Otro acceso le cierra los ojos y lo dobla en dos. En la desesperación que es la falta de aire, sentir que los pulmones se anchan, sufren, sin recibir lo que ansían, piensa que ahora sí es el final, que sin duda no subirá al cielo pues ni siquiera en este instante consigue creer en el cielo, y oye entre sueños que los yagunzos tosen, discuten y al final deciden que no pueden seguir aquí pues el fuego va a extenderse hasta esta casa. «León, nos vamos», oye, «Agáchate, León», y él, que no puede abrir los ojos, estira las manos y siente que lo cogen, tiran de él y lo arrastran. ¿Cuánto dura ese desplazamiento a ciegas, ahogándose, golpeándose contra paredes, palos, gentes que le obstruyen el
paso y lo tienen rebotando, a un lado, a otro lado, hacia adelante, por el estrecho, curvo pasadizo de tierra en el que, de tanto en tanto, lo ayudan a encaramarse por un pozo excavado en el interior de una vivienda para luego volver a sepultarlo en la tierra y a arrastrarlo? Quizá minutos, quizá horas, pero a lo largo de todo el trayecto su inteligencia no deja un segundo de pasar revista a mil cosas, de resucitar mil imágenes, concentrada en sí misma, ordenando a su cuerpecillo que resista, que dure por lo menos hasta la salida del túnel y asombrándose de que su cuerpo le obedezca y no se deshaga en pedazos como le parece que va a ocurrir a cada instante.
De pronto, la mano que lo llevaba lo suelta y él se desploma, blandamente. Su cabeza va a estallar, su corazón va a estallar, la sangre de sus venas va a estallar y a diseminar por los aires su figurilla magullada. Pero nada de eso ocurre y poco a poco se va calmando, serenando, sintiendo que un aire menos viciado le devuelve gradualmente la vida. Oye voces, tiros, un intenso trajín. Se frota los ojos, se limpia los tiznes de los párpados, y advierte que está en una vivienda, no en el pozo sino en la superficie, rodeado de yagunzos, de mujeres con criaturas en las faldas, sentadas en el suelo, y reconoce al que prepara los castillos y fuegos artificiales: Antonio el Fogueteiro.
—Antonio, Antonio, ¿qué pasa en Canudos? —dice el León de Natuba. Pero no sale ruido de su boca. Aquí no hay llamas, sólo una polvareda que lo iguala todo. Los yagunzos no se hablan entre ellos, baquetean sus fusiles, cargan sus escopetas, y se alternan para espiar afuera. ¿Por qué no puede hablar, por qué no le sale la voz? Sobre los codos y las rodillas va hasta el Fogueteiro y se prende de sus piernas. Éste se acuclilla a su lado mientras ceba su arma.
—Aquí los hemos parado —le explica, con voz pastosa, no alterada en absoluto—. Pero se han metido por la Madre Iglesia, por el cementerio y Santa Inés. Están por todas partes. Joáo Abade quiere levantar una barrera en Niño Jesús y otra en San Eloy, para que no nos caigan por la espalda.
El León de Natuba imagina sin dificultad este último círculo en que ha quedado convertido Belo Monte, entre las callecitas quebradas de San Pedro Mártir, de San Eloy y del Niño Jesús; ni la décima parte de lo que era.
—¿Quiere decir que tomaron ya el Templo del Buen Jesús? —dice y esta vez le sale la voz.
—Lo tumbaron mientras dormías —responde el Fogueteiro, con la misma calma, como si hablara del tiempo—. Cayó la torre y se bajó el techo. El ruido debió oírse en Trabubú, en Bendengó. Pero a ti ni te despertó, León.
—¿Es verdad que el Consejero subió al cielo? —lo interrumpe una mujer, que habla sin mover la boca ni los ojos.
El León de Natuba no le responde: está oyendo, viendo desplomarse la montaña de piedras, los hombres con brazaletes y trapos azules cayendo como una lluvia sólida sobre el enjambre de heridos, enfermos, viejos, parturientas, recién nacidos, está viendo a las beatas del Coro Sagrado trituradas, a María Quadrado convertida en un montón de carne y huesos deshechos.
—La Madre de los Hombres te busca por todas partes, León —dice alguien, como contestando a su pensamiento.
Es un «párvulo» esquelético, una ristra de huesecitos y una piel estirada, que viste un calzón en hilachas y está entrando. Los yagunzos lo descargan de las cantimploras y bolsas de municiones que trae a cuestas. El León de Natuba lo coge de un bracito: —¿María Quadrado? ¿Tú la has visto?
—Está en San Eloy, en la barrera —afirma el «párvulo»—. Pregunta a todos por ti. —Llévame donde ella —dice el León de Natuba y hay angustia y súplica en su voz. —El Beatito se fue donde los perros con una bandera —le dice el «párvulo» al Fogueteiro, acordándose.
—Llévame donde María Quadrado, te ruego —chilla el León de Natuba, prendido de él, saltando. El chiquillo mira al Fogueteiro, indeciso.
—Llévalo —dice éste—. Dile a Joáo Abade que aquí está tranquilo ahora. Y vuelve rápido, que te necesito. —Ha ido repartiendo cantimploras a la gente y le alcanza al León la que guarda para él —: Toma un trago antes de irte.
El León de Natuba bebe y murmura: «Alabado sea el Buen Jesús Consejero». Sale de la
cabaña detrás del chiquillo. En el exterior, percibe incendios por doquier y hombres y mujeres que tratan de apagarlos con baldazos de tierra. San Pedro Mártir tiene menos escombros y en las casas hay racimos de gentes. Algunas lo llaman y le hacen gestos y varias veces le preguntan si vio a los ángeles, si estaba allí cuando el Consejero subió. No les responde, no se detiene. Le cuesta gran trabajo avanzar, todo el cuerpo le duele, apenas puede apoyar las manos en el suelo. Grita al «párvulo» que no vaya tan de prisa, que no puede seguirlo, y en una de esas el chiquillo —sin dar un grito, sin decir palabra — se echa por tierra. El León de Natuba se arrastra hacia él, pero no llega a tocarlo pues donde estaban sus ojos hay ahora sangre y asoma por allí algo blanco, tal vez un hueso, tal vez una sustancia. Sin averiguar de dónde ha venido el disparo, echa a trotar con nuevos bríos, pensando «Madre María Quadrado, quiero verte, quiero morir contigo». A medida que avanza, más humo y llamas le salen al encuentro y de pronto sabe que no podrá pasar: San Pedro Mártir se interrumpe en una pared crepitante de llamas que cierra la calle. Se detiene acezando, sintiendo el calor del incendio en la cara. «León, León.»
