SÉPTIMA PARTE

De junio de 1791 a febrero de 1793


– Peg -dijo Richard, accediendo por una vez a facilitar voluntariamente información de carácter emocional- fue mi primer amor. Annemarie Latour fue puramente sexo. Kitty es mi último amor.

Stephen lo miró con ojos risueños, preguntándose cómo habría podido convertir lo que hubiera tenido que ser un enamoramiento en lo que sin duda sería una pasión duradera. ¿O acaso ha llegado tan lejos durante tanto tiempo que cualquier cosa que experimenta la amplía mil veces más?

– Eres la demostración viviente de que no hay nadie tan necio como un viejo necio, Richard. Kitty es amor y sexo todo envuelto en el mismo paquete. Para ti, por lo menos. Para mí… Yo solía pensar que el sexo era… bueno, si no lo más importante, sin duda lo más urgente, aquello que tenía que satisfacer a toda costa. Pero tú me has enseñado muchas cosas, una de las cuales es el arte de prescindir del sexo. -Stephen esbozó una sonrisa-. Siempre y cuando no aparezca alguien absolutamente delicioso. Entonces me desmorono. Pero se me pasa. Y la persona también.

– Como todo el mundo, necesitas ambas cosas.

– Tengo las dos. Pero no envueltas en el mismo paquete. Lo cual he descubierto que me va muy bien. Y, desde luego, no me quejo -añadió, levantándose con sincero regocijo-. Gracias a mi estancia en la isla de Norfolk me van a otorgar un puesto en la Armada Real, estoy firmemente empeñado en que así sea. Entonces me pasearé por el alcázar con mi uniforme blanco, oro y azul marino, con un catalejo bajo el brazo y cuarenta y cuatro cañones a mis órdenes.

Ambos se habían detenido para beber un trago de agua y descansar un poco del esfuerzo de cavar los cimientos de la nueva casa de Richard.

A Joseph McCaldren le habían concedido sus sesenta acres de tierra y se había desprendido alegremente de las mejores doce a cambio de la suma de veinticuatro libras; había hecho un buen negocio. D'arcy Wentworth había adquirido a continuación las restantes cuarenta y ocho y una parte de los sesenta acres de Elias Bishop en Queens borough. El comandante Ross había aprobado la cesión de la propiedad de muy buen grado.

– Me alegro mucho de que ocupes las tierras de McCaldren -le dijo a Richard-. Las has desmontado y las has dedicado al cultivo inmediatamente. Y eso es lo que la isla necesita. Más trigo, más maíz.

En la isla de Norfolk sólo había cuatro parcelas que incluían ambas orillas de la corriente; inmediatamente se las conoció como runs, corrientes, precedidas por el nombre del propietario. Lo cual dio a la isla de Norfolk cuatro nuevos puntos destacados que añadir a Sydney Town, Phillipsburgh, Cascade y Queensborough: Drummond's Run, Phillimore Run, Proctor's Run y Morgan's Run.

Por desgracia, los aserraderos dejaban a Richard muy poco tiempo para la construcción de su nueva casa. En Sydney Town se tenían que construir cuarteles y también cabañas aceptables para el cuerpo de Nueva Gales del Sur en el lugar previamente ocupado por los marinos del Sirius. Se tenía que acabar de construir una cárcel como Dios manda y más viviendas para funcionarios civiles. La lista del comandante Ross era interminable. Nat Lucas, que tenía más de cincuenta carpinteros a sus órdenes, no daba abasto.

– Ya no puedo garantizar la calidad del trabajo -le dijo éste a Richard durante el almuerzo del domingo en la casa de Richard a la entrada del valle-. Algunos edificios son de muy mala calidad, construidos sin el menor cuidado, y yo no puedo vigilar Queensborough, Phillipsburgh y todo lo demás. Me paso la vida corriendo y el teniente Clark me persigue constantemente por la cuestión de la colonia occidental, el capitán Hill me sacude con violencia por los hombros para quejarse de que las cabañas del cuerpo de Nueva Gales del Sur tienen goteras o corrientes de aire o qué sé yo… La verdad, Richard, ya no puedo más.

– Tú haces todo lo que puedes, Nat. ¿Se ha quejado de algo el comandante?

– No, es demasiado realista. -Nat miró a Richard con semblante preocupado-. Esta mañana me han dicho que el teniente Clark se ha tenido que encargar de los oficios religiosos por que el comandante se encuentra indispuesto. Mejor dicho, muy indispuesto, según Lizzie Lock.

Ninguno de los amigos más íntimos de Richard llamaba «señora Morgan» al ama de llaves del comandante.

El almuerzo había sido delicioso. Kitty había matado dos patos muy gordos y los había asado en una gran cazuela de horno con patatas, nabos y cebollas alrededor; después les había enseñado a Olivia y a sus gemelas a Augusta y a sus crías hembras, que muy pronto serían sacrificadas y vendidas a los almacenes o bien enviadas junto con su madre a un nuevo macho del Gobierno. ¡Menos mal que Richard había construido una pocilga muy grande!

– Cuando hayas echado los cimientos, Richard -dijo Nat, cambiando de tema-, George y yo hemos organizado una tanda de trabajo de dos fines de semana seguidos para levantar tu casa y hemos pedido permiso al comandante para que nos dispense de los oficios religiosos del domingo. De esta manera, con un poco de suerte, te podrás ir de aquí antes de la llegada de la nueva remesa de convictos. Todo será muy rudimentario, pero podréis vivir y tú podrás terminar la casa sin ayuda. ¿Tienes suficiente madera?

– Sí, de mi propia tierra. Instalé un aserradero y Billy Wigfall, que Dios lo bendiga, asierra para mí. Harry Humphreys y Sam Hussey vienen algunos sábados mientras que Joey Long descorteza los troncos. He pensado que podría empezar a desmontar mis propias tierras en lugar de utilizar árboles de otros lugares.

Es un hombre feliz, pensó Nat, y yo me alegro mucho por él. Cuando Olivia me dijo que tenía a Kitty en casa como amiga, ¡con lo muy enamorado que estaba de ella!, recé para que la chica tuviera un poco de sentido común y comprendiera la suerte que había tenido. Olivia dice que las mujeres se desmayan de sólo ver a Richard, pero es que las mujeres son muy raras. Y lo que más me gusta es que Kitty no sea una lagarta.

Las mujeres entraron conversando animadamente entre risas. Kitty sostenía en brazos al bebé William con un brillo tan especial en los ojos que Nat parpadeó, preguntándose cómo era posible que al principio le hubiera parecido fea. Las pequeñas Mary y Sarah se quedaron fuera para jugar con el perplejo MacTavish; tanto si miraba a la derecha como si lo hacía a la izquierda, veía a la misma niña.

– Me gustan todos tus amigos y sus mujeres, Richard, pero confieso que mi preferido es Nat Lucas -dijo Kitty en cuanto sus invitados se fueron, situándose detrás de su silla y atrayendo su cabeza hacia su vientre. Con los ojos cerrados, él la mantuvo allí, satisfecho.

El mundo de Kitty se había ensanchado en tantas direcciones distintas que casi parecía increíble. La primera noche de amor había sido un sueño deslumbrante; así la llamaba porque para ella los sueños eran mucho más hermosos que la vida. En los sueños ocurrían cosas extraordinarias e imposibles, como, por ejemplo, casas en Faversham, rodeadas de jardines floridos. Sin embargo, aquella noche había sido una realidad que se extendió a la siguiente y a todas las noches sucesivas. Las manos que tan hermosas le parecían le habían recorrido el cuerpo con la suavidad del terciopelo de seda.

– ¿Por qué no tienes las manos endurecidas y encallecidas? -le preguntó en determinado momento, estirándose y doblándose bajo sus rítmicas caricias.

– Porque soy armero de oficio y me las cuido mucho. Todas las cicatrices y los callos destruyen una parte de la sensibilidad sin la cual un armero no puede trabajar. Me las envuelvo en trapos cuando no dispongo de guantes -le explicó él.

Y, de esta manera, contestó a una de sus preguntas. Lo malo era que se negaba a contestar a casi todas, como, por ejemplo: ¿Qué clase de vida llevaba en Bristol? ¿Cuáles eran los detalles de su condena? ¿Cuántas esposas había tenido? ¿Tenía algún hijo en Bristol? ¿Cómo murió la hija que ahora tendría su edad? Su respuesta era siempre una sonrisa, tras la cual apartaba a un lado las preguntas con una suavidad no exenta de firmeza. Hasta que, al final, ella dejó de hacerle preguntas. Cuando él estuviera preparado para contárselo, lo haría. Pero puede que jamás lo estuviera.

¡Oh, qué bien hacía el amor! Aunque había escuchado literalmente cientos de conversaciones entre mujeres acerca de las exigencias sexuales de los hombres y la molestia que suponía verse obligadas a ceder a ellas, Kitty esperaba con ansia sus noches. Eran para ella el mayor placer que jamás hubiera conocido. Cuando sentía que él alargaba la mano en las primeras horas de la noche, se volvía hacia él con entusiasmo, excitada por un beso en su pecho o por la sensación de su boca contra su cuello. Y no era un recipiente pasivo; a Kitty le encantaba aprender a excitarlo y complacerlo.

Sin embargo, no creía estar enamorada de él. Pero lo amaba. Llegó a la conclusión de que su inmensa edad servía para convertirlo en un amante y un compañero mucho mejor. El simple hecho de mirarlo no despertaba su deseo, no aumentaba los latidos de su corazón ni le cortaba la respiración. Su deseo sólo se despertaba cuando él la tocaba o cuando ella lo tocaba a él. Cada día él le decía con la naturalidad y espontaneidad de un niño que la amaba y que ella era el principio y el final de su mundo. Y ella lo escuchaba, halagada de que le dijera unas cosas tan agradables, pero sin que su cuerpo y su alma se emocionaran.

Aquel día, sin embargo, era especial. Por una vez, fue Kitty la que inició las manifestaciones de afecto, acunándole la cabeza contra su cuerpo.

– ¿Richard? -le dijo, contemplando su corto cabello oscuro y pensando que ojalá se lo dejara crecer, pues tenía capacidad para ondularse.

– ¿Mmmmmm?

– Estoy embarazada.

Al principio, él se quedó petrificado, pero después levantó la cabeza y la miró con el rostro transfigurado por la alegría. Pegando un brinco, la levantó del suelo y la besó una y otra vez.

– ¡Oh, Kitty! ¡Mi amor, mi ángel! -El júbilo se desvaneció y fue sustituido por el temor-. ¿Estás segura?

– Olivia dice que estoy encinta, aunque yo ya estaba segura.

– ¿Cuándo?

– A finales de febrero o principios de marzo, pensamos. Olivia dice que me preñaste a la primera, como Nat. Y según ella, eso significa que seremos muy fértiles y tendremos todos los hijos que queramos.

Richard tomó su mano y se la besó reverentemente.

– ¿Te encuentras bien?

– Muy bien, dentro de lo que cabe. No he tenido la regla desde que me tomaste. Me mareo un poco a ratos, pero no tiene ni comparación con los mareos del barco.

– ¿Estás contenta, Kitty? Ha ocurrido muy pronto.

– ¡Oh, Richard, es un sueño! Estoy… -se interrumpió, buscando una nueva palabra-… extasiada. ¡Auténticamente extasiada! ¡Mi propio hijo!


El lunes por la mañana Richard se enteró a través de los rumores que circulaban de que el comandante Robert Ross estaba gravemente enfermo. El martes por la mañana, el soldado Bailey lo llamó de inmediato a la presencia del comandante.

Ross se encontraba en la gran estancia del piso de arriba que solía utilizar como estudio porque el hecho de estar allí lo aislaba de las visitas inoportunas. Cuando Richard siguió a la señora Morgan -muy preocupada y circunspecta- al piso de arriba y entró en la habitación, experimentó un sobresalto. El color del rostro del comandante era más gris que el de sus ojos, profundamente hundidos en las negras cuencas; Ross permanecía tumbado más rígido que una tabla, con los brazos estirados junto a los costados y las manos en gesto curiosamente expectante.

– ¿Señor?

– ¿Morgan? Bien. Quédate donde yo pueda verte. Señora Morgan, os podéis retirar. El doctor Callam no tardará en llegar -dijo Ross con voz firme.

De repente, su cuerpo se contrajo en un terrible espasmo y sus labios se separaron de los dientes en un rictus; a pesar de sus esfuerzos, emitió un gemido que Richard sabía muy bien que en otro hombre habría brotado como un grito. Soportó el ataque gimiendo y asiendo el cubrecama con unas manos que parecían garras; era lo que todos esperaban y para lo que ya tenían que estar preparados. Richard esperó en silencio, sabiendo que Ross no quería comprensión ni ayuda. Al final, el dolor desapareció y le dejó el rostro empapado en sudor.

– Ya estoy mejor para un buen rato -dijo después-. Callam dice que es una piedra en el riñon y Wentworth está de acuerdo. En cambio, Considen y Jamison discrepan.

– Pues yo me fío más de Callam y Wentworth, señor.

– Yo también. Jamison no sería capaz ni siquiera de castrar un gato y Considen es un prodigio arrancando muelas.

– No gastéis energías, señor. ¿En qué puedo serviros?

– Ten en cuenta que me puedo morir. Callam me administra un remedio que, según él, relaja el conducto que comunica el riñon con la vejiga en la esperanza de que pueda expulsar la piedra. Hacerlo así es mi única salvación.

– Rezaré por vos, señor -dijo Richard con toda sinceridad.

– Supongo que eso me será más útil que los medicamentos de Callam.

Se produjo otro espasmo que el comandante resistió.

– Si muero antes de que llegue un barco -dijo cuando terminó el espasmo-, este lugar se encontrará en una situación muy peligrosa. El capitán Hill es un necio y el teniente Ralph Clark tiene un nivel intelectual de aproximadamente la misma edad que el de mi hijo. Faddy es un bobalicón y un niño. Entre mis marinos y los soldados del cuerpo de Nueva Gales del Sur estallará una guerra, en la que todos los más miserables convictos, desde Francis a Peck, se alistarán con Hill. Habrá un baño de sangre y es por eso por lo que tengo intención de expulsar esta maldita piedra. Cueste lo que cueste.

– La expulsaréis, señor. No hay piedra capaz de destruiros -dijo Richard sonriendo-. ¿Hay algo más que yo pueda hacer?

– Pues sí. Ya he visto al señor Donovan y a otros, y he autorizado la distribución de mosquetes. A ti también se te entregará uno, Morgan. Por lo menos, los mosquetes de la marina disparan, gracias a ti. El cuerpo de Nueva Gales del Sur no cuida sus armas y yo no le he ofrecido tus servicios a Hill. Mantente en contacto con Donovan… y no confíes en Andrew Hume, que se ha puesto del lado de Hill y toma parte en sus fechorías. Hume es un farsante, Morgan, sabe tan poco como yo acerca de la transformación del lino, pero espera allí en Phillipsburgh como una araña, pensando que entre él y Hill controlan la mitad de esta isla.

– Vos concentraos en expulsar la piedra, señor. No permitiremos que Hill y su cuerpo de Nueva Gales del Sur se apoderen del mando.

– ¡Oh, ya vuelve otra vez! Vete, Morgan, y permanece alerta.

Sintiendo que la cabeza le daba vueltas, Morgan se quedó de pie en el rellano, tratando de imaginarse la isla de Norfolk sin el comandante Ross. La situación ya era muy tensa por culpa del soldado Henry Wright, el cual había sido sorprendido violando a Elizabeth Gregory, una niña de diez años de Queensborough. Para agravar las cosas, se trataba del segundo delito de Wright, que dos años atrás había sido condenado a muerte en Port Jackson por haber violado a una niña de nueve años, pero su excelencia lo había indultado a última hora con la condición de que se pasara el resto de su vida en la isla de Norfolk, traspasándole con ello su problema al comandante Ross. La esposa y la hija de corta edad de Wright lo habían acompañado, pero, tras el escándalo de la violación de Elizabeth Gregory, la esposa había pedido autorización para regresar con su hija a Port Jackson. Ross se la había concedido y había condenado a Wright a pasar tres veces por baquetas: primero en Sydney Town, después en Queensborough y, finalmente, en Phillipsburgh. La baqueta de Sydney Town tuvo lugar el mismo día en que el comandante Ross se puso enfermo; desnudo de cintura para arriba, Wright tuvo que correr entre dos hileras de personas de toda condición, sedientas de sangre y armadas con azadas, destrales, porras y látigos.

La violación de la niña había destruido la buena fama de los marinos, incluso entre muchos convictos respetuosos con la ley, aunque toda la inicial población de la isla de Norfolk estaba igualmente furiosa ante la creciente tendencia del gobernador Phillips a librarse de las personas conflictivas a expensas de la isla de Norfolk.

Ross tiene toda la razón, pensó Richard. Si muere, estallará la guerra.


Pero, siendo el comandante Ross, no murió. Su vida permaneció en precario equilibrio durante una semana, en cuyo transcurso Richard, Stephen y sus cohortes patrullaron por todas partes y mantuvieron una estricta vigilancia hasta que los dolores del comandante empezaron a disminuir. El doctor Callam no supo si había expulsado la piedra o si ésta se había retirado de nuevo al riñon, pues el dolor no desapareció de inmediato, sino que su intensidad fue disminuyendo poco a poco. Dos semanas después del ataque, el comandante ya pudo bajar a la planta baja y, al cabo de una semana, volvió a ser el mismo enérgico, cáustico y gruñón comandante Ross que todo el mundo conocía y o bien amaba o bien temía o aborrecía.


La balanza se inclinó un poco más en favor del cuerpo de Nueva Gales del Sur cuando a mediados de agosto de 1791 arribó el Mary Ann, el primer barco que llegaba desde que lo hiciera el Supply en abril, y el primer velero de transporte desde hacía un año. Transportaba once soldados más, tres esposas y nueve hijos pertenecientes al cuerpo de Nueva Gales del Sur, y ciento treinta y tres delincuentes, ciento treinta y un hombres, una mujer y un niño. Cuando descargó su carga humana, la población de la isla de Norfolk era de ochocientas setenta y cinco personas. El Mary Ann habría tenido que llevar a bordo provisiones suficientes para alimentar durante nueve meses al nuevo contingente que había descargado, pero, como de costumbre, quienquiera que hubiera calculado cuánto iban a comer los recién llegados, se equivocó de medio a medio. Las provisiones eran más bien para cinco meses.

La nueva remesa estaba integrada por treinta y dos casos perdidos que llevaban mucho tiempo causando problemas al gobernador Phillip y noventa y nueve desgraciados enfermos y medio muertos de hambre procedentes de otro barco que había arribado a Port Jackson, el Matilda. El Matilda y el Mary Ann eran los primeros dos de un contingente de diez veleros que habían zarpado de Inglaterra hacia finales de marzo, lo cual significaba que los barcos estaban efectuando la travesía con más rapidez, con menos escalas y de menor duración. El Matilda había efectuado la travesía en cuatro meses y cinco días sin hacer escala en ningún sitio, y el Mary Ann la había efectuado casi con la misma rapidez. La brevedad de la travesía salvó a los convictos que transportaban los barcos, pues los mismos contratistas negreros habían sido los proveedores de los transportes de 1791: los señores Camden, Calvert & King. Sólo el barco almacén Gorgon de la Armada Real se retrasaría a causa de su prolongada escala en la Ciudad del Cabo, donde compraría la mayor cantidad de animales posible. Puesto que el Gorgon transportaba casi toda la correspondencia y los paquetes, los iniciales habitantes de la isla de Norfolk lanzaron un suspiro y se dispusieron a esperar varios meses más. ¡Oh, qué frustración no saber nunca lo que ocurría en el resto del mundo! A ello se añadía el hecho de que el capitán del Mary Ann Mark Monroe estaba tan poco informado acerca de los acontecimientos mundiales que no podía aportar la menor noticia.

Pero eso sí, montó enseguida un tenderete en la playa recta.

– Stephen -dijo Richard-, voy a pedirte una promesa de hermano. ¿Me puedes prestar oro? Te puedo pagar en pagarés con intereses.

– Te prestaré con mucho gusto el oro, Richard, pero prefiero esperar a que me puedas pagar en oro -contestó astutamente Stephen-. ¿Cuánto necesitas?

– Veinte libras.

– ¡Una bagatela!

– ¿Estás seguro?

– Como tú, hermano, tengo amplio crédito en el Gobierno. Supongo que, en estos momentos, entre dos y trescientas libras… No me molesto en preguntarle a Freeman que me haga la suma total. Mis necesidades son muy simples y no suelen satisfacerse ni con oro ni con pagarés. Mientras que tú tienes que preocuparte por tu esposa y tu familia, por no hablar de la gran casa de dos pisos que te estás construyendo. -Cerrando todas las persianas, Stephen introdujo la mano en las esqueléticas fauces de un tiburón que había capturado en el Alexander y rebuscó hasta que saltó un resorte, dejando al descubierto una puertecita en la pared. La bolsa que sacó era muy abultada.

