Tiene ya el fusil en el hombro y está midiendo al jinete viejo que debe ser el jefe, cuando estalla un disparo, otro y varias ráfagas. Mientras observa el desorden en la rampa, los protestantes que se atropellan, y, a su vez, dispara, Pajeú se dice que tendrá que averiguar quién desencadenó el tiroteo antes de que él diera el primer disparo. Vacía su cacerina, despacio, apuntando, pensando que por culpa del que disparó los perros han tenido tiempo de retroceder y refugiarse en la cumbre.
El fuego cesa una vez que la rampa queda vacía. En la cima se vislumbran gorras rojiazules, brillo de bayonetas. Los soldados, parapetados tras las rocas, tratan de localizarlos. Oye ruidos de armas, de hombres, de animales, a veces injurias. De repente, irrumpe por la rampa un pelotón, encabezado por un oficial que apunta con el sable a la caatinga. Pajeú ve cómo taconea con ferocidad en su bayo nervioso, piafante. Ninguno de los jinetes rueda en la rampa, todos llegan al pie de la vertiente pese a la lluvia de balas. Pero todos caen, acribillados, apenas invaden la caatinga. El oficial del sable, alcanzado por varios tiros, ruge: «¡Muestren las caras, cobardes!». «¿Mostrarles las caras para que nos maten?», piensa Pajeú. «¿Eso es lo que los ateos llaman hombría?» Extraña manera de pensar; el diablo no sólo es malvado, sino estúpido. Está cargando su fusil, recalentado por el fuego. La rampa se llena de soldados, otros se descuelgan por el roquerío. A la vez que apunta, siempre con calma, Pajeú calcula que son lo menos cien, acaso ciento cincuenta.
Ve, por el rabillo del ojo, que un yagunzo lucha cuerpo a cuerpo con un soldado y se pregunta cómo ha llegado éste hasta aquí. Se pone la faca entre los dientes; es su costumbre, desde los tiempos del cangaco. La cicatriz se hace presente y oye, muy cerca, muy nítidos, gritos de «¡Viva la república!» «¡Viva el Mariscal Floriano!» «¡Muera Inglaterra!». Los yagunzos responden: «¡Muera el Anticristo!» «¡Viva el Consejero!» «¡Viva Belo Monte!».
«No podemos quedarnos aquí, Pajeú», le dice Táramela. Por la rampa baja ahora una compacta masa de soldados, carros de bueyes, un cañón, jinetes, protegidos por dos compañías que cargan contra la caatinga. Se abalanzan disparando y hunden las
bayonetas en los matorrales con la esperanza de ensartar al enemigo invisible. «O nos vamos ahora o no nos vamos más, Pajeú», repite Táramela, pero su voz no está asustada. Él quiere tener la seguridad de que los soldados toman realmente el rumbo de Pitombas. Sí, no hay duda, el flujo de uniformes enfila sin vacilar al Norte; nadie, fuera de los que rastrillan el matorral, tuerce hacia el Oeste. Todavía dispara las últimas balas antes de sacarse la faca de la boca y soplar el pito de madera con todas sus fuerzas. Instantáneamente aquí y allá surgen los yagunzos, agazapados, gateando, corriendo, alejándose de espaldas, saltando de refugio en refugio, desalados, algunos escabulléndose entre los pies de los soldados. «No hemos perdido a nadie», piensa, admirado. Vuelve a soplar el pito y, seguido por Táramela, inicia también la retirada. ¿Ha demorado mucho? No corre en línea recta sino trazando un garabato de curvas, idas, vueltas, para dificultar la puntería del enemigo; vislumbra, a derecha y a izquierda, soldados que se llevan sus armas a la cara o corren persiguiendo a los yagunzos con la bayoneta adelantada. Mientras se interna en la caatinga, a toda la velocidad de sus piernas, piensa de nuevo en la mujer, en los dos que se mataron por ella: ¿será una de esas que traen desgracias?
Se siente agotado, el corazón a punto de estallar. Táramela también jadea. Es bueno que esté ahí ese compañero leal, amigo de tantos años, con el que no ha tenido jamás un cambio de palabras. Y en eso le salen al frente cuatro uniformes, cuatro rifles. «Tírate, tírate», grita. Se arroja al suelo y rueda, sintiendo que por lo menos dos disparan. Cuando alcanza a agazaparse ya tiene su fusil apuntando a los soldados que vienen hacia él. El Mánnlicher se ha encasquillado: el gatillo golpea sin provocar explosión. Oye un tiro y uno de los protestantes cae, agarrándose el vientre. «Sí, Táramela, eres mi suerte», piensa, a la vez que, utilizando el fusil como garrote, se lanza sobre los tres soldados a quienes ver a su compañero herido desconcierta unos segundos. Golpea y hace trastabillar a uno de ellos pero los otros se le echan encima. Siente un ardor, una punzada. Súbitamente la cara de uno de los soldados revienta en sangre y lo oye rugir. Táramela está ahí, después de irrumpir como un bólido. El enemigo que le toca no es adversario para Pajeú: muy joven, transpira y el uniforme en que está embutido apenas lo deja moverse. Forcejea hasta que Pajeú le arrebata el fusil y, entonces, corre. Táramela y el otro están en el suelo, resollando. Pajeú se les acerca y de un impulso hunde la faca hasta el mango en el cuello del soldado, el que gargariza, tiembla y queda inmóvil. Táramela tiene unos cuantos moretones y Pajeú sangra del hombro. Táramela le frota emplasto de huevo y lo venda, con la camisa de uno de los muertos. «Eres mi suerte, Táramela», dice Pajeú. «Soy», asiente éste. No pueden correr ahora, pues, además de los suyos, cada uno lleva un fusil de los soldados y su morral. Poco después oyen un tiroteo. Empieza ralo pero pronto cobra intensidad. La vanguardia ya está en Pitombas, recibiendo las balas de Felicio. Imagina la rabia que deben sentir al encontrarse, colgando de los árboles, los uniformes, las botas, las gorras, los correajes del Cortapescuezos, de darse con los restos comidos por los urubús. Durante casi toda su marcha hacia Pitombas, sigue el tiroteo y Táramela comenta: «Quién como ellos, les sobran balas, pueden disparar por disparar». Los tiros cesan de pronto. Felicio debe haber emprendido la retirada, sirviendo de señuelo a la Columna por el camino de las Umburanas, donde el viejo Macambira y Mané Quadrado la recibirán con otra lluvia de fuego.
Cuando Pajeú y Táramela —deben descansar un rato, pues el sobrepeso de los fusiles y morrales los fatiga el doble — llegan a la caatinga de Pitombas, todavía hay allí yagunzos diseminados. Disparan esporádicamente a la Columna que, sin prestarles atención, continúa discurriendo, entre una polvareda amarilla, hacia esa profunda depresión, antaño cauce de río, que los sertañeros llaman camino de las Umburanas. —No te debe doler mucho, cuando te ríes, Pajeú —dice Táramela. Pajeú está soplando el pito de madera, para hacer saber a los yagunzos que ya está allí, y piensa que tiene derecho a sonreír. ¿No están los perros hundiéndose por la quebrada, batallón tras batallón, camino de las Umburanas? ¿No los lleva ese camino, indefectiblemente, hacia la Favela?
Él y Táramela están en una explanada boscosa que cuelga sobre las barrancas peladas; no necesitan ocultarse, pues, además del ángulo muerto, los protegen los rayos del sol
que ciegan a los soldados si miran en esta dirección. Ven cómo la Columna, allí abajo, va azulando, enrojeciendo la tierra grisácea. Escuchan siempre tiros esporádicos. Los yagunzos llegan reptando, emergen de cuevas, se descuelgan de palenques disimulados en los árboles.
Se apiñan en torno a Pajeú, al que alguien pasa un zurrón con leche, que él toma a sorbitos y que le deja un hilo blanco en las comisuras. Nadie le pregunta por su herida y, más bien, evitan mirársela, como si fuera algo impúdico. Pajeú va comiendo un puñado de frutas que ponen en sus manos: quixabas, trozos de umbú, mangabas. A la vez, escucha el informe entrecortado de dos hombres que Felicio dejó allí, mientras él iba a reforzar a Joaquim Macambira y a Mané Quadrado en las Umburanas. Los perros tardaron en reaccionar al ser tiroteados desde la explanada, porque les parecía arriesgado trepar el declive y ponerse en la mira de los tiradores o porque adivinaban que éstos eran grupos insignificantes. Sin embargo, cuando Felicio y sus hombres se adelantaron hasta la orilla del barranco y los ateos vieron que comenzaban a tener bajas, mandaron varias compañías a cazarlos. Así habían estado, ellos tratando de subir y los yagunzos aguantándolos, hasta que, por fin, los soldados se les colaron por uno y otro sitio y ellos los vieron desaparecer entre las matas. Felicio partió poco después. —Hasta hace un rato —dice uno de los mensajeros—, todo esto hervía de soldados. Táramela, que ha estado contando a la gente, le informa a Pajeú que hay treinta y cinco. ¿Esperarán a los otros?
—No hay tiempo —responde Pajeú—. Nos necesitan.
Deja un mensajero, para orientar a los demás, reparte los rifles y morrales que han traído y parte por el filo de las barrancas a encontrarse con Mané Quadrado, Felicio y Macambira. El reposo le ha hecho bien, y haber bebido y comido. Ya no le duelen los músculos; la herida le arde menos. Va de prisa, sin ocultarse, por la vereda quebradiza que los obliga a hacer eses. Sigue, a sus pies, la progresión de la Columna. La cabeza está ya lejos, tal vez subiendo la Favela, pues ni siquiera en las perspectivas sin obstáculos la divisa. El río de soldados, caballos, cañones, carromatos, no tiene fin. «Es un crótalo», piensa Pajeú. Cada batallón son los anillos, los uniformes las escamas, la pólvora de sus cañones el veneno con que emponzoña a sus víctimas. Le gustaría poder contarle a la mujer lo que le ha ocurrido.
Entonces, oye disparos. Todo ha salido como Joáo Abade planeó. Ahí están ya fusilando a la serpiente desde las rocas de las Umburanas, dándole el último empujón hacia la Favela. Al contornear una loma, ven subiendo a un pelotón de jinetes. Comienza a disparar, a los animales, para hacerlos rodar por el barranco. Qué buenos caballos, cómo escalan la pendiente tan parada. La salva de fusilería derriba a dos pero varios alcanzan la cumbre. Pajeú da orden de escapar, sabiendo, mientras corre, que los hombres deben sentirse resentidos pues los ha privado de una victoria fácil.
Cuando llegan por fin a las quebradas en las que se despliegan los yagunzos, Pajeú se da cuenta que sus compañeros están en una situación difícil. El viejo Macambira, a quien localiza después de un buen rato, le explica que los soldados bombardean las cumbres, provocando derrumbes, y que les envía compañías frescas cada cuerpo que pasa. «Hemos perdido bastantes», dice el viejo, mientras baquetea su fusil con energía y lo carga, cuidadosamente, con pólvora que extrae de un cuerno. «Lo menos veinte, gruñe. No sé si aguantaremos la próxima carga. ¿Qué hacemos?»
Desde donde está, Pajeú ve, próximo, el haz de lomas que componen la Favela y, más adelante, el Monte Mario. Esos cerros, grises y ocres, se han vuelto azulosos, rojizos, verdosos, y se mueven como infestados de larvas.
—Hace tres o cuatro horas que suben —dice el viejo Macambira—. Han subido hasta los cañones. Y también la Matadeira.
—Entonces, hicimos lo que teníamos que hacer —dijo Pajeú—. Entonces, vamonos todos a reforzar el Riacho.
Cuando las Sardelinhas le preguntaron si quería ir con ellas a cocinar a los hombres que esperaban a los soldados en Trabubú y Cocorobó, Jurema dijo que sí. Lo dijo
mecánicamente, como decía y hacía las cosas. El Enano se lo reprochó y el miope lanzó ese ruido entre gemido y gárgara que emitía cada vez que algo lo asustaba. Llevaban ya más de dos meses en Canudos y no se separaban nunca.
Creyó que el Enano y el miope permanecerían en la ciudad, pero, cuando estuvo listo el convoy de cuatro acémilas, veinte cargadores y una docena de mujeres, ambos se pusieron junto a ella. Tomaron la ruta de Geremoabo. Nadie se incomodó ¿con la presencia de esos dos intrusos que no tenían armas ni picos y palas para hacer trincheras. Al pasar por los corrales, reconstruidos y con cabras y chivos otra vez, todos se pusieron a cantar himnos que, decían, había compuesto el Beatito. Ella iba callada, sintiendo, a través de las sandalias, los pedruscos del camino. El Enano cantaba como los demás. El miope, concentrado en la operación de ver qué pisaba, tenía una mano en el ojo derecho sosteniendo la montura de carey a la que había colado varios pedacitos de sus anteojos rotos. Ese hombre que parecía con más huesos que los otros, de andar desbarajustado, con ese artefacto de añicos de vidrio, que se acercaba a las cosas y a las personas como si fuera a toparlas, hacía olvidarse a ratos a Jurema de su mala estrella. En esas semanas en que había sido, para él, ojos, bastón y consuelo, había pensado que era como su hijo. Pensar «es mi hijo» de ese grandullón era su juego secreto, un pensamiento que la hacía reír. Dios la había hecho conocer gentes extrañas, que ni sospechaba que existieran, como Galileo Gall, los cirqueros o este ser descalabrado que acababa de dar un traspiés.
Cada cierto trecho encontraban en los montes grupos armados de la Guardia Católica; se detenían a repartirles farinha, frutas, rapadura, charqui y municiones. A ratos aparecían mensajeros que frenaban su carrera para hablar con Antonio Vilanova. Su paso levantaba un cuchicheo. El tema era el mismo: la guerra, los perros que venían. Había acabado por comprender que eran dos Ejércitos, acercándose uno por Queimadas y Monte Santo y otro por Sergipe y Geremoabo. Centenares de yagunzos habían partido en esas dos direcciones en los días pasados y cada tarde, durante los consejos, a los que Jurema asistía puntualmente, el Consejero exhortaba a rezar por ellos. Había visto la zozobra que provocaba la cercanía de una nueva guerra. A ella se le ocurrió sólo que, gracias a esa guerra, había partido y tardaría en volver el caboclo maduro y fortachón de la cicatriz cuyos ojitos la asustaban.
El convoy llegó a Trabubú al anochecer. Dieron de comer a los yagunzos atrincherados en las rocas y tres mujeres se quedaron con ellos. Luego Antonio Vilanova ordenó continuar rumbo a Cocorobó. Hicieron el último tramo a oscuras. Jurema le dio la mano al miope. Pese a su ayuda, resbaló tantas veces que Antonio Vilanova lo hizo montar en una acémila, sobre las bolsas de maíz. Al entrar al desfiladero de Cocorobó vino a su encuentro Pedráo. Era un hombre agigantado, casi tanto como Joáo Grande, mulato claro y ya viejo, con un clavinote antiguo que no se quitaba del hombro ni para dormir. Andaba descalzo, con un pantalón al tobillo y un chaleco que dejaba al aire sus brazos fornidos. Tenía un vientre esférico que se rascaba al hablar. Jurema sentía aprensión al verlo, por las historias que circulaban sobre su vida en Varzea de Ema, donde había hecho grandes fechorías con esos acompañantes de caras de forajidos que jamás se apartaban de él. Sentía que estar cerca de gentes como Pedráo, Joáo Abade o Pajeú, por más que ahora fueran santos, era inseguro, como vivir con una onza, una cobra y una tarántula que, por un oscuro instinto, podían en cualquier momento dar el zarpazo, morder o picar.
Ahora, Pedráo parecía inofensivo, disuelto en las sombras en las que conversaba con Antonio y con Honorio Vilanova, quien había emergido fantasmalmente de detrás de las rocas. Numerosas siluetas llegaron con él, descolgándose de las breñas para desembarazar a los cargadores de los bultos que traían a las espaldas. Jurema ayudaba a encender los braseros. Los hombres abrían cajas de municiones, bolsas con pólvora, repartían mechas. Ella y las demás mujeres empezaron a cocinar. Los yagunzos estaban tan hambrientos que apenas podían esperar que hirvieran las marmitas. Se aglomeraban en torno a Asunción Sardelinha, que les iba llenando de agua los cazos y latas, en tanto que otras les repartían puñados de mandioca; como cundió cierto desorden, Pedráo les ordenó calmarse.
Trabajó toda la noche, reponiendo una y otra vez las ollas, friendo trozos de carne,
recalentando el fréjol. Los racimos de hombres parecían el mismo hombre multiplicado. Venían de diez en diez, de quince en quince, y cuando alguno reconocía entre las cocineras a su mujer, la cogía del brazo y se apartaba para conversar. ¿Por qué no se le había pasado nunca a Rufino por la cabeza, como a tantos sertaneros, venirse a Canudos? Si lo hubieran hecho, todavía estaría vivo.
Se escuchó un trueno. Pero el aire estaba seco, no podía ser anuncio de lluvia. Comprendió que era un cañón lo que retumbaba; Pedráo y los Vilanova hicieron apagar las fogatas y a los que estaban comiendo los mandaron regresar a las alturas. Sin embargo, una vez que se hubieron ido, ellos siguieron allí, conversando. Pedráo dijo que los soldados estaban en las afueras de Canche; tardarían en llegar. No viajaban de noche, los había seguido desde Simáo Dias y conocía sus costumbres. Apenas oscurecía, instalaban barracas y centinelas, hasta el día siguiente. En la madrugada, antes de partir, disparaban al aire: eso debía ser el cañonazo, estarían dejando Canche. —¿Son muchos? —lo interrumpió, desde el suelo, una voz que parecía ulular de pájaro—. ¿Cuántos son?
Jurema lo vio incorporarse, perfilarse entre ella y los hombres, larguirucho y quebradizo, tratando de mirar con el anteojo de añicos. Los Vilanova y Pedráo se echaron a reír, igual que las mujeres que estaban guardando los cacharros y las sobras de comida. Ella contuvo la risa. Sintió pena por el miope. ¿Había alguien más desvalido y acobardado que su hijo? Todo lo asustaba; las personas que lo rozaban, los tullidos, locos y leprosos que pedían caridad, la rata que cruzaba el almacén: todo le provocaba el gritito, le desencajaba la cara, lo hacía buscar su mano.
—No los he contado —se carcajeó Pedro—. ¿Para qué, si los vamos a matar a todos? Hubo otra onda de risas. En lo alto, comenzaba a aclarar. —Es mejor que las mujeres salgan de aquí —dijo Honorio Vilanova. Como su hermano, además de fusil, llevaba pistola y botas. Los Vilanova, por su manera de vestirse, de hablar y hasta por su físico, le parecían a Jurema muy diferentes del resto de Canudos. Pero nadie los trataba como si fueran distintos.
Pedráo, olvidándose del miope, indicó a las mujeres que lo siguieran. La mitad de los cargadores se habían trepado al monte, pero el resto estaba allí, con los bultos a cuestas. Un arco rojo se levantaba detrás de los cerros de Cocorobó. El miope siguió en el sitio, moviendo la cabeza, cuando el convoy se puso en marcha para instalarse en las rocas, detrás de los combatientes. Jurema le cogió la mano: estaba empapada. Sus ojos vidriosos y oscilantes la miraron con gratitud. «Vamos —dijo ella, arrastrándolo—. Nos están dejando atrás.» Tuvieron que despertar al Enano, que dormía a pierna suelta. Cuando llegaron a un altozano abrigado, cerca de las cumbres, las avanzadas del Ejército entraban al desfiladero y había comenzado la guerra. Los Vilanova y Pedráo desaparecieron y allí quedaron, entre rocas erosionadas, las mujeres, el miope y el Enano, escuchando los disparos. Eran lejanos, dispersos. Jurema los oía a izquierda y derecha y pensó que el viento debía llevarse el estruendo pues llegaban muy amortiguados. No veía nada: una pared de piedras mohosas les ocultaba a los tiradores. Esa guerra, a pesar de estar tan cerca, parecía lejanísima. «¿Son muchos?», balbuceó el miope. Seguía aferrado a su mano. Le respondió que no sabía y fue a ayudar a las Sardelinhas a descargar las acémilas y disponer las tinajas con agua, las ollas con comida, las tiras y trapos para hacer vendados y los emplastos y remedios que el boticario había metido en una caja. Vio que el Enano trepaba hacia la cumbre. El miope se sentó en el suelo y se tapó la cara, como llorando. Pero cuando una de las mujeres le gritó que recogiera ramas para hacer una techumbre, se incorporó de prisa y Jurema lo vio afanarse, palpando el lugar en busca de tallos, hojas, yerbas, que venía a alcanzarles tropezando. Era tan cómica esa figurilla que iba y venía, levantándose y cayendo y mirando la tierra con su anteojo estrambótico, que las mujeres acabaron por burlarse, señalándolo. El Enano desapareció en el pedrerío.
De pronto, los disparos se acrecentaron y acercaron. Las mujeres quedaron inmóviles, escuchando. Jurema vio que la crepitación, las ráfagas continuas, las ponían muy serias: habían olvidado al miope y se acordaban de sus maridos, padres, hijos, que, en la vertiente opuesta, eran blanco de ese fuego. Se le dibujó la cara de Rufino y se mordió los labios. El tiroteo la aturdía pero no le daba miedo. Sentía que aquella guerra no la
concernía y que, por eso, las balas la respetarían. Sintió una modorra tan fuerte que se encogió contra las rocas, al lado de las Sardelinhas. Durmió sin dormir, con un sueño lúcido, consciente del tiroteo que sacudía los montes de Cocorobó, soñando una y otra vez con otros tiros, los de esa mañana de Queimadas, aquel amanecer en que estuvo a punto de ser muerta por los capangas y en que el forastero de hablar raro la violó. Soñaba que, como sabía lo que iba a pasar, le rogaba que no lo hiciera pues eso sería su ruina y la de Rufino y la del propio forastero, pero éste, que no entendía su idioma, no le hacía caso.
Cuando despertó, el miope, a sus pies, la miraba como el idiota del circo. Dos yagunzos bebían de una de las tinajas, rodeados por las mujeres. Se incorporó y fue a averiguar qué ocurría. El Enano no había vuelto y la fusilería era ensordecedora. Venían a llevarse municiones; apenas podían hablar, de la tensión y la fatiga: el desfiladero estaba sembrado de ateos, caían como moscas todas las veces que se lanzaban al asalto del monte. Una y otra vez les habían rechazado sus cargas, sin permitirles llegar ni a media ladera. El que hablaba, un hombrecito de barba rala, salpicada de puntos blancos, encogió los hombros: sólo que eran tantos que nada los hacía retroceder. A ellos, en cambio, comenzaba a agotárseles la munición. —¿Y si toman las laderas? —oyó Jurema balbucear al miope.
—En Trabubú no podrán pararlos —carraspeó el otro yagunzo—. Allá ya casi no queda gente, todos se vinieron a ayudarnos.
Como si eso les hubiera recordado la necesidad de partir, los yagunzos murmuraron «Alabado sea el Buen Jesús» y Jurema los vio escalar las rocas y esfumarse. Las Sardelinhas dijeron que había que recalentar la comida, pues en cualquier momento aparecerían más yagunzos. Mientras las ayudaba, Jurema sentía al miope, pegado a sus faldas, temblando. Adivinó su terror, su pánico de que súbitamente hombres uniformados empezaran a descolgarse de las rocas, baleando y ensartando lo que se les ponía delante. Además de fusilería, estallaban cañonazos cuyos impactos eran seguidos por piedras que rodaban con ruido de terremoto. Jurema recordó la indecisión de su pobre hijo todas estas semanas, sin saber qué hacer con su vida, si quedarse o escaparse. Quería partir, era lo que ansiaba, y, en las noches, cuando, tumbados en el suelo del almacén, oían roncar a la familia Vilanova, se los decía, trémulo: quería salir, escaparse a Salvador, a Cumbe, a Monte Santo, a Geremoabo, donde pudiese pedir ayuda, hacer saber a la gente amiga que vivía. ¿Pero cómo irse si se lo habían prohibido? ¿Adonde podía llegar solo y medio ciego? Lo alcanzarían y matarían. Algunas veces intentaba convencerla a ella, en esos susurrantes diálogos nocturnos, que lo guiara hasta cualquier aldea donde pudiera contratar pisteros. Le ofrecía todas las recompensas del mundo si lo ayudaba, pero un instante después, se rectificaba y decía que era locura querer escapar pues los encontrarían y matarían. Antes temblaba por los yagunzos, ahora temblaba por los soldados. «Pobre mi hijo», pensó. Se sentía triste y desanimada. ¿La matarían los soldados? No le importaba. ¿Sería cierto que al morir cada hombre o mujer de Belo Monte vendrían ángeles a llevarse sus almas? En todo caso, la muerte sería descanso, sueño sin sueños tristes, algo menos malo que la vida que llevaba desde lo de Queimadas.