Se vuelve. Ve la sombra de una mujer, un fantasma de huesos salidos, pellejo arrugado, cuya mirada es tan triste como su voz. «Échalo tú al fuego, León», le pide. «Yo no puedo, pero tú sí. Que no se lo coman, como me van a comer a mí.» El León de Natuba sigue la mirada de la agonizante y, casi a su lado, sobre un cadáver enrojecido por el resplandor, ve el festín: son muchas ratas, tal vez decenas y se pasen por la cara y el vientre del que ya no es posible saber si fue hombre o mujer, joven o viejo. «Salen de todas partes por los incendios, o porque el Diablo ya ganó la guerra», dice la mujer, contando las letras de sus palabras. «Que no se lo coman a él que todavía es ángel. Échalo al fuego, Leoncito. Por el Buen Jesús.» El León de Natuba observa el festín: se han comido la cara, se afanan en el vientre, en los muslos.
—Sí, Madre —dice, acercándose en sus cuatro patas. Empinándose en las extremidades traseras, coge al pequeño bulto envuelto que tiene la mujer sobre las faldas y lo aprieta contra su pecho. Y alzado sobre las patas de atrás, curvo, ansioso, jadea —: Yo lo llevo, yo lo acompaño. Ese fuego me espera hace veinte años, Madre.
La mujer lo oye, mientras va hacia las llamas, salmodiar con las fuerzas que le quedan una oración que nunca ha oído, en la que se repite varias veces el nombre de una santa que tampoco conoce: Almudia.
—¿Una tregua? —dijo Antonio Vilanova.
—Es lo que quiere decir —repuso el Fogueteiro—. Un trapo blanco en un palo quiere decir eso. No lo vi cuando partió, pero muchos lo vieron. Lo vi cuando regresó. Todavía llevaba el trapo blanco.
—¿Y por qué hizo eso el Beatito? —preguntó Honorio Vilanova.
—Se compadeció de los inocentes al verlos morir quemados —contestó el Fogueteiro—. Los niños, los viejos, las embarazadas. Fue a decirles a los ateos que los dejaran irse de Belo Monte. No consultó a Joáo Abade, ni a Pedráo ni a Joáo Grande, que estaba en San Eloy y en San Pedro Mártir. Hizo su bandera y se fue caminando por la Madre Iglesia. Los ateos lo dejaron pasar. Creíamos que lo habían matado y que lo iban a devolver como a Pajeú: sin ojos, lengua ni orejas. Pero volvió, con su trapo blanco. Ya habíamos cerrado San Eloy y Niño Jesús y la Madre Iglesia. Y apagado muchos incendios. Volvió a las dos o tres horas y en esas horas los ateos no atacaron. Eso es una tregua. Lo explicó el Padre Joaquim.
El Enano se acurrucó contra Jurema. Temblaba de frío. Estaban en una cueva, donde antaño pernoctaban los pastores de chivos, no lejos de lo que, antes que la devoraran las llamas, había sido la diminuta alquería de Cacabú, en un desvío de la trocha entre Mirandela y Quijingue. Llevaban allí escondidos doce días. Hacían rápidas excursiones al exterior para traer yerbas, raíces, cualquier cosa que masticar y agua de una aguada cercana. Como toda la región estaba infestada de tropas que, en secciones pequeñas o en grandes batallones, regresaban hacia Queimadas, habían decidido permanecer allí escondidos un tiempo. En las noches bajaba mucho la temperatura, y como los Vilanova
no permitían que se encendiera una fogata por temor a que la luz atrajera a alguna patrulla, el Enano se moría de frío. De los tres, era el más friolento, porque era el más pequeño y el que había enflaquecido más. El miope y Jurema lo hacían dormir entre ellos, abrigándolo con sus cuerpos. Pero aun así, el Enano veía con temor la llegada de la noche pues, a pesar del calor de sus amigos, le castañeteaban los dientes y sentía los huesos helados. Estaba sentado entre ellos, escuchando al Fogueteiro, y, a cada momento, sus manitas regordetas indicaban a Jurema y al miope que se apretaran contra él.
—¿Qué pasó con el Padre Joaquim? —oyó preguntar al miope—. ¿A él también…? —No lo quemaron ni lo degollaron —repuso en el acto, con dejo tranquilizador, como feliz de poder dar al fin una buena noticia, Antonio el Fogueteiro—. Murió de bala, en la barrera de San Eloy. Estaba cerca mío. También ayudó a dar muertes piadosas. Serafino el carpintero comentó que a lo mejor el Padre no veía con buenos ojos esa muerte. No era un yagunzo sino un sacerdote ¿no es verdad? Tal vez el Padre no vería bien que un hombre de sotana muriera con un fusil en la mano.
—El Consejero le habrá explicado por qué tenía un fusil en la mano —dijo una de las Sardelinhas—. Y el Padre lo habrá perdonado. —Seguramente —dijo Antonio el Fogueteiro—. El sabe lo que hace. Pese a que no había una fogata y a que la boca de la cueva la habían disimulado con matorrales y cactos enteros arrancados de las cercanías, la claridad de la noche —el Enano imaginaba la luna amarilla y miríadas de estrellas lucientes observando con asombro el sertón — se filtraba hasta donde estaban y podía ver el perfil de Antonio el Fogueteiro, su nariz chata, su frente y mentón cortados a cuchillo. Era un yagunzo que el Enano recordaba muy bien, porque lo había visto, allá en Canudos, preparar esos fuegos artificiales que las noches de procesión encendían el cielo de rutilantes arabescos. Recordaba sus manos quemadas por la pólvora, las cicatrices de sus brazos y cómo, al comienzo de la guerra, se había dedicado a preparar esos cartuchos de dinamita que los yagunzos arrojaban a los soldados por sobre las barreras. El Enano había sido el primero en verlo asomar a la cueva esa tarde, había gritado que era el Fogueteiro, para que los Vilanova, que tenían las pistolas listas, no dispararan.
—¿Y para qué volvió el Beatito? —preguntó Antonio Vilanova, después de un momento. Era él quien casi exclusivamente hacía las preguntas, él quien había estado interrogando a Antonio el Fogueteiro toda la tarde y la noche, después que lo reconocieron y lo abrazaron—. ¿Se había iluminado? —Seguramente —dijo Antonio el Fogueteiro.
El Enano trató de imaginar la escena, la figurilla menuda, pálida, los ojos ardientes del Beatito, retornando al pequeño reducto, con su bandera blanca, entre los muertos, los escombros, los heridos, los combatientes, entre las casas quemadas y las ratas que, según el Fogueteiro, habían aparecido de pronto por todas partes, para precipitarse vorazmente sobre los cadáveres. —Han aceptado —dijo el Beatito—. Pueden rendirse.
