CUARTA PARTE

De enero de 1787 a enero de 1788


Al amanecer, se llevó a cabo la selección de los destinados a la deportación, un total de sesenta en sus habituales grupos de seis, dejando a otros setenta y tres convictos profundamente aliviados por el hecho de que los hubieran descartado. Nadie sabía quién, cómo o por qué se habían seleccionado los diez grupos del sollado del Ceres que deberían abandonarlo, sólo se sabía que el señor Hanks y el señor Sykes disponían de una lista y que a partir de ella habían elegido a los hombres. Las edades de los que se irían oscilaban entre los quince y los sesenta años; casi todos ellos (tal como sabían muy bien los veteranos) carecían de preparación y algunos estaban enfermos. Pero el señor Hanks y el señor Sykes no tuvieron en cuenta estas consideraciones. Ellos se atenían a su lista y sanseacabó.

William Stanley de Seend y el epiléptico Mikey Dennison brincaron de contento al saber que no figuraban en la lista. La vida en el sollado del Ceres resultaba muy cómoda, pronto podrían desplumar a otros.

– ¡Serán hijoputas! -murmuró Bill Whiting-. ¡Mira cómo se ríen!

Se abrieron las puertas y cuatro nuevos convictos fueron empujados al interior del sollado. Will Connelly y Neddy Perrot, lanzaron un grito al mismo tiempo.

– Crowder, Davis, Martin y Morris de Bristol -explicó Connelly-. Los habrán enviado desde Bristol sólo para eso.

Bill Whiting le guiñó el ojo a Richard.

– ¡Señor Hanks! ¡Por favor, señor Hanks! -llamó.

– ¿Qué? -contestó el señor Herbert Hanks cuya mano había sido generosamente untada por el señor Thistlethwaite, a quien había prometido favorecer al máximo a los grupos de Richard y de Ike en caso de que figuraran entre los elegidos. El hecho de que se mostrara inclinado a cumplir su promesa se debía a que el señor Thistlethwaite le había prometido ulteriores dádivas en caso de que sus espías le comunicaran que se había hecho efectivamente todo lo que se podía hacer-. ¡Habla, muchacho!

– Señor, estos cuatro hombres son de Bristol. ¿Irán también con nosotros?

– Sí -contestó recelosamente el señor Hanks.

El picaro Whiting miró de reojo a Richard y después su redondo rostro asumió una expresión de desconfiada humildad para dirigirse a Hanks.

– Señor, sólo son cuatro. El caso es que nos duele mucho separarnos de Stanley y Dennison, señor Hanks. Estaba pensando que…

Hanks examinó su lista.

– Veo que los dos que tenían que ir con ellos murieron ayer. Hay cuatro más o dos menos, según se mire. Stanley y Dennison podrían completar muy bien el equipo.

– ¡Ya os he jodido! -dijo Whiting por lo bajo.

– ¡Muchas gracias, hombre! -dijo Ike entre dientes-. Estaba deseando perder de vista cuanto antes a esta pareja.

Neddy Perrott soltó una risita.

– Puedes creerme, Ike, no existen en el mundo dos miserables más taimados que Crowder y Davis. William Stanley de Seend encontrará con creces la horma de su zapato.

– Y, además, Ike -añadió Whiting con una angelical sonrisa en los labios-, necesitaremos a un par de criados para que frieguen la cubierta y nos laven la ropa.

A los convictos elegidos les colocaron esposas y grillos alrededor de la cintura, pero no extensiones hasta los tobillos; en su lugar, les pasaron una larga cadena de una cintura a la siguiente para mantener unido cada grupo de seis hombres. Lloriqueando y gimiendo por no haber tenido tiempo de recoger todas las cosas que necesitaban, Stanley y Dennison fueron enganchados a los cuatro recién llegados de Bristol.

– Ahora somos sesenta y seis repartidos en once grupos -dijo Richard.

Ike hizo una mueca.

– Y habrá por lo menos otros tantos de Londres.

Pero no fue así, tal como más tarde tuvieron ocasión de averiguar. De la cubierta de arriba sólo se escogieron seis grupos de seis, cuyo origen no se limitaba en modo alguno a individuos que se expresaban con la rápida jerga propia de los condenados por el alto tribunal de Old Bailey y la Newgate de Londres; casi todos procedían de los alrededores de Londres y muchos de ellos eran de la parte de Kent que limitaba con el Támesis, especialmente de Deptford. Nadie sabía por qué razón, ni siquiera el señor Hanks, el cual se limitaba a seguir la lista. La expedición era un misterio para todos los que estaban relacionados con ella, tanto para los que formaban parte del grupo como para los que se iban a quedar fuera. Con su caja y sus dos bolsas de lona al lado, Richard les echó un rapapolvo a los futuros deportados del sollado: un equipo de Yorkshire y Durham, otro de Yorkshire y Lincolnshire, otro de Hampshire, tres de Berkshire, Wiltshire, Sussex y Oxfordshire y tres del suroeste de Inglaterra. Con algún que otro retal de distinta procedencia. Pero la mente de Richard tan aficionada a los acertijos hacía tiempo que ya había llegado a ciertas conclusiones: algunas regiones de Inglaterra producían delincuentes a paletadas mientras que otras como Cumberland y una considerable parte de los condados que rodeaban Leicestershire no los producía en absoluto. ¿Por qué sería? ¿Demasiado bucólicos? ¿Demasiado poco poblados? No, Richard no lo creía. Todo dependía de los jueces.


Dos grandes gabarras permanecían amarradas al costado del muelle. Los tres grupos del suroeste de Inglaterra y los dos grupos de la zona de Yorkshire fueron embarcados en la primera -muy apretujados- y los seis grupos restantes se embarcaron peligrosamente apretujados en la segunda. Sobre las diez de aquella espléndida pero fría mañana, los remeros impulsaron la embarcación río abajo hacia el gran recodo que el Támesis formaba justo al este de Woolwich. El tráfico fluvial era escaso, pero la noticia había corrido como un reguero de pólvora; los ocupantes de los botes cantina, las dragas y otras pequeñas embarcaciones saludaron con la mano, soltaron agudos silbidos y lanzaron vítores, mientras los hombres de la sobrecargada gabarra rezaban para que ninguna embarcación se acercara demasiado y provocara una estela de ondulaciones en el agua.

A la vuelta del recodo se encontraba Gallion's Reach, un fondeadero para grandes bajeles ocupado aquel día sólo por dos, uno de ellos aproximadamente dos tercios más grande que el otro. A Richard se le cayó el alma a los pies. El primer bajel no había cambiado en absoluto: un velero con aparejo de cruz que medía unos catorce pies desde las regalas al agua, lo cual significaba que no llevaba carga a bordo, sin popa ni castillo de proa, sólo un alcázar y una cocina a popa del trinquete. Despojado de todo para que pudiera alcanzar más velocidad y entrar mejor en acción.

Sus ojos se cruzaron con los de Connelly y Perrott.

– El Alexander -dijo Neddy Perrott en tono abatido.

La boca de Richard se había convertido en una fina línea.

– Pues sí, es él.

– ¿Lo conoces? -preguntó Ike.

– Vaya si lo conocemos -terció Connelly con la cara muy seria-. Un barco negrero de Bristol, que anteriormente había sido un buque corsario. Famoso por sus agonizantes tripulaciones y sus agonizantes cargamentos.

Ike tragó saliva.

– ¿Y el otro?

– No lo conozco, lo cual quiere decir que no es de Bristol -contestó Richard-. Tendrá una placa de bronce fijada al casco en la popa y, por consiguiente, podremos ver su nombre. Nosotros embarcaremos en el Alexander.

El nombre de la placa decía que era el Lady Penrhyn.

– De Liverpool y especialmente construido para el comercio de esclavos -dijo Aaron Davis, uno de los recién llegados de Bristol-. Enteramente nuevo a juzgar por su aspecto. ¡Menudo viaje inaugural! Lord Penrhyn debe de estar desesperado.

– No hay señal de que alguien haya subido a bordo -dijo Bill Whiting.

– No te preocupes, ya verás tú cómo lo llenan -dijo Richard.


Tuvieron que subir a bordo con sus objetos personales a cuestas por una escala de cuerda hasta una abertura en la regala en la parte central del barco, una subida de unos doce pies. Los que encabezaban cada grupo no llevaban bultos, pero nadie se asomó por la abertura para echarles una mano, ni siquiera cuando sus cadenas se enredaron con los escalones.

Por suerte, la cadena que los unía estaba muy suelta y la distancia entre los hombres se podía alargar o acortar.

– Juntaos todo lo que podáis y dadme toda la cadena a mí -dijo Richard cuando les tocó el turno a ellos.

Se echó las bolsas al hombro, utilizó las esposas para sujetar la caja y escaló aquellos pocos pies a toda prisa para que nadie de los que ya estaban arriba tuviera el valor de birlarle las bolsas. Una vez a bordo, reunió todas sus pertenencias y tomó las cajas que sus compañeros le iban entregando.

Las dos lanchas y el esquife del Alexander se habían retirado de la cubierta y bajado al agua, por lo que había espacio suficiente para que Richard pudiera apartarse con sus tres grupos del suroeste de Inglaterra y dejar sitio a los demás. Su impresión inicial fue de confusión: un elevado número de infantes de marina vestidos con chaqueta de un rojo muy vivo miraban a su alrededor con cara de pocos amigos, dos oficiales de marina con sus correspondientes fajines y dos cabos servían un pequeño cañón de dispersión montado sobre un pivote en la barandilla del alcázar, mientras que numerosos marineros permanecían colgados de los obenques o bien encaramados a distintas casetas de perros cual si fueran espectadores de un combate de boxeo al aire libre.

Y ahora, ¿qué? Como no había nadie a quien preguntar, Richard permaneció en su sitio, contemplando cómo la confusión iba en aumento. Mucho antes de que todos los grupos de convictos hubieran subido a bordo, la cubierta parecía un jardín zoológico, una impresión acentuada por la presencia de cabras, cerdos y gansos que correteaban por doquier, perseguidos con furia por una docena de excitados perros. Al intuir que alguien lo miraba fijamente desde arriba, Richard levantó la cabeza y vio a un enorme gato de color anaranjado, posado cómodamente en una verga inferior, supervisando el caos con una expresión de hastiado cinismo. De los carceleros no se veía ni rastro; se habían quedado en el Ceres una vez finalizada su responsabilidad para con los convictos destinados a la deportación.

– Soldados -murmuró Billy Earl, originario del rural Wiltshire.

– Infantes de marina -lo corrigió Neddy Perrott-. Las chaquetas llevan bocamangas blancas. Los soldados llevan bocamangas de color.

Al final, un teniente de navío bajó rápidamente del alcázar y supervisó despectivamente la escena con sus pálidos ojos azules.

– ¡Soy el teniente de navío James Shairp de la 55.ª Compañía, Portsmouth! -rugió, hablando con el acusado acento nasal propio de los escoceses-. Vosotros los convictos estáis bajo mis órdenes y sólo responderéis de vuestros actos ante los infantes de marina de su majestad. Nuestro deber es alimentaros e impedir que molestéis a nadie, nosotros incluidos. Haréis lo que se os mande y no hablaréis a menos que se os dirija la palabra. -Señaló una escotilla abierta a popa del palo mayor-. Ya podéis ir bajando con vuestras mierdas, de uno en uno. El sargento Knight y el cabo Flannery os precederán y os indicarán dónde tenéis que alojaros, pero, antes de que bajéis, os voy a explicar en qué consiste el asunto. Ocuparéis las literas que os asigne el sargento y no os cambiaréis de litera, pues cada día se pasará lista por número y por nombre. Cada hombre dispone de veinte pulgadas, ni una más ni una menos… Tenemos que dar cabida a doscientos diez en un espacio muy reducido. Si os peleáis, seréis azotados. Si os robáis las raciones los unos a los otros, seréis azotados. Si replicáis, seréis azotados. Si aspiráis a lo que no os está permitido, seréis azotados. El cabo Sampson es el responsable de la administración de los azotes y se enorgullece de su trabajo. Si os apetece tumbaros, pues eso será lo único que podréis hacer, no deis motivo para que os dejen la espalda ensangrentada. Y ahora, largo de aquí.

Dio media vuelta y regresó al alcázar y al cañón de dispersión.

A pesar de que no había ningún convicto escocés, a aquellas alturas Richard ya había identificado las distintas modalidades lingüísticas y, especialmente, el acusado tono nasal del habla de Shairp. Por consiguiente, aquel oficial de marina era escocés; había oído decir que casi todos los oficiales de marina procedían de aquella región.

El sargento Knight y el cabo Flannery desaparecieron por la escotilla. El que nada arriesga, nada gana, pensó Richard mientras los demás parecían vacilar. Echando la cabeza hacia atrás, encabezó la marcha de sus tres grupos hacia la escotilla de seis pies cuadrados que se abría en la cubierta. ¡Que Dios nos ayude y nos salve!, rezó; después entregó su caja a Bill Whiting, situado a su espalda, arrojó sus dos bolsas a través de la escotilla y se inclinó sobre la misma. A unos cuatro pies por debajo de él, vio una estrecha mesa de tablones; se sentó en el borde de la escotilla, se dejó caer limpiamente en ella, alargó los brazos para tomar su caja y esperó a que Bill tuviera la cuerda lo bastante floja para seguirlo. Así bajaron los seis, saltando de la mesa a un banco y de éste a la cubierta, donde se vieron rodeados por otra mesa y toda una serie de bancos. Todo daba la impresión de estar clavado en el suelo, pues nada se movía cuando alguien trataba de desplazarlo.

– ¡A ver si espabiláis! -ladró el sargento.

Espabilaron y permanecieron de pie en un pasillo de cubierta de menos de seis pies de anchura. De cara hacia proa en medio de la oscuridad, se encontraban situados en la banda izquierda o de babor. Fijadas a la banda de babor había dos hileras de plataformas muy parecidas a las del Ceres, sólo que éstas eran dobles. Cada una de ellas estaba afianzada con unos montantes muy bien hechos, cuyo borde exterior curvado seguía la forma del casco. Nadie habría podido arrancarla en un arrebato de locura. Las plataformas estaban separadas entre sí por una distancia de diez pies; la hilera superior se levantaba a unos dos pies por debajo de la cubierta superior y la inferior estaba a algo más de dos pies por encima de la cubierta inferior, y la distancia entre ambas hileras era de algo más de dos pies. Al ver que hasta Ike Rogers podía permanecer cómodamente de pie en el pasillo que separaba los baos, Richard calculó que ambas cubiertas estaban separadas por una distancia de casi siete pies; su cabeza no rozaba los baos por sólo media pulgada.

– Éstos son vuestros catres -dijo el sargento, un miserable sujeto que, al sonreír, dejaba al descubierto los podridos dientes propios de un empedernido bebedor de ron, señalando las hileras de literas-. Todos vosotros, arriba, primer catre contra el mamparo, me vais a dar ahora mismo vuestros nombres y vuestro número. Aquí el cabo Flannery es un irlandés que escribe como Dios. ¡Andando!

– Richard Morgan, número doscientos tres -dijo Richard, apoyando un pie en la plataforma inferior para encaramarse con sus pertenencias a la plataforma de arriba.

Los otros cinco, todavía encadenados entre sí, lo siguieron. A los seis hombres de Ike les fue asignado el «catre» contiguo, separado del suyo por unas delgadas tablas colocadas en el centro de un bao que se extendía de babor a estribor del casco. Stanley, Mikey Dennison y los cuatro últimos recién llegados de Bristol fueron colocados en el catre situado inmediatamente debajo del suyo; debajo de Ike había seis hombres del norte, incluidos los dos marineros de Hull, William Dring y Joe Robinson.

– Qué bien se está aquí -dijo Bill Whiting, soltando una carcajada un tanto hueca-. Siempre quise dormir contigo, Richard mi amor.

– ¡Cállate, Bill! Ya hay suficientes ovejas en la cubierta.

Los seis estaban apretujados en un espacio de diez pies de longitud, seis pies de anchura y veintisiete pulgadas de altura. Lo único que podían hacer, a menos que permanecieran tumbados, era sentarse con los hombros encorvados como unos gnomos y, sentados de tal guisa, procurar hacer frente a su abatimiento y su desesperación de la mejor manera que pudieran. Sus cajas y bolsas también ocupaban espacio, un espacio que no tenían. Jimmy Price se puso a llorar mientras, en el catre de al lado, Joey Long y Willy Wilton aullaban como fieras. ¿Qué hacer, Dios bendito?

Al otro lado de las tres mesas y los seis bancos del centro, había otra doble hilera de plataformas en la banda de estribor. Ni siquiera estirando el cuello en medio de la oscuridad se podía ver hasta dónde se extendía la cámara ni qué aspecto tenía realmente. Un incesante goteo de hombres encadenados iba saltando a la mesa del centro, tras lo cual los guiaban por el pasillo y los colocaban en un catre. Cuando seis de sus once grupos hubieron sido colocados en la banda de babor, el sargento Knight empezó a dirigir a los hombres hacia la banda de estribor y a llenar de nuevo los catres, empezando por el mamparo de popa hacia delante… arriba, arriba, abajo, abajo.

En medio de la mayor de las congojas, Richard hizo acopio de toda su fuerza de voluntad. De no hacerlo así, todos ellos acabarían llorando y eso él no lo podía consentir.

– Vamos a ver, primero colocaremos las cajas -dijo en tono autoritario-. De momento, las amontonaremos derechas contra el casco… Entre ellas quedará justo el espacio suficiente para poner los pies. Hicimos bien en guardar en las cajas las cosas sólidas y llenar por lo menos una bolsa con ropa y trapos, pues un saco blando nos servirá de almohada. -Tocó la áspera estera sobre la que estaba sentado y se estremeció-. No hay mantas de momento, pero nos podremos apretujar para darnos calor. Jimmy, deja de llorar, por favor. Las lágrimas no sirven de nada. -Contempló el bao en el centro del cual discurría el tabique de separación entre ellos y el catre de Ike-. Este bao podrá acoger otras cosas en cuanto consiga sacar un destornillador y unos ganchos… Alegrad esta cara, ya nos las arreglaremos.

– Yo quiero darme de cabeza contra la pared -dijo Jimmy, lloriqueando.

– Eso ni hablar -dijo Will Connelly con firmeza-. Colocaremos la cabeza de tal forma que la podamos inclinar sobre el borde para vomitar. No olvidéis que viajaremos por mar y nos pasaremos algún tiempo vomitando.

Bill Whiting consiguió soltar una carcajada.

– ¡Imaginaos la suerte que hemos tenido! Vomitaremos sobre los de abajo, pero ellos no podrán vomitarnos encima.

– Muy cierto -dijo Neddy Perrott, inclinando la cabeza hacia abajo-. ¡Oye, Tommy Crowder!

Tommy Crowder asomó la cabeza.

– ¿Qué?

– Te vamos a vomitar encima.

– ¡Como lo hagas, yo mismo te doy por saco!

– El caso -dijo alegremente Richard, interrumpiendo aquel jocoso intercambio de palabras- es que disponemos de mucho espacio en el bao. A lo mejor, podremos construir una especie de estante a ambos lados, donde colocar algunas cosas que nos sobren, incluso nuestras cajas, las bolsas de los libros con toda seguridad y hasta las piedras de filtrar de repuesto. Este sargento Knight no tiene cara de rechazar una pinta más de ron y puede que nos proporcione unos tablones, unas abrazaderas y un poco de cuerda para reforzarlo todo. Ya nos las arreglaremos, muchachos.

– Tienes razón, Richard -dijo Ike, asomando la cabeza desde el otro lado del tabique de separación-. Nos las arreglaremos. Mejor eso que tener que aguantar que nos estafen.

– Estoy de acuerdo, la cuerda del verdugo es lo peor que puede ocurrir. Eso no durará eternamente -dijo Richard, alegrándose de que Ike y sus chicos lo estuvieran escuchando.


La prisión estaba casi tan oscura como la pez; la única luz procedía de la escotilla que comunicaba con la cubierta de arriba. El hedor era insoportable, un rancio aire viciado que era una mezcla de carne podrida, pescado podrido y excrementos putrefactos. Transcurrió el tiempo, nadie supo cuánto. Al final, cerraron la escotilla con una reja de hierro, a través de la cual se filtraba un poco de luz, y se abrió otra escotilla en el extremo de proa de la cámara. Desde el lugar en que se encontraban apretujados y a pesar de la tenue luz que penetraba a través de la escotilla, aún no podían ver cómo era su prisión. Una nueva oleada de convictos empezó a gotear. Hablaban en voz baja, muchos de ellos lloraban y algunos se pusieron a gritar, pero inmediatamente los hicieron callar. Los seis hombres de Richard no supieron quién los hizo callar ni por medio de qué. Sólo supieron que lo que ellos sentían era evidentemente lo mismo que sentían todos los demás.

– ¡Santo Dios! -exclamó Will Connelly, levantando la voz, desesperado-. ¡Ni siquiera podré leer! ¡Me volveré loco, me volveré loco!

– No, no te volverás loco -dijo Richard con firmeza-. En cuanto nos instalemos y coloquemos debidamente nuestras pertenencias, buscaremos qué es lo que podemos hacer con los únicos instrumentos que nos quedan: nuestras voces. Taffy y yo sabemos cantar, y estoy seguro de que otros también saben. Organizaremos un coro. Podemos jugar a las adivinanzas y a los acertijos, contar historias y relatos graciosos. -Había hecho cambiar de sitio a sus hombres de tal manera que ahora él se encontraba sentado contra el tabique de separación de Ike-. ¡Quien tenga oídos para escuchar, que escuche! Aprenderemos a pasar el rato por medio de cosas que todavía no se nos han ocurrido y no nos volveremos locos. Nuestras narices se acostumbrarán al olor y nuestros ojos se volverán más agudos. Si nos volvemos locos, ganarán ellos, y yo me niego a permitir que eso ocurra. Ganaremos nosotros.

Transcurrió un buen rato sin que nadie dijera nada, pero también sin que nadie llorara. Lo resistirán, pensó Richard, lo resistirán.

Dos infantes de marina desconocidos se acercaron a popa desde la escotilla de proa para quitarles las fajas de la cintura y las cadenas que los mantenían unidos entre sí, pero les dejaron puestas las esposas. Libre de moverse, Richard saltó de la plataforma al suelo para tratar de localizar los cubos que les servirían de orinales. ¿Cuántos habría? ¿Cuánto tiempo les tendrían que durar entre los vaciados?

– Debajo de nuestra plataforma -dijo Thomas Crowder-. Creo que hay uno por cada seis hombres… Por lo menos, hay dos debajo de este catre. ¡Catre! ¡Qué descripción tan divina de algo que Procusto habría estado orgulloso de inventar!

– Veo que eres muy culto -dijo Richard, apoyando el trasero en el borde de la hilera inferior y estirando las piernas con un suspiro.

– Pues sí. Y Aaron también lo es. Él es de Bristol mientras que yo, no. Me… mmm… atraparon en Bristol tras haberme escapado del Mercury, eso es todo. Allí me sorprendieron haciendo un trabajo que no debía. Nuestro cómplice -Aaron también estaba metido en ello- nos delató. Intentamos ganar un poco de dinero con sobornos, puede que el truco hubiera dado resultado en Londres, pero no en Bristol. Hay demasiados cuáqueros y otros bichos del autem.

– Eres londinense.

– Y tú bristoliano, a juzgar por tu acento. Conozco a Connelly, Perrott, Wilton y Hollister, pero a ti jamás te vi en la Newgate de Bristol, muchacho.

– Soy Richard Morgan de Bristol, pero me juzgaron y declararon culpable en Gloucester.

– He estado escuchando lo que has dicho sobre la manera de entretenernos y pasar el rato. Nosotros también lo haremos si no hay suficiente luz para jugar a las cartas. -Crowder lanzó un suspiro-. ¡Y yo que pensaba que el Mercury era un barco de Satanás! En el Alexander lo vamos a pasar muy mal, Richard.

– ¿Y por qué pensabas que no iba a ser así? Estos barcos se construyeron para albergar esclavos y dudo que los esclavos estuvieran más apretujados de lo que estamos nosotros. Dejando aparte aquellas tres alargadas mesas de allí, en las que supongo que nos darán de comer sentados.

– ¡Cocineros de la Armada! -dijo Crowder, soltando un bufido.

– Supongo que no esperabas que el cocinero fuera el del Bush Inn, ¿verdad? -Richard volvió a subir para comunicar la noticia de los cubos, y sacó su piedra de filtrar-. Ahora más que nunca tendremos que filtrar el agua, aunque no será necesario que nos preocupemos por la posibilidad de que alguien ocupe nuestro espacio o nos robe las pertenencias. -Sonrió, mostrando la blancura de sus dientes-. Tenías razón sobre Crowder y Davis, Neddy. Unos auténticos desvergonzados.

Dos malhumorados marineros les dieron de comer a la luz de una lámpara. A pesar de que cada mesa medía cuarenta pies de largo y de que había un total de seis estrechos bancos, las tres mesas estaban llenas de hombres de uno a otro extremo; contando las cabezas, Richard calculó que aquel 6 de enero de 1787 el Alexander llevaba a bordo unos ciento ochenta hombres. Eran treinta menos que el total que había mencionado el teniente de navío Shairp. No todos procedían del Ceres; había unos cuantos del Censor y algunos más del Justitia, aunque no todos los del Justitia estuvieron en condiciones de arrastrarse hasta las mesas. Se había propagado entre ellos una extraña enfermedad caracterizada por unas décimas de fiebre y dolor en los huesos. Pero no era la fiebre de la cárcel. Aunque ésta también la había entre los hombres, pues siempre estaba presente.

Cada hombre recibió un cuenco de madera, una cuchara de hojalata y un cucharón también de hojalata con capacidad para dos generosos cuartos [4]; dos cuartos eran la ración de agua diaria por hombre. La comida consistía en un pedazo de pan negro muy duro y un trocito de cecina hervida. Los que tenían mala dentadura lo pasaban fatal y tenían que intentar trocear el pan con la cuchara, que se doblaba y torcía. Pero el hecho de estar cerca de la escotilla de popa tenía sus ventajas. Ahora, pensó Richard, correré el peligro de que me azoten cuando me levante y me ofrezca a ayudar a estos jóvenes marinos a llevar a cabo una tarea para cuyo desempeño carecen de la más mínima habilidad.

– ¿Os puedo echar una mano? -preguntó, sonriendo amablemente-. He sido tabernero.

El enfurruñado rostro que tenía más cerca pareció sobresaltarse, pero no tardó en cambiar de expresión.

– Pues sí, te lo agradecería mucho. Sólo dos para dar de comer a casi doscientos hombres no es suficiente, por supuesto.

Richard se pasó un buen rato repartiendo cuencos y cucharones en silencio, tras haber establecido hábilmente una costumbre entre su propia persona, el joven al que se había dirigido y su no menos joven compañero.

– ¿Por qué vosotros los marinos ponéis siempre esta cara tan triste? -preguntó en voz baja.

– Nuestros alojamientos están todavía más abajo que los vuestros y estamos casi tan apretujados como vosotros. Tampoco comemos mejor. Pan duro y cecina. Pero -añadió el marino en honor a la verdad- nos dan harina y media pinta de ron aceptable.

– ¡Pero vosotros no sois reclusos! No es posible que…

– En este barco -dijo el otro marino con rabia- no hay apenas diferencia entre los reclusos y los marinos. Los marineros están alojados donde tendríamos que estar nosotros. La única luz y el único aire que recibimos procede de una escotilla abierta en el suelo del lugar que ellos ocupan a popa de este mamparo, arriba en el entrepuente, mientras que nosotros estamos abajo, en la bodega. El Alexander tendría que ser un navío de dos cubiertas, pero nadie dice que la segunda cubierta se utiliza como bodega porque el Alexander lleva mucha carga y no tiene una bodega propiamente dicha.

– Es un barco negrero -dijo Richard- y es por eso por lo que no necesita una auténtica bodega. El capitán está acostumbrado a colocar la carga en el sollado, a los negros aquí donde nosotros estamos ahora y a la tripulación en el compartimiento de popa. Por eso no hay castillo de proa para la tripulación. El alcázar pertenece al capitán. -Richard adoptó una expresión de compasiva curiosidad-. Supongo que debe de alojar a vuestros oficiales en el alcázar, ¿verdad?

– Pues sí, en un armario sin acceso a su cocina, por lo que los oficiales se ven obligados a comer con nosotros -contestó el repartidor de cecina y pan duro-. Ni siquiera se les permite utilizar el camarote grande, se lo guarda para él y para su primer oficial, un sujeto muy distinguido. Este barco no se parece a ningún otro en el que yo haya estado. Pero es que también es el primer barco que conozco que no pertenece a la Armada.

– Estaréis bajo la línea de flotación cuando la carga esté a bordo -dijo Richard con expresión pensativa-. El barco transportará una carga tremenda si lo han contratado para llevar a bordo no sólo carga sino también convictos. Calculo que llevará unos veinte mil galones de agua si las etapas duran dos meses.

– Sabes mucho de barcos para ser un tabernero -dijo el muchacho que repartía el agua.

– Soy de Bristol, donde los barcos tienen mucha importancia. Me llamo Richard. ¿Me podrías decir tú cómo te llamas?

– Yo soy Davy Evans y él es Tommy Green -contestó el repartidor de agua-. No podemos hacer nada por mejorar nuestra situación aquí, pero cuando la semana que viene lleguemos a Portsmouth, será distinto. El comandante Ross le arreglará muy pronto las cuentas al capitán Duncan Sinclair.

– Ah, sí, el comandante de la Armada y lugarteniente del gobernador general.

– ¿Y tú cómo sabes todo esto?

– Por medio de un amigo.

He obtenido respuesta a muchas preguntas, pensó Richard mientras se filtraba el agua. Los propietarios tomaban una gabarra, falsificaban algunos detalles acerca de la historia del Alexander y optaban por ignorar que el barco tendría que acoger no sólo a los marinos sino también a los reclusos. Esos chicos tienen razón, los contratistas no ven apenas diferencia entre los marinos y los convictos. O sea que la semana que viene estaremos en Portsmouth, y no cabe duda de que el tal capitán Duncan Sinclair es tan escocés como el comandante de la Armada Robert Ross. El enfrentamiento entre ambos será terrible. Si no recuerdo mal a mi Newton, la fuerza irresistible chocará contra el objeto inamovible.


El Alexander no zarpó rumbo a Portsmouth aquella semana ni tampoco a la siguiente, sino que permaneció anclado en el Támesis. El 10 de enero se hizo a la mar con el acompañamiento de los gemidos y lloriqueos de los que temían marearse, pero sólo llegó hasta Tilbury, y ello gracias a la ayuda de la sirga de un buque nodriza, pero sin abandonar todavía las resguardadas aguas del Támesis en las que apenas se balanceaba.

Para entonces ya había ciento noventa convictos a bordo, a pesar de que dos de ellos habían muerto y el teniente de navío Shairp había mandado reservar para los enfermos la hilera superior de unas plataformas de la línea media situadas en el lado de proa de las mesas, en un intento de contener cualquier cosa que amenazara con convertirse en una epidemia. Con el paso de los días, el total de ciento noventa perdería uno y ganaría dos, de tal forma que hasta los hombres tan meticulosos como Richard desistirían finalmente de intentar contarlos y se plantarían en aproximadamente doscientos.

Los convictos no soportaban las esposas, pero el teniente de navío Knight (tan dispuesto a colaborar en la cuestión de los tablones, los soportes y cualquier otra cosa que hiciera falta, a cambio de dinero para ron, pues los hombres de Richard no eran los únicos que se aprovechaban de las pequeñas debilidades del teniente de navío) se negaba a eliminar aquellas irritantes limitaciones hasta que, al final, el descontento de los reclusos estalló en una ruidosa y aterradora manifestación de cólera, utilizando como pretexto la puesta en libertad de un hombre que había sido indultado. De pronto, se inició una implacable y enloquecedora serie de golpes, gritos y aporreos. Cuando bajaron para repartir la comida y el agua, los marinos lo hicieron fuertemente protegidos, colocaron el cañón de dispersión en el borde de la escotilla y lo rodearon de mosquetes. Sólo entonces se dieron cuenta de cuán escaso era su número para controlar a doscientos hombres enfurecidos.

Puesto que el barco estaba bajo su mando, el capitán Duncan Sinclair ordenó que se liberara permanentemente a los convictos de las esposas y que éstos fueran conducidos cada día a la cubierta de doce en doce para ser sometidos a revista durante unos cuantos minutos. No obstante, puesto que la fuga de un convicto le hubiera costado cuarenta libras de su propio bolsillo, Sinclair dispuso que los marinos e incluso algunos miembros de la tripulación utilizaran los botes del barco y remaran constantemente alrededor del Alexander.

Los pocos minutos que pasaba en la cubierta era una de las mejores experiencias que Richard había vivido jamás. Las cadenas le resultaban tan ligeras como plumas, el fresco aire era más dulce que los alhelíes y las violetas, las aguas del río parecían una cinta de plata líquida y la contemplación de los animales retozando alegremente constituía para él un placer muy superior al que jamás le habría deparado el hecho de acostarse con Annemarie Latour. Por lo visto, la mitad de los marinos y algunos miembros de la tripulación eran propietarios de por lo menos un perro; lebreles de color tostado, bulldogs de colgante papada, tontorrones cockers spaniel, terriers y gran cantidad de mestizos. El gatazo de color mermelada de naranja tenía una esposa de color pardo y seis hijitos, y casi todas las ovejas y las cerdas estaban preñadas. Los patos y los gansos estaban sueltos mientras las gallinas ocupaban un corral cerca de la cocina de la tripulación.

Después de aquel primer paseo por la cubierta, la hedionda cárcel le resultó mucho más llevadera, un sentimiento compartido por todos sus compañeros de encierro. Las protestas terminaron en cuanto las manos se vieron libres de las esposas y los hombres comprobaron que el privilegio de subir a cubierta no quedaba anulado.

En el transcurso de su tercera salida, Richard consiguió ver finalmente al capitán Duncan Sinclair y se lo quedó mirando, estupefacto. ¡Su gordura era impresionante! Estaba tan tremendamente obeso que sus placeres debían de ser por encima de todo los de la mesa; ¿cómo era posible que meara debidamente si con los brazos no se podía alcanzar el miembro? Adoptando una expresión sumisa, como si la palabra «fuga» no formara parte de su vocabulario, Richard atravesó la cubierta para desplazarse de babor a estribor, bajo el castillo de proa donde el capitán Duncan Sinclair se encontraba en aquellos momentos. Por un instante, sus ojos se cruzaron con otros de color gris y expresión en extremo taimada; inclinó respetuosamente la cabeza y se alejó. A pesar de la inmensidad de su tamaño, no era un simple saco de manteca de cerdo. Puede que su pereza raye en la inercia, pero apuesto a que, cuando se arme la gorda, sabrá estar a la altura de las circunstancias. ¡Menudo espectáculo se organizará en Portsmouth cuando él y el comandante de la Armada se enfrenten por la cuestión del lugar en el que el contingente de marinos deberá tender sus hamacas! Lástima que yo no pueda ser testigo del intercambio de palabras entre ambos, aunque no tendré más remedio que enterarme del resultado. Davy Evans y Tommy Green se morirán de ganas de contármelo.

