desiertas, caravanas de esqueletos que iban a la deriva, como alucinados. En Pedra Grande, otro hijo de Honorio y Asunción murió de un simple catarro. Estaban enterrándolo, envuelto en una manta, cuando, en medio de una polvareda color lacre, entraron al caserío una veintena de hombres y mujeres —había entre ellos un ser con cara de hombre que andaba a cuatro patas y un negro semidesnudo—, la mayoría pellejos adheridos a los huesos, de túnicas raídas y sandalias que parecían haber pisado todos los caminos del mundo. Los conducía un hombre alto, moreno, con cabellos hasta los hombros y ojos de azogue. Fue directamente hacia la familia Vilanova y contuvo con un gesto a los hermanos que ya bajaban el cadáver a la tumba. «¿Hijo tuyo?», preguntó a Honorio, con voz grave. Éste asintió. «No lo puedes enterrar así», dijo el moreno, con seguridad. «Hay que prepararlo y despedirlo bien, a fin de que sea recibido en la eterna fiesta del cielo.» Y antes que Honorio repusiera, se volvió a sus acompañantes: «Vamos a hacerle un entierro decente, para que el Padre lo reciba alborozado». Los Vilanova, entonces, vieron a los peregrinos animarse, correr hacia los árboles, cortarlos, clavarlos, fabricar un cajón y una cruz con una destreza que mostraba larga práctica. El moreno cogió en sus brazos al niño y lo metió en el cajón. Mientras los Vilanova rellenaban la tumba, el hombre rezó en voz alta y los otros cantaron benditos y letanías, arrodillados alrededor de la cruz. Más tarde, cuando, luego de haber descansado bajo los árboles, los peregrinos se disponían a partir, Antonio Vilanova sacó una moneda y se la alcanzó al santo. «Para mostrarte nuestro agradecimiento», insistió, al ver que el hombre no la cogía y lo miraba con burla. «No tienes nada que agradecerme», dijo, al fin. «Pero al Padre no podrías pagarle lo que le debes ni con mil monedas como ésa.» Hizo una pausa y añadió, suavemente: «No has aprendido a sumar, hijo».

Los Vilanova permanecieron pensativos, mucho rato después de que los peregrinos hubieron partido, sentados junto a una fogata que espantaba a los insectos. «¿Era un loco, compadre?», dijo Honorio. «He visto muchos locos en mis viajes y éste parecía algo más que un loco», dijo Antonio.

Cuando volvió el agua, después de dos años de sequía y calamidades, los Vilanova estaban instalados en Caatinga do Moura, un caserío cerca del cual había una salina que Antonio comenzó a explotar. Todo el resto de la familia —las Sardelinhas y los dos niños

— había sobrevivido, pero el hijo de Antonio y Antonia, luego de unas légañas que lo tuvieron frotándose los ojos muchos días, había ido perdiendo la vista y ahora diferenciaba el día y la noche, pero no las caras de las personas ni la naturaleza de las cosas. La salina resultó un buen negocio. Honorio, las Sardelinhas y los niños se pasaban el día secando la sal y preparando las bolsas que Antonio salía a vender. Se había fabricado una carreta e iba armado con una escopeta de dos cañones, en previsión de asaltos.

Permanecieron en Caatinga do Moura cerca de tres años. Con las lluvias, los moradores retornaron a trabajar la tierra y los vaqueros a cuidar las diezmadas ganaderías y todo esto significó, para Antonio, el retorno de la prosperidad. Además de la salina, pronto tuvo un almacén y comenzó a comerciar en caballerías, que compraba y vendía con buen margen de ganancia. Cuando las lluvias diluviales de ese diciembre —decisivo en su vida

— convirtieron el arroyo que cruzaba el pueblo en un torrente que se llevó las cabañas y ahogó aves y chivos e inundó la salina y en una noche la enterró bajo un mar de lodo, Antonio se encontraba en la Feria de Nordestina, adonde había ido con un cargamento de sal y la intención de comprar mulas.

Volvió una semana más tarde. Las aguas habían comenzado a bajar. Honorio, las Sardelinhas y la media docena de peones que ahora trabajaban para ellos estaban desconsolados, pero Antonio tomó la nueva catástrofe con calma. Revisó lo que se había salvado, hizo cálculos en un cuadernillo y les levantó el ánimo diciéndoles que quedaban abundantes deudas por cobrar y que él, como los gatos, tenía muchas vidas para sentirse derrotado por una inundación.

Pero esa noche no pegó los ojos. Estaban alojados en casa de un morador amigo, en la loma donde se habían refugiado todos los vecinos. Su mujer lo sintió moverse en la hamaca y la luz de la luna le mostró la cara de su marido comida por la preocupación. A la mañana siguiente, Antonio les comunicó que debían alistarse pues abandonaban Caatinga do Moura. Fue tan categórico que ni su hermano ni las mujeres se atrevieron a

preguntarle por qué. Luego de rematar lo que no podían llevarse, se lanzaron una vez más, con la carreta cubierta de bultos, a la incertidumbre de los caminos. Uno de esos días, le oyeron a Antonio algo que los confundió. «Ha sido el tercer aviso —murmuró, con una sombra en el fondo de las claras pupilas—. Esa inundación nos la han mandado para que hagamos algo que no sé qué es.» Honorio, como avergonzado, preguntó: «¿Un aviso de Dios, compadre?». «Pudiera ser del Diablo», dijo Antonio.

Estuvieron dando tumbos, una semana aquí, un mes allá, y cada vez que la familia creía que arraigarían en un lugar, Antonio, impulsivamente, decidía partir. Esa búsqueda de algo o alguien tan incierto los desasosegaba pero ninguno protestó por las continuas mudanzas.

Por fin, después de casi ocho meses recorriendo los sertones, terminaron instalándose en una hacienda del Barón de Cañabrava, abandonada desde la sequía. El Barón se había llevado sus ganados y quedaban unas cuantas familias, diseminadas por los alrededores, cultivando pequeños lotes a orillas del Vassa Barris y llevando a pastar sus cabras a la Sierra de Cañabrava, siempre verde. Por su escasa población y por estar cercado de montes, Canudos parecía el lugar menos indicado para un comerciante. Sin embargo, apenas ocuparon la vieja casa del administrador, que estaba en ruinas, Antonio pareció librarse de un peso. De inmediato se puso a inventar negocios y a organizar la vida de la familia, con los antiguos bríos. Y un año después, gracias a su empeño, el almacén de los Vilanova compraba y vendía mercancías a diez leguas a la redonda. Antonio viajaba otra vez constantemente.

Pero el día en que los peregrinos aparecieron en las laderas del Cambaio y entraron por la única calle de Canudos cantando alabanzas al Buen Jesús con toda la fuerza de sus pulmones, se hallaba en casa. Desde la baranda de la antigua administración, convertida en vivienda–almacén, vio acercarse a esos seres fervientes. Su hermano, su mujer, su cuñada advirtieron que palidecía cuando el hombre de morado, que encabezaba la procesión, avanzó hacia él. Reconocieron los ojos incandescentes, la voz cavernosa, la flacura. «¿Ya aprendiste a sumar?», dijo el santo, con una sonrisa, estirando la mano al mercader. Antonio Vilanova cayó de rodillas para besar los dedos del recién venido.

En mi carta anterior os hablé, compañeros, de una rebelión popular en el interior del Brasil, de la que tuve noticia a través de un testigo prejuiciado (un capuchino). Hoy puedo comunicaros un testimonio mejor sobre Canudos, el de un hombre venido de la revuelta, que recorre las regiones sin duda con la misión de reclutar prosélitos. Puedo, también, deciros algo emulsionante: hubo un choque armado y los yagunzos derrotaron a cien soldados que pretendían llegar a Canudos. ¿No se confirman los indicios revolucionarios? En cierto modo sí, pero de manera relativa, a juzgar por este hombre, que da una impresión contradictoria de estos hermanos: intuiciones certeras y acciones correctas se mezclan en ellos con supersticiones inverosímiles.

Escribo desde un pueblo cuyo nombre no debéis saber, una tierra donde las servidumbres morales y físicas de las mujeres son extremas, pues las oprimen el patrón, el padre, los hermanos y el marido. Aquí, el terrateniente escoge las esposas de sus allegados y las mujeres son golpeadas en plena calle por padres irascibles o maridos borrachos, ante la indiferencia general. Un motivo de reflexión, compañeros: asegurarse que la revolución no sólo suprima la explotación del hombre por el hombre, sino, también, la de la mujer por el hombre y establezca, a la vez que la igualdad de clases, la de sexos.

Supe que el emisario de Canudos había llegado a este lugar por un guía que es también tigrero, o cazador de sucuaranas (bellos oficios: explorar el mundo y acabar con los predadores del rebaño), gracias al cual conseguí, también, verlo. La entrevista tuvo lugar en una curtiembre, entre cueros que se secaban al sol y unos niños que jugaban con lagartijas. Mi corazón latió con fuerza al ver al hombre: bajo y macizo, con esa palidez entre amarilla y gris que viene a los mestizos de sus ancestros indios, y una cicatriz en la cara que me reveló, a simple vista, su pasado de capanga, de bandido o de criminal (en todo caso, de víctima, pues, como explicó Bakunin, la sociedad prepara los crímenes y

los criminales son sólo los instrumentos para ejecutarlos). Vestía de cuero —así lo hacen los vaqueros para cabalgar por la espinosa campiña—, llevaba el sombrero puesto y una escopeta. Sus ojos eran hundidos y cazurros y sus maneras oblicuas, evasivas, lo que es aquí frecuente. No quiso que habláramos a solas. Tuvimos que hacerlo delante del dueño de la curtiembre y de su familia, que comían en el suelo, sin mirarnos. Le dije que era un revolucionario, que en el mundo había muchos compañeros que aplaudían lo que ellos habían hecho en Canudos, es decir tomar las tierras de un feudal, establecer el amor libre y derrotar a una tropa. No sé si me entendió. La gente del interior no es como la de Bahía, a la que la influencia africana ha dado locuacidad y exuberancia. Aquí las caras son inexpresivas, máscaras cuya función parece ser la de ocultar los sentimientos y los pensamientos.

Le pregunté si estaban preparados para nuevos ataques, pues la burguesía reacciona como fiera cuando se atenta contra la sacrosanta propiedad privada. Me dejó de una pieza murmurando que el dueño de todas las tierras es el Buen Jesús y que, en Canudos, el Consejero está erigiendo la Iglesia más grande del mundo. Traté de explicarle que no era porque construían iglesias que el poder había enviado soldados contra ellos, pero me dijo que sí, que era precisamente por eso, pues la República quiere exterminar la religión. Extraña diatriba la que oí entonces, compañeros, contra la República, proferida con tranquila seguridad, sin asomo de pasión. La República se propone oprimir a la Iglesia y a los fieles, acabar con todas las órdenes religiosas como lo ha hecho ya con la Compañía de Jesús y la prueba más flagrante de su designio es haber instituido el matrimonio civil, escandalosa impiedad cuando existe el sacramento del matrimonio creado por Dios.

Me imagino la decepción de muchos lectores y sus sospechas, al leer lo anterior, de que Canudos, como la Vendée cuando la Revolución, es un movimiento retrógrado, inspirado por los curas. No es tan simple, compañeros. Ya sabéis, por mi carta anterior, que la Iglesia condena al Consejero y a Canudos y que los yagunzos le han arrebatado las tierras a un Barón. Pregunté al de la cicatriz si los pobres del Brasil estaban mejor cuando la monarquía. Me repuso en el acto que sí, pues era la monarquía la que había abolido la esclavitud. Y me explicó que el diablo, a través de los masones y los protestantes, derrocó al Emperador Pedro II para restaurarla. Como lo oís: el Consejero ha inculcado a sus hombres que los republicanos son esclavistas. (Una manera sutil de enseñar la verdad, ¿no es cierto?, pues la explotación del hombre por los dueños del dinero, base del sistema republicano, no es menos esclavitud que la feudal.) El emisario fue categórico: «Los pobres han sufrido mucho pero se acabó: no contestaremos las preguntas del censo porque lo que ellas pretenden es reconocer a los libertos para ponerles otra vez cadenas y devolverlos a sus amos». «En Canudos nadie paga los tributos de la República porque no la reconocemos ni admitimos que se atribuya funciones que corresponden a Dios.» ¿Qué funciones, por ejemplo? «Casar a las parejas o cobrar el diezmo.» Pregunté qué ocurría con el dinero en Canudos y me confirmó que sólo aceptaban el que lleva la cara de la Princesa Isabel, es decir el del Imperio, pero, como éste ya casi no existe, en realidad el dinero está desapareciendo. «No se necesita, porque en Canudos los que tienen dan a los que no tienen y los que pueden trabajar trabajan por los que no pueden.»

Le dije que abolir la propiedad y el dinero y establecer una comunidad de bienes, se haga en nombre de lo que sea, aun en el de abstracciones gaseosas, es algo atrevido y valioso para los desheredados del mundo, un comienzo de redención para todos. Y que esas medidas desencadenarán contra ellos, tarde o temprano, una dura represión, pues la clase dominante jamás permitirá que cunda semejante ejemplo: en este país hay pobres de sobra para tomar todas las haciendas. ¿Son conscientes el Consejero y los suyos de las fuerzas que están soliviantando? Mirándome a los ojos, sin pestañear, el hombre me recitó frases absurdas, de las que os doy una muestra: los soldados no son la fuerza sino la flaqueza del gobierno, cuando haga falta las aguas del río Vassa Barris se volverán leche y sus barrancas cuzcuz de maíz, y los yagunzos muertos resucitarán para estar vivos cuando aparezca el Ejército del Rey Don Sebastián (un rey portugués que murió en el África, en el siglo XVI).

¿Son estos diablos, emperadores y fetiches religiosos las piezas de una estrategia de que

se vale el Consejero para lanzar a los humildes por la senda de una rebelión que, en los hechos —a diferencia de las palabras — es acertada, pues los ha impulsado a insurgir contra la base económica, social y militar de la sociedad clasista? ¿Son los símbolos religiosos, míticos, dinásticos, los únicos capaces de sacudir la inercia de masas sometidas hace siglos a la tiranía supersticiosa de la Iglesia y por eso los utiliza el Consejero? ¿O es todo esto obra del azar? Nosotros sabemos, compañeros, que no existe el azar en la historia, que, por arbitraria que parezca, hay siempre una racionalidad encubierta detrás de la más confusa apariencia. ¿Imagina el Consejero el trastorno histórico que está provocando? ¿Se trata de un intuitivo o de un astuto? Ninguna hipótesis es descartable, y, menos que otras, la de un movimiento popular espontáneo, impremeditado. La racionalidad está grabada en la cabeza de todo hombre, aun la del más inculto, y, dadas ciertas circunstancias, puede guiarlo, por entre las nubes dogmáticas que velen sus ojos o los prejuicios que empañen su vocabulario, a actuar en la dirección de la historia. Alguien que no era de los nuestros, Montesquieu, escribió que la dicha o la desdicha consisten en una cierta disposición de nuestros órganos. También la acción revolucionaria puede nacer de ese mandato de los órganos que nos gobiernan, aun antes de que la ciencia eduque la mente de los pobres. ¿Es lo que ocurre en el sertón bahiano? Esto sólo se puede verificar en la propia Canudos. Hasta la próxima o hasta siempre.

VI

La victoria de Uauá fue celebrada en Canudos con dos días de festejos. Hubo cohetes y fuegos artificiales preparados por Antonio el Fogueteiro y el Beatito organizó procesiones que recorrieron los meandros de casuchas que habían brotado en la hacienda. El Consejero predicaba cada atardecer desde un andamio del Templo. A Canudos le aguardaban pruebas más duras, no había que dejarse derrotar por el miedo, el Buen Jesús ayudaría a los que tuvieran fe. Un tema frecuente seguía siendo el fin del mundo. La tierra, cansada después de tantos siglos de producir plantas, animales y de dar abrigo al hombre, pediría al Padre poder descansar. Dios consentiría y comenzarían las destrucciones. Era eso lo que indicaban las palabras de la Biblia: «¡No vine a establecer la armonía! ¡Vine para atizar un incendio!».

Así, mientras, en Bahía, las autoridades, criticadas sin piedad por el Jornal de Noticias y el Partido Republicano Progresista por los sucesos de Uauá, organizaban una segunda expedición seis veces más numerosa que la primera y la pertrechaban de dos cañones Krupp, calibre 7,5 y de dos ametralladoras Nordenfelt y, al mando del Mayor Febronio de Brito, la despachaban por tren hacia Queimadas, para que luego siguiera a pie, a castigar a los yagunzos, éstos, en Canudos, se preparaban para el Juicio Final. Algunos impacientes, con el pretexto de apurarlo o de ganarle a la tierra el descanso, salieron a sembrar la desolación. Enfurecidos de amor prendían fuego a las construcciones de los tablazos y caatingas que separaban a Canudos del mundo. Para salvar sus tierras, muchos hacendados y campesinos les hacían regalos, pero sin embargo, ardieron buen número de ranchos, corrales, casas abandonadas, refugios de pastores y guaridas de forajidos. Fue preciso que José Venancio, Pajeú, Joáo Abade, Joáo Grande, los Macambira salieran a contener a esos exaltados que querían dar reposo a la naturaleza carbonizándola y que el Beatito, la Madre de los Hombres, el León de Natuba, les explicaran que habían interpretado mal los consejos del santo.

Tampoco en estos días, pese a los nuevos peregrinos que llegaban, Canudos pasó hambre. María Quadrado se llevó a vivir con ella al Santuario a un grupo de mujeres — que el Beatito llamó: el Coro Sagrado — para que la ayudaran a sostener al Consejero cuando los ayunos le doblaban las piernas, y a darle de comer los escasos mendrugos que comía, y a servirle de coraza para que no lo aplastaran los romeros que querían tocarlo y lo acosaban pidiéndole que intercediera ante el Buen Jesús por la hija ciega, el hijo inválido o el marido desaparecido. Entretanto, otros yagunzos se ocupaban de

procurar sustento a la ciudad y de su defensa. Habían sido esclavos cimarrones, como Joáo Grande, o cangaceiros con muchas muertes en su historial, como Pajeú o Joáo Abade, y eran ahora hombres de Dios. Pero seguían siendo hombres prácticos, alertas a lo terrenal, sensibles al hambre y a la guerra, y fueron ellos quienes, como habían hecho en Uauá, tomaron la iniciativa. A la vez que contenían a las turbas de incendiarios, arreaban hacia Canudos cabezas de ganado, caballos, mulas, asnos, chivos que las haciendas se resignaban a donar al Buen Jesús, y despachaban a los almacenes de Antonio y Honorio Vilanova las harinas, los granos, las ropas y, sobre todo, las armas que reunían en sus incursiones. En pocos días, Canudos se llenó de recursos. Al mismo tiempo, solitarios enviados recorrían los sertones, como profetas bíblicos, y bajaban hasta el litoral incitando a las gentes a partir a Canudos para combatir junto a los elegidos contra esa invención del Perro: la República. Eran unos curiosos emisarios del cielo, que, en vez de vestir túnicas, llevaban pantalones y camisas de cuero y cuyas bocas escupían las palabrotas de la gente ruin y a quienes todos conocían porque habían compartido con ellos techo y miseria hasta que un día, rozados por el ángel, se fueron a Canudos. Eran los mismos, llevaban las mismas facas, carabinas, machetes y, sin embargo, eran otros, pues ahora sólo hablaban del Consejero, de Dios o del lugar de donde venían con una convicción y un orgullo contagiosos. La gente les daba hospitalidad, los escuchaba y muchos, sintiendo esperanza por primera vez, hacían un atado con sus cosas y partían.

Las fuerzas del Mayor Febronio de Brito estaban ya en Queimadas. Eran quinientos cuarenta y tres soldados, catorce oficiales y tres médicos seleccionados en los tres batallones de Infantería de Bahía —el 9, el 26 y el 33—, a los que la pequeña localidad recibió con discurso de Alcalde, misa en la Iglesia de San Antonio, sesión en el Consejo Municipal y día feriado para que los lugareños gozaran del desfile con redoble de tambor y cometería alrededor de la Plaza Matriz. Antes de que empezara el desfile, ya habían partido hacia el Norte mensajeros espontáneos que llevaban a Canudos el número de soldados y armas de la Expedición y su plan de viaje. Las noticias no causaron sorpresa. ¿Cómo podía sorprenderlos que la realidad confirmara lo que Dios les había anunciado por boca del Consejero? La única novedad era que los soldados vendría esta vez por el rumbo del Cariacá, la Sierra de Acarí y el Valle de Ipueiras. Joáo Abade sugirió a los demás cavar trincheras, acarrear pólvora y proyectiles y apostar gente en las laderas del Cambaio, pues por allí tendrían que pasar forzosamente los protestantes. El Consejero parecía por el momento más preocupado por apurar la construcción del Templo del Buen Jesús que por la guerra. Seguía dirigiendo los trabajos desde el amanecer, pero éstos se demoraban por culpa de las piedras: había que acarrearlas de canteras cada vez más apartadas y subirlas a las torres era tarea difícil en la que, a veces, se rompían las cuerdas y los pedrones se llevaban de encuentro andamios y operarios. Y, a veces, el santo ordenaba echar abajo un muro ya levantado y erigirlo más allá o rectificar unas ventanas porque una inspiración le decía que no estaban orientados en la dirección del amor. Se lo veía circular entre la gente, rodeado del León de Natuba, del Beatito, de María Quadrado y de las beatas del Coro que estaban batiendo constantemente las manos para espantar a las moscas que venían a perturbarlo. A diario llegaban a Canudos tres, cinco, diez familias o grupos de peregrinos, con sus minúsculos hatos de cabras y sus carretas, y Antonio Vilanova les designaba un hueco en el dédalo de viviendas para que levantaran la suya. Cada tarde, antes de los consejos, el santo recibía, dentro del Templo todavía sin techo, a los recién llegados. Eran encaminados hacia él por el Beatito, a través de la masa de fieles, y aunque el Consejero trataba de impedírselo diciéndoles «Dios es otro», se tumbaban a sus pies para besárselos o tocar su túnica mientras él los bendecía, mirándolos con esa mirada que daba la impresión de estar mirando siempre el más allá. En un momento dado, interrumpía la ceremonia de bienvenida, poniéndose de pie, y entonces le abrían camino hasta la escalerilla que subía a los andamios. Predicaba con rauca voz, sin moverse, sobre los temas de siempre: la superioridad del espíritu, las ventajas de ser pobre y frugal, el odio a los impíos y la necesidad de salvar a Canudos para que fuera refugio de justos.

Las gentes lo escuchaban anhelantes, convencidas. La religión colmaba ahora sus días. A medida que surgían, las tortuosas callecitas eran bautizadas con el nombre de un santo,

en una procesión. Había, en todos los rincones, hornacinas e imágenes de la Virgen, del Niño, del Buen Jesús y del Espíritu Santo, y cada barrio y oficio levantaba altares a su santo protector. Muchos de los recién venidos se cambiaban de nombre, para simbolizar así la nueva vida que empezaban. Pero a las prácticas católicas se injertaban a veces, como plantas parásitas, costumbres dudosas. Así, algunos mulatos se ponían a danzar cuando rezaban y se decía que, zapateando con frenesí sobre la tierra, creían que expulsarían los pecados con el sudor. Los negros se fueron agrupando en el sector norte de Canudos, una manzana de chozas de barro y paja que sería conocida más tarde como el Mocambo. Los indios de Mirandela, que sorpresivamente vinieron a instalarse a Canudos, preparaban a la vista de todos cocimientos de yerbas que despedían un fuerte olor y que los ponían en éxtasis. Además de romeros vinieron, por supuesto, milagreros, mercachifles, buscavidas, curiosos. Por las cabañas que se enquistaban unas en otras, se veían mujeres que leían las manos, pícaros que se ufanaban de hablar con los muertos y troveros que, como los del Circo del Gitano, se ganaban el sustento cantando romances o clavándose alfileres. Ciertos curanderos pretendían curar todos los males con bebedizos de jurema y manacá y algunos beatos, presas de delirio de contrición, declamaban a voz en cuello sus pecados y rogaban a quienes los oían que les impusieran penitencias. Un grupo de gentes de Joazeiro comenzó a practicar en Canudos los ritos de la Hermandad de Penitentes de esa ciudad: ayuno, abstinencia sexual, flagelaciones públicas. Aunque el Consejero alentaba la mortificación y el ascetismo —el sufrimiento, decía, robustece la fe — terminó por alarmarse y pidió al Beatito que pasara revista a los romeros a fin de evitar que con ellos entraran la superstición, el fetichismo o cualquier impiedad disfrazada de devoción.