– Veinte libras -dijo, depositándolas en la palma de la mano de Richard-. Como ves, el préstamo de las veinte libras no me deja precisamente pelado.

– ¿Y si alguien se encapricha de las mandíbulas del tiburón?

– Por suerte, creo que eso ocuparía el último lugar de la lista de preferencias de un ladrón. -Stephen cerró la puerta y volvió a ajustar la posición de su trofeo-. Vamos, si no queremos que otro coleccionista de oro se nos adelante y se quede con las mejores gangas.

Richard compró varias yardas de muselina floreada, sabiendo muy bien que Kitty le había dicho una pequeña mentira; las criadas vestían de lana y diez yardas de muselina valían nada menos que tres guineas. El jurado se había compadecido de las llorosas y desoladas muchachas. Y bien podía hacerlo. También compró barata indiana de algodón para confeccionar ropa de diario para andar entre los cerdos y las aves de corral, hilo de coser, agujas, tijeras, una regla de yarda y unas llanas para sí mismo, y una cocina de hierro con una parrilla de hierro y un cajón para la ceniza en su base, coronada por un horno con una parte superior plana y un agujero para la chimenea. El capitán Monroe vendía láminas de tubería de acero para chimeneas como las que se instalaban en los barcos; dichas láminas valían más que la cocina. Las pocas libras que le quedaban las gastó en la adquisición de grueso tejido de algodón con revestimiento de lanilla para hacer pañales y sarga de lana de color rojo oscuro para la confección de abrigos de invierno para Kitty y el bebé.

– Te has gastado casi tanto dinero como en la compra de los doce acres de tierra -dijo Stephen mientras examinaba la solidez de la cuerda con que estaba asegurando los paquetes en el trineo-. Monroe es un ladrón.

– La tierra requiere esfuerzo y eso yo lo regalo -dijo Richard-. Quiero que mi mujer y mis hijos gocen de toda la comodidad que permite la vida en la isla de Norfolk. Este clima no es apto para las prendas de lana y lona de mala calidad, y las prendas que ya están hechas se rompen en el primer lavado. Londres nos engaña constantemente. Kitty cose todavía mejor de lo que cocina y puede confeccionar prendas de duración. -Se pasó por los hombros las correas del trineo y se las ajustó sobre el pecho. El trineo se puso en marcha sin el menor esfuerzo, a pesar de que llevaba más de trescientas libras de peso-. Te invito a cenar esta noche en el valle.

– Gracias, pero no. Tobías y yo estamos celebrando la partida del condenado pájaro de Mt. Pitt y nos vamos a comer dos espléndidas cuberas que he pescado esta mañana en el arrecife.

– ¡Por Dios, te vas a matar como sigas pescando de esta manera!

– ¡Qué va! Huelo la cercanía de las grandes olas a una milla de distancia.

Cosa que probablemente era cierta, pensó Richard; los conocimientos de Stephen sobre el viento, las condiciones meteorológicas, las corrientes y las olas eran asombrosos; y nadie conocía la isla de Norfolk como él.

En su deseo de dejar primero la cocina en el emplazamiento que iba a ocupar en la nueva casa, Richard empezó a subir por la empinada cuesta de Mount George por el camino de Queensborough. Aquel recorrido de una milla no constituía ninguna novedad para él; había subido innumerables veces por la cuesta de la colina con el trineo cargado de calcarenita. Unas ruedas habrían dificultado la subida, pues el trineo se deslizaba suavemente por las rodadas que sus patines habían trazado cuando el camino estaba lleno de barro. Cosa que aquel año no había ocurrido muy a menudo, pues había sido muy seco. Sólo los ocasionales aguaceros nocturnos habían permitido que el trigo y el maíz crecieran estupendamente bien.

Había experimentado la tentación de escatimar en el trabajo que llevaba a cabo por cuenta del Gobierno, una tentación que otros también habían sentido en su afán de desbrozar sus propias tierras para que empezaran a dar fruto, pero Richard era juicioso y sabía resistir aquellos impulsos. El pobre George Guest, que era muy ambicioso, había sucumbido antes del cumplimiento de su condena y había sido azotado por ello.

El látigo estaba cada vez más a la orden del día mientras el comandante Ross, el teniente Clark y el capitán William Hill del cuerpo de Nueva Gales del Sur trataban por todos los medios de controlar a una población que carecía de ritmo y de solidaridad. Todos iban en distintas direcciones de acuerdo con sus orígenes, sus limitadas experiencias y sus ideas acerca de lo que era una vida feliz. Con frecuencia, la idea de una vida feliz era una vida de ocio. En Inglaterra, lo más probable es que jamás hubieran mantenido tratos entre sí, lo cual se podía aplicar tanto a los marinos y a los soldados como a los convictos. Todo ello exacerbado por otro hecho: el de que casi todos los mandos militares eran escoceses mientras que entre los delincuentes y entre las tropas no había prácticamente ningún escocés.

Estamos gobernados por el látigo, por el exilio a la isla Nepean y por el encadenamiento a la muela porque ni un solo miembro del Gobierno inglés conoce ninguna otra manera de gobernar que no sea por medio del castigo despiadado. Tiene que haber otra manera, ¡tiene que haberla! Pero yo ignoro cuál puede ser. ¿De qué forma se puede convertir en mejores marinos a tipos como Francis Mee o Elias Bishop? ¿Cómo se puede conseguir que tipos como Len Dyer o Sam Pickett sean mejor de lo que son? Son unos sujetos codiciosos y holgazanes que se complacen en cometer el mal y armar alboroto. El castigo no convierte a los Mees, los Bishops, los Dyers y los Picketts en ciudadanos trabajadores y responsables. Pero el gobierno relativamente benigno del teniente King en la época en la que este lugar albergaba menos de cien almas tampoco conseguía transformarlos. Su benevolencia era correspondida con amotinamientos y conjuras, desprecio y desconfianza. Y, cuando hacia el final de su gobierno, la población aumentó a casi ciento cincuenta personas, el teniente King también tuvo que recurrir al látigo con mayor severidad y con mucha mayor frecuencia. Cuando se ven entre la espada y la pared, azotan. No hay respuesta, pero, ¡cuánto quisiera yo que la hubiera! Para que mi Kitty y yo pudiéramos educar a nuestros hijos en un mundo más limpio y mejor ordenado.

De esta manera pudo Richard hacer más llevadera la prueba de tirar del trineo por la cuesta terriblemente empinada de Mt. George; puso su espalda a trabajar y ocupó la mente en los enigmas que rebasaban su capacidad de comprensión.

Una vez en lo alto del monte, ya fue todo mucho más fácil; el camino subía y bajaba pero no era tan escarpado. Morgan's Run apareció ante su vista y entonces él se apartó del camino y bajó por un sendero que discurría entre los árboles, muchos de ellos ya convertidos en tocones. Su intención era dejar un borde de pinos de cincuenta pies de profundidad alrededor del perímetro y desmontar por entero la zona central de la parte llana. Allí plantaría el trigo cuyo cultivo era muy delicado, al abrigo de los fuertes vientos salados que soplaban desde todos los puntos del compás; el escaso tamaño de la isla no permitía que ningún viento se pudiera desprender de la sal. Las laderas de la hendidura en cuyo interior nacía la corriente de agua las dedicaría al cultivo de maíz para sus prolíficos cerdos.

En lo alto de la hendidura se quitó el arnés del trineo, a pesar de que ya había abierto un buen sendero hasta el saliente de la roca en el que se estaba construyendo la casa. Por muy fuerte que fuera, sabía que no podría sujetar el trineo colina abajo con el peso de todo aquel hierro; así pues, lo descargó todo menos la cocina y, a continuación, se situó con su arnés en la parte posterior del trineo y hundió los talones en la tierra mientras él y el trineo adquirían impulso, el trineo delante y él detrás. La distancia era casi excesiva; el trineo subió por una cuesta terraplenada que él había rellenado para que sirviera de freno, la rebasó ligeramente y se detuvo con un sordo ruido que indujo a Kitty a subir corriendo desde su huerto.

– ¡Richard! -gritó ésta, acercándose a toda prisa-. ¡Estás loco!

Demasiado exhausto para refutar su acusación, Richard se sentó en el suelo, jadeando; ella le ofreció una jarra de agua fría y se sentó a su lado, temiendo que se hubiera lastimado.

– ¿Estás bien?

Richard se bebió el agua y asintió con la cabeza, sonriendo.

– Tengo una cocina para ti, Kitty, con horno y todo.

– ¡El capitán Monroe ya ha montado su tenderete! -Kitty se levantó e inspeccionó con interés la nueva adquisición-. ¡Me podré cocer yo misma el pan, Richard! Y hacer pasteles cuando me sobren suficientes migas y claras de huevo. Y asar la carne como es debido… ¡Oh, es maravilloso! ¡Gracias, mil veces gracias!

En una de las vigas del techo había una polea, por lo que el hecho de levantar la cocina del trineo no fue tan difícil como evitar que el trineo se cayera desde el borde del terraplén hacia el valle de abajo. Él y Kitty se dirigieron juntos a lo alto de la colina, donde ella descubrió todos los tejidos, los hilos y todo el material de costura que Richard le había comprado.

– Richard, eres demasiado bueno conmigo.

– No, eso no es posible. Llevas a mi hijo en tu vientre.

Después Richard empezó a descargar el trineo para hacer otro viaje cuesta abajo con la chimenea, la cual, como es lógico, no había suscitado en Kitty el menor interés. Después, ambos bajaron a casa por el camino de Queensborough, Richard tirando de un trineo mucho más liviano.

Robert Ross, que había salido a la puerta de la casa del Gobierno para contemplar la soberbia puesta de sol, los vio bajar con el trineo por la pendiente de Mount George. Varias horas atrás había visto a Richard tirando de aquel trineo por la empinada ladera de la colina y le había llamado la atención la resistencia de aquel hombre. ¡Y qué listo era! Era un bristoliano, naturalmente. Una ciudad de trineos. Si no puedes tener ruedas, usa patines. Dudo que un mulo tuviera más fuerza, y eso que él sólo tiene dos patas. Yo tengo apenas ocho años más que él, pero no habría podido hacer eso ni a los veinte. La chica, pensó, era un capricho de Morgan. Una suave mosquita muerta con un carácter muy dulce. Una chica de asilo, le había explicado la señora Morgan en tono despectivo. Pero es que las chicas de los asilos de la severa Iglesia anglicana, al igual que las chicas de Canterbury (Ross tenía la documentación de la chica) solían ser muy dulces. Por su parte, Morgan era un hombre culto perteneciente a la clase media, por lo que una chica de asilo era bajar un poco de categoría. Pero no tanto, pensó cínicamente el comandante, como cuando se había casado con su esposa legal.

Richard y Kitty se mudaron a la nueva casa el sábado y el domingo 27 y 28 de agosto de 1791. Los distintos equipos de trabajo se habían encargado de colocar las vigas, las alfardas, los revestimientos metálicos y las ripias del tejado, y de construir un sendero desde la puerta principal hasta la corriente; de momento, sólo terminarían la planta baja y se encargarían de la de arriba cuando hiciera falta. Pasaría mucho tiempo antes de que la nueva casa resultara tan bonita como la antigua, pero a Richard no le importaba.

Tenían varias mesas, un banco de cocina, seis sillas muy bonitas, dos camas estupendas (una de ellas con colchón y almohadas de plumas), varios estantes para los distintos objetos de Richard y una chimenea de piedra con un gran hogar. La cocina de hierro se había colocado en el interior de la chimenea y la chimenea de acero subía por las fauces de la de piedra; a partir de aquel momento, ya no encenderían troncos en la chimenea, lo cual oscurecería la casa cuando anocheciera, pero sería mucho más seguro.

Recibieron regalos de estreno de la casa de gentes que sólo podían ofrecer plantas o aves de corral. Richard y Kitty los aceptaron con todo su corazón, sabiendo muy bien el valor que tenían. Nat y Olivia Lucas les regalaron una gatita de color carey y Joey Long otro perro. Los dos miembros más prósperos del círculo Morgan fueron lógicamente muy generosos: Stephen les regaló un armario de cocina de roble que le había comprado al doctor Jamison y los Wentworth una cuna. Impusieron a la gata el nombre de Tibby y a la perrita el de Charlotte porque parecía una cocker spaniel Rey Charles. MacTavish las acogió con agrado, pues seguía siendo el único animal macho de la casa.

No sabían dónde instalar la pocilga y el retrete hasta que a Richard se le ocurrió una manera de establecer la localización de la corriente subterránea que alimentaba el manantial; nada la debería contaminar. Recordando lo que había hecho el hermano de Peg la vez que tuvo que cavar un nuevo pozo, Richard cortó una rama ahorquillada de un verde arbusto lleno de savia, asió cada ramificación con una mano y trató de adivinar. La sensación fue muy curiosa cuando la experimentó, como si, de repente, la madera hubiera cobrado vida y le estuviera oponiendo una suave resistencia. Y, sin embargo, ni Kitty ni Stephen pudieron conseguir que el extremo de la rama se moviera.

– Es nuestra piel -dijo Stephen, mirándose tristemente las palmas de las manos-. Dura, seca y encallecida. Tú, en cambio, Richard, tienes la piel suave y húmeda. Creo que la piel del zahori completa la cadena del agua.

Cualquier cosa que hubiera en la raíz de aquella magia, Richard no tuvo más remedio que instalar la pocilga y el retrete al norte de la casa; al sur de la misma había corrientes subterráneas por doquier.

Nadie habría podido prever la consecuencia más lamentable de la mudanza, aunque Richard se echó la culpa a sí mismo por no haberla previsto. El mismo domingo en que se despidieron sin la menor tristeza del acre situado a la entrada de Arthur's Vale, John Lawrell fue sorprendido por un cabo casado de la infantería de marina jugando a las cartas con William Robinson Segundo en su cabaña. El comandante Ross le había dicho al cabo que podía trasladarse con su familia a la casa desocupada y vivir allí los últimos meses que le quedaban de servicio, y el hombre se había apresurado a ir a verla. El cabo, que era muy religioso, se escandalizó de lo que vio cuando miró a hurtadillas a través de la puerta de la cabaña de Lawrell. ¡Jugando a las cartas en domingo! Lawrell y Robinson fueron condenados a recibir cien azotes cada uno por jugar a las cartas en domingo.

– ¡Oh, qué pena! -le dijo Richard a Stephen-. No pretendían ofender ni a Dios ni a los hombres. Jamás se me ocurrió pensar que pudiera haber algo malo en ello, son simplemente unos amigos que se pasan la tarde del domingo con una baraja de cartas. No apuestan dinero, simplemente se divierten. Si hablara con el comandante…

– No, no puedes hacerlo -le dijo con firmeza Stephen-. ¡Déjalo correr, Richard! Desde que estuvo a punto de morir a causa de su enfermedad, el comandante tiene la manía de Dios y lamenta que aquí no tengamos capellán. Ahora está totalmente convencido de que el aumento de la delincuencia se debe al ateísmo y a la inobservancia de los domingos. En fin, es un escocés y está muy influido por la despiadada ética presbiteriana. Lawrell ya no está bajo tu protección… Nada de lo que tú pudieras decir induciría al comandante a cambiar de decisión. De una extraña manera, eso te beneficia, o así lo ve por lo menos el comandante. Tú te vas y Lawrell peca.

– No quiero ser alabado a costa del pellejo de otro hombre -dijo amargamente Richard-. ¡A veces, aborrezco a Dios!

– Tú no aborreces a Dios, Richard. A quienes verdaderamente aborreces es a esos necios que se califican a sí mismos de siervos de Dios.

El Salamander llegó el 16 de septiembre con doscientos convictos y más hombres para el cuerpo de Nueva Gales del Sur. Cuando zarpó, la población de la isla de Norfolk era de mil ciento quince personas. Tanto las muertes como las palizas habían aumentado de forma considerable desde la llegada del Mary Ann. La primera muerte por enfermedad o por causas naturales no se había producido hasta finales de 1790, cuando John Price, un convicto del Surprize murió como consecuencia de las penalidades sufridas durante la espantosa travesía.

Ahora la proporción entre hombres y mujeres se inclinaba claramente en favor de los varones, pero no de los varones fuertes y sanos. Muchos de los recién llegados estaban tan enfermos que acabarían muriendo, mientras que otros que no estaban tan debilitados saqueaban constantemente los huertos o trataban de robar en los almacenes, en busca de cualquier cosa que pudiera hacerles la vida más agradable. Los incorregibles del gobernador Phillip gravitaron inmediatamente hacia el campo de Francis-Peck-Dyer-Pickett y a ellos se unieron hombres maltratados y desilusionados como Willy Dring, a quien Richard recordaba del Alexander como un buen chico. Cada día estallaban violentas peleas, la cárcel estaba llena de gente y la muela se encontraba siempre en pleno funcionamiento. El espectáculo de hombres aherrojados e incluso de alguna que otra mujer aherrojada se convirtió en algo habitual. Sydney Town, Queensborough y Phillipsburgh eran lugares que todo el mundo deseaba abandonar. Nat Lucas, el componente del círculo de amigos de Richard que más cerca vivía de Sydney Town, había empezado a desmontar la parte superior de la tierra adicional que le había correspondido en Arthur's Vale y se estaba construyendo una nueva casa lo más lejos posible del llano.

Como es natural, Richard se había llevado esquejes y pequeños brotes de sus cañas de bambú y de azúcar y había cortado suficientes trozos de bambú adulto para hacerse varias cañas de pescar. Ya no iba a Point Hunter a pescar con un sedal manual; Stephen también había abandonado aquel lugar. Lo utilizaba demasiada gente y, además, se tenía que atravesar Sydney Town. Sydney Town se estaba pareciendo cada vez más a lo que Richard imaginaba que debía de ser Port Jackson, exceptuando el hecho de que los edificios eran de madera. La cal de la isla de Norfolk había regresado a su excelencia en Port Jackson a bordo del Mary Ann y el Salamander para servir de mortero con destino a los bloques de ladrillos y de piedra arenisca.

Ahora que Richard vivía en Morgan's Run, él y Stephen habían adquirido la costumbre de pescar desde las rocas de una pequeña y arenosa playa situada entre el desembarcadero de Sydney Bay y su promontorio occidental, Point Ross. El camino no era más largo que el de Hunter Point, el promontorio oriental, y el hecho de disponer de cañas de pescar aumentaba de forma considerable sus posibilidades de pescar atún y otros grandes habitantes de las aguas superficiales.

– ¿Qué opinas de estos rumores que circulan sobre la gran revolución que ha estallado en Francia? -preguntó Stephen mientras ambos limpiaban un atún de seis pies de longitud a la sombra de una roca.

– Ocurrió en las colonias americanas, ¿por qué no en Francia? Ojalá el Mary Ann o el Salamander hubieran traído alguna gaceta de Londres, pero creo que tendremos que esperar a que llegue el Gorgon a Port Jackson para averiguar lo que ha ocurrido en realidad. El Gorgon también traerá algo más que cartas personales de esposas de hombres como Ross y el precioso Ralphie.

– ¿Has escrito alguna vez a tu casa, Richard?

– No, jamás. Quiero tener algo que decir antes de hacerlo.

Stephen le miró con asombro. ¿Algo que decir? ¿Qué era el Alexander? ¿Qué era Port Jackson? ¿Qué era la isla de Norfolk?

– No veo la necesidad de escribir cartas tristes -explicó Richard-. Cuando escriba, quiero poder decirle a mi familia y a mis amigos de Inglaterra que he sobrevivido y que incluso he prosperado un poco. Que mi vida en las antípodas no es una vasija vacía.

– Sí, lo comprendo. En tal caso, no tardarás en escribir. Siempre y cuando no hayas olvidado cómo se escribe.

– Lo hago tan bien como siempre. No escribo cartas, pero, cuando no estoy muy cansado, escribo notas acerca de lo que estoy leyendo.

Regresaron a Morgan's Run por el camino más largo para regalar a Olivia Lucas una parte de aquel exquisito pescado, se tropezaron en la ciudad con D'arcy y le ofrecieron un poco, y después vadearon la corriente pasando por delante de la antigua casa de Richard y subieron por la hendidura de la roca.

A Kitty ya se le estaba empezando a notar el embarazo y había demostrado ser la esposa ideal para un colono de la isla de Norfolk, pues había aprendido a utilizar el martillo y a enfrentarse con pequeñas emergencias como el hecho de sorprender a una de las hijas de Augusta en el huerto, pulir y alisar con arena los muros interiores que Richard había levantado, cortar árboles de considerable tamaño, encargarse de recoger leña, acarrear agua, lavar, cocinar, limpiar y coser. En sus ratos libres, le explicó con la cara muy seria a Richard, se dedicaba a deshacer un tejido de lino y a tejer los hilos para formar mechas con ellos. Además, fabricaba sebo con la dura grasa del lomo cuando Richard mataba un cerdo y hacía velas de sebo. De esta manera, no tendrían que comprarlas en los almacenes, donde valían un penique cada una.

