De enero a octubre de 1788
No ocurrió apenas nada en los días sucesivos, aparte del hecho de que los siete veleros más lentos aparecieron con sorprendente celeridad poco después de la llegada de los Corredores; habían sido azotados por los mismos vientos y se habían rezagado tan poco con respecto a sus compañeros más rápidos que habían sufrido las mismas inclemencias meteorológicas. Balanceándose en las picadas aguas, todos los barcos permanecieron anclados con su carga mientras sus ocupantes se apiñaban junto a las barandillas, contemplando a través de sus catalejos los grupos de marinos, oficiales navales y convictos que se estaban trasladando a la orilla, y los numerosos indios que los observaban. Ninguna de aquellas actividades parecía revestir especial importancia. Ahora corrían rumores de que el gobernador no consideraba Botany Bay un lugar apropiado para aquel trascendental experimento y se había desplazado en una lancha para echar un vistazo al cercano Port Jackson, que el capitán Cook había incluido en sus cartas de navegación, pero en el que no había llegado a entrar.
Los sentimientos que Botany Bay le inspiraba a Richard eran muy parecidos a los que albergaban en su pecho todos los demás, tanto los libres como los delincuentes: un lugar espantoso, según el unánime veredicto. A nadie le recordaba nada que hubiera visto anteriormente, ni siquiera a navegantes tan viajados como Donovan. Llano, desolador, arenoso, pantanoso, inclemente e inimaginablemente inhóspito. A los habitantes de la prisión del Alexander Botany Bay les pareció un gigantesco cementerio.
Se recibió la orden de que el lugar del primer asentamiento sería Port Jackson y no Botany Bay; ya estaban a punto de alejarse de allí, pero los vientos contrarios eran tan fuertes y el oleaje que azotaba la estrecha barra tan violento que hubo que abandonar la idea. De pronto… ¡un milagro! Dos enormes veleros se acercaban al refugio de la bahía.
– Eso es una coincidencia tan extraña como la presencia de dos campesinos irlandeses en la corte de la emperatriz de todas las Rusias -dijo Donovan, que compartía un catalejo con el capitán Sinclair y el señor Long.
– Son ingleses, naturalmente -dijo Jimmy Price.
– No, son franceses. Creemos que es la expedición del conde de la Pérouse. De tercera categoría, por eso son tan enormes. Por consiguiente, uno de ellos tiene que ser La Boussole y el otro L'Astrolabe. Aunque supongo que nosotros los hemos sorprendido a ellos más que ellos a nosotros. La Pérouse abandonó Francia en 1785, mucho antes de que se hablara de nuestra travesía. A no ser que se hayan enterado de nuestro viaje en algún lugar del camino. La Pérouse fue dado por desaparecido hace un año. Y ahora… aquí lo tenemos.
A la mañana siguiente hicieron otro intento fallido de abandonar Botany Bay. Los dos veleros franceses habían desaparecido, empujados mar adentro hacia el sur. A la puesta de sol, el Supply consiguió abrirse paso entre el oleaje y puso rumbo al norte para cubrir las diez u once millas que lo separaban de Port Jackson, mientras los cobardicas del gobernador Phillip se quedaban otra noche en el limbo.
A la mañana siguiente, un viento del sudeste mejoró un poco la situación, también la de los veleros franceses. La Boussole y L'Astrolabe penetraron en Botany Bay mientras los diez barcos de la flota inglesa levaban anclas para dirigirse hacia la peligrosa entrada. El Sirius, el Alexander, el Scarborough, el Borrowdale, el Fishburn, el Golden Grove y el Lady Penrhyn consiguieron salir sin ningún contratiempo. Pero después, el desventurado Friendship no pudo mantener sus estays, se desvió peligrosamente hacia las rocas y chocó con el Prince of Wales. Perdió la botavara del foque y remató su infortunio chocando con la popa del Charlotte. Una considerable parte de sus galerías decorativas quedó destruida y el Charlotte estuvo a punto de embarrancar.
Todo aquel desastre causó gran regocijo a bordo del Alexander, el cual estaba desplegando las velas para aprovechar el viento del sudeste. El día era bueno y caluroso y el panorama desde la banda de babor, impresionante. Las amarillas playas en forma de media luna ribeteadas por la espuma de las olas alternaban con unos acantilados de color amarillo rojizo, cuya altura iba aumentando conforme el velero proseguía su navegación. Unas arboledas de un verde más intenso que las que se distinguían desde lejos en Botany Bay se extendían tierra adentro más allá de las playas mientras el humo de las numerosas hogueras tiznaba el cielo occidental. De pronto, aparecieron dos imponentes baluartes de cuatrocientos pies y, entre ellos, una brecha de aproximadamente una milla de anchura. El Alexander se escoró y penetró en un país de las maravillas.
– ¡Eso ya es otra cosa! -exclamó Neddy Perrott.
– Si Bristol tuviera un fondeadero como éste, sería el puerto más grande de Europa -dijo Aaron Davis-. Podría acoger mil veleros de línea al amparo de cualquier viento.
Richard no dijo nada, pero su corazón se sintió ligeramente reconfortado. Por lo menos, aquellos árboles daban un toque de verdor, eran muy altos y numerosos y estaban envueltos en una especie de bruma azulada. ¡Pero qué extraños eran! Muy altos y con el tronco muy grueso, pero con follajes escasos y dispuestos de cualquier manera, cual si fueran banderas hechas jirones. Unas pequeñas y arenosas calas sin oleaje punteaban la orilla de norte a sur, pero los promontorios del interior eran más bajos, exceptuando un inmenso peñasco que se levantaba justo enfrente de la entrada. Se dirigieron al sur del mismo hacia algo que parecía un brazo muy largo y ancho y, seis millas más abajo, en una pequeña ensenada, encontraron el Supply. Las anclas no eran necesarias, por lo menos, de momento. Como los barcos se mecían suavemente en las profundas aguas, bastaba con amarrarlos a los árboles de la orilla. Unas aguas serenas y tranquilas, tan claras como las del océano y llenas de peces de pequeño tamaño.
El sol se había ocultado en medio de unas fulgurantes llamaradas que, a juicio de los navegantes, presagiaba una espléndida mañana al día siguiente. Tal como siempre ocurría cuando se desbarataban las cosas, nadie se acordó de dar de comer a los convictos hasta que anocheció. Richard se guardaba los pensamientos, sabiendo que hasta Will Connelly, el miembro más sofisticado de su pequeño grupo, era demasiado ingenuo para que pudiera confiar en él tal como confiaba en Stephen Donovan. Pues, aunque Port Jackson le pareciera un lugar de incomparable belleza, no creía que manara leche y miel.
Desembarcaron el 28 de enero en medio de una caótica confusión. Nadie sabía qué hacer con ellos ni adónde enviarlos, por lo que se quedaron inmóviles, rodeados por sus pertenencias, sintiendo la tierra bajo sus pies por primera vez en más de un año. ¡Qué horrible era la tierra firme! Se movía de acá para allá, se agitaba, no quería estarse quieta; al igual que todos los que apenas se habían mareado en el mar, Richard se pasaría seis semanas experimentando unas molestas náuseas. Fue entonces cuando comprendió por qué razón los marineros caminaban en tierra, bamboleándose con unos pasos muy grandes como si estuvieran ligeramente bebidos.
Los marinos estaban tan perplejos como los convictos, los cuales se pasaron un rato paseando por allí sin saber qué hacer hasta que un oficial les lanzó un grito y les señaló a donde tenían que ir.
Al final, entre los últimos ciento y pico delincuentes varones, Richard y sus nueve satélites recibieron la orden de dirigirse hacia una zona bastante llana y arbolada de la parte oriental para levantar su campamento.
– Aquí os podéis construir un refugio -dijo vagamente el alférez Ralph Clark, alegrándose sin duda de encontrarse en tierra.
¿Con qué?, se preguntó Richard mientras los diez caminaban tambaleándose por un terreno cubierto de crujiente hierba verde y punteado de piedras en dirección al lugar que Clark les había señalado. Otros grupos de convictos permanecían de pie, tan desconcertados como ellos. Todos pertenecían al Alexander. ¿Cómo nos vamos a construir los refugios? No tenemos hachas ni sierras, cuchillos o clavos. De pronto, apareció un marino con una docena de destrales y lanzó una a Taffy Edmunds, quien la atrapó y miró a Richard con expresión de impotencia.
Aún no me he divorciado de ellos. Todavía tengo a Taffy Edmunds, Job Hollister, Joey Long, Jimmy Price, Bill Whiting, Neddy Perrott, Will Connelly, Johnny Cross y Billy Earl. Casi todos patanes y muchos de ellos analfabetos. Gracias a Dios que Tommy Crowder y Aaron Davis han encontrado a Bob Jones y a Tom Kidner de Bristol… Eso significa que todos juntos podrán llenar una cabaña. Siempre y cuando la intención oficial sea llenar una cabaña. ¿Es que nadie tiene idea de lo que tenemos que hacer? Es la expedición peor organizada de toda la historia del mundo. Los de arriba se han pasado casi nueve meses holgazaneando en el Sirius y sospecho que lo único que han hecho es beber demasiado. No hay método ni sistema. Habríamos tenido que permanecer a bordo hasta que se desbrozara el terreno y se construyeran los refugios. Han desmontado incluso las mesas y los bancos para dejar al descubierto las grandes escotillas de la bodega. Por lo menos, por la noche. A los marinos no les gusta ser pastores, sólo quieren ser guardas en el sentido más estricto de la palabra. Que nos construyamos un refugio… Bueno, por lo menos tenemos una destral.
– ¿Quién sabe usar una destral? -preguntó.
Todos… para cortar leña.
– ¿Quién sabe construir un refugio?
Ninguno, sólo habían visto construir casas de ladrillo, piedra, argamasa y vigas. Entre su rebaño no había moradores de setos vivos.
– Quizá sería mejor que empezáramos con una cumbrera y un soporte en cada lado -dijo Will Connelly tras un prolongado silencio; había leído Robinson Crusoe durante la travesía-. Podemos hacer la techumbre y las paredes con hojas de palmera.
– Necesitamos una cumbrera, pero también otros palos para los aleros -dijo Richard-. Después necesitaremos seis árboles jóvenes ahorquillados, dos de ellos más altos que los otros cuatro. Con eso tendremos la estructura. Will y yo podemos empezar a trabajar en ellos con la destral. Taffy y Jimmy, id a ver si encontráis a un marino que nos pueda dar otra destral o un hacha, o uno de aquellos cuchillos tan grandes que vimos en Río. Los demás, id a ver si las hojas de las palmeras se desprenden tirando de ellas.
– Nos podríamos fugar -dijo Johnny Cross en tono pensativo.
Richard lo miró como si le hubiera crecido de repente otra cabeza.
– Escapar, ¿adónde, Johnny?
– A Botany Bay y a los veleros franceses.
– No nos ofrecerían asilo, tal como los holandeses no se lo ofrecieron a Johnny Power en Tenerife. ¿Y cómo nos podríamos desplazar a Botany Bay? Ya viste a los indios que hay en las playas de allí. Esto parece un poco más agradable, lo cual significa que también debe de haber indios. No tenemos ni idea de cómo son… Podrían ser caníbales como los de Nueva Zelanda. Está claro que no acogerán con agrado la llegada de centenares de personas desconocidas.
– ¿Por qué? -preguntó Joey Long, que no soportaba que el teniente Shairp aún no le hubiera entregado a MacGregor.
– Ponte en el lugar de los indios -le contestó pacientemente Richard-. ¿Qué deben de estar pensando? Esta cala es estupenda y tiene una corriente de agua muy buena…, seguro que la utilizan a menudo. Y nosotros se la hemos arrebatado. Hemos recibido órdenes estrictas de no causarles el menor daño. Por consiguiente, ¿por qué vamos a provocarlos, escapándonos a lugares donde no habrá ningún inglés? Nos quedaremos aquí y nos ocuparemos de nuestros asuntos. Y ahora haz lo que te he pedido, por favor.
Él y Willy encontraron gran cantidad de árboles jóvenes apropiados, ninguno de ellos de más de cuatro o cinco pulgadas de diámetro. Tal vez no fueran muy bonitos comparados con un olmo o un castaño, pero tenían la virtud de crecer sin ramas bajas. Richard se inclino, blandió la destral e hizo una muesca.
– ¡Qué barbaridad! La madera es más dura que el hierro y esta llena de savia -dijo-. Necesito una sierra, Will.
Pero, a falta de una sierra, lo único que podía hacer era astillar el tronco. La destral no estaba afilada y no era de buena calidad, y quedaría inservible una vez se hubieran cortado los tres palos y los seis soportes. Aquella noche sacaría las limas y las afilaría. El contratista, pensó, nos ha facilitado la basura que las fundiciones de Inglaterra no podían vender. Estaba aturdido y respiraba afanosamente cuando terminó de cortar y alisar la cumbrera; todos los meses de mala alimentación y falta de trabajo no lo habían preparado para aquel esfuerzo. Will Connelly tomó la destral para cortar un segundo arbolillo y trabajó todavía más despacio. Pero, al final, dispusieron de la cumbrera y de los dos principales soportes ahorquillados para el palo de la techumbre y eligieron cuatro más pequeños para los soportes laterales. Para entonces, Taffy y Jimmy ya habían regresado con una segunda destral, un azadón y una pala. Mientras Richard y Will iban en busca de otros árboles para unir los palos de soporte laterales y completar el armazón, Jimmy y Taffy empezaron a cavar los hoyos para los seis soportes. Como no disponían de ningún instrumento de medición, lo hicieron a ojo con la mayor precisión posible. Al cavar, tropezaron con un lecho de roca seis pulgadas más abajo.
Los demás habían encontrado muchas palmeras, pero las hojas estaban demasiado arriba y no se podían alcanzar. Entonces a Neddy se le ocurrió una idea genial: trepó a un cercano árbol, se inclinó peligrosamente hacia fuera, agarró el extremo de una hoja y se lanzó sin soltarla para arrancarla con el simple peso de su cuerpo. El sistema daba resultado con las hojas más viejas y parduscas, pero no con las verdes y lozanas.
– Ve en busca de Jimmy -le dijo Neddy a Job Hollister- y sustitúyelo. Tú cavarás. Tengo un trabajo más apropiado para la agilidad de Jimmy.
Jimmy llegó temblando a causa del inusitado esfuerzo que había tenido que hacer para cavar.
– ¿Soportas las alturas? -le preguntó Neddy.
– Sí.
– Pues entonces, descansa un momento antes de trepar a la copa de aquella palmera. Eres el más ágil y el más delgado de todos nosotros. Richard nos ha enviado la segunda destral que tú te guardarás en el cinto. Subirás a la palmera e irás cortando las hojas de una en una.
Cuando el sol se puso, pudieron orientarse: al sur y al oeste del lugar en el que el gobernador iba a levantar su casa portátil, un par de almacenes y la gran tienda de campaña redonda, donde el teniente Fur zer se había instalado junto con la comisaría. Habían tenido el acierto de llevarse los cuencos de madera, los cucharones y las cucharas, y también las mantas, las esteras y los cubos. Richard encontró el río y encargó a Bill Whiting la tarea de limpiar las piedras de filtrar y recoger agua. Parecía limpia y potable, pero él no se fiaba de nada.
De entre todos ellos, Bill Whiting era el que peor aspecto ofrecía. Hacía mucho tiempo que su rostro había perdido la redondez, pero ahora presentaba unas profundas ojeras negras bajo los ojos y temblaba como si tuviera fiebre. No tenía. Su frente estaba fría. De puro agotamiento.
– Ya es hora de descansar -dijo Richard, reuniendo a sus polluelos-. Será mejor que os tumbéis sobre las esteras. Bill, tú necesitas dar un paseo… Sí, ya sé que no te apetece caminar, pero ven conmigo a la comisaría. Se me ha ocurrido una idea.
El teniente Furzer no era un hombre muy organizado que digamos; eso hubiera sido demasiado esperar. Richard y Bill entraron en el caos.
– Necesitáis más hombres, señor -dijo Richard.
– ¿Os ofrecéis como voluntarios? -preguntó Furzer, identificando sus rostros.
– Uno de nosotros, sí -contestó Richard, rodeando con su brazo los hombros de Whiting-. Es un buen hombre en quien podéis confiar, jamás ha causado el menor problema desde que le conocí en la cárcel de Gloucester en el ochenta y cinco.
– Es cierto, tú eras el jefe de los hombres de la banda de babor del Alexander y ninguno de tus hombres causó problemas, Morgan.
– Sí, soy Morgan, teniente Furzer. ¿Tenéis algún trabajo para Whiting aquí presente?
– Lo tengo si tiene cabeza suficiente para leer y escribir.
– Puede hacer ambas cosas.
Regresaron al campamento con unas cuantas hogazas de pan duro, lo único que la comisaría les pudo proporcionar. Se había cocido en la Ciudad del Cabo y, aunque estaba lleno de gorgojos, se podía comer.
– Ahora tenemos a un hombre en la comisaría -anunció Richard mientras repartía el pan entre sus compañeros-. Furzer utilizara a Bill, el cual lo ayudará a resolver la cuestión de la cecina. De la cual no podremos disponer hasta que se descarguen las ollas y los cacharros, pues, a partir de ahora, nos tendremos que preparar nosotros mismos la comida.
Bill Whiting ya tenía mejor cara; trabajaría en el interior de un lugar resguardado, aunque un poco sofocante, y se encargaría de una tarea más fácil que desbrozar, cavar o trabajar en un huerto, que era lo que, al parecer, todos ellos acabarían haciendo.
– En cuanto el teniente Furzer se instale, nos van a proporcionar las raciones de semana en semana -explicó Bill, agradeciendo a Richard su consideración-. Pronto llegará un barco almacén desde la Ciudad del Cabo para que no nos falten las provisiones.
Al caer la noche, utilizaron las bolsas de ropa como almohadas y las esteras y mantas del Alexander como colchones, y se cubrieron con sus viejos gabanes cuajados de lamparones. A pesar de que el día había sido muy caluroso, en cuanto el sol se puso, empezó a refrescar. Estaban tan rendidos de cansancio que durmieron como troncos sin enterarse de las cosas innombrables que reptaban por todas partes.
La bochornosa y húmeda mañana acabó con el frío nocturno. Los hombres reanudaron la construcción de su cabaña, cosa harto difícil, pues no tenían nada con que sujetar las hojas de palmera, excepto otras hojas más finas que intentaron enrollar como si fueran unas cuerdas. La cabaña parecía bastante sólida, pero Richard y Will, que eran unos inmejorables ingenieros, estaban preocupados, pues los cimientos eran tan sólo seis pulgadas de tierra arenosa. Amontonaron la tierra alrededor de los palos de soporte y cortaron más arbolillos para colocarlos horizontalmente en el suelo de tal forma que sirvieran de sujeción, haciendo unas muescas en los palos verticales para encajar en ellas los nuevos palos horizontales.
Otros hombres estaban construyendo estructuras a su alrededor, con mejor o peor fortuna. A nadie le entusiasmaba la tarea, pero hacia la mitad de su segundo día en tierra, se pudo ver con facilidad qué grupos estaban bien dirigidos o eran expertos en construcción y qué otros no tenían ni lo uno ni lo otro. El grupo de Tommy Crowder empezó a construir la pared de su cabaña con una empalizada de arbolillos de tronco muy delgado, una idea que Richard decidió imitar. La cultura y la experiencia se empezaban a notar; el londinense Crowder había tenido una carrera muy accidentada y, por si fuera poco, era un hombre inteligente.
Ahora había unos cuantos marinos que supervisaban los trabajos y contaban a los hombres; algunos convictos habían huido al bosque, entre ellos una mujer llamada Ann Smith. Probablemente con la intención de dirigirse a Botany Bay y a los barcos franceses que, según los rumores, iban a permanecer unos cuantos días allí.
– ¡Qué barbaridad -exclamó Jimmy Price-, pero cuántas hormigas y arañas hay por aquí! Me ha picado una hormiga y no sabes lo que me duele. ¡Menudo tamaño tienen! Miden media pulgada de longitud y hasta se les ven las pinzas. -Dirigió una mirada de odio a un soberbio árbol de corteza blanca-. ¿Y qué es eso que nos ensordece con su graznido? Me silban los oídos.
Sus quejas acerca de los graznidos estaban tan justificadas como sus protestas contra las hormigas; era un buen año para las cigarras.
Billy Earl apareció entre los árboles temblando y más pálido que la cera.
– ¡Acabo de ver una serpiente! -dijo entre jadeos-. ¡Más larga que Ike Rogers cuando se ponía las botas! ¡Tan gruesa como mi brazo! Y Tommy Crowder me ha dicho que al otro lado de la cala hay unos enormes caimanes. ¡No soporto este lugar!
– Ya nos acostumbraremos a todas estas criaturas -dijo Richard en tono tranquilizador-. No he sabido de nadie que haya sufrido una mordedura o una picadura de nada que sea más grande que una hormiga, aunque la hormiga se asemeje a un escarabajo. Los caimanes son como lagartos gigantes, he visto uno reptando por el tronco de un árbol.
