en una larga oración ante el crucifijo. Con un gesto de la cabeza obligaba a María a imitarla:
– Aunque no creas en Nuestro Señor Jesucristo, de eso estoy segura, reza. La fe te vendrá con la costumbre. De todas formas, seguro que tienes algo de lo que arrepentirte. Todos nos arrepentimos de algo.
Las horas de exposición continuaban siendo pesadas y, sobre todo, muy incómodas. Pero podían pasar varios días sin que don Miguel ordenara a María que posara. Debido a la presión de doña Ana, tuvo que resignarse a que llevara los vestidos de sus hijas. El ama de llaves juró a gritos que no malgastaría ni un maravedí oxidado en una esclava cuando en la casa había un baúl repleto de vestidos para una chica de su edad. En realidad, doña Ana maquinó que vestir a la esclava con la ropa de las gemelas protegería a la recién llegada de la concupiscencia del pintor: el recuerdo de las difuntas, reavivado por la presencia de la modelo, conferiría a los ardores del padre un carácter incestuoso y disuasivo.
Al día siguiente de la primera sesión como modelo, María oyó que doña Ana amenazaba a don Miguel con expulsarle de la casa si se permitía «ciertas cosas» con la esclava. Borracha de celos, había jurado que preferiría renunciar a él antes que descubrir que había usado el dinero que ella le había adelantado para mantener a una meretriz a domicilio.
– No toques jamás a esa criatura, ni siquiera con la yema de los dedos, ni siquiera con el pretexto de la pintura, o juro por la Santa Madre de Dios que no volverás a poner los pies en esta casa.
María estuvo a punto de dejar caer el cubo con la colada que llevaba en los brazos cuando el ama irrumpió en la cocina y la agarró con violencia por el hombro.
– Escucha bien, desvergonzada: cuando él te pida que te desnudes en el taller, quiero que te pongas la mano ahí. -Puso la mano sobre el propio pubis y, con los ojos casi cerrados por la furia, sacudió a la muchacha-. Como si fueras una cristiana honesta, ¿lo has entendido? ¡Y no te menees delante de él! ¿Has oído hablar de la Mancebía, el barrio de las putas de Sevilla? Pues bien, como te falte el pudor, morisca, ese mismo día serás vendida como diversión para los soldados. ¿Que nuestro gran maestro quiere pintar su gran cuadro? ¡Pues que lo pinte, pero sin deshonrar esta casa! Además, si sucediera algo, os denunciaría sin dudarlo al Santo Oficio. No creo que pareciera bien que un cristiano de esta ciudad pinte a frescas como tú que exhiben sus vergüenzas sin pudor.
María supo enseguida cómo distinguir a los dos don Miguel. El primero, concupiscente, ocioso, juerguista y mantenido, la miraba desnudarse con los ojos medio cerrados y una torva sonrisa sucia. Evitaba tocarla porque la desconfiada doña Ana jamás andaba lejos, pero la mirada perversa del sevillano revelaba que hacía bien en no alejarse. El segundo, el pintor dedicado a su trabajo, sustituía al vejete libertino en cuanto se hacía con un carboncillo o un pincel.
Si los días de exposición eran agotadores para María, también lo eran para el segundo don Miguel. Empezaban al alba y podían acabar por la noche, muy tarde, a la luz de un farol con espejos reflectores. Tras una sesión, María no regresaba al taller en dos o tres días, tiempo que don Miguel dedicaba a estudiar con una especie de frenesí su nueva colección de croquis y esbozos sobre papel, pergamino o madera.
Su desconfianza le obligaba a cerrar con llave las puertas de la casa y del taller antes de iniciar una sesión. Hacía mostrarse a María desnuda o vestida, tocada o descubierta, buscando como a tientas algo que no llegaba a definirse. Le pedía que adoptara un aire meditativo, cambiaba de opinión una hora después y le exigía, en tono preocupado, una postura lasciva o de oración.
– ¿Eso es… la sonrisa…? No, no es eso… Pero ¿por qué nunca doy con ello? Dios mío, ayúdame. Su virginidad tiene que verse, lo sabes, ¿o acaso no quieres? Tu mano no ampara la mía, te niegas… ¿Estás celoso? ¿Eres enemigo de mi pintura? Entonces, ¿por qué has favorecido a los demás, a esos bastardos italianos, vanidosos y sodomitas?
María vivía con auténtica desesperación esos soliloquios blasfemos. En esos momentos, muerta de curiosidad, hubiera dado algo para que él le contara la naturaleza de su fracaso. A pesar de la prohibición formal del maestro, había conseguido echar alguna ojeada a los numerosos dibujos. A fuerza de insistir, don Miguel había conseguido una perfecta maestría de la geografía de su cuerpo y su cara. Para cerciorarse, María se miraba largamente en el único espejo de la casa. Mortificada, se resignaba a admitir que algunos esbozos rápidos incluso podían ser, de una forma que ella no se explicaba, más «parecidos» que su propio reflejo.
– Este hijo de perra es un mago -murmuró santiguándose, antes de corregirse el gesto por la invocación de la unicidad del otro Dios, el de su tía y su padre.
Pero lo que la hacía sentirse realmente incómoda y le provocaba un temor supersticioso eran esas insólitas expresiones con las que adornaba su cara en los esbozos, sobre todo en los más recientes, donde aparecía desnuda, con el sexo dibujado con una precisión de lo más chocante, en posturas de devoción inesperadas, de rodillas, con la cabeza alzada, ¡como si clamara al cielo!
No, la muchacha no reconocía como suya ni esa (¡no había otras palabras!) «lubricidad» grave en la mirada, ni esa arruga de éxtasis en las comisuras de los labios, ni mucho menos esa expresión de oración exaltada que a veces sucedía a una tristeza resignada que le helaba el corazón. Se diría que el pintor la había obligado a sentir, a su pesar, el deleite de la obra carnal, y luego a arrepentirse de inmediato como de una fechoría peor aún que todo lo que le había pasado hasta ese día. ¿Cómo podía ella haber expresado semejante turbación, ella que solo conocía de ese acto la bestialidad de Bartolomé o el deseo depravado -que le hacía vomitar de asco la cena- del pintor cuando no dibujaba?
«¿Soy realmente así? ¿Ve en mi rostro tan innobles movimientos del alma, o lo corrompe plasmando en él su experiencia de los placeres vividos con mujeres de mala vida? ¿Mostraré un día la misma expresión que esa… esa…?» («Que tú, jovencita, que tú, ya lo ves, a menos que no tengas ojos en las cuencas», le coreaba la voz de su tía desde el fondo de su cabeza).
Uno de los esbozos la incomodaba más que los demás: la joven (ella) aparecía representada ligeramente de perfil, con las manos unidas en cáliz, dirigiéndose a Dios mientras contempla a un invisible auditorio. La parte de arriba del cuerpo aparecía cubierta con un vestido oscuro, pero una mano enorme suspendida en el aire levantaba la parte baja del vestido hasta la cintura, dejando a la vista el trasero de la mujer y el surco entre las dos nalgas. Esta parte del cuerpo estaba dibujada con gran minuciosidad y permitía adivinar, si uno se inclinaba lo suficiente sobre el papel, la mata de vello, ausente sin embargo en la modelo, que el dibujante había añadido en la entrepierna. Una cruz y un altar dibujados con urgencia quedaban en segundo plano. El violento contraste entre la cara purificada por el fervor devoto y la redondez perfecta del trasero, ostentosamente ofrecido a la concupiscencia del hombre invisible que levantaba el vestido, le resultaba insoportable: parecía al mismo tiempo una imagen piadosa y el principio de una violación.
– ¡No, don Cerdo, don Excremento, don Rata apestosa! -proclamó en algarabía-. Vete al infierno, al nuestro o al vuestro. ¡Vete a los dos, por una vez se pondrán de acuerdo para grabar tu propia esfinge con dos horcas de fuego plantadas en tu fétido culo!
Sentía náuseas, era incapaz de librarse de la sensación de deshonra que le inspiraba la contemplación de esos dibujos y de la sorpresa de que unos simples trazos sobre una hoja le suscitaran semejante desazón.
– Un mago, sí, ¡pero de la indecencia!
Intentó tapar el dibujo con las manos. Tenía la garganta seca de pánico y la mirada fija en la de la chica del dibujo, tan recogida y, sin embargo, tan obscena.
«¡Yo no soy como ella! Tuve una madre, tuve un padre, y los quería. Y ellos también; fuera cual fuese el nombre que me dieron, me amaban -protestó para sí-. No soy esa ramera, no soy esa chica de mala vida, ¡eso está claro!»
María era una esclava, pero todas las mañanas, cuando se despertaba y vaciaba por la ventana el orinal, durante un instante brevísimo, pero terrible, tomaba conciencia de ello. En una serie de etapas cada vez más dolorosas, su conciencia pasaba de la incredulidad al abatimiento. ¿Cómo era posible que perteneciera a alguien, como un caballo, una vaca o una silla? Pertenecer a alguien que tenía derecho a azotarla, venderla, abusar de ella, matarla, si esa era su voluntad…
Había pertenecido a su padre y a su tía, sí, pero en un sentido mucho más humano que, en el fondo, hacía de ella la auténtica propietaria de sus corazones, y eso con un coste infinito: hubieran sacrificado sus propias vidas sin sombra de duda para sacarla de su actual condición.
Se le cerró la garganta: sí, en efecto, habían sacrificado sus vidas, pero no habían conseguido evitarle la esclavitud… Y la pena, con el recuerdo de la muerte de aquellos a quienes tanto había amado, se lanzaba sobre ella como un halcón sobre una musaraña asustada, hundía las garras en sus pulmones hasta que no podía respirar y se hacía un ovillo sobre la cama para no gritar de desesperación. Era como si la rapaz agujereara su pecho con tantos agujeros como asesinatos había habido entre su gente, y como si la tarea de ese guardián del tormento fuera ampliar día tras día esos orificios de dolor para que la muchacha no olvidara jamás la enorme pérdida que había sufrido.
Lo más difícil era no estallar en sollozos. Ama Ana adivinaba de inmediato si la muchacha había llorado, lo que tenía el don de enfurecerla. Afirmaba que una criada y, más aún una esclava, no debía infligir a sus dueños el lamentable espectáculo de sus desórdenes internos.
Desde la primera noche en la casa del pintor, María soñaba con que se fugaba. Eran sueños deliciosos que pagaba con una cascada de amargura al despertar, pero eran tan necesarios que María terminó por aceptar el precio. Justo antes de dormirse, los provocaba evocando canciones que su tía le había enseñado. Llegó incluso a ser capaz de crear ese estado de ensoñación durante el día con solo cerrar los ojos y repetirse, hasta que le entraba la modorra, que dormía.
La muchacha, maravillada, se encontraba ante el viejo portalón de la residencia de sus dueños, y este, al contrario de lo que ocurría en realidad, se abría sin que los goznes chirriaran. Después, a lomos de un caballo aparecido como por arte de magia, huía al galope hacia Sevilla (ella, que no había montado a caballo en su vida), cruzaba el Guadalquivir y, sin perderse, atravesaba sierras desconocidas con la desenvoltura cómplice de los sueños. Rápidamente llegaba a sus queridas montañas de las Alpujarras y estrenaba una mañana de primavera, ni demasiado fría, ni demasiado calurosa, con su padre y su tía, charlando alegremente con el uno o abrazando con ternura al otro. En ese sueño estaba desnuda, pues se negaba a ponerse los vestidos de las hijas del pintor, pero nadie parecía sorprenderse. Sin embargo, tampoco en el sueño se dejaba engañar: el centro de su visión se coloreaba con una extraña luz de advertencia: «Hijita, no tardarán en llegar los…». Cuando sentía que se acercaba el final del sueño, un pánico denso y pegajoso se apoderaba de ella. Cuánto le hubiera gustado avisar a esos dos seres del peligro que les acechaba, de la llegada de esos monstruos que pronto les devorarían. Sin embargo, solo conseguía devolverles la sonrisa que ellos le ofrecían con insistencia. Su tía le ponía una mano en el hombro y le confesaba con una paciencia rara en ella: «Cálmate, hija de mi hermana, sabemos lo que quieres decirnos; a fuerza de esperarte hemos aprendido que ellos no tardarán en llegar… No es momento para la pena, mi Aisha adorada, no permitiremos que estropeen tu sueño… Una última sonrisa y vete, vete rápido, estrella de mi corazón. Nosotros nos hemos acostumbrado a lo que va a suceder, tú no…».
Y Aisha-María se despertaba sobresaltada, con el corazón en un puño y un suspiro de felicidad. El sueño había sido tan real, tan palpable… Su padre y su tía, mientras soñaba, no eran cadáveres podridos, sino seres vivos. Hubiera dado cualquier cosa por refugiarse para siempre en ese espantoso y magnífico sueño de la evasión.
Un día, doña Ana, que convertía su permanente desconfianza en intuición, la reprendió con más violencia que de costumbre. El ama volvía del mercado, donde había comprado anguilas.
– Tú, descarada, ¿qué significa esa cara de cementerio con la que nos obsequias mañana y noche? ¿En qué piensas en lugar de en trabajar? Siempre estás llorando. Ignoro qué maquinas en tu cabeza y qué imploras a tu pérfido Mahoma, pero sin duda no es demasiado honesto. Necesitas una buena lección. Sígueme, hoy en el mercado hay algo que te va a servir de lección.
Se dirigieron a la plaza de la catedral. Allí, en medio de la muchedumbre, se erguía un estrado donde un hombre golpeaba a otro con una especie de garrote. Otros cuatro hombres, con las manos atadas y, algunos, con pesadas cadenas en los pies, aguardaban su castigo.
– Es el día de la expiación de los malandrines. Los de hoy son malhechores de tres al cuarto -explicó como lamentándose-, solo habrá palo y látigo. Aun así, abre bien los ojos si no quieres terminar como ellos.
Los prisioneros llevaban un cartel atado al cuello. Doña Ana, aguzando la vista, hizo como si leyera antes de informarse discretamente entre los presentes.
– Ese ha robado a un tendero… y ese otro malandrín desplumó a sus padres. Hay que ver cuánto se roba en Sevilla… Y cuánto se mata. Pero no hemos venido para ver a estos canallas. Mira al fondo. Eso es lo que quería enseñarte. El hombre negro con las cadenas en los pies. Y el cartel… Es la segunda vez que intenta escapar… ¡Y ese hijo de Satán osó pegar a su amo!
De todo lo que sucedió a continuación, María solo conservó el recuerdo de los ojos aterrorizados del esclavo de piel oscura cuando, tras fustigarle, el verdugo le aplicó con cuidado una gruesa capa de manteca de cerdo sobre la espalda ensangrentada. El gesto le pareció extrañamente misericordioso, pues al esclavo negro no le habían dado más latigazos que a los otros condenados. Mientras duró su suplicio, el hombre, casi desnudo, mantuvo los ojos cerrados y no dejó escapar más que un sordo sonido de sufrimiento cuando el látigo le desgarraba la piel. El público, decepcionado por una reacción tan comedida, se dispersaba poco a poco. Cuando llegó el último golpe, María oyó que un espectador le decía con despecho al ama de llaves:
– Ya lo veis, estos simios son insensibles al dolor, ¿cómo podemos esperar que se arrepientan? Creedme, hay otros métodos…
Doña Ana lanzó entonces una extraña mirada, entre sarcástica y suspicaz, a la muchacha.
Un «¡Oh!» de interés se alzó de repente entre los asistentes. El verdugo había finalizado de ungir con grasa el cuerpo del negro y miraba alrededor, sin duda estaba a la espera de que le llevaran algo. Fue en ese momento cuando el esclavo, que había resistido con tanto coraje a los cincuenta latigazos, empezó a gritar con todas sus fuerzas sin que María pudiera imaginar la razón.
Abrió unos ojos llenos de terror infantil a pesar de que ya tenía las sienes plateadas. Sus pupilas negras, inmensas, bañadas en el blanco de sus ojos («leche veteada de sangre», pensó la muchacha) erraron por la primera línea de espectadores, cruzaron los ojos de María y decidieron anclarse a ellos.
«Pero ¿por qué gimes ahora? No me mires así, ¡no puedo hacer nada por ti! -le hubiera gustado gritarle-. ¿Qué más puedes temer? Lo peor ya ha pasado, ese animal incluso te ha curado.»
El público había regresado y un «¡Ah!» de impaciencia y gratitud acogió al ayudante del verdugo, que llegó con una antorcha encendida. El verdugo la cogió, la alzó solemnemente, se santiguó y, con un golpe seco, aplicó la punta de la antorcha en la espalda del negro, a quien cuatro custodios sujetaban de pies y manos para obligarle a que permaneciera de rodillas. El hombre aulló de dolor mientras su espalda estallaba en llamas. Gritaba hasta que le faltaba el aliento, entonces tosía y escupía, y volvía a su insoportable bramido.
María cerró los ojos por piedad; estaba a punto de vomitar.
– Abre bien los ojos y los oídos -la sacudió con rudeza doña Ana-, no te pierdas ni un segundo del espectáculo de expiación. Y si alguna vez se te pasa por la cabeza la idea de escapar, aléjala de ti cuanto puedas, como si te la insuflara tu peor enemiga. Porque, créeme, María, si te escapas, te castigaremos así y así terminará tu huida. Y si no sucumbes a las quemaduras, lo que quede de ti no será demasiado agradable.
Ante la brusca palidez de la muchacha y el temblor de sus labios, suavizó su discurso.
– No te arriesgues, pequeña morisca, ninguno de nosotros querría llegar a ese punto.
Pasó un verano y le siguió un invierno. María aprendió a mentir sin remordimientos, a robar comida, a sisar alguna moneda mintiendo sobre el precio del material que don Miguel le mandaba a comprar al boticario, a beber a escondidas uno o dos vasos de vino los días en que se sentía muy abatida; a simular que trabajaba mucho cuando la mirada de doña Ana o del pintor se posaban en ella, a ahorrar fuerzas cuando era posible, a escupir en la escudilla de caldo de aquel de sus dos dueños que ese día la había ofendido más que de costumbre… En fin, todas esas sórdidas artimañas de desquite que cualquier esclavo debe saber aplicar si quiere sobrevivir largo tiempo bajo el yugo y conservar a pesar de todo una brizna de estima por su propia persona.
Los negocios de don Miguel parecían haberse reanimado. Le habían llegado algunos pedidos de burgueses y mercaderes de la ciudad: libros de horas para iluminar, retratos de familia, la boda de un rico hidalgo… Una decena de gentilhombres que partían al Nuevo Mundo le pagaron generosamente una escena de una comida alrededor de una mesa donde cada uno de ellos aparecía, gracias a una contorsión bastante conseguida de sus cuerpos, mirando al frente, hacia el espectador. Hasta el tribunal de la ciudad se acordó de repente de él y le encargó (a cambio de honorarios bastante magros, es cierto) que ejecutara una serie de «pinturas de infamia», esto es, representaciones lo más impresionantes posibles de malhechores condenados a ser colgados por los pies.
Pero esta actividad era modesta respecto a los gastos que suponía la renovación de su lugar de trabajo. A don Miguel se le había metido en la cabeza tener un taller a la medida de la Obra Maestra que pretendía pintar. Se cambiaron los muebles y cajas llenas de útiles, pergaminos, lienzos, botes de pigmentos costosísimos empezaron a llenar las estanterías. Doña Ana protestaba furiosa cada vez que aparecía un proveedor, pero don Miguel acababa convenciéndola mezclando amenazas de marcharse a Roma, donde valorarían su profesionalidad, con vagas promesas de futuros desposorios y «visitas» prolongadas hasta el alba a la habitación del ama de llaves. A partir de entonces, mientras duró el costoso embellecimiento del taller, fue él quien avanzó a tientas por la oscuridad y se golpeó con las esquinas de los muebles del largo pasillo que llevaba a la habitación del ama.
«Hoy estás pagando los pergaminos de cabra, cretino… Pero todavía quedan pendientes los caballetes y el oropimente… Y también las telas de lino, que seguro que te han costado más caro de lo previsto», se burlaba María viendo la sombría figura agotada del pintor al salir de esas noches de «trabajo».
Con cara de suave docilidad, la muchacha apreciaba esas minúsculas revanchas del destino. El pintor no tenía cura. Febril, cada día más exaltado, no dejaba de incomodar a la modelo:
– Nos acercamos al objetivo, bonita hereje. Gracias a mi pintura, dentro de cinco o seis meses sentirás la mayor felicidad que una mujer cristiana pueda imaginar. Nunca podrás agradecérmelo lo suficiente, ya lo verás.
Vestido con una ridícula camisa llena de pintura y con el cabello desordenado, se acercaba a ella, le acariciaba el nacimiento del cuello y le preguntaba en voz baja con sorda inquietud:
– Júrame que eres… que jamás has conocido…, en fin, ¡que eres virgen! ¡Es vital para mi trabajo! Ten cuidado, María, porque sería una catástrofe. No dejes que te estropee el primer criado que llegue…, eres tan hermosa como un pensamiento de Dios.
Y con el corazón helado, ella pensaba: «¡Y tú tan repulsivo como una divagación de Belcebú!», mientras de su boca salía la promesa de que jamás había conocido a un hombre. Sin embargo, su pérfida voz interior le decía: «¿Y el palo de carne que Bartolomé frotaba contra tus nalgas era casto?». María palidecía de inquietud, sabía que si don Miguel no creía en su juramento, era capaz de cumplir su amenaza: ¡librarse de ella pero antes mancillarla! La contemplaba con aire desconfiado, murmuraba que había comprado su castidad por contrato y a un alto precio y que si descubría que ella le había mentido, y por tanto le había robado, lo lamentaría amargamente. Luego, en cuanto se convencía de su sinceridad, mostraba una especie de gratitud alegre. Entonces regresaba a la pintura o, cada vez más a menudo, a la lectura de las innumerables obras teológicas que acababa de adquirir.
Maldiciéndole en su fuero interno, María, aliviada, seguía moliendo cinabrio en la piedra de pórfiro o amasando en un barro arcilloso colas de ardilla destinadas a la fabricación de pinceles. Le gustaban las nuevas tareas que el pintor le había confiado. Este se había lamentado amargamente de no disponer de un aprendiz que le descargara de esas necesidades triviales del taller. Pero doña Ana había puesto de nuevo el grito en el cielo ante la idea de pagar a otra persona. A cambio, designó a María con aire vengativo:
– ¿Y por qué no ella? Eso le supondrá un cambio de las posturas impúdicas que le impones. Si es capaz de preparar bien la sopa y la salsa de pollo, también sabrá preparar tus pastas de colores.
– Pero es mujer, mezclará los colores…, todo el mundo lo sabe. Además, no tiene ninguna experiencia sobre los usos de este oficio.
– ¡Pues enséñale!
A su pesar, le enseñó. Al principio, no gran cosa, básicamente los trabajos pesados que no exigían demasiada habilidad, como preparar el ocre con una piedra rojiza llamada ancorca o el verde con una tierra mezclada con cal, encolar una tela con yeso fino o preparar papel de calco untando con aceite de lino papel chifón, etc. Esta actividad, más compleja a medida que los prejuicios del pintor se difuminaban, resultaba como un bálsamo para el alma herida de la joven morisca. A fuerza de experiencias dolorosas, la hija del ebanista había descubierto una verdad tan pesada como una roca depositada en su pecho: un esclavo debe saber dominar la pena y el sentimiento de humillación con mano de hierro para impedir que le devore sin tregua el cuerpo y el alma, pues en caso contrario no le queda más que tumbarse en un foso y dejarse morir.
