No ha tomado ni un trago de agua esa mañana, la noche anterior tampoco ha comido, y además del vacío en el estómago se le retuercen las tripas. El sol luce en el centro del cielo. ¿Es posible que sea mediodía, que hayan pasado tantas horas? Moreira César y sus acompañantes bajan todavía unos metros y el periodista miope, dando traspiés, va a unirse a ellos. Coge del brazo a Olimpio de Castro y le pregunta qué ocurre, cuántas horas lleva el combate.
—Ya están allá la retaguardia y la policía bahiana —dice Moreira César, los prismáticos en su cara—. Ya no podrán huir por ese lado.
El periodista miope distingue al otro extremo de las casitas semidisueltas por el polvo unas manchas azules, verdosas, doradas, que avanzan por ese sector hasta ahora incontaminado, sin humo, sin incendios, sin gente. Las operaciones han ido abarcando todo Canudos, hay casas en llamas por todas partes.
—Esto demora demasiado —dice el Coronel y el periodista miope advierte su brusca impaciencia, su indignación—. Que el escuadrón de caballería le eche una mano a Cunha Matos.
Detecta al instante —por las caras de sorpresa, de contrariedad, de los oficiales — que la orden del Coronel es inesperada, riesgosa. Nadie protesta, pero las miradas de unos y otros son más elocuentes que las palabras.
—¿Qué les pasa? —Moreira César pasea los ojos por los oficiales. Encara a Olimpio de Castro —: ¿Cuál es la objeción?
—Ninguna, Excelencia —dice el Capitán—. Sólo que…
—Siga —lo increpa Moreira César—. Es una orden.
—El escuadrón de caballería es la única reserva, Excelencia —termina el Capitán.
—¿Y para qué la necesitamos aquí? —Moreira César apunta hacia abajo—. ¿No está allá la pelea? Cuando vean a los jinetes los que aún estén vivos saldrán despavoridos y podremos rematarlos. ¡Que carguen de inmediato!
—Le ruego que me deje cargar con el escuadrón —balbucea Olimpio de Castro.
—A usted lo necesito aquí —responde el Coronel, secamente.
Oye nuevos toques de corneta y minutos después asoman, por la cumbre donde se hallan, los jinetes, en pelotones de diez y quince, con un oficial al frente, que al pasar junto a Moreira César saludan levantando el sable.
—Despejen las iglesias, empújenlos hacia el Norte —les grita éste. Está pensando que esas caras tensas, jóvenes, blancas, oscuras, negras, aindiadas, van a entrar en ese torbellino, cuando lo sacude otro ataque de estornudos, más fuerte que el anterior. Sus gafas salen disparadas y él piensa, con terror, mientras siente la asfixia, las explosiones en el pecho y en las sienes, la comezón en la nariz, que se han roto, que alguien puede pisarlas, que sus días serán niebla perpetua. Cuando el ataque cesa, cae de rodillas, palma con angustia en derredor hasta dar con ellas. Comprueba, feliz, que están intactas. Las limpia, se las calza, mira. El centenar de jinetes ha bajado el cerro. ¿Cómo han podido hacerlo tan rápido? Pero pasa algo con ellos, en el río. No acaban de cruzarlo. Las cabalgaduras entran en el agua y parecen encabritarse, rebelarse, pese a la furia con que son urgidas, azotadas, por las manos, las botas, los sables. Es como si el río las espantara. Se revuelven en media corriente y algunas botan a sus jinetes.
—Deben haber puesto trampas —dice un oficial.
—Los tirotean desde ese ángulo muerto —murmura otro.
— ¡Mi caballo! —grita Moreira César y el periodista miope le ve entregar sus prismáticos a un ordenanza. Mientras monta al animal, añade, con fastidio —: Los muchachos necesitan un estímulo. Quédese en el mando, Olimpio. Su corazón se acelera al ver que el Coronel desenvaina su sable, espolea al animal y comienza a bajar la cuesta, de prisa. Pero no ha avanzado cincuenta metros cuando lo ve encogerse en la montura, apoyarse en el pescuezo del caballo, que se detiene en seco. Ve que el Coronel lo hace girar, ¿para regresar al puesto de mando?, pero, como si recibiera órdenes contradictorias del jinete,
el animal gira en redondo, dos, tres veces. Ahora entiende por qué oficiales y escoltas profieren exclamaciones, gritos, y corren pendiente abajo, con los revólveres desenfundados. Moreira César rueda al suelo y casi al mismo tiempo se lo ocultan el Capitán y los otros que lo han cargado y lo están subiendo, hacia él, apresuradamente. Hay un vocerío ensordecedor, disparos, ruidos diversos.
Permanece alelado, sin iniciativa, viendo al grupo de hombres que trepan al trote la ladera, seguidos por el caballo blanco, que arrastra las bridas. Se ha quedado solo. El terror que se apodera de él lo impulsa cerro arriba, resbalándose, incorporándose, gateando. Cuando llega a la cumbre y brinca hacia la tienda de lona, vagamente advierte que el lugar está casi vacío de soldados. Salvo un grupo apiñado a la entrada de la tienda, apenas divisa uno que otro centinela, mirando asustado en esta dirección. «¿Puede ayudar al Doctor Souza Ferreiro?», oye, y aunque quien le habla es el Capitán no reconoce su voz y apenas su cara. Asiente y Olimpio de Castro lo empuja con tanta fuerza que se lleva de encuentro a un soldado. Adentro, ve la espalda del Doctor Souza Ferreiro, inclinada sobre la litera y los pies del Coronel.
—¿Enfermero? —Souza Ferreiro se vuelve y al darse con él su expresión se avinagra. —Se lo he dicho, no hay enfermeros —le grita el Capitán de Castro, remeciendo al periodista miope—. Están con los batallones, allá abajo. Que él lo ayude. El nerviosismo de uno y otro lo contagian y tiene ganas de gritar, de zapatear. —Hay que extraer los proyectiles o la infección acabará con él en un dos por tres — gimotea el Doctor Souza Ferreiro, mirando a un lado y a otro como en espera de un milagro.
—Haga lo imposible —dice el Capitán, yéndose—. No puedo abandonar el Comando, tengo que informar al Coronel Tamarindo para que tome… Sale, sin terminar la frase. —Remánguese, fricciónese con ese desinfectante —ruge el Doctor. Él obedece a toda la velocidad que su torpeza se lo permite y un momento después se descubre, dentro del aturdimiento que se ha adueñado de él, con las rodillas en tierra, empapando unos chisguetes de éter que le hacen pensar en las fiestas de Carnavales en el Politeama, unas vendas que aplica en la nariz y boca del Coronel Moreira César, para mantenerlo dormido, mientras el médico opera. «No tiemble, no sea imbécil, mantenga el éter sobre la nariz», le dice el Doctor un par de veces. Se concentra en su función — abrir el tubo, embeber el paño, colocarlo sobre esa nariz afilada, sobre esos labios que se tuercen en una mueca de interminable angustia — y piensa en el dolor que debe sentir ese hombrecillo sobre cuyo vientre hunde la cara el Doctor Souza Ferreiro como oliendo o lamiendo. Cada cierto tiempo echa una ojeada, a pesar de sí mismo, a las manchas esparcidas por la camisa, las manos y el uniforme del médico, la manta de la litera y su propio pantalón. ¡Cuánta sangre almacena un cuerpo tan pequeño! El olor del éter lo marea y le provoca arcadas. Piensa: «No tengo qué vomitar». Piensa: «¿Cómo no tengo hambre, sed?». El herido permanece con los ojos cerrados, pero a ratos se mueve en el sitio y entonces el médico gruñe: «Más éter, más éter». Pero el último de los tubos está ya casi vacío y él se lo dice, con un sentimiento de culpa.
Entran ordenanzas trayendo unas palanganas humeantes y en ellas lava el Doctor bisturíes, agujas, hilos, tijeras, con una sola mano. Varias veces, mientras aplica las vendas al herido, escucha al Doctor Souza Ferreiro hablando solo, palabrotas, injurias, maldiciones, insultos contra su propia madre por haberlo parido. Lo va ganando una modorra y el Doctor lo recrimina: «No sea imbécil, no es momento para siestas». Balbucea una disculpa y la próxima vez que traen la palangana, les implora que le den de beber.
Nota que ya no están solos en la tienda; la sombra que le pone una cantimplora en la boca es el Capitán Olimpio de Castro. Allí están también, las espaldas pegadas a la lona, las caras amargadas, los uniformes en ruinas, el Coronel Tamarindo y el Mayor Cunha Matos. «¿Más éter?», pregunta, y se siente estúpido, porque el tubo está vacío hace rato. El Doctor Souza Ferreiro venda a Moreira César y está ahora abrigándolo. Asombrado, piensa: «Ya es de noche». Hay sombras y alguien coloca una lámpara en uno de los postes que sujetan la lona. —¿Cómo está? —murmura el Coronel Tamarindo.
—Tiene el vientre destrozado —resopla el Doctor—. Mucho me temo que…
Mientras se baja las mangas de la camisa, el periodista miope piensa: «Si ahora mismo era el amanecer, el mediodía, cómo es posible que el tiempo vuele de ese modo». —Dudo, incluso, que recobre el sentido —añade Souza Ferreiro.
Como respondiéndole, el Coronel Moreira César comienza a moverse. Todos se acercan. ¿Le incomodan las vendas? Pestañea. El periodista miope lo imagina viendo siluetas, oyendo ruidos, tratando de entender, de recordar, y a su vez, recuerda, como algo de otra vida, ciertos despertares después de una noche serenada por el opio. Así debe ser de lento, de difícil, de impreciso, el retorno del Coronel a la realidad. Moreira César tiene los ojos abiertos y observa con ansia a Tamarindo, repasa su deshecho uniforme, los arañones de su cuello, su desánimo. —¿Tomamos Canudos? —articula, roncando.
El Coronel Tamarindo baja los ojos y niega. Moreira César recorre las caras abrumadas del Mayor, del Capitán, del Doctor Souza Ferreiro y el periodista miope ve que también lo examina, como autopsiándolo.
—Lo intentamos tres veces, Excelencia —balbucea el Coronel Tamarindo—. Los hombres han combatido hasta el límite de sus fuerzas.
El Coronel Moreira César se incorpora —ha palidecido aún más de lo que estaba — y agita una mano crispada, iracunda: —Un nuevo asalto, Tamarindo. ¡De inmediato! ¡Lo ordeno!
—Las bajas son muy grandes, Excelencia —murmura el Coronel, avergonzado, como si todo fuera culpa suya—. Nuestra posición, insostenible. Debemos retirarnos a un lugar seguro y pedir refuerzos…
—Responderá ante un Tribunal de Guerra por esto —lo interrumpe Moreira César, alzando la voz—. ¿El Séptimo Regimiento retirarse ante unos malhechores? Entregue su espada a Cunha Matos.
«Cómo puede moverse, retorcerse así con la barriga abierta», piensa el periodista miope. En el silencio que se prolonga el Coronel Tamarindo mira, pidiendo ayuda, a los otros oficiales. Cunha Matos se adelanta hacia el catre de campaña:
—Hay muchas deserciones, Excelencia, la unidad está en pedazos. Si los yagunzos atacan, tomarán el campamento. Ordene la retirada.
El periodista miope ve, por entre el Doctor y el Capitán, que Moreira César se deja caer de espaldas sobre la litera.
—¿Usted también traiciona? —murmura, con desesperación—. Ustedes saben lo que significa esta campaña para nuestra causa. ¿Quiere decir que he comprometido mi honor en vano?
—Todos hemos comprometido nuestro honor, Excelencia —murmura el Coronel Tamarindo.
—Saben que he debido resignarme a conspirar con politicastros corrompidos —Moreira César habla con entonaciones bruscas, absurdas—. ¿Quiere decir que hemos mentido al país en vano?
—Oiga lo que pasa allí afuera, Excelencia —chilla el Mayor Cunha Matos, y él se dice que ha estado oyendo esa sinfonía, ese griterío, esas carreras, ese atolondramiento, pero que no ha querido tomar conciencia de lo que significa para no sentir miedo—. Es la desbandada. Pueden acabar con el Regimiento si no nos retiramos en orden. El periodista miope distingue los pitos de madera y las campanas entre las carreras y las voces. El Coronel Moreira César los mira, uno a uno, desencajado, boquiabierto. Dice algo que no se oye. El periodista miope se da cuenta que los ojos relampagueantes de esa cara lívida están fijos en él:
—Usted, usted —oye—. Papel y pluma, ¿no me entiende? Quiero levantar acta de esta infamia. Vamos, escriba, ¿está listo?
En ese momento recuerda el periodista miope su tablero, su bolsa, mientras, como picado por una víbora, busca a un lado y a otro. Con la sensación de haber perdido parte de su cuerpo, un amuleto que lo protegía, recuerda que no subió el cerro con ellos, han quedado tirados en la cuesta, pero no puede pensar más porque Olimpio de Castro —sus ojos están llenos de lágrimas — le pone en las manos unos pliegos de papel y un lápiz y el Mayor Souza Ferreiro lo alumbra con la lámpara.
—Estoy listo —dice, pensando que no podrá escribir, que las manos le temblarán.
—Yo, Comandante en jefe del Séptimo Regimiento, en uso de mis facultades, dejo constancia que la retirada del sitio de Canudos es decisión que se toma en contra de mi voluntad, por subalternos que no están a la altura de su responsabilidad histórica — Moreira César se yergue un segundo en el camastro y vuelve a caer de espaldas—. Las generaciones futuras son llamadas a juzgar. Confío en que haya republicanos que me defiendan. Toda mi conducta ha estado orientada a la defensa de la República, que debe hacer sentir su autoridad en todos los rincones si quiere que el país progrese. Cuando la voz, que casi no oía por lo queda, cesa, tarda en descubrirlo, por lo atrasado que está en el dictado. Escribir, ese trabajo manual, como poner trapos llenos de éter en la nariz del herido, es bienhechor, lo libra de torturarse preguntándose cómo se explica que el Séptimo Regimiento no tomara Canudos, que deba retirarse. Cuando levanta los ojos, el Doctor tiene la oreja en el pecho del Coronel y está tomándole el pulso. Se pone de pie y hace un gesto expresivo. Un desorden cunde al instante y Cunha Matos y Tamarindo se ponen a discutir a gritos mientras Olimpio de Castro le dice a Souza Ferreiro que los restos del Coronel no pueden ser vejados.
—Una retirada ahora, en la oscuridad, es insensatez —grita Tamarindo—. ¿Adonde? ¿Por dónde? ¿Voy a mandar al sacrificio a hombres extenuados, que han combatido todo un día? Mañana…
—Mañana no quedarán aquí ni los muertos —gesticula Cunha Matos—. ¿No ve que el Regimiento se desintegra, que no hay mando, que si no se los reagrupa ahora los van a cazar como a conejos?
—Agrúpelos, haga lo que quiera, yo permaneceré aquí hasta el amanecer, para llevar a cabo una retirada en regla. —El Coronel Tamarindo se vuelve a Olimpio de Castro —: Trate de llegar hasta la artillería. Esos cuatro cañones no deben caer en manos del enemigo. Que Salomáo da Rocha los destruya. —Sí, Excelencia.
El Capitán y Cunha Matos salen juntos de la tienda y el periodista miope los sigue, como autómata. Los oye y no cree lo que oye:
—Esperar es una locura, Olimpio, hay que retirarse ahora o nadie llegará vivo a mañana. —Yo voy a tratar de alcanzar a la artillería —lo corta Olimpio de Castro—. Es una locura, tal vez, pero mi obligación es obedecer al nuevo comandante.
El periodista miope lo sacude del brazo, le susurra: «Su cantimplora, estoy muriéndome de sed». Bebe con avidez, atorándose, mientras el Capitán lo aconseja: —No se quede_ con nosotros, el Mayor tiene razón, esto va mal. Márchese. ¿Marcharse? ¿Él solo, por la caatinga, en la oscuridad? Olimpio de Castro y Cunha Matos desaparecen, dejándolo confuso, miedoso, petrificado. Hay a su alrededor gente que corre o camina de prisa. Da unos pasos en una dirección, en otra, regresa hacia la tienda de campaña, pero alguien le da un empellón y lo hace cambiar de rumbo. «Déjenme ir con ustedes, no se vayan», grita, y un soldado lo anima, sin volverse: «Corre, corre, ya están subiendo, ¿no oyes los pitos?». Sí, los oye. Echa a correr detrás de ellos, pero tropieza, varias veces, y queda rezagado. Se apoya en una sombra que parece un árbol, pero apenas lo toca siente que se mueve. «Desáteme, por amor de Dios», oye. Y reconoce la voz del cura de Cumbe que respondía al interrogatorio de Moreira César, chillando también ahora con el mismo pánico: «Desáteme, desáteme, me están comiendo las hormigas».
—Sí, sí —tartamudea el periodista miope, sintiéndose feliz, acompañado—. Lo desato, lo desato.
—Vámonos de una vez —le rogó el Enano—. Vámonos, Jurema, vámonos. Ahora que no hay cañonazos.
Jurema había permanecido allí, mirando a Rufino y a Gall, sin darse cuenta que el sol doraba la caatinga, secaba las gotas y evaporaba la humedad del aire y de los matorrales. El Enano la remecía.
—¿Adonde vamos a ir? —contestó, sintiendo gran cansancio y un peso en el estómago. —A Cumbe, a Geremoabo, a cualquier parte —insistió el Enano, tirando de ella.
—¿Y por dónde se va a Cumbe, a Geremoabo? —murmuró Jurema—. ¿Acaso sabemos? ¿Acaso tú sabes?
— ¡No importa! ¡No importa! —chilló el Enano, jalándola—. ¿No oíste a los yaguznos? Van a pelear aquí, van a caer tiros aquí, nos van a matar.
Jurema se incorporó y dio unos pasos hacia la manta de yerbas trenzadas con la que los yaguznos la cubrieron al rescatarla de los soldados. La sintió mojada. La echó encima de los cadáveres del rastreador y del forastero, procurando cubrirles las partes más lastimadas: torsos y cabezas. Luego, con brusca decisión de vencer el sopor, tomó la dirección por la que recordaba haber visto irse a Pajeú. Inmediatamente sintió en su mano derecha la mano pequeñita y regordeta. —¿Adonde vamos? —dijo el Enano—. ¿Y los soldados?
Ella encogió los hombros. Los soldados, los yaguznos, qué más daba. Se sentía harta de todo y de todos y con el único deseo de olvidar lo que había visto. Iba arrancando hojas y ramitas para chuparles el jugo. —Tiros —dijo el Enano—. Tiros, tiros.
Eran descargas cerradas, que en unos segundos impregnaron la caatinga densa, serpenteante, que parecía multiplicar las ráfagas y salvas. Pero no se veía a ser viviente por los alrededores: sólo una tierra trepadora, cubierta de zarzas y hojas desprendidas de los árboles por la lluvia, charcas fangosas y una vegetación de macambiras con ramas como garras y mandacarús y xiquexiques de puntas aceradas. Había perdido las sandalias en algún momento de la noche y, aunque buena parte de su vida anduvo descalza, sentía los pies heridos. El cerro era cada vez más empinado. El sol caía de lleno en la cara y parecía recomponer, resucitar, sus miembros. Supo que ocurría algo por las uñas del Enano, que se le incrustaron. A cuatro metros los apuntaba una escopeta de caño corto y boca ancha, sujeta por un hombre boscoso, de piel de corteza, extremidades ramosas y pelos que eran penachos de yerbas.
—Largo de aquí —dijo el yagunzo, sacando la cara del manto—. ¿No te dijo Pajeú que te fueras a la entrada de Geremoabo? —No sé cómo ir —respondió Jurema.
«Shhht, shhht», oyó al momento, en varias partes, como si los matorrales y los cactos se pusieran a hablar. Vio que asomaban cabezas de hombres, entre la enramada. —Escóndelos —escuchó ordenar a Pajeú, sin saber de dónde salía la voz, y se sintió empujada al suelo, aplastada por un cuerpo de hombre que, a la vez que la envolvía en su manto de yerbas, le soplaba: «Shhht, shhht». Permaneció inmóvil, con los ojos entrecerrados, espiando. Sentía en el oído el aliento del yagunzo y pensaba si el Enano estaría también así como ella. Vio a los soldados. Se le encabritó el corazón al verlos tan cerca. Venían en columna de a dos, con sus pantalones de tiras rojas y sus casacas azuladas, sus botines negros y el fusil con la bayoneta desnuda. Contuvo la respiración, cerró los ojos, esperando que reventaran los disparos, pero como no ocurría volvió a abrirlos y ahí estaban siempre los soldados, pasando. Podía verles los ojos encandilados por la ansiedad o devastados por la falta de sueño, las caras impávidas o sobrecogidas, y oír palabras sueltas de sus diálogos. ¿No era increíble que tantos soldados cruzaran sin descubrir que había yagunzos casi tocándolos, casi pisándolos?
Y en ese momento la caatinga se encendió en una reventazón de pólvora que, un segundo, le recordó la fiesta de San Antonio, en Queimadas, cuando venía el circo y se quemaban cohetes. Alcanzó a ver, entre la fusilería, una lluvia de siluetas enyerbadas, que caían o se alzaban contra los uniformados, y en medio del humo y del trueno de los tiros se sintió libre del que la sujetaba, izada, arrastrada, a la vez que le decían: «Agáchate, agáchate». Obedeció, encogiéndose, hundiendo la cabeza, y corrió a todo lo que le daban sus fuerzas, esperando en cualquier momento el impacto de los balazos en su espalda, deseándolos casi. La carrera la empapó de sudor y era como si fuera a escupir el corazón. Y en eso vio al caboclo sin nariz ahí a su lado, mirándola con cierta sorna:
—¿Quién ganó la pelea? ¿Tu marido o el alunado? —Se mataron los dos —acezó.
—Mejor para ti —comentó Pajeú, con una sonrisa—. Ahora podrás buscarte otro marido, en Belo Monte.
El Enano estaba a su lado, también jadeando. Ella divisó a Canudos. Se extendía al frente, a lo ancho y a lo largo, sacudido por explosiones, lenguas de fuego, humaredas diseminadas, bajo un cielo que contradecía ese desorden por lo limpio y azul, en el que el sol reverberaba. Los ojos se le llenaron de lágrimas y tuvo un ramalazo de odio contra esa ciudad y esos hombres, entrematándose en esas callecitas como madrigueras. Su desgracia comenzó por ese lugar; por Canudos fue el forastero a su casa y así arrancaron las desventuras que la habían dejado sin nada ni nadie en el mundo, perdida en una guerra. Deseó con toda su alma un milagro, que no hubiera ocurrido nada y que ella y Rufino estuvieran como antes, en Queimadas.
—No llores, muchacha —le dijo el caboclo—. ¿No sabes? Los muertos van a resucitar. ¿No has oído? Existe la resurrección de la carne.
Hablaba tranquilo, como si él y sus hombres no acabaran de tirotearse con los soldados. Se limpió las lágrimas con la mano y echó una ojeada, reconociendo el lugar. Era un atajo entre los cerros, una especie de túnel. A su izquierda había un techo de piedras y rocas sin vegetación que le ocultaban la montaña, y a su derecha la caatinga, algo raleada, descendía hasta desaparecer en una extensión pedregosa que, más allá de un río de ancho cauce, se volvía una confusión de casitas de tejas rojizas y fachadas contrahechas. Pajeú le puso algo en la mano y sin ver qué era se lo llevó a la boca. Devoró a poquitos la fruta de pulpa blanda y ácida. Los enyerbados se fueron esparciendo, pegándose a los matorrales, hundiéndose en escondites cavados en la tierra. Otra vez la mano regordeta buscó la suya. Sintió pena y cariño por esa presencia familiar. «Métanse ahí», ordenó Pajeú, apartando unas ramas. Cuando estuvieron acuclillados en el foso, les explicó, señalando las rocas: «Ahí están los perros». En el hueco había otro yagunzo, un hombre sin dientes que se arrimó para hacerles sitio. Tenía una ballesta y un carcaj repleto de dardos. —¿Qué va a pasar? —susurró el Enano.