La casa se terminó a media tarde de aquel día tan húmedo y caluroso y tan lleno de sorpresas y terrores. El sol se puso y las nubes empezaron a acumularse en el cielo, hacia el sur. Negras y azul oscuro, con algunos destellos de relámpagos. Habían construido la cabaña al amparo de una enorme roca de piedra arenisca, en cuya parte inferior había una pequeña bolsa como excavada con una cuchara.
– Creo -dijo Richard, contemplando la inminente tormenta- que tendríamos que colocar nuestras pertenencias bajo la roca, por si acaso. Estas hojas de palmera no impedirán que penetre el agua de la lluvia.
La tormenta se desencadenó una hora después, más terrible y violenta que la que habían sufrido en la mar a la altura de Cape Dromedary; cada uno de sus colosales y fulgurantes rayos bajaba directamente a la tierra en medio de los árboles. ¡No era de extrañar que tantos de ellos estuvieran partidos y ennegrecidos! Los relámpagos. A menos de treinta pies del lugar donde ellos permanecían acurrucados, un gigantesco árbol de satinada corteza carmesí estalló en un cataclismo de cegador fuego azulado, chispas y truenos que prácticamente lo desintegraron antes de que empezara a arder envuelto en grandes llamaradas. Pero no por mucho tiempo. La lluvia cayó de repente entre los aullidos de un frío vendaval que apagó el fuego y, en un minuto, destruyó la techumbre de hojas de palmera de su cabaña. El suelo se convirtió en un mar y el agua los acribilló dolorosamente con su fuerza, dejándolos empapados y a punto de morir ahogados. Aquella noche les castañetearon los dientes y durmieron rodeados por el armazón de su cabaña, y su único consuelo fue saber que todas sus pertenencias estaban secas y a salvo bajo el saliente de la roca.
– Necesitamos mejores herramientas y algo que mantenga unida nuestra casa -dijo Will Connelly casi al borde de las lágrimas.
Ya es hora, pensó Richard, de buscar una autoridad de más rango que la de Furzer, pues éste no sabe organizarse ni siquiera para salvarse a sí mismo. No me importa que los convictos tengan prohibido acercarse a las autoridades, pues eso es justo lo que voy a hacer.
Se alejó azotado por el fresco aire y se alegró al comprobar que el suelo era tan arenoso que no podía convertirse en barro. Cuando llegó al lugar de la corriente donde los marinos habían colocado tres piedras para que les sirvieran de vado, vio corriente arriba un retazo de desnudos cuerpos negros y aspiró un penetrante olor de pescado podrido. Entonces no eran figuraciones suyas; le habían dicho que los indios apestaban a aceite de pescado, justo como el barro de Bristol. Al ver que éstos no se acercaban, pisó las piedras para cruzar el arroyo y se volvió para dirigirse a otro asentamiento más grande que había en el lado occidental de la ensenada, donde estaban acampados casi todos los convictos varones y todas las mujeres (éstas aún estaban desembarcando en pequeños grupos). Allí se habían levantado también la tienda hospital, las tiendas de los marinos, las tiendas más grandes de los oficiales de marina y la tienda del comandante Ross. Observó que a aquel lado de la cala los convictos vivían en tiendas, lo cual significaba que en los barcos no había suficientes tiendas. Por eso él y el resto de los últimos cien convictos varones habían sido relegados al lado oriental para que intentaran construirse un refugio y se las arreglaran como pudieran, lejos de la vista y del pensamiento.
– ¿Puedo ver al comandante Ross? -le preguntó al centinela que montaba guardia en el exterior de la enorme tienda redonda.
– No -contestó el centinela.
– Es un asunto un poco urgente -insistió Richard.
– El teniente gobernador está demasiado ocupado para recibir a los sujetos como tú.
– Pues entonces, ¿puedo esperar hasta que tenga un momento libre?
– No. Y ahora, largo de aquí… ¿Cómo te llamas?
– Richard Morgan, número dos, cero, tres, Alexander.
– Que pase -dijo una voz desde dentro.
Richard entró en un espacio con suelo de tablas de madera, bastante bien ventilado gracias a toda la serie de ventanas abiertas por doquier. Una cortina interior lo dividía en un despacho y algo que probablemente era el alojamiento del comandante. Allí estaba él, sentado junto a una mesa plegable que le servía de escritorio, solo como siempre. Ross despreciaba a sus oficiales subalternos casi tanto como a los reclutas, pero defendía los derechos y la dignidad del cuerpo de Marina contra todos los contendientes de la Armada Real. Consideraba al gobernador Arthur Phillip un necio sin el menor sentido práctico y deploraba la indulgencia.
– ¿Qué ocurre, Morgan?
– Estoy en el lado este, señor, y quisiera hablar con vos.
– Quieres presentar una queja, ¿verdad?
– No, señor, simplemente quisiera haceros unas cuantas peticiones -contestó Richard, mirándole directamente a los ojos, en la certeza de que debía de ser una de las pocas personas de Port Jackson que le tenía simpatía al pintoresco comandante.
– ¿Qué peticiones?
– No tenemos nada con que construir nuestros refugios, señor, aparte unas cuantas destrales. Casi todos nosotros hemos conseguido construir una especie de armazones, pero no podemos colocar techumbres de hojas de palmera sin algo con que sujetarlas. Gustosamente prescindiríamos de los clavos, pero no tenemos herramientas con que abrir agujeros o aserrar o golpear. El trabajo iría más rápido si por lo menos tuviéramos algunas herramientas.
El comandante se levantó.
– Necesito dar un paseo. Ven conmigo -dijo lacónicamente-. Tienes una cabeza muy bien organizada -añadió mientras abandonaba la tienda seguido de Richard-, me di cuenta cuando lo de las bombas y los pantoques del Alexander. Eres un hombre práctico y no pierdes el tiempo compadeciéndote de ti mismo. Si tuviéramos más hombres como tú y menos escoria de todas las Newgates de Inglaterra, puede que esta colonia hubiera dado resultado.
De lo cual Richard dedujo, mientras caminaba siguiendo el rápido ritmo de los pasos del teniente gobernador, que éste no tenía la menor confianza en aquel experimento. Pasaron por delante del campamento de los marinos solteros y se acercaron a las cuatro tiendas de campaña redondas, en las que se alojaban los oficiales. El teniente Shairp estaba sentado bajo la sombra de un toldo en el exterior del alojamiento del capitán James Meredith, tomando el té con él en una preciosa taza de porcelana. Al ver al comandante, ambos se levantaron, dando a entender con su actitud que no apreciaban a su franco y mordaz superior. Bueno, eso todo el mundo lo sabía, incluidos los convictos; alimentadas por el ron y el oporto, las discusiones entre las filas de los oficiales acababan muchas veces en peleas, consejos de guerra y, siempre, en posiciones contrarias a Ross, el cual, en ciertas circunstancias, contaba también con numerosos partidarios.
– ¿Ya se están construyendo los aserraderos? -preguntó fríamente el comandante.
– Sí, señor -contestó Meredith, señalando vagamente un lugar a su espalda.
– ¿Cuándo fue la última vez que lo inspeccionasteis, capitán-teniente?
– Ahora mismo iba a hacerlo. En cuanto termine de desayunar.
– A base de ron y no de té, observo. Bebéis demasiado, capitán-teniente, y sois muy pendenciero. No discutáis conmigo.
Shairp saludó militarmente y se retiró para regresar poco después, sosteniendo a MacGregor en una mano.
– Aquí tienes, Morgan, ya te lo puedes llevar. Me dicen que uno de tus hombres lo ganó. -Shairp soltó una risita-. Ni yo mismo lo recuerdo.
Experimentando el deseo de que se lo tragara la tierra, Richard tomó la encantadora criatura que le ofrecía Shairp y siguió al comandante Ross hacia el vado.
– ¿Quieres entrar con esta cosa en la comisaría?
– No, si encuentro a uno de mis hombres, señor. Nuestro campamento nos viene de paso -contestó Richard con una tranquilidad que no sentía; no sabía por qué razón estaba siempre presente cuando el comandante echaba un rapapolvo a alguien.
– Bueno, ya es hora de que visite los excedentes. Enséñame el camino, Morgan.
Richard encabezó la marcha, sosteniendo en sus brazos al revoltoso MacGregor.
– Vivirá de cazar ratones -dijo el comandante Ross cuando ambos llegaron al lugar donde se levantaban unos doce refugios diseminados entre los árboles-. Aquí hay tantas ratas como en Londres.
– Dale eso a Joey Long -le dijo Richard a un sorprendido John ny Cross-. Como veis, señor, conseguimos levantar una especie de armazón, pero creo que el convicto Crowder ha dado con la mejor solución para las paredes. Lo malo es que, sin herramientas y material, las obras van a paso de tortuga.
– No sabía que los ingleses fueran tan ingeniosos -comentó Ross mientras recorría detenidamente el lugar-. Cuando terminéis aquí, podríais empezar a construir otro campamento entre aquí y la granja del gobernador que ahora mismo se está proyectando y cuyos terrenos ya se están desbrozando. Si no tenemos verduras del tiempo, el escorbuto nos matará a todos. Hay demasiadas mujeres en el lado occidental. Las repartiré y enviaré a algunas aquí. Lo cual no significa que tenga que haber relaciones carnales con ellas, ¿comprendido, Morgan?
– Comprendido, señor.
Desde allí se dirigieron a la comisaría donde seguía reinando la confusión. Los caballos, el ganado y otros animales, cuya desolada apariencia era similar a la de todo el mundo, ya se habían desembarcado y habían sido confinados en una especie de improvisados recintos, cercados por ramas amontonadas.
– Furzer -dijo el teniente gobernador, irrumpiendo en la espaciosa tienda redonda-, sois el típico irlandés de siempre. ¿Jamás habéis oído hablar de lo que es el método? ¿Qué vais a hacer con estos animales si no les dais pastos? ¿Coméroslos? Ya no queda trigo y apenas tenemos heno. ¡Menudo furriel estáis hecho! Puesto que los carpinteros no tienen nada que hacer hasta que dispongan de un poco de madera, ¡ponedlos ahora mismo a construir corrales! Buscad a alguien que sepa reconocer unos buenos pastizales y mandad construir los corrales allí. Habrá que conducir el ganado y manear los caballos… ¡Dios se apiade de vos como se os escapen! Y ahora, ¿dónde están vuestras listas de lo que había en cada barco, de si ya se ha desembarcado o no y de donde está ahora?
El teniente Furzer no pudo presentar ninguna lista digna de tal nombre y apenas tenía idea de los lugares donde estaban almacenadas las cosas que se habían desembarcado. Los únicos almacenes eran unas improvisadas tiendas de lona.
– Tenía intención de elaborar las listas cuando todo se hubiera guardado en almacenes definitivos, señor -balbució.
– ¡Señor, Señor, Señor, pero qué imbécil sois, Furzer!
El furriel tragó saliva y proyectó la barbilla hacia fuera.
– ¡Yo no puedo encargarme de todo con los hombres que tengo, comandante Ross, es la pura verdad!
– Pues entonces, os aconsejo que reclutéis a más convictos. Morgan, ¿se te ocurre alguna idea sobre qué hombres podrían ser los más indicados? Tú eres un convicto y tienes que conocer a algunos.
– En efecto, señor. Conozco un montón. Empezando por Thomas Crowder y Aaron Davis. Son de Bristol y les encantan los trabajos de despacho. Son unos tunantes, pero demasiado listos para morder la mano que les da el trabajo de despacho; por consiguiente, se abstendrán de robar. Amenazadlos con ponerlos a talar árboles a razón de doce al día y veréis qué bien se portan.
– ¿Y qué me dices de ti?
– Yo puedo ser más útil en otro lugar, señor -contestó Richard.
– ¿Haciendo qué?
– Afilando sierras, hachas, destrales y cualquier otra cosa que necesite un filo cortante. También sé triscar sierras, lo cual es todo un arte. Ahora mismo dispongo de ciertas herramientas y, si mi caja de herramientas se cargó en algún barco, dispondré de todo lo necesario. -Richard carraspeó-. No quisiera criticar a los que mandan, señor, pero tanto las hachas como las destrales son de muy mala calidad. También lo son las palas, los picos y los azadones.
– Eso ya lo he visto yo -dijo el comandante Ross con la cara muy seria-. Nos han tomado el pelo, Morgan, desde los tacaños funcionarios del Almirantazgo hasta el contratista y los capitanes de los barcos, algunos de los cuales ya están ocupados en la tarea de vender ropa de segunda mano y prendas de mejor calidad…, incluyendo las pertenencias de los convictos, tal como yo tengo sobrados motivos para creer. -Antes de retirarse, Ross añadió-: Pero pondré especial empeño en averiguar si hay una caja de herramientas a nombre de un tal Richard Morgan. Entre tanto, toma todo lo que necesites de lo que tiene Furzer aquí presente, tanto si son leznas como si son clavos, martillos o alambre. -Inclinó la cabeza a modo de saludo y abandonó la tienda, encasquetándose mejor el ladeado sombrero.
Siempre hecho un brazo de mar, el comandante Ross, sin importar el tiempo que hiciera.
– Tráeme a Crowder y Davis y llévate todo lo que necesites -dijo el teniente Furzer, sintiéndose profundamente humillado.
Richard le llevó a Crowder y Davis y tomó las herramientas y el material necesario para terminar sus cabañas y empezar a construir las destinadas a las convictas.
Las convictas se habían convertido de repente en el centro de la atención de los convictos y los marinos solteros que estaban deseando dar rienda suelta a las pasiones y necesidades reprimidas a lo largo de más de un año. Las idas y venidas después del anochecer eran tantas que ni siquiera las habría podido impedir un número de marinos de guardia diez veces superior al que había en aquellos momentos, incluso en el caso de que los marinos de guardia no hubieran estado igualmente deseosos de satisfacer sus necesidades sexuales. La situación se complicaba porque no había suficientes mujeres y también porque no todas las mujeres estaban dispuestas a ofrecer sus servicios sexuales a los hombres. Por suerte, algunas aceptaban alegremente a todos los que acudían a ellas mientras que otras lo hacían a cambio de una jarra de ron o de una camisa de hombre. Las ocasionales violaciones se situaban a medio camino entre la buena disposición de algunas mujeres a atender a varios hombres y los escrúpulos que sentían casi todos ellos ante el hecho de forzar a las mujeres que no querían.
Sin embargo, todas las autoridades, desde el gobernador hasta el reverendo Richard Johnson, se mostraban horrorizadas ante las idas y venidas al campamento de las mujeres, y las consideraban depravadas, licenciosas y absolutamente inmorales. Como es natural, su actitud se debía al fácil acceso que ellos tenían a las mujeres, tanto a la señora Deborah Brooks como a la señora Mary Johnson. ¡Algo habría que hacer!
Los miembros del grupo de Richard se escapaban furtivamente después del anochecer. Excepto él, Taffy Edmunds y Joey Long. Al parecer, Joey se conformaba con la compañía de MacGregor. Taffy era otra cosa, un solitario cuyas inclinaciones misóginas se habían intensificado ante la repentina proximidad de las mujeres. Un tipo raro, eso era todo. Taffy se divertía cantando. Richard no estaba muy seguro de las razones que lo inducían a no acercarse al campamento de las mujeres. No podía enfrentarse con la perspectiva de conseguir a una mujer después de dos años lejos de su compañía y más de tres sin Annemarie Latour. Desde Annemarie Latour su miembro se mostraba inerte y él no sabía por qué. No era porque se hubiera apagado en él la fuerza de la vida. Puede que ello se debiera a una sensación de vergüenza y culpa, pues todo había ocurrido en medio de la desoladora angustia que le había causado la pérdida de William Henry, entre muchas otras. Pero no lo sabía y no quería saberlo. Sólo había muerto aquella parte de su persona, mientras que la otra parte se había sumido en un sueño sin sueños. Cualquier cosa que hubiera ocurrido en su mente había desterrado el sexo. Ignoraba si ello constituía una limitación o bien una liberación. No lo sabía, pero, por encima de todo, no era un motivo de dolor para él.
El 7 de febrero se iba a celebrar una gran ceremonia, la primera a la que los convictos habían recibido la orden de asistir. A las once de la mañana éstos fueron conducidos, los hombres separados de las mujeres, a la punta sudoriental de la ensenada donde se había desbrozado el terreno para dedicarlo a huerto; armados con mosquetes y vestidos con uniforme de gala, los marinos desfilaron al son de pífanos y tambores, con las banderas y estandartes ondeando al viento. Poco después llegó su excelencia el gobernador Phillip en compañía del rubio y gigantesco capitán David Collins, su juez-abogado; el teniente gobernador comandante Robert Ross; el agrimensor general Augustus Alt; el cirujano general John White, y el capellán reverendo Richard Johnson.
Los marinos saludaron con la bandera, el gobernador se descubrió y los felicitó, y los marinos se alejaron con su banda. Tras lo cual, se invitó a los convictos a sentarse en el suelo. A continuación, se colocó una mesa de campamento delante del gobernador y se depositaron solemnemente sobre la misma dos cajas de cuero rojo que se abrieron en presencia de todo el mundo tras habérseles retirado los sellos. Acto seguido, el juez-abogado leyó el nombramiento de Phillip y el nombramiento para el tribunal de la judicatura.
Richard y sus hombres sólo oyeron algunos retazos de las palabras. Se autorizaba a su excelencia el gobernador en nombre de su majestad británica Jorge III, rey de Gran Bretaña, Francia e Irlanda, a ejercer pleno poder y autoridad en Nueva Gales del Sur, a construir castillos, fortalezas y ciudades, y a erigir las baterías que considerara necesarias… El sol brillaba con fuerza y los deberes del gobernador parecían interminables. Cuando terminó la lectura del nombramiento oficial, algunos de los presentes estaban medio dormidos y los capitanes de los barcos, que habían bajado a tierra para asistir a la ceremonia, ya se estaban retirando, pues nadie les había facilitado cómodos asientos a la sombra. El capitán Duncan Sinclair fue el primero en marcharse.
Agradeciendo el sombrero de paja de marinero que le habían proporcionado, Richard se esforzó en prestar atención. Sobre todo, cuando el gobernador Phillip subió a un pequeño estrado y dirigió unas palabras a los convictos. ¡Lo había intentado!, gritó… ¡Sí, lo había intentado! Pero, después de los diez días que llevaban en tierra, estaba llegando rápidamente a la conclusión de que muy pocos de ellos merecían la pena, de que casi todos eran incorregibles, holgazanes e indignos de ser alimentados, de que de entre los seiscientos que estaban trabajando, no más de doscientos se esforzaban en serio, y los que no trabajaran, no comerían.
Casi todo lo que dijo se escuchó a la perfección; de su menuda figura brotaba una voz impresionante. En el futuro, serían tratados con la máxima severidad, pues era evidente que ninguna otra cosa ejercería el menor efecto. En Inglaterra, el robo de una gallina no estaba castigado con la pena de muerte, pero allí, donde cada gallina era más valiosa que un cofre de rubíes, el robo de una de ellas se castigaría con la muerte. Todos los animales estaban reservados a la cría. El menor intento de birlar cualquier objeto perteneciente al Gobierno se castigaría con la horca… ¡y lo decía muy en serio! Cualquier hombre que intentara penetrar de noche en la tienda de las mujeres sería fusilado porque no los habían trasladado hasta allí para fornicar. La única relación aceptable entre hombres y mujeres era el matrimonio, de lo contrario, ¿por qué razón les habrían proporcionado un capellán? La justicia sería imparcial pero implacable. Ningún convicto debería atribuir a su trabajo un valor equivalente al de un esposo inglés, pues él no tenía mujer e hijos que mantener con su salario, sino que era propiedad del gobierno de su majestad británica en Nueva Gales del Sur. Nadie sería obligado a trabajar por encima de sus fuerzas, pero todo el mundo debería contribuir al bienestar general. Su primer deber sería primero la construcción de edificios permanentes para los oficiales, después para los marinos y, finalmente, para ellos. Y ahora ya se podían retirar e ir pensando en todo aquello, pues él había hablado muy en serio…
– ¡Qué agradable resulta que a uno lo quieran tanto! -dijo Bill Whiting, levantándose-. ¿Por qué no se limitaron a ahorcarnos en Inglaterra si lo que pretendían era ahorcarnos aquí? -Soltó un bufido de desprecio-. ¡Menuda idiotez! ¡Que no nos han trasladado hasta aquí para que forniquemos! ¿Pues qué pensaban que iba a ocurrir? Yo bromeo con las ovejas, pero no es ninguna broma que me disparen por acercarme a mi Mary.
– ¿Mary? -preguntó Richard.
– Mary Williams, del Lady Penrhyn. Más vieja que las montañas y más fea que un pecado, pero sus dos mitades son mías, ¡enteramente mías! O, por lo menos, lo eran hasta que me enteré de que me van a pegar un tiro por ceder a un impulso natural. En Inglaterra, el único que me podría pegar un tiro es su marido.
– Me alegro mucho de saber que tienes a Mary Williams, Bill. Eso no es obra del gobernador sino del reverendo Johnson -dijo Richard-. Este hombre habría tenido que ser metodista. Supongo que es por eso por lo que aceptó el puesto: es demasiado radical para ser del agrado de algún obispo de la Iglesia anglicana.
– No sé por qué han transportado a las convictas hasta aquí si no podemos acercarnos a ellas -dijo Neddy Perrott.
