No lo rodean más de cincuenta hombres. ¿Y los otros? Los que podían moverse, volvieron a Belo Monte. «Pero no eran muchos», gruñe un yagunzo sin dientes, el hojalatero Zósimo. A Antonio le asombra encontrarlo de combatiente, cuando su decrepitud y sus años deberían tenerlo apagando incendios y acarreando heridos a las Casas de Salud. No tiene sentido seguir allí; una nueva carga de jinetes acabaría con ellos. —Vamos a ayudar a Joáo Grande —les dice.

Se escinden en grupos de tres o cuatro y, dando el brazo a los que cojean, protegiéndose en las arrugas del terreno, emprenden el regreso. Antonio va rezagado, junto a Honorio y a Zósimo. Acaso los nubarrones de polvo, acaso los rayos de sol, acaso la premura que tienen por invadir Canudos expliquen que ni las tropas que progresan a su izquierda ni los lanceros que divisan a la derecha, vengan a rematarlos. Porque los ven, es imposible que no los vean como ellos los están viendo. Pregunta a Honorio por las Sardelinhas. Le responde que a todas las mujeres les mandó decir que se fueran, antes de abandonar las trincheras. Todavía hay un millar de pasos hasta las viviendas. Será difícil, yendo tan despacio, llegar hasta allí sanos y salvos. Pero el temblor de sus piernas y el tumulto de su sangre le dicen que ni él ni ninguno de los sobrevivientes están en condiciones de ir más de prisa. El viejo Zósimo se tambalea, presa de un pasajero desvanecimiento. Le da una palmada, alentándolo, y lo ayuda a caminar. ¿Será cierto que este anciano estuvo alguna vez a punto de quemar vivo al León de Natuba, antes de ser rozado por el ángel? —Mire por el lado de la casa de Antonio el Fogueteiro, compadre.

Una intensa, ruidosa fusilería viene de ese macizo de viviendas que se elevan delante del antiguo cementerio y cuyas callejuelas, enrevesadas como jeroglíficos, son las únicas de Canudos que no llevan nombres de santos, sino de cuentos de troveros: Reina Magalona, Roberto el Diablo, Silvaninha, Carlomagno, Fierabrás, Pares de Francia. Allí están concentrados los nuevos peregrinos. ¿Son ellos quienes tirotean de ese modo a los ateos? Techos, puertas, bocacalles del barrio vomitan fuego contra los soldados. De pronto, entre las siluetas de yagunzos tumbados, de pie o acuclillados, descubre la inconfundible silueta de Pedráo, saltando de aquí a allá con su mosquetón, y está seguro de distinguir, entre el ruido atronador de los disparos, el estruendo del arma del mulato gigantón. Pedráo ha rechazado siempre cambiar esa vieja arma, de sus épocas de bandido, por los fusiles de repetición Mánnlicher y Máuser, pese a que éstos disparan cinco tiros y se cargan de prisa, en tanto que él, cada vez que usa el mosquete, tiene que limpiar el cañón y cebarlo de pólvora y taponarlo, antes de disparar los absurdos proyectiles: pedazos de fierro, de limonita, de vidrio, de plomo, de cera y hasta de piedra. Pero Pedráo tiene una destreza asombrosa y hace esa operación a una velocidad

que parece cosa de brujo, como su extraordinaria puntería.

Lo alegra verlo allí. Si Pedráo y sus hombres han tenido tiempo de regresar, también lo habrán hecho Joáo Abade y Pajeú y, entonces, Belo Monte está bien defendido. Les falta ya menos de doscientos pasos para la primera línea de trincheras y los yagunzos que van delante agitan los brazos y se identifican a gritos para que los defensores no les disparen. Algunos corren; él y Honorio los imitan, pero se detienen pues el viejo Zósimo no puede seguirlos. Lo toman de los brazos y lo llevan a rastras, inclinados, tropezando, bajo una granizada de explosiones que a Antonio le parece dirigida contra ellos tres. Llega hasta lo que era una bocacalle y es ahora una tapia de piedras y latas de arena, tablas, tejas, ladrillos y toda clase de objetos sobre los que divisa una compacta hilera de tiradores. Muchas manos se estiran para ayudarlos a trepar. Antonio se siente levantado en peso, bajado, depositado al otro lado de la trinchera. Se sienta a descansar. Alguien le alcanza un zurrón lleno de agua, que bebe a sorbos, con los ojos cerrados, sintiendo una sensación dolorosa y dichosa cuando el líquido moja su lengua, su paladar, su garganta, que parecen de lija. Sus oídos zumbantes se destapan de rato en rato y puede oír la fusilería y los mueras a la República y a los ateos y los vítores al Consejero y al Buen Jesús. Pero en una de ésas —la gran fatiga va cediendo, pronto se levantará — se da cuenta que los yagunzos no pueden aullar «¡Viva la República!», «¡Viva el Mariscal Floriano!», «¡Mueran los traidores!», «¡Mueran los ingleses!». ¿Es posible que estén tan cerca que oiga sus voces? Los toques de corneta vibran en sus mismos oídos. Siempre sentado, coloca cinco balas en el tambor de revólver. Al cargar el Mánnlicher, ve que es la última cacerina. Haciendo un esfuerzo que resiente todos sus huesos, se pone de pie y trepa, ayudándose con codos y rodillas, hasta lo alto de la barricada. Le abren un hueco. A menos de veinte metros carga una maraña de soldados, en filas apretadas. Sin apuntar, sin buscar oficiales, descarga al bulto todas las balas del revólver y luego las del Mánnlicher, sintiendo, en cada rebote de la culata, un agujazo en el hombro. Mientras recarga apresurado el revólver mira el contorno. Los masones atacan por todos lados, y en el sector de Pedráo están aún más cerca que aquí; algunas bayonetas han llegado al borde mismo de las barricadas y hay yagunzos que se alzan de pronto armados de garrotes y fierros, golpeando con furia. No ve a Pedráo. Hacia su derecha, en una polvareda descomunal, las oleadas de uniformes avanzan hacia Espíritu Santo, Santa Ana, San José, Santo Tomás, Santa Rita, San Joaquim. Por cualquiera de esas calles llegarán en segundos hasta San Pedro o Campo Grande, el corazón de Belo Monte, y podrán asaltar las Iglesias y el Santuario. Lo tironean de un pie. Un jovencito le dice a gritos que el Comandante de la Calle quiere verlo, en San Pedro. El jovencito ocupa su puesto en el parapeto.

Mientras sube, trotando, la cuesta de San Crispín, ve a ambos lados de la calle mujeres llenando baldes y cajas de arena, que cargan al hombro. Todo a su alrededor es polvo, carreras, desbarajuste, entre casas con techos desfondados, fachadas acribilladas y ennegrecidas por el humo y otras desmoronadas o removidas. El movimiento frenético tiene un sentido, que descubre al llegar a San Pedro, la paralela a Campo Grande que taja Belo Monte del Vassa Barris al cementerio. El Comandante de la Calle está allí, con dos carabinas cruzadas, clausurando el lugar con barricadas en todas las esquinas que miran al río. Le estira la mano y sin preámbulos —pero, piensa Antonio, sin precipitación, con la calma debida para que el ex–comerciante lo comprenda exactamente — le pide que se encargue él de cerrar esas callejuelas transversales de San Pedro, utilizando toda la gente disponible.

—¿No es mejor reforzar la trinchera de abajo? —dice Antonio Vilanova, señalando el lugar de donde viene.

—Ahí no podremos aguantarlos mucho, es abierto —dice el Comandante de la Calle—. Aquí se enredarán y estorbarán. Tiene que ser una verdadera muralla, ancha, alta. —No te preocupes, Joáo Abade. Anda, yo me encargo. —Pero cuando el otro da media vuelta, añade —: ¿Y Pajeú?

—Vivo —dice Joáo Abade, sin volverse—. En la Fazenda Velha.

«Defendiendo las aguadas», piensa Vilanova. Si los sacan de allí, se quedarían sin gota de agua. Después de las Iglesias y el Santuario, es lo más importante para seguir viviendo: las aguadas. El ex–cangaceiro se pierde en la polvareda, por la cuesta que baja

al río. Antonio se vuelve hacia las torres del Templo del Buen Jesús. Por el terror supersticioso de que no las iba a ver en su sitio, no las ha mirado desde que volvió a Belo Monte. Ahí están, desportilladas pero intactas, con su espesa osatura de piedra resistiendo las balas, los obuses, la dinamita de los perros. Los yagunzos encaramados en el campanario, en los techos, en los andamios, disparan sin tregua, y, otros, acuclillados o sentados, lo hacen desde el techo y el campanario de San Antonio. Entre los racimos de tiradores de la Guardia Católica que hacen fuego desde las barricadas del Santuario, divisa a Joáo Grande. Todo eso lo embarga de fe, evapora el pánico que le ha subido desde la planta de los pies al oír a Joáo Abade que los soldados van a trasponer inevitablemente las trincheras de abajo, que allí no hay esperanza de atajarlos. Sin perder más tiempo, ordena a gritos a los enjambres de mujeres, niños y viejos que comiencen a derribar todas las viviendas de las esquinas de San Crispín, de San Joaquim, de Santa Rita, de Santo Tomás, de Espíritu Santo, de Santa Ana, de San José, para convertir en una selva inextricable esa parte de Belo Monte. Les da el ejemplo, utilizando su fusil como ariete. Hacer trincheras, parapetos, es construir, organizar, y ésas son cosas que Antonio Vilanova hace mejor que la guerra.

Como se habían llevado todos los fusiles, cajas de municiones y explosivos, el almacén se había triplicado de tamaño. El gran vacío aumentaba el desamparo del periodista miope. El cañoneo anulaba el tiempo. ¿Cuánto hacía que estaba encerrado en el depósito con la Madre de los Hombres y el León de Natuba? Había escuchado a éste leer el papel de las disposiciones del asalto a la ciudad con un rechinar de dientes que todavía le duraba. Desde entonces, debía haber transcurrido ya la noche, estar amaneciendo. No era posible que aquello durase ya menos de ocho, diez horas. Pero el miedo alargaba los segundos, volvía inmóviles los minutos. Acaso no había pasado una hora desde que Joáo Abade, Pedráo, Pajeú, Honorio Vilanova y Joáo Grande partieron a la carrera, al escuchar las primeras explosiones de eso que el papel llamaba «el ablandamiento». Recordó su partida precipitada, la discusión entre ellos y la mujer que quería regresar al Santuario, cómo la habían obligado a permanecer allí.

Esto, pese a todo, resultaba alentador. Si habían dejado en el almacén a esos dos íntimos del Consejero, allí estaban más protegidos que en otras partes. Pero ¿no era ridículo pensar en sitios seguros, en este momento? El «ablandamiento» no era un tiroteo de blancos específicos; eran cañonazos ciegos, para prender incendios, destruir casas, sembrar las calles de cadáveres y ruinas que desmoralizaran a los pobladores de manera que no tuvieran ánimos para enfrentarse a los soldados cuando irrumpieran en Canudos.

«La filosofía del Coronel Moreira César», pensó. Qué estúpidos, qué estúpidos, qué estúpidos. No entendían palabra de lo que ocurría acá, no sospechaban cómo eran estas gentes. El cañoneo interminable, sobre la ciudad en tinieblas, sólo lo ablandaba a él. Pensó: «Debe haber desaparecido medio Canudos, tres cuartas partes de Canudos». Pero hasta ahora ningún obús había hecho impacto en el almacén. Decenas de veces, cerrando los ojos, apretando los dientes, pensó: «Éste es, éste es». Su cuerpo rebotaba al estremecerse las tejas, calaminas, maderas, al elevarse ese polvo en el que todo parecía quebrarse, rasgarse, despedazarse sobre, encima, bajo, en torno suyo. Pero el almacén seguía en pie, resistiendo los ramalazos de las explosiones. La mujer y el León de Natuba hablaban. Entendía un rumor, no lo que decían. Aguzó el oído. Habían permanecido mudos desde el comienzo del bombardeo y en algún momento imaginó que habían sido alcanzados por las balas y que velaba sus cadáveres. El cañoneo lo había ensordecido; sentía un burbujeo zumbante, pequeñas explosiones internas. ¿Y Jurema? ¿Y el Enano? Habían ido en vano a la Fazenda Velha a llevar comida a Pajeú, pues se cruzaron con él, que vino a la reunión del almacén. ¿Estarían vivos? Una correntada impetuosa, afectuosa, apasionada, dolorida, lo recorrió, mientras los adivinaba en la trinchera de Pajeú, encogidos bajo las bombas, seguramente extrañándolo, como él a ellos. Eran parte de él y él parte de ellos. ¿Cómo era posible que sintiera por esos seres con los que no tenía nada en común y sí, en cambio, grandes diferencias de extracción social, de educación, de sensibilidad, de experiencia, de cultura, una afinidad tan grande, un amor tan desbordante? Lo que compartían desde hacía meses había creado entre ellos ese vínculo, el haberse visto, sin soñarlo, sin quererlo, sin

saber cómo, por esos extraños, fantásticos encadenamientos de causas y efectos, de azares, accidentes y de coincidencias que era la historia, catapultados juntos en estos sucesos extraordinarios, en esta vida al borde de la muerte. Eso los había unido así. «No volveré a separarme de ellos», pensó. «Los acompañaré a llevar la comida a Pajeú, iré con ellos a…»

Pero tuvo una sensación de ridículo. ¿Acaso iba a continuar la rutina de los días pasados después de esta noche? Si salían indemnes del cañoneo ¿sobrevivirían a la segunda parte del programa leído por el León de Natuba? Presintió las filas cerradas, macizas, de miles y miles de soldados, bajando de los cerros con las bayonetas caladas, entrando a Canudos por todas las esquinas y sintió un fierro frío en las carnes flacas de su espalda. Les gritaría quién era y no oirían, les gritaría soy uno de ustedes, un civilizado, un intelectual, un periodista y no lo creerían ni entenderían, les gritaría no tengo nada que ver con estos locos, con estos bárbaros, pero sería inútil. No le darían tiempo para abrir la boca. Morir como yagunzo, entre la masa anónima de yagunzos: ¿no era el colmo del absurdo, prueba flagrante de la estupidez innata del mundo? Con todas sus fuerzas echó de menos a Jurema y al Enano, sintió urgencia de tenerlos cerca, de hablarles y de oírlos. Como si se le destaparan ambos oídos, oyó, muy clara, a la Madre de los Hombres: había faltas que no se podían expiar, pecados que no podían ser redimidos. En la voz convencida, resignada, callosa, atormentada, un sufrimiento parecía venir del fondo de los años.

—Hay un sitio en el fuego, esperándome —la oyó repetir—. No puedo cegarme, hijito. —No hay crimen que el Padre no pueda perdonar —respondió el León de Natuba con presteza—. La Señora ha intercedido por ti y el Padre te ha perdonado. No sufras, Madre. Era una voz bien timbrada, segura, fluida, con la música del interior. El periodista pensó que esa voz normal, cadenciosa, sugería a un hombre erecto, entero, apuesto, jamás a quien hablaba.

—Era pequeñito, indefenso, tierno, recién nacido, un corderito —salmodió la mujer—. Su madre tenía los pechos secos y era malvada y vendida al Diablo. Entonces, con el pretexto de no verlo sufrir, le metió una madeja de lana en la boca. No es un pecado como los otros, hijito. Es el pecado que no tiene perdón. Me verás quemándome por los siglos de los siglos.

—¿No crees en el Consejero? —la consoló el escriba de Canudos—. ¿No habla con el Padre? ¿No ha dicho que…?

El estruendo ahogó sus palabras. El periodista miope endureció el cuerpo y cerró los ojos y tembló con el remezón, pero siguió escuchando a la mujer, asociando lo que había oído con un remoto recuerdo que, al conjuro de sus palabras, ascendía a su conciencia desde las profundidades donde estaba enterrado. ¿Era ella? Oyó de nuevo la voz que había oído ante el Tribunal, veinte años atrás: suave, afligida, desasida, impersonal. —Usted es la filicida de Salvador —dijo.

No tuvo tiempo de asustarse de haberlo dicho, pues se sucedieron dos explosiones y el almacén crujió salvajemente, como si fuera a derrumbarse. Lo invadió un terral que pareció concentrarse todo en sus narices. Comenzó a estornudar, en accesos crecientes, potentes, acelerados, desesperados, que lo hacían torcerse en el suelo. Su pecho iba a estallar por falta de aire y se lo golpeó con ambas manos mientras estornudaba y, a la vez, entreveía como en sueños, por las rendijas azules, que, en efecto, había amanecido. Con las sienes estiradas hasta rasgarse pensó que esto sí era el fin, moriría asfixiado, a estornudos, una manera estúpida pero preferible a las bayonetas de los soldados. Se desplomó de espaldas, siempre estornudando. Un segundo después su cabeza reposaba sobre un regazo cálido, femenino, acariciante, protector. La mujer lo acomodó sobre sus rodillas, le secó la frente, lo acunó como las madres a sus hijos para que duerman. Aturdido, agradecido, murmuró: «Madre de los Hombres».

Los estornudos, el malestar, el ahogo, la debilidad, tuvieron la virtud de librarlo del miedo. Sentía el cañoneo como algo ajeno y extraordinaria indiferencia ante la idea de morir. Las manos, el susurro, el aliento de la mujer, el repaso de sus dedos en su cráneo, frente, ojos, lo llenaban de paz, lo regresaban a una infancia borrosa. Había dejado de estornudar pero el cosquilleo en sus narices —dos llagas vivas — le decían que el acceso podía repetirse en cualquier instante. En esa borrachera difusa, rememoraba otros

accesos, en que también había tenido la certeza del fin, esas noches de bohemia bahiana que los estornudos interrumpían brutalmente, como una conciencia censora, provocando la hilaridad de sus amigos, esos poetas, músicos, pintores, periodistas, vagos, actores y las luciérnagas noctámbulas de Salvador entre quienes había malgastado su vida. Recordó cómo había comenzado a aspirar éter porque el éter le traía el sosiego después de esos ataques en que quedaba exhausto, humillado y con los nervios erizados, y cómo, luego, el opio lo salvaba de los estornudos con una muerte transitoria y lúcida. Los cariños, el arrullo, el consuelo, el olor de esa mujer que había matado a su hijo cuando él, adolescente, comenzaba a trabajar en un diario y que era ahora sacerdotisa de Canudos, se parecían al opio y al éter, eran algo suave y letárgico, una grata ausencia, y se preguntó si alguna vez, de niño, esa madre a la que él no había conocido lo acarició así y le hizo sentir invulnerabilidad e indiferencia ante los peligros del mundo. Por su mente desfilaron las aulas y patios del Colegio de los Padres Salesianos donde, gracias a sus estornudos, había sido, como sin duda el Enano, como sin duda el monstruo lector que estaba allí, hazmerreír y víctima, blanco de burlas. Por los accesos de estornudos y por su escasa vista había sido apartado de los deportes, juegos fuertes, excursiones, tratado como inválido. Por eso se había vuelto tímido, por esa maldita nariz ingobernable había tenido que usar pañuelos grandes como sábanas, y por culpa de ella y de sus ojos obtusos no había tenido enamorada, novia ni esposa y había vivido con esa permanente sensación de ridículo que no le permitió declarar su amor a las muchachas a las que amó, ni enviarles los versos que les escribía y que luego cobardemente rompía. Por culpa de esa nariz y esa miopía sólo había tenido entre los brazos a las putas de Bahía, conocido esos amores mercantiles, rápidos, sucios, que dos veces pagó con purgaciones y curas con sondas que lo nacían aullar. Él también era monstruo, tullido, inválido, anormal. No era accidente que estuviese donde habían venido a congregarse los tullidos, los desgraciados, los anormales, los sufridos del mundo. Era inevitable pues era uno de ellos.

Lloraba a gritos, encogido, prendido con las dos manos de la Madre de los Hombres, balbuceando, quejándose de su mala suerte y sus desgracias, volcando a borbotones, entre babas y sollozos, su amargura y su desesperación, actuales y pasadas, las de su juventud extinta, su frustración vital e intelectual, habiéndole con una sinceridad que no había tenido antes ni consigo mismo, diciéndole cuán miserable y desdichado se sentía por no haber compartido un gran amor, por no haber sido el exitoso dramaturgo, el poeta inspirado que hubiera querido ser, y por saber que iba a morir aún más estúpidamente de lo que había vivido. Se oyó decir, entre jadeos: «No es justo, no es justo, no es justo». Se dio cuenta que ella lo besaba en la frente, en las mejillas, en los párpados, a la vez que le susurraba palabras tiernas, dulces, incoherentes, como las que se dicen a los recién nacidos para que el ruido los hechice y haga felices. Sentía, en efecto, un gran alivio, una maravillosa gratitud hacia estas palabras mágicas: «Hijito, hijito, niñito, palomita, corderito…».

Pero súbitamente lo devolvieron al presente, a la brutalidad, a la guerra. El trueno de la explosión que arrancó el techo puso de pronto, encima suyo, el cielo, el sol destellante, nubes, la mañana luciente. Volaban astillas, ladrillos, tejas rotas, alambres retorcidos, y el periodista miope sentía impactos de guijarros, granos de tierra, piedras, en mil lugares de su cuerpo, cara, manos. Pero ni él ni la mujer ni el León de Natuba fueron arrollados por el derrumbe. Estaban de pie, apretados, abrazados, y él buscaba afanosamente en sus bolsillos su anteojo de añicos, pensando que se había deshecho, que en adelante ni siquiera contaría con esa ayuda. Pero ahí estaba, intacto, y, siempre aferrado a la Superiora del Coro Sagrado y al León de Natuba, fue reconociendo, en imágenes distorsionadas, los estragos de la explosión. Además del techo, había caído la pared del frente y, salvo el rincón que ocupaban, el almacén era un montón de escombros. Vio por la tapia caída otros escombros, humo, siluetas que corrían.

Y en eso el local se repletó de hombres armados, con brazaletes y pañuelos azules, entre los que adivinó la maciza figura semidesnuda de Joáo Grande. Mientras los veía abrazar a María Quadrado, al León de Natuba, el periodista miope, la pupila aplastada contra el anteojo, tembló: se los iban a llevar, se quedaría abandonado en estas ruinas. Se prendió de la mujer y del escriba y, perdida toda vergüenza, todo escrúpulo, se puso a

gimotear que no lo dejaran, a implorarles, y la Madre de los Hombres lo arrastró de la mano, tras ellos, cuando el negro grande ordenó salir de allí.

Se encontró trotando en un mundo revuelto por el desorden, las humaredas, el ruido, las pilas de escombros. Había dejado de llorar, sus sentidos estaban centrados en la arriesgadísima tarea de sortear obstáculos, no tropezar, resbalar, caer, soltar a la mujer. Había recorrido decenas de veces Campo Grande, rumbo a la Plaza de las Iglesias, y sin embargo no reconocía nada: paredes caídas, huecos, piedras, objetos regados aquí y allá, gente que iba y venía, que parecía disparar, huir, rugir. En vez de cañonazos, oía tiros de fusil y llanto de niños. No supo en qué momento se soltó de la mujer, pero, de repente, advirtió que no estaba cogido de ella sino de una forma disímil, trotadora, cuyo ansioso jadeo se confundía con el suyo. Lo tenía asido de unas crenchas espesas, abundante. Se rezagaban, los dejaban atrás. Empuñó con fuerza la cabellera del León de Natuba, si lo soltaba habría perdido todo. Y, mientras corría, saltaba, esquivaba, se oía pidiéndole que no se adelantara, que tuviera compasión de alguien que no podía valerse por sí mismo.

Se dio de bruces contra algo que creyó una pared y eran hombres. Se sintió atajado, rechazado, cuando oyó a la mujer pidiendo que lo dejaran entrar. La muralla se abrió, percibió barriles y costales y hombres que disparaban y hablaban a gritos, e ingresó, entre la Madre de los Hombres y el León de Natuba, en un recinto sombreado, por una puertecita de estacas. La mujer, tocándole la cara, le dijo: «Quédate aquí. No tengas miedo. Reza». Alcanzó a ver que por una segunda puertecita desaparecían ella y el León de Natuba.

Se desmoronó al suelo. Estaba rendido, sentía hambre, sed, sueño, urgencia de olvidar la pesadilla. Pensó: «Estoy en el Santuario». Pensó: «Ahí está el Consejero». Sintió asombro de haber llegado hasta aquí, pensó en el privilegiado que era, vería y oiría de cerca al eje de la tempestad que vivía el Brasil, al hombre más conocido y odiado del país. ¿De qué le serviría? ¿Acaso tendría ocasión de contarlo? Trató de escuchar lo que decían en el interior del Santuario, pero el barullo exterior no le permitió escuchar nada. La luz que se filtraba entre los carrizos era blanca y viva y el calor muy fuerte. Los soldados debían estar aquí, habría combates en las calles. Pese a ello, lo embargaba una profunda tranquilidad en ese sombreado reducto solitario.