Todas las mujeres se enderezaron. Siguió con la vista lo que miraban: de las cumbres venían saltando diez o doce yagunzos. El cañoneo era tan fuerte que a Jurema le parecía que reventaba dentro de su cabeza. Igual que las otras corrió hacia ellos y entendió que querían municiones: no había con qué pelear, los hombres estaban rabiosos. Cuando las Sardelinhas replicaron «qué municiones», pues la última caja se la habían llevado dos yagunzos hacía rato, se miraron entre ellos y uno escupió y pisoteó con cólera. Les ofrecieron de comer, pero ellos sólo bebieron, pasándose un cucharón de mano en mano: terminaban y corrían cerro arriba. Las mujeres los miraban beber, partir, sudorosos, el ceño fruncido, las venas salientes, los ojos inyectados, sin preguntarles nada. El último se dirigió a las Sardelinhas:
—Regresen a Belo Monte, mejor. No aguantaremos mucho. Son demasiados, no hay balas.
Luego de un instante de duda, las mujeres, en vez de ir hacia las acémilas, se precipitaron también cerro arriba. Jurema quedó confusa. No iban a la guerra por locas,
allí estaban sus hombres, querían saber si aún vivían. Sin pensar más corrió tras ellas, gritando al miope —petrificado y boquiabierto — que la esperara.
Trepando el cerro se arañó las manos y dos veces resbaló. La subida era empinada; su corazón se resentía y le faltaba la respiración. Arriba, vio nubarrones ocres, plomizos, anaranjados, el viento los hacía, deshacía y rehacía, y sus oídos, además de tiros, espaciados, próximos, oían voces ininteligibles. Descendió por un declive sin piedras, gateando, tratando de ver. Encontró dos pedrones recostados uno en el otro y escudriñó los velos de polvo. Poco a poco fue viendo, intuyendo, adivinando. Los yagunzos no estaban lejos pero era difícil reconocerlos, pues se confundían con la ladera. Fue ubicándolos, ovillados detrás de lajas o matas de cactos, hundidos en huecos, con sólo la cabeza afuera. En los cerros opuestos, cuyas moles alcanzaba a distinguir en el terral, habría también muchos yagunzos, esparcidos, sumidos, disparando. Tuvo la impresión de que se iba a quedar sorda, que estos estampidos era lo último que oiría. Y en eso se dio cuenta que esa tierra oscura, como boscaje, en que se convertía el barranco cincuenta metros más abajo, eran los soldados. Sí, ellos: una mancha que ascendía y se acercaba, en la que había brillos, destellos, reflejos, estrellitas rojas que debían ser disparos, bayonetas, espadas, y entrevió caras que aparecían y desaparecían. Miró a ambos lados y hacia la derecha la mancha estaba ya a su altura. Sintió algo en el estómago, tuvo una arcada y se vomitó encima del brazo. Estaba sola en medio del cerro y esa creciente de uniformes muy pronto la sumergiría. Irreflexivamente se dejó resbalar, sentada, hasta el nido de yagunzos más próximo: tres sombreros, dos de cuero y uno de paja, en una oquedad. «No disparen, no disparen», gritó, mientras rodaba. Pero ninguno se volvió a mirarla cuando saltó en el hueco protegido por un parapeto de piedras. Entonces vio que de los tres dos estaban muertos. Uno había recibido una explosión que convirtió su cara en una masa bermeja. Estaba abrazado por el otro que tenía los ojos y la boca llenos de moscas. Se sostenían, como los pedrones en que había estado oculta. El yagunzo vivo la miró de soslayo, después de un momento. Apuntaba con un ojo cerrado, calculando antes de disparar, y a cada disparo el fusil le golpeaba el hombro. Sin dejar de apuntar, movió los labios. Jurema no entendió lo que le estaba diciendo. Gateó hacia él, en vano. En sus oídos había un zumbido y era lo único que podía oír. El yagunzo señaló algo y por fin entendió que quería la bolsa que estaba junto al cadáver sin cara. Se la alcanzó y vio al yagunzo, sentado con las piernas cruzadas, limpiar su fusil y cargarlo, tranquilo, como si dispusiera de todo el tiempo. —Los soldados ya están aquí —gritó Jurema—. Dios mío, ¿qué va a pasar, qué va a pasar?
Él se encogió de hombros y se acomodó de nuevo en el parapeto. ¿Debía salir de esa trinchera, volver al otro lado, huir a Canudos? Su cuerpo no le obedecía, sus piernas se habían vuelto de trapo, si se ponía de pie se derrumbaría. ¿Por qué no aparecían con sus bayonetas, por qué tardaban si los había visto tan cerca? El yagunzo movía la boca pero ella escuchaba sólo ese zumbido confuso y ahora, también, ruidos metálicos: ¿cornetas? —No oigo nada, no oigo nada —gritó, con todas sus fuerzas—. Estoy sorda. El yagunzo asintió y le hizo una seña, como indicando que alguien se iba. Era joven, de cabellos largos y crespos que se chorreaban bajo las alas del sombrero, de piel algo verdosa. Tenía el brazalete de la Guardia Católica. «¿Qué?», rugió Jurema. Él le hizo señas de que mirara por el parapeto. Empujando a los cadáveres, asomó la cara a una de las aberturas entre las piedras. Los soldados estaban ahora más abajo, eran ellos los que se iban. «¿Por qué se van si han ganado?», pensó, viendo cómo se los tragaban los remolinos de tierra. ¿Por qué se iban en vez de subir a rematar a los sobrevivientes?
Cuando el Sargento Fructuoso Medrado —Primera Compañía, Decimosegundo Batallón — oye la corneta ordenando la retirada, cree loquearse. Su grupo de cazadores está a la cabeza de la Compañía y ésta a la cabeza del Batallón en la carga a la bayoneta, la quinta del día, a las laderas occidentales de Cocorobó. Que esta vez, cuando han ocupado las tres cuartas partes de la pendiente, sacando a bayoneta y sable a los ingleses de los escondrijos desde donde raleaban a los patriotas, les ordenen retroceder,
es algo que, simplemente, no le cabe en la cabeza al Sargento Fructuoso, a pesar de que la tiene grande. Pero no hay duda: ahora son muchas las cornetas que ordenan marcha atrás. Sus once hombres están agazapados, mirándolo, y en el terral que los envuelve el Sargento Medrado los ve tan sorprendidos como él. ¿Ha perdido el juicio el Comando para privarlos de la victoria cuando sólo quedan las cumbres por limpiar? Los ingleses son pocos y casi no tienen municiones; el Sargento Fructuoso Medrado divisa allá en lo alto a los que han ido escapando de las olas de soldados que rompían sobre ellos y ve que nos disparan: hacen gestos, muestran facas y machetes, tiran piedras. «Todavía no he matado mi inglés», piensa Fructuoso.
—¿Qué espera el primer grupo de cazadores para cumplir la orden? —grita el jefe de la Compañía, el Capitán Almeida, que se materializa a su lado.
— ¡Primer grupo de cazadores! ¡Retirada! —ruge de inmediato el Sargento y sus once hombres se lanzan pendiente abajo.
Pero él no se apura; desciende al mismo paso que el Capitán Almeida. —La orden me tomó de sorpresa, su señoría —murmura, colocándose a la izquierda del oficial—. ¿Quién entiende una retirada a estas alturas?
—Nuestra obligación no es entender sino obedecer —gruñe el Capitán Almeida, que se desliza sobre los talones, utilizando el sable como bastón. Pero, un momento después añade, sin disimular su cólera —: Tampoco lo entiendo. Sólo faltaba rematarlos, era ya un juego.
Fructuoso Medrado piensa que uno de los inconvenientes de esa vida militar que le gusta tanto, es lo misteriosas que pueden ser las decisiones de la autoridad. Ha participado en las cinco cargas contra los cerros de Cocorobó y, sin embargo, no está cansado. Lleva seis horas peleando, desde que, esta madrugada, su Batallón, que iba a la vanguardia de la Columna, se vio de pronto, a la entrada del desfiladero, entre un fuego cruzado de fusilería. En la primera carga, el Sargento iba detrás de la Tercera Compañía y vio cómo los grupos de cazadores del Alférez Sepúlveda eran segados por ráfagas que nadie localizó de dónde venían. En la segunda, la mortandad fue también tan grande que hubo que retroceder. La tercera carga la dieron dos Batallones de la Sexta Brigada, el Veintiséis y el Treinta y dos, pero a la Compañía del Capitán Almeida el Coronel Carlos María de Silva Telles le encargó una maniobra envolvente. No dio resultado, pues al escalar las estribaciones de la espalda descubrieron que se cortaban en cuchillo sobre una quebrada de espinas. Al regreso, el Sargento sintió un ardor en la mano izquierda: una bala acababa de llevarse la punta de su meñique. No le dolía y, en la retaguardia, mientras el médico del Batallón le ponía desinfectante, él hizo bromas para levantarles la moral a los heridos que traían los camilleros. En la cuarta carga fue de voluntario, argumentando que quería vengarse por ese pedazo de dedo y matar un inglés. Habían llegado hasta medio cerro, pero con tanta pérdida que, una vez más, tuvieron que retroceder. Pero en ésta los habían derrotado en toda la línea: ¿por qué retirarse? ¿Tal vez para que la Quinta Brigada los rematara y se llevara toda la gloria el Coronel Donaciano de Araujo Pantoja, subordinado preferido del General Savaget? «A lo mejor», murmura el Capitán Almeida.
Al pie del cerro, donde hay compañías que intentan reconstituirse, empujándose unas a otras, troperos que tratan de uncir los animales de arrastre a cañones, carros y ambulancias, toques de cornetas contradictorios, heridos que chillan, el Sargento Fructuoso Medrado descubre el porqué de la súbita retirada: la Columna que viene de Queimadas y Monte Santo ha caído en una trampa y la Segunda Columna, en vez de invadir Canudos por el Norte, irá a marchas forzadas a sacarla del atolladero. El Sargento, que entró al Ejército a los catorce años e hizo la guerra contra el Paraguay y peleó en las revoluciones que alborotaron el Sur desde la caída de la monarquía, no se inmuta con la idea de partir, por un terreno desconocido, después de haber pasado el día peleando. ¡Y qué pelea! Los bandidos son bravos, se lo reconoce. Aguantaron varias rociadas de cañonazos sin moverse, obligando a los soldados a ir a sacarlos al arma blanca, y enfrentándoseles con ferocidad en el cuerpo a cuerpo: los malparidos pelean como paraguayos. A diferencia de él, que, luego de unos tragos de agua y unas galletas, se siente fresco, sus hombres lucen exhaustos. Son novatos, reclutados en Bagé en los últimos seis meses; éste ha sido su bautismo. Se han portado bien, a ninguno lo ha visto
asustarse. ¿Le tendrán más miedo que a los ingleses? Es un hombre enérgico con sus subordinados, a la primera se las ven con él. En lugar de los castigos reglamentarios — pérdida de salida, calabozo, varazos — el Sargento prefiere los coscorrones, jalones de orejas, puntapiés en el trasero o aventarios a la charca lodosa de los cerdos. Están bien entrenados, lo han probado hoy. Todos se hallan salvos, con excepción del soldado Corintio, quien se golpeó contra unas piedras y cojea. Es flacuchento, camina aplastado por la mochila. Buen tipo, Corintio, tímido, servicial, madrugador, y Fructuoso Medrado tiene con él favoritismos por ser el marido de Florisa. El Sargento siente una comezón y se ríe para sus adentros. «Qué puta eres, Florisa —piensa—. Qué puta para que, estando tan lejos y en una guerra, seas capaz de parármela.» Tiene ganas de reírse a carcajadas con las burradas que se le ocurren. Mira a Corintio, cojeando, jorobado bajo la mochila, y recuerda el día que se presentó con el mayor desparpajo al rancho de la lavandera: «O te acuestas conmigo, Florisa, o Corintio se queda todas las semanas con castigo de rigor, sin derecho a visitas». Florisa resistió un mes; cedió para ver a Corintio, al principio, pero ahora, cree Fructuoso, se sigue acostando con él porque le gusta. Lo hacen en el mismo rancho o en el recodo del río donde ella va a lavar. Es una relación de la que Fructuoso se ufana cuando está borracho. ¿Sospechará algo Corintio? No, no sabe nada. ¿O se hace, pues, qué puede hacer contra un hombre como el Sargento que es, además, su superior?
Oye tiros sobre la derecha así que va en busca del Capitán Almeida. La orden es seguir, salvar a la Primera Columna, impedir que los fanáticos la aniquilen. Esos tiros son maniobras de distracción, los bandidos se han reagrupado en Trabubú y quieren inmovilizarlos. El General Savaget ha destacado a dos Batallones de la Quinta Brigada para responder el reto, en tanto que los otros continúan la marcha acelerada hacia donde se halla el General Osear.
El Capitán Almeida está tan lúgubre que Fructuoso le pregunta si algo va mal. —Muchas bajas —murmura el Capitán—. Más de doscientos heridos, setenta muertos, entre ellos el Comandante Tristáo Sucupira. Hasta el general Savaget está herido. —¿El General Savaget? —dice el Sargento—. Pero si lo acabo de ver a caballo, su señoría.
—Porque es un bravo —responde el Capitán—. Tiene el vientre perforado por una bala. Fructuoso regresa a su grupo de cazadores. Con tantos muertos y heridos han tenido suerte: están intactos, descontando la rodilla de Corintio y un dedo meñique. Se mira el dedo. No le duele pero sangra, la venda se ha teñido de oscuro. El médico que lo curó, el Mayor Nieri, se rió cuando el Sargento quiso saber si le darían de baja por invalidez. «¿Acaso no has visto tantos oficiales y soldados mochos?» Sí, ha visto. Se le erizan los pelos cuando piensa que podrían darle de baja. ¿Qué haría entonces? Para él, que no tiene mujer, ni hijos ni padres el Ejército es todas esas cosas.
A lo largo de la marcha, contorneando los montes que rodean Canudos, los infantes, artilleros y jinetes de la Segunda Columna oyen varias veces disparos, hechos desde las breñas. Alguna Compañía se retrasa para lanzar unas salvas, mientras el resto continúa. Al anochecer, el Decimosegundo Batallón hace alto, por fin. Los trescientos hombres se desembarazan de sus mochilas y fusiles. Están rendidos. Ésta no es como otras noches, como ha sido cada noche desde que salieron de Aracajú y avanzaron hacia aquí por Sao Cristóváo, Lagarto, Itaporanga, Simáo Dias, Geremoabo y Canche. Entonces, al detenerse, los soldados carneaban y salían en procura de agua y leña y la noche se llenaba de guitarras, cantos y charlas. Ahora nadie habla. Hasta el Sargento está cansado.
El reposo no dura mucho para él. El Capitán Almeida convoca a los jefes de grupo para saber cuántos cartuchos conservan y reponer los usados, de modo que todos partan con doscientos cartuchos en la mochila. Les anuncia que la Cuarta Brigada, a la que pertenecen, pasará ahora a la vanguardia y su Batallón a la vanguardia de la vanguardia. La noticia reanima el entusiasmo de Fructuoso Medrado, pero saber que irán de punta de lanza no provoca la menor reacción entre sus hombres, que reanudan la marcha con bostezos y sin comentarios.
El Capitán Almeida ha dicho que harán contacto con la Primera Columna al amanecer, pero, a menos de dos horas, las avanzadas de la Cuarta Brigada divisan la mole oscura
de la Favela, donde, según los mensajeros del General Osear se halla éste cercado por los bandidos. La voz de las cornetas perfora la noche sin brisa, tibia, y poco después oyen, a lo lejos, la respuesta de otras cornetas. Una salva de vítores recorre el Batallón: los compañeros de la Primera Columna están allí. El Sargento Fructuoso ve que sus hombres, también conmovidos, agitan los quepis y gritan «Viva la República», «Viva el Mariscal Floriano».
El Coronel Silva Telles ordena proseguir hacia la Favela. «Va contra la Táctica de las Ordenanzas eso de lanzarse a la boca del lobo, en terreno desconocido», bufa el Capitán Almeida a los Alféreces y Sargentos mientras les da las últimas recomendaciones: «Avanzar como los alacranes, pasito aquí, allá, acá, guardar distancias y evitar sorpresas». Tampoco al Sargento Fructuoso le parece inteligente progresar de noche a sabiendas de que entre la Primera Columna y ellos se interpone el enemigo. Pronto, la cercanía del peligro lo ocupa por entero; a la cabeza de su grupo husmea a derecha y a izquierda la extensión pedregosa.
El tiroteo cae súbito, próximo, fulminante, y borra las cornetas de la Fávela que los guían. «Al suelo, al suelo», ruge el Sargento, aplastándose contra los pedruscos. Aguza el oído: ¿los tirotean de la derecha? Sí, de la derecha. «Están a su derecha», ruge. «Quémenlos, muchachos.» Y mientras dispara, apoyado en el codo izquierdo, piensa que gracias a estos bandidos ingleses está viendo cosas extrañas, como retirarse de una pelea ya ganada y fajarse a oscuras confiando que Dios orientará las balas contra los invasores. ¿No irán éstas a incrustarse en otros soldados, más bien? Se acuerda de algunas máximas de la instrucción: «La bala desperdiciada debilita al que la desperdicia, sólo se dispara cuando se ve contra qué». Sus hombres deben estarse riendo. A ratos, entre los disparos, hay maldiciones, gemidos. Por fin viene la orden de cesar el fuego; otra vez suenan las cornetas de la Favela, llamándolos. El Capitán Almeida mantiene un rato a la Compañía en el suelo, hasta estar seguro que los bandidos han sido repelidos. Los cazadores del Sargento Fructuoso Medrado abren la marcha.
«De Compañía a Compañía, ocho metros. De Batallón a Batallón, dieciséis. De Brigada a Brigada, cincuenta.» ¿Quién puede guardar las distancias en la tiniebla? La Ordenanza también dice que el jefe de grupo debe ir a la retaguardia en la progresión, a la cabeza en la carga y hallarse al centro en el cuadrado. Sin embargo, el Sargento va a la cabeza porque piensa que si se pone atrás sus hombres pueden flaquear, nerviosos como andan por esta oscuridad en la que en cualquier momento brotan disparos. Cada media hora, cada hora, tal vez cada diez minutos —ya no lo sabe, pues esos ataques relámpago, que duran apenas, que dañan más sus nervios que sus cuerpos, le confunden el tiempo — una granizada de tiros los obliga a tumbarse y responder con otra, más por razones de honor que de eficacia. Sospecha que quienes atacan son pocos, acaso dos y tres hombres. Pero que la oscuridad sea una ventaja para los ingleses, pues los ven a ellos en tanto que los patriotas no los ven, enerva al Sargento y lo fatiga muchísimo. Cómo estarán sus hombres, si él, con toda su experiencia, se siente así.
A ratos, las cornetas de la Favela parecen alejarse. Los toques recíprocos pespuntean la marcha. Hay dos breves descansos, para que los soldados beban y para averiguar las bajas. La Compañía del Capitán Almeida está intacta, a diferencia de la del Capitán Noronha, en la que han herido a tres.
—Ya ven, suertudos, no están sufriendo nada —les levanta el ánimo el Sargento. Comienza a amanecer y en la débil luz, la sensación de que ha terminado la pesadilla de los disparos a oscuras, de que ahora sí verán dónde pisan y quiénes los atacan, lo hace sonreír.
El último trecho es un juego en comparación con lo anterior. Las estribaciones de la Favela están vecinas y en el resplandor que se levanta el Sargento distingue a la Primera Columna, unas manchas azulosas, unos puntitos que poco a poco se convierten en siluetas, en animales, en carromatos. Se diría que hay mucho desorden, una gran confusión. Fructuoso Medrado se dice que ese amontonamiento tampoco parece muy de acuerdo con la Táctica y la Ordenanza. Y está comentándole al Capitán Almeida —los grupos se han unido y la Compañía marcha de cuatro en fondo, al frente del Batallón — que el enemigo se ha hecho humo, cuando emergen de la tierra, a unos pasos, entre las ramas y tallos del matorral, cabezas, brazos, caños de fusiles y carabinas que escupen
fuego simultáneamente. El Capitán Almeida forcejea para sacar el revólver de su cartuchera y se dobla, abriendo la boca como si se quedara sin aire, y el Sargento Fructuoso Medrado, con su gran cabezota en efervescencia, rapidísimamente comprende que aplastarse contra el suelo sería suicida pues el enemigo está muy cerca; también, dar media vuelta, pues harían puntería con ellos. De manera que, el fusil en la mano, ordena con todos sus pulmones: «¡Carguen, carguen, carguen!», y les da el ejemplo, saltando hacia la trinchera de ingleses cuya bocaza se abre detrás de un bordillo de piedra. Cae dentro y tiene la impresión de que el gatillo no corre, pero está seguro que la hoja de la bayoneta se clava en un cuerpo. Queda incrustada y no consigue arrancarla. Suelta el fusil y se avienta contra la figura que está más cerca, buscándole el pescuezo. No deja de rugir: «¡Carguen, carguen, quémenlos!», mientras golpea, cabecea, aprieta, muerde y se disuelve en un remolino en el que alguien recita los elementos que, según la Táctica, componen el ataque correctamente efectuado: refuerzo, apoyo, reserva y cordón.
Cuando un minuto o un siglo después abre los ojos, sus labios repiten: retuerzo, apoyo, reserva, cordón. Eso es el ataque mixto, malparidos. ¿De qué convoy de provisiones hablan? Está lucido. No en la trinchera, sino en una garganta reseca; ve al frente un barranco empinado, cactos, y arriba el cielo azul, una bola rojiza. ¿Qué hace aquí? ¿Cómo ha venido hasta aquí? ¿En qué momento salió de la trinchera? Lo del convoy repica en sus oídos con angustia y sollozos. Le cuesta un esfuerzo sobrehumano ladear la cabeza. Entonces ve al soldadito. Siente alivio; temía que fuera un inglés. El soldadito está boca abajo, a menos de un metro, delirando, y apenas le entiende pues habla contra la tierra. «¿Tienes agua?», le pregunta. El dolor llega hasta el cerebro del Sargento como una punzada ígnea. Cierra los ojos y se esfuerza por controlar el pánico. ¿Está herido de bala? ¿Dónde? Con otro esfuerzo enorme se mira: de su vientre sale una raíz filuda. Demora en darse cuenta que la lanza curva no sólo lo atraviesa de parte a parte sino que lo fija en el suelo. «Estoy ensartado, estoy clavado», piensa. Piensa: «Me darán una medalla». ¿Por qué no puede mover las manos, los pies? ¿Como han podido trincharlo así sin que lo viera ni sintiera? ¿Has perdido mucha sangre? No quiere mirar su vientre de nuevo. Se vuelve al soldadito:
—Ayúdame, ayúdame —ruega, sintiendo que se le abre la cabeza—. Sácame esto, desclávame. Tenemos que subir al barranco, ayudémonos.
De pronto, le resulta estúpido hablar de subir ese barranco cuando ni siquiera puede encoger un dedo.
—Se llevaron todo el transporte, todas las municiones también —lloriquea el soldadito— . No es mi culpa, Excelencia. Es la culpa del Coronel Campelo.
Lo oye sollozar como un niño y se le ocurre que está borracho. Siente odio y rabia por ese malparido que lloriquea en vez de reaccionar y de pedir ayuda. El soldadito levanta la cabeza y lo mira.
—¿Eres del Segundo de Infantería? —le dice el Sargento, sintiendo la lengua dura dentro de la boca—. ¿De la Brigada del Coronel Silva Telles?
—No, Excelencia —hace pucheros el soldadito—. Soy del Quinto de Infantería, de la Tercera Brigada. La del Coronel Olimpio de Silveira.
—No llores, no seas estúpido, acércate, ayúdame a sacarme esto de la barriga —dice el Sargento—. Ven, malparido.
Pero el soldadito hunde la cabeza en la tierra y llora.
—O sea que eres uno de esos que vinimos a salvar de los ingleses —dice el Sargento—. Ven y sálvame tú ahora, estúpido.
— ¡Nos quitaron todo! ¡Se robaron todo! —llora el soldadito—. Le dije al Coronel Campelo que el convoy no podía retrasarse tanto, que podían cortarnos de la Columna. ¡Se lo dije, se lo dije! ¡Y eso nos pasó, Excelencia! ¡Se robaron hasta mi caballo! —Olvídate del convoy que se robaron, sácame esto —grita Fructuoso—. ¿Quieres que muramos como perros? ¡No seas estúpido, recapacita!
— ¡Nos traicionaron los cargadores! ¡Nos traicionaron los pisteros! —lloriquea el soldadito—. Eran espías, Excelencia, ellos también sacaron escopetas. Fíjese, saque la cuenta. Veinte carros con munición, siete con sal, farinha, azúcar, aguardiente, alfalfa, cuarenta sacos de maíz. ¡Se llevaron más de cien reses, Excelencia! ¿Comprende usted la
locura del Coronel Campelo? Se lo advertí. Soy el Capitán Manuel Porto y nunca miento, Excelencia: fue culpa de él.
