Epílogo de la autora

La saga de Richard Morgan no ha terminado; viviría todavía muchos años y experimentaría muchas más aventuras, desastres y convulsiones. Espero poder seguir con la historia de su familia.


La guerra de Independencia americana desbarató profundamente los planes europeos y lo hizo de una forma que los hombres de la época no habrían podido imaginar. Hasta entonces, la constitución de un país era generalmente aceptada como la encarnación de sus leyes; hasta entonces, el concepto de un pueblo sin un monarca en la cúspide de la pirámide social era prácticamente inimaginable; hasta entonces, el derecho de los individuos de mediana o baja extracción social no se había considerado igual a los derechos de los que ostentaban rango, propiedades y/o riqueza.

Uno de los resultados menos conocidos de la independencia americana fue el establecimiento de la colonia británica de Nueva Gales del Sur y su casi sincrónico renuevo de la isla de Norfolk. Hay fuertes discrepancias entre los historiadores modernos acerca de los motivos que llevaron a la corona de Inglaterra a colonizar un cuadrante del globo escasamente conocido, incluso teniendo en cuenta sus dimensiones geofísicas. Algunos expertos en la materia creen que la idea de Nueva Gales del Sur se concibió y se llevó a la práctica simplemente para disponer de un lugar al que arrojar a las desventuradas víctimas de un sistema penal y legal que era el más duro de la Europa occidental. Mientras que otros insisten en que en ello influyeron también ideales y filosofías más elevadas.

No pretendo poseer la suficiente erudición para clarificar este debate. Diré tan sólo que, con el cierre de las trece colonias americanas al envío de convictos como siervos con contrato de aprendizaje, la corona británica comprendió que tenía que encontrar algún lugar adon


de enviar a sus delincuentes convictos y que aquel lugar tenía que estar por lo menos a la distancia de un océano de casa. El estallido de la Revolución Francesa y el creciente malestar no sólo en Irlanda sino también en Escocia y Gales dieron un ulterior impulso a la idea y al interés en que aquel experimento penal en los confines más alejados de la tierra alcanzara el éxito. La historia de las primeras décadas de Nueva Gales del Sur y de la isla de Norfolk no contiene muchas pruebas de riqueza y prosperidad y ni siquiera de un principio de producto nacional bruto positivo; sí contiene muchas, por el contrario, de que, cualesquiera que fueran los más altos ideales y filosofías de la corona británica, el lugar resultó sobre todo apropiado para tener en cuarentena a los convictos, los rebeldes, los demagogos y los hombres libres que no servían para nada. Allí se podían ganar duramente la vida sin constituir un peligro para «casa».

A mi juicio, los dos aspectos más fascinantes del gran experimento de la deportación son, primero, la despreocupada suposición por parte de la corona británica de que lo único que se tenía que hacer era hacerlo, y, segundo, el carácter de conejitos de Indias de los convictos. El hecho de que el experimento tuviera éxito se debe mucho más al temple de los conejitos de Indias, es decir, los convictos, que a cualquier otra cosa. Lo cual constituye el motivo de que yo haya optado por escribir esta novela acerca de la génesis de la muy posterior Commonwealth de Australia (1901) desde el punto de vista del convicto.

Ante todo, ¿por qué fueron declaradas culpables aquellas gentes? ¿Cuáles fueron, en realidad, las circunstancias de sus delitos? ¿Cómo funcionaba la justicia inglesa? ¿Qué derechos tenía el acusado ante la ley? ¿Cuáles eran sus antecedentes? ¿Cómo se llevaban entre ellos? ¿Por qué, tras haber sido enviados a un lugar completamente desconocido que no manaba leche y miel, decidieron resistir? ¿Por qué, tras haber cumplido sus condenas y, en muchos casos, haber ganado suficiente dinero para comprarse un pasaje de vuelta, tan relativamente pocos optaron por regresar a casa? ¿A qué se aferraban y qué los sostenía en la lucha? ¿Cómo hacían frente a los brutales y despiadados sistemas penitenciarios de la época? ¿Cómo veían la libertad cuando la recuperaban y qué pensaban de Inglaterra?

Una considerable porción de la última parte de este libro se desarrolla más en la isla de Norfolk que en Nueva Gales del Sur. Este singular puntito en medio del océano Pacífico tiene una rica y variada historia propia.

Hubo tres intentos separados de colonizarla por parte de la corona británica, los primeros dos de los cuales terminaron con la despoblación de la isla: las llamadas Primera y Segunda Colonia. La gente suele pensar sobre todo en la terrible Segunda Colonia (1825-1855) cuando se habla de crueldad desmedida; la Primera Colonia (1788-1813), a pesar de sus horrores, fue mucho más benigna.