—Cállate —dijo el yagunzo—. ¿No has oído? Los heréticos están encima nuestro. Jurema espió entre las ramas. Los tiros continuaban, dispersos, intermitentes, y allí seguían las nubéculas y llamas de los incendios, pero no alcanzaba a ver desde su escondrijo a las figuritas uniformadas que había visto cruzando el río y desapareciendo en el poblado. «Quietos» , dijo el yagunzo y por segunda vez en el día los soldados surgieron de la nada. Esta vez eran jinetes, en filas de a dos, montados en animales pardos, negros, bayos, moteados, relinchantes, que, a una distancia increíblemente próxima, se descolgaban de la pared de rocas de su izquierda y se precipitaban a galope hacia el río. Parecían a punto de rodar en esa bajada casi vertical, pero mantenían el equilibrio y ella los veía pasar, raudos, usando las patas traseras como freno. Estaba mareada por las caras sucesivas de los jinetes y los sables que los oficiales llevaban en alto, señalando, cuando hubo un encrespamiento de la caatinga. Los enyerbados salían de los huecos, de las rama y disparaban sus escopetas o, como el yagunzo que había estado con ellos y reptaba ahora pendiente abajo, los flechaban con sus dardos que hacían un ruido silbante de cobra. Oyó, clarísima, la voz de Pajeú: «A los caballos, a los que tienen machetes». Ya no se podía ver a los jinetes, pero los imaginaba chapoteando en el río —entre la fusilería y un remoto rebato de campanas distinguía relinchos — y recibiendo en las espaldas, sin saber de dónde, esos dardos y balas que veía y oía disparar a los yagunzos desparramados a su alrededor. Algunos, de pie, apoyaban la carabina o las ballestas en las ramas de los mandacarús. El caboclo sin nariz no disparaba. Con las manos iba moviendo hacia la derecha y hacia abajo a los enyerbados. En eso, le apretaron el vientre. El Enano apenas le permitía respirar. Lo sentía temblando. Lo remeció con las dos manos: «Ya pasaron, ya se fueron, mira». Pero cuando ella también miró, había ahí otro jinete, en un caballo blanco, que descendía la roca con las crines alborotadas. El pequeño oficial sujetaba las riendas con una mano y con la otra blandía un sable. Estaba tan cerca que vio su cara fruncida, sus ojos incendiados, y un momento después lo vio encogerse. Su cara se apagó de golpe. Pajeú le estaba apuntando y pensó que era él quien le había disparado. Vio caracolear al caballo blanco, lo vio girar en una de esas piruetas con que se lucían los vaqueros en las ferias, y, con el jinete colgado del pescuezo, lo vio desandar el camino, subir la cuesta, y, cuando desaparecía, volvió a ver a Pajeú apuntándolo y, sin duda, disparándole.
—Vámonos, vámonos, estamos en medio de la guerra —lloriqueó el Enano, incrustándose de nuevo contra ella.
Jurema lo insultó: «Cállate, estúpido, cobarde». El Enano enmudeció, se apartó y la miró asustado, implorándole perdón con los ojos. El ruido de explosiones, de disparos, de clarines, de campanas continuaba y los enyerbados desaparecían, corriendo o arrastrándose por esa lomada boscosa que iba a perderse en el río y en Canudos. Buscó a Pajeú y el caboclo tampoco estaba. Se habían quedado solos. ¿Qué debía hacer? ¿Permanecer allí? ¿Seguir a los yagunzos? ¿Buscar una trocha que la alejara de Canudos? Sintió fatiga, agarrotamiento de músculos y huesos, como si su organismo protestara contra la sola idea de moverse. Se apoyó contra la pared húmeda del foso y cerró los ojos. Flotó, se hundió en el sueño.
Cuando, removida por el Enano, oyó que éste le pedía disculpas por despertarla, le costó moverse. Los huesos le dolían y tuvo que frotarse el cuello. Era ya tarde, por las sombras en sesgo y lo amortiguada que caía la luz. Ese ruido atronador no era del sueño. «¿Qué pasa?», preguntó, sintiendo la lengua reseca e hinchada. «Se acercan, ¿no los oyes?», murmuró el Enano, señalando la pendiente. «Hay que ir a ver», dijo Jurema. El Enano se le prendió, tratando de atajarla, pero cuando ella salió del foso, la siguió gateando. Bajó hasta las rocas y zarzas donde había visto a Pejeú y se acuclilló. Pese a la polvareda, divisó en las faldas de los cerros del frente un hervidero de hormigas oscuras, y pensó que más soldados bajaban hacia el río, pero pronto comprendió que no bajaban sino subían, que huían de Canudos. Sí, no había duda, salían del río, corrían, trataban de ganar las cumbres y vio, en la otra margen, a grupos de hombres que disparaban y correteaban a soldados aislados que surgían de entre las casuchas, tratando de ganar la orilla. Sí, los soldados se estaban escapando y eran los yagunzos quienes ahora los perseguían. «Vienen para acá», gimoteó el Enano y a ella se le heló el cuerpo al advertir que, por observar los cerros del frente, no se había dado cuenta que la guerra tenía lugar también a sus pies, a ambas orillas del Vassa Barris. De ahí venía el bullicio con el que creyó soñar.
Medio borrados por el terral y el humo que deformaba cuerpos, rostros, vislumbró, en una confusión de vértigo, caballos tumbados y varados en las orillas del río, algunos agonizando, pues movían sus largos pescuezos como pidiendo ayuda para salir de esa agua fangosa donde iban a morir ahogados o desangrados. Un caballo sin jinete, de sólo tres patas, brincaba enloquecido queriendo morderse la cola, entre soldados que vadeaban el río con los fusiles sobre las cabezas, y otros aparecían corriendo, gritando, de entre las paredes de Canudos. Irrumpían de a dos y de a tres, a la carrera, a veces de espaldas como alacranes, y se tiraban al agua con la intención de ganar la pendiente donde estaban ella y el Enano. Les disparaban de alguna parte porque algunos caían rugiendo, aullando, y había uniformados que comenzaban a trepar las rocas.
—Nos van a matar, Jurema —lloriqueó el Enano.
Sí, pensó ella, nos van a matar. Se puso de pie, cogió al Enano, y gritó: «Corre, corre». Se lanzó cuesta arriba, por la parte más tupida de la caatinga. Muy pronto se fatigó pero encontró ánimos para seguir en el recuerdo del soldado que había caído sobre ella en la mañana. Cuando ya no pudo correr, siguió andando. Pensaba, compadecida, en lo extenuado que debía estar el Enano, con sus piernas cortitas, a quien, sin embargo, no había sentido quejarse y que había corrido prendido con firmeza de su mano. Cuando se detuvieron, oscurecía. Se hallaban en la otra vertiente, el terreno era plano a ratos y la vegetación se había enredado. El ruido de la guerra se oía lejos. Se dejó caer en el suelo y a ciegas cogió yerbas y se las llevó a la boca y las masticó, despacio, hasta sentir su juguito ácido en el paladar. Escupió, cogió otro puñado y así fue burlando la sed. El Enano, un bulto inmóvil, hacía lo mismo. «Hemos corrido horas», le dijo, pero no oyó su voz y pensó que seguramente él tampoco tenía fuerzas para hablarle. Lo tocó en el brazo y él le apretó la mano, con gratitud. Así estuvieron, respirando, masticando y escupiendo briznas, hasta que entre el ramaje raleado de la favela se encendieron las estrellas. Viéndolas, Jurema se acordó de Rufino, de Gall. A lo largo del día los habrían picoteado los urubús, las hormigas y las lagartijas y ya habrían comenzado a pudrirse. Nunca más vería esos restos que, a lo mejor, estaban ahí a pocos metros, abrazados. Las lágrimas le mojaron la cara. En eso oyó voces, muy cerca, y buscó y encontró la mano aterrada del
Enano, contra el que una de las dos siluetas acababa de chocar. El Enano chilló como si lo hubieran acuchillado.
—No disparen, no nos maten —ululó una voz muy próxima—. Soy el Padre Joaquim, soy el párroco de Cumbe. ¡Somos gente de paz!
—Nosotros somos una mujer y un enano. Padre —dijo Jurema, sin moverse—. También somos gente de paz. Esta vez sí le salió la voz.
Al estallar el primer cañonazo de esa noche, la reacción de Antonio Vilanova, pasado el atolondramiento, fue proteger al santo con su cuerpo. Igual cosa hicieron Joáo Abade y Joáo Grande, el Beatito y Joaquim Macambira y su hermano Honorio, de modo que se encontró cogido con ellos de los brazos, rodeando al Consejero, y calculando la trayectoria de la granada, que debía haber caído por San Cipriano, la callejuela de los curanderos, brujos, yerbateros y ahumadores de Belo Monte. ¿Cuál o cuáles de esas cabañas de viejas que curaban el mal de ojo con bebedizos de jurema y manacá, o de esos hueseros que componían el cuerpo a jalones, habían volado por los aires? El Consejero los sacó de la parálisis: «Vamos al Templo». Mientras, tomados de los brazos, se internaban por Campo Grande en dirección a las iglesias, Joáo Abade comenzó a gritar que apagaran la lumbre de las casas, pues mecheros y fogatas era señuelos para el enemigo. Sus órdenes eran repetidas, extendidas y obedecidas: a medida que dejaban atrás los callejones y barracas del Espíritu Santo, de San Agustín, del Santo Cristo, de los Papas y de María Magdalena, que se ramificaban a las márgenes de Campo Grande, las viviendas desaparecían en las sombras. Frente a la pendiente de los Mártires, Antonio Vilanova oyó a Joáo Grande decir al Comandante de la Calle: «Anda a dirigir la guerra, nosotros lo llevaremos sano y salvo». Pero el ex–cangaceiro estaba aún con ellos cuando estalló el segundo cañonazo que los hizo soltarse y ver tablas y cascotes, tejas y restos de animales o personas suspendidos en el aire, en medio de la llamarada que iluminó Canudos. Las granadas parecían haber estallado en Santa Inés, donde los campesinos que trabajaban las huertas de frutales, o en esa aglomeración continua en la que coincidían tantos cafusos, mulatos y negros que llamaban el Mocambo. El Consejero se separó del grupo en la puerta del Templo del Buen Jesús, al que entró seguido por una multitud. En las tinieblas, Antonio Vilanova sintió que el descampado se atestaba con la gente que había seguido la procesión y que ya no cabía en las iglesias. «¿Tengo miedo?», pensó, sorprendido de su inanición, ese deseo de acuclillarse allí con los hombres y mujeres que lo rodeaban. No, no era miedo. En sus años de comerciante, cruzando los sertones con mercaderías y dinero, había corrido muchos riesgos sin asustarse. Y aquí, en Canudos, como le recordaba el Consejero, había aprendido a sumar, a encontrar sentido a las cosas, una razón última para todo lo que hacía y eso lo había liberado de ese temor que, antes, en ciertas noches de desvelo, llenaba su espalda de sudor helado. No era miedo sino tristeza. Una mano recia lo sacudió: —¿No oyes, Antonio Vilanova? —oyó que le decía Joáo Abade—. ¿No ves que están aquí? ¿No hemos estado preparándonos para recibirlos? ¿Qué esperas? —Perdóname —murmuró pasándose la mano por el cráneo semipelado—. Estoy aturdido. Sí, sí, voy.
—Hay que sacar a la gente de aquí —dijo el ex–cangaceiro, remeciéndolo—. Si no, morirán despedazados.
—Voy, voy, no te preocupes, todo funcionará —dijo Antonio—. No fallaré. Llamó a gritos a su hermano, tropezando entre la muchedumbre, y al poco rato lo sintió: «Aquí estoy, compadre». Pero, mientras él y Honorio se ponían en acción, exhortando a la gente a ir a los refugios cavados en las casas y llamaban a los aguateros para que recogieran las parihuelas y desandaban Campo Grande rumbo al almacén, Antonio seguía luchando contra una tristeza que le laceraba el alma. Había ya muchos aguateros, esperándolo. Les repartió las camillas de pitas y cortezas y envió a unos en dirección de las explosiones y ordenó a otros que aguardaran. Su mujer y su cuñada habían partido a las Casas de Salud y los hijos de Honorio se hallaban en la trinchera de Umburanas. Abrió el depósito que había sido antaño caballeriza y era ahora la armería de Canudos y
sus ayudantes sacaron a la trastienda las cajas de explosivos y de proyectiles. Los instruyó para que sólo entregaran municiones a Joáo Abade o a emisarios enviados por él. Dejó a Honorio encargado de la distribución de pólvora y con tres ayudantes corrió por los meandros de San Eloy y San Pedro hasta la forja del Niño Jesús, donde los herreros, por indicación suya, desde hacía una semana habían dejado de fabricar herraduras, azadas, hoces, facas, para día y noche convertir en proyectiles de trabucos y bacamartes los clavos, latas, fierros, ganchos y toda clase de objetos de metal que se pudo reunir. Encontró a los herreros confusos, sin saber si la orden de apagar los mecheros y hogueras también era para ellos. Les hizo encender la fragua y reanudar la tarea, después de ayudarlos a taponar las rendijas de los tabiques que miraban a los cerros. Cuando regresaba al almacén, con un cajón de municiones que olían a azufre, dos obuses cruzaron el cielo y fueron a estrellarse lejos, hacia los corrales. Pensó que varios chivos habrían quedado desventrados y despatarrados, y quizá algún pastor, y que muchas cabras habrían salido despavoridas y se estarían quebrando las patas y arañando en las breñas y los cactos. Entonces se dio cuenta por qué estaba triste. «Otra vez va a ser destruido todo, se va a perder todo», pensó. Sentía gusto a ceniza en la boca. Pensó: «Como cuando la peste en Assaré, como cuando la sequía en Joazeiro, como cuando la inundación en Caatinga do Moura». Pero quienes bombardeaban Belo Monte esta noche eran peores que los elementos adversos, más nocivos que las plagas y las catástrofes. «Gracias por hacerme sentir tan cierta la existencia del Perro —rezó—. Gracias, porque así sé que tú existes, Padre.» Oyó las campanas, muy fuertes, y su repiqueteo le hizo bien.
Encontró a Joáo Abade y una veintena de hombres llevándose las municiones y la pólvora: eran seres sin caras, bultos que se movían silenciosamente mientras la lluvia caía de nuevo, removiendo el techo. «¿Te llevas todo?», le preguntó, extrañado, pues el propio Joáo Abade había insistido para que el almacén fuera el centro distribuidor de armas y pertrechos. El Comandante de la Calle sacó al ex–comerciante al lodazal en que estaba convertido Campo Grande. «Están estirándose desde este extremo hasta ahí», le indicó, señalando las lomas de la Favela y el Cambaio. «Van a atacar por estos dos lados. Si la gente de Joaquim Macambira no resiste, este sector será el primero en caer. Es mejor repartir las balas desde ahora.» Antonio asintió: «¿Dónde vas a estar?», dijo. «Por todas partes», repuso el ex–cangaceiro. Los hombres esperaban con los cajones y las bolsas en los brazos.
—Buena suerte, Joáo —dijo Antonio—. Voy a las Casas de Salud. ¿Algún encargo para Catarina?
El ex–cangaceiro vaciló. Luego dijo, despacio:
—Si me matan, debe saber que aunque ella perdonara lo de Custodia, yo no lo perdoné. Desapareció en la noche húmeda, en la que acababa de estallar un cañonazo. —¿Usted entendió el mensaje de Joáo a Catarina, compadre? —dijo Honorio. —Es una historia antigua, compadre —le repuso.
A la luz de una vela, sin hablarse, oyendo el diálogo de las campanas y los clarines y, a ratos, el bramido del cañón, estuvieron disponiendo víveres, vendas, remedios. Poco después llegó un chiquillo a decir, de parte de Antonia Sardelinha, que habían traído muchos heridos a la Casa de la Salud de Santa Ana. Cogió una de las cajas con yodoformo sustrato de bismuto y calomelano que había encargado al Padre Joaquim y fue a llevársela, después de decir a su hermano que descansara un rato pues lo bravo vendría con el amanecer.
La Casa de Salud de la pendiente de Santa Ana era un manicomio. Se escuchaban llantos y quejidos y Antonia Sardelinha, Catarina y las otras mujeres que iban allí a cocinar para los ancianos, inválidos y enfermos apenas podían moverse entre los parientes y amistades de los heridos que las tironeaban y exigían que atendieran a sus víctimas. Estas yacían unas sobre otras, en el suelo, y eran a veces pisoteadas. Imitado por los aguateros, Antonio obligó a salir del local a los intrusos y puso a aquéllos a cuidar la puerta mientras ayudaba a curar y vendar a los heridos. Los bombardeos habían volado dedos y manos, abierto boquetes en los cuerpos y a una mujer la explosión le arrancó una pierna. ¿Cómo podía estar viva?, se preguntaba Antonio, mientras la hacía aspirar alcohol. Sus sufrimientos debían ser tan terribles que lo mejor que podía ocurrirle era
morir cuanto antes. El boticario llegó cuando la mujer expiraba en sus brazos. Venía de la otra Casa de Salud, donde, dijo, había tantas víctimas como en ésta, y de inmediato ordenó que arrinconaran en el gallinero a los cadáveres, que reconocía de una simple ojeada. Era la única persona de Canudos con alguna instrucción médica y su presencia calmó al recinto. Antonio Vilanova encontró a Catarina mojándole la frente a un muchacho, con brazalete de la Guardia Católica, al que una esquirla había vaciado un ojo y abierto el pómulo. Estaba prendido con avidez infantil de ella, que le canturreaba entre dientes.
—Joáo me dio un recado —le dijo Antonio. Y le repitió las palabras del cangaceiro. Catarina se limitó a hacer un ligero movimiento de cabeza. Esta mujer flaca, triste y callada resultaba un misterio para él. Era servicial, devota, y parecía ausente de todo y de todos. Ella y Joáo Abade vivían en la calle del Niño Jesús, en una cabañita aplastada por dos casas de tablas y preferían andar solos. Antonio los había visto, muchas veces, paseándose por los sembríos de detrás del Mocambo, enfrascados en una conversación interminable. «¿Lo vas a ver a Joáo?», le preguntó. «Tal vez. ¿Qué quieres que le diga?» «Que si se condena, quiero condenarme», dijo suavemente Catarina. El resto de la noche pasó, para el ex–comerciante, acondicionando enfermerías en dos viviendas de la trocha a Geremoabo, de las que tuvo que trasladar a sus moradores a casas de vecinos. Mientras con sus auxiliares despejaba el lugar y hacía traer tarimas, camastros, mantas, baldes de agua, remedios, vendas, volvió a sentirse invadido por la tristeza. Había costado tanto que esta tierra diera de nuevo, trazar y cavar canales, roturar y abonar ese pedregal para que se aclimataran el maíz y el fréjol, las habas y la caña, los melones y las sandías, y había costado tanto traer, cuidar, hacer reproducirse a las cabras y a los chivos. Había sido preciso tanto trabajo, tanta fe, tanta dedicación de tanta gente para que estos sembríos y corrales fueran lo que eran. Y ahora los cañonazos estaban acabando con ellos e iban a entrar los soldados a acabar con unas gentes que se habían reunido allí para vivir en amor a Dios y ayudarse a sí mismas ya que nunca las habían ayudado. Se esforzó por quitarse esos pensamientos que le provocaban aquella rabia contra la que predicaba el Consejero. Un ayudante vino a decirle que los canes estaban bajando de los cerros.
Era el amanecer, había una algarabía de cornetas, las laderas se movían con formas rojiazules. Sacando el revólver de su funda, Antonio Vilanova echó a correr al almacén de la calle Campo Grande, donde llegó a tiempo para ver, cincuenta metros adelante, que las líneas de soldados habían cruzado el río y franqueaban la trinchera del viejo Joaquim Macambira, disparando a diestra y siniestra.
Honorio y media docena de ayudantes se habían atrincherado en el local, detrás de barriles, mostradores, camastros, cajones y sacos de tierra, por los que Antonio y sus auxiliares treparon a cuatro manos, jalados por los de adentro. Jadeante, se instaló de manera que pudiera tener un buen punto de mira hacia el exterior. La balacera era tan fuerte que no oía a su hermano, pese a estar codo con codo. Espió por la empalizada de trastos: unas nubes terrosas avanzaban, procedentes del río, por Campo Grande y las cuestas de San José y de Santa Ana. Vio humaredas, llamas. Estaban quemando las casas, querían achicharrarlos. Pensó que su mujer y su cuñada estaban allá abajo, en Santa Ana, tal vez asfixiándose y chamuscándose con los heridos de la Casa de Salud y sintió otra vez rabia. Varios soldados surgieron del humo y la tierra, mirando con locura a derecha y a izquierda. Las bayonetas de sus largos fusiles destellaban, vestían casacas azules y pantalones rojos. Uno lanzó una antorcha por encima de la empalizada. «Apágala», rugió Antonio al muchacho que tenía a su lado, mientras apuntaba al pecho al soldado más cercano. Disparó, casi sin ver, por la densa polvareda, con los tímpanos que le reventaban, hasta que su revólver se quedó sin balas. Mientras lo cargaba, de espaldas contra un tonel, vio que Pedrín, el muchacho al que había mandado apagar la antorcha, permanecía sobre el madero embreado, con la espalda sangrando. Pero no pudo ir hacia él pues, a su izquierda, la empalizada se desmoronó y dos soldados se metieron por allí, estorbándose uno al otro. «Cuidado, cuidado», gritó, disparándoles, hasta sentir de nuevo que el gatillo golpeaba el percutor vacío. Los dos soldados habían caído y cuando llegó a ellos, con el cuchillo en la mano, tres ayudantes los remataban con sus facas, maldiciéndolos. Buscó y sintió alegría al ver a Honorio indemne,
sonriéndole. «¿Todo bien, compadre?», le dijo y su hermano asintió. Fue a ver a Pedrín. No estaba muerto, pero además de la herida en la espalda se había quemado las manos. Lo cargó al cuarto de al lado y lo depositó sobre unas mantas. Tenía la cara mojada. Era un huérfano, que él y Antonia habían recogido a poco de instalarse en Canudos. Oyendo que se reanudaba el tiroteo, lo abrigó y se separó de él, diciéndole: «Ya vuelvo a curarte, Pedrín».
En la empalizada, su hermano disparaba con un fusil de los soldados y los auxiliares habían tapado la abertura. Volvió a cargar su revólver y se instaló junto a Honorio, quien le dijo: «Acaban de pasar unos treinta». El tiroteo, atronador, parecía cercarlos. Escudriñó lo que ocurría en la cuesta de Santa Ana y oyó que Honorio le decía: «¿Crees que Antonia y Asunción estarán vivas, compadre?». En eso vio, en el lodo, frente a la empalizada, a un soldado medio abrazado a su fusil y con un sable en la otra mano. «Necesitamos esas armas», dijo. Abrieron un boquete y se lanzó a la calle. Cuando se inclinaba a recoger el fusil, el soldado intentó levantar el sable. Sin vacilar, le hundió el puñal en el vientre, dejándose caer sobre él con todo su peso. Bajo el suyo, el cuerpo del soldado exhaló una especie de eructo, gruñó y se ablandó y quedó inmóvil. Mientras le arrancaba el puñal, el sable, el fusil y el morral, examinó la cara cenicienta, medio amarilla, una cara que había visto muchas veces entre los campesinos y vaqueros y sintió una sensación amarga. Honorio y los ayudantes estaban afuera, desarmando a otro soldado. Y en eso reconoció la voz de Joáo Abade. El Comandante de la Calle llegó como segregado por el terral. Venía seguido de dos hombres y los tres tenían lamparones de sangre.
—¿Cuántos son ustedes? —preguntó, a la vez que les hacía señas de que se arrimaran a la fachada de la casa–hacienda.
—Nueve —dijo Antonio—. Y adentro está Pedrín, herido.
—Vengan —dijo Joáo Abade, dando media vuelta—. Tengan cuidado, hay soldados metidos en muchas casas.
Pero el cangaceiro no tenía el menor cuidado, pues caminaba erecto, a paso rápido, por media calle, mientras iba explicando que atacaban las iglesias y el cementerio por el río y que había que impedir que los soldados se acercaran también por este lugar, pues el Consejero quedaría aislado. Quería cerrar Campo Grande con una barrera a la altura de los Mártires, ya casi en la esquina de la capilla de San Antonio.
Unos trescientos metros los separaban de allí y Antonio quedó sorprendido al ver los estragos. Había casas derruidas, desfondadas y agujereadas, escombros, altos de cascotes, tejas rotas, maderas carbonizadas entre las cuales aparecía a veces un cadáver, y nubes de polvo y humo que todo lo borraban, mezclaban, disolvían. Aquí y allá, como hitos del avance de los soldados, lengüetas de incendios. Colocándose al lado de Joáo Abade, le repitió el mensaje de Catarina. El cangaceiro asintió, sin volverse. Intempestivamente, se dieron con una patrulla de soldados en la bocacalle de María Magdalena y Antonio vio que Joáo saltaba, corría y lanzaba por el aire su faca como en las apuestas de puntería. Corrió también, disparando. Las balas silbaban a su alrededor y un instante después tropezó y cayó al suelo. Pero pudo pararse y esquivar la bayoneta que vio venir y arrastrar al soldado con él al fango. Golpeaba y recibía golpes sin saber si tenía en la mano la faca. De pronto sintió que el hombre con el que luchaba se encogía. Joáo Abade lo ayudó a levantarse.
—Recojan las armas de los perros —ordenaba, al mismo tiempo—. Las bayonetas, los morrales, las balas.
Honorio y dos auxiliares estaban inclinados sobre Anastasio, otro ayudante, tratando de incorporarlo.
—Es inútil, está muerto —los contuvo Joáo Abade—. Arrastren los cuerpos, para tapar la calle.