—¿Es usted Capitán? —balbucea Fructuoso Medrado—. Mil perdones, su señoría. No se veían sus galones.
La respuesta es un estertor. Su vecino queda mudo e inmóvil. «Ha muerto», piensa Fructuoso Medrado. Siente un escalofrío. Piensa: «¡Un capitán! Parecía un recién levado». También va a morir en cualquier momento. Te ganaron los ingleses, Fructuoso. Te mataron esos malparidos extranjeros. Y en eso ve perfilarse en el borde del barranco dos siluetas. El sudor no le permite distinguir si llevan uniformes, pero grita «¡Ayuda, ayuda!». Trata de moverse, de retorcerse, que vean que está vivo y vengan. Su cabezota es un brasero. Las siluetas bajan el declive a saltos y siente que va a llorar al darse cuenta que visten de azul claro, que llevan botines. Trata de gritar: «Sáquenme este palo de la barriga, muchachos».
—¿Me reconoce, Sargento? ¿Sabe quién soy? —dice el soldado que, estúpidamente, en vez de acuclillarse a desclavarlo, apoya la punta de la bayoneta en su cuello. —Claro que te reconozco, Corintio —ruge—. Qué esperas, idiota. ¡Sácame eso de la barriga! ¿Qué haces, Corintio? ¡Corintio!
El marido de Florisa está hundiéndole la bayoneta en el pescuezo ante la mirada asqueada del otro, al que Fructuoso Medrado también identifica: Argimiro. Alcanza a decirse que, entonces, Corintio sabía.
III
—¿Cómo no se lo hubieran creído, allá, en Río de Janeiro, en Sao Paulo, esos que salieron a las calles a linchar monárquicos, si se lo creían los que estaban a las puertas de Canudos y podían ver la verdad con sus ojos? —dijo el periodista miope. Se había deslizado del sillón de cuero al suelo y allí estaba, sentado en la madera, con las rodillas encogidas y el mentón sobre una de ellas, hablando como si el Barón no estuviera allí. Era el comienzo de la tarde y los envolvía una resolana caliente y embotante, que se filtraba por los visillos del jardín. El Barón se había acostumbrado a los bruscos cambios de su interlocutor, que pasaba de un asunto a otro sin aviso, de acuerdo a urgencias íntimas, y ya no le importaba la línea fracturada de la conversación, intensa y chisporroteante por momentos, luego empantanada en períodos de vacío en los que, a veces él, a veces el periodista, a veces ambos, se retraían para reflexionar o recordar.
—Los corresponsales —explicó el periodista miope, contorsionándose en uno de esos movimientos imprevisibles, que removían su magro esqueleto y parecían estremecer cada una de sus vértebras. Detrás de las gafas, sus ojos parpadearon, rápidos —: Podían ver pero sin embargo no veían. Sólo vieron lo que fueron a ver. Aunque no estuviese allí. No eran uno, dos. Todos encontraron pruebas flagrantes de la conspiración monárquico–británica. ¿Cuál es la explicación?
—La credulidad de la gente, su apetito de fantasía, de ilusión —dijo el Barón—. Había que explicar de alguna manera esa cosa inconcebible: que bandas de campesinos y de vagabundos derrotaran a tres expediciones del Ejército, que resistieran meses a las Fuerzas Armadas del país. La conspiración era una necesidad: por eso la inventaron y la creyeron.
—Tendría que leer usted las crónicas de mi sustituto en el Jornal de Noticias —dijo el periodista miope—. El que mandó Epaminondas Goncalves cuando me creyó muerto. Un buen hombre. Honesto, sin imaginación, sin pasiones ni convicciones. El hombre ideal para dar una versión desapasionada y objetiva de lo que ocurría allá. —Estaban muriendo y matando de ambos lados —murmuró el Barón, mirándolo con piedad—. ¿Es posible el desapasionamiento y la objetividad en una guerra?
—En su primera crónica, los oficiales de la Columna del General Osear sorprenden en las alturas de Canudos a cuatro observadores rubios y bien trajeados mezclados con los yagunzos —dijo, despacio, el periodista—. En la segunda, la Columna del General Savaget encuentra entre los yagunzos muertos a un sujeto blanco, rubio, con correaje de oficial y un gorro de crochet tejido a mano. Nadie puede identificar su uniforme, que jamás ha sido usado por ninguno de los cuerpos militares del país.
—¿Un oficial de Su Graciosa Majestad, sin duda? —sonrió el Barón.
—Y en la tercera crónica, aparece una carta, rescatada del bolsillo de un yagunzo prisionero, sin firma pero de letra inequívocamente aristocrática —continuó el periodista, sin oírlo—. Dirigida al Consejero, explicándole por qué es preciso restablecer un gobierno conservador y monárquico, temeroso de Dios. Todo indica que el autor de la carta era usted.
—¿Era de veras tan ingenuo para creer que lo que se escribe en los periódicos es cierto? —le preguntó el Barón—. ¿Siendo periodista?
—Y hay, también, esa crónica sobre las señales luminosas —prosiguió el periodista miope, sin responderle—. Gracias a ellas, los yagunzos podían comunicarse en las noches a grandes distancias. Las misteriosas luces se apagaban y encendían, trasmitiendo claves tan sutiles que los técnicos del Ejército no consiguieron descifrar nunca los mensajes. Sí, no había duda, pese a sus travesuras bohemias, al opio y al éter y a los candomblés, era alguien ingenuo y angelical. No era extraño, solía darse entre intelectuales y artistas. Canudos lo había cambiado, por supuesto. ¿Qué había hecho de él? ¿Un amargado? ¿Un escéptico? ¿Acaso un fanático? Los ojos miopes lo miraban fijamente desde detrás de los cristales.
—Lo importante en esas crónicas son los sobreentendidos —concluyó la vocecita metálica, atiplada, incisiva—. No lo que dicen, sino lo que sugieren, lo que queda librado a la imaginación. Fueron a ver oficiales ingleses. Y los vieron. He conversado con mi sustituto, toda una tarde. No mintió nunca, no se dio cuenta que mentía. Simplemente, no escribió lo que veía sino lo que creía y sentía, lo que creían y sentían quienes lo rodeaban. Así se fue armando esa maraña tan compacta de fábulas y de patrañas que no hay manera de desenredar. ¿Cómo se va a saber, entonces, la historia de Canudos?
—Ya lo ve, lo mejor es olvidarla —dijo el Barón—. No vale la pena perder el tiempo con ella.
—Tampoco el cinismo es una solución —dijo el periodista miope—. Por lo demás, tampoco creo que esa actitud suya, de desprecio soberbio por lo ocurrido, sea sincera.
—Es indiferencia, no desprecio —lo corrigió el Barón. Estela había estado lejos de su mente un buen rato, pero ahora estaba allí otra vez y con ella el dolor ácido, corrosivo, que lo convertía en un ser anonadado y sumiso—. Ya le he dicho que no me importa lo más mínimo lo que pasó en Canudos.
—Le importa, Barón —vibró la vocecita del miope—. Por lo mismo que a mí: porque Canudos cambió su vida. Por Canudos su esposa perdió el juicio, por Canudos perdió usted buena parte de su fortuna y de su poder. Claro que le importa. Por eso no me ha echado, por eso estamos hablando hace tantas horas…
Sí, tal vez tenía razón. El Barón de Cañabrava sintió un gusto amargo en la boca; aunque estaba harto de él y no había razón para prolongar la entrevista, tampoco ahora pudo despacharlo. ¿Qué lo retenía? Acabó por confesárselo: la idea de quedarse solo, solo con Estela, solo con esa terrible tragedia.
—Pero no sólo veían lo que no existía —añadió el periodista miope—. Además, nadie vio lo que de veras había allí.
—¿Frenólogos? —murmuró el Barón—. ¿Anarquistas escoceses?
—Curas —dijo el periodista miope—. Nadie los menciona. Y allí estaban, espiando para los yagunzos o peleando hombro a hombro con ellos. Mandando informaciones y trayendo medicinas, contrabandeando salitre y azufre para fabricar explosivos. ¿No es sorprendente? ¿No era importante?
—¿Está usted seguro? —se interesó el Barón.
—A uno de esos curas lo conocí, casi puedo decir que nos hicimos amigos —asintió el periodista miope—. El Padre Joaquim, párroco de Cumbe. El Barón escrutó a su huésped:
—¿Ese curita cargado de hijos? ¿Ese borrachín y practicante de los siete pecados
capitales estaba en Canudos?
—Es un buen indicio del poder de persuasión del Consejero —afirmó el periodista—. Además de volver santos a los ladrones y asesinos, catequizó a los curitas corrompidos y simoníacos del sertón. Hombre inquietante ¿no es cierto? ^
Aquella vieja anécdota pareció subir a la memoria del Barón desde el fondo del tiempo. Él y Estela, seguidos de un pequeño séquito de hombres armados, entraban a Cumbe y se dirigían sin pérdida de tiempo a la iglesia, obedeciendo las campanas que llamaban a la misa del domingo. El famoso Padre Joaquim, pese a sus esfuerzos, no conseguía disimular las huellas de lo que debió haber sido una noche en blanco de guitarra, aguardiente y faldas. Recordó el desagrado de la Baronesa por los atoros y equivocaciones del curita, las arcadas que le sobrevinieron en pleno oficio y su fuga precipitada para ir a vomitar. Volvió a ver, incluso, la cara de su concubina: ¿no era acaso la muchacha a la que llamaban «hacedora de lluvia» porque sabía detectar «cacimbas» subterráneas? Así que el curita calavera se volvió Consejerista, también. —Sí, Consejerista y, en cierta forma, héroe. —El periodista lanzó una de esas carcajadas que hacían el efecto de un deslizamiento de piedrecillas por su garganta; como solía ocurrirle, también esta vez la risa terminó en estornudos. —Era un curita pecador pero no estúpido —reflexionó el Barón—. Cuando estaba sobrio se podía conversar con él. Hombre despierto y hasta con lecturas. Me cuesta creer que cayera también bajo el hechizo de un charlatán, igual que los analfabetos del sertón. —La cultura, la inteligencia, los libros no tienen nada que ver con la historia del Consejero —dijo el periodista miope—. Pero eso es lo de menos. Lo sorprendente no es que el Padre Joaquim se hiciera yagunzo. Es que el Consejero lo volviera valiente, a él que era un cobarde. —Pestañeó, atolondrado—. Es la conversión más difícil, la más milagrosa. Se lo puedo decir yo. Yo sé lo que es el miedo. Y el curita de Cumbe era un hombre con bastante imaginación para saber sentir pánico, para vivir en el terror. Y sin embargo…
Su voz se ahuecó, vaciada de sustancia, y su cara se volvió mueca. ¿Qué le había ocurrido, de pronto? El Barón advirtió que su huésped porfiaba por serenarse, por romper algo que lo ataba. Trató de ayudarlo: —¿Y, sin embargo…? —lo animó.
—Y sin embargo estuvo meses, acaso años, viajando por los pueblos, por las haciendas, por las minas, comprando pólvora, dinamita, espoletas. Urdiendo mentiras para justificar esas compras que debían llamar un tanto la atención. Y cuando el sertón se llenó de soldados ¿sabe cómo se jugaba el pellejo? Escondiendo barricas de pólvora en el baúl de los objetos de culto, entre el sagrario, el copón de las hostias, el crucifijo, la casulla, los ropines. Pasaba eso en las barbas de la Guardia Nacional, del Ejército. ¿Adivina lo que[significa hacer algo así siendo cobarde, temblando, sudando hielo? ¿Adivina la convicción que hay que tener?
—El catecismo está lleno de historias parecidas, mi amigo —murmuró el ¡Barón—. Los flechados, los devorados por leones, los crucificados, los… Pero, es cierto, me cuesta imaginar al Padre Joaquim haciendo esas cosas por el Consejero.
—Tiene que haber un convencimiento profundo —repitió el periodista miope—. Una seguridad íntima, total, una fe que sin duda usted no ha sentido nunca. Yo tampoco… Cabeceó otra vez como una gallina sin sosiego y se izó en sus largos brazos huesudos hasta el sillón de cuero. Jugó unos segundos con sus manos, caviloso, antes de seguir: —La Iglesia había condenado al Consejero formalmente por herético, supersticioso, agitador y turbador de conciencias. El Arzobispo de Bahía había prohibido a los párrocos que le permitieran predicar en los pulpitos. Se necesita una fe absoluta, para, siendo cura, desobedecer a la propia Iglesia, al propio Arzobispo y correr el riesgo de condenarse por ayudar al Consejero.
—¿Qué lo angustia así? —dijo el Barón—. ¿La sospecha de que el Consejero fuese efectivamente un nuevo Cristo, venido por segunda vez a redimir a los hombres? Lo dijo sin pensar y apenas lo hubo dicho se sintió incómodo. ¿Había querido hacer una broma? Pero ni él ni el periodista miope sonreían. Vio a éste hacer una negativa con la cabeza, que podía ser su respuesta o una manera de espantar una mosca. —Hasta en eso he pensado —dijo el periodista miope—. Si era Dios, si lo envió Dios, si
existía Dios… No sé. En todo caso, esta vez no quedaron discípulos para propagar el mito y llevar la buena nueva a los paganos. Quedó uno solo, que yo sepa; dudo que baste… Lanzó otra carcajada y los estornudos lo ocuparon un buen rato. Cuando terminó tenía la nariz y los ojos irritados.
—Pero, más que en su posible divinidad, he pensado en ese espíritu solidario, fraterno, en el vínculo irrompible que consiguió forjar entre esa gente —dijo el periodista miope, en tono patético—. Asombroso, conmovedor. Después del 18 de julio, sólo quedaron abiertas las rutas de Chorrochó y de Riacho Seco. ¿Qué hubiera sido lo lógico? Que la gente intentara irse, escapar por esas trochas antes de que ellas también se cerraran ¿no es cierto? Pero fue al contrario. La gente trataba de entrar a Canudos, seguían viniendo de todos lados, desesperados, apurados, a meterse a la ratonera, al infierno, antes de que los soldados completaran el cerco. ¿Ve usted? Allá nada era normal. —Usted habló de curas en plural —lo interrumpió el Barón. Ese tema, la solidaridad y la voluntad de inmolación colectiva de los yagunzos, lo turbaba. Varias veces había aparecido en el diálogo y siempre lo había apartado, igual que ahora. —A los otros no los conocí —repuso el periodista, como aliviado también de que lo hubieran hecho cambiar de tema—. Pero existían, el Padre Joaquim recibía informes y ayuda de ellos. Y, al final, acaso estaban ahí, diseminados, perdidos en la masa de yagunzos. Alguien me habló de un tal Padre Martínez. ¿Sabe quién? Usted la conoció, hace años, muchos años. La filicida de Salvador, ¿le dice algo? —¿La filicida de Salvador? —dijo el Barón.
—Yo asistí al juicio cuando era de pantalón corto. Mi padre era defensor de oficio, abogado de pobres, él la defendió. La reconocí pese a no verla, pese a haber pasado veinte o veinticinco años. ¿Usted leía periódicos entonces, no? Todo el Nordeste se apasionó por el caso de María Quadrado, la filicida de Salvador. El Emperador le conmutó la pena de muerte por la cadena perpetua. ¿No la recuerda? Ella estaba también en Canudos. ¿Ve cómo es una historia de nunca acabar?
—Eso ya lo sé —dijo el Barón—. Todos los que tenían cuentas con la justicia, con su conciencia, con Dios, encontraron gracias a Canudos un refugio. Era natural. —Que se refugiaran allá, sí, pero no que se volvieran otros. —Como si no supiera qué hacer con su cuerpo, el periodista volvió a deslizarse al suelo con una flexión de sus largas piernas—. Era la santa, la Madre de los Hombres, la Superiora de las beatas que cuidaban al Consejero. Se le atribuían milagros, se decía que había peregrinado con él por todo el mundo.
La historia fue reconstruyéndose en la memoria del Barón. Un caso célebre, motivo de habladurías sin cuento. Era sirvienta de un notario y había ahogado a su hijo recién nacido, metiéndole un ovillo de lana en la boca, pues como lloraba mucho, temía que por su culpa la echaran del trabajo. Tuvo el cadáver varios días debajo de la cama, hasta que lo descubrió la dueña de casa por el olor. La muchacha confesó todo de inmediato. Durante el juicio, mantuvo una actitud mansa y respondió con buena voluntad y franqueza a todas las preguntas. El Barón recordaba la polémica que había provocado la personalidad de la filicida entre quienes defendían la tesis de la «catatonía irresponsable» y los que la consideraban «un instinto perverso». ¿Se había fugado de la cárcel, entonces? El periodista había cambiado una vez más de tema:
—Antes del 18 de julio muchas cosas habían sido terribles, pero, en realidad, sólo ese día toqué y olí y tragué el horror hasta sentirlo en las tripas. —El Barón vio que el miope se daba un golpe en el estómago—. Ese día me la encontré, hablé con ella y supe que era la filicida con la que soñé tanto de niño. Me ayudó, pues yo me había quedado solo. —El 18 de julio yo estaba en Londres —dijo el Barón—. No estoy enterado de los pormenores de la guerra. ¿Qué pasó ese día?
—Van a atacar mañana —jadeó Joáo Abade, que había venido corriendo. En ese momento recordó algo importante —: Alabado sea el Buen Jesús.
Hacía un mes que los soldados estaban en los montes de la Favela y la guerra se eternizaba: tiroteos salpicados y cañoneos, generalmente a las horas de las campanas. Al despuntar el día, al mediodía y en la tarde la gente circulaba sólo por ciertos sitios. El hombre se iba acostumbrando, creaba rutinas con todo, ¿no? Moría gente y cada noche había entierros. Los bombardeos ciegos destruían manojos de casas, despanzurraban a
los viejos y a las criaturas, es decir a quienes no iban a las trincheras. Parecía que todo iba a continuar así, indefinidamente. Pero no, iba a ser peor, lo acababa de decir el Comandante de la Calle. El periodista miope estaba solo, pues Jurema y el Enano habían ido a llevarle la comida a Pajeú, cuando se presentaron en el almacén los que dirigían la guerra: Honorio Vilanova, Joáo Grande, Pedráo, el propio Pajeú. Estaban inquietos, bastaba olerlos, la atmósfera del local delataba algo tenso. Y sin embargo ninguno se sorprendió cuando Joáo Abade anunció que iban a atacar mañana. Sabía todo. Cañonearían Canudos toda la noche, para ablandar las defensas, y a las cinco de la madrugada comenzaría el asalto de las tropas. Sabía por qué sitios. Hablaban tranquilos, se repartían los lugares, tú espéralos aquí, hay que cerrar la calle allá, levantaremos barreras acá, mejor yo me muevo de aquí por si mandan perros de este lado. ¿Podía el Barón imaginar lo que él sentía, escuchando eso? Entonces surgió el asunto del papel. ¿Qué papel? Uno que un «párvulo» de Pajeú trajo corriendo a toda carrera. Hubo conciliábulos, le preguntaron si podía leerlo y él trató, con su lente de añicos, ayudándose con una vela, de descifrar lo que decía. No lo consiguió. Entonces Joáo Abade hizo llamar al León de Natuba.
—¿Ninguno de los lugartenientes del Consejero sabía leer? —preguntó el Barón. —Antonio Vilanova sabía, pero no estaba en Canudos —dijo el periodista miope—. Y también sabía el que mandaron llamar. El León de Natuba. Otro íntimo, otro apóstol del Consejero. Leía, escribía, era el sabio de Canudos.
Calló, interrumpido por una racha de estornudos que lo tuvo doblado, cogiéndose el estómago.
—No podía verle los detalles, las partes —susurró después, jadeando—. Sólo el bulto, la forma, o, mejor dicho, la falta de forma. Bastaba para adivinar el resto. Caminaba a cuatro patas, tenía una enorme cabeza y una gran joroba. Lo mandaron llamar y vino con María Quadrado. Les leyó el papel. Eran las instrucciones del Comando para el asalto de la madrugada.
La voz honda, melódica, normal, enumeraba los dispositivos de batalla, la colocación de los regimientos, las distancias entre compañía y compañía, entre combatiente y combatiente, las señales, los toques, y, mientras, a él el miedo lo iba impregnando, y una ansiedad sin límites porque Jurema y el Enano regresaran. Antes de que el León de Natuba terminara de leer, la primera parte del plan de los soldados entró en ejecución: el bombardeo de ablandamiento.
—Ahora sé que en ese momento sólo nueve cañones disparaban contra Canudos y que nunca dispararían más de dieciséis al mismo tiempo —dijo el periodista miope—. Pero esa noche parecían mil, parecía como si todas las estrellas del cielo se hubieran puesto a bombardearnos.
El estruendo hacía vibrar las calaminas, estremecerse las repisas y el mostrador, y se oían derrumbes, desmoronamientos, chillidos, carreras y, en las pausas, el inevitable griterío de los niños. «Comenzó», dijo uno de los yagunzos. Salieron a ver, regresaron, dijeron a María Quadrado y al León de Natuba que no podían volver al Santuario pues el trayecto estaba barrido por el fuego, y el periodista oyó que la mujer insistía en volver. Joáo Grande la disuadió, jurándole que apenas amainara el cañoneo él mismo vendría a conducirlos al Santuario. Los yagunzos partieron y él comprendió que Jurema y el Enano —si aún vivían — tampoco podrían regresar desde Rancho do Vigario a donde él estaba. Comprendió, en su inconmensurable espanto, que tendría que soportar todo aquello sin otra compañía que la santa y el monstruo cuadrumano de Canudos. —¿De qué se ríe ahora? —dijo el Barón de Cañabrava.
—Es demasiado ruin para poder contárselo —balbuceó el periodista miope. Permaneció ensimismado y, de pronto, alzó la cara y exclamó —: Canudos ha cambiado mis ideas sobre la historia, sobre el Brasil, sobre los hombres. Pero, principalmente, sobre mí. —Por el tono en que lo dice, no ha sido para mejor —murmuró el Barón. —Así es —susurró el periodista—. Gracias a Canudos tengo un concepto muy pobre de mí mismo.
¿No era también su caso, en cierto modo? ¿No había Canudos revuelto su vida, sus ideas, sus costumbres, como un beligerante torbellino? ¿No había deteriorado sus convicciones e ilusiones? La imagen de Estela, en sus habitaciones del segundo piso, con
Sebastiana a los pies de su mecedora, acaso releyéndole párrafos de las novelas que le habían gustado, tal vez peinándola o haciéndole escuchar las cajas de música austríacas, y la cara abstraída, retirada, inalcanzable, de la mujer que había sido el gran amor de su vida —esa mujer que simbolizó siempre para él la alegría de vivir, la belleza, el entusiasmo, la elegancia — volvió a llenar de hiel su corazón. Haciendo un esfuerzo, habló de lo primero que le pasó por la cabeza:
—Usted mencionó a Antonio Vilanova —dijo, con precipitación—. ¿El comerciante, verdad? Un ser metalizado y calculador como pocos. Los conocí mucho a él y al hermano. Fueron proveedores de Calumbí. ¿También se volvió santo?
—Para hacer negocios no estaba allí —recuperó su risa sarcástica el periodista miope—. Era difícil hacer negocios en Canudos. Allá no circulaba el dinero de la República. ¿No ve que era el dinero del Perro, del Diablo, de los ateos, protestantes y masones? ¿Por qué cree que los yagunzos les quitaban las armas a los soldados pero no las carteras? «O sea que, después de todo, el frenólogo no estaba tan descaminado», pensó el Barón. «O sea que, gracias a su locura, Gall había llegado a presentir algo de la locura que fue Canudos.»
—No estaba persignándose y dándose golpes de pecho —prosiguió el periodista miope— . Era un hombre práctico, realizador. Siempre moviéndose, organizando, hacía pensar en una máquina de energía perpetua. Durante esos cinco meses infinitos, se ocupó de que Canudos tuviera que comer. ¿Por qué hubiera hecho eso, entre las balas y la carroña? No hay otra explicación. El Consejero le había tocado alguna fibra secreta. —Como a usted —dijo el Barón—. Faltó poco para que también lo volviera santo. —Hasta el final estuvo saliendo a traer comida —dijo el periodista, sin hacerle caso—. Partía con pocos hombres, a escondidas. Cruzaban las líneas, asaltaban los convoyes. Sé cómo lo hacían. Con el ruido infernal de los trabucos provocaban una estampida. En el desorden, arreaban diez, quince bueyes a Canudos. Para que los que iban a morir por el Buen Jesús pudieran pelear un poco más. —¿Sabe de dónde venían esas reses? —lo interrumpió el Barón.
—De los convoyes que mandaba el Ejército de Monte Santo a la Favela —dijo el periodista miope—. Como las armas y balas de los yagunzos. Una de las excentricidades de esta guerra: el Ejército nutría a sus fuerzas y al adversario.
—Los robos de los yagunzos eran robos de robos —suspiró el Barón—. Muchas de esas vacas y cabras eran mías. Rara vez compradas. Casi siempre arrebatadas a mis vaqueros por los lanceros gauchos. Tengo un amigo hacendado, el viejo Murau, que ha enjuiciado al Estado por las vacas y ovejas que se comieron los soldados. Reclama setenta contos de reis, nada menos.