Hacia finales de enero, otros dos barcos fueron remolcados cerca del fuerte de Tilbury, un bajel de sexta categoría y una preciosa corbeta. Cuando le llegó el turno de subir a cubierta, Richard se encaminó directamente a la borda cercana a la proa y los examinó con detenimiento; los rumores acerca de su llegada se habían propagado por toda la prisión. Por mutuo acuerdo, Richard y sus cinco compañeros espaciaron los momentos de su subida a cubierta para que cada uno de ellos pudiera disponer de un pequeño espacio, libre de la presencia de sus compañeros. Puesto que ninguno de ellos había intentado fugarse hasta la fecha, los marinos habían bajado un poco la guardia en sus tareas de vigilancia; con tal de que los convictos se mostraran tranquilos y sosegados, nadie los molestaba. Así pues, Richard pudo contemplar los barcos en solitario, con las manos apoyadas en la borda. Sin tener la menor idea de que los sagaces ojos de la tripulación lo habían elegido como uno de los miembros más interesantes de la carga humana del navío.

– Serán nuestra escolta hasta Botany Bay -murmuró una voz a su oído.

Una voz agradable, dotada de un considerable encanto.

Richard volvió la cabeza y vio al hombre que le habían señalado como el cuarto oficial del Alexander. El barco llevaba una numerosa tripulación para aquella impresionante travesía, de ahí que hubiera cuatro oficiales y cuatro turnos de guardia. Alto, cimbreño, con una apostura que alguien habría podido calificar de ligeramente afectada y una tez muy parecida a la de Richard, cabello muy negro, ojos claros y pestañas negras como el azabache. Pero sus risueños ojos eran tan azules como los acianos.

– Stephen Donovan, de Belfast -dijo.

– Richard Morgan, de Bristol. -Apartándose un poco del señor Donovan para que no pareciera que ambos se habían reunido para charlar, Richard esbozó una sonrisa-. ¿Qué me podéis decir de ellos, señor Donovan?

– El grande es un viejo barco almacén de la Armada, el Berwick. Acaba de ser sometido a un proceso de reestructuración para convertirlo en una especie de buque de línea y se ha vuelto a bautizar con el nombre de Sirius, una estrella austral de primera magnitud. Lo han dotado de seis carroñadas y cuatro cañones de seis libras, pero tengo entendido que el gobernador Phillip se niega a zarpar con menos de catorce cañones de seis libras. Y no se lo reprocho, siendo así que el Alexander cuenta con cuatro cañones de doce libras, amén del cañón de dispersión.

– El Alexander -dijo Richard en tono pausado- no es simplemente un bajel negrero procedente de Bristol, sino también un antiguo barco corsario con dieciséis cañones de doce libras. Aunque sólo tenga cuatro, superará con su artillería a cualquier buque que pretenda tomarlo…, siempre y cuando logre alcanzarlo, claro. Puede alcanzar una velocidad de doscientas millas náuticas por día con viento favorable.

– ¡ Ah, me gustan los hombres de Bristol! -exclamó el señor Donovan-. ¿Eres acaso marino?

– No, simplemente tabernero.

Los ojos intensamente azules se posaron en el rostro de Richard casi como si lo acariciaran.

– No te pareces a ningún tabernero que yo haya visto.

Consciente de la insinuación, Richard fingió no haberse dado cuenta.

– Me viene de familia -dijo con toda naturalidad-. Mi padre también lo es.

– Conozco Bristol. ¿Qué taberna es la vuestra?

– El Cooper's Arms de Broad Street. Mi padre la sigue regentando.

– Mientras deportan a su hijo a Botany Bay. Me pregunto por qué razón. No tienes aspecto de borrachín y eres un hombre culto. ¿Estás seguro de que eres un simple tabernero?

– Totalmente. Decidme algo más de esos dos barcos.

– El Sirius tiene unas seiscientas toneladas o unas cuantas menos y transporta sobre todo personas, esposas de marinos y gente por el estilo. Dispone de su propio capitán, un tal John Hunter que, de momento, lo tiene exclusivamente bajo su mando. Phillip se encuentra en Londres, batallando contra el Ministerio del Interior y la corte de San Jaime. Tengo entendido que su oficial médico es hijo de un maestro de música y lleva consigo su propio piano. Sí, el Sirius es un buen barco, pero anda un poco de capa caída.

– ¿Y la corbeta?

– El buque nodriza Supply, de hecho, una solterona, se podría decir que, a sus casi treinta años, ya no tiene remedio. Su comandante es el teniente Harry Ball. Será una travesía muy dura para él, pues nunca se ha alejado del Támesis más allá de Plymouth.

– Gracias por la información, señor Donovan.

Richard echó los hombros hacia atrás y saludó militarmente antes de retirarse.

He aquí un hombre aficionado a la vida en el mar, aunque nunca en el mismo barco durante más de dos travesías. A Stephen Donovan, casado con el mar, le encanta ir y venir.

De vuelta a la lobreguez de la prisión, Richard comunicó a sus compañeros la noticia de la llegada de sus escoltas navales.

– Habrá mujeres en Botany Bay -dijo sin poder disimular su satisfacción-. El Lady Penrhyn sólo transporta mujeres… Me han dicho que cien.

– Media mujer por cada hombre del Alexander -dijo Bill Whit ing-. Sería una desgracia que me tocara la mitad que habla. Por consiguiente, creo que seguiré con las ovejas.

– En Plymouth hay más mujeres procedentes del Dunkirk.

– Junto con más ovejas y quizás una vaquilla, ¿verdad, Taffy?


Los cuatro barcos zarparon finalmente el primer día de febrero, tras un retraso de veinticuatro horas provocado por una disputa sobre la paga en un buque mercante, cosa harto frecuente.

Tardaron cuatro días de plácida navegación para cubrir las sesenta millas náuticas que los separaban de Margate Sands. Cuando aún no habían doblado el cabo Norte para adentrarse en el estrecho de Dover, algunos hombres ya estaban mareados. En el catre de Richard todo iba bien, pero Ike Rogers se puso enfermo en cuanto el Alexander estableció su primer contacto con el mar, y la indisposición aún le duraba varias horas después de que el barco echara el ancla en aguas de Margate.

– Qué curioso -dijo Richard, ofreciéndole un poco de agua filtrada para beber-. Yo creía que un jinete no se marearía en la mar. La equitación es un perpetuo movimiento.

– De arriba abajo, no de un lado para otro -musitó Ike, agradeciendo el agua, mientras hacía un esfuerzo para no vomitar-. ¡Por Dios bendito, Richard, creo que me voy a morir!

– ¡Bobadas! El mareo se pasa, sólo dura hasta que te acostumbras al mar.

– Pues yo dudo que lo supere. Porque no soy bristoliano, supongo.

– Hay muchos bristolianos como yo que jamás han subido a un barco. No tengo ni idea de qué ocurrirá cuando estemos en alta mar. Ahora procura tomarte estas gachas. Le he echado un poco de pan al agua. Te prometo que no la vas a vomitar -dijo Richard.

Pero Ike apartó la cabeza.

Neddy Perrott había llegado a un acuerdo con Crowder y Davis, los del catre de abajo; a cambio de una advertencia en voz alta cada vez que alguien de arriba estuviera a punto de vomitar, William Stanley de Seend y Mikey Dennison se encargarían de limpiar la porquería de la cubierta y vaciar los cubos que les servían de orinal. Pegado al mamparo de proa en cada pasillo había un tonel de doscientos galones de capacidad lleno de agua de mar, que los convictos podían utilizar para lavarse y lavar su ropa y el recinto. Habían experimentado un sobresalto al descubrir que los cubos se tenían que vaciar a las carboneras revestidas de plomo que discurrían bajo la plataforma inferior entre las bandas de babor y estribor; el contenido de las mismas iba a parar, a su vez, a los pantoques que habrían tenido que vaciarse diariamente por medio de las dos bombas. Pero los que tenían experiencia con los barcos como Mikey Denison juraban que los pantoques del Alexander eran los más repugnantes que jamás se hubieran echado a la cara.

Durante el mes de enero habían tenido que utilizar los cubos previamente vaciados para empujar con agua los excrementos hacia los desagües de las carboneras, lo cual significaba que sólo disponían de un recipiente de dos cuartos de capacidad para lavar toda suerte de cosas. Tras inspeccionar el barco en Margate, el teniente de navío Shairp quedó consternado ante las condiciones del barco y facilitó un cubo más a cada catre junto con varias bayetas y cepillos para frotar. Eso significaba un cubo para los desechos corporales y la limpieza de la cubierta y otro para el lavado de la ropa y el aseo personal.

– Pero eso no servirá para mejorar las condiciones de los pantoques -dijo Mikey Dennison-. ¡Mal asunto!

Dring y Robinson de Hull se mostraron totalmente de acuerdo con él.

Mientras hubiera luz en el exterior, algunos débiles rayos se filtraban a través de los barrotes de hierro de las escotillas; una vez en el mar, dijo el teniente de navío Shairp, nadie sería autorizado a subir a cubierta bajo ningún pretexto. Por consiguiente, durante aquel invierno los doscientos hombres de la prisión del Alexander pasaron más tiempo sumidos en la más negra oscuridad que en aquella especie de consoladora penumbra gris, si bien el hecho de navegar los ayudaba a soportar la monotonía de su encierro. Tras superar una fuerte marejada en aguas de Dover y Folkestone, rodearon Dungeness y penetraron en el canal de Inglaterra. Richard se pasó un día mareado y experimentó náuseas un par de veces, pero después se recuperó y se encontró extraordinariamente bien para alguien que se había pasado más de un mes comiendo tan sólo pan duro y cecina. Bill y Jimmy fueron los que más se marearon mientras que Taffy se sumió en una especie de éxtasis galés porque, aunque no tuvieran nada que hacer, por lo menos, se movían.

El estado de Ike Rogers fue empeorando de forma progresiva. Sus chicos lo cuidaron con devoción, Joey Long más que ninguno, pero no había nada que pudiera ayudar al maltrecho salteador de caminos a acostumbrarse al balanceo del mar.

– Acabamos de pasar por Eastburne a popa y ahora viene Brighton -le dijo el marino Davy Evans a Richard cuando acababan de iniciar su tercera semana en el mar.

Los convictos se empezaron a morir el día 12 de febrero. No a causa de una enfermedad conocida, sino de algo muy extraño.

Empezaba con fiebre, catarro nasal e irritación por debajo de una oreja y, a continuación, una mandíbula se empezaba a hinchar tal como ocurría cuando un niño enfermaba de paperas; la respiración y la deglución no sufrían menoscabo, pero el dolor que experimentaba aquella delicada zona era muy intenso. Cuando la zona afectada se deshinchaba, una hinchazón mucho más grave se producía en el otro lado. A las dos semanas, éste también se deshinchaba y recuperaba la normalidad, y el enfermo empezaba a encontrarse mejor. En cuyo momento, se le empezaban a hinchar los testículos hasta alcanzar un tamaño cuatro o cinco veces superior al normal, con un dolor tan fuerte que las víctimas no podían gritar ni moverse; se limitaban a permanecer tumbadas todo lo inmóviles que podían y gimoteaban cuando la fiebre les volvía a subir, esta vez mucho más que al principio. Aproximadamente una semana después, algunos se curaban y otros morían en medio de atroces tormentos.

¡Al final arribaron a Portsmouth! Los cuatro buques anclaron en el Mother Bank el 22 de febrero, a una distancia de la orilla susceptible de cubrirse con una lancha. Para entonces, la terrible enfermedad se había propagado a los marinos y uno de los marineros estaba empezando a experimentar los primeros síntomas. Cualquier cosa que fuera, no era la fiebre de la cárcel, ni las perniciosas anginas, ni las fiebres tifoideas, ni la escarlatina ni la viruela. Empezó a correrse la voz de que se trataba de la peste bubónica, ¿acaso ésta no provocaba la aparición de unos horribles bubones?

Tres tripulantes desertaron en cuanto obtuvieron permiso para trasladarse a la orilla, y los marinos estaban tan aterrorizados que el teniente de navío Shairp fue inmediatamente a entrevistarse con sus superiores, el comandante Robert Ross y el teniente John Johnstone de la 39.ª Compañía de Infantes de Marina con base en Plymouth. Tres marinos fueron enviados al hospital y otros ya estaban indispuestos.

Al día siguiente, el teniente John Johnstone -otro escocés- subió a bordo con un médico, el cual echó un vistazo a los enfermos, se retiró rápidamente cubriéndose la nariz con el pañuelo, envió a otros marinos al hospital y señaló que, en su opinión, la enfermedad no sólo era maligna sino también incurable. No utilizó la palabra «peste», pero dicha omisión sólo sirvió para acentuar su diagnóstico privado. Sólo pudo recomendar que se sirviera inmediatamente carne y verduras frescas a todos los ocupantes del barco.

Eso es como en la cárcel de Gloucester, pensó Richard. En cuanto se hacinaban en el lugar más personas de las que cabían, se producía una enfermedad que diezmaba el rebaño. Era lo que estaba ocurriendo en el Alexander.

– Estaremos a salvo si nos quedamos donde estamos, limitamos nuestros ejercicios a la cubierta que hayamos fregado, limpiamos los cuencos y los cucharones con aceite de brea, filtramos el agua y seguimos tomando una cucharada de extracto de malta. Esta enfermedad ha venido a bordo desde el Justitia, estoy seguro, lo cual quiere decir que está muy adelantada.

Aquella noche comieron pan duro y carne hervida como de costumbre, pero la carne era fresca y no salada e iba acompañada de un cuenco de repollo y puerros. Éstos les supieron a gloria.

Tras lo cual, volvieron a olvidarse de ellos y también se olvidaron de la orden de proporcionarles alimentos frescos. Nadie se les acercó, excepto dos aterrorizados marinos (Davy Evans y Tommy Green se habían ido) para repartir entre ellos cecina y el inevitable pan duro. Los días transcurrían en un sombrío y siniestro silencio, roto tan sólo por los gemidos de los enfermos y alguna que otra lacónica conversación. Pasó febrero y llegó marzo, y marzo transcurrió muy despacio mientras los enfermos seguían muriendo y eran abandonados en el mismo lugar donde estaban.

Cuando alguien abrió finalmente la escotilla de proa no fue para retirar los cadáveres, sino para arrojar a otros veinticinco convictos al gélido y contaminado aire de la prisión.

– ¡Voto al diablo! -gritó John Power-. ¿Qué es lo que hacen estos malnacidos? ¡Aquí abajo se ha declarado una epidemia y nos vuelven a llenar de gente! ¡Dios los confunda a todos!

Un hombre muy interesante el tal John Power, pensó Richard. Es el que manda en la proa, el muchacho de Old Bailey y de la Newgate de Londres que se expresa en la jerga propia del lugar, pero que aquí suele hablar en inglés corriente. Ahora es el dueño y señor no sólo de las plataformas de los enfermos, sino también de todo un nuevo destacamento de reclusos. Pobre desgraciado. La población del Alexander había bajado de doscientos hombres a ciento ochenta y cinco, pero ahora somos doscientos diez.

El 13 de marzo ya habían muerto cuatro hombres más; seis cadáveres yacían en las plataformas de los enfermos, y varios de ellos llevaban allí más de una semana. No había manera de convencer a nadie de que bajara y los tocara, ahora todo el mundo sabía que la enfermedad era una peste.

Poco después del amanecer del día 13 de marzo se abrió la escotilla de proa y varios marinos provistos de guantes y de pañuelos que les cubrían el rostro se llevaron los seis cadáveres.

– ¿Por qué? -preguntó Will Connelly-. No es que no quiera que se los lleven, que conste. Pero ¿por qué?

– Supongo que una de las pelucas más gordas va a venir a visitarnos -dijo Richard-. A ver si os esmeráis en acicalaros, muchachos, para que parezca que todos rebosáis de salud.

Poco después de la retirada de los cadáveres, el comandante Robert Ross se presentó en compañía del teniente John Johnstone, el teniente de navío James Shairp y un hombre que tenía pinta de médico. Un apuesto individuo de larga nariz, enormes ojos azules y un ensortijado cabello rubio que le caía sobre la despejada frente. Llevaban lámparas y una escolta de diez marinos que los precedía en los pasillos de babor y estribor cual si fueran unos hombres enviados a la muerte, lo bastante jóvenes para sentirse intimidados, pero lo bastante mayores para saber qué clase de espectro los acechaba en aquel lugar.

La sala quedó iluminada por un suave resplandor dorado; y entonces Richard vio finalmente la forma de su destino en todo su terrible detalle. Ahora los enfermos ocupaban las treinta y cuatro literas aisladas en la zona media, a proa de las mesas; más allá, en el lugar donde el trinquete atravesaba la cubierta cerca de la proa, había un mamparo mucho más delgado que el de popa, detrás del catre de Richard. La doble hilera de plataformas era continua y no había ninguna separación. ¡Así es cómo lo hacen! Así han conseguido apretujar a doscientos diez desgraciados en un espacio de treinta y cinco pies en su punto de máxima anchura y de setenta pies de longitud. Nos han tenido apretujados como botellas en un estante. No es de extrañar que nos muramos. Comparado con esto, la cárcel de Gloucester era el paraíso… Por lo menos, podíamos trabajar y salir al aire libre. Aquí no hay más que oscuridad y hedor, inmovilidad y locura. Por mucho que yo les hable a los míos de supervivencia, ¿cómo podremos sobrevivir en este lugar? Dios mío, he perdido la esperanza. La he perdido del todo.

Los tres oficiales eran escoceses, el que hablaba con más acento nasal era Ross y el que menos, Johnstone. Ross, un severo y pelirrojo sujeto de complexión delgada y rostro anodino, exceptuando una fina y enérgica boca y unos fríos y pálidos ojos grises. Primero recorrió pausadamente la cárcel, empezando por la banda de estribor. Caminaba como si estuviera en un entierro, con lentos y afectados andares, moviendo la cabeza de uno a otro lado con mecánica precisión. Se detuvo sin aparente temor al llegar a los catres de aislamiento para examinar a los enfermos en compañía de su apuesto médico, murmurando frases inaudibles mientras éste meneaba enérgicamente la cabeza. El comandante Ross recorrió la curva que mediaba entre las plataformas de aislamiento y las del trinquete y después echó a andar por el pasillo de estribor en dirección a la popa. Se detuvo a la altura de Dring en la plataforma de abajo y de Isaac Rogers en la de arriba, contempló la cubierta que pisaban sus pies, hizo un gesto a uno de los marinos indicándole que sacara los cubos que se utilizaban como orinales y que ya habían sido vaciados y enjuagados. Sus ojos se posaron en el tembloroso Ike cuya cabeza descansaba sobre las rodillas de Joey Long.

– Este hombre está enfermo -le dijo a Johnstone y no al médico-. Que lo pongan con los otros.

– No, señor -dijo Richard, demasiado sobresaltado como para pensar en la prudencia-. No es lo que vos pensáis, aquí abajo no tenemos nada de todo eso. El mareo lo estuvo a punto de matar, eso es todo.

Una curiosa expresión se dibujó en el rostro del comandante, una mezcla de horror y comprensión; alargó el brazo, tomó la mano de Ike y se la estrechó.

– Pues entonces ya sé por lo que estás pasando. Agua y galletas secas, no hay nada mejor.

¡Un comandante de la Armada que se mareaba de mala manera!

Los ojos se desplazaron al rostro de Richard, a todos los rostros de los dos últimos catres de arriba, tomando nota del cabello corto, la ropa y los trapos mojados puestos a secar en las cuerdas tendidas entre los baos y el cierto aire de orgullo que se respiraba en la atmósfera y que nada tenía que ver con el desafío.

– Os habéis mantenido muy limpios -dijo, tirando de la estera-. Sí, extremadamente limpios.

Nadie contestó.

El comandante Ross se volvió y subió a un banco justo debajo de la escotilla abierta, a través de la cual penetraba un poco de aire fresco. No había dado muestras de la menor sensación de repugnancia ante los pestilentes vapores que se aspiraban en toda la prisión, pero parecía sentirse más a gusto encaramado a aquel lugar.

– Soy el comandante Robert Ross -anunció en tono de plaza de armas-. Comandante de marinos en esta expedición y también lugarteniente gobernador de Nueva Gales del Sur. Soy el único comandante de vuestras personas y vuestras vidas. El gobernador Phillip tiene otras preocupaciones. La mía sois todos vosotros. Este barco no es enteramente satisfactorio; en él se mueren los hombres y yo tengo intención de averiguar por qué. Aquí el señor William Balmain es el médico del Alexander y mañana empezará a desarrollar su labor. El teniente de navio Johnstone es el oficial de marina de mayor antigüedad a bordo y el teniente de navío Shairp es el segundo en el mando. Por lo visto, a lo largo de más de dos meses apenas habéis comido productos frescos. Esta situación se modificará mientras el barco permanezca en el puerto. Esta cubierta será fumigada, lo cual nos obligará a trasladaros a casi todos a otro lugar. Sólo los setenta y dos hombres de los catres adosados al mamparo de popa permanecerán a bordo y deberán prestar su ayuda.

Señaló a sus dos tenientes, sentados junto a la mesa situada al nivel de sus pies calzados con botas y sacó papel, tinta y plumas de un estuche de escritura que llevaba el teniente de navío Shairp.

– Ahora procederé a hacer un censo -dijo el comandante-. Cuando yo señale a un hombre, éste me deberá facilitar su nombre y el del pontón del que procede. Empezaremos por ti -añadió, señalando a Jimmy Price.

La tarea llevó mucho tiempo. El comandante Ross era muy rápido, pero sus dos escribientes eran tan torpes como lentos y estaba claro que escribir no era para ellos ningún placer. Cuando ya iban por el número veinte, el comandante Ross bajó del banco para repasar la labor de sus escribientes.

– ¡Necios analfabetos! Pero ¿qué hicisteis, comprar vuestros nombramientos? ¡Insensatos! ¡Idiotas! ¡Nos os ibais a comer una rosca ni siquiera en una casa de putas!

¡Pues vaya!, pensó Richard. Menudo genio tiene, y, además, no le importa haber humillado a sus dos oficiales subalternos en presencia de un grupo de convictos.

Sin embargo, cuando se fueron los marinos, ¡cuánto les costó soportar la oscuridad! Se había levantado un velo que les había revelado la prisión en todo su monstruoso y enconado horror, pero la dorada luz resultaba reconfortante y el espectáculo de todos aquellos hombres encorvados en sus catres, mirando a su alrededor con unos ojos tan redondos como los de una lechuza había reducido en cierto modo el peligro a unas proporciones humanas. Con la desaparición de la última lámpara, lo que quedó ya no se pudo imaginar y tanto menos ver o palpar. La noche descendió sobre ellos y, a pesar de la promesa del comandante Ross de proporcionarles comida fresca, a nadie se le ocurrió darles de comer.


A la mañana siguiente, la actividad se inició en la escotilla de proa; los enfermos fueron manejados con guantes y pañuelos a modo de máscaras y los encargados de manejarlos se mostraron insensibles a los gritos de dolor que provocaba el simple hecho de moverlos. A mediodía, los únicos hombres que quedaban en la prisión se encontraban en los tres catres dobles a babor y estribor del mamparo de popa. Las lámparas proporcionaban mucha luz y, en ausencia de la mayoría de los convictos, se podía ver con toda claridad la letrina creada por sus dos meses y medio de permanencia a bordo. Vómitos, excrementos, cubos desbordados, cubiertas y plataformas llenas de suciedad.

Después les correspondió a ellos moverse, pero a través de la escotilla de popa. No me importa, pensó Richard, que alguien robe lo de aquí abajo; que lo hagan si les apetece, pues yo no pienso dejar a uno de los míos de guardia solo aquí abajo. Aunque, mientras corran rumores acerca de la peste, lo más probable es que nuestras pertenencias estén a salvo.

La fumigación consistió en hacer estallar pólvora en todos los lugares del Alexander situados bajo la cubierta superior y en cerrar herméticamente las escotillas.

Se encontraban anclados en unas serenas aguas muy alejadas de la orilla, la cual ofrecía unas vistas fascinantes: grandes baluartes y fortalezas erizadas de gigantescos cañones rodeaban todo el lugar, pues se trataba del cuartel general de la Armada de Inglaterra que miraba al sur más allá de la isla de Wight hacia la costa francesa de Cherburgo, donde el antiguo y tradicional enemigo permanecía al acecho. Dónde o qué clase de ciudad era Portsmouth constituía para ellos un misterio, más allá de las impresionantes fortalezas, algunas de ellas anteriores a la época de Enrique VIII y otras todavía en fase de construcción. ¿Fue allí donde el almirante Kempenfeldt y mil hombres se habían abatido sobre el Royal George apenas cinco años atrás? El bajel más grande que jamás se hubiera construido en Inglaterra se escoró a causa de una vía de agua y ésta penetró a través de las portillas de sus cañones de treinta y dos libras, provocando su rápido hundimiento en medio de un impresionante remolino.

Johnstone y Shairp discrepaban acerca de la necesidad de esposar a los convictos que permanecían a bordo; Johnstone impuso su criterio y las manos de los convictos se dejaron libres. Tras haber perdido la batalla, Shairp tomó el esquife y se fue a visitar a un compañero con quien se llevaba mejor, a bordo de otro buque cuyo destino era también Botany Bay. Ahora había varios, uno de ellos casi tan grande como el Alexander.

Scarborough -dijo el cuarto oficial Stephen Donovan, acunando en sus brazos al gatazo de color anaranjado-. Aquel de allí es el Lady Penrhyn, ya lo conoces, y el nuevo es el Prince of Wales. No se podían transportar todos a bordo de cinco barcos, por eso han añadido un sexto. El Charlotte y el Friendship ya han zarpado rumbo a Plymouth para recoger a los del Dunkirk.

– ¿Y aquellos tres que están cargando desde unas gabarras más cerca de la orilla? -preguntó Richard, volviendo la cabeza para dirigirle una severa mirada de advertencia a Bill Whiting, pues temía que la relativa libertad de que gozaban le soltara la lengua y lo indujera a gastar una broma de la señorita Molly que tal vez la señorita Molly Donovan no supiera apreciar.

– Son los barcos almacén Borrowdale, Fishburn y Golden Grove. Tenemos que transportar provisiones y suministros que nos duren tres años contando a partir del momento en que lleguemos a Botany Bay -contestó el señor Donovan con mirada acariciadora.

– ¿Y cuánto tiempo cree el Almirantazgo que tardaremos en llegar a Botany Bay? -preguntó Thomas Crowder, esbozando una aduladora sonrisa.

Puesto que Crowder no era muy del gusto del señor Donovan -demasiado simiesco-, el cuarto oficial optó por dirigir la respuesta a Richard Morgan, cuya figura lo fascinaba. No tanto por su aspecto, que, a su juicio, era una pura delicia, cuanto por su carácter reservado, por aquel aire de guardarse sus pensamientos para sí mismo. Un hombre con dotes de mando, pero distinto de Johnny Power, a quien todos los tripulantes conocían muy bien. Power, un marino del Támesis a quien el sentido común aconsejaba no hablar en la jerga barriobajera de Londres, se llevaba muy bien con todos los marineros.

– El Almirantazgo considera que la travesía durará entre cuatro y seis meses -dijo el señor Donovan, ignorando deliberadamente a Crowder.

– Durará más que eso -dijo Richard.

– Estoy de acuerdo. Cuando el Almirantazgo hace sus cálculos siempre piensa que los vientos nos serán favorables, que los mástiles nunca se romperán, que las vergas jamás se soltarán, que las velas no se rasgarán, no caerán en las eslingas o se soltarán de los rizos.

Donovan cosquilleó al ronroneante gato por debajo de la barbilla.

– ¿Perros no? -preguntó Richard.

– ¡Son unos hijoputas! Aquí Rodney es el gato del Alexander y tiene el mismo rango que cualquier perro de a bordo, por eso no se meten con él. Se llama así en honor del almirante Rodney a cuyas órdenes yo serví en las Indias Orientales cuando les dimos un vapuleo a los gabachos en aguas de Jamaica. -Levantó un labio para mostrarle los dientes a un bulldog que se había acercado a ellos, y lo mismo hizo Rodney, en vista de lo cual el bulldog recordó de repente que tenía asuntos más urgentes que resolver en otro sitio-. Hay veintisiete perros a bordo, todos ellos pertenecientes a los marinos. Su número no tardará en disminuir. Los spaniels y los terriers no están mal porque cazan ratones, pero un lebrel es sólo un cebo para los tiburones. Los perros caen al mar. Los gatos, jamás.

Le dio un beso en la cabeza a Rodney y lo depositó en la barandilla para demostrar su aseveración. Indiferente al chapoteo del agua de abajo, el gato se sentó recogiendo las patas bajo su cuerpo y siguió ronroneando.

– ¿Adónde han enviado al resto de los convictos? -preguntó Will Connelly, salvando a Richard, el cual aprovechó para retirarse discretamente.

– Algunos a The Firm, otros al Fortunee, los enfermos a un barco hospital y los demás a aquella gabarra de allí -contestó el señor Donovan, señalándola con el dedo.

– ¿Por cuánto tiempo?

– Supongo que una o dos semanas por lo menos.

– ¡Pero los hombres se van a morir de frío en la gabarra!

– No. Cada noche los llevan a la orilla y los alojan en un campamento, esposados y encadenados todos juntos. Mejor una gabarra que un pontón.


Al día siguiente, el médico del Alexander, el señor William Balmain, subió a bordo con otros dos médicos, aparentemente para echar un vistazo al barco, puesto que los convictos enfermos ya habían sido trasladados a otro sitio. Uno de ellos, explicó Stephen Donovan en voz baja, era John White, médico jefe de la expedición. El otro, lo pudieron ver por sí mismos, era el médico de Portsmouth que el teniente de navío Shairp había mandado llamar en cuanto el Alexander había arribado a puerto.

Puesto que aún no les habían encomendado ningún trabajo, los convictos se situaron en proximidad de los médicos para poder oír lo que decían; los no menos curiosos miembros de la tripulación estaban demasiado ocupados para escuchar con disimulo, pues la carga se estaba acercando a bordo de unas gabarras.

El médico de Portsmouth estaba convencido de que la enfermedad era una insólita variedad de peste bubónica; los médicos White y Balmain discrepaban.

– ¡Es maligna! -gritó el médico-. ¡Es la peste bubónica!

– Es benigna -replicaron los otros dos-. Y no es la peste bubónica.

Sin embargo, los tres coincidían en cuanto a la necesidad de adoptar medidas preventivas: las dos cubiertas se tendrían que volver a fumigar, frotar concienzudamente con aceite de brea y cubrir después con jalbegue, una solución de cal viva, tiza pulverizada, cola y agua.

Stephen Donovan, obligado a permanecer a bordo para supervisar la operación de carga, no estaba muy contento; en la cubierta se estaban amontonando toda una variada serie de barricas, barriletes, sacos, canastas, barriles y paquetes.

– ¡Tengo que trasladarlo todo abajo! -les dijo a White y Balmain-. ¿Cómo lo podré hacer si tenéis las escotillas todo el día cerradas para las malditas fumigaciones? ¡Sólo una cosa librará al Alexander de sus dolencias y son ni más ni menos que unas bombas más eficaces en los pantoques!

– El hedor -dijo despectivamente Balmain- se debe a los cadáveres. Una o dos semanas en el mar después de una buena fumigación bastarán para eliminarlo.

White se había alejado para averiguar de qué manera podía la tripulación colocar la carga habiendo de por medio una prisión; un vistazo hacia abajo le permitió ver que se habían retirado las mesas y los bancos de la prisión para dejar al descubierto unas escotillas de seis pies cuadrados justo debajo de las que había en la cubierta superior. Izados a bordo por medio de pescantes, hasta los gigantescos toneles de agua se podían introducir directamente en la bodega del sollado. Regresó muy pagado de sí mismo y con su habitual aire de superioridad, apartó a Donovan y Balmain a un lado y empezó a dictar órdenes.

Los treinta y seis reclusos de estribor fueron enviados a la prisión para fregar, frotar y limpiar con vinagre todas las superficies antes de la fumigación; por su parte, los treinta y seis convictos de babor fueron enviados a los alojamientos de los marinos situados bajo el entrepuente para hacer lo mismo.

– ¡Voto al diablo! -rezongó Taffy Edmunds-. El pobre Davy Evans tenía razón, nosotros los convictos estamos en el cielo en comparación con todo eso, aunque confieso que sería bonito poder dormir en hamacas.

El suelo de la bodega estaba inundado por el desbordamiento del pantoque, el cual olía mucho peor que la prisión y despedía unos gases que habían ennegrecido los botones de las chaquetas rojas hasta conferirles el aspecto de unos trozos de carbón. El espacio que mediaba entre las cubiertas era de apenas seis pies, lo cual significaba que uno tenía que caminar medio agachado como en el Ceres.

De esta manera, Richard y los convictos de la banda de babor pudieron comprender lo que ocurría cuando la fuerza irresistible chocaba con el objeto inamovible; el comandante Ross y el capitán Sinclair llegaron a las manos en la bodega de los marinos bajo la fascinada mirada de treinta y seis hombres. La prodigiosa batalla fue anunciada por la aparición del comandante al pie de la escalera de madera; procedía de los alojamientos de la tripulación.

– ¡Bajad aquí con toda vuestra grasa de ballena, repugnante saco de mierda! -rugió Ross-. ¡Bajad a verlo, maldita sea vuestra estampa!

Y allá bajó el capitán Duncan Sinclair con sus pies delicadamente calzados con botas, cual si fuera una gota de jarabe deslizándose suavemente por un lado de una suave cuerda.

– ¡Nadie me ha hablado jamás de esta manera, comandante! -dijo éste entre afanosos jadeos al llegar a la cubierta de abajo-. Soy no sólo el capitán de este barco, sino también uno de sus propietarios.

