Llega oscuro a San Antonio y se sienta junto a una de las pozas, a orillas del Massacará, a esperar la luz. La impaciencia no lo deja pensar. Con el primer rayo de sol, empieza a recorrer las casitas idénticas. La mayoría están vacías. El primer vecino que encuentra le señala dónde ir. Ingresa a un interior oscuro y pestilente y se detiene, hasta que sus ojos se acostumbren a la penumbra. Van apareciendo las paredes, con rayas, dibujos y un Corazón de Jesús. No hay muebles, cuadros, ni un mechero, pero queda como una reminiscencia de esas cosas que se llevaron los ocupantes.
La mujer está en el suelo y se reincorpora al verlo entrar. Hay a su alrededor trapos de colorines, una cesta de mimbre y un brasero. Tiene, en su falda, algo que le cuesta reconocer. Sí, es la cabeza de un ofidio. El rastreador advierte ahora la pelusa que sombrea la cara y los brazos de la mujer. Entre ella y la pared hay alguien tendido, del que ve medio cuerpo y los pies. Descubre la desolación que arrasa los ojos de la Barbuda. Se inclina y, en actitud respetuosa, le pregunta por el circo. Ella sigue mirándolo sin verlo y, por fin, con desaliento, le alcanza la cobra: puede comérsela. Rufino, acuclillado, le explica que no quiere quitarle la comida sino saber algo. La Barbuda habla del muerto. Ha estado agonizando a poquitos y la noche anterior expiró. Él la escucha, asintiendo. Ella se acusa, tiene cargos de conciencia, tal vez debió matar a Idílica antes para darle de comer. ¿Lo hubiera salvado, si lo hacía? Ella misma responde que no. La cobra y el muerto compartían con ella la vida desde los comienzos del circo. La memoria devuelve a Rufino imágenes del Gitano, del Gigante Pedrín y otros artistas que vio de niño, en Calumbí. La mujer ha oído que si no son enterrados en cajón, los muertos se van al infierno; eso la angustia. Rufino se ofrece a fabricar un ataúd y cavar una fosa para su amigo. Ella le pregunta a boca de jarro qué quiere. Rufino —su voz tiembla —se lo dice. ¿El forastero?, repite la Barbuda, ¿Galileo Gall? Sí, él. Se lo llevaron unos hombres a caballo, cuando salían del pueblo. Y habla otra vez del muerto, no podía arrastrarlo, le daba pena, y prefirió quedarse cuidándolo. ¿Eran soldados? ¿Guardias rurales? ¿Bandidos? No lo sabe. ¿Los que le cortaron los pelos en Ipupiará? No, no eran ésos. ¿Lo buscaban a él? Sí, a los cirqueros los dejaron en paz. ¿Partieron hacia Canudos? Tampoco lo sabe.
Rufino amortaja al difunto con las tablas de la ventana, que amarra con los trapos de colorines. Se echa al hombro el dudoso ataúd y sale, seguido por la mujer. Algunos vecinos lo guían hasta el cementerio y le prestan una pala. Abre una fosa, vuelve a llenarla y permanece allí mientras la Barbuda reza. Al volver al caserío, ella se lo agradece, efusivamente. Rufino, que ha estado con la mirada perdida, le pregunta: ¿se llevaron también a la mujer? La Barbuda pestañea. Tú eres Rufino, dice. Él asiente. Ella le cuenta que Jurema sabía que aparecería. ¿También a ella se la llevaron? No, se ha ido con el Enano, rumbo a Canudos. Un grupo de enfermos y de gente sana los oyen hablar, entretenidos. La fatiga que Rufino siente de pronto lo hace tambalearse. Le ofrecen hospitalidad y él acepta dormir en la casa que ocupa la Barbuda. Duerme hasta la noche. Al despertar, la mujer y una pareja le acercan una escudilla con una sustancia espesa. Conversa con ellos sobre la guerra y los trastornos del mundo. Cuando la pareja se va, interroga a la Barbuda sobre Galileo y Jurema. Ella le dice lo que sabe y, también, que se va a Canudos. ¿No teme meterse en la boca del lobo? Más teme quedarse sola; allá, tal vez, encuentre al Enano y puedan seguir acompañándose.
A la mañana siguiente, se despiden. El rastreador parte hacia el Oeste, pues los vecinos aseguran que ese rumbo tomaron los capangas. Marcha entre arbustos, espinas y matorrales y a media mañana esquiva una patrulla de exploradores que rastrilla la caatinga. A menudo se detiene a estudiar las huellas. Ese día no captura ninguna presa y sólo mastica yerbas. Pasa la noche en el Riacho de Varginha. A poco de retomar la travesía, divisa el Ejército del Cortapescuezos, ese que está en todas las bocas. Ve brillar las bayonetas en el polvo, oye el crujido de las cureñas rodando por la trocha. Reanuda su trotecito pero no entra a Zélia hasta oscurecer. Los vecinos le cuentan que, además de los soldados, han estado allí los yagunzos de Pajeú. Nadie recuerda a una partida de capangas con alguien como Gall. Rufino oye ulular a lo lejos los pitos de madera que, de manera intermitente, resonarán toda la noche.
Entre Zélia y Monte Santo, el terreno es llano, seco y puntiagudo, sin trochas. Rufino avanza temiendo ver en cualquier momento una patrulla. Encuentra agua y comida a media mañana. Pero después, tiene la sensación de no estar solo. Mira en torno, examina la caatinga, va y viene: nada. Sin embargo, un rato más tarde, ya no duda: lo espían, varios. Intenta perderlos, cambia el rumbo, se oculta, corre. Inútil: son pisteros que saben su oficio y están siempre ahí, invisibles y próximos. Resignado, marcha ya sin tomar precauciones, esperando que lo maten. Poco después oye a un hato de cabras. Por fin, avista un claro. Antes que a los hombres armados ve a la muchacha, albina, contrahecha, de mirada extraviada. Por sus ropas desgarradas, se ven moretones. Está distraída con un puñado de cencerros y un pito de madera, de esos con que los pastores dirigen el rebaño. Los hombres, una veintena, lo dejan acercarse sin dirigirle la palabra. Su aspecto es más de campesinos que de cangaceiros, pero están armados de machetes, carabinas, sartas de municiones, facas, cuernos con pólvora. Al llegar Rufino, uno de ellos se acerca a la muchacha, sonriendo para no asustarla. Ella abre mucho los ojos y queda inmóvil. El hombre, siempre tranquilizándola con gestos, le quita las campanillas y el pito y retorna donde sus compañeros. Rufino ve que todos ellos llevan colgados cencerros y pitos.
Están sentados en círculo, comiendo, algo apartados. No parecen dar la menor importancia a su llegada, como si lo estuvieran esperando. El rastreador se lleva la mano al sombrero de paja: «Buenas tardes». Algunos siguen comiendo, otros mueven la cabeza, y uno murmura, con la boca llena: «Alabado sea el Buen Jesús». Es un caboclo fortachón amarillento, con una cicatriz que lo ha privado casi de nariz. «Es Pajeú», piensa Rufino. «Me va a matar. » Siente tristeza, pues morirá sin haberle puesto la mano en la cara al que lo deshonró. Pajeú comienza a interrogarlo. Sin animosidad, sin siquiera pedirle sus armas: de dónde viene, para quién trabaja, adonde va, qué ha visto. Rufino responde sin vacilar, callándose sólo cuando lo interrumpe una nueva pregunta. Los demás siguen comiendo; sólo cuando Rufino explica qué es lo que busca y por qué, vuelven las caras y lo escudriñan, de pies a cabeza. Pajeú le hace repetir cuántas veces guió a las volantes que perseguían cangaceiros, a ver si se contradice. Pero como, desde un principio, Rufino ha optado por decir la verdad, no se equivoca. ¿Sabía que una de esas volantes perseguía a Pajeú? Sí, lo sabía. El ex–bandido dice entonces que recuerda a esa volante del Capitán Geraido Macedo, el Cazabandidos, pues le costó mucho trabajo zafarse de ella. «Eres buen pistero», dice. «Soy», responde Rufino. «Pero tus pisteros son mejores. Yo no pude librarme de ellos. » A ratos, de las enramadas, surge una figura sigilosa que viene a decir algo a Pajeú; parte, con la misma discreción fantasmal. Sin impacientarse, sin preguntar cuál será su suerte, Rufino los ve terminar de comer. Los yagunzos se ponen de pie, entierran los carbones de la fogata, borran las huellas de su presencia con ramas de icá. Pajeú lo mira. «¿No quieres salvarte?», le pregunta. «Primero tengo que salvar mi honor», dice Rufino. Nadie se ríe. Pajeú duda, unos segundos. «Al forastero que buscas se lo llevaron a Calumbí, donde el Barón de Cañabrava», murmura entre dientes. Parte de inmediato, con sus hombres. Rufino percibe a la muchacha albina, sentada en el suelo, y a dos urubús, en la copa de un imbuzeiro, carraspeando como viejos.
Se aleja inmediatamente del claro, pero no ha andado media hora cuando una parálisis se apodera de su cuerpo, una fatiga que lo tumba donde está. Despierta, con la cara, cuello y brazos llenos de picaduras. Por primera vez, desde Queimadas, siente una
desazón amarga, el convencimiento de que todo es en vano. Reemprende la marcha, en dirección contraria. Pero ahora, pese a que atraviesa una zona que ha recorrido una y otra vez desde que supo andar, en la que sabe cuáles son los atajos y dónde buscar agua y el mejor sitio para tender trampas, la jornada se le hace interminable y todo el tiempo debe luchar contra el abatimiento. A menudo, vuelve a su cabeza algo que soñó esta tarde: la tierra es una delgada costra que, en cualquier momento, puede rajarse y tragarlo. Vadea Monte Santo, sigilosamente, y desde allí demora menos de diez horas en llegar a Calumbí. No se ha parado a descansar en toda la noche y a ratos ha corrido. No advierte, al atravesar la hacienda en que nació y pasó su infancia, el estado ruinoso de los sembríos, la escasez de hombres, el deterioro generalizado. Cruza a algunos peones que lo saludan, pero no les devuelve las buenas tardes ni responde sus preguntas. Ninguno le cierra el paso y algunos lo siguen, de lejos.
En el terraplén que rodea la casa grande, entre las palmeras imperiales y los tamarindos, hay hombres armados, además de peones que circulan por los establos, depósitos y cuadras de la servidumbre. Fuman, conversan. Las ventanas tienen las persianas bajas. Rufino avanza, despacio, atento a las actitudes de los capangas. Sin orden alguna, ni decirse palabra, éstos salen a su encuentro. No hay gritos, amenazas, ni siquiera diálogo entre ellos y Rufino. Cuando el rastreador llega a su altura, lo sujetan de los brazos. No lo golpean, no le quitan su carabina ni su machete ni su faca y evitan ser bruscos. Se limitan a impedirle avanzar. A la vez, lo palmean, lo saludan, le aconsejan que no sea terco y entienda razones. El rastreador tiene la cara empapada. Tampoco los golpea, pero trata de zafarse. Cuando se desprende de dos y da un paso ya hay otros dos, obligándolo a retroceder. El tira y afloja sigue así, un buen rato. Por fin, Rufino deja de forcejear y baja la cabeza. Los hombres lo sueltan. Mira la fachada de dos plantas, el techo de tejas, la ventana que es el despacho del Barón. Da un paso y en el acto se reconstituye la barrera de hombres. Se abre la puerta de la casa grande y sale alguien que conoce: Aristarco, el capataz, el que manda a los capangas.
—Si quieres verlo, el Barón te recibe ahora mismo —le dice, con amistad. El pecho de Rufino crece y decrece:
—¿Me va a entregar al forastero? Aristarco niega con la cabeza: —Lo va a entregar al Ejército. El Ejército te vengará. —Ese tipo es mío —murmura Rufino—. El Barón sabe eso.
—No es para ti, no te lo va a entregar —repite Aristarco—. ¿Quieres que él te lo explique?
Rufino, lívido, dice que no. Se le han hinchado las venas de la frente y del cuello, está desorbitado y suda.
—Dile al Barón que ya no es mi padrino —articula su voz rajada—. Y a él dile que estoy yendo a matar a la que me robó. Escupe, da media vuelta y se aleja, por donde vino.
Por la ventana del despacho, el Barón de Cañabrava y Galileo Gall vieron partir a Rufino y retornar a los sitios que ocupaban a guardianes y peones. Galileo estaba aseado, le habían dado una blusa y un pantalón en mejor estado que los que tenía. El Barón regresó a su escritorio, bajo una panoplia de facas y fuetes. Había una taza de café, humeando, y él bebió un trago, con la mirada distraída. Después, volvió a examinar a Gall como un entomólogo fascinado por una especie rara. Así lo miraba desde que lo vio entrar, extenuado y hambriento, entre Aristarco y sus capangas, y, más todavía, desde que lo oyó hablar.
—¿Hubiera mandado matar a Rufino? —preguntó Galileo, en inglés—. ¿Si insistía en entrar, si se ponía insolente? Sí, estoy seguro, lo hubiera mandado matar. —No se mata a los muertos, señor Gall —dijo el Barón—. Rufino está muerto. Lo mató usted, cuando le robó a Jurema. Mandándolo matar le hubiera hecho un favor, lo hubiera librado de la angustia de la deshonra. No existe peor suplicio para un sertanero. Abrió una caja de tabacos y, mientras encendía uno, imaginó un titular del Jornal de Noticias: «Agente inglés guiado por esbirro del Barón». Estaba bien pensado que Rufino
le sirviera de pistero: ¿qué mejor prueba de complicidad con él?
—Lo único que no entendía era de qué se había valido Epaminondas para atraer al sertón al supuesto agente —dijo, moviendo los dedos como si los tuviera acalambrados—. No se me pasó por la cabeza que el cielo lo favoreciera poniendo en sus manos a un idealista. Raza curiosa, la de los idealistas. No conocía a ninguno y ahora, con pocos días de diferencia, he tratado a dos. El otro es el Coronel Moreira César. Sí, es también un soñador. Aunque sus sueños no coincidan con los suyos… Los interrumpió una viva agitación en el exterior. Fue a la ventana y, a través de los cuadraditos de la rejilla metálica, vio que no era Rufino, de vuelta, sino cuatro hombres con carabinas, a los que rodeaban Aristarco y los capangas. «Es Pajeú, el de Canudos», oyó decir a Gall, ese hombre que ni él mismo sabía si era un prisionero o su huésped. Examinó a los recién llegados. Tres permanecían mudos, mientras el cuarto hablaba con Aristarco. Era caboclo, bajo, macizo, ya no joven, con la piel como cuero de vaca. Una cicatriz seccionaba su cara: sí, podía ser Pajeú. Aristarco asintió varias veces y el Barón lo vio venir hacia la casa.
—Éste es un día de acontecimientos —murmuró, chupando su tabaco. Aristarco traía la cara impenetrable de siempre, pero el Barón adivinó la alarma que lo habitaba. —Pajeú —dijo, lacónicamente—. Quiere hablar con usted. El Barón, en vez de responder, se volvió a Gall:
—Le ruego que se retire ahora. Lo veré a la hora de la cena. Comemos temprano, aquí en el campo. A las seis.
Cuando hubo salido, preguntó al capataz si sólo habían venido esos cuatro. No, en los alrededores había por lo menos medio centenar de yagunzos. ¿Seguro que el caboclo era Pajeú? Sí, lo era.
—¿Qué ocurre si atacan Calumbí? —dijo el Barón—. ¿Podemos resistir? —Podemos hacernos matar —replicó el capanga, como si antes se hubiera dado a sí mismo esa respuesta—. De muchos de los hombres, ya no confío. También pueden irse a Canudos en cualquier momento. . El Barón suspiró.
—Tráelo —dijo—. Quiero que asistas a la entrevista.
Aristarco salió y un momento después estaba de vuelta, con el recién llegado. El hombre de Canudos se quitó el sombrero a la vez que se detenía, a un metro del dueño de casa. El Barón trató de identificar en esos ojitos pertinaces, en esas facciones curtidas, las fechorías y crímenes que se le atribuían. La feroz cicatriz, que podía ser de bala, faca o zarpa, rememoraba la violencia de su vida. Por lo demás, hubiera podido ser tomado por un morador. Pero éstos, cuando miraban al Barón, solían pestañear, bajar los ojos. Pajeú sostenía su mirada, sin humildad. —¿Tú eres Pajeú? —preguntó, por fin.
—Soy —asintió el hombre. Aristarco permanecía tras él, como una estatua. —Has hecho tantos estragos en esta tierra como la sequía —dijo el Barón—. Con tus robos, tus matanzas, tus pillajes.
—Fueron otros tiempos —repuso Pajeú, sin resentimiento, con una recóndita conmiseración—. En mi vida hay pecados de los que tendré que dar cuenta. Ahora ya no sirvo al Can sino al Padre.
El Barón reconoció ese tono: era el de los predicadores capuchinos de las Santas Misiones, el de los santones ambulantes que llegaban a Monte Santo, el de Moreira César, el de Galileo Gall. El tono de la seguridad absoluta, pensó, el de los que nunca dudan. Y, por primera vez, sintió curiosidad por oír al Consejero, ese sujeto capaz de convertir a un truhán en fanático. —¿A qué has venido?
—A quemar Calumbí —dijo la voz sin inflexiones.
—¿A quemar Calumbí? —El estupor cambió la expresión, la voz, la postura del Barón. —A purificarla —replicó el caboclo, despacio—. Después de tanto sudar, esta tierra merece descanso.
Aristarco no se había movido y el Barón, que había recobrado el aplomo, escudriñaba al ex–cangaceiro como, en épocas más tranquilas, solía hacerlo con las mariposas y las plantas de su herbario, ayudado por un lente de aumento. Sintió, de pronto, el deseo de
penetrar en la intimidad del hombre, de conocer las secretas raíces de eso que decía. Y, a la vez, imaginaba a Sebastiana, escobillando los claros cabellos de Estela en medio de un círculo de llamas. Se puso pálido.
—¿No se da cuenta el infeliz del Consejero de lo que está haciendo? —Hacía esfuerzos por contener la indignación—. ¿No ve que las haciendas quemadas significan hambre y muerte para cientos de familias? ¿No se da cuenta de que esas locuras han traído ya la guerra a Bahía?
—Está en la Biblia —explicó Pajeú, sin inmutarse—. Vendrá la República, el Cortapescuezos, habrá un cataclismo. Pero los pobres se salvarán, gracias a Belo Monte. —¿Has leído tú la Biblia, siquiera? —murmuró el Barón.
—La ha leído él —dijo el caboclo—. Usted y su familia pueden irse. El Cortapescuezos ha estado aquí y se ha llevado pisteros, reses. Calumbí está maldita, se ha pasado al Can. —No permitiré que arrases la hacienda —dijo el Barón—. No sólo por mí. Sino por los centenares de personas para las que esta tierra representa la supervivencia. —El Buen Jesús se ocupará de ellas mejor que usted —dijo Pajeú. Era evidente que no quería ser ofensivo; hablaba esforzándose por mostrarse respetuoso; parecía desconcertado por la incapacidad del Barón para aceptar las verdades más obvias—. Cuando usted parta, todos se irán a Belo Monte.
—Para entonces, Moreira César lo habrá desaparecido —dijo el Barón—. ¿No comprendes que las escopetas y las facas no pueden resistir a un Ejército? No, nunca comprendería. Era tan vano tratar de razonar con él, como con Moreira César o con Gall. El Barón tuvo un estremecimiento; era como si el mundo hubiera perdido la razón y sólo creencias ciegas, irracionales, gobernaran la vida.
—¿Para esto se les ha mandado comida, animales, cargamentos de granos? —dijo—. El compromiso de Antonio Vilanova era que ustedes no tocarían Calumbí ni molestarían a mi gente. ¿Así cumple su palabra el Consejero? —Él tiene que obedecer al Padre —explicó Pajeú.
—O sea que es Dios quien ha ordenado que quemes mi casa —murmuró el Barón. —El Padre —corrigió el caboclo, con viveza, como para evitar un gravísimo malentendido—. El Consejero no quiere que se le haga daño a usted ni a su familia. Pueden irse todos los que quieran.
—Muy amable de tu parte —replicó el Barón, con sarcasmo—. No dejaré que quemes esta casa. No me iré.
Una sombra veló los ojos del caboclo y la cicatriz de su cara se crispó. —Si usted no se va, tendré que atacar y matar a gente que puede salvarse —explicó, con pesadumbre—. Matarlos a usted y a su familia. No quiero que esas muertes caigan sobre mi alma. Además, casi no habría pelea. —Señaló con la mano, atrás —: Pregúntele a Aristarco.
Esperó, implorando con la mirada una respuesta tranquilizadora. —¿Puedes darme una semana? —murmuró al fin el Barón—. No puedo partir… —Un día —lo interrumpió Pajeú—. Puede llevarse lo que quiera. No puedo esperar más. El Perro está yendo a Belo Monte y tengo que estar allá, yo también. —Se puso el sombrero, dio media vuelta y, de espaldas, a modo de despedida, añadió al cruzar el umbral seguido por Aristarco —: Alabado sea el Buen Jesús.
El Barón advirtió que se le había apagado el tabaco. Arrojó la ceniza, lo encendió y mientras daba una bocanada, calculó que no tenía posibilidad alguna de pedir ayuda a Moreira César antes de que se cumpliera el plazo. Entonces, con fatalismo —él también era, a fin de cuentas, un sertanero — se preguntó cómo tomaría Estela la destrucción de esta casa y esta tierra tan ligada a sus vidas.
Media hora después estaba en el comedor, con Estela a su derecha y Galileo Gall a su izquierda, sentados los tres en las sillas «austríacas» de altos espaldares. Todavía no oscurecía, pero los criados habían encendido las lámparas. El Barón observó a Gall: se llevaba las cucharadas a la boca con desgano y tenía la expresión atormentada de costumbre. Le había dicho que, si quería estirar las piernas, podía salir al exterior, pero Gall, salvo los momentos que pasaba conversando con él, permanecía en su cuarto —el mismo que había ocupado Moreira César — escribiendo. El Barón le había pedido un testimonio de todo lo que había ocurrido desde su entrevista con Epaminondas Gonce.
«¿A cambio de eso recuperaré la libertad?», le había preguntado Gall. El Barón negó con la cabeza: «Usted es la mejor arma que tengo contra mis enemigos». El revolucionario había permanecido mudo y el Barón dudaba que estuviera escribiendo esa confesión. ¿Qué era entonces lo que podía garabatear, día y noche? Sintió curiosidad, en medio de su desazón.
—¿Un idealista? —lo sorprendió la voz de Gall—. ¿Un hombre del que se dicen tantas atrocidades?
Comprendió que el escocés, sin prevenirlo, retomaba la conversación de su despacho. —¿Le parece raro que el Coronel sea un idealista? —repuso, en inglés—. Lo es, sin duda alguna. No le interesan el dinero, ni los honores y acaso ni siquiera el poder para él. Lo mueven cosas abstractas: un nacionalismo enfermizo, la idolatría del progreso técnico, la creencia de que sólo el Ejército puede poner orden y salvar a este país del caos y de la corrupción. Un idealista a la manera de Robespierre…
Calló, mientras un sirviente recogía los platos. Jugueteó con la servilleta, distraído, pensando que la noche próxima todo lo que lo rodeaba sería escombros y cenizas. Deseó un instante que ocurriera un milagro, que el Ejército de su enemigo Moreira César se presentara en Calumbí e impidiera ese crimen.
—Como ocurre con muchos idealistas, es implacable cuando quiere materializar sus sueños —añadió, sin que su cara trasluciera lo que sentía. Su esposa y Gall lo miraban— . ¿Sabe usted qué hizo en la Fortaleza de Anhato Miram, cuando la revuelta federalista contra el Mariscal Floriano? Ejecutar a ciento ochenta y cinco personas. Se habían rendido, pero no le importó. Quería un escarmiento.
—Las degolló —dijo la Baronesa. Hablaba el inglés sin la desenvoltura del Barón, despacio, pronunciando con temor cada sílaba—. ¿Sabe cómo le dicen los campesinos? Cortapescuezos.
El Barón soltó una risita; miraba, sin verlo, el plato que acababan de servirle. —Imagine lo que va a ocurrir cuando ese idealista tenga a su merced a los insurrectos monárquicos y anglofilos de Canudos —dijo, en tono lúgubre—. Él sabe que no son ni lo uno ni lo otro, pero es útil para la causa jacobina que lo sean, así que da lo mismo. ¿Por qué hace eso? Por el bien del Brasil, naturalmente. Y cree con toda su alma que es así. Tragó con dificultad y pensó en las llamas que arrasarían Calumbí. Las vio devorándolo todo, las sintió crepitando.