– El gobernador quiere que se celebren bodas, Neddy, para darle gusto al reverendo Johnson. Y sospecho que también para que toda esta expedición sea santificada por Dios -dijo Richard pensando en voz alta-. La existencia de fornicación en el rebaño más bien parece obra de Satanás.
– Pues bueno, yo no tengo todavía intención de casarme con mi Mary -dijo Bill-. Hace demasiado poco tiempo que me he librado de unas cadenas y no quiero cargar con otras.
Lo cual puede que fuera el sentir de Bill, pero no el de la mayoría de sus compañeros. A partir del siguiente domingo, cada vez fueron más numerosas las parejas de convictos casadas por el complacido capellán.
Ahora les facilitaban las raciones semanalmente. ¡Y cuán difícil era mantenerse firme y no devorarlo todo en cuestión de un par de días! Las raciones eran muy escasas, sobre todo, teniendo en cuenta que estaban trabajando. Gracias a la abyecta gratitud del teniente Furzer, disponían de buenas ollas y cazuelas, aunque no tuvieran muchas cosas que echar en ellas.
La cabaña se terminó de construir con una doble hilera de arbolillos a modo de paredes, una de ellas vertical y la otra horizontal, y una techumbre, en la cual toda una serie de listones contribuían a sujetar las hojas de palmera entretejidas. No se mojaban ni siquiera cuando caían fuertes lluvias, pero, en cambio, cuando el viento se convertía en un vendaval, éste penetraba a través de los intersticios entre los arbolillos, por cuyo motivo decidieron proteger las paredes exteriores con hojas de palmera. La cabaña carecía de ventanas y sólo contaba con una puerta que se abría a la roca de piedra arenisca. A pesar de su sencillez, era mucho mejor que la prisión del Alexander. Se aspiraba en el aire el limpio y punzante olor de las resinas en lugar del de la repugnante mezcla de aceite de brea y podredumbre, y el suelo estaba constituido por una suave alfombra de hojas muertas. Además, los hombres no llevaban cadenas y no estaban sometidos a una vigilancia demasiado estrecha. Los marinos se encargaban sobre todo de vigilar a los bribones reconocidos y, por consiguiente, los que nunca causaban problemas no eran objeto de especial vigilancia, aparte de los habituales controles que se llevaban a cabo para asegurarse de que estuvieran en sus correspondientes lugares de trabajo.
El lugar de trabajo de Richard era un pequeño recinto abierto hecho con cortezas de árbol, cerca de toda una serie de fosos de aserrar que se estaban excavando detrás de las tiendas de los marinos, lo cual no era nada fácil, pues el lecho de roca se encontraba a sólo seis pulgadas por debajo de la superficie. Los hoyos se tenían que cavar, rompiendo la roca mediante picos y cuñas.
Aunque las sierras aún no se habían recibido (la descarga de los barcos era dolorosamente lenta), las hachas y las destrales se amontonaban con tal rapidez que Richard no daba abasto para afilarlas.
– Necesito ayuda, señor -le dijo al comandante Ross, un día después del comienzo de su trabajo-. Dadme dos hombres ahora y, cuando haya que afilar las sierras, yo ya tendré a un hombre preparado para hacerse cargo de las hachas y las destrales.
– Comprendo tus razones y sé que son muchas. Pero ¿por qué dos hombres?
– Porque ya ha habido discusiones acerca de la propiedad y yo dispongo de medios para llevar una lista. Más que una lista, lo que hace falta es un ayudante que sepa leer y escribir y pueda grabar el nombre del propietario en el mango de cada hacha y cada destral. Y, cuando se reciban las sierras, podría hacer lo mismo con ellas. Eso permitiría que los marinos ahorraran tiempo, señor.
Los párpados de los pálidos ojos azules se entornaron, pero la boca no sonrió.
– Pues sí, Morgan, tienes efectivamente una cabeza que piensa muy bien. Supongo que ya sabes a quién quieres, ¿verdad?
– Sí, señor. A dos de mis hombres. A Connelly para grabar y a Edmunds para que aprenda a afilar.
– Aún no he localizado tu caja de herramientas.
El pesar de Richard fue sincero.
– Es una lástima -dijo éste, lanzando un suspiro-. Tenía unas herramientas muy buenas.
– No desesperes, seguiré buscando.
Febrero transcurrió en medio de grandes tormentas, algún que otro cambio en el estado de la mar y muchos días de sofocante calor y humedad que siempre terminaban con una acumulación de negras nubes en el cielo meridional o noroccidental. Las tempestades del sur llevaban consigo un agradable refrescamiento de las temperaturas, mientras que las del noroeste daban lugar a más bochorno y granizadas con piedras del tamaño de huevos de gallina.
Aparte de las distintas variedades de ratas y los millones de hormigas, escarabajos, ciempiés, arañas y otros insectos hostiles, las formas de vida ancladas a la tierra no eran muy abundantes. En contraste con el cielo y los árboles, ambos llenos a rebosar de miles de pájaros, casi todos ellos de belleza espectacular. Había más variedades de loros que los que la imaginación habría podido soñar: grandes loros blancos con llamativos penachos amarillo azufre, loros grises con pechugas de color ciclamen, loros negros, loros multicolores como el arco iris, moteados loritos de color verde claro, otros rojos y azules, verde esmeralda y varias docenas más. Un martín pescador pardo de gran tamaño emitía constantemente una especie de carcajada y era capaz de matar serpientes rompiéndoles el espinazo contra el tronco de un árbol; un ave terrestre tenía una cola semejante a una lira griega y caminaba exhibiéndose como un pavo; los que acompañaban al gobernador en sus exploraciones hablaban de cisnes negros, águilas cuyas alas extendidas medían hasta nueve pies de longitud y competían por las presas con los halcones y los gavilanes. Unos minúsculos pinzones y trogloditas, alegres y descarados, volaban de acá para allá sin temor. Todas las aves estaban pintadas de vivos colores y sus voces acababan volviendo loco a cualquiera. Algunas cantaban mejor que los ruiseñores, otras emitían roncos chirridos, otras trinaban como campanitas de plata y una de ellas, un impresionante cuervo negro, emitía el grito más desolador y estremecedor que cualquier inglés hubiera escuchado en su vida. Por desgracia, lo peor de toda aquella miríada de pájaros era que ninguno de ellos resultaba comestible.
Aunque se habían visto algunos animales mamíferos como, por ejemplo, una oronda criatura muy peluda que cavaba madrigueras, el único animal que todo el mundo estaba deseando ver era el canguro. Los canguros jamás se acercaban a los lugares habitados, señal de que eran muy tímidos. En cambio, no lo eran en absoluto los enormes lagartos arborícolas. Reptaban por el campamento como si despreciaran olímpicamente a los hombres y rivalizaban con el convicto más hambriento o el marino más sediento a la hora de saquear la tienda de campaña de un oficial. Uno de ellos medía catorce pies de longitud y no era de extrañar que inspirara el mismo terror que un caimán.
– No sé cómo llamarlo -le dijo Richard a Taffy Edmunds cuando ambos lo vieron pasar un día por delante de su cobertizo de cortezas de árbol, moviendo la temible cabeza.
– Yo lo llamaría «señor» -dijo Taffy.
Les seguían enviando hachas y destrales para que les colocaran nuevos filos y, a finales de febrero, se empezaron a recibir las sierras. Los aserraderos occidentales ya estaban empezando a funcionar y en la parte oriental se cavaban toda una serie de ellos con las mismas dificultades que los de la occidental: el lecho rocoso. Un nuevo obstáculo se acababa de presentar: los árboles talados, alisados y colocados sobre el hoyo resultaban prácticamente imposibles de aserrar y convertir en las más mediocres tablas. La madera no sólo estaba llena de savia sino que, además, era más dura que el hierro. Los aserradores, todos convictos, tenían que hacer un esfuerzo tan sobrehumano que el gobernador se vio obligado a darles raciones extra de malta para evitar que se vinieran abajo, lo que provocó la irritación de los soldados rasos de la marina, quienes olvidaban que ellos recibían mantequilla, harina y ron, aparte las mismas raciones de pan y cecina que los convictos; los soldados elaboraron una lista de agravios contra los «privilegios» de los convictos. Sólo el comandante Ross y la implacable disciplina consiguió controlarlos, pero la implacable disciplina significaba recibir más azotes que los convictos, protestaban ellos.
El peor aspecto de la existencia de Richard eran las sierras. Sólo les habían enviado ciento setenta y cinco sierras manuales y veinte sierras de doble asa, y las veinte sierras de doble asa eran sierras de aserrar a lo largo. No había sierras de doble asa capaces de cortar una madera como aquélla al través, lo cual significaba que los árboles se tenían que talar con un hacha y segmentar también con un hacha. Ambas clases de sierra tendrían que haberse fabricado con el mejor acero, pero no había sido así. Los muchos meses transcurridos en el mar las habían oxidado, y no había manteca de antimonio en ningún barco.
El teniente Philip Gidley King se llevó veinticinco sierras manuales y cinco sierras de doble asa a la isla de Norfolk cuando el Supply zarpó hacia aquel lejano lugar a mediados del mes de febrero. Allí establecería una colonia aparte y convertiría el lino autóctono en lona y los gigantescos pinos de que había hablado el capitán Cook en mástiles de barco.
– Señor, es casi una tarea imposible -le dijo Richard al comandante Ross-. Me he fabricado mi propio papel de esmeril y he eliminado toda la herrumbre que he podido, pero las sierras no están suficientemente lisas. El aceite de ballena es un protector muy eficaz, pero no tenemos. Los aceites de que disponemos se solidifican en cola en cuanto se genera calor en el interior del corte. Necesito una sustancia como el aceite de ballena o la manteca de antimonio. Las sierras están fabricadas con un acero tan malo que, si aserramos una madera tan dura como ésta, temo que se rompan. Tenemos quince sierras de doble asa, lo cual equivale a no más de catorce hoyos de aserrar… Yo siempre estaré trabajando en una sierra porque esta madera estropea los dientes. Pero, por encima de todo, señor, necesito algo que elimine la herrumbre.
Ross estaba más preocupado que nunca; todos los aserradores le habían contado la misma historia.
– Pues entonces, tendremos que buscar alguna sustancia local -dijo-. El doctor Bowes Smith es un hombre de mentalidad muy inquisitiva que siempre anda por ahí sangrando árboles, hirviendo raíces u hojas en busca de remedios, resinas y probablemente el elixir de la vida. Dame una de las sierras manuales más oxidadas que tengas y le pediré que haga un experimento.
Y allá se fue. Richard se compadeció mucho de él; tenía grandes dotes para la organización y la acción, pero no era capaz de comprender las debilidades de los demás y tanto menos las de sus marinos, a quienes, cuando cometían alguna transgresión, tenía autoridad para azotar. Cuando quería azotar a un convicto, tenía por lo menos que comentar el asunto al gobernador. Por si no fueran suficientes todos los males que aquel conflicto estaba provocando en su fuero interno, los rayos la habían tomado con él; su pequeño rebaño de ovejas había perecido mientras permanecía resguardado bajo un árbol; más tarde, otro rayo había caído sobre su tienda y casi todos sus archivos y papeles se habían quemado junto con otras muchas cosas. Pero, mientras la figura del militar se perdía en la lejanía, Richard pensó que, sin el comandante Ross, el caos en Port Jackson habría sido infinito. El gobernador es un idealista; el teniente gobernador es un realista.
El cobertizo de cortezas de árbol de Richard se había ampliado mucho y ahora éste contaba con otros dos colaboradores, Neddy Perrott y Job Hollister. Billy Earl, Johnny Cross y Jimmy Price se habían ido a trabajar con Bill Whiting en los almacenes del Gobierno, con lo cual Joey Long se había quedado sin nada que hacer. Richard se agenció una azada, la añadió a la pala y el azadón que ya tenía y le encargó la creación de un huerto en el exterior de su cabaña, rezando para que nadie lo requisara para otro trabajo; todo el mundo sabía que Joey era un poco simple, lo cual hacía que fuera menos apreciado. Si Joey se quedara en la cabaña, sus pertenencias no comestibles estarían a salvo. El saqueo de comida estaba tan generalizado que tanto los hombres como las mujeres se llevaban sus raciones a su lugar de trabajo… y, una vez allí, tenían que vigilar para que no les robaran nada. Casi todos los robos de comida eran recíprocamente destructivos y, por consiguiente, no revestían el menor interés ni para el Gobierno ni para los marinos; los convictos más fuertes robaban impunemente a los débiles o enfermos.
La disentería estalló a las dos semanas de la llegada. La intuición de Richard a propósito del arroyo había resultado acertada, aunque los médicos no comprendían cómo era posible que el agua estuviera contaminada en el lugar donde ellos la recogían. Su teoría era que el agua de Nueva Gales del Sur era demasiado fuerte para los estómagos ingleses. En la tienda hospital habían muerto tres convictos y se había tenido que levantar un segundo hospital con los materiales que tenían a mano. El escorbuto también estaba muy extendido; la palidez de la piel y una dolorosa cojera anunciaban su presencia mucho antes de que las encías se empezaran a hinchar y a sangrar. A Richard todavía le quedaba un poco de malta y la pudo estirar un poco más gracias a que el teniente Furzer apreciaba tanto al pequeño grupo de convictos que lo ayudaban que les proporcionaba malta en secreto. Aquella clase de favoritismo, al igual que ocurría con los aserradores, era inevitable dada la creciente penuria.
– Pero en caso necesario -le dijo Richard a su grupo en un tono que no admitía discusión- comeremos col agria. No me importa que tenga que sentarme sobre vuestro pecho para introducírosla a la fuerza en la garganta. Recordad a vuestras madres; nos habían enseñado que las medicinas no curaban si no tenían un sabor espantoso. La col agria es una medicina.
En Port Jackson no había suficientes remedios naturales contra el escorbuto para alimentar a su nueva población; pocas eran las plantas y bayas que no provocaran síntomas de envenenamiento. Las plantas que germinaban tras haber sido regadas fielmente en los huertos pertenecientes al Gobierno producían unos brotes que contemplaban el cielo y el sol y después morían de puro abatimiento. Nada podía crecer.
Aquí estamos a finales de verano y entrando en el otoño, pensó Richard, recordando las semillas de cítricos que se había llevado de Río de Janeiro. Por consiguiente, no sembraré mis semillas hasta septiembre u octubre, cuando estemos en primavera. ¿Quién sabe cómo será de frío el invierno de aquí? En Nueva York, el verano es muy caluroso, pero en invierno se hiela el mar. A juzgar por el aspecto de nuestros indios, dudo que haga tanto frío como allí, pero no puedo correr el riesgo de plantar algo en estos momentos.
Tres convictos -Barrett, Lovell y Hall- fueron sorprendidos robando pan y cecina en los almacenes del Gobierno y otro fue sorprendido robando vino. Los tres ladrones de comida fueron condenados a muerte. El ladrón de vino fue nombrado Verdugo Público.
En la orilla occidental de la ensenada, entre las tiendas de los hombres y de las mujeres, se levantaba un precioso árbol con una curiosa peculiaridad: una fuerte y recta rama se proyectaba hacia fuera a diez pies del suelo. Se convirtió así en el Árbol de la Horca, pues no se podía malgastar madera en la erección de un patíbulo. El 25 de febrero los tres desventurados fueron conducidos hasta allí en presencia de todos los convictos, los cuales habían recibido la orden de asistir so pena de recibir cien azotes. El gobernador Phillip estaba seguro de que aquel severo castigo ejercería el deseado efecto. ¡Era absolutamente necesario que los convictos dejaran de robar comida! Como es natural, su propio vientre, al igual que los de todos los que ejercían autoridad, estaba debidamente lleno. Por consiguiente, tal como ocurría con la cuestión de la fornicación, no era posible que las desesperadas medidas que se adoptaron para resolver el problema dieran el resultado apetecido. Se creía que todo era consecuencia de los escrotos vacíos y los vientres llenos.
Muchos de los presentes, tanto libres como delincuentes, habían asistido a ahorcamientos. En Inglaterra, éstos eran una ocasión de júbilo y regocijo. Pero muchos no, pues preferían, como Richard y sus hombres, dejar aquel macabro espectáculo para otros.
Barrett, el primer condenado, fue colocado en el escabel, y el Verdugo Público recibió la orden de ajustarle la cuerda alrededor del cuello. Éste así lo hizo entre lágrimas y con el rostro más pálido que la cera, pero se negó a propinar un puntapié al escabel hasta que varios marinos cargaron sus mosquetes con pólvora y una bala y lo apuntaron a bocajarro. Muy pálido pero sereno, Barrett se mantuvo firme.
Era de los que no se amilanaban ante nada. Puesto que la caída no fue suficiente para quebrarle el cuello, permaneció colgando y retorciéndose en el extremo de la cuerda durante una eternidad. Cuando finalmente murió, fue por falta de aire. Una hora más tarde se retiró el cadáver y el escabel se colocó de nuevo en su sitio para recibir a Lovell.
El teniente George Johnston, el edecán del gobernador ahora que el teniente King se había ido a la isla de Norfolk, dio un paso al frente y anunció que se habían concedido veinticuatro horas de suspensión de la pena a Lovell y Hall. A continuación, los convictos recibieron la orden de retirarse. La lección de Phillip no ejerció el menor efecto. Los que tenían intención de robar, lo seguirían haciendo mientras que los que no tenían intención de hacerlo, no lo harían. Lo más que se conseguiría con los ahorcamientos sería reducir el número de los ladrones por simple substracción.
Mientras Richard se retiraba, miró distraídamente hacia las convictas y vio unas plumas de avestruz de color rojo agitándose en lo alto de un elegante sombrero negro. Sorprendido, se detuvo en seco. ¡Lizzie Lock! Tenía que ser Lizzie Lock. La habían deportado junto con su precioso sombrero, el cual se encontraba en perfecto estado a pesar de los viajes. Probablemente porque ella le habría dispensado mejores cuidados que a su propia persona. Ahora no era el momento de intentar acercarse a ella. Ya llegaría la ocasión. El hecho de saber que estaba allí ya era un consuelo suficiente.
A la mañana siguiente, todos recibieron la orden de volver a reunirse -bajo un impresionante aguacero- para escuchar la noticia de que su excelencia el gobernador había indultado a Lovell y Hall y que éstos serían desterrados a un lugar todavía por decidir. No obstante, añadió el teniente George Johnston en tono amenazador, su excelencia estaba considerando muy en serio la posibilidad de enviar a todos los reincidentes a Nueva Zelanda y abandonarlos en la playa para que se los comieran los caníbales. En cuanto se pudieran utilizar los servicios del Supply, todos irían a parar allí, ¡que no lo dudaran ni por un instante! Entre tanto, los desterrados serían encadenados y conducidos a una pelada roca que se levantaba en las inmediaciones de la cala y que ya había recibido el nombre de «Tripaseca», donde subsistirían con una cuarta parte de la ración habitual y un poco de agua. Pero ni Tripaseca, ni la cuerda de la horca ni la amenaza de festines caníbales impidieron que los desesperados siguieran robando comida.
Si los convictos se concentraban en los comestibles, los marinos preferían saquear ron y mujeres; los azotes de los marinos aumentaron de cincuenta a cien y ciento cincuenta, aunque el encargado de administrar los azotes nunca pegaba tan fuerte como cuando su víctima era un convicto, lo cual era muy comprensible. El hecho de que los marinos se pudieran concentrar en la bebida y las mujeres se debía a que ellos eran los encargados de repartir la comida; por mucho que se supervisara su tarea, las raciones de los marinos eran siempre mucho más abundantes que las que se repartían a los convictos. Cosa también muy comprensible.
Por si fuera poco, cada vez resultaba más difícil controlar a los nativos, los cuales se dedicaban a birlar pescado, palas, azadones y las pocas verduras que habían logrado sobrevivir en una fértil isla situada el este de la cala, donde se estaba creando la gran Granja del Gobierno en la esperanza de que en septiembre la tierra ya estuviera preparada para el trigo. Unos hombres enviados para cortar cañas destinadas a la construcción de techumbres en una bahía situada más allá de la isla Garden fueron atacados en un primer tiempo por unos indios; uno de ellos resultó herido. Más tarde, los mismos indios mataron a dos hombres en el mismo lugar. Una visita corriente arriba hasta la pantanosa fuente del arroyo permitió descubrir los cuerpos en estado de descomposición de varios lagartos de gran tamaño, señal de que los nativos no eran tontos y sabían cómo contaminar el agua.
Las guardias de los marinos se intensificaron a medida que la colonia se iba ampliando. Descubrieron que un árbol que sir Joseph Banks había clasificado como casuarina producía una excelente madera para ripias, pero, por desgracia, se encontraba situado un poco lejos, en las inmediaciones del pantano del arroyo; y una milla tierra adentro descubrieron una excelente arcilla para ladrillos. Los grupos efectuaban correrías en territorio virgen y necesitaban escolta. Para agravar la situación, ahora los nativos habían perdido el miedo a las armas de fuego y eran más audaces en sus incursiones, sabedores tal vez de que se había dictado la orden de no causarles daño en ninguna circunstancia.