El tercer intento fue un nuevo experimento de deportación. Los descendientes de los amotinados del Bounty y sus mujeres tahitianas fueron arrancados en su totalidad de la isla de Pitcairn en 1856 y recibieron como nueva patria la más grande y más fértil isla de Norfolk. Algunos de ellos, desilusionados por las promesas incumplidas, regresaron de Norfolk a Pitcairn y sus descendientes constituyen hoy en día la minúscula Segunda Colonia de la isla de Pitcairn.

La llamada Tercera Colonia creo que tuvo éxito porque los habitantes de Pitcairn ya eran un pueblo insular en el verdadero sentido de la palabra. Los pueblos insulares pueden enfrentarse con territorios extremadamente limitados, los cuales exigen una actitud ante la vida -y un estilo de gobierno- muy distintos de los que exigen los territorios más vastos. A pesar de que, desde 1978, la isla de Norfolk cuenta con una forma limitada de autogobierno que incorpora poderes federales (un curioso arreglo que refleja la incertidumbre australiana), sigue estando a la merced del señor colonial de allende los mares. En 1914 pasó de ser un territorio dependiente de la corona británica a ser un territorio dependiente de la Commonwealth de Australia; los distintos gobiernos australianos y sus funcionarios públicos no elegidos han seguido haciendo gala de la misma arrogancia y la misma falta de sensibilidad ante el carácter especial de la isla de Norfolk y su minoría originaria de Pitcairn que la corona británica. Por consiguiente, qué ha aprendido efectivamente Australia, víctima a su vez durante muchos años del colonialismo, acerca del fenómeno del colonialismo, siendo así que las poblaciones de sus no menos remotas posesiones del océano Indico sufren mucho más que la turbulenta y alborotadora isla de Norfolk.


Las fuentes de investigación son muy abundantes, pero a menudo (como en el caso del Public Records Office de Kew en Londres) asombrosamente desordenadas y confusas debido a una imperdonable falta de financiación. Al igual que en mis investigaciones romanas, tiendo a basarme más en las fuentes originales que en los modernos tratados y las obras de los estudiosos. Cualquier investigador de cualquier período histórico tiene necesariamente que acudir a las fuentes para formular opiniones, llegar a deducciones y forjarse sus propias ideas.

No he incluido una bibliografía por la sencilla razón de que ésta habría llenado demasiadas páginas y habría contenido tantos documentos como libros. No obstante, si alguien está interesado en obtener una bibliografía del material publicado, puede escribirme a la dirección de mis editores.


Tengo que dar las gracias a muchas personas por su ayuda e información.

Por encima de todo, a mi amada hijastra Melinda que fue a enfrentarse valerosamente con Kew, Bristol, Gloucester, Portsmouth y otros lugares de Inglaterra, y que invadió también depósitos de historia en Sydney, Hobart y Camberra. Los materiales que trajo consigo han resultado ser de un valor incalculable.

Tengo que dar también muy especialmente las gracias a Helen Reddy, otra múltiple tataranieta de Richard Morgan. Cuando no cantaba o actuaba, seguía la carrera de Richard Morgan con toda la fuerza de su impresionante capacidad, y me facilitó una documentación estupenda.

Mi gratitud más sincera al señor Les Brown cuya comprensión de la historia de la isla de Norfolk supera con creces la de cualquier otra persona, cualesquiera que sea la colonia que a uno le interese. Les ha sido un héroe anónimo de la historia, pero yo quiero cantar ahora sus alabanzas en voz alta para que todos las oigan. ¡Qué biblioteca, qué documentos!

¿Cómo puedo olvidar a mi perenne y leal equipo de fieles colaboradores? Pam Crisp, mi ayudante personal, Kaye Pendleton y Karen Quintal en el despacho, el omnipresente factótum Joe Nobbs, Ria Howell y Fran Johnston en la casa, Dallas Crisp, Phil Billman y Louise Donald fuera de ella. Sólo gracias a su agotador esfuerzo he podido yo tener tiempo para escribir a semejante ritmo. Gracias también a mi suegra May, que cuida de nuestro gato Poindexter siempre que nos vamos. Ajan Nobbs. Al hermano John y a Greg Quintal por sus descripciones directas del aserrado del pino de Norfolk a la antigua manera, en un foso de aserrar con una sierra de corte al través.

Mi esposo Ric es no sólo un pilar de fortaleza sino también mi mejor amigo. Es cuádruple tataranieto tanto de Richard Morgan el convicto como de Fletcher Christian, el amotinado del Bounty. Qué extrañas son las obras del destino, que un linaje se juntara con otro en 1860 en un punto de tres por cinco millas en medio del océano y descubriera que, por la parte de Richard Morgan, este vínculo con la isla de Norfolk se remonta a una triple tatarabuela (Kate) nacida allí en 1792. Lo mismo ocurre con Joe Nobbs.


En resumen, no he olvidado que todavía me quedan dos volúmenes por escribir de la serie Maestros de Roma. Ya vendrán, Dios mediante, pero es necesario que me tome unas vacaciones de Roma, en lugar de unas nuevas vacaciones en Roma.

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