—A esos pobres diablos de Canudos los conozco bien —dijo, sintiendo las manos húmedas—. Son ignorantes, supersticiosos, y un charlatán puede hacerles creer que ha llegado el fin del mundo. Pero son también gente valerosa, sufrida, con un instinto certero de la dignidad. ¿No es absurdo? Van a ser sacrificados por monárquicos y anglofilos, ellos que confunden al Emperador Pedro II con uno de los apóstoles, que no tienen idea dónde está Inglaterra y que esperan que el Rey Don Sebastián salga del fondo del mar a defenderlos.
Volvió a llevarse el tenedor a la boca y tragó un bocado que le supo a hollín. —Moreira César decía que hay que desconfiar de los intelectuales —añadió—. Más aún de los idealistas, señor Gall.
La voz de éste llegó a sus oídos como si le hablara desde muy lejos: —Déjeme partir a Canudos. —Tenía la expresión encandilada, los ojos brillantes y parecía conmovido hasta el tuétano —: Quiero morir por lo mejor que hay en mí, por lo que creo, por lo que he luchado. No quiero acabar como un estúpido. Esos pobres diablos representan lo más digno de esta tierra, el sufrimiento que se rebela. A pesar del abismo que nos separa, usted puede entenderme.
La Baronesa, con un gesto, indicó al sirviente que recogiera los platos y saliera. —No le sirvo de nada —añadió Gall—. Soy ingenuo, tal vez, pero no fanfarrón. Esto no es un chantaje sino un hecho. De nada le valdrá entregarme a las autoridades, al Ejército. No diré palabra. Y, si hace falta, mentiré, juraré que he sido pagado por usted para acusar a Epaminondas Gonce de algo que no hizo. Porque aunque él sea una rata y usted un caballero, preteriré siempre a un jacobino que a un monárquico. Somos enemigos, Barón, no lo olvide. La Baronesa intentó ponerse de pie.
—No es necesario que te vayas —la contuvo el Barón. Escuchaba a Gall pero sólo podía
pensar en el fuego que abrasaría Calumbí. ¿Cómo se lo diría a Estela? —Déjeme partir a Canudos —repitió Gall.
—Pero ¿para qué? —exclamó la Baronesa—. Los yagunzos lo matarán, creyéndolo enemigo. ¿No dice usted que es ateo, anarquista? ¿Qué tiene que ver con Canudos? —Los yagunzos y yo coincidimos en muchas cosas, señora, aunque ellos no lo sepan — dijo Gall. Hizo una pausa y preguntó —: ¿Podré partir? El Barón, casi sin darse cuenta, le habló a su esposa, en portugués:
—Tenemos que irnos, Estela. Van a quemar Calumbí. No hay otro remedio. No tengo hombres para resistir y no vale la pena suicidarse. Vio que su esposa se quedaba inmóvil, que palidecía mucho, que se mordía los labios. Pensó que se iba a desmayar. Se volvió a Gall —: Como ve, Estela y yo tenemos algo grave que tratar. Iré a su cuarto, más tarde. Gall se retiró de inmediato. Los dueños de casa quedaron en silencio. La Baronesa esperaba, sin abrir la boca. El Barón le contó su conversación con Pajeú. Notó que ella hacía esfuerzos por parecerle serena, pero apenas lo conseguía: estaba demacrada, temblando. Siempre la había querido mucho, pero, en los momentos de crisis, además, la había admirado. Jamás la vio flaquear; tras esa apariencia delicada, grácil, decorativa, había un ser fuerte. Pensó que también esta vez ella sería su mejor defensa contra la adversidad. Le explicó que no podrían llevarse casi nada, que debían guardar en baúles lo más valioso y enterrarlos y que, lo demás, era mejor distribuirlo entre los criados y peones.
—¿No hay nada que hacer? —susurró la Baronesa, como si algún enemigo fuera a oírla. El Barón movió la cabeza: nada.
En realidad, no quieren hacernos daño a nosotros, sino matar al diablo y que la
tierra descanse. No se puede razonar con ellos. —Encogió los hombros y, como sintió que empezaba a conmoverse, puso fin al diálogo —: Partiremos mañana a mediodía. Es el plazo que me han dado.
La Baronesa asintió. Sus facciones se habían afilado, había pliegues en su frente y le chocaban los dientes.
—Entonces, habrá que trabajar toda la noche —dijo, levantándose. El Barón la vio alejarse y supo que, antes que nada, había ido a contárselo a Sebastiana. Mandó llamar a Aristarco y discutió con él los preparativos del viaje. Luego, se encerró en su despacho y durante mucho rato rompió cuadernos, papeles, cartas. Lo que llevaría consigo cabía en dos maletines. Cuando iba al cuarto de Gall comprobó que Estela y Sebastiana se habían puesto en acción. La casa era presa de una actividad febril y criadas y sirvientes circulaban de un lado a otro, acarreando cosas, descolgando objetos, llenando canastas, cajas, baúles y cuchicheando con caras de pánico. Entró sin llamar. Gall estaba escribiendo, en el velador, y al sentirlo, con la pluma todavía en la mano, lo interrogó con los ojos.
—Sé que es una locura dejarlo partir —dijo el Barón, con una media sonrisa que era en realidad una mueca—. Lo que tendría que hacer es pasearlo por Salvador, por Río, como se hizo con sus pelos, con el falso cadáver, con los falsos fusiles ingleses… Dejó la frase sin terminar, ganado por el desánimo.
—No se equivoque —dijo Galileo. Estaba muy cerca del Barón y sus rodillas se tocaban—. No voy a ayudarlo a resolver sus problemas, no seré nunca su colaborador. Estamos en guerra y todas las armas valen.
Hablaba sin agresividad y el Barón lo veía lejos: pequeñito, pintoresco, inofensivo, absurdo.
—Todas las armas valen —murmuró—. Es la definición de esta época, del siglo veinte que se viene, señor Gall. No me extraña que esos locos piensen que el fin del mundo ha llegado.
Veía tanta angustia en la cara del escocés que, súbitamente, sintió compasión por él. Pensó: «Todo lo que anhela es ir a morir como un perro entre gentes que no lo entienden y a las que no entiende. Cree que va a morir como un héroe y en realidad va a morir como lo que teme: como un idiota». El mundo entero le pareció víctima de un malentendido sin remedio.
—Puede usted partir —le dijo—. Le daré un guía. Aunque dudo que llegue a Canudos. Vio que la cara de Gall se encendía y le oyó balbucear un agradecimiento.
—No sé por qué lo dejo ir —añadió—. Tengo fascinación por los idealistas, aunque simpatía no, ninguna. Pero tal vez sí, algo, por usted, pues es un hombre perdido sin remedio y su fin será resultado de una equivocación.
Pero se dio cuenta que Gall no lo oía. Estaba recogiendo las páginas escritas del velador. Se las alcanzó:
—Es un resumen de lo que soy, de lo que pienso. —Su mirada, sus manos, su piel parecían en efervescencia—. Quizá no sea usted la persona más indicada para que le deje esto, pero no hay otra a mano. Léalo y, después, le agradecería que lo enviara a esa dirección, en Lyon. Es una revista, la publican unos amigos. No sé si sigue saliendo… — Calló, como avergonzado de algo—. ¿A qué hora puedo partir?
—Ahora mismo —dijo el Barón—. No necesito advertirle a lo que se arriesga, supongo. Lo más probable es que caiga en manos del Ejército. Y el Coronel lo matará de todos modos.
—No se mata a los muertos, señor, como usted dijo —repuso Gall—. Recuerde que ya me mataron en Ipupiará…
V
El grupo de hombres avanza por la extensión arenosa, los ojos clavados en el matorral. En las caras hay esperanza, pero no en la del periodista miope, quien, desde que salieron del campamento, piensa: «Será inútil». No ha dicho palabra que delate ese derrotismo con el que lucha desde que se racionó el agua. La poca comida no es problema para él, eterno inapetente. En cambio, soporta mal la sed. A cada rato, se descubre contando el tiempo que falta para tomar el sorbo de agua, según el rígido horario que se ha puesto. Tal vez por eso acompaña a la patrulla del Capitán Olimpio de Castro. Lo sensato sería aprovechar estas horas en el campamento, descansando. Esta correría, a él, tan mal jinete, lo fatigará y, por supuesto, aumentará su sed. Pero no, allá en el campamento la angustia haría presa de él, lo llenaría de suposiciones lúgubres. Aquí, por lo menos, está obligado a concentrarse en el esfuerzo que significa para él no caerse de la montura. Sabe que sus anteojos, sus ropas, su cuerpo, su tablero, su tintero, son motivo de burla entre los soldados. Pero eso no le molesta.
El rastreador que guía a la patrulla señala el pozo. Al periodista le basta la expresión del hombre para saber que el pozo ha sido también cegado por los yagunzos. Los soldados se precipitan con recipientes, empujándose; oye el ruido de las latas al chocar contra las piedras y ve la decepción, la amargura de los hombres. ¿Qué hace aquí? ¿Por qué no está en su desordenada casita de Salvador, entre sus libros, fumándose una pipa de opio, sintiendo esa gran paz?
—Bueno, era de esperar —murmura el Capitán Olimpio de Castro—. ¿Cuántos pozos quedan por los alrededores?
—Sólo dos por ver. —El rastreador hace un gesto escéptico —: No creo que valga la pena.
—No importa, verifique —lo interrumpe el Capitán—. Tienen que estar de vuelta antes de que oscurezca, Sargento.
El oficial y el periodista hacen un trecho con el resto de la patrulla y cuando están ya lejos del matorral, otra vez en la extensión calcinada, oyen murmurar al rastreador que se está cumpliendo la profecía del Consejero: el Buen Jesús encerrará a Canudos en un círculo, fuera del cual desaparecería la vida vegetal, animal y, por último, humana. —Si crees eso ¿qué haces con nosotros? —le pregunta Olimpio de Castro. El rastreador se toca la garganta:
—Tengo más miedo al Cortapescuezos que al Can.
Algunos soldados ríen. El Capitán y el periodista miope se apartan de la patrulla. Cabalgan un rato hasta que el oficial, compadecido de su compañero, pone su caballo al
paso. El periodista, aliviado, violentando su horario, bebe un sorbo de agua. Tres cuartos de hora después divisan las barracas del campamento.
Acaban de pasar al primer centinela, cuando los alcanza la polvareda de otra patrulla, que viene del Norte. El Teniente que la comanda, muy joven, cubierto de tierra, está contento.
—¿Y? —le dice Olimpio de Castro, a modo de saludo—. ¿Lo encontró? El Teniente se lo muestra, con el mentón. El periodista miope descubre al prisionero. Tiene las manos amarradas, expresión de terror y ese camisón debe haber sido su sotana. Es bajito, robusto, barrigón, con mechones blancos en las sienes. Mueve los ojos, en una dirección y en otra. La patrulla prosigue su marcha, seguida por el Capitán y el periodista. Cuando llega ante la tienda del jefe del Séptimo Regimiento, dos soldados le sacuden la ropa al prisionero a palmazos. Su llegada produce revuelo, muchos se acercan a observarlo. Al hombrecillo le castañetean los dientes y mira con pánico, como temiendo que lo vayan a golpear. El Teniente lo arrastra al interior de la tienda y el periodista miope se desliza tras ellos.
—Misión cumplida, Excelencia —dice el joven oficial, chocando los talones. Moreira César se levanta de una mesita plegable, donde está sentado entre el Coronel Tamarindo y el Mayor Cunha Matos. Se acerca y examina al prisionero, con sus ojitos fríos. Su cara no trasluce emoción, pero el periodista miope advierte que se muerde el labio inferior, como siempre que algo lo impresiona.
—Buen trabajo. Teniente —dice, estirándole !a mano—. Vaya a descansar ahora. El periodista miope ve que los ojos del Coronel se posan un instante en los suyos y teme que le ordene salir. Pero no lo hace. Moreira César estudia al prisionero con detenimiento. Son casi de la misma altura, aunque el oficial es mucho más delgado. —Está usted muerto de miedo.
—Sí, Excelencia, lo estoy —tartamudea el prisionero. Apenas puede hablar, por el temblor—. He sido maltratado. Mi condición de sacerdote…
—No le ha impedido ponerse al servicio de los enemigos de su patria —lo calla el Coronel. Da unos pasos, frente al párroco de Cumbe, que ha bajado la cabeza. —Soy un hombre pacífico. Excelencia —gime.
—No, usted es un enemigo de la República, al servicio de la subversión restauradora y de una potencia extranjera.
—¿Una potencia extranjera? —balbucea el Padre Joaquim, con un estupor tan grande que ha interrumpido su miedo.
—A usted no le admito la coartada de la superstición —añade Moreira César, en voz suave, con las manos en la espalda—. Las pamplinas del fin del mundo, del Diablo y de Dios.
Las otras personas siguen, mudas, los desplazamientos del Coronel. El periodista miope siente en la nariz la comezón que precede al estornudo y eso, no sabe por qué, lo alarma.
—Su miedo me revela que está al tanto, señor cura —dice Moreira, con aspereza—. En efecto, tenemos los medios de hacer hablar al yagunzo más bravo. De manera que no nos haga perder tiempo.
—No tengo nada que ocultar —balbucea el párroco, temblando otra vez—. No sé si he hecho bien o mal, estoy confuso…
—Ante todo, las complicidades exteriores —lo interrumpe el Coronel y el periodista miope nota que el oficial mueve, nerviosos, los dedos enlazados a la espalda—. Terratenientes, políticos, asesores militares, nativos o ingleses.
—¿Ingleses? —exclama el cura, desorbitado—. Nunca vi un extranjero en Canudos, sólo la gente más humilde y más pobre. Qué hacendado ni político pondría los pies entre tanta miseria. Se lo aseguro, señor. Hay gente venida de lejos, desde luego. De Pernambuco, del Piauí. Es una de las cosas que me sorprenden. Cómo tanta gente ha podido…
—¿Cuanta? —le interrumpe el Coronel y el curita respinga.
—Miles —murmura—. Cinco, ocho mil, no sé. Los más pobres, los más desamparados. Se lo dice alguien que ha visto mucha miseria. Aquí abundan, con la sequía, las epidemias. Pero allá parece que se hubieran dado cita, que Dios los hubiera congregado.
Enfermos, inválidos, todas las gentes sin esperanza, viviendo unos encima de otros. ¿No era mi obligación de sacerdote estar con ellos?
—Siempre ha sido política de la Iglesia Católica estar donde cree que está su conveniencia —dice Moreira César—. ¿Fue su Obispo quien le ordenó ayudar a los revoltosos?
—Y, sin embargo, pese a la miseria, esa gente es feliz —balbucea el Padre Joaquim como si no lo hubiera oído. Sus ojos revolotean entre Moreira César, Tamarindo y Cunha Matos—. La más feliz que he visto señor. Es difícil admitirlo, también para mí. Pero es así, es así. El les ha dado una tranquilidad de espíritu, una resignación a las privaciones, al sufrimiento, que es algo milagroso.
—Hablemos de las balas explosivas —dice Moreira César—. Entran en el cuerpo y revientan como una granada, abriendo cráteres. Los médicos no habían visto heridas así en el Brasil. ¿De dónde salen? ¿Algún milagro, también?
—No sé nada de armas —balbucea el Padre Joaquim—. Usted no lo cree, pero es cierto, Excelencia. Se lo juro por el hábito que visto. Ocurre algo extraordinario allá. Esa gente vive en gracia de Dios.
El Coronel lo mira con sorna. Pero, en un rincón, el periodista miope ha olvidado la sed y se halla pendiente de las palabras del párroco, como si lo que dice fuera para él de vida o muerte.
—¿Santos, justos, bíblicos, elegidos de Dios? ¿Eso es lo que debo tragarme? —dice el Coronel—. ¿Eso son los que queman haciendas, asesinan y llaman Anticristo a la República?
—No me hago entender, Excelencia —chilla el prisionero—. Han cometido actos terribles, desde luego. Pero, pero…
—Pero usted es su cómplice —murmura el Coronel—. ¿Qué otros curas los ayudan?
—Es difícil de explicar —baja la cabeza el párroco de Cumbe—. Al principio, iba a decirles misa y jamás vi fervor igual, una participación así. Extraordinaria la fe de esa gente, señor. ¿No era pecado volverles la espalda? Por eso seguí yendo, pese a la prohibición del Arzobispo. ¿No era pecado dejar sin sacramentos a quienes creen como no he visto creer a nadie? Para ellos la religión lo es todo en la vida. Le estoy abriendo mi conciencia. Yo sé que no soy un sacerdote digno, señor.
El periodista miope quisiera, de pronto, tener consigo un tablero, su pluma, su tintero, sus papeles.
—Tuve una conviviente, hice vida marital muchos años —balbucea el cura de Cumbe—. Tengo hijos, señor.
Queda cabizbajo, temblando, y es seguro, piensa el periodista miope, que no percibe la risita del Mayor Cunha Matos. Piensa que seguramente está rojo de rubor bajo la costra de tierra que le embadurna la cara.
—Que un cura tenga hijos no me quita el sueño —dice Moreira César—. Sí, en cambio, que la Iglesia Católica esté con los facciosos. ¿Qué otros sacerdotes ayudan a Canudos?
—Y él me dio una lección —dice el Padre Joaquim—. Ver cómo era capaz de vivir prescindiendo de todo, consagrado al espíritu, a lo más importante. ¿Acaso Dios, el alma, no deberían ser lo primero?
—¿El Consejero? —pregunta Moreira César, con sarcasmo—. ¿Un santo, sin duda?
—No lo sé, Excelencia —dice el prisionero—. Me lo pregunto todos los días, desde que lo vi entrar en Cumbe, hace ya muchos años. Un loco, pensaba al principio, como la jerarquía. Vinieron unos Padres capuchinos, mandados por el Arzobispo, a averiguar. No entendieron nada, se asustaron, también dijeron que era loco. ¿Pero cómo se explica entonces, señor? Esas conversiones, esa serenidad de espíritu, la felicidad de tantos miserables.
—¿Y cómo se explican los crímenes, la destrucción de propiedades, los ataques al Ejército? —lo interrumpe el Coronel.
—Cierto, cierto, no tienen excusa —asiente el Padre Joaquim—. Pero ellos no se dan cuenta de lo que hacen. Es decir, son crímenes que cometen de buena fe. Por amor de Dios, señor. Hay una gran confusión, sin duda.
Aterrado, mira en derredor, como si hubiera dicho algo que podría provocar una tragedia.
—¿Quiénes han inculcado a esos infelices que la República es el Anticristo? ¿Quién ha
convertido esas locuras religiosas en un movimiento militar contra el régimen? Eso es lo que quiero saber, señor cura. —Moreira César sube la voz, que suena destemplada—. ¿Quién ha puesto a esa pobre gente al servicio de los políticos que quieren restaurar la monarquía en el Brasil?
—Ellos no son políticos, no saben nada de política —chilla el Padre Joaquim—. Están contra el matrimonio civil, por eso lo del Anticristo. Son cristianos puros, señor. No pueden entender que haya matrimonio civil cuando existe un sacramento creado por Dios…
Pero enmudece, después de emitir un gruñido, porque Moreira César ha sacado la pistola de su cartuchera. La descerroja, calmado, y apunta al prisionero en la sien. El corazón del periodista miope parece un bombo y las sienes le duelen del esfuerzo que hace por contener el estornudo.
— ¡No me mate! ¡No me mate, por lo que más quiera, Excelencia, señor!
—Se ha dejado caer de rodillas.
—Pese a mi advertencia, nos hace perder tiempo, señor cura —dice el Coronel.
—Es verdad, les he llevado medicinas, provisiones, les he hecho encargos —gime el Padre Joaquim—. También explosivos, pólvora, cartuchos de dinamita. Los compraba para ellos en las minas de Cacabú. Fue un error, sin duda. No lo sé, señor, no pensé. Me causa tanto malestar, tanta envidia, por esa fe, esa serenidad de espíritu que nunca he tenido. ¡No me mate!
—¿Quiénes los ayudan? —pregunta el Coronel—. ¿Quiénes les dan armas, provisiones, dinero?
—No sé quiénes, no sé —lloriquea el cura—. Es decir, sí, muchos hacendados. Es la costumbre, señor, como con los bandidos. Darles algo para que no ataquen, para que se vayan a otras tierras.
—¿También de la hacienda del Barón de Cañabravas reciben ayuda? —lo interrumpe Moreira César.
—Sí, supongo que también de Calumbí, señor. Es la costumbre. Pero eso ha cambiado, muchos se han ido. Jamás he visto a un terrateniente, a un político o a un extranjero en Canudos. Sólo a miserables, señor. Le digo todo lo que sé. Yo no soy como ellos, no quiero ser mártir, no me mate. Se le corta la voz y rompe en llanto, encogiéndose.
—En esa mesa hay papel —dice Moreira César—. Quiero un mapa detallado de Canudos. Calles, entradas, cómo está defendido el lugar.
—Sí, sí —gatea hacia la mesita plegable el Padre Joaquim—. Todo lo que sepa, no tengo por qué mentirle.
Se encarama en el asiento y comienza a dibujar. Moreira César, Tamarindo y Cunha Matos lo rodean. En su rincón, el periodista del Jornal de Noticias siente alivio. No verá volar en pedazos la cabeza del curita. Divisa su perfil ansioso mientras dibuja el mapa que le han pedido. Lo oye responder atropelladamente a preguntas sobre trincheras, trampas, caminos cortados. El periodista miope se sienta en el suelo y estornuda, dos, tres, diez veces. La cabeza le revolotea y vuelve a sentir, compulsiva, la sed. El Coronel y los otros oficiales hablan con el prisionero sobre «nidos de fusileros» y «puestos de avanzada» —éste no parece entender bien qué son — y él abre su cantimplora y bebe un largo trago, pensando que ha violentado una vez más su horario. Distraído, aturdido, desinteresado, oye discutir a los oficiales sobre los confusos datos que les da el párroco y al Coronel explicar dónde se instalarán las ametralladoras, los cañones, y en qué forma deben desplegarse las compañías para encerrar a los yagunzos en una tenaza. Lo oye decir:
—Debemos impedirles toda posibilidad de fuga.
Ha terminado el interrogatorio. Dos soldados entran a llevarse al prisionero. Antes de que salga, Moreira César le dice:
—Como conoce esta tierra, ayudará a los guías. Y nos ayudará a identificar a los jefecillos, cuando llegue la hora.
—Creí que lo iba usted a matar —dice, desde el suelo, el periodista miope, cuando se lo han llevado.
El Coronel lo mira como si sólo ahora lo descubriera.
—El señor cura nos será útil en Canudos —responde—. Y, además, conviene que se sepa que la adhesión de la Iglesia a la República no es tan sincera como algunos creen. El periodista miope sale de la tienda. Ha anochecido y la luna, grande y amarilla, baña el campamento. Mientras avanza hacia la barraca que comparte con el periodista viejo y friolento, la corneta anuncia el rancho. El sonido se repite, a lo lejos. Se han encendido, aquí y allá, fogatas, y él pasa entre grupos de soldados que van en busca de las magras raciones. En la barraca, encuentra a su colega. Como siempre, tiene su bufanda enrollada al cuello. Mientras hacen la cola de la comida, el periodista del Jornal de Noticias le cuenta todo lo que ha visto y oído en la tienda del Coronel. Comen, sentados en tierra, conversando. El rancho es una sustancia espesa, con un remoto sabor a mandioca, un poco de farinha y dos terrones de azúcar. Les dan también café que les sabe a maravilla.
—¿Qué lo ha impresionado tanto? —le pregunta su colega.
—No entendemos lo que pasa en Canudos —responde él—. Es más complicado, más confuso de lo que creía.
—Bueno, yo nunca creí que los emisarios de Su Majestad británica estuvieran en los sertones, si se refiere a eso —gruñe el periodista viejo—. Pero tampoco puedo creerme el cuento del curita de que sólo hay amor a Dios detrás de todo eso. Demasiados fusiles, demasiados estragos, una táctica muy bien concebida para que todo sea obra de Sebastianistas analfabetos.
El periodista miope no dice nada. Retornan a la barraca y, de inmediato, el viejo se abriga y se duerme. Pero él permanece despierto, escribiendo con su tablero portátil sobre las rodillas, a la luz de un candil. Se tumba en su manta cuando oye el toque de silencio. Imagina a los soldados que duermen a la intemperie, vestidos, al pie de sus fusiles, alineados de a cuatro, y a los caballos, en su corral, junto a las piezas de artillería. Está mucho rato desvelado pensando en los centinelas que recorren el perímetro del campamento y que, a lo largo de la noche, se comunicarán mediante silbatos. Pero, a la vez, subyacente, aguijoneante, turbadora, hay en su conciencia otra preocupación: el cura prisionero, sus balbuceos, sus palabras. ¿Tiene razón su colega, el Coronel? ¿Puede explicarse Canudos de acuerdo a los conceptos familiares de conjura, rebeldía, subversión, intrigas de los políticos que quieren la restauración monárquica? Hoy, oyendo al empavorecido curita, ha tenido la certidumbre que no. Se trata de algo más difuso, inactual, desacostumbrado, algo que su escepticismo le impide llamar divino o diabólico o simplemente espiritual. ¿Qué, entonces? Pasa la lengua por su cantimplora vacía y poco después cae dormido.