Y dio el ejemplo, cogiendo de un pie el cadáver más próximo y echando a andar en dirección a los Mártires. En la bocacalle, muchos yagunzos habían comenzado a levantar la barricada con todo lo que hallaban a mano. Antonio Vilanova se puso de inmediato a trabajar con ellos. Se escuchaban tiros, ráfagas, y al poco rato apareció un muchacho de la Guardia Católica a decir a Joáo Abade, que cargaba con Antonio las ruedas de una carreta, que los heréticos venían de nuevo hacia el Templo del Buen Jesús. «Todos allá»,
gritó Joáo Abade y los yagunzos corrieron detrás de él. Entraron a la plaza al mismo tiempo que, del cementerio, desembocaban varios soldados, dirigidos por un joven rubio que blandía un sable y disparaba un revólver. Una cerrada fusilería, desde la capilla y las torres y techos del Templo en construcción, los atajó. «Síganlos, síganlos», oyó rugir a Joáo Abade. De las iglesias salieron decenas de hombres a sumarse a la persecución. Vio a Joáo Grande, enorme, descalzo, alcanzar al Comandante de la Calle y hablarle mientras corría. Los soldados se habían hecho fuertes detrás del cementerio y al entrar a San Cipriano los yagunzos fueron recibidos con una granizada de balas. «Lo van a matar», pensó Antonio, tirado en el suelo, al ver a Joáo Abade que, de pie en media calle, indicaba con gestos a quienes lo seguían que se refugiaran en las casas o se aplastaran contra la tierra. Luego, se acercó a Antonio, a quien le habló acuclillándose a su lado: —Regresa a la barricada y asegúrala. Hay que desalojarlos de aquí y empujarlos hacia donde les caerá Pajeú. Anda y que no se cuelen por el otro lado.
Antonio asintió y, un momento después, corría de regreso, seguido de Honorio, los auxiliares y otros diez hombres, a la encrucijada de los Mártires y Campo Grande. Le pareció recobrar al fin la conciencia, salir del aturdimiento. «Tú sabes organizar, —se dijo—. Y ahora hace falta eso, eso.» Indicó que los cadáveres y escombros del descampado fueran llevados a la barricada y él ayudó hasta que, en medio del trajín, oyó gritos en el interior de una vivienda. Fue el primero en entrar, abriendo el tabique de una patada y disparando al uniforme acuclillado. Estupefacto, comprendió que el soldado que había matado estaba comiendo; tenía en la mano el pedazo de charqui que sin duda acababa de coger del fogón. A su lado, el dueño de casa, un viejo, agonizaba con la bayoneta clavada en el estómago y tres chiquillos chillaban desaforados. «Qué hambre tendría —pensó—, para olvidarse de todo y dejarse matar con tal de tragar un bocado de charqui.» Con cinco hombres fue revisando las viviendas, entre la bocacalle y el descampado. Todas parecían un campo de batalla: desorden, techos con boquetes, muros partidos, objetos pulverizados. Mujeres, ancianos, niños armados de palos y trinches ponían cara de alivio al verlos o prorrumpían en una chachara frenética. En una casa encontró dos baldes de agua y después de beber y hacer beber a los otros, los arrastró a la barricada. Vio la felicidad con que Honorio y los demás bebían. Encaramándose en la barricada, observó por entre los trastos y los muertos. La única calle recta de Canudos, Campo Grande, lucía desierta. A su derecha, el tiroteo arreciaba entre incendios. «La cosa está brava en el Mocambo, compadre», dijo Honorio. Tenía la cara encarnada y cubierta de sudor. Le sonreía. «No nos van a sacar de aquí, ¿no es cierto?», dijo. «Claro que no, compadre», respondió Honorio. Antonio se sentó en una carreta y mientras cargaba su revólver —ya casi no le quedaban balas en los cinturones que le ceñían el vientre — vio que los yagunzos estaban en su mayoría armados con los fusiles de los soldados. Les estaban ganando la guerra. Se acordó de las Sardelinhas, allá abajo, en la cuesta de Santa Ana.
—Quédate aquí y dile a Joáo que he ido a la Casa de Salud a ver qué pasa —le dijo a su hermano.
Saltó al otro lado de la barricada, pisando las cadáveres acosados por miríadas de moscas. Cuatro yagunzos lo siguieron. «¿Quién les ordenó venir?», les gritó. «Joáo Abade», dijo uno de ellos. No tuvo tiempo de replicar, pues en San Pedro se vieron atrapados en un tiroteo: se luchaba en las puertas, en los techos y en el interior de las casas de la calle. Volvieron a Campo Grande y por allí pudieron bajar hacia Santa Ana, sin encontrar soldados. Pero en Santa Ana había tiros. Se agazaparon detrás de una casa que humeaba y el comerciante observó. A la altura de la Casa de Salud había otra humareda; de allí disparaban. «Voy a acercarme, esperen aquí», dijo, pero cuando reptaba, vio que los yagunzos reptaban a su lado. Unos metros más allá descubrió por fin a media docena de soldados, disparando no contra ellos sino contra las casas. Se incorporó y corrió hacia ellos a toda la velocidad de sus piernas, con el dedo en el gatillo, pero sólo disparó cuando uno de los soldados volvió la cabeza. Le descargó los seis tiros y lanzó la faca a otro que se le vino encima. Cayó al suelo y allí se prendió de las piernas del mismo o de otro soldado y, sin saber cómo, se encontró apretándole el cuello, con todas sus fuerzas. «Mataste dos perros, Antonio», dijo un yagunzo. «Los fusiles, las balas, quítenselas», respondió él. Las casas se abrían y salían grupos, tosiendo, sonriendo,
haciendo adiós. Ahí estaban Antonia, su mujer, y Asunción, y, detrás, Catarina, la mujer de Joáo Abade.
—Míralos —dijo uno de los yagunzos, sacudiéndolo—. Mira cómo se tiran al río. A derecha e izquierda, por sobre los techos encrespados de la cuesta de Santa Ana, había otras figuras uniformadas, aceleradas, trepando la pendiente, y otras se lanzaban al río, a veces arrojando sus fusiles. Pero le llamó más la atención advertir que muy pronto sería de noche. «Vamos a quitarles las armas», gritó con todas sus fuerzas. «Vamos, cabras, no se deja un trabajo sin terminar.» Varios yagunzos corrieron con él hacia el río y uno se puso a dar mueras a la República y al Anticristo y vivas al Consejero y al Buen Jesús.
En ese sueño que es y no es, duermevela que disuelve la frontera entre la vigilia y el dormir y que le recuerda ciertas noches de opio en su desordenada casita de Salvador, el periodista miope del Jornal de Noticias tiene la sensación de no haber dormido sino hablado y escuchado, dicho a esas presencias sin rostro que comparten con él la caatinga, el hambre y la incertidumbre, que para él lo más terrible no es estar extraviado, ignorante de lo que ocurrirá cuando despunte el día, sino haber perdido el bolsón de cuero y los rollos de papeles garabateados que tenía envueltos en sus pocas mudas de ropa. Está seguro de haberles contado también cosas que lo avergüenzan: que hace dos días, cuando se le acabó la tinta y se le partió la última pluma de ganso tuvo un acceso de llanto, como si se le hubiera muerto un familiar. Y está seguro —seguro de la manera incierta, inconexa, blanda, en que todo pasa, se dice o se recibe en el mundo del opio — que toda la noche ha masticado, sin asco, los manojos de yerbas, de hojas, de ramitas, quizá los insectos, las indescifrables materias, secas o húmedas, viscosas o sólidas, que se han pasado de mano en mano él y sus compañeros. Y está seguro que ha escuchado tantas confesiones íntimas como las que cree haber hecho. «Menos ella, todos tenemos un miedo inconmensurable», piensa. Así lo ha reconocido el Padre Joaquim, a quien ha servido de almohada y quien lo ha sido suya: que ha descubierto el verdadero miedo sólo hoy día, allá, amarrado a ese árbol, esperando que un soldado viniera a cortarle el pescuezo, oyendo el tiroteo, viendo las idas y venidas, la llegada de los heridos, un miedo infinitamente mayor que el que nunca ha sentido por nada y por nadie, incluidos el Demonio y el infierno. ¿Ha dicho estas cosas el cura gimiendo y a ratos pidiendo perdón a Dios por decirlas? Pero quien tiene más miedo todavía es el que ella dijo que es enano. Porque, con una vocecita tan deforme como debe ser su cuerpo, no ha cesado de lloriquear y de desvariar sobre mujeres barbudas, gitanos, forzudos y un hombre sin huesos que podía doblarse en cuatro. ¿Cómo será el Enano? ¿Será ella su madre? ¿Qué hacen aquí ese par? ¿Cómo es posible que ella no tenga miedo? ¿Qué tiene que es peor que el miedo? Pues el periodista miope ha percibido algo todavía más corrosivo, ruinoso, desgarrador, en el murmullo suave, esporádico, en el que la mujer no ha hablado de lo único que tiene sentido, el miedo a morir, sino de la porfía de alguien que está muerto, sin enterrar, mojándose, helándose, mordido por toda clase de bichos. ¿Será una loca, alguien que ya no tiene miedo porque lo tuvo tanto que enloqueció? Siente que lo remecen. Piensa: «Mis anteojos». Ve una claridad verdosa, sombras móviles. Y mientras palpa su cuerpo, su alrededor, oye al Padre Joaquim: «Despierte, ya amanece, tratemos de encontrar el camino de Cumbe». Los halla al fin, entre sus piernas, intactos. Los limpia, se incorpora, balbucea «vamos, vamos», y al ponerse los anteojos y definirse el mundo ve al Enano: en efecto, es pequeñísimo como un niño de diez años y con una cara constelada de pliegues. Está de la mano de ella, una mujer sin edad, con los pelos sueltos, tan delgada que la piel parece superpuesta a sus huesos. Ambos están cubiertos de barro, con las ropas destrozadas, y el periodista miope se pregunta si él dará también, como ellos y como el curita fortachón, que se ha puesto a caminar decidido rumbo al sol, esa impresión de desgreñamiento, de abandono, de indefensión. «Estamos al otro lado de la Favela», dice el Padre Joaquim. «Por aquí deberíamos salir a la trocha de Bendengó. Dios quiera que no haya soldados…» «Pero habrá», piensa el periodista miope. O, en vez de ellos, yagunzos. Piensa: «No somos
nada, no estamos en uno ni en otro bando. Nos matarán». Camina, sorprendido de no estar cansado, viendo delante la filiforme silueta de la mujer y el Enano que salta para no atrasarse. Andan mucho rato, sin cambiar palabra, en ese orden. En la madrugada soleada oyen cantos de pájaros, bordoneo de insectos y ruidos múltiples, confusos, disímiles, crecientes: tiros aislados, campanas, el ulular de una corneta, tal vez una explosión, tal vez voces humanas. El curita no se desvía, parece saber adonde va. La caatinga comienza a ralear y empequeñecerse de matorrales y cactos, hasta convertirse en tierra escarpada, al descubierto. Marchan paralelos a una línea rocosa que les oculta la visión de la derecha. Una media hora después alcanzan la cresta de ese horizonte rocoso y al mismo tiempo que la exclamación del cura, el periodista miope ve qué la motiva: casi junto a ellos están los soldados y detrás, delante, a los costados, los yagunzos. «Miles», murmura el periodista miope. Tiene ganas de sentarse, de cerrar los ojos, de olvidarse. El Enano chilla: «Jurema, mira, mira». El cura cae de rodillas, para ofrecer menos bulto a las miradas y sus compañeros también se acuclillan. «Justamente, teníamos que caer en medio de la guerra», susurra el Enano. «No es la guerra, piensa el periodista miope. Es la fuga.» El espectáculo al pie de esas lomas cuya cumbre ocupan suspende su miedo. Así, no le hicieron caso al Mayor Cunha Matos, no se retiraron anoche y lo hacían sólo ahora, como quería el Coronel Tamarindo. Las masas de soldados sin orden ni concierto, que se aglomeran allá abajo en una extensión amplia, en partes apiñados y en otras distanciados, en un estado calamitoso, arrastrando las carretas de la Enfermería y cargando camillas, con los fusiles colgados de cualquier manera o convertidos en bastones y muletas, no se parecen en nada al Séptimo Regimiento del Coronel Moreira César que él recuerda, ese cuerpo disciplinado, cuidadoso del atuendo y las formas. ¿Lo habrán enterrado allá arriba? ¿Traerán sus restos en una de esas camillas, de esas carretas?
—¿Habrán hecho las paces? —murmura el cura, a su lado—. ¿Un armisticio, tal vez? La idea de una reconciliación le resulta extravagante, pero es verdad que algo extraño sucede allá abajo: no hay pelea. Y, sin embargo, soldados y yagunzos están cerca, cada momento más cerca. Los ojos miopes, ávidos, alucinados, saltan entre los grupos de yagunzos, esa indescriptible humanidad de atuendos estrafalarios, armada de escopetas, de carabinas, de palos, de machetes, de rastrillos, de ballestas, de piedras, con trapos en las cabezas, que parece encarnar el desorden, la confusión, como aquellos a quienes persiguen, o, más bien, escoltan, acompañan.
—¿Se habrán rendido los soldados? —dice el Padre Joaquim—. ¿Los llevarán prisioneros?
Los grandes grupos de yagunzos van por las faldas de los cerros, a uno y otro lado de la corriente ebria y dislocada de soldados, acercándoseles y constriñéndolos cada vez más. Pero no hay tiros. No, por lo menos, lo que había ayer en Canudos, esas ráfagas y explosiones, aunque a sus oídos llegan a veces tiros aislados. Y ecos de insultos e injurias: ¿qué otra cosa pueden ser esas hilachas de voces? A la retaguardia de la desastrada Columna el periodista miope reconoce de pronto al Capitán Salomáo da Rocha. El grupito de soldados que va a la cola, distanciado de los demás, con cuatro cañones tirados por mulas a las que azotan sin misericordia, queda completamente aislado cuando un grupo de yagunzos de los flancos echa a correr y se interpone entre ellos y el resto de los soldados. Los cañones ya no se mueven y el periodista miope está seguro que ese oficial —tiene un sable y una pistola, va de uno a otro de los soldados aplastados contra los mulares y cañones, dándoles sin duda órdenes, aliento, a medida que los yagunzos se cierran sobre ellos — es Salomáo da Rocha. Recuerda sus bigotitos recortados —sus compañeros le decían el Figurín — y su manía de hablar siempre de los adelantos anunciados en el catálogo de los Comblain, de la precisión de los Krupp y de esos cañones a los que puso nombre y apellido. Al ver pequeños brotes de humo comprende que se están disparando, a bocajarro, sólo que él, ellos, no oyen los disparos porque el viento corre en otra dirección. «Todo este tiempo han estado disparándose, matándose, insultándose, sin que nosotros oyéramos», piensa y deja de pensar, pues el grupo de soldados y cañones es bruscamente sumergido por los yagunzos que lo cercaban. Parpadeando, pestañeando, abriendo la boca el periodista miope ve que el oficial del sable resiste unos segundos la andanada de palos, picas, azadas, hoces,
machetes, bayonetas o lo que sean esos objetos oscuros, antes de desaparecer igual que los soldados, bajo la masa de asaltantes que ahora da saltos y sin duda gritos que no llega a oír. Oye, en cambio, relinchar a las mulas a las que tampoco ve. Se da cuenta que se ha quedado solo en ese parapeto desde el que ha visto la captura de la artillería del Séptimo Regimiento y la segura muerte de los soldados y el oficial que la servían. El párroco de Cumbe trota pendiente abajo, a veinte o treinta metros, seguido por la mujer y el Enano, derecho hacia los yagunzos. Todo su ser duda. Pero el miedo a quedarse solo allí es peor y se pone de pie y echa a correr también, pendiente abajo. Tropieza, resbala, cae, se levanta, hace equilibrio. Muchos yagunzos los han visto, hay caras que se ladean, levantan, hacia la pendiente por donde él baja, con una sensación de ridículo por su torpeza para pisar y mantenerse derecho. El cura de Cumbe, ahora diez metros delante, dice algo, grita y hace señas, gestos a los yagunzos. ¿Lo está denunciando, delatando? ¿Para congraciarse con ellos les dirá que es soldado, hará que…? y vuelve a rodar, aparatosamente. Da volteretas, gira como un tonel, sin sentir dolor, vergüenza, únicamente pensando en sus anteojos que de milagro siguen firmes en sus orejas cuando por fin se detiene y trata de incorporarse. Pero está tan magullado, aturdido y aterrado que no consigue hacerlo hasta que unos brazos lo levantan en peso. «Gracias», murmura y ve al Padre Joaquim palmeado, abrazado, besado en la mano por yagunzos que sonríen y muestran sorpresa, excitación. «Lo conocen —piensa—, si él se los pide no me matarán.»
—Yo mismo, yo mismo, Joáo, en cuerpo y alma —dice el Padre Joaquim a un hombre alto, fuerte, de piel curtida, embarrado, en medio de un corro de gente con sartas de balas en el cuello—, ningún espíritu, no me mataron, me escapé. Quiero volver a Cumbe, Joáo Abade, salir de aquí, ayúdame…
—Imposible, Padre, es peligroso, ¿no ve que hay tiros por todas partes? —dice el hombre—. Vaya a Belo Monte, hasta que la guerra pase.
«¿Joáo Abade?», piensa el periodista miope. «¿Joáo Abade también en Canudos?» Oye descargas de fusilería, súbitas, fuertes, ubicuas, y se le hiela la sangre: «¿Quién es el cabra cuatro ojos?», oye decir a Joáo Abade, señalándolo. «Ah, sí, un periodista, me ayudó a escapar, no es soldado. Y esa mujer y ese…», pero no puede concluir la frase por el tiroteo. «Regrese a Belo Monte, Padre, allá está despejado», dice Joáo Abade a la vez que corre pendiente abajo, seguido por los yagunzos que lo rodeaban. Desde el suelo, el periodista miope divisa de pronto, a lo lejos, al Coronel Tamarindo cogiéndose la cabeza en medio de una estampida de soldados. Hay un desorden y confusión totales; la Columna parece diseminada, pulverizada. Los soldados corren, desalados, despavoridos, perseguidos y, desde el suelo, la boca llena de tierra, el periodista miope ve la mancha de gente que se va esparciendo, repartiendo, mezclando, figuras que caen, que forcejean, y sus ojos vuelven una y otra vez al lugar donde ha caído el viejo Tamarindo. Unos yagunzos están inclinados, ¿rematándolo? Pero se demoran demasiado, acuclillados ahí, y los ojos del periodista miope, ardiendo de tanto forzarse, advierten al fin que lo están desnudando.
Siente un sabor acre, un comienzo de atoro y se da cuenta que, como autómata, está masticando la tierra que le entró a la boca al tirarse al suelo. Escupe, sin dejar de mirar, en el gigantesco terral que se ha levantado, la desbandada de los soldados. Corren en todas direcciones, algunos disparando, otros arrojando al suelo, al aire, armas, cajas, camillas, y aunque están ya lejos alcanza a ver que van también, en su carrera frenética, aturdida, arrojando los quepis, las polacas, los correajes, las cartucheras. ¿Por qué se desnudan ellos también, qué locura es esta que está viendo? Intuye que se despojan de todo lo que pueda identificarlos como soldados, que quieren hacerse pasar por yagunzos en el desbarajuste. El Padre Joaquim se pone de pie y, como hace un momento, vuelve a correr. Esta vez de manera extraña, moviendo la cabeza, las manos, hablando y gritando a fugitivos y perseguidores. «Está yendo a meterse en medio de las balas, donde se están acuchillando, destrozando», piensa. Sus ojos encuentran los de la mujer, que lo mira asustada, pidiéndole consejo. Y entonces él, siguiendo un impulso, también se pone de pie, gritándole: «Hay que estar con él, es el único que puede salvarnos». Ella se incorpora y echa a correr, arrastrando al Enano que, desorbitado, con la cara llena de tierra, chilla mientras corre. El periodista miope deja de verlos pronto, pues sus largas
piernas o su miedo les sacan ventaja. Corre veloz, torcido, desancado, la cabeza sumida, pensando hipnóticamente que una de esas balas que queman y que silban le está destinada, que corre hacia ella, y que uno de esos cuchillos, hoces, machetes, bayonetas que entrevé lo aguarda para poner fin a su carrera. Pero sigue corriendo entre nubes de tierra, percibiendo y perdiendo y recobrando la figurita fortachona, como con aspas, del cura de Cumbe. De pronto, lo pierde del todo. Mientras lo maldice y odia, piensa: «Adonde va, por qué corre así, por qué quiere morir y que muramos». Aunque ya no tiene aliento —va con la lengua afuera, tragando polvo, casi sin ver pues los anteojos se han cubierto de tierra — sigue corriendo, derrengándose: las pocas fuerzas que le quedan le dicen que su vida depende del Padre Joaquim.
Cuando cae por tierra, porque tropieza o porque el cansancio le dobla las piernas, siente una curiosa sensación bienhechora. Apoya la cabeza en sus brazos, trata de que entre el aire a sus pulmones, escucha su corazón. Mejor morir que seguir corriendo. Poco a poco va reponiéndose sintiendo que la palpitación de las sienes se calma. Está mareado y con arcadas pero no vomita. Se saca los anteojos y los limpia. Se los pone. Está rodeado de gente. No tiene miedo ya ni le importa. El cansancio lo ha librado de temores, incertidumbres, imaginación. Por lo demás, nadie parece fijarse en él. Están recogiendo los fusiles, las municiones, las bayonetas, pero sus ojos no se engañan y desde el primer momento saben que, además, esos grupos de yagunzos, aquí, allá, más allá, están también decapitando a los cadáveres con sus machetes, con la aplicación con que se decapita a los bueyes y a los chivos, y echando las cabezas en costales o ensartándolas en picas y en las mismas bayonetas que esos muertos trajeron para ensartarlos o llevándoselas cogidas de los pelos, en tanto que otros prenden fogatas donde comienzan a chisporrotear, a chasquear, a retorcerse, a estallar, a chamuscarse, los cadáveres descabezados. Una fogata está muy cerca y ve que, sobre dos cuerpos que se asan, unos hombres con trapos azules arrojan otros restos. «Ahora me toca —piensa—, vendrán, me la cortarán, se la llevarán en un palo y echarán mi cuerpo a esa fogata.» Sigue amodorrado, vacunado contra todo por la infinita fatiga. Aunque los yagunzos hablan, no los entiende.
En eso ve al Padre Joaquim. Sí, el Padre Joaquim. No va sino viene, no corre sino anda, con los pies muy abiertos, sale de ese terral que ha comenzado ya a producir en sus narices el cosquilleo que precede los estornudos, siempre haciendo gestos, muecas, señales, a nadie y a todos, incluso a estos muertos quemados. Viene embarrado, desgarrado, los pelos revueltos. El periodista miope se incorpora cuando pasa frente a él, diciendo: «No se vaya, lléveme, no deje que me arranquen la cabeza, no deje que me quemen…». ¿Lo oye el cura de Cumbe? Habla solo o con fantasmas, repite cosas incomprensibles, nombres desconocidos, acciona. Él camina a su lado, muy junto, sintiendo que esa vecindad lo resucita. Advierte que a su derecha caminan, con ellos, la mujer descalza y el Enano. Demacrados, enterrados, rotos, le parecen sonámbulos. Nada de lo que ve y oye le sorprende o asusta o interesa. ¿Es esto el éxtasis? Piensa: «Ni siquiera el opio, en Salvador…». Ve a su paso que los yagunzos están colgando en los árboles de favela salpicados a ambos lados del sendero, quepis, guerreras, cantimploras, capotes, mantas, correajes, botas, como quien decora los árboles para la Nochebuena, pero no le importa. Y cuando, en la bajada hacia el mar de techos y escombros que es Canudos, ve a ambas orillas de la trocha, alineadas, mirándose, acribilladas por insectos, las cabezas de los soldados, tampoco su corazón se enloquece ni regresan su miedo, su fantasía. Ni siquiera cuando una figura absurda, uno de esos espantapájaros que se plantan en los sembríos, les obstruye el camino y reconoce, en la forma desnuda, adiposa, empalada en una rama seca, el cuerpo y la cara del Coronel Tamarindo, se inmuta. Pero un momento después se para en seco y, con la serenidad que ha alcanzado, se pone a escudriñar una de las cabezas aureoladas por enjambres de moscas. No hay duda alguna: es la cabeza de Moreira César.
El estornudo lo toma tan desprevenido que no tiene tiempo de llevarse las manos a la cara, de atajar sus anteojos: salen despedidos y él doblado por la ráfaga de estornudos, está seguro de oír el impacto que hacen al chocar contra los guijarros. Apenas puede, se acuclilla y manotea. Los encuentra al instante. Ahora sí, al palparlos y sentir que los cristales se han hecho añicos, retorna la pesadilla de la noche, del amanecer, de hace un
momento.
—Alto, alto —grita, poniéndose los anteojos, viendo un mundo trizado, resquebrajado, puntillado—. No veo nada, les suplico.