La diversidad humana coexistía en Canudos sin violencia, en medio de una solidaridad fraterna y un clima de exaltación que los elegidos no habían conocido. Se sentían verdaderamente ricos de ser pobres, hijos de Dios, privilegiados, como se los decía cada tarde el hombre del manto lleno de agujeros. En el amor hacia él, por lo demás, cesaban las diferencias que podían separarlos: cuando se trataba del Consejero esas mujeres y hombres que habían sido cientos y comenzaban a ser miles se volvían un solo ser sumiso y reverente, dispuesto a darlo todo por quien había sido capaz de llegar hasta su postración, su hambre y sus piojos para infundirles esperanzas y enorgullecerlos de su destino. Pese a la multiplicación de habitantes la vida no era caótica. Los emisarios y romeros traían ganados y provisiones, los corrales estaban repletos igual que los depósitos y el Vassa Barris afortunadamente tenía agua para las chacras. En tanto que Joáo Abade, Pajeú, José Venancio, Joáo Grande, Pedráo y otros preparaban la guerra, Honorio y Antonio Vilanova administraban la ciudad: recibían las ofrendas de los romeros, distribuían lotes, alimentos y ropas y vigilaban las Casas de Salud para enfermos, ancianos y huérfanos. A ellos llegaban las denuncias cuando había reyertas en el vecindario por cosas de propiedad.

A diario llegaban noticias del Anticristo. La Expedición del Mayor Febronio de Brito había seguido de Queimadas a Monte Santo, lugar que profanó al atardecer del 29 de diciembre, mermada de un cabo de línea muerto a consecuencia de la picadura de un crótalo. El Consejero explicó, sin animadversión, lo que ocurría. ¿No era acaso una blasfemia, una execración, que hombres con armas de fuego y propósitos destructores acamparan en un santuario que atraía peregrinos de todo el mundo? Pero Canudos, a la que esa noche llamó Belo Monte, no debía ser hollada por los impíos. Exaltándose, los urgió a no rendirse a los enemigos de la religión, que querían mandar de nuevo a los esclavos a los cepos, esquilmar a los moradores con impuestos, impedirles que se casaran y se enterraran por la Iglesia, y confundirlos con trampas como el sistema métrico, el mapa estadístico y el censo, cuyo verdadero designio era engañarlos y hacerlos pecar. Todos velaron esa noche, con las armas que tenían al alcance de la mano. Los masones no llegaron. Estaban en Monte Santo, reparando los dos cañones Krupp, descentrados por lo abrupto de la tierra y aguardando un refuerzo. Cuando, dos semanas más tarde, partieron en columnas en dirección a Canudos, por el Valle del Cariacá, toda la ruta que seguirían estaba sembrada de espías, apostados en cuevas de chivos, en la urdimbre de la caatinga o en socavones disimulados con el cadáver de una res cuya calavera se había convertido en atalaya. Velocísimos mensajeros llevaban a

Canudos noticia de los avances y tropiezos del enemigo.

Cuando supo que la tropa, después de enormes dificultades para arrastrar los cañones y ametralladoras, había llegado por fin a Mulungú y que, impelidos por la hambruna, se habían visto obligados a sacrificar la última res y dos mulas de arrastre, el Consejero comentó que el Padre no debía estar descontento con Canudos cuando comenzaba a derrotar a los soldados de la República antes de que se hubiera iniciado la pelea.

—¿Sabes cómo se llama lo que ha hecho tu marido? —silabea Galileo Gall, con la voz rota por la contrariedad—. Una traición. No, dos traiciones. A mí, con quien tenía un compromiso. Y a sus hermanos de Canudos. Una traición de clase. Jurema le sonríe, como si no entendiera o no lo escuchara. Está haciendo hervir algo, inclinada sobre el fogón. Es joven, de rostro terso y bruñido, lleva los cabellos sueltos, viste una túnica sin mangas, va descalza y sus ojos aún están cuajados del sueño del que la ha arrancado la llegada de Gall, hace un momento. Una débil luz de amanecer se insinúa en la cabaña por entre las estacas. Hay un mechero y, en un rincón, una hilera de gallinas durmiendo entre vasijas, trastos, altos de leña, cajones y una imagen de Nuestra Señora de Lapa. Un perrito lanudo merodea a los pies de Jurema y aunque ella lo aparta pateándolo él vuelve a la carga. Sentado en una hamaca, acezando por el esfuerzo que ha sido viajar toda la noche al ritmo del encuerado que lo trajo de vuelta a Queimadas con las armas, Galileo la observa, iracundo. Jurema va hacia él con una escudilla humeante. Se la alcanza.

—Dijo que no iba a ir con los del Ferrocarril de Jacobina —murmura Gall, con la escudilla entre las manos, buscando los ojos de la mujer—. ¿Por qué cambió de opinión? —No iba a ir, porque no querían darle lo que les pidió —replica Jurema, con suavidad, soplando la escudilla que humea en sus manos—. Cambió porque vinieron a decirle que sí se lo darían. Él fue ayer a la Pensión Nuestra Señora de las Gracias a buscarlo y usted se había ido, sin dejar dicho adonde ni si iba a volver. Rufino no podía perder ese trabajo.

Galileo suspira, abrumado. Opta por beber un trago de su escudilla, se quema el paladar, su cara se tuerce en una mueca. Bebe otro sorbo, soplando. El cansancio y el disgusto han arrugado su frente y hay ojeras alrededor de sus ojos. De tanto en tanto, se muerde el labio inferior. Aceza, suda.

—¿Cuánto va a durar ese maldito viaje? —gruñe por fin, sorbiendo la escudilla. —Tres o cuatro días —Jurema se ha sentado frente a él, al filo de un viejo baúl con correas—. Dijo que usted lo podía esperar y que, a su regreso, lo llevaría a Canudos. —Tres o cuatro días —Gall revuelve los ojos, con exasperación—. Tres o cuatro siglos, querrás decir.

Se oye el tintineo de los cencerros, afuera, y el perrito lanudo ladra con fuerza y se lanza contra la puerta, queriendo salir. Galileo se incorpora, va hacia las estacas y ojea el exterior: el carromato está donde lo ha dejado, junto al corral contiguo a la cabaña, en el que hay unos cuantos carneros. Los animales tienen los ojos abiertos pero están ahora quietos y ha cesado el ruido de los cencerros. La vivienda corona un promontorio y cuando hay sol se ve Queimadas; pero en este amanecer gris, de cielo encapotado, no, sólo el desierto ondulante y pedregoso. Galileo vuelve a su asiento. Jurema le llena otra vez la escudilla. El perrito lanudo ladra y escarba la tierra, junto a la puerta. «Tres o cuatro días», piensa Gall. Tres o cuatro siglos en los que pueden ocurrir mil percances. ¿Buscará otro guía? ¿Partirá solo a Monte Santo y contratará allí un pistero hacia Canudos? Cualquier cosa, salvo quedarse aquí con las armas: la impaciencia volvería la espera insoportable y, además, podía ocurrir, como temía Epaminondas Goncalves, que llegara antes a Queimadas la Expedición del Mayor Brito. —¿No has sido tú la culpable de que Rufino se fuera con los del Ferrocarril de Jacobina? —murmura Gall. Jurema está apagando el fuego, con un bastón—. Nunca te gustó la idea de que Rufino me llevara a Canudos.

—Nunca me gustó —reconoce ella, con tanta seguridad que Galileo siente, por un momento, que se eclipsa su cólera y ganas de reír. Pero ella está muy seria y lo mira sin

pestañear. Su cara es alargada, bajo su piel tirante resaltan los huesos de los pómulos y del mentón. ¿Serán así, salientes, nítidos, locuaces, delatores, los que ocultan sus cabellos?—. Mataron a esos soldados en Uauá —añade Jurema—. Todos dicen que irán más soldados a Canudos. No quiero que lo maten, o que se lo lleven preso. Él no podría estar preso. Necesita moverse todo el tiempo. Su madre le dice: «Tienes el mal de San Vito».

—El mal de San Vito —dice Gall.

—Esos que no pueden estarse quietos —explica Jurema—. Esos que andan bailando. El perro ladra otra vez con furia. Jurema va hasta la puerta de la cabaña, la abre y lo hace salir, empujándolo con el pie. Se escuchan los ladridos, afuera, y, de nuevo, el tintineo de los cencerros. Galileo, con expresión fúnebre, sigue el desplazamiento de Jurema, que vuelve junto al fogón y remueve las brasas con una rama. Un hilillo de humo se disuelve en espirales.

—Pero, además, Canudos es del Barón y el Barón siempre nos ha ayudado —dice Jurema—. Esta casa, esta tierra, estos carneros los tenemos gracias al Barón. Usted defiende a los yagunzos, quiere ayudarlos. Llevarlo a Canudos es como ayudarlos a ellos. ¿Cree usted que al Barón le gustaría que Rufino ayude a los ladrones de su hacienda? —Claro que no le gustaría —gruñe Gall, con sorna. El campanilleo de los carneros irrumpe de nuevo, más fuerte, y, sobresaltado, Gall se levanta y va de dos trancos hasta las estacas. Mira afuera: comienzan a perfilarse los árboles en la extensión blancuzca, las matas de cactos, los manchones de rocas. Allí está el carromato, con sus bultos envueltos en una lona de color del desierto, y a su lado, atada a una estaca, la mula. —¿Usted cree que al Consejero lo ha mandado el Buen Jesús? —dice Jurema—. ¿Cree las cosas que él anuncia? ¿Que el mar será sertón y el sertón mar? ¿Que las aguas del río Vassa Barris se volverán leche y las barrancas cuzcuz de maíz para que coman los pobres?

No hay ni pizca de burla en sus palabras y tampoco en sus ojos cuando Galileo Gall la mira, tratando de adivinar por su expresión cómo toma ella esas habladurías. No lo averigua: la cara bruñida, alargada, apacible, es, piensa, tan inescrutable como la de un indostano o un chino. O como la del emisario de Canudos con el que se entrevistó en la curtiembre del Itapicurú. También era imposible saber, observando su cara, lo que sentía o pensaba aquel hombre lacónico.

—En los muertos de hambre el instinto suele ser más fuerte que las creencias — murmura, después de apurar hasta el final el líquido de la escudilla, escudriñando las reacciones de Jurema—. Pueden creer disparates, ingenuidades, tonterías. No importa. Importa lo que hacen. Han abolido la propiedad, el matrimonio, las jerarquías sociales, rechazado la autoridad de la Iglesia y del Estado, aniquilado a una tropa. Se han enfrentado a la autoridad, al dinero, al uniforme, a la sotana.

La cara de Jurema no dice nada, no se mueve en ella un músculo; sus ojos oscuros, levemente rasgados, lo miran sin curiosidad, sin simpatía, sin sorpresa. Tiene unos labios que se fruncen en las comisuras, húmedos.

—Han retomado la lucha donde la dejamos, aunque ellos no lo sepan. Están resucitando la Idea —dice todavía Gall, preguntándose qué puede estar pensando Jurema de lo que oye—. Es por eso que estoy aquí. Es por eso que quiero ayudarlo.

Jadea, como si hubiera hablado a gritos. Ahora, la fatiga de los dos últimos días, agravada por la decepción que ha sentido al descubrir que Rufino no está en Queimadas, vuelve a apoderarse de su cuerpo y el deseo de dormir, de estirarse, de cerrar los ojos, es tan grande que decide tumbarse unas horas bajo el carromato. ¿O podría hacerlo aquí, tal vez, en esta hamaca? ¿Parecerá escandaloso a Jurema que se lo pida? —Ese hombre que vino de allá, el que mandó el santo, al que usted vio, ¿sabe quién era? —la oye decir—. Era Pajeú. —Y, como Gall no se impresiona, añade, desconcertada —: ¿No oyó hablar de Pajeú? El más malvado de todo el sertón. Vivía robando y matando. Cortaba las narices y las orejas de los que tenían la mala suerte de encontrárselo en los caminos.

. El tintineo de los cencerros brota otra vez, simultáneamente con los ansiosos ladridos en la puerta de la cabaña y el relincho de la mula. Gall está recordando al emisario de Canudos, la cicatriz que le comía la cara, su extraño sosiego, su indiferencia. ¿Cometió

un error, tal vez, no confiándole lo de las armas? No, pues no podía mostrárselas entonces: no le hubiera creído, habría aumentado su desconfianza, habría puesto en peligro todo el proyecto. El perro ladra afuera, frenético, y Gall ve que Jurema coge el bastón con que ha apagado el fuego y va de prisa hacia la puerta. Distraído, pensando siempre en el emisario de Canudos, diciéndose que si hubiera sabido que se trataba de un ex–bandido tal vez habría sido más fácil dialogar con él, mira a Jurema forcejear con la tranquera, levantarla, y en ese instante algo sutil, un ruido, una intuición, un sexto sentido, el azar, le dicen lo que va a ocurrir. Porque, cuando Jurema es súbitamente arrojada hacia atrás por la violencia con que se abre la puerta —empujada o pateada desde afuera — y la silueta del hombre armado de una carabina se dibuja en el umbral, Galileo ya ha sacado su revólver y está apuntando al intruso. El estruendo de la carabina despierta a las gallinas del rincón, que revolotean despavoridas mientras Jurema, que ha caído al suelo sin que la bala la tocara, chilla. El atacante, al ver a sus pies a una mujer, vacila, demora unos segundos en encontrar a Gall entre el revoloteo espantado de las gallinas y cuando dirige la carabina hacia él, Galileo ya le ha disparado, mirándolo con expresión estúpida. El intruso suelta la carabina y retrocede, bufando. Jurema grita de nuevo. Galileo reacciona por fin y corre hacia la carabina. Se inclina a cogerla y entonces divisa, por el hueco de la puerta, al herido que se retuerce en el suelo, quejándose, a otro hombre que se acerca corriendo con la carabina levantada y gritando algo al herido, y más atrás a un tercer hombre amarrando el carromato de las armas a un caballo. Casi sin apuntar, dispara. El que venía corriendo da un traspié, rueda por tierra rugiendo y Galileo le vuelve a disparar. Piensa: «Quedan dos balas». Ve a Jurema a su lado, empujando la puerta, la ve cerrarla, bajar la tranquera y escabullirse al fondo de la vivienda. Se pone de pie preguntándose en qué momento ha caído al suelo. Está lleno de tierra, suda, le chocan los dientes y aprieta el revólver con tanta fuerza que le duelen los dedos. Espía por entre las estacas: la carreta de las armas se pierde a lo lejos, en una polvareda, y, frente a la cabaña, el perro ladra frenético a los dos hombres heridos que están reptando hacia el corral de los carneros. Apuntándoles, dispara las dos últimas balas de su revólver y le parece oír un rugido humano en medio de los ladridos y los cencerros. Sí, los ha alcanzado: están inmóviles, a medio camino entre la cabaña y el corral. Jurema sigue chillando y las gallinas cacarean enloquecidas, vuelan en todas direcciones, vuelcan objetos, se estrellan contra las estacas, contra su cuerpo. Las aparta a manotazos y vuelve a espiar, a derecha y a izquierda. A no ser por esos cuerpos semimontados uno encima del otro se diría que no ha ocurrido nada. Resollando, trastabillea entre las gallinas hasta la puerta. Divisa, por las ranuras, el paisaje solitario, los cuerpos que forman un garabato. Piensa: «Se llevaron los fusiles». Piensa: «Peor sería estar muerto». Jadea, con los ojos muy abiertos. Por fin, abre la tranquera y empuja la puerta. Nada, nadie.

Medio encogido, corre hacia donde estaba el carromato, oyendo el tintineo de los carneros que dan vueltas y se cruzan y descruzan entre los palos del corral. Siente la angustia en el estómago, en la nuca: un reguero de polvo se pierde en el horizonte, en la dirección de Riacho da Onca. Respira hondo, se pasa la mano por la barbita rojiza; sus dientes siguen entrechocando. La mula, atada en el tronco, remolonea beatíficamente. Retorna hacia la vivienda, despacio. Se detiene ante los cuerpos caídos: ya son cadáveres. Examina las caras desconocidas, tostadas, las muecas que las crispan. De pronto, su expresión se avinagra en un acceso de rabia y comienza a patear las formas inertes, con ferocidad, mascullando injurias. Su ira contagia al perro, que ladra, brinca y mordisquea las sandalias de los dos hombres. Por fin, Galileo se calma. Regresa a la cabaña arrastrando los pies. Lo recibe un revuelo de gallinas que lo hace alzar las manos y protegerse la cara. Jurema está en el centro de la habitación: una silueta trémula, la túnica rota, la boca entreabierta, los ojos llenos de lágrimas, los cabellos revueltos. Mira anonadada el desorden que reina en torno, como si no comprendiera lo que ocurre en su casa, y, al ver a Gall, corre hacia él y se abraza contra su pecho, balbuceando palabras que él no entiende. Queda rígido, con la mente en blanco. Siente a la mujer contra su pecho, mira con desconcierto, con miedo, ese cuerpo que se junta al suyo, ese cuello que palpita bajo sus ojos. Siente su olor y oscuramente atina a pensar: «Es el olor de una mujer». Sus sienes hierven. Haciendo un esfuerzo alza un brazo, rodea a Jurema por los

hombros. Suelta el revólver que aún conservaba y sus dedos alisan con torpeza los cabellos alborotados: «Querían matarme a mí», susurra al oído de Jurema. «Ya no hay peligro, ya se llevaron lo que querían.» La mujer se va serenando. Cesan sus sollozos, el temblor de su cuerpo, sus manos sueltan a Gall. Pero él la tiene siempre sujeta, le acaricia siempre los cabellos y, cuando Jurema intenta apartarse, la retiene, «Don't be afraid», silabea, pestañeando de prisa, «They are gone. They…» Algo nuevo, equívoco, urgente, intenso, ha aparecido en su rostro, algo que crece por instantes y de lo que apenas parece consciente. Tiene los labios muy cerca del cuello de Jurema. Ella da un paso atrás, con fuerza, a la vez que se cubre el pecho. Ahora, hace esfuerzos por desprenderse de Gall, pero éste no la suelta, y mientras la sujeta, susurra varias veces la misma frase que ella no puede entender: «Don't be afraid, don't be afraid». Jurema lo golpea con ambas manos, lo rasguña, consigue zafarse y escapa. Pero Galileo corre tras ella por la habitación, la alcanza, la apresa y, después de tropezar con el viejo baúl, cae con ella al suelo. Jurema patalea, lucha con todas sus fuerzas, pero sin gritar. Sólo se escucha el jadeo entrecortado de ambos, el rumor del forcejeo, el cacarear de las gallinas, el ladrido del perro, el tintineo de los cencerros. Entre nubes plomizas, está saliendo el sol.

Nació con las piernas muy cortas y la cabeza enorme, de modo que los vecinos de Natuba pensaron que sería mejor para él y para sus padres que el Buen Jesús se lo llevara pronto ya que, de sobrevivir, sería tullido y tarado. Sólo lo primero resultó cierto. Porque, aunque el hijo menor del amansador de potros Celestino Pardinas nunca pudo andar a la manera de los otros hombres, tuvo una inteligencia penetrante, una mente ávida de saberlo todo y capaz, cuando un conocimiento había entrado a esa cabezota que hacía reír a las gentes, de conservarlo para siempre. Todo fue en él rareza: que naciera deforme en una familia tan normal como la de los Pardinas, que pese a ser un adefesio enclenque no muriera ni padeciera enfermedades, que en vez de andar en dos pies como los humanos lo hiciera a cuatro patas y que su cabeza creciera de tal manera que parecía milagro que su cuerpecillo menudo pudiera sostenerla. Pero lo que dio pie para que los vecinos de Natuba comenzaran a murmurar que no había sido engendrado por el amansador de potros sino por el Diablo, fue que aprendiera a leer y a escribir sin que nadie se lo enseñara.

Ni Celestino ni Doña Gaudencia se habían dado el trabajo —pensando, probablemente, que sería inútil — de llevarlo donde Don Asenio, que, además de fabricar ladrillos, enseñaba portugués, latines y algo de religión. Y el hecho es que un día llegó el Correo y clavó en las tablas de la Plaza Matriz un edicto que no se molestó en leer en voz alta alegando que tenía que clavarlo en otras diez localidades antes de ponerse el sol. Los vecinos trataban de descifrar los jeroglíficos cuando, desde el suelo, oyeron la vocecilla del León: «Dice que hay peligro de epidemia para los animales, que hay que desinfectar los establos con creso, quemar las basuras y hervir el agua y la leche antes de tomarlas». Don Asenio confirmó que eso decían. Acosado por los vecinos para que contara quién le había enseñado a leer, el León dio una explicación que muchos encontraron sospechosa: que había aprendido viendo a los que sabían, como Don Asenio, el capataz Felisbelo, el curandero Don Abelardo o el hojalatero Zósimo. Ninguno de ellos le había dado lecciones, pero los cuatro recordaron haber visto asomar muchas veces la gran cabeza hirsuta y los ojos inquisitivos del León junto al taburete donde leían o escribían las cartas que les dictaba un vecino. El hecho es que el León había aprendido y que desde esa época se le vio leyendo y releyendo, a todas horas, encogido a la sombra de los árboles de jazmín caiano de Natuba, los periódicos, devocionarios, misales, edictos y todo lo impreso a que podía echar mano. Se convirtió en la persona que, con una pluma de ave tajada por él mismo y una tintura de cochinilla y vegetales, redactaba, en letras grandes y armoniosas, las felicitaciones de cumpleaños, anuncios de decesos, bodas, nacimientos, enfermedades o simples chismes que los vecinos de Natuba comunicaban a los de otros pueblos y que una vez por semana venía a llevarse el jinete del Correo. El León les leía también a los lugareños las cartas que les mandaban. Hacía

de escriba y de lector de los demás por entretenimiento, sin cobrarles un céntimo, pero a veces recibía regalos por esos servicios.

No se llamaba León, sino Felicio, pero el sobrenombre, como ocurría a menudo en la región, una vez que prendió desplazó al nombre. Le pusieron León tal vez por burla, seguramente por la inmensa cabeza que, más tarde, como para dar razón a los bromistas, se cubriría en efecto de unas tupidas crenchas que le tapaban las orejas y zangoloteaban con sus movimientos. O, tal vez, por su manera de andar, animal sin duda alguna, apoyándose a la vez en los pies y en las manos (que protegía con unas suelas de cuero como pezuñas o cascos) aunque su figura, al andar, con sus piernas cortitas y sus brazos largos que se posaban en tierra de manera intermitente, era más la de un simio que la de un predador. No siempre estaba así, doblado; podía tenerse de pie por ratos y dar algunos pasos humanos sobre sus ridículas piernas, pero ambas cosas lo fatigaban muchísimo. Por su peculiar manera de moverse nunca vistió pantalones, sólo túnicas, como las mujeres, los misioneros o los penitentes del Buen Jesús.

Pese a que les redactaba la correspondencia, los vecinos no acabaron nunca de aceptar al León. Si sus propios padres podían apenas disimular la vergüenza que les daba ser sus progenitores y trataron una vez de regalarlo ¿cómo hubieran podido las mujeres y los hombres de Natuba considerar de la misma especie que ellos a esa hechura? La docena de hermanos y hermanas Pardinas lo evitaban y era sabido que no comía con ellos sino en un cajoncito aparte. Así, no conoció el amor paterno, ni el fraterno (aunque, al parecer, adivinó algo del otro amor) ni la amistad, pues los chicos de su edad le tuvieron al principio miedo y, luego, repugnancia. Lo acribillaban a pedradas, escupitajos e insultos si se atrevía a acercarse a verlos jugar. Él, por lo demás, rara vez lo intentaba. Desde muy pequeño, su intuición o su inteligencia sin fallas le enseñaron que, para él, los demás siempre serían seres reticentes o desagradados, y a menudo verdugos, de modo que debía mantenerse alejado de todos. Así lo hizo, por lo menos hasta el episodio de la acequia, y la gente lo vio siempre a prudente distancia, aun en las ferias y mercados. Cuando había en Natuba una Santa Misión, el León escuchaba los sermones desde el tejado de la Iglesia de Nuestra Señora de la Concepción, como un gato. Pero ni siquiera esta estrategia del retraimiento lo libró de sustos. Uno de los peores se lo dio el Circo del Gitano. Pasaba por Natuba dos veces al año, con su caravana de monstruos: acróbatas, adivinadores, troveros, payasos. El Gitano, en una de esas veces, pidió al amansador de potros y a Doña Gaudencia que le permitieran llevarse al León para hacer de él un cirquero. «Mi circo es el único sitio donde no llamará la atención», les dijo, «y se hará útil». Ellos consintieron. Se lo llevó, pero una semana después el León se había escapado y estaba de nuevo en Natuba. Desde entonces, cada vez que aparecía el Circo del Gitano, él se volatilizaba.