– ¡Lo cual os convierte en doblemente culpable, trasero de globo! ¡Vamos, echad un vistazo! ¡Ved dónde pretendéis que vivan los marinos de su majestad sabe Dios durante cuántos meses! ¡Ya llevan casi tres meses! ¡Están enfermos y atemorizados, de lo cual os hago enteramente responsable a vos! ¡Sus perros viven en mejores condiciones… y también las ovejas y los cerdos que tenéis a bordo para amontonarlos en vuestra mesa rebosante de exquisitos manjares! ¡Sentado allí como el rey Mierda del Palacio de los Excrementos con un camarote de noche y un camarote de día y todo el gran camarote exclusivamente para vos, mientras mis dos oficiales tienen que conformarse con un pequeño armario sin ventilación! ¡Comiendo con los soldados rasos! ¡Pero todo eso va a tener que cambiar, Sinclair, de lo contrario, yo mismo arrojaré vuestras hinchadas tripas a toda esta líquida mierda que hay por aquí!

Apoyó la mano en la empuñadura de su espada con todo el aspecto de ser muy capaz de cumplir la amenaza.

– Vuestros hombres están aquí porque no tengo ningún otro lugar donde alojarlos -contestó Sinclair-. ¡De hecho, ocupan un espacio muy valioso que mi empresa tenía destinado a una carga mucho más útil que una pandilla de borrachines ladronzuelos y repugnantes cagarrutas sin inteligencia suficiente para entrar en la Armada ni dinero suficiente para ingresar en el ejército! ¡Sois la escoria del mundo, Ross, vos y vuestros marinos! ¡Por algo a una botella vacía se la llama «marino» aquí en esta tierra! ¡Ocupan la cocina de mi tripulación, dejan que un par de docenas de perros se caguen desde el bauprés al pasamano de la borda…! ¡Fijaos en mi bota! ¡Mierda de perro, Ross, cochina mierda de perro! ¡Me han matado dos gallinas, cuatro patos y un ganso! ¡Por no hablar de la oveja a la que tuve que matar de un disparo porque uno de los condenados bulldogs le hincó el diente y no la quería soltar! ¡Bueno, primero tuve que matar al condenado perro, hijoputa sin madre de las Tierras Bajas de Escocia!

– ¿Quién es el hijoputa de las Tierras Bajas, engendro de ramera de Glasgow?

Se produjo una pausa en cuyo transcurso ambos contendientes buscaron desesperadamente nuevos insultos con que herir de muerte a su oponente, mientras los convictos permanecían inmóviles como estatuas por temor a que repararan en su presencia y los enviaran a cubierta.

– Los lores del Almirantazgo aceptaron la oferta de Walton, lo cual ejerció una influencia decisiva en la elección del Alexander -contestó Sinclair cuyos ojos se habían convertido ahora en dos ardientes hendiduras-. ¡Echad la culpa a vuestros superiores, Ross, no a mí! ¡Cuando me enteré de que tendría que acoger a cuarenta infantes de marina y a doscientos diez convictos, la cosa no me hizo mucha gracia que digamos! Los marinos tendrán que alojarse aquí y, si no os gusta, os tendréis que fastidiar.

– ¡Ni me gusta ni me voy a fastidiar, inmundo trasero de elefante! Alojaréis a mis muchachos en el entrepuente y ofreceréis a mis oficiales un acomodo aceptable, de lo contrario, mis palabras llegarán desde el gobernador Phillip al mismísimo lord almirante Howe y a sir John Middleton…, incluyendo a lord Sydney y al señor Pitt! Tenéis dos alternativas, Sinclair. O colocáis a vuestra tripulación aquí abajo y dejáis a mis marinos donde están o desplazáis el mamparo de popa de la prisión veinticinco pies hacia proa. Ahora que nuestra flota dispone del Prince of Wales, los convictos desalojados se pueden enviar allí. ¡Y no hay más que hablar, cara de sebo! -dijo Ross, juntando las manos envueltas en unos inmaculados guantes blancos.

– ¡Pues sí hay! -replicó Sinclair, apretando los dientes. El espectáculo de toda aquella grasa alterada por la furia estaba adquiriendo proporciones homéricas-. El Alexander se contrató para el transporte de doscientos diez convictos, no de ciento cuarenta convictos y cuarenta infantes de marina en un espacio destinado a setenta convictos más! El propósito de esta expedición no es el de mimar a una pandilla de sarnosos marinos, sino el de transportar a aquel lejano rincón del mundo al mayor número de delincuentes de Inglaterra posible. Quiero mantener el número de convictos previsto en el contrato y, si queréis, asumiré la plena responsabilidad de su confinamiento por medio de mi tripulación. Es así de sencillo, comandante Ross. Podéis sacar a vuestros preciosos marinos del Alexander. Yo encerraré permanentemente a los convictos en la prisión y les daré de comer a través de los barrotes de la escotilla a lo largo de toda la travesía y, de esta manera, podremos prescindir del servicio de guardia de los marinos.

– Lord Sydney y el señor Pitt no lo aprobarán -dijo Ross, pisando terreno seguro-. ¡Ambos son hombres modernos que tienen empeño en que los convictos lleguen a Botany Bay en mejores condiciones que los esclavos que vos entregabais en las Barbados! Si mantenéis permanentemente encerrados a estos hombres durante un año, la mitad de ellos habrá muerto al llegar y la otra mitad sólo será apta para el manicomio. Por consiguiente -añadió haciendo gala de una dureza análoga a la de un cañón de hierro fundido de treinta y dos toneladas-, quizá convendría que os construyerais una chupeta de popa y un castillo de proa dentro del plazo de un mes. Puede que tengáis que trasladaros a vivir en solitario esplendor una cubierta más arriba y entregar vuestro alcázar a mis oficiales. No olvidéis, Sinclair, que tenéis que alojar también al médico del barco, el agente naval y el agente del contratista, todos los cuales tienen rango de alcázar. ¡Lo ocuparán sin vuestra presencia, tacaña bolsa de bilis! En cuanto a vuestra tripulación, alojadla en el lugar que le corresponde, en un castillo de proa. Entonces mis hombres podrán subir al entrepuente y yo me encargaré de proporcionarles una cocina en la que puedan preparar su comida y la de los convictos. ¡De esta manera, vuestra tripulación podrá conservar su cocina, vos os podréis construir otra en la chupeta, los oficiales podrán utilizar la del alcázar y el Alexander se convertirá en algo parecido a un barco y no en un buque negrero, miserable bola de grasa!

En el transcurso de la perorata, las grises rendijas de los ojos habían pasado de la furia asesina a una taimada expresión más natural.

– Eso -dijo Sinclair- le costaría a Walton por lo menos mil libras.

El comandante Ross giró sobre sus talones y empezó a subir la escalera de mano.

– Enviad la factura al Almirantazgo -dijo, antes de desaparecer.

El capitán Duncan Sinclair contempló la escalera y, de repente, pareció percatarse por primera vez del silencioso círculo de hombres que lo rodeaba.

– Necesitaréis varios cubos para eliminar este desbordamiento de líquido -le dijo lacónicamente a Ike Rogers- y, de paso, levantad aquella escotilla de allí y empezad a vaciar el pantoque de babor. Algunos de vosotros podéis eliminar el agua de la banda de babor. Echad agua de mar y seguid achicando hasta que el agua del pantoque salga clara. El hedor llega hasta el alcázar. -Volvió a contemplar la escalera-. Tú, tú y tú -les dijo a Taffy, Willy y Neddy, todos ellos muy altos-, colocad los hombros bajo mi trasero y empujadme hacia arriba por esta condenada escalera.

En cuanto se desvaneció el ruido de su ascenso, los convictos estallaron en unas sonoras risotadas.

– Por un momento, Neddy -dijo Ike con la voz entrecortada por la risa-, pensé que lo ibas a arrojar de culo al agua del pantoque.

– Tuve esta tentación -dijo Neddy, secándose las lágrimas de risa-, pero es el capitán y creo que es mejor no ofenderle. Al comandante Ross no le importa a quién ofende, eso está claro. -Soltó una carcajada-. ¡Culo de elefante! ¡Es lo que más le cuadra! Os juro que eso de empujarlo escalera arriba por poco nos mata.

– El comandante Ross ha ganado la partida -dijo Aaron Davis en tono pensativo-, pero ha puesto el trasero al alcance de las botas del Almirantazgo. Si el capitán Sinclair va y construye una chupeta y un castillo de proa, el Almirantazgo se negará a pagar la factura y el comandante Ross se verá metido en un buen aprieto.

– No sé por qué- dijo Richard sonriendo-, pero no me imagino al comandante Ross bajándose las calzas para ofrecer el trasero a la bota de nadie. Sus impecables calzas blancas seguirán donde están, ya lo veréis. Tiene razón. El Alexander no puede albergar a tanta gente sin un alcázar y un castillo de proa. -Soltó un resoplido-. Bueno, ¿quién quiere participar en las tareas de achicamiento? Siempre y cuando podamos convencer al teniente Johnstone de que nos proporcione más cubos, pues no pienso utilizar los de la prisión para eliminar toda esta porquería. Bristolianos, nosotros encabezaremos las tareas de limpieza en los pantoques. Jimmy, ve a hacerle una sonrisita al precioso teniente, a ver si nos da más cubos.


El capitán Sinclair llevó a cabo las obras de reforma, pero lo hizo por un precio muy inferior a mil libras. Mientras los convictos que permanecían a bordo se afanaban con el aceite de brea y el jalbegue, se desarrollaban a su alrededor las tareas de carga, lo cual les permitió hacerse una idea del lugar en el que se iba a almacenar cada cosa. Los mástiles de repuesto fueron asegurados en la cubierta debajo de los botes mientras que las vergas, las velas y los cabos se colocaron abajo; los toneles de agua de ciento sesenta galones de capacidad, los objetos más pesados de toda la carga del barco, se colocaron todos juntos al lado de otros objetos más livianos. Se izaron a bordo barricas y más barricas de cecina y carne de cerdo salada, sacos y más sacos de pan duro, guisantes secos, garbanzos de la variedad llamada «calavance», barriletes de harina, sacos de arroz y gran cantidad de fardos de áspero tejido cosido, con el nombre del propietario escrito en tinta. Había también varios fardos de ropa que los marineros llamaban «desechos», destinados, al parecer, a los convictos cuando se gastara la ropa que llevaban puesta.

Todo el mundo sabía que había pipas de ron a bordo; ni la tripulación ni los marinos habrían podido resistir una travesía seca. El ron era lo que permitía soportar las desdichas de unos alojamientos tremendamente reducidos y una comida que dejaba mucho que desear. Pero no se guardaban en las bodegas generales sino debajo de la prisión o en el entrepuente.

– Es listo nuestro gordinflón capitán -dijo William Dring de Hull con una sonrisa en los labios-. Justo a proa hay otra bodega en dos cubiertas. La de arriba es para la leña, la reparten por doquier entre el bauprés y la fogonadura. La de abajo tiene un recubrimiento de hierro, y allí es donde va a parar el ron. No se puede tener acceso a él desde la prisión porque el mamparo de proa tiene un pie de grosor y está lleno de clavos, lo mismo que el de popa. Y tampoco se puede acceder a él desde la bodega de la leña, a no ser que se armara un ruido del carajo. El ron para repartir se guarda en un gran armario del alcázar y el propio capitán se encarga de repartirlo. Nadie lo puede robar a causa de Trimmings.

– ¿Trimmings? -preguntó Richard-. ¿El mayordomo de Sinclair?

– Sí, y, además, está completamente a su servicio. Espía y lo abre y fisgonea todo.

– Cuenta con sus propios cómplices para llevar a cabo sus fechorías -terció Joey Robinson, el amigo de Dring; ambos eran marineros y habían trabado amistad con varios miembros de la tripulación-. Incluso se ganó a cinco convictos, todos muy expertos en clavar clavos. El castillo de proa no es más que un castillo de proa, pero algunos valiosos paneles de madera de caoba han ido a parar a la chupeta. El capitán ha birlado todo el mobiliario del camarote grande, por lo que el comandante Ross tendrá que pedir más para el alcázar, y no está muy contento que digamos.

El comandante Ross nunca estaba contento. Sin embargo, su descontento iba más allá del capitán Duncan Sinclair y del Alexander. La nueva batalla, tal como varios marinos les habían revelado a los convictos (el chismorreo era la principal distracción a bordo), giraba en torno al deseo de que el arroz de la expedición se cambiara por harina de trigo. Por desgracia, el contrato con el señor William Richards hijo se había redactado según el modelo correspondiente al transporte del personal del ejército, según el cual el frugal proveedor de alimentos destinados a los convictos y los marinos por igual estaba autorizado a sustituir parcialmente la harina con arroz. El arroz era barato, tenía un almacén lleno y ocupaba menos sitio porque aumentaba durante la cocción. Pero lo malo era que el arroz no prevenía el escorbuto mientras que la harina, sí.

– No lo entiendo -dijo Stephen Martin, uno de los dos reposados bristolianos enviados junto con Crowder y Davis-. Si la harina puede prevenir el escorbuto, ¿por qué no el pan? Está hecho de harina.

Richard trató de recordar lo que había dicho su primo James el farmacéutico a propósito de aquella cuestión.

– Creo que la causa es la cocción -dijo-. Nuestro pan es duro… Son sequetes. Contienen tanta cebada y centeno como trigo si no más.

La harina es trigo molido. Por consiguiente…, el antiescorbútico tiene que estar en el trigo. O, a lo mejor, la harina se empasta en bolas para el estofado o la sopa y no cuece lo bastante para que se destruya la sustancia que previene el escorbuto. La fruta y la verdura son lo mejor, pero a bordo de un barco no las hay. Hay un repollo encurtido llamado «chucrut» que mi primo James importa de Bremen para algunos capitanes de barco de Bristol porque sale más barato que el extracto de malta, que es un excelente antiescorbútico. Pero lo malo del chucrut es que los marineros lo aborrecen y hay que azotarlos para que se lo coman.

– ¿Hay algo que tú no sepas, Richard? -preguntó Joey Long, en cuya opinión Richard era algo así como una enciclopedia ambulante.

– Apenas sé nada, Joey. La fuente de conocimientos es mi primo James. Lo único que yo tenía que hacer era escucharle.

– Y eso lo haces muy bien -dijo Bill Whiting. Se apartó un poco para supervisar su trabajo, que ya estaba casi terminado-. Hay algo muy bueno en todo este enjalbegado. Cuando se coloquen los barrotes en las escotillas, habrá mucha más luz dentro. -Rodeó con su brazo los hombros de Will Connelly-. Si nos sentamos alrededor de la mesa que hay justo debajo de la escotilla de popa, Will, tendremos suficiente luz para leer.


Todo el contingente de convictos había regresado a bordo poco después de abril mientras la construcción del castillo de proa y la chupeta seguía adelante a muy buen ritmo. Los convictos ignoraban que el comandante Ross aún no había escrito a las autoridades a propósito de las condiciones del Alexander, pues prefería protestar cuando las reformas estuvieran lo bastante adelantadas para que no se pudieran interrumpir. El capitán Sinclair había decidido construir los nuevos alojamientos de la tripulación dentro del casco, dejando una pasarela de tres pies de anchura a ambos lados para facilitar el acceso a la proa, donde estaban situados los míseros retretes de los tripulantes. Para los convictos que habían permanecido a bordo del Alexander durante la puesta en práctica de las medidas higiénicas, aquella situación había sido una delicia; las escotillas estaban abiertas y ellos también habían podido utilizar los retretes de los tripulantes en lugar de los cubos que les servían de orinal. La escotilla situada a proa del trinquete estaba ahora protegida por una especie de casa (una estructura semejante a una caseta de perro, con techumbre curva) para que los cocineros pudieran tener acceso a la bodega de la leña sin mojarse cuando hacía mal tiempo; la escotilla situada justo delante del alcázar que conducía al entrepuente también estaba protegida por una caseta mientras que las dos escotillas de la prisión sólo disponían de unos barrotes y se podían atrancar con unos sólidos tablones.

Ahora las atrancarán, pensó Richard, siempre que el mar salte a la cubierta y entonces nos quedaremos totalmente ciegos hasta que amaine el temporal. No habrá luz ni aire.

A pesar de la carne fresca y la verdura que comían a diario y a pesar de que les habían dado permiso para subir a cubierta en pequeños grupos para respirar el aire y hacer ejercicio, la enfermedad a bordo del Alexander seguía causando estragos. Murió Willy Wilton, la primera baja entre los convictos del suroeste de Inglaterra, aunque no a causa de aquella especie de epidemia de paperas. Cogió frío en medio del mal tiempo y éste le afectó los pulmones. El médico Balmain le aplicó emplastos calientes para extraer y ablandar la flema, pero Willy murió en el transcurso del mismo tratamiento que un médico habría aplicado a cualquier bristoliano libre. Los emplastos eran el único remedio contra la pulmonía. Ike Rogers lo lamentó con toda su alma. No era el mismo hombre que Richard había conocido en la cárcel de Gloucester; toda su agresividad era falsa. Debajo de ella se ocultaba un hombre amante de los caballos y de la libertad de los caminos.

Otros también murieron; a finales de abril, la muerte se había cobrado un tributo de doce convictos. Y la enfermedad se estaba propagando también entre los marinos, con fiebres, inflamaciones pulmonares, delirios, parálisis. Tres aterrorizados soldados rasos se fugaron y un cuarto lo hizo el último día del mes. Un sargento, un tambor y catorce soldados rasos habían sido enviados al hospital y no era fácil encontrar otros que los sustituyeran. El Alexander estaba adquiriendo fama de ser el barco de la muerte de la flota, una fama que seguiría conservando. De vez en cuando, todos los convictos menos los pertenecientes a la primera remesa (reducidos a setenta y un hombres, tras la muerte de Will Wilton) eran enviados a otro sitio y se repetían las fumigaciones y las tareas de limpieza con vinagre, aceite de brea y jalbegue.

Cada vez, el grupo de babor de Richard encontraba los pantoques llenos de porquería.

– Si no hubiera bombas en los pantoques, daría lo mismo -dijo Mikey Dennison, asqueado-. No funcionan.

Murieron otros tres hombres. Ahora los muertos ya eran quince, contando desde el primero de abril, y el número de convictos había bajado de doscientos diez a ciento noventa y cinco.

El 11 de mayo, más de cuatro meses después de que los convictos hubieran subido a bordo del buque de la muerte, se recibió la noticia de la llegada del gobernador Phillip a bordo del Sirius, su buque insignia, y se informó de que la flota de once barcos se haría a la mar a la mañana siguiente. Pero no fue así. La tripulación del buque almacén Fishburn no había cobrado la paga y se negó a zarpar sin antes haber cobrado su paga. Los convictos del Alexander se tumbaron a dormir en sus catres, tras haber recibido finalmente unas mantas. Una para cada dos hombres. Puede que ello fuera una especie de recompensa por haber sido obligados a desnudarse y ser registrados cualquiera sabía por qué. Afortunadamente, estando presente el comandante Ross, ninguno de ellos fue sometido a examen rectal. Y a nadie se le confiscó nada.

Aproximadamente una hora después del amanecer del 13 de mayo -se acercaba el solsticio de verano y amanecía muy temprano- Richard se despertó y se dio cuenta de que el Alexander se movía, pues se oía el crujido de las cuadernas y el rumor del agua contra los costados y se percibía un suave balanceo. Suficiente para que Ike ya estuviera vomitando, pero, por suerte, ya habían resuelto el problema facilitándole el cuenco de madera en el que solía comer el pobre Will y que Joey Long se había comprometido a vaciar en el cubo-orinal siempre que fuera necesario.

Robert Jefferies de Devizes murió aquel día de pulmonía; las mantas habían llegado demasiado tarde para muchos hombres.

Una vez superados los Needles del extremo oriental de la isla de Wight, cosa que ocurrió aquel mismo día, el Alexander adquirió más velocidad que en cualquier momento de la lenta travesía desde Tilbury a Portsmouth. El barco se balanceaba mucho y cabeceaba un poco, lo cual dio lugar a que muchos convictos se tumbaran en los catres, víctimas del mareo. Richard experimentó unas náuseas que pudo controlar al cabo de tres horas sin llegar a vomitar. ¿Acaso los bristolianos se acostumbraban automáticamente al mar? A los demás bristolianos -Connelly, Perrott, Davis, Crowder, Martin y Morris- les ocurrió lo mismo. Al parecer, los que peor lo pasaban eran los chicos del campo, aunque ninguno llegaba al extremo de Ike Rogers.

Al día siguiente, el teniente de navío Shairp y el médico Balmain bajaron por la escotilla con más torpeza que cuando el barco se encontraba en aguas mansas, pero con la suficiente dignidad para no perder la compostura. Los dos soldados rasos que los acompañaban recogieron el cuerpo de Robert Jefferies mientras Shairp y Balmain avanzaban por el ondulante pasillo agarrándose a los bordes de las plataformas, y Shairp en particular, procurando no poner la mano sobre el vómito de alguien. La orden era la misma: levántate y limpia la cubierta, levántate y vacía el cubo, levántate y limpia el catre, me importa un bledo que te encuentres muy mal. Si has vomitado sobre la manta, lávala. Si has vomitado sobre la estera, lávala. Si te has vomitado encima, lávate.

– Si eso lo hacen cada día, la prisión se conservará limpia -dijo Connelly-. Eso espero, por lo menos.

– Pues no lo esperes -dijo Richard-. Eso es obra de Balmain, no de Shairp, pero lo que ocurre es que Balmain no es un hombre metódico. Por suerte, la comida ya se ha vomitado, lo cual quiere decir que lo peor con que tendremos que enfrentarnos será la mierda. Se quedarán tumbados allí y se cagarán encima, y por lo menos la mitad de ellos jamás en su vida se ha lavado. Si nosotros estamos limpios y nuestra limpieza se está propagando, ello se debe a mi primo James y a que yo les pego tales broncas que me tienen más miedo a mí que al agua de lavarse. -Esbozó una sonrisa-. En cuanto se acostumbren a lavarse, el hecho de sentirse limpios les empezará a resultar más agradable.

– Eres un hombre muy raro, Richard -dijo Will Connelly-. Por mucho que lo niegues, no cabe duda de que eres el jefe de la banda de babor. -Cerró los ojos y se concentró en sus mecanismos internos-. Me encuentro bien y voy a intentar leer un poco.

Se sentó en un banco junto a la mesa central situada justo bajo la escotilla abierta, con los tres volúmenes de Robinson Crusoe, encontró el punto en el primero y no tardó en enfrascarse en su lectura, aparentemente ajeno al movimiento del barco.

Richard se sentó a su lado con su diccionario geográfico de todo el mundo; las capas de enjalbegue habían modificado por completo la situación.

Para cuando el Alexander hubo dejado atrás el sur de Plymouth, casi todos los hombres se habían acostumbrado al mar, aunque Ike Rogers y otros aún seguían con las mismas. Los hombres podían incluso avanzar por los pasillos tras haberse acostumbrado al movimiento de vaivén vertical de la cubierta, que parecía levantarse para rozarles los pies y después se alejaba nuevamente de ellos. Así fue cómo Richard, haciendo ejercicio, trabó conocimiento con John Power, el jefe de proa.

Power era un apuesto joven tan ágil y flexible como un gato, de ardientes ojos negros y una curiosa manera de gesticular expresivamente con las manos mientras hablaba. Muy gabacho, muy italiano, nada inglés, holandés o alemán. Parecía que estuviera sometido a una fuerte presión, pero no se le veía angustiado o malhumorado sino rebosante de energía y entusiasmo. Y sus ojos decían que le encantaba correr riesgos.

– ¡Richard Morgan! -exclamó cuando Richard pasó por delante de su catre, el situado en el ángulo superior, en el que el mamparo de proa se juntaba con el casco de estribor-. Te doy la bienvenida a territorio enemigo.

– Yo no soy tu enemigo, John Power. Soy un hombre tranquilo que cuida de sus asuntos.

– Que son los de la banda de babor. Me dicen que está muy pulcra y ordenada. Al estilo de Bristol, todo muy bien arregladito.

– Soy de Bristol, en efecto, pero ven tú mismo a verlo con tus propios ojos. Es cierto que nos ocupamos de nuestros propios asuntos, pero es que ninguno de nosotros habla la jerga de Londres.

– A mis hombres les gusta hablar así, pero a mí me da igual… Los marineros lo aborrecen. -Power bajó del catre y se acercó a Richard-. Eres un viejo, Morgan, ahora que te veo de cerca.

– Treinta y ocho años cumplí en septiembre, aunque, hasta ahora, no he notado demasiado el peso de los años, Power. Mi fuerza ha menguado un poco tras pasarme nueve meses a bordo del Alexander, pero en Portsmouth tuvimos que trabajar un poco, lo cual me vino muy bien. Siempre les encargan las tareas del pantoque a los bristolianos porque nuestras narices aguantan los olores más nauseabundos. ¿Estuviste en la gabarra, en The Firm o el Fortunee?

– En la gabarra. Me llevo bien con la tripulación del Alexander, por eso mis hombres nunca conocieron la experiencia de los pontones de Portsmouth. -Lanzó un profundo suspiro como de júbilo-. Tengo intención de trabajar cuanto antes como marinero en el Alexander. El señor Bones, que es el tercer oficial, me lo prometió. Entonces recuperaré la fuerza.

– Yo pensaba que nos mantendrían bajo la cubierta durante toda la travesía.

– No creo que eso ocurra si el señor Bones está en lo cierto. El gobernador Phillip dice que no se puede permitir que nos deterioremos, que necesita que estemos en buenas condiciones de trabajar cuando lleguemos a Botany Bay.

Habían llegado al barril de agua de mar del mamparo de estribor y dieron la vuelta para echar a andar en sentido contrario. Power miró de soslayo a Will Connely inclinado sobre Daniel Defoe.

– ¿A todos vosotros os gusta leer? -preguntó con una pizca de envidia.

– A seis de nosotros nos gusta y cinco somos de Bristol, Crowder, Davis, Connelly el que ves allí, Perrott y yo. El único que no lo es, es Bill Whiting -contestó Richard-. Bristol está lleno de escuelas de beneficencia.

– Pues en Londres no hay casi ninguna. Aunque a mí siempre me ha parecido una pérdida de tiempo eso de leer libros, pues los rótulos de todas las tiendas ya te dicen lo que hay dentro. -Las manos de Power se agitaron de una manera muy rara-. Pero ahora creo que sería bueno leer libros. Así se entretiene uno.

– Cuando estás arriba, no lo pasas mal. ¿Estás casado?

– ¡Qué va! -Power inclinó los pulgares hacia abajo-. Las mujeres son veneno.

– No, son exactamente como nosotros, unas buenas, otras malas y algunas ni lo uno ni lo otro.

– ¿A cuántas de cada clase has conocido? -preguntó Power, esbozando una sonrisa que dejó al descubierto unos fuertes y blancos dientes… Eso quería decir que no era bebedor.

– A más de las buenas que de las malas y a ninguna que no fuera ni lo uno ni lo otro.

– ¿Y esposas?

– Dos, según mis documentos.

– ¡Pues el teniente Johnstone me ha dicho que no hay ningún documento! -Power apretó los puños en señal de regocijo-. ¿Te imaginas? El Home Office nunca llegó a enviarle a Phillip nuestra lista, lo cual significa que nadie sabe cuáles son nuestros delitos ni cuanto tiempo de condena tenemos que cumplir. Yo quiero aprovecharlo en cuanto llegue a Botany Bay, Morgan.

– El Home Office parece tan eficaz como la Oficina de Recaudación del Impuesto de Bristol -dijo Richard cuando llegaron a la altura del catre de Power, y éste se encaramó al mismo sin que apenas se notara su movimiento. Tenía la misma gracia que Stephen Donovan cuya compañía tanto echaba de menos Richard, ahora que estaban abajo. Puede que fuera una señorita Molly, pero era un hombre muy culto y no era un convicto, lo cual permitía hablar con él de otras cosas que no fueran la prisión.

Richard regresó con expresión pensativa a su catre. Interesante noticia, que ninguna autoridad tuviera la menor idea de la clase de delito que habían cometido los convictos y de la pena que todavía les quedaba por cumplir a cada uno. Puede que el resultado fuera el que esperaba Power, pero también cabía la posibilidad de que el Gobierno adoptara una arbitraria decisión en el sentido de que todos los convictos cumplieran una condena de catorce años. A nadie le habría interesado una horda de convictos que afirmara haber cumplido su condena a los seis meses o al año de su llegada. Lo cual le hizo comprender por qué razón los habían registrado en Portsmouth. Comprar un pasaje de vuelta a casa en barco resultaba muy caro; todo el mundo sabía que un viaje de vuelta no entraba en los planes del Parlamento. Algún miembro del séquito de Phillip había tenido la astucia de adivinar que muchos hombres y mujeres ocultarían unos ahorrillos destinados a pagarse el viaje de vuelta a casa. ¡Habríais sido un buen señor Sykes, comandante Ross! Pero tan bruto no sois, a pesar de lo que seguramente sabíais. Os he interpretado bien: Un hombre con un rígido código de honor, un ardiente defensor y protector de vuestros hombres, un pesimista escocés de lengua acerada, no excesivamente ambicioso y con tendencia a los mareos.

El 20 de mayo, mientras el Alexander navegaba en medio de un fuerte oleaje y bajo una lluvia torrencial, los convictos recibieron la orden de subir a cubierta en pequeños grupos para que les retiraran los hierros de las piernas. Los enfermos subieron primero, entre ellos Ike Rogers, el cual estaba tan indispuesto que el médico Balmain le había recetado un vaso de vino de Madeira de alta graduación dos veces al día.

Cuando Richard subió, se había desatado un pequeño temporal y no se podía ver nada, más allá del barco y de unas cuantas yardas de océano cubierto de cabrillas, pero los cielos lloraban lágrimas de agua pura, saludable y verdadera. Alguien lo arrojó a la cubierta con las piernas estiradas hacia delante. Dos marinos se sentaron en unos taburetes, uno a cada lado suyo. Uno de ellos introdujo un ancho escoplo de hierro por debajo del grillo para clavarlo en una plancha de hierro, mientras el otro descargaba un martillo sobre su extremo. El dolor fue terrible porque se transmitió a la pierna, pero no le importó. Levantó el rostro hacia la lluvia y dejó que ésta le cayera en cascada sobre la piel mientras su espíritu liberado se elevaba hacia los grises jirones de una nube. Tras un segundo e insoportable dolor que le liberó la otra pierna, se sintió ligero de pies y de cabeza, empapado de agua y absoluta y totalmente feliz.

Alguien, no supo quien, le ofreció una mano para ayudarlo a levantarse. Se tambaleó medio aturdido cuando intentó apartarse para no estorbar y asimilar el hecho de que, tras haberse pasado treinta y tres meses aherrojado, ahora se encontraba de repente libre de sus cadenas.

Al regresar a la prisión, empezó a temblar, se quitó la ropa, escurrió el agua de las prendas sobre la piedra de filtrar, las puso a secar en una cuerda tendida entre el tonel de agua de mar y un bao, se secó el cuerpo con un trapo y se puso ropa limpia. Era un día especial, un acontecimiento de los que hacen época.


A la mañana siguiente, miró a sus amigos y procuró verlos a todos tal como se veía a sí mismo. ¿Qué sentían? ¿Qué pensaban acerca de la enormidad de aquel gran experimento en vidas humanas? ¿Había comprendido alguno de ellos que su hogar ya estaba perdido para siempre? ¿Soñaban con algo? ¿Esperaban algo? Y, en caso afirmativo, ¿en qué soñaban, qué esperaban? Pero no lo podía saber porque ninguno de ellos lo sabía. Si hubiera formulado aquellas preguntas en voz alta, si se las hubiera formulado directamente, habrían contestado tal como suelen contestar siempre los hombres: dinero, propiedades, comodidades, sexo, una esposa y una familia, una larga vida, el término de las preocupaciones. Bueno, él también esperaba y soñaba con todas aquellas cosas y, sin embargo, no era eso lo que ansiaba saber.

Todos lo miraban con confianza y afecto, y eso ya era un buen comienzo, pero en modo alguno un final. Era necesario que cada uno de ellos comprendiera que su destino estaba en sus propias manos, no en las de Richard Morgan. El jefe de la banda de babor puede que fuera un padre, pero no podía ser una madre.

Ahora estaban autorizados a subir a cubierta siempre y cuando todos los ocupantes de la prisión no subieran al mismo tiempo y siempre y cuando no molestaran a la tripulación. Pero a John Power, rebosante de entusiasmo, le permitieron trabajar como marinero, al igual que a Willy Dring y Joe Robinson. Por muy extraño que le pudiera parecer a Richard, no a todos los convictos les apetecía subir a cubierta. Comprendía que así fuera en el caso de los que todavía estaban mareados -el golfo de Vizcaya había causado bajas entre algunos que hasta entonces no habían resultado afectados-, pero, ahora que se habían librado de sus cadenas, muchos se conformaban con permanecer tumbados en sus catres o con reunirse en torno a una mesa para jugar a las cartas. Cierto que aún soplaba un vendaval y seguía lloviendo, pero por algo el Alexander era un poderoso barco negrero. Serían necesarios mares mucho más agitados que aquel que estaba surcando en aquellos momentos, para que las cubiertas se llenaran de agua y se diera orden de atrancar las escotillas.

Para cuando se recibió la autorización del teniente Johnstone, el cielo ya se estaba despejando. Les habían dado de comer y de beber, el inevitable pan duro, la cecina y la pésima agua de Portsmouth. Seis soldados rasos recibieron la orden de arrojar cubos de agua salada a los barriles de la prisión, mientras el severo y pulido teniente de navío Shairp subía y bajaba por los pasillos, ordenando a los perezosos que limpiaran sus cubiertas y plataformas. En la certeza de que Shairp no tendría ninguna queja acerca del sector que ellos ocupaban, nueve de los once hombres de Richard subieron a cubierta a través de la escotilla, saludando con la mano a Ike y a Joey Long.

Se acercaron corriendo a la barandilla para contemplar por vez primera el océano. El color gris se mezclaba todavía con el azul acero y aún quedaban muchas cabrillas, pero el horizonte resultaba visible y también los demás barcos, algunos a babor, otros a estribor y otros tan lejos de la popa que no se veían sus cascos y sólo se distinguían los mástiles. Muy cerca de ellos navegaba el Scarborough, el otro gran barco negrero, todo un espectáculo con sus velas hinchadas por el viento y los gallardetes ondeando de acuerdo con algún ignorado código naval, mientras la chata proa mordía el oleaje que acariciaba el bao de popa de estribor siguiendo la misma dirección del viento. Su superestructura era más grande que la del Alexander, lo cual tal vez fuera el motivo de que Zachariah Clark, el agente del contratista, hubiera optado por viajar en él. El agente naval teniente John Shortland era otro desertor que viajaba en el barco almacén Fishburn, a pesar de que uno de sus dos hijos era segundo oficial del Alexander. El otro se encontraba a bordo del Sirius. El nepotismo estaba a la orden del día.