Siente en su mano derecha una mano que sólo puede ser —por su tamaño, por su presión — la de la mujer descalza. Tira de él, sin decir una palabra, orientándolo en ese mundo de pronto inaprensible, ciego.
Lo primero que sorprendió a Epaminondas Gonce, al entrar en el palacio del Barón de Cañabrava, en el que nunca había puesto los pies, fue el olor a vinagre y a yerbas aromáticas que impregnaba las habitaciones, por las que un criado negro lo conducía, alumbrándolo con un candil. Lo introdujo a un despacho con estanterías llenas de libros, iluminado por una lámpara de cristales verdosos que daba apariencia selvática al escritorio de extremidades ovaladas y a los confortables y mesitas con adornos. Curioseaba un mapa antiguo, en el que alcanzó a leer escrito en letras cardenalicias el nombre de Calumbí, cuando entró el Barón. Se dieron la mano sin calor, como personas que apenas se conocen.
—Le agradezco que viniera —dijo el Barón, ofreciéndole asiento—. Tal vez hubiera sido mejor celebrar esta entrevista en un lugar neutral, pero me permití proponerle mi casa porque mi esposa está delicada y prefiero no salir.
—Espero que se recobre pronto —dijo Epaminondas Goncalves, rechazando la caja de cigarros que el Barón le alcanzó—. Todo Bahía espera verla otra vez tan sana y bella como siempre.
El Barón se había adelgazado y envejecido mucho y el dueño del Jornal de Noticias se preguntó si esas arrugas y ese abatimiento eran obra de la vejez o de los últimos acontecimientos.
—En realidad, Estela se halla físicamente bien, su organismo se ha recuperado —dijo el Barón, con viveza—. Es su espíritu el que sigue dolido, por la impresión que fue para ella el incendio de Calumbí.
—Una desgracia que nos concierne a todos los bahianos —murmuró Epaminondas. Alzó la vista para seguir al Barón, que se había puesto de pie y estaba sirviendo dos copas de cognac—. Lo he dicho en la Asamblea y en el Jornal de Noticias. La destrucción de propiedades es un crimen que nos afecta a aliados y adversarios por igual. El Barón asintió. Alcanzó a Epaminondas su copa y brindaron en silencio, antes de beber. Epaminondas colocó su copa en la mesita y el Barón la retuvo, calentando y removiendo el líquido rojizo.
—He pensado que era bueno que habláramos —dijo, despacio—. El éxito de las negociaciones entre el Partido Republicano y el Partido Autonomista dependen de que usted y yo nos pongamos de acuerdo.
—Tengo que advertirle que no he sido autorizado por mis amigos políticos para negociar nada esta noche —lo interrumpió Epaminondas Gonce.
—No necesita su autorización —sonrió el Barón, con sorna—. Mi querido Epaminondas, no juguemos a las sombras chinas. No hay tiempo. La situación es gravísima y usted lo sabe. En Río, en Sao Paulo, asaltan los diarios monárquicos y linchan a sus dueños. Las señoras del Brasil rifan sus joyas y sus cabellos para ayudar al Ejército que viene a Bahía. Vamos a poner las cartas sobre la mesa. No podemos hacer otra cosa a menos que queramos suicidarnos. Volvió a beber un sorbo de cognac.
—Ya que quiere franqueza, le confesaré que sin lo ocurrido a Moreira César en Canudos no estaría aquí ni habría conversaciones entre nuestros partidos —asintió Epaminondas Goncalves.
—En eso estamos de acuerdo —dijo el Barón—. Supongo que también lo estamos en lo que significa políticamente para Bahía esa movilización militar en gran escala que organiza el gobierno federal en todo el país.
—No sé si la vemos de la misma manera. —Epaminondas cogió su copa, bebió, paladeó y añadió, fríamente —: Para usted y sus amigos es, desde luego, el fin.
—Lo es sobre todo para ustedes, Epaminondas —repuso amablemente el Barón—. ¿No se ha dado cuenta? Con la muerte de Moreira César, los jacobinos han sufrido un golpe mortal. Han perdido la única figura de prestigio con que contaban. Sí, mi amigo, los yagunzos han hecho un favor al Presidente Prudente de Moráis y al Parlamento, a ese gobierno de «bachilleres» y «cosmopolitas» que ustedes querían derribar para instalar la República Dictatorial. Moráis y los Paulistas van a servirse de esta crisis para limpiar al Ejército y la administración de jacobinos. Siempre fueron pocos y ahora están acéfalos. Usted también será barrido en la limpieza. Por eso lo he llamado. Vamos a vernos en aprietos con el gigantesco Ejército que viene a Bahía. El gobierno federal pondrá un jefe militar y político en el estado, alguien de confianza de Prudente de Moráis, y la Asamblea perderá toda fuerza si no se cierra por falta de uso. Toda forma de poder local desaparecerá de Bahía y seremos un simple apéndice de Río. Por más partidario del centralismo que sea, me imagino que no lo es tanto como para aceptar verse expulsado de la vida política.
—Es una manera de ver las cosas —murmura Epaminondas, imperturbable—. ¿Puede decirme en qué forma contrarrestaría el peligro ese frente común que me propone? —Nuestra unión obligará a Moráis a negociar y pactar con nosotros y salvará a Bahía de caer atada de pies y manos bajo el control de un virrey militar —dijo el Barón—. Y le dará a usted, además, la posibilidad de llegar al poder. —Acompañado… —dijo Epaminondas Gonce.
—Solo —lo rectificó el Barón—. La Gobernación es suya. Luis Viana no volverá a presentarse y usted será nuestro candidato. Tendremos listas conjuntas para la Asamblea y para los Concejos Municipales. ¿No es por lo que lucha hace tanto tiempo? Epaminondas Gonce enrojeció. ¿Le producían ese arrebato el cognac, el calor, lo que acababa de oír o lo que pensaba? Permaneció silencioso unos segundos, abstraído. —¿Sus partidarios están de acuerdo? —preguntó al fin, en voz baja. —Lo estarán cuando comprendan qué es lo que deben hacer —dijo el Barón—. Yo me comprometo a convencerlos. ¿Está satisfecho?
—Necesito saber qué va a pedirme a cambio —dijo Epaminondas Gonce. —Que no se toquen las propiedades agrarias ni los comercios urbanos —repuso el Barón de Cañabrava, en el acto—. Ustedes y nosotros lucharemos contra cualquier intento de confiscar, expropiar, intervenir o gravar inmoderadamente las tierras o los comercios. Es la única condición.
Epaminondas Gonce respiró hondo, como si le faltara el aire. Bebió el resto del cognac de un trago.
—¿Y usted. Barón?
—¿Yo? —murmuró el Barón, como si hablara de un espíritu—. Voy a retirarme de la vida política. No seré un estorbo de ninguna especie. Por lo demás, como sabe, viajo a Europa la próxima semana. Permaneceré allá por tiempo indefinido. ¿Lo tranquiliza eso? Epaminondas Gonce, en vez de responder, se puso de pie y dio unos pasos por la habitación, con las manos en la espalda. El Barón había adoptado una actitud ausente. El dueño del Jornal de Noticias no trataba de ocultar el indefinible sentimiento que se había apoderado de él. Estaba serio, arrebatado, y en sus ojos, además de la bulliciosa energía de siempre, había también desasosiego, curiosidad.
—Ya no soy un niño, aunque no tenga su experiencia —dijo, mirando de manera desafiante al dueño de casa—. Sé que usted me está engañando, que hay una trampa en lo que me propone.
El Barón asintió, sin demostrar el menor enfado. Se levantó para servir un dedo de cognac en las copas vacías.
—Comprendo que desconfíe —dijo, con su copa en la mano, iniciando un recorrido por la habitación que terminó en la ventana de la huerta. La abrió: una bocanada de aire tibio entró al despacho junto con la algarabía de los grillos y una lejana guitarra—. Es natural. Pero no hay trampa alguna, le aseguro. La verdad es que, tal como están las cosas, he llegado al convencimiento que la persona con las dotes necesarias para dirigir la política de Bahía es usted.
—¿Debo tomar eso como un elogio? —preguntó Epaminondas Gonce, con aire sarcástico.
—Creo que se acabó un estilo, una manera de hacer política —precisó el Barón, como si no lo oyera—. Reconozco que me he quedado obsoleto. Yo funcionaba mejor en el viejo sistema, cuando se trataba de conseguir la obediencia de la gente hacia las instituciones, de negociar, de persuadir, de usar la diplomacia y las formas. Lo hacía bastante bien. Eso se acabó, desde luego. Hemos entrado en la hora de la acción, de la audacia, de la violencia, incluso de los crímenes. Ahora se trata de disociar totalmente la política de la moral. Estando así las cosas, la persona mejor preparada para mantener el orden en este Estado es usted.
—Ya me sospechaba que no me estaba usted haciendo un elogio —murmuró Epaminondas Goncalves, tomando asiento.
El Barón se sentó a su lado. Con el parloteo de los grillos entraban en la habitación ruidos de coches, la cantilena de un sereno, una bocina, ladridos.
—En cierto sentido, lo admiro. —El Barón lo observó con un brillo fugaz en las pupilas—. He podido apreciar lo temerario que es, la complejidad y la frialdad de sus operaciones políticas. Sí, nadie tiene en Bahía las condiciones suyas para hacer frente a lo que se avecina.
—¿Me va a decir de una vez por todas lo que quiere de mí? —dijo el dirigente del Partido Republicano. En su voz había algo dramático.
—Que me reemplace —afirmó el Barón, con énfasis—. ¿Elimina su desconfianza que le diga que me siento derrotado por usted? No en los hechos, pues nosotros tenemos más posibilidades que los jacobinos de Bahía de entendernos con Moráis y los Paulistas del Gobierno Federal. Pero psicológicamente sí lo estoy, Epaminondas. Bebió un sorbo de cognac y sus ojos se alejaron.
—Han ocurrido cosas que nunca hubiera soñado —dijo, hablando solo—. El mejor Regimiento del Brasil derrotado por una banda de pordioseros fanáticos. ¿Quién lo entiende? Un gran estratega militar hecho pedazos en el primer encuentro… —No hay manera de entenderlo, en efecto —asintió Epaminondas Gonce—. Estuve esta tarde con el Mayor Cunha Matos. Es mucho peor de lo que se ha dicho oficialmente. ¿Está enterado de las cifras? Son increíbles: entre trescientas y cuatrocientas bajas, la tercera parte de los hombres. Decenas de oficiales masacrados. Han perdido íntegramente el armamento, desde los cañones hasta las facas. Los sobrevivientes llegan a Monte Santo desnudos, en calzoncillos, desvariando. ¡El Séptimo Regimiento! Usted estuvo cerca, en Calumbí, usted los ha visto. ¿Qué está ocurriendo en Canudos, Barón? —No lo sé ni lo entiendo —dijo el Barón, con pesadumbre—. Supera todo lo que imaginaba. Y, sin embargo, creía conocer esta tierra, a esta gente. Esa derrota ya no se puede explicar con el fanatismo de unos muertos de hambre. Tiene que haber algo más. —Lo miró otra vez, aturdido—. He llegado a pensar que ese fantástico embuste propagado por ustedes, de que en Canudos había oficiales ingleses y armamento monárquico, podía tener algo de cierto. No, no vamos a tocar ese asunto, es historia vieja. Se lo digo para que vea hasta qué punto me pasma lo ocurrido con Moreira César. —A mí, más bien, me asusta —dijo Epaminondas—. Si esos hombres pueden pulverizar al mejor Regimiento del Brasil, también pueden extender la anarquía por todo el Estado, por los Estados vecinos, llegar hasta aquí… Encogió los hombros e hizo un gesto vago, catastrófico.
—La única explicación es que a la banda de Sebastianistas se hayan sumado miles de campesinos, incluso de otras regiones —dijo el Barón—. Movidos por la ignorancia, por la superstición, por el hambre. Porque ya no existen los frenos que mitigaban la locura, como antes. Esto significa la guerra, el Ejército del Brasil instalándose aquí, la ruina de Bahía. —Cogió a Epaminondas Gonce del brazo—. Por eso debe reemplazarme. En esta situación, se necesita a alguien de sus condiciones para unificar a los elementos valiosos y defender los intereses bahianos, en medio del cataclismo. En el resto del Brasil hay resentimiento contra Bahía, por lo de Moreira César. Dicen que las turbas que asaltaron los diarios monárquicos en Río gritaban «¡Muera Bahía!». Hizo una larga pausa, removiendo su copa de cognac con apresuramiento. —Muchos se han arruinado ya, allá en el interior —dijo—. Yo he perdido dos haciendas. Esta guerra civil va a hundir y matar a muchísima gente. Si nosotros seguimos destruyéndonos, ¿cuál será el resultado? Lo perderemos todo. Aumentará el éxodo hacia
el Sur y hacia el Marañón. ¿En qué quedará convertida Bahía? Hay que hacer las paces, Epaminondas. Olvídese de las estridencias jacobinas, deje de atacar a los pobres portugueses, de pedir la nacionalización de los comercios y sea práctico. El jacobinismo murió con Moreira César. Asuma la Gobernación y defendamos juntos, en esta hecatombe, el orden civil. Evitemos que la República se convierta aquí, como en tantos países latinoamericanos, en un grotesco aquelarre donde todo es caos, cuartelazo, corrupción, demagogia…
Permanecieron en silencio un buen rato, con las copas en las manos, pensando o escuchando. A veces, en el interior de la casa se oían pasos, voces. Un reloj dio nueve campanadas.
—Le agradezco que me invitara —dijo Epaminondas, levantándose—. Todo lo que ha dicho me lo llevo en la cabeza, para darle vueltas. No puedo contestarle ahora. —Desde luego que no —dijo el Barón, poniéndose también de pie—. Reflexione y conversaremos. Me gustaría verlo antes de mi partida, claro está. —Tendrá mi respuesta pasado mañana —dijo Epaminondas, caminando hacia la puerta. Cuando cruzaban los salones, apareció el criado negro con el candil. El Barón acompañó a Epaminondas hasta la calle. En la reja, le preguntó: —¿Ha tenido noticias de su periodista, el que acompañaba a Moreira César? —¿El excéntrico? —dijo Epaminondas—. No ha aparecido. Lo matarían, supongo. Como sabe, no era un hombre de acción. Se despidieron con una venia.
CUATRO I
Cuando un sirviente le informó quién lo buscaba, el Barón de Cañabrava, en vez de mandarle decir, como a todos los que se acercaban al solar, que él no hacía ni aceptaba visitas, se echó escaleras abajo, cruzó las amplias estancias que el sol de la mañana iluminaba y fue hasta la puerta de calle a ver si no había oído mal: era el mismísimo él. Le dio la mano, sin decir palabra, y lo hizo entrar. La memoria le devolvió, a quemarropa, aquello que hacía meses trataba de olvidar: el incendio de Calumbí, Canudos, la crisis de Estela, su retiro de la vida pública.
Callado, sobreponiéndose a la sorpresa de la visita y a la resurrección de ese pasado, guió al recién venido hasta el cuarto en el que celebraba todas las entrevistas importantes: el escritorio. Pese a ser temprano, hacía calor. A lo lejos, por sobre los crotos y el ramaje de los mangos, los ficus, las guayabas y las pitangas de la huerta, el sol blanqueaba el mar como una lámina de acero. El Barón corrió la cortina y la habitación quedó en sombra.
—Sabía que le sorprendería mi visita —dijo el visitante y el Barón reconoció la vocecita de cómico que habla en falsete—. Me enteré que había vuelto usted de Europa y tuve… este impulso. Se lo digo sin rodeos. He venido a pedirle trabajo. —Tome asiento —dijo el Barón.
Lo había oído como en sueños, sin prestar atención a sus palabras, ocupado en examinar su físico y en confrontarlo con el de la última vez, el espantapájaros que aquella mañana vio partir de Calumbí junto con el Coronel Moreira César y su pequeña escolta. «Es y no es él», pensó. Porque el periodista que había trabajado para el Diario de Bahía y luego para el Jornal de Noticias era un mozo y este hombre de gruesos anteojos, que al sentarse parecía dividirse en cuatro o seis partes, era un viejo. Su cara hervía de estrías, mechones grises salpicaban sus cabellos, su cuerpo daba una impresión quebradiza. Vestía una camisa desabotonada, un chaleco sin mangas, con lamparones de vejez o de grasa, un pantalón deshilachado en la basta y zapatos de vaquero. —Ahora recuerdo —dijo el Barón—. Alguien me escribió que estaba usted vivo. Lo supe en Europa. «Apareció un fantasma.» Me escribieron eso. Pese a ello, lo seguía creyendo desaparecido, muerto.
—No morí ni desaparecí —dijo, sin rastro de humor, la vocecita nasal—. Luego de oír diez veces en el día lo que usted ha dicho, me di cuenta que la gente estaba defraudada de que siguiera en este mundo.
—Si quiere que le sea franco, me importa un bledo que esté vivo o muerto —se oyó decir, sobreponiéndose de su crudeza—. Tal vez preferiría que esté muerto. Odio todo lo que me recuerda a Canudos.
—Supe lo de su esposa —dijo el periodista miope y el Barón adivinó la impertinencia inevitable—. Que perdió la razón, que es una gran desgracia en su vida. Lo miró de tal manera que lo hizo callar, asustarse. Carraspeó, parpadeó y se sacó los anteojos para desempañarlos con el filo de su camisa. El Barón se alegró de haber
reprimido el impulso de echarlo.
—Ahora vuelve todo —dijo, con amabilidad—. Fue una carta de Epaminondas Gonce, hará un par de meses. Por él me enteré que había vuelto a Salvador. —¿Se cartea con ese miserable? —vibró la vocecita nasal—. Es cierto, ahora son aliados.
—¿Habla así del Gobernador de Bahía? —sonrió el Barón—. ¿No quiso reponerlo en el Jornal de Noticias?
—Me ofreció aumentarme el sueldo, más bien —replicó el periodista miope—. Pero a condición de que me olvidara de la historia de Canudos.
Se rió, con una risa de pájaro exótico, y el Barón vio que su risa se transformaba en una racha de estornudos que lo hacían rebotar en el asiento.
—O sea que Canudos hizo de usted un periodista íntegro —dijo, burlándose—. O sea que cambió. Porque mi aliado Epaminondas es como fue siempre, él no ha cambiado un ápice.
Esperó que el periodista se sonara la nariz con un trapo azul que sacó a jalones del bolsillo.
—En esa carta, Epaminondas decía que apareció usted junto con un personaje extraño. ¿Un enano o algo así?
—Es mi amigo —asintió el periodista miope—. Tengo una deuda con él. Me salvó la vida. ¿Quiere saber cómo? Hablando de Carlomagno, de los Doce Pares de Francia, de la Reina Magalona. Cantando la Terrible y Ejemplar Historia de Roberto el Diablo. Hablaba con premura, frotándose las manos, torciéndose en el asiento. El Barón recordó al profesor Thales de Azevedo, un académico amigo que lo visitó en Calumbí, años atrás: se quedaba horas fascinado oyendo a los troveros de las ferias, se hacía dictar las letras que oía cantar y contar y aseguraba que eran romances medievales, traídos por los primeros portugueses y conservados por la tradición sertanera. Advirtió la expresión de angustia de su visitante.
—Todavía se puede salvar —lo oyó decir, implorar con sus ojos ambiguos—. Está tuberculoso, pero la operación es posible. El Doctor Magalháes, el del Hospital Portugués, ha salvado a muchos. Quiero hacer eso por él. También para eso necesito trabajo. Pero, sobre todo… para comer.
El Barón vio que se avergonzaba, como si hubiera confesado algo ignominioso. —No sé por qué tendría que ayudar a ese enano —murmuró—. Ni a usted. —No hay ninguna razón, por supuesto —repuso al instante el miope, estirándose los dedos—. Simplemente, decidí jugarlo a la suerte. Pensé que podría conmoverlo. Usted tenía fama de generoso, antes.
—Una táctica banal de político —dijo el Barón—. Ya no la necesito, ya me retiré de la política.
Y en eso vio, por la ventana de la huerta, al camaleón. Rara vez lo veía, o, mejor dicho, lo reconocía, pues siempre se identificaba de tal modo con las piedras, la yerba o los arbustos y ramajes del jardín, que alguna vez había estado a punto de pisarlo. La víspera, en la tarde, había sacado a Estela con Sebastiana a tomar el fresco, bajo los mangos y ficus de la huerta, y el camaleón fue un entretenimiento maravilloso para la Baronesa, que, desde la mecedora de paja, se dedicó a señalar al animal, al que reconocía con la misma facilidad que antaño, entre los yerbajos y cortezas. El Barón y Sebastiana la vieron sonreír, al ver que el camaleón corría cuando ellos se acercaban a comprobar si era él. Ahora estaba ahí, al pie de uno de los mangos, entre verdoso y marrón, tornasolado, apenas distinguible de la yerba, con su papada palpitante. Mentalmente, le habló: «Camaleón querido, animalito escurridizo, buen amigo. Te agradezco con toda el alma que hicieras reír a mi mujer».
—Sólo tengo lo que llevo puesto —dijo el periodista miope—. Al volver de Canudos encontré que la dueña de la casa había rematado todas mis cosas para pagarse los alquileres. El Jornal de Noticias no quiso asumir los gastos. —Hizo una pausa y añadió — : Vendió también mis libros. A veces reconozco alguno, en el Mercado de Santa Bárbara. El Barón pensó que la pérdida de sus libros debía haber herido mucho a ese hombre que hacía diez o doce años le había dicho que algún día sería el Osear Wilde del Brasil. —Está bien —dijo—. Puede volver al Diario de Bahía. Después de todo, usted no era un
mal redactor.
El periodista miope se sacó los anteojos y movió varias veces la cabeza, muy pálido, incapaz de agradecer de otro modo. «Qué importa —pensó el Barón—. ¿Acaso lo hago por él o por ese enano? Lo hago por el camaleón.» Miró por la ventana, buscándolo, y se sintió defraudado: ya no estaba allí o, intuyendo que lo espiaban, se había disfrazado perfectamente con los colores del contorno.
—Es un hombre que tiene un gran terror a la muerte —murmuró el periodista miope, calzándose de nuevo los lentes—. No es amor a la vida, entiéndame. Su vida ha sido siempre abyecta. Fue vendido de niño a un gitano para que fuera curiosidad de circo, monstruo público. Pero su miedo a la muerte es tan grande, tan fabuloso, que lo ha hecho sobrevivir. Y a mí, de paso.
El Barón se arrepintió de pronto de haberle dado trabajo, porque esto establecía de algún modo un vínculo entre él y ese sujeto. Y no quería tener vínculos con alguien que se asociara tanto al recuerdo de Canudos. Pero en vez de hacer saber al visitante que la entrevista había terminado, dijo, sin pensarlo:
—Debe haber visto usted cosas terribles. —Carraspeó, incómodo de haber cedido a esa curiosidad y, sin embargo, añadió —: Allí, mientras estuvo en Canudos. —En realidad, no vi nada —contestó en el acto el esquelético personaje, doblándose y enderezándose—. Se me rompieron los anteojos el día que deshicieron al Séptimo Regimiento. Estuve allí cuatro meses viendo sombras, bultos, fantasmas. Su voz era tan irónica que el Barón se preguntó si decía eso para irritarlo o porque era su manera cruda, antipática, de hacerle saber que no quería hablar.
—No sé por qué no se ha reído —lo oyó decir, aguzando el tonito provocador—. Todos se ríen cuando les digo que no vi lo que pasó en Canudos porque se me rompieron los anteojos. No hay duda que es cómico.
—Sí, lo es —dijo el Barón, poniéndose de pie—. Pero el tema no me interesa. Así que… —Pero aunque no las vi, sentí, oí, palpé, olí las cosas que pasaron —dijo el periodista, siguiéndolo desde detrás de sus gafas—. Y, el resto, lo adiviné.
El Barón lo vio reírse de nuevo, ahora con una especie de picardía, mirándolo impávidamente a los ojos. Se sentó de nuevo.
—¿De veras ha venido a pedirme trabajo y a hablarme de ese enano? —dijo—. ¿Existe ese enano tuberculoso?
—Está escupiendo sangre y yo quiero ayudarlo —dijo el visitante—. Pero he venido también por otra cosa.
Bajó la cabeza y el Barón, mientras miraba la mata de pelos alborotados y entrecanos, espolvoreados de caspa, imaginó los ojos acuosos clavados en el suelo. Tuvo la fantástica sospecha que el visitante le traía un recado de Galileo Gall.
—Se están olvidando de Canudos —dijo el periodista miope, con voz que parecía eco—. Los últimos recuerdos de lo sucedido se evaporarán con el éter y la música de los próximos Carnavales, en el Teatro Politeama.
—¿Canudos? —murmuró el Barón—. Epaminondas hace bien en querer que no se hable de esa historia. Olvidémosla, es lo mejor. Es un episodio desgraciado, turbio, confuso. No sirve. La historia debe ser instructiva, ejemplar. En esa guerra nadie se cubrió de gloria. Y nadie entiende lo que pasó. Las gentes han decidido bajar una cortina. Es sabio, es saludable.