Crujió la puerta de estacas y entrevió una sombra de mujer con un pañuelo en la cabeza. Le puso en las manos una escudilla con comida y una lata con un líquido que, al beber, descubrió que era leche.

—La Madre María Quadrado está rezando por usted —oyó—. Alabado sea el Buen Jesús Consejero.

«Alabado», dijo, sin dejar de masticar, de tragar. Siempre que comía en Canudos le dolían las mandíbulas, como anquilosadas por falta de práctica: era un dolor placentero, que su cuerpo festejaba. Apenas hubo terminado, se recostó en la tierra, apoyó su cabeza en el brazo, y se quedó dormido. Comer, dormir: era ahora la única felicidad posible. Las descargas de fusilería se acercaban, alejaban, parecían girar alrededor suyo y había carreras precipitadas. Ahí estaba la cara ascética, menuda, nerviosa, del Coronel Moreira César, como la había visto tantas veces, cabalgando a su lado, o, en las noches del campamento, conversando después del rancho. Reconocía su voz sin pizca de vacilación, su tonito perentorio, acerado: el ablandamiento debía ejecutarse antes de la carga final para ahorrar vidas a la República, una pústula debía ser reventada de inmediato y sin sentimentalismos so pena de que la infección pudriera el organismo todo. Al mismo tiempo, sabía que el tiroteo arreciaba, las muertes, las heridas, los derrumbes, y tenía la sospecha de que gentes armadas pasaban encima suyo, evitando pisarlo, con noticias de la guerra que preferiría no entender porque eran malas. Estuvo seguro que ya no soñaba, cuando comprobó que esos balidos eran de un carnerito blanco que le lamía la mano. Acariñó la cabeza lanosa y el animal lo dejó hacer, sin espantarse. El rumor era una conversación de dos personas, al lado suyo. Se llevó a la cara el anteojo que había mantenido empuñado mientras dormía. En la incierta luz, reconoció la forma del Padre Joaquim y la de una mujer descalza, con túnica blanca y un pañuelo azul en la cabeza. El cura de Cumbe tenía un fusil entre las piernas y una sarta de balas en el cuello. Hasta donde alcanzaba a percibir, su aspecto era el de un hombre

que había combatido: los ralos mechones revueltos y apelmazados por la tierra, la sotana en jirones, una sandalia sujeta con un cordel en vez de pasador de cuero. Mostraba agotamiento. Hablaba de alguien llamado Joaquincito.

—Salió con Antonio Vilanova, a conseguir comida —lo oyó decir, con desánimo—. Sé por Joao Abade que todo el grupo regresó salvo y que fueron a las trincheras del Vassa Barris. —Se atoró y carraspeó —: Las que aguantaron la embestida. —¿Y Joaquincito? —repitió la mujer.

Era Alejandrinha Correa, de la que se contaban tantos cuentos: que descubría cacimbas subterráneas, que había sido concubina del Padre Joaquim. No alcanzaba a distinguirle la cara. Ella y el cura estaban sentados por tierra. La puerta del interior del Santuario se hallaba abierta y adentro no parecía haber nadie.

—No regresó —musitó el cura—. Antonio sí, y Honorio y muchos otros que estaban en el Vassa Barris. Él no. Nadie ha podido darme cuenta, nadie lo ha visto. —Al menos, quisiera poder enterrarlo —dijo la mujer—. Que no se quede tirado en el campo, como animal sin dueño.

—Puede ser que no haya muerto —murmuró el cura de Cumbe—. Si los Vilanova y otros volvieron, por qué no Joaquincito. A lo mejor está ahora en las torres, o en la barricada de San Pedro, o con su hermano en la Fazenda Velha. Los soldados tampoco han podido tomar esas trincheras.

El periodista miope sintió alegría y deseos de preguntarle por Jurema y el Enano, pero se contuvo: sintió que no debía inmiscuirse en esa intimidad. Las voces del cura y la beata eran de un fatalismo tranquilo, nada dramáticas. El carnerito le mordisqueaba la mano. Se incorporó y se sentó, pero ni el Padre Joaquim ni la mujer dieron importancia a que estuviera despierto, escuchándolos.

—Si Joaquincito ha muerto, es mejor que Atanasio muera también —dijo la mujer—. Para que se acompañen en la muerte.

Se le escarapeló la piel del cuello, detrás, junto a la nuca. ¿Era lo que había dicho la mujer o el tañido de las campanas? Las oía tañir, muy próximas, y oía Avemarías coreadas por innumerables gargantas. Era el atardecer, pues. La batalla llevaba casi un día. Escuchó. No había cesado, a las campanas y rezos se mezclaban cargas de fusilería. Algunas, rompían encima de sus cabezas. Daban más importancia a la muerte que a la vida. Habían vivido en el desamparo más total y toda su ambición era un buen entierro. ¿Cómo entenderlos? Aunque, tal vez, si uno vivía la vida que él estaba viviendo en este momento, la muerte era la única esperanza de compensación, una «fiesta», como decía el Consejero. El cura de Cumbe lo miraba:

—Es triste que los niños tengan que matar y que morir peleando —lo oyó murmurar—. Atanasio tiene catorce anos, Joaquincito no ha cumplido trece. Llevan un año matando, haciéndose matar. ¿No es triste?

—Sí —balbuceó el periodista miope—. Lo es, lo es. Me quedé dormido. ¿Qué ocurre con la guerra, Padre?

—Han sido detenidos en San Pedro —dijo el cura de Cumbe—. En la barricada que construyó esta mañana Antonio Vilanova. —¿Quiere decir aquí, dentro de la ciudad? —preguntó el miope. —A treinta pasos de aquí.

San Pedro. Esa calle que cortaba Canudos del río al cementerio, la paralela a Campo Grande, una de las pocas que merecía el nombre de calle. Ahora era una barricada y ahí estaban los soldados. A treinta pasos. Sintió frío. El rumor de los rezos ascendía, bajaba, desaparecía, volvía, y el periodista miope pensó que en las pausas se escuchaba, allá afuera, la ronca voz del Consejero o la vocecita aflautada del Beatito, y que respondían en coro los Avemarías las mujeres, los heridos, los ancianos, los agonizantes, los yagunzos que estaban disparando. ¿Qué pensarían los soldados de esos rezos? —También es triste que un cura tenga que coger el fusil —dijo el Padre Joaquim, tocando el arma que tenía puesta en las rodillas a la manera de los yagunzos—. Yo no sabía disparar. Tampoco el Padre Martínez lo había hecho, ni para matar a un venado. ¿Era éste el viejecillo al que el periodista miope había visto lloriquear, muerto de pánico, ante el Coronel Moreira César? —¿El Padre Martínez? —preguntó.

Adivinó la desconfianza del Padre Joaquim. Había más curas en Canudos, entonces. Los imaginó cebando el arma, apuntando, disparando. ¿Acaso la Iglesia no estaba con la República? ¿No había sido excomulgado el Consejero por el Arzobispo? ¿No se habían leído condenaciones del fanático herético y demente de Canudos en todas las parroquias? ¿Cómo podía haber curas matando por el Consejero?

—¿Los oye? Escuche, escuche: ¡Fanáticos! ¡Sebastianistas! ¡Caníbales! ¡Ingleses! ¡Asesinos! ¿Quién vino hasta aquí a matar niños y mujeres, a degollar a la gente? ¿Quién obligó a niños de trece y catorce años a volverse guerreros? Usted está aquí vivo ¿no es cierto?

El terror lo anegó de pies a cabeza. El Padre Joaquim lo iba a entregar a la venganza y el odio de los yagunzos.

—Porque, usted venía con el Cortapescuezos, ¿no es verdad? —añadió el cura—. Y sin embargo le han dado techo, comida, hospitalidad. ¿Se portarían así los soldados con un hombre de Pedráo, de Pajeú, de Joáo Abade? Con voz estrangulada, balbuceó:

—Sí, sí, tiene usted razón. Yo le estoy muy agradecido por haberme ayudado tanto, Padre Joaquim. Se lo juro, se lo juro.

—Mueren por decenas, por centenas —señaló el cura de Cumbe hacia la calle—. ¿Por qué? Por creer en Dios, por ajustar sus vidas a la ley de Dios. La matanza de los Inocentes, de nuevo.

¿Se pondría a llorar, a patalear, se revolcaría de desesperación? Pero el periodista miope vio que el cura se calmaba, haciendo un gran esfuerzo, y que permanecía cabizbajo, escuchando los tiros, los rezos, las campanas. Creyó oír, también, toques de corneta. Tímidamente, aún no repuesto del susto, preguntó al párroco si no había visto a Jurema y al Enano. El cura dijo que no con la cabeza. En ese momento oyó a su lado una voz bien timbrada, de barítono:

—Han estado en San Pedro, ayudando a levantar la barricada.

El anteojo astillado le dibujó, borrosamente, junto a la puertecita abierta del Santuario, al León de Natuba, sentado o arrodillado, en todo caso encogido dentro de su túnica terrosa, mirándolo con sus ojos grandes y brillantes. ¿Había estado allí hacía rato o acababa de asomarse? El extraño ser, medio hombre medio animal, lo turbaba tanto que no atinó a agradecerle ni a pronunciar palabra. Lo veía apenas, pues la luz había bajado, aunque, por las rendijas de las estacas, entraba un rayo de luz menguante que moría en la espesa melena de crenchas revueltas del escriba de Canudos.

—Yo escribía todas las palabras del Consejero —lo oyó decir, con su voz bella y cadenciosa. Se dirigía a él, tratando de ser amable—. Sus pensamientos, sus consejos, sus rezos, sus profecías, sus sueños. Para la posteridad. Para añadir otro Evangelio a la Biblia.

—Sí —murmuró, confuso, el periodista miope.

—Pero ya no hay papel ni tinta en Belo Monte y la última pluma se rompió. Ya no se puede eternizar lo que dice —prosiguió el León de Natuba, sin amargura, con esa aquiescencia tranquila que el periodista miope había visto a las gentes de aquí enfrentar al mundo, como si las desgracias fueran, igual que las lluvias, los crepúsculos, las mareas, fenómenos naturales contra los que sería estúpido rebelarse. —El León de Natuba es una persona muy inteligente —murmuró el cura de Cumbe—. Lo que Dios le quitó en las piernas, en la espalda, en los hombros, se lo dio en inteligencia. ¿No es verdad, León?

—Sí —asintió, moviendo la cabeza, el escriba de Canudos. Y el periodista miope, del que los grandes ojos no se apartaban un instante, estuvo seguro que era cierto—. He leído el Misal Abreviado y las Horas Marianas muchas veces. Y todas las revistas y papeles que la gente me traía de regalo, antes. Muchas veces. ¿El señor ha leído mucho, también? El periodista miope sentía una incomodidad tan grande que hubiera querido salir de allí corriendo, aunque fuera a encontrarse con la guerra.

—He leído algunos libros —repuso, avergonzado. Y pensó: «No me ha servido de nada». Era una cosa que había descubierto en estos meses: la cultura, el conocimiento, mentiras, lastres, vendas. Tantas lecturas y no le habían valido de nada para escapar, para librarse de esta trampa.

—Sé qué es la electricidad —dijo el León de Natuba, con orgullo—. Si el señor quiere, se lo puedo enseñar. Y el señor, a cambio, me puede enseñar cosas que yo no sepa. Sé qué es el principio o ley de Arquímedes. Cómo se momifican los cuerpos. Las distancias que hay entre los astros.

Pero hubo una violenta sucesión de ráfagas en direcciones simultáneas y el periodista miope se descubrió agradeciendo a la guerra que hiciera callar a ese ser cuya voz, cercanía, existencia, le causaban un malestar tan profundo. ¿Por qué lo desazonaba tanto alguien que sólo quería hablar, que desplegaba así sus cualidades, sus virtudes, para ganar su simpatía? «Porque me parezco a él —pensó—, porque estoy en la misma cadena de la que él es el eslabón más degradado.»

El cura de Cumbe corrió hacia la puertita del exterior, la abrió y entró una bocanada de luz de atardecer que le reveló otros rasgos del León de Natuba: su piel oscura, las líneas afiladas de la cara, un mechón de pelusa en la barbilla, el acero de sus ojos. Pero era su postura la que le resultaba abrumadora: esa cara hundida entre dos rodillas huesudas, el bulto de la joroba por detrás de la cabeza, como un atado prendido a la espalda, y las extremidades largas y flacas como patas de araña abrazadas a sus piernas. ¿Cómo podía un esqueleto humano descomponerse, plegarse de ese modo? ¿Qué retorcimientos absurdos tenían esa columna, esas costillas, esos huesos? El Padre Joaquim hablaba a gritos con los de afuera: había un ataque, pedían gente en alguna parte. Volvió a la habitación y adivinó que recogía su fusil.

—Están asaltando la barricada por San Cipriano y San Crispín —lo oyó acezar—. Anda al Templo del Buen Jesús, estarás más protegida. Adiós, adiós, que la Señora nos salve. Salió corriendo y el periodista miope vio que la beata atrapaba al carnerito que, asustado, se había puesto a balar. Alejandrinha Correa preguntó al León de Natuba si vendría con ella y la armoniosa voz repuso que se quedaría en el Santuario. ¿Y él? ¿Y él? ¿Se quedaría con el monstruo? ¿Correría tras la mujer? Pero ésta se había ido ya y otra vez reinaba la penumbra en el cuartito de estacas. El calor era sofocante. El tiroteo arreciaba. Imaginó a los soldados, perforando la barrera de piedras y arena, pisoteando cadáveres, acercándose como una torrentera a donde él estaba. —No quiero morir —articuló, sintiendo que no alcanzaba siquiera a llorar. —Si el señor quiere, hacemos pacto —dijo el León de Natuba, sin alterarse—. Lo hemos hecho con la Madre María Quadrado. Pero ella no tendrá tiempo de volver. ¿Quiere que hagamos pacto?

El periodista miope temblaba tanto que no pudo abrir la boca. Debajo del intenso tiroteo oía, como una música remansada, fugitiva, las campanas y el coro simétrico de Avemarías.

—Para no morir a fierro —le explicaba el León de Natuba—. El fierro, metido en la garganta, cortando al hombre como se corta al animal para desangrarlo, es una gran ofensa a la dignidad. Lacera el alma. ¿Quiere el señor que hagamos pacto? Esperó un instante y como no hubo respuesta, precisó:

—Cuando los sintamos en la puerta del Santuario y sea seguro que van a entrar, nos mataremos. Cada uno apretará al otro la boca y la nariz hasta que revienten los pulmones. O podemos estrangularnos, con las manos o los cordones de las sandalias. ¿Hacemos pacto?

La fusilería apagó la voz del León de Natuba. La cabeza del periodista miope era un vórtice y todas las ideas que chisporroteaban en él, contradictorias, amenazantes, lúgubres, espoleaban su angustia. Estuvieron en silencio, oyendo los tiros, las carreras, el gran caos. La luz decaía con rapidez y ya no veía los rasgos del escriba sino, apenas, su bulto agazapado. No haría ese pacto, sería incapaz de cumplirlo, apenas oyera a los soldados se pondría a gritar soy un prisionero de los yagunzos, socorro, ayuda, vitorearía a la República, al Mariscal Floriano, se lanzaría sobre el cuadrumano, lo dominaría y ofrecería a los soldados en prueba de que no era yagunzo.

—No entiendo, no entiendo, qué seres son ustedes — se oyó decir, cogiéndose la cabeza—. Qué hacen aquí, por qué no han huido antes de que los cercaran, qué locura esperar en una ratonera que vengan a matarlos.

—No hay dónde huir —dijo el León de Natuba—. Ya huimos antes. Para eso vinimos aquí. Éste era el sitio. Ya no hay dónde, ya vinieron también a Belo Monte.

El tiroteo se tragó su voz. Estaba casi oscuro y el periodista miope pensó que para él sería noche más pronto que para los demás. Preferible morir que pasar otra noche como la anterior. Tuvo una urgencia enorme, dolorosa, biológica, de estar cerca de sus dos compañeros. Insensatamente decidió buscarlos, y, mientras tropezaba hacia la salida, gritó:

—Voy buscar a mis amigos, quiero morir con mis amigos.

Al empujar la puertecita, recibió fresco en la cara e intuyó, enrarecidas en la polvareda, a las figuras tumbadas en el parapeto de los que defendían el Santuario. —¿Puedo salir? ¿Puedo salir? —imploró—. Quiero encontrar a mis amigos. —Puedes —dijo alguien—. Ahora no hay tiros.

Dio unos pasos, apoyándose en la barricada y casi inmediatamente tropezó en algo blando. Al incorporarse se encontró abrazado a una forma femenina, delgada, que se estrechó a él. Por el olor, por la felicidad que lo colmó, antes que oírla supo quién era. Su terror se volvió jubiló mientras abrazaba a esa mujer que lo abrazaba con la misma desesperación. Unos labios se juntaron a los suyos, no se apartaron, respondieron a sus besos. «Te amo —balbuceó—, te amo, te amo. Ya no me importa morir.» Y preguntó por el Enano mientras le repetía que la amaba.

—Te hemos buscado todo el día —dijo el Enano, abrazado a su piernas—. Todo el día. Qué felicidad que estés vivo.

—A mí tampoco me importa morir —dijeron, bajo sus labios, los de Jurema.

—Ésta es la casa del Fogueteiro —exclama de pronto el General Artur Osear. Los oficiales que están dándole parte de los muertos y heridos en el asalto que él ha mandado interrumpir, lo miran desconcertados. El General señala unos cohetones a medio hacer, de cañas y tarugos sujetos con pitas, regados por la vivienda —: El que les prepara esas quemazones.

De las ochos manzanas —si se puede llamar «manzanas» a los amontonamientos indescifrables de escombros — que ha conquistado la tropa en casi doce horas de lucha, esa cabaña de una sola pieza, dividida por un tabique de estacas, es la única más o menos en pie. Por eso ha sido elegida para Cuartel General. Los ordenanzas y oficiales que lo rodean no comprenden que el Jefe del cuerpo expedicionario hable en estos momentos, cuando está haciéndose el balance de la dura jornada, de cohetes. No saben que los fuegos de artificio son una secreta debilidad del General Osear, un poderoso resabio de infancia, y que en el Piauí aprovechaba cualquier celebración patriótica para ordenar quema de castillos en el patio del cuartel. En el mes y medio que lleva ya aquí, ha observado con envidia, desde lo alto de la Favela, ciertas noches de procesión, las cascadas de luces en el cielo de Canudos. El hombre que prepara tales castillos es un maestro, se podría ganar muy bien la vida en cualquier ciudad del Brasil. ¿Habrá muerto el Fogueteiro en el combate de hoy día? Al mismo tiempo que se lo pregunta, está atento a las cifras que enumeran los coroneles, mayores, capitanes que entran y salen o permanecen en la minúscula habitación invadida ya por las sombras. Encienden un mechero. Unos soldados apilan costales de arena ante la pared que mira al enemigo. El General termina el cálculo.

—Es peor de lo que suponía, señores —dice al abanico de siluetas. Tiene el pecho oprimido, puede sentir la expectativa de los oficiales—. ¡Mil veintisiete bajas! ¡La tercera parte de las fuerzas! Veintitrés oficiales muertos, entre ellos los Coroneles Carlos Telles y Serra Martins. ¿Se dan cuenta?

Nadie responde, pero el General sabe que todos se dan perfecta cuenta de que un número semejante de bajas equivale a una derrota. Ve la frustración, la cólera, el asombro de sus subordinados; los ojos de algunos brillan.

—Continuar el asalto hubiera significado el aniquilamiento. ¿Lo comprenden ahora? Porque cuando, alarmado por la resistencia de los yagunzos y la intuición de que las bajas de los patriotas eran ya muy altas —y el impacto que fue para él la muerte de Telles y Serra Martins — el General Óscar ordenó que las tropas se limitaran a defender las posiciones conquistadas, hubo en muchos de estos oficiales indignación, y hasta

temió que algunos desobedecieran la orden. Su propio adjunto, el Teniente Pinto Souza, del Tercero de Infantería, protestó: «¡Pero si la victoria está al alcance de la mano, Excelencia!». No lo estaba. Un tercio fuera de combate. Es un porcentaje altísimo, catastrófico, pese a las ocho manzanas capturadas y al estrago causado a los fanáticos. Olvida al Fogueteiro y se pone a trabajar con su Estado Mayor. Despide a los jefes, adjuntos o delegados de los cuerpos de asalto, repitiéndoles la orden de conservar, sin dar un paso atrás, las posiciones tomadas, y de apuntalar la barricada, opuesta a la que los contuvo, que se empezó a erigir hace unas horas, cuando se vio que la ciudad no caería. Decide que la Séptima Brigada, que ha quedado protegiendo a los heridos de la Favela, venga a reforzar la «línea negra», el nuevo frente de operaciones, ya incrustado en el corazón de la ciudad sediciosa. En el cono de luz del mechero, se inclina sobre el mapa trazado por el Capitán Teotónio Coriolano, cartógrafo de su Estado Mayor, guiándose por los partes y por sus propias observaciones, sobre la situación. Una quinta parte de Canudos ha sido tomada, un triángulo que se inicia en la trinchera de la Fazenda Velha, siempre en manos de los yagunzos, hasta el cementerio, capturado, y en donde las fuerzas patrióticas se hallan a menos de ochenta pasos de la Iglesia de San Antonio. —El frente no cubre más de mil quinientos metros —dice el Capitán Guimaráes, sin ocultar su decepción—. Estamos lejos de haberlos cercado. Ni la cuarta parte de la circunferencia. Puedan salir, entrar, recibir pertrechos.

—No podemos estirar el frente sin los refuerzos —se queja el Mayor Carreño—. ¿Por qué nos abandonan así, Excelencia?

El General Osear se encoge de hombros. Desde el día de la emboscada, al llegar a Canudos, al ver la mortandad que sufrían sus hombres, ha mandado súplicas urgentes, fundamentadas, incluso exagerando la gravedad de la situación. ¿Por qué no envía refuerzos la superioridad?

—Si en vez de tres mil, hubiéramos sido cinco mil, Canudos estaría en nuestro poder — piensa en voz alta un oficial.

El General los obliga a cambiar de tema, comunicándoles que va a revisar el frente y el nuevo Hospital de Sangre instalado esa mañana junto a las barrancas del Vassa Barris, una vez que fueron desalojados de allí los yagunzos. Antes de abandonar la casa del Fogueteiro, bebe una taza de café, oyendo las campanas y Avemarías de los fanáticos tan cerca que le parece mentira.

A sus cincuenta y tres años es un hombre de gran energía, que raramente se fatiga. Ha seguido los pormenores del asalto, con sus prismáticos, desde las cinco de la mañana, en que los cuerpos comenzaron a abandonar la Favela, y ha marchado con ellos, inmediatamente detrás de los batallones de vanguardia, sin descansar y sin probar bocado, contentándose con tragos de su cantimplora. A comienzos de la tarde, una bala perdida hirió a un soldado que estaba al lado suyo. Sale de la cabaña. Es de noche; no hay una estrella. El rumor de los rezos lo invade todo, como un hechizo, y apaga los últimos tiros. Da instrucciones de que no se enciendan fogatas en la trinchera, pero, pese a ello, en el lento, intrincado recorrido que hace escoltado por cuatro oficiales, en muchos puntos de la serpenteante, jeroglífica, abrupta barricada levantada por las tropas con escombros, tierra, piedras, latas y toda clase de útiles y artefactos, detrás de la cual se alinean, sentados de espaldas contra los ladrillos, durmiendo unos contra otros, algunos con ánimos todavía para cantar o para adelantar la cabeza sobre la muralla e insultar a los bandidos —que deben estar escuchando, agazapados detrás de su propia barrera, a cinco metros de distancia en algunos sectores, en otros a diez, en otros prácticamente tocándose—, el General Osear encuentra braseros donde grupos de soldados hierven una sopa con residuos de viandas, recalientan pedazos de carne salada o dan calor a los heridos que tiemblan por la fiebre y que no han podido ser conducidos hasta el Hospital de Sangre por su estado calamitoso.

Cambia palabras con los jefes de compañía, de batallones. Están agotados, en todos descubre la misma desolación, mezclada de pasmo, que él también siente por las cosas incomprensibles de esta maldita guerra. Mientras felicita a un joven alférez por su comportamiento heroico en el asalto, se repite algo que se ha dicho muchas veces: «Maldita la hora en que acepté este Comando».