– Trabajas demasiado -la reprendió cariñosamente Stephen cuando se sentaron a comer el atún envuelto en hojas de banano y asado al horno.

– ¡No empecemos, Stephen! -contestó ella en tono de fingida amenaza sin dejar de saborear con fruición el pescado-. Richard siempre me dice lo mismo. Estoy bien, os lo aseguro, me siento fuerte y rebosante de energía. Y he descubierto que, cuando más feliz me siento es cuando hago cosas. Sobre todo, porque ésta es mi casa y yo ya estaba con Richard antes de que se construyera.

– Cuando encuentre a un hombre de quien me pueda fiar, Kitty, le pagaré al Gobierno por su trabajo y le encargaré las tareas que tú no podrás llevar a cabo cuando empieces a notarte más pesada.

– Aquí es donde George Guest se equivocó -dijo Stephen-. Si hubiera esperado a terminar su condena y hubiera llegado a un acuerdo con el comandante Ross sobre la contratación de dos trabajadores, ni él ni ellos habrían acabado por recibir una tanda de azotes.

– George es un buen hombre, pero tiene demasiado afán de medrar. Creyó que el trabajo le saldría más barato contratando directamente a dos marinos en lugar de pagarle una cantidad al Gobierno para que los contratara en su nombre. Pero el Gobierno inglés no funciona de esta manera. Lamento mucho lo que hace el Gobierno inglés, pero no veo qué sentido tiene tratar de engañarlo. Conseguiré un hombre por diez libras al año, cosa que me puedo permitir. Después de pagar mis deudas, por supuesto -añadió sonriendo.

– Te esfuerzas demasiado, Richard.

– Yo no lo creo. Pescar desde las rocas un sábado por la mañana es un descanso estupendo y también lo es cuidar del huerto y limpiar la pocilga después de los oficios religiosos del domingo. Por suerte, las objeciones del comandante a las actividades dominicales no alcanzan a las cosas que puedan ir a parar finalmente a los almacenes. Sus prohibiciones se limitan a la bebida y al juego.

– En la cuestión de la bebida, los hombres del cuerpo de Nueva Gales del Sur han montado una destilería estupenda con Francis Mee y Elias Bishop.

– Bueno, tenía que ocurrir, sobre todo, después de que el comandante se volviera tan religioso. Además, en febrero envió a Port Jackson en el Supply buena parte de lo que nosotros hacíamos. Es curioso lo que sube la producción cuando tienes un par de ollitas funcionando día y noche… incluso los domingos -dijo Richard, soltando una carcajada.

Cuando Stephen se fue, Richard y Kitty estuvieron trabajando codo con codo en el huerto hasta la hora de la cena, que comieron poco antes del anochecer. Los pequeños limoneros habían sobrevivido al trasplante como casi todo lo demás. Aquel año no habían tenido muchos gusanos y había sido lo bastante seco para que cupiera esperar que el trigo del Gobierno en Arthur's Vale y el maíz del Gobierno en Queensborough dieran unas cosechas muy abundantes. Había habido muchos vientos salados, como de costumbre, pero, por suerte, casi todos habían ido acompañados de fuertes chubascos, que reducían la posibilidad de que los cereales se añublaran. La lluvia había bastado justo para que el grano fuera madurando. A pesar de sus mil ciento quince habitantes, lo más probable era que la isla de Norfolk pudiera producir su propio pan y enviar a Port Jackson los excedentes de carne de cerdo para salar.


En Sydney Town, Queensborough y Phillipsburgh se seguían repitiendo las mismas peleas de siempre entre los diligentes hortelanos convictos y los holgazanes marinos y soldados. Ahora había muchos convictos gravemente enfermos que de ningún modo podían trabajar; algunos morían y otros eran sometidos al mismo trato que imperaba en Port Jackson: los fuertes les robaban a los débiles no sólo el sustento sino también la ropa. Aquellos que estaban obligados a proporcionar alimentos a los enfermos que a causa de su enfermedad habían caído en la indigencia lamentaban tener que hacerlo, sobre todo si aún no habían sido indultados o emancipados y, por consiguiente, no podían quedarse con lo que cultivaban en sus parcelas o bien venderlo a los almacenes.

El hambre seguía causando estragos en la zona de la isla de Phillipsburgh-Cascade que se encontraba a sólo tres millas de camino pero que, de tan aislada como estaba, parecía que estuviera tan lejos como Port Jackson. Phillipsburgh cultivaba menos productos comestibles para poder dedicarse más al cultivo del lino, y el transporte de productos comestibles desde el sur de la isla correspondía al superintendente señor Andrew Hume. Éste hacía un buen negocio comprando ropa de mala calidad con destino a los convictos e incurría constantemente en la cólera del comandante Ross, reduciendo las raciones de sus trabajadores para poder vender la comida a los soldados del cuerpo de Nueva Gales del Sur que vivían algo más acá del centro del camino de Cascade. Como ahora casi todas las tropas del teniente gobernador de la isla estaban integradas por soldados del cuerpo de Nueva Gales del Sur, a Ross le resultaba imposible controlar Phillipsburgh y la alianza que se había establecido entre Hume y el capitán Hill. Un trabajador del lino que se moría de hambre se comió una planta del bosque que confundió con un repollo, y murió. Pero aun así Hume siguió especulando y engañando con la connivencia de Hill y de sus soldados.

Los peores males eran el hecho de cultivar productos comestibles y el abismo existente entre los que cultivaban mucho y comían bien y los que no cultivaban nada, un abismo que aumentaba día a día entre los silbidos del látigo y los gritos de los que recibían las tandas de azotes. Un médico tenía que ser testigo de la aplicación del gato, por lo que Callum, Wentworth, Considen y Jamison cerraron un trato; cualquiera de ellos que tuviera que estar presente, pediría que cesara el castigo tras un número de azotes entre quince y cincuenta y después se encargaría de que la siguiente tanda no se administrara hasta que el culpable se hubiera curado de la primera. El hecho de que un convicto recibiera la totalidad de los doscientos azotes podía llevar mucho tiempo y, por regla general, el comandante Ross perdonaba al culpable el resto de los latigazos antes de que éste sufriera graves daños.

Los consejos de guerra, por su parte, aumentaron en gran manera debido a que las diferencias de opinión y el rencor nacidos del rango y la procedencia herían profundamente los delicados sentimientos militares, auténticos o (con harta frecuencia) imaginarios. Casi todos los marinos y soldados, incluyendo a los oficiales, eran incultos, mezquinos, impresionables, irascibles, increíblemente inmaduros y predispuestos a creer cualquier cosa que les dijeran. Una ofensa sin importancia se convertía en un imperdonable insulto antes de que empezaran a circular los correspondientes rumores, tanto entre los libres como entre los convictos.

El infatigable teniente Ralph Clark se ganó todavía más el aprecio del comandante Ross, detectando (por medio de pequeños fisgoneos) la existencia de una carta ilícita del secretario del comandante, Francis Folks, al juez abogado de Port Jackson, capitán David Collins. El documento acusaba a Ross de extremada crueldad y opresión, de reducir las raciones tanto de los libres como de los convictos, etc. Se adjuntaban unos papeles y algunas opiniones acerca de la conducta del teniente gobernador en relación con los asuntos de la isla de Norfolk, según los cuales éste era algo así como una mezcla entre Iván el Terrible y Torquemada. La reacción de Ross fue aherrojar a Folks y requisar la carta, los papeles y las opiniones para utilizarlo todo como prueba directa, y ordenar que Folks fuera juzgado en Port Jackson por el propio destinatario de la carta, Collins. Mientras actuaba, el comandante ya supo a quién creería Collins. No importaba. Los protocolos eran muy precisos y la ley marcial era cosa del pasado. Por desgracia.


El Atlantic llegó el 2 de noviembre con una noticia que resultó totalmente inesperada para todos menos para el propio comandante Ross. El barco transportaba la correspondencia y los paquetes que el Gorgon había transportado desde Portsmouth: sí, al final, había llegado el Gorgon. El Atlantic también llevaba a bordo al nuevo teniente gobernador de la isla de Norfolk, el comandante Philip Gidley King, que había regresado de Inglaterra en el Gorgon en compañía de su flamante esposa Anna Josepha. Cuando desembarcaron del Atlantic en la isla de Norfolk, ella ya se encontraba en las últimas etapas del embarazo, mimada y cuidada con esmero por el joven William Neate Chapman, el protegido y (oficialmente) el agrimensor de King. A una comunidad ya acostumbrada al gobierno del comandante Ross, le resultó muy difícil establecer cuál de los dos, Anna Josepha o Willy Chapman, era más tonto; se llamaban el uno al otro «hermano» y «hermana», se reían constantemente, se miraban socarronamente y llamaban la atención por la similitud entre sus rasgos faciales. Los dos hijos de King habidos de Ann Innet no habían acompañado a su padre aunque, según los rumores, Norfolk, el mayor de los dos, estaba al cuidado, en Inglaterra, de los padres de la esposa del señor Philip Gidley King. Los padres del propio King eran más severos, lo cual indujo a algunos a suponer que, a lo mejor, la familia de Anna Josepha estaba acostumbrada a los bastardos, por lo que, a lo mejor, Anna Josepha y Willy Chapman eran…

Del Atlantic desembarcó también el capitán William Peterson del cuerpo de Nueva Gales del Sur, su mujer -escocesa, naturalmente- y el reverendo Richard Johnson que había viajado para bendecir, casar a la gente y también bautizar a treinta y un bebés de la isla de Norfolk. Algunos de los visitantes permanecerían muy poco tiempo en la isla. El Queen, recién llegado a Port Jackson, transportaba más convictos…, esta vez, convictos irlandeses de pura cepa que habían embarcado en Cork.

Todo lo cual marcaría el final de la presencia de los infantes de marina. El comandante Ross, los tenientes Clark, Faddy y Ross, hijo, y los últimos marinos reclutados deberían abandonar la isla a bordo del Queen. Pasarían algún tiempo en Port Jackson, donde esperarían el regreso del Gorgon de su travesía en busca de provisiones a la bengalí ciudad de Calcuta, patria de una fuerte y resistente raza de ganado. Los años habían pasado en Port Jackson pero de aquel desaparecido rebaño del Gobierno jamás se había visto ni rastro.

¡La situación era tan confusa! ¡Tan inquietante! Todo pareció ocurrir en un abrir y cerrar de ojos… Los barcos y los comandantes vinieron y se fueron, más bocas que alimentar. Los iniciales habitantes de la isla vagaban sin rumbo y se preguntaban en qué pararía todo aquello.


El comandante King se horrorizó al ver lo que había ocurrido en su amada isla. ¡Maldita sea, aquel lugar no era más que una versión en madera de aquel antro de iniquidad llamado Port Jackson! En cuanto a la casa del Gobierno…, ¿cómo podía pedirle a su flamante esposa que viviera en una residencia tan ruinosa, pequeña y destartalada? ¡Y nada menos que bajo la égida de una vulgar ramera como la señora Morgan que se había emperifollado con sus mejores galas para recibirlo y acompañarlo en un recorrido por la residencia! Tendría que echarla más tarde o más temprano.


El estado de ánimo de King no mejoró precisamente cuando éste se enteró de que las numerosas cabezas de ganado que había adquirido por iniciativa propia en la Ciudad del Cabo no habían resistido la travesía a bordo del Gorgon; sólo llegaron con él unos cuantos en el Atlantic…, algunas ovejas, cabras y pavos enfermos y ni una sola vaca viva.

¡Oh, qué descuidado y ruinoso estaba todo! ¿Cómo había permitido el comandante Ross que su joyel del océano se hundiera de aquella manera? Pero ¿qué otra cosa se podía esperar de un palurdo marino escocés? Ligeramente pagado de sí mismo y dominado al máximo por su parte celta, King estaba deseando hacer grandes cosas pero, al mismo tiempo, no estaba muy seguro de que la isla de Norfolk estuviera en condiciones de ofrecerle semejante oportunidad. En su romanticismo, había abrigado la sincera esperanza de que una colonia de más de mil trescientas personas pudiera ser exactamente igual que una de ciento cuarenta y nueve. El único consuelo, aparte del que le deparaba su pequeña y querida Anna Josepha, era el hecho de que sus existencias de oporto fueran prácticamente inagotables.

Él y el comandante Ross, obligados a convivir durante unos cuantos días, se miraban el uno al otro con el mismo recelo que dos perros que no estuvieran muy seguros de cuál de ellos podría ganar una posible pelea. Con su habitual franqueza, el comandante no presentó excusas ni disculpas por el lamentable estado de la isla, se limitó a entregar unos breves resúmenes de lo que sus documentos y registros decían con más detalle. Lo que hubiera podido degenerar en pelea durante el almuerzo en la abarrotada casa del Gobierno no degeneró gracias sobre todo al tacto del reverendo Johnson, la presencia de los presuntos hermanos Anna Josepha y Willy Chapman, la exquisita comida servida por la esposa de Richard Morgan y varias botellas de oporto.

El capitán William Hill del cuerpo de Nueva Gales del Sur hizo todo lo posible por empañar la reputación del comandante saliente Ross, acusándolo de haber examinado bajo juramento a unos convictos seleccionados, antes de la llegada del reverendo Johnson y del médico señor Balmain que iba a ocupar el puesto del doctor Denis Considen. Hill y Andrew le arrojaron encima toda la porquería que pudieron, pero el comandante se defendió demostrando sin la menor dificultad que los convictos eran unos bribones perjuros y que Hill y Hume no les iban demasiado a la zaga. La batalla no tendría más remedio que prolongarse en Port Jackson, pero, de momento, los combatientes declararon el cese de hostilidades y se dispusieron a hacer o deshacer sus baúles y maletas.


Richard se mantuvo cuidadosamente al margen, lamentando mucho la partida del comandante Ross, sin estar muy seguro de si le apetecía ver al teniente…, mejor dicho, al comandante King ocupar el lugar de aquél. Ross podía ser muchas cosas, pero no cabía duda de que Ross era por encima de todo un hombre realista.

El traspaso oficial de poderes tuvo lugar el domingo 13 de noviembre al término de los oficios religiosos presididos por el reverendo Johnson. Toda la población se congregó delante de la casa del Gobierno y allí se leyó el nombramiento del comandante King. El Atlantic estaba a punto de zarpar y el Queen se retiraría a Cascade y ambos veleros se harían a la mar al día siguiente. El comandante Ross pidió al nuevo teniente gobernador que todos los convictos detenidos o bajo sentencia de castigo fueran perdonados; King accedió benévolamente a la petición.

– Lo hemos hecho todo menos besarnos -le dijo el comandante a Richard mientras la muchedumbre se dispersaba-. Acompáñame un rato, Morgan, pero deja que tu mujer se adelante con Long.

Mi racha de buena suerte me sigue acompañando, pensó Richard, indicándole con un gesto de la cabeza a Kitty que siguiera adelante con Joey.

Los trámites que había llevado a cabo con Ross para asegurarse los servicios de Joseph Long, un hombre condenado a catorce años, como trabajador y factótum suyo a cambio de la suma de diez libras anuales, acababan de culminar en la correspondiente autorización. Tras haber examinado a otros hombres, había llegado a la conclusión de que el fiel Joey era preferible a cualquier otro. Puesto que varios de los recién llegados eran zapateros, el comandante Ross había accedido a prescindir de Joey. Aquel cambio de empleo también sería beneficioso para Joey. No era probable que el comandante King hubiera olvidado la pérdida de su mejor par de zapatos.

– Me alegro de tener la oportunidad de desearos lo mejor, señor -dijo Richard mientras caminaba pausadamente a su lado-. Os voy a echar enormemente de menos.

– No te puedo devolver el cumplido exactamente de la misma manera, Morgan, pero te puedo decir que jamás lamenté contemplar tu rostro ni oír las palabras que brotaban de tu boca. Aborrezco este lugar casi tanto como Port Jackson o Sydney o como demonios lo llamen ahora. Aborrezco a los convictos y a los infantes de marina. Y aborrezco la maldita Armada Real. Te estoy agradecido por los servicios de tu mujer, que ha sido justo lo que tú me dijiste: una excelente ama de casa y no una tentadora. Te estoy agradecido por la madera y el ron. -Hizo una pausa para pensar y después añadió-: Aborrezco también al maldito cuerpo de Nueva Gales del Sur. Habrá un ajuste de cuentas, no te quepa la menor duda. Los necios idealistas de la Armada van a soltar una manada de lobos en este cuadrante del globo, unos lobos disfrazados de soldados del Cuerpo de Nueva Gales del Sur, con los cuales supongo que tienen intención de juntarse otros lobos de la infantería de marina como George Johnston. Les importan tan poco como a mí los convictos o estas colonias penitenciarias, pero yo regresaré pobre a Inglaterra mientras que ellos regresarán más gordos por todas las cosas a las que habrán hincado el diente. Y una buena parte de ellas será el ron, mira bien lo que te digo. El enriquecimiento a costa del deber y el honor, rey y patria. ¡Mira bien lo que te digo, Morgan! Porque así será.

– No lo dudo, señor.

– Veo que tu mujer está embarazada.

– Sí, señor.

– Estarás mejor lejos de Arthur's Vale, pero has tenido la inteligencia de comprenderlo por ti mismo. No tendrás ningún problema con el señor King, pues éste no tendrá más remedio que aprobar todas las disposiciones que yo he tomado como teniente gobernador oficialmente nombrado por su majestad. Cierto que tu indulto se encuentra en último extremo en manos de su excelencia, pero, de todos modos, te faltan sólo unos meses para cumplir tu condena y no veo por qué no te iban a conceder el indulto total. -Ross hizo una pausa-. Si esta condenada isla sale alguna vez adelante, será gracias a hombres como tú y Nat Lucas. -Ross extendió la mano-. Adiós, Morgan.

Parpadeando para reprimir las lágrimas, Richard tomó la mano y la estrechó.

– Adiós, comandante Ross. Os deseo lo mejor.

Eso, pensó Richard embargado por una profunda tristeza mientras apuraba el paso para alcanzar a Kitty y Joey, es sólo la mitad del trabajo. Aún tengo por delante la otra mitad.

Ocurrió mientras el Queen desembarcaba la carga y a los convictos, primero en Cascade y después en Sydney Bay; Richard se encontraba en el aserradero trabajando con otro hombre porque Willy Wigfall se iba y él estaba tan ocupado gritándole instrucciones a su compañero de abajo que no se molestó en levantar la vista. Cuando terminaron de cortar el tronco, se percató de la figura enfundada en su uniforme de la Armada Real ribeteado con fulgurante galón de oro y entonces se quitó los trapos que le envolvían las manos y se acercó a saludar al comandante King.

– ¿Acaso el supervisor de los aserradores tiene que aserrar personalmente? -preguntó King, contemplando admirado los músculos del pecho y los hombros de Richard.

– Me gusta hacerlo, señor, y, además, con ello les hago saber a mis hombres que lo sigo haciendo mejor que ellos. Los aserraderos funcionan todos muy bien en estos momentos y cada uno de ellos tiene al frente a un hombre muy bien preparado. Éste -vuestro tercer aserradero, señor, si bien recordáis- es el que elijo para aserrar personalmente cuando decido hacerlo.

– Juro que estás en mucho mejor forma que cuando me fui, Morgan. Tengo entendido que ya eres un hombre libre en virtud del indulto que se te ha concedido, ¿verdad?

– Sí, señor.

Frunciendo los labios, King tamborileó con los dedos sobre su muslo envuelto en una pernera impecablemente blanca, con gesto de leve irritación.

– Supongo que no puedo culpar a los aserraderos de la espantosa calidad de los edificios que he visto por ahí -dijo.

El abismo se abría ante sus ojos y había que cruzarlo. Richard apretó las mandíbulas y miró a King directamente a los ojos, más consciente que nunca de su poder. Gracias, Kitty.

– Confío, señor, en que no le vayáis a echar la culpa a Nat Lucas.

King pegó un brinco con expresión horrorizada.

– ¡No, no, Morgan, por supuesto que no! ¿Echarle la culpa al jefe de carpinteros que yo nombré inicialmente? Líbreme Dios de hacer tal cosa. No, yo le echo la culpa al comandante Ross.

– Pues eso tampoco lo podéis hacer, señor -dijo Richard con firmeza-. Abandonasteis este lugar hace veinte meses, unas dos semanas después de que el número de habitantes de la isla pasara de ciento cuarenta y nueve a más de quinientos. Durante vuestra ausencia, la población ha aumentado a más de mil trescientas personas. Y después del Queen, más todavía, y, encima, irlandeses de pura cepa… La mayoría de ellos ni siquiera habla inglés. Ya no es el lugar que vos dejasteis, comandante King. Entonces gozábamos de buena salud… pasábamos muchas penalidades, pero nos las arreglábamos. Ahora por lo menos un tercio de las bocas que alimentamos están enfermas y tenemos entre nosotros la escoria de Port Jackson, los sujetos más miserables que os podáis imaginar. Estoy seguro -añadió sin prestar atención a las muestras de indignación y hastío de King- de que, durante vuestra estancia en Port Jackson, debisteis de comentar con su excelencia las dificultades por las que está pasando su excelencia. Bueno pues, aquí ha ocurrido lo mismo. Mis aserraderos han producido miles y miles de pies de madera a lo largo de los últimos veinte meses.