Lo que temía, por encima de todo, eran los borrachos, esas pandillas de vaqueros que luego de una jornada arreando, marcando, castrando o trasquilando, retornaban al pueblo, desmontaban y corrían a la bodega de Doña Epifanía a quitarse la sed. Salían abrazados, canturreando, tambaleándose, a veces alegres, a veces furiosos, y lo buscaban por las callejuelas para divertirse o desfogarse. Él había desarrollado un oído extraordinariamente agudo y los detectaba a distancia, por sus risotadas o palabrotas, y entonces, brincando pegado a los muros y fachadas para pasar desapercibido, corría a su casa, o, si estaba lejos, a ocultarse en unos matorrales o un techo, hasta que pasaba el peligro. No siempre conseguía escapárseles. Alguna vez, valiéndose de un ardid —por ejemplo, enviándole un mensajero a decirle que fulano lo llamaba para redactar una solicitud al Juez del municipio — lo atrapaban. Entonces, jugueteaban horas con él, desnudándolo para comprobar si debajo de la túnica ocultaba otras monstruosidades además de las que tenía a la vista, subiéndolo sobre un caballo o pretendiendo cruzarlo con una cabra para averiguar qué producía la mezcla.

Por una cuestión de honor más que por cariño, Celestino Pardinas y los suyos intervenían si se enteraban y amenazaban a los graciosos, y una vez los hermanos mayores se lanzaron a cuchillazos y palazos a rescatar al escriba de una partida de vecinos que, excitados por la cachaca, lo habían bañado en melaza, revolcado en un basural y lo paseaban por las calles al cabo de una cuerda como un animal de especie desconocida. Pero a los parientes estos incidentes en que se veían envueltos por este miembro de la

familia los tenían hartos. El León lo sabía mejor que nadie y, por eso, nunca se supo que denunciara a los abusivos.

El destino del hijo menor de Celestino Pardinas sufrió un vuelco decisivo el día que la hijita del hojalatero Zósimo, Almudia, la única que había sobrevivido entre seis hermanos que nacieron muertos o murieron a los pocos días de nacer, cayó con fiebre y vómitos. Los remedios y conjuros de Don Abelardo fueron ineficaces, como lo habían sido las oraciones de sus padres. El curandero sentenció que la niña tenía «mal de ojo» y que cualquier antídoto sería vano mientras no se identificara a la persona que la había «ojeado». Desesperados por la suerte de esa hija que era el lucero de sus vidas, Zósimo y su mujer Eufrasia recorrieron los ranchos de Natuba, averiguando. Y así llegó a ellos, por tres bocas, la murmuración de que la niña había sido vista en extraño conciliábulo con el León, a la orilla de la acequia que corre hacia la hacienda Mirándola. Interrogada, la enferma confesó, medio delirando, que esa mañana, cuando iba donde su padrino Don Nautilo, al pasar junto a la acequia, el León le preguntó si podía decirle una canción que había compuesto para ella. Y se la había cantado, antes de que Almudia escapara corriendo. Era la única vez que le habló, pero ella había advertido ya, antes, que, como de casualidad, se encontraba muy a menudo con el León en sus recorridos por el pueblo y algo, en su manera de encogerse a su paso, le hizo adivinar que quería hablarle. Zósimo cogió su escopeta y rodeado de sobrinos, cuñados y compadres, también armados, y seguido de una muchedumbre, fue a la casa de los Pardinas, atrapó al León, le puso el cañón del arma sobre los ojos y le exigió que repitiera la canción a fin de que Don Abelardo pudiera exorcizarla. El León permaneció mudo, con los ojos muy abiertos, azogado. Después de repetir varias veces que si no revelaba el hechizo le haría saltar la inmunda cabezota, el hojalatero rastrilló el arma. Un brillo de pánico enloqueció, un segundo, los grandes ojos inteligentes. «Si me matas, no sabrás el hechizo y Almudia se morirá», murmuró su vocecita, irreconocible por el terror. Había un silencio absoluto. Zósimo transpiraba. Sus parientes mantenían a raya, con sus escopetas, a Celestino Pardinas y a sus hijos. «¿Me dejas ir si te lo digo?», volvió a oírse la vocecita del monstruo. Zósimo asintió. Entonces, atorándose y con gallos de adolescente, el León comenzó a cantar. Cantó —comentarían, recordarían, chismearían los vecinos de Natuba presentes y los que, sin estarlo, jurarían que lo habían estado — una canción de amor, en la que aparecía el nombre de Almudia. Cuando terminó de cantar, el León estaba con los ojos llenos de vergüenza. «Suéltame ahora», rugió. «Te soltaré después que mi hija se cure», repuso el hojalatero, sordamente. «Y si no se cura, te quemaré junto a su tumba. Lo juro por su alma.» Miró a los Pardinas —padre, madre, hermanos inmovilizados por las escopetas — y añadió en un tono que no admitía dudas: «Te quemaré vivo, aunque los míos y los tuyos tengan que entrematarse por siglos». Almudia murió esa misma noche, después de un vómito en el que arrojó sangre. Los vecinos pensaban que Zósimo lloraría, se arrancaría los pelos, maldeciría a Dios o bebería cachaca hasta caer inerte. Pero no hizo nada de eso. El atolondramiento de los días anteriores fue reemplazado por una fría determinación con la que fue disponiendo, a la vez, el entierro de su hija y la muerte de su embrujador. Nunca había sido malvado, ni abusivo, ni violento, sino un vecino servicial y amiguero. Por eso todos lo compadecían, le perdonaban de antemano lo que iba a hacer y algunos, incluso, se lo aprobaban. Zósimo hizo plantar un poste junto a la tumba y acarrear paja y ramas secas. Los Pardinas permanecían prisioneros en su casa. El León estaba en el corral del hojalatero, amarrado de pies y manos. Allí pasó la noche, oyendo los rezos del velorio, los pésames, las letanías, los llantos. A la mañana siguiente, lo subieron a una carreta tirada por burros y a distancia, como siempre, fue siguiendo el cortejo. Al llegar al cementerio, mientras bajaban el cajón y había nuevos rezos, a él, siguiendo las instrucciones del hojalatero, dos sobrinos lo amarraron al poste y lo rodearon de la paja y las ramas con las que iba a arder. Casi todo el pueblo estaba reunido allí para ver la inmolación. En ese momento llegó el santo. Debía haber puesto los pies en Natuba la noche anterior, o esa madrugada, y alguien le informaría lo que estaba por suceder. Pero esa explicación era demasiado ordinaria para los vecinos, a quienes lo sobrenatural era más creíble que lo natural. Ellos dirían que su facultad de adivinación, o el Buen Jesús, lo llevaron a ese paraje del sertón bahiano en ese instante para corregir un error, evitar un crimen o,

simplemente, dar una prueba de su poder. No venía solo, como la primera vez que predicó en Natuba, años atrás, ni acompañado sólo por dos o tres romeros, como la segunda, en la que, además de dar consejos, reconstruyó la capilla del abandonado convento de jesuítas de la Plaza Matriz. Esta vez lo acompañaban por lo menos una treintena de seres, flacos y pobres como él, pero con los ojos dichosos. Seguido de ellos, se abrió paso entre la muchedumbre hasta la tumba sobre la que echaban las últimas paladas.

El hombre de morado se dirigió a Zósimo, quien estaba cabizbajo, mirando la tierra. «¿La has enterrado con su mejor vestido, en un cajón bien hecho?», le preguntó con voz amable, aunque no precisamente afectuosa. Zósimo asintió, moviendo apenas la cabeza. «Vamos a rezarle al Padre, para que la reciba alborozado en el cielo», dijo el Consejero. Y él y los penitentes salmodiaron y cantaron alrededor de la tumba. Sólo después señaló el santo el poste donde estaba amarrado el León. «¿Qué vas a hacer con este muchacho, hermano?», preguntó. «Quemarlo», repuso Zósimo. Y le explicó por qué, en medio del silencio que parecía sonar. El santo asintió, sin inmutarse. Luego se dirigió al León e hizo un ademán para que la gente se apartara un poco. Retrocedieron unos pasos. El santo se inclinó y habló al oído del amarrado y luego acercó su oído a la boca del León para oír lo que éste le decía. Y así, moviendo el Consejero la cabeza hacia el oído y hacia la boca del otro, estuvieron secreteándose. Nadie se movía, esperando algo extraordinario. Y, en efecto, fue tan asombroso como ver achicharrarse a un hombre en una pira. Porque cuando callaron, el santo, con la tranquilidad que nunca lo abandonaba, sin moverse del sitio, dijo: «¡Ven y desátalo!». El hojalatero se volvió a mirarlo, pasmado. «Tienes que desatarlo tú mismo», rugió el hombre de morado, con un acento que estremeció a la gente. «¿Quieres que tu hija se vaya al infierno? ¿No son las llamas de allá más calientes, no duran más que las que tú quieres prender?», volvió a rugir, como espantado de tanta estulticia. «Supersticioso, impío, pecador —repitió—. Arrepiéntete de lo que querías hacer, ven y desátalo y pídele perdón y ruega al Padre que no mande a tu hija adonde el Perro por tu cobardía y tu maldad, por tu poca fe en Dios.» Y así estuvo, insultándolo, urgiéndolo, aterrorizándolo con la idea de que, por su culpa, Almudia se iría al infierno. Hasta que los lugareños vieron que Zósimo, en vez de dispararle, o hundirle la faca o quemarlo con el monstruo, le obedecía y, sollozando, imploraba de rodillas al Padre, al Buen Jesús, al Divino, a la Virgen, que el almita de Almudia no bajara al infierno.

Cuando el Consejero, después de permanecer dos semanas en el lugar, orando, predicando, consolando a los sufrientes y aconsejando a los sanos, partió en la dirección de Mocambo, Natuba tenía un cementerio cercado de ladrillos y cruces nuevas en todas las tumbas. Su séquito había aumentado con una figurilla entre animal y humana, que, vista mientras la mancha de romeros se alejaba por la tierra cubierta de mandacarús, parecía ir trotando entre los haraposos como trotan los caballos, las cabras, las acémilas…

¿Pensaba, soñaba? Estoy en las afueras de Queimadas, es de día, ésta es la hamaca de Rufino. Lo demás era confuso. Sobre todo, la conjunción de circunstancias que, ese amanecer, habían trastornado una vez más su vida. En la duermevela, persistía el asombro que se apoderó de él desde que, acabando de hacer el amor, cayó dormido. Sí, para alguien que creía que el destino era en buena parte innato e iba escrito sobre la masa encefálica, donde unas manos diestras y unos ojos zahones podían auscultarlo, era duro comprobar la existencia de ese margen imprevisible, que otros seres podían manejar con horrible prescindencia de la voluntad propia, de la aptitud personal. ¿Cuánto tiempo llevaba descansando? La fatiga había desaparecido, en todo caso. ¿Habría desaparecido también la muchacha? ¿Habría ido a pedir auxilio, a buscar gente que viniera a prenderlo? Pensó o soñó: «Los planes se hicieron humo cuando debían materializarse». Pensó o soñó: «La adversidad es plural». Advirtió que se mentía; no era verdad que este desasosiego y este pasmo se debieran a no haber encontrado a Rufino, a haber estado a punto de morir, a haber matado a esos dos hombres, al robo de las

armas que iba a llevar a Canudos. Era ese arrebato brusco, incomprensible, incontenible, que lo hizo violar a Jurema después de diez años de no tocar a una mujer, lo que roía la duermevela de Galileo Gall.

Había amado a algunas mujeres en su juventud, tenido compañeras —luchadoras por los mismos ideales — con las que compartió trechos cortos de camino; en su época de Barcelona había vivido con una obrera que estaba embarazada cuando el asalto al cuartel y de la que supo, luego de su fuga de España, que terminó casándose con un panadero. Pero la mujer nunca ocupó un lugar preponderante en la vida de Galileo Gall, como la ciencia o la revolución. El sexo había sido para él, igual que el alimento, algo que aplacaba una necesidad primaria y luego producía hastío. La más secreta decisión de su vida tuvo lugar diez años atrás. ¿O eran once? ¿O doce? Bailoteaban las fechas en su cabeza, no el lugar: Roma. Allí se refugió al huir de Barcelona, en la vivienda de un farmacéutico, colaborador de la prensa anarquista y que había conocido el ergástulo. Ahí estaban las imágenes, vividas, en la memoria de Gall. Primero lo sospechó, después lo comprobó: este compañero recogía prostitutas en los alrededores del Coliseo, las traía a su casa cuando él estaba ausente y les pagaba para que se dejaran azotar. Ahí, las lágrimas del pobre diablo la noche que lo increpó y, ahí, su confesión de que sólo obtenía placer infligiendo castigo, de que sólo podía amar cuando veía un cuerpo magullado y miedoso. Pensó o soñó que lo escuchaba, otra vez, pedirle ayuda y en la duermevela, como aquella noche, lo palpó, sintió la rotundidad de la zona de los afectos inferiores, la temperatura de esa cima donde Spurzheim había localizado el órgano de la sexualidad, y la deformación, en la curva occipital inferior, ya casi en el nacimiento de su cuello, de las cavidades que representan los instintos destructivos. (Y en ese instante revivió la cálida atmósfera del gabinete de Mariano Cubí, y oyó el ejemplo que éste solía dar, el de Jobard le Joly, el incendiario de Ginebra, cuya cabeza había examinado después de la decapitación: «Tenía esta región de la crueldad tan magnificada que parecía un gran tumor, un cráneo encinta» ) Entonces, volvió a darle el remedio: «No es el vicio lo que debes suprimir de tu vida, compañero, es el sexo», y a explicarle que, cuando lo hiciera, la potencia destructora de su naturaleza, cegada la vía sexual, se encaminaría hacia fines éticos y sociales, multiplicando su energía para el combate por la libertad y el aniquilamiento de la opresión. Y, sin que le temblara la voz, escudriñándolo a los ojos, volvió fraternalmente a proponérselo: «Hagámoslo juntos. Te acompañaré en la decisión, para probarte que es posible. Juremos no volver a tocar a una mujer, hermano». ¿Habría cumplido el farmacéutico? Recordó su mirada consternada, su voz de aquella noche, y pensó o soñó: «Era un débil». El sol atravesaba sus párpados cerrados, hería sus pupilas. Él no era un débil, él sí pudo, hasta esa madrugada, cumplir el juramento. Porque el raciocinio y el saber dieron fundamento y vigor a lo que fue, al principio, mero impulso, un gesto de compañerismo. ¿Acaso la búsqueda de placer, la servidumbre al instinto no eran un peligro para alguien empeñado en una guerra sin cuartel? ¿No podían las urgencias sexuales distraerlo del ideal? No fue abolir a la mujer de su vida lo que atormentó a Gall, en esos años, sino pensar que lo que él hacía lo hacían también los enemigos, los curas católicos, pese a decirse que, en su caso, las razones no eran oscurantistas, prejuiciosas, como en el de ellos, sino querer hallarse más ligero, más disponible, más fuerte para esa lucha por acercar y confundir lo que ellos habían contribuido más que nadie a mantener enemistados: el cielo y la tierra, la materia y el espíritu. Su decisión nunca se vio amenazada y Galileo Gall soñó o pensó: «Hasta hoy». Al contrario, creía con firmeza que esa ausencia se había traducido en mayor apetito intelectual, en una capacidad de acción creciente. No: se mentía otra vez. La razón había podido someter al sexo en la vigilia, no en los sueños. Muchas noches de estos años, cuando dormía, tentadoras formas femeninas se deslizaban en su cama, se pegaban contra su cuerpo y le arrancaban caricias. Soñó o pensó que le había costado más trabajo resistir a esos fantasmas que a las mujeres de carne y hueso y recordó que, como los adolescentes o los compañeros encerrados en las cárceles del mundo entero, muchas veces había hecho el amor con esas siluetas impalpables que fabricaba su deseo. Angustiado, pensó o soñó: «¿Cómo he podido? ¿Por qué he podido?». ¿Por qué se había precipitado sobre la muchacha? Ella se resistía y él la había golpeado y, lleno de zozobra, se preguntó si le había pegado también cuando ya no se resistía y se dejaba desnudar.

¿Qué había ocurrido, compañero? Soñó o pensó: «No te conoces, Gall». No, su cabeza a él no le hablaba. Pero otros lo habían examinado y encontrado, en él, desarrolladas, las tendencias impulsivas y la curiosidad, ineptitud para lo contemplativo, para lo estético y en general para todo lo desligado de acción práctica y quehacer corporal, y nadie percibió nunca, en el receptáculo de su alma, la menor anomalía sexual. Soñó o pensó que ya había pensado: «La ciencia es todavía un candil que parpadea en una gran caverna en tinieblas».

¿En qué forma afectaría su vida este suceso? ¿Tenía aún razón de ser la decisión de Roma? ¿Debía renovarla después de este accidente o revisarla? ¿Era un accidente? ¿Cómo explicar científicamente lo de esta madrugada? En su alma —no, en su espíritu, la palabra alma estaba infectada de mugre religiosa—, a ocultas de su conciencia, se fueron almacenando en estos años los apetitos que creía desarraigados, las energías que suponía desviadas hacia fines mejores que el placer. Y esa acumulación secreta estalló esa mañana, inflamada por las circunstancias, es decir el nerviosismo, la tensión, el susto, la sorpresa del asalto, del robo, del tiroteo, de las muertes. ¿Era la explicación justa? Ah, si hubiera podido examinar todo esto como un problema ajeno, objetivamente, con alguien como el viejo Cubí. Y recordó esas conversaciones que el frenólogo llamaba socráticas, andando en el puerto de Barcelona y por el dédalo del barrio gótico y su corazón tuvo nostalgia. No, sería imprudente, torpe, estúpido, perseverar en la decisión romana, sería preparar en el futuro un suceso idéntico o más grave que el de este amanecer. Pensó o soñó, con amargo sarcasmo: «Tienes que resignarte a fornicar, Galileo».

Pensó en Jurema. ¿Era un ser pensante? Un animalito doméstico, más bien. Diligente, sumiso, capaz de creer que las imágenes de San Antonio escapan de las iglesias a las grutas donde fueron talladas, adiestrado como las otras siervas del Barón para cuidar gallinas y carneros, dar de comer al marido, lavarle la ropa y abrirle las piernas sólo a él. Pensó: «Ahora, tal vez, despertará de su letargo y descubrirá la injusticia». Pensó: «Yo soy tu injusticia». Pensó: «Tal vez le has hecho un bien».

Pensó en los hombres que lo asaltaron y se llevaron el carromato y en los dos que mató. ¿Eran gentes del Consejero? ¿Los capitaneaba el de la curtiembre de Queimadas, ese Pajeú? No dormía, no soñaba, pero seguía con los ojos cerrados e inmóvil. ¿No era natural que fuera él, Pajeú, quien, tomándolo por un espía del Ejército o un mercader ávido de trampear a su gente, lo hubiera hecho vigilar y, al descubrir armas en su poder, echara mano de ellas para abastecer a Canudos? Ojalá fuera así, ojalá en este momento esos fusiles cabalgaran a reforzar a los yagunzos para lo que se les avecinaba. ¿Por qué hubiera confiado en él, Pajeú? ¿Qué confianza podía inspirarle un forastero que pronunciaba mal su idioma y tenía ideas oscuras? «Has matado a dos compañeros, Gall», pensó. Estaba despierto: ese calor es el sol de la mañana, esos ruidos los cencerros de los carneros. ¿Y si estaban en manos de simples forajidos? Pudieron seguirlos a él y al encuerado la noche anterior, cuando las traían desde la hacienda donde Epaminondas se las entregó. ¿No decían que la región hervía de cangaceiros? ¿Había procedido con precipitación, sido imprudente? Pensó: «Debí descargar las armas, meterlas aquí». Pensó: «Entonces estarías muerto y se las hubieran llevado también». Se sintió comido por las dudas: ¿Regresaría a Bahía? ¿Iría siempre a Canudos? ¿Abriría los ojos? ¿Se levantaría de esta hamaca? ¿Enfrentaría por fin la realidad? Oía los cencerros, oía ladridos y ahora oyó, también, pisadas y una voz.

VII

Cuando las columnas de la Expedición del Mayor Febronio de Brito y el puñado de soldaderas que aún las seguían convergieron en la localidad de Mulungú, a dos leguas de Canudos, se quedaron sin cargadores ni guías. Los pisteros reclutados en Queimadas y Monte Santo para orientar a las patrullas de reconocimiento y que, desde que empezaron a cruzar caseríos humeantes, se habían mostrado huraños, desaparecieron

simultáneamente en el anochecer, mientras los soldados, tumbados hombro contra hombro, reflexionaban sobre las heridas y acaso la muerte que los aguardaban detrás de esas cumbres, retratadas contra un cielo azul añil que se volvía negro. Unas seis horas después, los prófugos llegaban a Canudos, acezantes, a pedir perdón al Consejero por haber servido al Can. Los llevaron al almacén de los Vilanova y allí Joáo Abade los interrogó, con lujo de detalles, sobre los soldados que venían y los dejó luego en manos del Beatito, que recibía siempre a los recién llegados. Los rastreadores debieron jurar ante él que no eran republicanos, que no aceptaban la separación de la Iglesia y el Estado, ni el derrocamiento del Emperador Pedro II, ni el matrimonio civil, ni los cementerios laicos, ni el sistema métrico decimal, que no responderían las preguntas del censo y que nunca más robarían ni se embriagarían ni apostarían dinero. Luego, se hicieron una pequeña incisión con sus facas en prueba de su voluntad de derramar su sangre luchando contra el Anticristo. Sólo entonces fueron encaminados, por hombres con armas, entre seres recién salidos del sueño por la nueva de su venida y que los palmeaban y les estrechaban la mano, hasta el Santuario. En la puerta, apareció el Consejero. Cayeron de rodillas, se persignaban, querían tocar su túnica, besarle los pies. Varios, desbordados por la emoción, sollozaban. El Consejero, en vez de sólo bendecirlos, mirando a través de ellos, como hacía con los nuevos elegidos, se inclinó y los fue levantando y los miró uno a uno con sus ojos negros y ardientes que ninguno de ellos olvidaría más. Después pidió a María Quadrado y a las ocho beatas del Coro Sagrado — vestían túnicas azules ceñidas con cordones de lino —que encendieran los mecheros del Templo del Buen Jesús, como hacían cada tarde, cuando él subía a la torre a dar consejos.

Minutos más tarde estaba en el andamio, rodeado del Beatito, del León de Natuba, de la Madre de los Hombres y de las beatas, y a sus pies, apiñados y anhelantes en el amanecer que despuntaba, estaban los hombres y mujeres de Canudos, conscientes de que ésta sería una ocasión más extraordinaria que otras. El Consejero fue, como siempre, a lo esencial. Habló de la transubstanciación, del Padre y del Hijo que eran dos y uno, y tres y uno con el Divino Espíritu Santo y, para que lo oscuro fuera claro, explicó que Belo Monte podía ser, también, Jerusalén. Con su dedo índice mostró, en la dirección de la Favela, el Huerto de los Olivos, donde el Hijo habían pasado la noche atroz de la traición de Judas y, un poco más allá, en la Sierra de Cañabrava, el Monte Calvario, donde los impíos lo crucificaron entre dos ladrones. Añadió que el Santo Sepulcro se encontraba a un cuarto de legua, en Grajaú, entre roquedales cenicientos, donde fieles anónimos había plantado una cruz. Pormenorizó, luego, ante los elegidos silenciosos y maravillados, por qué callejuelas de Canudos pasaba el camino del Calvario, dónde había caído Cristo la primera vez, dónde había encontrado a su Madre, en qué lugar le había limpiado el rostro la pecadora redimida y de dónde a dónde lo había ayudado el Cireneo a arrastrar la cruz. Cuando explicaba que el Valle de Ipueira era el Valle de Josafat se escucharon disparos, al otro lado de las cumbres que apartaban a Canudos del mundo. Sin apresurarse, el Consejero pidió a la multitud —desgarrada entre el hechizo de su voz y los tiros — que cantara un Himno compuesto por el Beatito: «En loor del Querubín». Sólo después partieron con Joáo Abade y Pajeú grupos de hombres a reforzar a los yagunzos que combatían ya con la vanguardia del Mayor Febronio de Brito en las faldas del monte Cambaio.