—No permitiré que se olviden —dijo el periodista, mirándolo con la dudosa fijeza de su mirada—. Es una promesa que he hecho.
El Barón sonrió. No por la súbita solemnidad del visitante, sino porque el camaleón acababa de materializarse, detrás del escritorio y las cortinas, en el verde brillante de las yerbas del jardín, bajo las nudosas ramas de la pitanga. Largo, inmóvil, verdoso, con su orografía de cumbres puntiagudas, casi transparente, relucía como una piedra preciosa. «Bienvenido, amigo», pensó. —¿Como? —dijo, porque sí, para llenar el vacío.
—De la única manera que se conservan las cosas —oyó gruñir al visitante—. Escribiéndolas.
—También me acuerdo de eso —asintió el Barón—. Usted quería ser poeta, dramaturgo. ¿Va a escribir esa historia de Canudos que no vio?
«¿Qué culpa tiene el pobre diablo de que Estela no sea ya ese ser lúcido, la clara inteligencia que era?», pensó.
—Desde que pude sacarme de encima a los impertinentes y a los curiosos, he estado yendo al Gabinete de Lectura de la Academia Histórica —dijo el miope—. A revisar los periódicos, todas las noticias de Canudos. El Jornal de Noticias, el Diario de Bahía, el Republicano. He leído todo lo que se escribió, lo que escribí. Es algo… difícil de expresar. Demasiado irreal, ¿ve usted? Parece una conspiración de la que todo el mundo participara, un malentendido generalizado, total.
—No entiendo. —El Barón había olvidado al camaleón e incluso a Estela y observaba intrigado al personaje que, encogido, parecía pujar: su mentón rozaba su rodilla. —Hordas de fanáticos, sanguinarios abyectos, caníbales del sertón, degenerados de la raza, monstruos despreciables, escoria humana, infames lunáticos, filicidas, tarados del alma —recitó el visitante, deteniéndose en cada sílaba—. Algunos de esos adjetivos eran míos. No sólo los escribí. Los creía, también.
—¿Va a hacer una apología de Canudos? —preguntó el Barón—. Siempre me pareció un poco chiflado. Pero me cuesta creer que lo sea tanto como para pedirme que lo ayude en eso. ¿Sabe lo que me costó Canudos, no es cierto? ¿Que perdí la mitad de mis bienes? Que por Canudos me ocurrió la peor desgracia, pues, Estela…
Sintió que su voz vacilaba y calló. Miró a la ventana, pidiendo ayuda. Y la encontró: seguía allí, quieto, hermoso, prehistórico, eterno, a medio camino entre los reinos animal y vegetal, sereno en la resplandeciente mañana.
—Pero esos adjetivos eran preferibles, al menos la gente pensaba en eso —dijo el periodista, como si no lo hubiera oído—. Ahora, ni una palabra. ¿Se habla de Canudos en los cafés de la rua de Chile, en los mercados, en las tabernas? Se habla de las huérfanas desvirginadas por el Director del Hospicio Santa Rita de Cassia, más bien. O de la píldora antisifilítica del Dr. Silva Lima o de la última remesa de jabones rusos y calzados ingleses que han recibido los Almacenes Clarks. —Miró al Barón a los ojos y éste vio que en las bolas miopes había furia y pánico—. La última noticia sobre Canudos apareció en los diarios hace doce días. ¿Sabe cuál era?
—Desde que dejé la política no leo periódicos —dijo el Barón—. Ni siquiera el mío. —El retorno a Río de Janeiro de la Comisión que mandó el Centro Espiritista de la capital a fin de que, valiéndose de sus poderes meddiúmnicos, ayudaran a las fuerzas del orden a acabar con los yagunzos. Pues bien, ya volvieron a Río, en el barco Río Vermelho, con sus mesas de tres patas y sus bolas de vidrio y lo que sea. Desde entonces, ni una línea. Y no han pasado ni tres meses.
—No quiero seguir oyéndolo —dijo el Barón—. Ya le he dicho que Canudos es un tema doloroso para mí.
—Necesito saber lo que usted sabe —lo cortó el periodista en voz rápida, conspiratoria— . Usted sabe muchas cosas, usted les mandó varias cargas de farinha y también ganado. Tuvo contactos con ellos, habló con Pajeú.
¿Un chantaje? ¿Venía a amenazarlo, a sacarle dinero? El Barón se sintió decepcionado de que la explicación de tanto misterio y tanta palabrería fuera algo tan vulgar. —¿De verdad le dio a Antonio Vilanova ese recado para mí? —dice Joáo Abade, despertando de la sensación cálida en que lo sumen los dedos delgadísimos de Catarina cuando se hunden en sus crenchas, a la caza de liendres.
—No sé qué recado le dio Antonio Vilanova —responde Catarina, sin dejar de explorar su cabeza.
«Está contenta», piensa Joáo Abade. La conoce lo bastante para percibir, por furtivas inflexiones en su voz o chispas en sus ojos pardos, cuándo lo está. Sabe que la gente habla de la tristeza mortal de Catarina, a la que nadie ha visto reír y muy pocos hablar. ¿Para qué sacarlos de su error? Él sí la ha visto sonreír y hablar, aunque siempre como un secreto.
—Que si yo me condeno, usted también quiere condenarse —murmura. Los dedos de su mujer se inmovilizan, igual que cada vez que encuentran un piojo anidado entre sus crenchas y sus uñas van a triturarlo. Luego de un momento, reanudan su labor y Joáo vuelve a sumirse en la placidez bienhechora que es estar así, sin zapatos, con el torso desnudo, en el camastro de varas de la minúscula casita de tablas y barro de
la calle del Niño Jesús, con su mujer arrodillada a su espalda, despiojándolo. Siente pena por la ceguera de la gente. Sin necesidad de hablarse, Catarina y él dicen más cosas que las cotorras más deslenguadas de Canudos. Es media mañana y el sol alardea el único cuarto de la cabaña, por las ranuras de la puerta de tablas y los huececillos del trapo azulado que cubre la única ventana. Afuera, se oyen voces, chiquillos correteando, ruido de seres atareados, como si éste fuera un mundo de paz, como si no acabara de morir tanta gente que Canudos ha tardado una semana en enterrar a sus muertos y en arrastrar a las afueras los cadáveres de los soldados para que se los coman los urubús. —Es verdad. —Catarina le habla al oído, su aliento lo cosquillea—. Si se va al infierno, quiero irme con usted.
Joáo alarga el brazo, toma a Catarina de la cintura y la sienta en sus rodillas. Lo hace con la mayor delicadeza, como cada vez que la toca, pues por su extrema flacura o por los remordimientos, siempre tiene la angustiosa sensación de hacerle daño, y pensando que ahora mismo deberá soltarla pues encontrará esa resistencia que aparece siempre que intenta incluso cogerla del brazo. Él sabe que el contacto físico le es insoportable y ha aprendido a respetarla, violentándose a sí mismo, porque la ama. Pese a vivir ya tantos años juntos, han hecho el amor pocas veces, por lo menos el amor completo, piensa Joáo Abade, sin esas interrupciones que lo dejan acezante, sudoroso, con el corazón alborotado. Pero esta mañana, ante su sorpresa, Catarina no lo rechaza. Por el contrario, se encoge en sus rodillas y él siente su cuerpo frágil, de costillas salientes, casi sin pechos, apretándose contra el suyo.
—En la Casa de Salud, tenía miedo por usted —dice Catarina—. Mientras cuidábamos a los heridos, mientras veíamos pasar a los soldados, disparando y tirando antorchas. Tenía miedo. Por usted.
No lo dice de manera febril, apasionada, sino impersonal, en todo caso fría, como si hablara de otros. Pero Joáo Abade siente una emoción profunda y, de pronto, deseo. Su mano se introduce bajo el batín de Catarina y le acaricia la espalda, los costados, los pezones pequeñitos, mientras su boca sin dientes delanteros baja por su cuello, por su mejilla, buscándole los labios. Catarina deja que la bese, pero no abre su boca y cuando Joáo intenta echarla en el camastro, se pone rígida. En el acto, la suelta, respirando hondo, cerrando los ojos. Catarina se pone de pie, se acomoda el batín, se coloca en la cabeza el pañuelo azul que ha caído al suelo. El techo de la cabaña es tan bajo que debe mantenerse inclinada, en el rincón donde se guardan (cuando las hay) las provisiones: el charqui, la farinha, el fréjol, la rapadura. Joáo la mira preparar la comida y calcula cuántos días —¿o semanas? — no tenía la fortuna de hallarse así, a solas con ella, olvidados ambos de la guerra y del Anticristo. Al poco rato, Catarina viene a sentarse a su lado en el camastro, con un cazo de madera lleno de fréjol rociado de farinha. Tiene en la mano una cuchara de palo. Comen pasándose la cuchara, dos o tres bocados él por cada bocado de ella.
—¿Es verdad que Belo Monte se salvó del Cortapescuezos gracias a los indios de Mirandela? —susurra Catarina—. Joaquim Macambira lo dijo.
—Y también gracias a los morenos del Mocambo y a los demás —dice Joáo Abade—, Pero es cierto, fueron bravos. Los indios de Mirandela no tenían carabinas ni fusiles. ^ No habían querido tenerlos por capricho, superstición, desconfianza o lo que fuera. Él, los Vilanova, Pedráo, Joáo Grande, los Macambira habían intentado varias veces darles armas de fuego, petardos, explosivos. El cacique movía la cabeza enérgicamente, estirando las manos con una especie de asco. Él mismo se había ofrecido, poco antes de la llegada del Cortapescuezos, a enseñarles cómo cargar, limpiar y disparar las escopetas, las espingardas, los fusiles. La respuesta había sido no. Joáo Abade concluyó que los kariris tampoco pelearían esta vez. Ellos no habían ido a enfrentarse con los perros a Uauá y cuando la expedición que entró por el Cambiao ni siquiera abandonaron sus chozas, como si esa guerra no hubiera sido también suya. «Por ese lado Belo Monte no está defendido», había dicho Joáo Abade. «Pidamos al Buen Jesús que no vengan por ahí.» Pero habían venido también por ahí. «El único lado por el que no pudieron entrar», piensa Joáo Abade. Habían sido esas criaturas hoscas, distantes, incomprensibles, luchando sólo con arcos y flechas, lanzas y cuchillos, quienes se lo habían impedido. ¿Un milagro, acaso? Buscando los ojos de su mujer, Joáo pregunta:
—¿Se acuerda cuando entramos a Mirandela por primera vez, con e! Consejero? Ella asiente. Han terminado de comer y Catarina lleva la escudilla y la cuchara hasta la esquina del fogón. Luego Joáo la ve venir hacia él —delgadita, seria, descalza, su cabeza rozando el techo lleno de tizne — y echarse a su lado en el camastro. Le pasa el brazo bajo la espalda y la acomoda, con precaución. Permanecen quietos, oyendo los ruidos de Canudos, próximos y lejanísimos. Así pueden permanecer horas y ésos son tal vez los momentos más profundos de la vida que comparten.
—En ese tiempo yo lo odiaba a usted tanto como usted había odiado a Custodia — susurra Catarina.
Mirandela, aldea de indios agrupados allí en el siglo XVIII por los misioneros capuchinos de la Misión de Massacará, era un extraño enclave del sertón de Canudos, separado de Pombal por cuatro leguas de terreno arenoso, caatinga espesa y espinosa, a ratos impenetrable, y de una atmósfera tan ardiente que cortaba los labios y apergaminaba la piel. El pueblo de indios kariris, erigido en lo alto de una montaña, en medio de un paisaje bravío, era desde tiempos inmemoriales escenario de sangrientas disputas, y a veces carnicerías, entre los indígenas y los blancos de la comarca por la posesión de las mejores tierras. Los indios vivían reconcentrados en el pueblo, en cabañas desperdigadas en torno a la Iglesia del Señor de la Ascensión, una construcción de piedra de dos siglos de antigüedad, con techo de paja y puerta y ventanas azules y al descampado terroso que era la Plaza, en la que sólo había un puñado de cocoteros y una cruz de madera. Los blancos permanecían en sus haciendas del rededor y esa cercanía no era coexistencia sino guerra sorda que periódicamente estallaba en recíprocas incursiones, incidentes, saqueos y asesinatos. Los pocos centenares de indios de Mirandela vivían semidesnudos, hablando una lengua vernácula aderezada de escupitajos y cazando con dardos y flechas envenenadas. Eran una humanidad hosca y miserable, que permanecía acuartelada dentro de su ronda de cabañas techadas con hojas de icó y sus sembríos de maíz, y tan pobre que ni los bandidos ni las volantes entraban a saquear Mirandela. Se habían vuelto otra vez herejes. Hacía años que los padres capuchinos y lazaristas no conseguían celebrar en el pueblo una Santa Misión, pues, apenas aparecían los misioneros por la vecindad, los indios, con sus mujeres y sus criaturas, se desvanecían en la caatinga hasta que aquéllos, resignados, daban la Misión sólo para los blancos. Joáo Abade no recuerda cuándo decidió el consejero ir a Mirandela. El tiempo de la peregrinación no es para él lineal, un antes y un después, sino circular, una repetición de días y hechos equivalentes. Recuerda, en cambio, cómo sucedió. Luego de haber restaurado la capilla de Pombal, una madrugada el Consejero enfiló hacia el Norte, por una sucesión de lomas filudas y compactas que conducían derechamente a ese reducto de indios donde acababa de ser masacrada una familia de blancos. Nadie le dijo una palabra, pues nunca, nadie, lo interrogaba acerca de sus decisiones. Pero muchos pensaron, como Joáo Abade, durante la ardiente jornada en la que el sol parecía trepanarle el cráneo, que los recibiría una aldea desierta o una lluvia de flechas.
No ocurrió ni una ni otra cosa. El Consejero y los peregrinos subieron la montaña al atardecer y entraron en el pueblo en procesión, cantando Loores a María. Los indios los recibieron sin espantarse, sin hostilidad, en una actitud que simulaba la indiferencia. Los vieron instalarse en el descampado frente a sus cabañas y encender una fogata y arremolinarse alrededor. Luego los vieron entrar a la Iglesia del Señor de la Ascensión y rezar las estaciones del Calvario, y, más tarde, desde sus cabañas y corralitos y sembríos esos hombres con incisiones y rayas blancas y verdes en las caras, escucharon al Consejero dar los consejos de la tarde. Lo oyeron hablar del Espíritu Santo, que es la libertad, de las aflicciones de María, celebrar las virtudes de la frugalidad, de la pobreza y del sacrificio y explicar que cada sufrimiento ofrecido a Dios se convierte en premio en la otra vida. Luego oyeron a los peregrinos del Buen Jesús rezar un rosario a la Madre de Cristo. Y a la mañana siguiente, siempre sin acercarse a ellos, siempre sin dirigirles una sonrisa o un gesto amistoso, los vieron partir por la ruta del cementerio en el que se detuvieron a limpiar las tumbas y cortar la yerba.
—Fue inspiración del Padre que el Consejero fuera a Mirandela esa vez —dice Joáo Abade—. Sembró una semilla y ésta acabó por florecer.
Catarina no dice nada pero Joáo sabe que está recordando, como él, la sorprendente
aparición en Belo Monte de más de un centenar de indios, arrastrando consigo sus pertenencias, sus viejos, algunos en parihuelas, sus mujeres y sus niños, por la ruta que venía de Bendengó. Habían pasado años, pero nadie puso en duda que la llegada de esas gentes semidesnudas y pintarrajeadas era la devolución de la visita del Consejero. Los kariris entraron a Canudos acompañados por un blanco de Mirandela —Antonio el Fogueteiro—, como si entraran a su casa, y se instalaron en el descampado vecino al Mocambo que les indicó Antonio Vilanova. Allí levantaron sus cabañas y abrieron entre ellas sus sembríos. Iban a oír los consejos y chapurreaban suficiente portugués para entenderse con los demás, pero constituían un mundo aparte. El Consejero solía ir a verlos —lo recibían zapateando en la tierra en su extraña manera de bailar — y también los hermanos Vilanova con quienes comerciaban sus productos. Joáo Abade siempre había pensado en ellos como forasteros. Ahora ya no. Porque el día de la invasión del Cortapescuezos los vio resistir tres cargas de infantes, que, dos por el lado del Vassa Barris y la otra por la ruta de Geremoabo, cayeron directamente sobre su barrio. Cuando él, con una veintena de hombres de la Guardia Católica, fue a reforzar ese sector, se había quedado asombrado del número de atacantes que circulaban entre las chozas y de la reciedumbre con que los indios resistían, flechándolos desde las techumbres y abalanzándoseles con sus hachas de piedra, sus hondas y sus lanzas de madera. Los kariris peleaban prendidos de los invasores y también sus mujeres les saltaban encima y los mordían y rasguñaban tratando de arrancarles fusiles y bayonetas, a la vez que les rugían seguramente conjuros y maldiciones. Por lo menos un tercio de ellos habían quedado muertos o heridos al terminar el combate.
Unos golpes en la puerta sacan a Joáo Abade de sus pensamientos. Catarina aparta la tabla, sujeta con un alambre, y asoma uno de los chiquillos de Honorio Vilanova, entre una bocanada de polvo, luz blanca y ruido. —Mi tío Antonio quiere ver al Comandante de la Calle —dice. —Dile que ya voy —responde Joáo Abade.
Tanta felicidad no podía durar, piensa, y por la cara de su mujer comprende que ella piensa lo mismo. Se enfunda el pantalón de crudo con tiras de cuero, las alpargatas, la blusa y sale a la calle. La luz brillante del mediodía lo ciega. Como siempre, los chiquillos, las mujeres, los viejos sentados a las puertas de las viviendas, lo saludan y él les va haciendo adiós. Avanza entre mujeres que muelen el maíz en sus morteros formando corros, hombres que conversan a voz en cuello mientras arman andamios de cañas y los rellenan a manotazos de barro, para reponer las paredes caídas. Hasta oye una guitarra, en alguna parte. No necesita verlos, para saber que otros centenares de personas están en estos momentos, a las orillas del Vassa Barris y a la salida a Geremoabo, acuclillados, roturando la tierra, limpiando las huertas y los corrales. Casi no hay escombros en las calles, muchas cabañas incendiadas están de nuevo en pie. «Es Antonio Vilanova», piensa. No había terminado la procesión celebrando el triunfo de Belo Monte contra los apóstatas de la República, cuando ya estaba Antonio Vilanova a la cabeza de piquetes de voluntarios y gente de la Guardia Católica, organizando el entierro de los muertos, la remoción de escombros, la reconstrucción de las cabañas, de los talleres y el rescate de las ovejas, cabras y chivos espantados. «Son también ellos», piensa Joáo Abade. «Son resignados. Son héroes.» Ahí están, tranquilos, saludándolo, sonriéndole, y esta tarde correrán al Templo del Buen Jesús a oír al Consejero, como si nada hubiese ocurrido, como si todas estas familias no tuviesen alguien abaleado, ensartado o quemado en la guerra y algún herido entre esos seres gimientes que se apiñan en las Casas de Salud y en la Iglesia de San Antonio convertida en Enfermería.
En eso, algo lo hace detenerse de golpe. Cierra los ojos, para escuchar. No se ha equivocado, no es sueño. La voz, monótona, afinada, sigue recitando. Desde el fondo de su memoria, cascada que crece y se torna río, algo exaltante toma forma y coagula en un tropel de espadas y un relumbre de palacios y alcobas lujosísimas. «La batalla del caballero Oliveros con Fierabrás», piensa. Es uno de los episodios que más lo seducen de las historias de los Doce Pares de Francia, un duelo que no ha vuelto a oír desde hace muchísimo tiempo. La voz del trovero viene de la encrucijada entre Campo Grande y el Callejón del Divino, donde hay mucha gente. Se acerca y, al reconocerlo, le abren paso. Quien canta la prisión de Oliveros y su duelo con Fierabrás es un niño. No, un enano.
Minúsculo, delgadito, hace como que toca una guitarra y va también mimando el choque de las lanzas, el galope de los jinetes, las venias cortesanas al Gran Carlomagno. Sentada en el suelo, con una lata entre las piernas, hay una mujer de cabellos largos y a su lado un ser huesudo, torcido, embarrado, que mira como los ciegos. Los reconoce: son los tres que aparecieron con el Padre Joaquim, a los que Antonio Vilanova permite dormir en el almacén. Estira un brazo y toca al hombrecito que en el acto se calla. —¿Sabes la Terrible y Ejemplar Historia de Roberto el Diablo? —le pregunta. El Enano, después de un instante de vacilación, asiente.
—Me gustaría oírtela alguna vez —lo tranquiliza el Comandante de la Calle. Y echa a correr, para recuperar el tiempo perdido. Aquí y allá, en Campo Grande, hay cráteres de obuses. La antigua casa grande tiene la fachada perforada de balas. —Alabado sea el Buen Jesús —murmura Joáo Abade, sentándose en un barril, junto a Pajeú. La expresión del caboclo es inescrutable, pero a Antonio y Honorio Vilanova, al viejo Macambira, a Joáo Grande y a Pedráo los nota ceñudos. El Padre Joaquim está en medio de ellos, de pie, enterrado de pies a cabeza, con los cabellos alborotados y la barba crecida.
—¿Averiguó algo en Joazeiro, Padre? —le preguntan—. ¿Vienen más soldados? —Tal como ofreció, el Padre Maximiliano vino desde Queimadas y me llevó la lista completa —carraspea el Padre Joaquim. Saca un papel de su bolsillo y lee, jadeando —: Primera Brigada: Batallones Séptimo, Decimocuarto y Tercero de Infantería, al mando del Coronel Joaquim Manuel de Medeiros. Segunda Brigada: Batallones Decimosexto, Vigesimoquinto y Vigesimoséptimo de Infantería, al mando del Coronel Ignacio María Gouveia. Tercera Brigada: Quinto Regimiento de Artillería y Batallones Quinto y Noveno de Infantería al mando del Coronel Olimpio de Silveira. Jefe de la División: General Juan de Silva Barboza. Jefe de la Expedición: General Artur Osear. Deja de leer y mira a Joáo Abade, exhausto y alelado. —¿Qué quiere decir eso en soldados, Padre? —pregunta el ex cangaceiro. —Unos cinco mil, parece —balbucea el curita—. Pero ésos son sólo los que están en Queimadas y Monte Santo. Vienen otros por el Norte, por Sergipe. —Lee de nuevo, con voz temblona —: Columna al mando del General Claudio de Amaral Savaget. Tres Brigadas: Cuarta, Quinta y Sexta. Integradas por los Batallones Decimosegundo, Trigesimoprimero y Trigesimotercero de Infantería, de una División de Artillería y de los Batallones Trigesimocuarto, Trigesimoquinto, Cuadragésimo, Vigesimosexto, Trigesimosegundo y de otra División de Artillería. Otros cuatro mil hombres, más o menos. Desembarcaron en Aracajú y vienen hacia Geremoabo. El Padre Maximiliano no consiguió los nombres de los que los mandan. Le dije que no importaba. No importa, ¿no,Joáo?
—Claro que no, Padre Joaquim —dice Joáo Abade—. Consiguió usted una buena información allá. Dios se lo pagará.
—El Padre Maximiliano es un buen creyente —murmura el curita—. Me confesó que tenía mucho miedo de hacer esto. Yo le dije que tenía más que él. —Hace un simulacro de risa y de inmediato añade —: Tienen muchos problemas allá en Queimadas, me explicó. Demasiadas bocas para alimentar. No han resuelto lo del transporte. No tienen carros, mulares, para el enorme equipo. Dice que pueden tardar semanas en ponerse en marcha.
Joáo Abade asiente. Nadie habla. Todos parecen concentrados en el bordoneo de las moscas y en las acrobacias de una avispa que termina por posarse en la rodilla de Joáo Grande. El negro la aparta de un capirotazo. Joáo Abade extraña de pronto el cotorreo del papagayo de los Vilanova.
—Estuve también con el Doctor Aguilar de Nascimento —añade el Padre Joaquim—. Dijo que les dijera que lo único que podían hacer era dispersar a la gente y regresar todos a los pueblos, antes de que ese cepo blindado llegara aquí. —Hace una pausa y echa un ojeada temerosa a los siete hombres que lo miran con respeto y atención—. Pero que si, pese a todo, van a enfrentarse a los soldados, sí, sí puede ofrecer algo. Baja la cabeza, como si la fatiga o el miedo no le permitieran decir más. —Cien fusiles Comblain y veinticinco cajas de municiones —dice Antonio Vilanova—. Sin estrenar, del Ejército, en sus cajas de fábrica. Se pueden traer por Uauá y Bendengó, la
ruta está libre. —Suda copiosamente y se seca la frente mientras habla—. Pero no hay pieles ni bueyes ni cabras en Canudos para pagar lo que pide.
—Hay joyas de plata y oro —dice Joáo Abade, leyendo en los ojos del comerciante lo que éste debe haber dicho o pensado ya, antes que él llegara.