El gobernador Phillip fue a explorar otra cala del norte llamada Broken Bay, pero regresó muy desanimado; era un buen refugio para los barcos, pero la tierra no era cultivable. Su excelencia tenía motivos más que sobrados para estar desanimado. Los directores de un plan elaborado en el Home Office habían dado por sentado que las cosechas brotarían de una tierra que sólo necesitaría que le hicieran unas cuantas cosquillas, que habría excelente madera para todos los propósitos imaginables, que el ganado se multiplicaría a pasos agigantados y que, en cuestión de un año, Nueva Gales del Sur sería prácticamente autosuficiente. De ahí que el Home Office, el Almirantazgo y los contratistas no se hubieran asegurado de que la flota llevara provisiones y suministros suficientes para tres años. Las previsiones eran más bien para un año, lo cual significaba que el primer velero almacén no llegaría a tiempo. ¿Y cómo podrían los hombres -y las mujeres- llevar a cabo un trabajo fructífero, estando perpetuamente hambrientos?
Los dos meses transcurridos en Sydney Cove -así habían bautizado el lugar en el que inicialmente habían desembarcado-, sólo sirvieron para demostrarles que aquél era un paraje duro, indiferente e indiscriminadamente cruel. Parecía fuerte, inmutable y extraño, la clase de lugar en el que los hombres podrían ganarse el sustento pero jamás prosperar. Los nativos, tremendamente atrasados a los ojos ingleses, eran un indicador muy fidedigno de lo que prometía Nueva Gales del Sur: miseria combinada con sordidez.
La última semana de marzo cesaron las tormentas, y la humedad y el calor empezaron a disminuir. Los que tenían sombreros los habían transformado en gorros yanquis, eliminándoles los bordes de los tricornios, pero Richard prefirió que su tricornio siguiera siendo un tricornio porque trabajaba en un cobertizo hecho con cortezas de árbol y tenía un sombrero de paja de marinero y porque quería ir vestido como Dios manda en los oficios religiosos del domingo. Las costumbres de Bristol no morían fácilmente.
Los oficios del domingo se celebraban en distintos lugares, pero el 23 de marzo -tercer aniversario del día en que había sido declarado culpable y condenado a cumplir la pena en Gloucester- se celebraron en proximidad del campamento de los marinos solteros en toda una serie de salientes rocosos. Gracias a éstos, los presentes pudieron ver y oír cómo el reverendo Richard Johnson los exhortaba en nombre del Señor a reprimir sus vergonzosos impulsos e incorporarse a las filas de aquellos que habían decidido casarse.
Tras haber decidido lo que iba a hacer, Richard tenía intención de rezar pidiendo que Dios lo iluminara, pero el sermón no lo ayudó. En su lugar, Dios le contestó, presentándole la figura de Stephen Donovan, que se situó a su lado y lo acompañó en un recorrido por la ensenada, pisó con él las pasaderas y bajó a la orilla, cerca de la nueva granja.
– Es terrible, ¿verdad? -dijo Donovan, rompiendo el silencio mientras ambos se sentaban con los brazos alrededor de las rodillas en una roca situada cinco pies por encima de las plácidas aguas-. Tengo entendido que seis hombres tardan una semana entera en arrancar un tocón de árbol en aquel campo de trigo de allí y que el gobernador ha decidido que la tierra se remueva a mano para recibir las semillas, pues no se atreve a utilizar un arado.
– Lo cual significa que un día no comeré -dijo Richard, quitándose su mejor chaqueta y sentándose a la sombra de un árbol cuya copa se inclinaba sobre el arroyo-. Qué poca sombra hay aquí.
– Y qué dura es la vida. Sin embargo, no te quepa duda de que mejorará -dijo Donovan, arrojando unas hojas muertas al agua-. Eso es como cualquier otra aventura arriesgada, en la que lo peor son siempre los primeros seis meses. No sé por qué entonces las cosas empiezan a resultar más soportables, como no sea tal vez porque desaparece la impresión de extrañeza. Pero una cosa es segura. Cuando Dios creó este rincón del globo, utilizó una plantilla distinta. -Bajó un poco la voz y habló en tono más suave-. Sólo los fuertes sobrevivirán y tú serás uno de ellos.
– De eso podéis estar bien seguro, señor Donovan. Si conseguí resistir en el Ceres y el Alexander, también conseguiré resistir aquí. No, no desespero. Pero os he echado de menos. ¿Cómo están el Alexander y el bueno de Esmeralda?
– Lo ignoro, Richard, pues ya no estoy en el Alexander. La separación se produjo cuando sorprendí a Esmeralda, abriendo todas las bolsas y los fardos de los convictos que se guardaban en las bodegas. Para ver qué podía vender a cambio de una fortuna.
– Miserable.
– Pues sí, Sinclair es eso y mucho más. -El largo y flexible cuerpo se estiró y contorsionó sin el menor esfuerzo-. Ahora tengo una litera mucho mejor. Me enamoré, ¿sabes?
Richard esbozó una sonrisa.
– ¿De quién, señor Donovan?
– ¿A que no te lo crees? Del asistente del capitán Hunter. Johnny Livingstone. Como al Sirius le faltan seis o siete marinos, solicité incorporarme a la tripulación y me aceptaron. Creo que al capitán Hunter no le cae muy bien este asunto, pero no va a rechazar a un marino tan experto como yo. Por consiguiente, disfruto de buenas raciones y, encima, tengo un poco de amor.
– Me alegro mucho -dijo sinceramente Richard-. También me alegro de haberos visto precisamente hoy y no otro día. Es domingo y no trabajo. Lo cual quiere decir que estoy a vuestra disposición. Necesito que alguien me preste oído.
– Pronuncia la palabra y tendrás algo más que un oído.
– Gracias por el ofrecimiento, pero pensad en Johnny Livingstone.
– El agua parece que es buena para pasar en ella un buen rato de diversión. Y bien que me gustaría de no ser porque el otro día el Sirius atrapó un tiburón cuyos hombros medían seis pies y medio. ¡En el interior de Port Jackson! -Donovan enrolló su chaqueta para formar una almohada y se tumbó-. Nunca te lo pregunté, Richard… ¿conseguiste aprender a nadar?
– Pues sí. En cuanto imité a Wallace, todo fue muy fácil. Por cierto, Joey Long se quedó con uno de sus cachorros. Es un bicho encantador, le entusiasman las ratas. Come mejor que nosotros, aunque yo no siento tentación de pasarme a su dieta.
– ¿Ya has visto algún canguro?
– Ni siquiera he oído el suave rumor de su cola entre los árboles. Pero es que no salgo del campamento… Me paso el rato afilando nuestras malditas sierras y hachas. -Richard se incorporó-. Supongo que en el Sirius no habrá un poco de manteca de antimonio, ¿verdad?
Las sedosas pestañas negras se levantaron y los ojos azules se iluminaron.
– Tenemos mantequilla de vaca, pero no de la otra. ¿Cómo sabes tú tantas cosas sobre la manteca de antimonio y demás?
– Cualquier afilador y triscador de sierras las sabe.
– Pues yo jamás había conocido a ninguno que las supiera. -Los párpados se volvieron a cerrar-. Es un domingo precioso y se está muy bien aquí contigo al aire libre. Haré averiguaciones acerca de la manteca. También tengo entendido que la madera no se puede aserrar.
– No exactamente, pero es un trabajo en extremo lento. Sin embargo, lo es todavía más porque las sierras son una porquería. En realidad, aquí todo parece una porquería. -El rostro de Richard se endureció-. Eso me hace comprender lo que Inglaterra piensa de nosotros. Equipó a su basura con basura. No nos ofreció la oportunidad de abrirnos camino. Pero hay algunos como yo que se sienten fortalecidos y reconfortados sabiéndolo.
Donovan se levantó.
– Prométeme una cosa -dijo, encasquetándose el sombrero.
Profundamente decepcionado, Richard trató de fingir que la brusca partida no le importaba.
– Decidme cuál -dijo.
– Permaneceré ausente una hora. Espérame aquí.
– Aquí estaré, pero lo aprovecharé para cambiarme de ropa. Hace demasiado calor para estas prendas de domingo.
Richard regresó antes que Donovan, vestido como casi todos los convictos cuando dos meses atrás se habían instalado en Sydney Cove; calzones de lona cortados por debajo de la rodilla, descalzo, una desteñida camisa de lino a cuadros con un estampado tan tenue como una leve y suave sombra en el interior de otra sombra. Cuando Donovan regresó, éste también iba vestido con un sencillo atuendo y se tambaleaba bajo el peso de un cesto de naranjas de Río.
– Son unas cuantas cosas que puedes necesitar -dijo, depositándolo en el suelo.
Richard sintió que le escocía la piel y palideció intensamente.
– ¡Señor Donovan, no puedo aceptar cosas que pertenecen al Sirius!
– Ninguna de ellas le pertenece o, mejor dicho, todo se ha conseguido legalmente… Bueno, casi todo -contestó Donovan sin inmutarse-. Confieso que he arrancado unos cuantos berros del capitán Hunter… Los cultiva en lechos húmedos de hilas. O sea que vamos a comer muy bien y sobrará mucho para llevarlo a los demás. Los marinos no se meterán contigo si yo te acompaño y llevo yo mismo el cesto. Le he comprado malta a nuestro comisario, el sombrero de otro marinero, unos sedales de pescar muy fuertes, anzuelos, unos trozos de corcho y unos viejos restos de plomo de escotilla para plomadas. Pero el principal motivo de que este cesto pese tanto son los libros -añadió mientras rebuscaba en su interior-. ¿Querrás creer que algunos marinos que se encontraban a bordo desde Portsmouth se dejaron los libros al desembarcar? ¡Qué barbaridad! ¡Ah! -Tomó un tarrito-. Tenemos mantequilla para los panecillos, recién hechos esta misma mañana. Y una jarra de cerveza suave.
La única comida de su vida con la cual ésta se hubiera podido comparar era la que Donovan le ofreció cuando terminaron de llenar los toneles de agua en Tenerife, pero hasta aquélla palidecía en comparación con el sabor de los berros tan exquisitamente verdes.
Richard comió con voracidad mientras Donovan lo miraba y le ofrecía todos los berros, la mantequilla y casi todos los panecillos.
– ¿Ya has escrito a casa, Richard? -le preguntó después.
Richard paladeó la cerveza suave.
– No he tenido tiempo ni… deseo de hacerlo -contestó-. No me gusta Nueva Gales del Sur. Antes de escribir cartas, quiero tener algo que resulte divertido y merezca la pena contarse.
– Bueno pues, aún dispones de un poco de tiempo. El Scarborough, el Charlotte y el Lady Penrhyn zarparán en mayo, pero rumbo a Catay, para recoger cargas de té. El Alexander, el Friendship, el Prince of Wales y el Borrowdale zarparán directamente rumbo a Inglaterra aproximadamente a mediados de julio, según tengo entendido, por lo que debes entregar tus cartas a uno de ellos. El Fishburn y el Golden Grove no pueden zarpar hasta que se hayan construido edificios a prueba de ladrones para guardar su vino, su ron, su cerveza negra e incluso el alcohol de graduación normal de los médicos.
– ¿Y el Sirius? Me habían dicho que regresaría a sus obligaciones navales en cuanto pudiera.
Donovan frunció el entrecejo.
– El gobernador no es partidario de que se vaya hasta estar seguro de que la colonia sobrevivirá. Si se quedara sólo el Supply que tiene treinta años y es tan pequeño…¡no quiero ni pensarlo! Pero el capitán Hunter no está nada contento. Como el comandante Ross, piensa que toda esta empresa es una pérdida de tiempo y de dinero ingleses.
Richard apuró la jarra de cerveza suave.
– ¡Oh, qué festín tan extraordinario! No sé cómo daros las gracias. Y, además, me alegro de que no os vayáis tan deprisa. -Richard hizo una mueca y meneó la cabeza-. Ni siquiera puedo beber cerveza suave sin que se me suba a la cabeza.
– Túmbate y echa una siestecita. Nos queda todo el resto del día por delante.
Richard así lo hizo. En cuanto apoyó la cabeza en una almohada de hojas, se quedó dormido como un tronco.
Stephen Donovan lo estudió acurrucado en posición defensiva, sin la menor intención de dormir. Tal vez porque era un hombre libre y, como marino que era, amaba sinceramente el mar y contemplaba Nueva Gales del Sur de una manera muy distinta de como lo hacía el cautivo Richard Morgan; no había nada que le impidiera tomar sus bártulos e irse a otro sitio. El hecho de que deseara quedarse se podía atribuir en buena medida a Richard, por cuyo destino se preocupaba, mejor dicho, por cuya persona se preocupaba. Era una tragedia que su afecto se hubiera fijado en un hombre que no le podía corresponder, pero no una tragedia de proporciones épicas; puesto que había elegido sus preferencias sexuales antes de embarcarse, las había vivido con optimismo y se había conformado con mantener relaciones jovialmente superficiales y con tener su equipaje preparado por si tuviera que cambiar de barco precipitadamente. No sospechaba, cuando había subido a bordo del Alexander que Richard Morgan estaba a punto de destruir su complacencia. Y tampoco sabía por qué razón su corazón había elegido a Richard Morgan. Había ocurrido sin más. Así era el amor. Una cosa aparte, una cosa del alma. Había cruzado la cubierta como si tuviera alas en los pies, tan seguro de su instinto que no dudó ni por un instante de que tropezaría con un alma gemela. El hecho de no haberla encontrado carecía de importancia. Una sola mirada bastó para que ya no pudiera echarse atrás.
Aquella tierra desconocida también lo había inducido a quedarse. Su destino lo atraía. Los pobres nativos desaparecerían y ellos lo sabían en su fuero interno. Por eso estaban empezando a rebelarse. Pero no eran ni tan sofisticados ni estaban tan bien organizados como los indios americanos, cuyos lazos tribales se extendían a naciones enteras, eran expertos conocedores del arte de la guerra y cambiaban de alianzas con los franceses contra los ingleses o los ingleses contra los franceses. En cambio, aquellos indígenas no eran muy numerosos y, al parecer, sólo se dedicaban a combatir entre sí, agrupados en pequeñas tribus: las alianzas militares no eran propias de su naturaleza, la cual, según sospechaba Donovan, debía de ser altamente espiritual. A diferencia de Richard, él estaba en condiciones de escuchar a los que mantenían ciertos contactos y tratos con los nativos de Nueva Gales del Sur. El gobernador mantenía la actitud más apropiada, pero los marinos no la compartían. Tampoco la compartían los convictos, los cuales veían en los nativos a un nuevo enemigo al que temer y aborrecer. De una curiosa manera, los convictos se encontraban situados en medio, como un trozo de hierro entre el yunque y el martillo. Una buena analogía. Pero a veces aquel trozo de hierro se convertía en una espada.
Donovan estaba entusiasmado con la campiña, pero, como todo el mundo, no sabía si se podría domesticar hasta el extremo de poder equipararla con algo parecido a la prosperidad inglesa. De una cosa estaba seguro: jamás se podría llegar a aquella acogedora vida de pueblo en la que un hombre dedicaba unos pequeños campos al cultivo y otros a la ganadería y podía desplazarse a pie a la taberna en cuestión de media hora. En caso de que se consiguiera domesticar aquel lugar, las distancias serían enormes y la sensación de aislamiento sería omnipresente, desde la distancia a la que se encontraba la taberna hasta lo lejos que pudiera estar una civilización de similares características.
Se sentía a gusto quizá porque se sentía atraído por los pájaros, y aquélla era una tierra de pájaros. Se elevaban en el aire, volaban en círculo y se sentían libres. Él volaba por los mares y ellos por los cielos. Y el cielo de allí no se parecía al de ningún otro lugar, era puro e ilimitado. Por la noche, el firmamento extendía un mar de estrellas tan denso que se formaban unas vaporosas nubes, una red de fría y ardiente infinitud que hacía que un hombre se sintiera más insignificante que una gota de lluvia caída en el océano. Le encantaba su insignificancia, lo consolaba porque no deseaba ser importante. La importancia reducía el mundo al nivel de juguete del hombre, lo cual era una pena. Richard buscaba a Dios en la iglesia porque así le habían enseñado a hacerlo, pero el Dios de Donovan no podía ser tan limitado. El Dios de Donovan estaba allí arriba en medio del esplendor y las estrellas eran el vapor de su aliento.
Richard se despertó al cabo de dos horas, acurrucado, inmóvil y sin emitir ni un suspiro.
– ¿Me he pasado mucho rato durmiendo? -preguntó desperezándose mientras se incorporaba lentamente.
– ¿Acaso no tienes reloj?
– Pues sí, pero lo guardo en mi caja. Lo sacaré cuando tenga mi propia casa y cesen los robos. -Su mirada se sintió súbitamente atraída por unas hordas de pececillos en el agua, unas criaturas a rayas blancas y negras y con las aletas amarillas-. No sabemos qué ocurrió cuando el capitán King llegó a la isla de Norfolk… ¿lo sabéis vos? -preguntó.
Buena parte de las conversaciones de los convictos giraban en torno a la isla de Norfolk, la cual había adquirido fama de ser un destino alternativo mucho más agradable y productivo que Port Jackson.
– Sólo sé que King tardó cinco días y tuvo que hacer varios viajes a la orilla en busca de un lugar idóneo para desembarcar. Calas abrigadas no hay ninguna, sólo una laguna en el interior de un arrecife de coral azotado por el oleaje, que, al final, resultó ser el único lugar posible para desembarcar. Una parte del arrecife está más sumergida que el resto y permite el paso de un esquife. Pero King no encontró lino, y los pinos que hay allí, aunque serían apropiados para la construcción de mástiles, jamás se podrán cargar a bordo de un barco porque no hay ningún lugar donde hacerlo, y no flotan. No obstante, el terreno es extraordinariamente fértil y profundo. El Supply se fue sin más datos, pero no tardará en regresar. No sabemos más. La isla es pequeña -no más de diez mil acres en total- y está densamente cubierta de pinos gigantescos. Mucho me temo, Richard, que la isla de Norfolk tenga tan poco de paraíso como Port Jackson.
– Bueno, se comprende que así sea. -Richard dudó momentáneamente y después decidió lanzarse-. Señor Donovan, hay algo de lo que necesito hablar y vos sois la única persona de cuyo consejo me puedo fiar, pues no tenéis ningún interés personal como el que puedan tener mis hombres.
– Habla, pues.
– Uno de mis charlatanes en los almacenes del Gobierno se ha ido de la lengua y Furzer ha descubierto que Joey Long sabe reparar calzado. Por consiguiente, me voy a quedar sin el vigilante de mi casa. Le pedí a Furzer una semana de tiempo porque nuestro huerto está produciendo algunas hortalizas gracias al esfuerzo de Joey Long, y Furzer es un hombre con quien se puede hablar en serio. Obtuve la semana que necesitaba a cambio de una parte de lo que sobreviva en el huerto -dijo Richard sin el menor rencor.
– La verdura es una moneda casi tan buena como el ron -comentó secamente Donovan-. Sigue.
– Cuando estaba en la cárcel de Gloucester, llegué a un acuerdo con una convicta llamada Elizabeth Lock, o Lizzie tal como todo el mundo la llamaba. A cambio de mi protección, ella vigilaba mis pertenencias. Acabo de averiguar que está aquí y tengo intención de casarme con ella, pues no existe ningún otro medio menos oficial de asegurarme sus servicios.
Donovan pareció sorprenderse.
– Tratándose de ti, Richard, eso me suena lamentablemente frío. No te creía tan… -Donovan se encogió de hombros- duro e insensible.
– Sé que suena muy frío -dijo tristemente Richard-, pero no veo ninguna otra solución a nuestros problemas. Esperaba que alguno de mis hombres quisiera casarse… Casi todos ellos visitan a las mujeres a pesar de las amenazas del gobernador, pero, hasta ahora, ninguno de ellos parece tener el menor interés en casarse.
– Hablas de las pertenencias materiales como si éstas tuvieran la misma importancia que una unión legal de por vida…, como si lo primero tuviera tanto valor como lo segundo y ambas cosas fueran exactamente iguales. Eres un hombre, Richard, y un hombre que se siente atraído por las mujeres. ¿Por qué no confiesas claramente que te gustaría tomar a esta Lizzie Lock por esposa? ¿Y que estás tan deseoso de compañía femenina como casi todos los demás? Al decir que le ofreciste tu protección en la cárcel de Gloucester, deduzco que eso significa que mantuviste relaciones sexuales con ella. Y deduzco que ahora las quieres seguir manteniendo. Lo que me desconcierta es la frialdad con que lo dices… Pareces noble, pero por motivos equivocados.
– ¡Yo no mantuve relaciones sexuales con ella! -replicó Richard, enfurecido-. ¡No estoy hablando de sexo! Lizzie era como mi hermana y así la sigo considerando. Teme quedar embarazada y es por eso por lo que ella tampoco quería mantener relaciones sexuales.
Sosteniéndose la cabeza con las manos, Donovan apoyó los codos en las rodillas y miró a Richard, consternado. ¿Qué le estaba ocurriendo? ¿Todo eso por un simple exceso de placer? ¡No! Es un hombre astuto que se sale con la suya porque está en el lugar adecuado en el momento adecuado y sabe cómo tratar a los que ejercen poder sobre él. No se arrastra por los suelos como la mayoría porque su orgullo le impide arrastrarse. Estoy en presencia de un misterio, pero se me ocurren algunas ideas.