En el entresueño, Joáo Grande huele el mar. Una sensación cálida lo recorre, algo que le parece la felicidad. En estos años en que, gracias al Consejero, ha encontrado sosiego para el lacerante borbotar que era su alma cuando servía al Diablo, sólo una cosa añora, a veces. ¿Cuántos años que no ha visto, olido, sentido en el cuerpo el mar? No tiene idea pero sabe que ha transcurrido mucho tiempo desde la última vez que lo vio, en aquel alto promontorio rodeado de cañaverales donde la señorita Adelinha Isabel de Gumucio subía a ver los crepúsculos. Balas aisladas le recuerdan que la batalla no ha terminado, pero no se inquieta: su conciencia le dice que aun si estuviera despierto nada cambiaría, ya que ni a él ni a ninguno de los hombres de la Guardia Católica encogidos en esas trincheras les queda un cartucho de Mánnlicher ni proyectil de escopeta ni un grano de pólvora para hacer accionar las armas de explosión fabricadas por esos herreros de Canudos que la necesidad ha vuelto armeros.
¿Para qué siguen, entonces, en esas cuevas de los altozanos, en la quebrada al pie de la Favela donde están amontonados los perros? Cumplen órdenes de Joáo Abade. Éste, después de asegurarse que todas las fuerzas de la Primera Columna se hallaban ya en la Favela, inmovilizadas por el tiroteo de los yagunzos que rodean los cerros y los acribillan desde parapetos, trincheras, escondrijos, ha ido a tratar de capturar el convoy de municiones, víveres, reses y cabras de los soldados, que, gracias a la topografía y al
hostigamiento de Pajeú, viene muy retrasado. Joáo Abade, que espera sorprender al convoy en las Umburanas y desviarlo a Canudos, ha pedido a Joáo Grande que la Guardia Católica impida, cueste lo que cueste, que los regimientos de la Favela den marcha atrás. En el entresueño, el ex–esclavo se dice que los perros deben ser muy estúpidos o haber perdido mucha gente, pues, hasta ahora, ni siquiera un patrulla ha intentado desandar el camino de las Umburanas para averiguar qué ocurre con el convoy. Los hombres de la Guardia Católica saben que, al menor intento de los soldados de abandonar la Favela, deben abalanzarse sobre ellos y cerrarles el paso, con facas, machetes, bayonetas, uñas, dientes. El viejo Joaquim Macambira y su gente, emboscados al otro lado de la trocha abierta por los soldados y sus carricoches y cañones en su paso a la Favela, harán lo mismo. No lo intentarán, están demasiado concentrados en responder al fuego que les hacen desde el frente y los costados, demasiado ocupados en bombardear Canudos para adivinar lo que ocurre a sus espaldas. «Joáo Abade es más inteligente que ellos», sueña. ¿No ha resultado buena su idea de traer a los perros a la Favela? ¿No se le ocurrió a él que Pedráo y los Vilanova fueran a esperar a los otros diablos en el desfiladero de Cocorobó? Allí también deben de haberlos destrozado. El olor del mar, que le entra por las narices y lo emborracha, lo aleja de la guerra y ve olas y siente sobre su piel la caricia del agua espumosa. Es la primera vez que duerme, después de cuarenta y ocho horas de estar peleando.
A las dos horas lo despierta un mensajero de Joaquim Macambira. Es uno de sus hijos, joven, esbelto, de largos cabellos, que, acuclillado en la trinchera, espera pacientemente que Joáo Grande se desaturda. Su padre necesita municiones, casi no les quedan balas ni pólvora a sus hombres. Con la lengua entorpecida por el sueño, Joáo Grande le explica que a ellos tampoco. ¿Han tenido algún mensaje de Joáo Abade? Ninguno. ¿Y de Pedráo? El joven asiente: tuvo que retirarse de Cocorobó, se quedaron sin municiones y perdieron mucha gente. Tampoco pudieron parar a los perros en Trabubú.
Joáo Grande se siente por fin despierto. ¿Significa eso que el Ejército de Geremoabo viene hacia aquí?
—Viene —dice el hijo de Joaquim Macambira—. Pedráo y los cabras que no murieron están ya en Belo Monte.
Tal vez es lo que debería hacer la Guardia Católica: regresar a Canudos para defender al Consejero del asalto que parece inevitable, si el otro Ejército se encamina hacia aquí. ¿Qué va a hacer Joaquim Macambira? El joven no lo sabe. Joáo Grande decide ir a hablar con el viejo.
Es tarde en la noche y el cielo está tachonado de estrellas. Después de instruir a los hombres que no se muevan de allí, el ex–esclavo se descuelga silenciosamente por el cascajo de la ladera, junto al joven Macambira. Por desgracia, con tantas estrellas verá a los caballos despanzurrados y picoteados por los urubús, y el cadáver de la anciana. Todo el día anterior y parte de la víspera ha estado viendo a esos animales que montan los oficiales, las primeras víctimas de la fusilería. Está seguro de haber matado él también a varios de esos animales. Había que hacerlo, estaban de por medio el Padre y el Buen Jesús Consejero y Belo Monte, lo más precioso de esta vida. Lo hará cuantas veces sea preciso. Pero algo en su alma protesta y sufre al ver caer relinchando a esos animales, al verlos agonizar horas de horas, con las vísceras derramadas por el suelo y una pestilencia que envenena el aire. Él sabe de dónde viene ese sentimiento de culpa, de estar pecando, que lo embarga cuando dispara a los caballos de los oficiales. Es el recuerdo del cuidado que protegía a los caballos de la hacienda, donde el amo Adalberto de Gumucio había impuesto a familiares, empleados y esclavos la religión de los caballos. Al ver las sombras esparcidas de los cadáveres de los animales, mientras cruza la trocha agazapado junto al joven Macambira, se pregunta por qué el Padre le conserva tan fuerte en la cabeza ciertos hechos de su pasado pecador, como la nostalgia del mar, como el amor a los caballos.
En eso ve el cadáver de la anciana y siente un golpe de sangre en el pecho. La ha visto sólo un segundo, la cara bañada por la luna, los ojos abiertos y enloquecidos, dos únicos dientes sobresaliendo de los labios, los pelos revueltos, la frente y el ceño crispados. No sabe su nombre pero la conoce muy bien, hace mucho que vino a instalarse a Belo Monte con una numerosa familia de hijos, hijas, nietos, sobrinos y recogidos, en una casita de
barro de la calle Corazón de Jesús. Fue la primera que pulverizaron los cañones del Cortapescuezos. La vieja estaba en la procesión y cuando regresó a su casa ésta era un montón de escombros bajo los cuales se hallaban tres de sus hijas y todos sus nietos, una docena de criaturas que dormían una sobre otra en un par de hamacas y en el suelo. La mujer había trepado a las trincheras de las Umburanas con la Guardia Católica, cuando ésta vino allí, hacía tres días, a esperar a los soldados. Con otras mujeres había cocinado, traído agua de la aguada vecina a los yagunzos, pero cuando comenzó el tiroteo Joáo Grande y los hombres la vieron, de pronto, en medio de la polvareda, descolgarse a tropezones por el cascajo y llegar hasta la trocha, donde —despacio, sin tomar precaución alguna — se dedicó a deambular entre los soldados heridos, rematándolos con un pequeño puñal. La habían visto escarbar en los cadáveres uniformados y antes de que la derribaran las balas había llegado a desnudar a algunos y a cortarles su hombría e incrustársela en la boca. Durante el combate, mientras veía pasar soldados y jinetes y los veía morir, disparar, atropellarse, pisotear a sus heridos y muertos, huir de la balacera y precipitarse por el único camino libre —los montes de la Favela—, Joáo Grande volvía constantemente los ojos hacia el cadáver de esa anciana que acababa de dejar atrás.
Al acercarse a un lodazal erupcionado de árboles de favela, cactos y uno que otro imbuzeiro, el joven Macambira se lleva a la boca el pito de madera y sopla un sonido que parece de lorito. Le responde otro sonido idéntico. Cogiendo del brazo a Joáo, el muchacho lo guía por el lodazal, donde se hunden hasta las rodillas, y poco después el ex–esclavo está bebiendo un zurrón de agua dulzona junto a Joaquim Macambira, ambos de cuclillas bajo una ramada en torno a la cual brillan muchas pupilas. El viejo está angustiado, pero Joáo Grande se sorprende al descubrir que su angustia se debe exclusivamente al cañón ancho, larguísimo, lustroso, tirado por cuarenta bueyes que ha visto en el camino de Jueté. «Si la Matadeira dispara, volarán las torres y las paredes del Templo del Buen Jesús y desaparecerá Belo Monte», masculla, lúgubre. Joáo Grande lo escucha con atención. Joaquim Macambira le inspira reverencia, hay en él algo venerable y patriarcal. Es muy anciano, los cabellos blancos le caen en rizos hasta el hombro y una barbita blanquea su cara curtida, de nariz sarmentosa. En sus ojos arrugados bulle una incontenible energía. Había sido dueño de un gran sembrío de mandioca y maíz, entre Cocorobó y Trabubú, esa comarca que se llama justamente Macambira. Trabajaba esas tierras con sus once hijos y guerreaba con sus vecinos por litigios de linderos. Un día lo abandonó todo y se trasladó con su enorme familia a Canudos, donde ocupan media docena de viviendas frente al cementerio. Todos en Belo Monte tratan al viejo con algo de temor pues tiene fama de orgulloso.
Joaquim Macambira ha mandado mensajeros a preguntar a Joáo Abade si, en vista de las circunstancias, sigue cuidando las Umburanas o se repliega a Canudos. Aún no hay respuesta. ¿Qué piensa él? Joáo Grande mueve su cabeza con pesadumbre: no sabe qué hacer. Por un lado, lo más urgente es correr a Belo Monte a proteger al Consejero por si hay un asalto por el Norte. De otro ¿no ha dicho Joáo Abade que es imprescindible que le cuiden las espaldas?
—Pero ¿con qué? —ruge Macambira—. ¿Con las manos?
—Sí —asiente humildemente Joáo Grande—, si no hay otra cosa.
Acuerdan permanecer en las Umburanas hasta tener noticias del Comandante de la Calle. Se despiden con un simultáneo «Alabado sea el Buen Jesús Consejero». Al internarse de nuevo en el lodazal, esta vez solo, Joáo Grande oye los pitos que parecen loritos indicando a los yagunzos que lo dejen pasar. Mientras chapotea en el barro y siente en su cara, brazos y pecho picotazos de mosquitos, trata de imaginar la Matadeira, ese artefacto que tanto alarma a Macambira. Debe ser enorme, mortífero, tronante, un dragón de acero que vomita fuego, para asustar a un bravo como el viejo. El Maligno, el Dragón, el Perro es realmente poderosísimo, de infinitos recursos, puede mandar contra Canudos enemigos cada vez más numerosos y mejor armados. ¿Hasta cuándo quería probar el Padre la fe de los católicos? ¿No habían sufrido bastante? ¿No habían pasado bastante hambre, muertes, sufrimientos? No, todavía no. Lo ha dicho el Consejero: la penitencia será del mismo tamaño de nuestras culpas. Como su culpa es más grave que la de los otros, él, sin duda, tendrá que pagar más. Pero es un gran consuelo estar del
lado de la buena causa, saber que se pelea junto a San Jorge y no junto al Dragón. Cuando llega a la trinchera ha comenzado a amanecer; salvo los centinelas trepados en las rocas, los hombres, desparramados por las laderas, siguen durmiendo. Joáo Grande está encogiéndose, sintiendo que el sueño lo ablanda, cuando un galope lo incorpora de un salto. Envueltos en una polvareda, vienen hacia él ocho o diez jinetes. ¿Exploradores, la vanguardia de una tropa que irá a proteger el convoy? En la luz todavía muy débil una lluvia de flechas, dardos, piedras, lanzas, rompe sobre la patrulla desde las laderas y oye tiros en el lodazal donde está Macambira. Los jinetes vuelven grupas hacia la Favela. Ahora sí, está seguro que la tropa de refuerzos al convoy va a aparecer en cualquier momento, numerosa, indetenible para hombres a los que sólo les quedan ballestas, bayonetas y facas, y Joáo Grande ruega al Padre que Joáo Abade tenga tiempo de cumplir su plan.
Aparecen una horas después. Para entonces la Guardia Católica ha obstruido de tal modo la quebrada con los cadáveres de los caballos, mulas y soldados, y con lajas, arbustos y cactos que hacen rodar de las pendientes, que dos compañías de zapadores tienen que venir por delante a reabrir la trocha. No les resulta fácil, pues, además de la fusilería que hace sobre ellos Joaquim Macambira con sus últimas municiones y que los obliga a retroceder un par de veces, cuando los zapadores han empezado a dinamitar los obstáculos, Joáo Grande y un centenar de sus hombres llegan hasta ellos arrastrándose y los hacen trabarse en lucha cuerpo a cuerpo. Antes de que aparezcan más soldados, les hieren y matan a varios, además de arrebatarles algunos rifles y esas preciosas mochilas de proyectiles. Cuando Joáo Grande da con el pito y luego a gritos orden de retirada, varios yagunzos quedan en la trocha, muertos o agonizantes. Ya arriba, protegido por las lajas de la granizada de balas, al ex esclavo tiene tiempo de comprobar que está ileso. Manchado de sangre, sí, pero es sangre ajena; se la limpia con arenilla. ¿Es divino que en tres días de guerra no haya recibido ni un rasguño? De barriga en el suelo, jadeando, ve en la trocha por fin abierta que los soldados pasan de cuatro en fondo en dirección a donde se halla Joáo Abade. Por decenas, por centenas. Van a proteger el convoy, sin duda, pues, pese a todas las provocaciones de la Guardia Católica y de Macambira, no se molestan en trepar las laderas ni invadir el lodazal. Se limitan a rociar ambos flancos con fusilería de pequeños grupos de tiradores que ponen una rodilla en tierra para disparar. Joáo Grande no duda más. Ya no puede ayudar en nada aquí al Comandante de la Calle. Se asegura que la orden de replegarse llegue a todos, saltando entre los riscos y alcores, yendo de trinchera en trinchera, bajando detrás de los cerros a ver si las mujeres que vinieron a cocinar han partido. Ya no están allí. Entonces, reemprende también el regreso a Belo Monte.
Lo hace siguiendo un ramal serpenteante del Vassa Barris, que sólo se aniega en las grandes crecientes. En el escuálido cauce empedrado de guijarros Joáo siente aumentar el calor de la mañana. Va rezagado, averiguando por los muertos, intuyendo la tristeza del Consejero, del Beatito, de la Madre de los Hombres, cuando sepan que esos hermanos se pudrirán a la intemperie. Le da lástima recordar a esos muchachos, a muchos de los cuales enseñó a disparar, convertidos en alimento de buitres, sin un entierro con rezos. ¿Pero cómo hubieran podido rescatar sus restos? A lo largo de todo el trayecto oyen tiros, de la dirección de la Favela. Un yagunzo dice que es raro que Pajeú, Mané Quadrado y Táramela, que fusilan a los perros desde ese frente, puedan hacer tantas descargas. Joáo Grande le recuerda que la mayor parte de las municiones se repartieron a los hombres de esas trincheras, que se interponen entre Belo Monte y la Favela. Y que hasta los herreros se trasladaron allí con sus yunques y fuelles para seguir fundiendo plomo junto a los combatientes. Sin embargo, apenas avistan Canudos bajo unas nubéculas que deben ser explosión de granadas —el sol está alto y las torres del Templo y las viviendas encaladas reverberan—, Joáo Grande presiente la buena nueva. Pestañea, mira, calcula, compara. Sí, disparan ráfagas continuas desde el Templo del Buen Jesús, desde la Iglesia de San Antonio, desde los parapetos del cementerio, al igual que desde las barrancas del Vassa Barris y la Fazenda Velha. ¿De dónde salen tantas municiones? Minutos después un «párvulo» le trae un mensaje de Joáo Abade.
—O sea que volvió a Canudos —exclama el ex–esclavo.
—Con más de cien vacas y muchos fusiles —dice el niño, entusiasmado—. Y cajones de balas, de granadas y latas grandes de pólvora. Les robó eso a los perros y ahora todo Belo Monte está comiendo carne.
Joáo Grande pone una de sus manazas sobre la cabeza del chiquillo y refrena su emoción. Joáo Abade quiere que la Guardia Católica vaya a la Fazenda Velha, a reforzar a Pajeú, y que el ex–esclavo se reúna con él en casa de Vilanova. Joáo Grande enrumba a sus hombres por los barracones del Vassa Barris, ángulo muerto que los protegerá contra los tiros de la Favela, hacia la Fazenda Velha, un kilómetro de vericuetos y escondrijos excavados aprovechando los desniveles y sinuosidades del terreno que son la primera línea de defensa de Belo Monte, apenas a medio centenar de metros de los soldados. Desde que regresó, el caboclo Pajeú se encarga de ese frente.
Al llegar a Belo Monte, Joáo Grande apenas puede ver por la densidad del terral que lo deforma todo. La fusilería es muy fuerte y al estruendo de los disparos se suma el ruido de tejas que se quiebran, paredes que se derrumban y latas que retintinean. El chiquillo lo coge de la mano: él sabe por donde no caen balas. En estos dos días de bombardeo y tiroteo la gente ha establecido una geografía de seguridad y circula sólo por ciertas calles y por cierto ángulo de cada calle, a salvo de la metralla. Las reses que ha traído Joáo Abade son carneadas en el callejón del Espíritu Santo, convertido en corral y matadero, y hay allí una larga cola de viejos, niños y mujeres, esperando sus raciones, en tanto que Campo Grande parece un campamento militar por la cantidad de cajas, barriles y cuñetes de fusiles entre los que se agita una muchedumbre de yagunzos. Las acémilas que han arrastrado el cargamento tienen visibles las marcas de los regimientos y algunas sangran de los azotes y relinchan, atemorizadas por el estruendo. Joáo Grande ve un burro muerto al que devoran perros esqueléticos entre nubes de moscas. Reconoce a Antonio y Honorio Vilanova encaramados en una tarima; a gritos y ademanes, distribuyen esas cajas de municiones que se llevan de dos en dos, corriendo pegados al lado septentrional de las viviendas, yagunzos jóvenes, algunos tan niños como este que no lo deja acercarse a los Vilanova y lo conmina a entrar a la antigua casa–hacienda, donde, le dice, lo espera el Comandante de la Calle. Que los chiquillos de Canudos sean mensajeros — los llaman «párvulos» — ha sido idea de Pajeú. Cuando lo propuso, en este mismo almacén, Joáo Abade dijo que era riesgoso, no eran responsables y su memoria fallaba, pero Pajeú insistió, refutándolo: en su experiencia, los niños habían sido rápidos, eficientes y también abnegados. «Era Pajeú quien tenía razón», piensa el ex–esclavo viendo la mano pequeñita que no suelta la suya hasta que lo deja frente a Joáo Abade, quien, apoyado en el mostrador, bebe y mastica, tranquilo, mientras escucha a Pedráo, al que rodean una docena de yagunzos. Al verlo, le hace señas de que se acerque y le apriete la mano con fuerza. Joáo Grande quiere decirle lo que siente, agradecerle, felicitarlo por haber conseguido esas armas, municiones y comida, pero, como siempre, algo lo retiene, intimida, avergüenza: sólo el Consejero es capaz de romper esa barrera que desde que tiene uso de razón le impide participar a la gente los sentimientos de su alma. Saluda a los otros con movimientos de cabeza o palmeándolos. Siente de pronto un enorme cansancio y se acuclilla en el suelo. Asunción Sardelinha le pone en las manos una escudilla repleta de carne asada con farinha y una jarra de agua. Durante un rato olvida la guerra y quién es y come y bebe con felicidad. Cuando termina, nota que Joáo Abade, Pedráo y los otros están callados, esperándolo, y se siente confuso. Balbucea una disculpa.
Está explicándoles lo sucedido en las Umburanas cuando el indescriptible trueno lo levanta y remece en el sitio. Unos segundos todos permanecen inmóviles, encogidos, con las manos cubriéndose la cabeza, sintiendo vibrar las piedras, el techo, los objetos del almacén como si todo, por efecto de la interminable vibración, fuera a quebrarse en mil astillas.
—¿Ven, ven, se dan cuenta? —entra rugiendo el viejo Joaquim Macambira, irreconocible por el barro y el polvo—. ¿Ves lo que es la Matadeira, Joáo Abade? En vez de responderle, éste ordena al «párvulo» que guió a Joáo Grande y al que la explosión ha lanzado contra los brazos de Pedráo, de los que sale con la cara descompuesta por el miedo, que vea si el cañonazo ha dañado el Templo del Buen Jesús o el Santuario. Luego, hace señas a Macambira de que se siente y coma algo. Pero el
viejo está frenético y, mientras mordisquea el trozo de carne que le alcanza Antonia Sardelinha, sigue hablando con espanto y odio de la Matadeira. Joáo Grande lo oye mascullar: «Si no hacemos algo nos enterrará».
Y de pronto Joáo Grande está viendo, en un sueño plácido, a una tropilla de alazanes briosos que galopan por una playa arenosa y arremeten contra el mar blanco de espuma. Hay un olor a cañaverales, a miel recién hecha, a bagazo triturado que perfuma el aire. Sin embargo, la dicha que es ver a esos lustrosos animales, relinchantes de alegría entre las frescas olas, dura poco, pues súbitamente surge del fondo del mar el alargado y mortífero artefacto, escupiendo fuego como el Dragón al que Oxossi, en los candomblés del Mocambo, extermina con una espada luciente. Alguien retumba: «El Diablo ganará». El susto lo despierta.
Tras una cortina de légañas ve, a la luz vacilante de un mechero, a tres personas comiendo: la mujer, el ciego y el enano que vinieron a Belo Monte con el Padre Joaquim. Es de noche, no hay nadie más en el recinto, ha dormido muchas horas. Siente un remordimiento que lo despierta del todo. «¿Qué ha pasado?», grita, levantándose. Al ciego se le escapa el pedazo de carne y lo ve palpar la tierra, buscándolo. «Yo les dije que te dejaran dormir», oye la voz de Joáo Abade, y en las sombras se perfila su robusta silueta. «Alabado sea el Buen Jesús Consejero», murmura el exesclavo y comienza a disculparse, pero el Comandante de la Calle lo ataja: «Necesitabas dormir, Joáo Grande, nadie vive sin dormir». Se sienta en un tonel, junto al mechero, y el ex–esclavo ve que está demacrado, con los ojos hundidos y la frente estriada. «Mientras yo soñaba con caballos, tú peleabas, corrías, ayudabas», piensa. Siente tanta culpa que apenas se da cuenta que el Enano se acerca a alcanzarles una latita de agua. Después de beber, Joáo Abade se la pasa.
El Consejero está a salvo, en el Santuario, y los ateos no se han movido de la Favela; tirotean, de cuando en cuando. En la cara fatigada de Joáo Abade hay inquietud. «¿Qué pasa, Joáo? ¿Puedo hacer algo?» El Comandante de la Calle lo mira con afecto. Aunque no hablen mucho, el ex–esclavo sabe, desde las peregrinaciones, que el ex–cangaceiro lo aprecia; en multitud de ocasiones se lo ha hecho sentir.
—Joaquim Macambira y sus hijos van a subir a la Favela, a callar a la Matadeira —dice; las tres personas sentadas en el suelo dejan de comer y el ciego estira su cabeza con el ojo derecho pegado a ese anteojo que es un rompecabezas de vidriecitos—. Difícil que lleguen arriba. Pero, si llegan, pueden inutilizarlo. Es fácil. Quebrarle la espoleta o volarle el cargador.
—¿Puedo ir con ellos? —lo interrumpe Joáo Grande—. Le meteré pólvora en el cañón, la volaré.
—Puedes ayudar a los Macambira a subir hasta allá —dice Joáo Abade—. No ir con ellos, Joáo Grande. Sólo ayudarlos a llegar arriba. Es su plan, su decisión. Ven, vamos. Cuando están saliendo, el Enano se prende de Joáo Abade y con voz azucarada lo adula: «Cuando quieras te contaré de nuevo la Terrible y Ejemplar Historia de Roberto el Diablo, Joáo Abade». El ex–cangaceiro lo aparta, sin contestarle.