Cuando llegaron a la carrera a apostarse en las grietas, trincheras y lajas salientes de la montaña que soldados de uniformes rojiazules y verdiazules trataban de escalar, ya había muertos. Los yagunzos colocados por Joáo Abade en ese paso obligatorio habían visto acercarse todavía a oscuras a las tropas, y, mientras el grueso de ellas descansaba en Rancho das Pedras —unas ocho cabañas desaparecidas por el fuego de los incendiarios — vieron que una compañía de infantes, mandada por un Teniente montado en un caballo pinto, se adelantaba hacia el Cambaio. La dejaron avanzar hasta tenerla muy cerca y, a una señal de José Venancio, la rociaron de tiros de carabina, de espingarda, de fusil, de pedradas, de dardos de ballesta y de insultos: «perros», «masones», «protestantes». Sólo entonces se percataron los soldados de su presencia. Dieron media vuelta y huyeron, menos tres heridos que fueron alcanzados y rematados por yagunzos saltarines y el caballo, que se encabritó y lanzó al suelo a su jinete y rodó

entre los pedruscos, quebrándose las patas. El Teniente pudo refugiarse detrás de unas rocas y empezar a disparar en tanto que el animal seguía allí tendido, relinchando lúgubremente, después de varias horas de tiroteo.

Muchos yagunzos habían sido despedazados por los cañonazos de los Krupp, que, al poco rato de la primera escaramuza, comenzaron a bombardear la montaña provocando derrumbes y lluvia de esquirlas. Joáo Grande, que estaba junto a José Venancio, comprendió que era suicida el amontonamiento y, brincando entre las lajas, sacudiendo los brazos como aspas, gritó que se dispersaran, que no ofrecieran ese blanco compacto. Le obedecieron, saltando de roca a roca o aplastándose contra el suelo, mientras, abajo, repartidos en secciones de combate al mando de tenientes, sargentos y cabos, los soldados, en medio de una polvareda y toques de corneta, trepaban al Cambaio. Cuando llegaron Joáo Abade y Pajeú con los refuerzos, habían alcanzado la mitad de la montaña. Los yagunzos que trataban de rechazarlos, pese a estar diezmados, no habían retrocedido. Los que traían armas de fuego se pusieron a disparar en el acto, acompañando los disparos de vociferaciones. Los que sólo llevaban machetes y facas, o esas ballestas para lanzar dardos con las que los sertaneros cazaban patos y venados y que Antonio Vilanova había hecho fabricar por decenas a los carpinteros de Canudos, se conformaban con formar racimos en torno a aquéllos y alcanzarles la pólvora o baquetearles las carabinas, esperando que el Buen Jesús les hiciera heredar un arma o acercarse al enemigo lo bastante para atacarlo con las manos.

Los Krupp seguían lanzando obuses contra las alturas y los desprendimientos de rocas causaban tantas víctimas como las balas. Al comienzo del atardecer, cuando figuras rojiazules y verdiazules comenzaron a perforar las líneas de los elegidos, Joáo Abade convenció a los otros que debían replegarse o se verían cercados. Varías decenas de yagunzos habían muerto y muchos más se encontraban heridos. Los que estuvieron en condiciones de escuchar la orden y retrocedieron y se deslizaron por la llanura conocida como el Tabolerinho hacia Belo Monte, fueron apenas algo más de la mitad de los que la víspera y esa mañana habían recorrido en dirección contraria ese camino. José Venancio, que se retiraba entre los últimos, apoyado en un palo, con la pierna encogida y sangrante, recibió un tiro por la espalda que lo mató sin darle tiempo a persignarse. El Consejero permanecía desde esa madrugada en el Templo sin terminar, orando, rodeado de las beatas, de María Quadrado, del Beatito, del León de Natuba y de una multitud de fieles, que rezaban también a la vez que tenían los oídos pendientes del fragor que traía hasta Canudos, por momentos muy nítido, el viento del Norte. Pedráo, los hermanos Vilanova, Joaquim Macambira y los otros que se habían quedado allí, preparando a la ciudad para el asalto, estaban desplegados a lo largo del Vassa Barris. Habían llevado a sus orillas todas las armas, la pólvora y los proyectiles que encontraron. Cuando el anciano Macambira vio aparecer a los yagunzos que regresaban del Cambaio, murmuró que, por lo visto, el Buen Jesús quería que los perros entraran a Jerusalén. Ninguno de sus hijos advirtió que se había confundido de palabra.

Pero no entraron. El combate se decidió ese mismo día, antes de que fuera noche, en el Tabolerinho, donde en estos momentos se iban tirando al suelo, aturdidos de fatiga y de felicidad, los soldados de las tres columnas del Mayor Febronio de Brito, después de ver huir a los yagunzos de las últimas estribaciones del monte, y que presentían ahí, a menos de una legua, la promiscua geografía de techos y de paja y las dos altísimas torres de piedra de lo que consideraban ya el botín de su victoria. Mientras los yagunzos sobrevivientes entraban a Canudos —su llegada, provocaba desconcierto, conversaciones sobreexcitadas, llantos, gritos, rezos a voz en cuello—, los soldados se dejaban caer al suelo, se abrían las guerreras rojiazules, verdiazules, se sacaban las polainas, tan agotados que ni siquiera podían decirse unos a otros lo dichosos que estaban por la derrota del enemigo. Reunidos en Consejo de Guerra, el Mayor Febronio y sus catorce oficiales decidían acampar en ese tablazo pelado, junto a una inexistente laguna que los mapas llamaban de Cipo y que, a partir de ese día, llamarían de Sangre. A la mañana siguiente, con las primeras luces, darían el asalto al cubil de los fanáticos. Pero, antes de una hora, cuando tenientes, sargentos y cabos todavía pasaban revista a las compañías entumecidas, establecían listas de muertos, heridos y desaparecidos y aún surgían entre las rocas soldados de la retaguardia, los asaltaron a ellos. Sanos o

enfermos, hombres o mujeres, niños o viejos, todos los elegidos en condiciones de pelear les cayeron encima, como un alud. Los había convencido Joáo Abade que debían atacar ahora mismo, ahí mismo, todos juntos, pues ya no habría después si no lo hacían. Habían salido tras él en tropel tumultuoso, cruzado como estampida de reses el tablazo. Venían armados de todas las imágenes del Buen Jesús, de la Virgen, del Divino que había en la ciudad, empuñaban todos los garrotes, varas, hoces, horquillas, facas y machetes de Canudos, además de los trabucos, las escopetas, las carabinas, las espingardas y los Mánnlichers conquistados en Uauá, y, a la vez que disparaban balas, trozos de metal, clavos, dardos, piedras, daban alaridos, poseídos de ese coraje temerario que era el aire que respiraban los sertañeros desde que nacían multiplicado ahora en ellos por el amor a Dios y el odio al Príncipe de las Tinieblas que el santo había sabido infundirles. No dieron tiempo a los soldados a salir del estupor de ver de pronto, en ese llano, la masa vociferante de hombres y mujeres que corrían hacia ellos como si no hubieran sido ya derrotados. Cuando el susto los despertó, los sacudió, los puso de pie y cogieron sus armas, era ya tarde. Ya los yagunzos estaban sobre ellos, entre ellos, detrás de ellos, delante de ellos, disparándoles, acuchillándolos, apredreándolos, clavándolos, mordiéndolos, arrancándoles los fusiles, las cartucheras, los pelos, los ojos, y, sobre todo, maldiciéndolos con las palabras más extrañas que habían oído jamás. Primero unos, después otros, atinaron a huir, confundidos, enloquecidos, espantados ante esa arremetida súbita, insensata, que no parecía humana. En las sombras que caían detrás de la bola de fuego que acababa de hundirse tras las cumbres, se dispersaban solos o en grupos por esas faldas del Cambaio que tan esforzadamente habían trepado a lo largo de toda la jornada, corriendo en todas direcciones, tropezando, incorporándose, desprendiéndose a jalones de sus uniformes con la esperanza de pasar desapercibidos y rogando que la noche llegara de una vez y fuera oscura.

Hubieran podido morir todos, no quedar un oficial o soldado de línea para contar al mundo la historia de esta batalla ya ganada y de pronto perdida; hubieran podido ser perseguidos, rastreados, acosados y ultimados, cada uno de ese medio millar de hombres vencidos que corrían sin rumbo, aventados por el miedo y la confusión, si los vencedores hubieran sabido que la lógica de la guerra es la destrucción total del adversario. Pero la lógica de los elegidos del Buen Jesús no era la de esta tierra. La guerra que ellos libraban era sólo en apariencia, la del mundo exterior, la de uniformados contra andrajosos, la del litoral contra el interior, la del nuevo Brasil contra el Brasil tradicional. Todos los yagunzos eran conscientes de ser sólo fantoches de una guerra profunda, intemporal y eterna, la del bien y del mal, que se venía librando desde el principio del tiempo. Por eso los dejaron escapar, mientras ellos, a la luz de los mecheros, rescataban a los hermanos muertos y heridos que yacían en el tablazo o en el Cambaio con muecas de dolor o de amor a Dios fijadas en las caras (cuando la metralla les había preservado las caras). Toda la noche estuvieron transportando heridos a las Casas de Salud de Belo Monte, y cadáveres que, vestidos con los mejores trajes y embutidos en cajones fabricados a toda prisa, eran llevados al velatorio en el Templo del Buen Jesús y la Iglesia de San Antonio. El Consejero decidió que no serían enterrados hasta que el párroco de Cumbe viniera a decir una misa por sus almas, y una de las beatas del Coro Sagrado, Alejandrinha Correa, fue a buscarlo.

Mientras lo esperaban, Antonio el Fogueteiro preparó fuegos artificiales y hubo una procesión. Al día siguiente, muchos yagunzos retornaron al lugar del combate. Desnudaron a los soldados y abandonaron los cadáveres desnudos a la pudrición. En Canudos, quemaron esas guerreras y pantalones con todo lo que contenían, billetes de la República, tabacos, estampas, mechones de amantes o hijas, recuerdos que les parecían objetos de condenación. Pero preservaron los fusiles, las bayonetas, las balas, porque así se los habían pedido Joáo Abade, Pajeú, los Vilanova y porque entendían que serían imprescindibles si eran atacados de nuevo. Como algunos se resistían, el propio Consejero tuvo que pedirles que pusieran esos Mánnlichers, Winchesters, revólveres, cajas de pólvora, sartas de municiones, latas de grasa, al cuidado de Antonio Vilanova. Los dos cañones Krupp habían quedado al pie del Cambaio, en el sitio desde el cual bombardearon el monte. Fue quemado de ellos todo lo que podía quemarse —las ruedas y las cureñas — y los tubos de acero fueron arrastrados, con ayuda de mulas, a la

ciudad, para que los herreros los fundieran.

En Ranchos das Pedras, donde había estado el último campamento del Mayor Febronio de Brito, los hombres de Pedráo encontraron, hambrientas y desgreñadas, a seis mujeres que habían seguido a los soldados, cocinándoles, lavándoles la ropa y dándoles amor. Las llevaron a Canudos y el Beatito las expulsó, diciéndoles que no podían permanecer en Belo Monte quienes habían servido deliberadamente al Anticristo. Pero a una de ellas, que estaba embarazada, dos cafusos que habían pertenecido a la banda de José Venancio y que estaban desconsolados con su muerte, la atraparon en las afueras, le abrieron el vientre a tajos de machete, le arrancaron el feto y pusieron en su lugar un gallo vivo, convencidos de que así prestaban un servicio a su jefe en el otro mundo.

Oye dos o tres veces el nombre de Caifás, entre palabras que no entiende, y haciendo un esfuerzo abre los ojos y ahí está la mujer de Rufino, al lado de la hamaca, agitada, moviendo la boca, haciendo ruidos, y es día lleno ya y por la puerta y los resquicios de las estacas el sol entra a raudales en la vivienda. La luz lo hiere tan fuerte que debe pestañear y restregarse los párpados mientras se incorpora. Imágenes confusas, llegan a través de una agua lechosa, y a medida que su cerebro se despercude y el mundo se aclara, la mirada y la mente de Galileo Gall descubren una metamorfosis en la habitación: ha sido cuidadosamente ordenada; suelo, paredes, objetos, ofrecen un aspecto reluciente, como si todo hubiera sido fregado y lustrado. Ahora entiende lo que dice Jurema: viene Caifás, viene Caifás. Advierte que la mujer del rastreador ha cambiado la túnica que él le desgarró por una blusa y una falda oscuras, que está descalza y asustada, y mientras trata de recordar dónde cayó su revólver esa madrugada, se dice que no hay por qué alarmarse, que quien viene es el encuerado que lo llevó hasta Epaminondas Goncalves y lo trajo de vuelta con las armas, justamente la persona que en este momento necesita más. Ahí está el revólver, junto a su maletín, al pie de la imagen de la Virgen de Lapa que cuelga de un clavo. Lo coge y cuando piensa que está sin balas ve, en la puerta de la vivienda, a Caifás.

—They tried to kill me —dice, precipitadamente, y, como advierte su error, habla en portugués —: Quisieron matarme, se llevaron las armas. Debo ver a Epaminondas Goncalves, ahora mismo.

—Buenos días —dice Caifás, llevándose dos dedos hacia el sombrero con tirillas de cuero, sin quitárselo, dirigiéndose a Jurema de una manera que parece a Gall absurdamente solemne. Luego se vuelve hacia él y hace el mismo movimiento y repite — : Buenos días.

—Buenos días —responde Gall, sintiéndose, de pronto, ridículo con el revólver en la mano. Lo guarda en su cintura, entre su pantalón y su cuerpo, y da dos pasos hacia Caifás, advirtiendo la turbación, la vergüenza, el embarazo que se ha adueñado de Jurema con su llegada: no se mueve, mira el suelo, no sabe qué hacer con sus manos. Galileo señala el exterior:

—¿Viste a esos dos hombres muertos, ahí fuera? Había otro más, el que se llevó las armas. Debo hablar con Epaminondas, debo advertirle. Llévame con él. —Los vi —dijo escuetamente Caifás. Y se dirige a Jurema, que sigue cabizbaja, petrificada, moviendo los dedos como si tuviera un calambre—. Han llegado soldados a Queimadas. Más de quinientos. Buscan pisteros para ir a Canudos. Al que no quiere contratarse, lo llevan a la fuerza. Vine a avisarle a Rufino. —No está —balbucea Jurema, sin levantar la cabeza—. Se ha ido a Jacobina. —¿Soldados? —Gall da otro paso, hasta casi rozar al recién venido—. ¿La Expedición del Mayor Brito ya está aquí?

—Va a haber un desfile —asiente Caifás—. Están formados en la Plaza. Llegaron en el tren de esta mañana.

Gall se pregunta por qué el hombre no se sorprende de los muertos que ha visto allá afuera, al llegar a la cabaña, por qué no le hace preguntas sobre lo que ha ocurrido, sobre cómo ha ocurrido, por qué permanece así, tranquilo, inmutable, inexpresivo, esperando, ¿qué cosa?, y se dice una vez más que la gente de aquí es extraña,

impenetrable, inescrutable, como le parecía la china o la del Indostán. Es un hombre muy flaco Caifás, huesudo, bruñido, con los pómulos saltados y unos ojos vinosos que causan malestar pues nunca parpadean, al que apenas le conoce la voz, ya que apenas abrió la boca durante el doble viaje que hizo a su lado, y cuyo chaleco de cuero y pantalón reforzado en los fundillos y en las piernas también con tiras de cuero y hasta las alpargatas de cordón parecen parte de su cuerpo, una áspera piel complementaria, una costra. ¿Por qué su llegada ha sumido a Jurema en semejante confusión? ¿Es por lo sucedido hace unas horas entre ellos dos? El perrito lanudo aparece de algún lado y salta, brinca y juguetea entre los pies de Jurema y en ese momento Galileo Gall se da cuenta que han desaparecido las gallinas de la habitación.

—Sólo vi a tres, el que se escapó se llevó las armas —dice, alisándose la alborotada cabellera rojiza—. Hay que avisar cuanto antes a Epaminondas, esto puede ser peligroso para él. ¿Puedes llevarme a la hacienda?

—Ya no está allá —dice Caifás—. Usted lo oyó, ayer. Dijo que se iba a Bahía. —Sí —dice Gall. No hay más remedio, tendrá que regresar a Bahía él también. Piensa: «Ya están aquí los soldados». Piensa: «Van a venir en busca de Rufino, van a encontrar los muertos, me van a encontrar». Tiene que irse, sacudir esa languidez, esa modorra que lo atenazan. Pero no se mueve.

—A lo mejor eran enemigos de Epaminondas, gente del Gobernador Luis Viana, del Barón —murmura, como si se dirigiera a Caifás, pero en realidad se habla a sí mismo—. ¿Por qué, entonces, no vino la Guardia Nacional? Esos tres no eran gendarmes. Tal vez bandoleros, tal vez querían las armas para sus fechorías o para venderlas. Jurema sigue inmóvil, cabizbaja, y, a un metro suyo, siempre quieto, tranquilo, inexpresivo, Caifás. El perrito brinca, jadea.

—Además, hay algo raro —reflexiona Gall en voz alta, pensando «debo esconderme hasta que los soldados partan y regresar a Salvador», pensando, al mismo tiempo, que la Expedición del Mayor Brito ya está aquí, a menos de dos kilómetros, que irá a Canudos y que sin duda arrasará con ese brote de rebeldía ciega en el que él ha creído, o querido, ver la simiente de una revolución—. No sólo buscaban las armas. Querían matarme, eso es seguro. Y no se comprende. ¿Quién puede estar interesado en matarme a mí, aquí en Queimadas?

—Yo, señor —oye decir a Caifás, con la misma voz sin matices, a la vez que siente el filo de la faca en el cuello, pero sus reflejos son, han sido siempre rápidos y ha conseguido apartar la cabeza, retroceder unos milímetros en el instante que el encuerado saltaba sobre él y su faca, en vez de clavarse en su garganta, se desvía y hiere más abajo, a la derecha, en el borde mismo del cuello y el hombro, dejándole en el cuerpo una sensación más de frío y sorpresa que de dolor. Ha caído al suelo, está tocándose la herida, consciente de que entre sus dedos corre sangre, con los ojos muy abiertos, mirando hechizado al encuerado de nombre bíblico, cuya expresión ni siquiera ahora se ha alterado, salvo, quizá, por sus pupilas que eran opacas y ahora brillan. Tiene la faca ensangrentada en la mano izquierda y un revólver pequeño, con empuñadura de concha, en la derecha. Lo apunta a la cabeza, inclinado sobre él, a la vez que le da una especie de explicación —: Es una orden del coronel Epaminondas Goncalves, señor. Yo me llevé las armas esta mañana, yo soy el jefe de esos que usted mató.

—¿Epaminondas Goncalves? —ronca Galileo Gall y, ahora sí, el dolor de su garganta es vivísimo.

—Necesita un cadáver inglés —parece excusarse Caifás, a la vez que aprieta el gatillo y Gall, que ha ladeado automáticamente la cara, siente una quemazón en la mandíbula, en los pelos y como si le arrancaran la oreja.

—Soy escocés y odio a los ingleses —alcanza a murmurar, pensando que el segundo disparo hará blanco en su frente, su boca o su corazón y perderá el sentido y morirá, pues el encuerado está alargando de nuevo la mano, pero lo que ve más bien es un bólido, un revuelo, Jurema que cae sobre Caifás y se aferra a él y lo hace trastabillear, y entonces deja de pensar y descubriendo en sí fuerzas que ya no creía tener se levanta y salta también sobre Caifás, contusamente alerta de estar sangrando y ardiendo y antes de que vuelva a pensar, a tratar de comprender lo que ha sucedido, lo que lo ha salvado, está golpeando con la cacha de su revólver, con toda la energía que le queda, al

encuerado del que Jurema sigue prendida. Antes de verlo perder el sentido, alcanza a darse cuenta de que no es a él a quién Caitas mira mientras se defiende y recibe sus golpes, sino a Jurema, y que no hay odio, cólera, sino una inconmensurable estupefacción en sus pupilas vinosas, como si no pudiera entender lo que ella ha hecho, como si el que ella se arrojara contra él, desviara su brazo, permitiera a su víctima levantarse y atacarlo fueran cosas que no podía siquiera imaginar, soñar. Pero cuando Caifás, semiinerte, la cara hinchada por los golpes, sangrante también por su propia sangre o la de Gall, suelta la faca y su diminuto revólver y Gall se lo arrebata y va a dispararle, es la misma Jurema quien se lo impide, prendiéndose de su mano, como antes de la de Caifás, y chillando histéricamente.

—Dont be afraid —dice Gall, sin fuerzas ya para forcejear—. Tengo que irme de aquí, los soldados van a venir. Ayúdame a subir a la mula, mujer.

Abre y cierra la boca, varias veces, seguro de que en este mismo instante se va a desplomar junto a Caifás, que parece moverse. Con la cara torcida por el esfuerzo, notando que ha aumentado el ardor del cuello y que ahora le duelen también los huesos, las uñas, los pelos, va dando barquinazos contra los baúles y los trastos de la cabaña, hacia esa llamarada de luz blanca que es la puerta, pensando «Epaminondas Goncalves», pensando: «Soy un cadáver inglés».

El nuevo párroco de Cumbe, Don Joaquim, llegó al pueblo sin cohetes ni campanas una tarde nublada que presagiaba tormenta. Apareció en un carro de bueyes, con una maleta ruinosa y una sombrilla para la lluvia y el sol. Había hecho un viaje largo, desde Bengalas, en Pernambuco, donde había sido párroco dos años. En los meses siguientes se diría que su obispo lo había alejado de allí por haberse propasado con una menor. Los vecinos que encontró a la entrada de Cumbe lo llevaron hasta la Plaza de la Iglesia y le mostraron la desfondada vivienda donde había vivido el párroco del lugar, en ese tiempo en que Cumbe tenía párroco. La vivienda era ahora un hueco con paredes y sin techo, que servía de basural y de refugio a los animales sin dueño. Don Joaquim se metió a la pequeña Iglesia de Nuestra Señora de la Concepción y acomodando las bancas usables se preparó un camastro y se echó a dormir, tal como estaba. Era joven, algo encorvado, bajo, levemente barrigón y con un aire festivo que de entrada cayó simpático a las gentes. A no ser por el hábito y la tonsura no se lo hubiera tomado por un hombre en activo comercio con el mundo del espíritu, pues bastaba alternar con él una vez para comprender que tanto, o acaso más, le importaban las cosas de este mundo (sobre todo las mujeres). El mismo día de su llegada demostró a Cumbe que era capaz de codearse con los vecinos como uno de ellos y que su presencia no estorbaría sustancialmente las costumbres de la población. Casi todas las familias estaban congregadas en la Plaza de la Iglesia para darle la bienvenida, cuando abrió los ojos, después de varias horas de sueño. Era noche cerrada, había llovido y cesado de llover y en la humedad cálida canturreaban los grillos y el cielo hervía de estrellas. Comenzaron las presentaciones, largo desfile de mujeres que le besaban la mano y hombres que se quitaban el sombrero al pasar junto a él, musitando su nombre. Al poco rato, el Padre Joaquim interrumpió el besamanos explicando que se moría de hambre y de sed. Comenzó entonces algo semejante al recorrido de las estaciones de Semana Santa, en que el párroco iba visitando casa por casa, para ser agasajado con las mejores viandas que los lugareños tenían. La luz de la mañana lo encontró despierto, en una de las dos tabernas de Cumbe, bebiendo guinda con aguardiente y haciendo un contrapunto de décimas con el caboclo Matías de Tavares.

Comenzó de inmediato sus funciones, decir misa, bautizar a los que nacían, confesar a los adultos, impartir los últimos sacramentos a los que morían y casar a las nuevas parejas o a las que, conviviendo ya, querían adecentarse ante Dios. Como atendía una vasta comarca, viajaba con mucha frecuencia. Era activo y hasta abnegado en el cumplimiento de su tarea parroquial. Cobraba con moderación por cualquier servicio, aceptaba que le debieran o que no le pagaran pues, entre los vicios capitales, del que estaba decididamente exento era la codicia. De los otros no, pero, al menos, los

practicaba sin discriminación. Con el mismo regocijo agradecía el suculento chivo al horno de un hacendado que el bocado de rapadura que le convidaba un morador y para su garganta no había diferencias entre el aguardiente añejo o el ron de quemar aplacado con agua que se tomaba en tiempos de escasez. En cuanto a las mujeres, nada parecía repelerlo, ancianas legañosas, niñas impúberes, mujeres castigadas por la naturaleza con verrugas, labios leporinos o idiotez. A todas las estaba siempre piropeando e insistiéndoles para que vinieran a decorar el altar de la Iglesia. En los jolgorios, cuando se le habían subido los colores a la cara, les ponía la mano encima sin el menor embarazo. A los padres, maridos, hermanos, su condición religiosa les parecía desvirilizarlo y soportaban resignados esas audacias que en otro les hubieran hecho sacar la faca. De todos modos, respiraron aliviados cuando el Padre Joaquim estableció una relación permanente con Alejandrinha Correa, la muchacha que por rabdomante se había quedado para vestir santos.