Mientras estaba en Queimadas, lidiando con los endemoniados problemas de falta de

transportes, de animales de tiro, de carros para los víveres, que lo tendrían atascado allí tres meses de aburrimiento mortal, el General Osear se enteró que, antes de que el Ejército y la Presidencia de la República le ofrecieran el mando de la Expedición, tres generales en activo habían rehusado aceptarlo. Ahora entiende por qué le habían hecho lo que él, en su ingenuidad, creyó una distinción, un regalo para cerrar con broche de oro su carrera. Mientras estrecha manos y cambia impresiones con oficiales y soldados cuyas caras le oculta la noche, piensa en lo imbécil que ha sido creyendo que la superioridad quiso premiarlo sacándolo de su jefatura militar del Piauí donde ha transcurrido, tan sosegadamente, su servicio de cerca de veinte años para permitirle, antes del retiro, dirigir un glorioso hecho de armas: aplastar la rebelión monárquico–restauradora del interior bahiano. No, no ha sido para desagraviarlo por tantas postergaciones y reconocer al fin sus méritos —como él dijo a su esposa al anunciarle la nueva — sino porque los otros jefes del Ejército no querían embarrarse en semejante lodazal, que le encomendaron esta jefatura. Un presente griego. ¡Claro que los tres generales tenían razón! ¿Acaso había sido preparado él, un militar profesional, para esta guerra grotesca, absurda, totalmente al margen de las reglas y convenciones de la verdadera guerra? En un extremo de la muralla están carneando una res. El General Osear se sienta a comer unos bocados de carne fría en un corro de oficiales. Charla con ellos sobre las campanas de Canudos y esas oraciones que acaban de cesar. Las rarezas de esta guerra: esos rezos, esas procesiones, esos tañidos, esas iglesias que los bandidos defienden con tanto encarnizamiento. Otra vez es presa del malestar. Le incomoda que esos caníbales degenerados sean, pese a todo, brasileños, es decir, en un sentido esencial, semejante a ellos. Pero lo que más le fastidia —a él, creyente devoto, cumplidor riguroso de los preceptos de la Iglesia, una de cuyas sospechas es que no ha sido más promocionado en su carrera por haberse negado obstinadamente a ser masón — es que los bandidos mientan que son católicos. Esas manifestaciones de fe —los rosarios, las procesiones, los vivas al Buen Jesús — lo confunden y apenan, a pesar de que el Padre Lizzardo, en todas las misas de campaña, truena contra los impíos, acusándolos de perjuros, heréticos y profanadores de la fe. Aun así, el General Osear no puede librarse del malestar, ante ese enemigo que ha convertido esta guerra en algo tan diferente de lo que esperaba, en una especie de contienda religiosa. Pero que lo turbe no significa que deje de odiarlo, a ese adversario anormal, impredecible, que, además, lo ha humillado, no deshaciéndose al primer choque, como estaba convencido que ocurriría al aceptar esta misión. A ese enemigo lo odia todavía más, en el curso de la noche, cuando luego de recorrer la barricada cruza el descampado hacia el Hospital de Sangre del Vassa Barris. A medio camino se hallan los cañones Krupp 7,5 que han acompañado el asalto, bombardeando sin descanso esas torres desde las que el enemigo causa tanto daño a la tropa. El General Osear charla un momento con los artilleros, que, pese a lo avanzado de la hora, cavan un parapeto con picas, reforzando el emplazamiento.

La visita al Hospital de Sangre, a orillas del cauce seco, lo abruma; debe luchar para que los médicos, enfermeros, agonizantes, no lo adviertan. Agradece que esto suceda en la semioscuridad, pues las linternas y fogatas revelan apenas una insignificante parte del espectáculo que tiene lugar a sus pies. Los heridos están más desamparados que en la Favela, sobre la arcilla y el cascajo, agrupados como han ido llegando y los médicos le explican que, para colmo de males, toda la tarde y parte de la noche un ventarrón ha aventado contra esas heridas abiertas, que no hay con qué vendar ni desinfectar ni suturar, nubarrones de tierra rojiza. Por todas partes escucha alaridos, gemidos, llantos, desvarío de fiebre. La pestilencia es asfixiante y el Capitán Coriolano, que lo acompaña, tiene de pronto una arcada. Lo oye deshacerse en excusas. Cada cierto trecho, se detiene a decir palabras afectuosas, a palmear, estrechar la mano de un herido. Los felicita por su coraje, les agradece su sacrificio en nombre de la República. Pero queda mudo cuando hacen un alto frente a los cadáveres de los Coroneles Carlos Telles y Serra Martins, que serán enterrados mañana. El primero ha muerto de un tiro en el pecho, al comenzar el ataque, cruzando el río. El segundo al atardecer, asaltando a la cabeza de sus hombres la barrera de los yagunzos, en un combate cuerpo a cuerpo. Le informan que su cadáver cosido a heridas de puñal, lanza y machete, está castrado, desorejado y desnarigado. En momentos como éste, cuando oye que un destacado y bravo militar es

vejado de ese modo, el General Osear se dice que es justa la política de degollar a todos los Sebastianistas que caen prisioneros. La justificación de esa política, para su conciencia, es de dos órdenes: se trata de bandidos, no de soldados, a los que el honor mandaría respetar; y, de otro lado, la escasez de víveres no deja alternativa, pues sería más cruel matarlos de hambre y absurdo privar de raciones a los patriotas para alimentar a monstruos capaces de hacer lo que han hecho con ese jefe. Cuando está terminando el recorrido, se detiene ante un pobre soldado al que dos enfermeros sujetan mientras le amputan un pie. El cirujano, acuclillado, serrucha, y el General lo oye pedir que le limpien el sudor de los ojos. No debe ver mucho, de todos modos, pues otra vez hay viento y la fogata bailotea. Cuando el cirujano se incorpora reconoce al joven paulista Teotónio Leal Cavalcanti. Cambian un saludo. Cuando el General Osear emprende el regreso, la cara flaca y atormentada del estudiante, cuya abnegación encomian sus colegas y pacientes, lo acompaña. Hace unos días ese joven a quien no conocía se le presentó a decirle: «He matado a mi mejor amigo y quiero ser castigado». Asistía a la entrevista su adjunto, el Teniente Pinto Souza, y al enterarse de quién es el oficial al que Teotónio, por compasión, ha disparado un balazo en la sien, se puso lívido. La escena hizo vibrar al General. Teotónio Leal Cavalcanti, con la voz rota, explicó la condición del Teniente Pires Ferreira —ciego, sin manos, destrozado en el cuerpo y en el alma—, sus súplicas para que pusiera fin a su sufrimiento y los remordimientos que lo acosan por haberlo hecho. El General Osear le ha ordenado guardar absoluta reserva y continuar en sus funciones como si nada hubiera sucedido. Una vez que acaben las operaciones, decidirá sobre su caso.

En casa del Fogueteiro, ya en la hamaca, recibe un informe del Teniente Pinto Souza, que acaba de regresar de la Favela. La Séptima Brigada estará aquí a primera hora, para reforzar la «línea negra».

Duerme cinco horas, y a la mañana siguiente se siente repuesto, lleno de ánimos, mientras toma su café y un puñado de esas galletas de maicena que son el tesoro de su despensa. Reina un extraño silencio en todo el frente. Los batallones de la Séptima Brigada están por llegar y, para cubrir su cruce del descampado, el General ordena que los Krupp bombardeen las torres. Desde los primeros días, ha pedido a la superioridad que, junto con los refuerzos, le manden esas granadas especiales, de setenta milímetros, con puntas de acero; que se fabricaron en la Casa de la Moneda de Río, para perforar los cascos de los barcos rebelados el 6 de septiembre. ¿Por qué no le hacen caso? Ha explicado a la jefatura que los shrapnel y obuses de gasolina no bastan para destruir esas malditas torres de roca viva. ¿Por qué se hacen los sordos?

El día transcurre en calma, con tiroteos ralos, y al General Osear se le pasa dedicado a distribuir a los hombres frescos de la Séptima Brigada a lo largo de la «línea negra». En una reunión con su Estado Mayor se descarta terminantemente otro asalto, mientras no lleguen los refuerzos. Se mantendrá una guerra de posiciones, tratando de avanzar gradualmente por el flanco derecho —el más débil de Canudos, a simple vista—, en ataques parciales, sin exponer a toda la tropa. Se decide, también, que parta una expedición a Monte Santo llevándose a los heridos en condiciones de soportar el viaje. A mediodía, cuando están enterrando a los Coroneles de Silva Telles y Serra Martins, junto al río, en una sola tumba con dos crucecillas de madera, le dan al General una mala noticia: acaba de ser herido en la cadera, por una bala perdida, el Coronel Neri, mientras hacía una necesidad biológica en una encrucijada de la «línea negra». Esa noche lo despierta un fuerte tiroteo. Los yagunzos atacan los dos cañones Krupp 7,5 del descampado y el Batallón 32 de Infantería vuela a reforzar a los artilleros. Los yagunzos cruzaron la «línea negra» en la oscuridad, en

las barbas de los centinelas. El combate es reñido, de dos horas, y la mortandad grande: perecen siete soldados y hay quince heridos, entre ellos un alférez. Pero los yagunzos tienen cincuenta muertos y diecisiete prisioneros. El General va a verlos. Es el alba, una irisación azulada pespunta los cerros. El viento es tan frío que el General Osear se cubre con una manta mientras recorre el descampado a trancos. Los Krupp, felizmente, están intactos. Pero la violencia de la lucha y los compañeros muertos y heridos han exasperado de tal modo a los artilleros e infantes que el General Osear encuentra a los prisioneros medio muertos de los golpes que han recibido. Son muy

jóvenes, algunos niños, y hay entre ellos dos mujeres, todos esqueléticos. El General Osear confirma lo que confiesan todos los prisioneros: la gran escasez de alimentos entre los bandidos. Le explican que eran las mujeres y los jóvenes quienes disparaban, pues los yagunzos se dedicaron a tratar de destruir los cañones con picas, mazas, garrotes, martillos, o en atorarlos con arena. Buen síntoma: es la segunda vez que lo intentan, los Krupp 7,5 les están haciendo daño. Las mujeres, igual que los niños, tienen trapos azules. Los oficiales presentes están asqueados de esos extremos de barbarie: que envíen niños y mujeres les parece el colmo de la abyección humana, un escarnio del arte y la moral de la guerra. Cuando se retira, el General Osear oye que los prisioneros, al darse cuenta que los van a ejecutar, vitorearon al Buen Jesús. Sí, los tres generales que rehusaron venir sabían lo que hacían; adivinaban que esto de guerrear contra niños y mujeres que matan y a los que por tanto hay que matar, y que mueren dando vivas a Jesús, es algo que no puede producir alegría a ningún soldado. Tiene la boca amarga, como si hubiera masticado tabaco.

Ese día transcurre en la «línea negra» sin novedad, dentro de lo que —piensa el jefe de la Expedición — será la rutina hasta que lleguen los refuerzos: tiroteos esporádicos de una parte a otra de las dos barricadas que se desafían, ceñudas y enrevesadas; torneos de insultos que sobrevuelan las barreras sin que los insultados se vean las caras, y el cañoneo contra las Iglesias y el Santuario, ahora breve debido a la escasez de municiones. Se hallan prácticamente sin nada que comer; quedan apenas diez reses en el corral habilitado detrás de la Favela y unos cuantos sacos de café y de grano. Reduce a la mitad las raciones de la tropa, que ya eran exiguas.

Pero esa tarde el General Osear recibe una noticia sorprendente: una familia de yagunzos, de catorce personas, se presenta espontáneamente como prisionera en el campamento de la Favela. Es la primera vez que ocurre algo así, desde el comienzo de la campaña. La noticia le levanta el ánimo de manera extraordinaria. La desmoralización y la hambruna deben estar socavando a los caníbales. En la Favela, él mismo interroga a los yagunzos. Son tres viejecillos en ruinas, una pareja adulta y niños raquíticos de vientres hinchados. Son de Ipueiras y según ellos —que responden a sus preguntas con los dientes rechinándoles de miedo — se hallan en Canudos sólo desde hace mes y medio; se refugiaron allí, no por devoción al Consejero, sino por temor al saber que se aproximaba un gran Ejército. Han huido haciendo creer a los bandidos que iban a cavar trincheras a la salida a Cocorobó, lo que en efecto han hecho hasta la víspera, en que, aprovechando un descuido de Pedráo, escaparon. Les ha tomado un día el rodeo hasta la Favela. Dan al General Osear todos los informes sobre la situación del cubil y presentan un cuadro tétrico de lo que ocurre allí, peor aún de lo que éste suponía —hambruna, heridos y muertos por doquier, pánico generalizado — y aseguran que la gente se rendiría si no fuera por los cangaceiros como Joáo Grande, Joáo Abade, Pajeú y Pedráo, que han jurado matar a toda la parentela del que deserte. Sin embargo, el General no les cree al pie de la letra lo que dicen: están tan visiblemente aterrorizados que dirían cualquier embuste para despertar su simpatía. Ordena que los encierren en el corral del ganado. La vida de todos los que, siguiendo el ejemplo de éstos, se rindan, será preservada. Sus oficiales se muestran también optimistas; algunos pronostican que el cubil caerá por descomposición interna, antes de que lleguen los refuerzos. Pero al día siguiente la tropa sufre un duro revés. Centenar y medio de reses, que venían de Monte Santo, caen en manos de los yagunzos de la manera más estúpida. Por exceso de precaución, para evitar ser víctimas de esos pisteros enrolados en el sertón que resultan casi siempre cómplices del enemigo en las emboscadas, la compañía de lanceros que escolta las reses se ha guiado sólo por los mapas trazados por los ingenieros del Ejército. La suerte no los acompaña. En vez de tomar el camino de Rosario y de las Umburanas, que desemboca en la Favela, se desvían por la ruta del Cambaio y el Tabolerinho, yendo a caer de pronto en medio de las trincheras de los yagunzos. Los lanceros dan un valeroso combate, librándose de ser exterminados, pero pierden todas las reses, que los fanáticos se apresuran a arrear a fuetazos a Canudos. Desde la Favela, el General Osear ve con sus prismáticos ese inusitado espectáculo: la polvareda y el ruido que levanta la tropilla entrando a la carrera a Canudos entre la felicidad estentórea de los degenerados. En un ataque de furia, a los que no suele ser propenso, recrimina en

público a los oficiales de la compañía que extravió las reses. ¡Este fracaso será un estigma en su carrera! Para castigar a los yagunzos por el golpe de buena suerte que les ha regalado ciento cincuenta reses, el tiroteo de hoy es el doble de intenso. Como el problema de la alimentación asume caracteres críticos, el General Osear y su Estado Mayor envían a los lanceros gauchos —que nunca han desmentido su fama de grandes vaqueros — y al Batallón 27 de Infantería, a conseguir comestibles «de donde sea y como sea», pues el hambre causa ya daño físico y moral en las filas. Los lanceros retornan al anochecer con veinte reses, sin que el General les pregunte la procedencia; son inmediatamente carneadas y distribuidas entre la Favela y la «línea negra». El General y sus adjuntos dan disposiciones para mejorar la comunicación entre los dos campamentos y el frente. Se establecen rutas de seguridad, se las jalona de puestos de vigilancia y se sigue reforzando la barricada. Con su energía de costumbre, el General prepara, también, la partida de los heridos. Se fabrican angarillas, muletas, se reparan las ambulancias y se hace una lista de los que partirán.

Duerme esa noche en su barraca de la Favela. A la mañana siguiente, cuando está desayunando su café con galletas de maicena, se da cuenta que llueve. Boquiabierto, observa el prodigio. Es una lluvia diluvial, acompañada de un viento silbante que lleva y trae las trombas de agua turbia. Cuando sale a empaparse, regocijado, ve que todo el campamento chapotea bajo la lluvia, en el barro, en un estado de fervor. Es la primera lluvia en muchos meses, una verdadera bendición después de estas semanas de calor endemoniado y de sed. Todos los cuerpos almacenan el precioso líquido en los recipientes de que disponen. Con sus prismáticos trata de ver lo que ocurre en Canudos, pero hay una neblina espesa y no distingue siquiera las torres. La lluvia no dura mucho, unos minutos después, está allí, de nuevo, el viento cargado de polvo. Ha pensado muchas veces que cuando esto termine, su memoria conservará de manera indeleble esos ventarrones continuos, deprimentes, que presionan las sienes. Mientras se quita las botas para que su ordenanza les saque el barro, compara la tristeza de este paisaje sin verde, sin siquiera una mata floreada, con la exuberancia vegetal que lo rodeaba en el Piauí.

—Quién me iba a decir que echaría de menos mi jardín —le confiesa al Teniente Pinto Souza, que prepara la Orden del Día—. Nunca entendí la pasión de mi esposa por las flores. Las podaba y regaba todo el día. Me parecía una enfermedad encariñarse con un jardín. Ahora, frente a esta desolación, lo comprendo.

Todo el resto de la mañana, mientras despachaba con distintos subordinados, piensa de manera recurrente en la polvareda que ciega y sofoca. Ni dentro de las barracas se escapa al suplicio. «Cuando uno no come polvo con asado, come asado con polvo. Y siempre aderezado de moscas», piensa.

Un tiroteo lo saca de esas filosofías, al atardecer. Una partida de yagunzos se lanza de pronto —emergiendo de la tierra como si hubieran cavado un túnel bajo la «línea negra» — contra un crucero de la barricada, con la intención de cortarla. El ataque toma de sorpresa a los soldados, que abandonan la posición, pero, una hora después, los yagunzos son desalojados con grandes pérdidas. El General Osear y los oficiales llegan a la conclusión de que el ataque tenía por objeto proteger a las trincheras de la Fazenda Velha. Todos los oficiales sugieren por eso ocuparlas, a como dé lugar: eso precipitará la rendición del cubil. El General Osear traslada tres ametralladoras de la Favela a la «línea negra».

Ese día, los lanceros gauchos vuelven al campamento con treinta reses. La tropa goza de un banquete, que mejora el humor de todo el mundo. El General Osear inspecciona los dos Hospitales de Sangre, donde se realizan los últimos preparativos para la partida de los enfermos y heridos. Para evitar escenas desgarradoras anticipadas, ha decidido dar a conocer sólo en el momento de la partida los nombres de los que emprenderán viaje. Esa tarde, los artilleros le muestran, alborozados, cuatro cajas repletas de obuses para los Krupp 7,5 que una patrulla ha encontrado en el camino de las Umburanas. Los proyectiles están en perfecto estado y el General Osear autoriza lo que el Teniente Macedo Soares, responsable de los cañones de la Favela, llama «un fuego de artificio». Sentado junto a ellos y tapándose los oídos con algodones, como los servidores de las piezas, el General asiste al disparo de sesenta obuses, dirigidos todos contra el corazón

de la resistencia de los traidores. Entre la polvareda que las explosiones levantan, observa con ansiedad las altas moles que sabe atestadas de fanáticos. Pese a estar desconchadas y con huecos, resisten. ¿Cómo sigue en pie el campanario de la Iglesia de San Antonio, que parece un colador y que está más ladeado que la famosa Torre de Pisa? Durante todo el bombardeo, espera ávidamente ver desmoronarse esa torrecilla en ruinas. Dios debería concederle esa dádiva, para inyectar un poco de entusiasmo a su espíritu. Pero la torre no cae.

A la mañana siguiente, está de pie al alba para despedir a los heridos. Van en la expedición sesenta oficiales y cuatrocientos ochenta soldados, todos los que los médicos creen en condiciones de llegar a Monte Santo. Entre ellos, se halla el jefe de la Segunda Columna, General Savaget, cuya herida en el vientre lo tiene inutilizado desde que llegó a la Favela. El General Osear se alegra de verlo partir, pues, aunque sus relaciones son cordiales, siente incomodidad frente a ese General sin cuya ayuda, está seguro, la Primera Columna hubiera sido exterminada. Que los bandidos fueran capaces de llevarlo a esa especie de matadero, con tanta habilidad táctica, es algo que, pese a la falta de otras pruebas, todavía hace pensar al General Osear que los yagunzos pueden estar asesorados por oficiales monárquicos y hasta por ingleses. Aunque esta posibilidad ha dejado de mencionarse en los consejos de oficiales.

La despedida de los heridos que parten y de los que se quedan no es desgarradora, con llantos y protestas, como temía, sino de grave solemnidad. Unos y otros se abrazan en silencio, cambian mensajes, y los que lloran procuran disimularlo. Había dispuesto que los que parten recibieran raciones para cuatro días, pero la falta de recursos lo obliga a reducir la ración a sólo un día. Parte con los heridos el Batallón de lanceros gauchos, que les procurará sustento en el recorrido. Además, los escolta el Batallón 33 de Infantería. Cuando los ve alejarse, en el día que despunta, lentos, miserables, famélicos, con los uniformes en ruinas, muchos de ellos descalzos, se dice que cuando lleguen a Monte Santo —los que no sucumban en el camino — estarán en un estado aún peor: tal vez la superioridad entienda entonces lo crítico de la situación y mande los refuerzos. La partida de la expedición deja un clima de melancolía y tristeza en los campamentos de la Favela y la «línea negra». La moral de la tropa ha decaído por la falta de alimento. Los hombres comen las cobras y perros que capturan y hasta tuestan hormigas y se las tragan, para aplacar el hambre.

La guerra consiste en tiros aislados, de parte a parte de las barricadas. Los contendores se limitan a espiar, desde sus posiciones; cuando avizoran un perfil, una cabeza, un brazo, estalla un tiroteo. Dura apenas unos segundos. Luego se instala otra vez ese silencio que es, también, marasmo embrutecedor, hipnótico. Lo perturban las balas perdidas que salen de las torres y del Santuario, no dirigidas a un blanco preciso, sino a las viviendas en ruinas que ocupan los soldados: atraviesan los livianos tabiques de estacas y barro y muchas veces hieren o matan a soldados dormidos o vistiéndose. Ese anochecer, en la casa del Fogueteiro, el General Osear juega a las cartas con el Teniente Pinto Souza, el Coronel Neri (quien se repone de su herida) y dos capitanes de su Estado Mayor. Lo hacen sobre cajas, a la luz de un mechero. Se enfrascan de pronto en una discusión respecto a Antonio Consejero y los bandidos. Uno de los capitanes, que es de Río, dice que la explicación de Canudos es el mestizaje, esa mezcla de negros, indios y portugueses que ha ido paulatinamente degenerando la raza hasta producir una mentalidad inferior, propensa a la superstición y al fatalismo. Esta opinión es rebatida con ímpetu por el Coronel Neri. ¿Acaso no ha habido mezclas en otras partes del Brasil sin que se produzcan allí fenómenos similares? El, como creía el Coronel Moreira César, a quien admira y casi deifica, piensa que Canudos es obra de los enemigos de la República, los restauradores monárquicos, los antiguos esclavócratas y privilegiados que han azuzado y confundido a estos pobres hombres sin cultura inculcándoles el odio al progreso. «No es la raza sino la ignorancia la explicación de Canudos», afirma. El General Osear, que ha seguido con interés el diálogo, queda perplejo cuando le preguntan su opinión. Vacila. Sí, dice al fin, la ignorancia ha permitido a los aristócratas fanatizar a esos miserables y lanzarlos contra lo que amenazaba sus intereses, pues la República garantiza la igualdad de los hombres, lo que está reñido con los privilegios congénitos a un régimen aristocrático. Pero se siente íntimamente escéptico sobre lo que

dice. Cuando los otros parten, queda cavilando en su hamaca. ¿Cuál es la explicación de Canudos? ¿Taras sanguíneas de los caboclos? ¿Incultura? ¿Vocación de barbarie de gentes acostumbradas a la violencia y que se resisten por atavismo a la civilización? ¿Tiene algo que ver con la religión, con Dios? Nada lo deja satisfecho. Al día siguiente está afeitándose, sin espejo ni jabón, con una navaja de barbero que él mismo afila en una piedra, cuando oye un galope. Ha ordenado que los desplazamientos entre la Favela y la «línea negra» se hagan a pie, pues los jinetes son blancos demasiado fáciles para las torres, de modo que sale a reprender a los infractores. Oye hurras y vítores. Los recién llegados, tres jinetes, franquean ilesos el descampado. El Teniente que desmonta a su lado y hace sonar los tacos, se presenta como jefe del pelotón de exploradores de la Brigada de refuerzos del General Girard, cuya vanguardia llegará dentro de un par de horas. El Teniente añade que los cuatro mil quinientos soldados y oficiales de los doce Batallones del General Girard están impacientes por ponerse a sus órdenes para derrotar a los enemigos de la República. Por fin, por fin, terminará para él y para el Brasil la pesadilla de Canudos.

V

—¿Jurema? —dijo el Barón, sorprendiéndose—. ¿Jurema de Calumbí?

—Ocurrió en el terrible mes de agosto —se desvió el periodista miope—. En julio, los yagunzos habían contenido a los soldados dentro de la misma ciudad. Pero en agosto llegó la Brigada Girard. Cinco mil hombres más, doce batallones más, miles de armas más, decenas de cañones más. Y comida en abundancia. ¿Qué esperanza podían tener ya?