—Que saliéramos en fila de a uno, sin ninguna arma, con las manos en la cabeza — explicó el Fogueteiro, con el tono que se emplea para contar la más descabellada fantasía o el desatino de un borracho—. Que nos considerarían prisioneros y que no nos matarían. El Enano lo oyó suspirar. Oyó suspirar a uno de los Vilanova y le pareció que una de las Sardelinhas lloraba. Era curioso, las mujeres de los Vilanova, a quienes el Enano confundía con tanta facilidad, nunca lloraban al mismo tiempo: lo hacían una antes, otra después. Pero sólo lo habían hecho desde que Antonio el Fogueteiro comenzó esta tarde a responder a las preguntas de Antonio Vilanova; durante la fuga de Belo Monte y todo el tiempo que llevaban escondidos allí, no las había visto llorar. Temblaba de tal modo que Jurema le pasó el brazo por los hombros y le sobó el cuerpo con fuerza. ¿Temblaba por el frío de Cacabú, porque el hambre lo había enfermado, o era lo que contaba el Fogueteiro lo que le causaba este temblor?
—Beatito, Beatito, ¿te das cuenta lo que dices? —gimió Joáo Grande—. ¿Te das cuenta lo que pides? ¿Quieres de veras que botemos las armas, que vayamos con las manos en la cabeza a rendirnos a los masones? ¿Eso quieres, Beatito?
—Tú no —dijo la voz que parecía siempre rezando—. Los inocentes. Los párvulos, las
que van a parir, los ancianos. Que tengan la vida salva, no puedes decidir por ellos. Si no los dejas salvarse, es como si los mataras. Vas a cargar con esa culpa, vas a echar sangre inocente sobre tu cabeza, Joáo Grande. Es un crimen contra el cielo permitir que los inocentes mueran. Ellos no pueden defenderse, Joáo Grande.
—Dijo que el Consejero hablaba por su boca —añadió Antonio el Fogueteiro—. Que lo había inspirado, que le mandó salvarlos. —¿Y Joáo Abade? —preguntó Antonio Vilanova.
—No estaba allí —explicó el Fogueteiro—. El Beatito volvió a Belo Monte por la barrera de la Madre Iglesia. Él estaba en San Eloy. Le avisaron, pero se demoró en venir. Estaba reforzando esa barrera, que era la más débil. Cuando vino, habían empezado a irse detrás del Beatito. Mujeres, niños, viejos, enfermos arrastrándose. —¿Y nadie los contuvo? —preguntó Antonio Vilanova.
—Nadie se atrevió —dijo el Fogueteiro—. Era el Beatito, era el Beatito. No alguien como tú o como yo, sino alguien que había acompañado al Consejero desde el principio. Era el Beatito. ¿Tú le hubieras dicho que se había iluminado, que no sabía lo que hacía? Ni Joáo Grande se atrevió, ni yo ni nadie.
—Pero Joáo Abade sí se atrevió —murmuró Antonio Vilanova. —Seguramente —dijo Antonio el Fogueteiro—. Joáo Abade sí se atrevió. El Enano sentía los huesos helados y su frente ardiendo. Reprodujo la escena con facilidad: la figura elevada, flexible, firme, el ex–cangaceiro apareciendo allí, la faca y el machete a la cintura, el fusil en el hombro, las sartas de balas en el pecho, no cansado sino más allá del cansancio. Ahí estaba, viendo la incomprensible fila de embarazadas, niños, viejos, inválidos, esos resucitados que iban con las manos en la cabeza hacia los soldados. No lo imaginaba: lo veía, con la nitidez y el color de uno de los espectáculos del Circo del Gitano, los de la buena época, cuando era un circo numeroso y próspero. Estaba viendo a Joáo Abade: su estupefacción, su confusión, su cólera. — ¡Alto! ¡Alto! —gritó, desorbitado, mirando a derecha y a izquierda, haciendo gestos a los que se rendían, tratando de atajarlos—. ¿Se han vuelto locos? ¡Alto! ¡Alto! —Le explicamos —dijo el Fogueteiro—. Se lo explicó Joáo Grande, que estaba llorando y se sentía responsable. Llegaron también Pedráo, el Padre Joaquim, otros. Bastaron dos palabras para que se diera cuenta del todo.
—No es que los vayan a matar —dijo Joáo Abade, alzando la voz, cargando su fusil, tratando de apuntar a los que ya habían cruzado y se alejaban—. A todos nos van a matar. Los van a humillar, los van a ofender como a Pajeú. No se puede permitir, precisamente porque son inocentes. ¡No se puede permitir que les corten los pescuezos! ¡No se puede permitir que los deshonren!
—Ya estaba disparando —dijo Antonio el Fogueteiro—. Ya estábamos disparando todos. Pedráo, Joáo Grande, el Padre Joaquim, yo. —El Enano notó que su voz, hasta entonces firme, dudaba —: ¿Hicimos mal? ¿Hice mal, Antonio Vilanova? ¿Hizo mal Joáo Abade en hacernos disparar?
—Hizo bien —dijo en el acto Antonio Vilanova—. Eran muertes piadosas. Los hubieran matado a faca, hecho lo que a Pajeú. Yo hubiera disparado, también. —No sé —dijo el Fogueteiro—. Me atormenta. ¿El Consejero lo aprueba? Voy a vivir haciéndome esa pregunta, tratando de saber si después de haber acompañado diez años al Consejero, me condenaré por una equivocación de último momento. A veces… Se calló y el Enano se dio cuenta que, ahora, las Sardelinhas lloraban a la vez; una con sollozos fuertes y desvergonzados, la otra de manera apagada, hipando. —¿A veces…? —dijo Antonio Vilanova.
—A veces pienso que el Padre, el Buen Jesús o la Señora hicieron el milagro de salvarme de entre los muertos para que me redima de esos tiros —dijo Antonio el Fogueteiro—. No sé. No sé nada, otra vez. En Belo Monte todo me parecía claro, el día era día y la noche noche. Hasta ese momento, hasta que empezamos a disparar contra los inocentes y el Beatito. Todo se volvió difícil, otra vez.
Suspiró y permaneció callado, escuchando, como el Enano y los otros, el llanto de las Sardelinhas por esos inocentes a los que los yagunzos habían dado muerte piadosa. —Porque tal vez, el Padre quería que subieran al cielo con martirio —añadió el Fogueteiro.
«Estoy sudando», pensó el Enano. ¿O estaba sangrando? Pensó: «Me estoy muriendo». Corrían gotas por su frente, se deslizaban por sus cejas y pestañas, le cerraban los ojos. Pero, aunque sudaba, el frío estaba allí, helándole las entrañas. Jurema, a ratos, le limpiaba la cara.
—¿Y qué pasó entonces? —oyó que decía el periodista miope—. Después de que Joáo Abade, de que usted y los demás…
Se calló y las Sardelinhas, que habían suspendido el llanto, sorprendidas por la intromisión, lo reanudaron.