La leyenda era que la milagrosa facultad de Alejandrinha se conoció cuando era una niñita, el año de la gran sequía, mientras los vecinos de Cumbe, desesperados por la falta de agua, abrían pozos por todas partes. Divididos en cuadrillas excavaban desde el amanecer, en todos los lugares donde hubo alguna vez vegetación tupida, pensando que esto era síntoma de agua en el subsuelo. Las mujeres y los niños participaban en el extenuante trabajo. Pero la tierra extraída, en vez de humedad, sólo revelaba nuevas capas de arena negruzca o de rocas irrompibles. Hasta que un día, Alejandrinha, hablando con vehemencia, atolondrada, como si le dictaran palabras que apenas tenía tiempo de repetir, interrumpió a la cuadrilla de su padre, diciéndoles que en vez de cavar allí lo hicieran más arriba, al comienzo de la trocha que sube a Massacará. No le hicieron caso. Pero la niña siguió insistiendo, zapateando y moviendo las manos como inspirada. «Total, sólo abriremos un hueco más», dijo su padre. Fueron a hacer la prueba en esa explanada de guijarros amarillentos, donde se bifurcan las trochas a Carnaiba y a Massacará. Al segundo día de estar sacando terrones y piedras, el subsuelo comenzó a oscurecerse, a humedecerse y, por fin, en medio del entusiasmo de los vecinos, transpiró agua. Tres pozos más se encontraron por los alrededores, que permitieron a Cumbe sortear mejor que otros lugares esos dos años de miseria y mortandad. Alejandrinha Correa se convirtió, a partir de entonces, en objeto de reverencia y de curiosidad. Para sus padres, además, en un ser cuya intuición trataron de aprovechar, cobrando a los caseríos y a los moradores por adivinarles el lugar donde debían buscar agua. Sin embargo, las habilidades de Alejandrinha no se prestaban al negocio. La chiquilla se equivocaba más veces de las que acertaba y, en muchas ocasiones, después de husmear por el lugar con su naricita respingada, decía: «No sé, no se me ocurre». Pero ni esos vacíos ni los errores, que siempre desaparecían bajo el recuerdo de sus hallazgos, empañaron la fama con que creció. Su aptitud de rabdomante la hizo famosa, no feliz. Desde que se supo que tenía ese poder, se levantó a su alrededor un muro que la aisló de la gente. Los otros niños no se sentían cómodos con ella y los mayores no la trataban con naturalidad. La miraban con insistencia, le preguntaban cosas raras sobre el futuro o la vida que hay después de la muerte y hacían que se arrodillara a la cabecera de los enfermos y tratase de curarlos con el pensamiento. De nada valieron sus esfuerzos para ser una mujer igual a las demás. Los hombres siempre se mantuvieron a respetuosa distancia de ella. No la sacaban a bailar en las ferias, ni le dieron serenatas ni a ninguno de ellos se le pasó por la cabeza tomarla por mujer. Como si enamorarla hubiera sido una profanación.

Hasta que llegó el nuevo párroco. El Padre Joaquim no era hombre que se dejase intimidar por aureolas de santidad o de brujería en lo tocante a mujeres. Alejandrinha había dejado atrás los veinte años. Era espigada, de nariz siempre curiosa y ojos inquietos, y aún vivía con sus padres a diferencia de sus cuatro hermanas menores, que ya tenían marido y casa propia. Llevaba una vida solitaria, por el respeto religioso que inspiraba y que ella no conseguía disipar pese a su sencillez. Como la hija de los Correa sólo iba a la Iglesia a la misa del domingo y como la invitaban a pocas celebraciones privadas (la gente temía que su presencia, contaminada de sobrenatural, impidiera la alegría) el nuevo párroco tardó en trabar relación con ella.

El romance debió empezar muy poco a poco, bajo las coposas cajaranas de la Plaza de la

Iglesia, o en las callejuelas de Cumbe donde el curita y la rabdomante debieron cruzarse, descruzarse, y él mirarla como si estuviera tomándole un examen, con sus ojitos impertinentes, vivarachos, insinuantes, a la vez que su cara atemperaba la crudeza del reconocimiento con una sonrisa bonachona. Y él debió ser el primero en dirigirle la palabra, claro está, preguntándole tal vez sobre la fiesta del pueblo, el ocho de diciembre, o por qué no se la veía en los rosarios o cómo era eso del agua que le atribuían. Y ella debió contestarle con ese modo rápido, directo, desprejuiciado que era el suyo, mirándolo sin rubor. Y así debieron sucederse los encuentros casuales, otros menos casuales, conversaciones donde, además de los chismes de actualidad sobre los bandidos y las volantes y las rencillas y amoríos locales y las confidencias recíprocas, poco a poco irían apareciendo malicias y atrevimientos.

El hecho es que un buen día todo Cumbe comentaba con sorna el cambio de Alejandrinha, desganada parroquiana que se volvió de pronto la más diligente. Se la veía, temprano en las mañanas, sacudiendo las bancas de la Iglesia, arreglando el altar y barriendo la puerta. Y empezó a vérsela, también, en la casa del párroco que, con el concurso de los vecinos, había recobrado techos, puertas y ventanas. Que existía entre ambos algo más que debilidades de ocasión fue evidente el día que Alejandrinha entró con aire decidido a la taberna donde el Padre Joaquim, luego de una fiesta de bautizo, se había refugiado con un grupo de amigos y tocaba guitarra y bebía, lleno de felicidad. La entrada de Alejandrinha lo enmudeció. Ella avanzó hacia él y con firmeza le soltó esta frase: «Se viene usted ahora mismo conmigo, porque ya tomó bastante». Sin replicar, el curita la siguió.

La primera vez que el santo llegó a Cumbe, Alejandrinha Correa llevaba ya varios años viviendo en la casa del párroco. Se instaló allí para cuidarlo de una herida que recibió en el pueblo de Rosario, donde se vio envuelto en una balacera entre el cangaco de Joáo Satán y los policías del Capitán Geraldo Macedo, el Cazabandidos, y allí se quedó. Habían tenido tres hijos que todos nombraban sólo como hijos de Alejandrinha y a ella le decían «guardiana» de Don Joaquim. En presencia tuvo un efecto moderador en la vida del párroco, aunque no corrigió del todo sus costumbres. Los vecinos la llamaban cuando, más bebido de lo recomendable, el curita se volvía una complicación, y ante ella él era siempre dócil, aun en los extremos de la borrachera. Quizá eso contribuyó a que los vecinos toleraran sin demasiados remilgos esa unión. Cuando el santo vino a Cumbe por primera vez, ella era algo tan aceptado que incluso los padres y hermanos de Alejandrinha la visitaban en su casa y trataban de «nietos» y «sobrinos» a sus hijos sin la menor incomodidad.

Por eso cayó como una bomba que, en su primera prédica desde el pulpito de la Iglesia de Cumbe, donde el Padre Joaquim, con sonrisa complaciente, le había permitido subir, el hombre alto, escuálido, de ojos crepitantes y cabellos nazarenos, envuelto en un túnica morada, despotricara contra los malos pastores. Un silencio sepulcral se hizo en la nave repleta de gente. Nadie miraba al párroco, quien, sentado en la primera banca, había abierto los ojos con un pequeño respingo y permanecía inmóvil, la vista fija adelante, en el crucifijo o en su humillación. Y los vecinos tampoco miraban a Alejandrinha Correa, sentada en la tercera fila, que, ella sí, contemplaba al predicador, muy pálida. Parecía que el santo hubiese venido a Cumbe aleccionado por enemigos de la pareja. Grave, inflexible, con voz que rebotaba contra las frágiles paredes y el techo cóncavo, decía cosas terribles contra los elegidos del Señor que, pese a haber sido ordenados y vestir hábitos, se convertían en lacayos de Satán. Se ensañaba en vituperar todos los pecados del Padre Joaquim: la vergüenza de los pastores que en lugar de dar ejemplo de sobriedad bebían cachaca hasta el desvarío; la indecencia de los que en lugar de ayunar y ser frugales se atragantaban sin darse cuenta que vivían rodeados de gente que apenas tenía qué comer; el escándalo de los que olvidaban su voto de castidad y se refocilaban con mujeres a las que, en vez de orientar espiritualmente, perdían regalándoles sus pobres almas al Perro de los infiernos. Cuando los vecinos se animaban a espiarlo con el rabillo del ojo, descubrían al párroco en el mismo sitio, siempre mirando al frente, la cara color bermellón. Eso que ocurrió, y que fue la comidilla de la gente muchos días, no impidió que el Consejero siguiera predicando en la Iglesia de Nuestra Señora de la Concepción mientras permaneció en Cumbe o que volviera a hacerlo

cuando, meses después, regresó acompañado por un séquito de bienaventurados, o que lo hiciera de nuevo en años sucesivos. La diferencia fue que en los consejos de las otras veces el Padre Joaquim solía estar ausente. Alejandrinha, en cambio, no. Estaba siempre allí, en la tercera fila, con la nariz respingada, escuchando las amonestaciones del santo contra la riqueza y los excesos, su defensa de las costumbres austeras y sus exhortaciones a preparar el alma para la muerte mediante el sacrificio y la oración. La antigua rabdomante empezó a dar muestras de creciente religiosidad. Encendía velas en las hornacinas de las calles, permanecía mucho rato de rodillas ante el altar, en actitud de profunda concentración, organizaba acciones de gracias, rogativas, rosarios, novenas. Un día apareció tocada con un trapo negro y un detente en el pecho con la imagen del Buen Jesús. Se dijo que, aunque seguían bajo el mismo techo, ya no ocurría entre el párroco y ella nada que ofendiese a Dios. Cuando los vecinos se animaban a preguntarle al Padre Joaquim por Alejandrinha, él desviaba la conversación. Se le notaba azorado. Aunque seguía viviendo alegremente, sus relaciones con la mujer que compartía su casa y era madre de sus hijos, cambiaron. Al menos en público se trataban con la cortesía de dos personas que apenas se conocen. El Consejero despertaba en el párroco de Cumbe sentimientos indefinibles. ¿Le tenía miedo, respeto, envidia, conmiseración? El hecho es que cada vez que llegaba le abría la Iglesia, lo confesaba, lo hacía comulgar y mientras estaba en Cumbe era un modelo de templanza y devoción.

Cuando, en la última visita del santo, Alejandrinha Correa se fue tras él, entre sus peregrinos, abandonando todo lo que tenía, el Padre Joaquim fue la única persona del pueblo que no pareció sorprenderse.

Pensó que nunca había temido a la muerte y que tampoco le temía ahora. Pero le temblaban las manos, le corrían escalofríos y a cada momento se juntaba más a la fogata para calentar el hielo de sus entrañas. Y, sin embargo, sudaba. Pensó: «Estás muerto de miedo, Gall». Esos goterones de sudor, esos escalofríos, ese hielo y ese temblor eran el pánico del que presiente la muerte. Te conocías mal, compañero. ¿O había cambiado? Pues estaba seguro de no haber sentido nada semejante de muchacho, en el calabozo de París, cuando esperaba ser fusilado, ni en Barcelona, en la enfermería, mientras los estúpidos burgueses lo curaban para que subiera sano al patíbulo a ser estrangulado con un aro de hierro. Iba a morir: había llegado la hora, Galileo.

¿Se le endurecería el falo en el instante supremo, como decían que ocurría con los ahorcados y los decapitados? Alguna tortuosa verdad escondía esa creencia granguiñolesca, alguna misteriosa afinidad entre el sexo y la conciencia de la muerte. Si no fuera así, no le hubiera ocurrido lo de esta madrugada y lo de hacía un momento. ¿Un momento? Horas, más bien. Era noche cerrado y había miríadas de estrellas en el firmamento. Recordó que, mientras esperaba en la pensión de Queimadas, había planeado escribir una carta a l'Étincelle de la révolte explicando que el paisaje del cielo era infinitamente más variado que el de la tierra en esta región del mundo y que esto sin duda influía en la disposición religiosa de la gente. Sintió la respiración de Jurema, mezclada al crujido de la fogata declinante. Sí, había sido olfatear la muerte cerca lo que lo lanzó sobre esta mujer, con el falo tieso, dos veces en un mismo día. «Extraña relación hecha de susto y semen y de nada más», pensó. ¿Por qué lo había salvado, interponiéndose, cuando Caifás iba a darle el tiro de gracia? ¿Por qué lo había ayudado a subir a la mula, acompañado, curado, traído hasta aquí? ¿Por qué se conducía así con quien debía odiar?

Fascinado, recordó esa urgencia súbita, premiosa, irrefrenable, cuando el animal cayó en pleno trote, arrojándolos a ambos al suelo. «Su corazón debió reventar como una fruta», pensó. ¿A qué distancia estaban de Queimadas? ¿Era el río do Peixe el arroyuelo donde se había lavado y vendado? ¿Había dejado atrás, contorneándolo, Riacho da Onca o aún no habían llegado a ese pueblo? Su cerebro era una turbamulta de preguntas; pero el miedo se había eclipsado. ¿Había sentido mucho miedo cuando la mula se desplomó y vio que caía, que rodaba? Sí. Ésa era la explicación: el miedo. La instantánea sospecha de que el animal había muerto, no de cansancio, sino de un disparo de los capangas que lo

perseguían para convertirlo en un cadáver inglés. Y debió ser buscando instintivamente protección que saltó sobre la mujer que había rodado al suelo con él. ¿Pensaría Jurema que era un loco, tal vez el diablo? Tomarla en esas circunstancias, en ese momento, en ese estado. Ahí, el desconcierto de los ojos de la mujer, su turbación, cuando comprendió, por la forma como las manos de Gall escarbaban sus ropas, lo que pretendía de ella. No hizo resistencia esta vez, pero tampoco disimuló su disgusto, o, más bien, su indiferencia. Ahí, esa quieta resignación de su cuerpo que había quedado impresa en la mente de Gall mientras yacía en tierra, confuso, atolondrado, colmado de algo que podía ser deseo, miedo, angustia, incertidumbre o un ciego rechazo de la trampa en que se hallaba. A través de una neblina de sudor, con las heridas del hombro y del cuello doliéndole como si se hubieran reabierto y la vida se le escurriera por ellas, vio a Jurema, en la tarde que oscurecía, examinar a la mula, abriéndole los ojos y la boca. La vio luego, siempre desde el suelo, reunir ramas, hojas y encender una fogata. Y la vio, con el cuchillo que extrajo de su cinturón sin decirle palabra, rebanar unas lonjas rojizas de los jares del animal, ensartarlos y ponerlos a asar. Daba la impresión de cumplir una rutina doméstica, como si nada anormal ocurriera, como si los acontecimientos de este día no hubieran revolucionado su existencia. Pensó: «Son las gentes más enigmáticas del planeta». Pensó: «Fatalistas, educadas para aceptar lo que la vida les traiga, sea bueno, malo o atroz». Pensó: «Para ella tú eres lo atroz».

Luego de un rato, había podido incorporarse, beber unos tragos de agua, y, con gran esfuerzo por el ardor de su garganta, masticar. Los trozos de carne le hicieron el efecto de un manjar. Mientras comían, imaginando que Jurema estaría perpleja con las ocurrencias, había tratado de explicárselas: quién era Epaminondas Goncalves, su propuesta de las armas, cómo había sido él quien planeó el atentado en casa de Rufino para robar sus propios fusiles y matarlo, pues necesitaba un cadáver de piel clara y pelirrojo. Pero se dio cuenta que a ella no le interesaba lo que oía. Lo escuchaba mordisqueando con unos dientecillos pequeños y parejos, espantando las moscas, sin asentir ni preguntar nada, posando de rato en rato en los suyos unos ojos que la oscuridad se iba ^ tragando y que lo hacían sentirse estúpido. Pensó: «Lo soy». Lo era, demostró serlo. Él tenía la obligación moral y política de desconfiar, de sospechar que un burgués ambicioso, capaz de maquinar una conspiración contra sus adversarios como la de las armas, podía maquinar otra contra él. ¡Un cadáver inglés! O sea que lo de los fusiles no había sido una equivocación, un lapsus: le había dicho que eran franceses sabiendo que eran ingleses. Galileo lo descubrió al llegar a la vivienda de Rufino, mientras acomodaba las cajas en el carromato. La marca de fábrica, en la culata, saltaba a la vista: Liverpool, 1891. Le había hecho una broma, mentalmente: «Francia no ha invadido aún Inglaterra, que yo sepa. Los fusiles son ingleses, no franceses». Fusiles ingleses, un cadáver inglés. ¿Qué se proponía? Podía imaginárselo: era una idea fría, cruel, audaz y a lo mejor hasta efectiva. Renació la angustia en su pecho y pensó: «Me matará». No conocía el territorio, estaba herido, era un forastero cuyo rastro podría señalar todo el mundo. ¿Dónde iba a esconderse? «En Canudos.» Sí, sí. Allí se salvaría o, cuando menos, no moriría con la lastimosa sensación de ser estúpido. «Canudos te amnistiará, compañero», se le ocurrió.

Temblaba de frío y le dolían el hombro, el cuello, la cabeza. Para olvidarse de sus heridas trató de pensar en los soldados del Mayor Febronio de Brito: ¿habrían partido ya de Queimadas rumbo a Monte Santo? ¿Aniquilarían ese hipotético refugio antes de que pudiera llegar a él? Pensó: «El proyectil no ingresó, ni tocó la piel, apenas la desgarró con su roce candente. La bala, por lo demás, tenía que ser diminuta, como el revólver, para matar gorriones». No era el balazo sino la cuchillada lo grave: había entrado profundamente, cortado venas, nervios y de allí subían el ardor y las punzadas hasta la oreja, los ojos, la nuca. Los escalofríos lo estremecían de pies a cabeza. ¿Ibas a morir, Gall? Súbitamente recordó la nieve de Europa, su paisaje tan domesticado si lo comparaba con esta naturaleza indómita. Pensó: «¿Habrá hostilidad geográfica parecida en alguna región de Europa?». En el sur de España, en Turquía, sin duda, y en Rusia. Recordó la fuga de Bakunin, después de estar once meses encadenado al muro de una prisión. Se la contaba su padre, sentándolo en sus rodillas: la épica travesía de Siberia, el río Amur, California, de nuevo Europa y, al llegar a Londres, la formidable pregunta:

«¿Hay ostras en este país?». Recordó los albergues que salpicaban los caminos europeos, donde siempre había una chimenea ardiendo, una sopa caliente y otros viajeros con quienes fumar una pipa y comentar la jornada. Pensó: «La nostalgia es una cobardía, Gall».

Se estaba dejando ganar por la autocompasión y la melancolía. ¡Qué vergüenza, Gall! ¿No habías aprendido siquiera a morir con dignidad? ¡Qué más daba Europa, el Brasil o cualquier pedazo de tierra! ¿No sería el mismo el resultado? Pensó: «La desagregación, la descomposición, la pudridera, la gusanera, y, si los animales hambrientos no intervienen, una frágil armazón de huesos amarillentos recubierta de un pellejo reseco». Pensó: «Estás ardiendo y muerto de frío y eso se llama fiebre». No era el miedo, ni la bala de matar pajaritos, ni la cuchillada: era una enfermedad. Porque el malestar había empezado antes del ataque del encuerado, cuando estaba en aquella hacienda con Epaminondas Goncalves; había ido minando sigilosamente algún órgano y extendiéndose por el resto de su organismo. Estaba enfermo, no malherido. Otra novedad, compañero. Pensó: «El destino quiere completar tu educación antes de que mueras, infligiéndote experiencias desconocidas». ¡Primero estuprador y luego enfermo! Porque no recordaba haberlo estado ni en su más remota niñez. Herido sí, varias veces, y aquélla, en Barcelona, gravemente. Pero enfermo, jamás. Tenía la sensación de que en cualquier momento perdería el sentido. ¿Por qué este esfuerzo insensato por seguir pensando? ¿Por qué esa intuición de que mientras pensara seguiría vivo? Se le ocurrió que Jurema se había ido. Aterrado, escuchó: ahí estaba siempre su respiración, hacia la derecha. Ya no podía verla porque la fogata se había consumido del todo.

Trató de darse ánimos sabiendo que era inútil, murmurando que las circunstancias adversas estimulaban al verdadero revolucionario, diciéndose que escribiría una carta a l'Étincelle de la révolte asociando con lo que ocurría en Canudos la alocución de Bakunin a los relojeros y artesanos de la Chaux–de–Fonds y del valle del SaintImier en que sostuvo que los grandes alzamientos no se producirían en las sociedades más industrializadas, como profetizaba Marx, sino en los países atrasados, agrarios, cuyas miserables masas campesinas no tenían nada que perder, como España, Rusia, y ¿por qué no? el Brasil, y trató de increpar a Epaminondas Goncalves: «Quedarás defraudado, burgués. Debiste matarme cuando estaba a tu merced, en la terraza de la hacienda. Sanaré, escaparé». Sanaría, escaparía, la muchacha lo guiaría, robaría una cabalgadura y, en Canudos, lucharía contra lo que tú representabas, burgués, el egoísmo, el cinismo, la avidez y…

DOS I

El calor no ha cedido con las sombras y, a diferencia de otras noches de verano, no corre gota de brisa. Salvador se abrasa en la oscuridad. Está ya a oscuras, pues a las doce, por ordenanza municipal, se apagan los faroles de las esquinas, y las lámparas de las casas de los noctámbulos se han apagado también hace rato. Sólo las ventanas del Jornal de Noticias, allá en lo alto de la ciudad vieja, continúan encendidas, y su resplandor enrevesa aún más la caligrafía gótica con que está escrito el nombre del diario en los cristales de la entrada.

Junto a la puerta hay una calesa y el cochero y el caballo dormitan al unísono. Pero los capangas de Epaminondas Goncalves están despiertos, fumando, acodados en el muro del acantilado, junto al edificio del diario. Dialogan a media voz, señalando algo allá abajo, donde apenas se divisa la mole de la Iglesia de Nuestra Señora de la Concepción de la Playa y la orla de espuma de la rompiente. La ronda de a caballo pasó hace rato y no volverá hasta el amanecer.

Adentro, en la sala de la Redacción–Administración, está, solo, ese periodista joven, flaco, desgarbado, cuyos espesos anteojos de miope, sus frecuentes estornudos y su manía de escribir con una pluma de ganso en vez de hacerlo con una de metal son motivo de bromas entre la gente del oficio. Inclinado sobre su pupitre, la desgraciada cabeza inmersa en el halo de la lamparilla, en una postura que lo ajoroba y mantiene al sesgo del tablero, escribe de prisa, deteniéndose sólo para mojar la pluma en el tintero o consultar una libretita de apuntes, que acerca a los anteojos casi hasta tocarlos. El rasgueo de la pluma es el único ruido de la noche. Hoy no se oye al mar y la oficina de la Dirección, también iluminada, permanece en silencio, como si Epaminondas Goncalves se hubiera dormido sobre su escritorio.

Pero cuando el periodista miope pone punto final a su crónica y, rápido, cruza la amplia sala y entra a su despacho, encuentra al jefe del Partido Republicano Progresista con los ojos abiertos, esperándolo. Tiene los codos sobre la mesa y las manos cruzadas. Al verlo, su cara morena, angulosa, en la que rasgos y huesos están subrayados por esa energía interior que le permite pasar las noches en blanco en reuniones políticas y luego trabajar todo el día sin dar muestras de cansancio, se distiende como si se dijera «por fin». —¿Terminada? —murmura.

—Terminada. —El periodista miope le estira el fajo de papeles. Pero Epaminondas Goncalves no los coge.

—Prefiero que la lea —dice—. Oyéndola, me daré cuenta mejor cómo ha salido. Siéntese ahí, cerca de la luz.

Cuando el periodista va a empezar a leer lo sobrecoge un estornudo, y luego otro, y finalmente una ráfaga que lo obliga a quitarse los anteojos, y a cubrirse la boca y la nariz con un enorme pañuelo que saca de su manga, como un prestidigitador. —Es la humedad del verano —se excusa, limpiándose la cara congestionada. —Sí —lo ataja Epaminondas Goncalves—. Lea, por favor.

Un Brasil Unido, Una Nación Fuerte

JORNAL DE NOTÍCIAS (Propietario: Epaminondas Goncalves) Bahía, 3 de Enero de 1897

La Derrota de la Expedición del Mayor Febronio de Brito en el Sertón de Canudos

Nuevos Desarrollos

EL PARTIDO REPUBLICANO PROGRESISTA ACUSA AL GOBERNADOR Y AL PARTIDO AUTONOMISTA DE BAHÍA DE CONSPIRAR CONTRA LA REPÚBLICA PARA RESTAURAR EL

ORDEN IMPERIAL OBSOLETO

El cadáver del «

Comisión de Republicanos viaja a Río para pedir intervención del Ejército Federal contra fanáticos subversivos

TELEGRAMA DE PATRIOTAS BAHIANOS AL CORONEL MOREIRA CÉSAR: «¡SALVE A LA

REPÚBLICA!».