Buena parte de ellos se habrían tenido que curar durante más tiempo del que se curaron porque la llegada de nuevos convictos era incesante. Se podría decir que el comandante Ross, Nat Lucas, yo y otros muchos nos vimos metidos de lleno en esta situación. Pero nadie tiene la culpa. Por lo menos, nadie de esta parte del globo.

Sin apartar la mirada de los ojos de King, Richard esperó serenamente. Sin servilismo, pero también sin el más mínimo descaro o la más mínima arrogancia. Si este hombre quiere sobrevivir, pensó, deberá tener en cuenta lo que yo le he dicho. De lo contrario, fracasará y el cuerpo de Nueva Gales del Sur acabará gobernando la isla de Norfolk.

El exaltado celta luchó durante aproximadamente un minuto con el flemático inglés, pero, al final, King encorvó los hombros.

– Comprendo con toda claridad lo que me estás diciendo. Pero lo que yo quiero decir es que eso no puede seguir así. Insisto en que todos los edificios se construyan debidamente, aunque ello suponga que algunos tengan que vivir bajo unas lonas durante el tiempo que haga falta. -Su estado de ánimo cambió-. El comandante Ross me informa de que las cosechas serán estupendas, tanto aquí como en Queensborough. Hay muchos acres y ninguno se ha estropeado. Reconozco que es un gran logro. Pero tenemos que poner hombres a trabajar en la muela. -King contempló su presa que todavía se conservaba muy bien-. Necesitamos una noria y Nat Lucas dice que la puede construir.

– Estoy seguro de que sí. Sus únicos enemigos son el tiempo y la falta de material. Si le dais lo segundo, él encontrará lo primero.

– Sí, yo también lo creo. -Su rostro adquirió una expresión de complicidad mientras se apartaba para que nadie más le oyera-. El comandante Ross también me ha dicho que le destilaste ron durante un período de crisis. El ron salvó también a Port Jackson de un amotinamiento entre los meses de marzo y agosto de este año, cuando no había ni ron ni barcos.

– Yo lo destilé, señor.

– ¿Tienes la destiladera?

– Sí, señor, muy bien escondida. No me pertenece, es propiedad del Gobierno. El hecho de que yo sea su custodio se debe a que el comandante Ross me tenía confianza.

– La lástima es que estos malditos capitanes de barco de transporte son capaces de vender destiladeras a individuos particulares. Tengo entendido que el cuerpo de Nueva Gales del Sur y algunos de los peores convictos están destilando bebidas alcohólicas ilegales. Por lo menos, en Port Jackson no pueden cultivar caña de azúcar, pero aquí crece como las malas hierbas. La isla de Norfolk es una fuente potencial de ron. Lo que el gobernador de Nueva Gales del Sur tiene que decidir es si seguir importando ron desde miles de millas de distancia a costa de unos enormes dispendios o si empezar a destilarlo aquí.

– Dudo que su excelencia el gobernador Phillip acceda a hacer tal cosa.

– Ya, pero no será gobernador eternamente. -King miró a Richard con semblante muy preocupado-. Su salud está muy quebrantada.

– Señor, no os inquietéis por cuestiones que todavía quedan muy lejos -dijo Richard, tranquilizándose.

Había cruzado el abismo y sus relaciones con King serían satisfactorias.

– Cierto, cierto -dijo el nuevo teniente gobernador, retirándose a toda prisa para encerrarse una o dos horas en su despacho, quizá con una gotita de oporto para aliviar la monotonía.


– Hay una caja para ti en los almacenes -dijo Stephen poco después de aquel encuentro-. ¿Qué ocurre, Richard? Te veo muy cansado para ser alguien que es capaz de aserrar una docena de gigantescos troncos como si nada.

– Acabo de hablarle con toda claridad al comandante King.

– ¡Vaya! Bueno, ahora eres un hombre libre y no te puede azotar sin previo juicio y condena.

– He sobrevivido. Como siempre, por lo visto.

– ¡No tientes el destino!

Richard se inclinó y tocó madera.

– Esta vez, por lo menos -rectificó-. Ha tenido el sentido común de comprender que lo que yo le decía era la pura verdad.

– Pues entonces, aún cabe esperar algo de él. ¿Has oído lo que te he dicho al principio, Richard?

– No, ¿qué?

– Hay una caja para ti en los almacenes. Llegó en el Queen. Pesa demasiado para llevarla, por consiguiente, toma el trineo.

– ¿Cenas con nosotros esta noche? Después me podrás ayudar a explorar la caja.

– Allí estaré.

Tomó el trineo al mediodía y Tom Crowder, acogido inmediatamente bajo la protección del señor King, lo acompañó al lugar donde se encontraba la caja. Alguien la había abierto, pero no era nadie de los almacenes, pensó. A bordo del Queen o en Port Jackson. Quienquiera que la hubiera inspeccionado había tenido la amabilidad de volver a clavar la tapa. Al empujar la caja, llegó a la conclusión, a juzgar por el peso de la misma, de que le habrían confiscado muy poca cosa, de lo cual dedujo que contenía libros. Muchos libros, puesto que su tamaño era más grande que el de una caja de té y estaba hecha de madera más resistente. Cuando se inclinó para recogerla y colocarla en el trineo, Crowder soltó un grito.

– ¡No lo puedes hacer tú solo, Richard! Voy a buscarte un hombre.

– Yo soy un hombre, Tommy, pero gracias por el ofrecimiento.

RICHARD MORGAN. CONVICTO DEL ALEXANDER, figuraba escrito en letras de gran tamaño en las seis caras de la caja, pero no había el nombre del remitente.

Aquella tarde se la llevó a casa. Aún quedaban algunas horas de luz. Por la naturaleza del trabajo, los aserraderos cerraban antes que las actividades laborales corrientes. Además, él era un hombre libre y, de vez en cuando, podía regresar a casa más temprano.

– Estás más bella cada vez que te miro, esposa -le dijo a Kitty cuando ella bajó los peldaños para recibirlo.

Se dieron un prolongado beso en cuyo transcurso los labios de Richard prometieron amor para aquella noche; éste sabía que físicamente la seducía.

Temiendo causar daño al bebé, él quería hacer una pausa, pero ella le había mirado con asombro.

– ¿Cómo puede algo tan dulce causar daño a nuestro bebé? -le había replicado, sinceramente perpleja-. Ni que fueras un mazo del carajo, Richard.

Richard esbozó una sonrisa al oírla utilizar un lenguaje que algunas veces era un reflejo de su larga permanencia a bordo del Lady Juliana.

– ¿Qué hay dentro? -preguntó Kitty mientras Richard sacaba la caja del trineo.

– Como todavía no la he abierto, no lo sé.

– ¡Pues hazlo de una vez, por favor! ¡Me muero de curiosidad!

– Llegó en el Queen y no en el Atlantic desde Port Jackson, sino en el Gorgon desde Inglaterra. La retención en Port Jackson es un misterio. Puede que alguien quisiera averiguar el nombre del remitente.

Richard abrió la tapa con un martillo de carpintero sin ninguna dificultad. No cabía duda de que habían abierto la caja y habían examinado su contenido.

Tal como suponía, eran libros. Sobre los libros y sin lo que lo debía de rodear a modo de paquete -probablemente, ropa-, había una sombrerera. Jem Thistlethwaite. Desató las cintas y sacó el sombrero más sombrero de todos los sombreros, de paja carmín cubierta de seda, con una enorme ala combada y todo un revoltijo de plumas de avestruz blancas, negras y escarlata sujetas por una absurda cinta de raso a rayas blancas y negras. Se ataba bajo la barbilla con unas cintas de raso también a rayas.

– ¡Ooooh! -exclamó Kitty boquiabierta de asombro cuando él lo sacó.

– Por desgracia, esposa mía, eso no es para ti -dijo Richard, antes de que ella pudiera pensarlo-. Eso es para la señora Morgan.

– ¡Me alegro mucho! Es impresionante, pero yo no tengo la estatura ni la cara -y tampoco la ropa- adecuada para llevarlo. Además -reconoció-, creo que algunas personas como la señora King y la señora Paterson lo considerarían tremendamente vulgar.

– Te quiero, Kitty. Te quiero con todo mi corazón.

A lo cual ella no contestó; jamás contestaba.

Reprimiendo un suspiro, Richard descubrió que la sombrerera también contenía unos cuantos objetos de pequeño tamaño envueltos en paquetes de papel, todos los cuales habían sido abiertos y vueltos a cerrar. ¡Qué extraño! ¿Quién había abierto la caja y por qué? El sombrero lo habría podido comprar el varón menos apuesto de Port Jackson para agasajar a la mejor prostituta del lugar y, sin embargo, no se habían quedado con él. Y tampoco se habían quedado con los objetos envueltos en papel. Abrió uno de ellos y encontró un sello de latón con un pequeño mango de madera; cuando evocó mentalmente el emblema, vio que éste consistía en las iniciales RM entrelazadas con unos inconfundibles grilletes o unas esposas. Los otros seis paquetes envueltos en papel contenían varillas de lacre carmesí. Una indirecta.

En el fondo de la sombrerera había una abultada carta cuyo sello formado por las iniciales JT y una pluma de ave estaba visiblemente intacto, aunque las huellas digitales del exterior indicaban que había sido cuidadosamente examinado y apretado. En aquel momento comprendió por qué le habían abierto la caja y quién lo había hecho.

En los almacenes del Gobierno en Port Jackson, un alto funcionario en busca de monedas de oro. Si hubieran encontrado alguna, ésta habría ido a parar a las arcas del Gobierno, que no andaba muy sobrado de oro. Richard sabía que la caja contenía oro, aunque, a juzgar por el estado de la caja, él dudaba mucho que lo hubieran encontrado. Los altos funcionarios no tenían mucha imaginación.

Encontró el manual de Jethro Tull sobre horticultura y una colección de la segunda edición de la Encyclopaedia Britannica; docenas de novelas en tres volúmenes; toda la colección de Félix Farley's Bristol Journal y varias gacetas de Londres, las obras de John Donne, Robert Herrick, Alexander Pope, Richard Dryden, Oliver Goldsmith, más libros de la obra maestra de Edward Gibbon sobre Roma, algunos informes parlamentarios, una resma de papel de la mejor calidad, más plumas de acero, frascos de tinta, láudano, tónicos, tinturas, laxantes y un emético; varios tarros de ungüentos y pomadas; y una docena de estupendos moldes de velas.

Kitty saltó apoyando alternativamente el peso del cuerpo en uno y otro pie, un poco decepcionada por el hecho de que la caja contuviera libros en lugar de una vajilla de Josiah Wedgwood, pero contenta de todos modos porque Richard estaba contento.

– ¿Quién lo envía?

– Un viejo y querido amigo, Jem Thistlethwaite. Con algunas cosas de mi familia de Bristol -contestó Richard con la carta en la mano-. Ahora, si me disculpas, Kitty, me voy a sentar en la puerta a leer la carta de Jem. Stephen viene a cenar esta noche, entonces os contaré a los dos todas mis noticias.

Kitty tenía previsto preparar para aquella noche una cena a base de pan y ensalada, pero quiso estar a la altura de las circunstancias preparando un estofado de carne de cerdo salada con bola de masa hervida aderezada con pimienta; la carne era exquisita y reciente, pues procedía de su propia producción.

Cuando vio el sombrero, Stephen se partió de risa e insistió en colocárselo a Kitty en la cabeza, atándole artísticamente las cintas.

– Me temo -dijo sin dejar de reírse- que es el sombrero el que te lleva a ti y no tú al sombrero.

– Lo sé muy bien -contestó ella con orgullo.

– ¿Qué tal está tu familia? -preguntó a continuación Stephen, volviendo a dejar el sombrero en su sitio.

– Todos muy bien excepto el primo James el farmacéutico -contestó tristemente Richard-. Ha perdido casi por completo la vista, los hijos se han tenido que hacer cargo del negocio y él se ha retirado a vivir a una preciosa mansión en las afueras de Bath en compañía de su mujer y de sus dos hijas solteronas. Mi padre se ha trasladado a la Bell Tavern de la vuelta de la esquina porque el Ayuntamiento está en pleno furor constructor y ha derribado el Cooper's Arms. El chico mayor de mi hermano está con ellos, lo cual es un gran consuelo. Y el primo James el clérigo ha ascendido a la categoría de canónigo de la catedral para su gran alegría. Mis hermanas también están bien. -Una sombra cruzó por delante de su rostro-. La única muerte que se ha producido entre los que yo conozco es la de John Trevillian Ceely Trevillian, el cual murió de un empacho… De qué clase de empacho es un misterio.

– De soporíferos y estimulantes, probablemente -dijo Stephen, que conocía toda la historia-. Me alegro.

– Hay muchas noticias generales y muchos comentarios que redondean las noticias. En Francia ha habido efectivamente una revolución que ha abolido la monarquía aunque el rey y la reina aún están vivos. Para gran asombro de Jem, los Estados Unidos de América se mantienen todavía como una unidad, están elaborando una especie de radical constitución escrita y van recuperando rápidamente su dinero. -Richard esbozó una sonrisa-. Según Jem, el único motivo de la revolución de los gabachos fue el sombrero de piel de Benjamin Franklin. ¿Qué escribe Jem? -Richard pasó las páginas de la carta-. ¡Ah, sí! «A diferencia de los americanos, que han calculado científicamente un sistema de controles y equilibrios parlamentarios, los franceses han decidido no crear ninguno. La lógica tendrá forzosamente que hacer lo que la ley no permite que se haga. Y, puesto que los franceses carecen de lógica, predigo que el gobierno republicano en Francia no va a durar.»

– En eso tiene razón.

Kitty permanecía sentada mirando de uno a otro rostro sin seguir demasiado la conversación, pero alegrándose de que Richard y Stephen estuvieran tan interesados por las cosas que ocurrían en los confines buenos del mundo.

– El rey estuvo muy enfermo en 1788 y ciertos elementos intentaron declarar regente al príncipe de Gales, pero el rey se restableció y Georgy-Porgy no consiguió levantarse de su lodazal de deudas. Sigue empeñado en no casarse con la persona adecuada y su gran amor sigue siendo la católica romana señora María Fitzherbert.

– La religión y las diferencias religiosas -dijo Stephen, lanzando un suspiro- son las mayores maldiciones de la humanidad. ¿Por qué no podemos vivir y dejar vivir? Fijaos en Johnson. Insistía en que los convictos se casaran entre sí, pero no les daba la oportunidad de conocerse primero porque la fornicación forma parte del conocimiento. ¡Bah! -Reprimió su cólera y cambió de tema-. ¿Y qué se cuenta de Inglaterra?

– El señor Pitt ejerce el mando absoluto. Los impuestos han subido tremendamente. Hay incluso un impuesto sobre los periódicos, las gacetas y las revistas, y los que se anuncian en ellos tienen que pagar un impuesto de dos chelines con seis peniques, cualquiera que sea el tamaño del anuncio. Jem dice que eso está obligando a las pequeñas tiendas y los pequeños negocios a no anunciarse, lo cual deja el campo libre a los más grandes y poderosos.

– ¿Tiene Jem algo que añadir al hecho de que el segundo oficial y algunos tripulantes del Bounty se amotinaran y colocaran al teniente Bigh en una lancha? -preguntó Stephen.

– Bueno, yo creo que el interés por el Bounty surge del hecho de que los tripulantes preferían las deliciosas doncellas de Otaheite a los frutos del árbol del pan.

– Indudablemente. Pero ¿qué dice Jem? Al parecer, se ha producido un gran escándalo y una gran controversia en Inglaterra. Dicen que Bligh no es enteramente inocente.

– Su mejor noticia se refiere a la génesis de la expedición a Otaheite para llevar a casa el fruto del árbol del pan, que yo supongo que se pretendía convertir en comida barata para los esclavos negros de las Indias Occidentales -dijo Richard, volviendo a rebuscar entre las páginas-. Aquí lo tengo… El estilo de Jem es inimitable, por consiguiente, es mejor que lo oigamos directamente de él. «Un teniente naval llamado William Bligh está casado con una natural de la isla de Man cuyo tío es casualmente Duncan Campbell, propietario de los pontones prisión. Las circunvoluciones son muy tortuosas, pero lo más probable es que, a través del señor Campbell, Bligh fuera presentado al señor Joseph Banks, muy interesado en la discutible peregrinación a Otaheite en busca del árbol del pan.

»Lo que a mí me fascinó fue el carácter incestuoso del resultado final del matrimonio expedicionario entre la Armada Real y la Royal Society. Campbell vendió uno de sus barcos, el Bethea, a la Armada. La Armada le cambió el nombre por el de Bounty y nombró a Bligh, el marido de la sobrina de Campbell, comandante y contable del Bounty. Junto con Bligh zarpó un tal Fletcher Christian perteneciente a una familia de la isla de Man emparentada con la esposa de Bligh y sobrina de Campbell. Christian era el segundo de a bordo, pero no tenía ningún cargo oficial. Él y Bligh habían navegado juntos en otras ocasiones y estaban tan unidos como una pareja de señoritas Molly.» ¡No digas más, Jem, no digas más!

– Eso -dijo Stephen cuando la risa le permitió hablar-, ¡es un resumen de Inglaterra! El nepotismo lo invade todo y llega incluso al incesto.

– ¿Qué es un incesto? -preguntó Kitty, que ya sabía lo que eran las señoritas Molly.

– La unión sexual entre personas con vínculos de parentesco muy estrechos -contestó Richard-. Generalmente, entre padres e hijos, hermanos y hermanas, tíos o tías y sobrinos o sobrinas.

– ¡Qué horror! -exclamó Kitty, estremeciéndose-. Pero yo no acabo de ver muy bien qué tiene que ver con todo eso el motín del Bounty.

– Es un recurso literario llamado ironía, Kitty -explicó Stephen-. ¿Qué más escribe Jem?

– Puedes leer la carta tú mismo cuando gustes -dijo Richard-, pero contiene otra idea que merece comentarse primero. Jem cree que el señor Pitt y el Parlamento temen que en Inglaterra estalle una revolución como la americana y la francesa, y ahora consideran que un lugar como Botany Bay es imprescindible para la conservación del reino. Se avecinan grandes dificultades en Irlanda, y tanto los galeses como los escoceses están descontentos. Por consiguiente, es muy posible que Pitt añada a su lista de deportados a los rebeldes y los demagogos.

No comentó los puntos de vista personales del señor Thistlethwaite, que eran excelentes. El proveedor de novelas en tres volúmenes para las damas ilustradas se había convertido en un experto tan grande en aquel arte que ahora podía publicar dos al año, y el dinero iba a parar a sus arcas con tanta rapidez que se había comprado una gran casa en Wimpole Street, tenía doce criados, un carruaje tirado por cuatro caballos y una duquesa por amante.


Cuando Stephen se fue con la carta del señor Thistlethwaite y los platos ya estuvieron lavados, Kitty se atrevió a hacer otro comentario; el hecho de hacerlo ya no la atemorizaba, pues Richard procuraba reprimir al máximo su tendencia a comportarse como Dios Padre Todopoderoso.

– Jem debe de ser impresionante -dijo.

– ¿Impresionante, Jem? -Richard soltó una carcajada, recordando la corpulenta figura con la nariz teñida de rojo, los pálidos ojos azules y las pistolas de arzón que asomaban por los bolsillos de su gabán-. No, Kitty, Jem es un tipo muy práctico. Algo borrachín…, era uno de los más fieles parroquianos de mi padre en su época de Bristol. Ahora vive en Londres y ha ganado una fortuna. Mientras yo estaba a bordo del pontón Ceres, me ayudó a conservar la salud y la razón. Lo amaré durante toda mi vida.

– Pues, en tal caso, yo también. De no ser por ti, Richard, yo estaría en muy mala situación -dijo Kitty, creyendo complacerle con sus palabras.

El rostro de Richard se contrajo en una mueca.

– ¿Es que no puedes amarme ni un poquito?

Los ojos que se clavaron en los suyos estaban muy serios; ya no parecían la imagen de los de William Henry sino que más bien se habían convertido en los suyos propios, tan amados, mejor dicho, más amados que aquéllos.

– ¿Es que no puedes amarme aunque sólo sea un poco, Kitty? -repitió Richard.

– Pero si te quiero, Richard. Siempre te he querido. Sin embargo, no es lo que yo creo que es el verdadero amor.

– Quieres decir que yo no soy lo más importante de tu existencia.

– Tú eres lo que es mi existencia. -La elocuencia de Kitty estaba hecha de gestos, expresiones, miradas… Por desgracia, las palabras le fallaban; le faltaba la habilidad necesaria y no lograba encontrar las más apropiadas para explicar lo que ocurría en su cerebro-. Eso suena muy ingrato, lo sé, pero no soy ingrata, de veras que no. Simplemente a veces me pregunto qué me habría podido ocurrir si no me hubieran condenado y enviado a este… este lugar tan lejos de casa. Y me pregunto si había alguien en Inglaterra, alguien a quien ahora jamás tendré ocasión de conocer. Alguien que es mi verdadero amor. -Al ver la expresión del rostro de Richard, se apresuró a añadir-: Soy muy feliz y me gusta trabajar en el huerto y en la casa. Estoy muy contenta de estar embarazada. Pero… ¡Oh, ojalá pudiera saber lo que me he perdido!