Cuando la primera \w raya el horizonte, se escucha, en un extremo del campamento, el tintineo de unos cencerros y balidos. Un pequeño brote de arbustos comienza a agitarse. Algunas cabezas se yerguen, en la sección que custodia ese flanco del Regimiento. El centinela que se estaba alejando regresa ligero. Los que han sido despertados por el ruido esfuerzan los ojos, se llevan las manos a la oreja. Sí: balidos, campanillas. En sus caras soñolientas, sedientas, hambrientas, hay ansiedad, alegría. Se frotan los ojos, se hacen señas de guardar silencio, se incorporan con sigilo y corren hacia los arbustos. Ahí están siempre los balidos, el tintineo. Los primeros que llegan al matorral divisan a los carneros, blancuzcos en la sombra azulada… choccc, choccc… Ha cogido a uno de los animales cuando estalla el tiroteo y se escuchan los ayes de dolor de los que ruedan por el suelo, alcanzados por balas de carabina o dardos de ballesta.
En el otro extremo del campamento, suena la diana, anunciando a la Columna que se reanuda la marcha.
El saldo de la emboscada no es muy grave —dos muertos, tres heridos — y las patrullas que salen en pos de los yagunzos, aunque no los capturan, traen una docena de carneros que refuerzan el rancho. Pero, tal vez por las crecientes dificultades con el alimento y el agua, tal vez por la cercanía de Canudos, la reacción de la tropa ante la emboscada revela un nerviosismo que hasta ahora no se había manifestado. Los soldados de la compañía a la que pertenecen las víctimas piden a Moreira César que el prisionero sea ejecutado, en represalia. El periodista miope comprueba el cambio de actitud de los hombres apiñados en torno al caballo blanco del jefe del Séptimo Regimiento: caras descompuestas, odio en las pupilas. El Coronel los deja hablar, los escucha, asiente,
mientras ellos se quitan la palabra. Por fin, les explica que ese prisionero no es un yagunzo del montón, sino alguien cuyos conocimientos serán preciosos para el Regimiento allá en Canudos.
—Se vengarán —les dice—. Ya falta poco. Guarden esa rabia, no la desperdicien. Ese mediodía, sin embargo, los soldados tienen la venganza que anhelan. El Regimiento está pasando junto a un promontorio pedregoso, en el que se divisa —el espectáculo es frecuente — el pellejo y la cabeza de una vaca a la que los urubús han arrancado todo lo comestible. Un palpito hace murmurar a un soldado que esa res muerta es un escondrijo de vigía. Apenas lo ha dicho cuando varios rompen la formación, corren y, con aullidos de entusiasmo, ven asomar del hueco donde estaba apostado, debajo de la vaca, un yagunzo esquelético. Caen sobre él, le hunden sus cuchillos, sus bayonetas. Inmediatamente lo decapitan y van a mostrarle su cabeza a Moreira César. Le dicen que la dispararán con un cañón a Canudos, para que los rebeldes sepan lo que les espera. El Coronel le comenta al periodista miope que la tropa se halla en excelente forma para el combate.
Aunque pasó la noche viajando, Galileo Gall no sentía sueño. Las cabalgaduras eran viejas y flacas, pero no dieron muestras de cansancio hasta entrada la mañana. No era fácil la comunicación con el guía Ulpino, hombre de rasgos fuertes y piel cobriza que mascaba tabaco. Casi no cambiaron palabras hasta el mediodía, en que hicieron un alto para comer. ¿Cuánto tardarían hasta Canudos? El guía, escupiendo la brizna que mordisqueaba, no le dio una respuesta precisa. Si los caballos respondían, dos o tres días. Pero eso era en tiempos normales, no en éstos… Ahora no seguirían el camino recto, irían pespunteando, para evitar a los yagunzos y a los soldados, pues, cualquiera de ellos, les quitarían los animales. Gall sintió, de pronto, gran cansancio y casi al instante se quedó dormido.
Unas horas después, reanudaron la marcha. A poco de partir pudieron refrescarse, en un ínfimo arroyo de agua salobre. Mientras avanzaban, entre colinas de cascajo y llanos crispados de cardos y palmatorias, la impaciencia angustiaba a Gall. Recordó aquel amanecer de Queimadas donde pudo morir y en el que el sexo volvió a su vida. Se perdía al fondo de su memoria. Descubrió, asombrado, que no tenía idea de la fecha: ni día ni mes. El año sólo podía seguir siendo 1897. Era como si en esta región que recorría incesantemente, rebotando de un lado a otro, el tiempo hubiera sido abolido, o fuera un tiempo distinto, con su propio ritmo. Trató de recordar qué ocurría, en las cabezas que había palpado aquí, con d sentido de la cronología. ¿Existía un órgano específico vinculado a la relación del hombre con el tiempo? Sí, por supuesto. ¿Era un huesecillo, una imperceptible depresión, una temperatura? No recordaba su asiento. Pero sí, en cambio, las aptitudes o ineptitudes que revelaba: puntualidad e impuntualidad, previsión del futuro o improvisación continua, capacidad para organizar con método la vida o existencias socavadas por el desorden, comidas por la confusión… «Como la mía», pensó. Sí, él era un caso típico de personalidad cuyo destino era el tumulto crónico, una vida que por todas partes se disolvía en caos… Lo había comprobado en Calumbí, cuando trataba febrilmente de resumir aquello en lo que creía y los hechos centrales de su biografía. Había sentido la desmoralizadora sensación de que era imposible ordenar, jerarquizar ese vértigo de viajes, paisajes, gentes, convicciones, peligro, exaltaciones, infortunios. Y, lo más probable, es que en esos papeles que habían quedado en manos del Barón de Cañabrava no se transparentara bastante lo que sí era constante en su vida, esa lealtad que nunca había incumplido, algo que podía dar un semblante de orden al desorden: su pasión revolucionaria, su gran odio a la infelicidad y la injusticia que padecían tantos hombres, su voluntad de contribuir de algún modo a que aquello cambiara. «Nada de lo que usted cree es cierto ni sus ideales tienen nada que ver con lo que pasa en Canudos. » La frase del Barón vibró de nuevo en sus oídos y lo irritó. ¿Qué podía entender de sus ideales un terrateniente aristócrata que vivía como si la Revolución Francesa no hubiera tenido lugar? ¿Alguien consideraba «idealismo» una mala palabra? ¿Qué podía entender de Canudos la persona a quien los yagunzos le arrebataron una
hacienda y le estaban quemando otra? Calumbí era, sin duda, en este momento, pasto de las llamas. Él sí podía entender ese fuego, él sabía muy bien que no era obra del fanatismo o la locura. Los yagunzos estaban destruyendo el símbolo de la opresión. Oscura, sabiamente, intuían que siglos de régimen de propiedad privada llegaban a arraigar de tal modo en las mentes de los explotados, que ese sistema podía parecerles de derecho divino y, los terratenientes, seres de naturaleza superior, semidioses. ¿No era el fuego la mejor manera de probar la falsedad de esos mitos, de disipar los temores de las víctimas, de hacer ver a las masas de hambrientos que el poder de los propietarios era destruible, que los pobres tenían la fuerza necesaria para acabar con él? El Consejero y sus hombres, pese a las escorias religiosas que arrastraban, sabían dónde había que golpear. En los fundamentos mismos de la opresión: la propiedad, el Ejército, la moral oscurantista. ¿Había cometido un error escribiendo esas páginas autobiográficas que dejó en manos del Barón? No, ellas no harían daño a la causa. ¿Pero no era absurdo confiar algo tan personal a un enemigo? Porque el Barón era su enemigo. Sin embargo, no sentía por él animadversión. Tal vez porque, gracias a él, había podido sentir que entendía todo lo que oía y que le entendían todo lo que decía: era algo que no le pasaba desde que salió de Salvador. ¿Por qué había escrito esas páginas? ¿Porque sabía que iba a morir? ¿Las había escrito en un arranque de debilidad burguesa, porque no quería acabar sin dejar rastro de él en el mundo? De pronto se le ocurrió que a lo mejor había embarazado a Jurema. Sintió una especie de pánico. Siempre le había producido un rechazo visceral la idea de un hijo y tal vez ello había influido en su decisión de Roma, de abstención sexual. Se había dicho, siempre, que su horror a la paternidad era consecuencia de su convicción revolucionaria. ¿Cómo puede un hombre estar disponible para la acción si tiene la responsabilidad de un apéndice al que hay que alimentar, vestir, cuidar? También en eso había sido constante: ni mujer, ni hijos ni nada que pudiera coartar su libertad y debilitar su rebeldía.
Cuando ya chispeaban estrellas, desmontaron en un bosquecillo de veíame y macambira. Comieron sin hablar y Galileo se durmió antes de tomar el café. Tuvo un sueño sobresaltado, con imágenes de muerte. Cuando Ulpino lo despertó, era aún noche cerrada y se oía un lamento que podía ser de zorro. El guía había calentado café y ensillado los caballos. Trató de entablar conversación con Ulpino. ¿Cuánto tiempo trabajaba con el Barón? ¿Qué pensaba de los yagunzos? El guía respondía con tantas evasivas que no insistió. ¿Era su acento extranjero lo que hacía brotar la desconfianza en esta gente? ¿O era una incomunicación más profunda, de manera de sentir y de pensar? En ese momento, Ulpino dijo algo que no entendió. Le hizo repetir y esta vez sus palabras sonaron claras: ¿por qué iba a Canudos? «Porque allá pasan cosas por las que he luchado toda mi vida», le dijo. «Allá están creando un mundo sin opresores ni oprimidos, donde todos son libres e iguales. » Le explicó, en los términos más sencillos de que era capaz, por qué Canudos era importante para el mundo, cómo ciertas cosas que hacían los yagunzos coincidían con un viejo ideal por el que muchos hombres habían dado la vida. Ulpino no lo interrumpió ni lo miró mientras hablaba, y Gall no podía evitar sentir que lo que decía resbalaba en el guía, como el viento en las rocas, sin mellarlo. Cuando calló, Ulpino, ladeando un poco la cabeza, y de una manera que a Gall le pareció extraña, murmuró que él creía que iba a Canudos a salvar a su mujer. Y, ante la sorpresa de Gall, insistió: ¿no dijo Rufino que iba a matarla? ¿No le importaba que la matara? ¿No era su mujer acaso? ¿Para qué se la había robado, entonces? «Yo no tengo mujer, yo no he robado a nadie», replicó Gall, con fuerza. Rufino hablaba de otra persona, era víctima de un malentendido. El guía retornó a su mudez.
No volvieron a hablar hasta horas más tarde, en que encontraron a un grupo de peregrinos, con carretas y tinajas, que les dieron de beber. Cuando los dejaron atrás, Gall sintió abatimiento. Habían sido las preguntas de Ulpino, tan inesperadas, y su tono admonitivo. Para no recordar a Jurema ni a Rufino, pensó en la muerte. No la temía, por eso la había desafiado tantas veces. Si los soldados lo capturaban antes de llegar a Canudos, se les enfrentaría hasta obligarlos a matarlo, para no pasar por la humillación de la tortura y, quizá, del acobardamiento.
Notó que Ulpino parecía inquieto. Hacía media hora que cruzaban una caatinga cerrada, en medio de vaharadas de aire caliente, cuando el guía empezó a escudriñar el ramaje.
«Estamos rodeados —susurró—. Mejor esperar que se acerquen. » Bajaron de los caballos. Gall no alcanzaba a distinguir nada que indicara seres humanos en el contorno. Pero, poco después, unos hombres armados con escopetas, ballestas, machetes y facas surgieron de entre los árboles. Un negro, ya entrado en años, enorme, semidesnudo, hizo un saludo que Gall no entendió y preguntó de dónde venían. Ulpino repuso que de Calumbí, que iban a Canudos e indicó la ruta que habían seguido para, afirmó, no tropezar con los soldados. El diálogo era difícil pero no le parecía inamistoso. Vio en eso que el negro cogía las riendas del caballo del guía y se subía a él, a la vez que otro hacía lo mismo con el suyo. Dio un paso hacia el negro y en el acto todos los que tenían escopetas lo apuntaron. Hizo gestos de paz y pidió que lo escucharan. Explicó que tenía que llegar pronto a Canudos, hablar con el Consejero, decirle algo importante, que él iba a ayudarlos contra los soldados…, pero, calló, derrotado por las caras distantes, apáticas, burlonas de los hombres. El negro esperó un momento, pero al ver que Gal! permanecía callado dijo algo que éste tampoco entendió. Y al instante partieron, tan discretos como habían aparecido.
—¿Qué dijo? —murmuró Gall.
—Que a Belo Monte y al Consejero los defienden el Padre, el Buen Jesús y el Divino —le contestó Ulpino—. No necesitan más ayuda.
Y añadió que no estaban tan lejos, así que no se preocupara por los caballos. Se pusieron en camino de inmediato. La verdad era que, con lo enredado de la caatinga, avanzaban al mismo ritmo que montados. Pero la pérdida de los caballos había sido, también, la de las alforjas con provisiones y a partir de entonces mataron el hambre con frutas secas, tallos y raíces. Como Gall advirtió que, desde que salieron de Calumbí, recordar los incidentes de la última etapa de su vida, abría las puertas de su ánimo al pesimismo, trató —era un viejo recurso — de enfrascarse en reflexiones abstractas, impersonales. «La ciencia contra la mala conciencia. » ¿No planteaba Canudos una interesante excepción a la ley histórica según la cual la religión había servido siempre para adormecer a los pueblos e impedirles rebelarse contra los amos? El Consejero había utilizado la superstición religiosa para soliviantar a los campesinos contra el orden burgués y la moral conservadora y enfrentarlos a aquellos que tradicionalmente se habían valido de las creencias religiosas para mantenerlos sometidos y esquilmados. La religión era, en el mejor de los casos, lo que había escrito David Hume —un sueño de hombres enfermos—, sin duda, pero en ciertos casos, como el de Canudos, podía servir para arrancar a las víctimas sociales de su pasividad y empujarlas a la acción revolucionaria, en el curso de la cual las verdades científicas, racionales, irían sustituyendo a los mitos y fetiches irracionales. ¿Tendría ocasión de enviar una carta sobre este tema a l'Étincelle de la révoltel Intentó de nuevo entablar conversación con el guía. ¿Qué pensaba Ulpino de Canudos? Éste permaneció masticando, un buen rato, sin contestar. Por fin, con tranquilo fatalismo, como si no le concerniera, dijo: «Les cortarán el pescuezo a todos». Gall pensó que no tenían nada más que decirse. Al salir de la caatinga, entraron en un tablazo cargado de xique–xiques, que Ulpino partía con su faca; en el interior había una pulpa agridulce que quitaba la sed. Ese día encontraron nuevos grupos de peregrinos que iban a Canudos. Esas gentes, que dejaban atrás, en cuyos ojos fatigados podía distinguir un recóndito entusiasmo más fuerte que su miseria, hicieron bien a Gall. Le devolvieron el optimismo, la euforia. Habían dejado sus casas para ir a un lugar amenazado por la guerra. ¿No significaba eso que el instinto popular era certero? Iban allí porque intuían que Canudos encarnaba su hambre de justicia y emancipación. Preguntó a Ulpino cuándo llegarían. Al anochecer, si no había percances. ¿Qué percances? ¿Acaso tenían algo que robarles? «Pueden matarnos», dijo Ulpino. Pero Gall no se dejó desmoralizar. Pensó, sonriendo, que los caballos perdidos eran, después de todo, una contribución a la causa.
Descansaron en una alquería desierta, con rastros de incendio. No había vegetación ni agua. Gall se sobó las piernas, acalambradas por la caminata. Ulpino, de improviso, murmuró que habían cruzado el círculo. Señalaba en dirección a donde había habido establos, animales, vaqueros, y ahora había sólo desolación. ¿El círculo? El que separaba a Canudos del resto del mundo. Decían que, adentro, mandaba el Buen Jesús y, afuera, el Can. Gall no dijo nada. En última instancia, los nombres no importaban, eran
envolturas, y si servían para que las gentes sin instrucción identificaran más fácilmente los contenidos, era indiferente que en vez de decir justicia e injusticia, libertad y opresión, sociedad emancipada y sociedad clasista, se hablara de Dios y del Diablo. Pensó que llegaría a Canudos y que vería algo que había visto de adolescente en París: un pueblo en efervescencia, defendiendo con uñas y dientes su dignidad. Si conseguía hacerse oír, entender, sí, podría ayudarlos, por lo menos compartiendo con ellos aquellas cosas que ignoraban y que él había aprendido en tantas correrías por el mundo. —¿De veras no le importa que Rufino mate a su mujer? —oyó que le decía Ulpino—. ¿Para qué se la robó, entonces?
Sintió que la cólera lo ahogaba. Rugió, atropellándose, que no tenía mujer: ¿cómo se atrevía a preguntarle algo que ya le había contestado? Sentía odio contra él y ganas de insultarlo.
—Es algo que no se puede entender —oyó que mascullaba Ulpino. Le dolían las piernas y tenía los pies tan hinchados que, a poco de reanudar la marcha, dijo que necesitaba descansar algo más. Pensó tumbándose: «Ya no soy el de antes». Había enflaquecido mucho, también: miraba, como si fuera ajeno, ese antebrazo huesudo en el que se apoyaba la cabeza.
—Voy a ver si encuentro algo de comer —dijo Ulpino—. Duérmase un rato. Gall lo vio perderse detrás de unos árboles sin hojas. Cuando cerraba los ojos percibió, en un tronco, medio desclavada, una madera con una inscripción borrosa: Caracatá. El nombre quedó revoloteando en su mente mientras dormía.
Aguzando el oído, el León de Natuba pensó: «Me va a hablar». Su cuerpecillo se estremeció de felicidad. El Consejero permanecía mudo en su camastro, pero el escriba de Canudos sabía si estaba despierto o dormido por su respiración. Volvió a escuchar, en la oscuridad. Sí, velaba. Tendría cerrados sus ojos profundos y, debajo de los párpados, estaría viendo alguna de esas apariciones que bajaban a hablarle o que él subía a visitar sobre las altas nubes: los santos, la Virgen, el Buen Jesús, el Padre. O estaría pensando en las cosas sabias que diría mañana y que él anotaría en las hojas que le traía el Padre Joaquim y que los futuros creyentes leerían como los de hoy los Evangelios. Pensó que, puesto que el Padre Joaquim ya no vendría a Canudos, pronto se le acabaría el papel y tendría que escribir en esos pliegos del almacén de los Vilanova en los que se corría la tinta. El Padre Joaquim rara vez le había dirigido la palabra y, desde que lo vio —la mañana en que entró trotando a Cumbe detrás del Consejero—, había advertido también en sus ojos, muchas veces, esa sorpresa, incomodidad, repugnancia, que su persona provocaba siempre y ese movimiento rápido de apartar la vista y olvidarlo. Pero la captura del párroco por los soldados del Cortapescuezos y su muerte probable lo apenaban por el efecto que habían causado en el Consejero. «Alegrémonos, hijos», había dicho esa tarde, durante los consejos, en la torre del nuevo Templo: «Belo Monte tiene su primer santo». Pero luego, en el Santuario, el León de Natuba había comprobado la tristeza que lo embargaba. Rehusó los alimentos que le alcanzó María Quadrado y, mientras las beatas lo aseaban, no hizo los cariños que solía a la cabrita que Alejandrinha Correa (los ojos hinchados de tanto llorar) mantenía a su alcance. Al apoyar la cabeza en sus rodillas, el León no sintió la mano del Consejero y, más tarde, lo oyó suspirar: «No habrá más misas, nos ha dejado huérfanos». El León tuvo un presentimiento de catástrofe.
Por eso tampoco él conseguía dormir. ¿Qué ocurriría? Otra vez la guerra estaba próxima y, ahora, sería peor que cuando los elegidos y los canes se enfrentaron en el Tabolerinho. Se pelearía en las calles, habría más heridos y muertos y él sería uno de los primeros en morir. Nadie vendría a salvarlo, como lo había salvado el Consejero de morir quemado en Natuba. Por gratitud había partido con él y por gratitud había seguido pegado al santo, brincando por el mundo, pese al esfuerzo sobrehumano que para él, desplazándose a cuatro patas, significaban esas larguísimas travesías. El León entendía que muchos añoraran aquellas andanzas. Entonces eran pocos y tenían al Consejero exclusivamente para ellos. ¡Cómo habían cambiado las cosas! Pensó en los millares que lo envidiaban por estar día y noche junto al santo. Sin embargo, tampoco él tenía ocasión ya de hablar a solas con el único hombre que lo había tratado siempre como si fuera igual a los demás. Porque nunca había notado el León el más ligero indicio de que el Consejero viera en él a
ese ser de espinazo curvo y cabeza gigante que parecía un extraño animal nacido por equivocación entre los hombres.
Recordó esa noche, en las afueras de Tepidó, hacía muchos años. ¿Cuántos peregrinos había alrededor del Consejero? Después de los rezos, habían comenzado a confesarse en voz alta. Cuando le tocó el turno, el León de Natuba, en un arrebato impensado, dijo de pronto algo que nadie le había oído antes: «Yo no creo en Dios, ni en la religión. Sólo en ti, padre, porque tú me haces sentir humano». Hubo un gran silencio. Temblando de su temeridad, sintió sobre sí las miradas espantadas de los peregrinos. Volvió a escuchar las palabras del Consejero, esa noche: «Has sufrido tanto que hasta los diablos escapan de tanto dolor. El Padre sabe que tu alma es pura porque está todo el tiempo expiando. No tienes de qué arrepentirte, León: tu vida es penitencia». Repitió mentalmente: «Tu vida es penitencia». Pero también había en ella instantes de incomparable felicidad. Por ejemplo, hallar algo nuevo que leer, un pedazo de libro, una página de revista, un fragmento impreso cualquiera y aprender esas cosas fabulosas que decían las letras. O imaginar que Almudia estaba viva, era aún la bella niña de Natuba y que él le cantaba y que, en vez de embrujarla y matarla, sus canciones la hacían sonreír. O apoyar la cabeza en las rodillas del Consejero y sentir sus dedos abriéndose camino entre sus crenchas, separándolas, sobándole el cuero cabelludo. Era adormecedor, una sensación cálida que lo atravesaba de pies a cabeza y él sentía que, gracias a esa mano en sus pelos y a esos huesos contra su mejilla, los malos ratos de la vida quedaban recompensados. Era injusto, no sólo al Consejero debía agradecimiento. ¿No lo habían cargado los otros cuando ya no le daban las fuerzas? ¿No habían rezado tanto, sobre todo el Beatito, para que creyera? ¿No era buena, caritativa, generosa con él María Cuadrado? Trató de pensar con cariño en la Madre de los Hombres. Ella había hecho lo imposible por ganárselo. En las peregrinaciones, cuando lo veía extenuado, le masajeaba largamente el cuerpo, como hacía con las extremidades del Beatito. Y cuando tuvo las fiebres lo hizo dormir en sus brazos, para darle calor. Ella le procuraba la ropa que vestía y había ideado los ingeniosos guantes–zapatos de madera y cuero con que andaba. ¿Por qué, entonces, no la quería? Sin duda porque también a la Superiora del Coro Sagrado la había oído, en los altos nocturnos del desierto, acusarse de haber sentido asco del León de Natuba y de haber pensado que su fealdad provenía del Maligno. María Quadrado lloraba ^ al confesar estos pecados y, golpeándose el pecho, le pedía perdón por ser tan pérfida. Él decía que la perdonaba y la llamaba Madre. Pero, en el fondo, no era verdad. «Soy rencoroso — pensó—. Si hay un infierno, arderé por los siglos de los siglos. » Otras veces, la idea del fuego le daba terror. Hoy lo dejó frío.
Se preguntó, recordando la última. procesión, si debía asistir a alguna más. ¡Cuánto miedo había pasado! ¡Cuántas veces había estado a punto de ser sofocado, pisoteado, por la multitud que trataba de acercarse al Consejero! La Guardia Católica hacía esfuerzos inauditos para no ser rebasada por los creyentes que, entre las antorchas y el incienso, estiraban las manos para tocar al santo. Él León se vio zarandeado, empujado al suelo, tuvo que aullar para que la Guardia Católica lo izara cuando la marea humana iba a tragárselo. Últimamente, apenas se aventuraba fuera del Santuario, pues las calles se habían vuelto peligrosas. Las gentes se precipitaban a tocarle el lomo, creyendo que les traería suerte, y se lo arranchaban como un muñeco y lo tenían horas en sus casas haciéndole preguntas sobre el Consejero. ¿Tendría que pasar el resto de sus días encerrado entre estas paredes de barro? No había fondo en la infelicidad, las reservas de sufrimiento eran inextinguibles.