Pero el Barón no lo oía:

—¿Jurema? —repitió. Podía advertir el regocijo de su visitante, la felicidad con que esquivaba darle una respuesta. Y advertía, también, que ese regocijo y felicidad se debían a que él la nombraba, a que había conseguido interesarlo, a que el Barón sería ahora quien lo obligaría a hablar de ella—. ¿La mujer del pistero Rufino, el de Queimadas?

Tampoco esta vez el periodista miope le respondió:

—En agosto, además, el Ministro de Guerra, el propio Mariscal Carlos Machado Bittencourt vino en persona desde Río, a poner a punto la campaña

—prosiguió, solazándose con su impaciencia—. Eso no lo supimos allá. Que el Mariscal Bittencourt se había instalado en Monte Santo, organizando el transporte, el abastecimiento, los hospitales. No sabíamos que llovían sobre Queimadas y Monte Santo los soldados voluntarios, los médicos voluntarios, las enfermeras voluntarias. Que el propio Mariscal había despachado a la Brigada Girard. Todo eso, en agosto. Fue como si el cielo se abriera para descargar contra Canudos un cataclismo.

—Y, en medio de ese cataclismo, usted era feliz —murmuró el Barón. Porque ésas eran las palabras que el miope había dicho—. ¿Se trata de la misma?

—Sí. —El Barón notó que su felicidad ya no era secreta, ahora rebalsaba, atropellaba la voz del miope—. Es de justicia que la recuerde. Porque ella los recuerda mucho a usted y a su esposa. Con admiración, con cariño.

Así, era la misma, esa muchachita espigada y trigueña que había crecido en Calumbí, sirviendo a Estela, y a la que luego ambos habían casado con el trabajador honrado y tenaz que era el Rufino de entonces. No le cabía en la cabeza. Ese animalito del campo, ese ser rústico que sólo podía haber cambiado para peor desde que salió de los aposentos de Estela, había estado mezclado, también, al destino del hombre que tenía al frente. Porque el periodista había dicho, literalmente, esas inconcebibles palabras: «Pero, justamente, cuando empezó a deshacerse el mundo y fue el apogeo del horror, yo, aunque le parezca mentira, empecé a ser feliz». Otra vez se apoderó del Barón esa

sensación de irrealidad, de sueño, de ficción, en que solía precipitarlo Canudos. Esas casualidades, coincidencias y asociaciones lo ponían sobre ascuas. ¿Sabía el periodista que Galileo Gall había violado a Jurema? No se lo preguntó, se quedó perplejo pensando en las extrañas geografías del azar, en ese orden clandestino, en esa inescrutable ley de la historia de los pueblos y de los individuos que acercaba, alejaba, enemistaba y aliaba caprichosamente a unos y a otros. Y se dijo que era imposible que esa pobre criaturita del sertón bahiano pudiera sospechar siquiera que había sido el instrumento de tantos trastornos en la vida de gentes tan disímiles: Rufino, Galileo Gall, este espantapájaros que ahora sonreía entregado con delectación a recordarla. Sintió deseos de volver a ver a Jurema; tal vez a la Baronesa le haría bien ver a esa muchacha a la que, antaño, había tratado con tanto cariño. Recordó que, por eso mismo, Sebastiana le tenía un sordo resentimiento y el alivio que fue para ella verla partir a Queimadas con el rastreador. —La verdad, no esperaba oír hablar en ese momento de amor, de felicidad —murmuró, moviéndose en el asiento—. Y menos todavía en relación a Jurema. El periodista se había puesto a hablar de nuevo de la guerra.

—¿No es curioso que se llamara Brigada Girard? Porque, según me entero ahora, el General Girard nunca pisó Canudos. Una curiosidad más, de la más curiosa de las guerras. Agosto comenzó con la aparición de esos doce batallones frescos. Todavía llegaba gente nueva a Canudos, de prisa, porque sabían que ahora, con el nuevo Ejército, el cerco se cerraría definitivamente. ¡Y que ya no se podría entrar! —El Barón le oyó una de sus carcajadas absurdas, exóticas, forzadas; le oyó repetir —: No que no se podría salir, entiéndame. Que no se podría entrar. Ése era su problema. No les importaba morir, pero querían morir adentro.

—Y, usted, era feliz… —dijo. ¿No estaría aún más chiflado de lo que siempre pareció? ¿No sería todo aquello una sarta de embustes?

—Los vieron llegar, extenderse por los cerros, ocupar, uno tras otro, los lugares por donde hasta entonces podían entrar y salir. Los cañones comenzaron a bombardear las veinticuatro horas del día, del Norte, del Sur, del Este, del Oeste. Pero como estaban demasiado cerca y podían matarse entre ellos se limitaban a cañonear las torres. Porque no habían caído todavía.

—¿Jurema, Jurema? —exclamó el Barón—. ¿La muchachita de Calumbí le dio la felicidad, lo convirtió espiritualmente en yagunzo?

Detrás de los gruesos cristales, como peces en la pecera, los ojos miopes se agitaron, pestañearon. Era tarde, llevaba muchas horas allí, debería levantarse e ir a preguntar por Estela, desde la tragedia no había estado tanto rato separado de ella. Pero siguió esperando, con hormigueante impaciencia.

—La explicación es que yo me había resignado —le oyó susurrar en voz apenas audible. —¿A morir? —dijo el Barón, sabiendo que no era la muerte en lo que pensaba el visitante.

—A no amar, a no ser amado por ninguna mujer —adivinó que decía, pues había bajado aún más la voz—. A ser feo, a ser tímido, a no tener nunca en mis brazos a una mujer que no cobrara por ello.

El Barón se sintió suspendido en el asiento de cuero. Como un relámpago, le pasó por la cabeza la idea de que en este despacho, en el que se habían revelado tantos secretos, tramado tantas conspiraciones, nadie había confesado jamás algo tan inesperado y sorprendente para sus oídos.

—Es algo que usted no puede comprender —dijo el periodista miope, como si lo estuviera acusando—. Porque usted, sin duda, conoció el amor desde muy joven. Muchas mujeres debieron amarlo, admirarlo, rendírsele. Usted, sin duda, pudo escoger a su bellísima esposa, entre otras muchas bellísimas mujeres que sólo esperaban su consentimiento para echarse en sus brazos. Usted no puede entender lo que nos ocurre a los que no somos atractivos, apuestos, favorecidos, ricos, como lo fue usted. Usted no puede entender lo que es saberse repulsivo y ridículo para las mujeres, excluido del amor y del placer. Condenado a las putas.

«El amor, el placer», pensó el Barón, desconcertado: dos palabras inquietantes, dos meteoritos en la noche de su vida. Le pareció sacrilegio que esas hermosas, olvidadas palabras aparecieran en la boca de ese ser risible, encogido como una garza en el

asiento, con una pierna trenzada a la otra. ¿No era cómico, grotesco, que una perrita chusca del sertón hiciera hablar de amor y de placer a un hombre, pese a todo, cultivado? ¿Acaso esas palabras no evocaban el lujo, el refinamiento, la sensibilidad, la elegancia, los ritos y sabidurías de una imaginación adiestrada por las lecturas, los viajes, la educación? ¿No eran palabras incompatibles con Jurema de Calumbí? Pensó en la Baronesa y se le abrió una herida en el pecho. Hizo un esfuerzo para volver a lo que el periodista decía. En otra de sus bruscas transiciones, hablaba nuevamente de la guerra: —Se acabó el agua —y, siempre, parecía riñéndolo—. Toda la que bebía Canudos era de las aguadas de la Fazenda Velha, unos pozos junto al Vassa Barris. Habían hecho allí trincheras y las defendieron con uñas y dientes.

Pero con esos cinco mil soldados frescos ni siquiera Pajeú pudo impedir que cayeran. Entonces, se acabó el agua.

¿Pajeú? El Barón se estremeció. Ahí estaba el rostro aindiado, amarillento pálido, la cicatriz en lugar de nariz, ahí su voz anunciándole con calma que en nombre del Padre iba a quemar Calumbí. Pajeú, el individuo que encarnaba toda la maldad y estupidez de que había sido víctima Estela.

—Sí, Pajeú —dijo el miope—. Yo lo odiaba. Y le temía más que a las balas de los soldados. Porque estaba enamorado de Jurema y con sólo levantar un dedo podía arrebatármela y desaparecerme.

Rió otra vez, con una risa corta, estridente, nerviosa, que terminó en unos estornudos sibilantes. El barón, distraído de él, estaba odiando, también a ese bandido fanático. ¿Qué había sido del autor del inexpiable crimen? Sintió terror de preguntar, de oír que estaba salvo. El periodista repetía la palabra agua. Le costó trabajo salir de sí, entender. Sí, las aguadas del Vassa Barris. Sabía muy bien cómo eran esos pozos, paralelos al cauce, donde se empozaba el agua de las crecientes y que daban a beber a hombres, pájaros, chivos, vacas, en los largos meses (y a veces años) en que el Vassa Barris permanecía seco. ¿Y Pajeú? ¿Y Pajeú? ¿Había muerto en combate? ¿Había sido capturado? Tenía la pregunta en la punta de los labios y no la hizo. —Esas cosas hay que entenderlas —decía ahora el periodista miope, con convicción, con energía, con cólera—. Yo apenas podía verlas, por supuesto. Pero tampoco podía entenderlas.

—¿De quién está hablando? —dijo el Barón—. Me distraje, me he perdido. —De las mujeres y de los párvulos —respingó el periodista miope—. Los llamaban así. Párvulos. Cuando los soldados capturaron las aguadas, iban con las mujeres, en las noches, a tratar de robarse unas latas de agua, para que los yagunzos pudieran seguir peleando. Ellos, sólo ellos. Y así fue, también, con esas sobras inmundas que llamaban comida. ¿Me ha oído bien?

—¿Debo asombrarme? —dijo el Barón—. ¿Admirarme?

—Debe tratar de entender —murmuró el periodista miope—. ¿Quién daba esas disposiciones? ¿El Consejero? ¿Joáo Abade? ¿Antonio Vilanova? ¿Quién decidió que fueran sólo mujeres y niños los que se arrastraran hasta la Fazenda Velha para robar agua, sabiendo que en las aguadas estaban los soldados esperándolos para hacer tiro al blanco, sabiendo que de cada diez sólo uno o dos volverían? ¿Quién decidió que los combatientes no debían intentar ese suicidio menor pues a ellos correspondía esa forma superior de suicidio que era morir peleando? —El Barón vio que otra vez buscaba sus ojos con angustia—. Sospecho que ni el Consejero ni los jefes. Eran decisiones espontáneas, simultáneas, anónimas. Si no, no las hubieran respetado, no hubieran ido al matadero con tanta convicción.

—Eran fanáticos —dijo el Barón, consciente del desprecio que había en su voz—. El fanatismo mueve a la gente a actuar así. No son razones elevadas, sublimes, las que explican siempre el heroísmo. También, el prejuicio, la estrechez mental, las ideas más estúpidas.

El periodista miope se quedó mirándolo; tenía la frente empapada de sudor y parecía buscar una respuesta dura. Pensó que le oiría alguna impertinencia. Pero lo vio asentir, como para sacárselo de encima.

—Ése fue, por supuesto, el gran deporte de los soldados, un entretenimiento en su vida aburrida —dijo—. Apostarse en la Fazenda Velha y esperar que la luz de la luna les

mostrara a esas sombras que venían reptando a sacar agua. Oíamos los tiros, el sonido cuando una bala perforaba la lata, el recipiente, la olla. Las aguadas amanecían llenas de cadáveres, de malheridos. Pero, pero…

—Pero usted no veía nada de eso —lo cortó el Barón. La agitación que veía en su interlocutor lo irritaba profundamente.

—Las veían Jurema y el Enano —dijo el periodista miope—. Yo las oía. Oía a las mujeres y a los párvulos que partían a la Fazenda Velha, con sus latas, cantimploras, cántaros, botellas, despidiéndose de sus maridos o de sus padres, dándose la bendición, citándose en el cielo. Y oía lo que ocurría cuando conseguían regresar. La lata, el balde, el cántaro, no servían para dar de beber a los viejos moribundos, a las criaturas locas de sed. No. Iban a las trincheras, para que los que todavía podían sostener un fusil, pudieran sostenerlo unos horas o minutos más.

—¿Y usted? —dijo el Barón. El disgusto que le producía esa mezcla de reverencia y terror con que el periodista miope hablaba de los yagunzos era cada vez más grande—. ¿Cómo no murió de sed? Usted no era combatiente ¿no es verdad? —Me lo pregunto —dijo el periodista—. Si hubiera lógica en esta historia, yo debería haber muerto allá varias veces. —El amor no quita la sed —trató de herirlo el Barón.

—No la quita —asintió el otro—. Pero da fuerza para resistirla. Y, además, algo bebíamos. Lo que se pudiera chupar, succionar. Sangre de pájaros, aunque fuera urubús. Masticábamos hojas, tallos, raíces, todo lo que tuviera jugo. Y orines, por supuesto. — Buscó los ojos del Barón y éste pensó de nuevo: «Como acusándome»—. ¿Usted no lo sabía? Aun cuando uno no beba líquido, sigue orinando. Fue un descubrimiento importante, allá.

—Hábleme de Pajeú, por favor —dijo el Barón—. ¿Qué fue de él?. El periodista miope se deslizó sorpresivamente al suelo. Lo había hecho varias veces en el curso de la conversación y el Barón se preguntó si esos cambios de postura se debían a su desasosiego interno o a que se le dormían los músculos.

—¿Dice usted que se enamoró de Jurema? —insistió. Tenía, de pronto, la absurda sensación de que su antigua doméstica de Calumbí era la única mujer del sertón, una fatalidad femenina bajo cuyo inconsciente dominio caían tarde o temprano todos los hombres vinculados a Canudos—. ¿Por qué no se la llevó con él?

—Tal vez por la guerra —dijo el periodista miope—. Era uno de los jefes. A medida que se iba cerrando el cerco, tenía menos tiempo. Y menos ánimos, me imagino. Se echó a reír de una manera tan desgarrada que el Barón dedujo que esta vez su risa no iba a degenerar en estornudos sino en llanto. No ocurrió ni una ni otra cosa. —De manera que me encontré deseando, a ratos, que la guerra continuara, y aun empeorara, para que tuviera ocupado a Pajeú. —Aspiró una bocanada de aire—. Deseando que la guerra o algo lo matara. —¿Qué fue de él? —insistió el Barón. El otro no le hizo caso.

—Pero, a pesar de la guerra, hubiera podido muy bien llevársela y hacerla su mujer — reflexionó, fantaseó, con la vista en el suelo—. ¿No lo hacían otros yagunzos? ¿No los oía, en medio de los tiroteos, de noche o de día, montando a sus mujeres en las hamacas, camastros y suelos de las casas?

El Barón sintió que se le inflamaba la cara. Nunca había tolerado ciertos temas, tan frecuentes entre hombres solos, ni siquiera con sus más íntimos amigos. Si seguía por este camino lo haría callar.

—De manera que la guerra no era la explicación. —Se volvió a mirarlo, como recordando que estaba allí—. Se había vuelto santo ¿ve? Así decían: se volvió santo, lo besó el ángel, lo rozó el ángel, lo tocó el ángel. —Asintió, varias veces—. Tal vez. No quería tomarla por la fuerza. Es la otra explicación. Más fantástica, sin duda, pero tal vez. Que todo se hiciera como Dios manda. Según la religión. Casarse con ella. Yo lo oí pedírselo. Tal vez.

—¿Qué fue de él? —repitió el Barón, despacio, subrayando las palabras. El periodista miope lo miraba, fijamente. Y el Barón advirtió su extrañeza. —Él quemó Calumbí —explicó, despacio—. Fue él quien… ¿Murió? ¿Cómo fue su muerte?

—Supongo que murió —dijo el periodista miope—. ¿Cómo no hubieran muerto? ¿Cómo no hubiera muerto él, Joáo Abade, Joáo Grande, todos ellos? —Usted no murió, y, según me ha dicho, tampoco Vilanova. ¿Pudo escapar? —No querían escapar —dijo el periodista, con pena—. Querían entrar, quedarse, morir allí. Lo de Vilanova fue excepcional. Él tampoco quería irse. Se lo ordenaron. De modo que no le constaba que Pajeú hubiera muerto. El Barón lo imaginó, retomando su antigua vida, libre otra vez a la cabeza de un cangaco reconstituido con malhechores de aquí y de allá, añadiendo a su historial fechorías sin término, en el Ceará, en Pernambuco, en regiones más alejadas. Sintió vértigo.

«Antonio Vilanova», susurra el Consejero y hay como una descarga eléctrica en el Santuario. «Ha hablado, ha hablado», piensa el Beatito, todos los poros de su piel erizados por la impresión. «Alabado sea el Padre, alabado sea el Buen Jesús». Avanza hacia el camastro de varas al mismo tiempo que María Quadrado, el León de Natuba, el Padre Joaquim y las beatas del Coro Sagrado; en la luz taciturna del atardecer, todos los ojos se clavan en la cara oscura, alargada, inmóvil, que sigue con los párpados sellados. No es una alucinación: ha hablado.

El Beatito ve que esa boca amada, a la que la flacura ha dejado sin labios, se abre para repetir: «Antonio Vilanova». Reaccionan, dicen «sí, sí, padre», se atropellan hasta la puerta del Santuario a pedir a la Guardia Católica que llamen a Antonio Vilanova. Varios hombres echan a correr entre los sacos y piedras del parapeto. En ese instante, no hay tiros. El Beatito regresa a la cabecera del Consejero: está otra vez callado, quieto, boca arriba, los ojos cerrados, las manos y los pies al aire, sus huesos sobresaliendo de la túnica morada cuyos pliegues denuncian aquí y allá su pavorosa delgadez. «Es espíritu más que carne ya», piensa el Beatito. La Superiora del Coro Sagrado, alentada al oírlo, le acerca un tazón con un poco de leche. La oye murmurar, llena de recogimiento y esperanza: «¿Quieres tomar algo, padre?» Le ha oído la misma pregunta muchas veces en estos días. Pero esta vez, a diferencia de las otras, en que el Consejero permanecía sin responder, la esquelética cabeza sobre la que caen, revueltos, largos cabellos grises, se mueve diciendo que no. Un vaho de felicidad asciende por el Beatito. Está vivo, va a vivir. Porque en estos días, aunque el Padre Joaquim, cada cierto tiempo, se acercaba a tomarle el pulso y a oírle el corazón y les decía que respiraba, y aunque había esa aguadija constante que fluía de él, el Beatito no podía evitar, ante su inmovilidad y su silencio, pensar que el alma del Consejero había subido al cielo.

Una mano lo tironea desde el suelo. Encuentra los ojos grandes, ansiosos, luminosos, del León de Natuba, mirándolo por entre una selva de greñas. «¿Va a vivir, Beatito?» Hay tanta angustia en el escriba de Belo Monte que el Beatito tiene ganas de llorar. —Sí, sí, León, va a vivir para nosotros, va a vivir todavía mucho tiempo. Pero sabe que no es así; algo, en sus entrañas, le dice que éstos son los últimos días, acaso horas, del hombre que cambió su vida y la de todos los que están en el Santuario, de todos los que allá afuera mueren, agonizan y pelean en las cuevas y trincheras en que ha quedado convertido Belo Monte. Sabe que es el final. Lo ha sabido desde que supo, simultáneamente, la caída de la Fazenda Velha y el desmayo en el Santuario. El Beatito sabe descifrar los símbolos, interpretar el mensaje secreto de esas coincidencias, accidentes, aparentes casualidades que pasan inadvertidas para los demás; tiene una intuición que le permite reconocer de inmediato, bajo lo inocente y lo trivial, la presencia profunda del más allá. Estaba ese día en la Iglesia de San Antonio, haciendo rezar el rosario a los heridos, enfermeros, parturientas y huérfanos de ese lugar convertido en Casa de Salud desde el comienzo de la guerra, elevando la voz para que la doliente humanidad sangrante, purulenta y a medio morir oyera sus Avemarías y Padrenuestros entre el estrépito de la fusilería y los cañonazos. Y en eso vio entrar, a la vez, a la carrera, saltando sobre los cuerpos hacinados, a un «párvulo» y a Alejandrinha Correa. El niño habló primero:

—Los perros han entrado a la Fazenda Velha, Beatito. Dice Joáo Abade que hay que parar un muro en la esquina de los Mártires, porque los ateos tienen ahora paso libre por

ahí.

Y apenas había dado media vuelta el «párvulo» cuando la antigua hacedora de lluvia, en voz más descompuesta que su cara, le susurró al oído otra noticia que él presentía muchísimo más grave: «El Consejero se ha enfermado».

Le tiemblan las piernas, se le seca la boca y se le oprime el pecho, como esa mañana, hace ya ¿seis, siete, diez días? Tuvo que hacer un gran esfuerzo para que los pies le obedecieran y correr tras Alejandrinha Correa. Cuando llegó al Santuario, el Consejero había sido alzado al camastro y había reabierto los ojos y tranquilizado con la mirada a las aterradas beatas y al León de

Natuba. Había ocurrido al incorporarse, después de rezar varias horas, como siempre lo hacía, tumbado con los brazos en cruz. Las beatas, el León de Natuba, la Madre María Quadrado notaron la dificultad con que ponía una rodilla en tierra, ayudándose con una mano, luego con la otra, y que palidecía por el esfuerzo o el dolor al tenerse de pie. Repentinamente volvió al suelo como un costal de huesos. En ese momento —¿hace seis, siete, diez días? — el Beatito tuvo la revelación: ha llegado la hora nona. ¿Por qué era tan egoísta? ¿Cómo podía no alegrarse de que el Consejero descansara, subiera a recibir la recompensa por lo hecho en esta tierra? ¿No tendría más bien, que cantar hosannas? Tendría. Pero no puede, su alma está traspasada. «Quedaremos huérfanos», piensa una vez más. En eso, lo distrae el ruidito que surte del camastro, que escapa de debajo del Consejero. Es un ruidito que no agita el cuerpo del santo, pero ya la Madre María Quadrado y las beatas corren a rodearlo, levantarle el hábito, limpiarlo, recoger humildemente eso que —piensa el Beatito — no es excremento, porque el excremento es sucio e impuro y nada que provenga de él puede serlo. ¿Cómo sería sucia, impura, esa aguadija que mana sin tregua desde hace —seis, siete, diez días — de ese cuerpo lacerado? ¿Acaso ha comido algo el Consejero en estos días para que su organismo tenga impurezas que evacuar? «Es su esencia lo que corre por ahí, es parte de su alma, algo que está dejándonos.» Lo intuyó en el acto, desde el primer momento. Había algo misterioso y sagrado en esos cuescos súbitos, tamizados, prolongados, en esas acometidas que parecían no terminar nunca, acompañadas siempre de la emisión de esa aguadija. Lo adivinó: «Son óbolos, no excremento». Entendió clarísimo que el Padre, o el Divino Espíritu Santo, o el Buen Jesús, o la Señora, o el propio Consejero querían someterlos a una prueba. Con dichosa inspiración se adelantó, estiró la mano entre las beatas, mojó sus dedos en la aguadija y se los llevó a la boca, salmodiando: «¿Es así como quieres que comulgue tu siervo, Padre? ¿No es esto para mí rocío?» Todas las beatas del Coro Sagrado comulgaron también, como él.

¿Por qué lo sometía el Padre a una agonía así? ¿Por qué quería que pasara sus últimos momentos defecando, defecando, aunque fuera maná lo que escurría su cuerpo? El León de Natuba, la Madre María Quadrado y las beatas no lo entienden. El Beatito ha tratado de explicárselo y de prepararlos: «El Padre no quiere que caiga en manos de los perros. Si se lo lleva, es para que no sea humillado. Pero no quiere tampoco que creamos que lo libra de dolor, de penitencia. Por eso lo hace sufrir, antes del premio». El Padre Joaquim le ha dicho que hizo bien en prepararlos; él también teme que la muerte del Consejero los trastorne, les arranque protestas impías, reacciones dañinas para su alma. El Perro acecha y no perdería una oportunidad para hacerse de esas presas. Se da cuenta de que se ha reanudado el tiroteo —fuerte, nutrido, circular — cuando abren el Santuario. Ahí está Antonio Vilanova. Con él vienen Joáo Abade, Pajeú, Joáo Grande, extenuados, sudorosos, olientes a pólvora, pero con caras radiantes: saben que ha hablado, que está vivo.

—Aquí está Antonio Vilanova, Padre —dice el León de Natuba, empinándose en las patas traseras hasta el Consejero.