– Si yo conociera la historia de tu vida, es posible que te pudiera ayudar -dijo-. Cuéntamela, te lo ruego.
– No puedo.
– Tienes mucho miedo, pero no al sexo sino al amor. Pero ¿qué es lo que tiene el amor para que te infunda semejante temor?
– Allí donde yo estuve -contestó Richard, respirando hondo- no quisiera volver a estar porque creo que no podría resistirlo por segunda vez. Puedo amar a Lizzie como a una hermana y a vos como a un hermano, pero más allá no puedo ir. La plenitud del amor que yo sentía por mi mujer y mis hijos es sagrada.
– Y ellos han muerto.
– Sí.
– Eres todavía muy joven y éste es un nuevo lugar, ¿por qué no volver a empezar?
– Todo es posible. Pero no con Lizzie Lock.
– Pues entonces, ¿por qué casarte con ella? -preguntó Donovan con un extraño fulgor en los ojos.
– Porque sospecho que su suerte es muy dura y yo la quiero como un hermano. Debéis saber, señor Donovan, que el amor no es algo que pueda surgir por conveniencia. Si lo fuera, es posible que optara por amar a Lizzie Lock. Pero jamas lo haré. Estuvimos un año entero juntos en la cárcel de Gloucester, lo más normal es que hubiera ocurrido.
– Eso quiere decir que lo que propones no es tan frío e insensible como parece. El amor no es algo que pueda nacer a voluntad.
El sol se había ocultado detrás de las rocas en la parte occidental de la ensenada y la luz era larga y dorada; sentado allí, Stephen Donovan pensó en las rarezas del corazón humano. Sí, Richard tenía razón. El amor nacía inesperadamente y a veces era un visitante inoportuno. Richard pretendía evitarlo, casándose con una hermana de quien se compadecía y a la que deseaba ayudar.
– Si te casas con Lizzie Lock -dijo finalmente-, no serás libre de casarte en otro sitio. Y puede que algún día te interese hacerlo.
– Entonces, ¿vos me aconsejáis que no lo haga?
– En efecto.
– Lo pensaré -dijo Richard, levantándose.
Un lunes por la mañana Richard pidió permiso al comandante Ross para ir a ver al reverendo Johnson y solicitó su autorización para visitar a Elizabeth Lock, una convicta del campamento de mujeres, con la posible intención de pedirle que se casara con él.
A sus treinta y pocos años, el señor Johnson era un hombre de mofletudo rostro, carnosos labios, aspecto levemente afeminado y aire estudiadamente episcopal, desde su blanco alzacuello almidonado hasta su negra túnica clerical que disimulaba una prominente barriga, pues no quería dar la impresión de estar demasiado bien alimentado en aquel lugar donde reinaba el hambre. En sus pálidos ojos azules ardía la clase de fervor que el primo James el clérigo solía calificar de mesianismo jesuítico, y en Nueva Gales del Sur había encontrado su misión: elevar el tono moral de su rebaño, cuidar de los enfermos y los huérfanos, dirigir su iglesia a su manera y ser considerado un benefactor de la humanidad. Sus intenciones eran intrínsecamente buenas, pero la profundidad de su comprensión era muy poca y su compasión estaba exclusivamente reservada a los desvalidos. En su opinión, los convictos adultos eran universalmente depravados y no eran dignos en modo alguno de la salvación, pues, de no haber sido unos depravados, ¿cómo habrían podido convertirse en delincuentes?
Al enterarse de que el primo segundo de Richard era el párroco de St. James de Bristol y descubrir que Richard era un hombre educado, cortés y aparentemente sincero, el señor Johnson le concedió su autorización y dispuso con carácter provisional que se casara con Elizabeth Lock en el transcurso de los oficios del domingo siguiente, en el que todos los convictos podrían ver cuán acertada era su actuación.
En cuanto se puso el sol, Richard abandonó su cobertizo de cortezas de árbol para dirigirse al campamento de las mujeres, le mostró el pase al centinela y preguntó por Elizabeth Lock. El centinela no tenía ni idea, pero una mujer que llevaba un cubo de agua oyó la pregunta al pasar y le indicó una tienda. ¿Cómo se llamaba a la puerta de una tienda? Decidió rascar con las uñas la aleta cerrada de la entrada.
– ¡Entra si eres guapo! -contestó una voz de mujer.
Richard apartó a un lado la aleta y entró en un dormitorio de lona, en el que habrían tenido holgadamente cabida diez mujeres, pero que, en su lugar, acogía a veinte. Diez estrechas literas estaban pegadas la una a la otra a lo largo de cada una de las dos alargadas paredes de la tienda, y el pasillo que las separaba aparecía enteramente ocupado por pertrechos de todo tipo, desde una sombrerera hasta una gata con sus seis gatitos. Las ocupantes, tras haber comido alrededor de la hoguera comunitaria del exterior, estaban tumbadas en sus camas en distintas fases de desnudez. Todas ellas muy flacas, frágiles e indómitas. Lizzie estaba en la cama correspondiente a la sombrerera. Como era de esperar.
Se había hecho un silencio absoluto; diecinueve pares de redondos ojos lo estudiaron con profunda admiración mientras se abría paso entre los pertrechos hasta la sombrerera de la adormilada Lizzie Lock.
– ¿Ya estás dormida, Lizzie? -preguntó con risueña voz.
Lizzie abrió los ojos y contempló con incredulidad el amado rostro.
– ¡Richard! ¡Oh, Richard, mi amor!
Se levantó de un salto de la cama y le arrojó los brazos al cuello mientras rompía a llorar de emoción.
– No llores, Lizzie -le dijo él con dulzura en cuanto se calmó un poco-. Ven a hablar conmigo.
La acompañó al exterior rodeándole el talle con su brazo mientras todos los ojos los seguían.
– Ojalá tuviera yo la mitad de tu suerte, Lizzie -dijo una mujer que ya había dejado atrás la juventud.
– Pues yo me conformaría con la cuarta parte -dijo su compañera, visiblemente embarazada.
Se encaminaron hacia la orilla de la ensenada, cerca de la improvisada tahona sin que Lizzie soltara su mano en ningún momento, y se sentaron sobre un montón de bloques de piedra arenisca.
– ¿Qué tal lo pasaste cuando nos fuimos?
– Me quedé mucho tiempo en Gloucester y después me enviaron a la Newgate de Londres -contestó Lizzie, estremeciéndose.
Eran los primeros síntomas de un resfriado, pues iba envuelta en un vestido de segunda mano hecho jirones.
Richard se quitó la chaqueta y se la colocó alrededor de los escuálidos hombros mientras la estudiaba con detenimiento. ¿Cuántos años debía de tener ahora, treinta y dos? Parecía que tuviera cuarenta y dos, pero sus brillantes ojos negros aún no habían renunciado a la vida. En el momento en que ella le había arrojado los brazos al cuello, pensó que iba a experimentar una oleada de amor e incluso de deseo, pero no sintió ninguna de las dos cosas. Quería cuidar de ella y se compadecía de ella, pero nada más.
– Cuéntamelo todo -le dijo-. Quiero saberlo.
– Me alegro de que no te quedaras mucho tiempo en Londres… Aquella cárcel es un infierno. Nos hicieron subir a bordo del Lady Penrhyn, que no transportaba varones y en el que prácticamente no había marinos. En el barco estábamos tal como estamos ahora en la tienda, todas apretujadas. Algunas mujeres dieron a luz. Muchas ya estaban muy adelantadas en su embarazo y parieron a bordo. Casi todos los bebés murieron porque sus madres no los podían amamantar. El de mi amiga Ann se murió. Algunas cayeron durante la travesía y ahora están preñadas. -Lizzie apretó el brazo de Richard y lo sacudió con furia-. ¿Te imaginas, Richard? Ni siquiera nos daban trapos para el período y tuvimos que empezar a rasgar nuestros propios vestidos… ropa de segunda mano como la que ahora llevamos. Toda la ropa que teníamos cuando embarcamos la guardaron en la bodega para cuando llegáramos aquí. En Río, el gobernador nos envió cien sacos de arpillera para que los usáramos como vestidos, pues cuando la flota zarpó de Portsmouth, aún no había llegado la ropa de mujer que se esperaba. Nos habría hecho un favor si, en su lugar, nos hubiera enviado unos cuantos rollos de tejido barato, agujas, hilo y tijeras -dijo amargamente-. Los sacos no se podían usar como trapos. Si robábamos alguna camisa de los marineros para usarla como trapo, nos azotaban o nos cortaban el pelo y nos rasuraban la cabeza. Las más descaradas eran amordazadas. El peor castigo era ser desnudada y colocada en el interior de un barril, con la cabeza, los brazos y las piernas fuera. Lavábamos los trapos todo lo que podíamos, pero el agua de mar deja para siempre la sangre en los tejidos. Yo me ganaba unos cuantos peniques cosiendo y remendando prendas para el médico y los oficiales, pero muchas chicas eran tan pobres que no tenían nada y compartíamos lo que teníamos. -Lizzie se estremeció a pesar de la chaqueta-. ¡Pero eso no fue lo peor! -añadió, apretando los dientes-. Todos los hombres del Lady Penrhyn nos miraban y nos hablaban como si fuéramos putas, tanto si lo éramos como si no, y eso que la mayoría no lo éramos. Como si no tuviéramos otra cosa que ofrecerles que nuestros coños.
– Eso es lo que piensan muchos hombres -dijo Richard, con un nudo en la garganta.
– Destruyeron todo nuestro orgullo. Cuando llegamos aquí, nos dieron unos vestidos de segunda mano y nos entregaron la ropa de la bodega siempre y cuando la tuviéramos. Yo encontré mi sombrerera, ¿no te parece un milagro? -preguntó mientras los ojos se le iluminaban de alegría-. Cuando le tocó el turno a Ann Smith, Miller el de la Comisaría la miró de arriba abajo y dijo que nada podría mejorar su desaliñado aspecto… No tenía nada porque era muy pobre. Entonces ella arrojó al suelo la ropa de segunda mano que le habían dado, se limpió los pies con ella y le dijo que se quedara con su cochina ropa, pues ella vestiría con orgullo lo que tuviera.
– Ann Smith -dijo Richard, dominado por la furia, el dolor y la vergüenza-. Se fugó poco después.
– Sí, y no se la ha vuelto a ver desde entonces. Juró que se escaparía. Ni los monstruos más fieros ni los indios le daban miedo después de lo que había tenido que aguantar en el Lady Penrhyn a manos de los ingleses. No le importaba lo que le hicieran, no estaba dispuesta a pasar por el aro. Hubo otras que tampoco quisieron pasar por el aro y fueron duramente maltratadas. La vez que el capitán Sever amenazó con azotar a Mary Gamble poco después de subir a bordo, ella le dijo que le besara el coño, puesto que lo que de verdad quería era joderla y no azotarla. -Lizzie lanzó un suspiro y se apretó amorosamente contra Richard-. O sea que también tuvimos nuestras victorias y gracias a ellas pudimos seguir adelante. Según ellos, éramos más forzudas que Sansón y siempre éramos nosotras las que atravesábamos los mamparos para mezclarnos con los marineros en busca de hombres con quienes acostarnos. En cambio, ellos eran unos angelitos y nunca cruzaban los mamparos ni iban en busca de mujeres con quienes acostarse. Pero no importa, ya nada importa. Todo ha terminado y ahora estoy en tierra y tú estás aquí, Richard, mi amor. No he rezado más que por eso.
– ¿Acaso a ti no te perseguían los hombres, Lizzie?
– ¡Qué va! No soy ni lo bastante guapa ni lo bastante joven, y lo primero que perdía cuando adelgazaba era lo que jamás había tenido… las tetas. Los hombres iban detrás de las chicas más lozanas y,además, no había muchos hombres. Sólo los marineros y seis marinos. Yo me mantenía apartada y sólo me relacionaba con Ann.
– ¿Ann Smith?
– No, Ann Colpitts. La de la cama de al lado de la mía. Fue la que perdió el bebé en el mar.
Ya estaba anocheciendo. Hora de irse. ¿Por qué había ocurrido todo aquello? ¿Qué podían haber hecho aquellas criaturas para merecer semejante desprecio y semejante humillación? ¿Y tanto sufrimiento, privadas incluso de su orgullo y dignidad? Dándoles sacos para vestirse, obligadas a vestir andrajos para conseguir trapos. ¿Cómo era posible que los contratistas hubieran olvidado que las mujeres sangran y necesitan trapos? Siento deseos de alejarme a rastras, siento deseos de morir…
Pobrecilla, no es lo bastante joven ni bonita para atraer la mirada de unos ojos satisfechos…¡cuánto se habrán divertido los marineros a su costa! ¿Y con qué clase de destino se enfrenta Lizzie aquí, donde nada es distinto de lo que había a bordo del Lady Penrhyn, como no sea el hecho de que la tierra no se mueve? No la amo y bien sabe Dios que no me provoca el menor deseo, pero yo puedo otorgarle un poco de dignidad entre sus amigas. Por mucho que Stephen diga que me estoy atribuyendo el papel de Dios y que actúo con paternalismo, no es eso lo que yo quiero. Lo único que sé es que estoy en deuda con ella. Ella cuidó de mí.
– Lizzie -le dijo-, ¿estarías dispuesta a llegar conmigo a la misma clase de acuerdo a la que llegamos en Gloucester? Mi protección a cambio de que tú cuides de mí y de mis hombres.
– ¡Oh, sí! -contestó Lizzie con un brillo de alegría en los ojos.
– Para eso tendré que casarme contigo, pues, de otro modo, no te podría tener.
Lizzie vaciló.
– ¿Tú me quieres, Richard? -preguntó.
Él también vaciló.
– En cierto modo -contestó muy despacio-, en cierto modo. Pero, si quieres ser amada como un marido ama a la esposa de su corazón, sería mejor decir que no.
Lizzie siempre había sabido que Richard no se sentía atraído por ella y siempre le había agradecido su sinceridad. Tras llegar a Nueva Gales del Sur, lo había buscado en vano entre los hombres que abarrotaban el campamento de las mujeres y había tratado de averiguar si alguna mujer se jactaba de haberse acostado con Richard Morgan. Todo había sido inútil. Al final, había llegado a la conclusión de que éste no figuraba entre los hombres que habían sido deportados a Botany Bay. Pero ahora allí lo tenía, y le estaba pidiendo que se casara con él. No porque la amara o la deseara, sino porque necesitaba sus servicios. ¿Acaso se compadecía de ella? ¡No, eso no podría soportarlo! Era porque necesitaba sus servicios. Eso sí lo podría soportar.
– Me casaré contigo, pero con ciertas condiciones -contestó.
– Dime cuáles son.
– Que la gente no sepa cuál es la situación entre nosotros. Eso no es la cárcel de Gloucester y no quiero que tus hombres puedan pensar que necesito… que necesito algo.
– Mis hombres no se meterán contigo -contestó Richard, lanzando un suspiro de alivio-. Ya los conoces. Son los viejos amigos de siempre o los pocos que se incorporaron al grupo poco después de que nos enviaran al Ceres.
– ¿Bill Whiting, Jimmy Price y Joey Long?
– Sí, pero no Ike Rogers ni Willy Wilton. Ésos murieron.
Así pues, el 30 de marzo de 1788 Richard Morgan se casó con Elizabeth Lock. Bill Whiting estuvo encantado de ser testigo y Ann Colpitts lo fue por parte de Lizzie.
Cuando firmó en el registro del capellán, Richard descubrió horrorizado que prácticamente había olvidado escribir.
El rostro del reverendo Johnson dio a entender con toda claridad la opinión que le merecía aquella unión: pensaba que Richard se había casado con una mujer de categoría inferior a la suya. Lizzie se presentó con el atuendo que conservaba desde su ingreso en la cárcel de Gloucester: un vestido con una holgada falda a rayas negras y escarlata, una boa de plumas rojas, unos zapatos de tacón de terciopelo negro con hebilla de diamantes de imitación, unas medias blancas con estampado lateral de color negro, una redecilla de encaje escarlata para el pelo y el impresionante sombrero del señor James Thistlethwaite. Parecía una prostituta que intentara hacerse pasar por una mujer respetable.
De pronto, la mente de Richard experimentó un repentino impulso de hacer daño; éste se inclinó hacia delante y acercó los labios a la oreja del reverendo.
– No os preocupéis -dijo en un susurro, guiñándole el ojo a Stephen Donovan por encima de los hombros del reverendo Johnson-.
Me estoy agenciando simplemente una criada. Qué inteligencia la vuestra al haber pensado en el matrimonio, ilustre señor. Una vez casadas, ya no se pueden escapar.
El capellán retrocedió de forma tan precipitada que le pisó dolorosamente un pie a su mujer; ésta emitió un pequeño grito, él se deshizo en disculpas y consiguió salir del trance con la dignidad más o menos intacta.
– Una pareja perfecta -dijo Donovan, contemplando las espaldas que se alejaban-. Ambos trabajan con el mismo celo en nombre del Señor. -Después posó sus risueños ojos en Lizzie y la levantó del suelo para darle un beso-. Soy Stephen Donovan, experto marino del Sirius, señora Morgan -dijo inclinándose en reverencia con el tricornio del domingo en la mano-. Os deseo toda la felicidad del mundo.
Acto seguido, estrechó la mano de Richard.
– No habrá festín nupcial -anunció Richard-, pero nos sentiríamos muy honrados si vos nos acompañarais, señor Donovan.
– Gracias, pero no es posible, tengo que hacer la guardia dentro de una hora. Toma, un pequeño regalo -dijo, depositando un paquete en la mano de Richard.
Tras lo cual se retiró, lanzando cariñosos besos a un grupo de mujeres que lo estaba mirando con asombro.
El paquete contenía manteca de antimonio y un chal de seda escarlata adornado con flecos.
– ¿Cómo supo que me encanta el color rojo? -preguntó Lizzie, ronroneando de placer.
¿Cómo, en efecto?
Richard meneó la cabeza, soltando una carcajada.
– Este hombre puede ver a través de una puerta de hierro, Lizzie, pero es otro de quien te puedes fiar.
En mayo, el gobernador encontró unos terrenos razonablemente buenos unas quince millas tierra adentro hacia el oeste, y decidió trasladar a algunos convictos a aquel lugar coronado por la colina de Rose Hill (así bautizada en honor de su protector sir George Rose) con el fin de que lo desbrozaran debidamente y lo prepararan para el cultivo de trigo y maíz. Por su parte, él seguiría intentando cultivar cebada en la granja de Sydney Cove. Ahora los aserraderos producían un poco de madera, pero se estaban enviando grandes cantidades de troncos de palmera desde otras calas más próximas a los impresionantes baluartes de los Heads. Aquellos rectos y redondos troncos eran sumamente delicados y se pudrían con gran rapidez, pero se podían aserrar y rellenar con barro sin ninguna dificultad, por lo que, en la construcción de casi todos los edificios que se estaban levantando, se utilizaban troncos de palmera y techumbres de hojas de palmera o bien cañas. Las ripias de madera de casuarina se estaban curando y reservando para la construcción de estructuras permanentes, empezando por la residencia del gobernador.
Los moldes de los ladrillos ya se habían desembarcado e inmediatamente se había iniciado la fabricación de ladrillos a partir del cercano y espléndido campo de arcilla. La fabricación se llevaba a cabo con toda la rapidez con que se podía dar la vuelta a los tristes doce moldes de ladrillos de que disponían. Sin embargo, la construcción con ladrillos o con la estupenda piedra arenisca local planteaba un problema: nadie había encontrado en ningún sitio la menor traza de piedra caliza en ningún lugar. Lo cual era de todo punto ridículo. La piedra caliza era como la tierra… Su abundancia era tal que a nadie en Londres se le había ocurrido pensar en ella. Pero, a falta de piedra caliza, ¿cómo se podía mezclar el mortero necesario para unir entre sí los bloques de ladrillos o de piedra arenisca?
No hubo más remedio que utilizar los botes de los barcos para ir a recoger todos los caparazones vacíos de moluscos arrojados a las playas y las rocas de Port Jackson, lo cual fue una tarea muy dura. Los nativos eran muy aficionados a las ostras (unas ostras exquisitas, por cierto, en opinión de los oficiales de mayor antigüedad) y dejaban los caparazones amontonados cual si fueran pequeñas escombreras. Como no se descubriera otra alternativa, el Gobierno quemaría los caparazones de ostra para obtener la cal necesaria para el mortero. La experiencia demostró que se necesitaban treinta mil caparazones vacíos para conseguir el mortero suficiente para la fabricación de cinco mil ladrillos, la cantidad necesaria para la construcción de una casita, por lo que, con el paso del tiempo, las incursiones en busca de aquella única fuente de cal se extendieron a Botany Bay y a Port Hacking al sur y a unas cien millas al norte de Port Jackson. Millones y millones de caparazones vacíos de ostra quemados y pulverizados sirvieron para unir los ladrillos y los bloques de los primeros edificios sólidos e imperecederos que se construyeron alrededor de Sydney Cove.