María había pensado varias veces en este último extremo. A veces soñaba con ello como si se tratara de algo realmente suave y fácil: dejarse arrastrar por el agua del Guadalquivir o subir hasta el último piso del minarete, convertido en torre de la Giralda, y saltar al vacío. Como hizo su madre, que no dudó en elegir el barranco antes que el deshonor.
Una mañana, cuando toda Sevilla se entregaba a los preparativos de las fiestas de Semana Santa, la muchacha se despertó más atormentada que nunca, como si le hubieran vertido un tonel de alquitrán sobre el alma. Ya no era esa desesperación que la invadía regularmente y que ella «curaba» a base de lágrimas y sueños en los que se embriagaba con imágenes del pasado; había tomado conciencia, a través de la razón, del carácter absoluto y definitivo de su condición: al igual que miles de esclavos de las provincias de los reinos de España, jamás volvería a saborear las cosas sencillas -deliciosas cuando te faltaban- que permitía la libertad: ir más o menos a donde ella quisiera, amar a quien decidiera, rechazar a quien no le gustara, trabajar para sí misma, permitirse algún capricho, participar en las fiestas, reír…
Y precisamente llegó hasta ella la risa de quienes iban a salir en procesión. Orgullosos de que los hubieran elegido para transportar los enormes pasos esculpidos de las estaciones de la Pasión de Cristo, se entrenaban muy temprano, esa mañana, en el trayecto que conducía desde la residencia del pintor hasta la catedral. Riendo a carcajadas, cargaban sacos en las angarillas. Uno de ellos había abierto un saco y rociaba con arena a sus compañeros.
María se dirigió al taller, abrió las ventanas y ordenó el cofrecillo lleno a rebosar de plumas de ave. Los alegres estallidos de las voces seguían llegando desde la calle. El día se anunciaba perfecto: luminoso y con un perfume de capullos en flor impacientes por abrirse y la promesa de una agitación humana llena de las preocupaciones y las alegrías de la vida cotidiana.
Pero, evidentemente, María no formaba parte de esa perfección.
Era una esclava.
Con el cuerpo entumecido y sintiéndose ligeramente mareada, se untó las manos con aceite, cogió la cubeta donde reposaba la pasta que había preparado amasando durante dos días resina de pino, masilla, cera y polvo de lapislázuli. El nudo en la garganta crecía hasta casi impedirle respirar y al mismo tiempo tenía la extraña impresión de que un cuchillo se le hundía lentamente en el cuello para ampliar mortalmente la abertura de la garganta.
Cogió la bola del fondo de la cubeta. Don Miguel había insistido en que trabajara la pasta durante buena parte de la mañana antes de empezar a extraer el azul ultramar.
Su vocecilla interior, a la que detestaba, le habló con divertido desprecio: «No vale la pena que tosas ni llores, niña. Una esclava sufre y calla. Será así todos los días, hasta tu último aliento. Recuérdalo: no te queda nadie en la tierra, nadie te querrá tanto para comprar tu libertad. Te tratarán toda tu vida como a un borrico».
Su pérfida y sucia voz añadió: «Pero un borrico tiene más suerte que tú. No tiene cerebro, y nadie intentaría atentar contra el tesoro impúdico que sin embargo exhibe visiblemente bajo la cola, ni lo vendería a una casa de rufianes. Pensar que tu tía decía que descendías de una familia de califas… Sí, ¡califas garañones buenos para la monta!».
María bajó la cabeza; sentía el cuchillo invisible hundirse en lo más profundo de su cuello. Se le ocurrió que si se tumbaba en el suelo, dejaría de respirar antes de que acabara el día.
«No, sabes perfectamente que no tendrás esa suerte… Los cobardes son duros, la muerte se divierte con ellos como un gato con un ratón, no tiene prisa en poner fin a su tormento. La muerte no concede este tipo de gracia, solo te dejará morir cuando ya no desees pasar a la otra vida. En cambio, tu madre…»
– Sí, mi madre, la heroína… -murmuró María.
Una violenta bocanada de odio le quemó los pulmones. «Te odio. ¿Por qué nos abandonaste?», pensó: Cerró los ojos, horrorizada, y se corrigió: «Perdóname, madre, perdóname. No es verdad. No es en absoluto verdad», aunque el sabor de hiel que sintió en los labios le reveló que sí lo era un poco.
Suspiró. ¿Qué le quedaría si hasta los recuerdos más queridos se agriaban con la esclavitud?
Colocó la pasta en un cuenco de barro, vertió un poco de agua tibia y volvió a amasar la bola, esta vez utilizando dos palos de madera. Poco después la bola se había vuelto de un azul suntuoso.
Contempló fascinada el colorido que según don Miguel superaba a todos los demás y cuya única tinta digna de su cercanía era la del oro.
Pero la tarea aún no había concluido. Era menester tres días más de trabajo para separar por distintas decantaciones el pigmento del papel y permitir así que el pincel pudiera disfrutar sobre un lienzo.
«El color es el alma de la piedra», dijo don Miguel.
«Y la piedra es más fiel al recuerdo de su belleza que ninguna de nuestras almas…», masculló la muchacha asomada a la batea.
Permaneció inmóvil un momento. Luego el pecho se le llenó de emoción.
«Vosotros a los que tanto amo, vosotros que sois más hermosos que el más hermoso de los colores. Padre, madre, tía… que estáis en el corazón de mi corazón… Que me lancen a los perros, que me devoren viva si algún día os dejara de amar. Un día…»
Se mordisqueó el labio inferior, incapaz de continuar, antes de terminar la frase con un hilo de voz ahogado: «Un día os vengaré. Os lo juro».
En los últimos días de la primavera un viejo amigo del pintor llamó a la puerta. Poco imaginaba María que ese día el azar, ese bribón que se aliaba a menudo con su comparsa la muerte, aprovecharía para apretar algo más la soga que marcaba su destino.
El hombre venía de Madrid con un vago encargo de un mueble para decorar. Su hija mayor se casaba pronto y la dote incluía un gran baúl de vestidos que deseaba embellecer con una ilustración mitológica.
El visitante, de andares torpes y pesados, se presentó a media tarde. Como María había posado ya por la mañana, no había ninguna razón para volver a ver al pintor. Por ello, doña Ana le había ordenado que llevara a la modista un vestido para retocar. Era una tarea a la que María se entregaba con gusto: para la joven esclava, Sevilla, al igual que Babilonia o Nínive para quienes las despreciaban, era sin duda una prisión, pero una prisión que no tenía igual. Rodeada de cementerios, campos, montañas de basura y calvarios, la ciudad cobijaba en su interior magníficos palacios, mercaderes procedentes de los cuatro rincones de Europa, mendigos y esclavos de todos los colores, bandidos e hidalgos arruinados, tripulaciones engalanadas, procesiones de monjes y monjas de impresionante fervor y vanidad, prostitutas que llamaban desvergonzadas lo mismo a un cura con sotana que a soldados en espera de embarcarse en una nueva guerra o hacia las Indias. El oro, procedente del Nuevo Mundo y conseguido a costa de la sangre de los indígenas, surcaba el océano en flotas de barcos conducidas por hombres aventureros hasta arribar al puerto castellano, donde se descargaba por quintales. Aquel oro que ennegrecía las almas entraba rápidamente en circulación a través de los bancos, las casas de juego, los comercios y los lupanares regentados por particulares gracias al permiso municipal o de la Iglesia. Su presencia despertó mucha codicia, pero solo los más ladinos satisficieron sus ansias; gracias a los esfuerzos de los prestamistas extranjeros, el oro pronto se esfumó hacia los países del norte, como no dejaban de lamentar don Miguel y su amante-criada, que por una vez estaban de acuerdo.
Para una esclava acostumbrada a las cuatro paredes de la casa, el mero trayecto hasta el barrio de los artesanos castellanos constituía ya de por sí un paseo lleno de atractivos. Pero el barrio en sí mismo, la opulenta alcaicería protegida con sus propias puertas y guardianes, repleta de comercios y talleres, era un auténtico hechizo. Había estado allí en otra ocasión, cuando doña Ana la acompañó por primera vez a casa de la modista para tomarle medidas, pero la esclava, deslumbrada por la riqueza de las vitrinas de los orfebres y los vendedores de seda, se quedó con hambre de más. Aquel día la modista no quiso bajar el precio y el ama de llaves tuvo que desandar el camino, no sin hacerle pagar a la esclava su despecho:
– Más deprisa, más deprisa. Y agacha la cabeza, tunanta. No hay que mirar a los ojos a las gentes de bien.
La muchacha se había jurado volver a la alcaicería, y se reafirmó en su decisión cuando descubrió, gracias a una conversación oída al vuelo, que la morería, el barrio de los musulmanes conversos, no estaba lejos. Los moriscos de Sevilla habían sido acorralados, vigilados y despreciados, pero, por alguna razón que María no alcanzaba a descubrir, no habían sido reducidos a la esclavitud. La mera idea de introducirse por las callejuelas de ese barrio le aceleraba el corazón, aunque presentía que sus amos reaccionarían mal ante una escapada de ese tipo. Seguramente la interpretarían como un preparativo de algún delito o, peor aún, de una huida. Sin duda la azotarían, cosa que hasta ahora, a pesar de las amenazas, no habían hecho nunca -a excepción de dos o tres bofetadas de doña Ana y un par de golpes de don Miguel… nada importante-. Mientras su tía estaba en vida, nunca se contuvo de darle unos buenos azotes a su sobrina cuando creía que se los merecía.
Sin embargo, si conseguía penetrar en el reducto morisco, quizá obtendría noticias de sus pobres montañas… No se atrevía a sustituir «montañas» por «parientes», a pesar de que su familia, aunque originaria de Granada, tenía ramificaciones en toda Castilla si había que creer las habladurías de su tía. Además, tendría que andarse con tino para no caer en manos de algún soplón que trabajara para la Inquisición.
«¿Cómo podría reconocer a esos gusanos soplones?», se preguntó con inquietud.
Pero aquella conocida voz interior apareció de nuevo para abofetearla y conducir sus pensamientos por otros derroteros: «¿Gusanos? ¿Cómo te atreves a hablar de gusanos, necia? Hay palabras que deberías guardarte de utilizar. Tu tía y tu padre, si alguien se tomó la molestia de enterrarles, ellos sí que serán pasto de gusanos… A estas alturas ya deben de estar dando cuenta de ellos. Y si no son los gusanos, serán los zorros y las ratas de campo. Seguro que empezaron por la mejor parte: la cara, el tronco, lo que hay entre las piernas».
La última vez que la asaltó esa voz recurrente, María estaba ya en cama. Fuera, el sereno acababa de pasar haciendo sonar la carraca: «Duerman en paz, buenas gentes, duerman en paz».
El día no solo había sido largo y extenuante, sino que además doña Ana había tenido un humor de perros. María se disponía a dormir; conmocionada aún, contuvo el aliento y cerró los ojos… Sintió cómo el dolor se desplegaba en ella y hacía aflorar las lágrimas pero no lloró; sabía que de nada servía.
Y sin embargo, le hubiera gustado gritar.
María estaba a una veintena de pasos de la casa cuando la voz del azar -encarnada en esta ocasión en la voz agria e imperativa de doña Ana- la detuvo. La visita a la modista se dejaba para otra ocasión, informó con sequedad el ama de llaves a su disgustada esclava. Ahora tenían que ocuparse del visitante imprevisto de don Miguel, y asegurarse de que no les faltaban vino y dulces a los dos hombres, que aguardaban en el taller.
Si el azar fuera un ser vivo (y quizá lo sea bajo una forma que nos resulta inaccesible), aquel día habría sido un vagabundo andrajoso, de pelo y barba hirsutos, algo loco, que se habría reído a carcajadas ante el cambio de expresión de la bonita esclava. El hombre que se hallaba ahora allí sentado le había lanzado, justo antes de que el ama de llaves la llamara, la ordinaria propuesta de poseerla en plena calle como un macho cabrío posee a una cabra. María le había respondido con un gesto de desdén y un escupitajo.
Sirvió vino y tocinillos de cielo a don Miguel y a su invitado, un consignatario dedicado a reunir mercancías de todo tipo en los galeones que zarpaban hacia las Indias. El hombre, casi de la misma edad que el pintor, transpiraba bienestar a través de su bonito calzado y su jubón de brocado. Había depositado la capa, el sombrero y la espada en un caballete, y se acariciaba con aire satisfecho el lóbulo de la oreja. Apenas llenó las copas, María salió del taller con la cabeza gacha, pero pudo percibir cómo la mirada del desconocido la recorría de arriba abajo y que luego se posaba sobre su anfitrión, interrogativa. En el umbral María oyó parte de la respuesta:
– … morisca… la pagué caro… pintura…
Y de inmediato, el comentario admirativo del invitado.
– … buen negocio… bien hecho… ¿solo para pintar?… ¡Qué desperdicio!
Cuando don Miguel la llamó por segunda vez para llenarles las copas, hablaban de recuerdos de juventud. El recién llegado se vanagloriaba de haber participado en varias batallas contra los hugonotes.
– Esta mano que estás viendo también ha mandado al infierno a numerosos judíos y moros supuestamente conversos. Ahora estoy viejo y he echado barriga, pero si fuera necesario ponerse de nuevo en servicio para defender el Muy Santo Nombre…
Mientras María llenaba de nuevo las copas, el hombre le dedicó una leve sonrisa. Sin esperar a que ella se retirara, se lanzó a una arenga con una pronunciación algo alterada por el vino:
– Créeme, amigo, todos los herejes son iguales: embusteros hasta la muerte. Los judíos y los moros seguirán siendo judíos y moros aún cuando hagan semblante de lo contrario. Ya quisieran ellos… pero lo llevan en la sangre. Aunque vayan a la iglesia y repitan todos los avemarías que se les pidan, nada podrá purificarlos, pues en lugar de entrañas tienen un hígado en forma de sinagoga o de mezquita. ¡La Inquisición es demasiado indulgente con esos herejes! -E insistió, completamente indiferente a la presencia de la esclava-: Créeme, Miguel, habría que librarse de toda esta mala gente como de la sarna, tanto de la que dice haberse convertido como de la que no. Y lo mejor sería…
Y apoyó el dedo índice sobre la espada que descansaba a su derecha antes de proseguir.
– Se habla mucho de ello en Madrid. Los consejeros lo presionan, pero el rey aún tiene dudas. Los turcos amenazan nuestras costas y, en mi opinión, Su Majestad no tardará mucho en tomar una decisión…
El consignatario le guiñó un ojo con complicidad, a lo que el pintor respondió con una risa parecida a un cacareo:
– Compañero, no me arruines con tus maldiciones -protestó-. No quiero perder a mi morisca. Expulsa o destripa a otros como quieras, pero a esta, no. Me ha costado muy cara y estoy convencido de que es una buena cristiana.
A medio camino entre la irritación y la diversión, inquirió a María:
– Di, pequeña, ¿crees en nuestra Santa Madre Iglesia y en sus Santos Sacramentos?
La muchacha, con el rostro perlado de sudor, asintió con el mentón.
– ¿Y maldecirías sin dudarlo al profeta de la falsa religión?
Dócil, con la jarrita de vino en la mano, María volvió a asentir.
– Bendito amigo, hasta se hartaría de comer hostias si fuera necesario -intervino sarcástico el invitado-. Y juraría sobre un montón de biblias cualquier cosa que le pidiéramos.
Con la cabeza gacha, María miró hacia el visitante. La cara que emergía de aquel cuello de encajes tenía la tranquila apariencia del asesino convencido de sus virtudes. La examinaba con una especie de repulsión, como si estuviera ante un animal dañino, en una actitud que no excluía la concupiscencia.
María ya había percibido esta especie de seguridad del asesino honrado en Bartolomé. Por miedo a verter la jarra de vino, tensó los antebrazos; tenía la piel de gallina. Bajando aún más la frente, pues el individuo la había sorprendido mirándolo, maldijo para sí: «Que tu culo se llene de lobanillos y que su pus te salga por la boca. Si supieras con qué ganas hundiría un cuchillo en el odre que tienes en lugar de vientre… Te cortaría las entrañas en tantos trocitos que… Oh, sí, yo te haría tragar tu sucia risa burlona y te…».
Asustada por todos los malos deseos que había invocado con semejante rabia, levantó repentinamente la cabeza y su mirada se topó de nuevo con los ojos sarcásticos del desconocido. Estuvo a punto de implorar absurdamente: «Piedad, señor, no es cierto… no he querido…». Al cabo se contuvo, pero los nervios la traicionaron y derramó un poco de vino de la jarra. Con voz crispada, don Miguel la mandó a por más vino y jamón. Al salir del pasillo, se dio de bruces con doña Ana. Esta, rabiosa por haber sido descubierta espiando la conversación de los dos hombres, la empujó sin miramientos y la reprendió murmurando:
– Torpe, que no te vuelva a ver malgastar el vino.
María, que solo oía un zumbido dentro de los oídos, se encontró sin quererlo en la cocina, con las piernas temblando, la boca seca, aterrada por las dos revelaciones que acababa de descubrir: primero, que aún no había acabado el tiempo de asesinar a los suyos y, segundo, que era capaz de sentir una intensa felicidad ante la idea de matar a un ser humano que una hora antes le era absolutamente desconocido. Abrió apresuradamente un paquete y, lanzando un puñado de sal por encima de su hombro, farfulló:
– Sal, en nombre de las almas que proteges, ¡aleja de mí la abominación!
Casi sin aliento, presa de una extraña consternación, se dirigió hacia el taller con el vino y el plato de jamón.
Doña Ana había abandonado su posición tras la puerta. Al llegar al umbral, María se detuvo, sorprendida por las voces susurrantes. Avanzó y aguzó los oídos. Con una agitación mal disimulada, el invitado se preguntaba si el pintor había visitado el coño de la muchacha mora. Según le habían contado quienes lo habían probado, las muchachas de esa secta eran muy voluptuosas y su entrepierna, gracias a sus filtros, era dulce como la naranja y el melocotón mezclados.
– Quizá encuentran esas lujuriosas recetas en su detestable Corán… Cuentan que para esas criaturas el paraíso es un lugar de lujuria donde los elegidos fornican entre sí durante toda la eternidad. Confiesa tu buena suerte, compañero… ¡Desdeñar el trasero de aquellas a las que la cólera del Señor ha sometido a nuestros deseos es una falta contra Su voluntad! Nuestra cola, y que Dios me perdone por hablar así, tiene derecho a la felicidad, sobre todo si es católica, apostólica y romana.
El pintor se defendía riendo nerviosamente, negando con poco convencimiento, como si deseara que su amigo, a quien el vino había alegrado en demasía, no lo tomara muy en serio. María supuso que el miedo a ser espiado por su incómoda acreedora era lo que frenaba la fanfarronería de su amo.
María, harta de humillaciones, decidió entrar en el taller y se anunció con una tos. Visiblemente incómodo, don Miguel la interpeló con rudeza:
– ¿Por qué has tardado tanto? Sírvenos el vino y déjanos solos, tenemos que hablar de cosas importantes. Cuando nos vayamos, ven a limpiar. Después, prepárame varias hojas de papel tintado y muele blanco de plomo, el equivalente a dos conchas de Santiago. Esta tarde tenemos que trabajar.
– Vaya, ¿así que la jovenzuela tiene más talentos que los innatos en los de su secta? -intervino el visitante-. ¿También pinta? Y pronto firmará contigo, imagino…
Don Miguel se encogió de hombros y con una mirada encendida intimó a María a marcharse. Desde que había traído la jarra de vino, la esclava se había quedado paralizada, escuchando.
– Ríete de mí, querido amigo, pero mientras no pueda pagar un sueldo a un aprendiz… Y es tan difícil encontrar a alguien leal, que no te deje por otro taller después de haberte desriñonado enseñándole el oficio.
Fue entonces cuando el azar le puso la zancadilla al destino de la muchacha.
– Has tenido suerte, viejo pintor, creo que puedo ayudarte. Pero, a cambio, pintarás graciosamente el baúl de vestidos de mi hija mayor. ¿Te interesa el trato? -concluyó con astucia el amigo del pintor.
Si el pintor no hubiera hablado durante la visita de su invitado de blanco de plomo y de hojas de papel tintado o, mejor dicho, si ese invitado no hubiera venido aquel día para encargarle la ilustración de un baúl de casada, quizá el amor -y la desgracia que conllevaría- no se hubiera manifestado con tanta crueldad en la vida de María.
Pero la vida es así. La boca del pintor mencionó hojas de papel y la codicia del consignatario se encargó del resto.
Y ni el mismo Dios hubiera podido cambiar lo que María sufriría después por la conjunción de esas dos nimias circunstancias. Porque incluso el Todopoderoso, a pesar de las fanfarronadas de los que aseguran conocerle, no tiene poder para detener el despiadado encadenamiento de los acontecimientos.
Así fue como Lorenzo entró en la vida de la hija del ebanista, diez días más tarde, una mañana del año 1577 después de la resurrección del denominado Jesús hijo de José.
Al principio le resultó indiferente… es decir, le pareció profundamente desagradable. Ese día estaba posando desnuda en el taller. La corroían unas ganas irrefrenables de rascarse la espalda, pero no lo hacía porque don Miguel le había exigido inmovilidad absoluta para que él pudiera tomar nota de ciertas torsiones de los músculos de sus brazos.
Alguien llamó al picaporte de la casa. Se oyó a doña Ana saludar al recién llegado. Cuando entró en el taller, María apenas tuvo tiempo de coger la ropa que había dejado sobre un sillón para cubrirse. El muchacho, con el sombrero en una mano y la bolsa en otra, hizo como si no hubiera visto a la muchacha que, pálida de rabia, aplastaba el vestido contra su cuerpo para taparse. Pero con el rabillo del ojo el chico pudo percibir un trozo de pierna impúdicamente descubierta. Sus orejas, escarlatas hasta el punto que parecían incendiadas, eran una buena muestra de su contrariedad. El pintor se enojó por haber sido molestado en pleno trabajo y se dirigió al chico farfullando palabras incomprensibles. Agitando una punta de plomo bajo la nariz del recién llegado, lo examinó levantando las cejas y esbozó una mueca. Le preguntó sobre el tiempo de aprendizaje que había pasado con su anterior maestro pintor y cuáles eran las razones por las que este no había querido quedárselo. Pero no obtuvo más del muchacho que unas respuestas entrecortadas pronunciadas por una voz estrangulada.
– ¿Acaso pierdes la lengua ante mí? Según tu padre, cantas cada domingo en la iglesia del pueblo con bastante éxito -se burló don Miguel-. Pero todo eso ha acabado. Espero que en el futuro dediques todo tu tiempo al taller y a aprender el oficio. Tu padre no puede seguir viendo cómo pierdes el tiempo con tus gorgoritos, olvidando que tienes que aprender un oficio. Está convencido de que tienes disposición para la pintura, a pesar de que tu antiguo maestro opina lo contrario. ¡Que Dios haga que tu padre tenga razón, porque se ha comprometido ante notario a hacerse cargo de tus menesteres hasta la próxima primavera! Se está desangrando por ti, no le decepciones. Esta es la última oportunidad que te queda si quieres formar parte algún día del gremio de pintores de Sevilla. ¿Cómo era tu nombre? Ah, sí… Lorenzo. ¿Qué edad tienes? ¿Cómo dices? ¿Doce años y unos meses…?