—No hubo después —dijo Antonio el Fogueteiro—. Los ateos creyeron que estábamos tirándoles a ellos. Rabiaron al ver que les quitábamos esas presas que ya creían suyas. —Se calló y su voz vibró—. «Traidores», gritaban. Que habíamos roto la tregua y que lo íbamos a pagar. Se nos echaron por todos lados. Miles de ateos. Fue una suerte. —¿Una suerte? —dijo Antonio Vilanova.
El Enano había entendido. Una suerte tener otra vez que disparar contra ese torrente de uniformes que avanzaban con fusiles y antorchas, una suerte no tener que seguir matando inocentes para salvarlos de la deshonra. Lo entendía, y, en medio de la fiebre y el frío, lo veía. Veía cómo los yagunzos exhaustos, que habían estado dando muertes piadosas, se frotaban las manos ampolladas y requemadas, dichosos de tener otra vez al frente a un enemigo claro, definido, flagrante, inconfundible. Podía ver esa furia que avanzaba matando lo que no había sido aún matado, quemando lo que faltaba por quemar.
—Pero estoy segura que él ni siquiera en ese momento lloró —dijo una de las Sardelinhas, y el Enano no supo si era la mujer de Honorio o de Antonio—. Los imagino a Joáo Grande, al Padre Joaquim, llorando por tener que hacer eso con los inocentes. ¿Pero él? ¿Acaso lloró?
—Seguramente —susurró Antonio el Fogueteiro—. Aunque yo no lo vi. —Nadie vio llorar nunca a Joáo Abade —dijo la misma Sardelinha. —Nunca lo quisiste —murmuró, con decepción, Antonio Vilanova y el Enano supo entonces cuál de las hermanas hablaba: Antonia.
—Nunca —admitió ésta, sin ocultar su rencor—. Y menos después de ahora. Ahora que sé que acabó, no como Joáo Abade sino como Joáo Satán. El que mataba por matar, robaba por robar y se complacía en hacer sufrir a la gente.
Hubo un silencio espeso y el Enano sintió que el miope se había asustado. Esperó, tenso. —No quiero oírte decir eso nunca más —murmuró, despacio, Antonio Vilanova—. Eres mi mujer desde hace años, desde siempre. Hemos pasado todas las cosas juntos. Pero si te oigo repetir eso, todo se acabaría. Tú te acabarías también. Temblando, sudando, contando los segundos, el Enano esperó. —Juro por el Buen Jesús que no lo repetiré nunca más —balbuceó Antonia Sardelinha. —Yo vi llorar a Joáo Abade —dijo entonces el Enano. Le entrechocaban los dientes y las palabras le salían a espasmos, masticadas. Hablaba con la cara aplastada contra el pecho de Jurema—. ¿No se acuerdan, no se los dije? Cuando oyó la Terrible y Ejemplar Historia de Roberto el Diablo.
—Era hijo de un Rey y al nacer él su madre ya tenía los cabellos blancos —recordó Joáo Abade—. Nació por un milagro, si se llaman también milagros los del Diablo. Ella había hecho pacto para que Roberto pudiera nacer. ¿No es ése el comienzo? —No —dijo el Enano, con una seguridad que provenía de toda una vida contando esa historia que ya no se acordaba cuándo ni dónde había aprendido y que él había llevado y traído por los pueblos, referido cientos, miles de veces, alargándola, acortándola, embelleciéndola, entristeciéndola, alegrándola, dramatizándola, de acuerdo al estado de ánimo del cambiante auditorio. Ni Joáo Abade podía enseñarle a él el comienzo—. Su madre era estéril y vieja y tuvo que hacer pacto para que Roberto naciera, sí. Pero no era hijo de Rey sino de Duque.
—Del Duque de Normandía —admitió Joáo Abade—. Cuéntala de una vez. —¿Lloró? —oyó, como venida del otro mundo, la voz que tanto conocía, esa voz siempre asustada, y a la vez curiosa, chismosa, entrometida—. ¿Oyendo la historia de Roberto el Diablo?
Sí, había llorado. En algún momento, tal vez cuando las grandes matanzas e iniquidades,
cuando, poseído, empujado, dominado por el espíritu de destrucción, fuerza invisible que no podía resistir, Roberto hundía la faca en los vientres de las mujeres embarazadas o degollaba a los recién nacidos («Lo que quiere decir que era sureño, no nordestino», precisaba el Enano) y empalaba a los campesinos y prendía fuego a las cabañas donde dormían las familias, él había advertido que el Comandante de la Calle tenía brillo en los ojos, un espejeo en las mejillas, temblor en la barbilla y ese subir y bajar de su pecho. Desconcertado, atemorizado, el Enano se calló —¿cuál podía ser su error, su olvido? — y miró ansioso a Catarina, esa figurilla tan escuálida que parecía no ocupar espacio en el reducto de la calle del Niño Jesús, donde Joáo Abade lo había llevado. Catarina le indicó con un gesto que siguiera. Pero Joáo Abade no lo dejó:
—¿Era su culpa lo que hacía? —dijo, transformado—. ¿Era su culpa cometer tantas crueldades? ¿Podía hacer otra cosa? ¿No estaba pagando la deuda de su madre? ¿A quién debía cobrarle el Padre esas maldades? ¿A él o a la Duquesa? —Clavó los ojos en el Enano, con una angustia terrible —: Responde, responde.
—No sé, no sé —tembló el Enano—. No está en el cuento. No es mi culpa, no me hagas nada, sólo soy el que cuenta la historia.
—No te va a hacer nada —susurró la mujer que parecía espíritu—. Sigue contando, sigue.
Él había seguido contando, viendo cómo Catarina le secaba los ojos a Joáo Abade con el ruedo de su falda, cómo se acuclillaba a sus pies y le pasaba las manos por las piernas y apoyaba su cabeza en sus rodillas, para hacerlo sentir acompañado. No había vuelto a llorar, ni a moverse, ni a interrumpirlo hasta ese final que, a veces, ocurría con la muerte de Roberto el Santo convertido en piadoso ermitaño, y, a veces, con Roberto calzándose la corona que mereció al descubrirse que era hijo de Ricardo de Normandía, uno de los Doce Pares de Francia. Recordaba que al terminar esa tarde —¿o esa noche? — Joáo Abade le había agradecido la historia. Pero ¿cuándo, en qué momento fue aquello? ¿Antes de que llegaran los soldados, cuando la existencia era tranquila y Belo Monte parecía el sitio para pasar la vida? ¿O cuando la vida se volvió muerte, hambre, ruina, miedo?
—¿Cuándo fue, Jurema? —preguntó, ansioso, sin saber por qué era tan impostergable situar aquello exactamente en el tiempo—. Miope, miope, ¿fue al principio o al final de la función?
—¿Qué tiene? —oyó que decía una de las Sardelinhas. —Fiebre —contestó Jurema, abrazándolo. —¿Cuándo fue? —dijo el Enano—. ¿Cuándo fue?