¿Cómo responder a todo aquello?

– ¿Ya no suspiras por Stephen?

– No -fue la confiada respuesta-. Él tenia razón, era una pasión de muchacha. Ahora lo miro y no acierto a comprenderlo.

– ¿Y qué ves cuando me miras a mí?

Su cuerpo se estremeció y agitó como el de una chiquilla traviesa; Richard identificó las señales y pensó que ojalá no le hubiera hecho la pregunta y no la hubiera provocado, obligándola a mentir. Como si lo estuviera viendo materialmente, comprendió que su mente estaba girando en círculo en busca de una respuesta capaz de satisfacerlo a él sin comprometerla a ella, y esperó con una pizca de diversión a ver qué salía. Aquello sí era el verdadero amor. Comprender que el ser amado tenía defectos y seguir amándolo por entero. La idea que ella tenía del verdadero amor era un fantasma, un caballero de reluciente armadura que se alejaría al galope llevándola consigo, sentada en el arzón de su silla. ¿Alcanzaría alguna vez la madurez necesaria para ver el amor tal como era? Lo dudaba y después pensó que era mejor que no. Dos sesudos sabios en una misma familia habría sido demasiado. Él tenía amor de sobra para los dos.

La respuesta de Kitty fue honrada: estaba aprendiendo.

– Sinceramente no lo sé, Richard. No te pareces para nada a mi padre, por consiguiente, no es un in…cesto…, me gusta verte, siempre… Estar embarazada de tu hijo me emociona porque tú serás un padre maravilloso.

De repente, Richard reparó en que había una pregunta que jamás le había hecho:

– ¿Quieres un niño o una niña?

– Un niño -contestó ella sin vacilar-. Ninguna mujer quiere una niña.

– ¿Y si fuera una niña?

– La querré mucho, pero no abrigaré ninguna esperanza para ella.

– Quieres decir que el mundo pertenece a los hombres.

– Creo que sí.

– ¿No te decepcionarás demasiado si es una niña?

– ¡No! Tendremos más hijos y algunos serán chicos.

– Te voy a contar un secreto -dijo Richard en voz baja.

Ella se inclinó hacia él. -¿Cuál?

– Es mejor que nuestro primer vástago sea una niña. Las niñas crecen más rápido que los chicos y, de esta manera, cuando nazca el primer varón, tendrá por lo menos dos madres…, una de edad más cercana a la suya que lo agarrará por la oreja, lo conducirá a un lugar tranquilo y le pegará una santa paliza. Su verdadera madre no será tan despiadada.

Ella soltó una risita.

– Eso me suena a experiencia directa.

– Pues sí. Tengo dos hermanas mayores. -Richard se desperezó como un gato, estirando todas las fibras de su cuerpo-. Me alegro de que estén todos bien en Bristol, aunque me entristece mucho lo de las vista de mi primo James. Como Jem Thistlethwaite, fue mi salvación. Nunca contraje las enfermedades que sufren casi todos los convictos, sobre todo en la cárcel o a bordo de un barco. Por eso, a los cuarenta y tres años, puedo trabajar con la misma intensidad que un hombre más joven. Y hacerte al amor como un hombre mucho más joven. He conservado la salud y el vigor.

– Pero seguro que pasaste tanta hambre como los demás.

– Sí, pero el hambre no hace daño hasta que se come sin remedio los músculos de un hombre y yo supongo que mis músculos tienen más sustancia que los de la mayoría de hombres. Además, el hambre nunca duró demasiado. En Río teníamos naranjas y carne fresca… Comíamos en una draga del Támesis…, algún que otro cuenco de sopa de pescado… Un hombre llamado Stephen Donovan que me daba panecillos untados con mantequilla y rellenos de berros del capitán Hunter. Eso es tener suerte, Kitty -dijo Richard, entornando los ojos con una sonrisa en los labios.

Por lo visto, aquel día era un día de recuerdos.

– No estoy de acuerdo -dijo Kitty-. Yo diría más bien que es una cualidad que muchos hombres no tienen, pero tú, sí. Y Stephen también. Siempre pensé que el comandante Ross también la tenía, a juzgar por lo que os oía decir a ti y a Stephen. Nat y Olivia Lucas la tienen. Yo, no. Me alegro de que seas el padre de mis hijos. Ellos tendrán la ocasión de heredar más que yo.

Richard tomó su mano y se la besó.

– Es un cumplido muy bonito, esposa mía. A lo mejor, me amas justo un poquito.

Ella ahogó un leve grito de exasperación y se volvió para mirar hacia las mesas y las sillas cubiertas de libros. En una silla descansaba la sombrerera.

– ¿Cuándo le entregarás el sombrero a Lizzie? -preguntó.

– Creo que se lo deberías entregar tú para cerrar la brecha.

– ¡No puedo!

– Pues yo no pienso hacerlo.

La cuestión del sombrero aún no estaba resuelta cuando ambos se fueron a la cama. Kitty estaba tan cansada que se quedó dormida antes de poder hacer alguna insinuación amorosa.

Richard durmió un par de horas en cuyo transcurso sus semisueños fueron un desfile de antiguos rostros transformados y deformados por los años. Después se despertó, se levantó sigilosamente de la cama, se puso los pantalones y salió fuera sin hacer ruido. A Tibby se le había añadido Fatima y a Charlotte se le había añadido Flora; las dos perritas y las dos gatitas empezaron a moverse hasta que Richard las mandó estarse quietas. Estaban acurrucados todos juntos en el interior de un pino hueco que a Richard le había parecido una casita ideal; si hubiera habido más gatos y perros en la casa, no se habrían dedicado a cazar ratones. MacTavish seguía siendo el rey de la casa y ya era demasiado tarde para hacerle cambiar de costumbres. Y era el único macho, el amo del cotarro.

La luna llena se estaba desplazando hacia el cielo oriental y, al hacerlo, apagaba el resplandor de las estrellas con su pálido brillo; a través de aquel brillo se podía leer, mirando hacia el este, cuándo alcanzaba su punto culminante. Ni una nube en el cielo, sólo el murmullo de la fuente, el agua bajando por la ladera de la colina, el gran susurro de los pinos, el chirrido incesante de un par de blancas golondrinas de mar cuya oscura silueta se recortaba contra los plateados cielos. Levantó la cabeza y aspiró la noche, su limpia pureza, el consuelo de la soledad, la distancia, la paz absoluta.

El domingo, a la vuelta de los oficios religiosos, le escribiría a su padre, al primo James y a Jem Thistlethwaite para anunciarles que se había construido un hogar en aquella austral inmensidad y se había abierto un hueco con la ayuda de un poco de oro, por lo cual tenía que darles las gracias. Pero, con oro o sin él, lo había hecho con sus propias manos y con su fuerza de voluntad. La isla de Norfolk era ahora su hogar.

Entre tanto, tenía que examinar una caja antes de que a Kitty o a Joey Long se les ocurriera la idea de romperla en astillas para encender el fuego o usarla como contenedor para el mantillo del huerto. En lugar de subir por la hendidura, decidió bajar; la casita de Joey Long se encontraba justo en la parte de acá del límite de Morgan's Run que daba al camino de Queensborough, junto al sendero que bajaba hacia la casa principal. Joey y MacGregor eran sus centinelas, su primera línea de defensa en caso de que hubiera depredadores. Aunque no esperaba ninguno todavía. Pero ¿quién sabía cuántos convictos y de qué clase enviaría su excelencia a la isla a medida que su tarea se fuera complicando allá en Nueva Gales del Sur?

Tras haber encontrado un sendero desbrozado bajo la luz de la luna, empezó a atacar la caja, golpeándola suavemente con un cincel y un pequeño martillo; en cuanto retiró el pesado borde, el espacio entre la cara interior y la exterior quedó al descubierto en forma de relleno de hilas. Pocos minutos después la caja ya estaba rota en pedazos y él había amasado cien libras de oro. Quitándose los pantalones, amontonó las monedas en su centro y empezó a recoger los fragmentos de madera, cubrió las monedas con los pantalones y regresó a la casa. Kitty había dicho que aquello no era suerte. El nunca había sabido muy bien si lo suyo era suerte o favor de Dios. Pero ¿qué más daba que fuera lo uno o lo otro?

Al construir la casa, había pensado en aquella posibilidad; en la parte de atrás y contra la ladera occidental, había elegido al azar un pilar de piedra y le había construido un centro hueco. Nadie lo sabía y nadie lo sabría. Quedándose con veinte monedas, colocó las restantes ochenta en su escondrijo y después regresó lentamente a la casa y a la cama. Kitty murmuró y ronroneó; la cola de MacTavish golpeó la manta. Richard acarició el perro, se pegó a la espalda de Kitty, le acarició la cadera y cerró los ojos.


La sombrerera aún estaba en la silla cuando Richard se fue a trabajar a la mañana siguiente; allí seguía, como haciéndole un mudo reproche a Kitty, cuando ésta empezó a quitar el polvo de la estancia y cuando más tarde se fue a lavar la ropa, ordenó los libros y se puso a preparar los ingredientes de un almuerzo frío; el bochorno no aconsejaba tomar la comida principal del día en las horas de máximo calor, por lo que, si se fuera con Joey a Sydney Town, puede que localizara a Stephen y lo convenciera de que los acompañara aquella noche en una cena caliente.

¡Oh, qué considerado era Richard! Los restos de la caja estaban apilados junto al montón de la leña a un lado de la puerta principal, cortados justo en el tamaño apropiado para encender el fuego de la cocina… Ahora hacía demasiado calor para encenderla, esperaría a hacerlo a media tarde y entonces cocería el pan. Aquella típica amabilidad de Richard le daba mucho que pensar; desde fuera, miró hacia el interior de la estancia y vio la sombrerera. Lanzando un suspiro, volvió a entrar para recogerla y echó a andar por el sendero en dirección al camino de Queensborough. Joey estaba cortando pinos. Richard quería desmontar una considerable superficie de Morgan's Run para poder sembrar varios acres de trigo y maíz durante el siguiente mes de junio y Joey, que no podía aserrar, sí podía cortar hábilmente los troncos. MacGregor le advirtió de la llegada de Kitty… ¡No había peligro de que un árbol cayera donde no debía, estando MacGregor de guardia!

– Joey, ¿te importa acompañarme a Sydney Town?

Jadeando, el ingenuo joven la miró con adoración y meneó en silencio la cabeza. Tomó la camisa que había dejado colgada en una cercana rama, se la puso a toda prisa y, acto seguido, ambos echaron a andar hacia Mount George mientras MacGregor y MacTavish brincaban alegremente a su alrededor.

– Yo tengo que ir a la casa del Gobierno -dijo Kitty- y, mientras, tú busca al señor Donovan, Joey, y dile que venga a cenar esta noche a casa. Allí nos reuniremos. ¡No te entretengas!

La casa del Gobierno estaba siendo sometida a grandes transformaciones y ampliaciones. Había obreros por todas partes, Nat Lucas daba instrucciones a gritos y los demás se apresuraban a obedecer. Habría sido una estupidez perder el tiempo cuando uno trabajaba por cuenta nada menos que del comandante y, curiosamente, los convictos estúpidos eran muy pocos. Las reformas eran provisionales; el comandante King aún no había decidido si dejar la casa del Gobierno en aquella loma o trasladarla a la otra loma, donde Richard le había dicho que estaban los antiguos huertos. Puesto que jamás había visitado la casa del Gobierno, Kitty no sabía si, en su calidad de convicta, tenía que entrar a través de una puerta trasera o si todo el mundo entraba por la puerta principal que miraba al mar.

– ¿A quién buscas, Kit-kat? -le preguntó Nat Lucas.

– A la señora Morgan.

– En la casa de la cocina. Por allí -le contestó él, indicándoselo con la mano al tiempo que le guiñaba el ojo.

Kitty avanzó a lo largo del muro lateral de la casa hacia el edificio separado donde estaba ubicada la cocina.

– ¿Señora Morgan?

La rígida figura vestida de negro que se encontraba de pie junto a la cocina se volvió y los negros ojos se abrieron enormemente; una joven convicta que pelaba patatas junto a una mesa de trabajo soltó el cuchillo y miró a Kitty con la boca tan abierta como si padeciera amigdalitis. Tambaleándose ligeramente, cosa que a Kitty le pareció un poco extraña, Lizzie se acercó a la mesa y le dio un sopapo a la chica.

– ¡Saca todo esto fuera y hazlo allí! -le ordenó en tono cortante. Después, dirigiéndose a Kitty, preguntó-: ¿Qué deseáis, señora?

– Os traigo un sombrero.

– ¿Un sombrero?

– Sí. ¿No queréis verlo? Es una preciosidad.

Kitty ofrecía un aspecto radiante, con la tripa un poco abultada, la clara tez oscurecida por un ancho sombrero hecho con una variedad de resistente paja local (en los barcos de transporte de convictos había muchas más modistas de sombreros que campesinas), el rubio cabello escapándose en seductores bucles por debajo de su ala, y unas rubias cejas y pestañas que, a pesar de conferir a su rostro una expresión un tanto apagada, no conseguían desfigurarlo. Era fea sin serlo. Los chismes le habían contado a Lizzie que Kitty tenía un cuerpo más bonito últimamente y que ya no era la escuchimizada muchacha que ella había visto mientras subía por el sendero de la casa de Richard. Ahora ya podía comprobarlo por sí misma, lo cual no era precisamente un consuelo. Tampoco lo era el abultamiento del vientre. Se sintió invadida por unas oleadas de dolor y decepción… ¿Dónde estaba el frasco de medicina?

– Sentaos -dijo en tono cortante mientras tomaba furtivamente un sorbo de un frasco de medicina cuyo contenido le cortaba la respiración.

Kitty le alargó la caja, esbozando una serena sonrisa.

– Tomadla, os lo ruego.

Lizzie tomó la caja, se sentó en una silla, desató las cintas y levantó la tapa.

– ¡Ooooh! -exclamó, exactamente igual que había hecho Kitty-. ¡Ooooh!

Lo sacó para examinarlo, lo sostuvo en sus manos y se lo quedó mirando, extasiada. Después, de una manera tan inesperada que Kitty pegó un brinco al verlo, Lizzie Lock rompió en ruidosos sollozos.

La tarea de calmarla llevó un buen rato; en cierta extraña manera, Lizzie le recordaba a Kitty a Betty Riley, la criada de más edad que las había llevado a las cuatro a la perdición.

– Tranquila, Lizzie, tranquila -le dijo con dulzura mientras la acariciaba y le daba palmadas.

En el quemador de la cocina había un recipiente con pitón y, sobre la mesa, una vieja tetera de porcelana. Té. Eso era lo que Lizzie necesitaba, un poco de té. Kitty buscó y encontró un bote de té y un tarro que contenía un enorme terrón de azúcar junto con un martillo para trocearlo. Preparó el té, lo dejó en reposo, cortó unos trozos de azúcar y después echó el humeante líquido en una taza de porcelana con su correspondiente platito. ¡Qué bien equipada estaba la casa del Gobierno! ¡Tazas y platitos de porcelana en la cocina! Kitty llevaba sin ver una taza y un platito desde que la detuvieran y ahora, allí las tenía, ¡dos tazas con sus platitos a juego en una simple cocina! ¿Qué clase de tesoros contendría la casa del Gobierno? ¿Cuántos criados habría, sirviendo al señor y a la señora King? ¿Dispondrían de té a voluntad sin temor a que se les terminaran las existencias? ¿Habría cuencos, platos y soperas de porcelana? ¿Cuadros en las paredes? ¿Orinales?

– Me han despedido -consiguió decir Lizzie hipando entre sollozos-. La señora King me lo acaba de comunicar.

– Tomad, bebeos el té. Vamos, os sentiréis mucho mejor, os lo aseguro -dijo Kitty, acariciándole el negro cabello.

Lizzie se enjugó las lágrimas con el delantal y miró con tristeza a su pesadilla.

– Sois una buena chica -añadió mientras el té le empezaba a calentar el estómago.

– Así lo espero -dijo Kitty, tomando delicadamente un sorbo de té. ¿Por qué sabría el té tan maravillosamente bien tomado en una taza de porcelana?-. ¿Os gusta vuestro sombrero?

– Tal como vos habéis dicho, es un sombrero precioso. El comandante Ross habría lanzado un silbido y me habría dicho que parecía una reina, pero la señora King sólo se esfuerza en ser amable. Es una persona muy simpática y educada y no puedo decir que ella sea la culpable de mi partida. El culpable es el señor King. ¡Y ese Chapman, que es más listo que el hambre! ¡Ése ya está esperando la ocasión! Ya está buscando la manera de sacar dinero de este lugar. Y le saca a la señora King lo peor que tiene dentro…, de lo que el comandante ya se está empezando a dar cuenta, os lo digo yo. Estoy segura de que Willy Chapman no tardará en ser enviado a Queensborough o a Phillipsburgh. Pero al comandante King no le gusto, Kitty, y eso no lo puedo remediar. Demasiado vulgar para las personas como la señora King, eso es lo que me dijo. ¿Vulgar yo? ¡Él no sabe lo que significa ser vulgar! Dijo que no quería que sus hijos me oyeran… A veces no me doy cuenta y se me escapa alguna palabrota. ¡Pero nunca coño, Kitty, nunca coño, lo juro! La culpa no es mía sino de la cárcel. Yo antes no soltaba jamás palabrotas ni reniegos.

– Lo comprendo muy bien -dijo Kitty, que efectivamente lo comprendía.

– En todo caso, no me puede echar a la calle sin más, tendrá que hacer conmigo lo que corresponde -rezongó Lizzie, proyectando la barbilla hacia fuera-. Soy una mujer libre, no una convicta. ¿Y sabéis a quién va a poner en mi lugar? -preguntó, ofendida.

– No, ¿a quién?

– A Mary Rolt. ¡A Mary Rolt! ¡Que dice coño y joder, os lo aseguro! Y todo porque Mary Rolt folla con el marino Sam King, que se va a instalar aquí. King. El mismo apellido, ¿os dais cuenta? Así todos quedan mejor a los ojos del comandante. ¡Qué asco! -Lizzie tomó un poco más de té y contempló el sombrero-. Ojalá tuviera un espejo.

– La señora King debe de tener uno.

– Vaya si lo tiene, uno muy grande, en su dormitorio.

– Pues pedidle que os deje miraros en él. Si es educada y amable, no dirá que no.

– Es un sombrero muy bonito, ¿verdad?

– El más bonito que he visto. El señor Thistlethwaite decía en su carta que es el último grito… Justo lo que llevan ahora mismo las duquesas y todas las damas de alcurnia. Dice que hoy en día las damas de noble cuna no se distinguen de las putas… -Kitty interrumpió la frase, horrorizada ante el camino hacia el que la estaba llevando su lengua, pero Lizzie mantenía los ojos clavados en el frasco de medicina-. A lo mejor -se apresuró a añadir-, los King os podrían conservar como cocinera. Richard me dijo que el comandante Ross le había comentado que vuestros platos eran lo mejor que había saboreado en su vida.

– Yo tengo otras ideas -dijo Lizzie con arrogancia.

Kitty lanzó interiormente un suspiro de alivio. Había un poco de dolor y un poco de sobresalto por debajo de todo aquello, pero Lizzie Lock ya estaba reaccionando. ¡Pues claro! Si no tuviéramos capacidad de reacción, no habríamos llegado a estas tierras tan lejanas y no habríamos sobrevivido. Lizzie es fuerte. No dura sino fuerte. Tiene que serlo. Seguro que todo el mundo alabará y admirará a la señora King por el valor que ha tenido al venir aquí y soportar todas las molestias, pero la señora King jamás ha sido una convicta y a mis ojos nunca será tan admirable como Lizzie Lock. O Mary Rolt. O Kitty Clark. ¡Bueno pues, señora King!, dijo Kitty mentalmente. ¡Ya os podéis beber el té en vuestra preciosa taza de porcelana, el té que os ha preparado y servido vuestra criada convicta! ¡Poneos los paños de la regla ahora que la criada convicta ya les ha lavado la sangre y los ha puesto a secar! ¡Por muy esposa que seáis del jefe de una cárcel, no os podéis comparar con nosotras!

– ¿Qué ideas tenéis? -preguntó.

– Ya no os odio por haberme robado a Richard -dijo Lizzie, levantándose para volver a llenar la tetera, trocear un poco más de azúcar y echar más té.

– ¡Pero yo no os lo robé!