Afuera, es noche entrada y nubosa. No brilla una sola estrella. No se oyen disparos y no se ve gente en Campo Grande. Tampoco luces en las viviendas. Las reses fueron llevadas, apenas oscureció, detrás del Mocambo. El callejón del Espíritu Santo hiede a carroña y a sangre reseca y mientras escucha el plan de los Macambira, Joáo Grande siente revolotear miríadas de moscas sobre los despojos que escarban los perros. Remontan Campo Grande hasta la explanada de las Iglesias, fortificada por los cuatro costados, con dobles y triples empalizadas de ladrillos, piedras, cajones de tierra, carros volcados, barriles, puertas, latas, estacas, detrás de los cuales se apiñan hombres armados. Descansan, tumbados en el suelo, conversan alrededor de pequeños braseros, y en una de las esquinas un grupo canta, animado por una guitarra. «¿Cómo se puede ser tan poca cosa que uno no resista estar sin dormir ni siquiera cuando se trata de salvar el alma o quemarse por la vida eterna?», piensa, atormentado. En la puerta del Santuario, ocultos tras un alto parapeto de sacos y cajones de tierra, conversan con los hombres de la Guardia Católica mientras esperan a los Macambira. El viejo, sus once hijos y las mujeres de éstos se hallan con el Consejero. Joáo Grande selecciona mentalmente a los muchachos que lo acompañarán y piensa que le gustaría
oír lo que el Consejero estará diciendo a esa familia que va a sacrificarse por el Buen Jesús. Cuando salen, el viejo tiene los ojos brillantes. El Beatito y la Madre María Quadrado los acompañan hasta el parapeto y los bendicen. Los Macambira abrazan a sus mujeres, que se ponen a llorar, prendidas de ellos. Pero Joaquim Macambira pone fin a la escena, indicando que es hora de partir. Las mujeres se van con el Beatito a rezar al Templo del Buen Jesús.
. En el camino hacia las trincheras de la Fazenda Velha, recogen el equipo que Joáo Abade ha ordenado: barras, palancas, petardos, hachas, martillos. El viejo y sus hijos se los reparten en silencio, mientras Joáo Abade les explica que la Guardia Católica distraerá a los perros, con un amago de asalto, mientras ellos reptan hasta la Matadeira. «Vamos a ver si los «párvulos» la han localizado», dice.
Sí, la han localizado. Se lo confirma Pajeú, al recibirlos en la Fazenda Velha. La Matadeira está en la primera elevación, inmediatamente detrás del Monte Mario, junto con los otros cañones de la Primera Columna. Los han colocado en hilera, entre sacos y cuñetes rellenos de piedras. Dos «párvulos» se arrastraron hasta allí y contaron, luego de la tierra de nadie y la línea de tiradores muertos, tres puestos de vigilancia en las laderas casi verticales de la Favela.
Joáo Grande deja a Joáo Abade y los Macambira con Pajeú y se desliza por los laberintos excavados a lo largo de este terreno contiguo al Vassa Barris. Desde estos socavones y oquedades los yagunzos han infligido el castigo más duro a los soldados que, apenas llegaron a las cumbres y avistaron Canudos, se precipitaron por las laderas hacia la ciudad extendida a sus pies. La terrible fusilería los paró en seco, los hizo volverse, revolverse, atropellarse, pisotearse, embrollarse, descubrir que no podían retroceder ni avanzar ni escapar por los flancos y que su única opción era aplastarse contra el suelo y levantar defensas. Joáo Grande camina entre yagunzos que duermen; cada cierto trecho, un centinela se descuelga de los parapetos para hablar con él. El ex–esclavo despierta a cuarenta hombres de la Guardia Católica y les explica lo que van a hacer. No le sorprende saber que esa trinchera casi no ha tenido bajas; Joáo Abade había previsto que la topografía protegería allí a los yagunzos mejor que en ninguna parte. Cuando regresa a Fazenda Velha, con los cuarenta muchachos, Joáo Abade y Joaquim Macambira están discutiendo. El Comandante de la Calle quiere que los Macambira se pongan uniformes de soldados, dice que así tendrán más probabilidades de llegar hasta el cañón. Joaquim Macambira se niega, indignado. —No quiero condenarme —gruñe.
—No te vas a condenar. Es para que tú y tus hijos regresen con vida.
—Mi vida y la de mis hijos es asunto nuestro —truena el viejo.
—Como quieras —se resigna Joáo Abade—. Que el Padre los acompañe, entonces.
—Alabado sea el Buen Jesús Consejero —se despide el viejo.
Cuando están internándose en la tierra de nadie, sale la luna. Joáo Grande maldice entre dientes y oye a sus hombres murmurar. Es una luna amarilla, redonda, enorme, que reemplaza las tinieblas por una tenue claridad en la que aparece la superficie terrosa, sin arbustos, que se pierde en las sombras densas de la Favela. Pajeú los acompaña hasta el pie de la ladera. Joáo Grande no puede dejar de pensar en lo mismo: ¿cómo ha podido quedarse dormido cuando todos velaban? Espía la cara de Pajeú. ¿Ha estado tres, cuatro días sin dormir? Ha hostigado a los perros desde Monte Santo, los ha tiroteado en Angico y las Umburanas, ha regresado a Canudos a acosarlos desde aquí, lo sigue haciendo hace dos días y ahí está, fresco, tranquilo, hermético, guiándolos junto con los dos «párvulos» que lo sustituirán como guía en la pendiente. «Él no se hubiera dormido», piensa Joáo Grande. Piensa: «El Diablo me durmió». Se sobresalta; a pesar de los años transcurridos y el sosiego que ha dado a su vida el Consejero, de tiempo en tiempo, lo atormenta la sospecha de que el Demonio que se metió en el cuerpo la lejana tarde en que mató a Adelinha de Gumucio, permanece agazapado en la sombra de su alma, esperando la ocasión propicia para perderlo de nuevo.
De pronto, el terreno se empina, vertical, frente a ellos. Joáo se pregunta si el viejo Macambira podrá escalarlo. Pajeú les señala la línea de tiradores muertos, visibles a la luz de la luna. Son muchos soldados; eran la vanguardia y cayeron a la misma altura, segados por la fusilería yagunza. En la penumbra, Joáo Grande ve brillar los botones de
sus correajes, las enseñas doradas de sus gorros. Pajeú se despide con un signo de cabeza casi imperceptible y los dos chiquillos comienzan a trepar a gatas la ladera. Joáo Grande y Joaquim Macambira van tras ellos, también gateando, y más atrás la Guardia Católica. Trepan tan sigilosos que ni Joáo los siente. El rumor que producen, los guijarros que hacen rodar, parecen obra del viento. A sus espaldas, abajo, en Belo Monte, oye un murmullo constante. ¿Rezan el rosario en la Plaza? ¿Son los cánticos con que Canudos entierra a los muertos del día, cada noche? Ya percibe, adelante, siluetas, luces, oye voces y tiene todos los músculos alertas, por lo que pueda ocurrir. Los «párvulos» los hacen detenerse. Están cerca de un puesto de centinelas: cuatro soldados, de pie, y tras ellos muchas figuras de soldados iluminados por el resplandor de una fogata. El viejo Macambira se arrastra hasta él y Joáo Grande lo oye respirar, afanoso: «Cuando oigas el pito, quémalos». Asiente: «Que el Buen Jesús los ayude, Don Joaquim». Ve cómo las sombras disuelven a los doce Macambira, aplastados bajo los martillos, palancas y hachas, y al chiquillo que los guía. El otro «párvulo» se queda con ellos.
Espera, en medio de sus hombres, tenso, el silbato indicando que los Macambira han llegado frente a la Matadeira. Tarda mucho y al ex–esclavo le parece que nunca lo va a oír. Cuando —largo, ululante, súbito — borra todos los otros rumores, él y sus hombres disparan simultáneamente contra los centinelas. Estalla una fusilería estruendosa, en todo el contorno. Hay un gran desbarajuste y los soldados apagan la fogata. Tirotean de arriba, pero no los han localizado, pues los tiros no vienen en esta dirección. Joáo Grande ordena a su gente avanzar y un momento después están disparando y aventando petardos contra el campamento, a oscuras, donde hay carreras, voces, órdenes confusas. Una vez que ha vaciado su fusil, Joáo se agazapa y escucha. Arriba, hacia el Monte Mario, parece haber también un tiroteo. ¿Están los Macambira peleando con los artilleros? En todo caso, no vale la pena seguir allí; sus compañeros también han agotado los cartuchos. Con el silbato, da orden de retirarse.
A media pendiente, una figurita menuda los alcanza, corriendo. Joáo Grande le pone la mano en la cabeza enmarañada. —¿Los llevaste hasta la Matadeira? —le pregunta. —Los llevé —responde el chiquillo.
Hay una fusilería ruidosa detrás, como si toda la Favela hubiera entrado en guerra. El chiquillo no añade nada y Joáo Grande piensa, una vez más, en la extraña manera del sertón, donde las gentes prefieren callar a hablar. —¿Y que pasó con los Macambira? —pregunta, al fin. —Los mataron —dice suavemente el chiquillo. —¿A todos? —Creo que a todos.
Ya están en tierra de nadie, a medio camino de las trincheras.
El Enano encontró al miope llorando, encogido en un repliegue de Cocorobó, cuando los hombres de Pedráo se retiraban. De la mano lo guió entre yagunzos que volvían a toda prisa a Belo Monte, convencidos de que los soldados de la Segunda Columna, una vez franqueada la barrera de Trabubú, asaltarían la ciudad. Cuando, a la madrugada siguiente, cruzaban una trinchera delante de los corrales de cabras, en medio de la turbamulta se dieron con Jurema: iba entre las Sardelinhas, azuzando a un asno con canastas. Los tres se abrazaron, conmovidos, y el Enano sintió que, al estrecharlo, Jurema le ponía los labios en la mejilla. Esa noche, tumbados en el almacén, detrás de los toneles y cajas, oyendo el tiroteo que caía sin tregua sobre Canudos, el Enano les contó que, hasta donde podía recordar, ese beso era el primero que le habían dado nunca.
¿Cuántos días duró el tronar del cañón, las ráfagas de fusilería, el estruendo de las granadas que ennegrecían el aire y desportillaban las torres del Templo? ¿Tres, cuatro, cinco? Ellos merodeaban por el almacén, veían entrar de día o de noche a los Vilanova y los demás, los oían discutir y dar órdenes y no entendían nada. Una tarde el Enano tuvo que llenar con un cucharón las bolsitas y cuernos de pólvora para las escopetas y rifles de chispa, y oyó decir a un yagunzo, señalando los explosivos: «Ojalá resistan tus paredes, Antonio Vilanova. Una sola bala podría encender esto y desaparecer la
manzana». No se lo contó a sus compañeros. ¿Para qué aterrorizar más al miope? Las cosas que habían vivido juntos, aquí, habían hecho que sintiera por ambos un afecto que no había sentido ni por las gentes del Circo con las que se llevaba mejor. Durante el bombardeo salió en dos ocasiones, en busca de comida. Pegado a los muros, por donde se deslizaba la gente, mendigó en las viviendas, cegado por el terral, aturdido por el tiroteo. En la calle de La Madre Iglesia vio morir a un niño. La criatura apareció corriendo, detrás de una gallina que aleteaba, y a los pocos pasos abrió los ojos y brincó, como alzada de los pelos. La bala le dio en el vientre, matándola al instante. Llevó el cadáver a la casa de donde la vio salir y como no había nadie la dejó en la hamaca. No pudo capturar a la gallina. El ánimo de los tres, pese a la incertidumbre y a la mortandad, mejoró cuando pudieron comer, gracias a las reses que trajo Joáo Abade a Belo Monte.
Era de noche, se había producido una tregua en el tiroteo, había cesado el rumor de los rezos en la Plaza Matriz, y ellos, en el suelo del almacén, despiertos, conversaban. De pronto, una sigilosa figura se plantó en la puerta, con una lamparilla de barro en las manos. El Enano reconoció la herida y los ojitos acerados de Pajeú. Tenía una escopeta en el hombro, machete y faca en la cintura, bandas de cartuchos cruzadas sobre la camisola.
—Con todo respeto —murmuró—. Quiero que sea mi mujer.
El Enano sintió gemir al miope. Le pareció extraordinario que ese hombre tan reservado, tan lúgubre, tan glacial, hubiera dicho semejante cosa. Adivinó, bajo esa cara crispada por la cicatriz, una gran ansiedad. No se oían disparos, ladridos ni letanías; sólo a un abejorro dándose encontrones contra la pared. El corazón del Enano latía con fuerza; no era miedo sino una sensación dulzona, compasiva, por esa cara rajada que, a la lumbre de la lamparilla, miraba fijo a Jurema, esperando. Sentía la respiración temerosa del miope. Jurema no decía nada. Pajeú se puso a hablar de nuevo, articulando cada palabra. No había estado casado antes, no como mandaban la Iglesia, el Padre, el Consejero. Sus ojos no se apartaban de Jurema, no parpadeaban, y el Enano pensó que era tonto sentir pena por alguien tan temido. Pero en ese instante Pajeú parecía terriblemente desamparado. Había tenido amores de paso, esos que no dejan huella, pero no familia, hijos. Su vida no lo permitía. Siempre andando, huyendo, peleando. Por eso entendió muy bien cuando el Consejero explicó que la tierra cansada, exhausta de que le exijan siempre lo mismo, un día pide reposo. Eso había sido para él Belo Monte, como el descanso de la tierra. Su vida había estado vacía de amor. Pero ahora… El Enano notó que tragaba saliva y se le ocurrió que las Sardelinhas se habían despertado y oían a Pajeú desde las sombras. Era una preocupación, algo que lo recordaba en las noches: ¿se había secado su corazón por falta de amor? Tartamudeó y el Enano pensó: «Ni yo ni el ciego existimos para él». No se había secado: vio a Jurema en la caatinga y lo supo. Algo raro ocurrió en la cicatriz: era la llamita de la lamparilla que, al vacilar, le averiaba aún más el rostro. «Su mano tiembla», se asombró el Enano. Ese día su corazón se puso a hablar, sus sentimientos, su alma. Gracias a Jurema descubrió que no estaba seco por dentro. Su cara, su cuerpo, su voz, se le aparecían aquí y aquí. Se tocó la cabeza y el pecho, en un gesto brusco, y la llamita subió y bajó. Otra vez quedó callado, esperando, y se hicieron presentes de nuevo el zumbido y los encontrones del abejorro contra la pared. Jurema seguía muda. El Enano la observó de soslayo: replegada sobre sí misma, en actitud defensiva, resistía la mirada del caboclo, muy seria. —No podemos casarnos ahora, ahora hay otra obligación —añadió Pajeú, como pidiendo excusas—. Cuando los perros se vayan.
El Enano sintió gemir al miope. Tampoco esta vez los ojos del caboclo se apartaron de Jurema para mirar a su vecino. Pero había una cosa… Algo que había pensado mucho, estos días, mientras rastreaba a los ateos, mientras los tiroteaba. Algo que alegraría su corazón. Calló, se avergonzó, luchó para decirlo: ¿le llevaría Jurema la comida, el agua, a la Fazenda Velha? Era algo que les envidiaba a los demás, algo que también quisiera tener. ¿Lo haría?
—Sí, sí, lo hará, se la llevará —oyó el Enano que decía, atolondrado, el miope—. Lo hará, lo hará.
Pero ni siquiera esta vez los ojos del caboclo lo miraron.
—¿Qué cosa es él de usted? —lo oyó preguntar. Ahora su voz era cortante como una faca—. ¿No su marido, no es cierto?
—No —dijo Jurema, muy suave—. Es… como mi hijo. La noche se llenó de tiros. Primero una andanada, luego otra, violentísima. Se oyeron gritos, carreras, una explosión.
—Me alegro de haber venido, de haberle hablado —dijo el caboclo—. Ahora tengo que irme. ¡Alabado sea el Buen Jesús!
Un momento después la oscuridad anegaba de nuevo el almacén y, en vez del abejorro, oían ráfagas intermitentes, lejanas, cercanas. Los Vilanova estaban en las trincheras y sólo aparecían para las reuniones con Joáo Abade; las Sardelinhas pasaban la mayor parte del día en las Casas de Salud y llevando comida a los combatientes. El Enano, Jurema y el miope eran los únicos que permanecían allí. El almacén se había vuelto a llenar de armamentos y explosivos con el convoy que trajo Joáo Abade y una empalizada de arena y piedras defendía su fachada. ^
—¿Por qué no le respondías? —oyó el Enano agitarse al ciego—. Él estaba en una tensión enorme, violentándose para decirte esas cosas. ¿Por qué no le contestabas? ¿No ves que en ese estado podía pasar del amor al odio, pegarte, matarte, y también a nosotros?
Calló para estornudar, una, dos, diez veces. Al terminar sus estornudos habían terminado también los disparos y el abejorro nocturno revoloteaba sobre sus cabezas. —No quiero ser la mujer de Pajeú —dijo Jurema, como si no les hablara a ellos—. Si me obliga, me mataré. Como se mató una de Calumbí, con una espina de xique–xique. No seré nunca su mujer.
El miope tuvo otro ataque de estornudos y el Enano se sintió sobrecogido: si Jurema moría ¿qué sería de él?
—Debimos escaparnos cuando todavía se podía —oyó gemir al ciego—. Ya no saldremos nunca de aquí. Tendremos una muerte horrible. ^
Pajeú dijo que los soldados se irían —susurró el Enano—. Lo dijo convencido. Él sabe, está peleando, se da cuenta de lo que pasa en la guerra.
Otras veces, el ciego lo refutaba: ¿había enloquecido como estos ilusos, se figuraba que podían ganarle una guerra al Ejército del Brasil? ¿Creía, como ellos, que aparecería el Rey Don Sebastián a luchar de su lado? Pero ahora permaneció callado. El Enano no estaba tan seguro como él que los soldados fueran invencibles. ¿Acaso habían entrado a Canudos? ¿No los había despojado Joáo Abade de sus armas y reses? La gente decía que estaban muriendo como moscas en la Favela, tiroteados por todos lados, sin comida, y gastándose las últimas balas.
Sin embargo, el Enano, cuya pasada existencia itinerante le impedía permanecer encerrado y lo lanzaba a la calle, pese a las balas, fue viendo, en los días sucesivos, que Canudos no tenía el aspecto de una ciudad victoriosa. Con frecuencia, encontraba algún muerto o herido en las callejuelas; si la fusilería era intensa pasaban horas antes de que los llevaran a las Casas de Salud, que estaban ahora, todas, en la calle Santa Inés, cerca del Mocambo. Salvo cuando ayudaba a los enfermeros, a acarrearlos, el Enano evitaba ese sector. Porque en Santa Inés se amontonaban durante el día los cadáveres que sólo podían ser enterrados en las noches —el cementerio estaba en la línea de fuego — y la pestilencia era terrible, fuera de los llantos y quejas de los heridos de las Casas de Salud, y del triste espectáculo de los viejecitos añosos, inválidos, inservibles, encargados de ahuyentar a los urubús y a los perros que querían comerse a los cadáveres mosqueados. Los entierros se celebraban después del rosario y los consejos, que tenían lugar puntualmente, cada anochecer, al llamado de la campana del Templo del Buen Jesús. Pero ahora se hacían a oscuras, sin las candelas chisporroteantes de antes de la guerra. A los consejos solían ir, con él, Jurema y el miope. Pero, a diferencia del Enano, que seguía luego los cortejos al cementerio, se regresaban al almacén una vez que terminaba la prédica del Consejero. Al Enano lo fascinaban los entierros, ese curioso afán de los deudos de que sus muertos se enterraran con algún pedazo de madera encima. Como ya no había quien hiciera ataúdes, pues todos estaban dedicados a la guerra, los cadáveres se sepultaban envueltos en hamacas, a veces dos o tres en una sola. Los parientes ponían dentro de la hamaca una tablita, una rama de arbusto, un objeto cualquiera de
madera, para probarle al Padre su voluntad de dar al muerto un entierro digno, con cajón, que las adversas circunstancias impedían.
Al retorno de una de sus correrías, el Enano encontró en el almacén a Jurema y el ciego con el Padre Joaquim. Desde su llegada, hacía meses, no habían vuelto a estar a solas con él. Lo veían a menudo, a la diestra del Consejero, en la torre del Templo del Buen Jesús, diciendo misa, rezando el rosario que coreaba la multitud en la Plaza Matriz, en las procesiones, cercado por argollas de la Guardia Católica y en los entierros, salmodiando responsos en latín. Habían oído que sus desapariciones eran viajes que lo llevaban por los rincones del sertón, para hacer encargos y traer ayuda a los yagunzos. Desde que se reanudó la guerra, aparecía con frecuencia en las calles, sobre todo en Santa Inés, adonde iba a confesar e impartir la extremaunción a los moribundos de las Casas de Salud. Aunque se había cruzado con él varias veces nunca le había dirigido la palabra; pero, al entrar el Enano al almacén, el curita le estiró la mano y le dijo unas palabras amables. Estaba sentado en un banquito de ordeñadora y, frente a él, Jurema y el miope, en el suelo, con las piernas cruzadas.
—Nada es fácil, ni siquiera esto que parecía lo más fácil del mundo —dijo el Padre Joaquim a Jurema, desalentado, haciendo sonar los labios cuarteados—. Yo pensaba que te daría una gran felicidad. Que, esta vez, me recibirían como portador de alegría en una casa. —Hizo un pausa y se humedeció la boca con la lengua—. Sólo voy a las casas con los santos óleos, a cerrar los ojos a los muertos, a ver sufrir.
El Enano pensó que, en estos meses, se había vuelto un viejecillo. Casi no tenía cabellos y entre las motas de pelusa blanca, sobre las orejas, se veía su cráneo tostado y cubierto de pecas. Su flacura era extrema; la abertura de la raída sotana azulina delataba los huesos salientes de su pecho; su cara se había descolgado en pellejos amarillentos, en los que blanqueaban puntitos de barba crecida, lechosa. En su expresión, además de hambre y vejez, había inmensa fatiga.
—No me casaré con él, Padre —dijo Jurema—. Si quiere obligarme, me mataré. Habló tranquila, con la quieta determinación con que les había hablado aquella noche, y el Enano comprendió que el cura de Cumbe debía ya haberla oído decir lo mismo, pues no se sorprendió:
—No quiere obligarte —musitó—. No se le pasa por la cabeza siquiera la idea de que lo rechazarías. Sabe, como todo el mundo, que cualquier mujer de Canudos se sentiría dichosa de haber sido elegida por Pajeú para formar un hogar. ¿Tú sabes quién es Pajeú, no es verdad, hija? Has oído, seguramente, las cosas que se cuentan de él. Se quedó mirando el suelo terroso, con aire compungido. Un pequeño ciempiés se arrastraba entre sus sandalias, por las que asomaban sus dedos flacos y amarillentos, de uñas negras crecidas. No lo pisó, lo dejó alejarse, perderse entre la ristra de fusiles apoyados unos en otros.
—Todas son ciertas, incluso están por debajo de la verdad —añadió, de la misma manera abatida—. Esas violencias, muertes, robos, saqueos, venganzas, esas ferocidades gratuitas, como cortar orejas, narices. Toda esa vida de locura e infierno. Y, sin embargo, ahí está, también él, como Joáo Abade, como Táramela, Pedráo y los demás… El Consejero hizo el milagro, volvió oveja al lobo, lo metió al redil. Y por volver ovejas a los lobos, por dar razones para cambiar de vida a gentes que sólo conocían el miedo y el odio, el hambre, el crimen y el pillaje, por espiritualizar la brutalidad de estas tierras, les mandan Ejército tras Ejército, para que los exterminen. ¿Qué confusión se ha apoderado del Brasil, del mundo, para que se cometa una iniquidad así? ¿No es como para darle también en eso la razón al Consejero y pensar que efectivamente Satanás se ha adueñado del Brasil, que la República es el Anticristo?
No hablaba de prisa, no alzaba la voz, no estaba enfurecido ni triste. Sólo abrumado. —No es terquedad ni que le tenga odio —oyó el Enano que decía Jurema, con la misma firmeza—. Si fuera otro que Pajeú, tampoco lo aceptaría. No quiero volver a casarme, Padre.
—Está bien, lo he entendido —suspiró el cura de Cumbe—. Ya lo arreglaremos. Si no quieres, no te casarás con él. No tiene que matarte. Yo soy el que casa a la gente en Belo Monte, aquí no hay matrimonio civil. —Hizo una media sonrisa y asomó una lucecita picara en sus pupilas—. Pero no podemos decírselo de golpe. No hay que herirlo.
La susceptibilidad en gente como Pajeú es una enfermedad tremenda. Otra cosa que siempre me ha asombrado es ese sentido del honor tan puntilloso. Son una llaga viva. No tienen nada pero les sobra honor. Es su riqueza. Bueno, vamos a comenzar por decirle que tu viudez es demasiado reciente para contraer ahora un nuevo matrimonio. Lo haremos esperar. Pero hay una cosa. Es importante para él. Llévale la comida a Fazenda Velha. Me ha hablado de eso. Necesita sentir que una mujer se ocupa de él. No es mucho. Dale gusto. De lo otro, lo iremos desanimando, a pocos.
La mañana había estado tranquila; ahora comenzaban a oírse tiros, espaciados y muy a lo lejos.
—Has despertado una pasión —añadió el Padre Joaquim—. Una gran pasión. Anoche vino al Santuario a pedirle permiso al Consejero para casarse contigo. Dijo que también recibiría a estos dos, ya que son tu familia, que se los llevaría a vivir con él… Bruscamente, se incorporó. El miope estaba sacudido por los estornudos y el Enano se echó a reír, regocijado con la idea de volverse hijo adoptivo de Pajeú: nunca más le faltaría comida.