Casi todo el mundo empezó a presentar los primeros síntomas de escorbuto, incluidos los marinos cuyas raciones de harina se habían vuelto a reducir para estirar al máximo la poca harina que quedaba en los almacenes. Los convictos masticaban hierba y todo tipo de hojas tiernas que no olieran a resina. Si conseguían retenerlas en el estómago, las volvían a comer… Si las vomitaban o les provocaban malestar, las evitaban. ¿Qué otra cosa podían hacer? Puesto que disponían de tiempo y de armas para poder penetrar tierra adentro, los hombres libres más veteranos recogían todas las provisiones que encontraban de plantas comestibles: hinojo marino (una planta suculenta que crecía en las saladas marismas de Botany Bay), perejil silvestre y una hoja de parra que, preparada como infusión, permitía obtener un té de dulce y agradable sabor. A pesar de la gran cantidad de convictos que eran desterrados en cadenas a Tripaseca, azotados e incluso ahorcados, seguía habiendo hurtos de comida. Quienquiera que tuviera algunas hortalizas las perdía en cuanto se reducía la vigilancia; en este sentido, los hombres de Richard se podían considerar afortunados, pues tenían a MacGregor, un estupendo perro guardián durante la noche, y a Lizzie Morgan que vigilaba de día.
La muerte se seguía cobrando un alarmante tributo tanto entre los hombres libres como entre los delincuentes, incluyendo a las mujeres y los niños. Algunos convictos se habían fugado y ya no se les había vuelto a ver. Un ligero desgaste, pero no suficiente; en Sydney Cove aún quedaban más de mil personas cuya alimentación dependía del Gobierno. El escorbuto y el estado de semiinanición en que se encontraban los hombres hacían que el ritmo de los trabajos fuera terriblemente lento y, por si fuera poco, una parte de convictos -y de marinos- se negaba a trabajar por principio. Bajo el mando de un gobernador como Arthur Phillip, no se les azotaba para que trabajaran; era fácil encontrar una excusa.
En mayo se produjeron las primeras heladas del invierno inminente que acabaron con casi todo lo que había en los huertos. Lizzie contempló su pequeña parcela y se echó a llorar; después se alejó peligrosamente tierra adentro en busca de cualquier planta verde que pareciera comestible. Cuando trasladaron al campamento los cadáveres de dos convictos desnudos, muertos por los nativos, Richard le prohibió abandonar los alrededores de la ensenada. Tenían col agria y se la iban a comer. Si los demás preferían enfermar de escorbuto, allá ellos.
El 4 de junio se celebró el cumpleaños del rey y hubo una fiesta, que quizá fue el método elegido por el gobernador Phillip para infundir un poco de ánimo a su rebaño, cada vez más reducido y apático.
Tronaron los cañones, los marinos desfilaron, se sirvió una ración extraordinaria de comida y, al anochecer, se encendió una gigantesca hoguera. Se concedió a los convictos tres días enteros de vacaciones, pero lo más importante fue el regalo de media pinta de ron convertida en grog mediante la adición de media pinta de agua. Las personas libres recibieron media pinta de ron sin aguar y una pinta de una espesa cerveza negra llamada porter. Para celebrar la ocasión con un acto oficial, su excelencia el gobernador estableció los límites del primer condado de Nueva Gales del Sur y le impuso el nombre de condado de Cumberland.
– ¡Bah! -se oyó exclamar al jefe de Sanidad doctor White-. No cabe duda de que es el condado más grande del mundo, pero no tiene absolutamente nada. ¡Bah!
La afirmación no era del todo cierta; en algún lugar del condado de Cumberland había cuatro vacas negras del Cabo y un toro negro del Cabo. El valioso hato de ganado mayor del Gobierno, que pastaba en las inmediaciones de la granja al cuidado de un convicto, había aprovechado el estado de embriaguez de este último para escaparse del recinto meneando el rabo. Los habían buscado desesperadamente y habían encontrado huellas de su paso en las boñigas y los arbustos mordisqueados, pero estaba claro que las bestias no tenían la menor intención de que las atraparan, y no las atraparon. ¡Un desastre!
El Supply había regresado de su segundo viaje a la isla de Norfolk con una noticia buena y otra mala. Los troncos de pino no se podían cargar enteros porque no había ningún fondeadero y tampoco se podían remolcar porque se hundían por efecto del peso, pero podían proporcionar gran cantidad de vigas, alfardas y tablas aserradas para Port Jackson, lo cual significaba que en Port Jackson se podrían construir edificios de madera de mejor calidad que los que se construían con troncos de palmera y concentrarse en la construcción de un almacén de licores en piedra. El Fishburn y el Golden Grove tuvieron que esperar a que se levantara en la playa un edificio más seguro para el almacenamiento de licores.
Por otra parte, informó el Supply, el cultivo de plantas en la isla de Norfolk estaba resultando prácticamente imposible porque el lugar estaba infestado de millones de orugas y gusanos. El teniente King estaba tan desesperado que había mandado que las componentes del grupo de convictas que tenía a sus órdenes se sentaran entre las plantas para eliminar los gusanos a mano. Pero, a pesar de lo rápido que trabajaban, cada gusano eliminado era sustituido inmediatamente por dos. ¡Y pensar que era una tierra tan fértil y profunda! Pero no había manera de cultivar nada en ella. Se rumoreaba que, en los despachos que enviaba, el teniente King no podía ocultar su entusiasmo por la isla de Norfolk. A pesar de la miríada de plagas que la asolaban, King tenía el convencimiento de que la isla estaba en mejores condiciones de alimentar a la gente que los alrededores de Port Jackson.
Entre los convictos enfermos había algunos grupos sanos, la mayoría de ellos dirigidos por hombres ingeniosos que sabían cómo conservar sanos a los convictos que tenían a su cargo, mientras que una minoría lo estaba por hombres de otra clase que se dedicaban a robar a los más débiles. No había ninguna norma que obligara a los convictos a entregar a los que ostentaban el mando el botín de las plantas de perejil silvestre o las parras de té dulce que encontraban (el hinojo de mar estaba demasiado lejos). La principal limitación en las expediciones de recogida de plantas era el temor a los nativos, los cuales se mostraban cada vez más atrevidos y ahora incluso penetraban de vez en cuando en el campamento. El gobernador abrigaba la esperanza de capturar y domesticar a unos cuantos y enseñarles el idioma inglés y las costumbres inglesas para que, cuando regresaran anglicanizados a sus tribus, convencieran a aquellos desventurados de que se aliaran con los ingleses y participaran en sus proyectos. Estaba seguro de que, si lo hicieran, su existencia mejoraría de forma considerable; en ningún momento se le ocurrió pensar que, a lo mejor, ellos preferían vivir a su manera, pues, ¿cómo habría sido posible que la prefirieran siendo tan mísera y patética?
A juicio de los ingleses, los indígenas eran feos, mucho menos atractivos que los negros de África porque olían muy mal, se pintaban con arcilla blanca y se mutilaban el rostro, arrancándose un incisivo o perforándose con un pequeño hueso el cartílago situado entre las ventanas de la nariz. Su desvergonzada desnudez ofendía la vista tanto como el comportamiento de sus mujeres, que a veces coqueteaban descaradamente con ellos y otras les dirigían improperios a voz en grito.
Siendo polos opuestos, no cabía ninguna posibilidad de que ambos grupos se pudieran comprender el uno al otro y, por otra parte, su comportamiento no estaba presidido por la sensatez. Obedeciendo a las exhortaciones del gobernador que insistía en que trataran a los indígenas con guantes de seda, los convictos acabaron aborreciendo a aquellos primitivos individuos, sabiendo que éstos jamás serían castigados por el hecho de robar pescado, verduras o herramientas. Para colmo, el gobernador siempre echaba la culpa a los convictos en las contadas ocasiones en que se producían ataques y asesinatos; aunque no hubiera testigos, siempre daba por sentado que los convictos habían hecho algo para provocar a los nativos, mientras que los convictos opinaban lo contrario: el gobernador habría sido capaz de aliarse con el demonio con tal de echar la culpa a un convicto, pues los convictos eran a su juicio una forma de vida inferior a la de los nativos. Aquellos primeros meses en Sydney Cove consolidaron unas actitudes que se iban a prolongar en el tiempo.
El invierno era frío, pero no insoportable; nadie moriría congelado. Si los invasores hubieran estado mejor alimentados, habrían temblado menos. La comida calentaba el cuerpo. Algunos propietarios de cabañas amontonaban piedra arenisca en sus chimeneas construidas sin mortero y dejaban sus viviendas reducidas a cenizas con tanta frecuencia que el gobernador dio orden de que no se instalaran chimeneas más que en las casas de ladrillo o de piedra. La herrería se incendió; por suerte, se pudieron rescatar objetos perecederos como, por ejemplo, los fuelles, lo cual demostró que la herrería tendría que ser uno de los primeros edificios que se construyeran con materiales más sólidos. Al igual que las dos tahonas, una de ellas comunitaria y la otra dedicada a cocer el pan para el Sirius y el Supply.
Ned Pugh de la cárcel de Gloucester se presentó ante sus antiguos compañeros. Había sido enviado al Friendship junto con su mujer Bess Parker y su hijita, la cual contaba dos años en el momento de desembarcar en Nueva Gales del Sur. En cuestión de tres semanas, Bess y la niña murieron de disentería. Ned estaba tan desconsolado que Hannah Smith, una convicta que había hecho amistad con Bess entre Río y Ciudad del Cabo, lo tomó bajo su protección. Tenía un hijo de dieciocho meses que había muerto en Sydney Cove el 6 de junio. A los nueve días ambos se casaron. Aparte la escasez de comida, no les iban mal las cosas. Ned era carpintero de oficio y un buen trabajador. Un hijo se encontraba en camino y los futuros progenitores estaban firmemente dispuestos a conservarlo.
A Maisie Harding, la alegre dispensadora de favores en la cárcel de Gloucester, no la habían deportado, a pesar de haber sido condenada a catorce años tras haberle sido conmutada la condena a la horca; nadie sabía qué había sido de ella. En cambio, Betty Mason había embarcado en el Friendship, embarazada una vez más de su carcelero de Gloucester. El bebé había muerto en el barco poco después de zarpar de la Ciudad del Cabo, lo cual, combinado con su añoranza de Johnny el carcelero, le había alterado la mente. Se convirtió en una mujer dura y amargada que de vez en cuando recibía azotes por robar camisas de hombre. A pesar de que Lizzie Morgan aseguraba que otra reclusa la había tomado con ella y la martirizaba.
En la cabaña de Richard todo iba bien, aparte del hambre perenne. Por lo menos la mitad de los hombres conocían tan bien a Lizzie que la aceptaban como una hermana que había regresado al redil; el único a quien Lizzie no consiguió seducir era Taffy Edmunds, cuyas tendencias misóginas se habían intensificado. No quería que ella lo mimara y cuidara; él mismo se lavaba y remendaba la ropa y sólo se animaba los domingos por la noche cuando el grupo encendía una hoguera en el exterior junto al huerto en barbecho y él podía cantar como contratenor dando la réplica a la voz de barítono de Richard.
Richard y Lizzie disponían de una pequeña habitación para ellos solos añadida a la estructura básica de la cabaña, pero ambos dormían separados por mucho frío que hiciera. Algunas noches en que le costaba conciliar el sueño, Lizzie acariciaba la idea de insinuarse a Richard, pero jamás lo hizo. Temía demasiado ser rechazada y prefería no poner a prueba la temperatura de los afectos e impulsos de Richard. Siempre se decía que los hombres no soportaban la abstinencia sexual, pero, entre los diez hombres de su grupo, había por lo menos tres que parecían desmentir dicho aserto: Joey Long, Taffy Edmunds y su Richard. Sabía, por las conversaciones con las demás mujeres en el lavadero y en otros lugares, que Joey, Taffy y Richard no eran los únicos; había ciertamente algunos hombres que sentían atracción por otros hombres, pero también había otros diseminados aquí y allá que habían optado por vivir como monjes y que se habían apartado de cualquier tipo de alivio sexual, incluso el de la masturbación, según sospechaba ella. En caso de que Richard se masturbara, debía de hacerlo en silencio y sin moverse. Por eso no se atrevía a intentar nada que pudiera provocar el rechazo de Richard.
Pero no toda su vida giraba en torno a la comida o la falta de ella, y también había momentos agradables. A pesar de las raciones de dos tercios que recibían sus madres (tanto las convictas como las esposas de los marinos) y de las medias raciones que recibían ellos, los niños que lograban sobrevivir, jugaban, brincaban, cometían travesuras y rechazaban los intentos del reverendo Johnson de confinarlos en una escuela para que aprendieran a leer y escribir y a contar. A los que no podía atrapar era a los hijos de padres vivos; los huérfanos tenían que hacer lo que él les ordenaba. La vida familiar de los convictos y los marinos solía ser muy feliz. Pero también había pendencias, sobre todo entre las mujeres, las cuales eran capaces de organizar venganzas de las que cualquier sardo se habría podido enorgullecer. Puesto que se negaban a dejarse avasallar y solían replicar con toda suerte de insultos, las mujeres eran azotadas más a menudo que los hombres. No por robar comida sino camisas de hombre.
Richard no le había vuelto a ver el pelo a Stephen Donovan, el cual había desaparecido después del 30 de marzo, tal vez, según deducía Richard, porque pensaba que el matrimonio se iría convirtiendo poco a poco en algo satisfactorio para ambas partes. ¡Oh, cuánto echaba de menos a Stephen! Echaba de menos la amistad, las ingeniosas conversaciones y las discusiones que ambos solían mantener acerca de un libro que uno de ellos había leído y el otro estaba leyendo. Su esposa no podía sustituir nada de todo aquello. Richard reconocía su lealtad, su capacidad de trabajo, su sencillez y su alegre carácter, cualidades todas ellas que lo impulsaban a tomarla bajo su protección. Pero no la podía amar como esposa.
Los primeros barcos de transporte y barcos almacén habían zarpado en mayo, y el Alexander, el Friendship, el Prince of Wales y el Borrowdale iban a zarpar a mediados de julio.
Por consiguiente, cuando el matrimonio de convictos formado por Henry Cable y Susannah Holmes de Norfolk demandó al capitán Duncan Sinclair por la desaparición de buena parte de sus pertenencias a principios de julio, los convictos que habían viajado en el Alexander exultaron de júbilo, pese a constarles que Sinclair ganaría el caso. Cable se había enamorado de Susannah en la cárcel de Yarmouth y Susannah había dado a luz un hijo. Pero, cuando a ésta la enviaron sola al pontón Dunkikr en Plymouth, no le permitieron llevarse a su hijo. Aquella crueldad londinense causó un escándalo en Yarmouth, lo cual dio lugar a que se enviara una petición a lord Sydney. Cuando Cable se reunió con Susannah en el pontón Dunkirk, lo hizo llevando consigo el bebé. Su apurada situación conmovió muchos corazones de Yarmouth; una gran cantidad de ropa y algunos libros fueron envueltos en lona y cosidos en un paquete que sus protectores de Norfolk enviaron a bordo del Alexander, a pesar de que ellos habían embarcado en el Friendship. En Sydney Cove, lo único que Sinclair les entregó fueron los libros; de la ropa no quedaba ni rastro.
Puesto que se trataba de un caso civil, el jurado estuvo presidido por el juez-abogado capitán de marinos David Collins, asistido por el jefe de Sanidad John White y el reverendo Johnson. Sinclair declaró que el paquete se había roto durante su traslado de una parte de la bodega a otra y que los libros se habían caído y habían sido envueltos por separado. En cuanto a lo que había ocurrido con el paquete propiamente dicho, no tenía ni idea. El tribunal falló en favor de los Cable, a quienes el reverendo Johnson había casado poco después de desembarcar. El valor de los libros se estableció en cinco libras sobre el valor total de veinte libras; el capitán Duncan Sinclair fue condenado a pagar a los Cable quince libras en concepto de daños y perjuicios.
– ¡No las pagaré! -gritó, indignado-. ¡Que ellos me paguen las quince libras a mí! ¡Me deben el flete de su maldito paquete!
– Os ruego que paguéis, señor -dijo el juez-abogado Collins en tono cansado- y no hagáis perder más el tiempo a este tribunal. Vuestro barco estaba al servicio del Gobierno y vos recibisteis la correspondiente remuneración con la exclusiva finalidad de transportar a estas personas junto con las pocas pertenencias que tenían hasta este país. ¡Quince libras, señor, y dejémonos de historias!
El veredicto les hizo comprender a los convictos del Alexander que las autoridades sabían muy bien que Esmeralda Sinclair había estado vendiendo sus pertenencias en Sydney Cove.
El episodio tuvo una curiosa consecuencia. Dos días después del término del juicio, el comandante Ross mandó llamar a Richard a su casa de troncos de palmera. Le estaban construyendo a toda prisa una casa de piedra, pues su alojamiento no se consideraba apropiado para el teniente gobernador. Su hijo John, de nueve años, había desembarcado del Sirius y ahora vivía con él; la madre del niño y sus hermanos y hermanas menores se habían quedado en Inglaterra.
El comandante estaba de excelente humor y sonreía de oreja a oreja.
– ¡Ah, Morgan! ¿Te has enterado de que el capitán Sinclair ha perdido el caso?
– Sí, señor -contestó Richard, devolviéndole cautelosamente la sonrisa.
– Toma esto… Te pertenece -dijo Ross-. Apareció como por arte de magia en la bodega del Alexander. Pero, primero, mira a ver si falta algo.
En un taburete de campamento se encontraba la gran caja de herramientas de Richard, libre de cualquier envoltura de tejido; de no haber conservado la placa de latón con su nombre, ¿cómo se habría podido saber a quién pertenecía?
Al ver que la cerradura estaba rota, se hundió en el desánimo. Pero, cuando abrió la caja y fue sacando todas las bandejas, comprobó que no faltaba nada.
– Pero ¿qué es lo que estoy viendo? -exclamó el comandante, echando un vistazo al contenido de las bandejas-. Tú no eres un afilador de sierras, Richard… Eres un armero.
Todo estaba perfectamente ordenado. El senhor Tomas Habitas debía de haber llenado la caja personalmente, pues ésta contenía pedreñales enteros, piezas de pedreñales, tornillos, pernos, cerrojos, revestimientos de latón y de cobre, muelles, varios líquidos, entre ellos, ¡aceite de ballena!, y brochas especiales. Muchas más cosas de las que él necesitaba para ir y venir del trabajo. Nada se había tocado ni estaba roto: todo estaba tan bien envuelto en hilas que ni una chinche habría podido penetrar en su interior. Con lo que había allí dentro, habría podido fabricar un arma, de haber tenido una caja sin terminar, un cañón y una recámara recién forjados.
– Soy un maestro armero -reconoció Richard en tono de disculpa-. Pero también soy un auténtico afilador de sierras, señor. Mi hermano de Bristol es aserrador y yo siempre le trisco las sierras.
– Te tenías muy callado tu oficio de armero.
– Como delincuente convicto, comandante Ross, no me pareció aconsejable dar a conocer mis habilidades con las armas. Temía que mi interés se interpretara erróneamente.
– ¡Nada de eso! -replicó el comandante Ross, encantado-. Tú puedes empezar a trabajar y dar un repaso a todos los mosquetes, las pistolas y escopetas de este campamento. Mandaré construir de inmediato un banco de prueba… Hay demasiados niños sueltos por ahí para disparar contra botellas colocadas en tocones de árboles. ¿Que tal es tu aprendiz de afilador de sierras?
– Tan bueno como yo, señor.
– En tal caso, él se dedicará a afilar sierras y tú trabajarás con las pistolas.
– Para trabajar con pistolas, comandante Ross, necesitaré un banco de trabajo propiamente dicho de la altura adecuada, una especie de taburete y tanta sombra como luz. De otro modo, este trabajo no se puede hacer debidamente.
– Tendrás todo lo que necesites… ¡La herrumbre, Morgan, la herrumbre! No hay en este lugar ningún arma de tamaño inferior al de un cañón que no esté llena de herrumbre. La mitad de los mosquetes, que se apuntan por encima de la cabeza de los nativos o contra los canguros, se encasquilla, suelta un fogonazo o falla estrepitosamente. ¡Bueno, bueno! -El comandante se frotó alegremente las manos-. Yo sabía que este gordinflón de Sinclair tenía tus herramientas. Por consiguiente, en cuanto el tribunal se retiró, lo agarré por el cuello y le dije que tenía un confidente dispuesto a declarar que él había robado una caja de herramientas perteneciente al convicto Richard Morgan. A la mañana siguiente, me fue entregada la caja. -El comandante emitió un breve ladrido que debía de ser su versión de una alegre carcajada-. Tras echarle un vistazo, debió de pensar que le resultaría más rentable venderla entera en Londres.
– No sé cómo daros las gracias, señor -dijo Richard, pensando que ojalá pudiera estrechar la mano al comandante.
El comandante se dio una palmada en la frente.
– ¡Espera un momento! Por poco me olvido de que tengo otra cosa para ti. -Rebuscó entre un montón de objetos rescatados de su tienda destruida por un rayo y sostuvo en alto un frasco de un espeso líquido-. El médico adjunto Balmain lo destiló cuando el mes pasado estuvo… mmm… ligeramente incapacitado. El señor Bowes Smyth encontró el árbol antes de zarpar rumbo a Catay. Pensó que era muy parecido al aceite de trementina, aunque su savia es de color azulado. El señor Balmain lo probó con una sierra muy oxidada. Dijo que dio muy buen resultado.