—Está delirando —oyó que decía el miope y sintió que le tocaba la frente, lo acariñaba en el pelo y en la espalda.
Lo oyó estornudar, dos, tres veces, como siempre que algo lo sorprendía, divertía o asustaba. Ahora sí podía estornudar. Pero no lo había hecho la noche que huían, esa noche en la que un estornudo le habría costado la vida. Lo imaginó en una función de pueblo, estornudando veinte, cincuenta, cien veces, como la Barbuda se tiraba los pedos en el número de los payasos, con registros y tonalidades altas, bajas, largas, cortas, y le dieron también ganas de reírse, como el público que asistía al espectáculo. Pero no tuvo fuerzas.
—Se ha dormido —oyó que decía Jurema, acomodándole la cabeza entre sus piernas—. Mañana estará bien.
No estaba dormido. Desde el fondo de esa ambigua realidad de fuego y hielo que era su cuerpo encogido en la oscuridad de la gruta, siguió oyendo todavía el relato de Antonio el Fogueteiro, reproduciendo, viendo ese fin del mundo que él ya había anticipado, conocido, sin necesidad de que ese resucitado de entre los carbones y los cadáveres se lo relatara. Y pese a lo mal que se sentía, a los escalofríos, a lo lejos que le parecía estar de quienes hablaban a su lado, en la noche del sertón bahiano, en ese mundo ya sin Canudos y sin yagunzos, y que pronto estaría también sin soldados cuando los que habían cumplido su misión acabaran de irse, y esas tierras volvieran a su orgullosa y miserable soledad de siempre, el Enano se había interesado, impresionado, asombrado con lo que Antonio el Fogueteiro refería.
—Se puede decir que resucitaste —oyó a Honorio, el Vilanova que hablaba tan rara vez
que cuando lo hacía parecía su hermano.
—Se puede —repuso el Fogueteiro—. Pero no estaba muerto. Ni siquiera herido de bala. No sé, tampoco eso sé. No tenía sangre en el cuerpo. Quizá me cayó una piedra en la cabeza. Pero nada me dolía, tampoco.
—Te desmayaste —dijo Antonio Vilanova—. Como se desmayaba la gente, en Belo Monte. Te creyeron muerto y eso te salvó.
—Eso me salvó —repitió el Fogueteiro—. Pero no sólo eso. Porque cuando desperté y me vi en medio de los muertos, también vi que los ateos iban rematando a los tumbados con las bayonetas o a balazos si se movían. Pasaron a mi lado, muchos, y ninguno se agachó a comprobar si estaba muerto.
—O sea que estuviste todo un día haciéndote el muerto —dijo Antonio Vilanova. —Sintiéndolos pasar, rematar a los vivos, acuchillar a los prisioneros, dinamitar las paredes —dijo el Fogueteiro—. Pero eso no era lo peor. Lo peor eran los perros, las ratas, los urubús. Se comían a los muertos. Los oía escarbar, morder, picotear. Los animales no se engañan. Saben quién está muerto y quién no está. Los urubús, las ratas, no se comen a los vivos. Mi miedo eran los perros. Ése fue el milagro: también me dejaron en paz.
—Tuviste suerte —dijo Antonio Vilanova—. ¿Y ahora, qué vas a hacer? —Volver a Mirandela —dijo el Fogueteiro—. Allá nací, allá me crié, allá aprendí a hacer cohetes. No sé, tal vez. ¿Y ustedes?
—Iremos lejos de aquí —dijo el ex–comerciante—. A Assaré, tal vez. De allá vinimos, allá comenzamos esta vida, huyendo, como ahora, de la peste. De otra peste. Quizá volvamos a terminar todo donde comenzó. ¿Qué otra cosa podemos hacer? —Seguramente —dijo Antonio el Fogueteiro.
Ni cuando le dicen que corra el puesto de mando del General Artur Osear, si quiere echar un vistazo a la cabeza del Consejero antes que el Teniente Pinto Souza se la lleve a Bahía, deja el Coronel Geraldo Macedo, jefe del Batallón de Voluntarios de la Policía Bahiana, de pensar en aquello que lo obsesiona desde el fin de la guerra: ¿Quién lo ha visto? ¿Dónde está? Pero, como todos los jefes de Brigada, Regimiento y Batallón (a los oficiales de menos grado no se les concede ese privilegio) va a contemplar lo que queda de ese hombre que ha matado y hecho morir a tanta gente y al que, sin embargo, según todos los testimonios, nunca nadie vio coger personalmente un fusil ni una faca. No ve gran cosa, por lo demás, porque han metido la cabeza en una bolsa de yeso debido a su descomposición: sólo unas matas de pelo grisáceas. Apenas hace acto de presencia en la barraca del General Osear, a diferencia de otros oficiales que se quedan allí, felicitándose por el fin de la guerra y haciendo planes para el futuro ahora que regresan a sus ciudades y a sus familias. El Coronel Macedo posa un instante sus ojos sobre esa maraña de pelos, se retira sin hacer el menor comentario, y vuelve a internarse en el humeante amontonamiento de ruinas y cadáveres.
Ya no piensa en el Consejero, ni en los oficiales exultantes que ha dejado en el puesto de mando, oficiales a los que nunca ha sentido igual, por lo demás, y a los que, desde que llegó a los montes de Canudos con el Batallón de la Policía Bahiana siempre ha devuelto el desprecio que le manifiestan con un desprecio idéntico. Él sabe cuál es su apodo, cómo lo llaman cuando les da la espalda: Cazabandidos. No le importa. Está orgulloso de haberse pasado treinta años de su vida limpiando una y otra vez de partidas de cangaceiros las tierras de Bahía de haberse ganado todos los galones que tiene y haber llegado a coronel, él, un modesto mestizo nacido en Mulungo do Morro, pueblecito que ninguno de estos oficiales podría localizar en el mapa, a base de arriesgar su piel enfrentándose a la ralea de esta tierra.
Pero a sus hombres sí les importa. A los policías bahianos que hace cuatro meses aceptaron venir a luchar contra el Consejero por lealtad personal a él —les dijo que el Gobernador de Bahía se lo había pedido, que era indispensable que el cuerpo policial se ofreciera a ir a Canudos para desarmar las pérfidas habladurías que en el resto del país acusaban a los bahianos de blandura, indiferencia y hasta simpatía y complicidad con los
yagunzos, para demostrar al Gobierno Federal y a todo el Brasil que los bahianos estaban tan dispuestos como cualquiera a todos los sacrificios para defender a la República — sí los ofenden y hieren esos desaires y desplantes que han tenido que sufrir desde que se incorporaron a la Columna. Ellos no se contienen como él: responden a los insultos con insultos, a los apodos con apodos, y en estos cuatro meses han protagonizado incontables incidentes con los soldados de otros regimientos. Lo que más los exaspera es que el Comando también los discrimina. En todas las acciones, el Batallón de Voluntarios de la Policía Bahiana ha sido tenido al margen, en la retaguardia, como si el propio Estado Mayor diera crédito a la infamia de que los bahianos son restauradores de corazón, consejeristas vergonzantes.