—Son de la Virgen y de su Hijo —murmura el Padre Joaquim, en voz casi inaudible—. ¿No es sacrilegio, eso?
—El Consejero sabrá si es, Padre —dice Joáo Abade—. Hay que preguntárselo.
«Siempre se puede sentir más miedo», pensó el periodista miope. Era la gran enseñanza de estos días sin horas, de figuras sin caras, de luces recubiertas por nubes que sus ojos se esforzaban en perforar hasta infligirse un ardor tan grande que era preciso cerrarlos y permanecer un rato a oscuras, entregado a la desesperación: haber descubierto lo cobarde que era. ¿Qué dirían de eso sus colegas del Jornal de Noticias, del Diario de Bahía, de O Republicano? Tenía la fama de temerario entre ellos, por andar siempre a la caza de experiencias nuevas: había sido de los primeros en asistir a los candomblés, no importa en qué secreto callejón o ranchería se celebraran, en una época en que las prácticas religiosas de los negros inspiraban repugnancia y temor a los blancos de Bahía, un tenaz frecuentador de brujos y hechiceros y uno de los primeros en fumar opio. ¿No había sido por espíritu de aventura que se ofreció a ir a Joazeiro a entrevistar a los sobrevivientes de la Expedición del Teniente Pires Ferreira, no propuso él mismo a Epaminondas Goncalves acompañar a Moreira César? «Soy el hombre más cobarde del mundo», pensó. El Enano proseguía enumerando las aventuras, desventuras y galanterías de Oliveros y Fierabrás. Esos bultos, que él no conseguía saber si eran hombres o mujeres, permanecían quietos y era evidente que el relato los mantenía absortos, fuera del tiempo y de Canudos. ¿Cómo era posible que aquí, en el fin del mundo, estuviera oyendo, recitado por un enano que sin duda no sabía leer, un romance de los Caballeros de la Mesa Redonda llegado a estos lugares haría siglos, en las alforjas de algún navegante o algún bachiller de Coimbra? ¿Qué sorpresas no le depararía esta tierra?
Tuvo un retortijón en el estómago y se preguntó si el auditorio les daría de comer. Era otro descubrimiento, en estos días instructivos: que la comida podía ser una preocupación absorbente, capaz de esclavizar su conciencia horas de horas, y, por momentos, una fuente mayor de angustia que la semiceguera en que la rotura de sus anteojos lo dejó, esta condición de hombre que se tropezaba contra todo y todos y tenía el cuerpo lleno de cardenales por los encontrones contra los filos de esas cosas imprecisables que se interponían y lo obligaban a ir pidiendo disculpas, diciendo no veo, lo siento mucho, para desarmar cualquier posible enojo.
El Enano hizo una pausa y dijo que, para continuar la historia —imaginó sus morisquetas implorantes—, su cuerpo reclamaba sustento. Todos los órganos del periodista entraron en actividad. Su mano derecha se movió hacia Jurema y la rozó. Hacía eso muchas veces al día, siempre que sucedía algo nuevo, pues era en los umbrales de lo novedoso y lo imprevisible, que su miedo —siempre empozado — recobraba su imperio. Era sólo un roce rápido, para apaciguar su espíritu, pues esa mujer era su última esperanza, ahora que el Padre Joaquim parecía definitivamente fuera de su alcance, la que veía por él y atenuaba su desamparo. Él y el Enano eran un estorbo para Jurema. ¿Por qué no se iba y los dejaba? ¿Por generosidad? No, sin duda por desidia, por esa terrible indolencia en que parecía sumida. Pero el Enano, al menos, con sus payaserías, conseguía esos puñados de farinha de maíz o de carne de chivo secado al sol que los mantenía vivos. Sólo él era el inútil total del que, tarde o temprano, se desprendería la mujer. El Enano, luego de unos chistes que no provocaron risas, reanudó la historia de Oliveros. El periodista miope presintió la mano de Jurema y en el acto abrió los dedos. Inmediatamente se llevó a la boca esa forma que parecía un pedazo de pan duro. Masticó tenaz, ávidamente, todo su espíritu concentrado en la papilla que se iba formando en su boca y que tragaba con dificultad, con felicidad. Pensó: «Si sobrevivo, la odiaré, maldeciré hasta las flores que se llaman como ella». Porque Jurema sabía hasta
dónde llegaba su cobardía, los extremos a que podía empujarlo. Mientras masticaba, lento, avaro, dichoso, asustado, recordó la primera noche de Canudos, el hombre exhausto, de piernas de aserrín y semiciego que era, tropezando, cayendo, los oídos aturdidos por los vítores al Consejero. De pronto se había sentido levantado en peso por una vivísima confusión de olores, de puntos chisporroteantes, oleaginosos, y el rumor creciente de las letanías. De la misma manera súbita todo enmudeció. «Es él, el Consejero.» Su mano apretó con tanta fuerza esa mano que no había soltado todo el día, que la mujer dijo «suélteme, suélteme». Más tarde, cuando la voz ronca cesó y la gente comenzó a dispersarse, él, Jurema y el Enano se tumbaron en el mismo descampado. Habían perdido al cura de Cumbe al entrar a Canudos, arrebatado por la gente. Durante la prédica, el Consejero agradeció al cielo que lo hubiera hecho volver, resucitar, y el periodista miope supuso que el Padre Joaquim estaba allá, al lado del ¡santo, en la tribuna, andamio o torre desde donde hablaba. Después de todo, Moreira César tenía razón: el cura era yagunzo, era uno de ellos. Fue entonces que se puso a llorar. Había sollozado como ni siquiera imaginaba haberlo hecho de niño, implorando a la mujer que lo ayudara a salir de Canudos. Le ofreció ropas, casa, cualquier cosa para que no lo abandonara, medio ciego y medio muerto de hambre. Sí, ella sabía que el miedo lo tornaba una basura capaz de cualquier cosa para despertar la compasión. El Enano había terminado. Oyó algunos aplausos y el auditorio comenzó a deshacerse. Tenso, trató de distinguir si estiraban una mano, si daban algo, pero tuvo la desoladora impresión de que nadie lo hacía. —¿Nada? —susurró, cuando sintió que estaban solos.
—Nada —repuso la mujer, con su indiferencia de siempre, poniéndose de pie. El periodista miope se incorporó también y, al notar que ella —figurilla alargada, cuyos cabellos sueltos y camisola en jirones recordaba — se ponía a andar, la imitó. El Enano iba a su lado, su cabeza a la altura de su codo.
—Están más hueso y pellejo que nosotros —lo oyó murmurar—. ¿Te recuerdas de Cipo, Jurema? Aquí se ven todavía más desechos. ¿Has visto nunca tantos mancos, ciegos, tullidos, tembladores, albinos, sin orejas, sin narices, sin pelos, con tantas costras y manchas? Ni te has dado cuenta, Jurema. Yo sí. Porque aquí me siento normal. Se rió, de buen humor, y el periodista miope lo oyó silbar una tonada alegre un buen rato.
—¿Nos darán hoy también farinha de maíz? —dijo, de pronto, con ansiedad. Pero estaba pensando algo distinto y añadió, con amargura —: Si es verdad que el Padre Joaquim se ha ido de viaje, ya no tenemos quien nos ayude. ¿Por qué nos hizo eso, por qué nos abandonó?
—¿Y por qué no nos iba a abandonar? —dijo el Enano—. ¿Acaso somos algo de él? ¿Nos conocía? Agradece que, por él, tengamos techo para dormir.
Era cierto, ya los había ayudado, gracias a él tenían techo. Quién si no el Padre Joaquim podía haber sido la razón de que, al día siguiente de dormir a la intemperie, con los huesos y músculos adoloridos, una voz poderosa, eficiente, que parecía corresponder a ese bulto sólido, a ese rostro barbado, les había dicho: —Vengan, pueden dormir en el depósito. Pero no salgan de Belo Monte. ¿Estaban prisioneros? Ni él, ni Jurema ni el Enano le preguntaron nada a ese hombre que sabía mandar y que, con una simple frase, les organizó el mundo. Los llevó sin decir otra palabra a un sitio que el periodista miope adivinó grande, sombreado, caluroso y repleto y, antes de desaparecer —sin averiguar quiénes eran, ni qué hacían allí ni qué querían hacer — les repitió que no podían irse de Canudos y que tuvieran cuidado con las armas. El Enano y Jurema le explicaron que estaban rodeados de fusiles, de pólvora, de morteros, de cartuchos de dinamita. Comprendió que eran las armas arrebatadas al Séptimo Regimiento. ¿No era absurdo que durmieran ahí, en medio de ese botín de guerra? No, la vida había dejado de ser lógica y por eso nada podía ser absurdo. Era la vida: había que aceptarla así o matarse.
Pensaba eso, que, aquí, algo distinto a la razón ordenaba las cosas, los hombres, el tiempo, la muerte, algo que sería injusto llamar locura y demasiado general llamar fe, superstición, desde la tarde en que oyó por primera vez al Consejero, inmerso en esa multitud que al escuchar la voz profunda, alta, extrañamente impersonal, había adoptado
una inmovilidad granítica, un silencio que podía tocarse. Antes que por las palabras y el tono majestuoso del hombre, el periodista se sintió golpeado, aturdido, anegado, por esa quietud y ese silencio con que lo escuchaban. Era como… era como… Buscó con desesperación esa semejanza con algo que sabía depositado al fondo de la memoria porque, está seguro, una vez que asomara a su conciencia le aclararía lo que estaba sintiendo. Sí: los candomblés. Alguna vez, en esos humildes ranchos de los morenos de Salvador, o en los callejones de detrás de la Estación de la Calzada, asistiendo a los ritos frenéticos de esas sectas que cantaban en perdidas lenguas africanas, había percibido una organización de la vida, un contubernio de las cosas y de los hombres, del tiempo, el espacio y la experiencia humana tan totalmente prescindente de la lógica, del sentido común, de la razón, como la que, en esta noche rápida que comenzaba a deshacer las siluetas, percibía en esos seres a los que aliviaba, daba fuerzas y asiendo esa voz profunda, cavernosa, dilacerada, tan despectiva de las necesidades materiales, tan orgullosamente concentrada en el espíritu, en todo lo que no se comía ni vestía ni usaba, los pensamientos, las emociones, los sentimientos, las virtudes. Mientras la oía, el periodista miope creyó intuir el porqué de Canudos, el porqué duraba esa aberración que era Canudos. Pero cuando la voz cesó y terminó el éxtasis de la gente, su confusión volvió a ser la de antes.
—Ahí tienen un poco de farinha —oyó que decía la esposa de Antonio Vilanova o la de Honorio: sus voces eran idénticas—. Y leche.
Dejó de pensar, de divagar, y fue sólo un ser ávido que se llevaba con las puntas de los dedos bocaditos de harina de maíz a la boca y los ensalivaba y retenía mucho rato entre el paladar y la lengua antes de tragarlos, un organismo que sentía gratitud cada vez que el sorbo de leche de cabra llevaba a la intimidad de su cuerpo esa sensación bienhechora.
Cuando terminaron, el Enano eructó y el periodista miope lo sintió reír, con alegría. «Si come está contento, si no, triste», pensó. Él también: su felicidad o infelicidad dependían ahora en buena parte de sus tripas. Esa verdad elemental era la que reinaba en Canudos, y, sin embargo, ¿podían ser llamadas materialistas estas gentes? Porque otra idea persistente de estos días era que esta sociedad había llegado, por oscuros caminos y acaso equivocaciones y accidentes, a desembarazarse de las preocupaciones del cuerpo, de la economía, de la vida inmediata, de todo aquello que era primordial en el mundo de donde venía. ¿Sería su tumba este sórdido paraíso de espiritualidad y miseria? Los primeros días en Canudos tenía ilusiones, imaginaba que el curita de Cumbe se acordaría de él, le contrataría unos guías, un caballo, y podría volver a Salvador. Pero el Padre Joaquim no había vuelto a verlos y ahora decían que estaba de viaje. Ya no aparecía en las tardes en los andamios del Templo en construcción, en las mañanas ya no celebraba misa. Nunca había podido acercarse a él, cruzar esa masa compacta y armada de hombres y mujeres con trapos azules que rodeaba al Consejero y a su séquito y ahora nadie sabía si el Padre Joaquim volvería. ¿Sería distinta su suerte si le hubiera hablado? ¿Qué le habría dicho? «¿Padre Joaquim, tengo miedo de estar entre yagunzos, sáqueme de aquí, lléveme donde haya militares y policías que me ofrezcan alguna seguridad?» Le pareció oír la respuesta del curita: «¿Y a mí qué seguridad me ofrecen ellos, señor periodista? ¿Se olvida que me salvé de puro milagro de que el Cortapescuezos me matara? ¿Se imagina que yo podría volver donde haya militares y policías?». Se echó a reír, de manera incontenible, histérica. Se escuchó riendo, asustado, pensando que esa risa podía ofender a los borrosos seres de esta tierra. El Enano, contagiado, se reía también, a carcajadas. Lo imaginó pequeñito, contrahecho, retorciéndose. Lo irritó que Jurema permaneciese seria.
—Vaya, el mundo es chico, volvimos a encontrarnos —dijo una voz áspera, viril, y el periodista miope advirtió que unas siluetas se acercaban. Una de ellas, la más baja, con una mancha roja que debía ser un pañuelo, se plantó frente a Jurema—. Yo pensaba que los perros la habían matado allá arriba, en el monte. —No me mataron —respondió Jurema. —Me alegro —dijo el hombre—. Hubiera sido una lástima.
«La quiere para él, se la va a llevar», pensó el periodista miope, rápido. Se le humedecieron las manos. Se la llevaría y el Enano los seguiría. Se puso a temblar: se
imaginaba solo, librado a su semiceguera, agonizando de inanición, de encontronazos, de terror.
—Además del enanito, se trajo otro acompañante —oyó decir al hombre, entre adulador y burlón—. Bueno, ya nos veremos. Alabado sea el Buen Jesús.
Jurema no contestó y el periodista miope permaneció encogido, atento, esperando —no sabía por qué — recibir una patada, un bofetón, un escupitajo.
—Éstos no son todos —dijo una voz distinta a la que había hablado y él, después de un segundo, reconoció a Joáo Abade—. Hay más en el depósito de cueros. —Son bastantes —dijo la voz del primer hombre, ahora neutra.
—No lo son —dijo Joáo Abade—. No lo son si es verdad que vienen ocho o nueve mil. Ni el doble ni el triple serían bastantes. —Cierto —dijo el primero.
Los sintió moverse, circular por delante y por detrás de ellos, y adivinó que estaban palpando los fusiles, levantándolos, manoseándolos, que se los llevaban a la cara para ver si tenían alineadas las miras y limpias las almas. ¿Ocho, nueve mil? ¿Venían ocho, nueve mil soldados?
—Y ni siquiera todos sirven, Pajeú —dijo Joáo Abade—. ¿Ves? El cañón torcido, el gatillo roto, la culata partida.
¿Pajeú? El que estaba ahí, moviéndose, conversando, el que le había hablado a Jurema, era Pajeú. Decían algo de las joyas de la Virgen, mencionaban a un Doctor llamado Aguilar de Nascimento, sus voces se alejaban y se acercaban con sus pasos. Todos los bandidos del sertón estaban acá, todos se habían vuelto beatos. ¿Quién lo podía entender? Pasaban frente a él y el periodista miope podía ver esos dos pares de piernas al alcance de su mano.
—¿Quiere oír ahora la Terrible y Ejemplar Historia de Roberto el Diablo? —oyó preguntar al Enano—. La sé, la he contado mil veces ¿Se la recito, señor? —Ahora no —dijo Joáo Abade—. Pero otro día sí. ¿Por qué me dices señor? ¿No sabes mi nombre acaso?
—Sí lo sé —murmuró el Enano—. Discúlpeme…
Los pasos de los hombres se apagaron. El periodista miope se había puesto a pensar: «El que cortaba orejas, narices, el que castraba a sus enemigos y les tatuaba sus iniciales. El que asesinó a todo un pueblo para probar que era Satán. Y Pajeú, el carnicero, el ladrón de ganado, el asesino, el bribón». Ahí habían estado, junto a él. Se hallaba aturdido y con ganas de escribir.
—¿Viste cómo te habló, te miró? —oyó decir al Enano—. Qué suerte, Jurema. Te llevará a vivir con él y tendrás casa y comida. Porque Pajeú es uno de los que mandan aquí. ¿Qué iba a ser de él?
«No son diez moscas por habitante sino mil —piensa el Teniente Pires Ferreira—. Saben que son indestructibles.» Por eso no se inmutan cuando el ingenuo trata de espantarlas. Eran las únicas moscas del mundo que no se movían cuando la mano revoloteaba a milímetros de ellas, queriendo ahuyentarlas. Sus varios ojos observaban al infeliz, desafiándolo. Éste podía aplastarlas, sí, sin ningún trabajo. ¿Qué ganaba con esa asquerosidad? Diez, veinte se materializaban al instante en el sitio de la apachurrada. Mejor resignarse a su vecindad, como los sertaneros. Las dejaban pasearse por sus comidas y sus ropas, ennegrecer sus casas y sus alimentos, anidar en los cuerpos de los recién nacidos, limitándose a apartarlas de la rapadura que iban a morder o a escupirlas si se les metían a la boca. Eran más grandes que las de Salvador, los únicos seres gordos de esta tierra donde hombres y animales parecían reducidos a su mínima expresión. Está tumbado, desnudo, en su cama del Hotel Continental. Por la ventana ve la estación y la enseña: Vila Bela de Santo Antonio das Queimadas. ¿Odia más a las moscas o a Queimadas, donde tiene la sensación de que va a pasar el resto de sus días, enfermo de tedio, decepcionado, ocupado en filosofar sobre las moscas? Éste es uno de esos momentos en que la amargura lo hace olvidar que es un privilegiado, pues tiene un cuartito para él solo, en este Hotel Continental que es la codicia de los millares de
soldados y oficiales que se apiñan, de dos en dos, de cuatro en cuatro, en las viviendas intervenidas o alquiladas por el Ejército y de quienes —la gran mayoría — duermen en las barracas levantadas a orillas del Itapicurú. Tiene la fortuna de ocupar un cuarto en el Hotel Continental por derecho de veteranía. Está aquí desde que pasó por Queimadas el Séptimo Regimiento y el Coronel Moreira César lo confinó a la humillada función de ocuparse de los enfermos, en la retaguardia. Desde esta ventana ha visto los acontecimientos que han convulsionado el sertón, a Bahía, al Brasil, en los últimos tres meses: la partida de Moreira César en dirección a Monte Santo y el regreso precipitado de los sobrevivientes del desastre, los ojos encandilados todavía por el pánico y la estupefacción; ha visto después vomitar, semana tras semana, al tren de Salvador a militares profesionales, cuerpos de policía y regimientos de voluntarios que vienen desde todas la regiones del país a este pueblo enseñoreado por las moscas, a vengar a los patriotas muertos, a salvar a las instituciones humilladas y a restaurar la soberanía de la República. Y desde este Hotel Continental el Teniente Pires Ferreira ha visto cómo esas decenas y decenas de compañías, tan entusiastas, tan ávidas de acción, han sido aprisionadas por una telaraña que las mantiene inactivas, inmovilizadas, distraídas por preocupaciones que no tienen nada que ver con los ideales generosos que las trajeron: los incidentes, los robos, la falta de vivienda, de comida, de transporte, de enemigos, de mujer. La víspera, el Teniente Pires Ferreira ha asistido a una reunión de oficiales del Tercer Batallón de Infantería, convocada por un escándalo mayúsculo —la desaparición de cien fusiles Comblain y de veinticinco cajas de municiones — y el Coronel Joaquim Manuel de Medeiros, después de leer una Ordenanza advirtiendo que, a menos de devolución inmediata, los autores del robo serán sumariamente ejecutados, les ha dicho que el gran problema —transportar a Canudos el enorme equipo del cuerpo expedicionario — aún no se ha resuelto y que por lo tanto no hay nada fijo todavía sobre la partida.
Tocan la puerta y el Teniente Pires Ferreira dice «Adelante». Su ordenanza viene a recordarle el castigo al soldado Queluz. Mientras se viste, bostezando, trata de evocar la cara de éste al que, está seguro, hace una semana o un mes, ya azotó, acaso por la misma falta. ¿Cuál? Las conoce todas: raterías al Regimiento o a las familias que aún no se han marchado de Queimadas, peleas con soldados de otros cuerpos, intentos de deserción. El Capitán de la compañía le confía a menudo los azotes con que se trata de conservar la disciplina, cada vez más estropeada por el aburrimiento y las privaciones. No es algo que le guste al Teniente Pires Ferreira, eso de dar varazos. Pero ahora tampoco le disgusta, ha pasado a formar parte de la rutina de Queimadas, como dormir, vestirse, desvestirse, comer, enseñar a los soldados las piezas de un Mánnlicher o un Comblain, lo que es el cuadrado de defensa y el de ataque, o reflexionar sobre las moscas.
Al salir del Hotel Continental, el Teniente Pires Ferreira toma la avenida de Itapicurú, nombre de la pendiente pedregosa que sube hacia la Iglesia de San Antonio, observando, por sobre los techos de las casitas pintadas de verde, blanco o azul, las colinas con arbustos resecos que rodean a Queimadas. Pobres las compañías de infantes en plena instrucción, en aquellas colinas abrasadas. Ha llevado cien veces a los reclutas a enterrarse en ellas y los ha visto empaparse de sudor y a veces perder el conocimiento. Son sobre todo los voluntarios de tierras frías los que se desploman como pollitos a poco de marchar por el desierto con la mochila a la espalda y el fusil al hombro. Las calles de Queimadas no son a estas horas el hormigueo de uniformes, el muestrario de acentos del Brasil, que se vuelven en las noches, cuando soldados y oficiales se vuelcan a las calles a conversar, tocar una guitarra, escuchar canciones de sus pueblos y saborear el trago de aguardiente que han conseguido procurarse a precios exorbitantes. Hay, aquí y allá, grupos de soldados con la camisa desabotonada, pero no divisa a un solo vecino en el trayecto hacia la Plaza Matriz, de airosas palmeras uricurís que siempre hierven de pájaros. Casi no quedan vecinos. Salvo alguno que otro vaquero demasiado viejo, enfermo o apático, que mira con odio indisimulado desde la puerta de la casa que debe compartir con los intrusos, todos han ido desapareciendo.
En la esquina de la pensión Nuestra Señora de las Gracias —en cuya fachada se lee: «No permitimos personas sin camisas» — el Teniente Pires Ferreira reconoce, en el joven
oficial de cara borrada por el sol que viene a su encuentro, al Teniente Pinto Souza, de su Batallón. Está aquí hace sólo una semana, conserva la fogosidad de los recién venidos. Se han hecho amigos y en las noches suelen pasear juntos.
—He leído el informe que escribiste sobre Uauá —dice, poniéndose a caminar junto a Pires Ferreira, en dirección al campamento—. Es terrible.
El Teniente Pires Ferreira lo mira protegiéndose con una mano contra la resolana: —Para quienes lo vivimos, sí, sin duda. Para el pobre Doctor Antonio Alves de Santos sobre todo —dice—. Pero lo de Uauá no es nada comparado con lo que les ocurrió al Mayor Febronio y al Coronel Moreira César.
—No hablo de los muertos sino de lo que dices sobre los uniformes y las armas —lo corrige el Teniente Pinto Souza. —Ah, eso —murmura el Teniente Pires Ferreira.
—No lo comprendo —exclama su amigo, consternado—. La superioridad no ha hecho nada.
—A la segunda y a la tercera expedición les pasó lo que a nosotros —dice Pires Ferreira—. También las derrotaron el calor, las espinas y el polvo antes que los yagunzos. Se encoge de hombros. Redactó ese informe recién llegado a Joazeiro, después de la derrota, con lágrimas en los ojos, deseoso de que su experiencia aprovechara a sus compañeros de armas. Con lujo de detalles explicó que los uniformes quedaron destrozados con el sol, la lluvia y la polvareda, que las casacas de franela y los pantalones de paño se convertían en cataplasmas y eran desgarrados por las ramas de la caatinga. Contó que los soldados perdieron gorras y zapatos y tuvieron que andar descalzos la mayor parte del tiempo. Pero sobre todo fue explícito, escrupuloso, insistente en lo de las armas: «Pese a su magnífica puntería, el Mánnlicher se malogra con gran facilidad; bastan unos granos de arena en la recámara para que el cerrojo deje de funcionar. De otro lado, si se dispara seguido, el calor dilata el cañón y entonces se estrecha la recámara y los cargadores de seis cartuchos ya no entran en ella. El extractor, por efecto del calor, se estropea y hay que sacar los cartuchos usados con la mano. Por último, la culata es tan frágil que al primer golpe se quiebra». No sólo lo ha escrito; lo ha dicho a todas las comisiones que lo han interrogado y lo ha repetido en decenas de conversaciones privadas. ¿De qué ha servido?