Tal como había ocurrido en Tilbury, los seis hombres de Richard se fueron cada cual por su lado en cuanto aspiraron una bocanada de aire fresco y tuvieron la oportunidad de estar relativamente solos. Richard se encaramó a una de las dos lanchas aseguradas boca abajo al través de los mástiles de repuesto, y contó los barcos. Un bergantín de tamaño dos veces inferior al del Alexander navegaba en cabeza, seguido del Alexander y el Scarborough; a continuación, la corbeta de dos palos Supply, pegada al Sirius como un cachorro a su madre. Detrás navegaba un barco que parecía el Lady Penrhyn y después aquellas dos series de mástiles en el horizonte. Once bajeles en total, a no ser que hubiera otros todavía invisibles.

– Buenos días te dé Dios, Richard Morgan de Bristol -dijo Stephen Donovan-. ¿Qué tal te notas las piernas?

Una parte de Richard deseaba la soledad, pero otra se alegraba mucho de ver a la señorita Molly Donovan, sobre la cual no se había equivocado al pensar que era demasiado inteligente para no saber que sus tendencias sexuales no eran correspondidas.

– ¿Queréis decir por el mar o por los hierros? -preguntó, disfrutando de aquella sensación de subir y bajar.

– El mar no constituye ahora un problema, eso está claro. Me refería a los hierros.

– Tendríais que haberlos llevado treinta y tres meses para comprender qué tal me encuentro sin ellos, señor Donovan.

– ¡Treinta y tres meses! ¿Qué hiciste Richard?

– Me declararon culpable de extorsionar quinientas libras.

– ¿A cuánto te condenaron?

– A siete años.

Donovan frunció el entrecejo.

– Me parece absurdo. En justicia, te habrían tenido que ahorcar. ¿Acaso te indultaron?

– No. La sentencia inicial fue de siete años de deportación.

– El jurado no debía de estar muy seguro.

– Pero el juez sí lo estaba. Se negó a recomendar clemencia.

– Pero no parece que guardes rencor.

Richard se encogió de hombros.

– ¿Por qué iba a guardar rencor? La culpa fue mía y de nadie más.

– ¿Cómo te gastaste las quinientas libras?

– No intenté cobrar el pagaré y, por consiguiente, no gasté nada.

– ¡Ya sabía yo que eras un hombre interesante!

Richard, que no deseaba evocar los recuerdos que aquella conversación le traía a la mente, cambió de tema.

– Decidme cuáles son los distintos barcos, señor Donovan.

– El Scarborough navega al paso con nosotros, el Friendship lleva la delantera…, ¡es un velero muy rápido! Les dará una lección a todos los demás.

– Y eso, ¿por qué? No soy un bristoliano experto en cuestiones navales.

– Porque está en muy buenas condiciones. Las velas que lo gobiernan están ajustadas de tal forma que le permiten resistir tanto en medio de un céfiro como de una galerna. -Donovan extendió un largo brazo para señalar al Supply-. Aquella corbeta está aparejada como si fuera un bergantín, lo cual no le conviene para nada. Puesto que tiene un segundo palo, Harry Ball habría hecho bien en aparejarla como si tuviera una vela cangreja. Es lenta como una babosa en cuanto el mar se alborota, pues se hunde tanto en el agua que no puede hacer suficiente fuerza de vela. El Supply es un velero para vientos ligeros que navega muy a gusto en el Canal, donde ha desarrollado toda su carrera. Harry Ball debe de estar rezando para que haga buen tiempo.

– ¿No es el Lady Penrhyn el que navega detrás de los dos bajeles de la Armada Real?

– No. Es el Prince of Wales, el navío de transporte adicional. A continuación navegan el Golden Grove, el Fishburn y el Borrowdale. Las dos tortugas que vienen detrás son el Lady Penrhyn y el Charlotte. De no ser por ellos, ya estaríamos mucho más lejos, pero las órdenes del comodoro son tajantes. Ningún navío tiene que perder de vista a los demás. Por consiguiente, el Friendship no puede desplegar los juanetes y nosotros no podemos desplegar los sobrejuanetes. ¡Ah, qué agradable resulta estar de nuevo en el mar! -Los brillantes ojos azules vieron aparecer al teniente John Johnstone desde sus dominios del alcázar; Stephen Donovan soltó una carcajada-. Ten la certeza, Richard, que cualquier día de éstos te volveré a ver.

Y allá se fue para reunirse con el comandante de marina, con quien parecía mantener excelentes relaciones.

¿Serán tal para cual?, se preguntó Richard sin abandonar el lugar que ocupaba. Oyó el ruido de sus tripas; en medio de todo aquel aire tan vivificante, necesitaba más comida, pero eso no lo iba a conseguir. Una libra escasa de pan duro y mucho menos de la mitad de tres cuartos de libra de cecina al día, más dos cuartos de agua de Portsmouth. No era suficiente ni con mucho. ¡Con cuánta nostalgia recordaba los días de los botes cantina del Támesis y los buenos almuerzos!

Todos los convictos excepto los enfermos experimentaban una constante sensación de hambre. Aprovechando las veces en que él y los demás ocupantes de los catres de babor de la parte de la popa se encontraban en cubierta, algunos de los holgazanes de estribor que tenían enfrente se habían dedicado a construirse un pie de cabra a partir de un tornillo de hierro del palo mayor, con el cual habían conseguido abrir las escotillas de la bodega que punteaban a intervalos los pasillos. No encontraron ron sino varios sacos de pan. Pero siempre había un soplón en alguna parte. La siguiente vez que lo hicieron, doce marinos aguardaban al acecho bajo la escotilla de popa para pillar in fraganti a los ladronzuelos, mientras éstos se daban un atracón y arrojaban alegremente las pequeñas hogazas más duras que una piedra a las implorantes manos o voces que las esperaban con ansia.

Seis hombres fueron arrastrados a cubierta, donde los aguardaban los tenientes Johnstone y Shairp.

– Veinte azotes y otra vez encadenados -dijo lacónicamente Johnstone.

Hizo una indicación con la cabeza al cabo Sampson, el cual emergió de la caseta de la escotilla de popa con su azote de nueve ramales, el llamado «gato de nueve colas», que no era, tal como dijera en cierta ocasión el señor Thistlethwaite, una criatura de cuatro patas que hacía «miau» sino un instrumento con un grueso mango de cuerda enrollada alrededor de un núcleo central, con nueve delgados cordeles de cáñamo anudados a intervalos y terminados con una bola de algo que tenía el mismo color que el plomo.

El primer impulso de Richard fue regresar a toda prisa a la prisión, pero inmediatamente se dio cuenta de que todos los convictos estaban siendo arrastrados a cubierta para ser testigos de la azotaina.

Los seis hombres fueron desnudados de cintura para arriba -veinte azotes no se consideraban suficientes para dejar también al aire las posaderas- y la primera víctima fue atada a la curva techumbre de la caseta de la escotilla de popa. El instrumento, cuyo manejo no exigía un gran esfuerzo, emitió un silbido. Un látigo, un bastón y una porra levantaban ronchas y una cachiporra producía una magulladura impresionante mientras que aquel infame instrumento desgarraba la piel al primer golpe y, en los lugares en que la pequeña bola de plomo, que había en el extremo de cada uno de sus nueve ramales, entraba en contacto con el cuerpo surgía de inmediato una enorme protuberancia de un rojo vivo. El cabo Sampson era un experto en su trabajo; los marinos también recibían azotes, por regla general doce, pero a veces muchos más. Cada golpe se descargaba en un lugar ligeramente distinto, de tal forma que, tras recibir veinte, la espalda del hombre quedaba convertida en una parrilla de sanguinolentas franjas y protuberancias del tamaño del puño de un bebé. A continuación, le arrojaban encima un cubo de agua salada que lo obligaba a emitir unos entrecortados gritos de dolor, y su lugar era inmediatamente ocupado por el siguiente. Mientras el cabo Sampson aplicaba con indiferencia el castigo a los seis hombres sin dar la menor impresión ni de disfrutar con lo que hacía ni de aborrecerlo, a los que ya habían recibido los azotes les colocaron unos grillos y una cadena de la misma longitud que las del Ceres. Nadie los envió bajo cubierta. El teniente Johnstone se limitó a despedir con un gesto de la cabeza al administrador de los azotes y a la docena de pálidos soldados rasos.

Richard notó que se le revolvían las tripas. Saltó de la lancha a la que estaba encaramado, se acercó rápidamente a la barandilla, se inclinó hacia el agua y empezó a experimentar bascas. Pero, como estaba hambriento y apenas tenía nada dentro, se conformó con contemplar el agua situada unos diez pies más abajo. Un agua tan pura, observó mientras enfocaba la mirada, que las transparentes medusas que había por doquier semejaban unos delicados espectros envueltos en finísimos velos de seda, con unas largas colas de relucientes tentáculos abandonados a merced del movimiento del barco y de la corriente.

Algo surgió tan de repente del agua que le hizo experimentar un sobresalto; un largo, lustroso e iridiscente cuerpo pasó velozmente por delante de sus ojos y se elevó por encima de la superficie del agua en un gozoso arco de absoluta libertad y júbilo. ¿Un delfín? ¿Una marsopa? Había otras criaturas retozando, toda una escuela que jugaba a perseguir al sucio y decrépito Alexander.

Las lágrimas asomaron a sus ojos, pero no hizo el menor intento de enjugárselas. Todo formaba parte del todo. La belleza de Dios y la fealdad del ser humano. ¿Qué parte podía ocupar el ser humano en aquel esplendoroso universo?


Los azotes serenaron los ánimos de todo el mundo mientras el Alexander navegaba rumbo a las Canarias, cosa que a él le parecía de perlas; John Power había averiguado por medio de su amigo el señor Bones que un convicto a quien él conocía vagamente, un tal Nicholas Greenwell, había sido indultado la víspera de que la flota se hiciera a la mar en Portsmouth, y había sido sacado del barco a escondidas. El teniente Shairp había tenido en cuenta el malestar causado por el indulto de James Bartlett mientras el Alexander permanecía anclado en aguas de Tilbury.

– Al principio, no me di cuenta de que el condenado hijoputa había desaparecido, después pensé que había muerto -les dijo John Power a Richard y al señor Donovan arriba en la cubierta donde el viento se llevaba sus palabras-. ¡Malnacido! ¡Su puta madre! ¡A mí me habrían tenido que indultar y no a Greenwell!

Power siempre aseguraba que era inocente, que no era él quien estaba con Charles Young (cuyo paradero ignoraba en aquellos momentos) cuando un cuarto de tonelada de madera preciosa perteneciente a la Compañía de las Indias Orientales había sido sustraída y trasladada en un bote al muelle de Londres. El vigilante había reconocido a Young, pero no pudo afirmar con absoluta certeza que Power fuera su cómplice. Como de costumbre, el jurado no se quiso mojar y emitió un veredicto de culpabilidad; mejor ir sobre seguro en caso de que el segundo hombre hubiera sido Power, por más que el vigilante tuviera sus dudas. El juez se mostró de acuerdo y lo condenó a siete años de deportación.

– ¡Me habrían tenido que indultar a mí! -gritó Power, con el moreno rostro contraído en una mueca de dolor-. ¡Greenwell era pura y llanamente un ladrón! ¡Pero yo no tengo amistades influyentes, sólo un padre enfermo de quien no puedo cuidar! ¡Su puta madre, malnacidos, que se vayan todos al infierno!

– Bueno, bueno -dijo Donovan en tono apaciguador, actuando de repente como un irlandés de pura cepa, por mucho que afirmara ser un buen protestante del Ulster-. Ya es demasiado tarde para llorar, Johnny. Recuerda el azote y vuelve inmediatamente a casa en cuanto hayas cumplido tu condena.

– Para entonces mi padre ya habrá muerto.

– Eso no lo puedes asegurar. Ahora haz lo que te dijo el señor Shortland, no sea que caigas de nuevo en el vicio de la pereza.

La furia se calmó, pero no así el dolor. John Power miró al espigado cuarto oficial con los ojos llenos de lágrimas antes de retirarse.

– Es curioso -dijo Richard con aire pensativo, tras haber llegado a la conclusión de que ya era hora de hablar claro- que este mozo no os guste. ¿Por qué un viejo reseco como yo?

El rostro excesivamente bello lo miró boquiabierto de asombro, pero los ojos danzaron.

– Si tú me gustas, Richard, se trata de una pasión no correspondida. Hasta un gato puede admirar a un rey.

– Irlandés de mierda.

– Trotón de las ciénagas.

– Saltador de los lodazales.

– ¿Qué es un «saltador de los lodazales»?

– Un prodigioso pez fuera del agua sobre el cual leí algo una vez. Puede que lo describiera sir Joseph Banks, no lo recuerdo. Pega brincos entre el lodo.


Se habían producido más muertes. Ahora sólo quedaban ciento ochenta y ocho convictos a bordo del Alexander. Justo en el momento en que Thomas Gearing de Oxford agonizaba, la mole de Tenerife surgió entre la bruma y la llovizna tan de repente y con tal suavidad que los reclusos de la prisión, obligados a permanecer bajo cubierta, apenas se percataron de que su barco había tocado puerto.

Tras haberse pasado tres semanas sin apenas nada que hacer excepto dar de comer a los convictos y pensar en las injurias sufridas, ahora los marinos se enfrentaban con un servicio muy duro. Su tarea más pesada en la mar consistía en hervir los trozos de cecina que el sargento Knight habría tenido que pesar en la báscula que el teniente Shortland, el agente naval, había examinado personalmente. Pero, como el agente naval no estaba presente cuando se cumplía aquel ritual, el sargento Knight se limitaba a cortar la cecina o la carne salada de cerdo en trozos de media libra para los convictos y de una libra y media para los marinos. A los convictos también se les tenía que dar guisantes o gachas de avena, pero el sargento Knight reservaba tales festines al domingo, tras el rezo de las oraciones. Ya estaba hasta la coronilla de servir de niñera para todos aquellos delincuentes mucho antes de que el Alexander se hiciera a la mar… Conque báscula, ¿eh?, ¡venga ya! Aunque el teniente de navío Shairp bajara para echar un vistazo, Knight no hacía el menor intento de pesar o de ser imparcial con las raciones, y Shairp no decía ni pío. ¡Más le valía no decir nada!

Por encima y más allá de las naturales diferencias en un grupo de casi cuarenta hombres obligados a permanecer juntos, los marinos se sentían muy desgraciados. El hecho de que los hubieran trasladado más arriba, al entrepuente, los habría tenido que animar un poco, pero no fue así. Cierto que resultaba mucho más agradable aquel espacio de extraña forma cuyo techo era más ancho que el suelo. Pero la caña del timón penetraba a través del techo y gruñía, chirriaba y sonaba a hueco y a veces le propinaba un golpe tremendo a un cuerpo que se balanceaba en su cómoda hamaca de lona cuando el timonel hacía girar con fuerza el timón justo en un momento en que el mar iba en la dirección que no debía. El aire y la luz penetraban a través de varias portillas, el hedor no era insoportable y la tripulación había tenido el detalle de dejar el entrepuente relativamente limpio.

Pero sus carencias superaban con mucho todas aquellas ventajas: no les proporcionaban su media pinta diaria de ron. El capitán Duncan Sinclair, en cuyas inmediaciones se encontraba la bebida, había decidido aguar el ron hasta convertirlo en algo que recibía el nombre de «grog». Se habían producido grandes protestas a este respecto antes de que el Alexander abandonara Portsmouth, por lo que, durante varios días, el ron les fue servido tal como tenía que ser, es decir, puro. Ahora habían vuelto al aguado grog y llevaban en la misma situación desde las islas Scilly. No conseguían dormir sin soñar a pesar de la caña del timón, y sus pensamientos no eran demasiado benévolos. A bordo de un barco el ron era el principio y el fin de todos los placeres terrenales tanto para un infante de marina como para un marinero, y ahora ambos grupos estaban sometidos a un régimen de grog. El odio que les inspiraba Sinclair tanto a la tripulación como a los marinos era tan inmenso como profundo. Pero a Sinclair le daba igual, pues disfrutaba de toda suerte de comodidades en una chupeta que había convertido en una auténtica fortaleza. Bien entrada la travesía, tenía intención de empezar a vender el ron que en aquellos momentos guardaba. Si los hijoputas querían media pinta de ron puro, que la pagaran. Él tenía que pagarse la chupeta, pues sabía muy bien que el Almirantazgo no lo haría.

Ahora, tras haber arribado a Santa Cruz, tendrían la posibilidad de bajar a tierra y tragarse todo el ron que su cuerpo pudiera aguantar… ¡pero el comandante Ross hizo saber que los marinos no disfrutarían de muchos permisos para bajar a tierra! El teniente Johnstone les comunicó con su lánguida voz que, durante el día, se tendría que montar guardia permanentemente, pues el gobernador Phillip no quería que los convictos permanecieran confinados en todo momento bajo cubierta. Por si fuera poco, anunció Johnstone, el gobernador Phillip y su edecán el teniente King tenían previsto subir a bordo en algún momento de la permanencia del barco en Tenerife. Por consiguiente, ¡ay del marino que no llevara el asfixiante alzacuello de cuero negro bien ajustado o cuyas polainas de cuero negro y caña alta no estuvieran debidamente abrochadas! El barco llevaba a bordo a un considerable número de criminales desesperados, dijo el teniente Johnstone haciendo un cansado gesto con la mano, y Tenerife no estaba lo bastante lejos de Inglaterra para que ellos pudieran sentirse tranquilos. El sargento Knight, que tendría que enfrentarse con un consejo de guerra por sus protestas a propósito del grog, no estaba muy contento que digamos. Y tampoco lo estaban sus subalternos.

Para agravar la situación del Alexander, el barco no había heredado uno de los oficiales de mayor antigüedad. Ahora que estaban dulcemente aposentados en sus camarotes del alcázar, los tenientes de navio Johnstone y Shairp no dependían para nada de sus subordinados para disfrutar de toda suerte de comodidades. Tenían criados (los sirvientes de los oficiales eran siempre muy rastreros), una cocina para ellos solos, la posibilidad de tener a bordo su propio ganado para complementar su mesa y el uso de un bote del barco en caso de que les apeteciera visitar a algún amigo de alguno de los restantes buques de transporte en el transcurso de la navegación. Lo que los soldados rasos, los tambores, los cabos y el solitario sargento no habían tenido en cuenta era el carácter despiadado de su tarea, nada menos que dar de comer y vigilar a casi doscientos delincuentes. Estaban seguros de que, cuando llegaran a puerto, los delincuentes permanecerían encerrados. ¡Ahora habían descubierto que aquel lunático gobernador estaba empeñado en que los delincuentes disfrutaran de libertad en cubierta incluso estando en puerto!

Como es natural, el ron subió a bordo en cuanto la tripulación pudo disfrutar de libertad y los marinos crearon un fondo para asegurarse de que, tanto si permanecían a bordo del barco como si no, podrían humedecerse las resecas gargantas con algo más fuerte que el maldito grog de Sinclair. La suerte estuvo de su parte cuando, a última hora de la tarde del 4 de junio, el Alexander fue el primer barco que el gobernador Phillip y su grupo decidieron inspeccionar. El capitán Sinclair salió contoneándose de su chupeta para conversar cortésmente con el gobernador, mientras los convictos permanecían alineados en cubierta bajo la mirada de los marinos que estaban de guardia con los ojos inyectados en sangre y un aliento que apestaba a demonios, pero con los alzacuellos de cuero y las polainas en impecable estado.

– Es una tragedia -dijo Phillip durante su recorrido por la prisión- que no podamos ofrecer a estos hombres un alojamiento más apropiado. Veo que hay doce demasiado enfermos para formar y dudo que haya espacio para que más de cuarenta hombres a la vez puedan hacer un poco de ejercicio en los pasillos. Por esta razón se les tiene que ofrecer la posibilidad de disfrutar de la cubierta el mayor tiempo posible. Si tropezáis con alguna dificultad -les dijo al comandante Robert Ross y a los dos tenientes de navío del Alexander-, mantened doblemente aherrojados a los culpables durante unos cuantos días y ved cómo se portan.

En formación junto con los demás convictos que ocupaban todos los espacios disponibles de la cubierta, Richard se vio de pronto cara a cara con un hombre que habría podido ser el hermano gemelo del senhor Tomas Habitas. El gobernador Phillip tenía una larga, aguileña y ganchuda nariz, una línea de expresión vertical a cada lado de dicha nariz, una boca carnosa y sensual y una redonda cabeza semicalva; y llevaba el cabello enrollado por encima de las orejas y recogido en una coleta en la nuca. Richard recordó que Jem Thistlethwaite le había dicho que el padre del gobernador, Jacob Phillip, el maestro de idiomas de Francfort, había huido de la persecución luterana contra los judíos. Su madre era una dama de respetable estirpe inglesa cuyo pariente lord Pembroke no había considerado oportuno prestar ayuda económica o educativa a aquel joven tan prometedor y tampoco había querido dar un empujón a Arthur Phillip en la carrera naval. Todo lo había conseguido él solito con su propio esfuerzo, incluido un largo período de servicio en la armada portuguesa…, otro vínculo con el senhor Habitas. Mientras permanecía inmóvil sabiendo que jamás volvería a estar tan cerca de su excelencia el gobernador de Nueva Gales del Sur como en aquel momento, Richard se sintió extrañamente reconfortado.

El edecán y protegido de Phillip, el teniente Philip Gidley King, tenía sólo veintitantos años y era un inglés con mucha sangre celta en las venas, a juzgar por su constante y entusiasta manera de hablar. La parte inglesa se le notaba en la meticulosidad con que exponía hechos, cifras y datos estadísticos mientras el grupo recorría la cubierta. Estaba claro que el comandante Ross lo despreciaba y lo tenía por un simple charlatán con pico de oro.

Así pues, los convictos tuvieron que esperar al martes para poder echar un vistazo a Santa Cruz y las restantes partes de Tenerife que se podían contemplar desde el lugar donde el barco se encontraba amarrado. Al mediodía les habían dado de comer carne de cabra, calabaza hervida, un pan muy extraño pero comestible y unas grandes, ásperas y jugosas cebollas. Las hortalizas no fueron del gusto de muchos, pero Richard se comió su cebolla como si fuera una manzana, masticándola y dejando que el jugo le resbalara por la barbilla y se juntara con las abundantes lágrimas que sus vapores le estaban provocando.

La ciudad era pequeña, carecía de árboles y parecía muy aburrida, y la tierra que la rodeaba era escarpada, seca e inhóspita. La montaña que tantos deseos sentía Richard de ver tras haber leído tantísimas cosas acerca de ella, sólo era visible por encima de una nube gris que parecía cernerse exclusivamente por encima de la isla; el cielo sobre el mar era de un intenso color azul. Tenerife estaba cubierta por una especie de tapadera semejante al sombrero de un asno que había visto en proximidad del malecón de piedra y cuya imagen fue la primera visión auténticamente nueva que se le ofrecía de un mundo por completo distinto del inglés. Los botes cantina o no existían o se habían alejado de allí a causa de las lanchas que patrullaban por la zona en que estaban amarrados todos los buques de transporte. El Alexander se encontraba entre dos cables de ancla tensados desde el fondo del mar mediante unos barriles flotantes, pues, tal como le explicó uno de los marineros que estaban más serenos, el fondo de las aguas del puerto estaba lleno de afilados trozos de hierro que los españoles utilizaban como lastre y arrojaban al agua cuando sus buques recibían las correspondientes cargas. Si los cables no se mantenían en tensión, el hierro los deshilachaba.

Habían elegido una buena época del año para arribar a puerto, le dijo otro marinero que había estado varias veces allí; el aire era cálido, pero no excesivamente caluroso ni húmedo. Octubre era el mes más insoportable, pero, de julio a noviembre, soplaban desde África unos horribles vientos mezclados con una punzante arena y tan ardientes como un horno. Sin embargo, ¡África se encontraba a varios centenares de millas de distancia! Un lugar que él siempre había considerado cubierto de selvas. Aunque no a aquella latitud, claro, tan cerca del lugar donde Atlante sostenía el mundo sobre sus anchas espaldas. Sí, recordaba que los desiertos de Libia llegaban hasta la costa occidental de África.

El miércoles Stephen Donovan bajó a la prisión para hablar con él poco después del amanecer.

– Os necesito a ti y a tus hombres, Morgan -dijo secamente, haciendo una mueca de desagrado-. Diez hombres serán suficiente… y será mejor que os deis prisa.

Ike Rogers se iba encontrando cada vez mejor a medida que pasaban los días de permanencia en el puerto; la víspera se había comido la cebolla con tanto deleite que acabó comiendo varias más. La calabaza también le había gustado, pero, en cambio, no le apetecía comer ni carne ni pan. Su enflaquecimiento era cada vez más preocupante: su tosco y mofletudo rostro se había quedado en los huesos y sus muñecas eran tan delgadas que estaban llenas de protuberancias. Cuando Joey Long se negó a acompañarle, Richard Morgan decidió llevarse a Peter Morris, del catre de Tommy Crowder.

– ¿Y por qué no yo? -preguntó Crowder en tono irritado.

– Pues porque el cuarto oficial no ha bajado a la prisión en busca de hombres que se encarguen de despacharle el papeleo, Tommy. Quiere mano de obra.

– En tal caso, llévate a Petey con mi bendición -dijo Crowder, lanzando un suspiro de alivio.

Estaba celebrando unas negociaciones con el sargento Knight, gracias a las cuales quizá consiguiera adquirir un poco de ron, aunque a un precio muy superior al normal.

Al subir a cubierta, los diez convictos encontraron al señor Donovan paseando arriba y abajo con semblante enfurecido.

– Por la borda y a la lancha -ordenó éste-. Apenas dispongo de hombres sobrios que puedan izar a cubierta los toneles de agua vacíos, pero no tengo ninguno capaz de llevarlos al muelle y volver a llenarlos. Ésta va a ser vuestra tarea. Trabajaréis a las órdenes del tripulante Dicky Floan y os encargaréis de este trabajo porque no hay suficientes marinos sobrios que os puedan vigilar. ¿Cuántos de vosotros saben remar?

Todos los cuatro de Bristol sabían; por lo tanto, serían cuatro; al señor Donovan, que era abstemio, se le ensombreció el rostro.

– En tal caso, os tendrán que remolcar a la ida y a la vuelta…, aunque la verdad es que no sé de dónde voy a sacar una gabarra que lo haga. -Vio al segundo oficial, hijo del agente naval, y se acercó a él-. Señor Shortland, necesito una gabarra que me pueda remolcar la lancha de los toneles de agua. ¿Se os ocurre alguna idea?

Tras reflexionar un instante, el señor Shortland decidió echar mano del nepotismo y le envió una señal al Fishburn, donde su padre estaba cómodamente instalado. El Fishburn contestó con tal presteza que, antes de media hora, la lancha del Alexander, cargada con los toneles de agua vacíos colocados en posición vertical, fue remolcada hacia el muelle.

Para ser un lugar tan árido y desolado, Tenerife tenía un agua excelente que procedía de una ciudad del interior llamada La Laguna, y se enviaba a través de las habituales cañerías de madera de olmo (importadas de España, suponía Richard) y manaba de toda una serie de caños repartidos a lo largo de un corto muelle de piedra. A no ser que un barco estuviera llenando sus toneles, el agua se malgastaba e iba a parar al salado puerto. Desde que zarpara de Portsmouth, el Alexander había gastado cuatro mil galones, lo cual significaba que había que llenar veintiséis toneles de ciento sesenta galones de capacidad cada uno. Como quiera que el llenado de cada tonel requería dos horas y media, habían inventado un ingenioso sistema que permitía llenar seis toneles a la vez. Si los españoles hubieran instalado un muelle de madera sobre unos pilares, un bote que contuviera toneles habría podido efectuar una maniobra y situarse debajo para llenar los toneles sin necesidad de que nadie manejara ni el bote ni los toneles. Pero resultó que la lancha había sido cargada con seis toneles en cada lado y hubo que darle constantemente la vuelta para llenar hasta la mitad de su capacidad los toneles de un lado y después los del otro. De lo contrario, el peso (un tonel lleno pesaba una tonelada) habría hecho zozobrar la embarcación. De ahí que fuera necesaria la participación de diez hombres que empujaran, tiraran y remaran, pues Donovan les había dicho que tenían que terminar de llenar los toneles aquel mismo día. El siguiente estaba reservado al Scarborough.

La segunda lancha del Alexander fue conducida al muelle por otra tripulación, y contenía catorce toneles. Los hombres confiaban en poder disfrutar de un poco de tiempo en tierra, pero inmediatamente recibieron la orden de regresar al barco con la primera lancha, una orden que no habrían obedecido de no haber procedido del señor Samuel Rotton, uno de los oficiales del Sirius que se encargaba de supervisar las tareas de llenado de los toneles. Era un sujeto enfermizo que desarrollaba su labor bajo la protección de una sombrilla de seda verde que le había prestado la encantadora señora Deborah Brooks, esposa del contramaestre del Sirius e íntima amiga del gobernador.

– ¿De veras? -le preguntó Richard a Dicky Floan, que estaba enterado de todos los chismes.

– Pues sí. Allí hay tomate, Morgan. Todo el Sirius lo sabe, incluido el propio Brooks. Es un antiguo camarada de Phillip.

Cayó la oscuridad mucho antes de que se terminara de llenar el último tonel cuando los diez convictos ya estaban temblando a causa del agotamiento. No habían comido y, por una vez, Richard tuvo que apartar a un lado sus escrúpulos: resultaba imposible trabajar bajo el sol, a pesar de que el cielo había estado nublado casi todo el tiempo, sin beber, y teniendo sólo para beber el agua procedente de las cañerías del manantial de La Laguna. La bebieron.

Mientras regresaban al Alexander bien pasadas las ocho, los exhaustos convictos tumbados de cualquier manera sobre los toneles observaron que el puerto se llenaba de minúsculas embarcaciones provistas de centelleantes luces, dedicadas a la pesca de algo que, al parecer, no se podía pescar de día. La dorada iluminación de unas lámparas semejantes a las del país de las hadas se movía al ritmo del oleaje y caía de vez en cuando sobre el contenido de las relucientes redes.

– Lo habéis hecho extremadamente bien -dijo el cuarto oficial cuando el último hombre, que era Richard, hubo trepado torpemente por la escala de mano-. Venid conmigo -añadió, encaminándose hacia el comedor de la tripulación en el castillo de proa-. ¡Entrad, entrad! Sé que ninguno de nosotros ha comido y no hay ni un solo marino lo bastante sobrio para herviros algo en su condenada cocina sin prender fuego al barco. Los tripulantes no están en mejores condiciones, pero el cocinero señor Kelly ha tenido la amabilidad de dejaros comida antes de retirarse a su hamaca, acunando una botella.

Llevaban sin disfrutar de un festín desde que abandonaran el Ceres y los almuerzos de los botes cantina seis meses atrás: cordero frío asado y no simplemente hervido, calabaza y cebollas estofadas con hierbas y panecillos recién hechos untados con mantequilla, todo ello regado con cerveza suave.

– No puedo creer que eso sea mantequilla -dijo Jimmy Price con la barbilla reluciente.

– Nosotros tampoco -dijo secamente Donovan-. Por lo visto, la mantequilla destinada a los oficiales se guardó en unos barrilitos equivocados. Los productos perecederos se suelen guardar en recipientes de doble capa, pero, como de costumbre, los contratistas redujeron gastos y utilizaron recipientes normales. Por consiguiente, la mantequilla se ha repartido entre toda la flota para que se consuma antes de que se estropee. Después los toneleros se tendrán que poner a trabajar para hacer barrilitos adecuados para la mantequilla, aunque éstos no se podrán llenar hasta que lleguemos al cabo de Buena Esperanza. No hay vacas lecheras a este lado del mismo.

Con la tripa llena, los hombres regresaron a sus catres y durmieron como lirones hasta que las campanas de la iglesia los despertaron al mediodía con el toque del ángelus. Poco después volvieron a comer a base de carne de cabra, pan de maíz recién hecho y cebollas crudas.

Richard le ofreció a Ike el panecillo untado con mantequilla que había birlado la víspera y había ocultado en el interior de su camisa.

– Procura comértelo, Ike. La mantequilla te sentará bien.

E Ike se lo comió. Al cabo de tres días y cuatro noches en puerto, su aspecto empezó a mejorar.

– ¡Venid a ver! -gritó emocionado Job Hollister, asomándose al interior de la escotilla.

– ¿A que es una maravilla? -preguntó cuando Richard apareció en cubierta-. Jamás he visto un barco la mitad de grande que él en Bristol, ni siquiera en Kingsroad.

Era un bajel de ochocientas toneladas de la Compañía de las Indias Orientales Holandesas, en comparación con el cual el Sirius parecía una miniatura, a pesar de que el otro se hundía un poco más en el agua; de vuelta a casa, pensó Richard, cargado de especias, granos de pimienta y madera de teca que con tanta abundancia producían las Indias Orientales Holandesas; y probablemente, con un cofre de zafiros, rubíes y perlas en la caja fuerte de su capitán.

– Regresa a Holanda -dijo John Power, deteniéndose-. Apuesto a que ha perdido un buen número de tripulantes. Por lo menos, es lo que les suele ocurrir a los barcos de nuestra Compañía de las Indias Orientales.

El señor Bones lo llamó por señas y Power se retiró precipitadamente.

En la certeza de que la inspección oficial no se volvería a repetir, los marinos bebían sin temor, ahora que el improvisado consejo de guerra contra el sargento Knight se había saldado con un simple rapapolvo disciplinario; algunos soldados rasos como Elias Bishop y Joseph McCaldren, que también habían sido parcialmente responsables de la «rebelión del grog» a bordo del Alexander, esperaban un castigo de cien azotes y se alegraban enormemente de que la simpatía del oficial de marina se hubiera decantado más por ellos que por el capitán Duncan Sinclair. Los dos tenientes de navío apenas habían permanecido a bordo, pues estaban ocupados cenando con sus amigos en barcos mejores, regateando el precio de las cabras o las gallinas en el mercado de Santa Cruz o bien viajando tierra adentro para admirar las bellezas de una fértil meseta en la ladera de la montaña.