La pestilencia es tan fuerte que tiene que sacar su pañuelo y taparse la nariz. Aunque muchos incendios se han apagado, el aire está lleno de virutas tiznadas, de chispas y cenizas y el Coronel tiene los ojos irritados, mientras explora, espía, aparta con los pies para verles las caras, a los yagunzos caídos. La mayoría están carbonizados, o tan desfigurados por las llamas que, aun si lo conociera, no podría identificarlo. Por lo demás, aunque se conserve intacto, ¿cómo lo va a reconocer? ¿Acaso lo ha visto alguna vez? Las descripciones que tiene de él no son suficientes. Es una estupidez, por supuesto. Piensa: «Por supuesto». Sin embargo, es más fuerte que su razón, es ese oscuro instinto que tanto le sirvió en el pasado, esos súbitos pálpitos que lo hacían precipitar a su volante en una inexplicable marcha forzada de dos o tres días para caer en una aldea en la que, en efecto, sorprendían a aquellos bandidos que habían buscado infructuosamente semanas o meses. Ahora es lo mismo. El Coronel Geraldo Macedo sigue escarbando entre los hediondos cadáveres, la nariz y la boca cubiertas con el pañuelo, la otra mano apartando los enjambres de moscas, desembarazándose a veces a patadas de las ratas que se le suben por las piernas, porque, contra toda lógica, algo le dice que cuando se encuentre con la cara, el cuerpo o los simples huesos de Joáo Abade, sabrá que son los de él. —Excelencia, Excelencia. —Es su adjunto, el Teniente Soares, que viene también tapándose la cara con un pañuelo. —¿Lo encontraron? —se entusiasma el Coronel Macedo.
—Todavía, Excelencia. El General Osear dice que salga de aquí porque los zapadores van a comenzar la demolición.
—¿La demolición? —El Coronel Macedo echa una ojeada en torno, deprimido—. ¿Queda algo que demoler?
—El General prometió que no quedaría piedra sobre piedra —dice el Teniente Soares—. Ha dado orden de que dinamiten las paredes que no se han desmoronado. —Vaya desperdicio —murmura el Coronel. Tiene la boca entreabierta bajo el pañuelo y, como cada vez que reflexiona, está lamiéndose su diente de oro. Mira con pesadumbre la extensión de escombros, pestilencia y carroña. Termina por encogerse de hombros—. Bueno, nos iremos sin saber si murió o escapó.
Siempre tapándose las narices, él y su adjunto emprenden el regreso al campamento. Poco después, a sus espaldas, comienzan las explosiones.
—¿Puedo hacerle una pregunta, Excelencia? —dice el Teniente Soares, gangoso bajo el pañuelo. El Coronel Macedo asiente—. ¿Por qué le importa tanto el cadáver de Joáo Abade?
—Es una vieja historia —gruñe el Coronel. También su voz suena gangosa. Sus ojitos oscuros buscan, aquí y allá—. Una historia que yo comencé, parece. Eso dicen, al menos. Porque yo maté al padre de Joáo Abade, hace lo menos treinta años. Era un coitero de Antonio Silvino, en Custodia. Dicen que se hizo cangaceiro para vengar al padre. Y después, bueno… —Se vuelve a mirar a su adjunto y se siente, de pronto, viejo—. ¿Cuántos años tienes? —Veintidós, Excelencia.
—Con razón no sabes quién era Joáo Abade —gruñe el Coronel Macedo. —El jefe militar de Canudos, un gran desalmado —replica el Teniente Soares. —Un gran desalmado —asiente el Coronel Macedo—. El más feroz de Bahía. El que siempre se me escapó. Lo perseguí diez años. Varias veces estuve a punto de ponerle la mano encima. Siempre se me escurría. Decían que había hecho pacto. Lo llamaban Satán, en ese tiempo.
—Ahora entiendo por qué quiere encontrarlo —sonreía el Teniente Soares—. Para ver si esta vez no se le escapó.
—En realidad, no sé por qué —gruñe el Coronel Macedo, encogiéndose de hombros—. Porque me recuerda la juventud, tal vez. Cazar bandidos era mejor que este aburrimiento.
Hay un rosario de explosiones y el Coronel Macedo puede ver que, desde las faldas y cumbres de los cerros, millares de personas contemplan cómo vuelan por los aires las últimas paredes de Canudos. No es un espectáculo que le interese y no se molesta en mirar; sigue caminando hacia el acantonamiento del Batallón de Voluntarios Bahianos, al pie de la Favela, inmediatamente detrás de las trincheras del Vassa Barris.
—La verdad, hay cosas que no entran en la cabeza, aunque uno la tenga grande —dice, escupiendo el mal sabor que le ha dejado la frustrada exploración—. Primero, mandar contar casas que ya no son casas sino ruinas. Y ahora, mandar dinamitar piedras y adobes. ¿Tú entiendes para qué estuvo contando las casas esa Comisión del Coronel Dantas Barreto?
Se habían pasado toda la mañana, entre las miasmas humeantes, y establecido que hubo cinco mil doscientas casas en Canudos.
—Se les ha armado un embrollo y no les sale la cuenta —se burla el Teniente Soares—. Calcularon cinco personas por casa. O sea, unos treinta mil yagunzos. Pero la Comisión del Coronel Dantas Barreto encontró apenas seiscientos cuarenta y siete cadáveres.