El Beatito deja de respirar. Los hombres y mujeres que repletan el aposentó —están tan apretados que ninguno podría alzar los brazos sin golpear al vecino — escrutan suspensos la boca sin labios y sin dientes, la faz que parece máscara mortuoria. ¿Va a hablar, va a hablar? Pese al tiroteo ruidoso, tartamudo, de afuera, el Beatito escucha otra vez el ruidito inconfundible. Ni María Quadrado ni las beatas van a asearlo. Todos siguen inmóviles, inclinados sobre el camastro, esperando. La Superiora del Coro Sagrado acerca su boca a la oreja cubierta por hebras grisáceas y repite:

—Aquí está Antonio Vilanova, padre.

Hay un leve parpadeo en sus ojos y la boca del Consejero se entreabre. Comprende que está haciendo esfuerzos por hablar, que la debilidad y el sufrimiento no le permiten emitir sonido alguno y suplica al Padre que le conceda esa gracia ofreciéndose, a cambio, a recibir cualquier tormento, cuando oye la voz amada, tan débil que todas las cabezas se adelantan para escuchar: —¿Está ahí, Antonio? ¿Me oyes?

El antiguo comerciante cae de rodillas, coge una de las manos del Consejero y la besa con unción: «Sí, padre, sí, padre». Transpira, abotagado, sofocado, trémulo. Siente envidia de su amigo. ¿Por qué ha sido el llamado? ¿Por qué él y no el Beatito? Se recrimina por ese pensamiento y teme que el Consejero los haga salir para hablar a solas.

—Anda al mundo a dar testimonio, Antonio, y no vuelvas a cruzar el círculo. Aquí me quedo yo con el rebaño. Allá irás tú. Eres hombre del mundo, anda, enseña a sumar a los que olvidaron la enseñanza. Que el Divino te guíe y el Padre te bendiga. El ex–comerciante se pone a sollozar, con pucheros que se vuelven morisquetas. «Es su testamento», piensa el Beatito. Tiene perfecta conciencia de la solemnidad y trascendencia de este instante. Lo que está viendo y oyendo se recordará por los años y los siglos, entre miles y millones de hombres de todas las lenguas, razas, geografías; se recordará por una inmensa humanidad aún no nacida. La voz destrozada de Vilanova ruega al Consejero que no lo mande partir, mientras besa con desesperación la huesuda mano morena de largas uñas. Debe intervenir, recordarle que en este momento no puede discutir un deseo del Consejero. Se acerca, pone una mano en el hombro de su amigo y la presión afectuosa basta para calmarlo. Vilanova lo mira con los ojos arrasados por el llanto, suplicándole ayuda, aclaración. El Consejero permanece silencioso. ¿Todavía va a oír su voz? Oye, por dos veces consecutivas, el ruidito. Muchas veces se ha preguntado si, cada vez que se produce, el Consejero tiene retortijones, punzadas, estirones, calambres, si el Can le muerde el vientre. Ahora sabe que es así. Le basta advertir esa mínima mueca en la cara macilenta, que acompaña a los cuescos, para saber que éstos vienen con llamas y cuchillos martirizantes.

—Lleva contigo a tu familia, para que no estés solo —susurra el Consejero—. Y llévate a los forasteros amigos del Padre Joaquim. Que cada cual gane la salvación con su esfuerzo. Así como tú, hijo.

Pese a la atención hipnótica con que sigue las palabras del Consejero, el Beatito capta una mueca que contrae la cara de Pajeú: la cicatriz parece hincharse, rajarse, y su boca se abre para preguntar o, acaso, protestar. Es la idea de que se marche de Belo Monte esa mujer con la que quiere casarse.

Maravillado, el Beatito entiende por qué el Consejero, en ese instante supremo, se ha acordado de los forasteros que protege el Padre Joaquim. ¡Para salvar a un apóstol! ¡Para salvar el alma de Pajeú de la caída que podría significarle tal vez esa mujer! ¿O, simplemente, quiere poner a prueba al caboclo? ¿O hacerle ganar indulgencias con el sufrimiento? Pajeú está otra vez inexpresivo, verde oscuro, sereno, quieto, respetuoso, con el sombrero de cuero en la mano, mirando el camastro.

Ahora el Beatito tiene la seguridad de que esa boca no se abrirá más. «Sólo su otra boca habla», piensa. ¿Cuál es el mensaje de ese estómago que se desagua y se desvienta desde hace seis, siete, diez días? Lo angustia pensar que en esos cuescos y en esa aguadija hay un mensaje dirigido a él, que pudiera malinterpretar, no oír. Él sabe que nada es accidental, que la casualidad no existe, que todo tiene un sentido profundo, una raíz cuyas ramificaciones conducen siempre al Padre y que si uno es lo bastante santo puede vislumbrar ese orden milagroso y secreto que Dios ha instaurado en el mundo. El Consejero está otra vez mudo, como si nunca hubiera hablado. El Padre Joaquim, en una esquina de la cabecera, mueve los labios, rezando en silencio. Los ojos de todos brillan. Nadie se ha movido, pese a que todos intuyen que el santo ha dicho lo que tenía que decir. La hora nona. El Beatito sospechó que se avecinaba desde la muerte del carnerito blanco por una bala perdida, cuando, tenido por Alejandrinha Correa, acompañaba al Consejero de vuelta al Santuario, después de los consejos. Ésa fue una de las últimas veces que el Consejero salió del Santuario. «Ya no se le oía la voz, ya

estaba en el huerto de los olivos.» Haciendo un esfuerzo sobrehumano, todavía abandonaba el Santuario cada tarde para trepar los andamios, rezar y dar consejos. Pero su voz era un susurro apenas comprensible para los que estaban a su lado. El propio Beatito, que permanecía dentro de la pared viva de la Guardia Católica, sólo escuchaba palabras sueltas. Cuando la Madre María Quadrado le preguntó si quería que enterraran en el Santuario a ese animalito santificado por sus caricias, el Consejero dijo que no y dispuso que sirviera de alimento a la Guardia Católica.

En ese momento la mano derecha del Consejero se mueve, buscando algo; sus dedos nudosos suben, caen sobre el colchón de paja, se encogen y estiran. ¿Qué busca, qué quiere? El Beatito ve en los ojos de María Quadrado, de Joáo Grande, de Pajeú, de las beatas, su misma ansiedad. —León, ¿estás ahí?

Siente una puñalada en el pecho. Hubiera dado cualquier cosa porque el Consejero pronunciara su nombre, porque su mano lo buscara a él. El León de Natuba se empina y avanza la gran cabeza greñuda hacia esa mano, para besarla. Pero la mano no le da tiempo, pues apenas siente la proximidad de esa cara, trepa por ella con rapidez y hunde los dedos en las greñas tupidas. Al Beatito las lágrimas le nublan lo que ocurre. Pero no necesita verlo, sabe que el Consejero está rascando, espulgando, acariciando con sus últimas tuerzas, como lo ha visto hacer a lo largo de los años, la cabeza del León de Natuba.

La furia del estruendo que remece el Santuario, lo obliga a cerrar los ojos, a encogerse, a alzar las manos ante lo que parece una avalancha de piedras. Ciego, oye el ruido, los gritos, las carreras, se pregunta si ha muerto y si es su alma la que tiembla. Por fin, oye a Joáo Abade: «Cayó el campanario de San Antonio». Abre los ojos. El Santuario se ha llenado de polvo y todos han cambiado de lugar. Se abre camino hacia al camastro, sabiendo lo que le espera. Divisa entre la polvareda la mano quieta sobre la cabeza del León de Natuba, arrodillado en la misma postura. Y ve al Padre Joaquim, con la oreja pegada al pecho flaco. Luego de un momento, el párroco se incorpora, desencajado: —Ha rendido su alma a Dios —balbucea y la frase es para los presentes más estruendosa que el estrépito de afuera.

Nadie Hora a gritos, nadie cae de rodillas. Quedan convertidos en piedras. Evitan mirarse unos a otros, como si, al encontrarse, sus ojos fueran a revelar suciedades recíprocas, a rebasar por ellos, en ese momento supremo, vergüenzas íntimas. Llueve polvo del techo, de las paredes, y los oídos del Beatito, como los de otra persona, siguen oyendo, afuera, cerca y lejísimos, alaridos, llantos, carreras, chirridos, desprendimientos, y los rugidos con que los soldados de las trincheras de las que eran las calles de San Pedro y San Cipriano y el viejo cementerio, celebran la caída de la torrecilla de la Iglesia a la que tanto han cañoneado. Y la mente del Beatito, como si fuera de otro, imagina a las decenas de hombres de la Guardia Católica que han caído con el campanario, y las decenas de heridos, enfermos, inválidos, parturientas, recién nacidos y viejos centenarios que estarán en estos momentos apachurrados, quebrados, triturados, bajo los adobes, las piedras y las vigas, muertos, ya salvados, ya cuerpos gloriosos subiendo la dorada escalera de los mártires hacia el trono del Padre, o, acaso, aún agonizando en medio de espantosos dolores entre escombros humeantes. Pero, en realidad, el Beatito no oye ni ve ni piensa: el mundo se ha vaciado, él ha quedado sin carne, sin huesos, es una pluma flotando desamparada en los remolinos de un precipicio. Ve, como si fueran los ojos de otro los que vieran, que el Padre Joaquim coge la mano del Consejero de las crenchas del León de Natuba y la deposita junto a la otra, sobre el cuerpo. Entonces, el Beatito se pone a hablar, con la entonación grave, honda, con que salmodia en la Iglesia y en las procesiones:

—Lo llevaremos al Templo que mandó construir y lo velaremos tres días y tres noches, para que todos los hombres y mujeres puedan adorarlo. Y lo llevaremos en procesión por todas las casas y calles de Belo Monte para que por última vez su cuerpo purifique a la ciudad de la ignominia del Can. Y lo enterraremos bajo el Altar Mayor del Templo del Buen Jesús y plantaremos sobre su sepultura la cruz de madera que él hizo con sus manos en el desierto.

Se persigna devotamente y todos se persignan, sin apartar la vista del camastro. Los

primeros sollozos que el Beatito oye son los del León de Natuba; su cuerpecillo jiboso y asimétrico se contorsiona todo con el llanto. El Beatito se pone de rodillas y todos lo imitan; ahora puede oír otros sollozos. Pero es la voz del Padre Joaquim, rezando en latín, la que toma posesión del Santuario, y durante un buen rato borra los ruidos de afuera. Mientras reza, con las manos juntas, volviendo lentamente en sí, recuperando sus oídos, sus ojos, su cuerpo, esa vida terrenal que parecía haber perdido, el Beatito siente aquella infinita desesperación que no había sentido desde que, niño, oyó decir al Padre Moraes que no podía ser sacerdote porque era hijo espúreo. «¿Por qué nos abandonas en estos momentos, padre?» «¿Qué vamos a hacer sin ti, padre?» Recuerda el alambre que el Consejero puso en su cintura, en Pombal, y que él todavía lleva allí, herrumbroso y torcido, ya carne de su carne, y se dice que ahora ésa es reliquia preciosa, como todo lo que el santo tocó, vistió o dijo a su paso por la tierra.

—No se puede, Beatito —afirma Joáo Abade.

El Comandante de la Calle está arrodillado a su lado y tiene los ojos inyectados y la voz altanera. Pero hay una seguridad rotunda en lo que dice:

—No podemos llevarlo al Templo del Buen Jesús ni enterrarlo como quieres. ¡No podernos hacer eso a la gente. Beatito! ¿Quieres clavarles una faca en la espalda? ¿Les vas a decir que se ha muerto por el que están peleando, a pesar de que ya no hay balas ni comida? ¿Vas a hacer una crueldad así? ¿No sería peor que las maldades de los masones?

—Tiene razón, Beatito —dice Pajeú—. No podemos decirles que se ha muerto. No ahora, no en estos momentos. Todo se vendría abajo, sería la estampida, la locura de la gente. Hay que ocultarlo, si queremos que sigan peleando.

—No sólo por eso —dice Joáo Grande y ésta es la voz que más lo asombra, pues ¿desde cuándo abre la boca para opinar ese gigantón tímido al que siempre ha habido que sacarle las palabras a la fuerza?—. ¿Acaso no buscarán los perros sus restos con todo el odio del mundo para deshonrarlos? Nadie debe saber dónde está enterrado. ¿Quieres que los herejes encuentren su cuerpo, Beatito?

El Beatito siente sus dientes chocando, como si tuviera las fiebres. Cierto, cierto, en su afán de rendir homenaje al amado maestro, de darle un velatorio y un entierro a la altura de su majestad, ha olvidado que los perros están apenas a unos pasos y que, en efecto, se encarnizarían como lobos rapaces contra sus despojos. Ya está, ahora comprende — es como si el techo se abriera y una luz cegadora, con el Divino en el centro, lo iluminara — por qué el Padre se lo ha llevado precisamente ahora y cuál es la obligación de los apóstoles: preservar sus restos, impedir que el demonio los mancille.

—Cierto, cierto —exclama, compungido—. Perdónenme, el dolor me ha turbado, tal vez el Maligno. Ahora entiendo, ahora sé. No diremos que ha muerto. Lo velaremos^ aquí, lo enterraremos aquí. Cavaremos su tumba y nadie, salvo nosotros, sabrá dónde. Ésa es la voluntad del Padre.

Hace un instante estaba resentido con Joáo Abade, Pajeú y Joáo Grande por oponerse a la ceremonia fúnebre y ahora, en cambio, se siente agradecido a ellos por haberle ayudado a descifrar el mensaje. Menudo, frágil, precario, lleno de energía, impaciente, se mueve entre las beatas y los apóstoles, empujándolos, urgiéndolos a dejar de llorar, a romper esa parálisis que es trampa del Demonio, implorándoles que se levanten, se muevan, traigan picos, azadas, para cavar. «No hay tiempo, no hay tiempo», los asusta. Y así consigue contagiarlos: se levantan, se secan los ojos, se animan, se miran, asienten, se codean. Es Joáo Abade, con el sentido práctico que nunca lo abandona, quien urde la piadosa mentira para los hombres de los parapetos que protegen el Santuario: van a abrir, como se ha hecho en tantas viviendas de Belo Monte, uno de esos túneles que comunican entre sí a las trincheras y las casas, por si los perros bloquean al Santuario. Joáo Grande sale y vuelve con unas palas. De inmediato comienzan a excavar, junto al camastro.

Así lo siguen haciendo, de cuatro en cuatro, turnándose una y otra vez, y volviendo, cuando dejan las palas, a arrodillarse y a rezar. Así lo seguirán haciendo varias horas, sin darse cuenta que afuera ha oscurecido, que la Madre de los Hombres prende una lamparilla de aceite, y que, afuera, el tiroteo, los gritos de odio o de victoria, se han reanudado, interrumpido y vuelto a reanudar. Cada vez que alguien, junto a la pirámide

de tierra que se ha ido levantando a la vez que el pozo se hundía, pregunta, el Beatito dice: «Más hondo, más hondo».

Cuando la inspiración le dice que ya basta, todos, empezando por él, están rendidos, los pelos y las pieles embarrados de tierra. El Beatito tiene la sensación de vivir un sueño los momentos que siguen, cuando, cogiendo él la cabeza, la Madre María Quadrado una de las piernas, Pajeú la otra, Joáo Grande uno de los brazos, el Padre Joaquim el otro, alzan el cuerpo del Consejero para que las beatas puedan colocar bajo él la esterilla de paja que será su sudario. Cuando ya está allí el cuerpo, María Quadrado le pone sobre el pecho el crucifijo de metal que era el único objeto que decoraba las paredes del Santuario y el rosario de cuentas oscuras que lo acompaña desde que todos ellos recuerdan. Vuelven a cargar los restos, envueltos por la esterilla, y Joáo Abade y Pajeú los reciben en el fondo del foso. Mientras el Padre Joaquim ora en latín, otra vez trabajan por turnos, acompañando las paladas de tierra con los rezos. En esa extraña sensación de sueño a la que contribuye la rancia luz, el Beatito ve que hasta el León de Natuba, brincando entre las piernas de los demás, ayuda a rellenar la sepultura. Mientras trabaja, controla su tristeza. Se dice que este velatorio humilde y esta tumba pobre sobre la que no se pondrá inscripción ni cruz es algo que el hombre pobre y humilde que fue en vida el Consejero seguramente hubiera pedido para él. Pero cuando todo termina y el Santuario queda como antes —con el camastro vacío — el Beatito se echa a llorar. En medio de su llanto, siente que los otros lloran. Luego de un rato, se sobrepone. A media voz les pide jurar, por la salud de sus almas, que nunca revelarán, sea cual sea la tortura, el lugar donde reposa el Consejero. Les toma el juramento, uno por uno.

Abrió los ojos y seguía sintiéndose feliz, como la noche pasada, la víspera y la antevíspera, sucesión de días que se confundían hasta la tarde en que, después de creerlo enterrado bajo los escombros del almacén, halló en la puerta del Santuario al periodista miope, se echó en sus brazos y le oyó decir que la amaba y dijo que ella también lo amaba. Era verdad, o, en todo caso, desde que lo dijo comenzó a serlo. Y a partir de ese momento, a pesar de la guerra que se cerraba alrededor suyo y de la hambruna y la sed que mataban más gente que las balas, Jurema era feliz. Más de lo que recordaba haber sido nunca, más que en su matrimonio con Rufino, más que en esa infancia confortable a la sombra de la Baronesa Estela, en Calumbí. Tenía ganas de echarse a los pies del santo para agradecerle lo que había acontecido a su vida. Sonaban tiros cerca —los había oído reventar en el sueño, toda la noche — pero no advertía movimiento en la callecita del Niño Jesús, ni las carreras con gritos ni el frenético trajín de arrumbar piedras y sacos con arena, de abrir fosos y derribar techos y paredes para levantar parapetos que se habían hecho frecuentes, en esta últimas semanas, a medida que Canudos se encogía y retrocedía por todas partes, detrás de barricadas y trincheras sucesivas, concéntricas, y los soldados iban capturando casas, calles, esquinas, y el cerco se aproximaba a las Iglesias y el Santuario. Pero nada de eso le importaba: era feliz.

Fue el Enano quien descubrió que se había quedado sin dueño esa vivienda de estacas acuñada entre otras más amplias, en esa callejuela del Niño Jesús, que unía Campo Grande, donde había ahora una triple barricada repleta de yagunzos que dirigía el propio Joáo Abade, y la quebradiza calle de la Madre Iglesia, convertida, en la apretada Canudos de estos días, en frontera Norte de la ciudad. Hacia ese sector se habían replegado los negros del Mocambo, ya capturado, y los pocos kariris de Mirandela y de Rodelas que no habían muerto. Indios y negros convivían ahora, en los fosos y parapetos de la Madre Iglesia, con los yagunzos de Pedráo, que, a su vez, habían venido retrocediento hasta allí después de contener a los soldados en Cocorobó, Trabubú y en los corrales y establos de las afueras. Cuando Jurema, el Enano y el periodista miope vinieron a instalarse a esta casita, encontraron a un viejo despatarrado sobre su mosquetón, muerto, en el foso excavado en el único cuarto del lugar. Pero, además, hallaron una bolsa de farinha y un tarro de miel de abejas, que habían hecho durar avaramente. Salían apenas, para arrastrar cadáveres a unos pozos convertidos en osarios por Antonio Vilanova y para

ayudar a hacer barreras y fosos, algo que ocupaba a todo el mundo más horas todavía que la misma guerra. Se habían cavado tantos fosos, dentro y fuera de las casas, que, prácticamente, era posible circular por todo lo que quedaba de Belo Monte —de vivienda a vivienda, de calle a calle — sin salir a la superficie, como las lagartijas y los topos. El Enano se movió a su espalda. Le preguntó si estaba despierto. No respondió y un momento después lo oyó roncar. Dormían los tres uno contra otro, en el estrecho foso, en el que cabían apenas. Lo hacían no sólo por las balas que atravesaban sin dificultad las paredes de estacas y de barro, sino, también, porque en las noches bajaba la temperatura y sus organismos, debilitados por el forzado ayuno, temblaban de frío. Jurema escudriñó la cara del periodista miope, que dormía recostado contra su pecho. Tenía la boca entreabierta y un hilillo de saliva, transparente y delgado como telaraña, le colgaba del labio. Avanzó la boca y, con delicadeza para no despertarlo, sorbió el hilito de saliva. La expresión del periodista miope era serena ahora, una expresión que no tenía jamás despierto. Pensó: «Ahora no tiene miedo». Pensó: «Pobrecito, pobrecito, si pudiera quitarle el miedo, hacer algo para que no se asustara más». Porque él le había confesado que, aun en los momentos en que era feliz con ella, el miedo estaba siempre ahí, como un lodo en su corazón, atormentándolo. Pese a que ahora lo amaba como una mujer ama un hombre, pese a que había sido suya como una mujer es de su marido o amante, Jurema seguía cuidándolo, mimándolo, jugando mentalmente con él como una madre con su hijo.

Una de las piernas del periodista miope se estiró y, depués de presionar un poco, se deslizó entre las suyas. Inmóvil, sintiendo un ramalazo de calor en la cara, Jurema imaginó que en este mismo instante iba a tener deseo de ella y que, a plena luz, como lo hacía en la oscuridad, iba a desabotonarse el pantalón, alzarle las faldas y acomodarla para entrar en ella, gozar de ella y hacerla gozar. Una vibración la recorrió de los cabellos a los pies. Cerró los ojos y permaneció quieta, tratando de oír los tiros, de recordar la guerra tan próxima, pensando en las Sardelinhas y en Catarina y en las otras que gastaban sus últimas fuerzas en cuidar a los heridos y a los enfermos y a los recién nacidos en las dos últimas Casas de Salud y en los viejecillos que todo el día acarreaban muertos al osario. De este modo, consiguió que aquella sensación, tan nueva en su vida, se apagara. Había perdido la vergüenza. No sólo hacía cosas que eran pecado: pensaba en hacerlas, deseaba hacerlas. «¿Estoy loca?», pensó. «¿Poseída?» Ahora que iba a morir, cometía con el cuerpo y con el pensamiento pecados que nunca cometió. Porque, a pesar de haber sido antes de dos hombres, sólo ahora había descubierto que también el cuerpo podía ser feliz, en los brazos de este ser que el azar y la guerra (¿o el Perro?) habían puesto en su camino. Ahora sabía que el amor era también una exaltación de la piel, un encandilamiento de los sentidos, un vértigo que parecía completarla. Se estrechó contra el hombre que dormía junto a ella, pegó su cuerpo al de él lo más estrechamente que pudo. A su espalda, el Enano volvió a moverse. Lo sentía, menudo, encogido, buscando su calor.

Sí, había perdido la vergüenza. Si alguien le hubiera dicho alguna vez que un día dormiría así, apretada entre estos dos hombres, aunque uno de ellos fuera enano, se hubiera espantado. Si alguien le hubiera dicho que un hombre con el que no estaba casada le alzaría las faldas y la tomaría a la vista de otro que permanecía allí, a su lado, durmiendo o haciéndose el dormido, mientras ellos gozaban y se decían boca contra boca que se amaban, Jurema se hubiera aterrado, tapado los oídos. Y, sin embargo, ocurría cada noche, desde esa tarde, y en vez de avergonzarla y asustarla le parecía natural y la hacía feliz. La primera noche, al ver que se abrazaban y besaban como si estuvieran solos en el mundo, el Enano les preguntó si querían que se fuera. No, no, él era tan necesario y querido para ambos como antes. Y era cierto.

El tiroteo aumentó de pronto y, durante unos segundos, fue como si estuviera dentro de la vivienda, sobre sus cabezas. El foso se llenó de tierra y pólvora. Encogida, con los ojos cerrados, Jurema esperó, esperó el disparo, la descarga, el golpe, el derrumbe. Pero un momento después los disparos se habían alejado. Al reabrir los ojos, se encontró con la mirada blanca y acuosa que parecía resbalar sobre ella. El pobre se había despertado y estaba otra vez muerto de miedo.

«Creí que era pesadilla», dijo a su espalda el Enano. Incorporado, asomaba la cabeza por

el filo del foso. Jurema también espió, arrodillada, mientras el periodista miope permanecía tendido. Mucha gente corría por Niño Jesús hacia Campo grande.

—¿Qué pasa? —oyó, a sus pies—. ¿Qué están viendo?

—Muchos yagunzos —se le adelantó el Enano—. Vienen de donde Pedráo. Y en eso la puerta se abrió y Jurema vio un racimo de hombres en la abertura. Uno de ellos era el yagunzo jovencito que había encontrado en las faldas de Cocorobó, el día que llegaron los soldados.

—Vengan, vengan —les gritó, con un vozarrón que sobresalía del tiroteo —: Vengan a ayudar.