La derrota de la Expedición militar comandada por el Mayor Febronio de Brito y compuesta por efectivos de los Batallones de Infantería 9, 26 y 33 y los indicios crecientes de complicidad de la corona inglesa y de terratenientes bahianos de conocida afiliación autonomista y nostalgias monárquicas con los fanáticos de Canudos, provocaron en la noche del lunes una nueva tormenta en la Asamblea Legislativa del Estado de Bahía.El Partido Republicano Progresista, a través de su Presidente, el Excmo. Sr. Diputado Don Epaminondas Goncalves acusó formalmente al Gobernador del Estado de Bahía, Excmo. Sr. Don Luis Viana, y a los grupos tradicionalmente vinculados al Barón de Cañabrava —Ex–Ministro del Imperio y Ex Embajador del Emperador Pedro II ante la corona británica — de haber atizado y armado la rebelión de Canudos, con ayuda de Inglaterra a fin de producir la caída de la República y la restauración de la monarquía. Los Diputados del Partido Republicano Progresista exigieron la intervención inmediata del Gobierno Federal en el Estado de Bahía para sofocar lo que el Excmo. Sr. Diputado Don Epaminondas Goncalves llamó «conjura sediciosa de la sangre azul nativa y la codicia albiónica contra la soberanía del Brasil». De otra parte, se anunció que una Comisión constituida por figuras prominentes de Bahía ha partido a Río de Janeiro a transmitir al Presidente Prudente de Moráis el clamor bahiano de que envíe fuerzas del Ejército Federal a aniquilar el movimiento subversivo de Antonio Consejero. Los Republicanos Progresistas recordaron que han pasado ya dos semanas desde la derrota de la Expedición Brito, por rebeldes muy superiores en número y en armas, y a pesar de ello, y del descubrimiento de un cargamento de fusiles ingleses destinados a Canudos y del cadáver del agente inglés Galileo Gall en la localidad de Ipupiará, las autoridades del Estado, empezando por el Excmo. Sr. Gobernador Don Luis Viana, han mostrado una pasividad y abulia sospechosas, al no haber solicitado en el acto, como lo reclaman los patriotas de Bahía, la intervención del Ejército Federal para aplastar esta conjura que amenaza la esencia misma de la nacionalidad brasileña. El Vice–Presidente del Partido Republicano Progresista, Excmo. Sr. Diputado Don Elisio de Roque leyó un telegrama enviado al héroe del Ejército brasileño, aniquilador de la sublevación monárquica de Santa Catalina y colaborador eximio del Mariscal Floriano

Peixoto, Coronel Moreira César, con este lacónico texto: «Venga y salve a la República». Pese a las protestas de los Diputados de la mayoría, el Excmo. Sr. Diputado leyó los nombres de los 325 cabezas de familia y votantes de Salvador que firman el telegrama. Por su parte, los Excmos. Señores Diputados del Partido Autonomista Bahiano negaron enérgicamente las acusaciones y trataron de minimizarlas con variados pretextos. La vehemencia de las réplicas y cambios de palabras, ironías, sarcasmos, amenazas de duelo, crearon a lo largo de la sesión, que duró más de cinco horas, momentos de suma tirantez en los que, varias veces, los Excmos. Sres. Diputados estuvieron a punto de pasar a las vías de hecho.

El Vice–Presidente del Partido Autonomista y Presidente de la Asamblea Legislativa, Excmo. Caballero Don Adalberto de Gumucio, dijo que era una infamia sugerir siquiera que alguien como el Barón de Cañabrava, prohombre bahiano gracias a quien este Estado tenía carreteras, ferrocarriles, puentes, hospitales de Beneficencia, escuelas y multitud de obras públicas, pudiera ser acusado, y para colmo in absentia, de conspirar contra la soberanía brasileña.

El Excmo Sr. Diputado Don Floriano Mártir dijo que el Presidente de la Asamblea prefería bañar en incienso a su pariente y jefe de Partido, Barón de Cañabrava, en lugar de hablar de la sangre de los soldados derramada en Uauá y en el Cambaio por Sebastianistas degenerados, o de las armas inglesas incautadas en los sertones o del agente inglés Gall, cuyo cadáver encontró la Guardia Rural en Ipupiará. Y se preguntó: «¿Se debe este escamoteo, tal vez, a que dichos temas hacen sentir incómodo al Excmo. Sr. Presidente de la Asamblea?». El Diputado del Partido Autonomista, Excmo. Sr. Don Eduardo Glicério dijo que los Republicanos, en sus ansias de poder inventan guiñolescas conspiraciones de espías carbonizados y de cabelleras albinas que son el hazmerreír de la gente sensata de Bahía. Y preguntó: «¿Acaso el Barón de Cañabrava no es el primer perjudicado con la rebelión de los fanáticos desalmados? ¿Acaso no ocupan éstos ilegalmente tierras de su propiedad?». A lo cual el Excmo. Sr. Diputado Don Dantas Horcadas lo interrumpió para decir: «¿Y si esas tierras no fueran usurpadas sino prestadas?». El Excmo. Sr. Diputado Don Eduardo Glicério replicó preguntando al Excmo. Sr. Diputado Don Dantas Horcadas si en el Colegio Salesiano no le habían enseñado que no se interrumpe a un caballero mientras habla. El Excmo. Sr. Diputado Don Dantas Horcadas repuso que él no sabía que estuviera hablando ningún caballero. El Excmo. Sr. Diputado Don Eduardo Glicério exclamó que ese insulto tendría su respuesta en el campo del honor, a menos que se le presentaran excusas ipso facto. El Presidente de la Asamblea, Excmo. Caballero Adalberto de Gumucio exhortó al Excmo. Sr. Diputado Don Dantas Horcadas a presentar excusas a su colega, en aras de la armonía y majestad de la institución. El Excmo. Sr. Diputado Don Dantas Horcadas dijo que él se había limitado a decir que no estaba informado de que, en un sentido estricto, hubiera todavía en el Brasil caballeros, ni barones, ni vizcondes, porque, desde el glorioso gobierno republicano del Mariscal Floriano Peixoto, benemérito de la Patria, cuyo recuerdo vivirá siempre en el corazón de los brasileños, todos los títulos nobiliarios habían pasado a ser papeles inservibles. Pero que no estaba en su ánimo ofender a nadie, y menos al Excmo. Sr. Diputado Don Eduardo Glicério. Con lo cual éste se dio por satisfecho.

El Excmo. Sr. Diputado Don Rocha Seabrá dijo que no podía permitir que un hombre que se honra y prez del Estado, como el Barón de Cañabrava, fuera enlodado por resentidos cuyo historial no luce ni la centésima parte de bienes dispensados a Bahía por el fundador del Partido Autonomista. Y que no podía entender que se enviaran telegramas llamando a Bahía a un jacobino como el Coronel Moreira César, cuyo sueño, a juzgar por la crueldad con que reprimió el levantamiento de Santa Catalina, era colocar guillotinas en las plazas del Brasil y ser el Robespierre nacional. Lo que motivó una airada protesta de los Excmos. Sres. Diputados del Partido Republicano Progresista, quienes, puestos de pie, vitorearon al Ejército, al Mariscal Floriano Peixoto, al Coronel Moreira César y exigieron satisfacciones por el insulto inferido a un héroe de la República. Retomando la palabra el Excmo. Sr. Diputado Don Rocha Seabrá dijo que no había sido su intención injuriar al Coronel Moreira César, cuyas virtudes castrenses admiraba, ni ofender la memoria del extinto Mariscal Floriano Peixoto, cuyos servicios a la República reconocía, sino dejar en claro que era opuesto a la intervención de los militares en la política, pues

no quería que el Brasil corriera la suerte de esos países sudamericanos cuya historia es una mera sucesión de pronunciamientos de cuartel. El Excmo. Sr. Diputado Don Elisio de Roque lo interrumpió para recordarle que había sido el Ejército del Brasil quien había puesto fin a la añosa monarquía e instalado la República, y, nuevamente de pie, los Excmos. Sres. Diputados de la oposición rindieron homenaje al Ejército y al Mariscal Floriano Peixoto y al Coronel Moreira César. Reanudando su interrumpida intervención, el Excmo. Sr. Diputado Don Rocha Seabrá dijo que era absurdo que se pidiera una intervención federal cuando Su Excelencia el Gobernador Don Luis Viana había afirmado repetidamente que el Estado de Bahía estaba en condiciones de sofocar el caso de bandidismo y locura Sebastianista que representaba Canudos. El Excmo. Sr. Diputado Don Epaminondas Goncalves recordó que los rebeldes habían diezmado ya dos expediciones militares en los sertones y preguntó al Excmo. Sr. Diputado Don Rocha Seabrá cuántas fuerzas expedicionarias más debían ser masacradas, a su juicio, para que se justificara una intervención federal. El Excmo. Sr. Diputado Don Dantas Horcadas dijo que el patriotismo lo autorizaba a él y a cualquiera a arrastrar por el lodo a quienquiera se dedicara a fabricar lodo, es decir a atizar rebeliones restauradoras contra la República y en complicidad con la Pérfida Albión. El Excmo. Sr. Diputado Don Lelis Piedades dijo que la prueba más rotunda de que el Barón de Cañabrava no tenía la más mínima intervención en los sucesos provocados por los desalmados de Canudos era el hallarse ya varios meses alejado del Brasil. El Excmo. Sr. Diputado Floriano Mártir dijo que la ausencia, en vez de exculparlo, podía delatarlo, y que a nadie engañaba semejante coartada pues todo Bahía era consciente de que en el Estado no se movía un dedo sin autorización u orden expresa del Barón de Cañabrava. El Excmo. Sr. Diputado Don Dantas Horcadas dijo que era sospechoso e ilustrativo que los Excmos. Sres. Diputados de la mayoría se negaran empecinadamente a debatir sobre el cargamento de armas inglesas y sobre el agente inglés Gall enviado por la corona británica para asesorar a los rebeldes en sus protervos intentos. El Excmo. Sr. Presidente de la Asamblea, Caballero Adalberto de Gumucio, dijo que las especulaciones y fantasías dictadas por el odio y la ignorancia se desbarataban con la simple mención de la verdad. Y anunció que el Barón de Cañabrava desembarcaría en tierra bahiana dentro de pocos días, donde no sólo los Autonomistas sino todo el pueblo le daría el recibimiento triunfal que merecía y que sería el mejor desagravio contra los infundios de quienes pretendían asociar su nombre y el de su Partido y el de las autoridades de Bahía con los lamentables sucesos de bandidismo y degeneración moral de Canudos. A lo cual, puestos de pie, los Excmos. Sres. Diputados de la mayoría corearon y aplaudieron el nombre de su Presidente, Barón de Cañabrava, en tanto que los Excmos. Sres. Diputados del Partido Republicano Progresista permanecían sentados y removían sus asientos en señal de reprobación. La sesión fue interrumpida unos minutos para que los Excmos. Sres. Diputados tomaran un refrigerio y se atemperaran los ánimos. Pero, durante el intervalo, se escucharon en los pasillos de la Asamblea vivas discusiones y cambios de palabras y los Excmos. Sres. Diputados Don Floriano Mártir y Don Rocha Seabrá debieron ser separados por sus respectivos amigos pues estuvieron a punto de liarse a trompadas. Al reanudarse la sesión, el Excmo. Sr. Presidente de la Asamblea, Caballero Adalberto de Gumucio, propuso que, en vista de lo recargado del Orden del Día, se procediera a discutir la nueva partida presupuestal solicitada por la Gobernación para el tendido de nuevas vías del ferrocarril de penetración al interior del Estado. Esta propuesta motivó la enojada reacción de los Excmos. Sres. Diputados del Partido Republicano Progresista, quienes, de pie, a los gritos de «¡Traición!» «¡Maniobra indigna!», exigieron que se reanudara el debate sobre el más candente de los problemas de Bahía y ahora del país entero. El Excmo. Sr. Diputado Don Epaminondas Goncalves advirtió que si la mayoría pretendía escamotear el debate sobre la rebelión restauradora de Canudos y la intervención de la corona británica en los asuntos brasileños, él y sus compañeros abandonarían la Asamblea, pues no toleraban que se engañara al pueblo con farsas. El Excmo. Sr. Diputado Don Elisio de Roque dijo que los esfuerzos del Excmo. Sr. Presidente de la Asamblea para impedir el debate eran una demostración palpable del embarazo que producía al Partido Autonomista que se tocara el tema del agente inglés Gall y de las armas inglesas, lo que no era extraño, pues de todos eran conocidas las

nostalgias monárquicas y anglofilas del Barón de Cañabrava.

El Excmo. Sr. Presidente de la Asamblea, Caballero Adalberto de Gumucio, dijo que los Excmos. Sres. Diputados de la oposición no conseguirían su propósito de amedrentar a nadie con chantajes y que el Partido Autonomista Bahiano era el primer interesado, por patriotismo, en aplastar a los Sebastianistas fanáticos de Canudos y en restaurar la paz y el orden en los sertones. Y que, en vez de rehuir ninguna discusión, antes bien la deseaban.

El Excmo. Sr. Diputado Don Joáo Seixas de Pondé dijo que sólo quienes carecían de sentido de ridículo podían seguir hablando del supuesto agente inglés Galileo Gall, cuyo cadáver carbonizado decía haber encontrado en Ipupiará la Guardia Rural Bahiana, milicia que por lo demás, según vox populi, era reclutada, financiada y controlada por el Partido de la oposición, expresiones que motivaron airadas protestas de los Excmos. Sres. Diputados del Partido Republicano Progresista. Añadió el Excmo. Sr. Diputado Don Joáo Seixas de Pondé que el Consulado británico en Bahía había dado fe de que, teniendo conocimiento de que el sujeto apellidado Gall era de malos antecedentes, lo había hecho saber a las autoridades del Estado para que procedieran en consecuencia, hacía de esto dos meses, y que el Comisionado de Policía de Bahía lo había confirmado, así como dado a luz pública la orden de expulsión del país que fue comunicada a dicho sujeto para que partiera en el barco francés «La Marseillaise». Que el hecho de que el tal Galileo Gall hubiera desobedecido la orden de expulsión y apareciera un mes más tarde, muerto, junto a unos fusiles, en el interior del Estado no probaba ninguna conspiración política ni intervención de potencia extranjera alguna, sino, a lo más, que el susodicho truhán pretendía contrabandear armas con esos seguros compradores, llenos de dinero por sus múltiples latrocinios, que eran los fanáticos Sebastianistas de Antonio Consejero. Como la intervención del Excmo. Sr. Diputado Don Joáo Seixas de Pondé provocó la hilaridad de los Excmos. Sres. Diputados de la oposición, quienes le hicieron gestos de tener alas angelicales y aureola de santidad, el Excmo. Sr. Presidente de la Asamblea, Caballero Adalberto de Gumucio, llamó a la sala al orden. El Excmo.

Sr. Diputado Don Joáo Seixas de Rondé dijo que era una hipocresía armar semejante alboroto por el hallazgo de unos ¡fusiles en el sertón, cuando todo el mundo sabía que el tráfico y contrabando de armas era desgraciadamente algo generalizado en el interior y, si no, que dijeran los Excmos. Sres. Diputados de la oposición de dónde había armado el Partido Republicano Progresista a los capangas y cangaceiros con los que había formado ese Ejército privado que era la llamada Guardia Rural Bahiana, que pretendía funcionar al margen de las instituciones oficiales del Estado. Abucheado con indignación el Excmo. Sr. Diputado Don Joáo Seixas de Pondé por los Excmos. Sres. Diputados del Partido Republicano Progresista, por sus agraviantes palabras, el Excmo. Sr. Presidente de la Asamblea debió imponer una vez más el orden.

El Excmo. Sr. Diputado Epaminondas Goncalves dijo que los Excmos. Sres. Diputados de la mayoría se hundían cada vez más en sus contradicciones y embustes como ocurre fatalmente a quien camina sobre arenas movedizas. Y agradeció al cielo que hubiera sido la Guardia Rural la que capturó los fusiles ingleses y al agente inglés Gall, pues era un cuerpo independiente, sano y patriótico, genuinamente republicano, que alertó a las autoridades del Gobierno Federal sobre la gravedad de los sucesos e hizo lo necesario para impedir que fueran ocultadas las pruebas de la colaboración de los monárquicos nativos con la corona británica en la conjura contra la soberanía brasileña de la que Canudos era punta de lanza. Porque si no hubiera sido la Guardia Rural, dijo, la República no se hubiera enterado jamás de la presencia de agentes ingleses acarreando cargamentos de fusiles para los restauradores de Canudos por el sertón. El Excmo. Sr. Diputado Don Eduardo Glicério lo interrumpió para decirle que del famoso agente inglés lo único que se conocía era un puñado de pelos que podían pertenecer a una señora rubia o ser las crines de un caballo, salida que motivó risas tanto en los escaños de la mayoría como en las de la oposición. Retomando la palabra el Excmo. Sr. Diputado Don Epaminondas Goncalves dijo que celebraba el buen humor del Excmo. Sr. Diputado que lo había interrumpido, pero que cuando los altos intereses de la Patria se hallaban amenazados, y estaba aún tibia la sangre de los patriotas caídos en defensa de la República en Uauá y en el Cambaio, el momento era quizá inapropiado para bromas, lo

que arrancó una cerrada ovación de los Excmos. Sres. Diputados opositores. El Excmo. Sr. Diputado Don Elisio de Roque recordó que había pruebas controvertibles de la identidad del cadáver encontrado en Ipupiará, junto con los fusiles ingleses, y dijo que negarlas era negar la luz del sol. Recordó que dos personas que habían conocido y tratado al espía inglés Galileo Gall mientras vivía en Bahía, el ciudadano Jan van Rijsted y el distinguido facultativo Dr. José Bautista de Sá Oliveira, habían reconocido como suyas las ropas del agente inglés, su levita, la correa de su pantalón, sus botas y sobre todo la llamativa cabellera rojiza que los hombres de la Guardia Rural que encontraron el cadáver habían tenido el buen tino de cortar. Recordó que ambos ciudadanos habían testimoniado igualmente sobre las ideas disolventes del inglés y sus claros propósitos conspiratorios en relación con Canudos y que a ninguno de los dos les había sorprendido que hubiera sido encontrado su cadáver en aquella región. Y, finalmente, recordó que muchos ciudadanos de los pueblos del interior habían testimoniado a la Guardia Rural que habían visto al extranjero de cabellera colorada y portugués raro tratando de conseguir guías para que lo llevaran a Canudos. El Excmo. Sr. Diputado Don Joáo Seixas de Pondé dijo que nadie negaba que el sujeto llamado Galileo Gall hubiera sido encontrado muerto, y con fusiles, en Ipupiará, sino que fuera un espía inglés, pues su condición de extranjero no indicaba absolutamente nada por sí misma. ¿Por qué no podía ser un espía danés, sueco, francés, alemán o de la Cochinchina?

El Excmo. Sr. Diputado Don Epaminondas Goncalves dijo que, al escuchar las palabras de los Excmos. Sres. Diputados de la mayoría, quienes, en vez de vibrar de cólera cuando se tenía la evidencia de que una potencia extranjera quería inmiscuirse en los asuntos internos del Brasil, para socavar la República y restaurar el viejo orden aristocrático y feudal, intentaban desviar la atención pública hacia cuestiones subalternas y buscar excusas y atenuantes para los culpables, se tenía la prueba más rotunda de que el Gobierno del Estado de Bahía no levantaría un dedo para poner fin a la rebelión de Canudos, pues, por el contrario, se sentía íntimamente complacido con ella. Pero que las maquiavélicas maquinaciones del Barón de Cañabrava y de los Autonomistas no prosperarían porque para eso estaba el Ejército del Brasil, que, así como había aplastado hasta ahora todas las insurrecciones monárquicas contra la República en el Sur del país, aplastaría también la de Canudos. Dijo que cuando la soberanía de la Patria estaba en juego sobraban las palabras y que el Partido Republicano Progresista abriría mañana mismo una colecta para comprar armas que serían entregadas al Ejército Federal. Y propuso a los Excmos. Sres. Diputados del Partido Republicano Progresista abandonar el local de la Asamblea a los nostálgicos del viejo orden, y dirigirse en romería a Campo Grande, a reavivar el juramento de republicanismo ante la placa de mármol que rememora al Mariscal Floriano Peixoto. Lo cual procedieron a hacer de inmediato, ante el desconcierto de los Excmos. Sres. Diputados de la mayoría.

Minutos después, el Excmo. Sr. Presidente de la Asamblea, Caballero Adalberto de Gumucio, clausuró la sesión.

Mañana daremos cuenta de la ceremonia patriótica llevada a cabo, en Campo Grande, ante la placa de mármol del Mariscal de Hierro, por los Excelentísimos Sres. Diputados del Partido Republicano Progresista, en horas de la madrugada.

III

—No hay que añadir ni quitar una coma —dice Epaminondas Goncalves. Más que satisfacción, su cara revela alivio, como si hubiera temido lo peor de esa lectura que el periodista acaba de hacer, de corrido, sin que lo interrumpieran los estornudos—. Lo felicito.

—Cierta o falsa, es una historia extraordinaria —masculla el periodista, que no parece oírlo—. Que un charlatán de feria, que andaba diciendo por las calles de Salvador que los huesos son la escritura del alma y que predicaba la anarquía y el ateísmo en las

tabernas, resulte un emisario de Inglaterra que complota con los Sebastianistas para restaurar la monarquía y que aparezca quemado vivo en el sertón ¿no es extraordinario? —Lo es —asiente el jefe del Partido Republicano Progresista—. Y lo es más todavía que esos que parecían un grupo de fanáticos diezmen y pongan en desbandada a un batallón armado con cañones y ametralladoras. Extraordinario, sí. Pero, sobre todo, aterrador para el futuro de este país.

El calor se ha acrecentado y la cara del periodista miope está cubierta de sudor. Se la limpia con esa sábana que hace las veces de pañuelo y luego frota contra la ajada pechera de su camisa sus anteojos empañados.

—Yo mismo llevaré esto a los cajistas y me quedaré mientras arman la página —dice, recolectando las hojas esparcidas por el escritorio—. No habrá erratas, no se preocupe. Váyase a descansar tranquilo, señor.

—¿Está usted más contento trabajando conmigo que en el periódico del Barón? —le pregunta su jefe, a boca de jarro—. Ya sé que aquí gana más que en el Diario de Bahía. Me refiero al trabajo. ¿Lo prefiere?

—La verdad, sí. —El presidente se calza los anteojos y queda un momento petrificado, esperando el estornudo con los ojos entrecerrados, la boca semiabierta y la nariz palpitante. Pero es una falsa alarma—. La crónica política es más divertida que escribir sobre los estragos que causa la pesca con explosivos en la Ribera de Itapagipe o el incendio de la Chocolatería Magalháes.

—Y, además, es hacer patria, contribuir a una buena causa nacional —dice Epaminondas Goncalves—. Porque, usted es uno de los nuestros, ¿no es verdad? —No sé qué soy, señor —responde el periodista, con esa voz que es tan desigual como su físico: a ratos atiplada y a ratos grave, con eco—. No tengo ideas políticas ni me interesa la política.

—Me gusta su franqueza —se ríe el dueño del diario, poniéndose de pie, empuñando un maletín—. Estoy contento con usted. Sus crónicas son impecables, dicen exactamente lo que hay que decir y de la manera debida. Me alegro haberle confiado la sección más delicada.

Levanta la lamparilla, apaga la llama soplando y sale del despacho seguido por el periodista que, al cruzar el umbral de la Redacción–Administración, tropieza contra una escupidera.

—Entonces, voy a pedirle algo, señor —dice, de pronto—. Si el Coronel Moreira César viene a debelar la insurrección de Canudos, quisiera ir con él, como enviado del Jornal de Noticias.

Epaminondas Goncalves se ha vuelto a mirarlo y lo examina, mientras se pone el sombrero.

—Supongo que es posible —dice—. Ya ve, es usted de los nuestros, aunque no le interesa la política. Para admirar al Coronel Moreira César hay que ser un republicano a carta cabal.

—No sé si es admiración —precisa el periodista, abanicándose con los papeles—. Ver a un héroe de carne y hueso, estar cerca de alguien tan famoso resulta muy tentador. Como ver y tocar a un personaje de novela.

—Tendrá usted que cuidarse, al Coronel no le gustan los periodistas —dice Epaminondas Goncalves. Se aleja ya hacia la salida—. Comenzó su vida pública matando a balazos en las calles de Río a un plumario que había insultado al Ejército. —Buenas noches —murmura el periodista. Trota hacia el otro extremo del local, donde un pasillo lóbrego comunica con el taller. Los cajistas, que han quedado de guardia esperando su crónica, le convidarán seguramente a una taza de café.