—Porque sólo contó cadáveres enteros —gruñe el Coronel Macedo—. Se olvidó de los pedazos, de los huesos, y así es como quedó la mayoría. Cada loco con su lema. En el campamento, espera al Coronel Geraldo Macedo un drama, uno más de los que han jalonado la estancia de los policías bahianos en el cerco de Canudos. Los oficiales tratan de calmar a los hombres ordenándoles que se dispersen y que dejen de hablar del asunto. Han puesto guardias en todo el perímetro del acantonamiento, temiendo una estampida de los policías bahianos para ir a dar su merecido a quienes los han provocado. Por la cólera empozada en los ojos y los rictus de sus hombres, el Coronel Macedo comprende que el incidente ha sido de los graves. Pero, antes de escuchar ninguna explicación, recrimina a sus oficiales:
— ¡O sea que mis órdenes no se obedecen! ¡O sea que, en lugar de buscar al bandido, permiten que la gente se ponga a pelear! ¿No he dicho que eviten las peleas? Pero sus órdenes se han respetado a la letra. Patrullas de policías bahianos han estado recorriendo Canudos hasta que el comando las hizo retirar, para que entraran en acción los zapadores. El incidente ha surgido, justamente, con una de esas patrullas que buscaban el cadáver de Joáo Abade, tres bahianos que, siguiendo la barrera del cementerio y las Iglesias, fueron hasta esa depresión que debió ser alguna vez un arroyo o brazo de río y que es uno de los puntos donde se hallan concentrados los prisioneros, esos pocos centenares de personas que son ahora casi exclusivamente niños y mujeres, porque los hombres que había entre ellos ya fueron pasados a faca por la cuadrilla del Alférez Maranháo, de quien se dice que se ha ofrecido como voluntario para esa misión porque los yagunzos emboscaron hace unos meses a su compañía, dejándolo con ocho hombres válidos de cincuenta que eran. Los policías bahianos se acercaron a preguntar a los prisioneros si sabían algo de Joáo Abade y en eso uno de ellos reconoció, en una prisionera, a una pariente del pueblo de Mirangaba. Al verlo abrazar a una yagunza, el Alférez Maranháo comenzó a insultarlo y a decir, señalándolo, que ahí estaba la prueba de cómo los policías del Cazabandidos, pese a llevar uniforme republicano, eran traidores de alma. Y cuando el policía trató de protestar, el Alférez, en un arrebato de cólera, lo tumbó al suelo de un puñetazo. Él y sus dos compañeros fueron corridos por los gauchos de la cuadrilla, que desde lejos los llamaban «¡yagunzos!». Han vuelto al campamento temblando de cólera, y alborotado a sus compañeros que, desde hace una hora, murmuran y quieren ir a tomarse el desquite de esos insultos. Era lo que el Coronel Geraldo Macedo esperaba: un incidente, igual a veinte o treinta otros, ocurridos por lo mismo y casi con las mismas palabras.
Pero, esta vez, a diferencia de todas las otras veces, en que calma a sus hombres y, a lo más, presenta una queja al General Barboza, jefe de la Primera Columna a la que está adscrito el Batallón de Voluntarios de la Policía Bahiana, o al propio Comandante de las
Fuerzas Expedicionarias, General Artur Osear, si considera el asunto muy serio, Geraldo Macedo siente un burbujeo curioso, sintomático, uno de aquellos pálpitos a los que debe la vida y los galones.
—Ese Maranháo no es un tipo que merezca respeto —comenta, lamiéndose con rapidez el diente de oro—. Pasarse las noches despescuezando prisioneros no se puede decir que sea oficio de soldado, sino más bien de carnicero. ¿No les parece?
Sus oficiales quedan quietos, se miran entre ellos y, mientras habla y se lame el diente dorado, el Coronel Macedo nota la sorpresa, la curiosidad, la satisfacción en las caras del Capitán Souza, del Capitán Jerónimo, del Capitán Tejada y del Teniente Soares. —Así que no creo que un carnicero gaucho se pueda dar el lujo de maltratar a mis hombres, ni de llamarnos traidores a la República —añade—. Su obligación es respetarnos. ¿No es verdad?
Sus oficiales no se mueven. Sabe que hay en ellos sentimientos encontrados, alegría por lo que sus palabras dejan suponer y cierta inquietud.
—Espérenme aquí, nadie dé un paso fuera del campamento —dice, echándose a andar. Y como sus subordinados protestan al mismo tiempo y exigen acompañarlo, los contiene secamente —: Es una orden. Voy a arreglar este problema solo.
No sabe qué va a hacer, cuando sale del campamento, seguido, apoyado, admirado por los trescientos hombres, cuyas miradas siente a la espalda como una presión cálida; pero va a hacer algo, porque ha sentido rabia. No es un hombre rabioso, no lo fue ni siquiera de joven, a esa edad en que todos son rabiosos, y más bien ha tenido fama de no inmutarse sino en raras ocasiones. La frialdad le ha salvado la vida muchas veces. Pero ahora tiene rabia, un cosquilleo en el vientre que es como el chasquido de la mecha que antecede al estallido de una carga de pólvora. ¿Tiene rabia porque ese cortador de pescuezos lo llamó Cazabandidos y traidores a la República a los voluntarios bahianos, por que abusó de sus policías? Ésa es la gota que colma el vaso. Camina despacio, mirando los cascajos la tierra agrietada, sordo a las explosiones que demuelen Canudos, ciego a las sombras de los urubús que trazan círculos sobre su cabeza y, entretanto, sus manos, en un movimiento autónomo, veloz y eficiente como en sus buenos tiempos, pues los años han ajado algo su piel y encorvado un poco su espalda, pero no embotado sus reflejos ni la agilidad de sus dedos, saca el revólver de la cartuchera, lo abre, verifica si hay seis proyectiles en los seis orificios del tambor, y lo vuelve a su funda. La gota que colma el vaso. Porque ésta, que iba a ser la mejor experiencia de su vida, la coronación de esa arriesgada carrera hacia la respetabilidad, ha resultado, más bien, una serie de desilusiones y disgustos. En vez de ser reconocido y bien tratado, como jefe de un Batallón que representa a Bahía en esta guerra, ha sido discriminado, humillado y ofendido, en su persona y en sus hombres y ni siquiera le han dado la oportunidad de mostrar lo que vale. Su única proeza ha sido hasta ahora demostrar paciencia. Un fracaso esta campaña, al menos para él. Ni se da cuenta de los soldados que se cruzan en su camino y lo saludan.
Cuando llega a la depresión del terreno donde están los prisioneros, divisa, fumando, mirándolo venir, al Alférez Maranháo, rodeado de un grupo de soldados con esos pantalones bombachos que usan los regimientos gauchos. El Alférez tiene un físico nada imponente, una cara que no delata ese instinto cuchillero al que da rienda suelta en las noches: bajito, delgado, de piel clara, pelos rubios, bigotitos bien recortados y unos ojos azulinos que, de entrada, parecen angelicales. Mientras va hacia él, sin apurarse, sin que una contracción o sombra indique en su cara de rasgos indios pronunciados qué pretende hacer —algo que ni siquiera él sabe — el Coronel Geraldo Macedo comprueba que los gauchos que rodean al Alférez son ocho, que ninguno carga fusil —los tienen alineados en dos pirámides, junto a una barraca — y sí, en cambio, cuchillos a la cintura, igual que Maranháo, quien, además, lleva cartuchera y pistola. El Coronel atraviesa la superficie apretada, aplastada, de espectros femeninos. En cuclillas, tumbadas, sentadas, reclinadas unas contra otras igual que los fusiles de los soldados, la vida parece refugiada únicamente en los ojos que lo miran pasar, de las mujeres prisioneras. Tienen niños en brazos, faldas, atados a la espalda o tendidos a su lado en el suelo. Cuando está a un par de metros, el Alférez Maranháo arroja el cigarrillo y se pone en posición de firmes. —Dos cosas, Alférez —dice el Coronel Macedo, tan cerca de él que el aire de sus
palabras debe soplarle al sureño en la cara como un vientecito tibio—. La primera: averigüe entre las prisioneras dónde murió Joáo Abade, o, si no murió, qué ha sido de él. —Ya han sido interrogadas, Excelencia —dice el Alférez Maranháo, con docilidad—. Por un teniente de su Batallón. Y luego por tres policías, a los que tuve que reprender por insolentes. Supongo que le han informado. Ninguna sabe nada de Joáo Abade. —Probemos de nuevo, a ver si tenemos más suerte —dice con el mismo tono Geraldo Macedo: neutro, impersonal, contenido, sin rastro de animosidad—. Quiero que las interrogue en persona.