Ordenó al tímido aprendiz que dejara sus bártulos en la habitación que le indicara doña Ana y que regresara inmediatamente al taller. Tenía algunas tareas pendientes para él. Y la primera de ellas era jurar sobre la Biblia que jamás desvelaría a nadie los secretos de elaboración, composición y cualquier asunto relativo al complejo arte de la pintura, que la casualidad o la generosidad de su nuevo maestro, don Miguel Ribera, le revelara, sin excepción alguna y durante todo el tiempo que durara su aprendizaje en esa casa.
María empezó a odiar al zoquete de Lorenzo de inmediato, con su cabello cortado como si fuera un monje y esos aires de no haberse desprendido aún del regazo materno. Tenía dos razones: para empezar, el muchacho trabajaba en el taller durante las sesiones de exposición. Don Miguel objetó con sequedad que ambos estaban haciendo su trabajo y que no permitiría que la gazmoñería retrasara la faena del taller.
– No tiene ni trece años, ese mocoso… aún no tiene nada en la cabeza. Y, además, bien que te desnudas ante mí… -añadió guasón levantando una ceja.
– Pero vos me ha…
Sintió el picoteo de la vergüenza acariciándole las mejillas.
– Yo te he comprado con dinero del bueno… y tú tienes la obligación de obedecerme, ¿cierto? Guárdate bien de olvidarlo. Además, si ese mequetrefe jamás se te acercara con otros propósitos que los que tengo previstos para él en esta casa, le partiría los huesos antes de entregarlo a los cuidados de los agentes del regidor.
Se aclaró la voz y, entre la desvergüenza y la emoción, sentenció:
– Veo que me estás pidiendo que proteja tu tesoro, pequeña…
A María se le acumuló la saliva necesaria para escupirle, pero, sabiéndose indefensa, se contuvo.
La segunda razón de hostilidad hacia Lorenzo era paradójica: ahora tenía menos trabajo en el taller, pues don Miguel encargaba todas las tareas de preparación de herramientas y pigmentos al recién llegado. Esto debería haber alegrado a María, cuyo objetivo secreto era hacer lo menos posible para sus dueños. Sin embargo, descubrió que, si bien detestaba posar, le había tomado aprecio a esa mezcla de materias sin brillo de las que nacían colores que la maravillaban. Aguardaba con ansiedad el momento en que don Miquel cogía una concha de Santiago repleta de una mezcla de color preparada por ella. Era consciente de que su reacción no tenía sentido, pero llegaba a sentirse orgullosa de que el bermellón o el azul intenso que el pintor aplicaba en un vestido o en la lejanía de un paisaje salieran de la labor de sus dedos. Pese a su humilde papel, tenía la impresión de que participaba en la mágica conspiración que desembocaría en el cuadro.
Una tarde, en ausencia del pintor, se aventuró a ir un paso más allá e intentó reproducir en un trozo de papel un fragmento de la tela que la noche antes había acabado el pintor. Desanimada, pudo comprobar que el pincel no la obedecería jamás lo suficiente para obtener algo más que un garabato de color. Tampoco le gustaba demasiado el ambiente recogido del taller. Había temporadas en que el pintor pasaba días enteros en él y hasta se olvidaba de beber y comer, entregado por completo a los esbozos de lo que denominaba su Obra Maestra por la mañana y a la realización de los pedidos urgentes, por la tarde.
Durante aquellos días, se transformaba a los ojos de María en una especie de sacerdote entregado a un misterioso culto de las formas y los colores. A pesar de lo desconcertante que le resultaba, sentía que respetaba profundamente a ese «sacerdote», tan distinto del habitual y odioso don Miguel.
Y echaba aún más en falta esas horas de trabajo en el taller porque doña Ana aprovechó para darle más tareas en la casa. Cuando no había suficiente trabajo para ocupar a la muchacha, no dudaba en prestarla a las vecinas que necesitaban una mano de refuerzo para quehaceres concretos. La primera vez fue con motivo de la preparación de una cena de entierro; la segunda, la prestó a su nueva amiga Imelda, la esposa del propietario de la hospedería, para que la ayudara en la limpieza primaveral. Este último préstamo concluyó con un pequeño escándalo, pues María arañó hasta hacerle sangre a una de las empleadas de las cocinas que, en un ataque de locura, le había levantado el vestido, se había atrevido a tocarle las nalgas y le había murmurado: «Déjate, pajarillo mío. Deja que yo te cuide, no te arrepentirás. Yo sé satisfacer a las tiernecitas como tú mejor que los hombres…».
La mujer, todavía con la cara ensangrentada, fue despedida en el acto, pero doña Ana perdió a su nueva amiga pues esta afirmó contra toda evidencia que había sido la diabólica morisca quien había atizado a la loca. En realidad, la hostelera temía que el caso llegara a oídos de la Santa Inquisición y estaba preparando su coartada ante los implacables jueces. Para aplacar su cólera -y su miedo, pues, ¿no era ella en parte responsable?-, doña Ana encerró a María en un cuchitril sin comida durante todo un día. Nunca más la prestó a nadie.
A su vez, insistió para que el nuevo aprendiz las acompañara a la misa de domingo y se uniera al coro de la iglesia ya que decía tener buena voz. Esta ostentación alejaría las calumnias y los comadreos y redundaría en beneficio del prestigio del taller.
– En esta casa todos somos buenos cristianos y Sevilla tiene que saberlo -argumentaba sin cesar ante don Miguel.
Cuando el pintor, exasperado, se rindió una vez más a sus exigencias, la cuerda destinada a estrangular los destinos de María y Lorenzo empezó a trenzarse por algo más fuerte que el mero azar, caprichoso pero poco constante. Años más tarde, al morir María y verse convertida en un fantasma cuyo resentimiento ni siquiera la eternidad consolaría, un interrogante la perseguía:
¿Quién, en su inmensa perversión, decidió moldear así las cortas existencias que desgarrarían a Lorenzo y a ella misma? Y si algún día ella consiguiera responder a esa pregunta, ¿cómo iba a conseguir que él, fuera quien fuese, le devolviera lo que le había robado?
Esa quincena transcurrió de una manera tan extravagante que, al principio, María solo supo percibir el aspecto divertido.
El primer martes de la primera semana, María sorprendió al pintor llorando. La necesitaba porque no encontraba unos pinceles y, a pesar de haberla llamado por su nombre varias veces desde el taller, ella no lo había oído. Y con razón, porque se hallaba en el patio lateral, en el otro extremo del jardín que rodeaba el taller. De buena mañana, doña Ana le había ordenado que hiciera la colada. Inclinada sobre la cubeta, la muchacha intentaba tragarse su decepción, pues el ama insistía en no dejarla ir al lavadero municipal con la excusa de que perdía demasiado tiempo hablando con otras lavanderas.
María frotaba con fuerza las sábanas de don Miguel, tragándose a duras penas su repugnancia cuando daba con alguno de los múltiples lamparones amarillentos que las manchaban.
– Cerdos, podríais ser más cuidadosos cuando os apareáis -masculló entre dientes.
Estaba maldiciéndoles cuando de repente apareció doña Ana con los labios crispados: era la viva imagen de la reprensión.
– María, ¿estás sorda? El maestro se desgañita llamándote. Ve a ver qué desea y regresa luego a terminar tu trabajo. Esta colada no avanza, una manca lo haría más deprisa. ¿Temes lastimarte las manos?
Exasperada por la mala fe de la mujer, se dirigió a toda prisa hacia el taller. Allí solo halló a Lorenzo canturreando como de costumbre y no se dignó preguntarle; no soportaba ese desdén que él mostraba en su presencia. Dudó un momento y estuvo a punto de regresar con doña Ana para preguntarle por don Miguel, pero tras recordar el avinagramiento de su cara, concluyó que ese no era un buen día y prefirió buscar por su cuenta al pintor en la planta superior.
Lo halló en la habitación de las niñas, la que el ama de llaves había escogido para ella el primer día de su llegada. Desde entonces, el pintor jamás había traspasado el umbral de la habitación de su esclava, probablemente retenido, como había maquinado la celosa criada, por el hecho de que ambas la usaron hasta su muerte.
Desde principios de primavera, María se acostumbró a colocar algunos ramilletes de flores en la habitación. Lo hizo un poco para disminuir el posible enfado de los espíritus de las gemelas desaparecidas (estaba ocupando sin su consentimiento su habitación, una de las camas y usando sus vestidos…) y un poco porque oyó a una curandera contar que los miasmas de las pestes pasadas que se escondían en los intersticios de los muebles y en los pliegues de los vestidos se conjuraban con el perfume de las flores, incluso con las más humildes, siempre que este fuera suficientemente intenso.
Don Miguel permanecía inmóvil a unos pasos de las camas. Ni siquiera la oyó llegar. Tendió la mano como para alcanzar uno de los ramilletes, pero dejó caer el brazo a medio camino, sin fuerza. María no se atrevía a anunciar su propia presencia: la espalda del hombre había empezado a sacudirse; lloraba en silencio.
Presa del asombro, María se alejó lo más discretamente posible, sintiendo cómo la pena le asía la garganta. A los pies de la escalera, inspiró una vez, dos veces, y luego tosió, sin comprender por qué se le estaba formando aquel insidioso sollozo en el fondo del pecho. Secándose la nariz con el brazo aún mojado por la colada, suplicó: «Dios mío, ayúdame a no llorar. ¿Acaso esa mala bestia lloraría por la muerte de los míos?».
Una semana después de aquel episodio, Lorenzo recibió jarabe de palo.
María había acompañado a doña Ana a casa de una amiga y luego al mercado. A la muchacha le encantaban estas salidas por la ciudad, que podían durar horas. Doña Ana parecía muy atareada buscando algo preciso, un ungüento para la piel, una tela de Oriente, especias… Era capaz de preguntar a gran número de comerciantes y no dudaba en mostrar su decepción si no hallaba con rapidez el objeto que buscaba. María adivinaba que a la antigua criada le gustaba hacerse pasar, sin darse cuenta, por la burguesa que nunca había sido cuando se lamentaba con aires preocupados de que necesitaba como fuera un determinado perfume de París o una mantilla bordada de Venecia. Nunca se olvidaba de dejarle caer con orgullo al comerciante que era la «prometida» del pintor don Miguel y que la chica era su esclava. En pleno juego del regateo, a veces la criada enriquecida se olvidaba de su papel y dejaba caer un trozo del velo para respirar mejor. Sorprendía ver cómo al instante nacía en la mirada del interlocutor el espanto más absoluto al contemplar por primera vez una parte del rostro del ama. Las pupilas abiertas de par en par parecían preguntarse cómo podía ser tan fea. Todo sucedía en un segundo, antes de que la astucia del comerciante tomara las riendas de la situación y este se lanzara a predicar los habituales cumplidos sobre la gracia de sus clientes.
María había regresado esa tarde cargada con las diversas compras, sin saber si tenía que estar perpleja o contenta. Contenta porque la mujer le había anunciado que le encargaría nuevos vestidos, puesto que los que llevaba ahora estaban demasiado remendados y no eran dignos de la criada de una mujer de su categoría. Perpleja porque doña Ana le precisó que el corte sería «a la turca», que era lo que se llevaba para las esclavas de gente distinguida.
Tras quitarse la capa, doña Ana le transmitió la orden del pintor de ir a limpiar el fondo del taller, donde se había caído un frasco de aceite secante. María debía regresar en cuanto terminara para preparar el cocido con cerdo. La adolescente llegó al taller con un cubo de agua, un paño y un cepillo. Al principio vio a don Miguel blandiendo un lápiz, calibrando con un ojo entreabierto algo que se encontraba ante él a la izquierda. Un poco desconcertada, pues esa era precisamente la actitud del pintor cuando ella posaba y él estudiaba sus proporciones para aplicarlas al esbozo, miró en dirección al estrado.
– Dios mío…
Dejó caer el cubo, afortunadamente sin verter demasiado contenido, pero no consiguió amortiguar el grito de sorpresa y el estallido de risa incómoda que la asaltó.
Sobre el estrado donde ella posaba habitualmente se hallaba Lorenzo, desnudo como un niño, crispado, adoptando la postura de un arquero tensando un arco invisible. Horrorizado, giró la cabeza hacía su maestro.
– ¡No te muevas, truhán! -gritó el pintor-. ¡He tardado una hora en componer esta postura! Necesito ese personaje, así que procura no moverte ni un pelo.
El muchacho, rojo de vergüenza, imploraba con la mirada a don Miguel.
– ¿Te sonrojas delante de ella? ¿Y a ti, granuja, no te molestaba mirarla a lo largo del día simulando que te ocupabas de tu tarea? He visto bien tu mirada de comadreja ir y venir cuando creías que no te observaba. Pues bien, esto no es más que el justo pago de las cosas, amigo mío. Al menos, ahí mostrándote me resultas más útil que cuando canturreas todo el día en lugar de triturarme bien los pigmentos.
Fascinada, María miraba cómo la mancha de carmín invadía el rostro de Lorenzo, avanzaba por el cuello, el pecho y descendía hacia el vientre. El cuerpo del desgraciado aprendiz se encendía de vergüenza. «Quizá solo sea efecto de la carne de gallina, hace mucho frío en el taller…», se dijo María, luchando por impedir que se le escapara otra carcajada.
Su mirada convergió con la del muchacho en el gusanillo que colgaba entre sus piernas; al darse cuenta, María apartó la vista. ¿También esa cosa diminuta iba a teñirse de vergüenza como las mejillas de Lorenzo?
– María, vuelve a tus tareas -ordenó don Miguel-. Y despabila, no te duermas o probarás el sabor de la vara.
Recogió el cubo como pudo, doblándose en dos para ahogar las cosquillas del fondo de la garganta que amenazaban de nuevo con transformarse en una sonora carcajada. De espaldas al estrado, avanzó hacia el fondo del taller, se arrodilló y frotó enérgicamente la manchita de aceite. Cuando estuvo casi convencida de haber superado las ganas de reír, se atrevió a mover la cabeza en busca del paño.
– ¡Pobre desdichado! -murmuró súbitamente compadecida.
Lorenzo parecía estar a punto de llorar. Por experiencia, María supo que la postura inestable del muchacho le resultaba dolorosa e insoportable. La mirada afligida de la esclava arrodillada se cruzó con la del aprendiz. Ella entornó los ojos, como si intentara preguntarle cómo estaba. Al principio, Lorenzo apretó las mandíbulas, en un intento desesperado por conservar su habitual expresión de dignidad. Con el paño en la mano, María dudó en prolongar su expresión de conmiseración. El pintor parecía hallarse totalmente ausente, entregado como estaba a su dibujo.
Casi sin fuerzas, Lorenzo desplazó imperceptiblemente una pierna y luego la otra. El movimiento mostró con más claridad aún, debido a la luz lateral, el nacimiento de la verga y sus dos bolsas. María alzó las cejas con una sorpresa exagerada; en su mirada brillaba una risa silenciosa. El muchacho, turbado, enrojeció aún más sin atreverse a realizar el menor movimiento.
María, burlona, movió los labios para preguntarle en silencio: «Caballero, ¿no se le olvidó el sombrero?», y se le ruborizaron las mejillas.
La raquítica habichuela que colgaba entre las dos ciruelas pasas se había transformado como por arte de magia: parecía arrogante, horizontal y demasiado grande para el cuerpecito del muchacho.
María se atrevió a lanzar una mirada a la cara del modelo. Parecía estar a punto de enloquecer. «¡Socorro -imploraban sus ojos-, el maestro va a darse cuenta!»
Con el paño en la mano, la muchacha ahogó un suspiro de confusión y volvió a mirar al suelo. Aún no había iniciado el gesto de frotar el tarugado cuando le sorprendió el grito escandalizado de don Miguel:
– ¡Que se te lleven los demonios, Lorenzo! Pero ¿quién te ha provocado ese efecto? ¡Esta no es una casa de citas, sino un lugar de trabajo! ¡Verás cómo calmo a este ladrón sedicioso!
Avanzó hacia el aprendiz y le asestó un golpe seco de tiza en el sexo empinado.
La única reacción del muchacho fue una exclamación de dolor ahogada. María curvó los hombros imaginando su dolor.
– Pero, vamos a ver… ¿Te crees un toro que se vuelve loco ante la presencia de una hembra? ¿Quieres otro golpe, majadero?
Lorenzo contempló con espanto su sexo, que seguía erguido bajo los ojos de su maestro. Compungido, fijó la mirada en don Miguel y luego la desplazó hasta María, como si buscara explicaciones ante el comportamiento inaudito de ese trozo de carne que no controlaba y que sin embargo le pertenecía.
Un temblor nervioso se adueñó de la muchacha. Nació en el fondo del estómago, ascendió a lo largo de su cuello, le invadió la garganta y finalmente fue expulsado por su boca en forma de carcajada. Fregaba el suelo a golpe de convulsiones de risa, con los ojos anegados en lágrimas, pero no conseguía recobrar el aliento. «Voy a morir delante de este idiota en celo», e intentó respirar profundamente para contener la risa, volviéndose aún más hermosa.
– ¡Sal de aquí, María, o te ayudaré a hacerlo a base de patadas en el culo! -gritó don Miguel fuera de sí-. ¡Fuera del taller, bruja!
Esa noche le costó conciliar el sueño. Por primera vez en su vida, María sentía un calor indecente entre las piernas. Las apretó con la intención de hacer desaparecer esa inoportuna sensación, pero fue peor aún, pues el delicioso dolor no hizo sino aumentar. Separó las piernas, sin resultado; las volvió a cerrar, poniéndose nerviosa por estar nerviosa, simulando que no sentía las palpitaciones de su vagina. Porque era eso… Ese trozo de carne que ella consideraba tan ridículo con todos sus pliegues había empezado a manifestarse independientemente de su voluntad.
No se atrevió a tocarlo temerosa del resultado. Se puso boca abajo sin darse cuenta de que presionaba su vulva hinchada contra el colchón, lo que la hizo suspirar de una forma extraña, como si de repente le faltara el aire y esa carencia fuera inexplicablemente exquisita.
Con rabia, apartó la colcha. Se estaba comportando como una gallina dejándose impresionar por el primer gallo que pasaba ante ella. La adolescente se maldijo y luego se quedó expectante, al borde del abismo de las nuevas sensaciones que acababa de descubrir.
Torció el gesto y se dijo: «Querida tía, no te hubieras sentido muy orgullosa de tu sobrina. ¿Te referías a esto cuando hablabas de la tontería de las chicas?».
El último sábado de esa quincena, don Miguel le ordenó que se convirtiera en la Santa Madre de Dios en persona. En realidad no empleó esos términos, sino explicaciones muy confusas y blasfemas de las que María, al borde del pánico, solo retuvo que el pintor iba a iniciar el lunes siguiente un tríptico por el que pasaría a la posteridad… y el primer panel explicaría cómo Dios fecundó a María.
– Nadie se ha atrevido a tratar este tema, María, ni siquiera esos odiosos italianos, y, sin embargo, es la base de nuestra fe. Se ha pintado todo, lo que pasó antes y lo que ha pasado después del nacimiento del Hijo de Dios. Pero jamás se ha plasmado ese momento preciso, sagrado entre todos, en que el Verbo divino se encarnó y creó la cristiandad. Quiero loar ese instante inaudito en que el Todopoderoso lanza su semilla sobre una mujer ordinaria y la conoce. ¿Entiendes lo que quiero hacer? Dios proclama en la Biblia que nos creó a imagen y semejanza suya. Dios no miente, por tanto, ¡podemos adivinar cómo procedió para fecundar a la madre de su futuro hijo! Y claro, no fue, como cuentan, con una paloma…
Visiblemente emocionado, don Miguel bajó aún más el tono de voz.
– Lo afirmo con todo el respeto y la veneración que rindo a la criatura más santa de nuestra historia: María seguramente tenía unos pechos y un trasero que encenderían al más impotente de los hombres, unas piernas semejantes a un estuario que desemboca en el paraíso y un cuerpo que imagino, oh, maravillosamente húmedo. Mi cuerpo y mi razón tiemblan solo de imaginarlo.
En los ojos del pintor brillaba la exaltación.
– ¿Cómo podría ser, si no? ¿Acaso te imaginas a Dios escogiendo a una matrona fea y desgarbada como compañera? Y aunque la que iba a convertirse en Virgen María hubiera actuado siempre para esconder sus encantos de la concupiscencia de los patanes de su tribu, tenían que haber sido tan seductores que el Rey del Universo, que todo lo ve, incluso bajo los vestidos de las vírgenes, sucumbió a ellos y le hizo un hijo. ¡Y qué Hijo! Ese es el prodigio que quiero pintar desde hace años: el Todopoderoso cayendo por amor y colmando con su cuerpo parecido al nuestro a la tan deseada amante. Así decidió protegernos, uniendo para la eternidad Su carne con la de su creación de la manera más íntima…
Se hallaban en el taller y María estaba vistiéndose tras una sesión. El pintor había mandado a Lorenzo a comprar al boticario. Atónita, la esclava se preguntaba si estaba oyendo bien o si don Miguel aún no se había recuperado de la borrachera de la víspera. Con el rostro tenso, el pintor le rozó el hombro con una especie de respeto. Tenía ambas manos sucias de pintura amarilla y roja. «¿Qué habrá podido pintar de mí este animal con colores tan antagónicos?», se preguntó ella con gélida curiosidad, mientras el resto de su persona se esforzaba por mostrar una prudente actitud servil.
– Por eso te compré, María. Ahora conozco cada una de tus curvas, el más pequeño pliegue de tu cuerpo. Estas sesiones de exposición, estos centenares de esbozos solo tenían un objetivo. Ahora el cuadro está listo en mi cabeza: ¡dibujado, pintado! Solo tengo que plasmarlo en la tela… con tu ayuda.
Carraspeó, molesto por la postura de la muchacha, que mantenía la cabeza gacha. Era la primera vez que hablaba durante tanto tiempo a su esclava.
– Mírame, María. Te estás haciendo la tonta, pero empiezo a conocerte. Pequeña morisca, llevas milagrosamente el nombre de la santa hija de Ana y Joaquín. Algo me dice que eso tiene un significado secreto, querido por la Providencia. Espero que Dios se digne a honrarte en mi cuadro, pero tienes que merecértelo. A partir de hoy, apartarás con oraciones fervientes y multiplicadas los malos pensamientos que contaminan tu alma e intentarás parecerte con todas tus fuerzas a la milagrosa hija de Jerusalén. También tú eres muy bella…
Don Miguel compuso una sonrisa que pretendía ser de connivencia, aunque en realidad solo era de astucia.
– Eres morena y supongo que ella también lo fue. Ambas procedéis de Oriente, tú al menos a través de tus antepasados árabes… Ella era judía, es cierto. Pero ¿acaso judíos y árabes no procedéis todos de la misma raza?
Boquiabierta, María no se atrevió a replicar que se equivocaba y mucho, que su familia venía de la vieja Castilla. El pintor se inclinó sobre ella, suplicándole en un tono asustado que azoró aún más a la adolescente:
– Necesito tu ayuda hasta un punto que no me atrevo ni a imaginar. He soñado tanto con este cuadro… Hasta ahora no he hecho nada con mi pintura… ni con mi vida, en realidad. Tuve dos hijas que me adoraban y que no supe proteger, una esposa veleidosa que se fue, una criada fea como un sapo que me tiene atrapado y que se pasea por toda Sevilla diciendo que es la prometida de don Miguel Ribera, el famoso pintor…
Su respiración airada se cargó de amargor.