Algunos convictos se las habían agenciado para conseguir también un poco de ron, y el Scarborough estaba vendiendo ginebra holandesa que había recogido flotando en las aguas de las islas Scilly y que, para los paladares ingleses, era demasiado áspera y amarga. La ginebra inglesa era tan dulce como el ron, lo cual era el principal motivo de que tantos hombres (y también mujeres) tuvieran los dientes estropeados. Tommy Crowden, Aaron Davis y los demás ocupantes del catre de abajo estaban roncando por efecto del ron que habían comprado al sargento Knight; de hecho, los ronquidos que emanaban de la prisión del Alexander eran más fuertes que nunca desde que los hombres embarcaran en el barco. El viernes, sólo subieron a cubierta los que, como Richard, preferían guardarse el dinero para cosas más importantes, y el viernes por la noche se empezó a oír el retumbo de las cuadernas del buque.

Cuando ya habían transcurrido cinco horas de la mañana del sábado, el altivo y arrogante primer oficial William Aston Long se presentó para averiguar el paradero de John Power.

Los rostros lo miraron con absoluta inocencia; el señor Long se fue con expresión visiblemente contrariada.

Varios soldados rasos, atontados por la bebida, empezaron a gritarles que más les valía subir inmediatamente a cubierta y espabilar. Los perplejos convictos se levantaron de sus catres o bien de los lugares que ocupaban alrededor de la mesa; estaban esperando que les dieran de comer de un momento a otro.

El capitán Duncan Sinclair salió de su chupeta con la cara contraída en una mueca de desagrado.

– Mi padre tenía una cerdita justo con la misma cara que el capitán Sinclair -dijo Bill Whiting, lo bastante alto para que lo oyeran los treinta y tantos hombres que lo rodeaban-. No sé por qué los cazadores hablan tanto de los jabalíes. En mi vida he visto un jabalí o un toro que estuviera a la altura de la muy taimada. Era la reina del patio, de los establos, de los gallineros, del estanque, de los restantes animales y de todos nosotros. ¡Era más mala que el demonio! El mismísimo Satanás habría huido de ella y Dios no quería ni verla. Te embestía por un quítame allá estas pajas y se comía los cerditos simplemente para fastidiarnos. El macho se moría de miedo cada vez que tenía que cubrirla. Se llamaba Esmeralda.

A partir de aquel día, toda la dotación del Alexander empezó a llamar Esmeralda al capitán Duncan Sinclair.

Malhumorados y agobiados por fuertes dolores de cabeza, los marinos que no estaban en tierra recibieron la orden de poner patas arriba toda la prisión y, al ver que Power no aparecía, se vieron obligados a registrar minuciosamente todas las restantes partes del barco. Se registraron incluso las velas replegadas alrededor de las vergas en busca de John Power, que había desaparecido. Y, cuando a alguien se le ocurrió mirar, descubrieron que el esquife del Alexander también.

Aquella tarde subió a bordo el comandante Ross. Para entonces, los desventurados marinos ya habían conseguido dar la impresión de estar medio serenos. Los tenientes de navío Johnstone y Shairp recibieron la orden de regresar de inmediato del Lady Penrhyn, donde ya habían adquirido la costumbre de cenar con el capitán de la Armada John Campbell y sus dos tenientes de navío. Como consecuencia de la «rebelión del grog», Ross no estaba dispuesto a tener más problemas con el más díscolo de los once bajeles que integraban la flota. Los convictos se seguían muriendo, los marinos eran el peor hato de rebeldes que el comandante se hubiera echado a la cara y Duncan Sinclair era el hijo de la mayor puta de Glasgow.

– Encontrad a este hombre, Sinclair -le dijo el comandante-, de lo contrario, vuestra bolsa se verá aligerada de cuarenta libras. He informado del asunto al gobernador, el cual está sumamente irritado. ¡Encontradlo como sea!

Así lo hicieron, aunque no antes del amanecer del domingo, cuando la flota ya se disponía a zarpar. Las averiguaciones que se hicieron a bordo del bajel de la Compañía de las Indias Holandesas permitieron descubrir que Power se había presentado en solitario en el esquife del Alexander y había pedido trabajo como marinero en la travesía de vuelta a Holanda. Al ver que vestía las mismas prendas que el capitán holandés había visto en los numerosos convictos ingleses a bordo de los buques ingleses, éste había rechazado cortésmente su petición y le había dicho que se fuera. No sin que antes alguien, compadeciéndose de su profundo dolor, le ofreciera una jarra de ginebra. Lo que primero encontraron los equipos de búsqueda del Alexander y el Supply fue precisamente el esquife, amarrado a una roca de una desierta ensenada; Power, profundamente dormido a causa de su pena y de la ginebra holandesa, estaba acurrucado detrás de un montículo de rocas y se entregó sin ofrecer resistencia. Sinclair y Long querían condenarlo a doscientos azotes, pero el gobernador mandó decir que lo aherrojaran con dobles cadenas y lo inmovilizaran en la cubierta. La inmovilización debería durar veinticuatro horas y los hierros permanecerían en su sitio hasta que el gobernador dispusiera otra cosa.

El Alexander se hizo a la mar. Chips, el carpintero de ribera del barco, inmovilizó a John Power boca abajo en la cubierta atornillándole las esposas y los hierros. Nadie debería acercase a él so pena de ser castigado con el azote, pero, en cuanto las tinieblas de la noche envolvieron el barco, el señor Bones se acercó sigilosamente a él para ofrecerle agua que él lamió como un perro.

El tiempo era bueno y soleado y soplaba una suave brisa cuando la flota dejó atrás la nublada mañana de Tenerife. Esta vez se pasaron tres días enteros sin perder de vista la isla, una visión que, a última hora de la tarde, se convirtió en un espectáculo inolvidable. El pico del Teide se levantaba hasta una altura de doce mil pies por encima del nivel del océano, con su escarpada cumbre cubierta de nieve de un blanco purísimo y rodeada por un círculo de nubes grises. A la puesta del sol, la nieve adquirió un tono rosado, las nubes se tiñeron de rojo carmesí y de algo que, bajo el rojizo resplandor, semejaba lava fundida y se deslizaba por un costado directamente hasta el mar. Era una especie de torrente de roca cuya singularidad jamás había sido borrada por el sol, el viento o las ráfagas de arena procedentes de los lejanos desiertos de África. ¡Una belleza sublime!

Por la mañana aún estaba allí pero algo más lejos y, al tercer día, cuando el viento se enfrió y el mar se embraveció, fue como si la mano que había trazado con pulso firme el horizonte hubiera experimentado una repentina sacudida, dando lugar a la aparición de un minúsculo colmillo. Tenerife se encontraba a cien millas de distancia cuando el horizonte volvió a su perfección inicial.


El 15 de junio cruzaron el trópico de Cáncer, un acontecimiento que se celebró con una vistosa ceremonia. Todos los que jamás habían estado al sur de aquella imaginaria línea fueron obligados a presentarse a juicio en presencia nada menos que del mismísimo padre Neptuno. La cubierta estaba engalanada con caparazones de molusco, redes, algas y una enorme bañera de cobre llena de agua de mar. Dos marineros tocaron unas caracolas mientras un personaje de temible aspecto era conducido desde el alcázar sentado en un trono hecho con un tonel. Costaba reconocer en él a Stephen Donovan. Su cabeza estaba coronada con algas y un mellado cerco de latón, su barba era un amasijo de algas, su rostro, su pecho y sus brazos estaban teñidos de azul Y, de cintura para abajo, iba envuelto en la cola de un pez espada pescado la víspera, cuya carne y cuyas entrañas le cubrían las piernas. Sostenía en una mano un tridente que, en realidad, era un instrumento de hierro con tres dientes de púas que los marineros utilizaban para arponear los peces de gran tamaño. Cada hombre, conducido por dos marineros pintados de azul y cubiertos de algas, fue empujado hacia delante. Una vez allí, se le preguntó si había cruzado la línea y, si contestaba que no, era arrojado a la bañera de cobre llena de agua de mar. Tras lo cual, el padre Neptuno lo embadurnaba un poco con pintura azul y lo soltaba. Lo mejor para los espectadores fue contemplar como remojaban a los tenientes de navío Johnstone y Shairp, a pesar de que ambos conocían la ceremonia a la perfección y se habían enfundado en unos blusones para la ocasión.

Después se repartió -y se siguió repartiendo- ron entre toda la tripulación e incluso entre los convictos; alguien sacó una flauta metálica y los marineros se pusieron a danzar de una manera muy rara, brincando arriba y abajo con los brazos cruzados, describiendo círculos y apoyando alternativamente el peso del cuerpo en un pie y en el otro. Después pasaron al rítmico canto de las salomas, tras lo cual pidieron a los convictos, a quienes la tripulación oía cantar a menudo, que entonaran un par de canciones. Richard y Taffy cantaron una trova de Thomas Tallis, pasaron al tradicional Mangas verdes y, finalmente, invitaron a los demás a entonar baladas de taberna y cancioncillas populares. Todo el mundo recibió un cuenco lleno a rebosar de sopa de pez espada preparada por el señor Kelly y tan exquisita que hasta el pan duro remojado en ella sabía a gloria. Al anochecer, se encendieron unas lámparas y los cantos se prolongaron hasta bien pasadas las diez de la noche, en cuyo momento el capitán Sinclair ordenó por medio de Trimmings, su mayordomo, que toda la tripulación excepto los hombres que estuvieran de guardia se fuera de una puñetera vez a la cama.


Siguieron la ruta nororiental que los llevó al sur y el oeste a una considerable velocidad. Ningún barco de vela con aparejo de cruz habría podido permanecer detenido con el viento soplando directamente detrás de las velas; el viento tenía que soplar contra el borde de ataque de la vela, es decir, más hacia el costado o el bao. El mejor viento era el que soplaba desde popa del bao, aproximadamente entre la popa y la parte central del barco. Puesto que la tendencia natural de los vientos y las corrientes empujaba los barcos hacia Brasil y los alejaba de África cuando éstos navegaban por el Atlántico rumbo al sur, todo el mundo sabía que más tarde o más temprano tendrían que arribar a Río de Janeiro. Pero la inquietante pregunta era, ¿cuándo? A pesar de que todos los toneles de agua estaban llenos cuando zarparon de Tenerife, el gobernador Phillips consideró oportuno volver a llenar los toneles en las islas de Cabo Verde pertenecientes a Portugal y situadas casi directamente al oeste de Dakar.

El día 18 de junio, en medio del viento y la bruma, empezaron a avistar las islas de Cabo Verde: Sal, Bonavista y Mayo. El Alexander navegaba a una velocidad de ciento sesenta y cinco millas náuticas al día, equivalentes a ciento noventa y cinco millas terrestres. Si bien el número de millas cubiertas no equivalía al de las millas efectivamente navegadas, sino tan sólo al de las navegadas en el rumbo correspondiente. Algunos días un barco cubría un número de millas inferior por haberse pasado mucho rato navegando hacia atrás cuando al mediodía se establecía la latitud y la longitud. Los días marítimos se contaban de mediodía a mediodía, cuando se establecía la latitud calculando la posición del sol con un sextante; la longitud exacta se calculaba por medio de los cronómetros, de los cuales la flota sólo tenía uno a bordo del buque insignia Sirius. En cuanto se establecía la longitud en el Sirius, éste la indicaba a los otros diez barcos mediante las correspondientes banderas de señales.

La gigantesca y montañosa mole del Santiago apareció la mañana del 19 de junio. Todo fue bien hasta que los barcos de la flota que navegaban en estrecha formación rodearon el cabo sudoriental para llegar a puerto en Praya. De repente, se quedaron encalmados y sin el menor soplo de viento, excepto lo que los marinos llamaban «patas de gato», unas ligeras ventolinas que soplaban desde todas las direcciones del compás. Para agravar la situación, se desató una fuerte marejada que rompía contra los arrecifes en dirección a la orilla. Tras varios fallidos intentos, al ver el Scarborough y el Alexander a media milla del oleaje, el gobernador ordenó que la flota regresara a mar abierto. No podrían cargar más agua.

A continuación, el Alexander sufrió un nuevo contratiempo. Los tenientes de navío Johnstone y Shairp se llevaban unos negocios entre manos con el Lady Penrhyn, el cual era siempre uno de los dos rezagados. Los grupos de oficiales de marina de ambos barcos eran propietarios de ovejas, cerdos, gallinas y patos, y no sólo cocinaban ellos mismos su comida, sino que ellos mismos se mataban también los animales. El capitán, los oficiales y la tripulación tenían su propio ganado a bordo y era tal la importancia que se atribuía a los alimentos frescos que la tripulación no compartía el pescado que pescaba con los marinos y éstos no compartían el suyo con ellos. Siempre había varios expertos pescadores entre la tripulación, pero los marinos también disponían de sedales, anzuelos, corchos y plomos para poder pescar. Si algún convicto sabía pescar, solicitaban sus servicios a cambio de una buena ración de sopa de pescado en el menú de aquel día o del siguiente.

Los oficiales de marina consumían habitualmente aves de corral, Pero, en aquellas latitudes tropicales, la carne de un cordero o de un cerdo enteros se estropeaba antes de que se pudiera comer. A un convicto hambriento como Richard Morgan le habría parecido lógico que los oficiales de marina llegaran a un acuerdo con el capitán y la tripulación del barco para poder compartir la carne. Pero no era así. Lo que pertenecía a los oficiales de marina sólo lo podían consumir los oficiales de marina. Por consiguiente, cuando Johnstone o Shairp mataban un cerdo o una oveja (las cabras se conservaban para la leche), colgaban un mantel en la proa del Alexander; al verlo, el capitán Campbell y sus dos tenientes de navío, enviaban un bote para recoger su mitad correspondiente de la carne. De igual manera, cuando el Lady Penrhyn colgaba un mantel en su proa, los tenientes de navío del Alexander se trasladaban en bote al Lady Penrhyn para recoger su mitad correspondiente.

Para gran alegría de Johnston y Shairp, el 21 de julio el Lady Penrhyn colgó una sábana. Ambos marinos requisaron de inmediato una lancha y fueron a recoger su parte del festín. El gobernador Phillip, el capitán Hunter, el comandante Ross, el juez abogado David Collins y otros altos personajes del Sirius contemplaron con asombro cómo los oficiales de marina del Alexander se lanzaban alegremente al agua en medio de una fuerte marejada procedente del noroeste. La lancha, impulsada hábilmente por los remos de doce soldados rasos, hizo el viaje de ida y vuelta al Alexander sin el menor contratiempo. Mientras la carne se almacenaba en su correspondiente lugar de la cubierta, a Johnstone y Shairp se les hizo la boca agua de sólo pensar en el suculento lomo de cerdo y las cebollas de Tenerife braseadas con leche de cabra.

El capitán Sinclair los mandó llamar.

– El Sirius -les dijo sin la menor inflexión en la voz- está lleno de banderas. Os sugiero que os acerquéis a popa para ver qué dicen.

Ambos tenientes subieron los peldaños de popa, donde Sinclair tenía su gallinero, un corral de cabras y ovejas y seis rollizos cerdos en una pocilga sin el menor asomo de barro y bien protegida del sol, en la cual un recipiente de agua salada permitía que los animales sumergieran las patas para bajar su temperatura corporal.

– Ningún bote puede abandonar el Alexander sin autorización expresa del gobernador -decían las banderas.

Semejante brevedad no podía suscitar la menor emoción, pero el comandante Ross rectificó aquella omisión más tarde cuando él y una lancha del Sirius visitaron el Alexander.

– ¡A vosotros dos os voy a azotar hasta dejaros en carne viva las costillas, grandísimos cretinos! -rugió, dirigiéndose como de costumbre a quienquiera que deseara escucharle; su figura se tambaleaba de babor a estribor y no quería perder su valioso tiempo apartándose con aquellos bellacos a la intimidad del castillo de proa para decirles lo que pensaba de ellos-. Me importa una puta mierda lo que Campbell y sus imbéciles del Lady Penrhyn se lleven entre manos con vosotros o vosotros con ellos… ¡Pero este condenado ir y venir se va a terminar ahora mismo!

Dicho lo cual, se encaminó hacia la escala de cuerda, bajó por ella y saltó a la lancha del Sirius sin levantar ni una sola gota de espuma de mar; después se dirigió al Lady Penrhyn para expresar de nuevo los mismos sentimientos.

Al ver que tanto los subalternos de la marina se reían con la misma fuerza que la tripulación y los convictos, los tenientes Johnstone y Shairp se encerraron en el castillo de proa para contemplar la posibilidad de un suicidio.


Mientras se mantuvieron las rutas nororientales, la flota navegó a buena velocidad, pero, a finales de junio, les falló el viento y los barcos tuvieron que depender de las pocas brisas que soplaban, lo cual los obligó a efectuar constantes viradas y a permanecer inmóviles; cuando el timonel efectuaba una virada, todo el mundo se mantenía atento para ver si con ello se podía encontrar un viento capaz de impulsar el bajel en la dirección apropiada. Cuando no aparecía el viento, se efectuaba otra virada y se iniciaba otro período de espera. Viradas, detenciones, viradas y detenciones…

A Richard le habían encomendado las tareas de pesca no tanto porque hubiera demostrado tener una suerte especial cuanto por su inmensa paciencia; cuando los hombres como Bill Whiting decidían pescar, esperaban que los peces picaran nada más lanzar el sedal y se negaban a permanecer apoyados en la barandilla con la caña en el agua, en caso necesario durante horas y horas. Con el sol directamente encima, la cubierta ya no era un lugar muy agradable, sobre todo para las blancas y delicadas pieles inglesas. En este sentido, Richard seguía teniendo suerte; la piel se le había enrojecido durante la travesía a Tenerife, pero, poco a poco, se le había bronceado casi tanto como la del moreno galés Taffy y otros que tenían la piel un poco más aceitunada. Los rubios y pecosos Bill Whiting y Jimmy Price tuvieron que permanecer un largo período bajo cubierta por culpa del dolor y las ampollas, sometidos a la aplicación de un bálsamo de Richard y de una loción de calamina con que el médico Balmain les untaba despiadadamente la piel.

Por consiguiente, cuando vio que los marineros colocaban unos toldos de lona desde los estays a los obenques o cualquier otro elemento del barco que se proyectara hacia fuera y no impidiera que los hombres treparan a lo alto de los mástiles, Richard se mostró muy complacido.

– No sabía que Esmeralda se mostrara tan considerado con las quemaduras de sol -le dijo a Stephen Donovan.

Donovan soltó una sonora risotada.

– ¡Richard! ¡A Esmeralda le importa un carajo el toldo! No, lo que ocurre es que estamos acercándonos a la línea del ecuador, y por eso nos pasamos tanto tiempo encalmados. Esmeralda sabe que están a punto de empezar las tormentas, eso es todo. Los toldos son para recoger el agua de lluvia, ¿comprendes? Colocan un tonel en el extremo inferior para que recoja el agua de escorrentía. Constituye todo un arte extender la lona -viejos restos de vela- de tal manera que forme una especie de plato con un extremo a modo de embudo. Creo que hemos perdido el rumbo y lo mismo le ocurre al pobre Esmeralda.

– ¿Por qué sois cuarto oficial, señor Donovan? Me parece, por lo que he podido observar en la cubierta, que ejercéis casi tanta autoridad como el señor Long y ciertamente mucha más que el señor Shortland o el señor Bones.

Los ojos azules entornaron ligeramente los párpados y la boca esbozó una leve sonrisa, un poco amarga le pareció a Richard.

– Pues verás, Richard, soy un irlandés muy curioso y, a pesar del tiempo que pasé con el almirante Rodney en las Indias Occidentales, pertenezco a la marina mercante. Esmeralda me puso como segundo oficial, pero el agente naval quería un acomodo para su hijo. Esmeralda se lo tomó muy a mal cuando le comunicaron que el señor Shortland subiría a bordo como segundo oficial; él y su padre el teniente Shortland tuvieron una trifulca impresionante. Como consecuencia de ello, el teniente Shortland consideró oportuno trasladarse al Fishburn. Pero el hijo se quedó. El señor Bones no estaba dispuesto a renunciar a su puesto de tercer oficial y, de esta manera, yo me convertí en cuarto oficial. Se podría decir que hay un oficial por cada guardia.

Richard frunció el entrecejo.

– Yo creía que el capitán era el dueño y señor de su barco y el que tenía la última palabra.

– Eso no ocurre cuando está uno asociado con la Armada Real. Walton quiere sacar más tajada de esta misión de transporte. Por eso el capitán Francis Walton, un pariente suyo, es el capitán del Friendship. Esmeralda es socio de Walton & Company. Si te fijaras bien, descubrirías que casi todos los capitanes de los bajeles de transporte y de los barcos almacén son accionistas de sus compañías. -Donovan se encogió de hombros-. Si el experimento de Botany Bay alcanza el éxito, el transporte de convictos se convertirá en un próspero negocio.

– Es bueno saber -dijo Richard sonriendo- que nosotros, miserables desgraciados, seremos una fuente de prosperidad para ciertas personas.

– Especialmente para algunas personas llamadas William Richards, hijo. Es el contratista… y el sujeto a quien tienes que dar las gracias por la comida que recibes, Dios lo envíe a pudrirse eternamente en el infierno. ¡Y quiera Dios enviarnos uno o dos peces!

El sedal que sostenía Richard en su mano experimentó una sacudida. Lo mismo le ocurrió al de Donovan. Un marinero situado más hacia popa lanzó un grito; acababan de tropezar con un enorme banco de albacoras y los peces picaban tan rápido que a los que estaban contemplando a los pescadores se les encargó la tarea de colocar el cebo en los anzuelos para que los sedales pudieran volver a lanzarse de inmediato antes de que los peces se alejaran. Al final de aquel torbellino de actividad, había más de cincuenta enormes albacoras de gran tamaño agitándose y dando brincos en la cubierta mientras los marineros y los marinos afilaban sus cuchillos para limpiar, escamar y cortar en filetes.

– Hoy habrá sopa de pescado en abundancia -dijo Richard, rebosante de satisfacción-. También me alegro de que ya no comamos al mediodía. Un hombre duerme mejor con la tripa llena. Sé que nuestros tenientes se quejan de que estos preciosos animales son un alimento muy seco, pero la carne es fresca.

El mar constituía una fuente de distracción, pues siempre ocurría algo. Richard se había acostumbrado al espectáculo de las grandes marsopas y de los delfines de tamaño algo inferior que se perseguían entre sí, jugaban y brincaban fuera del agua, pero jamás dejaban de fascinarlo. La vida para los moradores del mar, pensaba, no podía ser una simple cuestión de supervivencia. Aquellas criaturas disfrutaban de la vida. Era imposible que un ser tan despreocupado como una saltarina marsopa pudiera no ser consciente del deleite de aquel acto, por más que hombres tan tercos como el señor Long se empeñaran en decir que los brincos no eran más que un truco para alejar a los depredadores con sus chapoteos y alborotos.

Los pájaros siempre estaban presentes, a veces en gran número… jilgueros, distintas variedades de petreles e incluso gaviotas. Puesto que el Alexander no era muy generoso con las sobras excepto cuando se tenía que desprender de las tripas del pescado, Richard averiguó que la presencia de numerosas aves correspondía a la de bancos de peces de tamaño excesivamente pequeño para que mereciera la pena pescarlos.

Vio su primer tiburón y su primera ballena el mismo día, un día de gran calma, en el que el agua se movía con tal placidez que ni siquiera se formaban gorgueras de espuma. El agua era tan transparente como el cristal, y él habría deseado nadar en ella. Se preguntó si, en algún momento de la travesía, el señor Donovan o tal vez algún marinero accedería a enseñarle a nadar. Lo que más le llamaba la atención era que ninguno de ellos se arrojara por la borda ni siquiera en días tan apacibles como aquél, en los que un hombre no hubiera tenido ninguna dificultad en volver a subir a bordo.

De pronto, apareció la impresionante criatura. No comprendió por qué razón el simple hecho de contemplarla le heló la sangre en las venas, a pesar de su belleza. Primero vio la aleta cortando el agua como un cuchillo. La aleta sobresalía dos palmos por encima de la superficie, acercándose directamente a la sanguinolenta masa de albacora que flotaba junto al costado del barco y en su estela. La cosa pasó nadando velozmente como una oscura sombra de tamaño interminable; Richard calculó que debía de medir veinticinco pies de longitud; su parte central era tan redonda como un barril, pero se iba estrechando progresivamente hasta llegar a una especie de puntiagudo hocico por delante y una fina cola por detrás, provista de una bifurcada aleta que le servía de timón. Un gigantesco ojo negro tan grande como un plato se abría en la enorme cabeza; al llegar al revoltijo de las tripas de pescado, se volvió de lado para atraparlas en unas inmensas fauces provistas de unos terribles dientes. Richard contempló fugazmente su lustroso vientre blanco antes de que los restos de la albacora desaparecieran; el tiburón devoró todo lo que pudo encontrar y después se alejó en dirección a la estela del Alexander por si hubiera algo más.

¡Jesús bendito! He oído hablar de las ballenas y de los tiburones. Sabía que el tiburón era un pez de gran tamaño, pero jamás habría podido imaginar que fuera tan grande como una ballena. Éste sí que no sabe lo que es la alegría. Su ojo me ha dicho que carece de alma.

La ballena pegó un brinco en el aire a una distancia del barco de aproximadamente un cable, y todo ocurrió tan de repente que sólo los que, como Richard, estaban pescando en la banda de estribor vieron que la poderosa criatura rompía la superficie en una iridiscente explosión de agua. Una cabeza picuda, un ojo pequeño que derrochaba conocimiento, un par de moteadas aletas, brincando incesantemente arriba y abajo, y un largo cuerpo tan cubierto de percebes como el casco de un barco, cuarenta pies del cual aparecían surcados por toda una serie de estrías de color gris azulado. Cuando volvió a caer, se hundió en el agua en medio de una nube de espuma; al cabo de un momento de sobrecogida espera, aparecieron de nuevo las aletas de la soberbia cola plantada como un estandarte, e inmediatamente golpearon el agua con un ruido semejante al de un trueno en medio de un deslumbrante arco iris de espuma. El Leviatán de los mares, más espléndido que cualquier bajel.

Aparecieron otras ballenas repartidas por toda la superficie del agua, como los elefantes que él había visto una vez en un aguafuerte, con sus surtidores de aire y agua, surcando majestuosos las aguas o bien rompiendo la superficie en uno de sus impresionantes saltos. Una madre y su cría se pasaron un buen rato jugando junto al Alexander; la madre tenía el cuerpo cubierto de percebes y surcado por terribles cicatrices, mientras que la cría lo tenía absolutamente intacto. Richard hubiera deseado arrodillarse para agradecer a Dios aquel soberbio espectáculo, pero no podía dejar de contemplar las ballenas ni un solo instante. ¿Adónde se dirigiría su flota? Como las marsopas y los delfines, las ballenas eran unas alegres viajeras.


Los chubascos empezaron poco después de que cesara el viento y había que aprovecharlos. El cielo estaba despejado, pero las nubes no tardaron en aparecer en onduladas formas de color azul oscuro, rematadas por unos abanicos de un blanco purísimo en medio de unos siniestros retumbos. De pronto, se desencadenó una tormenta que convirtió el mar en una hirviente furia, la lluvia amainó, estallaron los relámpagos y retumbaron los truenos. Una hora después, volvieron a contemplar el azul del cielo y el barco se volvió a encalmar.

Varios convictos y marinos dormían en cubierta, aunque, para gran asombro de Richard, muchos hombres preferían no hacerlo. De todos modos, los convictos estaban acostumbrados a dormir sobre duras y planas tablas y, sin embargo, casi todos ellos preferían la maloliente prisión en cuanto oscurecía, lo cual ocurría con sorprendente rapidez en aquellas latitudes. Las hamacas resultaban muy agradables por muy sofocante que fuera el calor, pero sus compañeros preferían estar abajo, lo cual significaba que los hombres temían los elementos.

No así Richard, el cual buscaba un poco de sitio libre en la cubierta, lejos de los pies de los marinos, y se tumbaba para contemplar el soberbio espectáculo de los relámpagos que entraban y salían de las nubes, a la espera de que el agua lo dejara empapado, a la espera de que se le detuviera el corazón a causa del sobresalto de un repentino relámpago seguido del fragor de un trueno cuando la tormenta se desplazaba por encima de su cabeza. Lo mejor de todo era la lluvia. Se llevaba la pastilla de jabón, guardaba la ropa debajo del extremo de una de las lanchas, disfrutaba con la sensación de la espuma del jabón, sabiendo que la lluvia duraría justo el tiempo suficiente para eliminarla. Aprovechaba para lavar todo lo que podía: la estera, la ropa de sus compañeros e incluso las mantas, a pesar de las protestas que provocaba el hecho de su progresivo encogimiento.

– ¡Todo lo que no está clavado o atornillado, Richard, tú te lo llevas arriba y lo lavas! -le dijo Bill Whiting, indignado-. ¿Cómo es posible que puedas aguantar allí arriba? Cuando nos ataquen y nos hundamos, yo quiero estar abajo.

– Las mantas ya se han encogido todo lo que se podían encoger, Bill, y no comprendo por qué te enfadas tanto. Todo se seca en una hora. Estás tan ocupado roncando que ni te enteras de que me he llevado las cosas.

El hecho de que Bill hubiera recuperado su habitual descaro se debía a la frecuencia con que comían pescado, un aspecto del viaje a través del charco del Rey en el que Richard no se le había ocurrido pensar. Para entonces, el pan ya se encontraba en muy malas condiciones y estaba lleno de unos serpeantes gusanos que él fingía no ver y que casi todos los hombres se comían con los ojos cerrados. El hecho de que estuviera más blando indicaba que se habían multiplicado aquellos molestos bichitos. Nada podía vivir en la carne salada, pero los guisantes y la harina de avena tenían inquilinos. Y al grupo de Richard se le estaba acabando el extracto de malta.

– Señor Donovan -le dijo Richard al cuarto oficial que en justicia habría tenido que ser el segundo-, cuando lleguemos a Río de Janeiro, ¿tendréis la bondad de hacerme un favor? No me atrevería a pedíroslo si no confiara en vos y pensara que nadie más bajará a tierra.

Era cierto. Las horas y horas que ambos se habían pasado pescando juntos habían forjado una amistad tan estrecha como la que le unía a sus hombres. Y puede que incluso más estrecha. Stephen Donovan tenía peso y ligereza, sensibilidad y acusado sentido del humor, junto con un infalible instinto para adivinar los pensamientos de Richard. Era más hermano suyo de lo que jamás hubiera sido William y, al final, el hecho de que Donovan no lo considerara un hermano ya había dejado de importarle. Al principio, los convictos le tomaban el pelo a causa de aquella extraña amistad y de su sospechosa permanencia en cubierta durante la noche. Pero Richard hacía oídos sordos a los comentarios de los que se burlaban de él y su prudencia le aconsejaba no reaccionar a la defensiva, gracias a lo cual todos acabaron considerando aquella relación como una simple amistad.

El día en que Richard formuló su petición ambos estaban pescando; era uno de aquellos irritantes días en que ningún pez picaba el anzuelo. Donovan llevaba puesto un sombrero de paja de marinero al igual que Richard, quien había comprado el suyo al compañero del carpintero, más aficionado al ron que al sol.

Donovan emitió un pequeño chasquido de placer.

– Me encantaría hacerte un favor -contestó.

– Tenemos un poco de dinero y necesitamos unas cuantas cosas: jabón, extracto de malta, una especie de receta de vieja para pequeñas heridas y pinchazos, aceite de brea, más trapos, un par de navajas y dos tijeras.

– Guárdate el dinero para comprarte el pasaje de vuelta a casa, Richard. Tendré mucho gusto en buscarte lo que necesitas sin necesidad de que me pagues nada a cambio.

Levantando los hombros, Richard meneó la cabeza.

– No puedo aceptar regalos -dijo enérgicamente-. Quiero pagar.

Donovan enarcó una ceja, sonriendo.

– ¿Acaso crees que busco tu cuerpo? Me duele que lo pienses.

– ¡No, por Dios! No puedo aceptar regalos porque no puedo corresponder. ¡Eso no tiene nada que ver con los cuerpos, maldita sea!

De repente, Donovan se echó a reír con un sonido que el cielo atrapó y se llevó lejos de allí.

– ¡Vaya, qué diálogo tan sublime! ¡Parezco una doncella de una publicación destinada a las damas! ¡Nada resulta tan ridículo como una señorita Molly víctima de las angustias de un amor no correspondido! Acepta el regalo que sólo pretende mejorar tu suerte y no ya echar sobre tus hombros el peso de las obligaciones. ¿Es que todavía no te has dado cuenta, Richard? Somos amigos.

Richard parpadeó rápidamente y miró a Donovan sonriendo.

– Sí, lo sé muy bien. Gracias, señor Donovan, aceptaré vuestro regalo.

– Tú me podrías hacer otro mayor.

– ¿Cuál?

– Llamarme Stephen.

– No me parece correcto. Cuando sea un hombre libre, gustosamente os llamaré Stephen. Hasta entonces, tengo que ocupar el sitio que me corresponde.

Pasó un tiburón tan hambriento como todos ellos aquel día en que no picaba ningún pez. Tenía un morro que parecía una pala y no debía de superar los doce pies de longitud. Un simple renacuajo en aquel océano. Se volvió, les dirigió una inexpresiva mirada y se alejó.

– Es una criatura perversa -dijo Richard-. La ballena tiene una mirada cuyo brillo rezuma conocimiento y lo mismo ocurre con una marsopa. Pero eso parece haber surgido de los abismos infernales.

– ¡Eres un auténtico producto de Bristol! ¿Has predicado alguna vez?

– No, pero hay predicadores en mi familia. Pertenecen a la Iglesia anglicana. El primo de mi padre es párroco de St. James y su padre predicaba al aire libre a los mineros del carbón de Kingswood Crew's Hole.

– Un hombre valiente. ¿Consiguió sobrevivir?

– Sí. Más tarde nació el primo James.

– ¿Nunca te atormentan los deseos de la carne, Richard?

– Me ocurrió una vez con una mujer que era capaz de abrirle a cualquier hombre las puertas del paraíso. Fue terrible. Pasarse sin ellos no es nada.

Algo tiró del sedal de Donovan y éste pegó un brinco.

– ¡Han picado! ¡Aquí abajo hay un pez!

Y era cierto. El tiburón había regresado y se había tragado la carnaza junto con el anzuelo, el corcho y el plomo. Donovan se quitó el sombrero, lo pisoteó y empezó a soltar maldiciones.


Puede que fuera el tiempo, asfixiante, caluroso y sin viento; o puede que el Alexander le hubiera concedido a la muerte unas breves vacaciones antes de que se iniciaran de nuevo los antiguos problemas.

El 29 de julio los convictos empezaron nuevamente a morirse. El doctor Balmain, que no soportaba bajar a la prisión por lo mal que olía, se vio repentinamente obligado a pasar mucho tiempo en aquel lugar. De nada servían sus remedios, sus vomitivos y sus purgantes.