—Al principio, creí que no me creían —dice—. Que pensaban que escribí eso para excusar mi derrota. Ahora ya sé por qué la superioridad no hace nada. —¿Por qué? —pregunta el Teniente Pinto Souza.
—¿Van a cambiar los uniformes de todos los cuerpos del Ejército del Brasil? ¿No son todos de franela y paño? ¿Van a tirar a la basura todos los zapatos? ¿Echar al mar todos los Mánnlichers que tenemos? Hay que seguir usándolos, sirvan o no sirvan. Han llegado al campamento del Tercer Batallón de Infantería, en la margen derecha del Itapicurú. Está junto al pueblo, en tanto que los otros se alejan de Queimadas, aguas arriba. Las barracas se alinean frente a las laderas de tierra rojiza, de grandes pedruscos oscuros, a cuyos pies discurren las aguas negro–verdosas. Los soldados de la compañía están aguardándolo; los castigos son siempre muy concurridos pues es uno de los pocos entretenimientos del Batallón. El soldado Queluz, ya preparado, tiene la espalda desnuda, entre una ronda de soldados que le hacen bromas. Él les contesta riéndose. Al llegar los dos oficiales todos se ponen serios y Pires Ferreira ve, en los ojos del castigado, un súbito temor, que disimula tratando de conservar la expresión burlona e indócil. —Treinta varas —lee, en el parte del día—. Son muchas. ¿Quién te castigó? —El Coronel Joaquim Manuel de Medeiros, su señoría —murmura Queluz. —¿Qué hiciste? —pregunta Pires Ferreira. Está calzándose el guante de cuero, para que la frotación de las varas no le reviente las ampollas. Queluz pestañea, incómodo, mirando con el rabillo del ojo a derecha y a izquierda. Brotan risitas, murmullos. —Nada, su señoría —dice, atragantado.
Pires Ferreira interroga con los ojos al centenar de soldados que forman círculo. —Quiso violar a un corneta del Quinto Regimiento —dice el Teniente Pinto Souza, con disgusto—. Un cabra que no ha cumplido quince años. Lo sorprendió el propio Coronel. Eres un degenerado, Queluz.
—No es cierto, su señoría, no es cierto —dice el soldado, negando con la cabeza—. El
Coronel interpretó mal mis intenciones. Estábamos bañándonos en el río sanamente. Se lo juro.
—¿Y por eso se puso a pedir auxilio el corneta? —dice Pinto Souza—. No seas cínico. —Es que el corneta también interpretó mal mis intenciones, su señoría —dice el soldado, muy serio. Pero como estalla una risotada general, él mismo acaba por reírse. —Más pronto comenzamos, más pronto terminamos —dice Pires Ferreira, cogiendo la primera vara, de varias que tiene a su alcance el ordenanza. La prueba en el aire y con el movimiento cimbreante, que produce un silbido de enjambre, la ronda de soldados retrocede—. ¿Te amarramos o aguantas como bravo? —Como bravo, su señoría —dice el soldado Queluz, palideciendo. —Como bravo que se tira a los cornetas —aclara alguien y hay otra salva de risas. —Media vuelta, entonces, y cógete las bolas —ordena el Teniente Pires Ferreira. La da los primeros azotes con fuerza, viéndolo trastabillar cuando la varilla enrojece su espalda; luego, a medida que el esfuerzo lo empapa de transpiración a él también, lo hace de modo más suave. El corro de soldados canta los varazos. No han llegado a veinte cuando los puntos cárdenos de la espalda de Queluz comienzan a sangrar. Con el último varazo, el soldado cae de rodillas, pero se incorpora ahí mismo y se vuelve hacia el Teniente, tambaleándose:
—Muchas gracias, su señoría —murmura, con la cara hecha agua y los ojos inyectados. —Consuélate pensando que estoy tan agotado como tú —jadea Pires Ferreira—. Anda a la enfermería, que te echen desinfectante. Y deja en paz a los cornetas. La ronda se disuelve. Algunos soldados se alejan con Queluz, al que alguien echa encima una toalla, en tanto que otros descienden la barranca arcillosa para refrescarse en el Itapicurú. Pires Ferreira se moja la cara en un cubo de agua que le acerca su ordenanza. Firma el parte indicando que ha ejecutado el castigo. Mientras, responde a las preguntas del Teniente Pinto Souza, quien sigue obsesionado con su informe sobre Uauá. ¿Esos fusiles eran antiguos o comprados recientemente?
—No eran nuevos —dice Pires Ferreira—. Habían sido usados en 1894, en la campaña de Sao Paulo y Paraná. Pero la vejez no explica sus desperfectos. El problema es la constitución del Mánnlicher. Fue concebido en Europa, para ambientes y climas muy distintos, para un Ejército con una capacidad de mantenimiento que el nuestro no tiene. Lo interrumpe el toque simultáneo de muchas cornetas, en todos los campamentos. —Reunión general —dice Pinto Souza—. No estaba prevista.
—Debe ser el robo de esos cien fusiles Comblain, tiene loco al Comando —dice Pires Ferreira—. A lo mejor han encontrado a los ladrones y van a fusilarlos. —A lo mejor ha llegado el Ministro de Guerra —dice Pinto Souza—. Está anunciado. Se dirigen al punto de reunión del Tercer Batallón, pero allí les informan que se reunirán también con los oficiales del Séptimo y del Decimocuarto, es decir, toda la Primera Brigada. Corren hacia el puesto de mando, instalado en una curtiembre, a un cuarto de legua aguas arriba del Itapicurú. En el trayecto, advierten un movimiento inusitado en todos los campamentos y la algarabía de las cornetas ha crecido tanto que es difícil desentrañar sus mensajes. En la curtiembre se hallan ya varias decenas de oficiales, algunos de los cuales deben haber sido sorprendidos en plena siesta, pues están todavía embutiéndose las camisas o abrochándose las guerreras. El jefe de la Primera Brigada, Coronel Joaquim Manuel de Medeiros, encaramado sobre una banca, habla, accionando, pero Pires Ferreira y Pinto Souza no oyen lo que dice pues hay a su alrededor aclamaciones, vítores al Brasil, burras a la República y algunos oficiales arrojan al aire sus quepis para manifestar su contento. —Qué pasa, qué pasa —dice el Teniente Pinto Souza.
— ¡Partimos a Canudos dentro de dos horas! —le grita, eufórico, un capitán de Artillería.
—¿Locura, malentendidos? No basta, no explica todo —murmuró el Barón de Cañabrava—. Ha habido también estupidez y crueldad.
Se le había representado de pronto la cara mansa de Gentil de Castro, con sus pómulos sonrosados y sus patillas rubias, inclinándose a besar la mano de Estela en alguna fiesta de Palacio, cuando él formaba parte del gabinete del Emperador. Era delicado como una dama, ingenuo como un niño, bondadoso, servicial. ¿Qué otra cosa que la imbecilidad y la maldad podían explicar lo ocurrido con Gentil de Castro?
—Supongo que no sólo Canudos, que toda la historia está amasada con eso —repitió, haciendo una mueca de disgusto.
—A menos que uno crea en Dios —lo interrumpió el periodista miope, y su voz empedrada recordó al Barón su existencia—. Como ellos, allá. Todo era transparente. La hambruna, los bombardeos, los despanzurrados, los muertos de inanición. El Perro o el Padre, el Anticristo o el Buen Jesús. Sabían al instante qué hecho procedía de uno u otro, si era benéfico o maléfico. ¿No los envidia? Todo resulta fácil si uno es capaz de identificar el mal o el bien detrás de cada cosa que ocurre.
—Me acordé de repente de Gentil de Castro —murmuró el Barón de Cañabrava—. La estupefacción que debió sentir al saber por qué arrasaban sus periódicos, por qué destruían su casa.
El periodista miope alargó el pescuezo. Estaban sentados frente a frente, en los sillones de cuero, separados por una mesita con una jarra de refresco de papaya y plátano. La mañana transcurría de prisa, la luz que alanceaba la huerta era ya la del mediodía. Voces de pregoneros ofreciendo viandas, loros, rezos, servicios, sobrevolaban las tapias. —Esta parte de la historia tiene explicación —retintineó el hombre que parecía plegadizo—. Lo que ocurrió en Río de Janeiro, en Sao Paulo, es lógico y racional. —¿Lógico y racional que la multitud se vuelque a las calles a destruir periódicos, a asaltar casas, a asesinar a gentes incapaces de señalar en el mapa dónde está Canudos, porque unos fanáticos derrotan a una expedición a miles de kilómetros de distancia? ¿Lógico y racional eso?
—Estaban intoxicados por la propaganda —insistió el periodista miope—. Usted no ha leído los periódicos, Barón.
—Conozco lo que pasó en Río por una de las propias víctimas —dijo éste—. Se salvó por un pelo de que lo mataran a él también.
El Barón se había encontrado con el Vizconde de Ouro Préto en Lisboa. Había pasado toda una tarde con el anciano líder monárquico, refugiado en Portugal luego de huir precipitadamente del Brasil, después de las terribles jornadas que vivió Río de Janeiro al llegar allí la noticia de la derrota del Séptimo Regimiento y la muerte de Moreira César. Incrédulo, confuso, espantado, el viejo ex–dignatario había visto desfilar en la rua Marqués de Abrantes, bajo los balcones de la casa de la Baronesa de Guanabara, donde se hallaba de visita, una manifestación que, iniciada en el Club Militar, llevaba carteles pidiendo su cabeza como responsable de la derrota de la República en Canudos. Poco después venía un mensajero a avisarle que su hogar había sido saqueado, al igual que los de otros conocidos monárquicos, y que la Gazeta de Noticias y A Liberdade ardían. —El espía inglés de Ipupiará —recitó el periodista miope, golpeando con los nudillos en la mesa—. Los fusiles encontrados en el sertón que iban rumbo a Canudos. Los proyectiles de Kropatchek de los yagunzos que sólo podían haber traído barcos británicos. Y las balas explosivas. Las mentiras machacadas día y noche se vuelven verdades.
—Usted sobrestima la audiencia del Jornal de Noticias —sonrió el Barón de Cañabrava. —El Epaminondas Goncalves de Río de Janeiro se llama Aleindo Guanabara y su diario A República —afirmó el periodista miope—. Desde la derrota del Mayor Febronio, A República no dejó un solo día de presentar pruebas concluyentes de la complicidad del Partido Monárquico con Canudos.
El Barón lo oía a medias, porque estaba oyendo lo que, arropado en una manta que apenas le dejaba la boca libre, le había dicho el Vizconde de Ouro Préto: «Lo patético es que nunca tomamos en serio a Gentil de Castro. Nunca fue nadie durante el Imperio. Jamás recibió un título, una distinción, un cargo. Su monarquismo era sentimental, no
tenía que ver con la realidad».
—Por ejemplo, la prueba concluyente de las reses y las armas de Sete Lagoas, en Minas Gerais —seguía diciendo el periodista miope—. ¿No iban acaso hacia Canudos? ¿No las conducía el conocido jefe de capangas de caudillos monárquicos, Manuel Joáo Brandao? ¿No había trabajado éste para Joaquim Nabuco, para el Vizconde de Ouro Préto? Aleindo da los nombres de los policías que prendieron a Brandao, reproduce sus declaraciones confesándolo todo. ¿Qué importa que Brandao no existiera y que nunca fuera descubierto tal cargamento? Estaba escrito, era verdad. La historia del espía de Ipupiará repetida, multiplicada. ¿Ve cómo es lógico, racional? A usted no lo lincharon porque en Salvador no hay jacobinos, Barón. Los bahianos sólo se exaltan con los Carnavales, la política les importa un bledo.
—En efecto, ahora puede trabajar en el Diario de Bahía —bromeó el Barón—. Ya conoce las infamias de nuestros adversarios.
—Ustedes no son mejores que ellos —susurró el periodista miope—. ¿Se olvida que Epaminondas es su aliado y sus antiguos amigos miembros del gobierno? —Descubre un poco tarde que la política es algo sucio —dijo el Barón. —No para el Consejero —dijo el periodista miope—. Para él era limpia. —También para el pobre Gentil de Castro —suspiró el Barón.
Al volver de Europa se había encontrado en su escritorio una carta, despachada desde Río varios meses atrás, en la que el propio Gentil de Castro, con estudiada caligrafía, le preguntaba: «¿Qué es esto de Canudos, mi afectísimo Barón? ¿Qué está ocurriendo en sus queridas tierras nordestinas? Nos achacan toda clase de disparates conspiratorios y no podemos siquiera defendernos pues no entendemos el asunto. ¿Quién es Antonio Consejero? ¿Existe? ¿Quiénes son esos depredadores Sebastianistas con quien se empeñan en vincularnos los jacobinos? Mucho le agradecería me ilustrara el respecto…». Ahora, el anciano al que el nombre de Gentil correspondía tan bien estaba muerto por haber armado y financiado una rebelión que pretendía restaurar el Imperio y esclavizar el Brasil a Inglaterra. Años atrás, cuando comenzó a recibir ejemplares de A Gazeta de Noticias y A Liberdade, el Barón de Cañabrava le escribió al Vizconde de Ouro Préto, preguntándole qué absurdidad era esa de sacar dos hojas nostálgicas de la monarquía, a estas alturas, cuando era obvio para todo el mundo que el Imperio estaba definitivamente enterrado. «Qué quiere usted, mi querido… No ha sido idea mía ni de Joáo Alfredo ni de Joaquim Nabuco ni de ninguno de sus amigos de aquí, sino, exclusivamente del Coronel Gentil de Castro. Ha decidido gastarse sus dineros sacando esas publicaciones con el propósito de defender el nombre de quienes servimos al Emperador, del vilipendio a que nos someten. A todos nos parece bastante extemporánea la reivindicación de la monarquía en estos momentos, pero ¿cómo cortarle este arranque al pobre Gentil de Castro? No sé si usted lo recuerda. Un buen hombre, nunca figuró demasiado…»
—No estaba en Río sino en Petrópolis, al llegar las noticias a la capital —dijo el Vizconde de Ouro Préto—. Con mi hijo, Alfonso Celso, le mandé decir que no se le ocurriera volver, que sus diarios habían sido arrasados, su casa destruida y que una turbamulta en la rua do Ouvidor y en el Largo de San Francisco pedía su muerte. Bastó eso para que Gentil de Castro decidiera volver.
El Barón lo imaginó, sonrosado, haciendo su maletín y dirigiéndose a la estación, mientras en Río, en el Club Militar, una veintena de oficiales mezclaban sus sangres ante un compás y una escuadra y juraban vengar a Moreira César, elaborando una lista de traidores que debían ser ejecutados. El primer nombre: Gentil de Castro. —En la estación de Merití, Alfonso Celso le compró los diarios —prosiguió el Vizconde de Ouro Préto—. Gentil de Castro pudo leer todo lo ocurrido la víspera en la capital federal. Los mítines, el cierre de comercios y de teatros, las banderas a media asta y los crespones negros en los balcones, los ataques a diarios, los asaltos. Y, por supuesto, la noticia sensacional en A República: «Los fusiles descubiertos en Gazeta de Noticias y A Liberdade son de la misma marca y el mismo calibre que los de Canudos». ¿Cuál cree usted que fue su reacción?
—No tengo más alternativa que mandar mis padrinos a Aleindo Guanabara —musitó el Coronel Gentil de Castro, atusándose el blanco bigote—. Ha llevado la vileza demasiado
lejos.
El Barón se echó a reír: «Quería batirse a duelo», pensó. «Lo único que se le ocurrió fue retar a duelo al Epaminondas Goncalves de Río. Mientras la muchedumbre lo buscaba para lincharlo, él pensaba en padrinos vestidos de oscuro, en espadas, en desafíos a primera sangre o a muerte.» La risa le humedecía los ojos y el periodista miope lo miraba sorprendido. Mientras ocurría eso, él viajaba hacia Salvador, estupefacto, sí, por la derrota de Moreira César, pero, en realidad, obsesionado por Estela, contando las horas que faltaban para que los médicos del Hospital Portugués y de la Facultad de Medicina lo tranquilizaran asegurándole que era una crisis pasajera, que la Baronesa volvería a ser una mujer alegre, lúcida, vital. Había estado tan aturdido por lo que ocurría a su mujer que recordaba como un sueño sus negociaciones con Epaminondas Goncalves y sus sentimientos al enterarse de la gran movilización nacional para castigar a los yagunzos, el envío de batallones de todos los estados, la formación de cuerpos de voluntarios, las kermesses y rifas públicas donde las damas subastaban sus joyas y sus cabelleras para armar nuevas compañías que fueran a defender a la República. Volvió a sentir el vértigo que había sentido al darse cuenta de la magnitud de aquello, ese laberinto de equivocaciones, desvaríos y crueldades.
—Al llegar a Río, Gentil de Castro y Alfonso Celso se deslizaron hasta una casa amiga, cerca de la estación de San Francisco Xavier —añadió el Vizconde de Ouro Préto—. Allí fui a reunirme con ellos, a escondidas. A mí me tenían de un lado a otro, oculto, para protegerme de las turbas que seguían en las calles. Todo el grupo de amigos tardamos un buen rato en convencer a Gentil de Castro que lo único que nos quedaba era huir cuanto antes de Río y del Brasil.
Se acordó trasladar al Vizconde y al Coronel a la estación, embozados, segundos antes de las seis y media de la tarde, hora de la partida del tren a Petrópolis. Allí permanecerían en una hacienda mientras se preparaba su fuga al extranjero. —Pero el destino estaba con los asesinos —murmuró el Vizconde—. El tren se atrasó media hora. En ese tiempo, el grupo de hombres embozados que éramos acabó por llamar la atención. Comenzaron a llegar manifestaciones que recorrían el andén dando vivas al Mariscal Floriano y mueras a mí. Acabábamos de subir al vagón cuando nos rodeó una turba con revólveres y puñales. Sonaron varios pistoletazos en el instante en que el tren arrancaba. Todas las balas dieron en Gentil de Castro. No sé por qué estoy vivo.
El Barón se imaginó al anciano de mejillas sonrosadas con la cabeza y el pecho abierto, tratando de persignarse. Tal vez esa muerte no le hubiera disgustado. ¿Era una muerte de caballero, no?
—Tal vez —dijo el Vizconde de Ouro Préto—. Pero, su entierro, estoy seguro que le disgustó.
Había sido enterrado a escondidas, por consejo de las autoridades. El Ministro Amaro Cavalcanti advirtió a los deudos que, debido a la excitación callejera, el gobierno no podía garantizar la seguridad de los familiares y amigos si intentaban un sepelio aparatoso. Ningún monárquico asistió al entierro y Gentil de Castro fue llevado al cementerio en una carroza cualquiera, a la que seguía una berlina en la que se hallaban su jardinero y dos sobrinos. Éstos no permitieron que el sacerdote terminara el responso, temerosos de que aparecieran los jacobinos.
—Veo que la muerte de ese hombre, allá en Río, lo impresiona mucho —volvió a sacarlo de sus reflexiones el periodista miope—. En cambio, no lo impresionan las otras. Porque hubo otras muertes, allá en Canudos.
¿En qué momento se había puesto de pie su visitante? Estaba frente a los estantes de libros, inclinado, torcido, un rompecabezas humano, mirándolo ¿con furia? detrás de sus lentes espesos.
—Es más fácil imaginar la muerte de una persona que la de cien o mil —murmuró el Barón—. Multiplicado, el sufrimiento se vuelve abstracto. No es fácil conmoverse por cosas abstractas.
—A menos que uno lo haya visto pasar de uno a diez, a cien, a mil, a miles —dijo el periodista miope—. Si la muerte de Gentil de Castro fue absurda, en Canudos murieron muchos por razones no menos absurdas.
—¿Cuántos? —murmuró el Barón. Sabía que nunca se conocería, que, como lo demás de la historia, la cifra sería algo que historiadores y políticos reducirían y aumentarían al compás de sus doctrinas y del provecho que podían sacarle. Pero no pudo dejar de preguntárselo.
—He tratado de saberlo —dijo el periodista, acercándose con su andar dubitativo y desmoronándose en el sillón—. No hay cálculo exacto. —¿Tres mil? ¿Cinco mil muertos? —susurró el Barón, buscándole los ojos. —Entre veinticinco y treinta mil.
—¿Está usted considerando los heridos, los enfermos? —respingó el Barón. —No hablo de los muertos del Ejército —dijo el periodista—. Sobre ellos sí hay estadísticas precisas. Ochocientos veintitrés, incluidas las víctimas de epidemias y accidentes.
Hubo un silencio. El Barón bajó la vista. Se sirvió un poco de refresco, pero apenas lo probó pues se había calentado y parecía un caldo.
—En Canudos no podía haber treinta mil almas —dijo—. Ningún pueblo del sertón puede albergar a esa cantidad de gente.
—El cálculo es relativamente simple —dijo el periodista—. El General Osear hizo contar las viviendas. ¿No lo sabía? Está en los diarios: 5.783. ¿Cuánta gente vivía en cada casa? Mínimo, cinco o seis. O sea, entre veinticinco y treinta mil muertos. Hubo otro silencio, largo, interrumpido por un zumbar de moscardones. —En Canudos no hubo heridos —dijo el periodista—. Los llamados sobrevivientes, esas mujeres y niños que el Comité Patriótico de su amigo Lelis Piedades ha repartido por el Brasil, no estaban en Canudos, sino en localidades de la vecindad. Del cerco sólo escaparon siete personas.
—¿También sabe eso? —levantó la vista el Barón.
—Yo era uno de los siete —dijo el periodista miope. Y, como queriendo evitar una pregunta, añadió de prisa —: Ea estadística que les preocupaba a los yagunzos era otra. Cuántos morirían de bala y cuántos de cuchillo. Se quedó callado un buen rato; con la cabeza espantó a un insecto. —Es un cálculo que no hay manera de hacer, por supuesto —continuó, estrujándose las manos—. Pero alguien podría darnos pistas. Un sujeto interesante, Barón. Estuvo con el Regimiento de Moreira César y volvió con la cuarta expedición al mando de una Compañía de Río Grande do Sul. El Alférez Maranháo. El Barón lo miraba, adivinando casi lo que iba a decir.
—¿Sabía que degollar es una especialidad gaucha? El Alférez Maranháo y sus hombres eran especialistas. En él, a la destreza se unía la afición. Con la mano izquierda cogía al yagunzo de la nariz, le levantaba la cabeza y pegaba el tajo. Uno de veinticinco centímetros, que abría la carótida: la cabeza caía como la de un monigote. —¿Está tratando de conmoverme? —dijo el Barón.
—Si el Alférez Maranháo nos dijera cuántos degollaron él y sus hombres se podría saber cuántos yagunzos se fueron al cielo y cuántos al infierno —estornudó el miope—. El degüello tenía ese otro inconveniente. Despachaba el alma al infierno, al parecer.
La noche que sale de Canudos, al frente de trescientos hombres armados —muchos más de los que ha mandado nunca — Pajeú se ordena a sí mismo no pensar en la mujer. Sabe la importancia que tiene su misión, y también lo saben sus compañeros, escogidos entre los mejores caminantes de Canudos (porque habrá que andar mucho). Al pasar al pie de la Favela hacen un alto. Señalando los contrafuertes del cerro, apenas visible en la oscuridad conmovida por los grillos y las ranas, Pajeú les recuerda que es allí donde hay que traerlos, subirlos, encerrarlos, para que Joáo Abade y Joáo Grande y todos los que no han partido con Pedráo y los Vilanova hacia Geremoabo al encuentro de los soldados que vienen por ese rumbo, los acribillen desde los cerros y llanos vecinos, donde los yagunzos ya han tomado sus emplazamientos en trincheras cargadas de municiones. Joáo Abade tiene razón, es la manera de dar un golpe mortal a las carnadas malditas: empujarlas a ese cerro pelado. No tendrán donde guarecerse y los tiradores harán
puntería sobre ellas sin ser siquiera vistos. «O los soldados caen en la trampa y los deshacemos —ha dicho el Comandante de la Calle—. O caemos nosotros, pues, si rodean Belo Monte, no tenemos hombres ni armas para impedir que entren. De ustedes depende, cabras.» Pajeú aconseja a los hombres que sean avaros con las municiones, que apunten siempre a los perros que llevan insignias en los brazos o tienen sable y van montados y que no se dejen ver. Los divide en cuatro cuerpos y los cita a la tarde siguiente, en la Laguna del Lage, no lejos de la Sierra de Aracaty, donde, calcula, estará llegando para entonces la avanzada de la tropa que partió ayer de Monte Santo. Ninguno de los grupos debe dar pelea si encuentran patrullas; deben ocultarse, dejarlas pasar y, a lo más, hacerlas seguir por un pistero. Nada ni nadie debe hacerles olvidar su obligación: traer a los perros a la Favela.
El grupo de ochenta hombres que se queda con él, es el último en continuar la marcha. Una vez más rumbo a la guerra… Ha salido así tantas veces, desde que tiene uso de razón, en las noches, escondiéndose, para dar un zarpazo o para evitar que se lo dieran, que no está más inquieto esta vez que las otras. Para Pajeú la vida es eso: huir o ir al encuentro de algún enemigo, sabiendo que atrás y adelante hay y habrá siempre, en el espacio y en el tiempo, balas, heridos y muertos.