– Ah, pintar… Es cierto, sé pintar. Conozco mi oficio como la palma de mi mano, pero todo lo que hago son puros artificios del pincel para engatusar a esos miserables cerdos mercaderes de Sevilla que solo piensan en el oro, rezan por el oro y cagan oro… y además están convencidos de que lo saben todo sobre la belleza. Más allá de eso, mi arte no vale estrictamente nada. Lo sé bien porque para desgracia mía he viajado a Madrid, a Italia, a Flandes, dondequiera que se hiciera buena pintura, y muy a mi pesar he sentido envidia frente a la iniquidad del genio.
Unió las manos, recreándose por un momento en el recuerdo.
– Sí, eso es: la ruin envidia. Es peor que una zorra hambrienta comiéndote el estómago… Aunque también conseguí lucidez: no, yo no seré un genio y nada de lo que he creado hasta hoy me sobrevivirá. Tan solo he alcanzado la excelencia en la imitación de los grandes pintores… excepto si Dios me concede su gracia en este tríptico.
Su voz se resquebrajó:
– Estoy seguro de que al Señor le agradará que loe a través de mi arte Su Divino Deseo hacia esa muchacha palestina. Por eso, María, tienes que ayudarme. Consérvate pura hasta que concluya el tríptico. Te lo exijo. Porque todo quedará plasmado en mi pintura. Si has cometido pecado de carne, el cuadro gritará que has mentido a… mejor dicho, que has sido infiel al Todopoderoso.
Le arregló con ternura un tirabuzón del cabello y, al sentir su contacto, ella se puso un poco más tensa.
– Y si, al cabo, debido a tu vileza mi cuadro naufraga y mi nombre es maldecido, y quizá hasta condenado para la eternidad… te mataré, pequeña.
Calló un instante, impresionado por su propio monólogo. La niña observaba, pálida, la basura con rostro humano que acababa de amenazarla de muerte.
Inspirando profundamente, el pintor retomó su discurso.
– Pero si el cuadro sale bien, te habrás ganado la libertad. ¿Comprendes la magnitud de lo que está en juego? ¿Comprendes su dimensión tanto para ti como para mí?
El hombre entrecerró los ojos, sorprendido por la ausencia de reacción de la adolescente. Sus labios se crisparon en una mueca de desprecio.
– ¿Te has vuelto lela? Estoy hablando de tu libertad. ¿No te basta?
Golpeó el respaldo de la silla con el pincel, esperando una reacción de María que no se produjo. Cansado, don Miquel suspiró y dudó un instante antes de volver a iniciar su soliloquio nervioso.
– Nadie excepto tú y yo debe estar al corriente de este proyecto. La gente no lo entendería y nos acusarían de herejía. Te he abierto mi corazón, pero no creas por ello que he puesto mi vida en tus manos. Si se te escapara la más mínima palabra sobre mi proyecto, yo lo negaría hasta jurándolo si fuera necesario, y serías tú, la dudosa cristiana, quien acabaría en la hoguera condenada por difamadora. Ya te has dado cuenta de que por estos lares los aliados del turco no son muy queridos…
Mientras desgranaba una a una las cuentas de este rosario de advertencias, el pintor no dejó de analizar la cara de su esclava. María tenía el corazón a punto de salirle del pecho y solo esperaba una cosa: que su amo, a quien en su fuero interno iba a empezar a llamar «el Demente» en lugar de «el Inútil», le diera permiso para abandonar el taller. Deseó que ni su rostro ni su respiración revelaran el peso del estupor que le entorpecía el cerebro. Aun así, un pensamiento burlesco empezó a saltar travieso entre la niebla de su espíritu: a pesar de sus arrugas y sus mofletes de hombre mayor, su amo jamás le había recordado tanto a un granuja descarado.
El sevillano alzó repentinamente el mentón como si resoplara. Posó su dedo índice sobre la nariz de su modelo y soltó una risotada retenida, repleta de diversión.
– Hija de la montaña, en el fondo tu tarea es sencilla: solo tienes que esperar a que Dios te desee. ¿Comprendes la dimensión del reto? ¡Que te desee!
Horrorizada, María vio cómo el pintor le guiñaba un ojo, a la vez cómplice y espantado por su propio sacrilegio.
– Sí, lo has oído bien: deseo, ¡como yo en este preciso momento de una hermosa ramera de buen año!
Se encogió de hombros y adoptó una actitud falsamente afligida.
– El asunto es arriesgado, estoy de acuerdo, pero vale la pena. Para mí, la gloria; para ti, ¡la libertad! Y si no funciona, entonces Dios enviará a sus ángeles portadores de rayos y nos castigará a los dos. O mejor aún, se las arreglará para que nos descuarticen en la plaza mayor de Madrid para regocijo del populacho, del Santo Oficio y de Su Majestad Felipe II en persona. Y nadie encontrará nada que objetar… aparte de tú y yo, por supuesto.
María había bajado el picaporte cuando recibió el último aviso ácido.
– No temas, María, mi razón no se ha ahogado en un recipiente de minio o de azurita. Harías bien además en no desconfiar de mi fe. Ignoro cuál es el fondo de tu religión, pero yo soy un católico ferviente. Mi propósito puede sorprenderte, pero no sorprenderá a Dios. Él está más allá de nuestro mezquino pudor. Solo exige que se le adore en todos Sus actos, incluso en los menos brillantes a primera vista. Si Dios cagara, nosotros deberíamos adorar sus cagarros. Ahora ve y prepárate. Mañana iremos a la iglesia a pedir de rodillas la protección de Nuestro Señor Todopoderoso.
Si no has visto Granada, hija mía…»
María repitió «hija mía… hija mía…» en algarabía esperando que eso le recordara el resto de la canción. Fue en vano. Tuvo que contentarse con recuperar un trozo de estribillo y completarlo con un «lalala». Suspiró: cada vez olvidaba más palabras de la lengua de sus padres. Recordaba vagamente que la canción hablaba de una muchacha enamorada de un alfarero de Granada, y del jardín de la Alhambra donde tras varios infortunios consiguieron encontrarse.
Sintió que se le hacía un nudo en la garganta. Si seguía viviendo tres o cuatro años más en ese mundo vuelto del revés, quizá acabaría por no saber pronunciar ni siquiera comprender la algarabía de su infancia.
«¡Deja de estar tan triste, llorona!», se echó en cara, soslayando el temblor de su mentón. Y volvió a concentrarse en quitar la tierra de las botas de don Miguel mientras canturreaba. Al cabo de un instante, sin que se diera cuenta, una mueca de ironía le moduló los labios.
Escupió en la bota, en parte porque el paño estaba seco y en parte porque…
– Encaja esto en tu cara de mono, señor mesías-maestro -murmuró, y añadió con satisfacción un «bien hecho» ante las dimensiones del escupitajo.
Miró entonces furtivamente por encima del hombro, sin atreverse siquiera a imaginar la reacción de don Miguel si la hubiera oído.
Se quedó con la mano en suspenso mientras se dejaba llevar por otro pensamiento, el que le daba vueltas en la cabeza desde hacía días.
Tosió, se rascó una ceja y luego la otra hasta hacerse daño, esperando que su pensamiento encontrara un respiro y cesara esa insoportable sensación de debilidad que la tenía agotada. Como si hubiera corrido hasta perder el aliento… sin moverse.
Empezaba a conocer bien los entresijos de esa ridícula… (¿cómo denominarla?, ¿sed?) que le cosquilleaba desde la punta de los dedos del pie hasta la raíz del pelo. Y no solo era una sed imposible de saciar, sino que además era profundamente indecorosa.
«¿Será esto estar enamorada? Pero ¿de un mequetrefe como Lorenzo?»
Así se hallaba María, en un estado carente del más mínimo sentido común, a imagen de todos los que vivían bajo ese techo: el uno con su pintura blasfema, la otra con sus sueños de boda aderezados con avales de deudas, y el último en llegar… ese bobo… ese…
– … ese inútil preparando pigmentos, ese cantante de voz de pollo que se cree un ruiseñor, ese… mequetrefe, ese bandido de tres al cuarto… -concluyó con un murmullo en el que lo exagerado de los insultos delataba sus ganas de reír.
Se contempló las manos y las uñas, ennegrecidas por el barro de las botas. Miró hacia la puerta de entrada, sorprendida de sentir que moriría de vergüenza si Lorenzo la sorprendiera en ese estado de descuido.
«No puedes sentir vergüenza, María -se dijo-. ¿Has olvidado quién eres?»
La cara de la muchacha se entristeció. Y en su pecho dos dedos minúsculos le pellizcaron el corazón.
Todo empezó esa famosa mañana que siguió al domingo en que don Miguel pidió a Dios que le permitiera pintar Su Intimidad. Al menos eso fue lo que le contó a María al oído al salir de misa.
– Como soy tu maestro, he aprovechado también para implorar Su Indulgencia para ti por el papel que te asigno en mi pintura. No temas… -añadió el pintor profundamente convencido.
Don Miguel pasó la mañana de ese lunes reforzando un caballete con maderas verticales y, bajo la mirada intrigada de María, ordenó a Lorenzo que trajera las telas de lino que le había pedido que preparara.
El pintor acarició una por una las telas tensadas en marcos de madera antes de encolerizarse.
– ¿Qué has hecho, majadero? La superficie está áspera, se nota demasiado el grano. ¡Has utilizado más cola y yeso de la cuenta!
El aprendiz tartamudeó que había mezclado los productos siguiendo escrupulosamente las indicaciones del maestro. Don Miguel refunfuñó.
– ¿Me estás diciendo que me he equivocado yo? ¿Eso es lo que insinúas? Acércate. Toca esto y repite lo que acabas de decirme.
Con las mejillas encendidas, Lorenzo pasó la mano por la superficie del primer cuadro y luego por la del segundo. Su mirada expresó una gran sorpresa, pero se tragó la protesta.
– ¿Y…? -le interrogó don Miguel con un tono que no dejaba ninguna elección a su interlocutor.
– Creo que me he equivocado, don Miguel. Voy a apomazar y…
Ante la docilidad del aprendiz, el pintor se calmó. Gruñó que ya se encargaba él mismo de hacerlo por esta vez. Le ordenó que acudiera a la iglesia de la Magdalena para pedir al párroco una autorización para copiar a lápiz las fieras de un cuadro que representaba una escena de mártires devorados por leones y tigres. La necesitaba para un armador importante que deseaba un panel para su salón. Lorenzo reunió con rapidez el papel y los utensilios necesarios y se disponía a salir disparado cuando recibió la última advertencia de don Miguel.
– Y procura no hacerlo mal. Te exijo un trabajo meticuloso, aunque te tome varios días. Hasta ahora, no me has dado muchos motivos de satisfacción, más bien lo contrario. Por desgracia, mi paciencia es más limitada que la del Señor. Pero también es cierto que Él no tiene un taller que sacar adelante y puede contentarse con tus gorgoritos en la iglesia.
María simuló estar absorbida por el fuego del brasero, que reanimaba con puñados de huesos de olivas. El aprendiz pasó junto a ella, con el rostro descompuesto y todos los bártulos necesarios. Ella levantó furtivamente la cabeza. Lorenzo evitó su mirada, desdeñando su compasión.
Enseguida comprendió que el asunto de la superficie rugosa solo había sido un pretexto para librarse de la presencia del aprendiz. Don Miguel quiso liberarse del molesto testigo el primer día de trabajo de su «Gran Obra».
– La Gran Obra, en el lenguaje hermético de los alquimistas -contó a María- es la operación secreta que permite convertir un vil metal en oro.
Estaba convencido de que los alquimistas habían logrado este prodigio; bastaba con ver cómo en todo el mundo algunos de ellos se habían enriquecido de modo increíble de un día para otro.
Él, el maestro pintor de talento menospreciado por los ignorantes de Sevilla, se proponía, al pintar el acto de amor entre Dios y la Virgen, nada menos que transformar las exudaciones del mineral bruto -los colores- en pruebas de la divinidad.
– ¡Mi cuadro se convertirá en algo tan sagrado como el Santo Grial! -Su exaltación dejó paso a una mueca de sospecha-. Nadie excepto nosotros debe saber nada sobre esto, María… Ante todo, ni una palabra a ese inútil de Lorenzo al que tomé bajo mi protección demasiado deprisa.
«Sigue echándole leña a tu hoguera de propósitos insensatos, loco lenguaraz. Quizá Lorenzo sea un inútil, pero tú te has consumido las entendederas…», pensó la adolescente haciendo un esfuerzo para esconder su angustia.
El pintor, que seguía con su perorata, había superpuesto las dos telas en el caballete. Encantado por la admiración que creía leer en los ojos de María, dijo sonriente:
– Estoy prácticamente seguro de que gozaremos de la clemencia del Todopoderoso, pero no es razón para no desconfiar del celo de sus servidores. Pintaré la escena en dos partes que mantendré separadas, de forma que nadie podrá comprender el sentido si no observa ambas telas a la vez.
Tras consolidar las telas y el caballete con un sistema de sujeciones de estopa trenzada, retrocedió y observó largo tiempo el resultado. Satisfecho, hinchó los carrillos y dejó escapar un pequeño silbido.
– Tengo la impresión de estar renaciendo -declamó con una alegría forzada-. Pero sin duda mi alumbramiento no será fácil.
Se le escapó una risita ridícula, que interrumpió con brusquedad para sumergirse en sus pensamientos, con el ceño fruncido y la mirada clavada en el caballete. María esperaba oír la voluntad de su dueño, preparada para una larga jornada de inmovilidad, como ya era costumbre.
El hombre salió brevemente de su ensoñación para ordenar a la adolescente que dejara de hacer ruido, aunque estaba en silencio.
– Hoy no posarás. Limítate a limpiar los utensilios y a barrer un poco. Pero quédate en el taller, necesito verte para comprobar ciertas proporciones.
María estaba encantada de poder escapar a la pesada tarea de mantenerse inmóvil durante horas. Además, la idea de servir de modelo para un cuadro tan sacrílego la disgustaba profundamente. Respetaba a la Virgen y le rezaba antes de ser capturada, pues veía en ella una réplica protectora de su desaparecida madre. Esta Madre coronada por una aureola tenía rasgos y siluetas muy distintas de un lugar a otro. A veces era muy estilizada, con las mejillas pálidas y hundidas y largos cabellos negros disimulados bajo un pañuelo, como en el caso de la modesta imagen piadosa que había en la hornacina de la pared de adobe de la casa de su padre. Otras veces, en cambio, parecía mofletuda, casi regordeta, con la corona de Reina del Cielo…, como en el cuadro de la habitación de las gemelas. En una ocasión, María llegó a presenciar en el mercado cómo un vendedor ambulante de imágenes intentaba convencer a una reticente doña Ana…
– Tengo la Santa Madre de Dios en morena y en rubia. Si es para el salón de invitados, aconsejo la rubia con la tiara, piedras preciosas y lindas ropas de satén. La imagen es más bonita, aunque un poco más cara. Para el resto de las estancias, con una morena basta.
– Ya podría el Papa decidir de una vez por todas de qué color eran los cabellos de la Madre de Dios, ¿no? -protestó contrariada el ama de llaves, que sin embargo tomó la virgen rubia bajo el brazo.
De todas esas múltiples vírgenes, María solo retenía su mirada ausente que ella imaginaba plena de ternura -la ternura que, sin lugar a dudas, su madre Saadia le habría dado a espuertas de no haber sido por la guerra-. Curiosamente, la muchacha solía tener la impresión de que esos instantes en los que conversaba con la Virgen eran como intercambios de compasión. En el fondo, la Virgen y ella eran muy parecidas. Ambas habían perdido a su familia y tanto la una como la otra buscaban consuelo. María no estaba en absoluto impresionada por el poder otorgado a quien era a la vez Esposa del Espíritu Santo y Madre de Dios; por ello, no le pedía nada, ni siquiera que intercediera por su libertad. Se diría que la joven esclava sentía afecto por esa compañera de desgracia, pobre ama de casa a quien nadie jamás había pedido nada y que había alcanzado un reino póstumo, adquirido a costa del suplicio de su hijo.
Este sentimiento no había variado en absoluto, ni siquiera después de las revelaciones de su padre y de su tía acerca de lo que en adelante tenía que ser su auténtica religión. No se le hubiera ocurrido nunca contrariar a las personas que más quería. Por fidelidad, desestimó de un día para otro al Dios de los católicos y a su hijo, pero, por falta de tiempo, aún no había conseguido amar al Dios de los musulmanes y a su Profeta.
Debido al peso de penas que la torturaban y al deseo de rezar que a veces nacía en ella como si de un cólico se tratara (no encontraba una comparación mejor), María se había construido su cielo particular. Instintivamente había alejado todas las figuras del mismo sexo brutal que los bandidos que le habían arruinado la vida, empezando por el más importante de todos: Dios, Jehová o Alá, daba igual; su Todopoderoso alcance había dejado que se perpetraran demasiados crímenes en las montañas de las Alpujarras. Así, María alejó de su corazón a Jesús Crucificado, que solo se aplicó a sí mismo el prodigio de la resurrección, sin permitir que este operara entre aquellos seres queridos que le habían sido arrancados; a Mahoma, a quien tanto gustaban las mujeres jóvenes y que de tan poca utilidad le había sido a pesar de las fervientes y difíciles oraciones que ella le dirigió tras su conversión; y a todos los distintos profetas de implacables virtudes, como Abraham, tan servil y tan ávido de recibir la gracia de su Señor que había decidido degollar a su hijo… no recordaba si era Isaac o Ismael.
Su nueva religión, edificada sobre las ruinas de sus dos confesiones, acabó reducida a dos mujeres: la madre de Jesús («mi tía») y doña Aisha («mi hermana»), la adolescente de Arabia de la que llevaba el nombre y en la que imaginaba la amargura de haber contraído nupcias cuando era una niña con un hombre ya canoso. Cuando la pena le quitaba hasta el deseo de seguir respirando, María hablaba con la mayor, que sufrió un destino igual al suyo. En cambio, si la esperanza parecía renacer en su interior, se entregaba a largas conversaciones sin pies ni cabeza con la que consideraba su gemela a través de los siglos y a la que denominaba según el momento la Graciosa, la Avisada o la Afortunada.
Su tía Lucía le había contado que la esposa del Mensajero de Dios («¡Que la misericordia y la salvación eterna estén con Él!») era tan bonita que despertaba, muy a su pesar, la envidia en la Medina. Incluso fue acusada de adúltera tras un viaje en el que, lejos de su caravana y con la noche al caer, durmió a solas con el jinete que había sido enviado en su busca. Alá en persona tuvo que intervenir para salvaguardar la reputación de la imprudente inspirando al marido un nuevo versículo que proclamaba la inocencia de su esposa.
«¿Por qué mi madre me puso precisamente ese nombre?», le preguntaba insistentemente María.
A lo cual su tía contestaba que eso no era cosa suya y, tras mucho suplicar («¡Eres peor que una garrapata en un perro flaco!»), le decía que su madre la había llamado María porque creía que los cristianos viejos no se atreverían a acusar de herejía a una morisca que llevara el nombre femenino más sagrado del cristianismo.
– Pero ¿por qué Aisha?
– Es tan evidente… -musitó la tía con el ceño fruncido, como diciendo: «Qué boba eres, hija»-. Tu madre deseaba con toda su alma tu bien sin que, por ello, tuviera que verse obligada a traicionar su fe. ¿Qué nombre secreto podía estar a la altura en su corazón al de la mujer preferida por los cristianos si no era el de la esposa preferida de nuestro loado Profeta? «María» es tu escudo público… pero «Aisha» es ¡tu alma para la eternidad!
María se quedó muda, dudando entre echarse a reír o llorar de pánico. Su tía concluyó la discusión de forma perentoria:
– Pero ¡que eso no te haga bajar la guardia ante los hombres! Nunca serás con ellos suficientemente prudente. Tú no tendrás la suerte de ser la elegida de un profeta, alma de cántaro, no lo olvides nunca.
Don Miguel no pintó nada ese lunes ni los días que siguieron, ni siquiera los encargos urgentes. Pasaba el tiempo esbozando trazos con un hilo rebozado con yeso y unido a una puntilla clavada en la tela superior. Lo tendía y lo soltaba. Se entregaba a nuevos cálculos, rectificaba las líneas, balbuceaba palabras mágicas «horizonte», «punto de fuga…» y lanzaba juramentos y maldiciones al mínimo error. Esbozaba siluetas y, al principio, parecía satisfecho, pero cuando adquirían demasiada precisión las borraba con rabia.
Siempre exigía la presencia de María, aunque no la obligaba a posar ni le daba tareas del taller. En cambio, no podía soportar la presencia de Lorenzo: lo hostigaba sin cesar y lo mandaba a cualquier tipo de recado para mantenerlo alejado. Al cabo, ya ni se tomaba la molestia de justificarse.
– Vete a pasear. Me causarás menos problemas que si te quedas aquí dilapidando mi dinero y mis pigmentos.
– Pero, don Miguel, está lloviendo a cántaros…
– Mejor aún, Lorenzo, eso te enjuagará la ceniza que te aplasta las entendederas.
– Pero, maestro, ¿y mi aprendizaje?
– ¿Tu qué? ¡Tú serás pintor cuando yo sea chantre en la Sixtina! Quizá también yo me equivoqué de oficio, ¿no crees, muchacho? Escucha mi voz y controla tu admiración ante mi talento.
Y se puso a canturrear imitando a Lorenzo a la vez que le indicaba la puerta.
María sentía la rabia subirle por las venas cuando don Miguel despedía así a Lorenzo, sobre todo cuando este último ni protestaba. Era como si le dieran una puñalada trapera en lo más íntimo de su ser. Sin embargo, el pintor no se equivocaba por completo cuando lo acusaba de negligente. A veces, María vigilaba al chico por el rabillo del ojo mientras realizaba una tarea y veía que rápidamente los labios se le ponían en movimiento: al principio, en silencio y al cabo de un momento el murmullo se volvía perceptible. Algo se cocía en su cabeza, y si ningún mensaje hiriente del maestro lo interrumpía, el murmullo se transformaba gradualmente en un canto, límpido y fino, totalmente fuera de lugar en el ambiente de recogimiento que solía respirarse en el taller.
María sentía la mirada exasperada del pintor clavada en la espalda del chico. Ella misma comenzaba a imitar algunos ruidos para atraer la atención de Lorenzo, aunque pocas veces lo conseguía. Entonces el maestro carraspeaba varias veces, hasta que su aprendiz se daba cuenta del aviso. Todo solía concluir con un grito colérico de don Miguel.
– Pedazo de asno, ¿no puedes callar ni un solo momento? ¿O es que las ganas de cantar te vienen como las de mear?
Otras veces terminaba con amenazas.
– Te arrancaré la lengua si me estropeas el verde. Mi cliente quiere un paisaje de primavera, no un otoño de Todos los Santos. El índigo de Bagdad está por las nubes y tú lo despilfarras como si fuera un moco que te sacaras de la nariz.
Eso era injusto, porque Lorenzo era muy cuidadoso con su persona. Aunque sus ojos abiertos como platos parecían albergar una protesta incipiente, al final, vencido por la expresión feroz de su maestro, bajaba la cabeza y volvía a moler los polvos melancólicamente y en silencio.