Sintió, por su respiración, que ahora el Consejero dormía. Escuchó en dirección del cubículo donde se amontonaban las beatas: también dormían, hasta Alejandrinha Correa. ¿Permanecía desvelado por la guerra? Era inminente, ni Joáo Abade, ni Pajeú, ni Macambira, ni Pedráo, ni Táramela, ni los que cuidaban los caminos y las trincheras habían venido a los consejos y el León había visto a las gentes armadas detrás de los parapetos erigidos alrededor de las iglesias y los hombres yendo y viniendo con trabucos, escopetas, sartas de balas, ballestas, palos, trinches, como si esperaran el ataque en cualquier momento.
Oyó cantar el gallo; por entre los carrizos, amanecía. Cuando se escuchaban las bocinas de los aguateros anunciando el reparto del agua, el Consejero despertó y se tumbó a
rezar. María Quadrado entró al momento. El León estaba ya incorporado, pese a la noche en blanco, dispuesto a registrar los pensamientos del santo. Éste oró largo rato y, mientras las beatas le humedecían los pies y le calzaban las sandalias, permaneció con los ojos cerrados. Sin embargo, bebió la escudilla de leche que le alcanzó María Cuadrado y comió un panecillo de maíz. Pero no acarició al carnerito. «No sólo por el Padre Joaquim está tan triste —pensó el León de Natuba—. También por la guerra. » En eso entraron Joáo Abade, Joáo Grande y Táramela. Era la primera vez que el León veía a este último en el Santuario. Cuando el Comandante de la Calle y el jefe de la Guardia Católica, después de besar la mano del Consejero, se pusieron de pie, el lugarteniente de Pajeú continuó arrodillado. —Táramela recibió anoche noticias, padre —dijo Joáo Abade.
El León pensó que, probablemente, tampoco el Comandante de la Calle había pegado los ojos. Estaba sudoroso, sucio, preocupado. Joáo Grande bebía con fruición la escudilla que acababa de darle María Quadrado. El León los imaginó, a ambos, corriendo toda la noche, de trinchera en trinchera, de entrada a entrada, acarreando pólvora, revisando armas, discutiendo. Pensó: «Será hoy». Táramela seguía de rodillas, el sombrero de cuero arrugado en su mano. Tenía dos escopetas y tantos collares de proyectiles que parecían adorno de carnaval. Se mordisqueaba los labios, incapaz de hablar. Al fin, balbuceó que habían llegado a caballo, Cintio y Cruces. Uno de los caballos reventó. El otro tal vez había reventado ya, porque lo dejó sudando a chorros. Los cabras habían galopado dos días sin parar. Ellos también por poco reventaron. Se calló, confuso, y sus ojitos achinados pidieron socorro a Joáo Abade.
—Cuéntale al Padre Consejero el mensaje de Pajeú que traían Cintio y Cruces —lo orientó el ex–cangaceiro. También a él había alcanzado María Quadrado un tazón de leche y un panecillo. Hablaba con la boca llena.
—La orden está cumplida, padre —recordó Táramela—. Calumbí ardió. El Barón de Cañabrava se fue a Queimadas, con su familia y unos capangas.
Luchando contra la timidez que le producía el santo, explicó que, luego de quemar la hacienda, Pajeú, en vez de adelantarse a los soldados, se había colocado detrás del Cortapescuezos, para caerle por la retaguardia cuando se lanzara contra Belo Monte. Y, sin transición, pasó a hablar nuevamente del caballo muerto. Había dado orden de que se lo comieran en su trinchera y de que, si el otro animal moría, lo entregaran a Antonio Vilanova, para que él dispusiera… pero, como en ese momento el Consejero abrió los ojos, enmudeció. La mirada profunda, oscurísima, aumentó el nerviosismo del lugarteniente de Pajeú; el León vio la fuerza con que estrujaba su sombrero. —Está bien, hijo —murmuró el Consejero—. El Buen Jesús premiará su fe y su valentía a Pajeú y a los que están con él.
Estiró su mano y Táramela se la besó, reteniéndola un momento en las suyas y mirándola con unción. El Consejero lo bendijo y él se persignó. Joáo Abade le indicó con un gesto que partiera. Táramela retrocedió, haciendo unos movimientos reverentes de cabeza, y antes de que saliera, María Quadrado le dio de beber del mismo cazo en el que habían bebido Joáo Abade y Joáo Grande. El Consejero los interrogó con la mirada. —Están muy cerca, padre —dijo el Comandante de la Calle, acuclillándose. Habló con acento tan grave que el León de Natuba se asustó y sintió que las beatas también se estremecían. Joáo Abade sacó su faca, trazó un círculo y ahora le añadía rayas que eran los caminos por donde se acercaban los soldados.
—Por este lado no viene nadie —dijo, señalando la salida a Geremoabo—. Los Vilanova están llevando allí a muchos viejos y enfermos, para librarlos de los tiros. Miró a Joáo Grande, para que éste continuara. El negro apuntó con un dedo al círculo. —Hemos construido un refugio para ti, entre los establos y el Mocambo —murmuró—. Hondo y con muchas piedras, para que resista la bala. Aquí no puedes quedarte, porque vienen por este lado.
—Traen cañones —dijo Joáo Abade—. Los vi, anoche. Los pisteros me hicieron entrar al campamento de Cortapescuezos. Son grandes, lanzan fuego a gran distancia. El Santuario y las iglesias serán su primer blanco.
El León de Natuba sentía tanto sueño que la pluma se le resbaló de los dedos. Empujando, apartó los brazos del Consejero y consiguió apoyar la cabezota, que sentía
zumbando, en sus rodillas. Oyó apenas las palabras del santo: —¿Cuándo estarán aquí?
—Esta noche a más tardar —repuso Joáo Abade.
—Voy a ir a las trincheras, entonces —dijo suavemente el Consejero—. Que el Beatito saque los santos y los Cristos, y la urna con el Buen Jesús, y que haga llevar todas las imágenes y las cruces a los caminos por donde viene el Anticristo. Van a morir muchos pero no hay que llorar, la muerte es dicha para el buen creyente.
Para el León de Natuba la dicha llegó en ese momento: la mano del Consejero acababa de posarse en su cabeza. Se hundió en el sueño, reconciliado con la vida.
Cuando vuelve la espalda a la casa grande de Calumbí, Rufino se siente aligerado: haber roto el vínculo que lo ligaba al Barón le da, de pronto, la sensación de disponer de más recursos para lograr sus propósitos. A media legua, acepta la hospitalidad de una familia que conoce desde niño. Ellos, sin preguntarle por Jurema ni por la razón de su presencia en Calumbí, le hacen muchas demostraciones de afecto y, a la mañana siguiente, lo despiden con provisiones para el camino.
Viaja todo el día, encontrando, aquí y allá, peregrinos que van a Canudos y que, siempre, le piden algo de comer. De este modo, al anochecer, se le han terminado las provisiones. Duerme junto a unas cuevas donde solía venir con otros niños de Calumbí a quemar a los murciélagos con antorchas. Al otro día, un morador le advierte que ha pasado una patrulla de soldados y que rondan yagunzos por toda la comarca. Prosigue su marcha, con un presentimiento oscuro en el ánimo.
Al atardecer llega a las afueras de Caracatá, puñado de viviendas salpicadas entre arbustos y cactos, a lo lejos. Después del sofocante sol, la sombra de las mangabeiras y cipos resulta bienhechora. En ese momento siente que no está solo. Varias siluetas lo rodean, surgidas felinamente de la caatinga. Son hombres armados con carabinas, ballestas y machetes que llevan campanillas y pitos de madera. Reconoce a algunos yagunzos que iban con Pajeú, pero el caboclo no está con ellos. El hombre aindiado y descalzo que los manda, se lleva un dedo a los labios y le indica con un gesto que los siga. Rufino duda, pero la mirada del yagunzo le hace saber que debe ir con ellos, que le está haciendo un favor. Piensa en Jurema al instante y su expresión lo delata, pues el yagunzo asiente. Entre los árboles y matorrales descubre a otros hombres emboscados. Varios llevan mantos de hierbas que los cubren enteramente. Inclinados, en cuclillas, tumbados, espían la trocha y el poblado. Indican a Rufino que se esconda. Un momento después el rastreador oye un rumor.
Es una patrulla de diez soldados de uniformes grises y rojos, encabezada por un Sargento joven y rubio. Los guía un pistero que, sin duda, piensa Rufino, es cómplice de los yagunzos. Como presintiendo algo, el Sargento comienza a tomar precauciones. Tiene el dedo en el gatillo del fusil y salta de un árbol a otro, seguido por sus hombres que progresan también, escudándose en los troncos. El pistero va por media trocha. En torno a Rufino, los yagunzos parecen haberse esfumado. No se mueve una hoja en la caatinga. La patrulla llega a la primera vivienda. Dos soldados echan abajo la puerta y entran, mientras los demás los cubren. El pistero se acuclilla detrás de los soldados y Rufino nota que comienza a retroceder. Luego de un momento, los dos soldados reaparecen y con manos y cabezas indican al Sargento que no hay nadie. La patrulla avanza hacia la próxima vivienda y se repite la operación, con el mismo resultado. Pero, de pronto, en la puerta de una casa más grande que las otras, asoma una mujer greñuda y luego otra, que observan, asustadas. Cuando los soldados las divisan y apuntan sus fusiles hacia ellas, las mujeres hacen gestos de paz, dando grititos. Rufino siente un atolondramiento parecido al que tuvo cuando oyó a la Barbuda nombrar a Galileo Gall. El pistero, aprovechando la distracción, desaparece en la maleza.
Los soldados rodean la casa y Rufino comprende que hablan con las mujeres. Por fin, dos uniformados entran tras ellas, mientras el resto aguarda afuera, con los fusiles listos. Poco después, retornan los que entraron, haciendo gestos obscenos y animando a los otros a imitarlos. Rufino escucha risas, voces y ve que todos los soldados, con caras
exultantes, avanzan hacia la casa. Pero el Sargento hace que dos permanezcan en la puerta, de guardia.
La caatinga comienza a moverse, a su alrededor. Los emboscados se arrastran, gatean, se empinan y el rastreador advierte que son treinta, cuando menos. Va tras ellos, de prisa, hasta alcanzar al jefe: «¿Está ahí la que era mi mujer?», se oye decir. «¿La acompaña un enano, no es cierto?» «Sí. » «Debe ser ella, entonces», asiente el yagunzo. En ese instante una salva de tiros acribilla a los dos soldados que hacen guardia, al mismo tiempo que en el interior rompen gritos, alaridos, carreras, un disparo. Mientras corre, entre los yagunzos, Rufino saca su cuchillo, única arma que le queda, y ve aparecer por la puerta y las ventanas de la casa, a soldados disparando o tratando de huir. Apenas consiguen alejarse unos pasos, antes de ser alcanzados por los dardos o las balas o arrollados por los yagunzos que los rematan con sus facas y machetes. En eso, Rufino resbala y cae al suelo. Cuando se levanta, escucha ulular a los pitos y ve que están arrojando desde una ventana el cadáver sanguinolento de un soldado al que han arrancado la ropa. El cuerpo se estrella en tierra con un golpe seco. Cuando Rufino entra a la casa, la violencia del espectáculo lo aturde. Hay soldados agonizantes en el suelo, sobre los que se encarnizan racimos de hombres y mujeres que esgrimen cuchillos, palos, piedras; los golpean y hieren sin misericordia, ayudados por los que siguen invadiendo el lugar. Las mujeres, cuatro o cinco, son las que chillan y también ellas quitan los uniformes a jalones a sus víctimas para, muertos o moribundos, afrentarlos en su hombría. Hay sangre, pestilencia y, en el suelo, unos boquetes donde deben haber estado escondidos los yagunzos, esperando a la patrulla. Una mujer, torcida bajo una mesa, tiene una herida en la frente y se queja.
Mientras los yagunzos desnudan a los soldados y cogen sus fusiles y morrales, Rufino, seguro de que en la habitación no está lo que busca, se abre camino hacia los cuartos. Son tres, en hilera, uno abierto, en el que no ve a nadie. Por las rendijas del segundo divisa un catre de tablas y unas piernas de mujer, estirada en el suelo. Empuja la puerta y ve a Jurema. Está viva y su cara, al encontrarse con él, se frunce y toda ella se encoge, golpeada por la sorpresa. Al lado de Jurema, desfigurado por el miedo, minúsculo, el rastreador ve al Enano, que le parece conocer desde siempre, y, sobre la cama, al Sargento rubio a quien, pese a estar exánime, dos yagunzos siguen acuchillando: ambos rugen con cada golpe y las salpicaduras de sangre llegan hasta Rufino. Jurema, inmóvil, lo mira con la boca entreabierta; está desencajada, se le ha afilado la nariz y en sus ojos hay pánico y resignación. El rastreador se da cuenta que el yagunzo aindiado y descalzo ha entrado y que ayuda a los otros a alzar al Sargento y a echarlo a la calle por la ventana. Salen, llevándose el uniforme, el fusil y el morral del muerto. Al pasar junto a Rufino, el jefe, señalando a Jurema, murmura: «¿Ves? Era ella». El Enano se pone a proferir frases que Rufino oye pero no entiende. Sigue en la puerta, quieto y, ahora, de nuevo con el rostro inexpresivo. Su corazón se calma y al vértigo del principio sigue una total serenidad. Jurema continúa en el suelo, sin fuerzas para levantarse. Por la ventana se llega a ver a los yagunzos, hombres y mujeres, alejándose hacia la caatinga.
—Se están yendo —balbucea el Enano, sus ojos saltando de uno a otro—. Tenemos que irnos también, Jurema. Rufino mueve la cabeza.
—Ella se queda —dice, con suavidad—. Vete tú.
Pero el Enano no se va. Confuso, indeciso, miedoso, corretea por la casa vacía, entre la pestilencia y la sangre, maldiciendo su suerte, llamando a la Barbuda, persignándose y rogándole a Dios. Mientras, Rufino revisa los cuartos, encuentra dos colchones de paja y los arrastra a la habitación de la entrada, desde la cual puede ver la única calle y las viviendas de Caracatá. Ha sacado los colchones maquinalmente, sin saber qué se propone, pero, ahora que están allí, lo sabe: dormir. Su cuerpo es como una esponja blanda que el agua estuviera llenando, hundiendo. Coge las amarras de un gancho, va donde Jurema y ordena: «Ven». Ella lo sigue, sin curiosidad, sin temor. La hace sentar junto a los colchones y le ata manos y pies. El Enano está ahí, desorbitado de terror. «¡No la mates, no la mates!», grita. El rastreador se echa de espaldas y, sin mirarlo, le ordena:
—Ponte ahí y si viene alguien me despiertas.
El Enano pestañea, desconcertado, pero un segundo después asiente y brinca hasta la
puerta. Rufino cierra los ojos. Se pregunta, antes de desaparecer en el sueño, si no ha matado a Jurema todavía porque quiere verla sufrir o porque, ahora que la tiene, su odio ha amainado. Siente que ella, a un metro suyo, se tumba en el otro colchón. Con disimulo, por entre las pestañas, la espía: está mucho más flaca, con los ojos hundidos y resignados, la ropa deshecha y los cabellos revueltos. Tiene un rasguñón en el brazo. Cuando Rufino despierta, se incorpora de un salto, como escapando de una pesadilla. Pero no recuerda haber soñado. Sin echar un vistazo a Jurema, pasa junto al Enano, quien sigue en la puerta y lo mira entre asustado y esperanzado. ¿Puede ir con el? Rufino asiente. No cambian palabra, mientras el rastreador busca, en las últimas luces, algo que pueda aplacar el hambre y la sed. Cuando están regresando, el Enano le pregunta: «¿Vas a matarla?». Él no contesta. Saca de su alforja yerbas, raíces, hojas, tallos y los pone sobre el colchón. No mira a Jurema mientras la desata o la mira como si no estuviera allí. El Enano tiene un puñado de yerbas en la boca y mastica empeñosamente. Jurema también comienza a masticar y a tragar, de manera mecánica; a ratos se soba las muñecas y los tobillos. En silencio, comen, mientras afuera anochece del todo y aumentan los ruidos de los insectos. Rufino piensa que esta hediondez se parece a la que sintió la noche que pasó en una trampa, junto al cadáver de un tigre. De pronto, oye a Jurema:
—¿Por qué no me matas de una vez?
Él sigue mirando el vacío, como si no la oyera. Pero está pendiente de esa voz que va exasperándose, desgarrándose:
¿Crees que tengo miedo de morir? No tengo. Al contrario, te he estado esperando
para eso. ¿Crees que no estoy harta, que no estoy cansada? Ya me hubiera matado si no lo prohibiera Dios, si no fuera pecado. ¿Cuándo me vas a matar? ¿Por qué no lo haces ahora?
—No, no —balbucea el Enano, atorándose.
El rastreador sigue sin moverse ni responder. Están casi en la oscuridad. Un momento después, Rufino siente que ella se arrastra hasta tocarlo. Todo su cuerpo se crispa, en una sensación en la que se mezclan el asco, el deseo, el despecho, la rabia, la nostalgia. Pero no deja que nada de esto se note.
—Olvídate, olvídate de lo que pasó, por la Virgen, por el Buen Jesús —la oye implorar, la siente temblar—. Fue a la fuerza, yo no tuve la culpa, yo me defendí. Ya no sufras, Rufino.
Se abraza a él y, en el acto, el rastreador la aparta, sin violencia. Se pone de pie, busca a tientas las amarras y, sin proferir palabra, vuelve a atarla. Regresa a sentarse donde estaba.
—Tengo hambre, tengo sed, tengo cansancio, ya no quiero vivir —la oye sollozar—. Mátame de una vez.
—Voy a hacerlo —dice él—. Pero no aquí, sino en Calumbí. Para que te vean morir. Pasa un largo rato, en el que los sollozos de Jurema van acortándose, hasta extinguirse. —Ya no eres el Rufino que eras —la oye murmurar.
—Tú tampoco —dice él—. Ahora tienes adentro una leche que no es la mía. Ahora ya sé por qué Dios te castigó desde antes, no permitiendo que te preñara. La luz de la luna entra, de repente, oblicuamente por puertas y ventanas y revela el polvo suspendido en el aire. El Enano se hace un ovillo a los pies de Jurema y Rufino también se tiende. ¿Cuánto tiempo pasa, con los dientes apretados, cavilando, recordando? Cuando los oye es como si despertara pero no ha pegado los ojos. —¿Por qué sigues aquí, si nadie te obliga? —dice Jurema—. ¿Cómo soportas este olor, este qué va a pasar? Vete a Canudos, más bien.
—Tengo miedo de irme, de quedarme —gime el Enano—. No sé estar solo, nunca he estado desde que me compró el Gitano. Tengo miedo a morir, como todo el mundo. —Las mujeres que estaban esperando a los soldados no tenían miedo —dice Jurema. —Porque estaban seguras de resucitar —chilla el Enano—. Si yo estuviera tan seguro, tampoco tendría miedo.
—Yo no tengo miedo a morir y no sé si voy a resucitar —afirma Jurema y el rastreador entiende que le está hablando ahora a él, no al Enano.
Algo lo despierta, cuando el amanecer es apenas un fulgor azulado verdoso. ¿El
chasquido del viento? No, algo más. Jurema y el Enano abren simultáneamente los ojos, y este último empieza a desperezarse pero Rufino lo calla: «Shhht, shhht». Agazapado tras la puerta, espía. Una silueta masculina, alargada, sin escopeta, viene por la única calle de Caracatá, metiendo la cabeza en las viviendas. Lo reconoce cuando está ya cerca: Ulpino, el de Calumbí. Lo ve llevarse ambas manos a la boca y llamar: «¡Rufino! ¡Rufino!». Se deja ver, asomando a la puerta. Ulpino, al reconocerlo, abre los ojos con alivio y lo llama. Va a su encuentro, cogiendo el mango de su faca. No dirige a Ulpino una palabra de saludo. Comprende, por su aspecto, que ha andado mucho. —Te busco desde ayer en la tarde —exclama Ulpino, en tono amistoso—. Me dijeron que ibas a Canudos. Pero encontré a los yagunzos que mataron a los soldados. He pasado la noche caminando.
Rufino lo escucha con la boca cerrada, muy serio. Ulpino lo mira con simpatía, como recordándole que eran amigos.
—Te lo he traído —murmura, despacio—. El Barón me mandó llevarlo a Canudos. Pero con Aristarco decidimos que, si te encontraba, era para ti. En la cara de Rufino hay asombro, incredulidad. —¿Lo has traído? ¿Al forastero?
—Es un cabra sin honor —Ulpino, exagerando su asco, escupe al suelo—. No le importa que mates a su mujer, a la que te quitó. No quería hablar de eso. Mentía que no era suya.
—¿Dónde está? —Rufino pestañea y se pasa la lengua por los labios. Piensa que no es verdad, que no lo ha traído.
Pero Ulpino le explica con muchos detalles dónde lo encontrará.
—Aunque no es asunto mío, me gustaría saber algo —añade—. ¿Has matado a Jurema? No hace ningún comentario cuando Rufino, moviendo la cabeza, le responde que no. Parece, un momento, avergonzado de su curiosidad. Señala la caatinga que tiene atrás. —Una pesadilla —dice—. Han colgado en los árboles a esos que mataron aquí. Los urubús los picotean. Pone los pelos de punta. —¿Cuándo lo dejaste? —lo corta Rufino, atropellándose.
—Ayer tarde —dice Ulpino—. No se habrá movido. Estaba muerto de cansancio. Tampoco tendría dónde ir. No sólo le falta honor, también resistencia, y no sabe orientarse por la tierra… Rufino le coge el brazo. Se lo aprieta. —Gracias —dice, mirándolo a los ojos.
Ulpino asiente y suelta su brazo. No se despiden. El rastreador vuelve a la vivienda a saltos, con los ojos brillando. El Enano y Jurema lo reciben de pie, atolondrados. Desata los pies de Jurema, pero no sus manos y, con movimientos rápidos, diestros, le pasa la misma cuerda por el cuello. El Enano chilla y se tapa la cara. Pero no está ahorcándola sino haciendo un lazo, para arrastrarla. La obliga a seguirlo al exterior. Ulpino se ha ido. El Enano va detrás, brincando. Rufino se vuelve y le ordena: «No hagas ruido». Jurema tropieza contra las piedras, se enreda en los matorrales, pero no abre la boca y mantiene el ritmo de Rufino. Tras ellos, el Enano a ratos desvaría sobre los soldados colgados que se están comiendo los urubús.
—He visto muchas desgracias en mi vida —dijo la Baronesa Estela, mirando el suelo desportillado de la estancia—. Allá, en el campo. Cosas que aterrarían a los hombres de Salvador. —Miró al Barón, que se mecía en la mecedora, contagiado por el dueño de casa, el anciano coronel José Bernardo Murau, que estaba también hamacándose en la suya—. ¿Te acuerdas del toro que enloqueció y embistió a los niños que salían del catecismo? ¿Acaso me desmayé? No soy una mujer débil. En la gran sequía, por ejemplo, vimos cosas atroces ¿no es cierto?
El Barón asintió. José Bernardo Murau y Adalberto de Gumucio —que había venido desde Salvador a dar el encuentro a los Cañabrava a la hacienda de Pedra Vermelha y que apenas llevaba con ellos un par de horas — la escuchaban esforzándose por mostrarse naturales, pero no podían disimular la incomodidad que les producía el desasosiego de la
Baronesa. Esa mujer discreta, invisible detrás de sus maneras corteses, cuyas sonrisas levantaban una muralla impalpable entre ella y los demás, ahora divagaba, se quejaba, monologaba sin tregua, como si tuviera la enfermedad del habla. Ni siquiera Sebastiana, que venía de rato en rato a humedecerle la frente con agua de colonia, conseguía hacerla callar. Ni su marido, ni el dueño de casa ni Gumucio habían podido convencerla que se retirara a descansar.