Jurema y el Enano ayudaron al periodista miope a salir del foso y lo guiaron a la calle. Ella estaba acostumbrada, desde siempre, a hacer automáticamente las cosas que alguien, con autoridad o poder, le decía que hiciera, de modo que no le costaba nada, en casos como éste, salir de la pasividad y trabajar codo a codo con la gente, en lo que fuera, sin preguntar qué hacían y por qué. Pero, con este hombre junto al que corría por el callejón del Niño Jesús, eso había cambiado. Él quería saber qué ocurría, a derecha y a izquierda, adelante y atrás, por qué se hacían y decían las cosas, y era ella quien debía averiguarlo para satisfacer su curiosidad, devoradora como su miedo. El yagunzo jovencito de Cocorobó les explicó que los perros atacaban las trincheras del cementerio desde esta madrugada. Habían lanzado dos asaltos y, aunque sin llegar a ocuparlas, se habían apoderado de la esquina del Bautista, acercándose de este modo, por la espalda, al Templo del Buen Jesús. Joáo Abade había decidido levantar una nueva barrera, entre las trincheras del cementerio y las Iglesias, por si Pajeú se veía obligado a replegarse una vez más. Para eso recolectaban gente, para eso venían ellos que estaban con Pedráo en las trincheras de la Madre Iglesia. El yagunzo jovencito se adelantó, apurando la carrera. Jurema sentía jadear al periodista miope y lo veía tropezar contra las piedras y huecos de Campo Grande y estaba segura que, como ella, pensaba en este momento en Pajeú. Ahora sí, se encontrarían con él. Sintió que el periodista miope apretaba su mano y le devolvió el apretón.

No había vuelto a ver a Pajeú desde la tarde en que descubrió la felicidad. Pero ella y el periodista miope habían hablado mucho del caboclo de la cara cortada al que ambos sabían una amenaza aún más grave para su amor que los propios soldados. Desde aquella tarde habían estado escondiéndose en los refugios del Norte de Canudos, la zona más alejada de la Fazenda Velha; el Enano hacía incursiones para saber de Pajeú. La mañana que el Enano —estaban bajo una techumbre de latas, en el callejón de San Eloy, detrás del Mocambo — vino a contarles que el Ejército asaltaba la Fazenda Velha, Jurema había dicho al periodista miope que el caboclo defendería sus trincheras hasta que lo mataran. Pero esa misma noche supieron que Pajeú y los sobrevivientes de la Fazenda Velha estaban en esas trincheras del cementerio que se hallaban ahora a punto de caer. Había llegado, pues, la hora de enfrentarse con Pajeú. Ni siquiera este pensamiento pudo privarla de esa felicidad que había pasado a ser, como los huesos y la piel, parte de su cuerpo.

La felicidad la salvaba a ella, como la miopía y el miedo al que llevaba de la mano, y como la fe, el fatalismo o la costumbre a quienes tenían todavía fuerzas y bajaban también, corriendo, cojeando, andando, a levantar esa barrera, de ver lo que sucedía a su alrededor, de reflexionar y sacar las conclusiones que el sentido común, la razón o el simple instinto hubieran podido sacar de ese espectáculo: esas callecitas antes de tierra y cascajo que eran ahora subibajas agujereados por los obuses, sembradas de desechos de las cosas fulminadas por las bombas o echadas abajo por los yagunzos para levantar parapetos, y esos seres tumbados que a duras penas podían ya ser llamados hombres o mujeres porque ya no quedaban rasgos en sus caras ni luz en sus ojos ni ánimo en sus músculos, pero que por alguna perversa absurdidad aún vivían.

Jurema los veía y no se daba cuenta que estaban allí, confundibles ya con los cadáveres que los viejos no habían tenido tiempo de recoger y que sólo se diferenciaban de ellos por el número de moscas que los cubrían y el grado de pestilencia que expulsaban. Veía y no veía los buitres que revoloteaban sobre ellos y a veces también caían muertos por las balas, y a esos niños que con aire sonámbulo escarbaban las ruinas o masticaban tierra.

Había sido una larga carrera y, cuando se detuvieron, tuvo que cerrar los ojos y apoyarse contra el periodista miope, hasta que el mundo dejara de girar.

El periodista le preguntó dónde estaban. A Jurema le costó descubrir que el irreconocible lugar era el callejón de San Juan, pequeño paso entre las casitas apiñadas alrededor del cementerio y la espalda del Templo en construcción. Todo era escombros, fosos, y una muchedumbre se agitaba, cavando, llenando sacos, latas, cajas, barriles y toneles con tierra y arena y arrastrando maderas, tejas, ladrillos, piedras, adobes y hasta esqueletos de animales a la barrera que se iba alzando donde, antes, una cerca de estacas limitaba el cementerio. El tiroteo había cesado a los oídos de Jurema, ensordecidos, ya no lo distinguían de los otros ruidos. Le decía al periodista miope que Pajeú no estaba allí y sí, en cambio, Antonio y Honorio Vilanova, cuando un tuerto les rugió que qué esperaban. El periodista miope se dejó caer al suelo y comenzó a escarbar. Jurema le procuró un fierro para que pudiera hacerlo mejor. Y ella se hundió, entonces, una vez más, en la rutina de llenar costales, llevarlos adonde le decían, y picar paredes para reunir piedras, ladrillos, tejas y maderas, que reforzaran esa barrera ya ancha y alta de varios metros. De rato en rato, iba adonde el periodista miope amontonaba arena y cascajo a hacerle saber que estaba cerca. No se daba cuenta que, detrás de la espesa barrera, el tiroteo renacía, amenguaba, cesaba y resucitaba y que, de tanto en tanto, grupos de viejos pasaban con heridos hacia las Iglesias.

En un momento, unas mujeres entre las que reconoció a Catarina, la mujer de Joáo Abade, le pusieron en la mano unos huesos de gallina con un poco de pellejo para roer y un cazo de agua. Fue a compartir ese regalo con el periodista y el Enano pero a ambos también les habían repartido raciones parecidas. Comieron y bebieron juntos, dichosos, desconcertados con ese manjar. Porque hacía ya muchos días que se había acabado el alimento y se sabía que los restos existentes se reservaban a esos hombres que se mantenían día y noche en las trincheras y en las torres con las manos quemadas por la pólvora y los dedos encallecidos de tanto disparar.

Reanudaba el trabajo, después de esa pausa, cuando miró la torre del Templo del Buen Jesús y algo la obligó a seguir mirando. Debajo de las cabezas de yagunzos y de los cañones de fusiles y escopetas que sobresalían de los parapetos del techo y de los andamios, una figurilla de gnomo, entre el niño y el adulto, había quedado colgada, en una postura absurda, en la escalerilla que subía al campanario. Lo reconoció: era el campanero, el viejecito que cuidaba las Iglesias, el llavero y mayordomo del culto, el que, se decía, azotaba al Beatito, Había seguido subiendo, puntualmente, al campanario, todas las tardes, a tocar las campanas del Ave María, después de las cuales, con guerra o sin guerra, todo Belo Monte rezaba el rosario. Lo habían matado la víspera, sin duda, después de repicar las campanas, pues Jurema estaba segura de haberlas oído. Lo alcanzaría una bala y se quedaría enredado en la escalerita y nadie había tenido tiempo siquiera de descolgarlo.

—Era de mi pueblo —le dijo una mujer que trabajaba a su lado, señalando la torre—. Chorrochó. Era carpintero allá, cuando el ángel lo rozó.

Volvió al trabajo, olvidándose del campanero y de sí misma, y así estuvo toda la tarde, yendo de rato en rato donde el periodista. Al ponerse el sol vio que los hermanos Vilanova se alejaban corriendo hacia el Santuario y oyó que también habían pasado hacia allí, de distintas direcciones, Pajeú, Joáo Grande y Joáo Abade. Algo iba a ocurrir. Poco después, estaba inclinada, hablando al periodista miope, cuando una fuerza invisible la obligó a arrodillarse, a callarse, a apoyarse en él. «¿Qué pasa, qué pasa?», dijo éste, cogiéndola del hombro, palpándola. Y oyó que le gritaba: «¿Te han herido, estás herida?» No la había alcanzado ninguna bala. Simplemente, todas las fuerzas habían huido de su cuerpo. Se sentía vacía, sin ánimos para abrir la boca o levantar un dedo, y aunque veía sobre la suya la cara del hombre que le había enseñado la felicidad, sus ojos líquidos abriéndose y parpadeando para verla, y se daba cuenta que estaba asustado, y sentía que debía tranquilizarlo, no podía. Todo era lejano, ajeno, inventado, y el Enano estaba allí, tocándola, acariñándola, sobándole las manos, la frente, alisándole los cabellos, y hasta le pareció que también él, como el periodista miope, la besaba en las manos, en las mejillas. No iba a cerrar los ojos, porque si lo hacía moriría, pero llegó un momento en que ya no pudo tenerlos abiertos.

Cuando los abrió, ya no sentía tanto frío. Era de noche; el cielo estaba lleno de estrellas, había luna llena, y ella se apoyaba contra el cuerpo del periodista miope —cuyo olor, flacura, ruido, reconoció al instante — y allí estaba el Enano, todavía sobándole las manos. Aturdida, advirtió la alegría de los dos hombres al verla despierta y se sintió abrazada y besada por ellos de tal modo que los ojos se le aguaron. ¿Estaba herida, enferma? No, había sido la fatiga, haber trabajado tanto rato. Ya no se hallaba en el mismo sitio. Mientras permanecía desmayada había crecido de pronto el tiroteo y aparecieron los yagunzos de las trincheras del cementerio, corriendo. El Enano y el periodista tuvieron que traerla hasta esta esquina para que no la pisotearan. Pero los soldados no habían podido franquear la barrera construida en San Juan. Los escapados del cementerio y muchos yagunzos venidos de las Iglesias los habían contenido allí. Sintió que el miope le decía que la quería y en eso la tierra reventó en pedazos. Nariz y ojos se le llenaron de polvo y se sintió golpeada y aplastada, pues, por la fuerza del sacudón, el periodista y el Enano fueron aventados contra ella. Pero no tuvo miedo; se encogió bajo los cuerpos que la cubrían, haciendo esfuerzos porque salieran de su boca los ruidos necesarios a fin de saber si ellos estaban salvos. Sí, sólo magullados por la granizada de piedrecillas, residuos y astillas que la explosión diseminó. Un griterío confuso, enloquecido, multitudinario, disonante, incomprensible, encrespaba la oscuridad. El miope y el Enano se incorporaron, la ayudaron a sentarse, los tres se apretaron contra el único muro que seguía en pie en esa esquina. ¿Qué había sucedido, qué estaba sucediendo?

Corrían sombras en todas direcciones, alaridos espantosos rasgaban el aire, pero lo raro, para Jurema, que había replegado sobre sí las piernas y apoyaba la cabeza en el hombro del periodista miope, era que junto a los llantos, rugidos, quejidos, lamentos, estaba oyendo risas, carcajadas, vítores, cantos, y, ahora, un solo canto, vibrante, marcial, entonado estruendosamente por centenares de gargantas. —La Iglesia de San Antonio —dijo el Enano—. Le han dado, la han tumbado. Miró y en la tenue luminosidad lunar, allá arriba, donde se estaba disipando, empujada por una brisa que venía del río, la humareda que la ocultaba, vio la silueta maciza, imponente, del Templo del Buen Jesús, pero no la del campanario y techo de San Antonio. Ése había sido el estruendo. Los alaridos y llantos eran de los que habían caído con la Iglesia, de los que la Iglesia había aplastado y pese a ello no habían muerto. El periodista miope, teniéndola siempre abrazada, preguntaba a voces qué sucedía, qué eran esas risas y cantos y el Enano dijo que eran los soldados, locos de alegría. ¡Los soldados! ¡Las voces, el canto de los soldados! ¿Cómo podían estar tan cerca? Las exclamaciones de triunfo se confundían en sus oídos con los ayes y parecían aún más próximos que ésos. Al otro lado de esa barrera que había ayudado a construir, se apiñaba una muchedumbre de soldados, cantando, lista para cruzar los pocos pasos que los separaban de ellos tres. «Padre —rezó—, te pido que nos maten juntos.» Pero, curiosamente, la caída de San Antonio, en vez de atizar la guerra pareció interrumpirla. Poco a poco, sin moverse de ese rincón, escucharon disminuir los gritos de dolor y de triunfo, y, luego, una calma que no había reinado en varias noches. No se oían cañonazos ni balas, sino llantos y quejidos aislados, como si los combatientes hubieran acordado una tregua para descansar. A ratos, les parecía que se dormía y cuando despertaba no sabía si había pasado un segundo o una hora. Cada vez, seguía en el mismo lugar, abrigada entre el periodista miope y el Enano.

Y en una de esas veces vio a un yagunzo de la Guardia Católica, que se despedía de ellos. ¿Qué quería? El Padre Joaquim los mandaba llamar. «Le dije que no podías moverte», murmuró el miope. Un momento después, trotando en la oscuridad, apareció el cura de Cumbe. «¿Por qué no vinieron?», lo oyó decir, de una manera rara, y pensó: «Pajeú».

—Jurema está agotada —oyó decir al periodista miope—. Se ha desmayado varias veces.

—Tendrá que quedarse, entonces —repuso el Padre Joaquim, con la misma voz extraña, no furiosa, más bien rajada, desalentada, entristecida—. Ustedes dos vengan conmigo. —¿Quedarse? —oyó murmurar al periodista miope, sintiéndolo que se ponía tenso y enderezaba.

—Silencio —ordenó el cura. Susurró —: ¿No quería tanto marcharse? Tendrá su oportunidad. Pero, ni una palabra. Vengan.

El Padre Joaquim comenzó a relajarse. Fue ella la primera en ponerse de pie, sobreponiéndose y cortando de este modo el tartamudeo del periodista —«Jurema no puede, yo, yo…» — y demostrándole que sí podía, que ahí estaba, caminando tras la sombra del cura. Segundos después corría, de la mano del miope y del Enano, entre las ruinas y los muertos y malheridos de la Iglesia de San Antonio, aún sin creer lo que había oído.

Se dio cuenta que iban al Santuario, entre un rompecabezas de galerías y parapetos con hombres armados. Se abrió una puerta y vio, a la luz de una lamparilla, a Pajeú. Sin duda pronunció su nombre, alertando al periodista miope, pues éste, en el acto, estalló en estornudos que lo doblaron en dos. Pero no era por el caboclo que el Padre Joaquim los había traído hasta aquí, pues Pajeú no les prestaba atención. Ni los miraba. Estaban en el cuartito de las beatas, la antesala del Consejero, y por las rendijas Jurema veía, arrodilladas, al Coro Sagrado y a la Madre María Quadrado y los perfiles del Beatito y del León de Natuba. El estrecho recinto, además de Pajeú, estaban Antonio y Honorio Vilanova y las Sardelinhas y en las caras de todos ellos, como en la voz del Padre Joaquim, había algo inusitado, irremediable, fatídico, desesperado y salvaje. Como si no hubieran entrado, como si no estuvieran allí, Pajeú seguía hablando a Antonio Vilanova: oiría tiros, desorden, entrevero, pero aún no debían moverse. Hasta que sonaran los pitos. Entonces sí: ése era el momento de correr, de volar, de escabullirse como raposas. El caboclo hizo una pausa y Antonio Vilanova asintió, fúnebre. Pajeú habló de nuevo: «No dejen de correr por ningún motivo. Ni para recoger al que se cae ni para volver atrás. Depende de eso y del Padre. Si llegan al río antes de que se den cuenta, pasarán. Al menos, tienen una posibilidad».

—Pero tú no tienes ninguna de salir de ahí, ni tú ni nadie que se meta contigo al campamento de los perros —gimió Antonio Vilanova. Estaba llorando. Cogió de los brazos al caboclo y le imploró —: No quiero salir de Belo Monte y menos a costa de tu sacrificio. Tú haces más falta que yo. ¡Pajeú, Pajeú! El caboclo se zafó de sus manos con una especie de disgusto. —Tiene que ser antes de que claree —dijo, con sequedad—. Entonces no se podría. Se volvió a Jurema, el miope y el Enano, que permanecían petrificados. —Van a ir ustedes también, porque así lo quiere el Consejero —dijo, como si hablara a través de los tres, a alguien que no podían ver—. Primero hasta la Fazenda Velha, agachados, en fila. Y, donde digan los párvulos, esperarán los pitos. Cruzarán el campamento, correrán hasta el río. Pasarán, si el Padre lo permite. Calló y observó al miope, quien, temblando como una hoja, abrazaba a Jurema. —Estornude ahora —le dijo, sin cambiar de tono—. No después. No cuando estén esperando los pitos. Si estornuda ahí, le clavarán una faca en el corazón. No sería justo que por sus estornudos capturaran a todos. Alabado sea el Buen Jesús Consejero.

Cuando los oye, el soldado Queluz está soñando con el ordenanza del Capitán Oliveira, un soldado pálido y jovencito al que ronda hace tiempo y al que esta mañana vio cagando, acuclillado detrás de un montículo de piedras, junto a las aguadas del Vassa Barris. Conserva, intacta, la imagen de esas piernas lampiñas y de esas nalgas blancas que entrevió, suspendidas en el aire de la madrugada, como una invitación. Es tan nítida, consistente, vivida, que la verga del soldado Queluz se endereza, hinchando su uniforme y despertándolo. El deseo es tan imperioso que, a pesar de que las voces siguen ahí y de que ya no tiene más remedio que admitir que son de traidores y no de patriotas, su primer movimiento no es coger el fusil sino llevarse las manos a la bragueta para acariciarse la verga inflamada por el recuerdo de las nalgas redondas del ordenanza del Capitán Oliveira. Súbitamente, comprende que está solo, en medio descampado, junto a enemigos, y se despierta del todo y permanece rígido, la sangre helada en sus venas. ¿Y Leopoldinho? ¿Han matado a Leopoldinho? Lo han matado: ha oído, clarito, que el centinela no alcanzó a dar un grito, ni a saber que lo mataban. Leopoldinho es el soldado

con el que comparte el servicio, en ese terral que separa la Favela del Vassa Barris, donde se halla el Quinto Regimiento de Infantería, el buen compañero con el que se turnan para dormir, lo que hace más llevaderas las guardias.

—Mucho, mucho ruido, para que nos crean más —dice el que los manda—. Y, sobre todo, marearlos, que no les quede tiempo ni ganas de mirar el río. —O sea, armar la gran feria, Pajeú —dice otro.

Queluz piensa: «Pajeú». Ahí está Pajeú. Tumbado en pleno campo, rodeado de yagunzos que acabarán con él en un dos por tres si lo descubren, al saber que en esas sombras, a su alcance, está uno de los más feroces bandidos de Canudos, esa presa mayor, Queluz tiene un impulso que por poco lo levanta en peso, de coger el fusil y fulminar al monstruo. Se ganaría la admiración del mundo, del Coronel Medeiros, del General Osear. Le darían las insignias de cabo que le están debiendo. Porque, aunque por tiempo de servicios y comportamiento en acción, ha debido ser ascendido hace tiempo, siempre lo postergan con el estúpido pretexto de que ha sido azotado demasiadas veces por inducir a los reclutas a cometer con él lo que el Padre Lizzardo llama «pecado nefando». Vuelve la cabeza y, en la luminosidad clara de la noche, ve las siluetas, veinte, treinta. ¿Cómo no lo han pisado? ¿Por qué milagro no lo han visto? Moviendo sólo los ojos, trata de reconocer, entre las caras borrosas, la famosa cicatriz. Es Pajeú quien habla, está seguro, quien recuerda a los demás que antes de los fusiles usen los cartuchos pues la dinamita hace más ruido, y que nadie toque los pitos antes que él. Lo oye despedirse de una manera que da risa: Alabado sea el Buen Jesús Consejero. El grupo se pulveriza en sombras que desaparecen en dirección al Regimiento.

No duda más. Se incorpora, coge su fusil, lo rastrilla, apunta hacia donde se alejan los yagunzos y dispara. Pero el gatillo no se mueve, aunque aprieta con todas sus fuerzas. Maldice, escupe, tiembla de cólera por la muerte de su compañero, y a la vez que murmura «¿Leopoldinho estás ahí?», vuelve a rastrillar el arma y trata otra vez de disparar un tiro que alerte al Regimiento. Está sacudiendo el fusil para hacerlo entrar en razón, para que entienda que no se puede encasquillar ahora, cuando oye varias explosiones. Ya está, ya se metieron al campamento. Es su culpa. Ya están reventando cartuchos de dinamita sobre los compañeros dormidos. Ya está, los hijos de puta, los malditos, están haciendo una gran carnicería con los compañeros. Y es su culpa. Confuso, enfurecido, no sabe qué hacer. ¿Cómo han podido llegar hasta aquí sin ser descubiertos? Porque, no hay duda, estando Pajeú entre ellos, éstos han salido de Canudos y cruzado las trincheras de los patriotas para llegar hasta aquí a atacar el campamento por la espalda. ¿Qué lleva a Pajeú a meterse con veinte o treinta a un campamento de quinientos? Ahora, en todo el sector ocupado por el Quinto Regimiento de Infantería, hay bullicio, movimiento, tiros. Siente desesperación. ¿Qué va a ser de él? ¿Qué explicación va a dar cuando le pregunten por qué no dio la alerta, por qué no disparó, gritó o lo que fuera cuando mataron a Leopoldinho? ¿Quién lo libra de una nueva tanda de azotes?

Estruja el fusil, ciego de rabia, y se escapa el tiro. Le roza la nariz, le deja un relente cálido de pólvora. Que su arma funcione lo anima, le devuelve ese optimismo que, a diferencia de otros, él no ha perdido en estos meses, ni siquiera cuando moría tanta gente y pasaban tanta hambre. Sin saber qué va a hacer, corre a campo traviesa, en dirección a esa feria sangrienta que, en efecto, están armando los yagunzos, y dispara al aire los cuatro tiros que le quedan, diciéndose que una prueba de que no estaba dormido, de que ha peleado, es el caño de su fusil quemando. Tropieza y cae de bruces. «¿Leopoldinho? —dice—, ¿Lepoldinho?» Palpa el suelo, delante, atrás, a los costados. Sí, es él. Lo toca, lo mueve. Los malditos. Escupe el mal gusto, contiene una arcada. Le han hundido el pescuezo, lo han degollado como a un carnero, su cabeza parece la de un pelele cuando lo alza, cogiéndolo de las axilas. «Malditos, malditos», dice, y, sin que ello lo distraiga del dolor y la ira por la muerte de su compañero se le ocurre que entrar al campamento con el cadáver convencerá al Capitán Oliveira de que no estaba durmiendo cuando llegaron los bandidos, que se les enfrentó. Avanza despacio, balanceándose con Leopoldinho a cuestas, y escucha, entre los tiros y el trajín del campamento, un ulular agudo, penetrante, de pájaro desconocido, al que siguen otros. Los pitos. ¿Qué quieren? ¿Por qué entran los fanáticos traidores al campamento tirando dinamita para ponerse a

soplar pitos? Se tambalea con el peso y se pregunta si no es mejor pararse a descansar. A medida que se acerca a las barracas se da cuenta del caos que allí reina; los soldados, arrancados del sueño por las explosiones, disparan a tontas y a locas, sin que los gritos y rugidos de los oficiales pongan orden. En ese instante, Leopoldinho se estremece. La sorpresa de Queluz es tan grande que lo suelta. Se deja caer a su lado. No, no está vivo. ¡Qué tonto! Ha sido el impacto de un proyectil lo que lo ha remecido. «Es la segunda vez que me salvas esta noche, Leopoldinho», piensa. Esa cuchillada se la pudieron dar a él, esa bala pudo ser para él. Piensa: «Gracias, Leopoldinho». Está contra el suelo, pensando que sería el colmo ser abaleado por los propios soldados del Regimiento, disgustado otra vez, confuso otra vez, sin saber si seguir allí hasta que amaine el tiroteo o intentar de todos modos llegar a las barracas.

Está comido por esa duda cuando, en las sombras que por el lado de los cerros comienzan a deshacerse en irisación azulada, percibe dos siluetas, corriendo hacia él. Va a gritar «¡Socorro, ayuda!», cuando una sospecha le hiela el grito. Hasta que le arden los ojos se esfuerza por saber si llevan uniformes, pero no hay suficiente claridad para saberlo. Se ha sacado el fusil que llevaba en banderola, cogido una cacerina de su bolsa y carga y rastrilla el arma cuando los hombres están ya muy cerca: ninguno es soldado. Dispara a bocajarro sobre el que ofrece mejor blanco y, con el tiro, oye su resoplido animal y el golpe del cuerpo en el suelo. Y su fusil se vuelve a encasquillar: está apretando un gatillo que no retrocede un milímetro.