TRES I

El tren entra pitando en la estación de Queimadas, engalanada con banderolas que dan la bienvenida al Coronel Moreira César. En el estrecho andén de tejas rojas se apiña una multitud, bajo una gran tela blanca que sobrevuela los rieles, ondeando: «Queimadas Saluda al Heroico Coronel Moreira César Y a Su Glorioso Regimiento. ¡Viva El Brasil!» Un grupo de niños descalzos agitan banderitas y hay media docena de señores endomingados, con las insignias del Concejo Municipal en el pecho y sombreros en las manos, rodeados por una masa de gente desarrapada y miserable, que mira con gran curiosidad y entre la cual se mueven mendigos pidiendo limosna y vendedores de rapadura y frituras.

Gritos y aplausos reciben la aparición, en la escalinata del tren —las ventanillas están atestadas de soldados con fusiles — del Coronel Moreira César. Vestido con uniforme de paño azul, botones y espuelas doradas, galones y ribetes encarnados y espada al cinto, el Coronel salta al andén. Es pequeño, casi raquítico, muy ágil. El calor abochorna todas las caras pero él no está sudando. Su endeblez física contrasta con la fuerza que parece generar en torno, debido a la energía que bulle en sus ojos o a la seguridad de sus movimientos. Mira como alguien que es dueño de sí mismo, sabe lo que quiere y acostumbra mandar.

Los aplausos y vítores corren por el andén y la calle, donde la gente se protege del sol con pedazos de cartón. Los niños arrojan al aire puñados de papel picado y los que llevan banderas las agitan. Las autoridades se adelantan, pero el Coronel Moreira César no se detiene a darles la mano. Ha sido rodeado por un grupo de oficiales. Les hace una venia cortés y luego grita, en dirección a la multitud: «¡Viva la República! ¡Viva el Mariscal Floriano!» Ante la sorpresa de los Concejales, quienes, no hay duda, esperaban decir discursos, conversar con él, acompañarlo, el Coronel ingresa a la estación, escoltado por sus oficiales. Tratan de seguirlo, pero los detienen los centinelas en la puerta que acaba de cerrarse. Se oye un relincho. Del tren están bajando un hermoso caballo blanco, entre el regocijo de la chiquillería. El animal despercude el cuerpo, agita las crines, relincha feliz de sentir la vecindad del campo. Ahora, por puertas y ventanas del tren descienden filas de soldados, descargan bultos, valijas, cajas de municiones, ametralladoras. Un rumor recibe la aparición de los cañones, que destellan. Los soldados están acercando yuntas de bueyes para arrastrar los pesados artefactos. Las autoridades, con un gesto resignado, van a sumarse a los curiosos que, agolpados ante puertas y ventanas, espían el interior de la estación, tratando de divisar a Moreira César entre el grupo movedizo de oficiales, adjuntos, ordenanzas.

La estación es un solo recinto, grande, dividido por un tabique tras el cual está el telegrafista, trabajando. Del lado opuesto al andén da a una construcción de dos pisos, con un rótulo: Hotel Continental. Hay soldados por todas partes, en la desarbolada avenida Itapicurú, que sube hacia la Plaza Matriz. Detrás de las decenas de caras que se aplastan contra los cristales, observando el interior de la estación, prosigue el desembarco de la tropa, de manera febril. Al parecer la bandera del Regimiento, que un soldado hace flamear ante la multitud, se escucha una nueva salva de aplausos. En la

explanada, entre el Hotel Continental y la estación, un soldado cepilla el caballo blanco de vistosa crin. En una esquina del recinto hay una larga mesa con jarras, botellas y fuentes de comida protegidas de las miríadas de moscas por retazos de tul, a la que nadie hace caso. Banderitas y guirnaldas cuelgan del techo, entre carteles del partido Republicano Progresista y del Partido Autonomista Bahiano con Vivas al Coronel Moreira César, a la República y al Séptimo Regimiento de Infantería del Brasil. En medio de una hormigueante animación, el Coronel Moreira César se cambia el uniforme de paño por el traje de campaña. Dos soldados han levantado una manta delante del tabique del telégrafo y, desde ese improvisado refugio, el Coronel lanza sus prendas que un ayudante recibe y guarda en un baúl. Mientras que se viste, Moreira César habla con tres oficiales que se hallan ante él en posición de firmes. —Parte de efectivos, Cunha Matos.

El Mayor choca ligeramente los talones al empezar a hablar:

—Ochenta y tres hombres atacados de viruela y de otras enfermedades —dice, consultando un papel—. Mil doscientos treinta y cinco combatientes. Los quince millones de cartuchos y los setenta tiros de artillería están intactos, Excelencia. —Que la vanguardia parta dentro de dos horas hacia Monte Santo, a más tardar. —La voz del Coronel es rectilínea, sin matices, impersonal—. Usted, Olimpio, discúlpeme con el Concejo Municipal. Los recibiré más tarde, un momento. Explíqueles que no podemos perder tiempo en ceremonias ni agasajos. —Sí, Excelencia.

Cuando el Capitán Olimpio de Castro se retira, se adelanta el tercer oficial. Tiene galones de coronel y es un hombre envejecido, algo rechoncho y de mirada apacible: —Están aquí el Teniente Pires Ferreira y el Mayor Febronio de Brito. Tienen órdenes de incorporarse al Regimiento, como asesores. Moreira César queda un instante meditabundo.

—Qué suerte para el Regimiento —murmura, de manera casi inaudible—. Tráigalos, Tamarindo.

Un ordenanza, arrodillado, lo ayuda a calzarse unas botas de montar, sin espuelas. Un momento después, precedidos por el Coronel Tamarindo, Febronio de Brito y Pires Ferreira vienen a cuadrarse ante la manta. Hacen sonar los tacos, dicen sus nombres, sus grados y «A sus órdenes». La manta cae al suelo. Moreira César lleva pistola y espada al cinto, las mangas de la camisa remangadas y sus brazos son cortos, flacos y lampiños. Observa de pies a cabeza a los recién venidos, sin decir palabra, con mirada glacial.

—Es un honor para nosotros poner nuestra experiencia de esta región al servicio del jefe más prestigioso del Brasil, Excelencia.

El Coronel Moreira César mira a los ojos a Febronio de Brito, fijamente, hasta verlo desconcertarse.

—Experiencia que no les sirvió ni para enfrentarse a un puñado de bandidos. —No ha subido la voz, pero, en el acto, el recinto parece electrizarse, paralizarse. Escudriñando al Mayor como a un insecto, Moreira César apunta a Pires Ferreira con un dedo —: Este oficial mandaba una Compañía. Pero usted tenía medio millar de hombres y se hizo derrotar como un novato. Han desprestigiado al Ejército y, por lo tanto, a la República. Su presencia es ingrata al Séptimo Regimiento. Quedan prohibidos de entrar en acción. Permanecerán en la retaguardia, encargados de los enfermos y del ganado. Pueden retirarse.

Los dos oficiales están lívidos. Febronio de Brito suda copiosamente. Entreabre la boca, como si fuera a decir algo, pero opta por saludar e irse, tambaleándose. El Teniente sigue petrificado en su sitio, con los ojos enrojecidos de golpe. Moreira César pasa junto a él, sin mirarlo, y el enjambre de oficiales y ordenanzas reanudan sus quehaceres. Sobre una mesa hay dispuestos unos planos y un alto de papeles. —Que pasen los corresponsales, Cunha Matos —ordena el Coronel. El Mayor los hace entrar. Han venido en el mismo tren que el Séptimo Regimiento y se los nota fatigados por el traqueteo. Son cinco hombres, de distintas edades, vestidos con polainas, gorras, pantalones de montar, armados de lápices, cuadernos y, uno de ellos, de un aparato fotográfico con fuelle y trípode. El más notorio es el periodista jovencito y

miope del Jornal de Noticias. La rala perilla de chivo que le ha crecido congenia con su aspecto deshilachado, su extravagante tablero portátil, el tintero amarrado a la manga y la pluma de ganso que mordisquea mientras el fotógrafo monta su cámara. Al dispararla, brota una nubécula que enardece la vocinglería de los chiquillos agazapados detrás de los cristales. El Coronel Moreira César responde con una venia a los saludos de los periodistas.

—A muchos sorprendió que en Salvador no recibiera a los notables —dice, sin solemnidad y sin afecto, a manera de saludo—. No hay ningún misterio, señores. Es una cuestión de tiempo. Cada minuto es precioso para la misión que nos ha traído a Bahía. La vamos a cumplir. El Séptimo Regimiento va a castigar a los facciosos de Canudos, como lo hizo con los sublevados de la Fortaleza de Santa Cruz y la de Lange, y como castigó a los federalistas de Santa Catalina. No va a haber más levantamientos contra la República.

Los racimos humanos de los cristales, enmudecidos, se esfuerzan por oír lo que dice, oficiales y ordenanzas están inmóviles, escuchando, y los cinco periodistas lo miran, con una mezcla de hechizo e incredulidad. Sí, es él, ahí está por fin, en carne y hueso, como lo pintan las caricaturas: menudo, endeble, vibrante, con unos ojitos que echan chispas o perforan al interlocutor y un movimiento de la mano, al hablar, que parece de esgrima. Lo esperaban dos días atrás, en Salvador, con la misma curiosidad que cientos de bahianos y dejó frustrado a todo el mundo, pues no aceptó los banquetes ni el baile que le habían preparado, ni las recepciones oficiales ni los homenajes, y, salvo una breve visita al Club Militar y al Gobernador Luis Viana, no habló con nadie, ya que dedicó todo su tiempo a vigilar personalmente el desembarco de sus soldados en el puerto y el acarreo del equipo y el parque a la Estación de la Calzada, para tomar al día siguiente este tren que los ha traído hasta el sertón. Había pasado por la ciudad de Salvador como escapando, como temiendo contaminarse, y sólo ahora daba una explicación a su conducta: el tiempo. Pero los cinco periodistas, que están pendientes de sus menores gestos, no piensan en lo que está diciendo en este instante, sino recordando lo que se ha dicho y escrito sobre él, confrontando a ese personaje de mito, odiado y endiosado, con la figura pequeñita, severa, que les habla como si no estuvieran allí. Tratan de ¡marginárselo, enrolándose de voluntario, cuando era niño, en la guerra contra el Paraguay, donde recibió tantas heridas como medallas, y en sus primeros años de oficial, en Río de Janeiro, cuando su republicanismo militante estuvo a punto de hacerlo expulsar del Ejército y de mandarlo a la cárcel, o en las conspiraciones contra la monarquía que acaudilló. Pese a la energía que transmiten sus ojos, sus ademanes, su voz, les cuesta imaginárselo matando de cinco tiros de revólver, en la rua do Ouvidor de la capital, a aquel oscuro periodista, pero no es difícil, en cambio, oírlo declarar en el juicio que estaba orgulloso de haberlo hecho y que lo haría de nuevo si alguien volvía a insultar al Ejército. Pero, sobre todo, rememoran su carrera pública, al volver del Mato Grosso, donde estuvo exiliado hasta la caída del Imperio. Lo recuerdan convertido en el brazo derecho del Presidente Floriano Peixoto, aplastando con mano de hierro todas las sublevaciones que hubo en los primeros años de la República y defendiendo en ese periódico incendiario, 0 Jacobino, sus tesis a favor de la República Dictatorial, sin parlamento, sin partidos políticos en la que el Ejército sería, como la Iglesia en el pasado, el centro nervioso de una sociedad laica volcada furiosamente hacia el progreso científico. Se preguntan si será cierto que a la muerte del Mariscal Floriano Peixoto, en el cementerio, sufrió un desvanecimiento nervioso mientras leía el elogio fúnebre del desaparecido. Se ha dicho que con la subida al poder de un Presidente civil, Prudente de Moráis, el destino político del Coronel Moreira César y de los llamados «jacobinos» está condenado. Pero, se dicen, no debe ser cierto, pues si así fuera, no estaría aquí en Queimadas, al frente del cuerpo más célebre del Ejército del Brasil, mandado por el propio gobierno a desempeñar una misión de la que, quién puede dudarlo, regresará a Río con su prestigio acrecentado.

—No he venido a Bahía a intervenir en las luchas políticas locales —está diciendo, a la vez que señala, sin mirarlos, los carteles del Partido Republicano y del Partido Autonomista que cuelgan del techo—. El Ejército está por encima de las querellas de las facciones, al margen de la politiquería. El Séptimo Regimiento está aquí para debelar una

conspiración monárquica. Por que detrás de los ladrones y locos fanáticos de Canudos hay una conjura contra la República. Esos pobres diablos son un instrumento de los aristócratas que no se resignan a la pérdida de sus privilegios, que no quieren que el Brasil sea un país moderno. De ciertos curas fanáticos que no se resignan a la separación de la Iglesia del Estado porque no quieren dar al César lo que corresponde al César. Y hasta de la propia Inglaterra, por lo visto, que quiere restaurar ese Imperio corrompido que le permitía apropiarse de todo el azúcar brasileño a precios irrisorios. Pero están engañados. Ni los aristócratas, ni los curas, ni Inglaterra, volverán a dictar la ley en el Brasil. El Ejército no lo permitirá.

Ha ido subiendo la voz y dicho las últimas frases en un tono encendido, con la mano derecha apoyada en la pistola de su cartuchera. Al callar hay una expectación reverente en el recinto y se escucha el zumbido de los insectos que revolotean enloquecidos sobre las fuentes de comida. El más canoso de los periodistas, un hombre que, pese a la atmósfera ardiente, va abrigado con una chaqueta a cuadros, levanta tímidamente una mano, con la intención de comentar o preguntar algo. Pero el Coronel no le concede la palabra; ha hecho una seña y dos ordenanzas, aleccionados, levantan una caja del suelo, la colocan sobre la mesa, y la abren: son fusiles.

Moreira César comienza a pasear, despacio, con las manos cogidas a la espalda, delante de los cinco periodistas.

—Capturados en el sertón bahiano, señores —va diciendo, con ironía, como si se burlara de alguien—. Éstos, al menos, no llegaron a Canudos. ¿De dónde vienen? Ni se tomaron el trabajo de quitarles la marca de fábrica. ¡Liverpool, nada menos! Nunca se han visto fusiles así en el Brasil. Con un dispositivo especial para disparar balas explosivas, además. Así se explican esos orificios que sorprendieron a los cirujanos; orificios de diez, de doce centímetros de diámetro. No parecían de bala sino de granada. ¿Es posible que simples yagunzos, simples ladrones de ganado, conozcan esos refinamientos europeos, las balas explosivas? Y, de otra parte, qué significan esos personajes de procedencia misteriosa. El cadáver encontrado en Ipupiará. El sujeto que aparece en Capim Grosso con una bolsa repleta de libras esterlinas que confiesa haber guiado a una partida de jinetes que hablaban en inglés. Hasta en Belo Horizonte se descubren extranjeros que quieren llevar cargamentos de víveres y de pólvora a Canudos. Demasiadas coincidencias para no advertir, detrás, un conjura antirrepublicana. No se rinden. Pero es en vano. Fracasaron en Río, fracasaron en Río Grande do Sul y fracasarán también en Bahía, señores.

Ha dado dos, tres vueltas, a tranco corto y rápido, nervioso, delante de los cinco periodistas. Ahora está en el mismo sitio del principio, junto a la mesa de los mapas. Su tono, al dirigirse otra vez a ellos, se vuelve autoritario, amenazador:

—He consentido en que acompañen al Séptimo Regimiento, pero tendrán que someterse a ciertas disposiciones. Los despachos telegráficos que envían desde aquí, serán previamente aprobados por el Mayor Cunha Matos o por el Coronel Tamarindo. Lo mismo, las crónicas que envíen mediante mensajeros durante la campaña. Debo advertirles que si alguno intentara enviar un artículo sin el visto bueno de mis adjuntos, cometería una grave infracción. Espero que lo comprendan: cualquier desliz, error, imprudencia, puede servir al enemigo. Estamos en guerra, no lo olviden. Hago votos porque su estada con el Regimiento sea grata. Eso es todo, señores. Se vuelve hacia los oficiales de su Estado Mayor, que inmediatamente lo rodean, y al instante, como si se hubiese roto un encantamiento, se reanudan la actividad, el ruido, el movimiento, en la estación de Queimadas. Pero los cinco periodistas siguen allí, en el mismo sitio, mirándose, desconcertados, alelados, decepcionados, sin entender por qué el Coronel Moreira César los trata como si fueran sus enemigos potenciales, por qué no les ha permitido formularle pregunta alguna, por qué no les ha hecho la menor demostración de simpatía o al menos de urbanidad. El círculo que rodea al Coronel se desgrana a medida que, obedeciendo sus instrucciones, cada uno de los oficiales, luego de chocar los tacones, se aleja en direcciones distintas. Cuando se queda solo, el Coronel echa una mirada circular y, un segundo, los cinco periodistas creen que va a cercarse a ellos, pero se equivocan. Está mirando, como si acabara de descubrirlas, las caras famélicas, requemadas, miserables, que se aplastan contra las puertas y ventanas. Las

observa con una expresión indefinible, la frente fruncida, el labio inferior adelantado. De pronto, resueltamente, se dirige a la puerta más cercana. La abre de par en par y hace un gesto de bienvenida al enjambre de hombres, mujeres, niños, viejos casi en harapos, muchos descalzos, que lo miran con respeto, miedo o admiración. Con ademanes imperiosos, los obliga a entrar, los jala, los arrastra, los anima, señalándoles la larga mesa donde, bajo aureolas de insectos codiciosos, languidecen las bebidas y las viandas que el Concejo Municipal de Queimadas ha preparado para homenajearlo. —Entren, entren —les dice, guiándolos, empujándolos, apartando él mismo los retazos de tules—. El Séptimo Regimiento los invita. Adelante, sin miedo. Es para ustedes. Les hace más falta que a nosotros. Beban, coman, que les aproveche.

Ahora, ya no necesita azuzarlos, ya han caído, alborozados, ávidos, incrédulos, sobre los platos, vasos, fuentes, jarras, y se dan de codazos, se atropellan, se empujan, disputan la comida y las bebidas, ante la mirada entristecida del Coronel. Los periodistas siguen en el mismo sitio, boquiabiertos. Una viejecilla, con una presa mordisqueada en la mano, que ya se retira, se detiene junto a Moreira César, la cara llena de agradecimiento. —Que la Santa Señora lo proteja, Coronel —murmura, haciendo la señal de la cruz en el aire.

—Ésta es la señora que me protege —oyen los periodistas que le responde Moreira César, tocándose la espada.

En su mejor época, el Circo Gitano había tenido veinte personas, si podía llamarse personas a seres como la Mujer Barbuda, el Enano, el Hombre–araña, el Gigante Pedrín y Juliáo, tragador de sapos vivos. El Circo rodaba entonces en un carromato pintado de rojo, con figuras de trapecistas, tirado por los cuatro caballos en que los Hermanos Franceses hacían acrobacias. Tenía también un pequeño zoológico, gemelo de la colección de curiosidades humanas que el Gitano había ido recolectando en sus correrías: un carnero de cinco patas, un monito de dos cabezas, una cobra (ésta normal) a la que había que alimentar con pajaritos y un chivo con tres hileras de dientes, que Pedrín mostraba al público abriéndole la jeta con sus manazas. Nunca tuvieron una carpa. Las funciones se daban en las plazas, los días de feria o en la fiesta del santo. Había números de fuerza y de equilibrismo, de magia y adivinanza, el Negro Solimáo tragaba sables, el Hombre–araña subía sedosamente por el palo encebado y ofrecía un fabuloso conto–de–reis a quien pudiera imitarlo, el Gigante Pedrín rompía las cadenas, la Barbuda hacía bailar a la cobra y la besaba en la boca y todos, pintarrajeados de payasos con corcho quemado y polvos de arroz, doblaban en dos, en cuatro, en seis al Idiota, que no parecía tener huesos. Pero la estrella era el Enano, que contaba romances con delicadeza, vehemencia, romanticismo e imaginación: el de la Princesa Magalona, hija del Rey de Nápoles, raptada por el Caballero Pierre y cuyas joyas encuentra un marinero en el vientre de un pez; el de la Bella Silvaninha, con la que quiso casarse nadie menos que su propio padre; el de Carlomagno y los Doce Pares de Francia; el de la duquesa estéril fornicada por el Can y que parió a Roberto el Diablo; el de Oliveros y Fierabrás. Su número era el último porque estimulaba la largueza del público.

El Gitano debía tener cuentas pendientes con la policía en el litoral, pues ni siquiera en épocas de sequía bajaba a la costa. Era hombre violento, al que, por cualquier pretexto, se le iban las manos y golpeaba sin misericordia a quien lo irritaba, hombre, mujer o animal. Pero, a pesar de sus maltratos, ninguno de los cirqueros hubiera soñado con abandonarlo. Era el alma del Circo, él lo había creado, recolectando por la tierra a esos seres que, en sus pueblos y familias, eran objetos de irrisión, anomalías a las que los otros miraban como castigos de Dios y equivocaciones de la especie. Todos ellos, el Enano, la Barbuda, el Gigante, el Hombre–araña, hasta el Idiota (que podía sentir estas cosas aunque no las entendiera) habían encontrado en el Circo trashumante un hogar más hospitalario que aquel del que venían. En la caravana que subía, bajaba y revoloteaba por los sertones candentes, dejaron de vivir avergonzados y asustados y compartían una anormalidad que los hacía sentirse normales.

Por eso ninguno de ellos pudo entender al muchacho de largas crenchas enredadas,

vivísimos ojos oscuros, casi sin piernas, que caminaba a cuatro patas, del pueblo de Natuba. Habían advertido, durante la función, que el Gitano lo observaba, interesado. Porque no había duda alguna que al Gitano los monstruos —hombres o animales — lo atraían por alguna razón más profunda que el provecho que podía sacarles. Tal vez se sentía más sano, más completo, más perfecto, en esa sociedad de residuos y rarezas. El hecho es que al terminar el espectáculo preguntó por su casa, la encontró, se presentó a los padres y los convenció que se lo dieran, para volverlo artista. Lo incomprensible es que, una semana más tarde, el muchacho que trotaba se escapó, cuando el Gitano había empezado a enseñarle un número de domador.

La mala estrella comenzó con la gran sequía, por el empecinamiento del Gitano en no bajar hacia la costa, como le suplicaron los cirqueros. Encontraban pueblos desiertos y haciendas convertidas en osarios; comprendieron que podían morir de sed. Pero el Gitano no dio su brazo a torcer y una noche les dijo: «Les regalo la libertad. Váyanse. Pero si no se van, nunca más me diga nadie la ruta que ha de tomar el Circo». Ninguno se fue, sin duda porque temían más a los otros hombres que a la catástrofe. En Caatinga do Moura cayó enferma Dádiva, la mujer del Gitano, con fiebres delirantes, y hubo que enterrarla en Taquarandi. Tuvieron que empezar a comerse los animales. Al volver las lluvias, año y medio después, del zoológico sobrevivía la cobra, y, de los cirqueros, habían muerto Juliáo y su mujer Sabina, el Negro Solimáo, el Gigante Pedrín, el Hombre–araña y la Estrellita. Habían perdido el carruaje con figuras estampadas y ahora cargaban sus pertenencias en dos carretas que fueron tirando ellos mismos hasta que, con el retorno de la gente, del agua, de la vida, el Gitano pudo comprar dos acémilas. Volvieron a dar funciones y a ganar nuevamente lo suficiente para comer. Pero ya no fue como antes. El Gitano, enloquecido con la pérdida de sus hijos, se desinteresó del espectáculo. Había dejado a los tres hijos con una familia de Caldeiráo Grande, para que los cuidara, y cuando volvió a buscarlos, después de la sequía, nadie en el poblado pudo darle razón de la familia Campiñas ni de los niños. No se resignaba y años después seguía interrogando a los vecinos de las aldeas si los habían visto o tenido noticias. La desaparición de sus hijos —a quienes todos daban por muertos — hizo de él, que era la energía personificada, un ser apático y rencoroso, que se emborrachaba a menudo y se enfurecía de todo. Una tarde estaban actuando en el caserío de Santa Rosa y el Gitano hacía el número que había hecho antes el Gigante Pedrín: desafiar a cualquier espectador a que lo hiciera tocar el suelo con la espalda. Un hombre fuerte se presentó y lo tumbó al primer empujón. El Gitano se levantó, diciendo que se había resbalado y que el hombre debía probar otra vez. El forzudo volvió a enviarlo al suelo. Poniéndose de pie, el Gitano, con los ojos relampagueantes, le pregunto si repetiría la proeza con una faca en la mano. El otro se resistía a pelear, pero el Gitano, perdida la razón, lo provocó de tal modo que el forzudo no tuvo más remedio que aceptar el desafío. Con la misma facilidad con que lo había tumbado, dejó al Gitano en el suelo, con el pescuezo abierto y los ojos vidriosos. Después supieron que el jefe del Circo había tenido la temeridad de desafiar al bandido Pedráo.