Sus ojitos pequeños, oscuros, con patas de gallo en las esquinas, no se apartan de los ojos claros, sorprendidos, desconfiados, del joven oficial; no estañean, no se mueven a derecha ni a izquierda. El Coronel Macedo sabe, porque se lo dicen sus oídos o su intuición, que los ocho soldados de su derecha, se han puesto rígidos y que los ojos de todas las mujeres están letárgicamente posados en él.
—Voy a interrogarlas, entonces —dice, después de un momento de vacilación, el oficial. Mientras el Alférez, con una lentitud que traduce su desconcierto por la «ten que no alcanza a saber si le ha sido dada porque el Coronel quiere hacer una última intentona para averiguar la suerte del bandido, o con la intención de hacerle sentir su autoridad, recorre el mar de harapos que se abre y se cierra a su paso, preguntando por Joáo Abade, Geraldo Macedo no se vuelve ni una vez a mirar a los soldados gauchos. Ostensiblemente les da la espalda y, con las manos en la cintura, el quepis tirado para atrás, en una postura que es la suya pero también la típica de cualquier vaquero del sertón, sigue el recorrido del Alférez entre las prisioneras. A lo lejos, detrás de las elevaciones de terreno, todavía se escuchan explosiones. Ninguna voz responde a las preguntas del Alférez; cuando éste se detiene frente a una prisionera y, mirándola a los ojos, la interroga, ella se limita a mover la cabeza. Concentrado en lo que ha venido a hacer, toda su atención en los ruidos que vienen de donde están los ocho soldados, el Coronel Macedo tiene tiempo de pensar que es extraño que en una muchedumbre de mujeres reine semejante silencio, que es raro que tantos niños no lloren de sed, de hambre o de miedo, y se le ocurre que muchos de los diminutos esqueletos están ya muertos.
—Ya ve, es en vano —dice el Alférez Maranháo, deteniéndose frente a él —. Ninguna sabe nada, como le previne.
—Lástima —reflexiona el Coronel Macedo—. Me voy a ir de acá sin saber qué fue de Joáo Abade.
Sigue en el mismo sitio, dando siempre la espalda a los ocho soldados, mirando fijamente los ojos claros y la cara blancuzca del Alférez, cuyo nerviosismo se va reflejando en su expresión.
—En qué otra cosa puedo servirlo —musita, por fin.
—¿Usted es de muy lejos de aquí, no es cierto? —dice el Coronel Macedo—. Entonces, seguramente no sabe cuál es para los sertaneros la peor ofensa.
El Alférez Maranháo está muy serio, con el ceño fruncido, y el Coronel se da cuenta que no puede esperar más, pues aquél terminará sacando su arma. Con un movimiento fulminante, imprevisible, fuertísimo, golpea esa cara blanca con la mano abierta. El golpe derriba al Alférez, quien no alcanza a ponerse de pie y permanece a cuatro patas mirando al Coronel Macedo, que ha dado un paso para ponerse junto a él, y le advierte: —Si se levanta, está muerto. Y si trata de coger su revólver, por supuesto. Lo mira fríamente a los ojos y tampoco ahora ha cambiado el tono de voz. Ve la duda en la cara enrojecida del Alférez, a sus pies, y ya sabe que el sureño no se levantará ni intentará sacar el revólver. Él no ha sacado el suyo, por lo demás, se ha limitado a llevar la mano derecha a la cintura, a ponerla a milímetros de la cartuchera. Pero, en realidad, está pendiente de lo que pasa a su espalda, adivinando lo que piensan, sienten, los ocho soldados al ver a su jefe en ese trance. Pero unos segundos después está seguro que tampoco harán nada, que también ellos han perdido la partida.
—Ponerle la mano a un hombre en la cara, así como se la he puesto —dice, mientras se abre la bragueta, velozmente se saca el sexo y ve salir el chorrito de orina transparente que salpica el fundillo del Alférez Maranháo—. Pero todavía peor que eso es mearle encima.
Mientras se guarda el sexo y se abotona la bragueta, los oídos siempre atentos a lo que ocurre a su espalda, ve que el Alférez se ha puesto a temblar, igual que un hombre con tercianas, ve que se le saltan las lágrimas y que no sabe qué hacer con su cuerpo, con su alma.
—A mí no me importa que me digan Cazabandidos, porque lo he sido —dice, por fin, viendo enderezarse al Alférez, viéndolo llorar, temblar, sabiendo cuánto lo odia y que tampoco ahora sacará la pistola—. Pero a mis hombres no les gusta que los llamen traidores a la República, pues es falso. Son tan republicanos y patriotas como el que más.
Acaricia con la lengua su diente de oro, muy de prisa.
—Le quedan tres cosas por hacer, Alférez —dice, por último—. Presentar una queja al Comando, acusándome de abuso de autoridad. Puede que me degraden y hasta echen del servicio. No me importaría tanto, pues mientras haya bandidos siempre podré ganarme la vida cazándolos. La segunda, es venir a pedirme explicaciones para que usted y yo arreglemos esto en privado, quitándonos los galones, a revólver o a faca o con el arma de su preferencia. Y, la tercera, tratar de matarme por la espalda. A ver por cuál se decide.
Se lleva la mano al quepis y hace un simulacro de saludo. Esa última ojeada, le hace saber que su víctima elegirá la primera, tal vez la segunda, pero no la tercera opción, por lo menos no en este momento. Se aleja, sin dignarse mirar a los ocho soldados gauchos, que aún no se han movido. Cuando está saliendo de entre los esqueletos andrajosos para enrumbar a su campamento, dos garfios flacos se prenden de su bota. Es una viejecita sin pelos, menuda como una niña, que lo mira a través de sus légañas: —¿Quieres saber de Joáo Abade? —balbucea su boca sin dientes. —Quiero —asiente el Coronel Macedo—. ¿Lo viste morir? La viejecita niega y hace chasquear la lengua, como si chupara algo. —¿Se escapó entonces?
La viejecita vuelve a negar, cercada por los ojos de las prisioneras. —Lo subieron al cielo unos arcángeles —dice, chasqueando la lengua— Yo los vi.