¡Con cuánta facilidad arraigaban las supersticiones! En cuanto apareció la enfermedad, el Alexander se adentró en un sólido mar de brillante color azul cobalto y los convictos no aquejados por la dolencia que se apretujaban en la cubierta para contemplarlo dijeron que aquello era la manifestación de una maldición. El mar se había convertido en una extensión de guijarros azules y todo el mundo se iba a morir.

– ¡Eso son nautilos! -exclamó el doctor Balmain, exasperado-. Hemos tropezado con un inmenso banco de nautilos, los llamados navios de guerra portugueses. ¡Unas criaturas gelatinosas de brillante color azul! Son un fenómeno natural, no son una muestra de la cólera divina. ¡Qué barbaridad!

Agitando los brazos, el médico corrió a ocultarse desesperado en la intimidad de su desordenado camarote del alcázar.

– ¿Por qué los llaman navios de guerra portugueses? -preguntó Joey Long, cediendo el lugar a Richard, a quien ahora correspondía cuidar de Ike.

– Porque los navios de línea portugueses están pintados de este mismo color azul -contestó Richard.

– ¿No de negro con bordes amarillos como los nuestros?

– Si estuvieran pintados como los nuestros, Joey, ¿cómo se podría distinguir al amigo del enemigo? En cuanto el aire se llena con el humo de la pólvora, es muy difícil distinguir las banderas y las insignias. Y ahora, sube a cubierta, donde encontrarás a un buen amigo. Te pasas demasiado tiempo aquí abajo.

Richard se sentó al lado de Ike, le quitó la camisa y los calzones y empezó a lavarlo con una esponja.

– Balmain es un idiota -graznó Ike.

– No, lo que ocurre es que ha perdido la paciencia y ya no sabe qué hacer.

– ¿Acaso hay alguien que lo sepa? Me refiero a cualquier persona que pueda haber por ahí.

Ike era sólo piel y huesos, toda una serie de palillos envueltos en pergamino; se le había caído el cabello, las uñas se le habían vuelto de color blanco, tenía la lengua saburrosa y los labios agrietados e hinchados. Pero, a juicio de Richard, la muestra más espantosa de su enfermedad eran los encogidos órganos genitales que daban la impresión de haber sido colocados allí como por descuido. ¡Pobre Ike!

– Vamos, abre la boca. Te tengo que limpiar los dientes y la lengua.

Con gran suavidad, Richard utilizó una esquina escurrida de un trapo humedecido con agua filtrada para que la vida le resultara algo más soportable al antiguo salteador de caminos. A veces, pensaba mientras trabajaba, es peor que uno sea un hombre corpulento. Si Ike fuera tan escuchimizado como Jimmy Price, todo habría terminado hace tiempo. Pero allí había una impresionante montaña de carne y la vida es muy tenaz. Muy pocos desaparecen sin protestar, la mayoría se aferra a lo que queda como lapas a una roca.

El hedor era cada vez más intenso y procedía del agua del pantoque. A pesar de que Balmain llevaba siete años trabajando como médico en la Armada y había participado en una expedición a la costa de África occidental en la época en que el Parlamento aún estaba pensando en la posibilidad de utilizar África como vertedero de convictos, su tarea en el Alexander era superior a sus fuerzas. A petición suya, se habían colocado en las esquinas de la sofocante prisión unas mangueras de viento, es decir, unos embudos de lona que permitían la entrada de un poco de aire a través de un orificio abierto en la cubierta. El capitán Sinclair había protestado enérgicamente por la presencia de aquel hombre tan necio, pero el médico no dio su brazo a torcer. Trastornado por el hecho de que el Alexander se conociera ahora con el apodo de Barco de la Muerte, Sinclair cedió y ordenó a Chips que estropeara la cubierta del navío. Pero apenas penetraba aire en la prisión y los hombres seguían cayendo víctimas de la fiebre.

A pesar de su delgadez, Richard se encontraba muy bien. Al igual que sus compañeros de catre y los otros cuatro compañeros de catre de Ike. Willy Dring y Joey Robinson habían abandonado por entero la prisión, con lo cual quedaban tres hombres (habían perdido a un compañero en Portsmouth) para repartirse un espacio destinado a seis hombres, a razón de veinte pulgadas por cada uno. El catre perteneciente a Tommy Crowder y Aaron Davis mantenía tan buenas relaciones con el sargento Knight que sus ocupantes vivían muy a gusto. A pesar de todos los buenos augurios, el instinto le decía a Richard que aquel nuevo brote de enfermedad iba a ser muy grave.

– Exceptuando al que esté atendiendo a Ike, subiremos a cubierta y procuraremos recoger toda el agua de lluvia que podamos -ordenó.

Jimmy Price y Job Hollister empezaron a gimotear y Joey Long emitió un aullido de rabia mientras los demás ponían cara de no estar muy de acuerdo.

– Preferimos quedarnos abajo -dijo Bill Whiting.

– Si os quedáis, enfermaréis de fiebre.

– Tú mismo lo has dicho, Richard -replicó Neddy Perrott-. Mientras filtremos el agua y procuremos mantenerlo todo limpio, viviremos. Por consiguiente, nada de subir a cubierta. Eso está muy bien para ti con la piel que tienes, pero yo me quemo.

– Pues yo subo -dijo Taffy Edmunds, recogiendo unas cuantas cosas-. Tú y yo tenemos que practicar para el concierto. No podemos permitir que nuestro barco sea el único en el que no se pueda organizar un concierto. Fíjate en el Scarborough. Celebra un concierto cada semana. El cabo Flannery dice que algunos de ellos son tan estupendos que parece increíble.

– Puede que el Scarborough tenga más convictos que nosotros en este momento -dijo Will Connelly-, pero la razón de que estén bien es el hecho de estar repartidos entre la cubierta inferior y el sollado. En cambio aquí estamos apretujados en la mitad de espacio porque también llevamos carga.

– Pues mira, por una vez yo me alegro de que el Alexander transporte carga en el sollado -dijo Richard, dando su brazo a torcer en una discusión que, a su juicio, no tenía sentido-. Mira lo que les ocurría a los marinos cuando se alojaban una cubierta más abajo. La bomba de achicar que tiene el Scarborough en el pantoque funciona como Dios manda. Y todo es mérito del capitán. Ellos tienen al capitán Marshall y nosotros tenemos a Esmeralda, a quien le importa un bledo que la bomba de su pantoque funcione o no con tal de que tenga su mesa bien abastecida. Los pantoques del Alexander están totalmente atascados.

El 4 de julio murió otro hombre y había treinta hombres en las plataformas reservadas a los enfermos. Era como si todo el casco del Alexander estuviera lleno de cadáveres en fase avanzada de descomposición, pensó Balmain. ¿Cómo era posible que aquellos pobres desgraciados pudieran vivir en medio de toda aquella putrefacción?

Al día siguiente, se recibieron dos órdenes del Sirius. La primera decretaba que se liberara a John Power de sus hierros; en cuanto se los quitaran, el joven debería presentarse de inmediato ante el señor Bofes, pues nada impedía que reanudara su trabajo. La segunda orden contrarió enormemente a los tenientes Johnstone y Shairp. La ración de agua destinada a cada hombre de la flota (las mujeres y los niños recibían una cantidad inferior) debería reducirse de cuatro pintas a tres pintas, tanto si éste era un marinero como si era un marino o un convicto. Tendrían que ofrecer una pinta a todos los convictos al amanecer y dos a media tarde. Se crearía un destacamento bajo la supervisión de un oficial de marina, con dos marinos subalternos y dos convictos como testigos; los marinos y los convictos se deberían cambiar cada vez para evitar los engaños o las connivencias. Las bodegas se deberían cerrar bajo llave y el tonel de agua también se debería cerrar bajo llave y mantener bajo estricta vigilancia. La custodia de las llaves correspondería a los oficiales. El agua adicional destinada a las calderas y las ollas se debería distribuir por la mañana, junto con el agua para los animales. Los animales consumían mucha agua. El ganado y los caballos se bebían diez galones diarios por cabeza. Tres días después las calmas y las tormentas desaparecieron y empezó a soplar viento favorable para las rutas sudorientales, a pesar de que los barcos aún no habían cruzado el ecuador. Los ánimos volvieron a elevarse, por más que la flota aún tuviera dificultades para mantener su ruta en millas reales, las cuales no superaban las cien diarias. El Alexander tropezó con una tremenda marejada de cara en cuyo transcurso crujieron los aparejos, cuando navegaba como de costumbre paralelo al Scarborough, el barco de los conciertos, seguido de cerca por el Sirius y el Supply, teniendo por delante al Friendship mientras el oleaje se estrellaba con fuerza contra la proa en masas de espuma que el barco se sacudía de encima tal como un perro se sacude el agua.

Cuando los botones de plata de las chaquetas escarlata de Johnstone y Shairp se empezaron a ennegrecer y el olor que se aspiraba en el alcázar era casi tan penetrante como bajo cubierta, los dos tenientes y el doctor Balmain fueron en comisión a ver al capitán, el cual los recibió, y rechazó sus quejas por considerarlas una bobada. Lo que a él le preocupaba era el hecho de que los convictos le robaran el pan, por cuyo motivo se les debería azotar hasta casi matarlos.

– ¡Deberíais agradecer a vuestras estrellas que no os roben el ron! -replicó Johnstone con aspereza.

El capitán esbozó una sonrisa de puro placer que dejó al descubierto su sucia dentadura.

– Puede que otros barcos tengan problemas con su ron, señores, pero el mío no. Ahora os ruego que os retiréis y me dejéis en paz. Le he encargado a Chips el arreglo de la bomba del pantoque de estribor, pues parece que no funciona como es debido. A eso se debe sin duda el estado de los pantoques.

– ¿Cómo podrá un carpintero -preguntó Balmain apretando los dientes- arreglar un objeto cuyo funcionamiento depende del metal y del cuero?

– Más os vale rezar para que pueda. Y ahora ya os podéis retirar.


Balmain ya estaba harto. Envió una señal al Sirius por medio de las banderas y recibió autorización para trasladarse en un bote al Charlotte y entrevistarse con el médico jefe John White. Al mando del teniente Shairp se alejó en dirección a la marejada; el Charlotte, que era un velero muy pesado, se había quedado muy rezagado. El viaje de regreso al Alexander fue terrorífico, incluso para Shairp que no les tenía miedo ni siquiera a las peores tormentas. Por consiguiente, cuando subió por la escala de cuerdas del Alexander, el doctor White no estaba precisamente de muy buen humor.

– Se requiere vuestra presencia, vosotros los de Bristol -dijo Stephen Donovan-. En el entrepuente, con el señor White y el señor Balmain.

La verdad, pensó Richard, quien había aprendido muchas cosas acerca de las bombas durante el período que había pasado con el fugitivo señor Thomas Latimer, las bombas del Alexander habrían tenido que estar una cubierta más abajo para reducir la altura de la columna de agua de pantoque que tenían que achicar; sin embargo, se trataba de un barco negrero cuyos propietarios no querían que hubiera orificios en la parte inferior del casco y, además, nadie se había preocupado demasiado por los pantoques cuando el bajel se encontraba en dique seco para el carenado.

En el compartimiento que ocupaban los marinos en el entrepuente había dos cisternas, una a babor y otra a estribor, cada una de ellas equipada con una bomba aspirante cuya palanca se accionaba arriba y abajo en sentido vertical. Cada cisterna se vaciaba al mar por medio de una tubería accionando una válvula. La bomba de estribor se había desmontado y la de babor no había quien la moviera.

– Allá vamos -dijo el doctor White con el rostro intensamente pálido-. ¿Cómo es posible que un hombre pueda vivir en este lugar? Vuestros hombres, teniente Johnstone, son dignos de alabanza por su paciencia.

Richard y Will Connelly levantaron la escotilla y se echaron hacia atrás. La bodega de abajo estaba sumida en la más absoluta oscuridad, pero el rumor del líquido que se agitaba alrededor de los toneles de agua lo oyeron incluso los que estaban situados más atrás.

– Necesito unas lámparas -dijo White, ajustándose un pañuelo sobre el rostro-. Uno de nosotros tendrá que bajar.

– Señor -dijo cortésmente Richard-, yo no acercaría una llama aquí dentro. El solo aire ardería.

– ¡Pero yo tengo que ver lo que hay!

– No es necesario, señor, os lo aseguro. Todos nosotros podemos oír lo que ocurre. Los pantoques se han desbordado y su contenido se ha vertido a la bodega. Eso quiere decir que están completamente atascados. Ninguna de las dos bombas funciona y puede que jamás hayan funcionado… La última vez que estuvimos aquí nos vimos obligados a achicar el agua de los pantoques con cubos. Tenemos este problema desde que abandonamos Gallion's Reach.

– ¿Cómo te llamas? -preguntó White, hablando a través de la improvisada mascarilla.

– Richard Morgan, señor, natural de Bristol -contestó Richard sonriendo-. Nosotros los de Bristol estamos acostumbrados a los malos olores, por eso nos encargan siempre el cuidado de los pantoques. Aunque el hecho de limpiarlos por medio de cubos no servirá de nada. Hay que bombear, y bombear a diario. Pero no con unas bombas aspirantes como éstas. Tardan una semana en achicar una tonelada de agua, incluso cuando funcionan como es debido.

– ¿Puede el carpintero de ribera arreglarlas, señor Johnstone?

Johnstone se encogió de hombros.

– No, señor. Hay tantos elementos sólidos en el pantoque que las tuberías y los cilindros de este tamaño se quedarían bloqueados cada vez que se accionara la palanca. Lo que este barco necesita son bombas de cadena.

– ¿Qué hace una bomba de cadena que éstas no puedan hacer? -preguntó White.

– Eliminar lo que hay aquí abajo, señor. Es simplemente una caja de madera cuya parte interior es mucho más grande que estos cilindros. El achicamiento se lleva a cabo mediante una cadena plana de latón tensada entre dos ruedas de espiga de madera en la parte superior y un tambor de madera en la parte inferior. Una especie de listones de madera están unidos a la cadena de tal forma que, al bajar, se pliegan y, al subir, se vuelven a extender y ejercen aspiración. Un buen carpintero lo puede construir todo menos una cadena. Se trata de un mecanismo tan sencillo que dos hombres que hagan girar el tambor provisto de ruedas de cadena pueden achicar una tonelada de agua en cuestión de un minuto.

– En tal caso, habrá que instalar unas bombas de cadena en el Alexander. ¿Hay alguna cadena a bordo?

– Lo dudo, señor, pero el Sirius acaba de ser sometido a una reparación, por lo que seguramente dispone de bombas de cadena. Supongo que tendrá alguna cadena de repuesto. Si no, es posible que algún otro barco la tenga.

White se volvió hacia Balmain, Johnstone y Shairp.

– Muy bien, ahora regreso al Sirius para informar al gobernador. Entre tanto, la bodega y los pantoques se tendrán que achicar. Todos los marinos y convictos que no estén enfermos se encargarán de ello por turnos. No quiero que estos hombres de Bristol se vean obligados a hacerlo todo ellos solos -le dijo a Johnstone. Acto seguido, miró con semblante enfurecido a Balmain-. Señor Balmain, ¿por qué no informasteis mucho antes de esta situación que persiste desde hace siete meses? El capitán de este barco es un holgazán que no movería ni un dedo, aunque la mesana cayera sobre su chupeta. Como médico, vuestro deber es velar por la salud de todos los hombres de a bordo, incluidos los convictos. Vos no lo habéis hecho y tened por cierto que pienso informar de ello al gobernador.

William Balmain permaneció en silencio mientras una rosa escarlata se encendía en cada una de sus mejillas y las facciones de su hermoso rostro se tensaban a causa del sobresalto y la cólera. Era un escocés seis años más joven que el irlandés White y ambos no se habían caído muy bien el uno al otro en el momento de conocerse. El hecho de recibir una reprimenda en presencia de dos marinos y cuatro convictos era una humillación, justo lo que solía hacer el comandante Ross con sus negligentes subordinados. No era el momento adecuado para vengarse de White, pero Balmain se juró a sí mismo darle su merecido en cuanto la flota arribara a Botany Bay. Sus grandes ojos recorrieron los rostros de los convictos en busca de alguna señal de burla o regocijo, pero no vio ninguna. Conocía a aquel grupo por una razón muy extraña: sus miembros jamás se ponían enfermos.

Justo en aquel momento el comandante Robert Ross apareció al pie de los peldaños: el hecho de que Shairp hubiera estado recorriendo otra vez arriba y abajo el océano había despertado su curiosidad. Un olfateo fue suficiente para averiguar la naturaleza del problema; Balmain se retiró muy ofendido a su camarote para rumiar su venganza mientras White explicaba lo que ocurría.

– Ah, sí -dijo Ross, mirando a Richard con detenimiento-. Eres el jefe aficionado a la limpieza, te recuerdo muy bien. O sea que también eres experto en bombas y cosas por el estilo, ¿verdad, Morgan?

– Sé lo bastante para estar seguro de que el Alexander necesita urgentemente unas bombas de cadena, señor.

– Estoy de acuerdo. Señor White, os acompañaré al Sirius y después al Charlotte. Señor Johnstone y señor Shairp, ordenad que todo el mundo empiece a vaciar los pantoques. Y que se abran dos orificios en el casco por debajo de las portillas para que los hombres puedan arrojar la porquería directamente al mar.

El teniente Philip Gidley King, que se presentó al día siguiente en compañía del comandante Ross y el médico jefe White, echó un vistazo a la bomba de babor que Richard había retirado y desmontado y soltó una burlona carcajada de desagrado.

– ¡Eso no sería capaz de aspirar ni siquiera el semen de la polla de un sátiro! Este barco necesita la instalación inmediata de unas bombas de cadena. ¿Dónde está el carpintero?

La meticulosidad inglesa combinada con el entusiasmo celta obró maravillas. Por su condición de miembro de la Armada Real y, por consiguiente, con rango superior al de un teniente de navío de la infantería de marina, King permaneció a bordo el tiempo suficiente para asegurarse de que Chips había comprendido exactamente lo que tenía que hacer y estaba capacitado para hacerlo. Después se fue para comunicarle al comodoro que, en el futuro, el Alexander debería ser un barco mucho más saludable.

Pero el veneno estaba en las cuadernas, por cuyo motivo el Alexander jamás pudo ser un barco auténticamente saludable. Sin embargo, los gaseosos efluvios que invadían todos los espacios situados bajo cubierta se fueron disipando poco a poco. La vida en su interior era más soportable. Pero ¿estaba Esmeralda Sinclair contento de que el problema de los pantoques se hubiera resuelto sin necesidad de que Walton & Co. se gastara ni un céntimo? Decididamente no. ¿Quién demonios, preguntó desde sus elevados dominios de la popa (Trimmings había echado un vistazo y le había informado), había abierto dos malditos agujeros en su barco?


La flota cruzó el ecuador durante la noche entre el 15 y el 16 de julio. Al día siguiente, los barcos se enfrentaron con su primera tempestad desde que se hicieran a la mar en Portsmouth. Atrancaron las escotillas y los convictos se quedaron sumidos en la más absoluta oscuridad. Para los que, como Richard, se habían pasado casi todo el tiempo en cubierta, fue una pesadilla sólo aliviada por el hecho de que buena parte del insoportable hedor se había disipado. Ahora el mar empujaba por la banda de babor, por lo que el Alexander cabeceaba más que balancearse, lo cual producía un extraordinario efecto en el que una sensación de fuerte presión alternaba con otra de ingravidez en los momentos en que el barco se elevaba en el aire; después volvía a caer sobre el mar, en medio de un impresionante fragor semejante al de una explosión. Desplazándose en ángulo recto con respecto al movimiento, los hombres se tambaleaban desde el mamparo al tabique de separación. Volvieron a producirse los mareos que ya parecían una cosa del pasado, e Ike lo pasó terriblemente mal.

Demasiado mal. Cuando la flota dejó atrás el temporal con los toneles de agua de lluvia lo bastante llenos para permitir que se repartieran de nuevo las habituales raciones de agua, todo el mundo, incluido el desolado Joey Long, comprendió con toda claridad que Ike Rogers no podría vivir.

Éste pidió ver a Richard, el cual se agachó al otro lado de Joey, acunando la cabeza y los hombros de Ike sobre sus rodillas.

– Este salteador de caminos ha llegado al final -dijo-. ¡No sabes cuánto me alegro, Richard! Alégrate tú también por mí. Procura cuidar de Joey. Él os lo agradecerá.

– Descuida, Ike. Todos cuidaremos de Joey.

Ike levantó un esquelético brazo para señalar el estante asegurado al bao.

– Mis botas, Richard. Tú eres el único que por tu envergadura las puedes llevar y quiero que te quedes con ellas. Tal como están ahora, enteras y completas, ¿sabes?

– Lo sé. Las usaré con prudencia.

– Muy bien -dijo Ike, cerrando los ojos.

Murió aproximadamente una hora más tarde sin haberlos vuelto a abrir.

Habían muerto tantos hombres a bordo del Alexander que los veleros habían tenido que pedir prestados viejos trozos de lona a otros barcos; vestido con ropa limpia, Isaac Rogers fue introducido en un saco, que, una vez cosido, se subió a cubierta. Puesto que tenía un libro de oraciones de la Iglesia anglicana, Richard se encargó del servicio, encomendando el alma de Ike a Dios y su cuerpo al mar. El saco de lona se deslizó por la borda y se hundió de inmediato gracias al lastre de piedras basálticas recogidas en la misma playa de Tenerife donde John Power había dormido. El Barco de la Muerte se había quedado sin restos de hierro.

El doctor Balmain ordenó que se llevara a cabo otra fumigación, se frotara todo con aceite de brea y se aplicara una nueva capa de enlucido. La suya era una existencia muy solitaria, escondido en el alcázar con la sola compañía de dos tenientes de navío de la infantería de marina. Éstos comían separados de él y no compartían absolutamente nada con él. Como Arthur Bowes Smyth, el médico del Lady Penrhyn, Balmain se distraía con la contemplación de las numerosas criaturas marinas con que se tropezaban y, en caso de que éstas fueran de reducido tamaño, las conservaba en alcohol. Reconocía que ahora resultaba mucho más cómodo bajar a la prisión tras haberse instalado las bombas de cadena, pero le seguía doliendo la bronca que le había pegado el doctor White y estaba convencido de que él no tenía la culpa de que los desventurados convictos se siguieran muriendo.


Cuando una ola gigantesca lanzó por la borda a un convicto que estaba utilizando el retrete de proa, el número quedó reducido a ciento ochenta y tres.

A principios de agosto la flota recaló en cabo Frío, a un día de navegación al norte de la principal ciudad de Brasil. Pero las altas y escarpadas montañas de aquella costa se comportaron como las cumbres del Santiago; en cuanto doblaron el cabo, el viento se transformó en ventolinas y calmas. Descendieron como pudieron a Río de Janeiro y sólo consiguieron llegar allí durante la noche entre el 4 y el 5 de agosto. Allí estaban en invierno: Río se encontraba situada tan al sur del ecuador que estaba justo al norte del trópico de Capricornio. Lejos del alcance tanto del cangrejo como del macho cabrío marino. La travesía desde Tenerife había durado cincuenta y seis días y estaban a ochenta y cuatro días de Portsmouth, lo cual equivalía a ocho semanas y doce semanas, y a diez mil seiscientos kilómetros.

Se necesitaba una autorización para entrar en los dominios coloniales portugueses, lo cual llevó mucho tiempo. A las tres de la tarde, la flota atravesó la barra de una milla de longitud que discurría entre los Panes de Azúcar en medio del fragor de la salva de trece cañonazos del Sirius y los cañonazos de respuesta del fuerte de Santa Cruz.

A partir del amanecer, todos los que viajaban a bordo del Alexander se habían congregado junto a las barandillas, fascinados por aquel extraño, fabuloso y bellísimo lugar. El Pan de Azúcar del sur era una roca en forma de huevo, de mil pies de altura y color gris rosado, coronada por una peluca de árboles, mientras que el Pan de Azúcar del norte estaba espectacularmente pelado. Había también otros peñascos de cumbres peladas y laderas cubiertas de verdes y lujuriantes bosques, retazos de brillantes prados y caras de roca de color rosado y marfil. Las playas eran largas y curvadas, con una arena dorada que adquiría una tonalidad cremosa allí donde el oleaje la acariciaba, sereno y apacible al otro lado de la barra. Echaron el ancla no muy cerca de la orilla, delante de una de las muchas fortalezas levantadas para proteger Río de Janeiro de los depredadores del mar. Los once barcos tuvieron que esperar al día siguiente para ser remolcados a sus amarres permanentes en aguas de la ciudad de Sao Sebastiao, que era el verdadero nombre de la parte urbana de Río. La ciudad ocupaba una península de forma aproximadamente cuadrada en la orilla occidental y extendía sus tentáculos hacia los valles situados entre las cumbres que la rodeaban.

El puerto estaba lleno de botes cantina, casi todos ellos impulsados mediante remos por unos negros semidesnudos, y cada bote tenía un toldo pintado de vivos colores. Richard vio las agujas de numerosas iglesias coronadas por cruces doradas, pero en Río había muy pocos edificios altos. Nadie había prohibido el acceso a la cubierta a los convictos, ni siquiera a John Power. Pero una patrulla de lanchas rodeaba constantemente los seis buques de transporte y mantenía a raya a los botes cantina.

El tiempo era bueno y muy caluroso y el aire apenas se movía. ¡Oh, quién pudiera bajar a tierra! Tal cosa hubiera sido imposible y los convictos lo comprendían. Al llegar el mediodía les sirvieron grandes trozos de carne fresca, cuencos de ñame y judías, grandes platos de arroz y hogazas de un pan de extraño sabor, hecho, según le explicaron a Richard más tarde, a partir de una raíz llamada «cassava». Pero todo aquello no fue nada comparado con lo que ocurrió cuando se acercaron los botes y los sonrientes negros arrojaron a cubierta centenares y centenares de naranjas, jugando a atraparlas en el aire mientras la blancura de sus dientes destacaba en el ébano de sus rostros. Richard había oído hablar de las naranjas al igual que algunos de sus compañeros; había leído que algunas grandes casas tenían naranjales y una vez había visto la naranja que exhibía en su establecimiento su primo James el farmacéutico, el cual importaba limones para extraer su aceite. Los limones eran menos perecederos. Algunas de las naranjas medían seis y hasta siete pulgadas de diámetro y tenían un color muy intenso. Otras eran casi de color rojo sangre y por dentro eran también de color rojo sangre. Tras haber descubierto que la amarga piel se podía pelar fácilmente, los convictos y los marinos se hincharon de comer naranjas, entusiasmados con su dulzura y su jugosidad. A veces comían grandes y relucientes limones amarillos para compensar el sabor dulzón de tantas naranjas y chupaban las menos jugosas limas, cuyo sabor estaba a medio camino entre el del astringente zumo de limón y la dulzura del jarabe de naranja. Jamás se cansaban de los cítricos y éstos nunca les parecían suficientes. Al descubrir que los frutos de color más pálido se habían arrancado antes de alcanzar la plena maduración, al final de su tercera semana de estancia en Río, Neddy Perrott empezó a almacenar todos los suculentos globos que, a su juicio, aún podrían durar unos cuantos días; y, al darse cuenta, otros convictos imitaron su ejemplo. Varios hombres, entre ellos Richard, guardaron semillas de naranja y de limón.

Todos los días les servían carne fresca, verduras variadas y pan recién hecho de mandioca.

En cuanto los marinos descubrieron que el ron de Río no era de muy buena calidad, pero resultaba casi tan barato como el agua, la disciplina y la vigilancia de los convictos quedaron reducidas prácticamente a nada. Los dos tenientes de navío raras veces se encontraban a bordo y lo mismo ocurría con el doctor Balmain, el cual decidió llevar a cabo unas cuantas expediciones tierra adentro para contemplar las enormes y gigantescas mariposas de brillantes colores y unas flores tan delicadas como la cera, llamadas orquídeas. En su afán de encontrar algún animal doméstico, los tripulantes y los marinos regresaban a menudo a bordo con dóciles loros de vivos colores. Sólo les quedaban dos perros, pues los demás, tal como había vaticinado Donovan, habían sido pasto de los tiburones. En cambio, el gato Rodney, su esposa y su familia cada vez más numerosa vivían estupendamente bien. Puede que el Alexander fuera ahora un barco más sano, pero estaba lleno de ratas y ratones.

Sin embargo, Río tenía también una parte mucho menos atractiva, pues era el paraíso de las cucarachas. Las cucarachas de Inglaterra eran unas inofensivas criaturas de pequeño tamaño mientras que las de allí eran de tamaño gigantesco y volaban, emitían un ruido muy fuerte y rezumaban las mismas aviesas intenciones que los tiburones. Astutas y agresivas, atacaban al hombre en lugar de huir de él. Desde los personajes de más alto rango del Sirius hasta el convicto más mise rable del Alexander, las cucarachas atacaban a los hombres hasta llevarlos al borde de la locura. Casi todos los hombres dormían prácticamente desnudos en cubierta, aunque no con tanta tranquilidad como en alta mar. Río jamás se iba a dormir. Y nunca estaba a oscuras. Las iglesias y otros edificios permanecían iluminados toda la noche, como si los pocos portugueses que allí había y sus numerosos esclavos negros temieran lo que pudiera acechar entre las sombras de la noche. Tras haber oído el estremecedor grito de alguna criatura a medio camino entre un chillido y un rugido a altas horas de la noche, Richard empezó a comprender por qué razón los habitantes de la ciudad mantenían a raya la oscuridad.

Por lo menos dos o tres veces por semana había fuegos artificiales, siempre en honor de algún santo o de la Virgen, o en memoria de algún acontecimiento de la vida de Jesucristo. La religiosidad de Río no se caracterizaba por la moderación o la seriedad, lo cual ofendía a los seguidores de Knox como Balmain y Shairp, para quienes el catolicismo era inmoral, degenerado y satánico.

– Me sorprende -le dijo Richard a John Power mientras ambos contemplaban los llamativos estallidos de color y los zarcillos que se escapaban de un cohete- que todavía no hayas intentado fugarte, Johnny.

Power hizo una mueca.

– ¿Aquí? ¿Sin hablar portugués? Me atraparían en un día. Aparte de los barcos negreros portugueses y los bergantines de carga, el único bajel que hay en el puerto es un ballenero inglés que están carenando y que se llevará a casa a un grupo de inválidos navales del Sirius y del Supply. -Power cambió de tema, pues la conversación le estaba resultando visiblemente dolorosa-. Veo que Esmeralda está descuidando su barco como de costumbre. Jamás lo ha mandado limpiar.

– ¿Acaso el señor Bones no te lo ha dicho? El Alexander cuenta con un revestimiento de cobre. -Richard se rascó el pecho, pegajoso a causa del zumo de naranja-. Voy a darme un chapuzón para lavarme.

– No sabía que supieras nadar.

– Y no sé. Pero me sumerjo en el agua agarrado a la escala de cuerda. En la esperanza de que, más tarde o más temprano, pueda prescindir de la escala. Ayer me solté y conseguí mantenerme a flote un par de segundos. Después me entró miedo. Hoy puede que no tenga miedo.

– Yo sé nadar pero no me atrevo -dijo tristemente Power.

Por más que los controles hubieran disminuido, Power estaba sometido a vigilancia especial.


Richard estaba un día en el agua cuando Stephen Donovan regresó en un bote de alquiler. No había conseguido aprender a nadar. En cuanto soltaba la escala, se hundía. Al ver acercarse un bote, comprendió que tendría que soltarse y, cuando ya estaba a punto de hacerlo, vio quién estaba en la proa.

– ¡Richard, no seas necio, hay tiburones en este puerto! -gritó Donovan, subiendo a cubierta-. Yo que tú, no lo haría.

– Dudo mucho que un tiburón se encaprichara de mi huesudo cuerpo habiendo tanta abundancia de cosas buenas en Río -contestó Richard sonriendo-. Estoy intentando aprender a nadar, pero, hasta ahora, no ha habido manera.

A Donovan le brillaron los ojos.

– ¿Para que, si el Alexander se hunde en una tormenta, tú puedas ganar a nado las costas de África? No temas, el Alexander tiene un casco extremadamente seguro y está en muy buenas condiciones a pesar de su edad. Lo podrías inclinar de lado sobre el bao hasta que las vergas se hundieran en el agua o hundirlo por la popa en un mar embravecido y no se hundiría.

– No, no es por eso sino para que, cuando lleguemos a Botany Bay y puede que los cubos escaseen, consiga por lo menos bañarme con agua de mar sin temor a que el agua me cubra la cabeza. Es posible que haya lagos y ríos por allí, pero sir Joseph Banks no los menciona. De hecho, dice que el agua potable es extremadamente escasa y que sólo hay algunos pequeños arroyos.

– Comprendo. Mira al perro Wallace -dijo Donovan, señalando el lugar donde el scotch terrier del teniente Shairp estaba nadando en dirección al barco, al costado de un bote de alquiler desde el cual Shairp lo animaba entre risas.

– ¿Qué pasa con Wallace?

– Fíjate cómo nada. La próxima vez que bajes por la escala de cuerda para enfrentarte con los tiburones, simula que tienes cuatro piernas y no dos. Arrójate boca abajo y mueve las cuatro extremidades como hacen los patos. Y entonces -dijo Donovan, arrojándole una moneda de plata de seis peniques a un sonriente negro que acababa de depositar en cubierta todo un montón de paquetes- sabrás nadar, Richard. A partir de Wallace y las cuatro patas, pasarás sin dificultad a pedalear en el agua, a flotar y a poner en práctica todos los trucos y los juegos de la natación.

– Johnny Power sabe nadar, pero sigue con nosotros.

– Me pregunto si se habría mostrado tan sumiso en Tenerife de haber sabido lo que yo he descubierto hoy.

Alertado, Richard volvió la cabeza.

– Decidme.

– Esta flota zarpó de Portsmouth con los cartuchos que los marinos guardaban en sus bolsas y sin un grano más de pólvora o una sola bala más.

– ¡Bromeáis!

– No, de ninguna manera. -Donovan soltó una risita y meneó la cabeza-. ¡Ya ves lo bien organizada que está la expedición! Olvidaron facilitarle municiones.

– ¡Santo cielo!

– Lo he descubierto porque su excelencia el gobernador Phillip ha conseguido adquirir diez mil cartuchos aquí, en Río.

– O sea que no habrían podido aplastar un grave motín en ninguno de los barcos. Ya he visto con cuánto cuidado guardan los marinos del Alexander sus armas y municiones… No habrían tenido ni un solo cartucho que valiera lo que el escupitajo de un hombre.