Richard miró con rostro inexpresivo al comandante mientras éste le facilitaba la información, perfectamente al corriente (como todos sus compañeros convictos) de algo que los oficiales habían creído mantener en secreto: que, en el transcurso de la fiesta de cumpleaños de King, el señor William Balmain y el señor John White, que se aborrecían el uno al otro desde el asunto de las bombas de los pantoques del Alexander, habían sido protagonistas de una pelea de borrachos tan violenta que acabaron sacando las pistolas y desafiándose en duelo. El señor Balmain sufrió una herida superficial en el muslo, y entonces el gobernador se vio obligado a decirles amablemente a los contrincantes que los médicos deberían concentrarse en extraerles sangre a los pacientes y no los unos a los otros.
– Pues entonces me guardaré la manteca de antimonio y el aceite de ballena para las armas y le daré a Edmunds este frasco de lo que sea para las sierras -dijo Richard, retirándose sin apenas poder creer en su buena suerte.
En cuestión de dos días, lo instalaron bajo una sólida tienda de lona de costados replegables, junto a un banco de trabajo de la altura adecuada y con un taburete a juego. El comandante Ross no había exagerado; el armamento de la colonia estaba alarmantemente oxidado.
– Hay que ver lo reservado que eres, Richard -dijo Stephen Donovan, el cual se había presentado en la tienda para comprobar la veracidad de los últimos rumores que corrían.
¡Cuánto se alegró Richard de verle!
– No me parecía conveniente hablar de cosas que había dejado a mi espalda, señor Donovan -dijo Richard sin hacer el menor intento de ocultar la alegría que sentía y que llevaba escrita en toda la cara-. Ahora que ya soy oficialmente un armero, me encantará comentarlo con vos.
Con la barbilla inclinada hacia dentro y los ojos iluminados por un destello burlón, Donovan se pasó aproximadamente una hora sin decir nada, conformándose con observar cómo trabajaba Richard en el primer encargo que le habían hecho, un par de pistolas pertenecientes al comandante. ¡Qué privilegio tan grande poder contemplar a un consumado artesano dedicándose a algo que le encantaba hacer! Las fuertes y seguras manos manejaban el arma con gran delicadeza, aplicando una gota de aceite de ballena con el extremo de un palillo envuelto en hilas mientras accionaba el muelle del eslabón.
– El eslabón está flojo -explicó Richard-, por eso no golpea con la suficiente fuerza para que se encienda la chispa -explicó-. Por lo demás, el comandante ha conservado sus pistolas en perfecto estado. He eliminado la herrumbre y las he vuelto a untar con manteca de antimonio para dorarlas un poco. Gracias por vuestro regalo de boda, ahora lo aprecio mucho más que en aquel momento. ¿Qué habéis estado haciendo hasta ahora?
– Capitaneando una lancha que transporta sobre todo caparazones de ostras. Ahora que ya hemos agotado todo lo que había en Port Jackson, saldremos a alta mar.
– En tal caso, será mejor que regreséis a vuestra lancha. Se esta acercando el comandante Ross -dijo Richard, posando la pistola en el banco de trabajo con un suspiro de satisfacción.
Donovan captó la indirecta y se retiró.
– ¿Listo? -preguntó bruscamente Ross.
– Sí, señor. Lo único que falta es probarlas.
– Pues entonces, acompáñame al banco de prueba -dijo el comandante, tomando el estuche de nogal que le ofrecía Richard-. En cuanto los mosquetes estén en condiciones de funcionar, todos los sábados se llevarán a cabo ejercicios de tiro en el banco de prueba y tú los supervisarás. Este lugar se tendría que fortificar, pero, puesto que su excelencia considera que las almenas y los emplazamientos de cañones son una frivolidad, lo único que puedo hacer es tener preparados a mis hombres para casos de emergencia. ¿Qué ocurrirá si vienen los franceses? No hay ningún barco amarrado en posición defensiva ni un cañón capaz de disparar antes de tres horas.
El banco de prueba era un edificio de troncos sin fachada en cuyo interior había un montículo de arena; el blanco era un poste al que se había fijado un trozo de ennegrecida madera. El comandante disparó mientras Richard cargaba la segunda pistola, la disparaba y emitía un gruñido de satisfacción.
– Mejor que cuando las compré. Mañana ya puedes empezar con los mosquetes. Y ya te he encontrado un aprendiz.
Eso es lo que tienen de malo los dictadores, pensó Richard. Espero que el aprendiz que me ha buscado Ross tenga el temperamento adecuado para esta clase de trabajo tan laborioso. Manejar unas pistolas tan bonitas… Éste es un hombre honrado que ha estado dispuesto a sacrificar sus propias posesiones en caso de que yo fuera torpe; manejar unas pistolas tan bonitas, repito, está muy bien, pero yo tengo que desmontar, limpiar y volver a montar unos doscientos Brown Besses si no más. Un buen ayudante será un regalo del cielo, pero, si no es apropiado, será más bien un estorbo.
El soldado raso Daniel Stanfield resultó ser un regalo del cielo. Era un rubio y delgado muchacho que no se las daba de apuesto; se expresaba en un correcto inglés sin ningún acento regional especial y había sido esmeradamente educado por su madre, antes de entrar a estudiar en una escuela benéfica, dijo en respuesta a una pregunta de Richard. Sus gustos se inclinaban más por la lectura que por el ron y, aunque sentía unas ansias enormes de aprender, tenía el suficiente sentido común para no hacerse pesado. Prestaba atención y recordaba, colocaba las cosas en el lugar que les correspondía y tenía unas manos muy hábiles.
– Ésta es una situación muy curiosa -comentó mientras observaba cómo Richard desmontaba un mosquete.
– ¿Y eso? -preguntó Richard, deslizando las baquetas a lo largo de la caja del cañón-. Me estoy preparando para desmontar la pieza en todos sus componentes. Por consiguiente, no apartéis los ojos de mí. Siempre hay una dirección apropiada para empujar las baquetas, no se trata simplemente de fuerza bruta. Presentan una forma ahusada y, si uno empuja por el lado que no debe, puede estropear las baquetas… y probablemente el arma.
– Es una situación muy curiosa -repitió Stanfield- porque, oficialmente, yo soy tu jefe, pero en esta tienda mi jefe eres tú. No me siento cómodo cuando tú me llamas «señor» y yo te llamo a ti «Morgan». Si no te molesta, preferiría que me llamaras Daniel y que yo te llamara a ti señor Morgan. Dentro de esta tienda.
Parpadeando con asombro, Richard esbozó una sonrisa.
– Como tú quieras, pero yo estaría encantado de llamarte Daniel. Eres casi lo bastante joven para ser mi hijo.
Había cometido una imprudencia y sintió que se le encogía el corazón de angustia. Vuelve a dormir, William Henry, vuelve a dormir en lo más profundo de mi mente.
– Erais famoso por ser uno de los convictos más discretos -dijo Daniel unos días después, cuando ya había aprendido a desmontar un mosquete-. No sé qué hicisteis ni por qué, pero todos nosotros los marinos sabemos quién es quién, aunque no qué y por qué. Sois también el jefe de varios grupos muy tranquilos, lo cual significa que sois respetado en el campamento de los marinos. Porque les ahorráis trabajo.
Richard no levantó la vista para sonreír, prefirió dedicarle una sonrisa al Brown Bess que sostenía entre las rodillas.
Cuando el comandante Ross lo había mandado llamar, Daniel Stanfield se presentó ante él en la certeza de no haber cometido ningún delito, ni siquiera en la cuestión de las mujeres. Dedicaba sus atenciones a la señora Alice Harmsworth, que había perdido a su bebé un mes después de desembarcar y a su marido marino dos meses después de haber perdido al hijo. Ahora era una viuda con dos hijos pequeños y procuraba vivir lo mejor que podía. La protección de Stanfield, que, hasta aquel momento, no tenía ninguna connotación de carácter amoroso, había significado un cambio muy importante para ella y sus hijos.
– Tengo que adiestrar a uno de mis hombres como armero, Stanfield -dijo el comandante Ross- y mis ojos se han fijado en ti porque eres el mejor tirador y, al mismo tiempo, tienes unas manos muy hábiles. He descubierto a un convicto que es maestro armero: Morgan, del Alexander. Su excelencia el gobernador se muestra cada vez más favorable a convertir la isla de Norfolk en una gran colonia, lo cual significa que vamos a necesitar un afilador de sierras y un armero para cada colonia. Por consiguiente, te voy a enviar a Morgan para que aprendas por lo menos los rudimentos de la armería. Cualquiera de vosotros que sea enviado a la isla de Norfolk deberá estar lo suficientemente bien preparado para hacerse cargo del cuidado de los mosquetes de allí. Si eres tú el elegido para ir a Norfolk, tendría que enviar también a un triscador de sierras, lo cual significa que me inclino por enviar a Morgan. Pero sólo en el caso de que tú puedas hacerte cargo del cuidado de las armas de Port Jackson. Por consiguiente, ya puedes empezar a aprender, Stanfield… y cuanto más rápido, mejor.
El invierno estaba resultando ser una estación muy lluviosa; a principios de agosto, mucho después de que los hombres de la cabaña de Richard se hubieran despedido del Alexander saludándolo irónicamente con la mano, hacía catorce días que llovía sin tregua. El arroyo se desbordó y dio lugar a que los marinos casados abandonaran su campamento cómodamente situado en proximidad del agua; el terreno, a pesar de ser arenoso, tendía a convertirse en lodo y, cuando la argamasa de barro se ablandó, todas las casas construidas con tablas de tronco resultaron ser unas trampas mortales atravesadas por gélidos vientos. Las techumbres de paja no sólo sufrieron goteras, sino que permitieron el paso de verdaderas cascadas mientras que los efectos personales almacenados al aire libre resultaron irremediablemente dañados y los almacenes del Gobierno se llenaron de moho, humedad y bichos de todo tipo.
Como de costumbre, los más emprendedores fueron los que menos daños sufrieron. Como no tenía ningún huerto que cuidar, Lizzie aprovechó los sorprendentes árboles de aquel lugar, cuyo follaje no era especialmente llamativo pero cuyos troncos solían ser espectaculares. Los había de corteza parda o pardo grisácea como los árboles ingleses, y también de otros colores: blanco, gris, amarillo, rosa pálido, rosa salmón, bermellón, crema, gris casi azulado y, a veces, rosa pardusco. Y dichos troncos diferían también por otros motivos: la base podía estar cubierta de absurdos garabatos como la de los cornejos, presentar rayas de otros colores, ser suave como la seda o mas áspera que una cuerda o bien presentar manchas, motas, escamas o melladuras. En invierno, los árboles no solían perder las hojas pero muchos se despojaban de sus cortezas.
Los que a Lizzie le interesaban eran los que utilizaban los nativos para construir sus toscas chozas; dichos árboles permitían obtener unas láminas de corteza de color herrumbre y consistencia semejante a la del cuero. Tras haber insistido repetidamente en que Ned Pugh le hiciera una corta escalera de mano, utilizó la corteza para cubrir la techumbre de hojas de palmera de su cabaña en perenne estado de ampliación y después la cosió con bramante y una aguja de empacar que pidió prestada a los almacenes del Gobierno con la condición de devolverla. De esta manera, cuando llegaron las lluvias, todas las goteras se pudieron eliminar, añadiendo otra capa de corteza; Lizzie tenía un almacén de cortezas en la estancia que habían añadido a la cabaña para guardar sus pertenencias.
Al lento ritmo con que se estaban construyendo los edificios de ladrillo o piedra, pasarían años antes de que los convictos pudieran disponer de viviendas más sólidas que las de troncos de palmera o las de entramado de listones de arbolillos que utilizaban en aquellos momentos. Por otra parte, los entramados de listones de madera de árboles jóvenes protegidos por hojas de palmera entretejidas, como los que ellos habían utilizado en su cabaña, estaban resultando mucho más aconsejables en medio de aquellas lluvias tan frías que las inútiles armazones de troncos rellenadas con barro.
En realidad, las viviendas eran muy cómodas. Todos ellos pudieron seguir trabajando durante las dos semanas de mal tiempo; el comandante ofreció a los aserradores una tienda en cuanto quedó una libre. La casa de piedra que él ocupaba se había terminado justo antes del comienzo de las lluvias, la primera vez que tenía suerte desde hacía algún tiempo. Tal como ocurría en el caso de otros representantes de la autoridad, buena parte de sus posesiones más valiosas se habían quedado en Inglaterra y se enviarían por medio de un barco almacén que, al parecer, sería el Guardian, cuya llegada se esperaba en Nueva Gales del Sur a partir de principios del año 1789. El barco llevaría más comida y también más ganado, caballos, ovejas, cabras, cerdos, gallinas, pavos, gansos y patos. Londres había sido excesivamente optimista en lo tocante a la duración de cosas tales como la harina que había transportado la flota, pues había contado con la rápida obtención de cosechas de trigo y grandes cantidades de verdura, melones y todo tipo de fruta de rápido crecimiento dentro del primer año. Pero tal cosa no iba a ocurrir y todo el mundo lo sabía, desde los situados más arriba hasta los situados más abajo. El pan duro ya se había terminado y ahora se estaban cociendo unas minúsculas hogazas hechas con una harina llena de gorgojos, y la cecina llevaba tanto tiempo en los toneles que una libra de la misma daba para cuatro minúsculas raciones una vez hervida. Y, sin embargo, se esperaba que los reclusos pudieran vivir con eso, más una pequeña cantidad de guisantes y arroz; ya no les daban pan más que los domingos, los martes y los jueves.
Las raciones se volvían a repartir a diario; nadie podía conservar a mano las raciones correspondientes a una semana sin que se las robaran, ni siquiera después de que un desesperado gobernador Phillip decidiera ahorcar a un muchacho de diecisiete años por robar comida. Los bebés y los niños delicados de salud se morían como moscas. Lo extraño era que consiguieran sobrevivir, pero algunos lo conseguían. Los huérfanos de padre y madre convictos eran muy numerosos; a todos los recogía, cuidaba y alimentaba el reverendo Johnson, el cual se alegraba enormemente de que sus depravados progenitores hubieran muerto. Pues no cabía la menor duda de que eran depravados sin posibilidad de redención… ¿si no por qué motivo Dios habría enviado un terremoto a Port Jackson acompañado de un hedor de azufre a lo largo de todo el día siguiente?
Los nativos eran cada vez más agresivos y ahora se dedicaban a robar cabras. Al parecer, las ovejas no les interesaban, quizá porque no sabían muy bien lo que había debajo de toda aquella lana. El pellejo de cabra se parecía al de canguro.
De hecho, una cabra era el origen del único problema en que se habían visto metidos los hombres de Richard. Cuando Anthony Rope, un trabajador de los almacenes del Gobierno, se casó con Elizabeth Pulley, Johnny Cross se tropezó con una cabra muerta, de la cual se apropió para ofrecérsela a los recién casados como base del festín nupcial. Con su carne prepararon una empanada marina, utilizando una corteza de pan a falta de pasta. Todo el grupo fue detenido y juzgado por haber matado la cabra más que por habérsela comido. Curiosamente, el tribunal militar se creyó los desesperados juramentos de los convictos, según los cuales la cabra ya estaba muerta; todos fueron absueltos, incluidos Johnny Cross y Jimmy Price.
Todos los barcos menos el Fishburn y el Golden Grove habían zarpado, pero Richard no escribió ninguna carta. Tenía por costumbre copiar pasajes de libros para conservar la capacidad de escribir, pero no podía escribir cartas a casa. Como si, evitando hacerlo, el dolor pudiera permanecer enterrado.
A finales de agosto llegó la primavera y cesaron las lluvias y los típicos vientos equinocciales. Las flores brotaban por doquier. De repente, muchos arbolillos y arbustos de aspecto anodino se llenaron de brillantes y lanudos globos amarillos, puntiagudos colgantes que parecían escobillas para limpiar botellas, capullos que parecían arañas de color de rosa y beige, y penachos anaranjados. Hasta los árboles más altos tenían las copas llenas de ojos enmarcados por pestañas color marfil y hojas nuevas de un delicado color de rosa. Las flores tenían casi todas un aspecto plumoso y sutil, muy distinto del de los vistosos pétalos de los capullos ingleses o americanos. Los pétalos se encontraban más bien entre la hierba, donde unos pequeños arbustos mostraban unas flores de ciclamen que parecían tulipanes en miniatura. El limpio y resinoso aire estaba lleno de mil perfumes distintos, algunos muy suaves y otros casi asfixiantes.
El 5 de septiembre apareció un cielo nocturno que muy pocos habrían visto en su vida, y tanto menos con una estructura semejante a la de aquel inmenso espectáculo de celestes fuegos artificiales. La bóveda celeste se iluminó con unos fabulosos arcos y cortinajes de los que colgaban luminosos flecos amarillo verdosos, carmesí y violeta, grandes rayos añil acero que se extendían desde todas direcciones hasta el cenit, se movían con la rapidez de un relámpago o bien permanecían misteriosamente inmóviles y radiantes. En 1750 había habido una aurora en Inglaterra, pero todos la recordaban como un simple y brumoso resplandor de vivos colores. Los marineros aseguraron a la gente al día siguiente que aquello había sido mucho más prodigioso que cualquier aurora boreal.
Los ánimos se elevaron, a pesar de que no había habido un auténtico invierno y tampoco se había registrado un acusado aumento de la temperatura. Sin embargo, las ovejas parían al igual que las cabras, y las gallinas empollaban huevos. Nada de lo cual se podía tocar, pero, por lo menos, era un augurio de prosperidad en un vago futuro. Siempre y cuando alguien viviera para verlo; las raciones no mejoraron.
Lizzie pidió y obtuvo más semillas y volvió a entregarse al cuidado del huerto con renovado entusiasmo. ¡Oh, quién tuviera una patata de siembra! No obstante, si las zanahorias y los nabos crecieran, tendrían un alimento verdaderamente sustancioso con que llenar la tripa. Puede que las verduras fueran beneficiosas contra el escorbuto, pero no saciaban el hambre.
El gobernador Phillip había decidido enviar el Sirius a Ciudad del Cabo por más provisiones. El barco almacén Guardian era todavía una perspectiva demasiado lejana para poder abrigar esperanzas de supervivencia sin algo con que seguir adelante. El barco zarparía rumbo al este hacia el cabo de Hornos en su camino hacia allí; la decisión de regresar rodeando la Tierra de Van Diemen o el cabo de Hornos correspondería al capitán Hunter. Y el Golden Grove zarparía de Port Jackson con él, pues las existencias del almacén de licores estaban prácticamente agotadas. Primero zarparía rumbo a la isla de Norfolk con el primer contingente de convictos, siguiendo el plan de Phillip consistente en incrementar la población de la pequeña colonia con la población sobrante de la más grande.
Cuando el comandante Ross lo mandó llamar el último día de septiembre, Richard ya sabía lo que le iba a decir. Acababa de cumplir los cuarenta años y cada uno de sus cumpleaños desde el trigesimosexto lo había pasado en un lugar distinto: la cárcel de Gloucester, el pontón Ceres, el Alexander y Nueva Gales del Sur. Seguro que lo enviarían a otro sitio antes de cumplir los cuarenta y uno, aunque no esperaba que ello ocurriera tan pronto. En cuestión de unas semanas estaría en la isla de Norfolk. No le cabía la menor duda.
– Has obrado maravillas con el soldado raso Stanfield, Morgan -dijo el teniente gobernador- y nos has dejado también a dos expertos triscadores de sierras. Tenía intención de enviar a Stanfield a la isla de Norfolk, pero está muy preocupado por el bienestar de la señora Harmsworth y de sus hijos y yo estoy obligado a ocuparme no sólo de mis marinos sino también de sus mujeres, sus hijos y sus subordinados. Stanfield se quedará aquí y seguirá con los mosquetes. Tú irás a la isla de Norfolk como aserrador, triscador de sierras y armero. El teniente King ha informado a su excelencia de que su único aserrador cualificado se acaba de ahogar. Tú no eres un aserrador cualificado, Morgan, pero estoy seguro de que no tardarás en dominar el oficio. Porque tú eres así. Le he comunicado al teniente King en mis despachos que serás muy valioso para la isla de Norfolk. -Los finos labios se estiraron en una amarga sonrisa-. Como también lo serán algunos de los que irán.
– ¿Puedo llevarme a mi mujer, señor? -preguntó Richard.
– Me temo que no. No hay suficientes literas disponibles para las mujeres. Su excelencia me ha facilitado la lista de las mujeres que irán. Pienso enviar a Blackman del Alexander como segundo aserrador, pues sospecho que tendrás que afilar muchas sierras. La madera para la construcción que se utiliza en Port Jackson procede de la isla de Norfolk, hasta que podamos encontrar una fuente adecuada de piedra caliza que nos permita utilizar piedra o ladrillos. La madera de aquí es inservible mientras que las vigas y las tablas que ha traído el Supply desde allí son ideales. El Supply tuvo una travesía muy accidentada y se tiene que reparar. Por eso será el Golden Grove el encargado de transportaros a la isla de Norfolk.
– ¿Me puedo llevar mis herramientas?
Ross pareció ofenderse.