– Ya lo sé. Más bien os robó él a vos. Qué curiosos son, ¿verdad? Me refiero a los hombres. Por lo que a ellos respecta, basta con que tengan bien alimentado el vientre y lo que cuelga de él para que sean felices. Pero Richard siempre fue distinto, desde el momento en que entró en la cárcel de Gloucester como si fuera un príncipe…, frío, distante y reposado. Nunca tenía que levantar la voz. Y que conste que es todo un hombre, ¡ja, ja, ja! ¿Verdad, Kitty? ¿Acaso no es cierto?

– Sí -contestó Kitty, ruborizándose.

– Se enfrentó con Ike Rogers -que era todavía más hombre que él- en un abrir y cerrar de ojos. Y lo intimidó con la mirada. Pero después me enteré de que se habían hecho muy buenos amigos. Así es Richard. Estoy enamorada de él, pero él nunca estuvo enamorado de mí. No hay esperanza. No hay esperanza. -Con voz llorosa, la señora Morgan se levantó para verter el contenido de la botella en su taza de té-. ¡Ya está! De esta manera, eso será un auténtico festín. ¿Os apetece un poco?

– No, gracias. ¿Cuáles son vuestros planes, Lizzie?

Kitty comprendió que lo que Lizzie se había vertido en el té era algo que ésta ya llevaba un buen rato bebiendo, probablemente desde el momento en que el señor King se había retirado tras haberle notificado su despido.

– Estoy pensando en Thomas Sculley, un marino que acaba de llegar para cultivar unas tierras de aquí. No lejos de Morgan's Run. Un hombre muy tranquilo, un poco como Richard en este sentido. Pero no quiere hijos. No tiene mujer y me hizo un ofrecimiento tras saborear mis buñuelos de bananas con ron. Lo rechacé, pero ahora que el comandante dice que me tengo que ir, puede que me vaya con Sculley.

– Será bonito teneros por vecina -dijo Kitty con toda sinceridad, disponiéndose a marcharse.

– ¿Cuándo nacerá el bebé?

– Dentro de unos dos meses y medio.

– Gracias por traerme el sombrero. ¿El señor Thistlethwaite, habéis dicho?

– Sí, el señor James Thistlethwaite.

Mucho más tranquila, Kitty se retiró para reunirse con Joey y los dos perros que la esperaban al pie de Mount George.

– Hiciste muy bien en empeñarte en que fuera a entregar el sombrero -le dijo a Richard mientras cortaba la carne de cerdo salada en finas lonchas, le echaba salsa de cebolla encima y añadía gran cantidad de patatas y judías verdes en los platos de peltre-. Lizzie y yo vamos a ser amigas. -Soltó una risita-. Las dos señoras Morgan. -Colocó un plato delante de Stephen y otro delante de Richard y después llevó el suyo a la mesa y se sentó-. El comandante King ha despedido a la pobrecilla esta mañana.

– Me lo temía -dijo Stephen, troceándolo todo con el cuchillo para poderlo comer con cuchara. ¡Qué bien si tuviera un tenedor!-. King es un marido muy estricto y quiere proteger a su mujer de todo lo que es sórdido e indigno, y no cabe duda de que Lizzie Lock es para él la quinta esencia de la indignidad. Una lástima, realmente. Porque la señora King es una alta y desgarbada criatura que no parece especialmente gazmoña, sobre todo cuando está en compañía de Willy Chapman. -Richard hizo una mueca-. El que de verdad es indigno es William Neate Chapman. Una auténtica sanguijuela.

– Tienen tazas y platitos de porcelana -dijo Kitty, ocupada en la tarea de comer por dos- y yo he bebido té en una de ellas. Puesto que hay tazas y platitos de porcelana hasta en la cocina, supongo que la señora King debe de ser bondadosa.

– Yo te podría comprar tazas y platitos de porcelana, Kitty -dijo Richard-, pero se trata de algo más que de una cuestión de dinero.

Interesado por el tema, Stephen levantó los ojos.

– Exactamente -dijo-. Sospecho que, en un próximo futuro, lo más cercano a una tienda que tendrá la isla de Norfolk será un tenderete en la playa recta regentado por cierto capitán de barco. Por desgracia, semejantes tenderetes no venden fruslerías como juegos de té de porcelana y tenedores de plata. Siempre venden los mismos cacharros, cocinas, indianas, papel barato y tinta.

– Nosotros necesitamos cacharros, cocinas e indianas más que fruslerías -dijo Richard, Dios Padre Todopoderoso-. A veces venden prendas de vestir.

– Sí, pero yo he observado que a las mujeres no les interesan demasiado -replicó Stephen.

– Eso es porque las eligen los hombres -dijo Kitty, sonriendo-. Siempre creen que las mujeres prefieren comprar prendas de vestir que porcelana o visillos para las ventanas y acaban eligiendo las prendas equivocadas.

– ¿Acaso tú prefieres visillos para las ventanas? -preguntó Stephen, sorprendiéndose de que a Kitty no le importara el hecho de no poder casarse con Richard-. Las dos señoras de Richard Morgan… -añadió sin ningún remordimiento.

– Pues sí. -Kitty posó la cuchara y contempló la sala de estar que la rodeaba. La construcción ya estaba muy adelantada; las paredes interiores ya se habían levantado y casi todas ellas se habían pulido, había varios estantes de libros los unos debajo de los otros e incluso una planta florida que ella había colocado en una maltrecha jarra-. Lo que más me gusta es mi casa. Me encantaría tener alfombras y cortinas, jarrones y cuadros en las paredes. Si tuviera seda bordada, podría confeccionar cojines para las sillas y dechados para las paredes.

– Algún día -le prometió Richard-. Algún día. Tendremos que esperar a que algún día aparezca un capitán de barco más emprendedor que venda lámparas y aceite, sedas bordadas, juegos de té de porcelana y jarrones. Los almacenes del Gobierno no tienen mucha imaginación. Ropa barata, zapatos, cuencos de madera, cucharas y jarras de peltre, mantas, cazos y velas de sebo.

Después de la cena, ambos hombres comentaron las noticias de las gacetas y las copias de los despachos y después pasaron a temas más importantes como el trigo, los desmontes de la tierra, las sierras, la cal y los cambios que estaba llevando a cabo el comandante King.

– A pesar de todas sus bonitas promesas, no ha conseguido reducir los castigos -dijo Richard-. ¡Ochocientos latigazos, por el amor de Dios! Sería más compasivo ahorcar a un hombre. A lo más que llegó el comandante Ross fue a quinientos y siempre perdonaba una buena parte. Y ahora observo que los médicos no están autorizados a intervenir con la misma libertad que antes.

– Tienes que ser justo, Richard. La culpa la tiene el cuerpo de Nueva Gales del Sur, que está integrado por unos brutos bajo el mando de unos brutos. Me gustaría que no se concentraran tanto en los pobres irlandeses, pero lo hacen.

– Bueno, es que los irlandeses son unos indeseables y pocos de ellos hablan inglés. Los soldados insisten en que lo hablan, pero no hay manera. ¿Cómo quieres que trabajen si no comprenden las órdenes? Sin embargo, he encontrado entre ellos a uno con quien da gusto aserrar…, el mejor compañero desde Billy Wigfall. Jovial, obediente… No comprende ni una sola palabra de lo que le digo ni yo comprendo las suyas. Pero tomamos una sierra de corte al través entre los dos y nos entendemos de maravilla.

– ¿Cómo se llama?

– No tengo ni idea. Podría ser Flippety O'Flappety. Yo le llamo Paddy y le ofrezco un buen almuerzo a base de pan y verdura en el aserradero. Y también carne fría. Un hombre no puede aserrar si no come debidamente, se lo tendré que volver a recalcar al señor King.

De repente, Kitty se echó a reír y empezó a batir palmas.

– ¡Vamos, Richard, deja de hablar de tus aserraderos! Stephen tiene una gran noticia.

Richard miró fijamente a su amigo.

– ¿De veras? ¡Cuéntanos!

– King me ha mandado llamar esta mañana y me ha comunicado que me va a nombrar piloto oficial de la isla de Norfolk. Creo que él y el comandante Ross debieron de comentar la cantidad de lanchas, cúters y esquifes que naufragan cuando cruzan el arrecife desoyendo las órdenes y las señales de no desembarcar. E incluso desafiando los consejos de no regresar a sus barcos desde la playa. O sea que, a partir de ahora, sólo yo decidiré lo que hay que hacer, por mucho que digan los capitanes de los barcos. Mi palabra es ley, y eso incluye a los barcos de los fondeaderos cuando pretendan entrar o dirigirse a Cascade o a Ball Bay. ¡Yo soy el piloto! Si hubiera sido piloto cuando vino el Sirius, éste jamás habría encallado en el arrecife.

– ¡Stephen, es una noticia espléndida! -exclamó Kitty con un fulgor de emoción en los ojos.

Richard se frotó las manos.

– Pero eso no es todo, ¿verdad?

– Reconozco que aún hay más. -Stephen resplandecía por dentro, un joven estupendo que no pasaba mucho de los treinta y tenía todo un nuevo mundo por delante-. He ingresado en la Armada Real con el rango provisional de guardia marina, pero, en cuanto el comandante King reciba la autorización de su excelencia, me nombrarán teniente… para servir probablemente en algún barco fondeado con carácter permanente en el puerto de Portsmouth. Pero me quedaré aquí, no temáis. Cuando quede vacante algún puesto de teniente, me temo que me tendré que ir. Entre tanto, soy piloto y muy pronto os tendréis que dirigir a mí, llamándome teniente Donovan y, en mis ratos libres, supervisaré a los hombres que están desmontando el Mount George, por consiguiente, ya me he librado de la maldita cantera de piedra.

– Eso hay que celebrarlo -dijo Richard, levantándose para sacar algo de detrás de un estante de libros. Apareció una botella-. Es mi propio ron… la mezcla especial de Morgan. El comandante Ross me regaló un buena provisión antes de irse, pero yo no lo he probado. O sea que tú y yo vamos a ver qué tal es el ron local tras haber envejecido algún tiempo en un barril, mezclado con un poco de alcohol de Bristol del bueno para mejorar su aroma.

– Por ti, Richard. -Stephen levantó su jarra y tomó un sorbo, pensando que se echaría hacia atrás o que, por lo menos, haría una mueca-. ¡No está nada mal, Richard! -La jarra se inclinó hacia Kitty-. Y también por Kitty y el bebé, del cual exijo ser el padrino. Que sea una niña y que la llaméis Kate.

– ¿Por qué Kate? -preguntó Kitty.

– Porque en esta parte del mundo es mejor ser una fierecilla que un ratón -contestó Stephen, sonriendo-. ¡No te pongas tan pálida, madrecita! ¡Algún hombre la domará!

– ¿Y si es un niño? -preguntó la madrecita.

Contestó Richard.

– Mi primer hijo se llamará William Henry y siempre lo llamarán con el nombre entero. William Henry.

– William Henry… Me gusta -dijo Kitty, complacida.

Inclinando la cabeza sobre su jarra, Stephen reprimió un suspiro. O sea que no sabía nada. ¡Díselo, Richard! ¡Acéptala como a una igual, te lo ruego!

– Yo también tengo una noticia que comunicarte, teniente… y te deseo que algún día llegues a ser un almirante de la Armada -anunció Richard, brindando por Stephen-. El señor King ha ordenado a Tommy Crowder que empiece a registrar las tierras y a sus propietarios. Yo figuraré como Richard Morgan, hombre libre, propietario de doce acres de tierra por derecho propio y no por concesión de la corona. Me asignarán también diez acres en Queensborough, en una parte de la zona sin arbolado. Eso será hacia junio más o menos por concesión de la corona. O sea que cultivaré trigo en Morgan's Run y maíz para los cerdos en Queensborough. -Levantó la jarra-. Hago un segundo brindis por ti, teniente Donovan, por tus muchas bondades a lo largo de los años. Que puedas estar al mando de cien cañones en una gran batalla naval contra los franceses antes de convertirte en almirante de la Armada. Kitty, date la vuelta y no mires.

Las veinte monedas de oro pasaron a la palma de la mano de Stephen; éste enarcó las cejas y se las guardó en los bolsillos de su chaqueta de lona. Cuando a Kitty le dijeron que ya podía volverse, ésta vio que los dos amigos se estaban riendo, pero no supo por qué motivo.


El año 1792 empezó muy seco, pese a que por Navidad se habían producido los habituales aguaceros, afortunadamente justo después de la cosecha. Kitty estaba cada vez más gruesa, pero no como algunas mujeres que parecían a punto de estallar. De este modo podía llevar a cabo sus tareas sin demasiado esfuerzo.

– ¿Sabes, Richard? ¡Tendrías que ser tú el que diera a luz a esta pobre criatura! -dijo un día, exasperada-. ¡Haces demasiados aspavientos!

– Pues yo creo que tendrías que irte a Arthur's Vale y quedarte en casa de Olivia Lucas -dijo Richard con inquietud-. Morgan's Run está demasiado aislado.

– ¡No pienso irme a vivir a casa de Olivia Lucas!

– ¿Y si el bebé nace antes de lo que esperas?

– Richard, ya he mantenido una larga conversación con Olivia… ¡Lo sé todo! Puedes creerme, tendré tiempo suficiente para avisar a Joey y para avisaros a ti y a Olivia. Es el primer bebé. No nacen muy rápido -dijo Kitty con firmeza.

– ¿Estás segura?

– Pues claro -contestó ella con voz de mártir moribunda, se acercó a una silla con paso ligero, se sentó sin el menor esfuerzo y lo miró con la cara muy seria-. Tengo que hacerte unas cuantas preguntas, Richard -dijo-, e insisto en que me contestes.

Un halo de autoridad la rodeaba; fascinado, Richard no lograba apartar los ojos de ella.

– Pregunta pues -le dijo, sentándose directamente de cara a ella-. Adelante, pregunta.

– Richard, estoy a punto de tener un hijo tuyo, pero no sé nada de tu vida. Lo poco que sé, es gracias a Lizzie Lock. Lo que me ha dicho equivale a una punta de alfiler, y yo creo que tengo derecho a saber algo más que Lizzie Lock. Háblame de tu hija, que ahora tendría mi edad.

– Se llamaba Mary y está enterrada junto a su madre en el cementerio de St. James de Bristol. Murió de viruela a los tres años. Uno de los motivos por los que quisiera que mis hijos crecieran aquí. Lo peor que podemos temer es la disentería.

– ¿Tuviste otros hijos?

– Un hijo, William Henry. Murió ahogado.

El rostro de Kitty se contrajo en una mueca de dolor.

– ¡Oh, Richard!

– No te aflijas, Kitty. Ocurrió hace mucho tiempo y en un país distinto. Ahora mis hijos no crecerán con la misma clase de peligros.

– Aquí también hay peligros y el ahogamiento es el más habitual.

– Créeme, la manera en que se ahogó mi hijo aquí no sería posible. La suya fue una muerte de las que ocurren en las ciudades, no en las pequeñas islas en las que todos nos conocemos. También hay gente mala y no nos tratamos con ella, pero, cuando se organice una escuela, nosotros los padres sabremos mucho más acerca de los maestros de lo que saben los padres de Bristol. William Henry murió por culpa de un maestro. -Ladeando la cabeza, Richard miró a Kitty con expresión inquisitiva-. ¿Alguna otra pregunta?

– ¿Cómo murió tu mujer de Bristol?

– De apoplejía, afortunadamente antes de que William Henry desapareciera. No sufrió en absoluto.

– ¡Oh, Richard!

– No tienes por qué entristecerte, amor mío. Tú eres la causa de que ocurriera, estoy seguro. En el sentido de que yo no estaba destinado a conocer la felicidad de una verdadera familia en Bristol, donde jamás tuve la dicha de vivir en mi propia casa. Lo único que te pido es que reserves un rincón de tu corazón para mí, el padre de tus hijos. Eso y los hijos serán suficiente.

Los labios de Kitty se entreabrieron y ésta estuvo casi a punto de decir que le reservaba algo más que un pequeño rincón de su corazón, pero los cerró sin decir nada. Pronunciar las palabras habría sido una promesa, un compromiso que no estaba segura de poder asumir. Richard le gustaba con locura y, precisamente por eso, no le parecía honrado darle a entender que era para ella algo más de lo que verdaderamente era. No sonaba la música en su corazón, no le crecían alas a su alma. En caso de que él ejerciera en ella este efecto, puede que fuera distinto. En caso de que así fuera, ella le podría llamar «amor mío».


Febrero fue un mes muy ventoso y agitado, con huracanes al acecho. Por lo menos, las cosechas ya estaban en el granero y habían sido tan buenas que podrían alimentar a todos los habitantes de la isla de Norfolk aunque no sobraría nada para Nueva Gales del Sur.

El 15 de febrero Richard regresó corriendo a casa, tarde y muy preocupado, pues el teniente gobernador lo había entretenido con más preguntas de las que a Kitty se le habrían podido ocurrir en una semana. Kitty aún no estaba a punto de dar a luz, pero la cabeza ya se había coronado, eso le había dicho Olivia Lucas, y Joey Long no era precisamente una comadrona. Tranquilizado por las palabras de Olivia y de Kitty, según las cuales los primogénitos nunca nacían deprisa, bajó por el sendero de la casa. No salía humo de la alta chimenea de piedra; apuró el paso. A pesar de encontrarse casi en el noveno mes de embarazo, Kitty seguía empeñada en cocer el pan.

Ni un solo sonido.

– ¡Kitty! -llamó, subiendo de un salto los tres peldaños de la puerta.

– Estoy aquí -contestó una vocecita.

Con el corazón tocando a rebato contra su caja torácica, Richard abrió la puerta y echó un vistazo a la estancia. Ni rastro de Kitty. En el dormitorio… ¡Santo cielo! ¡Ya había empezado!

Kitty, incorporada en la cama con la espalda apoyada en dos almohadas, se volvió hacia él con una beatífica sonrisa.

– Richard, ven a conocer a tu hija -dijo-. Di buenas noches, Kate.

Richard sintió que se le doblaban las rodillas, pero consiguió alcanzar la cama y sentarse en su borde, respirando afanosamente.

– ¡Kitty!

– Mírala, Richard. ¿A que es guapa?

Unas manos estropeadas por el trabajo le ofrecieron un bulto fuertemente envuelto en unos lienzos… ¡oh, no era justo que sus manos estuvieran mucho mejor cuidadas que las de ella! Tomó cuidadosamente el bulto y apartó con delicadeza el lienzo que ocultaba un diminuto y arrugado rostro cuya boca era una perfecta O. Los hinchados párpados estaban cerrados, la piel presentaba un color demasiado oscuro para ser rojo y la cabeza estaba rematada por una masa de tupido cabello negro. El océano de amor se abrió y lo devoró por entero. Se hundió sin protestar en aquel mágico reino, se inclinó hacia delante para besar la frente de la diminuta criatura y sintió que las lágrimas asomaban a sus ojos.

– ¡No lo entiendo! Estabas tan bien cuando salí esta tarde. No me dijiste nada.

– No tenía nada que decir. Es cierto que me encontraba bien. Ocurrió de golpe y sin previo aviso. Rompí aguas, experimenté un dolor muy fuerte y después noté su cabeza. Extendí una sábana limpia en el suelo, me agaché y la tuve. En total, no duró más de un cuarto de hora. En cuanto salió la placenta, busqué un hilo, até el cordón y lo corté con mis tijeras. Ella se puso a gritar…¡no sabes con qué voz!, la limpié, limpié el suelo, puse la sábana en remojo y me bañé. -Rebosante de orgullo, Kitty esbozó una satisfecha sonrisa-. La verdad es que no sé a qué viene tanto alboroto. -Se abrió la bata de indiana de estar por casa y dejó al descubierto un hermoso pecho en cuyo pezón de color rojo oscuro brillaban unas gotas-. Ya me ha subido la leche, pero Olivia dijo que esperara un poco antes de darle el pecho. ¿He sido inteligente, Richard?

Procurando no comprimir el bulto que se interponía entre ambos, Richard se inclinó hacia delante para besarla reverentemente en los labios. Adorándola con los ojos, se enjugó las lágrimas del rostro y sonrió con trémulos labios.

– Muy pero que muy inteligente, esposa mía. Lo has hecho como si lo hubieras hecho veinte veces.

– No tengo balanza y no puedo pesarla, pero creo que es de buen tamaño… y bastante larga. Parece una Morgan, no una Clark.

Richard estudió el rostro de Kate tratando de confirmarlo, pero no pudo.

– Es muy guapa, esposa mía, es lo único que puedo ver. -Después miró detenidamente a Kitty. Parecía un poco cansada, pero estaba tan radiante que él no creía que corriera ningún peligro-. ¿Te encuentras bien? ¿De verdad?

– De verdad. Simplemente cansada. Salió con tanta facilidad que ni siquiera me noto incómoda. Olivia me aconsejó que me agachara. Es la manera más natural, dice. -Kitty volvió a tomar a Kate en sus brazos para mirarla-. ¡Richard! -exclamó en tono de reproche-. Es tu vivo retrato… ¿Cómo no lo ves?

– ¿Te gusta llamarla Catherine como tú?

– Sí. Dos Catherines… Una Kitty y una Kate. A nuestra segunda hija la llamaremos Mary.