Maldice y se hace a un lado a la vez que, alzando el fusil con las dos manos, golpea al otro yagunzo que, pasado un segundo de aturdimiento, se le ha echado encima. Queluz sabe pelear, ha destacado siempre en las pruebas de fuerza que organiza el Capitán Oliveira. El resuello ansioso del hombre le calienta la cara y siente sus cabezazos mientras él atina a lo principal, buscarle los brazos, las manos, sabiendo que el peligro no está en esos cabezazos por más que parezcan pedradas sino en la faca que debe prolongar una de sus manos. Y, en efecto, a la vez que encuentra y aferra sus muñecas siente el desgarro del pantalón y el roce en su muslo de una punta con filo. A la vez que también él cabecea, muerde e insulta. Queluz lucha con todas sus fuerzas para contener, apartar, torcer esa mano donde está el peligro. No sabe cuántos segundos o minutos u horas le cuesta, pero de pronto se da cuenta que el traidor pierde fiereza, va desanimándose, que el brazo que empuña comienza a ablandarse bajo la presión del suyo. «Ya estás jodido —lo escupe Queluz—, ya estás muerto, traidor.» Sí, aunque todavía muerde, patea, cabecea, el yagunzo está apagándose, renunciando. Por fin, Queluz siente las manos libres. Se incorpora de un brinco, coge su fusil, lo alza, va a hundirle la bayoneta en el estómago, dejándose caer sobre él, cuando —ya no es noche sino el amanecer — ve la cara tumefacta atravesada por una horripilante cicatriz. Con el fusil en el aire, piensa: «Pajeú». Parpadeando, acezando, el pecho reventándole de excitación, grita: «¿Pajeú? ¿Eres Pajeú?» No está muerto, tiene los ojos abiertos, lo mira. «¿Pajeú?», grita, loco de alegría. «¿Quiere decir que yo te capturé, Pajeú?» El yagunzo, aunque lo mira, no le hace caso. Está tratando de levantar la faca. «¿Todavía quieres pelear?», se burla Queluz, pisándole el pecho. No, está desinteresado de él, tratando de… «O sea que quieres matarte, Pajeú», se ríe Queluz, volándole de un patadón la faca de la mano floja. «Eso no te toca a ti, traidor, sino a nosotros.»

Capturar vivo a Pajeú es una proeza aún mayor que haberlo matado. Queluz contempla la cara del caboclo: hinchada, rasguñada, mordida por él. Pero, además, tiene un balazo en la pierna, pues todo su pantalón está embebido en sangre. Le parece mentira que se encuentre a sus pies. Busca al otro yagunzo y, al tiempo que lo ve, despatarrado agarrándose el estómago, acaso no muerto aún, se da cuenta que vienen varios soldados. Les hace gestos, frenético: «¡Es Pajeú! ¡Pajeú! ¡Agarré a Pajeú!» Cuando, luego de haberlo tocado, olido, escrutado y vuelto a tocar —y haberle descargado algunas patadas, pero no muchas pues todos convienen en que lo mejor es llevárselo vivo al Coronel Medeiros — los soldados arrastran a Pajeú al campamento, Queluz merece una bienvenida apoteósica. Se corre la voz que mató a uno de los bandidos que los atacaron y que ha capturado a Pajeú y todos salen a mirarlo, a felicitarlo, a palmearlo y abrazarlo. Le llueven amistosos coscorrones, le alcanzan cantimploras, le prende un cigarrillo un teniente. No puede contenerse y se le saltan las

lágrimas. Masculla que está apenado por Leopoldinho pero es por estos momentos de gloria que está llorando.

El Coronel Medeiros quiere verlo. Mientras va hacia el puesto de mando, como en trance, Queluz no recuerda el furor en que ha estado la víspera el Coronel Medeiros —furor que se tradujo en castigos, amonestaciones y reprimendas de las que no se libraron mayores ni capitanes — por la frustración que le produjo que la Primera Brigada no participase en el asalto de ese amanecer y que, creían todos, sería el definitivo, el que permitiría ocupar a los patriotas todo lo que queda en poder de los traidores. Se ha dicho, incluso, que el Coronel Medeiros tuvo un incidente con el General Osear por no haber accedido éste a que la Primera Brigada diera el asalto y que, al saberse que la Segunda Brigada del Coronel Gouveia había tomado las trincheras del cementerio de los fanáticos, el Coronel Medeiros había pulverizado en el suelo su taza de café. También se ha dicho que, al anochecer, cuando el Estado Mayor interrumpió el asalto, en vista de lo elevado de las pérdidas y de la resistencia feroz, el Coronel Medeiros bebió aguardiente, como si estuviera celebrando, como si hubiera algo que celebrar.

Pero, al entrar a la barraca del Coronel Medeiros, Queluz recuerda inmediatamente todo eso. La cara del jefe de la Primera Brigada está a punto de estallar de rabia. No lo espera en la puerta para felicitarlo, como él creía. Sentado en su banqueta de tijera, vomita sapos y culebras. ¿A quién grita de ese modo? A Pajeú. Entre las espaldas y perfiles de los oficiales que repletan la barraca, Queluz divisa en el suelo, a los pies del Coronel, la cara amarillenta partida por la cicatriz granate. No está muerto; tiene los ojos semiabiertos y Queluz, a quien nadie hace caso, que ya no sabe para qué lo han traído y tiene ganas de irse, se dice que la rabieta del Coronel se debe sin duda a la manera ausente, despectiva, con que lo mira Pajeú. Pero no es eso sino el ataque al campamento: ha habido dieciocho muertos.

— ¡Dieciocho! ¡Dieciocho! —mastica, como si tuviera un freno, el Coronel Medeiros—. ¡Treinta y tantos heridos! A nosotros, que nos pasamos aquí todo el día, rascándonos las bolas mientras la Segunda Brigada pelea, vienes tú con tus degenerados y nos haces más bajas que a ellos.

«Va a ponerse a llorar», piensa Queluz. Asustado, imagina que el Coronel averiguará de algún modo que se echó a dormir y dejó pasar a los bandidos sin dar la alarma. El jefe de la Primera Brigada salta del asiento y se pone a patear, a pisotear y zapatear. La espalda y los perfiles le ocultan lo que ocurre en el suelo. Pero segundos después lo vuelve a ver: la cicatriz bermeja ha crecido, cubre la cara del bandido, una masa de barro y sangre sin rasgos ni forma. Pero tiene aún los ojos abiertos y hay aún en ellos esa indiferencia tan ofensiva y tan extraña. Una baba sanguinolenta aflora de sus labios. Queluz ve un sable en las manos del Coronel Medeiros y está seguro que va a rematar a Pajeú. Pero se limita a apoyarle la punta en el cuello. Reina silencio total en la barraca y Queluz se contagia de la gravedad hierática de todos los oficiales. Por fin, el Coronel Medeiros se calma. Vuelve a sentarse en la banqueta y arroja su sable al camastro. —Matarte sería hacerte un favor —masculla, con amargura y rabia—. Has traicionado a tu país, asesinado a tus compatriotas, robado, saqueado, cometido todos los crímenes. No hay castigo a la altura de lo que has hecho.

«Se está riendo», se asombra Queluz. Sí, el caboclo se está riendo. Ha arrugado la frente y la pequeña cresta que le queda de nariz, entreabierto la boca y sus ojitos rasgados brillan al tiempo que emite un ruido que, no hay duda, es risa.

—¿Te hace gracia lo que digo? —silabea el Coronel Medeiros. Pero al instante cambia de tono, pues la cara de Pajeú ha quedado rígida—. Examínelo, Doctor… El Capitán Bernardo da Ponte Sanhuesa se arrodilla, pega su oído al pecho del bandido, le observa los ojos, le toma el pulso.

—Está muerto, Excelencia —le oye decir Queluz. El Coronel Medeiros se demuda. —Su cuerpo es un colador —añade el médico—. Es un milagro que haya durado tanto rato con el plomo que tiene adentro.

«Ahora —piensa Queluz—, me toca a mí.» Los ojitos pequeñitos, verdeazulados, perforantes del Coronel Medeiros van a buscarlo entre los oficiales, encontrarlo y oirá la temida pregunta: «¿Por qué no diste la alerta?» Mentira, jurará por Dios y por su madre que la dio, que disparó y gritó. Pero pasan los segundos y el Coronel Medeiros sigue

sobre la banqueta, contemplando el cadáver del bandido que murió riéndose de él.

—Aquí está Queluz, Excelencia —oye decir al Capitán Oliveira.

Ahora, ahora. Los oficiales se apartan para que pueda acercarse al jefe de la Primera Brigada. Éste lo mira, se pone de pie. Ve —el corazón le salta en el pecho — que la expresión del Coronel Medeiros se ablanda, que se esfuerza por sonreírle. Él le sonríe también, agradecido.

—¿Así que tú lo cazaste? —dice el Coronel.

—Sí, Excelencia —responde Queluz, en posición de firmes.

—Termina el trabajo —le dice Medeiros, alcanzándole su sable con movimiento enérgico—. Reviéntale los ojos y córtale la lengua. Después, le arrancas la cabeza y la echas por encima de la barricada, para que los bandidos vivos sepan lo que les espera.

VI

Cuando el periodista miope partió por fin, el Barón de Cañabrava, que lo había guiado hasta la calle, descubrió que era noche avanzada. Tras cerrar, quedó apoyado de espaldas en el pesado portalón, con los ojos cerrados, tratando de alejar ese hervidero de confusas y violentas imágenes. Un criado acudió, presuroso, con una lamparilla: ¿quería que le calentaran la cena? Dijo que no, y, antes de mandarlo a acostarse, le preguntó si Estela había cenado. Sí, hacía rato, y se había retirado luego a descansar. En vez de subir al dormitorio, el Barón volvió como sonámbulo, oyendo resonar sus pasos, al despacho. Olió, vio, en el aire espeso de la habitación, flotando como pelusas, las palabras de esa larga conversación que, le parecía ahora, había sido, más que un diálogo, un par de monólogos intocables. No volvería a ver al periodista miope, no volvería a hablar con él. No permitiría que volviera a resucitar esa monstruosa historia en la que habían naufragado sus bienes, su poder político, su mujer. «Sólo ella importa», murmuró. Sí, a todas las otras pérdidas hubiera podido resignarse. Para lo que le quedaba por vivir —¿diez, quince años? — tenía como mantener el régimen de vida a que estaba acostumbrado. No importaba que éste acabara con él: ¿acaso había herederos por cuya suerte inquietarse? Y en cuanto al poder político, en el fondo se alegraba de haberse sacado ese peso de encima. La política había sido una carga que se impuso por carencia de los demás, por la excesiva estupidez, negligencia o corrupción de los otros, no por vocación íntima: siempre le había fastidiado, aburrido, hecho el efecto de un quehacer insulso y deprimente, pues revelaba mejor que ningún otro las miserias humanas. Además, tenía un rencor secreto contra la política, quehacer absorbente al que había sacrificado esa disposición científica que había sentido desde niño, cuando coleccionaba mariposas y hacía herbarios. La tragedia a la que nunca se conformaría era Estela. Había sido Canudos, esa historia estúpida, incomprensible, de gentes obstinadas, ciegas, de fanatismos encontrados, el culpable de lo ocurrido con Estela. Había cortado con el mundo y no restablecería las amarras. Nada ni nadie le recordaría ese episodio. «Haré que le den trabajo en el periódico —pensó—. Corrector de pruebas, cronista judicial, algo mediocre como corresponde a lo que es. Pero no lo recibiré ni escucharé más. Y si escribe ese libro sobre Canudos, que por supuesto no escribirá, tampoco lo leeré.»

Fue hasta la licorera y se sirvió una copa de cognac. Mientras calentaba la bebida en la palma de su mano, sentado en el confortable de cuero, desde el que había orientado un cuarto de siglo de vida política de Bahía, el Barón de Cañabrava escuchó la armoniosa sinfonía de los grillos de la huerta, a la que hacía eco, a ratos, el desafinado coro de unas ranas. ¿Qué lo desasosegaba así? ¿Qué le producía esa impaciencia, ese cosquilleo en el cuerpo, como si estuviera olvidando algo urgentísimo, como si en estos segundos fuera a ocurrir algo irrevocable y decisivo en su vida? ¿Canudos, todavía?

No se lo había sacado de la cabeza: ahí estaba de nuevo. Pero la imagen que

agresivamente se había armado e iluminado ante sus ojos, no era algo que hubiera oído de labios de su visitante. Había ocurrido cuando ni éste ni la criadita de Calumbí que ahora era su mujer, ni el Enano ni ninguno de los sobrevivientes de Canudos estaban ya allí. Se lo había referido el viejo coronel Murau, tomando un oporto, la última vez que se vieron aquí en Salvador, algo que, a su vez, se lo había contado a Murau el dueño de la hacienda Formosa, una de las tantas arrasadas por los yagunzos. El hombre se había quedado allí, pese a todo, por amor a su tierra o por no saber adonde ir. Y allí había continuado toda la guerra, manteniéndose gracias al comercio que hacía con los soldados. Cuando supo que todo había terminado, que Canudos había caído, se apresuró a ir allá con un grupo de peones a prestar ayuda. El Ejército ya no estaba allí, cuando avistaron los montes de la antigua ciudadela yagunza. Les había sorprendido, a la distancia —le contó el coronel Murau y ahí estaba el Barón, oyéndolo—, el extraño, indefinible, indetectable ruido, tan fuerte que estremecía el aire. Y ahí estaba, también, el poderosísimo olor que descomponía el estómago. Pero sólo al trasmontar la cuesta pedregosa, pardusca, del poco Trabubú y encontrarse a sus pies, con lo que había dejado de ser Canudos y era lo que veían, comprendieron que ese ruido eran los aletazos y los picotazos de millares de urubús, de ese mar interminable, de olas grises, negruzcas, devorantes, ahítas, que todo lo cubría y que, a la vez que se saciaba, daba cuenta de lo que aún no había podido ser pulverizado ni por la dinamita ni por las balas ni por los incendios: esos miembros, extremidades, cabezas, vértebras, vísceras, pieles que el fuego respetó o carbonizó a medias y que esos animales ávidos ahora trituraban, despedazaban, tragaban, deglutían. «Miles y miles de buitres», había dicho el coronel Murau. Y, también que, espantados ante lo que parecía la materialización de una pesadilla, el hacendado de Formosa y sus peones, comprendiendo que ya no había a nadie que enterrar, pues los pajarracos lo estaban haciendo, habían partido de allí a paso vivo, tapándose bocas y narices. La imagen intrusa, ofensiva, había arraigado en su mente y no conseguía sacarla de allí. «El final que Canudos merecía», había respondido al viejo Murau, antes de obligarlo a cambiar de tema.

¿Era eso lo que lo perturbaba, angustiaba y tenía sobre ascuas? ¿Ese enjambre de aves carniceras devorando la podredumbre humana que era todo lo que quedaba de Canudos? «Veinticinco años de sucia y sórdida política, para salvar a Bahía de los imbéciles y de los ineptos a los que tocó una responsabilidad que no eran capaces de asumir, para que todo termine en un festín de buitres», pensó. Y en ese instante, sobre la imagen de hecatombe, reapareció la cara tragicómica, el hazmerreír de ojos bizcos y acuosos, protuberancias impertinentes, mentón excesivo, orejas absurdamente caídas, hablándole afiebrado del amor y del placer: «Lo más grande que hay en el mundo, Barón, lo único a través de lo cual puede encontrar el hombre cierta felicidad, saber qué es lo que llaman felicidad». Eso era. Eso era lo que lo perturbaba, desasosegaba, angustiaba. Bebió un trago de cognac, retuvo un momento en la boca la ardiente bebida, la tragó y la sintió correr por su garganta, caldeándola.

Se puso de pie: no sabía aún lo que iba a hacer, lo que anhelaba hacer, pero sentía una crepitación en las entrañas, y le parecía hallarse en un instante crucial, en el que debía tomar una decisión de incalculables consecuencias. ¿Qué iba a hacer, qué quería hacer? Dejó la copa de cognac en la licorera, y, sintiendo palpitar su corazón, sus sienes, discurrir la sangre por la geografía de su cuerpo, atravesó el escritorio, el gran salón, el espacioso rellano —todo desierto ahora, y a oscuras, pero iluminado por el resplandor de los faroles de la calle — hasta la escalera. Una lamparilla iluminaba los peldaños. Los subió de prisa, pisando con las puntas de los pies, de manera que ni siquiera él oía sus pasos. Arriba, sin dudar, en vez de dirigirse a su aposento fue hacia el cuarto en que dormía la Baronesa y al que sólo un biombo separaba de la recámara donde se había acomodado Sebastiana, para estar cerca de Estela por si la necesitaba en la noche. En el momento de alargar la mano hacia la falleba se le ocurrió que la puerta podía estar trancada. Nunca había entrado a esa recámara sin anunciarse. No, no estaba asegurada. Cerró la puerta a sus espaldas y buscó el picaporte y lo corrió. Desde el umbral divisó la luz amarilla de la veladora —un pabilo flotando en un recipiente de aceite — que alcanzaba a iluminar parte del lecho de la Baronesa, la colcha azul, el dosel y las cortinillas de gasa. Donde estaba, sin hacer el menor ruido, sin que le temblaran las

manos, el Barón se fue quitando la ropa que llevaba puesta. Cuando estuvo desnudo, cruzó el cuarto de puntillas hacia la recámara de Sebastiana.

Llegó al borde de la cama sin despertarla. Había una leve claridad —el resplandor del farol de gas de la calle, que se volvía azul al cruzar las cortinas — y el Barón pudo ver las formas de la mujer que dormía, plegando y levantando las sábanas, de lado, su cabeza apoyada en una almohadilla redonda. Los cabellos libres, largos, negros, dispersos, caían sobre la cama y se derramaban por el costado y colgaban besando el suelo. Pensó que nunca había visto a Sebastiana con los cabellos sueltos, de pie, que sin duda debían llegarle hasta los talones y que, seguramente, alguna vez, ante un espejo o delante de Estela, se habría envuelto, jugando, en esa larguísima cabellera como en una sedosa manta, y esa imagen comenzó a despertar en él un dormido instinto. Se llevó la mano al vientre y se palpó el sexo: estaba fláccido pero, en su tibieza, en la suavidad, celeridad y como alegría con que se dejó descubrir y emergió el glande separándose del prepucio, sintió que había allí una vida profunda, anhelando ser convocada, reavivada, vertida. Las cosas que había estado temiendo mientras se acercaba —¿Cuál sería la reacción de la mucama? ¿Cuál la de Estela si aquélla se despertaba gritando? —desaparecieron al instante y —sorpresivo, alucinado — el rostro de Galileo Gall compareció en su mente y recordó el voto de castidad que, para concentrar energías en órdenes que creía más elevados —la acción, la ciencia — había hecho el revolucionario. «He sido tan estúpido como él», pensó. Sin haberlo hecho, había cumplido un voto semejante por muchísimo tiempo, renunciando al placer, a la felicidad, por ese quehacer vil que había traído desgracia al ser que más quena en el mundo.

Sin pensar, de manera automática, se inclinó hasta sentarse al borde de la cama, a la vez que movía las dos manos, una para retirar las sábanas que cubría a Sebastiana, y la otra hacia su boca, para apagar el grito. La mujer se encogió y quedó rígida y abrió los ojos y llegó a sus narices un vaho de calor, la intimidad del cuerpo de Sebastiana, de quien nunca había estado tan cerca, y sintió que inmediatamente su sexo se animaba, y fue como si tomara conciencia de que sus testículos también existían, de que estaban allí, renaciendo entre sus piernas. Sebastiana no había llegado a gritar, a incorporarse: sólo a emitir una exclamación ahogada que llevó el aire cálido de su aliento contra la palma de la mano que el Barón retenía a un milímetro de su boca. —No grites, es mejor que no grites —susurró, sintiendo que su voz no era firme, pero lo que la hacía temblar no era la duda sino el deseo—. Te ruego que no grites. Con la mano que había retirado las sábanas, acariciaba ahora, por sobre el camisón que ella tenía abotonado hasta el cuello, los pechos de Sebastiana: eran grandes, bien modelados, extraordinariamente firmes para alguien que debería frisar los cuarenta años; los sentía erizándose bajo sus yemas, atacados de frío. El Barón le pasó los dedos por el filo de la nariz, por los labios, por las cejas, con toda la delicadeza de que era capaz, y por fin los hundió en la madeja de cabellos y los enredó en sus crenchas, suavemente. Entretanto, procuraba conjurar sonriendo el miedo cerval que percibía en la mirada incrédula, atónita, de la mujer.

—Debí hacer esto hace mucho, Sebastiana —dijo, rozándole las mejillas con los labios— . Debí hacerlo el primer día que te deseé. Hubiera sido más feliz. Estela hubiera sido más feliz y acaso tú también.

Bajó la cara, buscando con sus labios los de la mujer, pero ella, haciendo un esfuerzo para romper la parálisis en que la tenían el miedo y la sorpresa, se apartó y el Barón, a la vez que leía la súplica de sus ojos, la oyó balbucear: «Le ruego, por lo que más quiera, le suplico… La señora, la señora».

—La señora está ahí y yo la quiero más que tú —se oyó decir, pero tenía la sensación de que era otro el que hablaba y trataba aún de pensar; él sólo era ese cuerpo caldeado, ese sexo ahora sí despierto del todo al que sentía erguido, duro, húmedo, botando contra su vientre—. Esto lo hago también por ella, aunque no puedas comprenderlo. Acariciando sus pechos, había encontrado los botones del camisón y los estaba haciendo saltar de los ojales, uno tras otro, a la vez que con la otra mano tomó a Sebastiana por detrás de la nuca y la obligó a ladear la cabeza y a ofrecerle los labios. Los sintió fríos, cerrados con fuerza, y advirtió que los dientes de la mucama castañeteaban y que toda ella temblaba y que en un segundo se había empapado de sudor.

—Abre la boca —ordenó, en un tono que rara vez había usado en su vida con los sirvientes o con los esclavos, cuando los tenía—. Si tengo que obligarte a ser dócil, lo haré.

Sintió que, condicionada sin duda por una costumbre, temor o instinto de conservación que venía hasta ella de muy atrás, con una tradición de siglos que su tono había sabido recordarle, la mucama le obedecía, a la vez que su cara, en la penumbra azul de la recámara, se descomponía en una mueca a la que al miedo se añadía ahora un infinito disgusto. Pero eso no le importó, mientras su lengua entraba en la boca de ella, chocaba con la de ella, la empujaba a un lado y a otro, exploraba sus encías, su paladar, y se las ingeniaba para pasarle un poco de su saliva y luego recobrarla y tragarla. Mientras, había seguido desabotonando, arrancando los botones del camisón y tratando de sacárselo. Pero aunque el espíritu y la boca de Sebastiana se habían resignado a obedecer, todo su cuerpo seguía resistiendo, a pesar del miedo o tal vez porque un miedo aún más grande que aquel que le había enseñado a acatar la voluntad de quien tenia poder sobre ella, la hacía defender lo que querían arrebatarle. Su cuerpo seguía encogido, rígido, y el Barón, que se había echado en la cama y trataba de abrazarla, se sentía contenido por los brazos que Sebastiana había colocado como escudo ante su cuerpo. La oía implorando algo en un susurro apagado y estuvo seguro que había comenzado a llorar. Pero él sólo atendía ahora al esfuerzo de quitarle el camisón que seguía prendido de sus hombros. Había podido pasarle un brazo por la cintura y atraerla, obligándola a pegarse contra su cuerpo, mientras que con la otra mano le acababa de quitar el camisón. Después de un forcejeo que no supo cuánto duró y en el que, mientras empujaba y presionaba, su energía y su deseo crecían sin cesar, logró al fin subirse sobre Sebastiana. Mientras con una de las suyas la forzaba a abrir las piernas que ella tenía soldadas, la besó con avidez en el cuello, en los hombros, en el pecho y, largamente, en los senos. Sintió que iba a eyacular contra el vientre de ella —una forma amplia, cálida, blanda, contra la que se frotaba su verga — y cerró los ojos e hizo un gran esfuerzo para contenerse. Lo consiguió y entonces fue deslizándose por sobre el cuerpo de Sebastiana, acariciándole, oliéndole, besándole las caderas, las ingles, el vientre, los vellos del pubis que ahora descubría espesos y enrulados en su boca. Con las manos, con la barbilla, presionó con todas sus fuerzas, sintiendo que ella sollozaba, hasta hacerle separar los muslos lo suficiente como para poder llegar hasta su sexo con la boca. Cuando lo estaba besando, succionando suavemente, hundiéndole la lengua y sorbiendo sus jugos, sumido en una ebriedad que, por fin, lo liberaba de todo lo que lo entristecía y amargaba, de esas imágenes que le roían la vida, sintió la presión suave de unos dedos en la espalda. Apartó la cabeza y miró, sabiendo lo que iba a ver: ahí estaba Estela, de pie, mirándolo. —Estela, amor mío, amor mío —dijo, con ternura, sintiendo que la saliva y los jugos de Sebastiana se le escurrían por los labios, siempre arrodillado en el suelo, siempre separando con sus codos las piernas de la mucama—. Yo te amo, más que a nada en el mundo. Hago esto porque lo deseo hace mucho tiempo y por amor a ti. Para estar más cerca de ti, amor mío.