—Estoy preparada para las desgracias —repitió, estirando hacia ellos las blancas manos, de manera implorante—. Ver arder Calumbí ha sido peor que la agonía de mi madre, que oírla aullar de dolor, que aplicarle yo misma el láudano que la iba matando. Esas llamas siguen ardiendo aquí dentro. —Se tocó el estómago y se encogió, temblando—. Era como si se carbonizaran ahí los hijos que perdí al nacer. Su cara giró para mirar al Barón, al coronel Murau, a Gumucio, suplicándoles que la creyeran. Adalberto de Gumucio le sonrió. Había intentado desviar la conversación hacia otros temas, pero, cada vez, la Baronesa los regresaba al incendio de Calumbí. Intentó, de nuevo, apartarla de ese recuerdo:
—Y, sin embargo, Estela querida, uno se resigna a las peores tragedias. ¿Te he dicho alguna vez lo que fue para mí el asesinato de Adelinha Isabel, por dos esclavos? ¿Lo que sentí cuando hallamos el cadáver de mi hermana ya descompuesto, irreconocible por las puñaladas? —Carraspeó, moviéndose en el sillón—. Por eso prefiero los caballos a los negros. En las clases y razas inferiores hay unos fondos de barbarie y de ignominia que dan vértigo. Y, sin embargo. Estela querida, uno acaba por aceptar la voluntad de Dios, se resigna y descubre que, con todos sus viacrucis, la vida está llena de cosas hermosas. La mano derecha de la Baronesa se posó sobre el brazo de Gumucio: —Siento haberte hecho recordar a Adelinha Isabel —dijo, con cariño—. Perdóname. —No me la has hecho recordar porque no la olvido nunca —sonrió Gumucio, cogiendo entre las suyas las manos de la Baronesa—. Han pasado veinte años y es como si hubiera sido esta mañana. Te hablo de Adelinha Isabel para que veas que la desaparición de Calumbí es una herida que va a cicatrizar.
La Baronesa trató de sonreír, pero su sonrisa se volvió puchero. En eso entró Sebastiana, con un frasco en las manos. A la vez que refrescaba la frente y las mejillas de la Baronesa, tocándole la piel con gran cuidado, con la otra mano le corregía el cabello alborotado. «De Calumbí a aquí ha dejado de ser la mujer joven, bella, animosa que era», pensó el Barón. Tenía unas ojeras profundas, un pliegue sombrío en la frente, sus facciones se habían relajado y de sus ojos habían huido la vivacidad y la seguridad que siempre vio en ellos. ¿Le había exigido demasiado? ¿Había sacrificado a su mujer a los intereses políticos? Recordó que cuando decidió retornar a Calumbí, Luis Viana y Adalberto Gumucio le aconsejaron que no llevara a Estela, por lo convulsionada que estaba la región con Canudos. Sintió un malestar intenso. Por inconsciencia y egoísmo había hecho quizá un daño irreparable a la mujer que amaba más que a nadie en el mundo. Y, sin embargo, cuando Aristarco, que galopaba a su lado, los alertó —«Miren, ya prendieron Calumbí»—, Estela había guardado una compostura extraordinaria. Estaban en lo alto de una chapada en la que, cuando iba de caza, el Barón se detenía a observar la tierra, el lugar adonde llevaba a los visitantes a mostrarles la hacienda, la atalaya adonde todos acudían para apreciar los daños de las inundaciones o las plagas. Ahora, en la noche sin viento y con estrellas, veían cimbrearse —rojas, azules, amarillas — las llamas, arrasando la casa grande a la que estaba ligada la vida de todos los presentes. El Barón oyó sollozar a Sebastiana en la oscuridad y vio los ojos de Aristarco arrasados por las lágrimas. Pero Estela no lloró, y en algún momento la oyó murmurar: «No sólo queman la casa, también los establos, las cuadras, el almacén». A la mañana siguiente había comenzado a recordar en voz alta el incendio y desde entonces no había manera de tranquilizarla. «No me lo perdonaré nunca», pensó.
—Si hubiera sido yo, estaría allá, muerto —dijo de pronto el coronel Murau—. Hubieran tenido que quemarme a mí también.
Sebastiana salió del cuarto, murmurando «Con permiso». El Barón pensó que las cóleras del viejo debían de haber sido terribles, peores que las de Adalberto, y que, en tiempos de la esclavitud, seguramente supliciaba a los díscolos y cimarrones. —No porque Pedra Vermelha valga ya gran cosa —gruñó, mirando las descalabradas
paredes de su sala—. Incluso he pensado quemarla, alguna vez, por las amarguras que me da. Uno puede destruir su propiedad si le da la gana. Pero que una partida de ladrones infames y dementes me digan que van a quemar mi tierra para que descanse, porque ha sudado mucho, eso no. Hubieran tenido que matarme.
—A ti no te hubieran dado a elegir —trató de bromear el Barón—. A ti te hubieran quemado antes que a tu hacienda.
Pensó: «Son como los escorpiones. Quemar las haciendas es clavarse la lanceta, ganarle la mano a la muerte. ¿Pero a quién ofrecen ese sacrificio de sí mismos, de todos nosotros?». Advirtió, feliz, que la Baronesa bostezaba. Ah, si pudiera dormir, ése sería el mejor remedio para sus nervios. En estos últimos días, Estela no había pegado los ojos. En la escala de Monte Santo, ni siquiera había querido echarse en el camastro de la parroquia y permaneció toda la noche sentada, llorando en brazos de Sebastiana. Allí comenzó a alarmarse el Barón, pues Estela no acostumbraba llorar. —Es curioso —dijo Murau, cambiando miradas de alivio con el Barón y Gumucio, pues la Baronesa había cerrado los ojos—. Cuando pasaste por aquí, camino a Calumbí, mi odio principal era contra Moreira César. Ahora, siento hasta simpatía por él. Mi odio a los yagunzos es más fuerte que el que he tenido jamás por Epaminondas y los jacobinos. — Cuando estaba muy agitado, hacía un movimiento circular con las manos y se rascaba el mentón: el Barón estaba esperando que lo hiciera. Pero el anciano tenía los brazos cruzados en actitud hierática—. Lo que han hecho con Calumbí, con Poco da Pedra, con Sucurana, con Jua y Curral Novo, con Penedo y Lagoa, es inicuo, inconcebible. ¡Destruir las haciendas que les dan de comer, los focos de civilización de este país! No tiene perdón de Dios. Es de diablos, de monstruos.
«Vaya, por fin», pensó el Barón: acababa de hacer el gesto. Una circunferencia veloz con la mano nudosa y el dedo índice estirado y, ahora, se rascaba con furia el pellejo de la barbilla.
—No alces tanto la voz, José Bernardo —lo interrumpió Gumucio, señalando a la Baronesa—. ¿La llevamos al dormitorio?
—Cuando su sueño sea más profundo —repuso el Barón. Se había puesto de pie y acomodaba la almohadilla a fin de que su esposa se recostara en ella. Luego, arrodillándose, le colocó los pies sobre un banquito.
—Creí que lo mejor sería llevarla cuanto antes a Salvador —susurró Adalberto de Gumucio—. Pero no sé si es imprudente someterla a otro viaje tan largo. —Veremos cómo amanece mañana. —El Barón, de nuevo en la mecedora, se mecía sincrónicamente con el dueño de casa.
— ¡Quemar Calumbí! ¡Gentes que te deben tanto! —Murau volvió a hacer uno, dos círculos y a rascarse—. Espero que Moreira César se los haga pagar caro. Me gustaría estar allí, cuando los pase a cuchillo.
—¿No hay noticias de él, aún? —volvió a interrumpirlo Gumucio—. Tendría que haber acabado con Canudos hace rato.
—Sí, he estado calculando —asintió el Barón—. Aun con pies de plomo, tendría que haber llegado a Canudos hace días. A menos que… —Observó que sus amigos lo miraban intrigados—. Quiero decir, otro ataque, como el que lo obligó a refugiarse en Calumbí. Tal vez le ha repetido.
—Lo único que falta es que Moreira César se muera de enfermedad antes de poner fin a esa degeneración —refunfuñó José Bernardo Murau.
—También es posible que no quede una línea de telégrafos en la región —dijo Gumucio—. Si queman las tierras para que hagan siesta, sin duda destruyen los alambres y los postes para evitarles el dolor de cabeza. El Coronel puede estar incomunicado.
El Barón sonrió, con pesadumbre. La última vez que habían estado reunidos, aquí, la venida de Moreira César era como la partida de defunción para los Autonomistas de Bahía. Y ahora ardían de impaciencia por conocer los detalles de su victoria contra los que el Coronel quería hacer pasar por restauradores y gentes de Inglaterra. Reflexionaba sin dejar de observar el sueño de la Baronesa: estaba pálida, con la expresión tranquila. —Los agentes de Inglaterra —exclamó de pronto—. Caballeros que queman haciendas para que la tierra repose. Lo he oído y no acabo de creerlo. Un cangaceiro como Pajeú,
asesino, violador, ladrón, cortador de orejas, saqueador de pueblos, convertido en cruzado de la fe. Estos ojos lo vieron. Nadie diría que he nacido y pasado buena parte de mi vida aquí. Esta tierra se me ha vuelto extranjera. Estas gentes no son las que he tratado siempre. Quizá el escocés anarquista las entienda mejor. O el Consejero. Es posible que sólo los locos entiendan a los locos… Hizo un gesto de desesperanza y dejó la frase sin terminar.
—A propósito del escocés anarquista —dijo Gumucio. El Barón sintió íntima desazón: sabía que la pregunta vendría, la esperaba desde hacía dos horas—. Te consta que nunca he puesto en duda tu sensatez política. Pero que dejaras partir así al escocés, no lo entiendo. Era un prisionero importante, la mejor arma contra nuestro enemigo número uno. —Miró al Barón, pestañeando—. ¿No lo era, acaso?
—Nuestro enemigo número uno ya no es Epaminondas, ni ningún jacobino —murmuró el Barón, con desánimo—. Son los yagunzos. La quiebra económica de Bahía. Es lo que va a ocurrir si no se pone fin a esta locura. Las tierras van a quedar inservibles y todo se está yendo al diablo. Se comen los animales, la ganadería desaparece. Y, lo peor, una región donde la falta de brazos fue siempre un problema, va a quedar despoblada. A la gente que se marcha ahora en masa, no la vamos a traer de vuelta. Hay que atajar de cualquier modo la ruina que está provocando Canudos.
Vio las miradas, sorprendidas y admonitivas, de Gumucio y de José Bernardo y se sintió incómodo.
—Ya sé que no he contestado tu pregunta sobre Galileo Gall —murmuró—. Dicho sea de paso, ni siquiera se llama así. ¿Por qué lo dejé ir? Quizá es otro signo de la locura de los tiempos, mi cuota a la insensatez general. —Sin advertirlo, hizo un círculo con la mano, como los de Murau—. Dudo que nos hubiera servido, aun si nuestra guerra con Epaminondas continúa…
—¿Continúa? —respingó Gumucio—. No ha cesado un segundo, que yo sepa. En Salvador, los jacobinos están ensoberbecidos como nunca, con la llegada de Moreira César. El Jornal de Noticias pide que el Parlamento enjuicie a Viana y nombre un Tribunal Especial para juzgar nuestras conspiraciones y negocios.
—No he olvidado el daño que nos han hecho los Republicanos Progresistas —lo interrumpió el Barón—. Pero en este momento las cosas han tomado un rumbo distinto. —Te equivocas —dijo Gumucio—. Sólo esperan que Moreira César y el Séptimo Regimiento entren a Bahía con la cabeza del Consejero, para deponer a Viana, cerrar el Parlamento y comenzar la cacería contra nosotros.
—¿Ha perdido algo Epaminondas Gonce a manos de los restauradores monárquicos? — sonrió el Barón—. Yo, además de Canudos, he perdido Calumbí, la hacienda más antigua y próspera del interior. Tengo más razones que él para recibir a Moreira César como nuestro salvador.
—De todos modos, nada de eso explica que soltaras tan alegremente al cadáver inglés —dijo José Bernardo. El Barón supo de inmediato el gran esfuerzo que hacía el anciano para pronunciar esas frases—. ¿No era una prueba viviente. de la falta de escrúpulos de Epaminondas? ¿No era un testigo de oro para demostrar el desprecio de ese ambicioso por el Brasil?
—En teoría —asintió el Barón—. En el terreno de las hipótesis.
—Lo hubiéramos paseado por los mismos sitios donde ellos pasearon la famosa cabellera —murmuró Gumucio. También su voz era severa, herida.
—Pero en la práctica, no —continuó el Barón—. Gall no es un loco normal. Sí, no se rían, es un loco especial: un fanático. No hubiera declarado a favor sino en contra de nosotros. Hubiera confirmado las acusaciones de Epaminondas, nos hubiera cubierto de ridículo.
—Tengo que contradecirte otra vez, lo siento —dijo Gumucio—. Hay medios de sobra para hacer decir la verdad, a cuerdos y a locos.
—No a los fanáticos —repuso el Barón—. No a aquellos en los que las creencias son más fuertes que el miedo a morir. El tormento no le haría efecto a Gall, reforzaría sus convicciones. La historia de la religión ofrece muchos ejemplos…
—En ese caso, era preferible pegarle un tiro y traer su cadáver —murmuró Murau—. Pero soltarlo…
—Tengo curiosidad por saber qué fue de él —dijo el Barón—. Por saber quién lo mató. ¿El guía, para no llevarlo hasta Canudos? ¿Los yagunzos, para robarle? ¿O Moreira César?
—¿El guía? —Gumucio abrió mucho los ojos—. ¿Además, le diste un guía?
—Y un caballo —asintió el Barón—. Tuve una debilidad por él. Me inspiró compasión, simpatía.
—¿Simpatía? ¿Compasión? —repitió el coronel José Bernardo Murau, hamacándose de prisa—. ¿Por un anarquista que sueña con poner el mundo a sangre y fuego?
—Y con algunos cadáveres a la espalda, a juzgar por sus papeles —dijo el Barón—. A no ser que sean embrollos, lo que también es posible. El pobre diablo estaba convencido que Canudos es la fraternidad universal, el paraíso materialista, hablaba de los yagunzos como de correligionarios políticos. Era imposible no sentir ternura por él. Notó que sus amigos lo miraban cada vez más extrañados.
—Tengo su testamento —les dijo—. Una lectura difícil, con muchos disparates, pero interesante. Incluye detalles de la intriga de Epaminondas: cómo lo contrató, intentó luego matarlo, etc.
—Hubiera sido mejor que se la contara al mundo de viva voz —dijo Adalberto de Gumucio, indignado.
—Nadie se la hubiera creído —replicó el Barón—. La fantasía inventada por Epaminondas Gonce, con sus agentes secretos y contrabandistas de armas, es más verosímil que la historia real. Les traduciré unos párrafos, después de la cena. Está en inglés, sí. —Calló unos segundos, mientras observaba a la Baronesa, que había suspirado en el sueño—. ¿Saben por qué me dio ese testamento? Para que lo envíe a un pasquín anarquista de Lyon. Imagínense, ya no conspiro con la monarquía inglesa sino con los terroristas franceses que luchan por la revolución universal. Se rió, observando que el enojo de sus amigos aumentaba por segundos.
—Como ves, no podemos compartir tu buen humor —dijo Gumucio.
—Y eso que es a mí a quien han quemado Calumbí.
—Déjate de falsas bromas y explícanoslo de una vez —lo amonestó Murau.
—Ya no se trata de hacerle ningún daño a Epaminondas, campesino brutón —dijo el Barón de Cañabrava—. Se trata de llegar a un acomodo con los Republicanos. La guerra entre nosotros se acabó, acabaron con ella las circunstancias. No se puede librar dos guerras al mismo tiempo. El escocés no nos servía para nada y, a la larga, hubiera sido una complicación.
—¿Un acomodo con los Republicanos Progresistas has dicho? —lo miraba atónito Gumucio.
—He dicho acomodo, pero he pensado una alianza, un pacto —dijo el Barón—. Es difícil de entender y más todavía de hacer, pero no hay otro camino. Bueno, creo que ahora podemos llevar a Estela al dormitorio.
VI
Calado hasta los huesos, encogido sobre una manta que se confunde con el barro, el periodista miope del Jornal de Noticias siente tronar el cañón. En parte por la lluvia, en parte por la inminencia del combate, nadie duerme. Aguza los oídos: ¿siguen repicando en la oscuridad las campanas de Canudos? Sólo oye, espaciados, los cañonazos y las cornetas, entonando el Toque de Carga y Degüello. ¿También los yagunzos habrán puesto nombre a la sinfonía de pitos con que han martirizado al Séptimo Regimiento desde Monte Santo? Está desasosegado, sobresaltado, estremecido de frío. El agua le humedece los huesos. Piensa en su colega, el viejo friolento que, al quedarse rezagado entre los soldados–niños semidesnudos, le dijo: «En la puerta del horno se quema el pan, joven amigo». ¿Habrá muerto? ¿Habrán corrido él y esos muchachos la misma suerte
que el Sargento rubio y los soldados de su patrulla que encontraron esa tarde, en las estribaciones de esta sierra? En eso, allá abajo, las campanas responden a las cornetas del Regimiento, diálogo en las tinieblas lluviosas que preludia el que entablarán escopetas y fusiles apenas despunte el día.
La suerte del Sargento rubio y su patrulla ha podido ser la suya: había estado a punto de decir sí cuando Moreira César le sugirió acompañarlos. ¿Lo salvó la fatiga? ¿Un palpito? ¿La casualidad? Ha ocurrido la víspera pero, en su memoria, parece lejanísimo, porque ayer todavía sentía Canudos como inalcanzable. La cabeza de la Columna se detiene y el periodista miope recuerda que le zumbaban los oídos, que las piernas le temblaban, que tenía llagados los labios. El Coronel lleva el caballo de la rienda y los oficiales se confunden con los soldados y los pisteros, pues la tierra los uniforma. Advierte la fatiga, la suciedad, la privación que lo rodean. Una docena de soldados se desgaja de las filas y a paso ligero vienen a cuadrarse ante el Coronel y el Mayor Cunha Matos. Quien los comanda es el joven oficial que trajo prisionero al cura de Cumbe. Lo oye chocar los tacos, repetir las instrucciones:
—Hacerme fuerte en Caracatá, cerrar las quebradas con fuego cruzado apenas comience el asalto. —Tiene el aire resuelto, saludable, optimista, que le ha visto en todos los momentos de la marcha—. No tema, Excelencia, ningún bandido escapará por Caracatá. ¿El pistero que se alineó junto al Sargento era el que guiaba a las patrullas a buscar agua? El ha sido quien llevó a los soldados a la emboscada y el periodista miope piensa que está aquí, empapado, confuso y fantaseando, de puro milagro. El Coronel Moreira César lo ve sentado en tierra, rendido, acalambrado, con su tablero portátil sobre las rodillas:
—¿Quiere ir con la patrulla? En Caracatá estará más protegido que con nosotros. ¿Qué le hizo decir no, después de unos segundos de vacilación? Recuerda que el joven Sargento y él han conversado varias veces: le hacía preguntas sobre el Jornal de Noticias y su trabajo, Moreira César era la persona que más admiraba en el mundo —«Más aún que al Mariscal Floriano» — y, como él, creía que los políticos civiles eran una catástrofe para la República, fuente de corrupción y de división, y que sólo los hombres de espada y uniforme podían regenerar a la Patria envilecida por la monarquía. ¿Ha dejado de llover? El periodista miope se pone boca arriba, sin abrir los ojos. Sí, ya no gotea, esos alfilerazos de agua son obra del viento que barre la ladera. El cañoneo también ha cesado y la imagen del viejo periodista friolento sustituye en su mente a la del joven Sargento: sus cabellos entre blancos y amarillentos, su desencajada cara bondadosa, su bufanda, las uñas que se contemplaba como si estimularan la meditación. ¿Estará colgado de un árbol, también? No mucho después de la partida de la patrulla un mensajero viene a decir al Coronel que algo ocurre con los párvulos. ¡La compañía de los párvulos!, piensa. Está escrito, yace al fondo del bolsón sobre el que está echado para protegerlo de la lluvia, cuatro o cinco hojas relatan la historia de esos adolescentes, casi niños, que el Séptimo Regimiento recluta sin preguntarles la edad. ¿Por qué lo hace? Porque, según Moreira César, los niños tienen mejor puntería, nervios más firmes que los adultos. Él ha visto, ha hablado con esos soldados de catorce y quince años a los que llaman párvulos. Por eso, cuando escucha al mensajero decir que algo les ocurre, el periodista miope sigue al Coronel hacia la retaguardia. Media hora después los encuentran.
En las tinieblas mojadas, un escalofrío le corre de la cabeza a los pies. De nuevo suenan, muy fuertes, las cornetas y las campanas, pero él sigue viendo, en el sol del atardecer, a los ocho o diez niños–soldados, en cuclillas o tumbados sobre el cascajo. Las compañías de la retaguardia los van dejando atrás. Son los más jóvenes, parecen disfrazados, se los nota muertos de hambre y cansancio. Asombrado, el periodista miope descubre a su colega entre ellos. Un Capitán de bigotes, que parece víctima de sentimientos encontrados —piedad, cólera, indecisión — recibe al Coronel: se negaban a continuar, Excelencia, ¿qué debía hacer? El periodista trata afanosamente de persuadir a su colega: que se levante, que haga un esfuerzo. «No eran razones lo que necesitaba —piensa—, si hubiera tenido un átomo de energía hubiera seguido. » Recuerda sus piernas estiradas, la lividez de su cara, su respiración perruna. Uno de los niños lloriquea: prefieren que los haga matar, Excelencia, tienen los pies infectados, zumbidos en la cabeza, no darán un
paso más. Solloza, con las manos como rezando, y, poco a poco, los que no lloraban también rompen a llorar, tapándose las caras y encogiéndose a los pies del Coronel. Recuerda la mirada de Moreira César, sus ojitos fríos pasando y volviendo a pasar sobre el grupo:
—Creí que se harían hombres más rápido en las filas. Se van a perder lo mejor de la fiesta. Me han defraudado, muchachos. Para no considerarlos desertores, les doy de baja. Entreguen sus armas y sus uniformes.
El periodista miope cede media ración de agua a su colega y ahí está la sonrisa con que éste se lo agradece, mientras los niños, apoyándose unos en otros, con manos flojas, se quitan las guerreras y los quepis y devuelven sus fusiles a los armeros. —No se queden aquí, es demasiado descubierto —les dice Moreira César—. Traten de llegar al roquedal donde hicimos alto esta mañana. Escóndanse ahí hasta que pase alguna patrulla. La verdad, tienen pocas probabilidades.
Da media vuelta y regresa a la cabeza de la Columna. Su colega susurra a modo de despedida: «En la puerta del horno se quema el pan, joven amigo». Ahí está el viejo, con su bufanda absurda en el pescuezo, quedándose atrás, sentado como un monitor entre chiquillos semidesnudos que berrean. Piensa: «También ha llovido allá». Imagina la sorpresa, la felicidad, la resurrección que debió ser para el viejo y los chiquillos ese súbito chaparrón que envía el cielo segundos después de jorobarse y oscurecerse de nubarrones. Imagina la incredulidad, las sonrisas, las bocas abriéndose ávidas, gozosas, las manos formando cuencos para retener el agua, imagina a los muchachos abrazándose, poniéndose de pie, descansando, envalentonados, desmagullados. ¿Habrán reanudado la marcha, alcanzado tal vez a la retaguardia? Encogiéndose hasta tocar el mentón con las rodillas, el periodista miope se responde que no: su abatimiento y ruina física eran tales que ni siquiera la lluvia habrá sido capaz de levantarlos. ¿Cuántas horas dura ya esta lluvia? Ha comenzado al anochecer, cuando la vanguardia empieza a tomar posesión de las alturas de Canudos. Hay una explosión indescriptible en todo el Regimiento, soldados y oficiales saltan, se palmean, beben en sus quepis, se exponen con los brazos abiertos a las trombas del cielo, el caballo blanco del Coronel relincha, agita las crines, remueve los cascos en el fango que empieza a formarse. El periodista miope sólo atina a alzar la cabeza, a cerrar los ojos, a abrir la boca, las narices, incrédulo, extasiado por esas gotas que salpican sobre sus huesos y está así, tan absorto, tan dichoso, que no oye los disparos, ni los gritos del soldado que rueda por el suelo, a su costado, dando ayes de dolor y cogiéndose la cara. Cuando descubre el desbarajuste se agacha, levanta el tablero y el bolsón y se tapa la cabeza. Desde ese miserable refugio ve al Capitán Olimpio de Castro disparando su revólver y a soldados que corren en busca de abrigo o se arrojan al barro. Y entre las piernas enfangadas que se cruzan y descruzan ve —la imagen está detenida en su memoria como un daguerrotipo — al Coronel Moreira César cogiendo las riendas del caballo, saltando sobre la montura y, con el sable desenvainado, cargando, sin saber si es seguido, hacia la caatinga de donde han disparado. «Gritaba viva la República —piensa—, viva el Brasil. » En la plomiza luz, entre los chorros de agua y el viento que mece los árboles, oficiales y soldados echan a correr, coreando los gritos del Coronel, y —olvidando un instante el frío y la zozobra, el periodista del Jornal de Noticias se ríe, acordándose — se ve de pronto él también corriendo en medio de ellos, también hacia el bosque, también al encuentro del invisible enemigo. Recuerda haber pensado, mientras daba traspiés, que corría estúpidamente hacia un combate que no iba a librar. ¿Con qué lo hubiera librado? ¿Con un tablero portátil? ¿Con el bolsón de cuero donde lleva sus mudas y sus papeles? ¿Con su tintero vacío? Pero el enemigo, claro está, no aparece.