Richard no pudo evitarlo. Rompió a llorar hasta que Kitty depositó al bebé en la cama y lo estrechó en sus brazos.

– Te quiero, Kitty. Te quiero más que a la vida.

Sus labios se entreabrieron una vez más para ofrecerse a él. Pero, en aquel momento, Kate lanzó un vigoroso grito y entonces Kitty dijo en su lugar:

– ¿La oyes? Creo que Stephen tiene razón, vamos a tener que criar a una fiera. No hay más que decir. Creo que voy a darle el pecho.

Sacó los brazos de las mangas de la bata y dejó que ésta le resbalara hasta la cintura, retiró los lienzos que envolvían a la criatura y la sostuvo desnuda contra su piel con un placer sensual que mató de envidia a Richard. La boca en forma de O apresó el pezón que se le ofrecía; Kitty emitió un profundo suspiro de placer.

– ¡Oh, Kate, ahora eres mía de verdad!


A Kitty jamás se le había ocurrido poner en duda un hecho: Richard iba a ser un padre maravilloso. Lo que la sorprendía era su entrega absoluta a la paternidad. Muchas de sus amigas y conocidas se quejaban de que sus hombres estaban hartos de parecer poco viriles cuando se ocupaban demasiado de los hijos o de las tareas domésticas. Llevar en brazos a un niño cansado se consideraba aceptable, besar y acariciar a un bebé también se aceptaba, pero no se podía caer en los excesos. En cambio, a Richard no le importaba lo que sus amigos pudieran pensar de él. Si alguno lo visitaba, no le importaba que lo viera cambiando los pañales sucios de Kate y ni siquiera le importaba que lo vieran lavándolos o poniéndolos a secar. Y, al parecer, su imagen viril no sufría el menor menoscabo ante sus ojos. O, en caso de que sí lo sufriera, él no se daba cuenta. O, si se daba, no pensaba que semejantes opiniones tuvieran el menor interés. En cierto sentido, tenía suerte: no parecía un marica. De haberlo parecido, puede que las cosas hubieran sido distintas.

Trabajaba muy duro porque procuraba hacer más cosas en menos tiempo, siempre ansioso de regresar a casa para ver a Kitty y Kate. Cuando Kitty le sugirió tímidamente la posibilidad de aserrar un poco menos y dedicar un poco más de tiempo a la agricultura, él la miró horrorizado… ¡No, no! Su trabajo como supervisor de los aserradores estaba muy bien pagado y todos los pagarés que acumulaba en los registros del Gobierno eran un seguro para el futuro de sus hijos. Se las arreglaría para aserrar y trabajar en el campo, aún no había muerto.


Kate tenía seis meses cuando Tommy Crowder se presentó en el segundo aserradero, preguntando por Richard. Quería saber cuándo pensaba Richard apuntar a la pequeña Kate en la lista de los almacenes del Gobierno.

– Puedo mantener a mi mujer y a mi hija sin la ayuda de los almacenes -contestó Richard con dignidad.

– El comandante King insiste en que las apuntes en la lista de los almacenes. Ven a mi despacho y lo haremos ahora mismo.

Y Crowder se alejó al trote sin volverse para ver si Richard lo seguía.

– No sé por qué tienen que estar mi mujer y mi hija en la lista de los almacenes -dijo obstinadamente Richard una vez en el pequeño despacho de Crowder-. Soy el cabeza de familia.

– Justamente por eso, Richard. Es que no eres el cabeza de familia. Kitty es una convicta soltera. Por eso figura todavía en la lista de los almacenes y su bebé también se tiene que anotar en ella -le explicó Crowder.

Los ojos de Richard adquirieron una tonalidad gris oscuro.

– Kitty es mi esposa. Kate es mi hija.

– Catherine Clark, soltera… Sí, aquí está -barbotó Crowder, tras haber encontrado la correspondiente línea de la correspondiente página de su enorme registro. Tomó la pluma de ave, la introdujo en el tintero y añadió en voz alta mientras escribía-: Catherine Clark, hembra. -Levantó los ojos con expresión radiante-. ¡Listo! Ya está hecho y tú me has visto hacerlo. Gracias, Richard.

Posó la pluma de ave.

– El apellido de la niña es Catherine Morgan. Yo la reconozco.

– No, es Clark.

– Morgan.

Tommy Crowder no era un hombre muy perspicaz; se esforzaba demasiado en ser imprescindible para las personas que podían ayudarlo a medrar. Pero, de repente, al contemplar aquellos ojos tan tormentosos como la bahía de Sydney durante un temporal, sintió que la sangre se escapaba de su rostro.

– No me eches la culpa a mí, Richard -balbució-. Yo no soy tu juez, soy un simple funcionario del Gobierno de la isla de Norfolk. El comandante King quiere que todo… -añadió esbozando una estúpida sonrisa-… esté en perfecto orden, al estilo de Bristol. Como bristoliano que eres, tendrías que estar contento. -Ahora estaba parloteando y ya no podía detenerse-. Tengo que incluir al bebé en mis listas y tengo que pedirte que seas testigo de que lo he hecho. Su apellido es Clark.

– ¡Eso no es justo! -le dijo Richard a Stephen más tarde, con los puños apretados-. Este mono amaestrado al servicio del Gobierno ha inscrito a mi hija en su maldito registro como Catherine Clark. Y me lo ha restregado por las narices, obligándome a ser testigo de ello.

Stephen observó la tensión de los músculos bajo la piel de los brazos de Richard y experimentó un involuntario estremecimiento.

– ¡Por el amor de Dios, Richard, cálmate un poco! Crowder no tiene la culpa y King tampoco. Estoy de acuerdo en que no es justo, pero no puedes hacer nada al respecto. Kitty no es tu mujer. Kitty no puede ser tu mujer. Le quedan todavía varios años para el cumplimiento de la condena, lo cual quiere decir que el Gobierno está autorizado a hacer con ella lo que quiera. Y el apellido oficial de Kate es Clark.

– Pero hay una cosa que sí puedo hacer -dijo Richard entre dientes-. Puedo asesinar a Lizzie Lock.

– No serías capaz de hacer tal cosa. Por consiguiente, no digas barbaridades.

– Mientras Lizzie viva, mi hija será una bastarda. Y también serán bastardos los restantes hijos que yo tenga con Kitty.

– Considéralo de esta manera -dijo Stephen, tratando de convencerlo-. Lizzie Lock está muy bien asentada con Tom Sculley, pero Tom Sculley no ha tardado en darse cuenta de que no está hecho para las labores del campo, de ahí que haya pasado del cultivo de cereales a la avicultura. Más tarde o más temprano lo venderá todo y se largará de la isla. Por lo que he averiguado a través de los chismes que circulan entre los colonos de la infantería de marina, dice que quiere visitar Catay y Bengala antes de que sea demasiado viejo. ¿Tú crees por un solo instante que zarpará rumbo a Oriente sin llevar del brazo a su querida Lizzie Lock?

Cerrando los ojos, Richard se hundió en el desánimo.

– Estoy tratando de verlo de la manera que tú dices. Quieres decir que, si Lizzie se va a Oriente, yo podré esperar un poco y alegar después que soy soltero.

– Exactamente. En caso necesario, yo podría pagar a un falsificador clandestino de alguna callejuela de Londres para que utilizara la dirección de algún mercader de Wampoa y escribiera una conmovedora carta a los ilustres señores alguaciles de Gloucester, comunicándoles la noticia de que la señora de Richard Morgan, de soltera Elizabeth Lock, ha fallecido en Macao y preguntando si la ciudad de Gloucester podría informar acerca de la existencia de algún pariente. Eso demostraría su muerte, tras lo cual tú te podrías casar con Kitty.

– A veces, Stephen, eres el último recurso. -Pero la estratagema dio resultado-. ¿Significa este consolador discurso con sus correspondientes referencias a las callejuelas de Londres que piensas dejarnos muy pronto?

– No me han dicho nada más aparte de la tenencia, pero ocurrirá.

– Te echaré terriblemente de menos.

– Y yo a ti.

Stephen rodeó los hombros de Richard con su brazo y lo empujó suavemente en dirección a su casa. Menos mal que su furia se había calmado. Superficialmente, por lo menos. ¡Que Dios confundiera al reverendo Johnson!

– Le duele más a él que a mí -dijo Kitty cuando Stephen le contó lo ocurrido. Richard se había ido a bañarse a su estanque para eliminar la suciedad que le habían dejado encima los aserraderos y Thomas Restell Crowder-. Siento que Kate no se apellide Morgan, pero, ¿quién puede negar que es una Morgan? Y, en cualquier caso, ¿qué es el matrimonio? Por lo menos la mitad de las convictas no estamos casadas oficialmente, pero eso no nos convierte en esposas de segunda categoría. A mí no me duele, Stephen, de veras que no.

– Richard es un creyente que va a la iglesia, Kitty, y por eso le cuesta aceptar el hecho de que sus hijos sean unos bastardos según la Iglesia de Inglaterra.

– No serán bastardos cuando muera Lizzie, que ya es mayor -dijo Kitty con toda naturalidad.

¿Cómo explicarle a Kitty que un segundo matrimonio no eliminaría la mancha? Stephen prefirió no tomarse la molestia de intentarlo. En su lugar, alargó los brazos hacia Kate.

– ¡Hola, mi cielo! ¿Cómo está mi dulce angelito?

– Kate no es un angelito… Es justo lo que tú dijiste, una fierecilla. ¡Testaruda y porfiada! Qué barbaridad, Stephen, sólo tiene seis meses y ya nos gobierna con mano de hierro.

– Qué va -dijo Stephen, clavando sus risueños ojos en la seria mirada de la criatura-, no necesita mano de hierro para gobernar a Richard -añadió besando a continuación las mofletudas mejillas-. Lo podría hacer con sólo un trocito de hilo o una simple pluma. ¿No es así, mi Kate? ¿Dónde está tu Petruchio? ¿Bajo qué disfraz se presentará?

Devolvió la niña a los brazos de su madre.

– ¿Petruchio?

– El caballero shakespeariano que domó a la fierecilla Kate. No me hagas caso, son tonterías mías.

Ambos se sumieron en el silencio. Stephen se conformó con contemplar a aquella madona de la isla de Norfolk, todo un estudio envuelto en sencillo tejido de indiana. Dondequiera que la vida la hubiera llevado, Kitty siempre habría brillado con su máximo esplendor, cuidando amorosamente de un niño. Bastaba con ver a aquella obstinada criatura que por su fuerte carácter habría tenido que estar arrojando chispas, pero que, con una madre como Kitty, era un cielo, un angelito. Las gatitas buenas tienen buenos gatitos. Y nuestra Kitty es una gatita buena.

¿Qué otra cosa era? Intelectualmente no demasiado brillante, pero en modo alguno estúpida. El ratoncito que se ocultaba en el bosque había desaparecido hacía mucho tiempo. En el transcurso de sus dos años de convivencia con Richard Morgan se había convertido en una mujer de rostro anodino, pero extremadamente seductora. Sin embargo, ¿se había ganado Richard su amor? Stephen no estaba muy seguro, pues intuía que ella tampoco lo estaba. Lo que Kitty siente por Richard es una fascinación sexual. Eso la mantiene unida a él tanto como los hijos, pero… No ve en él la menor atracción… El porqué jamás lo sabré. ¿Serán acaso sus años? ¡Seguro que no! Los lleva con tan poco esfuerzo como el que le cuesta aserrar.

– ¿Amas a Richard? -preguntó.

Los ojos cerveza-y-pimienta lo miraron con tristeza.

– No lo sé, Stephen. Ojalá lo supiera, pero no lo sé. No tengo instrucción suficiente para hacer esta clase de juicios. Quiero decir, ¿cómo sabes que lo amas?

– Yo lo sé. Me llena los ojos y la mente.

– Pues a mí, no.

– ¡No le hagas daño, Kitty, te lo suplico!

– No le haré daño -contestó ella, haciendo dar saltitos a Kate sobre sus rodillas. Después sonrió y le dio a Stephen una palmada en la mano-. Estaré con Richard en las verdes y en las maduras, Stephen. Se lo debo, y yo pago mis deudas. Eso es lo que, al parecer, nos tiene que enseñar la deportación, y yo he aprendido todas las lecciones. Pero no sé por qué jamás he aprendido a leer y escribir. La casa y los hijos son lo primero.


Cuando Kitty le anunció que estaba nuevamente embarazada, Richard la miró consternado.

– ¡No es posible! ¡Es demasiado pronto!

– Pues más bien no. Han pasado catorce meses -dijo plácidamente Kitty-. Se criarán mejor si no hay mucha diferencia de edad entre ellos.

– ¡El trabajo, Kitty! ¡Envejecerás prematuramente!

– ¡Ni hablar, Richard! -contestó ella, riéndose-. Estoy muy bien, soy joven y estoy deseando que llegue William Henry…

– Kitty, yo prefería esperar, de veras… ¡Maldita expresión, se me está pegando sin querer!

– No te enfades -le dijo ella en tono suplicante-. Olivia me dijo que no me quedaría embarazada mientras le diera el pecho a Kate.

– ¡Eso es un cuento de viejas! Habría tenido que esperar.

– ¿Por qué?

– Porque otro hijo será demasiado para ti.

– Pues yo digo que no. -Kitty le pasó a Kate y tomó un cubo vacío-. Voy por agua.

– Deja que vaya yo.

Ella le mostró los dientes y le miró con ojos encendidos de rabia.

– Por milésima vez, Richard Morgan, ¿quieres hacer el favor de dejar de revolotear a mi alrededor como una gallina clueca? ¿Por qué nunca me quieres reconocer el mérito a que tengo derecho? ¡Yo soy la que cría a los hijos! ¡Yo soy la que decido cuándo quiero hacerlo! ¡Yo soy la que vive en esta casa todos los días y las noches! ¡Yo soy la que dice lo que es demasiado para mí y lo que no! ¡Déjame en paz! ¡Deja de tomar todas las decisiones por mí! Déjame hacer las cosas a mi manera sin estar todo el día incordiándome… Eso es demasiado, eso es demasiado poco, por qué no te he pedido que lo hicieras… ¡ya estoy hasta la coronilla! ¡Ya no soy una huérfana, soy una mujer lo bastante adulta para tener hijos! ¡Y, si quiero tener otro, lo tendré! ¡Tú no eres mi amo y señor, eso sólo lo es su majestad el rey!

Dicho lo cual, Kitty se alejó con el cubo, hecha una furia.

Richard se sentó en el peldaño superior de la entrada, con Kate sobre sus rodillas, ambos en absoluto silencio.

– Creo, hija mía, que me acaban de poner en mi sitio.

Kate se incorporó sin ayuda y miró a su padre con unos moteados ojos que no eran ni como los de William Henry ni como los de Kitty; los suyos eran de un color cervatillo tirando a gris que disimulaba la presencia de las manchitas negras, diseminándolas por todo el iris. Había que mirar con mucho detenimiento para descubrirlas. Su belleza era evidente, aunque puede que sólo fuera la belleza de los niños muy pequeños; sin embargo, sus colores eran tan espectaculares como los de los dos hijos muertos de Richard: masas de bucles negros, cejas negras impecablemente dibujadas, espesas pestañas negras alrededor de unos grandes ojos color tormenta, una roja y carnosa boca y una piel morena tan perfecta como la de Richard. Kitty tenía razón, era indiscutiblemente una Morgan. Una Morgan que se apellidaba Clark.

Richard se estremeció y soltó una maldición por milésima vez. Todos sus hijos nacerían bastardos; Lizzie Lock no le haría el favor de morirse a toda prisa. Por supuesto que no la asesinaría, pero nadie más que Dios podía decirle que no le estaba permitido desear su muerte.

¿Por qué será que jamás conseguimos mantener desenredados los hilos que forman la urdimbre de nuestra vida? No pensé nada cuando me casé con Lizzie Lock. O, mejor dicho, no pensé en mí ni en el futuro. Me compadecí de ella, pensaba que estaba en deuda con ella… Pensaba como un jefe y creo que todavía sigo pensando como un jefe. Creo recordar que Stephen me lo advirtió, pero yo no le hice caso. Las personas a quienes he causado daño son mis propios hijos… la pobrecilla que es la esposa de mi corazón se considera simplemente «mi mujer». Jamás la llaman ni siquiera «señora». El término es «mujer». La palabra da a entender que carece de identidad, que no tiene ninguna posición social. Un simple objeto. Puedo, tal como algunos hombres ya están haciendo, apartarla de mi lado sin la menor compensación. Ya ha llegado la hora, los que han atesorado suficiente oro están comprando sus pasajes a Inglaterra o a Catay o a cualquier otro lugar que les apetezca. Los viejos rostros como Joe Robinson están desapareciendo. Pero muchos de ellos abandonan aquí a sus mujeres para que se las arreglen como puedan. Menos mal que, lo mismo que hacía el comandante Ross, el comandante King está dispuesto a otorgar tierras a una mujer sola al igual que a un hombre solo. De esta manera, las pobres criaturas abandonadas no tienen necesidad de ofrecer sus favores en los cuarteles de los soldados del cuerpo de Nueva Gales del Sur. Lo que hacemos con las mujeres es imperdonable. No son putas por naturaleza. Nosotros las obligamos a serlo.

Kate gorjeó, sonrió, y enseñó que le estaban saliendo los dientes. Mi primogénita, mi hija. Mi bastarda. Abrazándola, Richard posó los labios sobre la increíble suavidad de su piel y aspiró su fresco aroma, consciente de que Kate adoraba ser adorada.

– Kate -le dijo, dándole la vuelta con las manos para colocarla de cara a él de tal forma que ella pudiera dirigirle seductoras miradas, en eso, era como su madre, y él pudiera hablarle como si ella pudiera comprender lo que le decía-. Mi Kate, ¿qué será de ti? ¿Cómo puedo garantizarte que nunca te verás obligada a llevar la clase de vida que Dios impuso a tu madre? ¿Cómo puedo convertirte de hija bastarda de dos progenitores convictos en una señorita educada, capaz de elegir entre los jóvenes de esta parte del mundo?

Besó su manita y sintió con cuánta fuerza se curvaban sus dedos alrededor del suyo. Después la apretó amorosamente en el hueco de su brazo, colocó su cabeza bajo su barbilla y su mirada se perdió en la distancia mientras toda su mente se centraba en el dilema de su destino.


Kitty tardó mucho en llenar el cubo de agua que no necesitaba. Primero se sentó junto a la fuente y se pasó un buen rato, ardiendo de rabia. Después sostuvo el cubo bajo el chorro principal para llenarlo, lo dejó en el suelo y volvió a sentarse. Su estallido de cólera la había pillado desprevenida, ignoraba que aquellos resentimientos hirvieran tan cerca de la superficie; sus días estaban tan ocupados que no se podía permitir el lujo de hacer examen de conciencia. La razón de que sus sentimientos hubieran brotado con tal violencia estaba muy clara: Richard no quería tener un segundo hijo tan pronto…, eso siempre y cuando quisiera tener otro. ¡Pero tales cosas no estaba en su mano decidirlas! Dios la había hecho para que procreara y a ella le encantaba procrear. Las palabras de sus tiempos en el asilo y de los sermones del asilo, soltadas mientras sus dedos bordaban, habían adquirido ahora un significado. Puede que Adán hubiera sido la primera persona que hubo en el mundo, pero, hasta la aparición de Eva, ¡no fue más que una simple pieza de museo! Eva era más importante que Adán. Eva tuvo hijos y fue la artífice de una casa y un hogar.

Richard no podía ser el único señor por el hecho de ganar el pan. ¡Era ella quien cocía el pan! Y, en un futuro, pensó, levantándose para tomar sin ningún esfuerzo el cubo de veinte libras de peso, debería tener en cuenta sus deseos. No soy un ratoncito y no soy una simple limpiadora de botas. Soy una persona importante.

La imagen que él ofrecía cuando ella subió por el sendero de la fuente atravesando el huerto, era verdaderamente enternecedora y emocionante, reconoció Kitty. Su corazón se conmovió. Sin que él se percatara de su presencia, permaneció inmóvil para observar cómo daba la vuelta a la niña para que ésta lo mirara, le hablaba en tono solemne, la besaba y la contemplaba con un rostro lleno de amor y de asombro. Y su manera de estrecharla en sus brazos. Su manera de mirar a lo lejos por encima de la cabeza de la niña.

¡Muévete, Richard, muévete! Kitty deseó con todas sus fuerzas que se moviera, pero él no se movió. El sol siempre se ponía en la parte de atrás de la casa, y la parte anterior siempre quedaba sumida en las sombras, pero ahora la luz era absolutamente diáfana y caía sobre el padre y la hija como si éstos se hubieran petrificado. Un antiguo recuerdo surgió de los más profundos abismos de su mente, el recuerdo del director del asilo presidiendo los oficios religiosos dominicales sentado en un impresionante sillón con la mirada perdida en la lejanía, mientras el capellán predicaba acerca de los pecados de la carne que ninguna de sus oyentes podía comprender. El director seguía con la mirada perdida en la lejanía; el capellán terminaba su sermón, las huérfanas permanecían inmóviles, las severas y amargadas maestras solteronas recorrían con los ojos las filas de las huérfanas para comprobar que ninguna niña mostrara en su rostro una expresión poco devota; y el director seguía mirando en la lejanía como si estuviera contemplando una visión ni agradable ni desagradable. Sólo cuando el capellán le rozó tímidamente el hombro el director se movió. Se movió para caer hacia delante desde el sillón sobre las baldosas de la capilla y quedar tumbado allí tan deforme como las medias semirrellenas de arena con que las huérfanas eran azotadas para que no les quedara ninguna huella.