María se había enamorado de ese soñador ensimismado de Lorenzo. Había caído en sus redes como quien tropieza y cae torpemente al suelo por haber pisado una mondadura cualquiera. No había ninguna razón para ello: era demasiado joven, esmirriado y no muy guapo, y pretencioso a pesar de su timidez. Él era libre y ella esclava, y no se molestaba en disimular su desprecio por el origen morisco de su compañera de taller. Una vez le preguntó si ella era realmente hija de moros y mostró una mueca de disgusto cuando le respondió afirmativamente. En fin, era exactamente lo contrario a lo que ella se había prometido amar en sus sueños de adolescente.
Pero así estaban las cosas. Para su desgracia, lo había visto desnudo, con la verga empinada como un mástil, enloquecido por una causa que ella había provocado involuntariamente.
Él había tenido ganas de ella.
Y desde entonces, ella tenía ganas de él.
«Como una cabra en busca de un macho en celo», se dijo imitando la salaz ironía de su tía.
Lo más humillante llegaba el domingo en misa, cuando se elevaba la magnífica voz del adolescente, a la vez potente y aún tan infantil, esta vez sin límites y como ebria de su propio esplendor. El torpe y un tanto ausente alfeñique del taller se metamorfoseaba entonces en un ser mágico, dispensador de una belleza que hacía suspirar de emoción a la asamblea de fieles.
– Dios habla a nuestra alma a través de ese chico -afirmó conmovida una anciana antes de recibir la aprobación de sus vecinas de banco.
En ese mismo momento, otra voz le retumbó dentro del cerebro: «Eh, pequeña bribona, no hace falta que cojas con tanta fuerza el rosario como si fueras una beata. También a ti te está hablando alguien, pero sin duda no es el Dios de los Evangelios, ni se está dirigiendo a tu alma, a juzgar por lo que se ve…».
Con gran vergüenza, María sentía cómo su cuerpo se le escapaba. Se le endurecían los pechos mientras su vientre se ablandaba. Peor aún, a medida que la voz del cantante envolvía con su seducción de serafín los oídos del auditorio, la muchacha sentía que la entrepierna se le humedecía con un líquido extraño, quizá el mismo que se le ausentaba de la boca y los labios, transformados en una especie de madero seco. María inclinaba la cabeza, desconcertada ante la falta de coordinación de sus sentidos, y lanzaba miradas de temor hacia los parroquianos temiendo que otros signos más manifiestos -como el olor o una mancha en el vestido- traicionaran el incendio interior de su cuerpo.
Para disimular su sonrojo escondía la cara entre las manos, dando la impresión de que se replegaba en una profunda devoción. Se mordía la palma de las manos insultándose: «¿Me habré vuelto una mujer de la calle? Todo esto por ese necio chillón que no se fija ni una pizca en mí». Pero algo en ella nacía de la ternura y protestaba: «Exageras, paisana… No solo no chilla, sino que no canta mal tu Lorenzo. Además, ya te gustaría probar su miel, ¿verdad?».
Doña Ana, que a veces lanzaba una mirada controladora al rincón de los pobres y los esclavos, asentía con el mentón llena de satisfacción: ¿quién podría ya criticar la casa de don Miguel, con una esclava convertida tan visiblemente devota ante los fastos del coro de la catedral y con ese aprendiz dotado de una voz de ángel que tan bien cantaba loas al Señor? El ama de llaves saboreaba esta fehaciente demostración de piedad que ridiculizaba los chismes de la mujer del hostelero.
El último domingo, a la salida de la misa, el cura incluso felicitó a don Miguel por haber realizado una obra tan pía autorizando a ese aprendiz, dotado de una voz tan bonita, a que cantara en la iglesia incluso durante los días laborables. El sacerdote, luciendo una gran sonrisa, lo llevó a un aparte y habló largamente con el pintor. Cuando don Miguel se incorporó al grupo, que se dirigía paseando hacia la casa, María sorprendió la mirada medio perpleja, medio socarrona que el pintor lanzó al muchacho… Como si sopesara las ventajas y los inconvenientes de una propuesta inesperada sobre su aprendiz, pensó con inquietud la joven enamorada.
Dos días después, el cura, acompañado de un individuo vestido según la moda extranjera, se presentó ante la puerta de don Miguel.
Don Miguel invitó a entrar a los visitantes y los acomodó en el salón de gala de la planta superior, lo que solo ocurría con los clientes más importantes. Doña Ana se encargó personalmente del servicio antes de retirarse, muerta de curiosidad. María, que había traído el brasero, la vio dudar ante la puerta que el pintor había cerrado escrupulosamente. La muchacha adivinó que, de no haber estado ella por allí, el ama de llaves no hubiera dudado en espiar la conversación de los tres hombres.
– Ve a la cocina y prepara la sopa -le ordenó doña Ana al pasar ante ella.
Unos instantes después, don Miguel, desde lo alto de la escalera, llamó a María y le ordenó que fuera en busca de Lorenzo. El maestro esgrimía un rostro inexpresivo que la tranquilizó en un primer momento, aunque por la misma razón la inquietó inmediatamente después.
Interrumpió a Lorenzo mientras este estaba preparando un fondo de cielo. Parecía satisfecho del trabajo, pero con una simple ojeada, María presintió que don Miguel estaría descontento una vez más de la labor de su aprendiz. «A pesar de tus grandes ojos azules, no estás hecho para la pintura, Lorenzo», pensó con una tristeza infinita.
– ¿Sabes qué quiere de mí el maestro? -preguntó el muchacho apretando el paso-. ¿Está al menos de buen humor?
La delicada voz del aprendiz quería parecer jovial, pero por la febrilidad con que se mordía el labio inferior, María supo que no las tenía todas consigo.
– Supongo que sí, pero no se puede decir que tú colabores mucho en ello -rezongó la esclava, irritada por su propia compasión.
Lorenzo se crispó, sorprendido ante la brutalidad de la respuesta, pero don Miguel había aparecido ya. Descendió la escalera y, tomando al muchacho de un brazo con un gesto de insólita atención, regresó al piso superior.
– No hagamos esperar a nuestros invitados. Te juegas el futuro, hijo mío -murmuró.
Lo último que María vio a los pies de la escalera antes de que la pareja desapareciera fue la cara desconcertada del chico. Sin aliento por la inexplicable sucesión de hechos (¿qué querría decir esa sanguijuela con «tu futuro»?, ¿se iba a marchar Lorenzo?), subió los escalones de cuatro en cuatro y, con un paño en la mano, se puso a pulir enérgicamente las empuñaduras de nácar de la cómoda situada ante la habitación donde don Miguel se reunía con sus invitados.
Encerrado en el salón con los tres adultos, Lorenzo cantó durante media hora un repertorio de canciones religiosas que ella ya había oído en la iglesia y de otras profanas que no conocía. Una voz que maltrataba el castellano lo interrumpía de vez en cuando y le pedía que volviera a empezar un fragmento determinado o le proponía otro. A continuación, los protagonistas iniciaron una conversación cuyo contenido se le escapaba. Según creyó entender, el sacerdote y el extranjero plantearon preguntas a Lorenzo que este respondía como de costumbre: con brevedad y timidez.
El súbito ruido de las sillas le hizo comprender que la visita había concluido. María bajó la escalera lo más rápidamente que pudo; escondida en un rincón, vio primero a Lorenzo con el rostro pálido dirigiéndose al taller y luego a don Miguel acompañar a sus visitas hacia la salida. El pintor repetía con satisfacción:
– No se preocupen vuestras mercedes, hablaré con su padre. Es un gran honor que Su Santidad…
La chica no oyó nada más, pues el ama empezó a llamarla con impaciencia desde la cocina.
Pasaron varios días sin que nada rompiera la tranquila monotonía del trabajo en el taller. Don Miguel había empezado aparentemente el primer panel, aunque en realidad solo había trazado esbozos de formas humanas y siempre con la precaución de hacerlo en ausencia de Lorenzo. Al terminar, cerraba bajo llave las telas en un cuartucho. El único cambio importante era la nueva amabilidad del pintor hacia su aprendiz cuando este metía la pata o canturreaba.
– No importa, estás aprendiendo… -musitaba el pintor en tono tranquilizador.
A veces incluso lo animaba en un tono paternalista:
– Déjalo. Ve a la iglesia, hijo. Sin duda, te estarán esperando.
El aprendiz, granate de vergüenza, tomaba la capa y abandonaba el taller bajo la mirada desconcertada de la adolescente.
Una tarde, en el patio, María había intentado saber algo más del futuro de Lorenzo, pero él se había negado a entrar en detalles, un poco escandalizado por su insistencia. Solo le había declarado que no era asunto de mujeres (estuvo a punto de decir «de esclavas») y que, de todas formas, ella no entendería nada. Él quería cantar, eso era lo que más le gustaba en el mundo, y estaba dispuesto a aceptar lo que le pidieran para conseguir su sueño.
– ¿Y la pintura? ¿Tu aprendizaje? ¿Todo eso…?
– ¿La pintura? La odio. Odio los pigmentos y odio el olor del aceite. Mi padre se obsesionó con que mi futuro estaba en este oficio. Tengo dos hermanos mayores. Al primogénito lo alistó en el ejército del rey para que se convirtiera en oficial, y al segundo lo enroló en un galeón con destino a las Indias para que se formara como armador. A mí me atribuyó la pintura. Pero se equivoca por completo si cree que seré un gran pintor. Hasta tú te has dado cuenta de eso.
No pudo evitar asentir. Y lo lamentó inmediatamente, porque el movimiento de incomodidad de su interlocutor mostraba cuánto le hubiera gustado que le contradijeran.
– ¿Lo ves? El maestro y tú os habéis puesto de acuerdo para aplastarme -contestó lleno de mala fe.
– ¿Te marcharás? -preguntó María con la voz tomada.
– Sí. Bueno, eso creo…
– ¿Adónde?
– Pero, por Dios, ¿a ti qué te importa? -le respondió el chico con agresividad-. Tu cabeza y la mía no están cubiertas por el mismo sombrero, que yo sepa.
– Necio, es por simple curiosidad. ¿Qué más me da que un mocoso como tú se vaya al diablo? Sí, un mocoso incapaz de sujetar un pincel o de limpiarse bien las narices. Uno aprende a sonarse antes de pretender ser un adulto. Primero el agujero de la derecha y luego el de la izquierda…
El tono de la chica había sido tan imperioso que el adolescente se había llevado el pulgar y el índice a la nariz para comprobar su estado. Luego se inspeccionó los dedos, desconcertado por no haber encontrado nada.
– ¿No sabes siquiera qué te cuelga de la nariz y andas parloteando sobre tu futuro?
– ¿De qué estás hablando, mema? Yo…
María había echado a correr sin esperar su reacción. Estupefacta por haberse mostrado tan ridícula, se debatía entre las ganas de reír y de echarse a llorar por su propia majadería.
Una mañana a finales de semana, su atento oído captó una conversación entre doña Ana y don Miguel. La primera preguntaba al segundo la cantidad de comida que había que comprar para la cena.
– Serán tres: el padre, el cura y ese extranjero, el italiano, ¿no es cierto?
– Cuenta además con el muchacho, que también cenará con nosotros. Así es mejor. En presencia de su padre no se atreverá a protestar. En total, seremos cinco.
Estuvieron hablando del menú. El pintor quería que el vino («¡que endereza las conversaciones más tortuosas!») fluyera con generosidad.
– ¿Quieres realmente quitártelo de en medio? -preguntó doña Ana.
– ¡Que me lleve el diablo si no es así! Es un buen negocio: no tendré que reembolsarle nada al padre. El italiano se encargará de ello y además, ¡me dará una pequeña comisión! -Su voz estaba llena de rencor-. Ese zoquete de Lorenzo no tiene mano para el oficio y pierdo los nervios cada vez que lo veo trabajar en el taller. Sabe tanto de pintura como yo de cánticos de iglesia… No sé si ves lo que quiero decir…
Inexplicablemente cómplices, rieron al unísono; se oyó el roce de una tela. María no se había atrevido a dar un paso más en el pasillo. Doña Ana volvió a hablar pero en tono más bajo.
– María se pondrá triste al verle partir tan lejos.
– ¿Por qué dices eso? -espetó él con un timbre seco.
– Porque se ve a la legua que está enamorada de tu ruiseñor.
– ¿Estás segura?
– Soy mujer, ¿acaso lo has olvidado? Nosotras tenemos clarividencia en estos temas. La muy boba está convencida de que nadie se da cuenta de sus gestos enamorados, ni de su nueva forma de peinarse…
– Que no se olvide esa necia de que es una esclava. Si alguna vez intentara…
Se produjo un silencio, roto por una apreciación socarrona llena de amargura:
– Cualquiera diría que te molesta que la muchacha ande enamorada. ¿No es normal que el corazón de una jovencita se prenda por alguien de su edad?
– ¿Qué intentas decirme? Solo me molesta porque la distrae de su deber de esclava que nos ha costado cara -replicó airado don Miguel-. Sin contar que esto podría llevarla a tener malas ideas.
– ¿Como por ejemplo…?
Un ruido resonó en la entrada, quizá un repartidor que llamaba a la puerta.
– Ya voy, ya voy -gritó María después de haberse alejado de la cocina-. No eche abajo la puerta, por todos los santos.
En realidad solo era un mendigo pidiendo caridad. Ella lo despidió con sequedad: «No tenemos nada para ti en esta casa. Sigue tu camino, Dios te mandará comida».
No oyó las maldiciones salaces del vagabundo porque temblaba de la cabeza a los pies.
El día, sorprendentemente helado para la época, avanzó a paso de caracol entre las compras para la cena, los preparativos de la mesa y de la vajilla, la limpieza del salón y la elaboración del menú. María no vio ni una sola vez a Lorenzo. Por fortuna, porque hubiera sido incapaz de dirigirle una palabra sin romper a llorar. Sintió la mirada hostil de don Miguel cuando entró en la cocina para comprobar que los capones estuvieran en su punto. Sin embargo, no soltó prenda, quizá porque doña Ana lo vigilaba por el rabillo del ojo.
Llegaron al caer la noche, casi en el mismo momento: primero, el cura y el italiano; después, el padre, un burgués robusto y alto, que a pesar de su actitud deferente parecía estar al acecho. María los acompañó a la planta superior y les abrió el camino candelabro en mano. Lorenzo se reunió con ellos en el momento en que el cura se prestaba a dar su bendición. Sin una palabra, besó la mano de su padre antes de sentarse a su lado.
Al principio, la cena transcurrió en silencio. Con los ojos bajos para evitar cruzarse con alguna mirada, María sirvió la cena: carne picada y pavo aderezado con pimienta y azafrán. Su corazón se contrajo cuando vio que el extranjero observaba a Lorenzo. Don Miguel se encargaba del vino y servía generosamente a todos los comensales, sin olvidarse a Lorenzo, a quien llenó la copa tras una mueca de interrogación a la que el padre asintió.
– Sirve la fruta y los dulces, trae carbón para el brasero y no nos molestes más -ordenó don Miguel a María.
La esclava regresó a la cocina; se sentía mareada y débil, como si hubiera participado en las libaciones del piso superior. Todo su ser gritaba que a su amado le estaban tendiendo una trampa. Los invitados, incluido su padre, participaban en una cacería en la que Lorenzo era la presa. María estaba casi segura de ello. La prueba era ese esbozo de sonrisa del padre cuando aceptó que el anfitrión le sirviera de nuevo vino a su hijo.
– Doña Ana, ¿puedo pedir permiso para ausentarme un instante? Tengo retortijones en el vientre.
La desconfiada ama de llaves la examinó alzando las cejas.
– No tardes, te necesito para preparar el jarabe de chocolate.
María simuló ir al cuartucho donde se hallaba el retrete, pero en realidad subió hasta el piso de arriba. Entró en la habitación adyacente al salón, la que el ama denominaba «el salón de las mujeres», decorada únicamente con cojines y alfombras en contraste con la sala de recepción principal o «salón de los hombres». Una gruesa cortina separaba los dos salones. De pie en la oscuridad, la adolescente se daba cuenta de que contenía la respiración desde que había entrado en la estancia. Espiró suavemente, avanzó unos pasos y se golpeó con la esquina de una mesa baja. Ahogó un gemido.
– Ahora tienes que responder sin…
No oyó la continuación. Con un brazo extendido y la palma de la mano tanteante, se acercó hacia donde creía que se hallaba la cortina.
– No tienes que sentir vergüenza de abrir tu alma a un sacerdote, hijo -proseguía la voz dulce-. Dime, que Dios nos perdona y benditos sean los días pretéritos: cuando… cuando tienes una polución o cuando te tocas… No, no lo niegues, ¡todos los niños de tu edad lo hacen! Hay… ¿algo? ¿Sale algo? Vamos a ser más precisos: ¿pierdes sustancia seminal? Sobre todo, no mientas…
María abrió los ojos en la oscuridad. No podía creer lo que estaba oyendo. ¿Cómo se atrevía ese párroco a faltar a la decencia más elemental formulando preguntas tan impúdicas en público, sobre todo delante del padre de Lorenzo? Y ¿por qué permitía él semejante vileza?
Le llegó un vivo intercambio de murmullos en lengua extranjera, seguido de un «responde con franqueza, hijo» más brusco.
– … nada…
– Tus palabras se pierden entre la lengua y los dientes. ¡Clama lo que tengas que decir en voz alta, en nombre del Señor, para que nadie pretenda en el futuro haberte oído mal!
Otra voz intervino; solo podía ser la de su padre, ronca y desagradablemente persuasiva.
– Lorenzo, no te avergüences de hablar en mi presencia. Todos somos hombres. ¿Quién de nosotros no ha pecado? Pero la misericordia de Nuestro Señor no tiene fin. Y además, no tenemos que hacer perder el tiempo a estas respetables personas. Una ha venido a verte de muy lejos…
María sintió un violento acceso de odio hacia ese individuo que debería proteger a su hijo y que estaba convirtiéndose en un ojeador al servicio de los cazadores.
– … tienes que saber lo que quieres. Si no respondes, agradeceremos a don Miguel su hospitalidad, saldremos sin más dilación y todo se acabará ahí. Nadie desea forzarte, pero no irás a Italia.
El muchacho se aclaró la garganta.
– Nada… Nada… No sale nada.
La adolescente, con los puños apretados, quiso protestar: «¡No les digas nada, memo! Eso no es asunto suyo…». Se mordisqueó los labios. Los dientes le castañeteaban tanto que pensó que podría oírse desde el otro lado de la cortina.
El cura volvió a la carga con su voz empalagosa y autoritaria.
– ¿Estás seguro? ¿Ni el más mínimo humor lechoso en estos últimos días? No nos mentirías con la esperanza de pasearte por Roma, ¿verdad, hijo? ¿Lo jurarías sobre las Santas Escrituras so pena de condenarte al infierno si no dices la verdad?
– Nada, padre. De verdad. Nada. Y… sí, lo juro por las Santas Escrituras.
El alivio del cura era perceptible en su voz cuando exclamó:
– Bien, hijo mío. Aún eres impúber y te felicito. Al parecer, hemos llegado a tiempo. Dale las gracias a don Miguel por haber organizado tan rápidamente este encuentro. Si todo va bien y si das muestras de constancia y capacidad, pronto tendrás el honor de cantar ante Su Santidad el Papa. Por la gran gloria de Dios y la tuya, por supuesto, y… -El cura se interrumpió con brusquedad, como si estuviera en el pulpito y quisiera sorprender a la asamblea de fieles. Luego, exagerando su entusiasmo, agregó-: y la de tu familia. ¡Bendita sea entre todas!
Se alzó un guirigay general de satisfacción, y después alguien -¿quizá don Miguel? -propuso:
– Es tarde, pasemos a la firma del contrato. Luego beberemos por el futuro éxito de vuestro hijo.
El italiano leyó de forma monocorde un texto redactado en su lengua, interrumpido de vez en cuando por el cura, que traducía a toda velocidad tragándose palabras. Aun con los oídos bien atentos, María solo percibía algunos retazos carentes de significado: «… música… iglesia de nuestra… maravillosa disciplina que conduce… trabajo de soprano… años… gramática del latín… reglamento… Nápoles, Roma…».
Don Miguel, probablemente encantado de poder mostrar su conocimiento del idioma, añadía inútiles y pedantes apostillas: «eso es», «exactamente».
En un momento dado, una voz solicitó que se releyera un fragmento.
– ¿El de los dineros con los que deberé compensaros? -preguntó el cura.
– Sí, exacto. Si tenéis la bondad de concederme este favor… -replicó la primera voz en un tono pusilánime afectado de amabilidad.
El runrún de palabras italianas mezcladas con castellano volvió a comenzar, primero, con un aire solemne, y acelerándose después a medida que los ajá de asentimiento se volvían regulares entre el auditorio.
– Si estáis de acuerdo, firmad aquí y a partir de mañana vuestro retoño volará hacia su nuevo destino -concluyó el traductor tras un nuevo silencio.
Siguió una risita que quizá pertenecía al padre. Luego, María oyó el deslizamiento de la pluma sobre el papel, la tos afectada del cura, un «sí, otro párrafo más», nuevos roces de la pluma y, por último, un suspiro satisfecho.
– Grazie, grazie!
Al oír esta exclamación en italiano del visitante extranjero -que María comprendió en el acto-, un órgano vital se le encogió en el pecho. Por un instante creyó que iba a expirar en esa habitación oscura.
Se cubrió la boca con la mano. «Sí, sin duda, algo innoble acaba de decidirse por Lorenzo tras esta cena. Pero ¿qué?» Aún no lo sabía, pero…
Tuvo la brusca convicción de estar asistiendo al desarrollo de uno de esos cuentos crueles que le contaba su tía tras mucho suplicar, cuando la noche avanzaba a paso de lobo hasta su choza.
En realidad, esos hombres sonrientes eran ogros sentados a la mesa para comerse al muchacho que había entrado en la casa que no debía…
Sí, eso era. Aunque ahí, detrás de la cortina, a diferencia de lo que le contaba su tía, ¡el estúpido niño parecía de acuerdo en que lo devoraran!
– Lorenzo, atiende…
Su lengua, dominada por el miedo, se negó a obedecerle, el espantoso gemido solo se oyó en la cabeza de la esclava. María agitó la otra mano ante ella, como si quisiera despejar desesperadamente el espesor de la oscuridad.
La vocecilla de Lorenzo se elevó de repente.
– Señores, perdón…, mi pregunta es si la…
– Tú querer decir: la… ¡clac, clac!
El invitado, con un acento horrible, empezó un alegre parloteo y pronunció algunas palabras en su propio galimatías. Cuando el cura hizo la traducción, a juzgar por la vivacidad de su caudal de voz, María hubiera jurado que tenía la cara deformada por una amplia sonrisa.
– No. Te garantizo que no tienes nada que temer. La intervención es benigna y la realiza un experto. Nuestro buen amigo afirma que el conservatorio de la Ciudad Santa solo trata con los mejores barberos de toda la cristiandad: los de Nápoles, por supuesto. En el fondo, es muy sencillo… La Providencia te ha dotado de talento: sería de ingratos desaprovecharlo y no usarlo en tu propio interés. Después de todo… tú serás… (la comparación es arriesgada)… tú serás un glorioso sacerdote de la música, enteramente dedicado al sacerdocio artístico, y tu destino es tan grande como el de un cardenal o… incluso más, si Dios quiere. Tampoco yo, en mi ministerio, saco ninguna utilidad de mi… de mi…
Los adultos estallaron en una rotunda carcajada. El cura continuó su discurso alentado por las risas.
– Ya ves… Como puedes comprobar con tus propios ojos, no me va tan mal. Entonces, ¿estás de acuerdo?
María aguzó el oído. Lorenzo debió de asentir con la cabeza, porque el cura, recuperando la seriedad, lo felicitó.