Sentía el cuerpo de Sebastiana sacudido por convulsiones y la oía sollozar con desesperación, la boca y los ojos tapados con sus manos, y veía a la Baronesa, inmóvil a su lado, observándolo. No parecía asustada, enfurecida, horrorizada, sino ligeramente intrigada. Tenía un camisón ligero, bajo el que, en la media luz, adivinaba, difuminados, los límites de su cuerpo, que el tiempo no había conseguido deformar —era una silueta aún armoniosa, perfilada — y sus cabellos claros, a los que la penumbra disimulaba todas las hebras grises, recogidos en una redecilla, de la que escapaban algunas puntas. Hasta donde podía ver, no se había formado en su frente ese pliegue profundo, solitario, que era signo inequívoco en ella de contrariedad, el único que Estela no había conseguido nunca controlar, como todas las otras manifestaciones de sentimiento. No tenía el ceño fruncido, aunque su boca estaba, sí, levemente entreabierta, subrayando el interés, la curiosidad, la tranquila sorpresa de sus ojos. Pero ya era nuevo en ella, por ínfimo que pareciera, ese volcarse hacia afuera, ese interesarse en algo ajeno, pues el Barón no había vuelto a ver en los ojos de la Baronesa, desde aquella noche de Calumbí, otra expresión que la de la indiferencia, el retraimiento, el encierro espiritual. Su palidez era ahora más acentuada, tal vez por la penumbra azul, tal vez por lo que estaba

experimentando. El Barón sintió que la emoción lo sofocaba, que iba a ponerse a sollozar. Adivinó casi los pies lívidos, desnudos, de Estela, sobre la madera lustrosa del suelo, y obedeciendo un impulso se inclinó a besarlos. La Baronesa no se movió mientras él, arrodillado, cubría de besos sus empeines, sus dedos, sus uñas, sus talones, con infinito amor y reverencia y balbuceaba ardientemente contra ellos que los amaba, que siempre le habían parecido bellísimos, dignos de un culto intenso por haberle dado, a lo largo de la vida, tanto impagable placer. Luego de besarlos una y otra vez y de subir los labios hasta los frágiles tobillos, sintió en su esposa un movimiento y alzó rápidamente la cabeza, a tiempo para ver que la mano que lo había tocado antes en la espalda, de nuevo venía hacia él, sin premura ni violencia, con esa naturalidad, distinción, sabiduría, con que Estela se había movido, hablado, conducido siempre, y la sintió posarse sobre sus cabellos y permanecer allí, conciliadora, blanda, en un contacto que agradeció desde el fondo de su ser porque no había en él nada hostil, admonitivo, sino más bien amable, afectuoso, tolerante. El deseo, que se había evaporado totalmente, compareció entonces de nuevo y el Barón sintió que su sexo volvía a endurecerse. Cogió la mano que Estela le había puesto en la cabeza, se la llevó a la boca, la besó, y, sin soltarla, se volvió hacia la cama donde Sebastiana permanecía hundida dentro de sí misma, con la cara oculta, y alargando la mano libre la colocó sobre el pubis de la mujer tendida, cuya negrura contrastaba nítidamente con el color mate de su cuerpo.

—Siempre quise compartirla contigo, amor mío —balbuceó, la voz quebrada por sentimientos encontrados, de timidez, vergüenza, emoción y renaciente deseo—, pero nunca me atreví, porque temía ofenderte, lastimarte. ¿Me equivoqué, no es cierto? ¿No es verdad que no te hubiera herido ni ofendido? ¿Que lo hubieras aceptado, celebrado? ¿No es cierto que hubiera sido otra manera de demostrarte cuánto te amo, Estela? Su mujer seguía observándolo, no enojada, ya no sorprendida sino con esa apacible mirada que era la suya hacía unos meses. Y vio que, luego de un momento, se volvía a mirar a Sebastiana, que seguía sollozando, hecha un ovillo, y comprendió que aquella mirada, hasta entonces neutral, se interesaba y dulcificaba. Acatando la indicación que recibió de ella, soltó la mano de la Baronesa. Vio a Estela dar dos pasos hacia la cabecera, sentarse al borde, y alargar los brazos con esa gracia inimitable que él admiraba en todos sus movimientos para coger a Sebastiana de las mejillas, con gran cuidado y precaución, como si temiera trizarla. No quiso seguir viendo más. El deseo había vuelto con una especie de furia y el Barón volvió a inclinarse, a abrirse paso hacia el sexo de la mucama, separándole las piernas, obligándola a estirarse, a fin de poder de nuevo besarlo, respirarlo, sorberlo. Estuvo mucho rato allí, con los ojos cerrados, ebrio, gozando, y cuando sintió que ya no podía contener la excitación se enderezó y gateando se encaramó sobre Sebastiana. Separándole las piernas con las suyas, ayudándose con una mano atolondrada, buscó su sexo y consiguió penetrarla en un movimiento que añadió dolor y desgarramiento a su placer. La sintió gemir y alcanzó a ver, en el tumultuoso instante en el que la vida pareció estallar entre sus piernas, que la Baronesa tenía siempre las dos manos en la cara de Sebastiana, a la que miraba con ternura y piedad, mientras le soplaba despacito en la frente para despegarle unos cabellos de la piel.

Horas después, cuando todo aquello hubo pasado, el Barón abrió los ojos como si algo o alguien lo hubiera despertado. La luz del amanecer entraba al aposento, y se oían cantos de pájaros y el rumor murmurante del mar. Se incorporó de la cama de Sebastiana, donde había dormido solo; se puso de pie, cubriéndose con la sábana que recogió del suelo y dio unos pasos hacia el cuarto de la Baronesa. Ella y Sebastiana dormían, sin tocarse, en el amplio lecho, y el Barón estuvo un momento observándolas con un sentimiento indefinible a través de la gasa transparente del mosquitero. Sentía ternura, melancolía, agradecimiento y una vaga inquietud. Avanzaba hacia la puerta del pasillo, donde la víspera se había despojado de sus ropas, cuando al pasar junto al balcón lo detuvo la bahía encendida por el naciente sol. Era algo que había visto innumerables veces y que nunca lo cansaba: Salvador a la hora en que el sol aparecía o moría. Se asomó y estuvo contemplando, desde el balcón, el majestuoso espectáculo: el ávido verdor de la isla de Itaparica, la blancura y la gracia de los veleros que zarpaban, el azul claro del cielo y el gris verde del agua y, más cerca, a sus pies, el horizonte quebradizo,

bermejo, de los tejados de las casas en las que podía presentir el despertar de la gente, el comienzo de la diaria rutina. Con agridulce nostalgia se entretuvo tratando de reconocer, por los tejados de los barrios del Destierro y de Nazareth, los solares de los que habían sido sus compañeros políticos, esos amigos que no veía más: el del Barón de Cotagipe, el del Barón de Macaúbar, el del Vizconde de San Lorenzo, el del Barón de San Francisco, el del Marqués de Barbacena, el del Barón de Maragogipe, el del Conde de Sergimiruin, el del Vizconde de Oliveira. Su vista corrió una y otra vez por distintos puntos de la ciudad, por los techos del Seminario, y las Ladeiras llenas de verdura, el antiguo colegio de los Jesuítas, el Elevador hidráulico, la Alfándega, y estuvo un rato apreciando la reverberación del sol en esas piedras doradas de la Iglesia de Nuestra Señora de la Concepción de la Playa que habían traído cortadas y labradas desde Portugal dos náufragos agradecidos a la Virgen, y, aunque no alcanzaba a verlo, adivinó el hormiguero multicolor que sería ya a esta hora el Mercado de pescados de la playa. Pero, de pronto, algo atrajo su atención y estuvo mirando muy serio, esforzando los ojos, adelantando la cabeza por sobre el bordillo. Luego de un momento, fue de prisa hasta la cómoda donde sabía que Estela guardaba los pequeños prismáticos de carey, que usaba en el teatro.

Volvió al balcón y miró, con un sentimiento creciente de perplejidad y de incomodidad. Sí, las barcas estaban allí, equidistantes de la isla de Itaparica y del redondo fuerte de San Marcelo, y, en efecto, las gentes de las barcas no estaban pescando sino echando flores al mar, derramando pétalos, corolas, ramos sobre el agua, y persignándose, y, aunque no podía oírlo —el pecho le golpeaba con fuerza — estuvo seguro que esas gentes estaban también rezando y acaso cantando.

El León de Natuba oye decir que es el primer día de octubre, cumpleaños del Beatito, que los soldados atacan Canudos por tres lados tratando de franquear las barreras de la Madre Iglesia, la de San Pedro y la del Templo del Buen Jesús, pero es la otra cosa que oye la que queda resonando en su cabezota greñuda: que la cabeza de Pajeú, sin ojos ni lenguas ni orejas, se balancea desde hace unas horas en una estaca plantada en las trincheras de los perros, por la Fazenda Velha. Lo han matado a Pajeú. También habrán matado a todos los que se metieron con él al campamento de los ateos para ayudar a salir de Canudos a los Vilanova y a los forasteros, y también habrán torturado y decapitado a estos últimos. ¿Cuánto falta para que les ocurra lo mismo a él, a la Madre de los Hombres y a todas las beatas que se han arrodillado a rezar por el martirio de Pajeú?

El griterío y la fusilería ensordecen al León de Natuba al abrirse la puertecita del Santuario empujada por Joáo Abade:

— ¡Salgan! ¡Salgan! ¡Váyanse de aquí! —ruge el Comandante de la Calle, urgiéndolos con las dos manos a darse prisa—. ¡Al Templo del Buen Jesús! ¡Corran! Da media vuelta y desaparece en la polvareda que ha entrado con él al Santuario. El León de Natuba no tiene tiempo de asustarse, de pensar, de imaginar. Las palabras de Joáo Abade levantan en peso a las beatas y, algunas chillando, otras persignándose, se precipitan a la salida, empujándolo, apartándolo, arrinconándolo contra la pared. ¿Dónde están sus guantes–sandalias, esas plantillas de cuero crudo sin las cuales no puede avanzar mucho pues las palmas se le llagan? Palmotea a un lado y a otro en la atmósfera ennegrecida de la habitación, sin encontrarlas, y, consciente de que todas se han ido, de que incluso la Madre María Quadrado se ha ido, trota apresuradamente hacia la puerta. Toda su energía, su viva inteligencia están concentradas en la decisión de llegar al Templo del Buen Jesús, como ha ordenado Joáo Abade, y, mientras avanza golpeándose, rasguñándose, por el vericueto de defensas que rodean el Santuario, nota que ya no están allí los hombres de la Guardia Católica, no los vivos en todo caso, porque aquí y allá hay tirados sobre, entre, bajo los costales y cajones de arena seres humanos con cuyas piernas, brazos, cabezas chocan sus manos y pies. Cuando emerge del dédalo de barreras a la explanada y va a cruzarla, ese instinto de defensa que tiene más desarrollado que cualquiera, que desde niño le ha enseñado a detectar el peligro antes

que nadie, mejor que nadie, y, también, a saber instantáneamente elegir entre varios peligros, lo hace contenerse, agazaparse entre una pila de barriles con agujeros por los que llueve arena. No llegaría nunca al Templo en construcción: sería arrollado, pisoteado, triturado por la muchedumbre que corre hacia allí, desbocada, frenética, y —los ojos grandes, vivos, penetrantes, del escriba lo saben a la primera ojeada — aun si llegara hasta esa puerta jamás conseguiría abrirse paso en ese enjambre de cuerpos que rebotan, se aplastan y se escurren en el cuello de botella que es la entrada del único refugio sólido, de paredes de piedra, que queda en Belo Monte. Mejor permanecer aquí, esperar la muerte aquí, en vez de ir a buscarla en ese apachurramiento para el que su esqueleto precario no está preparado, ese apachurramiento que es lo que más ha temido desde que está mezclado a la vida gregaria, colectiva, procesional, ceremoniosa de Canudos. Está pensando: «No te culpo por haberme abandonado, Madre de los Hombres. Tienes derecho a luchar por tu vida, a tratar de durar un día más, una hora más». Pero hay un gran dolor en su corazón: este instante no sería tan duro y amargo si ella, o cualquiera de las beatas, estuviera aquí.

Encogido entre barriles y costales, espiando a un lado y a otro, se va haciendo una idea de lo que ocurre en el cuadrilátero de las Iglesias y el Santuario. La barrera que levantaron hace apenas dos días detrás del cementerio, la que protegía a la Iglesia de San Antonio, ha cedido y los perros han entrado, están entrando a las viviendas de Santa Inés, que colinda con la Iglesia. Es de Santa Inés de donde viene la gente que trata de refugiarse en el Templo, viejos, viejas, mujeres con niños de teta en los brazos, en los hombros, apretados contra el pecho. Pero en la ciudad hay mucha gente que todavía resiste. Frente a él, desde las torres y andamios del Templo del Buen Jesús salen continuas ráfagas y el León de Natuba alcanza a ver las chispas con que los yagunzos encienden la pólvora de los mosquetones, los impactos que desportillan piedras, tejas, maderas, de todo lo que lo rodea. Joáo Abade, a la vez que a advertirles que escaparan, vino sin duda a llevarse a los hombres de la Guardia Católica del Santuario y ahora todos ellos estarán peleando en Santa Inés, o levantando otra barrera, cerrando un poco más ese círculo del que hablaba —«y con tanta razón» — el Consejero. ¿Dónde están los soldados, por dónde va a ver llegar a los soldados? ¿Qué hora del día o de la tarde es? La tierra y el humo, cada vez más espesos, le irritan la garganta y los ojos y respira con dificultad, tosiendo.

—¿Y el Consejero, y el Consejero? —oye decir, casi en su oído—. ¿Cierto que subió al cielo, que se lo llevaron los ángeles?

La cara llena de arrugas de la viejecita tumbada en el suelo tiene un solo diente y las légañas le tapan los ojos. No parece herida sino extenuada.

—Subió —asiente el León de Natuba, con una clara percepción de que eso es lo mejor que puede hacer por ella en ese instante—. Se lo llevaron los ángeles. —¿También vendrán a llevarse mi alma, León? —susurra la anciana. El León vuelve a asentir, varias veces. La viejecita le sonríe antes de quedarse quieta y boquiabierta. La fusilería y el chillerío del lado de la caída Iglesia de San Antonio aumentan bruscamente y el León de Natuba tiene la sensación de que una granizada de tiros le roza la cabeza y que muchas balas se incrustan en los costales y barriles del parapeto tras el que se escuda. Permanece aplastado contra la tierra, los ojos cerrados, esperando.

Cuando amengua el ruido, alza la cabeza y espía el amontonamiento de escombros provocado hace dos noches por el derrumbe del campanario de San Antonio. Ahí están los soldados. Le quema el pecho: ahí están, ahí están, moviéndose entre las piedras, disparando al Templo del Buen Jesús, acribillando a la multitud que forcejea en la puerta, y que, en este momento, luego de unos segundos de indecisión, al verlos aparecer y sentirse tiroteada, sale corriendo en estampida a darles el encuentro, las manos alargadas, las caras congestionadas de ira, indignación, deseo de venganza. En segundos, la explanada se convierte en un campo de batalla cuerpo a cuerpo, y en el terral que enturbia todo el León de Natuba ve parejas y grupos forcejeando, rodando, ve sables, bayonetas, facas, machetes, oye rugidos, insultos, Vivas a la República, Mueras a la República, Vivas al Consejero, al Buen Jesús y al Mariscal Floriano. En la turbamulta, además de los viejos y las mujeres, hay ahora yagunzos, gentes de la Guardia Católica

que siguen llegando por un costado de la explanada. Le parece reconocer a Joáo Abade y, más allá, en una figura bruñida que avanza con un pistolón en una mano y un machete en la otra, a Joáo Grande o, tal vez, a Pedráo. Los soldados están también en el techo de la desfondada San Antonio. Ahí están, donde estaban los yagunzos, tiroteando la explanada desde las paredes mochas, ahí están sus quepis, uniformes, correajes. Y al fin comprende qué es lo que hace uno de ellos, suspendido casi en el vacío, sobre el tejado trunco de la fachada. Coloca una bandera. Han izado una bandera de la República sobre Belo Monte.

Está imaginando lo que hubiera sentido, dicho, el Consejero si hubiera visto flamear esa bandera, ahora ya llena de huecos por las salvas de disparos que inmediatamente lanzan contra ella los yagunzos desde los techos, torres y andamios del Templo del Buen Jesús, cuando ve al soldado que lo está apuntando, que le está disparando. No se agazapa, no huye, no se mueve y se le ocurre pensar que es uno de esos pajaritos que la cobra hipnotiza en el árbol antes de tragárselos. El soldado está apuntándole y el León de Natuba sabe que ha disparado por la contracción de su hombro cuando rebota la culata. Pese al terral, al humo, ve los ojitos del hombre que le apunta de nuevo, ese brillo que provoca en ellos tenerlo a su merced, la alegría salvaje de saber que esta vez le acertará. Pero alguien lo arranca de un jalón de donde se halla y lo obliga a saltar, a correr, medio descoyuntado por la mano de hierro que le aprieta el brazo. Es Joáo Grande, semidesnudo, que le grita, señalándole Campo Grande:

—Por allá, por allá, a Niño Jesús, a San Eloy, a San Pedro. Esas barreras aguantan. Escapa, anda allá.

Lo suelta y se pierde en el entrevero de las Iglesias y el Santuario. El León de Natuba, sin la mano que lo tenía suspendido, se desbarata por el suelo. Pero permanece allí sólo un instante, mientras recompone esos huesos que parecen haberse descolocado en la carrera. Es como si el empujón que le ha dado el jefe de la Guardia Católica hubiera activado un secreto motor, pues el León de Natuba echa de nuevo a trotar, por entre los escombros y las basuras de lo que fue Campo Grande, la única que por su anchura y alineación merecía el nombre de calle y que es ahora, como las otras, un campo erupcionado de huecos, derrumbes y cadáveres. No ve nada de eso que deja atrás, que va sorteando, pegado al suelo, no siente las raspaduras, golpes, aguijones de los pedruscos y vidrios, pues todo en él está absorbido en el empeño de llegar adonde le han dicho, el callejón del Niño Jesús, el de San Eloy y San Pedro Mártir, esa viborilla que zigzaguea hasta la Madre Iglesia. Allá estará a salvo, allá, durará, durará. Pero al doblar en la tercera esquina de Campo Grande, por lo que era Niño Jesús y es ahora un túnel atestado, oye ráfagas de fusilería y ve llamaradas rojizas, amarillentas, espirales grisáceas elevándose hacia el cielo. Queda acuclillado contra una carretilla volcada y una valla de estacas que es todo lo que sobrevive de esa vivienda, dudando. ¿Tiene sentido ir al encuentro de esas llamas, de esas balas? ¿No es preferible regresar? Calle arriba, donde se cruzan Niño Jesús y la Madre Iglesia, divisa siluetas, grupos, en un ir y venir sin prisas, parsimonioso. Ahí está, pues, la barrera. Mejor llegar allá, mejor morir donde haya otras personas.

Pero no está tan solo como cree, pues, a medida que trepa la cuesta del Niño Jesús, a brincos, su nombre sale de la tierra, voceado, gritado, a derecha y a izquierda: «¡León! ¡León! ¡Ven aquí! ¡Cúbrete, León! ¡Escóndete, León!». ¿Dónde, dónde? No ve a nadie y sigue avanzando sobre montones de tierra, ruinas, desechos y cadáveres, algunos desventrados, con las vísceras esparcidas y pedazos de carne arrancados por la metralla hace ya muchas horas, acaso días, a juzgar por esa pestilencia que lo rodea y que, junto con la humareda que le sale al encuentro, lo hace lagrimear y lo sofoca. Y, de pronto, ahí están los soldados. Seis, tres de ellos con antorchas que van mojando en una lata que lleva otro y que debe contener kerosene, pues luego de mojarlas las encienden y las avientan a las viviendas, al mismo tiempo que los demás disparan a quemarropa sus fusiles contra esas mismas casas. Está a menos de diez pasos de ellos, en el lugar donde ha quedado paralizado al verlos, y los mira aturdido, medio cegado, cuando estalla el tiroteo en todo su rededor. Se aplasta contra el suelo, pero sin cerrar esos ojos que, fascinados, ven desmoronarse, torcerse, rugir, soltar los fusiles, a los soldados alcanzados por la balacera. ¿De dónde, de dónde? Uno de los ateos rueda cogiéndose la

cara hasta él. Lo ve quedarse quieto con la lengua fuera de la boca. ¿De dónde los han tiroteado, dónde están los yagunzos? Permanece al acecho, atento a los caídos, sus ojos saltando de uno a otro, esperando que uno de los cadáveres se incorpore y venga a rematarlo.

Pero lo que ve es algo pegado a tierra, rampante, rápido, salido como una lombriz de una vivienda y cuando piensa «¡un párvulo!» ya el chiquillo no es uno sino tres, los otros llegados también reptando. Los tres escarban y tironean a los muertos. No los están desnudando, como el León de Natuba cree al principio: les arrebataban las bolas de proyectiles y las cantimploras. Y uno de los «párvulos» se demora todavía en clavarle al soldado más próximo —que él creía cadáver y por lo visto es moribundo — una faca grande como un brazo, con la que lo ve izarse haciendo fuerza.

«León, León». Es otro «párvulo», haciéndole señas de que lo siga. El León de Natuba lo ve perderse por la puerta semiabierta de una de las viviendas, en tanto que los otros se alejan en direcciones contrarias, jalando su botín, y sólo entonces le obedece su cuerpecillo petrificado por el pánico y puede arrastrarse hasta allí. Unas manos enérgicas lo reciben en el umbral. Se siente alzado, pasado a otras manos, bajado, y oye a una mujer: «Pásenle la cantimplora». Se la ponen en las manos sangrantes, y se la lleva a la boca. Bebe un largo trago, cerrando los ojos, agradecido, conmovido por esa sensación de milagro que es el líquido humedeciendo esas entrañas que parecen brasas. Mientras responde a las seis o siete personas armadas que están en el pozo abierto en el interior de la vivienda —caras tiznadas, sudorosas, algunas vendadas, irreconocibles — y les cuenta, jadeando, lo que ha podido ver en la explanada de las Iglesias y mientras venía hacia aquí, se da cuenta que el pozo es un túnel. Entre sus piernas se materializa un «párvulo», diciendo: «Más perros con fuego, Salustiano». Quienes lo estaban escuchando se agitan, lo hacen a un lado, y en ese momento se da cuenta que dos de ellos son mujeres. También tienen fusiles, también apuntan con un ojo cerrado hacia la calle. A través de las estacas, como una imagen recurrente, el León de Natuba ve perfilarse otra vez siluetas de soldados con antorchas encendidas que arrojan a las casas. «¡Fuego!», grita un yagunzo y la habitación se llena de humo. El León oye la explosión, oye otras explosiones próximas. Cuando se despeja un poco de humo, dos «párvulos» saltan del pozo y reptan a la calle en busca de las municiones y cantimploras. —Los dejamos acercarse y los fusilamos, así no escapan —dice uno de los yagunzos, mientras limpia su fusil.

—Prendieron tu casa, Salustiano —dice una mujer. —Y la de Joáo Abade —añade éste.

Son las del frente; se han inflamado juntas y, bajo el crujido de las llamas, se percibe agitación, voces, gritos que llegan hasta ellos con gruesas bocanadas de humo que apenas dejan respirar.

—Quieren achicharrarnos, León —dice tranquilamente otro de los yagungos del pozo—. Todos los masones entran con antorchas.

El humo es tan denso que el León de Natuba comienza a toser, a la vez que esa mente activa, creativa, funcionante, recuerda algo que el Consejero dijo alguna vez, que él escribió y que debe de estar también carbonizándose en los cuadernos del Santuario: «Habrá tres fuegos. Los tres primeros los apagaré y el cuarto se lo ofreceré al Buen Jesús». Dice fuerte, ahogándose: «¿Es éste el cuarto fuego, es éste el último fuego?». Alguien pregunta, con timidez: «¿Y el Consejero, León?». Lo está esperando, desde que entró a la vivienda sabía que alguno se atrevería a preguntárselo. Ve, entre las lenguas humosas, siete, ocho caras graves y esperanzadas. —Subió —tose el León de Natuba—. Se lo llevaron los ángeles.

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