«Lo que apareció fue peor», piensa, y otro escalofrío lo atraviesa, como una lagartija por su espalda. En la cenicienta tarde que comienza a ser noche, vuelve a ver cómo el paisaje adquiere de pronto perfil fantasmagórico, con esos extraños frutos humanos colgados de las umburanas y la favela, y esas botas, vainas de sables, polacas, quepis, bailoteando de las ramas. Algunos cadáveres son ya esqueletos vaciados de ojos, vientres, nalgas, muslos, sexos, por los picotazos de los buitres o los mordiscos de los roedores y su desnudez resalta contra la grisura verdosa, espectral, de los árboles y el color pardo de la tierra. Detenido en seco por lo insólito del espectáculo, camina atontado
entre esos restos de hombres y uniformes que adornan la caatinga. Moreira César ha desmontado y lo rodean los oficiales y soldados que cargaron tras él. Están petrificados. Un profundo silencio, una inmovilidad tirante han reemplazado el griterío y las carreras de hace un momento. Todos observan y, en las caras, al estupor, al miedo, van sucediendo la tristeza, la cólera. El joven Sargento rubio tiene la cabeza intacta — aunque sin ojos — y el cuerpo deshecho de cicatrices cárdenas, huesos salientes, bocas tumefactas que con el correr de la lluvia parecen sangrar. Se mece, suavemente. Desde ese momento, antes aún de espantarse y apiadarse, el periodista miope ha pensado lo que no puede dejar de pensar, lo que ahora mismo lo roe y le impide dormir: la casualidad, el milagro que lo salvaron de estar también ahí, desnudo, cortado, castrado por las facas de los yagunzos o los picos de los urubús, colgando entre los cactos. Alguien solloza. Es el Capitán Olimpio de Castro, que, con la pistola todavía en la mano, se lleva el brazo a la cara. En la penumbra, el periodista miope ve que otros oficiales y soldados también lloran por el Sargento rubio y sus soldados, a los que han comenzado a descolgar. Moreira César permanece allí, presenciando la operación que se hace a oscuras, con el rostro fruncido en una expresión de una dureza que no le ha visto hasta ahora. Envueltos en mantas, unos junto a otros, los cadáveres son enterrados de inmediato, por soldados que presentan armas en la oscuridad y disparan una salva en su honor. Después del toque del corneta, Moreira César señala con la espada las laderas que tienen delante y pronuncia una arenga cortísima:
—Los asesinos no han huido, soldados. Están ahí, esperando el castigo. Ahora callo para que hablen las bayonetas y los fusiles.
Siente de nuevo el bramido del cañón, esta vez más cerca, y salta en el sitio, muy despierto. Recuerda que en los últimos días casi no ha estornudado, ni siquiera en esta humedad lluviosa, y se dice que por lo menos para eso le habrá servido la Expedición: la pesadilla de su vida, esos estornudos que enloquecían a sus compañeros de redacción y que lo tenían desvelado noches íntegras, han disminuido, tal vez desaparecido. Recuerda que comenzó a fumar opio no tanto para soñar como para dormir sin estornudos y se dice: «qué mediocridad». Se ladea y espía el cielo: es una mancha sin chispas. Está tan oscuro que no distingue las caras de los soldados tumbados junto a él, a derecha e izquierda. Pero oye su resuello, las palabras que se les escapan.
Cada cierto tiempo, unos se levantan y otros vienen a descansar mientras los primeros suben a relevarlos en la cumbre. Piensa: será terrible. Algo que nunca podrá reproducir fielmente por escrito. Piensa: están llenos de odio, intoxicados por el deseo de venganza, por hacerles pagar la fatiga, el hambre, la sed, los caballos y las reses perdidos y, sobre todo, los cadáveres destrozados, vejados, de esos compañeros a los que vieron partir apenas unas horas antes de tomar Caracatá. Piensa: era lo que necesitaban para llegar al paroxismo. Ese odio es el que los ha hecho escalar las laderas rocallosas a un ritmo frenético, apretando los dientes, y el que debe tenerlos ahora insomnes, empuñando sus armas, mirando obsesivamente desde la cumbre las sombras de abajo donde están esas presas que, si al principio odiaban por deber, ahora odian personalmente, como enemigos a los que deben cobrar una deuda de honor.
Por el ritmo loco en que el Séptimo Regimiento ha escalado las colinas, no ha podido permanecer a la cabeza, junto al Coronel, el Estado Mayor y la escolta. Se lo han impedido la falta de luz, los tropezones, los pies hinchados, el corazón que parecía salírsele, las sienes que golpeaban. ¿Qué lo ha hecho resistir, incorporarse tantas veces, seguir trepando? Piensa: el miedo a quedarme solo, la oscuridad por lo que va a pasar. En una de esas caídas ha extraviado el tablero, pero un soldado con el cráneo rapado — rapan a los infectados de piojos — se lo alcanza poco después. Ya no tiene modo de usarlo, se le ha terminado la tinta y la última pluma de ganso se quebró la víspera. Ahora que ha cesado la lluvia, percibe ruidos diversos, un rumor de piedras, y se pregunta si, en la noche, las compañías siguen desplegándose a uno y otro lado, si están arrastrando los cañones y ametralladoras a un nuevo emplazamiento o si la vanguardia se ha lanzado ya cuesta abajo, sin esperar el día.
No lo han dejado rezagado, ha llegado antes que muchos soldados. Siente una alegría infantil, la sensación de haber ganado una apuesta. Esas siluetas sin facciones ya no avanzan, están afanosamente abriendo bultos, quitándose las mochilas. Desaparecen su
fatiga, su angustia. Pregunta dónde está el comando, rebota en uno y otro grupo de soldados, va y viene hasta dar con la lona sostenida en estacas, iluminada por un candil débil. Es ya noche cerrada, sigue lloviendo a cántaros, y el periodista miope recuerda la seguridad, el alivio que ha sentido al acercarse gateando a la lona y ver a Moreira César. Está recibiendo partes, dando instrucciones, reina una actividad febril en torno a la mesita sobre la que chisporrotea la llama. El periodista miope se deja caer en el suelo, a la entrada, como otras veces, pensando que su postura, presencia, allí, son las de un perro y que es a un perro sin duda a lo que más debe asociarlo el Coronel Moreira César. Ve entrar y salir a oficiales salpicados de barro, oye discutir al Coronel Tamarindo con el Mayor Cunha Matos, dar órdenes a Moreira César. El Coronel está envuelto en una capa negra y, en la luz aceitosa, parece deforme. ¿Ha tenido una nueva crisis de su misteriosa enfermedad? Porque a su lado está el Doctor Souza Ferreiro.
—Que la artillería rompa el fuego —lo oye decir—. Que los Krupp les manden nuestras tarjetas de visita, para ablandarlos hasta el momento del asalto.
Cuando los oficiales comienzan a salir de la tienda, debe hacerse a un lado a fin de que no lo pisen.
—Que oigan el Toque del Regimiento —dice el Coronel al Capitán Olimpio de Castro. Poco después el periodista miope oye el toque largo, lúgubre, funeral, que oyó al partir la Columna de Queimadas. Moreira César se ha puesto de pie y avanza, medio encogido en su capa, hasta la salida. Va dando la mano y deseando suerte a los oficiales que parten. —Vaya, llegó usted hasta Canudos —le dice al verlo—. Le confieso que me asombra. Nunca creí que sería el único de los corresponsales en acompañarnos hasta aquí. Y de inmediato, desinteresado de él, se vuelve hacia el Coronel Tamarindo. El Toque de Carga y Degüello resuena en distintos puntos del contorno, por sobre la lluvia. En un silencio, el periodista miope escucha de pronto un rebato de campanas. Recuerda lo que pensó que todos pensaban: «La respuesta de los yagunzos». «Mañana almorzaremos en Canudos», oye decir al Coronel. Se le atolondra el corazón, pues mañana ya es hoy.
Lo despierta un fuerte escozor: hileras de hormigas le recorrían ambos brazos, dejando un reguero de puntos rojos en su piel. Las aplastó a manazos mientras se sacudía la cabeza embotada. Observando el cielo gris, la luz que raleaba, Galileo Gall trató de calcular la hora. Siempre había envidiado en Rufino, en Jurema, en la Barbuda, en toda la gente de aquí, la seguridad con que, mediante un simple vistazo al sol o a las estrellas, podían saber a qué altura del día o de la noche se encontraban. ¿Cuánto había dormido? No mucho, pues Ulpino aún no volvía. Cuando vio las primeras estrellas se sobresaltó. ¿Le habría ocurrido algo? ¿Habría huido, temeroso de llevarlo hasta el mismo Canudos? Sintió frío, una sensación que le parecía no experimentar hacía siglos. Horas después, en la clara noche, tuvo la certidumbre de que Ulpino no iba a volver. Se puso de pie y, sin saber qué pretendía, echó a andar por la dirección que señalaba el madero donde decía Caracatá. El caminito se disolvía en un laberinto de espinas que lo arañaron. Regresó al claro. Alcanzó a dormir, angustiado, con pesadillas que al amanecer recordaba confusamente. Tenía tanta hambre que estuvo un buen rato, olvidado del guía, masticando yerbas, hasta calmar el vacío de su vientre. Luego, exploró los alrededores, convencido de que no tenía más remedio que orientarse solo. Después de todo, no sería difícil; bastaba encontrar al primer grupo de peregrinos y seguirlos. ¿Pero, dónde estaban? Que Ulpino lo hubiera extraviado deliberadamente, le producía tanta angustia que, apenas aparecía en su cerebro esa sospecha, la expulsaba. Para abrirse paso en el bosque llevaba una gruesa rama y, prendida al hombro, su alforja. De pronto, rompió a llover. Ebrio de excitación, lamía las gotas que caían a su cara, cuando vio unas siluetas entre los árboles. Gritó, llamándolas, y corrió hacia ellas, chapoteando, diciéndose que por fin, cuando reconoció a Jurema. Y a Rufino. Se paró en seco. A través de una cortina de agua, advirtió la tranquilidad del rastreador y que llevaba a Jurema atada del pescuezo, como a un animal. Lo vio soltar la cuerda y divisó la cara asustada del Enano. Los tres lo miraban y se sintió desconcertado, irreal. Rufino tenía una faca en la mano; sus ojos parecían carbones.
—Por ti, no hubieras venido a defender a tu mujer —entendió que le decía, con más desprecio que rabia—. No tienes honor, Gall.
Sintió que se acentuaba la sensación de irrealidad. Alzó la mano que tenía libre e hizo un gesto pacificador, amistoso:
—No hay tiempo para esto, Rufino. Lo que pasó puedo explicártelo. Lo urgente ahora es otra cosa. Hay miles de hombres y mujeres que pueden ser sacrificados por un puñado de ambiciosos. Tu deber…
Pero se dio cuenta que hablaba en inglés. Rufino venía hacia él y Galileo comenzó a retroceder. El suelo era ya barro. Atrás, el Enano trataba de desanudar a Jurema. «No te voy a matar todavía», creyó entender, y que el rastreador iba a ponerle la mano en la cara para quitarle su honor. Tuvo ganas de reírse. La distancia entre ambos se iba acortando por segundos y pensó: «No entiende ni entenderá razones». El odio, como el deseo, anulaba la inteligencia y volvía al hombre puro instinto. ¿Iba a morir por esa estupidez, el hueco de una mujer? Seguía haciendo gestos apaciguadores y ponía una cara miedosa e implorante. A la vez, calculaba la distancia y, cuando lo tuvo próximo, súbitamente descargó contra Rufino el palo que empuñaba. El rastreador cayó al suelo. Escuchó gritar a Jurema, pero cuando ella llegó a su lado, había vuelto a golpear a Rufino un par de veces y éste, aturdido, había soltado la faca, que Gall recogió. Contuvo a Jurema, indicándole con un gesto que no iba a matarlo. Enfurecido, mostrando el puño al hombre caído, rugió:
—Ciego, egoísta, traidor a tu clase, mezquino, ¿no puedes salir de tu mundito vanidoso? El honor de los hombres no está en sus caras ni en el cono de las mujeres, insensato. Hay millares de inocentes en Canudos. Se está jugando la suerte de tus hermanos, compréndelo.
Rufino movía la cabeza, volviendo del desmayo.
—Trata tú de que entienda —gritó Gall a Jurema todavía, antes de marcharse. Ella lo miraba como si estuviera loco o no lo conociera. De nuevo tuvo una sensación de absurdo e irrealidad. ¿Por qué no había matado a Rufino? El imbécil lo perseguiría hasta el fin del mundo, era seguro. Corría, acezante, rasguñado por la caatinga, bajo trombas de agua, enlodándose, sin saber dónde iba. Conservaba el palo y la alforja, pero había perdido el sombrero y sentía las gotas rebotando en su cráneo. Un tiempo después, que podía ser unos minutos o una hora, se detuvo. Echó a andar, despacio. No había sendero alguno, ningún punto de referencia entre los matorrales y los cactos, y los pies se le hundían en el barro, frenándolo. Sentía que sudaba bajo el agua. Maldijo su suerte, en silencio. La luz se había ido apagando y le costaba creer que fuera ya el atardecer. Al fin, se dijo que estaba mirando a todos lados como si estuviera a punto de suplicar a esos árboles grises, estériles, de púas filudas en vez de hojas, que lo ayudaran. Hizo un gesto, entre compasivo y desesperado, y echó a correr de nuevo. Pero a los pocos metros dejó de hacerlo y permaneció en el sitio, crispado por la impotencia. Se le escapó un sollozo:
— ¡Rufinoooo! ¡Rufinoooo! —gritó, llevándose las manos a la boca—. ¡Ven, ven, aquí estoy, te necesito! Ayúdame, llévame a Canudos, hagamos algo útil, no seamos estúpidos. Luego podrás vengarte, matarme, abofetearme. ¡Rufinooo!
Escuchó el eco de sus gritos, entre el chasquido del agua. Estaba hecho una sopa, muerto de frío. Siguió andando, sin rumbo, moviendo la boca, golpeándose las piernas con el palo. Era el atardecer, pronto sería noche, todo esto era tal vez una simple pesadilla y el suelo cedió bajo sus pies. Antes de chocar contra el fondo, comprendió que había pisado una enramada que disimulaba un agujero. El golpe no lo hizo perder el sentido: la tierra estaba blanda por la lluvia. Se enderezó, se tocó brazos, piernas, la espalda adolorida. Buscó a tientas la faca de Rufino que se le había desprendido de la cintura y pensó que hubiera podido clavársela. Intentó escalar el hueco, pero sus pies resbalaban y volvía a caer. Se sentó en el suelo empapado, se apoyó en el muro y, con una especie de alivio, se durmió. Lo despertó un murmullo tenue, de ramas y hojas pisadas. Iba a gritar cuando sintió un soplo junto a su hombro y en la penumbra vio clavarse en la tierra un dardo de madera.
— ¡No tiren! ¡No tiren! —gritó—. Soy un amigo, un amigo.
Hubo murmullos, voces, y siguió gritando hasta que un leño prendido se hundió en el pozo y tras la llama intuyó cabezas humanas. Eran hombres armados y cubiertos de
mantones de yerbas. Se extendieron varias manos y lo izaron hasta la superficie. Había exaltación, felicidad, en la cara de Galileo Gall que los yagunzos examinaban, de pies a cabeza, a la luz de sus antorchas, chisporroteantes en la humedad de la lluvia reciente. Los hombres parecían disfrazados con sus caparazones de yerbas, los pitos de madera enroscados en el cuello, las carabinas, los machetes, las ballestas, las sartas de balas, los andrajos, los escapularios y detentes con el Corazón de Jesús. Mientras ellos lo miraban, olfateaban, con expresiones que decían la sorpresa que les producía ese ser que no lograban identificar dentro de las variedades de hombres conocidos, Galileo Gall les pedía con vehemencia que lo llevaran a Canudos: podía servirlos, ayudar al Consejero, explicarles las maquinaciones de que eran víctimas por obra de los políticos y militares corrompidos de la burguesía. Accionaba, para dar énfasis y elocuencia a sus palabras y llenar los vacíos de su media lengua, mirando a unos y otros con ojos desorbitados: tenía una vieja experiencia revolucionaria, camaradas, había combatido muchas veces al lado del pueblo, quería compartir su suerte.
—Alabado sea el Buen Jesús —le pareció entender que alguien decía. ¿Se burlaban de él? Balbuceó, se le trabó la lengua, luchó contra la sensación de impotencia que lo ganaba al darse cuenta que las cosas que decía no eran exactamente las que quería decir, las que ellos hubieran podido entender. Lo desmoralizaba, sobre todo, advertir en la indecisa luz de las antorchas que los yagunzos cambiaban miradas y gestos significativos y que le sonreían piadosamente, mostrándole sus bocas donde faltaban o sobraban dientes. Sí, parecían disparates, ¡pero tenían que creerle! Estaba aquí para ayudarlos, le había costado muchísimo llegar a Canudos. Gracias a ellos había renacido un fuego que el opresor creía haber extinguido en el mundo. Calló de nuevo, desconcertado, desesperado, por la actitud benévola de los hombres con mantones de yerbas en los que sólo adivinaba curiosidad y compasión. Quedó con las manos estiradas y sintió los ojos cargados de lágrimas. ¿Qué hacía aquí? ¿Cómo había llegado a meterse en esta trampa, de la que no iba a salir, creyendo que así ponía un granito de arena en la gran empresa de desbarbariar el mundo? Alguien le aconsejaba que no tuviera miedo: eran sólo masones, protestantes, sirvientes del Anticristo, y el Consejero y el Buen Jesús valían más. El que le hablaba tenía una cara larga y unos ojos diminutos y deletreaba cada palabra: cuando hiciera falta, un rey llamado Sebastián saldría del mar y subiría a Belo Monte. No debía llorar, los inocentes habían sido tocados por el ángel y el Padre lo haría resucitar si los herejes lo mataban. Quería responderles que sí, que, por debajo del ropaje engañoso de las palabras que decían, era capaz de escuchar la contundente verdad de una lucha en marcha, entre el bien representado por los pobres y los sufridos y los expoliados y el mal que eran los ricos y sus ejércitos y que, al término de esa lucha, se abriría una era de fraternidad universal, pero no encontraba las palabras apropiadas y sentía que ahora lo palmeaban en el hombro, consolándolo, pues lo veían sollozar. Malentendía frases sueltas, el ósculo de los elegidos, alguna vez sería rico, y que debía rezar.
—Quiero ir a Canudos —pudo decir, cogiendo el brazo del que hablaba—. Llévenme con ustedes. ¿Puedo seguirlos?
—No puedes —le repuso uno, señalando hacia arriba—. Ahí están los perros. Te cortarían el pescuezo. Escóndete. Irás después, cuando estén muertos. Le hicieron gestos de paz y se desvanecieron a su alrededor, dejándolo en medio de la noche, atontado, con una frase que resonaba en sus oídos como una burla: Alabado sea el Buen Jesús. Dio unos pasos, tratando de seguirlos, pero se le interpuso un bólido que lo derribó. Comprendió que era Rufino cuando ya estaba peleando con él y, mientras golpeaba y era golpeado, pensó que esos brillos azogados detrás de los yagunzos eran los ojos del rastreador. ¿Había esperado que aquéllos partieran para atacarlo? No cambiaban insultos mientras se herían, resollando en el lodo de la caatinga. De nuevo llovía y Gall oía el trueno, el chasquido del agua y, de algún modo, esta violencia animal lo libraba de la desesperación y daba un momentáneo sentido a su vida. Mientras mordía, pateaba, rasguñaba, cabeceaba, oía los gritos de una mujer que sin duda era Jurema llamando a Rufino y, mezclado, el alarido del Enano llamando a Jurema. Pero de pronto todos los ruidos quedaron sumergidos por un estallido de cornetas, multiplicado, que provenía de la altura y por un repique de campanas que le contestaba. Fue como si
esas cornetas y campanas, cuyo sentido presentía, lo ayudaran; ahora luchaba con más bríos, sin experimentar fatiga ni dolor. Caía y se levantaba, sin saber si lo que sentía chorrear sobre su piel era sudor, lluvia o sangre de heridas. Bruscamente, Rufino se le fue de entre las manos, se hundió, y escuchó el ruido de su cuerpo al chocar en el fondo del pozo. Permaneció tendido, jadeando, tentando con la mano el borde que había decidido la lucha, pensando que era la primera cosa favorable que le sucedía en varios días.
— ¡Prejuicioso! ¡Insensato! ¡Vanidoso! ¡Terco! —gritó, ahogándose—. No soy tu enemigo, tus enemigos son los que tocan esas cornetas. ¿No las oyes? Eso es más importante que mi semen, que el coño de tu mujer, donde has puesto tu honor, como un burgués imbécil.
Se dio cuenta que, de nuevo, había hablado en inglés. Con esfuerzo, se puso de pie. Llovía a cántaros y el agua que recibía con la boca abierta le hacía bien. Cojeando, porque, tal vez al caer al pozo, tal vez en la pelea, se había herido una pierna, avanzó por la caatinga, sintiendo las ramas y astillas de los árboles, tropezando. Trataba de orientarse por los toques elegíacos, mortuorios, de las cornetas, o por las solemnes campanas, pero los sonidos parecían itinerantes. Y en eso algo se prendió de sus pies y lo hizo rodar, sentir barro en los dientes. Pateó, tratando de zafarse, y oyó gemir al Enano. Aferrado a él, aterrado, chillaba:
—No me abandones, Gall, no me dejes solo. ¿No sientes esos roces? ¿No ves lo que son, Gall?
Volvió a sentir esa sensación de pesadilla, de fantasía, de absurdo. Recordó que el Enano perforaba la oscuridad y que a veces la Barbuda le decía gato y lechuza. Estaba tan cansado que seguía tumbado, sin apartar al Enano, oyéndolo lloriquear que no quería morir. Le puso una mano en la espalda y se la sobó, mientras se esforzaba por oír. No cabía duda: eran cañonazos. Los había venido oyendo, espaciados, pensando que eran redobles de tambor, pero ahora estaba seguro que eran explosivos. De cañones sin duda pequeños, acaso morteros, pero que, por supuesto, volatilizarían Canudos. La fatiga era demasiado grande y, por desmayo o sueño, perdió la conciencia.
Despertó temblando de frío en una debilísima claridad. Oyó el castañeteo de dientes del Enano y vio sus ojos girando espantados en las órbitas. El hombrecito debía haber dormido apoyándose sobre su pierna derecha, que sentía entumecida. Fue recobrando la conciencia, parpadeó, miró: vio, colgados de los árboles, restos de uniformes, quepis, zapatones, capotes, cantimploras, mochilas, vainas de sables y de bayonetas, y unas toscas cruces. Eran los colgajos de los árboles lo que el Enano miraba hechizado, como si no viera esas prendas sino los fantasmas de quienes las vistieron. «Por lo menos a ésos los derrotaron», pensó.
Escuchó. Sí, otro cañonazo. Había dejado de llover hacía horas, pues a su alrededor todo estaba seco, pero el frío le mordía los huesos. Débil, adolorido, consiguió ponerse de pie. Descubrió en su cintura la faca y pensó que ni siquiera se le había ocurrido usarla mientras luchaba contra el rastreador. ¿Por qué no había querido matarlo tampoco esta segunda vez? Oyó, ahora sí, muy claro, otro cañonazo, y una algarabía de cornetas, ese sonido lúgubre que parecía toque de difuntos. Como en sueños, vio aparecer a Rufino y Jurema entre los arbustos. El rastreador estaba malherido, o exhausto, pues se apoyaba en ella, y Gall supo que Rufino había pasado la noche buscándolo, incansable, por la oscuridad del bosque. Sintió odio por esa tozudez, por esa decisión rectilínea e inconmovible de matarlo. Se miraban a los ojos y él estaba trémulo. Sacó la faca de su cintura y señaló hacia donde venía el toque de cornetas:
—¿Oyes? —silabeó—. Tus hermanos reciben metralla, mueren como moscas. Tú me impediste llegar allá y morir con ellos. Tú has hecho de mí un payaso estúpido… Rufino tenía en la mano una suerte de puñal de madera. Lo vio soltar a Jurema, empujarla, agazaparse para embestir:
—Qué clase de bicho eres, Gall —lo oyó decir—. Hablas mucho de los pobres, pero traicionas al amigo y ofendes la casa donde te dan hospitalidad.
Lo calló, lanzándose contra él, ciego de furia. Habían comenzado a destrozarse y Jurema los miraba, estupidizada de angustia y fatiga. El Enano se dobló en dos. —No moriré por las miserias que hay en mí, Rufino —rugía Gall—. Mi vida vale más que
un poco de semen, infeliz.