—Ni por eso ni por nada me casaría con él —repitió Jurema, inconmovible. Aunque añadió, bajando la vista —: Pero, si usted cree que debo hacerlo, le llevaré la comida. El Padre Joaquim asintió y daba media vuelta cuando el miope se incorporó de un salto y lo cogió del brazo. El Enano, al ver su ansiedad, adivinó lo que iba a decir.
—Usted puede ayudarme —susurró, mirando a derecha y a izquierda—. Hágalo por sus creencias, Padre. Yo no tengo nada que ver con lo que pasa aquí. Estoy en Canudos por accidente, usted sabe que no soy soldado ni espía, que no soy nadie. Se lo ruego, ayúdenle.
El cura de Cumbe lo miraba con conmiseración.
—¿A irse de aquí? —murmuró.
—Sí, sí —tartamudeó el miope, moviendo la cabeza—. Me lo han prohibido. No es justo…
—Debió escaparse —susurró el Padre Joaquim—. Cuando era posible, cuando no había soldados por todas partes.
—¿No ve en qué estado estoy? —gimoteó el miope, señalándose los ojos enrojecidos, saltones, acuosos, huidizos—. ¿No ve que sin anteojos soy un ciego? ¿Podía irme solo, dando tumbos por el sertón? —Su voz se quebró en un chillido—. ¡No quiero morir como una rata!
El cura de Cumbe pestañeó varias veces y el Enano sintió frío en la espalda, como siempre que el miope predecía la muerte inminente para todos ellos.
—Yo tampoco quiero morir como una rata —silabeó el curita, haciendo una mueca—. Tampoco tengo que ver con esta guerra. Y, sin embargo… —Agitó la cabeza, como para ahuyentar una imagen—. Aunque quisiera ayudarlo, no podría. Sólo salen de Canudos bandas armadas, a pelear. ¿Podría ir con ellas, acaso? —Hizo un gesto amargo—. Si cree en Dios, encomiéndese a Él. Es el único que puede salvarnos, ahora. Y si no cree, me temo que no haya nadie que pueda ayudarlo, mi amigo.
Se alejó, arrastrando los pies, encorvado y triste. No tuvieron tiempo de comentar su visita pues en ese momento entraron en el almacén los hermanos Vilanova, seguidos de varios hombres. Por sus diálogos, el Enano entendió que los yagunzos estaban abriendo una nueva trinchera, al Oeste de Fazenda Velha, siguiendo la curva del Vassa Barris frente al Tabolerinho, pues parte de las tropas se habían desprendido de la Favela y venían dando un rodeo al Cambaio probablemente para emplazarse en ese sector. Cuando los Vilanova partieron, llevándose armas, el Enano y Jurema consolaron al miope, tan afligido por su diálogo con el Padre Joaquim que le corrían las lágrimas por las mejillas y le vibraban los dientes.
Aquella misma tarde acompañó el Enano a Jurema a llevar comida a Pajeú, a la Fazenda Velha. Ella pidió también al miope que la acompañara, pero el miedo que le inspiraba el caboclo y lo peligroso que era atravesar todo Canudos, lo hicieron negarse. La comida para los yagunzos se preparaba en el callejón de San Cipriano, donde beneficiaban las reses que aún subsistían de la correría de Joáo Abade. Hicieron una larga cola hasta llegar a Catarina, la escuálida mujer de Joáo Abade, que, con otras, distribuía trozos de carne y farinha, y zurrones que los «párvulos» iban a llenar a la aguada de San Pedro. La
mujer del Comandante de la Calle les dio una canasta con viandas y ellos se unieron a la fila que iba a las trincheras. Había que recorrer el callejón de San Crispín e ir agachado o gateando por las barrancas del Vassa Barris, cuyas anfractuosidades eran escudo contra las balas. Desde el río, las mujeres ya no podían continuar en grupo, sino de una en una, corriendo en zigzag o, las más prudentes, arrastrándose. Había unos trescientos metros entre las barracas y las trincheras y mientras corría, pegado a Jurema, el Enano iba viendo a su derecha las torres del Templo del Buen Jesús, atiborradas de tiradores, y a su izquierda las lomas de la Favela de las que, estaba seguro, miles de fusiles los apuntaban. Llegó sudando a la orilla de la trinchera y dos brazos lo bajaron al foso. Vio la cara estropeada de Pajeú.
No parecía sorprendido de verlos allí. Ayudó a Jurema, alzándola como una pluma, y la saludó con una inclinación de cabeza, sin sonreír, con naturalidad, como si ella hubiera estado viniendo ya muchos días. Cogió la canasta y les indicó que se apartaran, pues obstruían el trajín de las mujeres. El Enano avanzó entre yagunzos que comían en cuclillas, charlaban con las recién llegadas, o espiaban por boquetes de tubos y troncos horadados que les permitían disparar sin ser vistos. El conducto se amplió por fin en un espacio semicircular. La gente estaba allí menos apiñada y Pajeú se sentó en un rincón. Hizo señas a Jurema de que fuera a su lado. Al Enano, que no sabía si acercarse, le señaló la canasta. Él, entonces, se acomodó junto a ellos y compartió con Jurema y Pajeú el agua y las viandas.
Durante un buen rato, el caboclo no dijo palabra. Comía y bebía, sin siquiera mirar a sus acompañantes. Jurema tampoco lo miraba y el Enano se decía que era tonta de rechazar como marido a ese hombre que podía resolverle todos los problemas. ¿Qué le importaba que fuera feo? A ratos, observaba a Pajeú. Perecía mentira que este hombre que masticaba con empeño frío, de expresión indiferente —había apoyado el fusil contra el muro, pero conservaba la faca, el machete y las sartas de municiones en el cuerpo—, fuera el mismo que con voz temblorosa y desesperada dijo aquellas cosas de amor a Jurema. No había tiroteo sino balas esporádicas, algo a lo que los oídos del Enano se habían acostumbrado. A lo que no se habituaba era a los cañonazos. Su estruendo venía seguido de terral, de derrumbes, de un boquerón en la tierra, del llanto aterrado de las criaturas y a menudo de cadáveres desmembrados. Cuando tronaba, era el primero en aplastarse contra la tierra y permanecía allí, con los ojos cerrados, sudando frío, prendido de Jurema y del miope si estaban cerca, tratando de rezar.
Para romper ese silencio, preguntó tímidamente si era verdad que Joaquim Macambira y sus hijos, antes de que los mataran, destruyeron a la Matadeira. Pajeú dijo que no. Pero la Matadeira les explotó a los masones pocos días después y, parecía, murieron tres o cuatro de los que la disparaban. Tal vez el Padre había hecho eso para premiarlos por su martirio. El caboclo evitaba mirar a Jurema y ésta parecía no oírlo. Dirigiéndose siempre a él, Pajeú añadió que los ateos de la Favela estaban de mal en peor, muñéndose de hambre y enfermedad, desesperados por las bajas que les hacían los católicos. En las noches, hasta aquí se les oía quejarse y llorar. ¿Quería decir, entonces, que se irían pronto?
Pajeú hizo un gesto de duda.
—El problema está atrás —murmuró, señalando con la barbilla hacia el Sur—. En Queimadas y Monte Santo. Llegan más masones, más fusiles, más cañones, más rebaños, más granos. Viene otro convoy con refuerzos y comida. Y a nosotros se nos acaba todo.
En su cara pálido amarillenta, la cicatriz se frunció ligeramente.
—Voy a ir yo, esta vez, a pararlo —dijo, volviéndose a Jurema. El Enano se sintió apartado de pronto a leguas de allí—. Una lástima que, justamente ahora, tenga que partir.
Jurema resistió la mirada del ex–cangaceiro con expresión dócil y ausente, sin decir nada. —No sé cuánto estaré fuera. Vamos a caerles por Jueté. Tres o cuatro días, lo menos. Jurema entreabrió la boca pero no dijo nada. No había hablado desde que llegó. Hubo en eso una agitación en la trinchera y el Enano vio acercarse un tumulto, precedido por un rumor. Pajeú se levantó y cogió su fusil. En desorden, atropellando a los sentados y acuclillados, varios yagunzos llegaron hasta ellos. Rodearon a Pajeú y estuvieron un
momento mirándolo, sin que nadie hablara. Lo hizo, al fin, un viejo, que tenía un lunar peludo en el cogote:
—Mataron a Táramela —dijo—. Le cayó una bala en la oreja, mientras comía. —Escupió y, mirando el suelo, gruñó —: Te has quedado sin tu suerte, Pajeú.
«Se pudren antes de morir», dice en voz alta el joven Teotónio Leal Cavalcanti, que cree estar pensando, no hablando. Pero no hay temor de que lo oigan los heridos. Aunque el Hospital de Sangre de la Primera Columna está bien resguardado del fuego, en una hendidura entre las cumbres de la Favela y el Monte Mario, el fragor de los disparos, sobre todo de la artillería, resuena aquí abajo repetido y aumentado por el eco de la semibóveda de los montes, y es un suplicio más para los heridos que tienen que gritar si quieren hacerse oír. No, nadie lo ha oído.
La idea de la pudrición atormenta a Teotónio Leal Cavalcanti. Estudiante del último año de Medicina de Sao Paulo cuando, por su ferviente convicción republicana, se enroló como voluntario con las tropas que partían a defender a la Patria allá en Canudos, ha visto antes de ahora, por supuesto, heridos, agonizantes, cadáveres. Pero aquellas clases de anatomía, las autopsias en el anfiteatro de la Facultad, los heridos de los hospitales donde hacía prácticas de cirugía ¿cómo se podrían comparar al infierno que es la ratonera de la Favela? Lo que lo maravilla es la velocidad con que se infectan las heridas, cómo en pocas horas se advierte en ellas un desasosiego, el hervor de los gusanos, y cómo inmediatamente empiezan a supurar pus fétida.
«Te servirá para tu carrera», le dijo su padre al despedirlo en la estación de Sao Paulo. «Tendrás una práctica intensiva de primeros auxilios.» Ha sido una práctica de carpintero, más bien. Algo ha aprendido en estas tres semanas: los heridos mueren más en razón de la gangrena que de las heridas, los que tienen más posibilidades de salvarse son aquellos que reciben el balazo o el tajo en brazos y piernas —miembros separables — siempre que se les ampute y cauterice a tiempo. Sólo los tres primeros días alcanzó el cloroformo para hacer las amputaciones con humanidad; en esos días era Teotónio quien reventaba las ampolletas, embebía una mota de algodón con el líquido emborrachante y los sujetaba contra la nariz del herido mientras el Capitán–cirujano, doctor Alfredo Gama, serruchaba, resoplando. Cuando se terminó el cloroformo, el anestésico fue una copa de aguardiente y ahora que se terminó el aguardiente las operaciones se hacen en frío, esperando que la víctima se desmaye pronto, de modo que el cirujano pueda operar sin la distracción de los alaridos. Es Teotónio Leal Cavalcanti quien ahora serrucha y corta los pies, piernas, manos y brazos de los gangrenados, mientras dos enfermeros sujetan a la víctima hasta que pierde el sentido. Y es él quien, luego de haber amputado, cauteriza los muñones quemando en ellos un poco de pólvora, o con grasa ardiente, como le enseñó el Capitán Alfredo Gama antes del estúpido accidente.
Estúpido, sí. Pues el Capitán Gama sabía que sobran artilleros y que, en cambio, escasean los médicos. Sobre todo médicos como él, experimentados en esta medicina de urgencia, que aprendió en las selvas del Paraguay, adonde fue de voluntario siendo estudiante, como ha venido a Canudos el joven Teotónio. Pero en esta guerra con el Paraguay, el Doctor Alfredo Gama contrajo para su desgracia, según lo confesaba, el «vicio de la artillería». Ese vicio acabó con él hace siete días, echando sobre los hombros de su joven ayudante la abrumadora responsabilidad de doscientos heridos, enfermos y moribundos que se apiñaban, semidesnudos, pestilentes, roídos por los gusanos, sobre la roca —sólo uno que otro tiene una manta o estera — en el Hospital de Sangre. El cuerpo de Sanidad de la Primera Columna se dividió en cinco equipos, y el Capitán Alfredo Gama y Teotónio constituían uno de ellos, el que tenía a su cargo la zona Norte del Hospital. El «vicio de la artillería» impedía al Doctor Alfredo Gama concentrarse exclusivamente en los heridos. De pronto paraba una curación para trepar ansiosamente el Alto do Mario, adonde se ha arrastrado a pulso todos los cañones de la Primera Columna. Los artilleros le permitían disparar los Krupp, incluso la Matadeira. Teotónio lo recuerda, profetizando: «¡Un cirujano derribará las torres de Canudos!». El Capitán retornaba a la hendidura con bríos renovados. Era un hombre grueso, sanguíneo, abnegado y jovial, que se encariñó
con Teotónio Leal Cavalcanti desde el día que lo vio entrar al cuartel. Su personalidad desbordante, su alegría, su vida aventurera, sus pintorescas anécdotas sedujeron de tal manera al estudiante que éste pensó seriamente, en el viaje a Canudos, permanecer en el Ejército una vez diplomado, igual que su ídolo. En la breve escala del Regimiento en Salvador, el Doctor Gama llevó a Teotónio a conocer la Facultad de Medicina de Bahía, en la Plaza de la Basílica Catedral y, frente a la fachada amarilla de grandes ventanales azules en forma de ojiva, bajo los flamboyanes, cocoteros y crotos, el médico y el estudiante bebieron aguardiente dulzón entre los quioscos levantados sobre las baldosas de piedras blancas y negras, rodeados de vendedores de baratijas y de cocineras. Siguieron bebiendo hasta el amanecer, que los sorprendió en un burdel de mulatas, locos de felicidad. Al subir al tren a Queimadas, el Doctor Gama hizo tragar a su discípulo una poción vomitiva, «para prevenir la sífilis africana», según le explicó. Teotónio se seca el sudor, mientras da de beber quinina mezclada con agua a un varioloso que delira por la fiebre. A un lado, hay un soldado con los huesos del codo al aire y, al otro, un baleado en el vientre al que, como carece de esfínter, se le salen todas las heces. El olor a excrementos se mezcla con la chamusquina de los cadáveres que queman a lo lejos. Quinina y ácido fénico es lo único que queda en la ambulancia del Hospital de Sangre. El yodoformo se acabó al mismo tiempo que el cloroformo y, a falta de antisépticos, los médicos han estado usando subnitrato de bismuto y calomelanos. Ahora, ambas cosas también se han acabado. Teotónio Leal Cavalcanti lava las heridas con una solución de agua y ácido fénico. Lo hace acuclillado, sacando la solución fenicada de la bacía con las manos. A otros, les hace tragar un poco de quinina con medio vaso de agua. Se ha traído gran cantidad de quinina en previsión de fiebres palúdicas. «El síndrome de la guerra con el Paraguay», decía el Doctor Gama. Allá habían diezmado al Ejército. Pero el paludismo era inexistente en este clima sequísimo, donde sólo en torno a las escasas aguadas proliferaban mosquitos. Teotónio sabe que la quinina no les hará ningún bien, pero, al menos, les da la ilusión de estar siendo curados. Fue el día del accidente, precisamente, que el Capitán Gama empezó a repartir quinina, a falta de otra cosa.
Piensa en cómo ocurrió, en cómo debió ocurrir ese accidente. Él no estaba allí; se lo han contado y, desde entonces, ésa es, junto con la de los cuerpos que se pudren, una de las pesadillas que estorban su sueño las pocas horas que consigue dormir. La del jocundo y enérgico Capitán–cirujano encendiendo el cañón Krupp 34 cuya culata ha cerrado mal, por apresuramiento. Al detonar la espoleta, la explosión se propaga desde la culata entreabierta a un barril de cartuchos contiguo. Ha oído referir a los artilleros que vieron elevarse al Doctor Alfredo Gama varios metros, que cayó a veinte pasos convertido en un informe montón de carne. Con él han muerto el Teniente Odilón Corioano de Azevedo, el Alférez José A. do Amaral y tres soldados (otros cinco tuvieron quemaduras). Cuando Teotónio llegó al Alto do Mario, los cadáveres estaban siendo incinerados, conforme a una disposición sugerida por la Sanidad, en vista de lo difícil que es enterrar a todos los que mueren: en este suelo que es roca viva abrir una tumba es un gran desgaste de energía, pues las lampas y picos se abollan contra la piedra sin arrancarla. La orden de quemar los cadáveres ha motivado una violenta discusión entre el General Osear y el Capellán de la Primera Columna, el Padre capuchino Lizzardo, quien llama a la incineración «perversidad masónica».
El joven Teotónio guarda un recuerdo del Doctor Alfredo Gama: una cinta milagrosa del Senhor de Bonfim, que les vendieron aquella tarde, en Bahía, los funámbulos de la Plaza de la Basílica Catedral. Se la llevará a la viuda de su jefe, si regresa a Sao Paulo. Pero Teotónio duda que vuelva a ver la ciudad donde nació, estudió y donde se alistó en el Ejército por este idealismo romántico: servir a la Patria y a la Civilización. En estos meses, ciertas creencias que parecían sólidas, se han visto profundamente socavadas. Por ejemplo, su idea del patriotismo, sentimiento que, creía antes, corría por la sangre de todos estos hombres venidos de los cuatro rincones del Brasil a defender a la República contra el oscurantismo, la conspiración traidora y la barbarie. Tuvo la primera desilusión en Queimadas, en esa larga espera de dos meses, en el caos que era la aldea sertanera convertida en Cuartel General de la Primera Columna. En la Sanidad, donde trabajaba con el Capitán Alfredo Gama y otros facultativos, descubrió que muchos
trataban de evitar la guerra mediante el pretexto de la mala salud. Los había visto inventar enfermedades, aprenderse los síntomas y recitarlos como consumados actores, para hacerse declarar ineptos. El médico–artillero le enseñó a desbaratar los insensatos recursos de que se valían para darse fiebres, vómitos, diarreas. Que entre ellos hubiera no sólo soldados de línea, es decir, gente inculta, sino oficiales, había sido para Teotónio un duro remezón.
El patriotismo no estaba tan extendido como suponía. Es un pensamiento que se ha confirmado en las tres semanas que lleva en esta ratonera. No es que los hombres no peleen; han peleado, están peleando. Él ha visto con qué bravura han resistido, desde Angico, los ataques de ese enemigo sinuoso, cobarde, que no da la cara, que no conoce las leyes y las maneras de la guerra, que se embosca, que ataca al sesgo, desde escondites, y se esfuma cuando los patriotas van a su encuentro. En estas tres semanas, pese a que una cuarta parte de las fuerzas expedicionarias han caído muertas o heridas, los hombres siguen combatiendo, pese a la falta de comida, pese a que todos empiezan a perder la esperanza de que llegue el convoy de refuerzos.
¿Pero, cómo conciliar el patriotismo con los negociados? ¿Qué amor al Brasil es este que permite esos sórdidos tráficos entre hombres que defienden la más noble de las causas, la de la Patria y la Civilización? Es otra realidad que desmoraliza a Teotónico Leal Cavalcanti: la forma en que se negocia y especula, en razón de la escasez. Al principio, fue sólo el tabaco el que se vendía y revendía cada hora más caro. Esa misma mañana, ha visto pagar doce mil reis por un puñado a un Mayor de Caballería… ¡Doce mil reis! Diez veces más de lo que vale una caja de tabaco en la ciudad. Después, todo ha aumentado vertiginosamente, todo ha pasado a ser objeto de puja. Como los ranchos son ínfimos —los oficiales reciben mazorcas de maíz verde, sin sal, y los soldados el pienso de los caballos — se pagan precios fantásticos por los comestibles: treinta y cuarenta mil reis por un cuarto de chivo, cinco mil por una mazorca de maíz, veinte mil por una rapadura, cinco mil por una taza de farinha, mil y hasta dos mil por una raíz de imbuzeiro o por un cacto «cabeza de frade» del que se puede extraer pulpa. Los cigarros llamados «fuzileires» se venden a mil reis y una taza de café a cinco mil. Y, lo peor, es que él también ha sucumbido al tráfico. Él también, empujado por el hambre y la necesidad de fumar, ha estado gastándose lo que tiene, pagando cinco mil reis por una cuchara de sal, artículo que sólo ahora ha descubierto lo codiciado que podía ser. Lo que horripila es saber que buena parte de esos productos tienen un origen ilícito, son robados de las despensas de la Columna, o robos de robos…
¿No es sorprendente que, en estas circunstancias, cuando se están jugando la vida cada segundo, en esta hora de la verdad que debía purificarlos, dejando en ellos sólo lo elevado, muestren esa avidez por negociar y atesorar dinero? «No es lo sublime sino lo sórdido y abyecto, el espíritu de lucro, la codicia, lo que se exacerba ante la presencia de la muerte», piensa Teotónio. La idea que se hacía del hombre se ha visto brutalmente mancillada en estas semanas.
Lo aparta de sus pensamientos alguien que llora a sus pies. A diferencia de otros, que sollozan, éste llora en silencio, como avergonzado. Se arrodilla junto a él. Es un soldado viejo que ya no aguanta más la comezón.
—Me he rascado, Señor Doctor —murmura—. No me importa que se infecte o lo que sea.
Es una de las víctimas de esa arma diabólica de los caníbales que ha destrozado la epidermis de buen número de patriotas: las hormigas cacaremas. Al principio parecía un fenómeno natural, una fatalidad, que esos bichos feroces, que perforan la piel, producen sarpullidos y un ardor atroz, salieran de sus escondrijos con el fresco de la noche para ensañarse en los dormidos. Pero se ha descubierto que los hormigueros, unas construcciones esféricas de barro, los suben hasta el campamento los yagunzos, y los revientan allí, para que los enjambres voraces hagan estragos entre los patriotas que descansan… ¡Y son niños de pocos años a quienes los caníbales mandan arrastrándose a depositar los hormigueros! Uno de ellos ha sido capturado; al joven Teotónio le han dicho que el «yagunzinho» se debatía en los brazos de sus captores como una fiera, insultándoles con las groserías del rufián más deslenguado….
Al levantar la camisa del viejo soldado para examinar su pecho, Teotónio encuentra que
las placas amoratadas de ayer, son ahora una mancha rojiza con pústulas presas de continua agitación. Sí, ya están allí, reproduciéndose, royendo las entrañas del pobre hombre. Teotónio ha aprendido a disimular, a mentir, a sonreír. Las picaduras van mejor, afirma, el soldado debe tratar de no rascarse. Le da de beber media taza de agua con quinina asegurándole que con esto la comezón disminuirá.
Prosigue su ronda, imaginando a esos niños a quienes los degenerados mandan en las noches con los hormigueros. Bárbaros, inciviles, salvajes: sólo gentes sin sentimientos pueden pervertir así a seres inocentes. Pero también sobre Canudos han cambiado las ideas del joven Teotónio. ¿Son, efectivamente, restauradores monárquicos? ¿Están coludidos, de veras, con la Casa de Braganza y los esclavistas? ¿Es cierto que los salvajes son apenas un instrumento de la Pérfida Albión? Aunque los oye gritar ¡Muera la República!, Teotónio Leal Cavalcanti ya no está tan seguro de eso, tampoco. Todo se ha vuelto confuso. Él esperaba encontrar, aquí, oficiales ingleses, asesorando a los yagunzos, enseñándoles a manejar el armamento modernísimo metido de contrabando por las costas bahianas que se ha descubierto. ¡Pero entre los heridos que simula que cura hay víctimas de hormigas cacaremas y, también, de dardos y flechas emponzoñadas y de piedras puntiagudas lanzadas con hondas de trogloditas! De modo que eso del ejército monárquico, reforzado por oficiales ingleses, le parece ahora algo fantástico. «Tenemos al frente a simples caníbales», piensa. «Y, sin embargo, estamos perdiendo la guerra; la hubiéramos perdido si la Segunda Columna no llega a socorrernos cuando nos emboscaron en estos cerros.» ¿Cómo entender semejante paradoja? Una voz lo detiene: «¿Teotónio?». Es un Teniente en cuya guerrera en hilachas se lee todavía su grado y destino: Noveno Batallón de Infantería, Salvador. Se halla en el Hospital de Sangre desde el día que la Primera Columna llegó a la Favela; estaba entre los cuerpos de vanguardia de la Primera Brigada, a los que el Coronel Joaquim Manuel de Medeiros llevó insensatamente a intentar una carga, descendiendo la cuesta de la Favela hacia Canudos. La carnicería que les causaron los yagunzos, desde sus trincheras invisibles, fue espantosa; todavía se ve a la primera línea de soldados petrificada a media pendiente, donde fue detenida. El Teniente Pires Ferreira ha recibido una explosión en la cara; le arrancó las dos manos que había levantado y lo ha dejado ciego. Como era el primer día, el Doctor Alfredo Gama pudo anestesiarlo con morfina mientras le suturaba los muñones y desinfectaba su cara llagada. El Teniente Pires Ferreira tiene la fortuna de que sus heridas estén protegidas por vendas del polvo y los insectos. Es un herido ejemplar, al que Teotónio nunca ha oído llorar ni quejarse. Cada día, al preguntarle cómo se siente, lo oye responder: «Bien». Y decir «Nada» cuando le pregunta si quiere algo. Teotónio suele conversar con él, en Jas noches, tumbado a su lado en el cascajo, mirando las estrellas siempre abundantes en el cielo de Canudos. Así se ha enterado que el Teniente Pires Ferreira es veterano de esta guerra, uno de los pocos que ha servido en las cuatro expediciones enviadas por la República a combatir a los yagunzos; así ha sabido que para este infortunado oficial esta tragedia es el remate de una serie de humillaciones y derrotas. Ha comprendido, entonces, el porqué de la amargura que rumia, por qué resiste con estoicismo esas penalidades que destruyen la moral y la dignidad de otros. En él las peores heridas no son físicas.