– Eres un buen hijo, Lorenzo. El autor de tus días tiene muchas razones para sentirse orgulloso de ti. Don Miguel, ya que habéis tenido la amabilidad de honrarnos con vuestra hospitalidad, tened la bondad de volver a servirle un poco de vuestro excelente vino. Es el momento de…
Un espasmo sacudió el vientre de María antes de ascender para quemarle la garganta. Agrio y repugnante, el sabor del vómito le inundó la boca. Con los labios sellados por la palma de su mano, salió corriendo del salón de las mujeres, no sin antes chocar contra una pared y tropezar luego con la misma mesa de antes.
– ¿Qué ha sido ese ruido?
Fue lo último que escuchó antes de entrar en su habitación y vomitar la cena sobre su vestido.
El tragaluz con paneles de pergamino untado en aceite estaba abierto y la luna llena bañaba con su luz indiferente la habitación de las gemelas. María se desnudó, se limpió la boca con el vestido, lo enrolló y lo lanzó a un rincón. Permaneció inmóvil, desnuda en medio de la habitación, temblando.
¿Había oído bien? ¿Iban a cometer semejante monstruosidad?
Su cuerpo era presa de convulsiones, pero no acudía el llanto. De vez en cuando inspiraba una bocanada de aire, como si estuviera ahogándose y emergiera para respirar antes de hundirse de nuevo.
Bajó la mirada hacia su cuerpo: observó sus pechos pequeños, la hendidura de la vulva. Se encontró espantosamente inútil. Y se tapó los ojos con las manos para ahorrarse su propia imagen. A ciegas, avanzó hacia la cama, se tumbó en ella y se acurrucó sin poder retirar la cubierta.
No pensó. No soñó. De vez en cuando un escalofrío le hacía apretar más los brazos alrededor del pecho.
Enseguida empezaron a resonar los gritos de doña Ana.
– María, María… ¿dónde te escondes? ¿Quieres responderme? ¡Hace una hora que te estoy buscando!
Un ruido de pasos subió la escalera, la puerta se abrió y desde el umbral se alzó un grito que pronto quedó estrangulado por el estupor.
– Desgraciada, ¿quieres probar el jarabe de palo? Tú… -La mujer la contempló horripilada-. Jesús, María y José, ¿has perdido la cabeza? -Y lanzando una mirada al tragaluz completamente abierto, añadió-: ¿Quieres morir?
Incómoda ante el mutismo de la muchacha, no sabía cómo actuar, mientras mascullaba entre dientes: «Esta es una casa de locos».
Tomó un vestido y se lo lanzó a la esclava.
– No olvides en qué habitación duermes, María. Estando así desnuda, ultrajas el pudor de las ausentes. Vamos, vístete y no tardes. Te necesito. No me hagas enfadar, si no…
A pesar de la amenaza, en el fondo el tono era muy suave. Avanzó hacia la puerta, pero antes de salir se volvió. Su rostro terriblemente feo mostraba una compasión inesperada.
– Es por culpa de Lorenzo, ¿verdad? Estás enamorada y acabas de descubrir lo que va a suceder, ¿es eso?
Los ojos de la muchacha, que abrazaba el vestido contra el pecho, se animaron, pero de su boca no salió sonido alguno.
– Idiota -suspiró el ama de llaves-. Es lo peor que podría haberte pasado: ¡enamorarte de un futuro eunuco! ¿Y crees que congelarte de frío es una solución? ¡Menuda mujer!
María limpió el salón y después la cocina. Los invitados se habían ido tras dar cuenta de todo el vino. Don Miguel se había reunido con doña Ana en su habitación, porque quizá también él estaba borracho. Lorenzo se encontraba en el antiguo establo transformado en habitación.
María subió a la habitación de las gemelas, se metió en la cama y cerró los ojos; pronto la envolvió la misma terrible tristeza.
«Mañana. Se va mañana. Y allí, será… Le van a…»
– No, ¡Lorenzo, no puedes hacer eso! -María divagaba en voz alta-. Un hombre no puede aceptar eso, ¡ni siquiera para cantar ante Dios! -Y repitió una vez más-: Ni siquiera para encantar el oído de Dios… ¡Cualquiera te dirá lo mismo!
La invadió una esperanza sin razón que escocía como una herida. Una sonrisa se abrió paso entre espasmos y llantos.
– Tú no eres un simple buey listo para capar, Lorenzo…
Se levantó, casi jovial, y se abrigó con su vieja capa.
– Ahora vas a escucharme, desustanciado. Te lo voy a explicar todo. Recuerda cómo se te… -No pudo evitar estremecerse de alegría al recordar la verga del muchacho empinada en su honor-. ¿Lo ves? Yo te…
Suspiró. Iba a ponerse a llorar si continuaba divagando. Salió descalza de la habitación. Y espió un instante los ruidos de la noche antes de dirigirse a oscuras hacia la escalera.
Tuvo que voltear varias veces la gran llave de la cerradura, que no cesaba de crujir, y cruzar el patio corriendo. El antiguo establo se hallaba a mano derecha. Empujó la puerta maciza y sintió una nueva bocanada de enternecimiento hacia el aprendiz que estaba alojado en condiciones tan precarias.
Lorenzo dormía con los puños cerrados. Sobre su rostro se depositaba la escasa luz que se colaba por las rendijas. El aire olía a paja húmeda. Se acercó al camastro, tendió la mano hacia el durmiente y permaneció con el brazo suspendido, repentinamente aterrorizada por la insensatez de su presencia en ese lugar: ¿y si el maestro la sorprendía?
El muchacho olía a vino y un hilo de saliva le colgaba de la boca. Había tenido que beber más de la cuenta. ¿Quizá estaba borracho? María sintió indecisión y miedo. Un ronquido más fuerte la hizo batirse en retirada hacia la puerta.
– ¡Ay!
¿Qué había pisado? Se detuvo, ahogando un quejido y suplicando con todas sus fuerzas que Lorenzo tuviera un sueño profundo. Se frotó el talón dolorido contra el otro pie. Una oleada de vértigo invadió a la esclava; ahora podía sentir los latidos de su corazón hasta prácticamente en el globo de sus ojos. Apretó los puños, esperando aplacar el miedo.
«Un conejito del bosque sería más valiente que tú…», pensó con una mueca de desprecio mientras reculaba hacia la puerta.
Un perro ladró a lo lejos; otro le respondió sin mucho ahínco. María ya tenía un pie fuera del establo cuando Lorenzo, con una voz mucho más aguda de lo normal debido a la sorpresa, la detuvo.
– María, pero ¿qué haces aquí?
– Creí que estabas enfermo… -respondió estúpidamente.
– ¿Enfermo? Pero ¿qué bobadas dices?
– Me dijeron que habías bebido demasiado y… -Le salió una respuesta tan torpe como la primera.
– ¿Quién te lo dijo? ¿Desde cuándo te cuentan cosas sobre mí en esta casa? ¿A ti? ¿A una simple esclava?
El azote de la ironía fue tan fuerte que cuando cerró los párpados le pareció ver puntitos blancos bailando en la oscuridad. Durante un instante de puro miedo, intentó hallar en su mente otras justificaciones menos grotescas.
– Lorenzo, no puedes hacerlo -acertó a decir al final.
Ella había avanzado hacia él. Sin darse cuenta, había unido las manos.
– ¿De qué me hablas, María?
Su voz denotaba que aún estaba atrapado en el sueño, pero ya se percibía un atisbo de ira.
– No puedes… aceptar que te… en fin… que te corten…
– ¿Cómo? ¿Nos has espiado?
– Sí, durante toda la velada.
– Pero… ¡eso no está bien!
La oscuridad era casi total; sin embargo, ella adivinaba la indignación que inflamaba las mejillas del muchacho. Una sonrisa forzada, sin alegría, moduló los labios de la adolescente.
– Lo he oído todo. Esa gente son unos depravados. No tienen derecho a… Ni siquiera tu padre. Solo quiere…
Él la interrumpió encendido por la ira. Retirando la colcha, había avanzado la cabeza para verla mejor y sus ojos, iluminados por un rayo de luna, lucían en la penumbra.
– Comadreja infame y apestosa… ¿Cómo te permites juzgar a mi padre? Es un buen hombre… y solo desea mi bien. Yo… yo quiero cantar donde cantan los mejores, lo quiero por encima de todo. Si no puedo cantar, si tengo que convertirme en un pintor mediocre, no quiero vivir, ¿lo entiendes, criada ignorante? Que me ahorquen ahora mismo. Y si ese es el único camino para conseguirlo, entonces aceptaré que me…
Buscó otra palabra menos explícita y, al no hallarla, se resignó a balbucear unos «eh, eh…» de rabia.
– … que te castren. ¿Eso es lo que querías decir, aprendiz?
Ella le tocó el hombro, y Lorenzo retrocedió alarmado.
– Aléjate de mí, María. Sal de aquí, loca.
Ella se inclinó sobre él, intentando captar su mirada.
– Ahora aún eres un hombre. Luego ya no lo serás. Cantarás como un ángel delante del Papa y todos los cardenales de tu tierra y del cielo, pero si no estás… entero, jamás serás un hombre. Te convertirás en un monstruo, te aplaudirán y se mofarán de ti. Y tú no tienes derecho a aceptar eso.
La muchacha observó el efecto de sus palabras. El chico dudaba, aturdido, el labio le temblaba; quizá aún estaba bajo el efecto del vino. A María le surgieron unas ganas inexplicables de abrazarse a él. «¿Qué me está pasando? Apenas lo conozco. No es en absoluto lo que yo quería…», se dijo, y su propia cabeza le pareció un territorio desconocido, hostil, perteneciente a otro. Se aclaró la garganta para contener el pánico que le inmovilizaba las piernas y suspiró con gran dulzura:
– No puedes hacerme eso, Lorenzo.
Las pupilas del aprendiz se encogieron de sorpresa; después le acometió una risa breve, irónica y llena de terror:
– Pero… ¿tú me quieres? No me digas que me quieres…
Ella no respondió, esperó con paciencia a que la risa se desvaneciera. Después, como si fuera la cosa más normal del mundo, se puso de rodillas y le deslizó la mano bajo la camisa.
– Déjame, María, o me pongo a gritar.
Aterrorizado, el aprendiz miró hacia la mano de la muchacha que le agarraba el sexo.
– Mira -había alegría en el nerviosismo de María-, mira, Lorenzo: eres un hombre, no lo niegues.
Él la rechazó, haciéndola caer con violencia sobre su trasero, pero sin conseguir que soltara la presa. La muchacha reaccionó con un gruñido de dolor antes de volver a ponerse de rodillas con la mano que le quedaba libre. Con la otra mano seguía asiendo el miembro del hombre al que amaba y que no la amaba a ella. Tuvo el convencimiento absoluto de que se moriría allí mismo si supiera cómo ordenarle a su cuerpo que dejara de vivir.
– Déjame, te lo ruego… María… yo… yo no puedo…
Su súplica quedó en el vacío. Sorprendida por su voz entrecortada, María elevó la cabeza intentando leer en sus ojos enloquecidos.
– María, yo…
La mirada del aprendiz se transformó.
– Lorenzo, está… está…
Ella contuvo la respiración mientras sus dedos comprobaban lo que veían sus ojos; después suspiró con orgullo:
– … ¡duro! Lorenzo, ¿te… por mí?
María abrió la mano, fascinada por el sexo erguido. Lorenzo la contemplaba, a la vez muerto de vergüenza y paralizado por el deseo. Ella sopló, mientras sus dedos rozaban de nuevo el miembro empinado.
– ¿Aceptarás que te corten el alma?
El reproche fue lanzado con delicadeza, y sin ironía alguna.
– ¿Jamás desearás a una mujer por tu arte?
– Me gusta… la… -atinó a balbucear.
No terminó la frase, intimidado por la repentina ronquera de su propia voz. Con los ojos abiertos de par en par, la mirada antes cubierta por la cólera se llenaba ahora de una súplica. El corazón de María sintió una punzada. «Mamá, ¿qué debo hacer?»
– María, por favor… -Él tendió una mano ávida hacia ella-. Ven. No me dejes así. María… Eres tan hermosa, María -dijo con voz trémula.
Ella se irguió y titubeó, presa del vértigo. Un recuerdo irrumpió en su alma, la inquietó y luego desapareció. Lo identificó justo antes de que se esfumara: ella era niña y su padre y su tía, por una vez de acuerdo, sonreían y le tendían los brazos. «¿Por qué sonríen -tuvo tiempo de pensar- si están muertos? ¿Qué dirían si me vieran prostituyéndome con un hombre desnudo?»
– Queridos Muertos… cuánto os quiero -murmuró en algarabía.
Se incorporó y observó al muchacho paralizado en su catre, con las piernas abiertas, el sexo empinado; parecía un ser malvado suplicando su presa. Se rió en su fuero interno, pero de inmediato se arrepintió. Luego, se levantó el vestido hasta los pechos, separó las piernas y avanzó al encuentro del pistilo obsceno.
Ahogó un grito de dolor cuando él la penetró. La agarró como si le fuera la vida en ello. Le palpó febrilmente los pechos, el vientre, el nacimiento de las piernas, sin saber dónde detenerse. La besó, intentando torpemente introducirle la lengua en la boca. Ella lo imitó y sus lenguas se encontraron. María estuvo a punto de soltar una carcajada.
Había un poco de sangre bajo ella cuando él se retiró. Lo esperaba, pero aun así se estremeció, invadida por un desconcierto mezclado con melancolía. ¿Era eso convertirse en mujer? Primero sangre… pero ¿ni sombra de placer?
Se había esforzado por permanecer alegre. ¿Qué habría sentido él cuando lo acogió en su seno? La había abrazado muy fuerte, hasta el punto que le costaba respirar. Entonces él soltó un largo suspiro de abandono, semejante a un estertor, en el momento en que…
… ¡María había sentido la descarga en ella!
– Lorenzo, te has…
Él seguía respirando con agitación, con los ojos medio cerrados. Ella tomó su sexo, ya esmirriado y manchado de sangre, y agarró el extremo entre sus dedos. Con el índice recogió la gota que aún quedaba.
– Ya no eres… ¡Mira!
– ¿De qué me hablas?
Le acercó el dedo a la cara. Y súbitamente a la defensiva, Lorenzo protestó:
– No, no es cierto. Eso no es…
Ella intentó controlar su voz, pero esta temblaba exultante.
– Sí, mira… es tu semilla. Ya no te pueden…
Se calló, sin aliento. Él gimió, aunque era casi un gruñido de odio.
– Es tu sangre, cerda. Sólo es tu sangre, ¿no lo ves? Quiero ir a Italia y tú no me lo impedirás. Tú has dejado de ser pura. Yo soy el mismo. Aún no soy un hombre. Eso no es…
– Pero te quiero -se lamentó ella horrorizada-. ¡Yo no te mentiría!
Se oyó un ruido en la casa, quizá un postigo que no estaba bien ajustado. María se precipitó al exterior, resbalando sobre un montón de basura, chocando después contra una puerta y, sin saber demasiado cómo, llegó a la habitación de las gemelas.
Cubierta por la colcha, intentó controlar el miedo que la paralizaba. Una parte de su cabeza empezaba a funcionar y le proponía volver a escuchar los abominables improperios de Lorenzo cuando la puerta se abrió.
El pintor blandía un candelabro. Iba en pijama, con el pelo alborotado. Quizá simplemente se había levantado para satisfacer una necesidad natural, se decía María contra toda evidencia, y, al pasar, comprobaba, como hacía a veces, que las puertas y las ventanas de la casa estuvieran bien cerradas.
Avanzó hasta los pies de la cama y elevó el candelabro para iluminar el rostro de la muchacha. El brillo de las velas alargaba los rasgos del maestro, que contempló a su esclava con ojos carboneros y vacíos de toda expresión. María quiso decir algo, pero las mandíbulas se negaban a abrirse. De un manotazo, don Miguel barrió de la cómoda un ramillete de flores secas que le molestaba y depositó el candelabro, sin apartar la mirada de la adolescente.
– ¿De dónde vienes, María?
Y sin esperar la respuesta, le arrebató la colcha y la lanzó detrás de él. Antes de que la adolescente pudiera siquiera reaccionar, se inclinó sobre ella, le levantó el vestido, le separó brutalmente las piernas y colocó la cabeza en su vagina.
María lanzó un grito de espanto mordiéndose los puños cerrados. El hombre respiraba con mucha violencia, con la nariz pegada contra los labios de su intimidad.
– ¡Perra, sucia! Hueles a jodienda… ¡y a sangre! ¡Me has traicionado!
Había desesperación en sus palabras.
– Ya no eres virgen, cerda. Y ahora, ¿cómo pintaré el cuadro?
Se irguió, las palmas vueltas al cielo, como si estuviera implorando. La luz lateral de las velas solo permitía ver un ojo de don Miguel: estaba manchado de sangre.
– Has fornicado con un don nadie, puta… Has preferido a un nadilla sin cojones a mi cuadro, ¿verdad? Cuando yo, tu maestro, ¡jamás te he tocado!
Sus palabras, entrecortadas por la ira contenida, se confundían con sollozos. Cuando inspiraba, parecía como si la garganta le silbara hacia dentro.
– ¿Por qué te has estropeado por tan poco? Yo tenía previsto para ti un gran destino… ¡Responde!
Le dio un puñetazo en la vagina. María se puso a gritar. El sufrimiento era inimaginable. Un peso le cayó encima: el cuerpo de su dueño. Una mano apestosa de mierda y de vino la amordazó.
– Cállate, guarra. Deja de gritar o te ahogo. Vas a entender ahora qué significa traicionar a tu maestro. ¡Mañana estarás entre tus semejantes: las putas!
A punto de desvanecerse, sintió que el hombre tumbado sobre ella buscaba con dedos como garras la entrada de la vulva para introducir su sexo ya desnudo. Cuando el individuo se introdujo en el orificio y empezó el vaivén, ella lanzó un grito desesperado:
– ¡Doña Ana! ¡Auxilio! ¡Salvadme!
Por supuesto, ni doña Ana ni nadie acudió en su ayuda aquella noche. A la mañana siguiente, con maneras aún más agrias que de costumbre, el ama de llaves apremió a la esclava para que se dispusiera a abandonar la casa por la tarde. Con el rostro en tensión y los ojos enrojecidos, no podía esconder que ella también había llorado mucho.
– Después de lo de anoche, no puedes seguir sirviendo en esta casa -gruñó, indicándole los pocos vestidos que podría llevarse-. Y no te muevas de esta habitación hasta que te dé permiso. Se dirigía hacia la puerta pero se detuvo. -Como mínimo, hija, ¡podrías haberte defendido! Te dejaste hacer, ¿verdad? Él te había avisado de que no… ¿Cómo te atreviste a desobedecerlo? -le reprochó, amarga efigie de la mala fe.
María había pasado de la fase del llanto a la del grito y, por último, a la de la pena. La cabeza le pesaba como una piedra, pero por fortuna vacía, como si un demonio provisto de una lengua de hierro le hubiera excavado el cráneo antes de escupir su cerebro en el suelo. Todo lo que le quedaba de entendimiento se mecía entre las oleadas de dolor que le subían de la pelvis y las ganas de vomitar que, desde la violación, se gestaban en sus intestinos.
Cuando tuvo el hatillo preparado, se sentó en el suelo y se dispuso a esperar en el mismo estado de postración protectora. Al final de la tarde, un hombre golpeó la puerta e indicó que lo enviaban a por una esclava en venta.
Empujada por el ama de llaves, que le había puesto en las manos pan y lardo, María se hallaba ya ante la puerta cuando de repente, por primera vez en aquel día, pareció volver a la realidad e imploró:
– Doña Ana, solo una palabra y ya no os molestaré más en toda mi vida: ¿Lorenzo ha preguntado por mí?
– Pero ¿qué te piensas? ¿Que aún es asunto tuyo? Amas a ese bobalicón, ¿verdad?
La súplica de María parecía un vagido.
– Si vos supierais… Doña Ana, por el amor de Dios, decidme dónde le llevan. Quizá habría alguna posibilidad de que… Vos sois una mujer, deberíais comprender…
El ama de llaves estuvo tentada de encolerizarse de nuevo.
– Pero, ¿cómo te permites…? ¡No eres más que una esclava!
De repente, se aclaró la garganta. El rostro desfigurado, los hombros abatidos, ella permaneció callada un instante, engullida por su propia emoción.
– No puedo hacer nada -prosiguió con esfuerzo, abandonando su amargor habitual-. Es demasiado tarde, María. El maestro lo ha conducido al alba a casa del italiano. Mañana partirán. No volverás a verle. Dios sabe cuánto he rezado para que esto no pasara. Incluso me había acostumbrado a ti. Sé bien que no es culpa tuya. Es… ¡Es él, ese maldito!
Sus labios se cubrieron de filamentos de saliva pastosa.
– Y… le amo. Yo amo a ese depravado… No se lo merece, por supuesto, pero yo… no soy más que una vieja sirvienta consciente de su fealdad. A veces creo que el Creador me modeló un día que estaba muy enfadado. ¿Qué puedo hacer, María, si tu suerte ha tomado ese camino?
Puso una mano sobre el cabello de la muchacha, que se tenso. Ruborizada, el ama de llaves se dio cuenta y la retiró precipitadamente. Con un nudo en la garganta, murmuró:
¡Que Dios te ayude en tu desgracia, pequeña morisca!
Volvió a encontrarse en el mismo establo que a su llegada a Sevilla. Esta vez había más esclavas negras y una carga de mujeres raptadas unos días antes en las costas berberiscas. Lo que no había cambiado era la infinita estupefacción de las nuevas cautivas ante la desgracia que se abatía sobre ellas. Su desesperación se manifestaba primero mediante accesos de violencia y, luego, con una resignación casi completa.
Los guardianes debían de estar acostumbrados a ese fenómeno porque cada recién llegada, al menor incidente, tenía como premio una implacable sesión de bastonazos administrada con indiferencia y que duraba lo que hiciera falta para calmar a las más enérgicas. Pero el remedio podía ser peor que la enfermedad, pues algunas presas caían en tal abatimiento que se negaban a alimentarse y ni siquiera se levantaban para hacer sus necesidades: defecaban y orinaban sobre sí mismas; emponzoñando el aire del lugar con su propia degradación parecían vengarse del poder de sus propietarios. Los guardianes reaccionaban con rapidez para evitar que se propagara esta epidemia de tristeza, que podía provocar la bajada del precio de las esclavas y la caída de la reputación del establecimiento. Las malas eran separadas de las demás, se las desnudaba y se las lavaba en grandes barreños de agua. Después, las azotaban con el ahínco con el que se azota la colada hasta que se avenían a cambiar de actitud. Pocas de ellas se empecinaban, y las que lo hacían… simplemente morían.
Durante el tiempo que estuvo allí, María vivió en una especie de bruma perpetua. Habló poquísimo con sus compañeras de infortunio. Le costaba aceptar que las aspas del molino de las pesadillas se hubieran vuelto a poner en marcha con tanta facilidad. También la martirizaba el dolor de su vagina, tumefacta por el puñetazo del pintor. A veces, también otra cosa -su amor por Lorenzo- pugnaba en ella, pero se negaba a escucharlo; se sabía incapaz de resistir una pizca de sufrimiento más.
Cada mañana, un grupo de desgraciadas partía a los distintos mercados de esclavas de la ciudad, aunque los clientes también se acercaban al establo para verlas. María, que no salía nunca, tardó unos días en comprender lo que los guardianes murmuraban cada vez que un posible comprador la señalaba: «Esa bonita ya está vendida».