Estaban revolcándose en el suelo cuando aparecieron dos soldados corriendo. Se detuvieron en seco al verlos. Iban con el uniforme medio roto, uno de ellos sin zapatos, con los fusiles listos. El Enano se tapó la cabeza. Jurema corrió hacia ellos, se les interpuso, les rogó: —No disparen, no son yagunzos…
Pero los soldados dispararon a quemarropa sobre los dos adversarios y se abalanzaron luego sobre ella, bufando, y la arrastraron hacia unos matorrales secos. Malheridos, el rastreador y el frenólogo seguían peleando.
«Tendría que estar contenta, pues significa que el sufrimiento del cuerpo terminará, que veré al Padre y a la Santísima», pensó María Quadrado. Pero el miedo la traspasaba y hacía esfuerzos para que las beatas no lo advirtieran. Si ellas notaban su miedo, se contagiarían y la armazón dedicada al cuidado del Consejero se haría viento. Y en las próximas horas, estaba segura, el Coro Sagrado sería más necesario que nunca. Pidió perdón a Dios por su cobardía y trató de rezar, como lo hacía y había instruido a las beatas que lo hicieran, mientras el Consejero celebraba reunión con los apóstoles. Pero no pudo concentrarse en el Credo. Joáo Abade y Joáo Grande ya no insistían en llevarlo al refugio, pero el Comandante de la Calle trataba de disuadirlo de recorrer las trincheras: la guerra podía sorprenderlo al aire libre, sin protección alguna, padre. El Consejero no discutía nunca y ahora tampoco lo hizo. Retiró la cabeza del León de Natuba de sus rodillas y la colocó en el suelo, donde el escriba siguió durmiendo. Se puso de pie y Joáo Abade y Joáo Grande también se incorporaron. Había enflaquecido aún más en los últimos días y parecía más alto. María Quadrado se estremeció al ver lo adolorido que estaba: tenía arrugados los ojos, entreabierta la boca y había en ese rictus como una adivinación terrible. Decidió instantáneamente acompañarlo. No siempre lo hacía, sobre todo en las últimas semanas, cuando, por la aglomeración en las estrechas calles, la Guardia Católica debía formar una muralla en torno al Consejero que a ella y a las beatas les resultaba difícil mantenerse cerca de él. Pero ahora sintió, de manera perentoria, que debía ir. Hizo una seña y las beatas se amontonaron a su alrededor. Salieron detrás de los hombres, dejando dormido en el Santuario al León de Natuba.
La aparición del Consejero en la puerta del Santuario tomó tan de sorpresa a las gentes allí apiñadas que no tuvieron tiempo de cerrarle el paso. A una señal de Joáo Grande, los hombres con brazaletes azules que se hallaban en la explanada, entre la iglesia de San Antonio y el Templo en construcción, poniendo orden en los peregrinos recién llegados, corrieron a rodear al santo, que avanzaba ya por la callejuela de los Mártires hacia la bajada de Umburanas. Mientras trotaba, rodeada de las beatas, detrás del Consejero, María Quadrado recordó su travesía de Salvador a Monte Santo, y aquel muchacho que la violó, por el que había sentido compasión. Era un mal síntoma: sólo recordaba el mayor pecado de su vida cuando se hallaba muy abatida. Se había arrepentido de ese pecado incontables veces y lo había confesado en público y a los oídos de los párrocos y hecho por él toda clase de penitencias. Pero la culpa estaba siempre en el fondo de su memoria, desde donde venía a torturarla periódicamente.
Se daba cuenta de que, entre los vítores al Consejero, había voces que la nombraban — ¡Madre María Quadrado! ¡Madre de los Hombres!—, que preguntaban por ella y la señalaban. Esa popularidad le parecía trampa del diablo. Al principio, se dijo que esos que le pedían intersecciones eran romeros de Monte Santo, que la habían conocido allá. Pero al cabo comprendió que la veneración de que era objeto se debía a los años que llevaba sirviendo al Consejero, que la gente creía que éste la había impregnado con su santidad.
El movimiento febril, los preparativos que veía en los vericuetos y casuchas apiñadas de Belo Monte, fueron apartando a la Superiora del Coro Sagrado de su preocupación. Esas palas y azadas, esos martillazos, eran preparativos de guerra. El pueblo estaba transformándose como si fuera a combatirse en cada casa. Vio que había hombres levantando sobre los techos esos tabladillos aéreos que había visto en las caatingas,
entre los árboles, desde donde los tiradores acechaban a los tigres. Aun en el interior de las viviendas, hombres, mujeres y niños que interrumpían su tarea para persignarse, abrían fosos o llenaban sacos de tierra. Y todos tenían carabinas, trabucos, picas, palos, facas, collares de balas, o cargaban guijas, fierros, pedruscos.
La bajada de Umburanas, que se abría a ambas orillas de un riacho, esta irreconocible. Los de la Guardia Católica tuvieron que guiar a las beatas por ese campo cribado, entre los fosos que proliferaban. Porque, además de la trinchera que había visto cuando la última procesión llegó hasta allí, había ahora, por doquier, huecos excavados en la tierra, de uno o dos ocupantes, con parapetos de piedra para resguardar las cabezas y apoyar el fusil.
La llegada del Consejero causó gran alborozo. Los que cavaban o cargaban corrieron a escucharlo. María Quadrado, al pie de la carreta donde trepó el santo, detrás de una doble valla de la Guardia Católica, podía ver en la trinchera decenas de hombres armados, algunos dormidos en posturas absurdas y que no despertaban pese al alboroto. Los imaginó toda la noche velando, vigilando, trabajando, preparando la defensa de Belo Monte contra el Gran Perro y sintió ternura por todos, deseo de limpiarles las frentes, de darles agua y panes recién horneados y decirles que por esa abnegación la Santísima Madre y el Padre les perdonarían todas sus culpas.
El Consejero se había puesto a hablar, acallando los ruidos. No hablaba de los perros ni de los elegidos, sino de las tempestades de dolor que se levantaron en el Corazón de María cuando, respetuosa de la ley de los judíos, llevó a su hijo al Templo, a los ocho días de nacido, para que sangrara en la ceremonia de la circuncisión. Describía el Consejero, con un acento que llegaba al alma de María Quadrado —y podía ver que todos estaban igualmente de conmovidos—, cómo el Niño Jesús, recién circuncidado, extendía hacia la Santísima sus brazos, reclamando consuelo, y cómo sus balidos de corderito penetraban en el alma de la Señora y la supliciaban, cuando rompió a llover. El murmullo, la gente que cayó de hinojos ante esa prueba de que también los elementos se enternecían con lo que evocaba el Consejero, dijeron a María Cuadrado que los hermanos y hermanas comprendían que acababa de ocurrir un milagro. «¿Es una señal, Madre?», murmuró Alejandrinha Correa. Ella asintió. El Consejero decía que era preciso oír cómo gimió María al ver tan linda flor bautizada de sangre en el alborear de su preciosa vida, y que ese llanto era símbolo del que a diario lloraba la Señora por los pecados y cobardías de los hombres que, como el sacerdote del Templo, hacen sangrar a Jesús. En eso llegó el Beatito, seguido por un cortejo que traía las imágenes de las iglesias y la urna con el rostro del Buen Jesús. Entre los recién venidos llegó, casi perdido, curvo como una hoz, empapado, el León de Natuba. El Beatito y el escriba fueron levantados en peso por la Guardia Católica al sitio que les correspondía. Cuando se reanudó la procesión, hacia el Vassa Barris, la lluvia había convertido la tierra en lodazal. Los elegidos chapoteaban y se embarraban y en pocos momentos las imágenes, estandartes, palios y banderas fueron manchas y bultos plomizos. Encaramado en un altar de barriles, el Consejero, mientras la lluvia erupcionaba la superficie del río, habló, en voz que apenas alcanzaban a oír los más próximos, pero que éstos repetían a los de atrás y éstos a los de más atrás en una cadena de ondas concéntricas, de algo que era, tal vez, la guerra.
Refiriéndose a Dios y a su Iglesia dijo que el cuerpo debía estar unido en todo a su cabeza, o no sería cuerpo vivo ni viviría la vida de la cabeza, y María Ouadrado, los pies hundidos en el fango cálido, sintiendo contra sus rodillas el carnerito que Alejandrinha Correa tenía de la cuerda, entendió que hablaba de la indisoluble unión que debía haber entre los elegidos y él y el Padre, el Hijo y el Divino en la batalla. Y bastaba ver las caras del contorno para saber que todos entendían, como ella misma, que estaba pensando en ellos cuando decía que el buen creyente tenía la prudencia de la serpiente y la sencillez de la paloma. María Cuadrado tembló al escucharlo salmodiar: «Me derramo como agua y todos mis huesos se han descoyuntado. Mi corazón se ha vuelto de cera y se está derritiendo en mis entrañas». Lo había oído canturrear ese mismo Salmo hacía ¿cuatro, cinco años? en las alturas de Masseté, el día del enfrentamiento que puso fin a las peregrinaciones.
La muchedumbre continuó detrás del Consejero a lo largo de Vassa Barris. por esos
campos que los elegidos habían labrado, llenado de maíz, de mandioca, de pasto, de cabras, de chivos, de ovejas, de vacas. ¿Iba a desaparecer todo eso, arrasado por la herejía? Vio fosos también en medio de los sembríos, con hombres armados. El Consejero, desde un montículo, hablaba explícitamente de la guerra. ¿Vomitarían agua en vez de balas los fusiles de los masones? Ella sabía que las palabras del Consejero no debían tomarse en sentido literal, porque a menudo eran comparaciones, símbolos difíciles de descifrar, que sólo podían identificarse claramente con los hechos cuando éstos ocurrían. Había cesado de llover y encendieron antorchas. Un olor fresco dominaba la atmósfera. El Consejero explicó que el caballo blanco del Corta–pescuezos no era novedad para el creyente, pues ¿no estaba escrito en el Apocalipsis que vendría y que su jinete llevaría un arco y una corona para vencer y conquistar? Pero sus conquistas cesarían a las puertas de Belo Monte por intercesión de la Señora.
Y así continuó, de la salida a Geremoabo a la de Uauá, del Cambaio a la entrada de Rosario, de la ruta de Chorrochó al Curral de Bois, llevando a hombres y mujeres el fuego de su presencia. En todas las trincheras se detuvo y en todas era recibido y despedido con vítores y aplausos. Fue la más larga de las procesiones que María Cuadrado recordaba, entre chaparrones y períodos de calma, altibajos que correspondían a los de su espíritu, que, a lo largo del día, pasó, como el cielo, del pánico a la serenidad y del pesimismo al entusiasmo.
Era ya noche y en la salida de Cocorobó el Consejero diferenció a Eva, en la que predominaban la curiosidad y la desobediencia, de María, toda amor y servidumbre y quien nunca hubiera sucumbido a la tentación del fruto prohibido que desgració a la humanidad. En la rala luz, María Quadrado veía al Consejero, entre Joáo Abade, Joáo Grande, el Beatito, los Vilanova, y pensaba que, así como ella, habría visto María Magdalena, allá en Judea, al Buen Jesús y a sus discípulos, hombres tan humildes y buenos como éstos, y habría pensado, como ella en este instante, qué generoso era el Señor que eligió, para que la historia cambiara de rumbo, no a los ricos dueños de tierras y de capangas, sino a un puñado de humildísimos seres. Se dio cuenta que el León de Natuba no estaba entre los apóstoles. Su corazón dio un vuelco. ¿Habría caído, sido pisoteado, yacería en el suelo fangoso, con su cuerpecillo de niño y sus ojos de sabio? Se insultó por no haberlo cuidado y ordenó a las beatas que lo buscaran. Pero en esa masa apenas podían moverse.
Al regresar, María Quadrado pudo acercarse a Joáo Grande y estaba diciéndole que había que encontrar al León de Natuba, cuando estalló el primer cañonazo. La muchedumbre se detuvo a escuchar y muchos exploraban el cielo, desconcertados. Pero tronó otro cañonazo y vieron saltar, en astillas y brasas, una vivienda del sector del cementerio. En la estampida que se produjo alrededor, María Quadrado sintió que algo informe buscaba refugio contra su cuerpo. Reconoció al León de Natuba por las crenchas y la mínima osatura. Lo abrazó, lo apretó, lo besó tiernamente, susurrándole: «Hijo mío, hijito, te creía perdido, tu madre está feliz, feliz». Desordenaba más la noche un toque de clarines, a lo lejos, largo y lúgubre. El Consejero seguía avanzando, al mismo paso, hacia el corazón de Belo Monte. Tratando de escudar al León de Natuba de los empellones, María Quadrado quiso pegarse al anillo de hombres que, pasado el primer momento de confusión, se cerró de nuevo en torno al Consejero. Pero las caídas y remezones los rezagaron y llegaron a la explanada de las iglesias cuando estaba cubierta de gente. Sobresaliendo entre los gritos de los que se llamaban o pedían protección al cielo, el vozarrón de Joáo Abade ordenó que se apagaran todos los mecheros de Canudos. Pronto, la ciudad fue un foso de tinieblas en el que María Quadrado no distinguía ni las facciones del escriba.
«Se me ha quitado el miedo», pensó. Había comenzado la guerra, en cualquier momento otro cañonazo podía caer aquí mismo y convertirlos a ella y al León en el amasijo de músculos y huesos que debían ser los habitantes de la casa destruida. Y sin embargo ya no tenía miedo. «Gracias, Padre, Señora», rezó. Abrazando al escriba, se dejó caer al suelo, igual que otra gente. Trató de percibir el tiroteo. Pero no había disparos. ¿Por qué esta oscuridad, entonces? Había hablado en voz alta, pues la voz viva del León de Natuba le repuso: «Para que no puedan apuntarnos. Madre».
Las campanas del Templo del Buen Jesús retumbaron y su palabra metálica apagó los
clarines con que el Perro pretendía atemorizar a Belo Monte. Fue como un vendaval de fe, de alivio, ese revuelo de campanas que duraría el resto de la noche. «Él está arriba, en el campanario», dijo María Quadrado. Hubo un rugido de reconocimiento, de afirmación, en la multitud reunida en la plaza, al sentirse bañada por el tañido desafiante, revitalizador, de las campanas. Y María Quadrado pensó en la sabiduría del Consejero que supo, en medio del espanto, dar orden y esperanza a los creyentes. Un nuevo cañonazo iluminó con voz amarilla el espacio de la plaza. La explosión levantó y volvió al suelo a María Quadrado, y resonó en su cerebro. En el segundo de luz alcanzó a ver las caras de las mujeres y los niños que miraban el cielo como si vieran el infierno. Se le ocurrió de pronto que los trozos y objetos que había visto por los aires eran la casa del zapatero Eufrasio, de Chorrochó, que vivía junto al cementerio con un enjambre de hijas, entenados y nietos. Un silencio siguió al cañonazo y esta vez no hubo carreras. Las campanas repicaban con la misma alegría. Le hacía bien sentir al León de Natuba apretándose como si quisiera esconderse dentro de su viejo cuerpo. Hubo una agitación, sombras que se abrían paso gritando «¡Aguateros! ¡Aguateros!». Reconoció a Antonio y Honorio Vilanova y comprendió adonde iban. Hacía dos o tres días, el ex–comerciante había explicado al Consejero que, entre los preparativos, instruyó a los aguateros para que en caso de combate recogieran a los heridos y los llevaran a las Casas de Salud y arrastraran a los muertos a un establo, convertido en Morgue, para darles después un entierro cristiano. Convertidos en enfermeros y sepultureros, los repartidores de agua comenzaban a trabajar.
María Quadrado rezó por ellos, pensando: «Todo pasa como estaba anunciado». Alguien lloraba, no muy lejos. En la plaza, por lo visto, sólo había niños y mujeres. ¿Dónde estaban los hombres? Debían haber corrido a treparse a los palenques, a agazaparse en las trincheras y parapetos, y estarían ahora detrás de Joáo Abade, de Macambira, de Pajeú, de Joáo Grande, de Pedráo, de Táramela y los otros jefes, con sus carabinas y fusiles, con sus picas, facas, machetes y garrotes, escudriñando las tinieblas en espera del Anticristo. Sintió gratitud, amor, por esos hombres que iban a recibir la mordedura del Perro y tal vez a morir. Rezó por ellos, arrullada por las campanas de la torre.
Y así transcurrió la noche, entre rápidos aguaceros cuyos truenos silenciaban al campanario y espaciados cañonazos que venían a pulverizar una o dos chozas y a provocar un incendio que el siguiente aguacero extinguía. Una nube de humo, que hacía arder la garganta y los ojos, se extendió por la ciudad y María Quadrado, en su adormecimiento, con el León de Natuba en brazos, sentía toser y escupir. De pronto, la removieron. Abrió los ojos y se vio rodeada por las beatas del Coro Sagrado, en una luz todavía débil, que luchaba con la sombra. El León de Natuba dormía, apoyado en sus rodillas. Las campanas seguían sonando. Las beatas la abrazaban, la habían estado buscando, llamándola en la oscuridad, y ella apenas podía oírlas por la fatiga y el entumecimiento. Despertó al León: sus grandes ojos la miraron, brillantes, desde detrás de la selva de crenchas. Trabajosamente, se pusieron de pie.
Parte de la plaza se había despejado y Alejandrinha Correa le explicó que Antonio Vilanova había ordenado que las mujeres que no cupieran en las iglesias fueran a sus casas, a meterse en los agujeros, porque ahora que viniera el día las explosiones barrerían la explanada. Rodeados de las beatas, el León de Natuba y María Quadrado avanzaron hasta el Templo del Buen Jesús. La Guardia Católica las hizo entrar. En el entramado de vigas y paredes a medio erigir, estaba aún oscuro. La Superiora del Coro Sagrado vio, además de mujeres y niños acurrucados, muchos hombres en armas, y a Joáo Grande, corriendo con una carabina y sartas de balas en los hombros. Se sintió empujada, arrastrada, guiada hacia los andamios con racimos de gentes que espiaban el exterior. Subió, ayudada por brazos musculosos, oyendo que le decían Madre, sin soltar al León, que a ratos se le escurría. Antes de alcanzar el campanario, escuchó un nuevo cañonazo, muy lejano.
Por fin, en el rellano de las campanas, vio al Consejero. Estaba de rodillas, rezando, dentro de una barrera de hombres que no dejaban cruzar a nadie la escalerilla. Pero a ella y al León los hicieron pasar. Se echó en el suelo y besó los pies del Consejero que habían perdido las sandalias y eran una costra de barro seco. Cuando se incorporó notó
que aclaraba rápidamente. Se acercó al alféizar de piedra y madera y, pestañeando, vio, en las colinas, una mancha gris, azulada, rojiza, con brillos, que bajaba hacia Canudos. No preguntó a los hombres ceñudos y silenciosos que se turnaban para tocar las campanas qué era esa mancha, porque su corazón le dijo que eran los perros. Ya estaban viniendo, ahitos de odio, a Belo Monte, para perpetrar una nueva matanza de inocentes.
«No me van a matar», piensa Jurema. Se deja arrastrar por los soldados que la cogen férreamente de las muñecas y la internan, a jalones, en el laberinto de ramas, espinas, troncos y barro. Resbala y se incorpora, echando una mirada de disculpas a los hombres de uniformes rotosos, en cuyos ojos y labios entreabiertos percibe aquello que aprendió a conocer esa mañana en que cambió su vida, en Queimadas, cuando, luego del tiroteo, Galileo Gall se abalanzó sobre ella. Piensa, con serenidad que la asombra: «Mientras tengan esa mirada, mientras quieran eso, no me matarán». Olvida a Rufino y a Gall y sólo piensa en salvarse, en demorarlos, complacerlos, rogarles, en hacer lo que haga falta para que no la maten. Vuelve a resbalar y esta vez uno la suelta y cae sobre ella, de rodillas, con las piernas abiertas. El otro también la suelta y se retira un paso para mirar, excitado. El que está sobre ella blande el fusil, advirtiéndole que le triturará la cara si grita, y ella, lúcida, obediente, instantáneamente se ablanda y permanece quieta y mueve la cabeza con suavidad para tranquilizarlo. Es la misma mirada, la misma expresión bestial, hambrienta, de esa vez. Con los ojos entrecerrados lo ve escarbar en el pantalón, abrírselo, mientras con la mano que acaba de soltar el fusil trata de levantarle la falda. Lo ayuda, encogiéndose, alargando una pierna, pero aun así el hombre se estorba y termina dando tirones. En su cabeza chisporrotean toda clase de ideas y oye también truenos, cornetas, campanas, detrás del jadeo del soldado. Está tendido sobre ella, golpeándola con uno de sus codos hasta que ella entiende y aparta la pierna que lo molesta y ahora siente, entre sus muslos, la verga dura, mojada, pugnando por entrar en ella. Se siente asfixiada por el peso y cada movimiento del hombre parece romperle un hueso. Hace un inmenso esfuerzo para no delatar la repugnancia que la invade cuando la tara con barba se refriega contra la suya, y una boca verdosa por las yerbas que todavía mastica se aplasta contra su boca y empuja, obligándola a separar los labios para hundirle ávidamente una lengua que se afana contra la suya. Está tan pendiente de no hacer nada que pueda irritarlo que no ve llegar a los hombres cubiertos con mantones de yerbas, ni se da cuenta que ponen una faca al soldado en el pescuezo y de un puntapié lo sacan de encima. Sólo cuando respira de nuevo y se siente libre, los ve. Son veinte, treinta, quizá más y ocupan toda la caatinga del rededor. Se inclinan, le acomodan la falda, la cubren, la ayudan a sentarse, a ponerse de pie. Oye palabras afectuosas, ve caras que se esfuerzan por ser amables.
Le parece despertar, volver de un viaje larguísimo, y no han pasado sino pocos minutos desde que los soldados cayeron sobre ella. ¿Qué ha sido de Rufino, de Gall, del Enano? En sueños los recuerda, peleando, recuerda a los soldados disparándoles. Al soldado que le sacaron de encima lo está interrogando, a pocos pasos, un caboclo bajo y macizo, ya maduro, cuyos rasgos amarillo–cenizos corta brutalmente una cicatriz, entre la boca y los ojos. Piensa: Pajeú. Siente miedo por primera vez en el día. El soldado ha puesto cara de terror, contesta a toda velocidad lo que le preguntan e implora, ruega, con ojos, boca, manos, pues mientras Pajeú lo interroga otros van desnudándolo. Le quitan la guerrera rotosa, el pantalón deshilachado, sin maltratarlo, y Jurema —sin alegrarse ni entristecerse, siempre como si estuviera soñando — ve que, una vez desnudo, a un simple gesto de ese caboclo del que se cuentan historias tan terribles, los yagunzos le hunden varias facas, en el vientre, en la espalda, en el cuello, y que el soldado se desploma sin tiempo siquiera de gritar. Ve que uno de los yagunzos se inclina, coge el sexo ahora chato y minúsculo del soldado, se lo corta de un tajo y con el mismo movimiento se lo embute en la boca. Limpia luego su cuchillo en el cadáver y se lo guarda en el cinto. No siente ni pena ni alegría ni asco. Se da cuenta que el caboclo sin nariz le habla:
—¿Vienes sola a Belo Monte o con otros peregrinos? —Pronuncia lentamente, como si no pudiera entenderle, oírlo—. ¿De dónde eres?
Le cuesta hablar. Balbucea, con voz que le parece de otra mujer, que viene de
Queimadas.
—Largo viaje —dice el caboclo, examinándola de arriba abajo, con curiosidad—. Y por el mismo camino que los soldados, además.
Jurema asiente. Tendría que agradecerle, decirle algo amable por haberla rescatado, pero Pajeú le inspira demasiado miedo. Todos los otros yaguznos la rodean y con sus mantos de yerbas, sus armas, sus pitos, le dan la impresión de no ser de carne y hueso sino de cuento o pesadilla.
—No puedes entrar a Belo Monte por aquí —le dice Pajeú, con una mueca que debe ser su sonrisa—. Hay protestantes en esos cerros. Da la vuelta, más bien, hasta el camino de Geremoabo. Por ahí no hay soldados.
—Mi marido —murmura Jurema, señalando el bosque.
La voz se le corta en un sollozo. Echa a andar, angustiada, devuelta a lo que ocurría cuando llegaron los soldados, y reconoce de pronto al otro, el que miraba esperando su turno: es el cuerpo desnudo, sanguinolento, colgado de un árbol, que bailotea junto a su uniforme también prendido de las ramas. Jurema sabe dónde ir porque un rumor la guía y, en efecto, a los pocos momentos descubre, en ese sector de la caatinga decorado con uniformes, a Galileo Gall y a Rufino. Tienen el color de la tierra barrosa, deben estar moribundos pero siguen luchando. Son dos piltrafas anudadas, se golpean con las cabezas, con los pies, se muerden y se arañan, pero tan despacio como si estuvieran jugando. Jurema se detiene frente a ellos y el caboclo y los yaguznos forman un círculo y observan la pelea. Es un combate que termina, dos formas embarradas, irreconocibles, inseparables, que apenas se mueven y no dan señales de saber que están rodeados por docenas de recién venidos. Jadean, sangran, arrastran jirones de ropas.