¡Muévete, Richard, muévete! Pero él no se movió mientras el tiempo iba pasando y la niña dormía apaciblemente entre sus brazos. De repente, Kitty comprendió que había muerto. Lo comprendió de golpe y cayó de rodillas, el cubo se volcó, el agua se derramó en cascada y el mundo enmudeció. Pero él no se movió ni siquiera entonces. ¡Estaba muerto! ¡Estaba muerto!

– ¡Richard! -gritó Kitty, levantándose atropelladamente y echando a correr.

El gritó sacó a Richard de su ensimismamiento, pero no con la suficiente rapidez para poder sujetarla.

Kitty gimió y aulló mientras las lágrimas rodaban por su rostro sin que ella se diera cuenta. Cuando Kate se unió a su madre y empezó a berrear, Richard se levantó con dos enloquecidas criaturas aferradas a él como si en ello les fuera la vida y sintió que la cabeza le daba vueltas. Depositó a Kate en su cuna sin ninguna ceremonia y entonces la niña empezó a protestar a gritos por el hecho de que la hubieran soltado de manera tan poco caballerosa; después sentó a Kitty en el sillón que había junto a la cocina, donde ella rompió en sollozos desgarradores. Richard sacó la botella de ron y, revoloteando alrededor de Kitty como una gallina clueca, la obligó a beber.

– ¡Oh, Richard, pensé que te habías muerto! -gimoteó Kitty, atragantándose y mirándole con los ojos llenos de lágrimas y la nariz moqueando-. ¡Pensé que te habías muerto! ¡Pensé que te habías muerto! ¡Pensé que te habías muerto!

Le rodeó las caderas con sus brazos y hundió el rostro en él, rompiendo nuevamente a llorar.

– No me he muerto, Kitty. -Le apartó las manos, la levantó del sillón, se acomodó en él y la sentó sobre sus rodillas. El dobladillo de su bata de indiana era el único pañuelo disponible, por lo que él lo tomó para secarle los ojos, la nariz, las mejillas, la barbilla y la garganta…, la lluvia de lágrimas le había mojado incluso el canesú de la bata-. No me he muerto, cariño mío. ¿Lo ves? -le dijo, sonriendo con ternura-. Los cadáveres no pueden enfrentarse con los ataques de histeria. Aunque no cabe duda de que es muy bonito saber con cuánta desesperación se llora mi muerte. Vamos, toma otro sorbo de ron.

El volumen del berrinche de Kate en el dormitorio estaba aumentando por momentos, pero, en la certeza de que la niña no superaría su enfado antes de que Kitty superara su sobresalto, Richard volvió la cabeza y gritó severamente:

– ¡Kate, deja ya de berrear! ¡Duérmete de una vez!

Para su asombro, los berridos de la criatura se fueron convirtiendo en un tranquilizador silencio.

– ¡Oh, Richard, pensé que te habías muerto como el director del asilo y no lo pude resistir! Te habías muerto… Tú que tanto me querías…, y yo nunca lo había comprendido…, y te hacía daño y te despreciaba…, pero ahora ya era demasiado tarde para decirte que te quería. ¡Te quiero tanto como tú me quieres, más que a mi vida! ¡Pensé que te habías muerto y yo no sabía cómo vivir en un mundo sin ti! ¡Te quiero, Richard, te quiero!

Richard le apartó el cabello del rostro y siguió trabajando con su improvisado pañuelo.

– Estoy celebrando todas mis Navidades de golpe -dijo-. Ya sé que has derramado muchas lágrimas -dijo-, pero ¿por qué estás tan mojada?

– Creo que he volcado el cubo de agua. ¡Bésame, Richard! Bésame con amor y deja que yo te bese a ti con amor.

El amor recíproco, descubrieron, convertía los labios en la piel más fina posible entre el cuerpo y el espíritu. A partir de ahora, pensó Richard, no tiene por qué haber ningún secreto. Se lo puedo decir todo. Kitty ya conocía la dicha de la música en el corazón y las alas en el alma. El amor siempre había estado presente.


Stephen acudió a visitarlos el día del primer cumpleaños de Kate, 15 de febrero de 1793, con un prodigioso regalo.

Pero no fue el regalo lo que indujo a Richard, Kitty y la niña a quedárselo mirando boquiabiertos de asombro: el teniente Donovan iba vestido con toda la gloria de su rango en la Armada Real: zapatos negros, medias blancas, calzas y chaleco blancos, camisa escarolada, chaqueta entallada de la Armada, algunos toques de galón de oro, espada al cinto, peluca en la cabeza, sombrero bajo el brazo. No sólo notablemente apuesto, sino también notablemente impresionante.

– ¡Te vas! -dijo Kitty mientras las lágrimas asomaban a sus ojos.

– ¡Menuda pinta tienes! -dijo Richard, ocultando su pesar con una carcajada.

– El uniforme ha venido de Port Jackson… y no me sienta del todo mal -dijo Stephen, pavoneándose-, aunque los hombros de la chaqueta necesitan un retoque. Los míos son demasiado anchos.

– Lo bastante anchos para el mando. Felicidades. -Richard le tendió la mano a su amigo-. Ya sabía yo que el nombre de este barco que acaba de llegar tenía algún significado.

– Sí, el Kitty. Me he puesto el uniforme en honor de la pequeña Kate, aunque no me iré enseguida. El Kitty tardará por lo menos una semana en zarpar, o sea que aún nos queda un poco de tiempo. -Se quitó la peluca para que vieran que había imitado el ejemplo de Richard y se había cortado el pelo-. ¡Qué barbaridad, el calor que da este trasto! Están hechas para el canal de la Mancha, no para la isla de Norfolk en el húmedo mes de febrero.

– ¡Stephen, con el cabello tan bonito que tenías! -gimoteó Kitty, casi al borde de las lágrimas-. ¡Con lo que a mí me gustaba! Estoy tratando de convencer a Richard de que se lo deje crecer, pero él dice que es un estorbo.

– Tiene muchísima razón. Desde que me corté el mío, me siento tan libre como un pájaro… menos cuando me tengo que poner la peluca. -Stephen se acercó a Kate, la sentó en una alta silla que Richard le había hecho y depositó el paquete en su bandeja-. Feliz cumpleaños, queridísima ahijada.

– Ta -dijo Kate sonriendo mientras alargaba la mano para acariciarle el rostro-. Stevie. -Miró más allá de éste hacia Richard con expresión radiante-. ¡Pa-pa!

Stephen le dio un beso y apartó el paquete, cosa que no pareció molestarla en absoluto; cuando su padre estaba en la habitación con ella, no tenía ojos más que para él.

– Guárdaselo para ella -dijo Stephen, entregándole el paquete a Kitty-. Tardará unos cuantos años en apreciarlo.

Picada por la curiosidad, Kitty deshizo el paquete y contempló su contenido con asombro.

– ¡Oh, Stephen! ¡Es preciosa!

– Se la compré al capitán del Kitty. Se llama Stephanie.

Era una muñeca con una cara de porcelana delicadamente pintada, unos ojos con los iris rayados como los de verdad, unas pestañas cuidadosamente dibujadas, una mata de cabello amarillo hecho con hilos de seda y un vestido como el de una dama de treinta años atrás, con una falda de seda de color de rosa ahuecada con un tontillo.

– Vuelves a Port Jackson en el Kitty, ¿verdad?

– Sí, y en el mismo barco haré la travesía hasta Portsmouth en junio.

Comieron carne de cerdo asada y después un pastel de cumpleaños; a Kitty le había salido muy ligero gracias a un ingrediente tan sencillo como clara de huevo montada a punto de nieve en un cuenco de cobre con un batidor que Richard le había hecho con alambre de cobre. Era tan mañoso que podía hacerle cualquier cosa que ella le pidiera.

Las esporádicas visitas de los barcos les permitían disponer de té, azúcar auténtico y varios pequeños lujos, entre ellos el orgullo y la alegría de Kitty, un juego de té de porcelana.

En las ventanas sin cristales se agitaban unas verdes cortinas de algodón bengalí, pero los cuadros y los tenedores aún no los había conseguido. No importaba, no importaba. Faltaban quizá unos tres meses para el nacimiento de William Henry; Kitty sabía que era William Henry. Mary tendría que esperar hasta la próxima vez… No tardaría tanto como Richard querría, pero no importaba. Los hijos eran lo único que ella podía darle. Nunca serían demasiados; la isla de Norfolk también encerraba peligros. El año anterior el pobre Nat Lucas, que estaba talando un pino, contempló horrorizado cómo el árbol caía con un monstruoso fragor sobre Olivia, el pequeño William que ésta sostenía en sus brazos y las dos gemelas agarradas a su falda. Olivia y William resultaron prácticamente ilesos, pero Mary y Sarah murieron en el acto. Sí, los hijos nunca eran demasiados. Se lloraba amargamente su pérdida, pero se daba gracias a Dios por los que todavía quedaban.

Su vida estaba llena de felicidad por la sencilla razón de que amaba y era amada, su hija rebosaba de salud y el hijo que crecía en su vientre la volvía loca con sus incesantes patadas. ¡Oh, cuánto echaría de menos a Stephen! Aunque ni una décima parte, lo sabía muy bien, de lo que lo echaría de menos Richard. Pero eran cosas que ocurrían en la vida. Nada se conservaba igual, todo seguía su camino hacia otro lugar que era un misterio hasta que llegaba al umbral. Stephen navegaría en ella hasta Inglaterra y eso era muy importante. El Kitty lo protegería, el Kitty surcaría las aguas como un petrel.

– ¿Nos podemos quedar con Tobías? -le preguntó.

Las móviles cejas se enarcaron y los ojos intensamente azules parpadearon.

– ¿Separarme yo de Tobías? No es probable, Kitty. Tobías es un gato marinero, navega conmigo dondequiera que yo voy. Le he enseñado a considerarme su sitio.

– ¿Visitarás al comandante Ross?

– Sin ninguna duda.

Richard esperó a formular su pregunta más acuciante hasta que salió a pasear con Stephen, subiendo por la hendidura de la roca hacia el camino de Queensborough.

– ¿Querrás hacerme un favor, Stephen?

– Lo que sea, ya lo sabes. ¿Quieres que vaya a ver a tu padre y al primo James el farmacéutico?

– Si tienes tiempo, de lo contrario, no. Quiero que le lleves una carta mía a Jem Thistlethwaite en Wimpole Street, Londres, y que se la entregues personalmente. Jamás volveré a verle, pero me gustaría que alguien que conoce al Richard Morgan que ahora soy respondiera de él.

– Así se hará. -Al llegar al blanco mojón, Stephen tomó la peluca y se la puso, contemplando con tristeza al sonriente Richard-. Tienes una semana para escribir tu carta. El Kitty permanecerá en el fondeadero hasta que yo diga lo contrario.


Con la llegada del reverendo Blain como capellán de la isla de Norfolk la obligación de asistir a los oficios religiosos dominicales se suavizó un poco.

El comandante King insistía en que todos los delincuentes asistieran, por lo que, cuando los hombres libres también asistían, los apretujones eran tremendos. Se consideraba que los delincuentes estaban más necesitados de la atención de Dios que los hombres libres.

Sabiendo por tanto que su rostro no sería echado en falta en caso de que no asistiera a los oficios de la mañana siguiente, Richard le dijo a Kitty que el sábado permanecería levantado hasta muy tarde escribiendo una carta al señor Thistlethwaite y que a la mañana siguiente dormiría también hasta muy tarde. Alegrándose de que Richard pudiera disfrutar de unas cuantas horas más de descanso (a fin de cuentas, escribir una carta no era como aserrar un tronco), Kitty se fue a dormir.

Richard tomó con gran cuidado la lámpara de aceite del estante; la había adquirido al mismo tiempo que el juego de té, pero le había costado más porque iba acompañada de un barrilete de cincuenta galones de aceite de ballena. La usaba con mesura -el puro cansancio no le permitía leer por las noches-, pero el hecho de tenerla le facilitaba el estudio del gran tesoro de libros que Jem Thistlethwaite le había enviado, en la única actividad de ocio que no le hacía sentirse un traidor a su familia. Ahora ya sabía que Kitty jamás aprendería a leer y escribir porque ninguna de las dos cosas era importante para ella. La única fuente de conocimientos en su casa era él y, por consiguiente, tenía que leer.

Con el papel bañado por el dorado resplandor de la lámpara de dos pabilos, mojó una de sus plumas de acero en el tintero y empezó a escribir sin apenas vacilar; lo que quería decir ya lo había ensayado mentalmente una y otra vez.

Jem, el portador de esta carta es el mejor hombre que jamás he conocido, y el único consuelo que tengo al perderlo es el hecho de que vos llegaréis a conocerlo y amarlo. En cierto modo, ambos hemos recorrido el mismo camino a lo largo de los años desde que el Alexander permanecía en el Támesis, de barco en barco y de lugar en lugar. Él un hombre libre y yo un convicto. Siempre amigos. Si no tuviera a Kitty y a mis hijos, el hecho de perderlo sería un golpe mortal para mí.

Lo que escribo en estas páginas es distinto de lo que os dije en la carta que os envié tras la recepción de vuestra caja. Aquélla pasó por todas las manos oficiales que encontró, a la merced de ojos entrometidos y mentes lascivas. El milagro es que nuestras cartas lleguen siempre a su destino, pero el goteo de respuestas que se produjo en 1792 (y en el Bellona y el Kitty este año hasta la fecha) nos dicen que los que llevan nuestras cartas a Inglaterra se compadecen de nosotros hasta el extremo de cumplir sus promesas. Algunos de nosotros, sin embargo, jamás recibimos noticias del lugar que casi todos nosotros seguimos llamando nuestra «casa». No sé muy bien si se trata de algo accidental o deliberado. Ésta jamás se apartará del cuidado de Stephen. Puedo decir cualquier cosa y, conociendo a Stephen, sé que permanecerá sentado en silencio para permitiros leer esta carta antes de hablar, lo cual también me deja más libertad.

Este año, 1793, cumpliré cuarenta y cinco años. Stephen os contará mejor que yo qué aspecto tengo y cómo he cambiado físicamente durante este tiempo, pues en la isla de Norfolk no tenemos espejos. Por lo demás, conservo la salud y es probable que ahora pueda trabajar más duro y durante más tiempo que cuando era un muchacho en Inglaterra.

Mientras permanezco sentado aquí durante la noche, los únicos sonidos que llegan a mis oídos son los de los gigantescos árboles azotados por un viento cada vez más fuerte, y los únicos olores que asaltan las ventanas de mi nariz son los de las dulces resinas o las vagas reliquias de la lluvia que cayó hace unas horas y humedeció la tierra.

Jamás regresaré a Inglaterra, un lugar que ya no considero ni llamo mi «casa». Mi casa está y siempre estará aquí en la isla de Norfolk. Lo cierto, Jem, es que ya no quiero tratos con el país que me envió a Botany Bay apretujado en un barco negrero durante más de doce meses entre unas angustias y un sufrimiento que todavía pueblan mis sueños.

Hubo buenos tiempos y buenos momentos, ninguno de ellos gracias a los que nos enviaron aquí: codiciosos contratistas, indiferentes personajes que manejaban nuestros papeles, barones y almirantes bebedores de oporto. Y nosotros los de la primera flota que zarpó rumbo a Botany Bay disfrutamos de muchos lujos en comparación con los horrores que debieron de sufrir los que nos siguieron; preguntadle a Stephen qué encontraron a bordo del Neptune cuando éste ancló en Port Jackson.

Ser los primeros que zarpaban rumbo a Botany Bay fue a un tiempo lo mejor y lo peor. Nadie sabía qué hacer, Jem, ni siquiera el pobre y desesperado gobernador Phillip. No se había planificado ni organizado nada. Nadie de Whitehall había elaborado ningún proyecto y los contratistas engañaron tanto en la calidad como en la cantidad de la ropa, las herramientas y otros elementos esenciales que enviaron junto con nosotros. No hago más que imaginarme la expresión del rostro de Julio César si hubiera visto aquel caos.

Pese a lo cual, hemos superado los primeros cinco años de este experimento tan mal organizado y planeado con la vida de unos hombres y unas mujeres. No sé muy bien cómo ha ocurrido, sólo sé que, a lo mejor, es una demostración de la resistencia y fortaleza de los hombres y las mujeres. Sería un error decir que Inglaterra nos ha ofrecido una segunda oportunidad aquí. No se nos ofreció ninguna oportunidad, ni primera ni última. Más bien nos comportamos de acuerdo con nuestra naturaleza. Algunos de nosotros juramos sobrevivir y, tras haber sobrevivido, regresamos corriendo a «casa» o seguimos escondidos por ahí. Otros, tras haber sobrevivido, decidimos volver a empezar lo mejor que pudiéramos con lo que teníamos. Yo me incluyo en este segundo grupo y digo que mientras fuimos convictos, trabajamos muy duro, nunca incurrimos en la cólera de las autoridades, no nos azotaron ni nos encadenaron, tratamos de pasar inadvertidos en ciertas situaciones y procuramos ser útiles en otras. Tras haber sido liberados por medio de un indulto o una emancipación, hemos adquirido tierras y ahora nos dedicamos al desconocido oficio de las labores del campo.

¡Cuánto ha malgastado Inglaterra de Inglaterra! La inteligencia, el ingenio, la habilidad, la resistencia. Una lista de cualidades sobre las cuales podría escribir páginas enteras. Y los propietarios de las mismas se estaban malgastando todos en cárceles y pontones ingleses. ¿Qué le ocurre a Inglaterra que está ciega hasta el extremo de despreciar estas cualidades y las considera una basura sin valor?

Justo es decir que pocos de nosotros teníamos idea de la clase de madera de que estábamos hechos. Me consta que yo no lo sabía. El antiguo y paciente Richard Morgan que ni siquiera era capaz de preocuparse por la pérdida de veintitrés mil libras ha muerto, Jem. Era pasivo, conformista, carecía de ambición y era mezquino. Sus tristezas eran las tristezas de todos los hombres: la pérdida de lo que amaba. Sus vicios eran los vicios de todos: egoísmo y afición a las comodidades. Sus alegrías eran las alegrías de todos los hombres: complacencia en lo que amaba. Sus virtudes eran las de todos los hombres: la creencia en Dios y en la patria.

Richard Morgan resucitó en medio de un mar de dolor y ahora el dolor de los demás le resulta más insoportable que el suyo propio. No da nada por descontado, habla cuando es necesario, defiende a sus seres queridos y su fortuna con su propia vida, no confía en casi nadie, sólo confía en su propia persona.

Pero la peor desgracia, Jem, es que, a pesar de todos estos nuevos comienzos, hemos arrastrado con nosotros lo peor de Inglaterra: la despiadada arrogancia de los que nos gobiernan o ejercen poder sobre nosotros, las tácitas leyes que hacen que unos hombres sean mejores que otros en virtud del rango o la riqueza, el estigma de la pobreza y de los orígenes despreciables, la equivocada creencia según la cual la corona y la Iglesia no pueden obrar mal, la ignominia de la bastardía.

Por consiguiente, temo por mis hijos, los cuales deberán soportar la carga no sólo de mis pecados sino también de los suyos. Pero abrigo esperanza por ellos, cosa que jamás pude hacer por mis hijos de Bristol. Aquí hay espacio para que puedan volar, Jem. Hay espacio para que tengan importancia. Y, en el fondo, ¿qué más podría pedirle a Dios?

Tenía intención de escribir una carta mucho más larga, pero creo que ya he dicho todo lo que tenía que decir. Os ruego que os cuidéis y cuidéis mucho de Stephen que os lleva mi amor… y escribidme muy pronto. Ahora los barcos de Inglaterra efectúan la travesía en menos de seis meses y la isla de Norfolk es un abrevadero para los barcos que zarpan rumbo a Catay, Nootkas Sound u Otaheite. Con un poco de suerte, podré contestar a vuestra respuesta antes de que me nazcan demasiados hijos. No puedo lograr que Kitty pierda la costumbre de concebir, y yo soy demasiado débil para decir que no cuando me pone la pierna encima.

Por la gracia de Dios y la ayuda de los demás, he tenido una buena carrera.


Firmó, dobló las páginas de manera que las esquinas se juntaran en el centro, fundió el lacre y aplicó su sello. Las iniciales RM con unos grilletes. Después, dejando la carta sobre la mesa, se inclinó para apagar la lámpara y fue a reunirse con Kitty.

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