Pese a todo, sobreviviéndose a sí mismo por simple inercia, como demostración de que no muere nada que no deba morir (la frase era de la Barbuda) el Circo no llegó a desaparecer. Era ahora, eso sí, como un detritus espectral del viejo Circo, aglutinado en torno a un carromato con un toldo parchado, que jalaba un burro y en el que había una carpa plegada, con remiendos, bajo la cual dormían los últimos artistas: la Barbuda, el Enano, el Idiota y la cobra. Aún daba funciones y los romances de amor y de aventuras del Enano tenían el éxito de antaño. Para no cansar al burro, hacían sus andanzas a pie y la única que disfrutaba del carromato era la cobra, que vivía en una cesta de mimbre. En su deambular por el mundo, los últimos cirqueros habían encontrado santos, bandidos, peregrinos, retirantes, las caras y atuendos más imprevisibles. Pero nunca, hasta esa mañana, se habían topado con una cabellera masculina de color rojo, como la del hombre tirado en la tierra, que vieron al doblar un recodo de la trocha que va rumbo a Riacho da Onca. Estaba inmóvil, vestido con una ropa negra que el polvo blanqueaba a manchones. Unos metros más allá, había el cadáver descompuesto de una mula que se comían los urubús y una fogata apagada. Y, junto a las cenizas, una mujer joven los miraba venir con una expresión que no parecía triste. El burro, como si hubiera recibido

una orden, se detuvo. La Barbuda, el Enano, el Idiota examinaron al hombre y pudieron ver, entre los pelos flamígeros, la herida cárdena del hombro y la sangre reseca en la barba, la oreja y la pechera. —¿Está muerto? —preguntó la Barbuda. —Todavía —respondió Jurema.

«El fuego va a quemar este lugar», dijo el Consejero, al tiempo que se incorporaba en el camastro. Sólo habían descansado cuatro horas, pues la procesión de la víspera terminó pasada la medianoche, pero el León de Natuba, que tenía un oído finísimo, sintió en el sueño la voz inconfundible y saltó del suelo a coger la pluma y el papel y a anotar la frase que no debía perderse. El Consejero, con los ojos cerrados, sumido en la visión, añadió: «Habrá cuatro incendios. Los tres primeros los apagaré yo y el cuarto lo pondré en manos del Buen Jesús». Esta vez, sus palabras despertaron también a las beatas del cuarto contiguo, pues, mientras escribía, el León de Natuba sintió abrirse la puerta y vio entrar, arrebujada en su túnica azul, a María Quadrado, la única persona, con el Beatito y él, que ingresaba al Santuario de día o de noche sin pedir permiso. «Alabado sea Nuestro Señor Jesucristo», dijo la Superiora del Coro Sagrado, persignándose. «Alabado sea», repuso el Consejero, abriendo los ojos. Y, con una leve inflexión de tristeza, todavía soñó: «Van a matarme, pero no traicionaré al Señor».

Mientras escribía, sin distraerse, consciente hasta la raíz de los cabellos de la trascendencia de la misión que el Beatito le había confiado y que le permitía compartir con el Consejero todos los instantes, el León de Natuba sentía, en el otro cuarto, a las beatas del Coro Sagrado, ansiosas, esperando el permiso de María Quadrado para entrar. Eran ocho y vestían, como ésta, túnicas azules con mangas y sin escote, sujetas con un cordón blanco. Iban descalzas y con la cabeza cubierta por un trapo también azul. Habían sido elegidas por la Madre de los Hombres por su espíritu de sacrificio y su devoción para que se dedicaran exclusivamente al Consejero y las ocho habían hecho promesas de vivir castas y de no retornar nunca a sus familias. Dormían en el suelo, al otro lado de la puerta, y acompañaban al Consejero, como una aureola, mientras vigilaba los trabajos del Templo del Buen Jesús, oraba en la Iglesia de San Antonio, presidía las procesiones, los rosarios, los entierros, o cuando visitaba las Casas de Salud. Debido a las costumbres frugales del santo, sus obligaciones eran pocas: lavar y zurcir la túnica morada, cuidar el carnerito blanco, limpiar el suelo y las paredes del Santuario y sacudir el camastro de varas. Estaban entrando; María Quadrado cerró tras ellas la puerta que les acababa de abrir. Alejandrinha Correa traía el carnerito. Las ocho hicieron la señal de la cruz a la vez que salmodiaban: «Alabado sea Nuestro Señor Jesucristo». «Alabado sea», contestó el Consejero, acariciando ligeramente el animal. El León de Natuba permanecía acuclillado, con la pluma en la mano y el papel en el banquito que le servía de escritorio, con los inteligentes ojos —brillantes entre la mugrienta melena que le circundaba la cara — fijos en la boca del Consejero. Éste se disponía a rezar. Se tumbó de bruces, en tanto que María Quadrado y las beatas se arrodillaban a su alrededor, para rezar con él. Pero el León de Natuba no se tumbó ni se arrodilló: su misión lo eximía incluso de los rezos. El Beatito le había indicado que permaneciera alerta por si alguna de las oraciones que decía el santo fuese «revelación». Pero esa mañana el Consejero oró en silencio, en el amanecer que por segundos crecía y filtraba en el Santuario, por los intersticios del techo, los tabiques y la puerta, unas hebras de oro acribilladas por partículas de polvo. Belo Monte iba despertando: se oía a los gallos, a los perros y voces humanas. Afuera, sin duda, ya habrían comenzado a formarse los racimos de romeros y de vecinos que querían ver al Consejero o pedirle una merced.

Cuando el Consejero se incorporó, las beatas le ofrecieron una escudilla con leche de cabra, un atado de pan, un plato de harina de maíz cocida en agua y una canasta con mangabas. Pero él se contentó con unos sorbos de leche. Entonces, las beatas trajeron un cubo de agua para asearlo. Mientras ellas, silenciosas, diligentes, sin estorbarse unas a otras, como si hubieran ensayado sus movimientos, circulaban en torno al camastro y mojaban sus manos, le humedecían la cara y le restregaban los pies, el Consejero

permaneció inmóvil, concentrado en sus pensamientos o rezos. Cuando le estaban poniendo las sandalias de pastor que se quitaba para dormir, entraron al Santuario el Beatito y Joáo Abade.

Eran tan distintos que aquél parecía más frágil y absorbido y éste más corpulento cuando estaban juntos. «Alabado sea el Buen Jesús», dijo uno de ellos y el otro «Alabado sea Nuestro Señor Jesucristo». «Alabado sea.» El Consejero estiró la mano y, mientras se la besaba, le preguntó con ansiedad: —¿Hay noticias del Padre Joaquim?

El Beatito dijo que no. Aunque menudo, enclenque y envejecido, en su cara se notaba esa indomable energía con que organizaba todas las actividades del culto, el recibimiento de los peregrinos, el recorrido de las procesiones, el cuidado de los altares y se daba tiempo para inventar himnos y letanías. Su túnica marrón estaba llena de escapularios y también de agujeros por los que se divisaba el cilicio, que, se decía, no se había quitado desde que de niño se lo ciñó el Consejero. Él se adelantó a hablar mientras Joáo Abade, a quien la gente había comenzado a llamar Jefe del Pueblo y Comandante de la Calle, retrocedía.

—Joáo tiene una idea que es inspiración, padre —dijo el Beatito, con la voz tímida y reverente con que se dirigía siempre al Consejero—. Ha habido una guerra, aquí mismo, en Belo Monte. Y mientras todos peleaban tú estabas solo en la torre. Nadie te protegía. —Me protege el Padre, Beatito —murmuró el Consejero—. Como a ti y a todos los que creen.

—Aunque nosotros muramos, tú debes vivir —insistió el Beatito—. Por caridad hacia los hombres, Consejero.

—Queremos organizar una guardia que te cuide, padre —susurró Joáo Abade. Hablaba con los ojos bajos, buscando las palabras—. Vigilará para que nadie te haga daño. Los escogeremos como la Madre María Quadrado escogió al Coro Sagrado. Entrarán los más buenos y los más valientes, los de toda confianza. Se consagrarán a tu servicio. —Como los arcángeles del cielo al Buen Jesús —dijo el Beatito. Señaló la puerta, el creciente bullicio—. Cada día, cada hora, hay más gente. Ya están cientos ahí, esperando. No podemos conocer a todo el mundo. ¿Y si se meten los canes para hacerte daño? Ellos serán tu escudo. Y si hay guerra, no quedarás nunca solo. Las beatas permanecían acuclilladas, quietas y mudas. Sólo María Quadrado estaba de pie, junto a los recién llegados. El León de Natuba, mientras hablaban, se había ido arrastrando hasta el Consejero y, como lo habría hecho un perro preferido por su amo, apoyó la cara en la rodilla del santo.

—No pienses en ti sino en los demás —dijo María Quadrado—. Es una idea inspirada, padre. Acéptala.

—Será la Guardia Católica, la Compañía del Buen Jesús —dijo el Beatito—. Serán los cruzados, los soldados creyentes de la verdad.

El Consejero hizo un movimiento casi imperceptible pero todos entendieron que había dado su asentimiento. —¿Quién la va a mandar? —preguntó.

—Joáo Grande, si te parece a ti —repuso el ex cangaceiro—. El Beatito también cree que podría ser él.

—Es un buen creyente. —El Consejero hizo una brevísima pausa y, cuando volvió a hablar, su voz se había despersonalizado y ya no parecía dirigirse a ninguno de ellos sino a un auditorio más vasto e imperecedero—. Ha sufrido del alma y del cuerpo. Y el sufrimiento del alma, sobre todo, es el que hace buenos a los buenos. Antes de que el Beatito lo mirara, el León de Natuba había apartado su cabeza de la rodilla donde reposaba y, con rapidez felina, había cogido la pluma y el papel y escrito lo que había oído. Cuando terminó y, siempre gateando, volvió a acercarse al Consejero y a colocar su enmarañada cabeza en sus rodillas, Joáo Abade había comenzado a referir lo ocurrido en las últimas horas. Unos yagunzos habían partido a hacer averiguaciones, otros vuelto con víveres y noticias y, otros, incendiado haciendas de gente que no quería ayudar al Buen Jesús. ¿Lo escuchaba el Consejero? Tenía los ojos cerrados y permanecía inmóvil y mudo, igual que las beatas, como si su alma hubiera partido a celebrar uno de esos coloquios celestiales —así los llamaba el Beatito — de los que traería revelaciones y

verdades a los vecinos de Belo Monte. A pesar de que no había indicios de la venida de nuevos soldados, Joáo Abade había apostado gente en los caminos que salían de Canudos a Geremoabo, a Uauá, al Cambaio, a Rosario, a Chorrochó y a Curral dos Bois y estaba abriendo trincheras y levantando parapetos a orillas del Vassa Barris. El Consejero no le hizo preguntas. Tampoco las hizo cuando el Beatito dio cuenta de los combates que él libraba. Con la entonación de las letanías, explicó cuántos romeros habían llegado la víspera y este amanecer; procedían de Cabobó, de Jacobina, de Bom Conselho, de Pombal y estaban ahora en la Iglesia de San Antonio, esperando al Consejero. ¿Los vería en la mañana, antes de ir a visitar los trabajos del Templo del Buen Jesús, o en la tarde, durante los consejos? El Beatito continuó dándole cuenta de los trabajos. Se había acabado la madera para los arcos y no se podía empezar el techo. Dos carpinteros habían partido a Joazeiro a contratarla. Como, felizmente, no faltaban piedras, los albañiles seguían apuntalando los muros.

—El Templo del Buen Jesús tiene que acabarse pronto —murmuró el Consejero, abriendo los ojos—. Eso es lo más importante.

—Lo es, padre —dijo el Beatito—. Todos ayudan. No son brazos los que faltan, sino materiales. Todo se acaba. Pero conseguiremos la madera y, si hay que pagarla, la pagaremos. Todos están dispuestos a dar lo que tienen.

—Hace muchos días que no viene el Padre Joaquim —dijo el Consejero, con cierta zozobra—. Hace muchos días que no hay misa en Belo Monte.

—Debe ser por las mechas, padre —dijo Joáo Abade—. Ya casi no nos quedan y él ofreció comprarlas en las minas de Cacabu. Las habrá encargado y estará esperando que se las traigan. ¿Quieres que mande a buscarlo?

—Vendrá, el Padre Joaquim no nos traicionará —repuso el Consejero. Y buscó con los ojos a Alejandrinha Correa, quien, desde que habían mencionado al párroco de Cumbre, estaba con la cabeza sumida entre los hombros, visiblemente confusa —: Ven aquí. No debes tener vergüenza, hija.

Alejandrinha Correa —los años la habían adelgazado y arrugado, pero conservaba siempre la nariz respingada y un aire díscolo que contrastaba con sus maneras humildes — se arrastró hasta el Consejero sin atreverse a mirarlo. Éste le puso una mano sobre la cabeza mientras le hablaba:

—De ese mal salió un bien, Alejandrinha. Era un mal pastor y, por haber pecado, sufrió, se arrepintió, arregló sus cuentas con el cielo y es ahora buen hijo del Padre. Le hiciste un bien, al final. Y a tus hermanos de Belo Monte, porque gracias a Don Joaquim todavía podemos oír misa de vez en cuando.

Dijo esto último con tristeza y tal vez ni se dio cuenta que la ex rabdomante se inclinó a besarle la túnica antes de regresar a un rincón. En los primeros tiempos de Canudos varios párrocos venían a decir misa, a bautizar a los niños y a casar a las parejas. Pero desde aquella Santa Misión, con misioneros capuchinos de Salvador, que terminó tan mal, el Arzobispo de Bahía había prohibido a los párrocos prestar servicios espirituales a Canudos. Sólo el Padre Joaquim seguía viniendo. No sólo traía confort religioso; también, papel y tinta para el León de Natuba, cirios e incienso para el Beatito y encargos diversos a Joáo Abade y los hermanos Vilanova. ¿Qué lo impulsaba a desafiar a la Iglesia y, ahora, a la autoridad civil? Tal vez Alejandrinha Correa, la madre de sus hijos, con la que, en cada visita, mantenía una austera conversación en el Santuario o en la capilla de San Antonio. O, tal vez, el Consejero, ante quien se lo notaba siempre turbado y como removido interiormente. O, tal vez, la sospecha de que, viniendo, pagaba una vieja deuda contraída con el cielo y con los sertaneros.

El Beatito se había puesto a hablar de nuevo, sobre el triduo de la Preciosa Sangre que se iba a iniciar esa tarde, cuando unos nudillos tocaron la puerta, entre una agitación del exterior. María Quadrado fue a abrir. Con el sol brillando a su espalda y una muchedumbre de cabezas que trataban de espiar, apareció en el umbral el párroco de Cumbe.

—Alabado sea Nuestro Señor Jesucristo —dijo el Consejero, poniéndose de pie tan de prisa que el León de Natuba tuvo que apartarse de un salto—. Nosotros pensando en usted y usted se aparece.

Fue al encuentro del Padre Joaquim, cuyo hábito venía enterrado, así como su cara. Se

inclinó ante él, le cogió la mano y se la besó. La humildad y el respeto con que lo recibía el Consejero incomodaban siempre al párroco, pero hoy estaba tan inquieto que no pareció notarlo.

—Llegó un telegrama —dijo, mientras le besaban la mano el Beatito, Joáo Abade, la Madre de los Hombres y las beatas—. Viene un Regimiento del Ejército Federal, desde Río. Su jefe es un famoso militar, un héroe que ha ganado todas las guerras. —Todavía nadie ha ganado una guerra al Padre —dijo el Consejero, con voz gozosa. El León de Natuba, agazapado, escribía rápidamente.

Al terminar su contrato con la gente del Ferrocarril de Jacobina, en Itiuba, Rufino guía a unos vaqueros por los vericuetos de la Sierra de Bendengó, aquella donde una vez cayó una piedra del cielo. Persiguen a unos ladrones de ganado que se han robado medio centenar de reses de la hacienda Pedra Vermelha, del coronel José Bernardo Murau, pero antes de encontrar a los animales se enteran de la derrota de la Expedición del Mayor Febronio de Brito, en el Cambaio, y deciden cesar la búsqueda para no toparse con los yagunzos o los soldados en retirada. Cuando acaba de separarse de los vaqueros. Rufino, en las estribaciones de la Sierra Grande, cae en manos de una patrulla de desertores, mandada por un sargento pernambucano. Le quitan su escopeta, su machete, sus provisiones y la talega con los reis que se ha ganado como pistero. Pero no le hacen daño e, incluso, le advierten que no pase por Monte Santo pues allí se están concentrando los soldados derrotados del Mayor Brito, que podrían enrolarlo. La región está removida con la guerra. La noche siguiente, cerca del río Cariacá, el rastreador escucha un tiroteo y al amanecer descubre que gente venida de Canudos ha quemado y saqueado la hacienda Santa Rosa, que él conoce muy bien. La casa, que era amplia y fresca, con balaustrada de madera y una ronda de palmeras, está chamuscada y en pedazos. Ve los establos vacíos, la senzala y los ranchos de los peones también quemados y un viejo del contorno le dice que todos se han marchado a Belo Monte, llevándose los animales y lo que se libró del fuego.

Rufino da un rodeo, para evitar Monte Santo, y al día siguiente una familia de peregrinos que va rumbo a Canudos le avisa que tenga cuidado, pues hay grupos de la Guardia Rural recorriendo la tierra en busca de hombres jóvenes para el Ejército. Al mediodía llega a una capilla medio perdida entre las lomas amarillentas de la Sierra de Engorda, donde, tradicionalmente, hombres que tienen sangre en las manos vienen a arrepentirse de sus crímenes, y, otros, a hacer ofrendas. Es una construcción pequeña, solitaria, sin puertas, de muros blancos por los que corren lagartijas. Las paredes rebosan de ex votos: escudillas con comida petrificada, figurillas de madera, brazos, piernas, cabezas de cera, armas, ropas, toda clase de minúsculos objetos. Rufino examina cuchillos, machetes, escopetas y elige una faca filuda, dejada allí hace poco. Luego va a arrodillarse ante el altar, en el que sólo hay una cruz, y explica al Buen Jesús que se lleva esa faca prestada. Le cuenta que le han robado lo que tenía y que la necesita para poder llegar a su casa. Le asegura que no quiere quitarle lo que es suyo y le promete devolvérsela, junto con otra nueva, que será su obsequio. Le recuerda que él no es ladrón y que siempre ha cumplido sus promesas. Se persigna y dice: «Gracias, Buen Jesús».

Continúa su camino, a un ritmo parejo, sin fatigarse, suba pendientes o baje barrancas, cruce caatingas o pedregales. Esa tarde caza un armadillo, que cocina en una fogata. La carne le alcanza para dos días. Al tercero, está por las vecindades de Nordestina. Se dirige al rancho de un morador, donde acostumbra pernoctar. La^ familia lo recibe con más cordialidad que otras veces y la mujer le prepara de comer. Él les cuenta cómo los desertores le robaron y conversan sobre lo que irá a ocurrir después de esa batalla en el Cambaio, en la que, al parecer, ha habido tantos muertos. Mientras hablan, Rufino nota que la pareja cambia miradas, como si tuvieran algo que decirle y no se atrevieran. Se calla y espera. El morador entonces, tosiendo, le pregunta cuánto tiempo está sin noticias de su familia. Cerca de un mes. ¿Ha muerto su madre? No. ¿Jurema, entonces? La pareja se queda mirándolo. Por fin, el hombre habla: se anda diciendo que ha habido

un tiroteo y muertos en su casa y que su mujer se ha fugado con un forastero de pelos rojos. Rufino les agradece la hospitalidad y se despide de ellos inmediatamente. A la madrugada siguiente la silueta del rastreador se dibuja en una loma desde la cual se avista su cabaña. Atraviesa el bosquecillo de rocas y arbustos donde tuvo la primera entrevista con Galileo Gall y se acerca al promontorio donde está su vivienda a la velocidad con la que siempre viaja, un trotecillo entre la caminata y la carrera. En su cara hay huellas del largo viaje, de las contrariedades y de la mala noticia de la víspera: sus facciones se han aguzado, hundido, crispado. Su único equipaje es la faca que le ha prestado el Buen Jesús. A pocos metros de su cabaña, su mirada se vuelve recelosa. El corral tiene la tranquera abierta y está vacío. Pero no es el corral lo que Rufino mira con ojos graves, inquisitivos, extrañados, sino la explanada donde antes no había esas dos cruces que hay ahora, sujetas con piedrecillas. Al entrar descubre el mechero, las vasijas, el camastro, la hamaca, el baúl, la imagen de la Virgen de Lapa, las ollas y las escudillas y el alto de leña. Todo parece estar allí e, incluso, haber sido ordenado. Rufino mira de nuevo, despacio, como tratando de arrancar a esos objetos lo ocurrido en su ausencia. Siente el silencio: la falta de ladridos, del cacareo de las gallinas, del tintineo de los carneros, de la voz de su mujer. Finalmente, da unos pasos por la habitación y empieza a revisarlo todo, con cuidado. Cuando termina, tiene los ojos sanguinolentos. Sale, cerrando la puerta sin brusquedad.

Se encamina hacia Oueimadas, que destella a lo lejos bajo un sol ahora vertical. La silueta de Rufino se pierde en un recodo del promontorio; reaparece, trotando, entre piedras plomizas, cactos, matorrales amarillentos, la valla filuda de un corral. Media hora después entra al pueblo por la avenida Itapicurú y sube por ella hacia la Plaza Matriz. El sol azoga las casitas encaladas, de puertas azules o verdes. Los soldados en retirada, después de la derrota del Cambaio, han comenzado a llegar pues se los ve, rotosos, forasteros, formando grupos en las esquinas, durmiendo bajo los árboles o bañándose en el río. El rastreador pasa ante ellos sin mirarlos, acaso sin verlos, pensando sólo en los vecinos: vaqueros de pieles curtidas, mujeres que dan de mamar a sus hijos, jinetes que parten, viejos que se asolean, niños que corren. Le dan los buenos días o lo llaman por su nombre y él sabe que, cuando ha pasado, se vuelven a mirarlo, lo señalan y comienzan a cuchichear. Contesta sus saludos con una inclinación de cabeza, mirando al frente, sin sonreír, para desanimar a cualquiera que intentase dirigirle la palabra. Cruza la Plaza Matriz, densa de sol, de perros, de trajín, haciendo venias, consciente de las murmuraciones, de las miradas, de los gestos, de los pensamientos que suscita. No se detiene hasta llegar, frente a la capillita de Nuestra Señora del Rosario, a una pequeña tienda de velas e imágenes religiosas, que cuelgan en la fachada. Se quita el sombrero, respira como quien va a zambullirse, y entra. Al verlo, la viejecita, que está alcanzando un paquete a un cliente, abre mucho los ojos y se le ilumina la cara. Pero espera, para hablarle, que el comprador se haya ido.

El local es un cubo con agujeros por los que ingresan lenguas de sol. Cirios y velas penden de clavos y se alinean sobre el mostrador. Las paredes están cubiertas de ex votos, y de santos, cristos, vírgenes y estampas. Rufino se arrodilla para besar la mano de la anciana: «Buenos días, madre». Ella le hace la señal de la cruz en la frente con unos dedos nudosos, de uñas ennegrecidas. Es una anciana esquelética, fruncida, de mirada dura, abrigada con una manta pese a la atmósfera candente. Tiene un rosario de cuentas grandes en una mano.

—Caifás quiere verte, quiere explicarte —dice, con dificultad, porque el tema la agobia o por la falta de dientes—. Va a venir a la feria del sábado. Ha venido todos los sábados, a ver si habías vuelto. Es un largo viaje, pero venía. Es tu amigo, quiere explicarte. —Explíqueme usted lo que sabe, mientras tanto, madre —susurra el rastreador. —No venían a matarte a ti —replica la viejecita, al instante—. Ni a ella. Iban a matar al forastero solamente. Pero él se defendió y mató a dos. ¿Viste las cruces, allá arriba, frente a tu casa? —Rufino asiente—. Nadie reclamó los cuerpos y los enterraron allí. — Se persigna—. — Que estén en tu santa gloria, Señor. ¿Encontraste tu casa limpia? He estado yendo, de tanto en tanto. Para que no la encontraras toda sucia. —No debió ir —dice Rufino. Está cabizbajo, con el sombrero en la mano—. Usted apenas puede andar. Y, además, esa casa está sucia para siempre.

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