—Tú eres Jurema, tú eres la mujer del pistero de Queimadas —dice a su lado Pajeú, con animación—. O sea que te encontró. O sea que encontró al pobre de espíritu que estaba en Calumbí.
—Es el alunado que cayó anoche en la trampa —dice alguien, desde el otro lado del círculo—. El que tenía tanto terror a los soldados.
Jurema siente una mano entre las suyas, pequeñita, regordeta, que aprieta con fuerza. Es el Enano. La mira con alegría y esperanza, como si ella fuera a salvarle la vida. Está embarrado y se le pega.
—Páralos, páralos, Pajeú —dice Jurema—. Salva a mi marido, salva a…
—¿Quieres que salve a los dos? —se burla Pajeú—. ¿Quieres quedarte con los dos? Jurema oye que otros yaguznos ríen también por lo que ha dicho el caboclo sin nariz.
—Es cosa de hombres, Jurema —le explica Pajeú, con calma—. Tú los metiste en eso. Déjalos donde los pusiste, que resuelvan su negocio como dos hombres. Si tu marido se salva te matará y si muere su muerte caerá sobre ti y tendrás que dar cuenta al Padre. En Belo Monte el Consejero te aconsejará para que te redimas. Ahora márchate porque aquí viene la guerra. ¡Alabado sea el Buen Jesús Consejero!
La caatinga se mueve y en segundos los yaguznos desaparecen entre la favela. El Enano sigue apretándole la mano y mirando, como ella. Jurema ve que Gall tiene un cuchillo medio hundido en el cuerpo, a la altura de las costillas. Oye, siempre, clarines, campanas, pitos. De pronto, el forcejeo cesa pues Gall, dando un rugido, rueda a unos metros de Rufino. Jurema lo ve coger la faca y arrancársela, con un nuevo rugido. Mira a Rufino quien lo mira también, desde el barro, con la boca abierta y una mirada sin vida.
—Todavía no me has puesto la mano en la cara —oye decir a Galileo, que llama a Rufino con la mano que tiene el cuchillo.
Jurema ve que Rufino asiente y piensa: «Se entienden». No sabe qué quiere decir lo que ha pensado pero lo siente muy cierto. Rufino se arrastra hacia Gall, muy despacio. ¿Va a llegar hasta él? Se empuja con los codos, con las rodillas, frota la cara contra el barro, como una lombriz, y Gall lo alienta, moviendo el cuchillo. «Cosa de hombres», piensa Jurema. Piensa: «La culpa caerá sobre mí». Rufino llega junto a Gall, quien trata de clavarle la faca, mientras el pistero lo golpea en la cara. Pero la bofetada pierde fuerza al tocarlo, porque Rufino carece ya de energía o por un abatimiento íntimo. La mano queda en la cara de Gall, en una especie de caricia. Gall lo golpea también, una, dos veces, y su mano se aquieta sobre la cabeza del rastreador. Agonizan abrazados, mirándose. Jurema tiene la impresión de que las dos caras, a milímetros una de la otra, se están sonriendo.
Los toques de corneta y los pitos han sido desplazados por un tiroteo nutrido. El Enano dice algo que ella no entiende.
«Ya le pusiste la mano en la cara, Rufino», piensa Jurema. «¿Qué has ganado con eso, Rufino? ¿De qué te sirve la venganza si has muerto, si me has dejado sola en el mundo, Rufino?» No llora, no se mueve, no aparta los ojos de los hombres inmóviles. Esa mano sobre la cabeza de Rufino le recuerda que, en Queimadas, cuando para desgracia de todos Dios hizo que viniera a ofrecer trabajo a su marido, el forastero palpó una vez la cabeza de Rufino y le leyó sus secretos, como el brujo Porfirio los leía en las hojas de café y doña Casilda en una vasija llena de agua.
—¿Les conté quién se presentó en Calumbí, en el séquito de Moreira César? —dijo el Barón de Cañabrava—. Ese periodista que trabajó conmigo y que se llevó Epaminondas para el Jornal de Noticias. Esa calamidad con anteojos como escafandra de buzo, que caminaba haciendo garabatos y se vestía de payaso. ¿Te acuerdas de él, Adalberto? Escribía poesías, fumaba opio.
Pero ni el coronel José Bernardo Murau, ni Adalberto de Gumicio lo escuchaban. Este último releía los papeles que el Barón acababa de traducirle, acercándolos al candelabro que iluminaba la mesa del comedor, de la que no habían recogido las tazas vacías de café. El viejo Murau, moviéndose en su silla de la cabecera como si continuara en la mecedora de la salita, parecía adormecido. Pero el Barón supo que reflexionaba en lo que les había leído.
—Voy a ver a Estela —dijo, poniéndose de pie.
Mientras recorría la destartalada casa grande, sumida en la penumbra, hacia el dormitorio donde habían acostado a la Baronesa poco antes de la cena, iba calculando la impresión que había hecho en sus amigos esa especie de testamento del aventurero escocés. Pensó, tropezando en una loseta rota en el corredor a cuyos lados se abrían los dormitorios: «Las preguntas continuarán, en Salvador. Y cada vez que explique por qué lo dejé partir, sentiré la misma sensación de estar mintiendo». ¿Por qué había dejado partir a Galileo Gall? ¿Por estupidez? ¿Por cansancio? ¿Por hartazgo de todo? ¿Por simpatía? Pensó, recordando a Gall y al periodista miope: «Tengo debilidad por los especímenes raros, por lo anormal».
Desde el umbral vio, en el débil resplandor rojizo de la mariposa de aceite que alumbraba el velador, el perfil de Sebastiana. Estaba sentada al pie de la cama, en un sillón con almohadillas, y aunque nunca había sido una mujer risueña su expresión era ahora tan grave que el Barón se alarmó. Se había puesto de pie al verlo entrar. —¿Ha seguido durmiendo tranquila? —preguntó el Barón, levantando el mosquitero e inclinándose para observar. Su esposa tenía los ojos cerrados y en la media oscuridad su rostro, aunque muy pálido, parecía sereno. Las sábanas subían y bajaban suavemente, con su respiración.
—Durmiendo, sí, pero no tan tranquila —murmuró Sebastiana, acompañándolo de regreso hasta la puerta del dormitorio. Bajó más la voz y el Barón notó la inquietud empozada en los ojos negros, vivísimos, de la mucama—. Está soñando. Habla en sueños y siempre de lo mismo.
«No se atreve a decir incendio, fuego, llamas», pensó el Barón, con el pecho oprimido. ¿Se convertirían en tabú, debería ordenar que nunca más se pronunciaran en su hogar las palabras que Estela pudiera asociar con el holocausto de Calumbí? Había cogido del brazo a Sebastiana, tratando de tranquilizarla, pero no atinaba a decir nada. Sentía en sus dedos la piel lisa y tibia de la mucama.
—La señora no puede quedarse aquí —susurró ésta—. Llévela a Salvador. Tienen que verla los médicos, darle algo, sacarle esos recuerdos de la cabeza. No puede seguir con esa angustia, día y noche.
—Lo sé, Sebastiana —asintió el Barón—. Pero el viaje es tan largo, tan duro. Me parece arriesgado exponerla a otra expedición estando así. Aunque tal vez sea más peligroso tenerla sin cuidados. Ya veremos mañana. Ahora, debes ir a descansar. Tampoco tú has pegado los ojos desde hace días.
—Voy a pasar la noche aquí, con la señora —repuso Sebastiana, desafiante. El Barón, viéndola instalarse de nuevo junto a Estela, pensó que seguía siendo una mujer de formas duras y bellas, admirablemente conservadas. «Igual que Estela», se dijo. Y, en una vaharada de nostalgia, recordó que en los primeros años de matrimonio había llegado a sentir unos celos intensos, desveladores, al ver la camaradería, la intimidad infranqueable que existía entre ambas mujeres. Iba de regreso al comedor y, por una ventana, vio que la noche estaba encapotada de nubes que ocultaban las estrellas. Recordó, sonriendo, que esos celos le habían hecho pedir a Estela que despidiera a Sebastiana y que por ese motivo habían tenido la disputa más seria de toda su vida conyugal. Entró al comedor con la imagen vivida, intacta, dolorosa, de la Baronesa, las mejillas arrebatadas, defendiendo a su criada y repitiéndole que si Sebastiana partía, partiría ella también. Ese recuerdo, que había sido mucho tiempo una chispa que inflamaba su deseo, lo conmovió ahora hasta los huesos. Tenía ganas de llorar. Encontró a sus amigos enfrascados en conjeturas sobre lo que les había leído. —Un fanfarrón, un imaginativo, un pillo con fantasía, un embaucador de lujo —decía el coronel Murau—. Ni en las novelas pasa un sujeto tantas peripecias. Lo único que creo es el acuerdo con Epaminondas para llevar armas a Canudos. Un contrabandista que inventó la historia del anarquismo como excusa y justificación.
—¿Excusa y justificación? —Adalberto de Gumicio rebotó en su asiento—. Eso es un agravante, más bien.
El Barón se sentó a su lado e hizo esfuerzos por interesarse.
—Querer acabar con la propiedad, con la religión, con el matrimonio, con la moral, ¿te parecen atenuantes? —insistía Gumucio—. Eso es más grave que traficar con armas. «El matrimonio, la moral», pensó el Barón. Y se preguntó si Adalberto hubiera consentido en su hogar una complicidad tan estrecha como la de Estela y Sebastiana. El corazón volvió a oprimírsele pensando en su esposa. Decidió partir a la mañana siguiente. Se sirvió una copa de oporto y bebió un largo trago.
—Yo me inclino a creer que la historia es cierta —dijo Gumucio—. Por la naturalidad con que se refiere a esas cosas extraordinarias, las fugas, los asesinatos, los viajes piratescos, el ayuno sexual. No se da cuenta que son hechos fuera de lo común. Eso hace pensar que los vivió y que cree las barbaridades que dice contra Dios, la familia y la sociedad.
—Que las cree no cabe duda —dijo el Barón, saboreando el gusto ardiente dulzón del oporto—. Se las oí muchas veces, en Calumbí.
El viejo Murau llenó otra vez las copas. En la comida no habían bebido, pero luego del café el hacendado sacó esta garrafa de oporto que estaba ya casi vacía. ¿Embriagarse hasta perder la conciencia era el remedio que necesitaba para no pensar en la salud de Estela?
—Confunde la realidad y las ilusiones, no sabe dónde termina una y comienza la otra — dijo—. Puede ser que cuente esas cosas con sinceridad y las crea al pie de la letra. No importa. Porque él no las ve con los ojos sino con las ideas, con las creencias. ¿No recuerdan lo que dice de Canudos, de los yagunzos? Debe ser lo mismo con lo demás. Es posible que una reyerta de rufianes en Barcelona, o una redada de contrabandistas por la policía de Marsella, sean para él batallas entre oprimidos y opresores en la guerra por romper las cadenas de la humanidad.
—¿Y el sexo? —dijo José Bernardo Murau: estaba abotagado, con los ojitos chispeantes y la voz blanda—. Esos diez años de castidad ¿ustedes se los tragan? ¿Diez años de castidad para atesorar energías y descargarlas en la revolución?
Hablaba de tal modo que el Barón supuso que en cualquier momento empezaría a referir historias subidas de color.
—¿Y los sacerdotes? —preguntó—. ¿No viven castos por amor a Dios? Gall es una especie de sacerdote.
—José Bernardo juzga a los hombres por sí mismo —bromeó Gumucio, volviéndose hacia el dueño de casa—. Para ti hubiera sido imposible soportar diez años de castidad. —Imposible —lanzó una risotada el hacendado—. ¿No es estúpido renunciar a una de las pocas compensaciones que tiene la vida?
Una de las velas del candelabro comenzaba a chisporrotear, soltando un hilillo de humo y
Murau se incorporó a apagarla. Aprovechó para servir una nueva ronda de oporto que vació del todo la garrafa.
—En esos años de abstinencia acumularía tanta energía como para embarazar a una burra —dijo, con la mirada encandilada. Se rió con vulgaridad y fue con paso vacilante a sacar otra botella de oporto de un aparador. Las demás velas del candelabro estaban acabándose y el recinto se había oscurecido—. ¿Cómo es la mujer del pistero, la que lo sacó de la castidad?
—No la veo hace tiempo —dijo el Barón—. Era una chiquilla delgadita, dócil y tímida. —¿Buenas ancas? —balbuceó el coronel Murau, levantando su copa con mano temblorosa—. Es lo mejor que tienen, en estas tierras. Son bajitas, enclenques, envejecen rápido. Pero las ancas, siempre de primera. Adalberto de Gumucio se apresuró a cambiar de tema:
—Será difícil hacer las paces con los jacobinos, como quieres —comentó al Barón—. Nuestros amigos no se conformarán a trabajar con quienes nos han estado atacando desde hace tantos años.
—Claro que será difícil —repuso el Barón, agradecido a Adalberto—. Sobre todo, convencer a Epaminondas, que se cree triunfador. Pero al final todos comprenderán que no hay otro camino. Es una cuestión de supervivencia…
Lo interrumpieron unos cascos y relinchos muy próximos y, un momento después, fuertes golpes a la puerta. José Bernardo Murau frunció la cara, disgustado, «¿Qué diablos pasa?», gruñó, levantándose con trabajo. Salió del comedor arrastrando los pies. El Barón volvió a llenar las copas.
—Tú, bebiendo, eso sí que es nuevo —dijo Gumucio—. ¿Es por la quema de Calumbí? No se ha acabado el mundo. Un revés, solamente.
—Es por Estela —dijo el Barón—. No me lo perdonaré nunca. Ha sido mi culpa, Adalberto. Le he exigido demasiado. No debí llevarla a Calumbí, como tú y Viana me dijeron. He sido un egoísta, un insensato.
Allá, en la puerta de entrada, se oyó correr una tranca y voces de hombres. —Es una crisis pasajera, de la que se recuperará muy pronto —dijo Gamucio—. Es absurdo que te eches la culpa.
—He decidido seguir mañana a Salvador —dijo el Barón—. Hay más peligro teniéndola aquí, sin atención médica.
José Bernardo Murau reapareció en el dintel. Parecía habérsele quitado la borrachera de golpe y traía una expresión tan insólita que el Barón y Gumucio fueron a su encuentro. —¿Noticias de Moreira César? —lo cogió del brazo el Barón, tratando de hacerlo reaccionar.
—Increíble, increíble —murmuraba el viejo hacendado, entre dientes, como si viera fantasmas.
VII
Lo primero que el periodista miope advierte, en el día que despunta, mientras se sacude las costras de barro, es que el cuerpo le duele más que la víspera, como si durante la noche desvelada lo hubieran molido a palos. Lo segundo, la febril actividad, el movimiento de uniformes, que se lleva a cabo sin órdenes, en un silencio que contrasta con los cañonazos, campanas y clarines que han bombardeado sus oídos toda la noche. Se echa al hombro el bolsón de cuero, sujeta el tablero bajo el brazo y, sintiendo agujas que le hincan las piernas y la comezón de un inminente estornudo, comienza a trepar el monte hacia la tienda del Coronel Moreira César. «La humedad», piensa, sacudido por un ataque de estornudos que lo hace olvidar la guerra y todo lo que no sean esas explosiones internas que le mojan los ojos, le tapan los oídos, le aturden el cerebro y convierten en hormigueros sus narices. Lo rozan y empujan soldados que pasan
sujetándose las mochilas, con los fusiles en las manos, y ahora sí oye voces de mando. En la cima, descubre a Moreira César, rodeado de oficiales, encaramado en algo, observando ladera abajo con unos prismáticos. Reina gran desbarajuste en el contorno. El caballo blanco, con la montura puesta, corcovea entre soldados y cornetas que tropiezan con oficiales que llegan o parten, saltante, rugiendo frases que los oídos del periodista, zumbando por los estornudos, apenas entienden. Oye la voz del Coronel: «¿Qué pasa con la artillería, Cunha Matos?». La respuesta se pierde entre toques de clarín. El periodista, desembarazándose del bolsón y del tablero, se adelanta a mirar hacia Canudos.
La noche anterior no lo vio y piensa que dentro de minutos u horas ya nadie podrá ver ese lugar. Limpia de prisa el cristal empañado de sus gafas con una punta de la camiseta y observa lo que tiene a sus pies. La luz entre azulada y plomiza que baña las cumbres no alcanza aún la depresión en que se encuentra Canudos. Le cuesta trabajo diferenciar dónde terminan las laderas, los sembríos y campos de guijarros de las chozas y ranchos que se amontonan y entreveran en una vasta extensión. Pero divisa de inmediato dos iglesias, una pequeña y la otra muy alta, de torres imponentes, separadas por un descampado cuadrangular. Está esforzando los ojos para distinguir, en la medialuz, la zona limitada por un río que parece cargado de agua, cuando estalla un cañoneo que lo hace brincar y taparse los oídos. Pero no cierra los ojos que, fascinados, ven una súbita llamarada y elevarse varias casuchas convertidas en chisporroteo de madera, adobes, latas, esteras, objetos indiferenciables que estallan, se desintegran y desaparecen. El cañoneo aumenta y Canudos queda sepultado en una nube de humo que escala las faldas de los cerros y que se abre, aquí y allá, en cráteres por los que salen despedidos pedazos de techos y paredes alcanzados por nuevas explosiones. Estúpidamente piensa que si la nube sigue subiendo llegará hasta su nariz y lo hará estornudar de nuevo. — ¡Qué espera el séptimo! ¡Y el noveno! ¡Y el dieciséis! —dice Moreira César tan cerca que se vuelve a mirar y, en efecto, el Coronel y el grupo que lo rodea están prácticamente a su lado.
—Ahí carga el séptimo, Excelencia —responde a su costado el Capitán Olimpio de Castro.
—Y el nueve y el dieciséis —se atropella alguien, a su espalda.
—Es testigo de un espectáculo que lo hará famoso. —El Coronel Moreira César le da una palmada al pasar junto a él. No alcanza a responderle porque el oficial y su séquito lo dejan atrás y van a instalarse, algo más abajo, en un pequeño promontorio. «El séptimo, el noveno, el dieciséis», piensa. «¿Batallones? ¿Pelotones? ¿Compañías?» Pero inmediatamente entiende. Por tres lados, en los cerros del rededor, bajan cuerpos del Regimiento —las bayonetas destellan — hacia el fondo humoso de Canudos. Los cañones han dejado de tronar y, en el silencio, el periodista miope oye de pronto campanas. Los soldados corren, resbalan, saltan por las faldas de los cerros, disparando. También las laderas comienzan a llenarse de humo. El quepis rojiazul de Moreira César se mueve, en signo de aprobación. Recoge su bolsón y su tablero y baja los metros que lo separan del jefe del Séptimo Regimiento; se acomoda en una hendidura, entre ellos y el caballo blanco, que un ordenanza tiene de la brida. Se siente extraño, hipnotizado, y le pasa por la cabeza la absurda idea de que no está viendo aquello que ve. Una brisa empieza a disipar las jorobas plomizas que ocultan la ciudad; las ve aligerarse, deshacerse, alejarse, empujadas por el viento en dirección al terreno abierto donde debe estar la ruta de Geremoabo. Ahora puede seguir el desplazamiento de los soldados. Los de su derecha han ganado la orilla del río y están cruzándolo; las figurillas rojas, verdes, azules, se vuelven grises, desaparecen y reaparecen al otro lado de las aguas, cuando, súbitamente, entre ellas y Canudos se levanta una pared de polvo. Varias figurillas caen. —Trincheras —dice alguien.
El periodista miope opta por acercarse al grupo que rodea al Coronel, quien ha dado unos pasos más cerro abajo y observa, cambiando de los prismáticos al catalejo. La bola roja del sol ilumina el teatro de operaciones desde hace un momento. Casi sin darse cuenta, el periodista del Jornal de Noticias, que no ha dejado de temblar, se encarama sobre una roca saliente para ver mejor. Adivina entonces lo que está ocurriendo. Las primeras filas de soldados en vadear el río han sido acribilladas desde una sucesión de defensas
disimuladas y hay allí, ahora, un tiroteo nutrido. Otro de los cuerpos de asalto que, casi a sus pies, avanza desplegado, se ve detenido también por una ráfaga súbita, que se eleva desde el suelo. Los tiradores están atrincherados en escondrijos. Ve a los yagunzos. Son esas cabezas —¿ensombreradas, empañueladas? — que brotan de pronto de la tierra, echando humo, y aunque la polvareda difumina sus rasgos y siluetas, puede darse cuenta que hay hombres alcanzados por los tiros o que resbalan en los huecos donde sin duda se combate ya cuerpo a cuerpo.
Lo sacude una racha de estornudos tan prolongada que, un momento, cree desmayarse. Doblado en dos, los ojos cerrados, los anteojos en la mano, estornuda y abre la boca y trata desesperadamente de llevar aire a sus pulmones. Por fin puede enderezarse, respirar, y se da cuenta que le golpean la espalda. Se calza las gafas y ve al Coronel. —Creímos que lo habían herido —dice Moreira César, que parece de excelente humor. Está rodeado de oficiales y no sabe qué decir, pues la idea de que lo crean herido lo maravilla, como si no se le hubiera pasado por la cabeza que él también forma parte de esta guerra, que también se halla a merced de las balas. —Qué pasa, qué pasa —tartamudea.
—El noveno entró a Canudos y ahora entra el séptimo —dice el Coronel, con los prismáticos en la cara.
Las sienes palpitantes, jadeando, el periodista miope tiene la sensación de que todo se ha acercado, de que puede tocar la guerra. En los bordes de Canudos hay casas en llamas y dos hileras de soldados entran a la ciudad, entre nubéculas que deben ser disparos. Desaparecen, tragados por un laberinto de techos de tejas, de paja, de latas, de estacas, en el que a ratos surgen llamas. «Están acribillándolos a todos los que se salvaron de los cañonazos», piensa. E imagina el furor con que oficiales y soldados estarán vengando a los cadáveres colgados en la caatinga, desquitándose de esas emboscadas y pitos que los desvelaron desde Monte Santo.
—En las iglesias hay focos de tiradores —oye decir al Coronel—. Qué espera Cunha Matos para tomarlas.
Las campanas han seguido repicando y él ha estado escuchándolas, entre los cañonazos y la fusilería, como una música de fondo. Entre los vericuetos de viviendas, distingue figuras que corren, uniformes que se cruzan y descruzan. «Cunha Matos está en ese infierno», piensa. «Corriendo, tropezando, matando.» ¿También Tamarindo y Olimpio de Castro? Los busca y no encuentra al viejo Coronel, pero el Capitán se halla entre los acompañantes de Moreira César. Siente alivio, no sabe por qué.
—Que la retaguardia y la policía bahiana ataquen por el otro flanco —oye ordenar al Coronel.
El Capitán Olimpio de Castro y tres o cuatro escoltas corren, cerro arriba, y varios cornetas comienzan a tocar hasta que, a lo lejos, les responden toques parecidos. Sólo ahora se da cuenta que las órdenes se transmiten con cornetas. Le gustaría anotar eso para no olvidarlo. Pero varios oficiales exclaman algo, al unísono, y vuelve a mirar. En el descampado entre las iglesias, diez, doce, quince uniformes rojiazules corren detrás de dos oficiales —divisa sables desenvainados, trata de reconocer a esos tenientes o capitanes a los que tiene que haber visto muchas veces — con el evidente propósito de capturar el templo de altísimas torres blancas rodeadas de andamios, cuando una cerrada descarga sale de todo el recinto y derriba a la mayoría; unos pocos dan media vuelta y desaparecen en el polvo.
—Debieron protegerse con cargas de fusilería —oye decir a Moreira César, en tono helado—. Hay un reducto ahí…
De las iglesias han salido muchas siluetas que corren hacia los caídos y se afanan sobre ellos. «Los están rematando, castrando, sacándoles los ojos», piensa, y en ese instante oye murmurar al Coronel: «Locos dementes, los están desnudando». «Desnudando», repite, mentalmente. Y vuelve a ver los cuerpos colgados de los árboles del Sargento rubio y sus soldados. Está muerto de frío. El descampado queda borrado por el polvo. Los ojos del periodista se mueven en distintas direcciones, tratando de averiguar lo que ocurre allí abajo. Los soldados de los dos cuerpos que entraron a Canudos, uno a su izquierda y otro a sus pies, han desaparecido en esa telaraña crispada, en tanto que un tercer cuerpo, a su derecha, sigue penetrando en la ciudad, y puede seguir su progresión
por los remolinos de polvo que lo preceden y que se propagan por esos pasajes, callejones, recovecos, meandros en los que adivina los choques, los golpes, las culatas que derriban puertas, echan abajo tablas, estacas, derrumban techos, episodios de esa guerra que al fragmentarse en mil casuchas se vuelve entrevero confuso, agresión de uno contra uno, de uno contra dos, de dos contra tres.