El señor Donovan miró con la cara muy seria a Richard, abrió la boca para decir algo, lo pensó mejor y se agachó junto a los paquetes.

– Aquí tienes algunas de las cosas que me pediste. Mañana compraré más. También he oído hablar de la partida. -Depositó los paquetes en los brazos de Richard-. Aceite de brea, un ungüento de una bruja tan vieja y tan fea que no tiene más remedio que saber lo que se lleva entre manos, más una corteza pulverizada que, según ella, cura las fiebres. Y un frasco de láudano en caso de que el agua de Río propagara la disentería… Los médicos lo temen, aunque el teniente King se muestra optimista. Muchos trapos de buena calidad y un par de camisas de algodón que no pude resistir la tentación de comprar… Me compré unas cuantas para mí y pensé en ti. Para estar fresco y a gusto cuando hace calor, no hay nada como el algodón. Cuesta mucho encontrar malta… Los médicos llegaron primero a los almacenes, maldita sea su estampa. Pero procura secar al sol unas cuantas cortezas de naranja y limón y mastícalas. Los marineros aseguran que los frutos cítricos previenen el escorbuto.

Los ojos de Richard contemplaron el rostro de Donovan con afecto y gratitud, pero Donovan era demasiado sabio como para ver en ellos algo más de lo que había. Simple amistad. Cosa que, en aquel hombre, que sin duda habría amado, pero no estaba dispuesto a volver a hacerlo, significaba ser capaz de morir por algo. ¿A quién habría perdido? ¿Cómo lo habría perdido? No era la mujer que le había abierto las puertas del paraíso sexual. Eso, a juzgar por la expresión de su rostro, le causaba repugnancia. No era una mujer. Y tampoco otro hombre. Algún día, Richard Morgan, se juró a sí mismo, conseguiré que me cuentes toda tu historia.

Cuando a la mañana siguiente se disponía a abandonar el barco, Donovan encontró a Richard Morgan esperándole junto a la escala de cuerda.

– ¿Otro favor? -preguntó, ansioso de prestarlo.

– No, eso lo tengo que pagar.

Richard señaló la cubierta y se inclinó como si hubiera en ella algo interesante. Donovan también se inclinó. Nadie vio cómo cambiaban de mano las siete monedas de oro.

– ¿Qué es lo que quieres? Con eso podrías comprar un topacio del tamaño de una lima o una amatista no mucho menor.

– Necesito todo el polvo de esmeril y toda la cola de pescado más fuerte que se pueda comprar por este precio -contestó Richard.

Donovan se lo quedó mirando con la boca entreabierta.

– ¿Polvo de esmeril? ¿Cola de pescado? ¿Para qué demonios quieres todo eso?

– Es posible que se puedan comprar ambas cosas en el cabo de Buena Esperanza, pero creo que allí los precios son exorbitantes. Río de Janeiro parece un lugar mucho menos caro -contestó evasivamente Richard.

– Pero eso no responde a mi pregunta. Eres muy misterioso, amigo mío. Dime para qué lo quieres, de lo contrario, no te lo compraré.

– Lo sabríais de todos modos -contestó Richard, esbozando una radiante sonrisa-, pero no me importa decíroslo. -Miró al otro lado de la bahía, hacia las colinas del norte, cubiertas de vegetación-. A lo largo de esta interminable travesía, me he pasado mucho tiempo preguntándome qué haré cuando lleguemos finalmente a Botany Bay. Entre los convictos hay muy pocos obreros especializados… Todos oímos conversar entre sí a los oficiales de marina, sobre todo desde que llegamos a Río y se pasan el rato visitándose los unos a los otros. El pequeño teniente Ralph Clark no para de hablar. Pero a veces nuestros oídos captan algo más interesante que sus quejas acerca del comportamiento de los borrachines en el alcázar del Friendship y sus emocionados comentarios acerca de su mujer y su hijo. -Richard respiró hondo-. ¡Pero no hablemos de los alféreces de navío! Volvamos a lo que os estaba diciendo, a la escasez de hombres especializados entre los convictos. Yo tengo ciertos conocimientos, uno de los cuales estoy seguro que me será muy útil, pues supongo que allí se deben de talar muchos árboles y debe de haber muchos aserraderos de madera. Yo sé afilar sierras. Y, sobre todo, sé triscar los dientes de las sierras, un arte de lo más insólito. Es posible que mi primo James consiguiera introducir mi caja de herramientas a bordo de alguno de estos barcos, pero cabe la posibilidad de que no. En cuyo caso, no puedo prescindir del polvo de esmeril y la cola de pescado. Supongo que en la flota tiene que haber alguna lima, pero, si está tan mal abastecida de herramientas como lo ha estado de víveres, a nadie se le habrá ocurrido pensar en el polvo de esmeril y la cola de pescado. Tampoco me ha hecho demasiada gracia la noticia acerca de los cartuchos para los mosquetes. ¿Qué esperaban que hiciéramos en caso de que los indios de Nueva Gales del Sur fueran tan fieros como los mohawk, y nos sitiaran?

– Buena pregunta -dijo solemnemente Stephen Donovan-. ¿Qué piensas hacer con el polvo de esmeril y la cola de pescado, Richard?

– Fabricaré mi propio papel de esmeril y mis limas de esmeril.

– ¿Vas a necesitar limas normales en caso de que la flota no disponga de ninguna?

– Sí, pero eso es todo el dinero que puedo ahorrar y no me quiero seguir aprovechando de vuestra generosidad. Espero poder encontrar mis herramientas.

– Sacarte información es algo así como exprimir sangre de una piedra -dijo el señor Donovan sonriendo-, pero yo ya llevo un poco de ventaja y algún día lo averiguaré todo.

– No merece la pena. Pero os lo agradezco de todos modos.

– ¡Soy tu humilde servidor, Richard! De no haberme visto obligado a buscar por todas partes tus medicamentos, jamás habría podido descubrir ni la mitad de los fascinantes espectáculos de que he disfrutado en Río. Tal como les ha ocurrido a Johnstone y Shairp, sólo habría visto cafés, me habría atiborrado de empalagosos pasteles, ron y vino de Oporto y me habría dedicado a dar coba a los oficiales portugueses en la esperanza de que éstos me regalaran preciosos recuerdos del lugar.

Y allá se fue, silbando alegremente mientras bajaba por la escala de cuerda con la despreocupada soltura propia de alguien que lo ha hecho miles de veces.

El último domingo de estancia en Río el reverendo señor Richard Johnson, capellán de la expedición, famoso por la benévola y ligeramente metodista opinión que le merecía la Iglesia de Inglaterra (¡la perteneciente a la tendencia más protestante!), predicó y celebró una ceremonia con el descarado acompañamiento de las campanas de las iglesias católicas cuyo sonido se escuchaba por toda la ciudad. Las cubiertas se estaban despejando, señal inequívoca de la inminencia de la partida.


El 4 de septiembre iniciaron la tarea de sacar once barcos del puerto cuajado de islotes de Río de Janeiro, y la completaron el 5, tras haber permanecido anclados en aquel lugar durante un mes de naranjas y fuegos artificiales. El fuerte de Santa Cruz y el Sirius se superaron a sí mismos con una salva de veintiún cañonazos. Ya se había establecido un racionamiento de agua de tres pintas diarias, tal vez como señal de que el gobernador estaba de acuerdo con los médicos a propósito de la mala calidad del agua de Río.

Al anochecer, ya habían perdido de vista la tierra, y la flota empezó a navegar rumbo al este, confiando en que las tres mil trescientas millas terrestres que la separaban del cabo de Buena Esperanza se pudieran cubrir con una rápida travesía. A partir de aquel momento, los barcos navegarían rumbo al este y al sur a través de unos mares explorados hasta el cabo, pero no excesivamente conocidos. Hasta aquel momento sólo se habían cruzado de vez en cuando con algún que otro bajel mercante portugués, pero, a partir de ahora, ya no verían ningún barco hasta que se acercaran al cabo y a la ruta de los grandes veleros de las Compañías de las Indias Orientales.

Richard había renovado sus existencias y disponía de polvo de esmeril, cola y varias limas de excelente calidad; su principal preocupación eran las piedras de filtrar. Pese a que todavía le quedaban dos de repuesto, sus cinco amigos no tenían ninguna. En caso de que su primo James el farmacéutico no se hubiera equivocado, las piedras debían de estar a punto de gastarse. Por consiguiente, con la ayuda del señor Donovan, hizo una especie de cestito de cuerda y sumergió la piedra de filtrar en el mar, rezando para que ningún tiburón se encaprichara de ella. Un tiburón se había encaprichado de los calzones de un oficial de marina, sujetos por una cuerda desde la popa para que se remojaran y blanquearan, había partido la cuerda por la mitad, se había tragado los calzones y después los había escupido. Y lo mismo haría con la piedra. Sin embargo, en cuanto se cortara la cuerda, desaparecería el objeto. Al cabo de una semana, la izó y la escurrió en la cubierta para que se empapara de sol y de agua de lluvia. A continuación, sumergió en el agua una segunda piedra para que recibiera un buen baño. Confiaba en poder hacer lo mismo con todas antes de que empezaran a dar señales de deterioro.

Mientras navegaban hacia el sur, siguiendo todavía la gran corriente que los ayudaría a desplazarse desde Brasil a África, empezaron a ver grupos de grandes cachalotes que también se dirigían al sur. Eran unas criaturas gigantescas cuyos hocicos vistos de perfil parecían unos pequeños peñascos, bajo los cuales se distinguía una mandíbula inferior de proporciones ridiculas, provista de unos terribles dientes. Sus colas eran más planas, las aletas de su cola más pequeñas y no efectuaban las mismas acrobacias que otras ballenas que habían visto. Abundaba la habitual vida marina de marsopas, delfines y tiburones, pero la pesca de peces comestibles resultaba más difícil porque navegaban más rápido en medio de grandes marejadas. A veces aparecía un banco que les proporcionaba pescado para la preparación de sopas, pero, por regla general, la dieta estaba integrada por carne salada y pan duro lleno de gusanos y gorgojos. Nadie tenía demasiado apetito. Pero los convictos tenían un buen saco de cortezas secas de frutos cítricos y las masticaban a razón de un trocito de corteza al día.

A medida que proseguía la navegación hacia el sur aumentaba la presencia de unas gigantescas aves marinas llamadas albatros, pero, cuando un ambicioso marino sacaba su mosquete porque le apetecía comer albatros asados para cenar, la tripulación se lo impedía horrorizada; el hecho de dar muerte a uno de aquellos reyes del aire daba mala suerte al barco.

La nueva enfermedad se abatió primero sobre los marinos, pero pronto se propagó por la prisión. Se tuvieron que hacer nuevas fumigaciones y hubo que frotar las superficies con desinfectantes y volver a enjalbegar las paredes. Las plataformas de aislamiento de la parte central se volvieron a llenar una vez más, y un convicto murió en medio de un fuerte temporal. El doctor Balmain, que bajaba más a gusto a la prisión ahora que ya no se respiraban los hediondos efluvios de antaño, pasaba mucho tiempo entre la prisión y el entrepuente. Siempre que el tiempo lo permitía, ordenaba que se volviera a fumigar, frotar y enjalbegar, a pesar de que dicho ritual sólo servía para proporcionar un poco más de luz de tal forma que Richard, Bill, Will, Neddy y otros pudieran leer cuando la cubierta era un caos de velas y marineros. Durante toda aquella serie de contratiempos, quedó demostrado que el capitán Duncan Sinclair era un navegante de primera; navegaba en cuanto el viento era favorable y arriaba las velas a los pocos minutos en caso de que el viento cambiara de dirección. Navegaba, arriaba, navegaba, arriaba… No era de extrañar que John Power, Willy Dring y Joe Robinson apenas hicieran acto de presencia en la prisión. Los oficiales necesitaban cuantos más hombres mejor. No había nada peor que no disponer de hombres suficientes para poder descansar entre las guardias.

A finales de septiembre las tempestades equinocciales empezaron a amainar, la navegación volvió a resultar más fácil y la cubierta fue más accesible. Tanto cuando hacía buen tiempo como cuando no, el Alexander navegaba de tal manera que en ningún momento el mar lo azotaba con la fuerza suficiente para obligar a la tripulación a atrancar las escotillas. Tal cosa sólo había ocurrido una vez desde que zarparan de Portsmouth.

Rebosante de entusiasmo pero tremendamente agotado, John Power regresaba de vez en cuando a la prisión cuando sus servicios no eran muy necesarios, tal como hacían Willy Dring y Joe Robinson, que se mostraban muy inquietos y nerviosos; no hacían el menor intento de reunirse con la camarilla de Power junto al mamparo de proa, lo cual desconcertaba a Richard, en cuya opinión el trabajo compartido los hubiera tenido que inducir a fortalecer su amistad con sus compañeros. En su lugar, ambos daban muestra de nerviosismo cada vez que lo veían.

Las costumbres eran prácticamente las mismas desde hacía varias semanas: una visita a cubierta para pescar o hacer una caricia a los animales, un poco de lectura, una sesión de canto, conversaciones entre los distintos grupos, alguna que otra partida de dados o cartas, un poco de esfuerzo para comer; todos habían vuelto a adelgazar y el acolchado que habían adquirido en Río estaba desapareciendo como consecuencia de la terrible dieta. Nadie de los que estaban en proximidad del mamparo de popa en la banda de babor observó el menor cambio, ninguna modificación de la atmósfera, ningún susurro furtivo, ninguna visita a la bodega para robar un poco de pan, pues a nadie le apetecía comer. Willy Dring y Joe Robinson se habían ocultado en la madriguera de su catre y se pasaban todo el rato durmiendo o dormitando. Fue el último síntoma que Richard observó. Le pareció un poco extraño, pero no demasiado. Llevaban dos semanas enteras trabajando sin descanso.

El 16 de octubre, cerca ya del continente africano, un grupo de diez marinos bajó a la prisión y se llevó a John Power. Éste forcejeó, le propinaron un golpe que lo dejó inconsciente y lo izaron a través de la escotilla de popa mientras los convictos contemplaban la escena estupefactos. Minutos después, los marinos volvieron a bajar para llevarse a dos hombres de Nottingham, William Pane y John Meynell cuyo catre estaba situado al lado del de Power. Después… nada. Sólo que Power, Pane y Meynell jamás regresaron.

Richard se enteró de casi toda la historia a través de Stephen Donovan y también de Willy Dring y Joe Robinson.

Power y algunos miembros de la tripulación habían organizado un motín aprovechando la circunstancia de que dos tercios de los marinos no eran aptos para el servicio.

– En mi vida he oído hablar de un plan más descabellado -dijo Donovan, desconcertado-. ¡Pretendían nada menos que tomar el barco! Sin haber elaborado ningún método de actuación los muy insensatos, pero lo que se dice ninguno. Yo no formaba parte del plan y apostaría la vida a que el joven Shortland tampoco y su eminencia William Aston no se habría rebajado a hacer tal cosa… Por si fuera poco, aspira a ser nombrado capitán cuando vuelva a casa. En cuanto al viejo Bones, él dice que no, aunque yo no le creo y Esmeralda, tampoco. Una vez se hubieran apoderado del alcázar y del cañón de dispersión, la idea era atrancar las escotillas, encerrar a los marinos y los convictos bajo cubierta, adueñarse del timón y poner rumbo a África. Probablemente Esmeralda, Long, Shortland, yo y los miembros disidentes de la tripulación hubiéramos sido encerrados con vosotros en la prisión. Dudo que tuvieran previsto asesinar a nadie.

– No os retiréis -dijo Richard, bajando a la prisión para enfrentarse con Willy Dring y Joe Robinson.

– ¿Qué sabíais vosotros de eso? -les preguntó.

Fue como si les hubieran quitado un enorme peso de encima.

– Nos enteramos a través de Power, el cual nos pidió nuestra participación -contestó Dring-. Le dije que estaba loco y que lo dejara. Tras lo cual, él procuró no hablar con nadie en nuestra presencia, aunque sabía que no lo íbamos a traicionar. Después el señor Bones nos despidió.

Richard regresó a cubierta.

– Dring y Robinson lo sabían, pero no quisieron participar. Bones creo que sí. ¿Qué ocurrió?

– Dos convictos lo delataron a Esmeralda.

– Siempre hay algún soplón -dijo Richard, medio hablando para sus adentros-. Meynell y Pane de Nottingham. Malos bichos.

– Bueno, Dring y Robinson respetaron el código de honor entre los ladrones mientras que los otros dos querían ganarse una encomienda oficial y mejor comida. Has dicho que eran malos. ¿Por qué?

– Porque ha habido otras delaciones. Sospechaba de ellos desde hace algún tiempo. Ahora que conozco sus nombres, todo empieza a encajar. ¿Dónde están ahora?

– A bordo del Scarborough, que yo sepa. Esmeralda tomó un esquife para ir a ver a su excelencia en cuanto esos dos facilitaron la información. Yo lo acompañé para empujarlo hacia arriba en las escalas de mano. El Sirius envió dos docenas de marinos, y los marineros a quienes los dos soplones habían nombrado fueron detenidos. En cuanto al señor Bones y algunos otros…, no tenemos pruebas. Pero no lo volverán a intentar por mucho que odien a Esmeralda por venderles el ron aguado.

– ¿Qué ha sido de Power? -preguntó Richard, con un nudo en la garganta.

– Lo han enviado al Sirius, donde lo inmovilizarán en la cubierta. Seguro que no volverá al Alexander. -Donovan miró a Richard con expresión inquisitiva-. Tú aprecias al mozo, ¿verdad?

– Pues sí, mucho, pero yo ya veía que acabaría metido en algún problema. Algunos hombres atraen los problemas como atrae un imán los clavos de hierro. Es todo un personaje. Pero no creo que sea culpable del delito por el que fue condenado. -Richard se frotó los ojos y meneó enfurecido la cabeza-. Estaba deseando regresar a casa para cuidar de su padre enfermo.

– Lo sé. Pero, si te sirve de consuelo, Richard, creo que, en cuanto dejemos atrás la Ciudad del Cabo y Johnny ya no tenga ninguna posibilidad de regresar a casa, se conformará y se convertirá en un convicto modelo.

No le sirvió de mucho consuelo, quizá porque pensaba que no había cumplido con sus obligaciones filiales; casi todos sus pensamientos se dirigían a su primo James el farmacéutico y no a su padre.

Había algo que podía hacer para ayudar a John Power, y lo hizo sin el menor remordimiento: divulgó los nombres de los soplones desde uno a otro mamparo. Los soplones eran soplones y volverían a soplar. Cuando el Scarborough llegara a la Ciudad del Cabo, la noticia se propagaría hasta allí. Todos los convictos sabrían lo que eran Pane y Meynell en Botany Bay. La vida no sería fácil para ellos.

El doctor Balmain dio con la solución para borrar la tristeza y la depresión que se habían extendido entre los convictos; les mandó fumigar, restregar y enjalbegar una vez más.

– Quiero hacer dos cosas, Richard -dijo Bill Whiting con vehemencia-. Una es agarrar al condenado Balmain, hacerle estallar pólvora en la cara, restregarlo con aceite de brea y un cepillo de alambre y pintarlo de blanco. La otra es cambiarme el condenado apellido. ¡Mira que llamarme Whiting! [5]


Ciudad del Cabo era efectivamente una hermosa ciudad, pero no se podía comparar ni de lejos con Río de Janeiro a juicio de los convictos, perennemente condenados a mirar sin jamás catar. Río no sólo constituía un espectáculo impresionante sino que, además, estaba llena de gente alegre y espontánea, de color y vitalidad. La Ciudad del Cabo poseía una clase de atracción más áspera y polvorienta y en su puerto no había todas aquellas hordas de alegres botes cantina; los pocos rostros negros que vieron no sonreían. Puede que ello fuera un simple reflejo de su carácter severamente calvinista y en extremo holandés. Muchos edificios estaban pintados de blanco (un color no muy del agrado de los convictos del Alexander) y en el núcleo urbano los árboles no abundaban demasiado. Una gigantesca montaña de cumbre plana y cubierta de vegetación se elevaba por encima de la minúscula llanura costera, y todo lo que de ella decían los libros era cierto: una espesa y blanca capa de nubes se extendía como un lienzo sobre Table Mountain.

Llevaban treinta y nueve días en el mar desde que zarparan de Río de Janeiro y acababan de llegar en plena primavera austral, el 14 de octubre.

Ahora ya habían transcurrido ciento cincuenta y cuatro días, es decir, veintidós semanas, desde que la flota zarpara de Portsmouth, y habían recorrido nueve mil millas terrestres, aunque les quedaba todavía un largo trecho por delante. Los bajeles no se habían separado en ningún momento; el gobernador-comodoro Arthur Phillip había mantenido unido su pequeño rebaño.

Para los convictos, el hecho de hacer escala en un puerto significaba permanecer en una cubierta que no se movía y consumir unos alimentos que no se movían. Al día siguiente de su llegada, se recibió carne fresca a bordo, junto con un tierno y exquisito pan holandés y algunas verduras: repollo y una especie de hojas de color verde oscuro y fuerte sabor. Los hombres recuperaron inmediatamente el apetito; los convictos se entregaron a la tarea de ponerse en condiciones de sobrevivir a la siguiente y última etapa de la travesía, que, según les habían dicho, sería mil millas más larga que la que habían efectuado desde Portsmouth hasta Río.

– Sólo se han llevado a cabo dos travesías hasta el lugar al que nos dirigimos -dijo Stephen Donovan con la cara muy seria, confiando en que Richard le permitiera ofrecerle a él y a sus compañeros un poco de mantequilla para untar el pan.

»El holandés Abel Tasman dejó hace más de un siglo unas cartas de su expedición, pero, como es natural, tenemos también las cartas de navegación del capitán Cook y de su colaborador el capitán Furneaux, los cuales llegaron hasta los confines del mundo y hasta unas tierras heladas en el transcurso del segundo viaje de Cook. Pero, en realidad, nadie sabe nada. Aquí tenemos un montón de gente a bordo de once barcos y nuestro propósito es llegar a Nueva Gales del Sur desde el cabo de Buena Esperanza. ¿Forma parte Nueva Gales del Sur de eso que los holandeses llaman Nueva Holanda, situada a dos mil millas al oeste de la misma? Cook no estaba muy seguro, pues jamás había visto una costa meridional que uniera ambos territorios. Lo único que pudieron hacer él y Furneaux es demostrar que la Tierra de Van Diemen no formaba parte de Nueva Zelanda, tal como creía Tasman, sino que era más bien la punta más meridional de Nueva Gales del Sur, la cual es una franja costera que se extiende dos mil millas al norte de la Tierra de Van Diemen. Si existe efectivamente la Gran Tierra del Sur, jamás nadie la ha circunnavegado. Pero, si existe, tiene que ser un territorio de tres millones de millas cuadradas, lo cual es más que toda Europa.

El corazón de Richard no estaba latiendo con normalidad.

– Queréis decir, si no me equivoco, que no tenemos ningún guía.

– Más o menos. Sólo Tasman y Cook.

– ¿Es por eso por lo que todos los exploradores penetraban en el océano Pacífico rodeando el cabo de Hornos?

– En efecto. Incluso el capitán Cook optó casi siempre por seguir la ruta del cabo de Hornos. El cabo de Buena Esperanza se considera más bien la ruta de las Indias Orientales, Bengala y Catay, no la del Pacífico. Fíjate en este puerto, lleno de veleros a punto de zarpar -Donovan señaló más de una docena de barcos-. Sí, zarparán rumbo al este, pero también al norte, aprovechando una corriente del océano Indico que los llevará nada menos que hasta Batavia. Llegarán a aquellas latitudes a principios de los vientos monzónicos estivales que los empujarán todavía más al norte. Las rutas invernales los llevarán a casa ya cargados, con la ayuda de tres grandes corrientes. Una de ellas se dirige al sur a través de un estrecho que separa África de Madagascar. La segunda los empuja rodeando el cabo de Buena Esperanza hacia el Atlántico Sur. Y la tercera los empuja hacia el norte bordeando la costa occidental africana. Los vientos son importantes, pero, a veces, las corrientes lo son mucho más.

La seriedad del rostro de Donovan se había intensificado, lo cual preocupó a Richard.

– Señor Donovan, ¿qué es lo que estáis diciendo?

– Ya veo que eres un hombre muy inteligente. Muy bien pues, te seré sincero. Esta segunda corriente -la que rodea el cabo de Buena Esperanza- discurre de este a oeste. Ir a casa es una maravilla, pero lo contrario es un infierno. Y no se la puede esquivar porque tiene una anchura de cien millas. Se puede navegar hacia el nordeste rumbo a las Indias Orientales. Pero nosotros tenemos que buscar los grandes vientos de poniente muy al sur del cabo y eso para un navegante es una tarea mucho más difícil. Nuestra última etapa será mucho más larga porque no podremos encontrar fácilmente la ruta hacia el este. Yo he navegado hasta Bengala y Catay y conozco muy bien el extremo sur de África.

Richard estudió con repentina curiosidad al cuarto oficial.

– Señor Donovan, ¿por qué accedisteis a efectuar esta travesía tan confusa hacia un lugar en el que sólo el capitán ha estado y sólo él ha visto?

Los bellos ojos azules se iluminaron con un súbito fulgor.

– Porque quiero formar parte de la historia, Richard, por muy insignificante que pueda ser mi papel. Nos hemos lanzado a una aventura épica, pues no se trata de un viaje a los mismos lugares de siempre, por más que estos lugares tengan nombres tan seductores como Catay. Yo no tenía influencia para convertirme en guardia marina de la Armada Real y tampoco tenía ninguna posibilidad de participar en alguna expedición de la Royal Society. Cuando Esmeralda Sinclair me pidió que lo acompañara como segundo oficial, aproveché encantado la ocasión. Y he aceptado mi degradación sin protestar. ¿Por qué? ¡Pues porque estamos haciendo algo que nadie ha hecho hasta ahora! Estamos trasladando a más de mil quinientos desgraciados a una tierra virgen en la que deberán vivir sin estar debidamente preparados para ello. Algo así como si os trasladáramos de Hull a Plymouth. Y eso es una locura, ¿sabes? ¡El colmo de la locura! ¿Y si, tras haberos llevado a Botany Bay, descubrimos que allí no se puede vivir? Ya sería una imprudencia viajar a Catay con tanta gente. El señor Pitt y el Almirantazgo nos han abandonado a la clemencia de los dioses, Richard, sin pensarlo ni planificarlo, sin el menor remordimiento. Una expedición de expertos se hubiera tenido que trasladar allí hace un par de años para preparar un poco el terreno. Pero eso no se hizo porque hubiera resultado demasiado caro y no hubiera librado a Inglaterra ni de un solo convicto. ¿Qué importancia tenéis vosotros? La respuesta a la pregunta es que no tenéis ninguna, más allá de una o dos investigaciones parlamentarias. Aunque perezcamos en el intento, esta expedición será un hito histórico y yo formaré parte de él. Y no me importará morir a cambio de haber podido tener esta oportunidad. -Donovan respiró hondo y esbozó una radiante sonrisa-. También me ofrece la ocasión de incorporarme a la Armada Real como experto en material para oficiales. ¿Quién sabe? Puede que, al final, me ofrezcan el mando de una fragata.

– Espero que sí -dijo Richard con toda sinceridad.

– Pero yo renunciaría a todo por ti -dijo maliciosamente Donovan. Richard se tomó la afirmación al pie de la letra.

– ¡Señor Donovan! A estas alturas, os conozco lo bastante para saber que vuestras más profundas pasiones no son las de la carne. Se trata de una típica exageración irlandesa.

– ¡ Ah, la carne, la carne, la carne! -replicó Donovan, sometido a una prueba superior a sus fuerzas-. ¡Te lo digo en serio, Richard, le podrías dar lecciones a un célibe papista! Pero ¿qué le hacen en Bristol a la gente? ¡En mi vida he conocido a un hombre tan angustiado como tú por las funciones naturales del cuerpo! ¡No seas tan necio! ¡Se trata de una cuestión de camaradería! Con las mujeres no se puede mantener una relación de camaradería. Están paralizadas por la mezquindad. Si son pobres, se quejan. Si son ricas, se dedican a bordar, dibujar y pintar un poquito, hablan italiano y dan órdenes al ama de llaves. Conversar no saben. Aunque, en honor a la verdad, la mayoría de los hombres tampoco es gran cosa en este sentido. -Esto último lo dijo en tono más comedido, como si quisiera poner coto a su vehemencia-. Además -añadió en tono aparentemente despreocupado-, yo no soy auténticamente irlandés. Corre mucha sangre vikinga por las venas de los hombres del Ulster. Es por eso probablemente por lo que me gusta visitar nuevos y extraños lugares. El irlandés que hay en mí sueña mucho despierto, mientras que el vikingo trata de convertir los sueños en realidad.

Pero las realidades de la Ciudad del Cabo distaban mucho de parecerse a los sueños. Los burgueses holandeses que gobernaban la ciudad (una considerable parte de cuya población estaba constituida por ingleses desplazados hasta allí para velar por los intereses de la Ilustre Compañía de las Indias Orientales) se frotaron las manos con regocijo ante la perspectiva de pingües beneficios, por lo que se las ingeniaron para que las negociaciones acerca del avituallamiento de la flota se prolongaran varias semanas. Se había producido una hambruna, llevaban dos años seguidos de malas cosechas, se registraba escasez de animales, etc. El gobernador Phillip participó en incesantes reuniones, haciendo gala de una calma extraordinaria, perfectamente consciente de que se trataba de unas tácticas encaminadas a conseguir unos precios más altos. Jamás había esperado otra cosa en Ciudad del Cabo.

Puede que también comprendiera, mucho mejor que algunos de sus subordinados, que aquellas prolongadas permanencias en puerto eran lo único que permitía seguir adelante no sólo a los convictos sino también a los marinos. Él mismo se había encargado de que éstos disfrutaran de naranjas, carne y pan tierno y todas las verduras que hubiera. El mundo naval no estaba preparado para transportar a centenares de pasajeros a lo largo de un año. Por consiguiente, mejor que se llenaran el cuerpo de buenos alimentos mientras permanecieran en puerto para poder resistir la siguiente etapa de la travesía: una idea que ya se les había ocurrido a los convictos y los marinos.

El capitán Duncan Sinclair había mantenido una fuerte discusión con el agente del contratista, el señor Zachariah Clark, y había rechazado el primer envío de pan duro recién cocido, calificándolo de serrín inadmisible. Estaba ocupado cargando la mayor cantidad de animales que sus cubiertas pudieran acoger, sobre todo, ovejas y cerdos, la mitad de los cuales eran ovejas públicas y cerdos públicos que deberían conservarse para uso gubernamental en Botany Bay. También había hecho gran acopio de gallinas, patos, gansos y pavos; la popa Parecía el patio de una granja, al igual que lo que quedaba del alcázar. El panorama de que ahora disfrutaba Sinclair desde su chupeta consistía en unos lanudos traseros. Las pacas de heno y los sacos de forraje estaban almacenados en las plataformas inferiores de la prisión, por lo que apenas quedaba espacio para los cubos que se utilizaban como orinales y las pertenencias adicionales que muchos de los convictos habían retirado de sus catres para disponer de más espacio para dormir. Para entonces, los ladronzuelos que había entre ellos ya estaban perfectamente identificados; no había ninguna dificultad para que una delegación visitara a cada uno de los ladronzuelos con el fin de recuperar los efectos robados. Casi todos los robos eran de víveres escondidos y de ron ilegalmente adquirido a través del sargento Knight, el cual estaba pasando por graves apuros por culpa de la delación de un soldado raso de la infantería de marina. Después de tantos meses en la mar, muchos habrían sido casi capaces de matar a cambio de conseguir un poco de ron.

Ninguno de los loros brasileños había sobrevivido, pero el scotch terrier Wallace y la bulldog Sophia del teniente John Johnstone habían sobrevivido. La perra estaba preñada, al parecer, de Wallace (cosa que a Shairp se le antojaba tremendamente divertida), y todo el mundo a bordo estaba deseando ver cómo sería la prole. El tamaño de la familia gatuna de Rodney se había reducido de forma considerable gracias a los regalos de crías de gatos a otros barcos, pero tanto él como sus restantes hijitos estaban creciendo muy lustrosos.

Cuando empezaron a llegar las provisiones a finales de la primera semana de noviembre, el capitán Sinclair ordenó que la tripulación limpiara la parte del casco del Alexander que no estaba revestida de cobre. Inspirado por dicha actividad, el doctor Balmain mandó fumigar, restregar y enjalbegar no sólo el entrepuente de los marinos sino también la prisión. Tenía la cabeza llena de las placenteras excursiones que había llevado a cabo fuera de la ciudad a las estribaciones de las colinas, impresionado por la belleza y exuberancia primaveral de las exóticas plantas y los arbustos en flor. ¡Y qué flores tan curiosas! Muchas de ellas parecían montículos de astracán de colores pastel, enmarcados por pétalos gigantescos.

– Ya sabía yo que había algo que quería pedirle al señor Donovan que hiciera en la Ciudad del Cabo -dijo Richard, propinando un fuerte manotazo a una brocha-. ¡Decirles a todos los vendedores de enjalbegue que nuestro médico no está autorizado a comprar ni una sola onza de este producto!

La flota abandonó el puerto el 12 de noviembre coincidiendo con la llegada de un velero mercante de Boston; su tripulación se congregó en la cubierta, pues jamás había sido testigo de un éxodo tan masivo en ningún puerto. Habían permanecido treinta días en puerto y cada barco estaba lleno a rebosar. Las convictas habían sido trasladadas al Friendship para dejar espacio a las ovejas y otros animales; el Lady Penrhyn llevaba un semental, dos yeguas y un potro para uso del gobernador; otros barcos llevaban a bordo más caballos y ganado; había ovejas, cerdos y aves de corral por todas partes y el agua iba a ser uno de los mayores problemas. Se prestó especial atención al acomodo de los caballos, los cuales no podían tumbarse ni moverse más de un par de pulgadas en cualquier dirección; un caballo con espacio suficiente para ladearse y perder el equilibrio era un caballo muerto. A las cabezas de ganado también se las mimaba al máximo.


La última etapa empezó exactamente tal y como Stephen Donovan había dicho. Todos los vientos y todas las corrientes iban en contra de la flota y no precisamente con moderación; soplaban unos vendavales que provocaban impresionantes marejadas. Los más delicados volvieron a marearse. Al final, el comodoro ordenó que toda la flota siguiera la estela del Sirius y allí se quedaron los once barcos mientras el capitán John Hunter trataba infructuosamente de encontrar un viento favorable. Los vendavales desaparecieron un día después y entonces empezó la pesadilla de las incesantes viradas, siempre con muy pocos o nulos resultados.