Su comprador se presentó dos semanas más tarde. Elegantemente vestido, con barba y bigote, parecía un notable. Se plantó ante ella, mostrando todos sus dientes al sonreír.
– Válgame Dios, aún eres más bonita que en mi recuerdo. ¡Cuánto he pensado en ti, señorita!
La esclava alzó una mirada sorprendida hacia el desconocido. ¿Por qué le hablaba como si la conociera?
– ¿No me reconoces, María? ¿Te lo impide la barba? ¿O quizá es el bigote? ¿Quizá mi aspecto de Grande de España te intimida un poco?
Soltó una carcajada que le mordió el corazón. «Bartolomé, el asesino de mi padre y de mi tía.»
El alma se le partió en pedazos. ¿Cómo era posible que Dios fuera tan grotesco con sus bromas?
– Sí, soy yo. No te equivocas, palomita. He hecho buenos negocios y he podido volver a comprarte. Recuerda mi promesa.
Su brazo barrió con orgullo el espacio a su alrededor.
– Y desde ahora… todo esto me pertenece. Y he adquirido dos depósitos más de esclavos en Castilla. Demos gracias al cielo por su generosidad.
El hombre bajó la voz, cómplice y feliz como un niño.
– Me pregunto qué le habrás hecho al pintor para que tuviera tanta prisa por librarse de ti. Mi mandatario te ha conseguido por un cuarto del valor inicial.
El cazador de esclavos cruzó su mirada, súbitamente teñida de gravedad, con la de la chica.
– ¿Supiste que intenté recomprarte varias veces? ¿No? ¿Y que el viejo chocho se negaba a cederte? Parecía tener una auténtica inclinación por ti, brujita. Provocas ese mismo efecto en demasiada gente, ¿no crees?
María lo observaba con mirada bovina, incapaz de concretar el más mínimo pensamiento en su cabeza. Bartolomé la tomó por el mentón y se lo acarició. Con aires de no darle importancia, murmuró:
– Tendrás que aprender a mostrar una cara más amable, si deseas recompensar en su justa medida… ¿cómo decirlo?… mi insistencia.
Con gesto amenazador, le pinzó con fuerza el mentón.
– No tengas demasiados nudos en la lengua, María, y dime que lo harás con alegría. No te olvides de quién soy. Tengo la debilidad de haberme prendado de ti, pero detesto dilapidar el dinero.
– Sí, lo haré con alegría, maestro -consiguió decir la muchacha con voz estrangulada.
– Entonces, prepárate -respondió sonriente de nuevo, pero sin abandonar su rudeza-. Tenemos un largo camino que recorrer. Vamos a Madrid. Y despréndete de esos harapos que el viejo roñoso te ha dado. Son indignos de mi compañía.
El viaje no se iniciaría hasta el final de la semana. Al día siguiente, Bartolomé encargó a una matrona del depósito de esclavas que vistiera a su nueva adquisición y que la condujera a una posada, al otro lado del Guadalquivir. La matrona pasó toda la mañana con María esperando la llegada del señor. Mientras la acicalaba y la vestía, la mujer la entretuvo primero con alusiones y luego con sentencias sobre los futuros deberes de una joven esclava. Insistió con sonrisas picaronas sobre la suerte que tenía de ser tan hermosa. Solo tenía que aprender a hacer buen uso de su belleza ante su nuevo señor. A este le encantaban las jovencitas, pero se cansaba tan pronto como se encandilaba de ellas. Tenía que cuidar de que esto no sucediera, porque de ser así la vendería sin dudarlo a alguno de los numerosos lupanares de la ciudad.
Al ver la mirada ausente de María, la vieja comadre la amonestó.
– No te hagas la altiva conmigo, querida. Es cierto que el señor te ha comprado magníficos atavíos, pero yo también fui más bonita que una rosa y mira en lo que me he convertido. Tan solo tienes un poco de culo, unas piernas y un agujero en medio como armas. Transfórmalas en un puerto de felicidad para don Bartolomé, bonita, y quizá así evitarás tener que servir muy pronto a los soldados.
Bartolomé llegó al caer la noche. Tras expulsar con sequedad a la matrona, se quitó la capa y la espada lanzándolas a la cama y ordenó que trajeran comida y vino a la habitación. Cenaron en silencio. Estaba de mal humor porque, según contó entre dos tragos de vino, una venta en Sevilla no terminaba de cuajar y el viaje podía retrasarse. Se enorgulleció de haber adquirido a precio de oro una residencia que daba al palacio del Escorial cerca de Madrid y de la que estaba deseando tomar posesión.
Enfundada en un vestido algo grande para ella, María mascaba lo más lentamente posible el trozo de jamón, como si el movimiento de sus mandíbulas tuviera poder para retrasar el momento fatídico.
– Ven, María. Estoy cansado -dijo de repente, levantándose.
Mientras se quitaba el jubón de mangas acuchilladas, la examinó con deseo, repentinamente revigorizado, casi enternecido.
– Eres maravillosa. No debería dejarme abatir por un simple retraso. La Providencia a veces nos gratifica con su benevolencia cuando se aceptan sin rechistar sus designios. Tú eres testimonio de ello, pequeña, te dije que… te apreciaba mucho. He sido paciente y he sido recompensado. Examinemos juntos la calidad de esta recompensa… ¿María?
Su sonrisa se congeló, pero no desapareció.
– Levántate, María.
Como si le hubieran clavado una aguja, la muchacha se alzó de la silla, con el bocado de jamón aún en la boca, incapaz de tragárselo o de escupirlo.
– Pequeña, vas a ahogarte si sigues hinchándote de esa manera, y ¡entonces ya no me servirás para nada! -El hombre en camisa de cuello redondo con puntillas rió-. Usa tu apetito conmigo, anda.
Bartolomé atrajo a la adolescente hacia él y empezó a besarle el nacimiento del hombro, la nuca, mientras una mano le rozaba el pecho y la otra el vientre. María sentía la protuberancia del deseo del hombre, que exhalaba un olor agrio de sudor, vino y cuero. Bartolomé deslizó una mano bajo el vestido, la colocó sobre su vagina dolorida y empezó a acariciarla. Mordiéndose los labios de dolor, la adolescente no pudo evitar tensarse.
– Eres tan animosa como un tronco de árbol seco -gruñó al instante-. No me estarás faltando al respeto, ¿verdad, María?
– No, señor, es que… es que… tengo… tengo…
Ella intentó buscar una respuesta pero le faltaba el aire. Bartolomé se detuvo, pálido.
– Ah… ¿Tienes el menstruo? -dijo él, alejándose con asco-. ¿No habrías podido esperar a mañana, boba?
Jadeante, su despecho se transformó en cólera. Dio una patada a una silla que acabó estrellada contra la pared. Luego sonrió mostrando todos los dientes.
– Bueno, no es culpa tuya… Por suerte, te queda la boca…
Le lanzó un guiño jovial. Su mano fue a buscar bajo la camisa su pene, que exhibió con una mueca llena de un deseo implorante.
– Noble marquesa, este fiel hidalgo a duras penas podrá perseverar en este estado un poco demasiado… rígido. ¿Podría ayudarle a recuperar su serenidad tu dulce lengua?
Con la mano que le quedaba libre arrastró a la esclava hacia la cama. Alejó la espada a los pies para tener espacio y tumbó a la adolescente de espaldas. Con sus calzas medio bajadas, se sentó a horcajadas sobre ella. Cerró los ojos y colocó con rudeza su sexo contra los labios de su cautiva.
– Abre la boca y realiza tu delicioso oficio, mi niña.
Con el pecho aplastado por el peso de ese bruto, María intentó apartar un poco aquel sexo que le chocaba contra los dientes.
– No puedo, señor… Me ahogo… Me ahogo con su peso en el pecho.
– No es nada, ya te acostumbrarás… Vamos, abre la boca o te azoto… ¡Qué daño me haces, puta!
El hombre había abierto los ojos y dejó caer sobre la cama la mano que le rodeaba el miembro. Los dedos de María tocaron la empuñadura de la espada. El violador había vuelto a colocar su sexo en la boca de la adolescente y trataba con exasperación de forzar los labios de esta con ayuda del pulgar y el índice.
– Bien, ¿quieres jugar? ¿Te ofreces al viejo huraño y no gozas conmigo? ¿Te trato como a una dama y no manifiestas ningún reconocimiento?
Apenas comprendió la imagen de la hoja que apareció a su izquierda. Intrigado, tuvo tiempo de girar la cabeza, pero interpretó demasiado tarde el inconcebible gesto de su víctima. Sus dedos aún reposaban en las mandíbulas de la muchacha cuando la hoja le seccionó la garganta justo por la mitad.
La sangre le corría por el cuerpo. María apartó los brazos y luego los pies de un cuerpo que aún se movía. No estaba muerto. De rodillas, con el pene balanceándose con los restos de la erección, Bartolomé se sujetaba el cuello, cogiendo con una mano la hoja y con la otra intentando contener el incesante borboteo de la sangre.
– Sálvame… uggg… por el… uggg… amor de Dios…
Las palabras se mezclaban con un espantoso gluglú, pero le pareció entender algo parecido a «Piedad, te amo, María…».
– Pero… yo… uggg… no te he hecho… ugg… nada -logró articular inteligiblemente, a pesar de la sangre que le manaba ya de la boca-. No, ¡eso no! No…
María blandía la faca que él había dejado en la mesa y que había usado para cortar el jamón. La mirada del herido la siguió con horror, pero sin perder un solo instante su expresión de incomprensión.
– No me mates… Te quiero… Podríamos…
Le clavó con todas sus fuerzas el cuchillo, una vez, dos, hasta tres veces en la espalda.
– Así que me quieres… y que no me has hecho nada. ¿Y quién mató a mi padre y a mi tía? ¿Y quién me deshonró? -Le dejó el puñal hundido en la espalda-. ¡Maldito seas! Si tú no me has hecho nada, entonces ¡yo tampoco te he apuñalado!
Un arrebato de alegría arqueó su cuerpo y, al mismo tiempo, le abrió el corazón: ¡había vengado a sus seres queridos! Observó con gratitud la mano que había asido el arma. Pero fue su nariz, que se preparaba para un posible sollozo, quien le dio la alerta: su cuerpo se había endurecido repentinamente de la cabeza a los pies, su alma se hallaba demasiado eufórica… María se preguntó si acababa de excitarse, de la misma forma que le sucedió a Bartolomé cuando se preparaba para violarla.
El asco le provocó un escalofrío. Hubiera querido limpiarse los oídos de esa asquerosa declaración de amor del cazador de esclavas. En la boca del asesino de su familia, esas palabras falsas parecían excrementos.
Pero ¿y si decía la verdad?
La adolescente permaneció contemplando al hombre medio desnudo que agonizaba cubierto por el líquido negruzco. ¿Habría cambiado algo que fuera sincero? Embustero o sincero, Bartolomé se disponía a morir de forma bastante penosa. La muerte daba la impresión de querer ingerir su presa poco a poco, mordisco a mordisco.
Una idea -un deseo violento, ridículo- en medio del gran desierto de sus emociones: «¡Qué odioso es morir! Nunca dejaré a nadie que me mate».
Los últimos estertores de Bartolomé, mientras vaciaba la vejiga y su orina se mezclaba con la sangre, fueron para implorar la presencia de un cura. Más adelante, María no podría recordar cuánto tiempo permaneció así, ni lo que pensó entonces. Ante el espanto del crimen que acababa de cometer y su propia reacción, todo su cerebro se había encogido como los cuernos de un caracol.
Agotada, se tumbó en la cama y, cadáver junto a cadáver, durmió sin ningún tipo de sueño hasta bien entrada la noche. Entonces se levantó, se limpió la cara y las manchas de sangre del cabello con el agua de la vasija y se cambió el vestido.
Si la pillaban, sería descuartizada o quemada viva.
Respiró hondo. La fonda estaba llena de viajeros. ¿Era posible que nadie hubiera oído nada? Se mantenía erguida, apoyada contra la mesa, pero sentía en su interior que los músculos se le disolvían. Cuando estuvo segura de la docilidad de su cuerpo, se dirigió de nuevo hacia su víctima. «Mi nuevo amante…» Se dispuso a registrarle. El corazón casi se le detuvo cuando creyó que el muerto se movía. Por fin, halló lo que buscaba sobre la piel del cadáver.
Cubrió al muerto con su ropa empapada en sangre y preparó un hatillo con todo lo que podía llevarse. Se puso la capa y descendió la escalera. Cruzó la gran sala de la fonda, donde alguien roncaba ante la chimenea. Las vivas brasas le permitieron discernir una segunda silueta tumbada. Con el corazón a punto de estallarle en el pecho, abrió la puerta y salió a la calle, completamente a oscuras.
Hacía frío, pero era soportable. Los caballos resoplaban perezosos en el establo vecino. Ajeno a lo acaecido aquella noche, el cielo desplegaba su sempiterna ornamentación de pedrería.
La boca pareció llenársele de barro. Ella, que había sido la hija preferida de un artesano de Granada, había matado a un ser humano y, aparte del miedo y la náusea, no sentía nada más. Se giró y escupió su rencor sobre el umbral de la puerta de la fonda. Rencor por todo: por la pérdida de sus familiares y de su inocencia, por la crueldad de los hombres y de ese Dios beato que permitía o suscitaba lo abominable.
Su vocecilla interior le recordó que tenía cosas mejores que hacer que andar escupiendo contra una puerta si no deseaba verse en manos de los servidores de ese Dios de memoria vindicativa que tan imprudentemente se permitía insultar.
Entonces, más muerta que viva, María decidió huir siguiendo la dirección del río. Ni por un solo instante dejó de pensar en el loco al que, para su desgracia, amaba. Tenía el alma carcomida de tristeza.
Durante años, María buscó razones a la implacable crueldad de su destino. Cuál de sus dos nombres sagrados había marcado más su suerte; ¿el de María, madre de Jesús, violada como ella por un Señor Todopoderoso? ¿O el de Aisha, la descarada, la madre de los creyentes, sospechosa de haber amado a alguien más que a su insaciable marido, el Profeta?
Más de tres meses después de haber escapado de Sevilla, seguía errando por los caminos que creía que conducían a Granada. Tenía la vaga y estúpida idea de que, como su familia fue expulsada de allí, quizá sería el lugar en el que se encontraría más en casa y, por tanto, en menor peligro que en Castilla. Además, seguía alimentando la vana esperanza de llegar a Italia y hallar a su querido Lorenzo.
Con el miedo siempre por compañero de viaje, se sabía a merced de alguaciles y campesinos desconfiados y delatores. Se perdía a menudo, dormía en la maleza o en las ruinas de casas devastadas por la guerra. Raramente se aventuraba por las aldeas de los cristianos viejos, pasaba hambre y frío, a pesar del dinero que robó a Bartolomé. Su único conocimiento geográfico era el recuerdo del camino de ida con los cazadores de esclavos, así que decidió seguir el curso del Guadalquivir hasta la confluencia con su afluente, el Genil, y luego subir siguiendo este último con la esperanza de encontrar un día u otro algún morisco. Como quien entona una plegaria, solía repetirse: «Hubo muchos moriscos alrededor de Granada. Aunque hayan matado a una parte, reducido a la esclavitud o expulsado a otra, sería realmente una fatalidad no encontrar a alguno que pudiera ayudarme».
Eso le bastaba para contener la angustia durante un par de días. El resto del tiempo, sobre todo al caer la noche, se despreciaba profundamente por estar invirtiendo tantos esfuerzos en regresar, por su propio pie, a la boca del lobo. ¿Por qué iban a detenerse los vencedores si llevaban tan buen camino?
En varias ocasiones, tuvo que alejarse del río y adentrarse en el bosque por miedo a los pescadores y a los soldados. A veces, simplemente se salvó por suerte. En el peaje de un puente golpeó con una piedra a un cobrador que pretendía abusar de ella. El desgraciado, sorprendido por la resistencia de lo que a sus ojos no era más que un andrajo muerto de hambre, la dejó escapar mientras lanzaba una lluvia de improperios.
Una mañana, tras otra noche angustiosa, encontró a un hombre durmiendo al raso junto al río. Vestía como un campesino y tenía un aspecto banal, a primera vista inofensivo. El viajero dijo ser un albañil ambulante que se desplazaba de pueblo en pueblo para ofrecer sus servicios. Poseía dos mulas, una para él y otra para cargar el material. El jovial artesano invitó a la vagabunda sucia y mal dormida a compartir su comida y, esta, bajando la guardia por primera vez desde que huyó de Sevilla, no se sintió con fuerzas para rechazarlo.
Se presentó como una criada que buscaba casa donde servir en los alrededores de Granada. Cuando él le preguntó de dónde venía, María mintió, obviamente, pero se enredó con los nombres de los lugares. Él insistió en saber si estaba casada. Lo negó con rotundidad, pero le aclaró que eso no era asunto suyo. El artesano la observó y sentenció que era demasiado joven y, en verdad, demasiado bonita (casi una tentación del diablo) para proseguir el viaje sola en un momento en que pululaban tantos malandrines y salteadores de caminos por el reino de Castilla.
– No has elegido el camino más corto para llegar a Granada… Yo diría que más bien te estás alejando. En cualquier caso, yo no me dirijo allí y nuestros caminos pronto se separarán, pero te ofrezco a pesar de todo mi modesta compañía hasta el próximo pueblo. Como pareces muy fatigada a pesar de tu juventud, puedes cargar tu hatillo en una de mis mulas. A cambio, ¡me harás compañía! Me muero de aburrimiento, jovencita. Tengo que hablar conmigo mismo de cosas que ya sé de memoria. A veces hablo hasta con las mulas, pero no saben nada de confidencias. Las compré en Francia y solo entienden la lengua de allí.
María ya se había cruzado con algunos hombres gallardos que con su afabilidad solo pretendían un objetivo: agarrarla y meterle su gusano entre las piernas. Viendo la cara de escepticismo y desdén de la vagabunda, el desconocido alzó las manos al cielo.
– ¡No tienes nada que temer conmigo! Soy hijo de un respetable linaje. A mi manera también soy hidalgo: albañil, hijo de albañil, nieto de albañil, y todos de excelente reputación. Si no fuera blasfemia, juraría que en el cielo mis abuelos solo realizan trabajos de confianza, como el de mantener en buen estado las murallas del Paraíso.
Gaspar López Magroza contaba unos treinta años largos, tenía la piel oscura como la corteza de un árbol, no era ni feo ni guapo, era corpulento y más bien paticorto. Según contó, estaba cansado de errar de monte en monte, y se dirigía al pueblo de sus padres para quedarse a vivir. La bruja de su madrastra había muerto recientemente y se disponía a tomar posesión de la casa familiar.
– ¡Envenenada por estreñimiento crónico! -Le guiñó un ojo antes de proseguir-: Comió demasiados higos chumbos. Como ves, Dios es clemente con los huérfanos de mi edad.
Hablaba mucho y pedía disculpas de vez en cuando por ser tan parlanchín. Regresaba de un largo periplo más allá de los Pirineos y, como se manejaba bastante mal con el dialecto de allí, había tenido que mantener la boca cerrada mucho más de lo habitual en él. La hizo reír en varias ocasiones, sobre todo cuando imitó con exageración las úes y las curiosas manías de flamencos y franceses… Pero consiguió hastiarla pronto debido a esa obstinación suya por mantener constantemente el buen humor.
Se pusieron en marcha, tirando de sendas mulas. Una de las monturas sufría flatulencias y se paraba a menudo para aliviarse. Cuando María golpeó suavemente al animal para animarlo a reemprender la marcha, su capa se abrió, dejando al descubierto un vientre de formas redondeadas. Gaspar cruzó la mirada con la de la adolescente, que se la devolvió cargada de desafío, y acabó bajando la cabeza, disimulando mal su sorpresa y una suerte de decepción.
Gaspar no dijo ni mu (jamás evocaría de nuevo ese instante, destinado a hacerle sufrir durante toda su vida), pero con una amabilidad algo torpe la instó a montar en una de las mulas.
El primer día, Gaspar empezó por proponerle que fuera su criada. Más tarde, cuando el corazón de María se convirtió en piedra, ella dataría ese momento como el inicio de la fiebre de concupiscencia que atormentaría el resto de sus días al pobre albañil. «No se atrevió a tomarme a la fuerza como vagabunda… En cambio, creyó que si me ponía a su servicio tendría derecho a ello.»
– No he tenido tiempo de buscar mujer ni hijos. La casa está vacía. Si aceptas, no será menester contratar a alguien para mantenerla limpia. La paga será modesta, pero el servicio también. Estarás alojada y, si Dios quiere, nunca te faltará un plato en la mesa. Aunque no sea mucho, siempre será mejor que vagabundear por los caminos enfangados de Castilla durante todo el día. -Su mirada se apagó-. Te presentaré como mi sobrina. Sin duda, te doblo de largo la edad, pero eres… tan bonita que más vale que seamos parientes a los ojos del mundo. Así, el pueblo rumoreará menos… aunque eso es como pretender que los cuervos dejen un día de graznar. María, eres tan bonita… a pesar de… -refunfuñó abochornado.
– ¿A pesar de qué? ¿De mi suciedad? -completó ella con hostilidad.
– No seas tan suspicaz. No quería ofenderte, pariente mía. -La perenne sonrisa del hombre se petrificó, incómoda.
Furiosa, María estuvo a punto de decirle que ella era la primera en saber que apestaba, que llevaba ropa mugrienta, harapienta, pero que precisamente los piojos y la suciedad enfriaban el ardor de cretinos como él. Además, esa belleza que tanto parecía impresionarle, para ella era una maldición. Todos y cada uno de los individuos con los que había tenido la desgracia de cruzarse habían intentado forzarla, y antes o después le vomitaron una sarta de desvergüenzas.
Pero decidió callar porque volvía a tener hambre. Conocía demasiado bien ese calambre del vientre vacío. Alzó los hombros y decidió que tendría que soportar un día o dos más a ese tunante de alforjas cargadas de vituallas.
Al llegar la noche, le sirvió una ración de vianda seca; luego, le cedió su colcha con el pretexto de que no aguantaba el calor cuando dormía. María pasó una parte de la noche fingiendo dormir, atenta al menor ruido sospechoso del viajero tumbado no muy lejos de ella. De vez en cuando, para tranquilizarse, palpaba la daga que escondía en el pecho, la que perteneció a Bartolomé.
La luna seguía brillando en el cielo cuando un roce la despertó de su duermevela. El viajero estaba inclinado sobre ella y la contemplaba con una avidez casi lasciva y también con increíble admiración. Se sobresaltó y, a punto de gritar, buscó la daga con desespero. Gaspar se irguió balbuceando disculpas. Se aclaró la voz, lanzó una ojeada oblicua hacia abajo -María descubrió la erección que se anunciaba bajo su ropa- y luego, como si aquello no fuera con él, recuperó su alegría habitual.
– Pero… ¡si es culpa tuya! Roncas tan fuerte que pareces una mula. Creí que te sentías mal.
– Pero ¡qué sandeces dices! Yo no ronco nunca -sentenció María.
– Sí, niña… y tan fuerte que me pregunté si había por ahí un diablo acatarrado que quisiera saber de nosotros. Cuídate la nariz, por el amor de Dios.
Y el albañil paticorto se tumbó dignamente en su lugar anterior. Estupefacta por el aplomo del individuo, María murmuró un «¿Cómo… cómo… tú…?», pero los enérgicos ronquidos del supuesto durmiente cortaron en seco toda protesta.