—¿Teotónio? —repite Pires Ferreira. Las vendas le cubren media cara, pero no la boca ni el mentón.
—Sí —dice el estudiante, sentándose a su lado. Indica a los dos enfermeros con el botiquín y los zurrones que descansen; ellos se retiran unos pasos y se dejan caer sobre el cascajo—. Voy a acompañarte un rato, Manuel da Silva. ¿Necesitas algo? —¿Nos están oyendo? —dice el vendado, en voz baja—. Es confidencial, Teotónio. En ese momento suenan las campanas, al otro lado de los cerros. El joven Leal Cavalcanti mira al cielo: sí, oscurece, es la hora de las campanas y el rosario de Canudos. Repican todos los días, con una puntualidad mágica, e infaliblemente, poco después, si no hay tiroteo y cañonazos, hasta los campamentos de la Favela y el Monte Mario llegan las avemarías de los fanáticos. Una inmovilidad respetuosa se instala a esta hora en el Hospital de Sangre; muchos heridos y enfermos se persignan al oír las campanas y mueven los labios, rezando al mismo tiempo que sus enemigos. El mismo Teotónio, pese a que ha sido un católico apático, no puede dejar de sentir cada tarde,
con estos rezos y campanadas, una sensación curiosa, indefinible, algo que, si no es la fe, es nostalgia de fe.
—O sea que el campanero sigue vivo —murmura, sin responder al Teniente Pires Ferreira—. No pueden bajarlo todavía.
El Capitán Alfredo Gama hablaba mucho del campanero. Lo había visto un par de veces trepando al campanario del Templo de las torres, y, otra, en el pequeño campanario de la capilla. Decía que era un viejecito insignificante e imperturbable, que se columpiaba del badajo, indiferente a la fusilería con que respondían a las campanas los soldados. El Doctor Gama le refirió que tumbar esos campanarios desafiantes y acallar al viejecillo provocador es ambición obsesiva allá, en el Alto do Mario, entre los artilleros, y que todos alistan sus fusiles para apuntarlo, a la hora del Ángelus. ¿No han podido matarlo aún o éste es un nuevo campanero?
—Lo que voy a pedirte no es producto de la desesperación —dice el Teniente Pires Ferreira—. No es el pedido de alguien que ha perdido el juicio.
Tiene la voz serena y firme. Está totalmente inmóvil sobre la manta que lo separa del cascajo, con la cabeza apoyada en una almohadilla de paja, y los muñones vendados sobre su vientre.
—No debes desesperar —dice Teotónio—. Serás de los primeros evacuados. Apenas lleguen los refuerzos y regrese el convoy, te llevarán en ambulancia a Monte Santo, a Queimadas, a tu casa. El General Osear lo prometió el día que vino al Hospital de Sangre. No desesperes, Manuel da Silva.
—Te lo pido por lo que más respetes en el mundo —dice, suave y firme, la boca de Pires Ferreira—. Por Dios, por tu padre, por tu vocación. Por esa novia a la que escribes versos, Teotónio.
—¿Qué quieres, Manuel da Silva? —murmura el joven paulista, apartando la vista del herido, disgustado, absolutamente seguro de lo que va a oír.
—Un tiro en la sien —dice la voz suave, firme—. Te lo suplico desde el fondo de mi alma.
No es el primero que le pide semejante cosa y sabe que no será el último. Pero es el primero que se lo pide con tanta tranquilidad, con tan poco dramatismo. —No puedo hacerlo sin manos —explica el hombre vendado—. Hazlo tú por mí. —Un poco de valor, Manuel da Silva —dice Teotónio, advirtiendo que es él quien tiene la voz alterada por la emoción—. No me pidas algo que va contra mis principios, contra mi profesión.
—Entonces, uno de tus ayudantes —dice el Teniente Pires Ferreira—. Ofrécele mi cartera. Debe haber unos cincuenta mil reis. Y mis botas, que están sin huecos. —La muerte puede ser peor que lo que te ha ocurrido —dice Teotónio—. Serás evacuado. Sanarás, recobrarás el amor a la vida.
—¿Sin ojos y sin manos? —pregunta, suavemente, Pires Ferreira. Teotónio se siente avergonzado. El Teniente tiene la boca entreabierta —: Eso no es lo peor, Teotónio. Son las moscas. Siempre las odié, siempre sentí mucho asco por ellas. Ahora, estoy a su merced. Se pasean por mi cara, se meten a mi boca, se cuelan por las vendas hasta las llagas.
Calla. Teotónio lo ve pasarse la lengua por los labios. Se siente tan conmovido de oír hablar así a ese herido ejemplar, que no atina siquiera a pedir el zurrón de agua a los enfermeros, para aliviarle la sed.
—Se ha vuelto algo personal entre los bandidos y yo —dice Pires Ferreira—. No quiero que se salgan con la suya. No permitiré que me dejen convertido en esto, Teotónio. No seré un monstruo inútil. Desde Uauá, supe que algo trágico se había cruzado en mi camino. Una maldición, un hechizo. —¿Quieres agua? —susurra Teotónio.
—No es fácil matarse cuando no tienes manos ni ojos —prosigue Pires Ferreira—. He intentado los golpes contra la roca. No sirve. Tampoco lamer el suelo, pues no hay piedras capaces de ser tragadas y…
—Calla, Manuel da Silva —dice Teotónio, poniéndole la mano en el hombro. Pero le resulta falso calmar a un hombre que parece el más tranquilo del planeta, que no sube ni apresura la voz, que habla de sí como de otra persona.
—¿Me vas a ayudar? Te lo pido en nombre de nuestra amistad. Una amistad nacida aquí es algo sagrado. ¿Me vas a ayudar?
—Sí —susurra Teotónio Leal Cavalcanti—. Te voy a ayudar, Manuel da Silva.
IV
—¿Su cabeza? —repitió el Barón de Cañabrava. Estaba ante la ventana de la huerta; se había acercado con el pretexto de abrirla, por el calor creciente, pero, en realidad, para localizar al camaleón, cuya ausencia lo angustiaba. Su ojos recorrieron la huerta en todas direcciones, buscándolo. Se había hecho invisible, otra vez, como si jugara con él—. La noticia de que lo decapitaron salió en The Times, en Londres. La leí allí. —Decapitaron su cadáver —lo corrigió el periodista miope.
El Barón regresó a su sillón. Se sentía apesadumbrado, pero, sin embargo, acababa de interesarse de nuevo en lo que decía el visitante. ¿Era un masoquista? Todo eso le traía recuerdos, escarbaba y reabría la herida. Pero quería oírlo.
—¿Lo vio alguna vez a solas? —preguntó, buscando los ojos del periodista—. ¿Llegó a hacerse una idea de la clase de hombre que era?
Habían encontrado la tumba sólo dos días después de caer el último reducto. Consiguieron que el Beatito les indicara el lugar donde estaba enterrado. Bajo tortura, se entiende. Pero no cualquier tortura. El Beatito era un mártir nato y no hubiera hablado por simples brutalidades como ser pateado, quemado, castrado o porque le cortaran la lengua o le reventaran los ojos. Pues a veces devolvían así a los yagunzos prisioneros, sin ojos, sin lengua, sin sexo, creyendo que ese espectáculo destruiría la moral de los que aún resistían. Conseguían lo contrario, claro está. Para el Beatito encontraron la única tortura que no podía resistir: los perros.
—Creía conocer a todos los jefes facinerosos —dijo el Barón—. Pajeú, Joáo Abade, Joáo Grande, Táramela, Pedráo, Macambira. Pero ¿el Beatito?
Lo de los perros era una historia aparte. Tanta carne humana, tanto banquete de cadáver, los meses del cerco, los volvieron feroces, igual a lobos y hienas. Surgieron manadas de perros carniceros que entraban a Canudos, y, sin duda, al campamento de los sitiadores, en busca de alimento humano.
—¿No eran esas manadas el cumplimiento de las profecías, los seres infernales del Apocalipsis? —masculló el periodista miope, cogiéndose el estómago—. Alguien debió decirles que el Beatito tenía un horror especial a los perros, mejor dicho al Perro, el Mal encarnado. Lo pondrían frente a una jauría rabiosa, sin duda, y, ante la amenaza de ser llevado en pedazos al infierno por los mensajeros del Can, los guió al lugar donde lo habían enterrado.
El Barón olvidó al camaleón y a la Baronesa Estela. En su cabeza, rugientes manadas de perros enloquecidos hurgaban amontonamientos de cadáveres, hundían los hocicos en vientres agusanados, daban dentelladas a flacas pantorrillas, se disputaban, entre ladridos, tibias, cartílagos, cráneos. Sobrepuestas a los despanzurramientos, otras jaurías invadían aldeas desprevenidas, abalanzándose sobre vaqueros, pastores, lavanderas, en busca de carne y huesos frescos.
Hubiera podido ocurrírseles que estaba enterrado en el Santuario. ¿En qué otro sitio hubieran podido enterrarlo? Excavaron donde el Beatito les indicó y a los tres metros de profundidad —así de hondo — lo encontraron, vestido con su túnica azul, sus alpargatas de cuero crudo y envuelto en una estera. Tenía los cabellos crecidos y ondulados: así lo consignó el acta notarial de exhumación. Estaban allí todos los jefes, empezando por el General Artur Osear, quien ordenó al artista–fotógrafo de la Primera Columna, Señor Flavio de Barros, que fotografiara el cadáver. La operación tomó media hora, en la que todos continuaron allí a pesar de la pestilencia.
—¿Se imagina qué sentirían esos generales y coroneles viendo, por fin, el cadáver del enemigo de la República, del masacrador de tres expediciones militares, del
desordenador del Estado, del aliado de Inglaterra y la casa de Braganza? —Yo lo conocí —murmuró el Barón y su interlocutor quedó callado, interrogándolo con su mirada acuosa —: Pero me pasa con él algo parecido a lo que le pasó en Canudos, por culpa de los anteojos. No lo identifico, se me esfuma. Fue hace quince o veinte años. Estuvo en Calumbí, con un pequeño séquito y parece que les dimos de comer y les regalamos ropas viejas, pues limpiaron las tumbas y la capilla. Recuerdo una colección de harapos más que un conjunto de hombres. Pasaban demasiados santones por Calumbí. ¿Cómo hubiera podido adivinar que ése era, entre tantos, el importante, el que relegaría a los demás, el que atraería a millares de sertaneros?
—También estaba llena de iluminados, de heréticos, la tierra de la Biblia —dijo el periodista miope—. Por eso tanta gente se confundió con Cristo. No entendió, no lo percibió…
—¿Habla en serio? —adelantó la cabeza el Barón—. ¿Cree que el Consejero fue realmente enviado por Dios?
Pero el periodista miope proseguía, con voz correosa, su historia.
Habían levantado un acta notarial frente al cadáver, tan descompuesto que tuvieron que taparse las narices con manos y pañuelos pues se sentían mareados. Los cuatro facultativos lo midieron, comprobaron que tenía un metro setenta y ocho de longitud, que había perdido todos los dientes y que no murió de bala pues la única herida, en su cuerpo esquelético, era una equimosis en la pierna izquierda, causada por el roce de una esquirla o piedra. Luego de breve conciliábulo, se decidió decapitarlo, a fin de que la ciencia estudiara su cráneo. Lo traerían a la Facultad de Medicina de Bahía, para que lo examinara el Doctor Nina Rodríguez. Pero, antes de comenzar a serruchar, degollaron al Beatito. Lo hicieron allí mismo, en el Santuario, mientras el artista–fotógrafo Flavio de Barros tomaba la foto, y lo arrojaron a la fosa donde devolvieron el cadáver sin cabeza del Consejero. Buena cosa para el Beatito, sin duda. Ser enterrado junto a quien tanto veneró y sirvió. Pero algo lo debió espantar, en el último instante: saber que iba a ser enterrado como un animal, sin ceremonia alguna, sin rezos, sin envoltura de madera. Porque ésas eran las cosas que preocupaban allá.
Un nuevo ataque de estornudos lo interrumpió. Pero se repuso y siguió hablando, con una excitación progresiva, que, por momentos, le trababa la lengua. Sus ojos revoloteaban, azogados, detrás de los cristales.
Había habido un cambio de opiniones a ver cuál de los cuatro médicos lo hacía. Fue el Mayor Miranda Curio, jefe del Servicio Sanitario en campaña, el que cogió el serrucho, mientras los otros sujetaban el cuerpo. Pretendían sumergir la cabeza en un recipiente de alcohol, pero como los restos de pellejo y carne comenzaban a desintegrarse, la metieron en un saco de cal. Así fue traída a Salvador. Se confió la delicada misión de transportarla al Teniente Pinto Souza, héroe del Tercer Batallón de Infantería, uno de los contados oficiales sobrevivientes de ese cuerpo diezmado por Pajeú en el primer combate. El Teniente Pinto Souza la entregó a la Facultad de Medicina y el Doctor Nina Rodríguez presidió la Comisión de científicos que la observó, midió y pesó. No había informes fidedignos sobre lo que se dijo, durante el examen, en el anfiteatro. El comunicado oficial era de una parquedad irritante, y el responsable de ello, al parecer, nadie menos que el propio Doctor Nina Rodríguez. Fue él quien redactó esas parcas líneas que desencantaron a la opinión pública diciendo, secamente, que la ciencia no había comprobado ninguna anormalidad constitutiva manifiesta en el cráneo de Antonio Consejero.
—Todo eso me recuerda a Galileo Gall —dijo el Barón, echando una ojeada esperanzada a la huerta—. También él tenía una fe loca en los cráneos, como indicadores del carácter. Pero el fallo del Doctor Nina Rodríguez no era compartido por todos sus colegas de Salvador. Así, el Doctor Honorato Nepomuceno de Alburquerque preparaba un estudio discrepante del informe de la Comisión de científicos. Él sostenía que ese cráneo era típicamente braquicéfalo, según la clasificación del naturalista sueco Retzius, con tendencias a la estrechez y linearidad mentales (por ejemplo, el fanatismo). Y que, de otro lado, la curvatura craneal correspondía exactamente a la señalada por el sabio Benedikt para aquellos epilépticos que, según escribió el científico Samt, tienen el libro de misa en la mano, el nombre de Dios en los labios y los estigmas del crimen y del
bandidismo en el corazón.
—¿Se da cuenta? —dijo el periodista miope, respirando como si acabara de realizar un esfuerzo enorme—. Canudos no es una historia, sino un árbol de historias. —¿Se siente mal? —preguntó el Barón, sin efusividad—. Veo que tampoco a usted le hace bien hablar de estas cosas. ¿Ha estado visitando a todos esos médicos? El periodista miope estaba replegado como una oruga, hundido en sí mismo y parecía muerto de frío. Terminado el examen médico, había surgido un problema. ¿Qué hacer con esos huesos? Alguien propuso que la calavera fuera enviada al Museo Nacional, como curiosidad histórica. Hubo una oposición cerrada. ¿De quién? De los masones. Bastaba ya con Nosso Senhor de Bonfim, dijeron, bastaba ya con un lugar de peregrinación ortodoxo. Esa calavera expuesta en una vitrina convertiría al Museo Nacional en una segunda Iglesia de Bonfim, en un Santuario heterodoxo. El Ejército estuvo de acuerdo: era preciso evitar que la calavera se volviera reliquia, germen de futuras revueltas. Había que desaparecerla. ¿Cómo? ¿Cómo? —Evidentemente, no enterrándola —murmuró el Barón.
Evidentemente, pues el pueblo fanatizado descubriría tarde o temprano el lugar del entierro. ¿Qué lugar más seguro y remoto que el fondo del mar? La calavera fue metida en un costal repleto de piedras, cosido y llevado de noche, en un bote, por un oficial, a un lugar del Atlántico equidistante del Fuerte San Marcelo y la isla de Itaparica, y lanzada al cieno marino, a servir de asiento a las madréporas. El oficial encargado de la secreta operación fue el mismo Teniente Pinto Souza: fin de la historia.
Sudaba tanto y se había puesto tan pálido que el Barón pensó: «Se va a desmayar». ¿Qué sentía este fantoche por el Consejero? ¿Admiración? ¿Fascinación morbosa? ¿Simple curiosidad de chismoso? ¿Había llegado de veras a creerlo mensajero del cielo? ¿Por qué sufría y se atormentaba con Canudos? ¿Por qué no hacía como todo el mundo, tratar de olvidar?
—¿Dijo usted Galileo Gall? —lo oyó decir.
—Sí —asintió el Barón, viendo los ojos enloquecidos, la cabeza rapada, oyendo los discursos apocalípticos—. Esa historia, Gall la habría entendido. Creía que el secreto de las personas estaba en los huesos de la cabeza. ¿Llegaría finalmente a Canudos? Si llegó, sería terrible para él comprobar que ésa no era la revolución con la que soñaba. —No lo era y sin embargo lo era —dijo el periodista miope—. Era el reino del oscurantismo y, a la vez, un mundo fraterno, de una libertad muy particular. Tal vez no se hubiera sentido tan decepcionado. —¿Supo qué fue de él?
—Murió en alguna parte, no muy lejos de Canudos —dijo el periodista—. Yo lo veía mucho, antes de todo esto. En «El Fuerte», una taberna de la ciudad baja. Era hablador, pintoresco, alocado; palpaba cabezas, profetizaba tumultos. Lo creía un embustero. Nadie hubiera adivinado que se convertiría en un personaje trágico. —Tengo unos papeles de él —dijo el Barón—. Una especie de memoria, o testamento, que escribió en mi casa, en Calumbí. Debí entregarlos a unos correligionarios suyos. Pero no pude. No por mala voluntad, pues fui hasta Lyon para cumplir el encargo. ¿Por qué había hecho ese viaje a Lyon, desde Londres, para entregar personalmente el texto de Gall a los redactores de l'Étincelle de la révolte? No por afecto al frenólogo, en todo caso; lo que había llegado a sentir por él era curiosidad, interés científico por esa variante insospechada de la especie humana. Se había dado el trabajo de ir a Lyon para ver la cara y oír a esos compañeros del revolucionario, comprobar si se parecían a él, si creían y decían las cosas que él. Pero había sido un viaje inútil. Todo lo que consiguió averiguar fue que l'Étincelle de la révolte, hoja esporádica, había dejado de salir tiempo atrás, y que la editaba una pequeña imprenta cuyo propietario había sido encarcelado, bajo la acusación de imprimir billetes falsos, hacía ya tres o cuatro años. Congeniaba muy bien con el destino de Gall haber estado, acaso, enviando artículos a unos fantasmas y haber muerto sin que nadie que lo hubiera conocido, en su vida europea, supiera dónde, cómo y por qué murió.
—Historia de locos —dijo, entre dientes—. El Consejero, Moreira César, Gall. Canudos enloqueció a medio mundo. A usted también, por supuesto.
Pero un pensamiento le tapó la boca: «No, ellos estaban locos desde antes. Canudos hizo
perder la razón sólo a Estela». Tuvo que hacer un esfuerzo para evitar las lágrimas. No recordaba haber llorado de niño, de joven. Pero, desde lo ocurrido a la Baronesa, lo había hecho muchas veces, en su despacho, en las noches de desvelo.
—Más que de locos es una historia de malentendidos —volvió a corregirlo el periodista miope—. Quiero saber una cosa, Barón. Le suplico que me diga la verdad. —Desde que me aparté de la política, casi siempre la digo —susurró el Barón—. ¿Qué quiere saber?
—Si hubo contactos entre el Consejero y los monárquicos —le repuso, espiando su reacción, el periodista miope—. No hablo del grupito de nostálgicos del Imperio que tenían la ingenuidad de proclamarse que lo eran, como Gentil de Castro. Sino de gentes como ustedes, los Autonomistas, los monárquicos de corazón, que, sin embargo, lo ocultaban. ¿Tuvieron contactos con el Consejero? ¿Lo azuzaron? El Barón, que lo había escuchado con burla, se echó a reír.
—¿No lo averiguó en esos meses en Canudos? ¿Vio políticos bahianos, paulistas, cariocas entre los yagunzos?
—Ya le dije que no vi gran cosa —repuso la voz antipática—. Pero supe que usted había enviado desde Calumbí maíz, azúcar, rebaños. —Entonces, sabrá también que no fue por mi voluntad, sino forzado —dijo el Barón—. Tuvimos que hacerlo todos los hacendados de la región, para que no nos quemaran las haciendas. ¿No es ésa la manera de tratar con los bandidos en el sertón? Si no se les puede matar, se les alquila. Si yo hubiera tenido la menor influencia sobre ellos no habrían destruido Calumbí y mi mujer estaría sana. Los fanáticos no eran monárquicos ni sabían lo que era el Imperio. Es fantástico que no lo haya comprendido, a pesar de… El periodista miope tampoco lo dejó continuar esta vez: —No lo sabían, pero sí eran monárquicos, aunque de una manera que ningún monárquico hubiera entendido —dijo, de prisa y pestañeando —: Sabían que la monarquía había abolido la esclavitud. El Consejero elogiaba a la Princesa Isabel por haber dado la libertad a los esclavos. Parecía convencido de que la monarquía cayó por haber abolido la esclavitud. Todos en Canudos creían que la República era esclavista, que quería restaurar la esclavitud.
—¿Piensa que yo y mis amigos inculcamos al Consejero semejante cosa? —volvió a sonreír el Barón—. Si alguien nos lo hubiera propuesto lo hubiéramos creído un imbécil.
—Sin embargo, eso explica muchas cosas —elevó la voz el periodista—. Como el odio al censo. Me devanaba los sesos, tratando de entenderlo, y ahí está la explicación. Raza, color, religión. ¿Para qué podía querer averiguar la República la raza y color de la gente, sino para convertir otra vez en esclavos a los negros? ¿Y para qué la religión sino para identificar a los creyentes antes de la matanza? —¿Ése es el malentendido que explica Canudos? —dijo el Barón.
—Uno de ellos —acezó el periodista miope—. Yo sabía que los yagunzos no habían sido equivocados así por ningún politicastro. Pero quería oírselo decir.
—Pues ya lo ha oído —dijo el Barón. ¿Qué hubieran dicho sus amigos si hubieran podido anticipar una maravilla así? ¡Los hombres y mujeres humildes del sertón levantándose en armas para atacar a la República, con el nombre de la Infanta Doña Isabel en los labios! No, era demasiado irreal para que a ningún monárquico brasileño se le hubiera ocurrido ni en sueños.
El mensajero de Joáo Abade alcanza a Antonio Vilanova en las afueras de Jueté, donde el ex–comerciante está emboscado con catorce yagunzos, al acecho de un convoy de reses y cabras. La noticia es tan grave que Antonio decide regresar a Canudos sin terminar lo que lo ha traído hasta allí: conseguir comida. Es un trabajo que ha hecho ya tres veces, desde que llegaron los soldados, las tres con éxito: veinticinco reses y varias docenas de chivos la primera; ocho reses la segunda, y la tercera una docena, además de un carromato de farinha, café, azúcar y sal. Él ha insistido en dirigir estas correrías destinadas a procurar alimento a los yagunzos, alegando que Joáo Abade, Pajeú, Pedráo y Joáo Grande son indispensables en Belo Monte. Desde hace tres semanas asaltan los convoyes que parten de Queimadas y Monte Santo, por la ruta de Rosario, llevando comida a la Favela.
Es una operación relativamente fácil, que el ex–comerciante, con sus maneras metódicas y escrupulosas y su talento organizador, ha perfeccionado a extremos científicos. El éxito se debe, sobre todo, a los informes que recibe, a la colaboración de los pisteros y cargadores de los soldados, que son, la mayoría, yagunzos que se han hecho contratar o levar en localidades diversas, de Tucano a Itapicurú. Ellos lo mantienen al tanto del movimiento de los convoyes y lo ayudan a decidir el lugar para la estampida, remate de la operación. En el sitio convenido —generalmente el fondo de una cañada o una zona frondosa de monte, siempre de noche — Antonio y su hombres irrumpen súbitamente entre el rebaño, provocando un estruendo con sus trabucos, reventando cartuchos de dinamita y soplando pitos, a fin de que los animales, asustados, se desboquen por la caatinga. En tanto que Antonio y su grupo distraen a la tropa, tiroteándola, los pisteros y cargadores rescatan a los animales que pueden y los azuzan por atajos acordados —la ruta que viene de Calumbí, la más corta y segura, sigue desconocida de los soldados — a Canudos. Antonio y los otros les dan alcance después.