La cara de la mujer se desliza una vez más —porfiada, intrusa — en su cabeza. El caboclo hace un esfuerzo para expulsar la tez pálida, los ojos resignados, los cabellos lacios que caen sueltos sobre la espalda, y ansiosamente busca algo distinto en qué pensar. A su lado va Táramela, pequeñito, enérgico, masticando, feliz porque lo acompaña, como en los tiempos del cangaco. Precipitadamente le pregunta si trae consigo ese emplasto de yema de huevo que es el mejor remedio contra la picadura de la cobra. Táramela le recuerda que, al separarse de los otros grupos, él mismo ha repartido a Joaquim Macambira, Mané Quadrado y Felicio un poco de emplasto. «Cierto», dice Pajeú. Y como Táramela calla y lo mira, Pajeú se interesa por saber si los otros grupos tendrán suficientes tigelinhas, esos lamparines de barro que les permitirán comunicarse a la distancia, en las noches, si hace falta. Táramela, riéndose, le recuerda que él mismo ha verificado la distribución de lamparines en el almacén de los Vilanova. Pajeú gruñe que tantos olvidos, indican que se está volviendo viejo. «O que se está enamorando», bromea Táramela. Pajeú siente calor en las mejillas y la cara de la mujer, que ha conseguido expulsar, regresa. Con extraña vergüenza de sí mismo, piensa: «No sé su nombre, no sé de dónde es». Cuando vuelva a Belo Monte, se lo preguntará. Los ochenta yagunzos caminan detrás de él y de Táramela en silencio, o hablando tan bajo que sus voces quedan apagadas por el rodar de piedrecillas y el acompasado sonido de sandalias y alpargatas. Hay entre ellos quienes estuvieron con él en el cangaco, mezclados con otros que fueron compañeros de correrías de Joáo Abade o de Pedráo, cabras que sirvieron en las volantes de la policía e incluso ex–guardias rurales e infantes que desertaron. Que estén marchando juntos hombres que eran enemigos irreconciliables es obra del Padre, allá arriba, y aquí abajo del Consejero. Ellos han hecho este milagro, hermanar a los caínes, convertir en fraternidad el odio que reinaba en el sertón.
Pajeú apura la marcha y mantiene un paso vivo toda la noche. Cuando, al amanecer, llegan a la Sierra de Caxamango y protegidos por una empalizada de xique–xiques y mandacarús hacen alto para comer, todos están acalambrados.
Táramela despierta a Pajeú unas cuatro horas después. Han llegado dos pisteros, ambos muy jóvenes. Hablan ahogándose y uno de ellos se soba los pies hinchados, mientras explican a Pajeú que han seguido a las tropas desde Monte Santo. En efecto, son miles de soldados. Divididos en nueve cuerpos, avanzan muy despacio por la dificultad para arrastrar sus armas, carros y barracas, y el freno que les significa un cañón larguísimo, que se entierra a cada paso y los obliga a ensanchar la trocha. Lo halan nada menos que cuarenta bueyes. Hacen, a lo más, cinco leguas por día. Pajeú los interrumpe: no le interesa cuántos son sino su rumbo. El muchacho que se soba los pies cuenta que han hecho un alto en Río Pequenho y pernoctado en Caldeiráo Grande. Luego han tomado la dirección de Gitirana, donde se detuvieron, y, por fin, después de muchos tropiezos, arribaron a Jua, donde han pasado la noche.
La ruta de los perros sorprende a Pajeú. No es la de ninguna de las expediciones
anteriores. ¿Tienen la intención de llegar por Rosario, en vez de por Bendengó, el Cambaio o la Sierra de Cañabrava? Si es así, todo será más fácil, pues con unas cuantas embestidas y mañas de los yagunzos, esa ruta los llevará a la Favela. Manda a un pistero a Belo Monte, a repetir a Joáo Abade lo que acaba de oír, y reanudan la marcha. Andan hasta el crepúsculo sin detenerse, por parajes alborotados de mangabeiras y cipos y matorrales de macambiras. En la Laguna de Lage están ya los grupos de Mané Quadrado, Macambira y Felicio. El primero ha cruzado una patrulla a caballo que exploraba la trocha de Aracaty y Jueté. Acuclillados detrás de vallas de cactos los han visto pasar y, un par de horas después, regresar. No hay duda, pues: si mandan patrullas por el rumbo de Jueté es que han elegido el camino de Rosario. El viejo Macambira se rasca la cabeza: ¿por qué escoger la trayectoria más larga? ¿Por qué dar esa vuelta que les representará catorce o quince leguas más?
—Porque es más plano —dice Táramela—. Por ahí casi no hay subidas ni bajadas. Les será más fácil hacer pasar sus cañones y carretas.
Convienen en que es lo más probable. Mientras los otros descansan, Pajeú, Táramela, Mané Quadrado, Macambira y Felicio cambian opiniones. Como es casi seguro que la tropa entre por Rosario, se decide que Mané Quadrado y Joaquim Macambira vayan a apostarse allí. Pajeú y Felicio le escoltarán desde la Sierra de Aracaty. Al amanecer, Macambira y Mané Quadrado parten con la mitad de los hombres. Pajeú pide a Felicio adelantarse con sus setenta yagunzos hacia Aracaty, sembrando a éstos por la media legua de camino a fin de conocer en detalle los movimientos de los batallones. El permanecerá aquí.
La Laguna de Lage no es una laguna —acaso lo fue, en tiempos remotísimos—, sino una oquedad húmeda, donde se sembraba maíz, yuca y fréjol, como recuerda muy bien Pajeú, que pernoctó muchas veces en esas casitas ahora quemadas. Hay una sola con la fachada intacta y el techo completo. Un cabra aindiado dice, señalándola, que esas tejas podrían servir para el Templo del Buen Jesús. En Belo Monte ya no se fabrican tejas pues todos los hornos funden balas. Pajeú asiente y ordena destejar la casa. Distribuye a los hombres por el contorno. Está dando instrucciones al pistero que va a despachar a Canudos, cuando oye cascos y un relincho. Se arroja al suelo y se escabulle entre los pedruscos. Ya protegido, ve que los hombres han tenido tiempo de refugiarse también, antes de que aparezca la patrulla. Todos, menos los que destejan la casita. Ve a una docena de jinetes corretear a tres yagunzos que escapan en zigzag, en direcciones distintas. Desaparecen en los roquedales sin, aparentemente, ser heridos. Pero el cuarto no llega a saltar del techo. Pajeú trata de identificarlo: no, está muy lejos. Después de mirar un rato a los jinetes que le apuntan con los fusiles, se lleva las manos a la cabeza, en actitud de rendición. Pero de pronto se lanza sobre uno de los jinetes. ¿Quería apoderarse del caballo, escapar al galope? Le falla, pues el soldado lo arrastra con él al suelo. El yagunzo golpea a derecha y a izquierda hasta que el que dirige el pelotón le dispara a boca de jarro. Se nota que le fastidia matarlo, que hubiera querido llevar un prisionero a sus jefes. La patrulla se retira, observada por los emboscados. Pajeú se dice, satisfecho, que los hombres han resistido la tentación de matar a ese puñado de perros. Deja a Táramela en la Laguna de Lage, para enterrar al muerto, y va a instalarse en las elevaciones que hay a medio camino de Aracaty. Ya no permite que sus hombres marchen juntos, sino fragmentados y a distancia de la trocha. A poco de llegar a los peñascos —un buen mirador — aparece la vanguardia. Pajeú siente la cicatriz en su cara, una tirantez, una herida que fuera a abrirse. Le ocurre en los momentos críticos, cuando vive alguna ocurrencia extraordinaria. Soldados armados de picos, palas, machetes y serruchos van despejando la trocha, aplanándola, tumbando árboles, apartando piedras. Deben haber tenido trabajo en la Sierra de Aracaty, filuda y escabrosa; vienen con los torsos desnudos y las camisas amarradas a la cintura, de tres en fondo, encabezados por oficiales a caballo. Los perros son muchos, sí, cuando los encargados de abrirles camino pasan de doscientos. Pajeú divisa también a un pistero de Felicio que sigue de cerca a los zapadores.
Es el principio de la tarde cuando cruza el primero de los nueve cuerpos. Cuando pasa el último el cielo está lleno de estrellas diseminadas en torno a una luna redonda que baña el sertón con suave resplandor amarillo. Han estado pasando, a veces juntos, a veces
separados por kilómetros, con uniformes que cambian de color y de forma —verdosos, azules con listas rojas, grises, con botones dorados, con correajes, con quepis, con sombreros de vaquero, con botines, con zapatos, con alpargatas — a pie y a caballo. En medio de cada cuerpo, cañones tirados por bueyes. Pajeú —la cicatriz no deja un momento de estar presente en su cara — cuenta las municiones y los víveres: siete carretas de bueyes, cuarenta y tres carros de burros, unos doscientos cargadores doblados por los bultos en las espaldas (muchos son yagunzos). Sabe que esas cajas de madera traen proyectiles para fusil y en su cabeza se arma un laberinto de cifras cuando trata de adivinar cuántas balas tendrán por habitante de Belo Monte. Sus hombres no se mueven; se diría que no respiran, que no pestañean, y nadie abre la boca. Mudos, inmóviles, consubstanciados con las piedras, los cactos y los arbustos que los ocultan, escuchan las cornetas que llevan órdenes de batallón a batallón, ven flamear las banderas de los escoltas, oyen gritar a los servidores de las piezas de artillería azuzando a bueyes, mulas y burros. Cada cuerpo avanza separado en tres partes, esperando la del centre que las de los costados se adelanten para luego avanzar. ¿Por qué hacen este movimiento que los demora y que parece un retroceso tanto como un avance? Pajeú comprende que es para evitar ser sorprendidos por los flancos, como les ocurría a los animales y soldados del Cortapescuezos, que podían ser atacados por los yagunzos desde la misma orilla de la trocha. Mientras contempla este espectáculo ruidoso, multicolor, que se desenvuelve calmosamente a sus pies, se repite las mismas preguntas: ¿Cuál es la ruta por la que piensan llegar? ¿Y si se abren en abanico para entrar a Canudos por diez sitios diferentes a la vez?
Luego de haber pasado la retaguardia, come un bocado de farinha y rapadura y reemprende el regreso, para esperar a los soldados en Jueté, a dos leguas de marcha. Durante el trayecto, que les toma un par de horas, Pajeú siente a los hombres comentando entre dientes el tamaño de ese cañón al que han bautizado la Matadeira. Los hace callar. Cierto, es enorme, capaz sin duda de volar varias casas de un disparo, tal vez de perforar las paredes de piedra del Templo en construcción. Habrá que prevenir a Joáo Abade sobre la Matadeira.
Como ha calculado, los soldados acampan en la Laguna de Lage. Pajeú y sus hombres pasan tan cerca de las barracas que oyen a los centinelas comentando las incidencias de la jornada. Se reúnen con Táramela antes de la medianoche, en Jueté. Allí encuentran un mensajero de Mané Quadrado y Macambira; ambos están ya en Rosario. En el camino han visto patrullas a caballo. Mientras los hombres beben y se mojan las caras, a la luz de la luna, en la lagunita de Jueté donde antes llevaban sus rebaños los pastores de la comarca, Pajeú despacha un pistero a Joáo Abade y se tiende a dormir, entre Táramela y un viejo que sigue hablando de la Matadeira. Sería bueno que los perros capturaran a un yagunzo y que éste les revelara que todas las entradas de Belo Monte están protegidas, salvo los cerros de la Favela. Pajeú da vueltas a la idea hasta que se duerme. En el sueño, lo visita la mujer.
Cuando comienza a clarear, llega el grupo de Felicio. Se ha visto sorprendido por una de las patrullas de soldados que flanquean al convoy de reses y cabras que siguen a la Columna. Ellos se dispersaron, sin sufrir bajas, pero el volver a agruparse los demoró y todavía hay tres perdidos. Cuando se enteran del encuentro en la Laguna de Lage, un curiboca que no debe tener más de trece años y que Pajeú usa como mensajero, se echa a llorar. Es el hijo del yagunzo que los perros encontraron destejando la casa y mataron. Mientras marchan hacia Rosario, atomizados en grupos de pocos hombres, Pajeú se acerca al chiquillo. Éste hace esfuerzos por contener las lágrimas, pero, a veces, se le escapa un sollozo. Le pregunta sin preámbulos si quiere hacer algo por el Consejero, algo que ayudará a vengar a su padre. El chiquillo lo mira con tanta decisión que no necesita otra respuesta. Le explica lo que espera de él. Se forma una ronda de yagunzos, que escuchan mirándolos alternativamente a él y al chiquillo.
—No es cuestión sólo de hacerte pescar —dice Pajeú—. Tienen que creerse que no querías que te pescaran. Y no es cuestión de que te pongas a hablar a la primera. Tienen que creerse que te han hecho hablar. O sea, dejar que te peguen y hasta que te corten. Tienen que creerse que estás asustado. Sólo así te creerán. ¿Podrás? El chiquillo tiene los ojos secos y una expresión adulta, como si en cinco minutos hubiera
crecido cinco años. —Podré, Pajeú.
Se reúnen con Mané Quadrado y Macambira en las afueras de Rosario, donde la senzala y la casa grande de la hacienda están en ruinas. Pajeú despliega a los hombres en una quebrada, al filo derecho de la trocha, con órdenes de no pelear sino el tiempo justo para que los perros los vean huir en dirección a Bendengó. El chiquillo está a su lado, las manos en la escopeta de perdigones casi tan alta como él. Pasan los zapadores, sin verlos, y, algo después, el primer batallón. El tiroteo estalla y se eleva una polvoreda. Pajeú espera, para disparar, que ésta se disipe un poco. Lo hace tranquilo, apuntando, disparando con intervalos de varios segundos las seis balas del Mánnlicher que lo acompaña desde Uauá. Escucha la algarabía de silbatos, cornetas, gritos, ve el desorden de la tropa. Superada en algo la confusión, urgidos por sus jefes, los soldados comienzan a arrodillarse y a responder los disparos. Hay una cometería frenética, no tardarán en llegar refuerzos. Puede oír a los oficiales ordenando a sus subordinados internarse en la caatinga en pos de los atacantes.
Entonces, carga su fusil, se incorpora y, seguido por otros yagunzos, avanza hasta el centro de la trocha. Encara a los soldados que se hallan a cincuenta metros, les apunta y les descarga su fusil. Los hombres hacen lo mismo, plantados a su alrededor. Nuevos yagunzos emergen de los matorrales. Los soldados, por fin, vienen a su encuentro. El chiquillo, siempre a su lado, se lleva la escopeta a una oreja y cerrando los ojos se dispara. El perdigón lo baña en sangre.
—Llévate mi escopeta, Pajeú —dice, alcanzándosela—. Cuídamela. Me escaparé, volveré a Belo Monte.
Se tira al suelo y se pone a dar alaridos, cogiéndose la cara. Pajeú echa a correr —las balas zumban por todas partes — y seguido por los yagunzos se pierde en la caatinga. Una compañía se lanza tras ellos y se hacen perseguir un buen rato; la enredan en las matas de xique–xiques y altos mandacarús, hasta que los soldados se encuentran tiroteados por la espalda por los hombres de Macambira. Optan por retirarse. Pajeú también da media vuelta. Dividiendo a los hombres en los cuatro grupos de siempre, les ordena regresar, adelantarse a la tropa y esperarla en Baixas, a una legua de Rosario. En el camino, todos hablan de la bravura del chiquillo. ¿Se habrán creído los protestantes que ellos lo hirieron? ¿Lo estarán interrogando? ¿O, furiosos por la emboscada, lo despedazarían a sablazos?
Unas horas después, desde las matas densas de la planicie arcillosa de Baixas —han descansado, comido, contado a la gente, descubierto que faltan dos hombres y que hay once heridos — Pajeú y Táramela ven acercarse a la vanguardia. A la cabeza de la Columna, renqueando junto a un jinete que lo lleva atado a una cuerda, entre un grupo de soldados, está el chiquillo. Tiene la cabeza vendada y camina cabizbajo. «Le han creído —piensa Pajeú—. Si está ahí delante, es que va de pistero.» Siente un ramalazo de afecto por el curiboca.
Dándole un codazo, Táramela le susurra que los perros ya no están en el mismo orden que en Rosario. En efecto, las banderas de los escoltas de adelante son encarnadas y doradas en vez de azules y los cañones van a la vanguardia, incluso la Matadeira. Para protegerlos, hay compañías que peinan la caatinga; de continuar donde se hallan, alguna se dará de bruces con ellos. Pajeú indica a Macambira y a Felicio que se adelanten hasta Rancho do Vigario, adonde sin duda acampará la tropa. Gateando, sin ruido, sin que sus movimientos alteren la quietud del ramaje, los hombres del viejo y de Felicio se alejan y desaparecen. Poco después, estallan disparos. ¿Los han descubierto? Pajeú no se mueve: a cinco metros ve, por el entramado de matorrales, un cuerpo de masones a caballo, con largas lanzas rematadas en puntas de metal. Al oír los tiros, los soldados apuran el paso, hay galopes, toque de cornetas. La fusilería continúa, aumenta. Pajeú no mira a Táramela, no mira a ninguno de los yagunzos aplastados contra la tierra, ovillados entre las ramas. Sabe que el centenar y medio de hombres están, como él, sin respirar, sin moverse, pensando que Macambira y Felicio pueden estar siendo exterminados… El estruendo lo remece de pies a cabeza. Pero más que el cañonazo lo asusta el gritito que el estampido arranca a un yagunzo, detrás de él. No se vuelve a recriminarlo; con los relinchos y exclamaciones es improbable que lo hayan oído. Después del cañonazo, los
tiros cesan.
En las horas que siguen, la cicatriz parece incandescente, irradia ondas ardientes hacia su cerebro. Ha elegido mal el sitio, dos veces pasan, a su espalda, patrullas con macheteros de paisano haciendo volar los arbustos. ¿Es milagro que no vean a sus hombres, pese a pasar casi pisándolos? ¿O esos macheteros son elegidos del Buen Jesús? Si los descubren, escaparán pocos pues, con esos miles de soldados, les será fácil cercarlos. Es el temor de ver a sus hombres diezmados, sin haber cumplido la misión, lo que convierte en llaga viva su cara. Pero, ahora, sería insensato moverse. Cuando empieza a oscurecer, ha contado veintidós carros de burros; aún falta la mitad de la Columna. Cinco horas ha visto soldados, cañones, animales. Nunca se le ocurrió que había tantos soldados en el mundo. La bola roja está cayendo rápido; en media hora estará oscuro. Le ordena a Táramela que se lleve la mitad de la gente a Rancho do Vigario y lo cita en las grutas donde hay armas escondidas. Apretándole el brazo, le susurra: «Ten cuidado». Los yagunzos parten, inclinados hasta tocar con el pecho las rodillas, de a tres, de a cuatro.
Pajeú continúa allí hasta que el cielo se estrella. Cuenta diez carros más y ya no duda: es evidente que ningún batallón tomó otro rumbo. Llevándose a la boca el pito de madera, sopla, corto. Ha estado tanto rato inmóvil que le duele todo el cuerpo. Se soba con fuerza las pantorrilas antes de echarse a andar. Cuando va a tocarse el sombrero, descubre que no lo tiene. Recuerda que lo perdió en Rosario: una bala se lo llevó, una bala que le dejó el calor de su paso.
La marcha hasta Rancho do Vigario, a dos leguas de Baixas, es lenta, fatigante; progresan cerca de la trocha, en fila india, deteniéndose a cada momento, arrastrándose como lombrices para cruzar los descampados. Llegan pasada la medianoche. En vez de acercarse a la vivienda misionera al que el sitio debe el nombre, Pajeú se desvía hacia el Oeste, en busca del desfiladero rocoso, al que siguen colinas con grutas. Es el punto de reunión. No sólo Joaquim Macambira y Felicio —han perdido sólo tres hombres en el choque con los soldados — los esperan. También Joáo Abade.
Sentados por tierra, en una gruta, en torno a una lamparilla, mientras bebe un zurrón de agua algo salobre, que le sabe a gloria, y come bocados de fréjol que tienen fresco el sabor del aceite, Pajeú le cuenta a Joáo Abade lo que ha visto, hecho, temido y sospechado desde que salió de Canudos. Éste lo escucha, sin interrumpirlo, esperando que se ponga a beber o a masticar para hacerle preguntas. Alrededor están Táramela, Mané Quadrado y el viejo Macambira, que mete su cuchara para hablar alarmado de la Matadeira. Afuera, los yagunzos se han echado a dormir. La noche es clara, con grillos. Joáo Abade cuenta que la Columna que viene subiendo desde Sergipe y Geremoabo, es la mitad de numerosa que ésta, no más de dos mil hombres. Pedráo y los Vilanova la esperan en Cocorobó. «Es el mejor lugar para caerle», dice. «Lo que viene después es chato. Desde hace tres días, todo Belo Monte está abriendo trincheras, allí donde había corrales, por si Pedráo y los Vilanova no consiguen parar a la República en Cocorobó.» Y de inmediato vuelve al asunto que les importa. Está de acuerdo con ellos: si ha venido hasta Rancho do Vigario, la Columna atravesará mañana la Sierra de Angico. Porque, si no, tendría que hacer diez leguas más hacia el Oeste antes de hallar otra trocha para sus cañones.
—Después de Angico comienza el peligro —gruñe Pajeú. Como otras veces, Joáo Abade hace trazos en la tierra con la punta de su faca: —Si se desvían hacia el Tabolerinho, todo nos falla. La gente está esperándolos ya alrededor de la Favela.
Pajeú imagina la horquilla en que se bifurca el declive, luego del pedrerío espinoso de Angico. Si no toman el rumbo de Pitombas, no llegarán a la Favela. ¿Por qué tendrían que tomar el rumbo de Pitombas? Muy bien podrían tomar el otro, el que desemboca en las faldas del Cambaio y el Tabolerinho.
—Salvo que se encuentren aquí con una pared de balas —explica Joáo Abade, alumbrando con la lamparilla la tierra rayada—. Si no tienen pase por ese lado, no les queda más que tomar la dirección de Pitombas y el Umburanas.
—Los esperaremos a la salida de Angico, entonces —asiente Pajeú—. Les meteremos bala a lo largo de toda la ruta, por la derecha. Verán que el camino está cerrado.
—Eso no es todo —dice Joáo Abade—. Después, tienen que darse tiempo para reforzar a Joáo Grande, en el Riacho. Al otro lado hay bastante gente. Pero no en el Riacho. La fatiga y la tensión caen de golpe sobre Pajeú, a quien Joáo Abade ve de pronto escurrirse sobre el hombro de Táramela, dormido. Éste lo desliza hasta el suelo y aparta el fusil y la escopeta del muchacho curiboca, que Pajeú tenía sobre las piernas. Joáo Abade se despide con un rápido «Alabado sea el Buen Jesús Consejero». Cuando Pajeú despierta, el día despunta en la cima del desfiladero, pero a su alrededor es aún noche cerrada. Remece a Táramela, a Felicio, a Mané Quadrado y al viejo Macambira, que han dormido también en la gruta. Mientras un resplandor azulado se extiende por las lomas, se ocupan de reponer, con las municiones enterradas por la Guardia Católica, las que gastaron en Rosario. Cada yagunzo lleva trescientos proyectiles en su zurrón. Pajeú hace repetir a cada uno lo que va a hacer. Los cuatro grupos parten por separado.
Al trepar las lajas de la Sierra de Angico, el de Pajeú —será el primero que atacará, para hacerse perseguir desde esas lomas hasta Pitombas, donde estarán apostados los otros — escucha, lejanas, las cornetas. La Columna se ha puesto en marcha. Deja a dos yagunzos en la cumbre y va a emboscarse al pie de la vertiente, frente a la rampa que es paso obligatorio, el único sitio por donde pueden resbalar las ruedas de los carromatos. Esparce a la gente entre las matas, bloqueando la trocha que se bifurca al Oeste y les vuelve a repetir que esta vez no se trata de correr. Eso, más tarde. Primero hay que aguantar el tiroteo. Que el Anticristo crea que tiene al frente cientos de yagunzos. Después, hay que hacerse ver, corretear, seguir hasta Pitombas. Uno de los yagunzos que dejó en la cumbre llega a decir que viene una patrulla. Son seis soldados; los dejan pasar sin dispararles. Uno rueda del caballo, pues la laja es resbaladiza, sobre todo en la mañana, por la humedad acumulada en la noche. Después de esa patrulla, pasan otras dos, antes de los zapadores con sus palas, picos y serruchos. La segunda patrulla enrumba hacia el Cambaio. Malo. ¿Significa que en este punto van a abrirse? Casi enseguida surge la vanguardia. Se ha arrimado mucho a los que limpian el camino. ¿Estarán así, tan juntos, los nueve cuerpos?