«¡Viejo loco!», fue el insulto que murió en los labios de la muchacha. Tras removerse en la colcha para encontrar una posición menos incómoda, María volvió a dormirse. Esta vez, extrañamente, sin temor.
Al segundo día, el albañil ya estaba enamorado de ella. Bromeaba menos y suspiraba más. Después de unos vinos, le reveló que su otro nombre era Abdel Alí y que prefería refugiarse en su pueblo natal porque las cosas estaban muy mal para los cristianos nuevos.
– De regreso del reino de Francia, quise establecerme en Toledo. La ciudad es bonita y bulliciosa, necesita manos hábiles que dominen todo tipo de oficios. Pensaba asentarme y vivir allí como un hombre honrado durante el resto de mis días. Pero desde que llegué, tuve que luchar por obtener el permiso del gremio de albañiles. Esos hijos de perra me dijeron que tenía la piel demasiado oscura para ser un buen católico, y me exigieron que demostrara que en mis venas no corría una gota de sangre mora ni judía. De no poder hacerlo, no me quedaría otra que largarme a Argel con «los perros piratas» de mis amigos. Así respondieron a un buen y leal artesano, tan bautizado como Su Majestad el rey y como el Papa de Roma. ¡Como si las casas se construyeran con sangre y no con brazos y mortero!
Según él, cada vez se hablaba más de expulsar a todos los descendientes de árabes al Nuevo Mundo o a Berbería. En Madrid, algunos llegaban a exigir que no se corriera ningún riesgo con esos posibles aliados del turco; que más valía matarlos a todos, del primero al último, o como mínimo castrar a todos los hombres.
– Este cuento de expulsarnos del reino, tanto si somos auténticos como falsos conversos, vengo oyéndolo desde que era niño y, a pesar de la guerra, jamás creí que pudiera llegar a ser cierto. El olor de un pedo no siempre anuncia ganas de cagar. Pero esta vez las cosas parecen distintas -murmuró Abdel sorbiendo vino del cuenco-. Este país no es mejor que una cebolla podrida para nosotros. En toda España se oye la misma conjura: la gran conversión de hace cincuenta años fue un error; un cristiano nuevo siempre será un cristiano falso, un traidor del rey y de la auténtica fe. Y los sacerdotes lo repiten cada domingo en sus sermones: «Hemos expulsado a los judíos y a cambio Dios nos ha permitido descubrir las Indias y sus riquezas. ¡Imaginad qué grande sería su gratitud si expulsáramos a los partidarios de Alá y los herejes calvinistas!». -Los ojos se le encogieron del odio-. Esas cucarachas con sotana nos hacen responsables de todas las desgracias de los reinos de España: la peste, la carestía y hasta el hundimiento de la flota real. Nos llaman «moriscos» y, esa palabra, en sus sucias bocas, suena a piojo y a carroña. Ellos afirman que el bautismo no sirve para nada, que la sangre de los árabes no se secará nunca de la misma forma que la de los cristianos viejos porque Dios ha querido que nuestra sangre se transforme en orín en la tumba. Y dicen que esa es la razón de que nuestros cementerios huelan a letrina.
Se sirvió otra escudilla de vino. Le ofreció una a María, pero esta lo rechazó desconfiada. La cara bonachona del viajero había tomado una expresión melancólica.
– ¡Malditos curas! Si pudiera arrancarles la piel de los labios haría con ella sillas para todos los jinetes de España. Eso es lo que haría falta para cerrarles el pico a esos cretinos: ¡dejarlos asfixiarse hasta el fin de sus días con las ventosidades de quienes desean exterminar!
Así pues, vista la emoción con la que le recibieron sus cofrades albañiles toledanos, decidió que lo mejor era volver en compañía de los suyos. Era cierto, hacía años que no había tenido contacto con ellos… Pero nada tranquiliza más el alma que pasar miedo en compañía de quienes tienen las mismas razones para temer, concluyó.
– Dime, María, tú no tienes nada contra los moros, ¿verdad? No tendrás miedo de que te muerda como un perro rabioso…
Totalmente confusa, María aseguró que no, que ella había tenido vecinos moriscos a los que había querido mucho y que creía que eran tan sinceramente cristianos como los demás; que no era justo ponerlo en duda y que…
Se calló, aplastada por la duplicidad de su propia voz, tan apestosa como los escupitajos de miedo de los que se reía ese bobo de Gaspar.
– ¡Tienes suerte de ser una cristiana vieja! Tú ni siquiera necesitas demostrar que vas a misa todos los domingos. En cambio yo, por más que haya peregrinado a Santiago y haya conseguido a precio de oro un documento eclesiástico demostrando mi acto de devoción hacia Nuestra Santa Madre Iglesia, sigo siendo un hereje a ojos del gremio. ¡Alégrate, muchacha, de haber nacido en el lado bueno!
María se sintió ruborizar. Bajó la cabeza ante la tierna mirada del artesano. Su lengua apenas pudo contener que sí, que era mucha la suerte que tenía de pertenecer a la muy noble y cristiana cofradía del vientre vacío.
De repente, con un rictus de alarma, el albañil le señaló un matorral.
– Rápido, muchacha, sin duda tienes una necesidad urgente.
Estaba a punto de contestarle que ella no era una de esas tontas a las que podía tomar el pelo cuando vio un jinete en el horizonte. Agradecida por el aviso, se escabulló bajo la maleza. A pesar de su supuesta despreocupación, el albañil había observado los gestos furtivos de su compañera durante el camino cuando se cruzaban con campesinos y, más raramente, con viajeros. Observó que se cubría disimuladamente el rostro con la capucha mientras duraba el intercambio de palabras sobre el estado de los senderos o la posible presencia de malhechores en los parajes. Rápidamente, él aprendió a tomar la delantera: en cuanto se perfilaba a lo lejos la silueta de un buey o una carreta, se las arreglaba para pedirle que llevara a pacer a otro lugar a una mula o le encargaba una tarea para alejar la curiosidad de las personas que iban encontrando. María temía que tras esas atenciones hubiera otra preocupación menos generosa: su juventud, su belleza y su pobreza comparados con la edad y la ropa burguesa del albañil podían suscitar comentarios desagradables, quizá generadores de enredos.
Por la noche, se detuvieron a los pies de una torre de vigía abandonada.
– Desde ahí los cristianos vigilaban el avance de los caballeros de Mahoma. En ambos bandos, murieron muchos guerreros -dijo antes de observarla con una curiosa desolación-. Todos estaban convencidos de obedecer la voluntad divina. Y para acceder al paraíso celestial, destrozaron sin piedad el paraíso terrenal. Que Dios se apiade de aquellos que no entendieron Sus auténticos deseos.
¿Para quién imploraba la piedad divina: para los musulmanes o para los cristianos? María estaba perpleja. Lo espiaba por el rabillo del ojo mientras contemplaba la torre.
– Señor, qué difícil es comprenderte. Si fueras más claro… -dijo antes de proceder a soltar la cincha de las mulas.
Esa segunda noche, mientras vigilaba el fuego, quiso contarle su vida, llevado por una necesidad compulsiva de mostrarle lo máximo de sí mismo. Ella lo miraba de una forma no muy alentadora, pero sin interrumpirle, agradecida a pesar de todo por la protección y la comida que le ofrecía, sin exigir de momento contrapartida alguna. De vez en cuando, él buscaba una aprobación y ella, vencida por el agradable aturdimiento del calor, asentía distraídamente con el mentón.
La entretuvo contándole que cuando era adolescente se había peleado a puñetazos con su padre y que este lo había echado de casa. Luego, sin venir a cuento, habló de su hermano gemelo, nacido dos días después. Todas las mujeres del pueblo habían acudido a ver a esa mujer que daba a luz dos veces en dos días. Las mujeres apodaron al segundo hermano el «Sin prisas».
– Quizá tuviera razón mi pobre hermano en no apresurarse para venir al mundo en esta enloquecida España. Creo que ya presentía que su estancia en este mundo no iba a ser demasiado divertida. De hecho, cuando tuvo que devolver el alma a quien se la había prestado…
La vigilia de su muerte, cuando solo tenía tres años, su madre había ido a ver al curandero. Este le había dicho que el niño estaba enfermo por haber estado demasiado inmóvil y que su torrente de sangre se había transformado en un lago encharcado. Según el curandero, solo moviendo enérgicamente y durante mucho tiempo al niño se podría reanimar el líquido vital y salvarlo así de una corrupción mortal.
Así fue como el gemelo del albañil agonizó, borracho de mareo, en los brazos de su madre, mientras ella bailaba sin parar durante toda una noche, una mañana y hasta media tarde.
– Tras la muerte de mi hermano, mi madre enloqueció a fuerza de oírle repetir a mi padre durante años, con las bofetadas que hiciera falta, que había matado a su hijo. Al final, ella huyó con un muchacho, un gitano diez años más joven que ella, llegado de quién sabe dónde. Jamás volvimos a verla. ¡Que el demonio la abrace en el infierno con su gitano! -espetó antes de escupir.
– ¿Por qué me cuentas todo esto? ¿No quieres a nadie de tu familia? -inquirió María, sorprendida por la gravedad del insulto.
Adoptó un aire culpable, como si lo hubieran pillado en flagrante delito. Para ganar tiempo, sopló en el fuego allí donde estaba costando que arrancara.
– No sé qué me ha pasado -se disculpó-. Es la primera vez que lo hablo con alguien. Debe de ser la nostalgia de un tiempo que ya no volverá, una especie de cólico que me retuerce las entrañas. Discúlpame, bonita, pero no tengo una pócima mágica para curarme. -Rió sin alegría-. Una familia como la mía es un extraño regalo del destino. Te lo dan y mueres de rencor; te lo quitan y mueres a fuego lento -reflexionó atizando el fuego con una rama-. No te asustes. Claro que quise a mi pobre madre, aunque no lo mereciera.
María alzó la cabeza, sorprendida. La voz de Gaspar se había vuelto ronca, cargada de emoción. «¡No creas que explicándome historias incomprensibles de tu familia, vas a convencerme de que me acueste contigo!» Tragó saliva para impedir que un sollozo le aflorara en la garganta. «Yo no tengo una coraza en lugar de corazón, amé a toda mi familia, y jamás me cansé de hacerlo.»
La muchacha agitó nerviosamente los hombros, como para liberarse de las malas vibraciones provocadas por las confidencias del albañil.
– No hace calor, ¿verdad? Acércate un poco más al fuego -dijo él amparándose en el escalofrío de María-. No te conviene para nada enfermarte ahora.
De repente, Gaspar fue consciente del doble sentido de sus palabras. Para no ver la expresión de desafío de la muchacha, hundió la cabeza entre los hombros y se dejó absorber por el espectáculo de las llamas.
La tarde del tercer día aún no había concluido cuando Gaspar le declaró que ya no quería saber nada de ella como falsa sobrina. Nadie en el pueblo lo creería. Todo el mundo conocía al dedillo el linaje completo de todos los demás. Los más ancianos le odiarían por intentar engañarlos presentando una sobrina salida de quién sabe dónde, como quien trae una nueva vaca del mercado. En cambio, nadie encontraría nada que decir si la recién llegada fuera su esposa. Así que le propuso que se convirtiera en su esposa.
– ¿Qué te ocurre? ¡No sabes nada de mí! -protestó-. ¡Podría ser tu hija! ¿Te acostarías con tu hija?
– No te quiero como hija, te quiero como esposa ante Dios y ante la gente -repitió bajando la frente-. Seas quien seas, María, yo te protegeré y te honraré hasta el fin de mis días, te lo juro. -Se persignó, y con la misma insoportable voz suplicante repitió-: ¿Quieres ser mi esposa?
El crepúsculo envolvía la sierra con sus sombras inquietantes. María suspiró, desesperada. La pregunta le había caído encima como un bandido en una emboscada. El Dios burlón volvía a tenérselas con ella presentándole el amor ridículo de aquel desconocido, morisco por ende, perteneciente como ella al abyecto rebaño de vencidos.
¿Y acaso era normal que una mujer recibiera una propuesta de matrimonio en semejantes condiciones, cubierta de barro, entre dos mulas apestosas y sin oler ella misma mucho mejor? ¿Sería ese hombretón quien tomaría el relevo de Lorenzo y así, a los ojos del resto de hombres y mujeres, se convertiría en el padre de…?
Pero ¿por qué él seguía fingiendo ignorar que estaba embarazada? ¿La deseaba tanto que sería capaz de actuar incluso en detrimento de su propio honor?
María se sintió tan sucia y helada como los charcos del camino. ¿Podía rechazar esta capitulación ante el destino? La invadió una inmensa pena por sí misma y por ese incomprensible bonachón de Gaspar que, era de prever, pagaría cara su mezcla de bondad y sus irrefrenables ganas de poseerla, si era menester a través de los vínculos del matrimonio.
Gaspar dejó escapar un suspiro de desprecio por sí mismo. Se disponía a pedir disculpas por mostrarse tan atrevido cuando, para gran sorpresa suya, ella lo cortó con un sí resignado y casi inaudible.
– ¿Has dicho que sí? ¿Lo has pensado bien? ¿Con un… morisco?
– Sí -insistió con voz clara.
La emoción casi ahogó de tos al albañil.
– Dame el odre, María, ¡antes de que muera de alegría! Oh, gracias Señor, gracias por tu merced.
María permaneció inmóvil, incapaz de realizar el menor gesto ni decir la más mínima palabra. Si lo hubiera hecho, habría vomitado. Recuperado el aliento, Gaspar balanceaba los brazos, alarmado por la palidez de la chica.
– Bueno… Imagino que cada uno de nosotros tiene su forma de manifestar su alegría -consiguió decir entre risas nerviosas-. Ahora solo me queda acostumbrarme a tu… a la sobriedad de tu carácter.
Después, le hizo una sola pregunta, precisando, con su recién estrenada sonrisa sarcástica y melancólica, que su respuesta no influiría en absoluto sobre el futuro de sus desposorios.
– Eres tan bonita y yo tan rústico… No soy más que un morisco, descendiente de herejes y seguramente hereje, a decir por los escupitajos que me lanzan. Quizá mañana me expulsarán del país al que amo y que ha visto nacer a mis antepasados… Y a la espera de ese terrible día, he encontrado a una mujer como tú. El Todopoderoso se ha equivocado poniéndote en mi camino pero, por una vez, creo que no tendré fuerzas para preguntarme sobre la razón de Sus designios… ¡Él sería capaz de cambiar de opinión!
Se produjo un silencio interminable antes de que Lorenzo se atreviera a formular su duda:
– María, responde a mi pregunta y olvídala de inmediato: ¿eres una ramera? -inquirió ansioso.
La muchacha solo pudo responder poniéndose roja como un pimiento, mientras lo negaba indignada con la cabeza. Fue suficiente para convencer al desconocido. María hizo oídos sordos a la voz que comenzó a sonar en su interior: «Sí, no serás una puta, pero lo hubieras sido. Recuérdalo, zorrilla: cuando ese guardián del puente con su arcabuz quiso descubrir con brutalidad de dónde venías, tuviste miedo de estar dispuesta a abrirte de piernas para engatusarle. Atrévete a decir que miento».
De repente, María sintió la boca seca. El albañil, con su aire bobo, le había tendido una trampa y ella había caído en ella: ¡le había hablado en la lengua prohibida y no se había dado cuenta!
Gaspar la observaba con una especie de compasión desconsolada.
– Querías esconderme que eres morisca, María… Pero has respondido a las preguntas que te he hecho en algarabía. Lo sospechaba, ¿sabes? Viajo mucho y tu castellano suena extraño. Espero, mujer, que no tengas que vértelas nunca con auténticos interrogadores. Voy a ser tu esposo y hay cosas que tengo que saber. ¿Cómo te llamas de veras?
– María Montera, hija de Francisco e Isabel, cristianos de pura cepa…
Siguió hablando, pero el nerviosismo fue ganando la partida y las palabras se le embarullaron antes de salir por la boca. Era como si alguien estuviera pronunciándolas en su lugar.
– … y, en verdad, soy Aisha, hija de Omar y de Saadia, expulsados de Granada tras la revuelta, antes de ser confinados en la sierra y asesinados por los hombres de nuestro buen rey cristiano…
Gaspar hizo una mueca de espanto.
– ¡Calla! ¿De qué te enorgulleces, desgraciada?
«¡Ya está! Aquí se acaba todo, boba -anunció desanimada la voz centinela que habitaba la cabeza de María-. Te dije que mantuvieras el pico cerrado. Ahora no te queda más que confesarle que eres una esclava, una asesina de su dueño, y que muy pronto vas a arder en la hoguera.»
Gaspar parecía consternado y la adolescente sintió que el estómago le subía hasta la garganta.
– Te iniciaron en los antiguos ritos y me lo cuentas como si no tuviera ninguna importancia. ¿Qué querían tus padres para ti? ¿Tu desgracia en este país de cristianos? Están muertos y tú deseas seguir el mismo camino. ¡Tu lengua es tu enemiga, pequeña! En estos lares, un hereje es comparable a un ratón en una madriguera. Si el ratón se asoma a la salida, tarde o temprano será devorado por los gatos de la Inquisición. Y tú te paseas tan alegremente por el reino de Granada cuando los moriscos expulsados no pueden entrar so pena de muerte.
Una ira preñada de miedo le hizo cerrar los puños con fuerza.
– No porque seamos harina del mismo costal puedes confiar en mí sin peligro. El más valiente se transforma en acusador de su padre y su madre con unas vueltas de cuerda en el potro o cuando le arden las brasas bajo los pies. Cuanto menos sepa mejor para los dos.
– Pero ¡tú bien que lo has hecho! -replicó ella con indignación, comprendiendo que había intentado compensar el silencio de su embarazo con un exceso de franqueza sobre sus orígenes.
Gaspar emitió un chasquido que dejó en el aire un matiz de resentimiento.
– Pero yo soy un estúpido, ya lo has visto. Y aun teniendo menos cabeza que mis mulas, siempre he proclamado a los cuatro vientos que soy un buen cristiano.
– ¿Y es eso cierto?
– Pues claro, ¡por supuesto que sí! -se defendió él con inesperado ahínco-. Como cerdo en pleno ayuno del Ramadán, bebo todo el vino que me apetece, honro a la Virgen, a Jesús y a todos los santos, ¡y tú deberías imitarme, María! Te va la vida… y la mía, ahora. A los ojos de la Inquisición, quien protege a un hereje es un hereje.
Se santiguó una vez más, lanzando una ojeada furtiva por encima del hombro. Luego, se rascó la cabeza, perplejo; con su otra mano acariciaba distraídamente la frente de una mula.
María pensó que aún no la había besado a pesar de que le había pedido en matrimonio y ella había aceptado. Y empezó a crecer en ella un desprecio hacia ese hombre que el tiempo jamás conseguiría apaciguar.
– Puesto que hemos llegado a este punto, dime simplemente si lo que te reprochan es grave. -Sin darse cuenta de que al pedirle sinceridad se contradecía con la recomendación que le había hecho, la increpó-: No me escondas nada, María. Quizá así conseguiré defenderte mejor… a ti, a mi esposa ahora.
Un hilo de hiel trepó por la garganta de la muchacha ante el tono posesivo del albañil. Se pasó una mano nerviosa sobre los párpados, pero por una vez las lágrimas que aguardaban detrás de sus ojos decidieron obedecerle y no aflorar.
Y entonces, con el rostro cubierto, María empezó a mentirle.
Como las dos noches anteriores, María se durmió a unos pasos del albañil, aturrullada por haber aceptado tan rápidamente ligar su vida a la de un desconocido. Y no es que se hubiera enamorado de él como por milagro, pero las semanas que llevaba huyendo de todo la habían aterrorizado. Decidió que no importaba cómo ni importa con quién, que era preferible a esa existencia errante y a ese miedo perpetuo de ser detenida por los esbirros de la Santa Hermandad, ser torturada en el potro o ser quemada en la hoguera o, para más seguridad, ambos. Era sencillamente mejor, habida cuenta del estado en que se encontraba.
Unas semanas atrás se había dado cuenta de que estaba embarazada: no tenía menstruación y vomitaba sin motivo… Entonces una oleada de alegría le partió el corazón: llevaba un hijo de Lorenzo. Pero rápidamente esa alegría se truncó bajo el peso de una insoportable duda: ¿y si era de don Miguel?
Incapaz de soportar esa incertidumbre, tras una noche de llanto decidió que si era hijo de Lorenzo lo querría, pero si era un engendro del otro haría lo necesario para eliminarlo. La fugitiva acudió a una matrona pintarrajeada que esperaba clientes cerca de un puesto de guardia. A los ojos de la ignorante adolescente, la prostituta pertenecía por su oficio al género de mujeres que conocían al dedillo los repugnantes misterios derivados del acto carnal.
A cambio de unos maravedíes, la puta la sometió a múltiples preguntas, fisgonas y salaces, sobre la edad, el vigor, el tamaño y el calibre de los respectivos miembros de los hombres con los que había pecado. Terminó diciendo que si María había sido tomada sucesivamente por dos hombres tal como ella describía, el bebé obtendría su identidad del semen mezclado de ambos y el más vital influiría más en el resultado final.
– Tu retoño tendrá dos padres, pollita, eso es tan cierto como que los santos disfrutan en el cielo y nosotros sufrimos en la tierra. -Ese fue el veredicto final de la prostituta-. Cuando nazca, obsérvalo atentamente y verás cuál de los dos gallardos te embarazó más. -Y guiñándole un ojo, añadió-: Si eso te tortura mucho, conozco la forma de quitarte ese fardo. A cambio, tendrás que trabajar un poco para mí. Sé de sitios donde jóvenes de buena familia solo quieren gastar su dinero en agradable compañía. No es cansado, florecilla, y una se acostumbra rápido.
La mujer la agarró por el antebrazo y se colocó a un palmo de ella. Un intenso olor de perfume barato y sudor agrio invadió la nariz de la adolescente. Con un grito de asco, logró zafarse brutalmente de la mano de la puta.
– Mirad esa basura: huele a mierda y se toma por almizcle. Pero ¿qué te piensas, que se vive de este oficio porque una quiere? Cuando nazca tu bastardo y tengas que alimentarle, suplicarás que te ensarten por un chusco de pan mojado en sopa. A menos que antes no te eches por marido a un mentecato sin cojones.
María huyó aterrada, primero a paso rápido y luego a la carrera, hasta que el flato la detuvo. La voz de la mujer se había transformado en insultos. Unos hombres, algunos en uniforme, se mofaban de las imprecaciones ordinarias de la matrona.
– Corre, niñata sucia, que el demonio te penetre hasta la eternidad, en seco y con sal gorda. Valgo más que tú. Yo al menos soy una puta honesta porque el Señor me ha creado. No juego a ser una dama virtuosa. Corre rápido a ahogarte con tu bastardo en los orines y los vómitos de tus amantes.
Aquella noche, María soñó que se hundía en el líquido putrefacto anunciado por la puta. En el momento de sentir el alivio de la muerte, percibió que algo salía de entre sus piernas. Ese algo se transformaba en un bebé que le tendía un brazo y la ayudaba a salir hasta el aire salvador. Cuando la cabeza del recién nacido emergía del agua, la madre descubría que era una réplica en miniatura de la cara de Lorenzo. Y cuando abrió la boca para lanzar un grito de admiración, el bebé se giró y mostró su segunda cara: la de don Miguel.