Es lo que hubiera ocurrido, ahora también, si no hubiera llegado esa noticia: que los perros van a asaltar Canudos en cualquier momento. Los dientes apretados, apresurando el paso, las frentes arrugadas, Antonio y sus catorce compañeros tienen una idea fija que los espolea: estar en Belo Monte con los demás, rodeando al Consejero, cuando los ateos ataquen. ¿Cómo se ha enterado el Comandante de la Calle del plan de asalto? El mensajero, un viejo baqueano que camina a su lado, le dice a Vilanova que trajeron la noticia dos yagunzos vestidos de soldados, que merodeaban por la Favela. Lo dice con naturalidad, como si fuera normal que los hijos del Buen Jesús anduvieran entre diablos disfrazados de diablos.
«Ya se acostumbraron, ya no les llama la atención», piensa Antonio Vilanova. Pero la primera vez que Joáo Abade trató de convencer a los yagunzos que usaran uniformes de soldados había habido casi una rebelión. El propio Antonio sintió gusto a ceniza con la propuesta. Ponerse encima aquello que simbolizaba lo malvado, insensible y hostil que hay en el mundo, le repelía visceralmente y entendía muy bien que los hombres de Canudos se resistieran a morir ataviados de perros. «Y, sin embargo, nos equivocamos, piensa. Y, como siempre, Joáo Abade tuvo razón.» Porque la información que traían los valerosos «párvulos» que se introducían a los campamentos, a soltar hormigas, cobras, escorpiones, a echar veneno a los odres de la tropa, no podía jamás ser tan precisa como la de los hombres hechos y derechos, sobre todo los licenciados o desertores del Ejército. Había sido Pajeú quien zanjó el problema, al presentarse, luego de una discusión, en las trincheras de Rancho do Vigario, vestido de cabo, anunciando que se deslizaría a través de las líneas. Todos sabían que él no pasaría desapercibido. Joáo Abade preguntó a los yagunzos si les parecía bien que Pajeú fuera al sacrificio para darles el ejemplo y quitarles el miedo a unos trapos con botones. Varios hombres del antiguo cangaco del caboclo se ofrecieron entonces a uniformarse. Desde ese día, el Comandante de la Calle no ha tenido dificultad en filtrar yagunzos en los campamentos.
Se detienen a descansar y comer, después de varias horas. Comienza a oscurecer y, bajo un cielo plomizo, se distinguen el Cambaio y la entrecortada Sierra de Cañabrava. Sentados en círculo, con las piernas cruzadas, los yagunzos abren sus bolsones de cuerdas trenzadas y sacan puñados de bolacha y carne reseca. Comen en silencio. Antonio Vilanova siente el cansancio en las piernas, acalambradas e hinchadas. ¿Está envejeciendo? Es una sensación de los últimos meses. ¿O es la tensión, la actividad frenética provocada por la guerra? Ha bajado tanto de peso que ha abierto nuevos agujeros a su cinturón y Antonia Sardelinha ha tenido que arreglarle sus dos camisas que le bailaban como camisolas. Pero ¿no les ocurre eso mismo a los hombres y mujeres de Belo Monte? ¿No han enflaquecido también Joáo Grande y Pedráo, que eran unos gigantes? ¿No está Honorio encorvado y encanecido? ¿Y Joáo Abade y Pajeú no están también más viejos?
Escucha el bramido del cañón, hacia el Norte. Una pequeña pausa y, luego, varios cañonazos seguidos. Antonio y los yagunzos saltan del sitio y reanudan la marcha, a tranco largo.
Se acercan a la ciudad por el Tabolerinho, al amanecer, después de cinco horas en las que los cañonazos se suceden casi sin interrupción. En las aguadas, donde comienzan las
casas, hay un mensajero esperándolos para conducirlos adonde Joáo Abade. Lo encuentran en las trincheras de Fazenda Velha, reforzadas ahora con el doble de hombres, todos con los dedos en los gatillos de fusiles y espingardas, oteando, en las sombras de la madrugada, las faldas de la Favela, por donde esperan ver derramarse a los masones. «Alabado sea el Buen Jesús Consejero», murmura Antonio y Joáo Abade, sin contestarle, le pregunta si vio soldados por la ruta. No, ni una patrulla. —No sabemos por dónde van a atacar —dice Joáo Abade y el ex–comerciante advierte su enorme preocupación—. Sabemos todo, menos lo principal.
Calcula que atacarán por aquí, el camino más corto, y por eso ha venido el Comandante de la Calle a reforzar con trescientos yagunzos a Pajeú, en esta trinchera que se curva, un cuarto de legua, desde los pies del Monte Mario hasta el Tabolerinho. Joáo Abade le explica que Pedráo cubre el Oriente de Belo Monte, la zona de los corrales y sembríos, y los montes por donde serpentean las trochas a Trabubú, Macambira, Cocorobó y Geremoabo. La ciudad, defendida por la Guardia Católica de Joáo Grande tiene nuevos parapetos de piedra y arena en callejuelas y encrucijadas y se ha reforzado el cuadrilátero de las Iglesias y el Santuario, ese centro al que convergirán los batallones de asalto, como convergen hacia allí los obuses de sus cañones.
Aunque está ávido por hacer preguntas, Vilanova comprende que no hay tiempo. ¿Qué debe hacer? Joáo Abade le dice que a él y a Honorio les corresponde el territorio paralelo a los barrancos del Vassa Barris, al Este del Alto do Mario y la salida a Geremoabo. Sin más explicaciones, le pide que avise en el acto si aparecen soldados, pues lo importante es descubrir a tiempo por dónde tratarán de entrar. Vilanova y los catorce hombres echan a correr.
La fatiga se ha evaporado como por ensalmo. Debe ser otro indicio de la presencia divina, otra manifestación de lo sobrenatural en su persona. ¿Cómo explicarlo, si no es a través del Padre, del Divino o del Buen Jesús? Desde que supo la noticia del asalto no ha hecho otra cosa que andar y correr. Hace un rato, cruzando la Laguna de Cipó, las piernas le flaquearon y el corazón le latía con tanta furia que temió caer desvanecido. Y ahí está ahora, corriendo sobre ese terreno pedregoso, de subidas y bajadas, en ese final de la noche que las bombardas fulminantes de la tropa iluminan y atruenan. Se siente descansado, lleno de energía, capaz de desplegar cualquier esfuerzo, y sabe que así se sienten los catorce hombres que corren a su lado. ¿Quién sino el Padre puede operar semejante cambio, rejuvenecerlos así, cuando las circunstancias lo requieren? No es la primera vez que le ocurre. Muchas veces, en estas semanas, cuando creía que iba a desplomarse, ha sentido de pronto una nueva fuerza que parece alzarlo, renovarlo, inyectarle un ventarrón de vida.
En la media hora que les toma llegar a las trincheras del Vassa Barris —corriendo, andando, corriendo — Antonio Vilanova percibe, en Canudos, llamaradas de incendios. No piensa si alguno de esos fuegos consume su hogar, sino: ¿estará funcionando el sistema que ha ideado para que los incendios no se propaguen? Hay, para eso, en las esquinas y las calles, cientos de barriles y cajas de arena. Los que permanecen en la ciudad saben que apenas estalla una explosión deben correr a sofocar las llamas con baldazos de tierra. El propio Antonio ha organizado, en cada manzana de viviendas, grupos de mujeres, niños y ancianos encargados de esa tarea.
En las trincheras, encuentra a su hermano Honorio y también a su mujer y a su cuñada. Las Sardelinhas están instaladas con otras mujeres bajo un cobertizo, entre cosas de comer y de beber, remedios y vendas. «Bien venido, compadre», lo abraza Honorio. Antonio se demora un momento con él mientras come con apetito los cazos que las Sardelinhas sirven a los recién llegados. Apenas termina su breve refrigerio, el excomerciante distribuye a sus catorce compañeros por los alrededores, les aconseja dormir algo y va con Honorio a recorrer la zona.
¿Por qué les ha encargado Joáo Abade esta frontera a ellos, los menos guerreros de los guerreros? Sin duda porque es la más alejada de la Favela: no atacarán por aquí. Tendrían tres o cuatro veces más de camino que si descienden las laderas y atacan la Fazenda Velha; tendrían, además, antes de llegar al río, que atravesar un territorio abrupto y crispado de espinos que obligaría a los batallones a quebrarse y disgregarse. No es así como pelean los ateos. Lo hacen en bloques compactos, formando esos cuadros
que resultan tan buen blanco para los yagunzos atrincherados.
—Nosotros hicimos estas trincheras —dice Honorio—. ¿Se acuerda, compadre?
—Claro que me acuerdo. Hasta ahora siguen vírgenes.
Sí, ellos dirigieron las cuadrillas que han diseminado esa zona sinuosa, entre el río y el cementerio, sin árbol ni matorral, de pequeños pozos para dos o tres tiradores. Cavaron los primeros abrigos hace un año, después del combate de Uauá. Luego de cada expedición han abierto nuevos agujeros, y, últimamente, pequeñas ranuras entre pozo y pozo que permiten a los hombres arrastrarse de uno a otro sin ser vistos. Siguen vírgenes, en efecto: ni una vez se ha combatido en este sector.
Una luz azulada, con tintes amarillos en los bordes, avanza desde el horizonte. Se escucha el cocorocó de los gallos. «Han pasado los cañonazos», dice Honorio, adivinando su pensamiento. Antonio termina la frase: «Quiere decir que ya están en camino, compadre». Las trincheras se esparcen cada quince, veinte pasos, en medio kilómetro de frente y un centenar de metros de fondo. Los yagunzos, embutidos en los abrigos de a dos y de a tres, se hallan tan ocultos que los Vilanova sólo los divisan cuando se inclinan a cambiar unas palabras con ellos. Muchos tienen tubos de metal, cañas de ancho diámetro y troncos horadados que les permiten observar afuera sin asomarse. La mayoría duermen o dormitan, hechos un ovillo, con sus Mánnlichers, Máuseres y trabucos, y la bolsa de proyectiles y el cuerno de pólvora al alcance de la mano. Honorio ha colocado centinelas a lo largo del Vassa Barris; varios han descendido y explorado el cauce —allí totalmente seco — y la otra banda, sin encontrar patrullas. Regresan hacia el cobertizo, conversando. Resulta extraño ese silencio con canto de gallos, después de tantas horas de bombardeo. Antonio comenta que el asalto a Canudos le pareció inevitable desde que esa columna de refuerzos —más de quinientos soldados, al parecer — llegó a la Favela, intacta, pese a los desesperados esfuerzos de Pajeú, que los estuvo hostigando desde Cladeiráo y sólo consiguió arrebatarles unas reses. Honorio pregunta si es verdad que las tropas han dejado compañías en Jueté y Rosario, por donde antes se contentaban con pasar. Sí, es verdad.
Antonio se desabrocha el cinturón y utilizando su brazo como almohada y tapándose la cara con el sombrero, se acurruca en la trinchera que comparte con su hermano. Su cuerpo se relaja, agradecido a la inmovilidad, pero sus oídos siguen alertas, tratando de percibir en el día que comienza alguna señal de los soldados. Al poco rato se olvida de ellos y, después de flotar sobre imágenes diversas, disueltas, se concentra de pronto en ese hombre cuyo cuerpo roza el suyo. Dos años menor que él, de claros cabellos ensortijados, calmo, discreto. Honorio es más que su hermano y concuñado: su compañero, su compadre, su confidente, su mejor amigo. No se han separado nunca, no han tenido jamás una disputa seria. ¿Está Honorio en Belo Monte, como él, por adhesión al Consejero y a todo lo que representa, la religión, la verdad, la salvación del alma, la justicia? ¿O sólo por fidelidad hacia su hermano? En los años que llevan en Canudos jamás se le había pasado por la cabeza. Cuando los rozó el ángel y abandonó sus asuntos para ocuparse de los de Canudos, le pareció natural que su hermano y su cuñada, al igual que su mujer, aceptaran de buen ánimo el cambio de vida, como lo habían hecho cada vez que las desgracias les fijaron nuevos rumbos. Así ha ocurrido: Honorio y Asunción se plegaron a su voluntad sin la menor queja. Había sido cuando Moreira César asaltó Canudos, en ese día interminable, mientras peleaba en las calles, que por primera vez comenzó a carcomerlo la sospecha de que tal vez Honorio iba a morir allí, no por algo en lo que creía, sino por respeto a su hermano mayor. Cuando intenta hablar con Honorio sobre este tema, su hermano se burla: «¿Cree que me jugaría el pellejo sólo por estar a su lado? ¡Que vanidoso se ha vuelto, compadre!». Pero esas bromas, en vez de aplacar sus dudas, las han activado. Se lo había dicho al Consejero: «Por mi egoísmo, he dispuesto de Honorio y de su familia sin jamás averiguar lo que ellos querían; como si fueran muebles o chivos». El Consejero encontró un bálsamo para esa herida: «Si fuera así, los has ayudado a hacer méritos para ganar el cielo». Siente que lo remecen, pero demora en abrir los ojos. El sol brilla en el cielo y Honorio le está haciendo silencio con un dedo en los labios:
—Ahí están, compadre —murmura, con voz queda—. Nos ha tocado recibirlos.
—Qué honor, compadre —responde, con voz pastosa.
Se arrodilla en la trinchera. De las barrancas de la otra banda del Vassa Barris un mar de uniformes azules, plomos, rojos, con brillos de abotonaduras y de espadas y bayonetas, viene hacia ellos en la resplandeciente mañana. Eso es lo que sus oídos están oyendo, hace rato: repique de tambores, clarín de cornetas. «Parece que vinieran derechito hacia nosotros», piensa. El aire está limpio y, pese a la distancia, ve con suma nitidez a las tropas, desplegadas en tres cuerpos, uno de los cuales, el del centro, parece enfilar rectilíneamente hacia estas trincheras. Algo pegajoso en la boca le atranca las palabras. Honorio le dice que ha despachado ya dos «párvulos» a Fazenda Velha y a la salida a Trabubú, a avisar a Joáo Abade y Pedráo que vienen por ese lado. —Tenemos que aguantarlos —se oye decir—. Aguantarlos como sea hasta que Joáo Abade y Pedráo se replieguen a Belo Monte.
—Siempre y cuando no estén atacando a la vez por Favela —gruñe Honorio. Antonio no lo cree. Al frente, bajando las barrancas del río seco, hay varios miles de soldados, más de tres mil, tal vez cuatro mil, lo que tiene que ser toda la fuerza útil de los perros. Los yagunzos saben, por los «párvulos» y espías, que en el hospital de la quebrada entre la Favela y el Alto do Mario hay cerca de mil heridos y enfermos. Una parte de la tropa debe haber quedado allí, protegiendo el hospital, la artillería e instalaciones. Esa tropa tiene que ser toda la del asalto. Se lo dice a Honorio, sin mirarlo, la vista clavada en las barrancas, mientras verifica con los dedos si el tambor del revólver está lleno de cartuchos. Aunque tiene un Mánnlicher, prefiere ese revólver, con el que se ha batido desde que está en Canudos. Honorio, en cambio, tiene el fusil apoyado en el reborde, con el alza levantada y el dedo en el gatillo. Así deben estar todos los otros yagunzos, en sus cuevas, recordando la instrucción: no disparar sino cuando el enemigo esté muy cerca, para ahorrar munición y aprovechar la sorpresa. Es lo único que los favorece, lo único que puede atenuar la desproporción de número y de equipo. Llega arrastrándose y se deja caer en la poza, un chiquillo que les trae un zurrón de café caliente y unas tortas de maíz. Antonio reconoce sus ojos vivos y risueños, su cuerpo torcido. Se llama Sebastián y es veterano en estas lides, pues ha servido de mensajero a Pajeú y a Joáo Grande. Mientras bebe el café, que le compone el cuerpo, Antonio ve desaparecer al chiquillo, reptando con sus zurrones y alforjas, silente y veloz como una lagartija.
«Si se acercan unidos, formando una masa compacta», piensa. Qué fácil sería entonces derribarlos con granizadas a quemarropa, en ese territorio sin árboles, matorrales ni rocas. Las depresiones del suelo no les sirven de mucho pues las trincheras de los yagunzos están en altozanos desde los cuales pueden dominarlas. Pero no vienen unidos. El cuerpo del centro avanza más rápido, como una proa; es el primero en cruzar el cauce y en escalar las barrancas. Unas figurillas azulinas, con listas rojas en los pantalones y puntos destellantes, asoman a menos de doscientos pasos de Antonio. Es una compañía de exploradores, un centenar de hombres, todos a pie, que se reagrupan en dos bloques de tres en fondo y progresan rápidamente, sin la menor precaución. Los ve estirar los pescuezos, avizorar las torres de Belo Monte, totalmente inconscientes de esos tiradores rastreros que los apuntan.
«¿Qué espera, compadre?», dice Honorio. «¿Que nos vean?» Antonio dispara y, al instante, como un eco multiplicado, estalla a su alrededor un estruendo que borra a los tambores y clarines. El humo, el polvo, la confusión se apoderan de los exploradores. Antonio dispara, despacio, todos sus tiros, apuntando con un ojo cerrado a los soldados que han dado media vuelta y huyen a la carrera. Alcanza a ver que otros cuerpos han salvado ya las barrancas y se acercan por tres, cuatro direcciones distintas. La fusilería cesa.
—No nos han visto —le dice su hermano.
—Tienen el sol en contra —le responde—. Dentro de una hora estarán ciegos. Ambos cargan sus armas. Se escuchan tiros aislados, de yagunzos que quieren rematar a esos heridos que Antonio ve arrastrándose sobre el cascajo, tratando de alcanzar las barrancas. Por éstas siguen apareciendo cabezas, brazos, cuerpos de soldados. Las formaciones se desmoronan, fragmentan, tuercen, al avanzar por el terreno quebradizo, danzante. Los soldados han comenzado a disparar, pero Antonio tiene la impresión de que aún no localizan las trincheras, que disparan por encima de ellos, hacia Canudos,
creyendo que las ráfagas que segaron a su punta de lanza provenían del Templo del Buen Jesús. El tiroteo adensa la polvareda y remolinos parduzcos envuelven y desaparecen por instantes a los ateos que, agazapados, apretados unos contra otros, los fusiles enhiestos y la bayoneta calada, se adelantan al compás de toques de corneta y tambor y gritos de: «¡Infantería! ¡Avanzar!».
El ex–comerciante vacía dos veces su revólver. El arma se recalienta y le quema la mano, así que la enfunda y empieza a usar el Mánnlicher. Apunta y dispara, buscando siempre, entre los cuerpos enemigos, aquellos que por el sable, los entorchados o las actitudes parecen los que mandan. De pronto, viendo a esos heréticos y fariseos de caras asustadas, descompuestas, que caen de a uno, de a dos, de a diez, por balas que ignoran de dónde vienen, siente compasión. ¿Cómo es posible que le inspiren piedad quienes quieren destruir Belo Monte? Sí, en este momento, mientras los ve desplomarse, los oye gemir y los apunta y los mata, no los odia: presiente su miseria espiritual, su humanidad pecadora, los sabe víctimas, instrumentos ciegos y estúpidos, atrapados en las artes del Maligno. ¿No les hubiera podido ocurrir a todos? ¿A él mismo, si, gracias a ese encuentro con el Consejero, no lo hubiera rozado el ángel? —A la izquierda, compadre —le da un codazo Honorio.
Mira y ve: jinetes con lanzas. Unos doscientos, quizá más. Han cruzado el Vassa Barris a medio kilómetro a su diestra y están agrupándose en pelotones para atacar ese flanco, bajo la algarabía frenética de un cornetín. Están fuera de la línea de trincheras. En un segundo, ve lo que va a ocurrir. Los lanceros cortarán de través, por el lomerío encrespado, hasta el cementerio, y como no hay en ese ángulo trinchera que les obstruya el paso alcanzarán en pocos minutos Belo Monte. Al ver la vía libre, por esa ruta seguirá la tropa de a pie. Ni Pedráo, ni Joáo Grande ni Pajeú han tenido tiempo de refluir hacia la ciudad a reforzar a los yagunzos parapetados en los techos y torres de las Iglesias y el Santuario. Entonces, sin saber qué va a hacer, guiado por la locura del instante, coge la bolsa de municiones y salta del pozo, gritando a Honorio: «Hay que pararlos, que me sigan, que me sigan». Echa a correr, inclinado, el Mánnlicher en la derecha, el revólver en la izquierda, la bolsa en el hombro, en un estado que se parece al sueño, a la embriaguez. En ese momento, el miedo a la muerte —que a veces lo despierta empapado en sudor o le hiela la sangre en medio de una conversación trivial — desaparece y se adueña de él un soberbio desprecio a la idea de ser herido o de desaparecer de entre los vivos. Mientras corre derecho hacia los jinetes que, formados en pelotones, comienzan a trotar, zigzagueando, alzando polvo, a los que ve y deja de ver, según las ondulaciones de la tierra, ideas, recuerdos, imágenes, chisporrotean en la fragua que es su cabeza. Sabe que esos jinetes son parte del batallón de lanceros del Sur, los gauchos, a los que ha avistado merodeando detrás de la Favela en procura de reses. Piensa que ninguno de esos jinetes hollará Canudos, que Joáo Grande y la Guardia Católica, los negros del Mocambo o los kariris flecheros matarán a sus animales, blancos tan magníficos. Y piensa en su mujer y en su cuñada y en si ellas y las otras habrán regresado a Belo Monte. Entre esas caras, esperanzas, fantasías, aparece Assaré, allá en los confines del Ceará, adonde no ha vuelto desde que salió huyendo de la peste. Su pueblo suele presentarse en momentos como éste, cuando siente que toca un límite, que pisa un extremo más allá del cual sólo quedan el milagro o la muerte. Cuando las piernas ya no responden se deja caer y estirándose, sin buscar abrigo, se acomoda el fusil al hombro y comienza a disparar. No tendrá tiempo de recargar el arma, así que apunta cuidadosamente, cada vez. Ha cubierto la mitad de la distancia que lo separaba de los jinetes. Éstos cruzan frente a él, entre la polvareda, y se pregunta cómo no lo han visto, pese a haber venido corriendo a campo traviesa, pese a estarlos tiroteando. Ninguno de los lanceros mira hacia aquí. Pero, como si su pensamiento los hubiera alertado, el pelotón que va a la cabeza gira súbitamente hacia la izquierda. Ve que un jinete hace un movimiento circular con el espadín, como llamándolo, como saludándolo, y que la docena de lanceros galopa en su dirección. El fusil está sin balas. Coge el revólver con las dos manos, los codos apoyados en tierra, decidido a guardar esos cartuchos hasta tener encima a los caballos. Ahí están las caras de los diablos, deformadas por la rabia, ahí la ferocidad con que taconean los ¡jares, las largas varillas que tiemblan, los bombachos que el viento infla. Dispara al del sable, una, dos, tres
balas, sin darle, pensando que nada lo librará de que esas lanzas lo ensarten y lo machaquen esos cascos que martillean el cascajo. Pero algo ocurre y otra vez tiene el palpito de lo sobrenatural. De detrás suyo surgen muchas figuras disparando, blandiendo machetes, facas, martillos, hachas, que se avientan contra los animales y sus cabalgaduras, baleándolos, acuchillándolos, cortándolos, en un remolino vertiginoso. Ve yagunzos prendidos de las lanzas y de las piernas de los jinetes y cortando las riendas; ve rodar a caballos y oye rugidos, relinchos, injurias, disparos. Por lo menos dos lanceros pasan encima suyo, sin pisotearlo, antes de que consiga ponerse de pie y lanzarse a la pelea. Dispara los dos últimos tiros de su revólver y, empuñando el Mánnlicher como garrote, corre hacia los ateos y yagunzos más próximos, entreverados en el suelo. Descarga un culatazo contra un soldado encaramado sobre un yagunzo y lo golpea hasta dejarlo inerte. Ayuda al yagunzo a levantarse y ambos corren a socorrer a Honorio, a quien persigue un jinete con la lanza estirada. Al ver que van hacia él, el gaucho azuza al animal y se pierde a galope en dirección a Belo Monte. Durante un buen rato, en medio del terral, Antonio corre de un sitio a otro, ayuda a levantarse a los caídos, carga y vacía su revólver. Hay compañeros malheridos y otros muertos, con lanzas atravesadas. Uno sangra profusamente por una herida abierta a sablazos. Se ve, como en sueños, rematando a culatazos —otros lo hacen con el machete — a los gauchos desmontados. Cuando el entrevero termina por falta de enemigos y los yagunzos se reúnen, Antonio dice que deben regresar a las trincheras, pero a medio hablar advierte, entre nubarrones de polvo rojizo, que por allá donde estaban antes emboscados pasan ahora las compañías de masones, hasta perderse de vista.