En trece largos días sólo consiguieron cubrir doscientas cuarenta y nueve millas al sudeste del cabo. El agua se volvió a racionar a tres pintas diarias, cosa que a todos los que se encontraban a bordo de los barcos les pareció intolerable; cuatro pintas ya se consideraban insuficientes. Los tenientes del Alexander torcieron el gesto al recibir esta orden cuyo cumplimiento se debería vigilar como en los primeros períodos de racionamiento, lo cual convertía dicha tarea en un auténtico trabajo. El sargento Knight había sido suspendido de sus funciones con carácter indefinido, por cuyo motivo los tenientes tenían que confiar en tres cabos muy mediocres para que se encargaran del reparto del agua mientras Knight, a quien la suspensión no había afectado en absoluto, permanecía tumbado en su hamaca durmiendo la mona del ron que le compraba a Esmeralda con su futura paga de marino. Ross pensaba que una suspensión de empleo y sueldo refrenaría las actividades de Knight porque no tenía ni idea del dinero que éste había ganado durante la travesía vendiendo ron a hombres como Tommy Crowder.

Abundaban las ballenas. Durante aquellas dos primeras semanas, los extasiados convictos se pasaban horas en cubierta tratando de contarlas. Parecía que el mar estuviera constelado de rocas de las que brotaban grandes surtidores, pues casi todos los cetáceos que allí había eran cachalotes. Vieron una nueva clase de marsopa muy grande y de morro achatado que algunos marineros llaman «oreas», aunque había muchas discusiones acerca de lo que era exactamente una orea. Los tiburones eran tan grandes que a veces se atrevían a atacar a alguna pequeña ballena y emergían del mar para abatirse con las fauces abiertas sobre la cabeza de la ballena, dejando a su espalda unos grandes y sangrantes boquetes. En caso de que fueran tiburones de la variedad llamada «zorra de mar», éstos utilizaban también la larga hoja situada en la parte superior de sus colas para cortar y rasgar. Una inolvidable noche iluminada por la luna, Richard, tan inquieto como insomne, fue testigo de una titánica lucha en medio del plateado mar entre una ballena y lo que él juraba que era una gigantesca jibia cuyos tentáculos rodearon el cuerpo de la ballena. Después la ballena se sumergió repentinamente y hundió a su enemigo en las profundidades marinas. ¿Quién sabía lo que podía acechar en un reino en el que los leviatanes medían ochenta pies de longitud y los tiburones casi treinta?


Empezaron a correr rumores de que el gobernador Phillip tenía intención de dividir la flota, tomar dos o tres veleros y seguir adelante a la mayor rapidez posible, dejando que los rezagados los siguieran como pudieran. El Charlotte y el Lady Penrhyn no tenían remedio, los barcos almacén solían ser muy lentos y el Sirius también era una tortuga. Los navegantes habían intentado de mil maneras encontrar un viento favorable, incluida la de situar todos los barcos mirando en distintas direcciones, pero todo había sido inútil.

Tras pasarse dos semanas en el mar, tuvieron finalmente un poco de suerte y encontraron una ligera brisa que los empujó hacia el sudeste a una velocidad de ocho nudos por hora. Pero el mar estaba tan agitado que el Lady Penrhyn -a cuyo bordo viajaban los valiosos caballos de Phillip- se escoró hasta el extremo de sumergir el borde de la regala y los extremos de las vergas; y, a continuación, una ola gigantesca rompió contra la popa y atravesó todo el barco. El agua era tanta que toda la tripulación tuvo que ponerse inmediatamente a trabajar con las bombas y los cubos. Por suerte, los caballos no sufrieron el menor daño y el ganado, tampoco.

Al instante volvió a soplar viento de cara. Rindiéndose ante lo inevitable, el gobernador Phillip decidió dividir la flota. Él se trasladaría al Supply y llevaría consigo el Alexander, el Scarborough y el Friendship mientras que el capitán Hunter desde el Sirius asumiría el mando de los siete veleros más lentos. El Supply navegaría en solitario; el teniente John Shortland, el agente naval, subiría a bordo del Alexander y, desde allí, asumiría el mando del Scarborough y el Friendship, manteniendo juntos los tres barcos.

La decisión del gobernador fue objeto de crítica. Muchos oficiales navales, marinos y médicos opinaban que Phillip habría tenido que dividir la flota después de Río de Janeiro en caso de que tuviera intención de hacer tal cosa. Lo cual no era propio del carácter de Phillip, pensó Richard mientras Johnstone y Shairp discutían porque ahora tendrían que compartir su paraíso del alcázar. Phillip era como una gallina clueca que no soportaba la idea de abandonar a sus polluelos. ¡Oh, cuánto se preocuparía por sus barcos! Sus veleros transportaban el grueso de los convictos varones, los cuales podrían empezar a trabajar en Botany Bay sin el caos de las mujeres y los niños; calculaba que el primer grupo de barcos llegaría a puerto por lo menos dos semanas antes que los de Hunter.

Los convictos que eran hortelanos, campesinos, carpinteros y aserradores (muy pocos, por cierto) fueron trasladados al Scarborough y al Supply, a pesar de que el Alexander disponía de más espacio. Sin embargo, nadie quería colocar a los hombres más valiosos en la prisión del Barco de la Muerte. En cambio, el alcázar del Alexander estaba ahora atestado de gente. El teniente Shortland se trasladó allí junto con una montaña de pertrechos desde el Fishburn; Zachariah Clark, el agente del contratista, fue enviado desde el Scarborough al Alexander cuando el comandante Ross le requisó el camarote que ocupaba en el Scarborough; y el teniente James Furzer, el furriel de la infantería de marina (¡un irlandés, horror de los horrores!) fue desplazado también al Alexander. Como es natural, William Aston Long se negó a abandonar la parte que le correspondía en el alcázar y, por consiguiente…

– Estuve casi a punto de morirme de risa -le dijo Donovan a Richard en la cubierta mientras ambos contemplaban el ir y venir de las lanchas-. Los dos marinos escoceses aborrecen al nuevo marino irlandés, Clark es un bicho muy raro por regla general y Shortland no está nada contento de encontrarse en un barco en el que ya hubiera tenido que estar de buenas a primeras. El joven Shortland se ha reunido con su papaíto y Balmain está furioso porque se ha visto obligado a deshacerse de buena parte de su colección de ejemplares que ocupan casi todos los rincones del espacioso camarote. El señor Bones y yo estamos encantados de seguir estando donde siempre: el castillo de proa.

– Qué contentos se pondrán cuando al joven Wallace le dé por ladrar a la luna a las dos de una tranquila y sosegada noche.

– Eso no es lo peor. Sophia ronca como un trueno y ha instalado su nido en el catre de Zachariah y éste le tiene tanto miedo que no se atreve a empujarla.

La separación tuvo lugar la mañana del 25 de noviembre en medio de una calma chicha y sin apenas viento. Cuando todos se hubieron trasladado a sus lugares correspondientes, el gobernador Phillip abandonó el Sirius a bordo de una lancha, al son de tres sonoros vítores por parte de todos los presentes en el barco. Él correspondió al saludo y fue trasladado rápidamente al Supply. Por lo que Donovan había dicho, se trataba de un majestuoso velero cuando hacía buen tiempo, pero de un barco en deplorables condiciones cuando lo hacía malo. Era una corbeta aparejada como un bergantín que hubiera tenido que ser un velero aparejado como un bergantín, pero con una vela cangreja a popa del palo mayor.

A media tarde, el Supply ya había desaparecido y los otros tres Corredores (que así los habían bautizado), con el Alexander en cabeza, también se habían alejado. Lo más curioso de aquel ejercicio fue que, en cuanto Phillip subió a bordo del Supply, empezó a soplar un espléndido viento favorable y entonces Hunter decidió salir en persecución de los Corredores. Por consiguiente, los siete rezagados fueron visibles hasta el día siguiente y después se perdieron en el horizonte hasta que el océano se tragó las puntas de sus mástiles. Con semejante tiempo, el Supply no tuvo dificultades para navegar en cabeza; al anochecer, ya había desaparecido y el Alexander, el Scarborough y el Friendship navegaron de frente, separados entre sí por una distancia equivalente a la longitud de un cable, exactamente doscientas yardas.

Dos días después tuvieron que volver a las viradas y las paradas.

– Yo no creo en la existencia de las rutas orientales -le dijo Will Connelly a Stephen Donovan, que acababa de terminar su guardia y se había acercado a la barandilla para ver si podía encontrar un pez para su cena.

Donovan se rió por lo bajo.

– Pues estamos a punto de encontrarlas, Will… y con creces. ¿Ves aquellos pajaritos pardos?

– Sí. Parecen vencejos.

– Petreles de las tormentas, los profetas de las tempestades, de las tempestades de verdad. Y el día está grasiento. Muy grasiento.

– ¿Qué es «grasiento»? -preguntó Taffy Edmunds, encargado de cuidar de las ovejas del alcázar junto con Bill Whiting, una elección que había provocado un considerable cachondeo en la prisión, pero que no había disgustado en modo alguno a los pastores, unos mozos de granja demasiado astutos para confesar que eran mozos de granja.

– El día es bueno, ¿no? -preguntó Donovan en tono de chanza.

– Pues sí, muy bueno. Hace sol y no hay viento.

– Pero el cielo no está azul, Taffy. Y el mar tampoco. Nosotros los marinos llamamos «grasientos» a esta clase de días porque el cielo y el mar dan la impresión de estar untados con una fina capa de grasa. Parecen apagados y sin vida. Por la tarde habrá unas pocas nubes blancas que se deslizarán velozmente por el cielo cual si fueran hojas de papel empujadas por el viento, pues un viento muy fuerte las empujará…, pero un viento que soplará muy arriba y nosotros no lo notaremos. Mañana a primera hora estaremos a la merced de un impresionante temporal. Asegura bien tus pertenencias y prepárate para atrancar las escotillas. Y, en cuestión de unas horas, sabrás lo que es encontrar las rutas del este. -Donovan lanzó un gozoso grito-. ¡Han picado!

Recogió el sedal, sacó un pez que parecía un pequeño abadejo, y se retiró danzando.

– Ya lo habéis oído -dijo Richard-. Será mejor que bajéis y aviséis a los demás de lo que está a punto de ocurrir.

– Grasiento -dijo Taffy en tono pensativo, retirándose al alcázar, donde Bill estaba sacando forraje de un cubo y esparciéndolo por el suelo.

– ¡Bill! ¡Nuestras ovejas! ¡Bill, nos van a echar la madre de todas las broncas!

Aquel día comieron a la misma hora en que las nubes surcaban velozmente el cielo, pero nadie acudió a darles de comer al día siguiente. La tempestad estaba empeorando por momentos y zarandeaba el barco cual si fuera una pelotita; las cuadernas crujían y resonaban como si fueran la parte interior de un tambor, pero las escotillas aún no habían sido atrancadas.

Coincidiendo aproximadamente con el momento en que los habitantes de la prisión comprendieron que no iban a comer hasta que el temporal amainara un poco, Richard se encaramó a la mesa, asomó medio cuerpo por la escotilla y se agarró a ella con todas sus fuerzas para contemplar cómo el océano se arrojaba sobre el Alexander desde los cuatro puntos del compás simultáneamente. La tentación fue demasiado fuerte; salió a cubierta, buscó un lugar seguro junto al palo mayor para contemplar desde allí cómo el mar azotaba el barco sin ton ni son.

Había mares de proa, mares de través y mares de popa, pero aquello eran los tres a la vez. Los aparejos crujían y gemían con dolor, aunque él sólo podía oírlos por encima del aullido del viento y el rugido del mar, pegando la oreja a la madera del palo mayor; el agua caía en cascada desde las velas mientras los marineros corrían de una verga a otra, arrizando unas velas y recogiendo otras por entero. La proa y el bauprés quedaban sepultados bajo el agua y se volvían a levantar en medio de la espuma y los impresionantes golpes de mar, mientras una segunda ola tronaba a babor, una tercera a estribor y una cuarta en la popa. Richard se había atado prudentemente con un trozo de cuerda; aquellas olas gigantescas se estrellaban contra la cubierta con una fuerza tan impresionante que ningún hombre de estatura inferior a la altura de una verga hubiera podido resistirla sin la ayuda de un cabo salvavidas.

Fue imposible ver al Scarborough o al Friendship hasta que una inmensa ola elevó el Alexander hasta su cresta, dejándolo en suspenso allí arriba justo el tiempo suficiente para ver cómo cabeceaba el pobre Friendship mientras las olas rompían sobre su cubierta. El Alexander descendió al seno entre dos olas, donde la cubierta quedó momentáneamente sumergida un palmo por debajo de la superficie y después se volvió a levantar cada vez más arriba… ¡Qué maravilla tan grande! ¡Y qué bien se estaba portando el viejo Alexander, a pesar de tener las cuadernas empapadas de veneno!

Habían atrancado las escotillas poco después de que él abandonara la prisión, pero él ni siquiera se había dado cuenta, hipnotizado por la grandiosidad de uno de los más violentos temporales que jamás hubiera habido. Cuando cayó la noche, Richard se soltó de su atadura y se arrastró, agotado y con la piel azulada a causa del frío bajo una de las lanchas, donde se hizo un nido bastante cálido y seco entre el heno. De esta manera, pasó las peores horas durmiendo y, cuando despertó a la mañana siguiente, todavía muerto de frío, vio que el cielo estaba azul pero no grasiento y que el mar seguía revuelto, pero no tan caótico como la víspera. Las escotillas estaban abiertas; se deslizo hasta la mesa y saltó, experimentando la sensación de haber sido el partero del fin del mundo.

Los gritos de júbilo con que fue acogido lo sorprendieron; desde que zarparan de Río, le había parecido que sus compañeros se estaban volviendo más independientes.

– ¡Richard, Richard! -gritó Joey Long, estrechándolo en un abrazo mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas-. ¡Creíamos que te habías ahogado!

– ¡Qué va! Estaba demasiado ocupado contemplando el temporal para fijarme en los que estaban en las escotillas, y, de esta manera, me quedé aislado. Pero cálmate, Joey. Estoy bien, simplemente mojado y muerto de frío.

Mientras se frotaba enérgicamente con un trapo seco, los demás le dijeron que John Bird, un convicto que se encontraba más hacia proa, había conseguido entrar en la bodega y había repartido pan.

– Nos lo hemos comido todo -dijo Jimmy Price-. Nadie nos había dado de comer.

Lo cual no impidió que Zachariah Clark exigiera que John Bird recibiera una tanda de azotes por haber robado algo perteneciente al contratista.

El teniente Furzer, que resultó ser una curiosa mezcla de compasión y desconcertada inercia, calculó la cantidad de pan que faltaba y anunció que era aproximadamente la misma que se habría repartido en caso de que se hubiera repartido.

A pesar de su discusión con Zachariah Clark en la Ciudad del Cabo, el capitán Sinclair había visto en él un alma gemela por su rapacidad; tan pronto como Clark se trasladó al alcázar del Alexander, Sinclair empezó a invitarlo a compartir sus opíparas cenas a cambio de que hiciera la vista gorda en el asunto del ron. Mientras Sophia utilizaba el camarote de Clark como paridera, Esmeralda accedió a que Clark durmiera en su camarote de día que, en realidad, no necesitaba para nada. Por consiguiente, cuando Sinclair se enteró del veredicto emitido por Furzer, transmitió un mensaje al marino por medio de Clark, ordenándole azotar a John Bird por apropiación indebida de las pertenencias del contratista.

– No falta nada que no tuviera que faltar -dijo Furzer en tono glacial-, por consiguiente, ¿por qué no os vais con viento fresco, grandísimo zopenco del carajo?

– ¡Informaré de vuestra insolencia al capitán! -dijo Clark con la voz entrecortada por la furia.

– Podéis informarle de lo que queráis, zopenco del carajo, pero eso no va a cambiar la situación porque en los convictos mando yo y no el muy condenado gordinflón de Esmeralda.


Todos los marineros del Alexander estaban deseando contar a quien quisiera escucharles que el temporal había sido el peor que jamás hubieran visto, sobre todo, por aquellos horribles mares que se les habían echado encima a la vez desde todos los puntos del compás…, terribles, verdaderamente terribles. Desde el Scarborough mandaron decir que todo iba bien; el pobre Friendship estaba en peores condiciones, pues se había inundado por la popa e incluso por el través. No había nada a bordo que estuviera seco, desde los animales a la ropa de los hombres y la de cama.

Pero, al final, habían encontrado las rutas del este, y los tres barcos, navegando de frente y separados entre sí por una distancia equivalente a la longitud de un cable, surcaron las aguas a un ritmo mínimo de ciento ochenta y cuatro millas terrestres por día. Ahora se encontraban a 40° de latitud sur y seguían bajando cada vez más. A principios de diciembre, tropezaron con un temporal mucho peor que el anterior, pero, por suerte, su duración fue menor. El frío era muy intenso a pesar de la estación estival; los convictos más pobres y menos previsores se acurrucaban para estar más calientes entre las delgadas sábanas de lino facilitadas por el contratista, si bien, gracias a las muertes que se habían producido, había algunas mantas de repuesto. Les fueron muy útiles.

La disentería empezó a propagarse entre los convictos y los marinos, y los hombres empezaron a morirse de nuevo. Más tarde se enteraron de que en el Scarborough y el Friendship también padecían de disentería. Richard insistió en que cada gota de agua que bebieran sus hombres se filtrara primero en las piedras de filtración previamente limpias. Estando el mar tan revuelto, ello significaba de unas pocas cucharadas en unas pocas. Si todos los barcos estaban afectados, ello quería decir que cualquier agua que bebieran estaba contaminada. El doctor Balmain no ordenó que se fumigara, restregara y enjalbegara la prisión, probablemente porque comprendió que, de haberlo hecho, habría estallado un motín.

A pesar de que el Friendship había desplegado más velas que en cualquier otro momento de la travesía, no lograba seguir el ritmo del Alexander y el Scarborough, los cuales recorrían más de doscientas siete millas terrestres al día. Cuando ya había transcurrido una semana del mes de diciembre, la temperatura subió un poco; Shortland ordenó que los dos imponentes buques negreros aminoraran un poco la marcha para que el Friendship les pudiera dar alcance. Después amaneció una mañana de blanca y espesa niebla, resplandeciente por dentro como una gigantesca, misteriosa, bellísima y peligrosa perla. Los tres barcos cargaron sus cañones sólo con pólvora y empezaron a disparar a ritmo regular mientras un marinero hacía sonar la campana del Alexander en su campanario de la banda de estribor, clang-glang, larga pausa, clang-clang. Unos amortiguados retumbos y unos débiles sonidos de campana les llegaron desde el Scarborough y el Friendship, que se mantenían tan fieles a su rumbo como el Alexander, separados entre sí por una distancia equivalente a la longitud de un cable. A las diez en punto, la niebla se disipó en un instante y pudieron contemplar un día espléndido, acompañado por una suave brisa.

De pronto, aparecieron grandes cantidades de algas a la deriva, señal segura de tierra, dijeron los marineros, a pesar de que no se veía tierra por ninguna parte, sólo un impresionante número de oreas que jugaban alegremente nadando por debajo y entre los tres barcos que surcaban las aguas juntos. Las algas se mezclaban con anchos regueros de esperma de pez que formaban tortuosas cintas, aunque nadie sabía de qué clase. Un poco más hacia el sur se encontraba la isla de la Desolación [6], donde el capitán Cook había pasado una vez unas Navidades de lo más extrañas.

Dos días más tarde, todo el mar se convirtió en sangre. Al principio, los sobrecogidos y asombrados ocupantes del Alexander pensaron que debía de ser la sangre de una ballena herida, pero después se dieron cuenta de que ningún leviatán habría podido sangrar hasta el extremo de teñir el mar de rojo hasta donde alcanzaba la vista. Un nuevo misterio de los abismos que jamás podrían desvelar.

– Ahora ya he comprendido finalmente la razón de vuestro anhelo de ver lugares desconocidos -le dijo Richard a Donovan-. Yo nunca sentí deseos de ver nada más allá de Bath, porque aquél era mi reducido y familiar mundo de Bristol. Un hombre no puede por menos que crecer cuando lo arrancan a la fuerza de su pequeño y reducido mundo familiar. O eso o, como algunos de la prisión de abajo, morirá de incertidumbre. El lugar tiene mucha importancia para los hombres. La tenía para mí y puede que la siga teniendo.

– Tener sentido del lugar es algo habitual, Richard. El hecho de que yo no lo tenga podría deberse a la pobreza y al ardiente deseo de verme libre de él, de salir de Belfast, de cualquier lugar que me mantuviera atado.

– ¿Eso significa que ibais a una escuela benéfica?

– No. Un amable caballero me acogió bajo su protección y me enseñó a leer y escribir. Dijo, y con razón, que el hecho de saber leer me abriría las puertas a cosas mejores mientras que la bebida no abre la puerta a nada.

Donovan sonrió al evocar un agradable recuerdo; Richard no quiso indagar y cambió de tema.

– ¿Por qué se ha convertido el mar en sangre? ¿Lo habíais visto alguna otra vez?

– No, pero he oído hablar de ello. Los marineros son muy supersticiosos y, por esta razón, comprobarás que muchos de ellos lo consideran una señal de condenación o de la cólera de Dios, o bien un prodigio del mal. En cuanto a mí… No sé qué decirte, excepto que lo considero un fenómeno tan natural como el deseo de sexo. -Donovan movió expresivamente las cejas y esbozó una sonrisa al ver la turbación de Richard, sabiendo muy bien que a éste le molestaba que lo llamaran mojigato, sobre todo porque en su fuero interno sabía que efectivamente lo era-. Puede que alguna gran convulsión en el fondo del mar haya hecho aflorar a la superficie un pedazo de roja tierra o, a lo mejor, la sangre está constituida por minúsculas criaturas marinas de color rojo.

Encontraron más tormentas, todas ellas terribles. En el transcurso de un memorable vendaval, el Alexander sufrió el único accidente de la travesía, cuando la verga de la gavia de proa se desprendió de los grátiles, lo cual dio lugar a que se rompieran las cadenas que mantenían sujeta la verga de madera al mástil y a que la vela todavía fijada a su verga se soltara. El Scarborough y el Friendship modificaron la posición de la vela mayor y de las gavias de proa para detener su avance y esperar a que los del Alexander atraparan la vela -una maniobra muy arriesgada- y se volvieran a sujetar los grátiles.

Después, en pleno solsticio de verano, empezó a llover y, poco después, cayó una fuerte nevada seguida de una granizada con unas piedras del tamaño de huevos de gallina. Las ovejas ni lo notaron, pero para los hombres y los cerdos fue una molestia que los dejó considerablemente magullados ¡Los placeres del verano a 41° al sur! 41° al norte era la latitud de la norteamericana ciudad de Nueva York y de la española ciudad de Salamanca, donde no caían fuertes nevadas durante el solsticio de verano. ¿Y si el hecho de estar en la parte de abajo del mundo fuera algo más que un metafórico estar al revés? La parte de abajo del mundo, pensaban muchos marineros, marinos y convictos, tenía que pesar mucho más que la parte de arriba.


El día de Navidad los tres veleros se encontraban a 42° al sur y mantuvieron su promedio de ciento ochenta y cuatro millas terrestres diarias en medio de un tiempo muy malo. La ballena más enorme de toda la travesía siguió a los tres barcos mientras duró la luz; era de color gris azulado y debía de medir más de cien pies de longitud. Menos mal que, por lo visto, sólo quería desearles felices Navidades, pues habría podido convertir las cuadernas del pequeño Friendship en minúsculas astillas.

En la prisión se respiraba una apacible atmósfera navideña. La comida que se sirvió a media tarde estuvo integrada por sopa de guisantes con carne de cerdo salada, el habitual trozo de cecina y la habitual hogaza de pan duro. El regalo especial fue la media pinta de ron puro de Río que recibió cada uno. También se les ofreció la oportunidad de ganar uno de los cachorros de Sophia. Ésta había parido cinco perritos muy sanos en el catre de Zachariah Clark, y el doctor Balmain había actuado de comadrona. Eran extraordinarios. Dos parecían perros dogos en miniatura, dos eran como unos terriers de pelo duro con la mandíbula inferior más alargada y otro era la viva imagen de Wallace. El teniente Shairp, orgulloso padre adoptivo, le ofreció a Balmain el privilegio de elegir; el médico eligió un doguito; y lo mismo hizo el teniente Johnstone, orgullosa madre adoptiva. El teniente John Shortland y el primer oficial Long no tuvieron más remedio que quedarse con la pareja de mandíbula de salmón.

Las cosas se complicaron cuando el teniente Furzer se negó a aceptar al vivo retrato de Wallace por su aspecto tan escocés (aunque eso no lo dijo… A fin de cuentas, estaban en Navidad).

– ¿Qué vamos a hacer con él? -preguntó Shairp.

– ¿Esmeralda y su amiguito del alma Clark?

Todo el alcázar rechazó despectivamente la idea.

– Pues entonces, creo que voy a ofrecer el pequeño MacGregor a la prisión como regalo de Navidad. No hay ningún convicto que tenga un perro -dijo Shairp.

A todos los presentes en el alcázar les pareció una idea excelente, digna de un brindis de sobremesa a base de oporto y ron.

El día de Navidad, los dos progenitores navales se presentaron en la prisión en cuanto terminó el almuerzo, Shairp llevando en brazos al pequeño MacGregor. Ambos oficiales estaban borrachos perdidos, aunque tal circunstancia no era una característica especial de la festividad que se estaba celebrando. Por regla general, no había manera de hablar con seriedad con ningún oficial de la marina después del almuerzo en ninguno de los barcos de la flota; la excepción era el Friendship, donde Ralph Clark bebía exclusivamente limonada y utilizaba la ración de ron que le correspondía para ofrecer a los carpinteros a cambio de recados de escribir y escritorios, y a los convictos a cambio de la confección de toda suerte de prendas, desde camisas a guantes.

La suerte de MacGregor se jugó utilizando cuatro barajas de cartas: los que extrajeron un as de diamantes fueron los que más posibilidades tenían de ganar. Entre brincos y vítores, tres hombres mostraron un as de diamantes. Sentado en la mesa, Shairp pidió a continuación que le trajeran tres pajas, aunque estaba tan bebido que Johnstone tuvo que doblarle cuidadosamente los dedos alrededor de las mismas.

– ¡Gana la paja más larga! -anunció Shairp.

La extrajo Joey Long, el cual rompió a llorar de alegría.

– ¡Long ha extraído la paja más larga!

Shairp estaba tan contento que se cayó de la mesa y Richard y Will tuvieron que ayudarlo amorosamente a levantarse mientras Joey tomaba en sus brazos la culebreante criatura y la cubría de besos.

– Lo vamos a dejar con su mamaíta hasta que lleguemos a Botany Bay -canturreó Johnstone-. Una vez en tierra, MacGregor será tuyo.

Dios no hubiera podido ser más benévolo, pensó Richard mientras se sumía en un sueño favorecido por el ron que, por una vez, no se había tomado con el deseo de despertar en la cubierta. Desde la muerte de Ike, la vida del pobre Joey ya no tiene sentido. Ahora tendrá un perro al que amar. Dios ha salvado a uno de los hombres que tengo a mi cargo. Rezo para que los demás tengan la misma suerte. Cuando abandonemos este encierro, será mucho más difícil que nos mantengamos unidos.

La velocidad de la navegación aumentó a más de doscientas siete millas terrestres diarias hasta finales de diciembre; el tiempo no podía ser peor: mala mar, vendaval, rugientes tempestades. Al sur de 43° los vientos emitían auténticos rugidos; las tormentas de Año Nuevo se abatieron sobre la proa mientras los veleros iban subiendo lentamente a 44° de latitud. Después empezó a soplar una brisa tan favorable que empujó los tres barcos, permitiéndoles cubrir doscientas diecinueve millas diarias. Cuando ya se esperaba de un momento a otro la aparición de los cabos meridionales de la Tierra de Van Diemen, el teniente Shortland ordenó por medio de señales que se conectaran los cables a las anclas por si acaso. El vendaval se intensificó y el Friendship perdió la botavara del ala del palo de trinquete de proa y la vela se rasgó, pero seguían sin avistar tierra.

Temiendo embarrancar en los arrecifes o en algunas rocas inexploradas, a las siete de la tarde del 4 de enero, Shortland ordenó que los barcos se situaran en estado de alerta. A la mañana siguiente, se oyó el grito largo tiempo esperado:

– ¡Tierra a la vista!

¡Allí estaba! ¡La punta más meridional de Nueva Gales del Sur! Un impresionante acantilado.

Una vez doblado el cabo sudoriental, el rumbo de los barcos experimentó un cambio radical desde el este hacia el norte por el nordeste; las últimas mil millas que quedaban para llegar a Botany Bay fueron las más exasperantes de toda la travesía, tan cerca y, sin embargo, tan lejos. Los vientos soplaban de cara y las corrientes eran contrarias, todo era desfavorable. Algunos días, los tres veleros acababan situados varias millas al sur de la posición de la víspera y otros días se pasaban el rato, virando sin cesar. Y algunos días los vientos eran, en palabras de los marineros, «terriblemente despiadados». Una noche, al Friendship se le rompió la vela de estay de la cofa del trinquete y, a la mañana siguiente, perdió la driza del racel. Subían poco a poco hasta 39° y después bajaban de nuevo a 42°. La vela de estay mayor del Friendship se rasgó en varios trozos, su quinto percance velero desde que se hicieran a la mar en la Ciudad del Cabo. Luchaban con denuedo para seguir avanzando.

Aunque el hecho de no poder seguir adelante no desanimó a los convictos en la misma medida que a los oficiales de derrota de los barcos, la falta de comida aceptable ejerció en ellos aproximadamente el mismo efecto. Avistaban de vez en cuando algún retazo de Nueva Gales del Sur, pero demasiado lejano para que pudieran hacerse una idea de la clase de tierra que era. Por suerte, un nuevo placer les alegró la existencia; incontables focas brincaban y retozaban alrededor de los barcos, flotaban con las aletas sobre el pecho, se zambullían y retorcían, resoplaban y emitían extraños ruidos por la nariz. Eran unas espléndidas y alegres criaturas. Y dondequiera que estuvieran, las acompañaban los bancos de peces. La sopa de pescado volvió a figurar en el menú.

El 15 de enero habían conseguido subir con gran esfuerzo a 36° y, al mediodía, vieron el Cape Dromedary, así bautizado por el capitán Cook por su gran parecido con el Barco del Desierto.

– Ya sólo nos quedan ciento cincuenta millas -dijo Donovan, disponiéndose a pescar un poco al término de su guardia.

Will Connelly lanzó un suspiro. A pesar de las nubes, el tiempo era tan caluroso que no podía leer y, en su lugar, había decidido pescar.

– Estoy empezando a pensar que jamás llegaremos a Botany Bay, señor Donovan -dijo-. Han muerto cuatro hombres más desde la Nochebuena y todos los que estamos abajo sabemos por qué. No de fiebre ni de disentería sino de desesperación, añoranza y desesperanza. Casi todos nosotros llevamos más de un año en este terrible barco. Subimos a bordo el 6 de enero del año pasado. ¡El año pasado! Qué extraño suena decirlo. Por consiguiente, yo creo que han muerto porque llegó un momento en que ya dejaron de esperar que algún día podrían abandonar este barco. Ciento cincuenta millas, decís vos. Igual podrían ser diez mil. Si algo nos ha enseñado este año es lo lejos que está el confín del mundo. Y lo lejos que está de casa.

La boca de Donovan se contrajo en una mueca y éste parpadeó rápidamente.

– Las millas pasarán -dijo al final, con los ojos clavados en el sedal que flotaba desde un pequeño trozo de corcho-. El capitán Cook ya advirtió de la presencia de esta contracorriente, pero nosotros estamos avanzando. Lo que necesitamos es una buena brisa del sudeste y seguro que la tendremos. Se avecina un cambio en la mar. Primero habrá una tormenta y después vendrá el viento del sudeste. Verás como no me equivoco.

Efectuaron incesantes viradas. Las focas ya no estaban y, en su lugar, habían aparecido miles de marsopas. De pronto, después de una húmeda y sofocante jornada, se abrieron los cielos. Unos rojos relámpagos, cuyo brillo y violencia rebasaba la capacidad de imaginación inglesa, tiñeron de púrpura unas nubes más negras que el humo de Bristol y estallaron en medio de un retumbo ensordecedor. A continuación, empezó a caer una perpendicular y densa muralla de agua a pesar del huracanado viento del noroeste. Una hora antes de la medianoche, el teatral espectáculo terminó bruscamente y, acto seguido, empezó a soplar una maravillosa brisa del sudeste que duró justo lo suficiente para que pudieran ver los blancos acantilados, los árboles, las curvas playas doradas y las bajas y amarillas fauces de Botany Bay.

A las nueve de la mañana del 19 de enero de 1788, el Alexander guió a sus dos acompañantes entre Point Solander y Cape Banks hacia el interior de una ancha y poco abrigada bahía. Unos cincuenta o sesenta negros desnudos gesticulaban en lo alto de cada uno de los dos promontorios, y allí, descansando en el seno de las picadas aguas de color acero, vieron al Supply. Los había derrotado por un solo día.


El Alexander había cubierto diecisiete mil trescientas millas en doscientos cincuenta y un días, es decir, treinta y seis semanas. Había pasado sesenta y ocho de dichos días en puerto y ciento ochenta y tres en la mar. En total, habían permanecido en él doscientos veinticinco convictos, algunos durante un solo día; llegaron ciento setenta y siete.


Cuando se echaron las anclas y el teniente Shortland se trasladó en un esquife al Supply para visitar al gobernador Phillip, Richard se quedó solo junto a la barandilla y se pasó un buen rato contemplando el lugar, en el que, conforme a una orden imperial, debería permanecer deportado hasta el año 1792. Cuatro años del futuro. Había cumplido los treinta y nueve en el Atlántico Sur entre Río de Janeiro y la Ciudad del Cabo.

La tierra que tenía ante sus ojos era llana en la costa y ligeramente montañosa más hacia el norte y el sur, y el panorama que ofrecía era toda una monótona sucesión de colores azul, pardo, tostado, gris y aceitunado. Agostada y reseca.

– ¿Qué has visto, Richard? -le preguntó Stephen Donovan.

Richard le miró a través de las lágrimas que le empañaban los ojos.

– No veo ni un paraíso ni un infierno. Eso es el limbo. El lugar al que van a parar las almas perdidas -dijo.

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