– El Gobierno de su majestad de Nueva Gales del Sur no tiene poder para privarte de un solo clavo o una sola media -dijo con la cara muy seria-. Llévate todo lo que sea tuyo, es una orden. Lamento lo de tu mujer, pero eso no está en mi mano resolverlo. El soldado raso Stanfield se las arreglará con lo que le proporcione el Gobierno, ahora que ya ha aprendido a hacer papel de esmeril y limas. Recoge tus cosas. Embarcarás mañana a las cuatro de la tarde. Espera en el muelle del este… y que no acuda mucha gente a despedirte, ¿me oyes?
El soldado raso Stanfield estaba tan ocupado con un Brown Bess que no levantó los ojos cuando Richard entró en la tienda.
– Señor Stanfield -dijo Richard.
Stanfield experimentó un sobresalto.
– ¡Ah! Sé que te vas a la isla de Norfolk.
– Sí y he recibido la orden de llevarme todas las herramientas de mi propiedad, cosa que lamento muy de veras. El comandante Ross me asegura que podréis seguir trabajando con lo que os facilite el Gobierno.
– Por supuesto que sí -dijo jovialmente Stanfield-. Te doy las gracias por tu generosidad y por el tiempo que me has dedicado, Richard. -Se levantó y le tendió la mano-. Siento que seas tú el que se vaya. De no ser por la pobre señora Harmsworth, me encantaría el cambio.
Richard le estrechó cordialmente la mano.
– Espero que volvamos a vernos, Daniel.
– Estoy seguro de que sí. No tengo intención de regresar corriendo a casa. Y la señora Harmsworth, tampoco. Más tarde o mas temprano habrá abundancia de comida, ambos estamos convencidos de que así será. Como soldado raso de la infantería de marina, tendré suerte si termino mi carrera como sargento, lo cual quiere decir que mi vida en Inglaterra sería muy dura cuando me retirara. Mientras que aquí se me ofrece la ocasión de convertirme en terrateniente en cuanto se cumpla mi plazo de tres años, y puedo cultivar la tierra. Dentro de veinte años, creo que estaré mejor en Nueva Gales del Sur que en Inglaterra -dijo Daniel Stanfield mientras ayudaba a Richard a guardar las herramientas en la caja-. ¿Cuándo termina tu condena?
– En marzo de 1792.
– En tal caso, es probable que la termines en la isla de Norfolk. Adonde no me cabe la menor duda de que seré enviado en algún momento -dijo Stanfield-. El comandante Ross no quiere tener a los marinos permanentemente estacionados en la isla, por lo que todos seremos enviados allí por turnos. Por eso tengo que convencer a la señora Harmsworth de que se case conmigo antes de que me destinen allí.
– Sería una insensata si os rechazara, Daniel. No obstante, si la historia se sigue desarrollando como hasta ahora -dijo Richard, colocando en la caja las hilas-, cuando os envíen a la isla de Norfolk, la corona ya habrá fundado otra colonia en otro sitio de esta inmensa tierra y a mí me habrán enviado allí.
– Para eso tendrán que pasar varios años -dijo el joven marino con firmeza-. Los de aquí tendrán que demostrar primero que el asentamiento de unos ingleses en un lugar tan lejano ha sido un éxito. Sobre todo, porque pocos de ellos deseaban venir o tenían otra alternativa. El gobernador está decidido a no fracasar, pero hay muchos otros no mucho más jóvenes que él que no piensan lo mismo. -Sus bellos ojos grises miraron directamente a Richard-. Confío en que esta conversación no salga de aquí.
– Por lo que a mí respecta, no -dijo Richard-. Aquí no hay nada que no se hubiera podido resolver antes de nuestra partida. Cualesquiera que sean las actitudes oficiales, la culpa de todo la tienen la falta de planificación y de órdenes precisas de Londres. Y las rivalidades entre los oficiales navales y los de la infantería de marina.
– Justamente -dijo Stanfield con una sonrisa en los labios.
Richard respiró hondo y decidió dejar su destino en manos de Daniel Stanfield.
– El comandante es una mezcla muy curiosa -dijo.
– Vaya si lo es. Ve los deberes que le corresponden tal como los vería cualquier comandante de la infantería de marina y es contrario a los deberes que no contribuyen al bienestar del Cuerpo o de los bolsillos de los marinos. Deja que los que tenemos un oficio trabajemos como carpinteros o albañiles o armeros, pero no soporta que sus oficiales presten servicio en los tribunales de justicia porque no les pagan el trabajo extra. El gobernador afirma que todos los hombres tienen el deber de hacer todo lo que la corona les exija y, en Nueva Gales del Sur, la corona es él. Y después está el capitán Hunter, que se pone del lado del gobernador por la simple razón de que ambos pertenecen a la Armada Real. -Stanfield se encogió de hombros-. Lo cual dificulta mucho las cosas.
– Sobre todo -dijo Richard con expresión pensativa- porque vos sois más adulto que la mayoría de los oficiales, Daniel. Se comportan como niños, se pelean cuando llevan unas copas de más, se baten en duelos… y se niegan a llevarse bien.
– ¿Y tú cómo sabes todo esto, Richard? -preguntó Stanfield.
– ¿En un lugar como éste, en el que no debe de haber más de mil almas? Puede que seamos delincuentes, Daniel, pero tenemos ojos y orejas como los hombres libres. Y, por muy baja que sea nuestra situación en estos momentos, todos nacimos como ingleses libres, aunque algunos seamos originarios de Irlanda o de Gales. No hay nadie de Escocia, donde no se utilizan jueces ingleses.
– Sí, éste es otro tema de discusiones. Casi todos nuestros oficiales son escoceses, mientras que los marineros pueden ser cualquier cosa.
– Esperemos que los que se queden -dijo Richard cerrando la caja de herramientas- aprendan a enterrar las diferencias que en este lugar no tienen el menor significado. Aunque dudo mucho que eso ocurra. -Tendió la mano por segunda vez-. Os deseo mucha suerte.
– Y yo a ti.
Los hombres estaban todos en casa a la hora de la cena que Lizzie había preparado. Si hubiera dispuesto de algunos ingredientes más, habría podido demostrar que era una una cocinera de primera. Pero el menú sólo consistió en un puré de guisantes y una olla de arroz. Mas una cucharada de col agria para cada uno.
Richard guardó su caja de herramientas y se incorporó al círculo de los que permanecían sentados alrededor de la hoguera; puede que no hubiera mucha madera para aserrar, pero leña para el fuego la había en en cantidad.
¿Qué hacer? ¿Cómo comunicar la noticia? ¿Convendría que se lo dijera a Lizzie en privado? Sí, por supuesto que se lo tenía que decir primero a ella en privado, por más que temiera sus lágrimas y protestas. Lizzie creería que él había pedido no llevarla consigo.
Comió en silencio, alegrándose de que nadie le hubiera visto dejar la caja de herramientas en el cuarto donde guardaban sus cosas. Tenían por costumbre guardarse una pequeña parte de su ración de guisantes con arroz para un desayuno frío, a pesar de que todos ellos se lo habrían podido comer todo sin saciar el apetito.
¿Cómo sobrevivirían sin él? Bastante bien, pensó; después de los ocho meses que llevan aquí, cada uno de ellos se ha forjado su propia vida independientemente del grupo. Sólo la comida y el alojamiento los mantienen unidos. Los hombres que trabajan en el almacén del Gobierno -que son la mayoría- mantienen excelentes relaciones con otros convictos del almacén y con el teniente Furzer, y los demás son todos unos bribones. Si por alguno de ellos me preocupo, es por Joey Long, un alma sencilla que se deja llevar por cualquiera. Rezo para que los demás cuiden de él. En cuanto a Lizzie…, sería capaz de sobrevivir al hundimiento del Royal George. Mi autoridad nunca ha sido de carácter mandón; puede que algunos ni siquiera noten mi ausencia y puede que algunos se alegren de ir por su cuenta.
– Acompáñame a dar un paseo, Lizzie -dijo cuando terminaron de cenar.
Ella lo miró con asombro, pero lo acompañó sin decir nada, consciente de que aquella noche Richard estaba preocupado por algo que no guardaba relación con nada que ella hubiera hecho, de eso no le cabía ninguna duda.
Estaba cayendo la noche, pero el toque de queda oficial era siempre a las ocho en punto a lo largo de todo el año, cuando ya había anochecido. Richard acompañó a su mujer a un lugar tranquilo a la orilla del agua y buscó una roca donde ambos pudieran sentarse. Los grillos estaban armando un alboroto tremendo entre la hierba, y las gigantescas arañas cazadoras estaban al acecho, pero no había nada más que los molestara.
– Hoy me ha mandado llamar el comandante Ross -dijo, mirando hacia el otro lado de la cala, donde la miríada de luces de la orilla oriental ardía y parpadeaba-. Me ha comunicado que mañana tendré que embarcar en el Golden Grove. Me envían a la isla de Norfolk.
Su voz le dijo a Lizzie que ella no iba a acompañarlo, pero, a pesar de todo, Lizzie no pudo evitar preguntarlo.
– ¿Iré contigo?
– No. Pedí que te permitieran acompañarme, pero me dijeron que no. Al parecer, el Gobierno ya ha elegido a otras mujeres.
Una lágrima cayó sobre la roca que todavía conservaba el calor de los últimos rayos de sol; le empezaron a temblar los labios, pero luchó valerosamente por conservar la calma. A Richard, aquel hombre tan misterioso, no le habría gustado que armara una escena. No quería destacar por encima de los demás y hacía todo lo posible por ocultar sus cualidades y aptitudes. Nada sería capaz de sacarlo de su armadura, nada lo puede debilitar, nada lo puede apartar de lo que él considera su objetivo. Y yo tampoco soy nada a sus ojos, a pesar de que se preocupa sinceramente por mi bienestar. Si alguna vez tuvo alguna luz en su interior, ahora la ha apagado. No sé nada de él porque nunca habla de sí mismo; cuando se enfada, sólo se nota en la clase de silencio que mantiene, tras lo cual procura salirse con la suya por otros medios. Estoy segura de que, desde su propia mente, consiguió introducir su nombre en la mente del comandante Ross. Pero ¿qué bobada estoy diciendo? ¿Cómo puede una mente influir en otra sin necesidad de lenguaje, miradas y proximidad? Sin embargo, yo sé que él lo puede hacer. ¿Qué otro hombre de este lugar ha conseguido ganarse al comandante Ross? Sin adularle ni darle coba… Bueno, al comandante Ross no se le puede engañar, tal como saben muy bien todos los que lo han intentado. Se quiere ir. Richard se quiere ir. Estoy segura de que pidió permiso para que yo lo acompañara, pero también estoy segura de que él sabía que la respuesta sería que no. Si fuera un malvado, diría que ha vendido su alma al diablo, pero no hay en él la menor maldad. ¿Le ha vendido el alma a Dios? ¿Compra Dios las almas?
– No importa, Richard -dijo, procurando que su voz no dejara traslucir el dolor que sentía-. Vamos a donde nos envían porque no somos libres de elegir. No nos pagan por nuestro trabajo y no podemos insistir en que nos den lo que queremos. Seguiré viviendo aquí y cuidando de nuestra familia. Si me comporto bien y con honradez, no pueden obligarme a regresar al campamento de las mujeres. Soy una mujer casada, separada de su marido por un capricho del gobernador. Y he llegado a un acuerdo muy favorable con el teniente Furzer en la cuestión de las verduras, por lo que éste no querrá que me devuelvan al campamento de las mujeres. Sí, todo irá bien. -Lizzie se levantó rápidamente-. Y ahora, vamos a decírselo a los demás.
Fue Joey Long el que lloró.
Poco después del amanecer, el afligido rostro de Joey se ilumino con una sonrisa de felicidad; el agente Thomas Smyth se presentó para comunicarle que sería trasladado a la isla de Norfolk a bordo del Golden Grove, por lo que tendría que recoger sus pertenencias y dirigirse al muelle oriental para embarcar a las cuatro en punto de la tarde… También debería evitar que lo fuera a despedir mucha gente.
La recogida de sus pertenencias fue más rápida que la de las de Richard, pues le cabían casi todas en la caja. Lo que tenía que hacer Richard era elegir los libros que se iba a llevar y los que dejaría en Port Jackson para Will, Bill, Neddy, Tommy Crowder y Aaron Davis. La colección había crecido enormemente, gracias sobre todo a lo mucho que Stephen Donovan se había esforzado en recoger los libros que los oficiales de infantería de marina y los soldados se habían dejado en el Sirius. Al final, Richard decidió llevarse los que, a su juicio, le resultarían más prácticos, junto con los que el primo James el clérigo le había regalado. Lo que él necesitaba era la Encyclopaedia Britannica, pero eso tendría que esperar a que él escribiera a casa pidiendo que se la enviaran junto con el libro de Jethro Tull sobre el cultivo de los campos, escrito cincuenta y cinco años atrás, pero considerado todavía la biblia de todos los agricultores. ¡Algún día tendría que escribir a casa! Pero todavía no. Todavía no.
La lancha del Golden Grove estaba aguardando junto al pequeño embarcadero precipitadamente construido, idéntico al que ya había en la orilla occidental de Sydney Cove; allí embarcarían también otros diecinueve convictos, a algunos de los cuales Richard los conocía muy bien del Alexander. ¡Entre ellos, Willy Dring y Joey Robinson de Hull! Y también John Alien y su amado violín… Disfrutarían de buena música en la isla de Norfolk. Bill Blackall, un tipo bastante taciturno de la banda de estribor. Len Dyer, un cockney que vivía en la zona de proa, un sujeto bastante agresivo y muy dado a los arrebatos de violencia. Will Francis, compañero del Ceres y también del Alexander, un motivo constante de preocupación para las autoridades. Jimmy Richardson, también del Ceres y del Alexander, otro taciturno; en el Ceres, él y Dyer se alojaban una cubierta más arriba, entre los londinenses. Los demás eran desconocidos que habían viajado en otros barcos, procedentes de otros pontones.
Hay una solución a esta ecuación humana que el tiempo me dará, pensó Richard mientras se instalaba con Joey Long y MacGregor en la popa. Cuando vea qué mujeres ha elegido personalmente el gobernador, la respuesta estará más clara.
Puesto que el Golden Grove era un barco almacén, no disponía de alojamientos como los de los bajeles negreros; los hombres fueron conducidos a la escotilla de popa y se encontraron en una cubierta inferior en la que sólo había unas hamacas. El resto de la carga que transportaba aquel barco de dos puentes a la isla de Norfolk se almacenó más abajo. Dejó a Joey Long y a MacGregor al cuidado de sus pertenencias y subió a cubierta.
– Volvemos a reunimos -dijo Stephen Donovan.
Al verle, Richard se quedó boquiabierto de asombro.
– Cuánto me alegro de verte por una vez sin saber qué decir -ronroneó Donovan, tomando a su amigo del brazo para acompañarlo hacia la proa.
– Johnny, te presento a Richard Morgan. Richard, éste es mi amigo Johnny Livingstone.
Una sola mirada fue suficiente para que Richard comprendiera el motivo de la atracción: Johnny Livingstone era delgado y elegante y tenía una mata de dorado cabello rizado y unos grandes y lánguidos ojos verdes, orlados por unas largas pestañas negras. Tremendamente agraciado y probablemente un buen chico, destinado, en caso de que llevara en la mar desde la infancia, a convertirse en el juguete de toda una serie de oficiales navales. Tenía pinta de sirviente como los tres que había en el Alexander, todos ellos propiedad del mayordomo Trimmings, el cual no debía de ser con ellos ni amable ni considerado.
– No puedo estrecharos la mano, señor Livingstone -dijo Richard sonriendo-, pero me alegro mucho de conoceros. -Se acercó a la barandilla para apartarse un poco de la pareja de hombres libres, pues otros convictos habían subido a cubierta y los estaban observando con curiosidad-. Pensé que estabais en el Sirius.
– Camino del cabo de Buena Esperanza rodeando el cabo de Hornos -dijo Donovan, asintiendo con la cabeza-. Lo malo es que a bordo del Sirius no somos tan necesarios como en la isla de Norfolk. Su excelencia no dispone de suficientes hombres libres para trabajar como supervisores de los convictos, pues el comandante Ross le ha hecho saber con toda claridad que el cuerpo de infantería de marina no está dispuesto a permitir que en sus servicios de guardia se incluyan los servicios de supervisión. Por consiguiente, la corona me ha nombrado supervisor de convictos en la isla de Norfolk. -Bajó la voz y arrugó expresivamente el entrecejo-. Sospecho que el capitán Hunter pensó que le gustaría llevar a cabo un largo crucero en compañía de Johnny y sugirió personalmente mi nombre al gobernador. Pero, por desgracia, Johnny optó por trasladarse también a la isla de Norfolk. El capitán Hunter se ha retirado soltando maldiciones, pero estoy seguro de que buscará la ocasión de vengarse.
– ¿Qué vais a hacer en la isla de Norfolk, señor Livingstone? -preguntó Richard, resignándose al hecho de que sus compañeros convictos lo vieran conversando amistosamente con dos hombres libres un poco demasiado… libres.
El señor Livingstone no hizo el menor intento de contestar; Richard observó que era en extremo tímido y vergonzoso.
– Johnny es muy hábil en el manejo del torno de ebanistería, uno de los cuales -probablemente el único, sabiendo cómo actúan en Londres- se encuentra a bordo para su utilización en la isla de Norfolk. La madera de Port Jackson no se puede trabajar con torno, a diferencia de la de pino.
»El hecho de que su excelencia accediera al deseo de Johnny de abandonar el Sirius se debe a los balaustres de la nueva casa del Gobierno… Johnny los moldeará en el mismo lugar de origen de la madera, al igual que otros muchos útiles objetos de madera que su excelencia necesita.
– ¿No sería mejor hacer el trabajo en Port Jackson?
– No hay espacio para la madera en los barcos que navegan arriba y abajo entre las dos colonias. Cada barco está cargado hasta las regalas de madera destinada a mejorar los alojamientos de los infantes de marina y de los convictos.
– Claro. Hubiera tenido que suponerlo.
– Y aquí están las señoras -anunció alegremente Donovan.
Había once mujeres en la lancha. Richard las conocía a casi todas de vista a través de Lizzie, aunque no personalmente. Mary Gamble, la que le había dicho al capitán Sever que le besara el coño y había humillado a los hombres que se enorgullecían de su masculinidad, burlándose de ellos en toda la medida que le permitía su mordaz lengua; su espalda aún no había tenido tiempo de sanar cuando la volvían a azotar. Ann Dutton, amante del ron y de los infantes de marina y que iba siempre en busca de lo segundo para conseguir lo primero. Rachel Early, una zarrapastrosa, capaz de pelearse armada con una barra de hierro. Elizabeth Cole, que se había casado con un compañero convicto poco después de llegar a Port Jackson y había sido tan gravemente golpeada por éste que el comandante Ross había intervenido y la había enviado al campamento de las mujeres como lavandera. En caso de que las otras siete fueran como ellas, su excelencia se libraría de muchas molestias, aunque estaba muy claro que Elizabeth Cole había sido trasladada a mil cien millas de distancia de su marido por pura compasión.
Qué travesía tan entretenida vamos a tener, pensó Richard, lanzando un suspiro mientras contemplaba cómo acompañaban a las mujeres a la escotilla de proa.
El Golden Grove zarpó al amanecer del 2 de octubre de 1788 en compañía del Sirius hasta que ambos veleros dejaron atrás los Heads. Después, el Golden Grove viró en busca de un viento que lo impulsara hacia el nordeste mientras el Sirius aprovechaba la corriente costera del sur en busca de la ruta oriental que lo llevaría al cabo de Hornos, a cuatro mil millas al este.
Cuando cinco días más tarde el velero se estaba acercando a la isla de Lord Howe, Richard ya había resuelto la ecuación. Tal como ya sospechaba, el gobernador se había querido librar de una molestia. No necesariamente porque hubiera problemas disciplinarios como en el caso de Mary Gamble y Will Francis. No, la mayoría de los convictos habían sido todavía más desgraciados, pues estaban considerados unos desequilibrados mentales. Sólo las características de cuatro de los hombres se ajustaban a lo que se decía de ellos en el manifiesto del barco: eran jóvenes, fuertes, estaban solteros y eran unos enamorados de la mar. Serían los tripulantes de la batea de pesca de la isla de Norfolk. En cuanto a él, Richard no sabía muy bien por qué razón lo habían elegido. No era aserrador y, sin embargo, figuraba como tal en la lista. ¿Acaso el comandante Ross había adivinado que ya estaba cansado de Port Jackson? Y, en caso de que así fuera, ¿dónde estaba la diferencia? Todo el mundo estaba harto de Port Jackson, incluso el gobernador. En su fuero interno tenía la impresión de que el comandante Ross lo estaba guardando como se guarda el dinero en el banco… como reserva para el futuro. Bueno, tal vez…
Los hombres como los pobres y tímidos John Alien y Sam Hussey eran decididamente raros, experimentaban sacudidas, emitían extraños murmullos o permanecían mucho rato sin cambiar de posición. Los auténticos bribones eran excepcionales: Will Francis, Josh Peck, Len Dyer y Sam Pickett. Algunos estaban casados y habían sido autorizados a llevarse a sus mujeres, en todos los casos porque un componente de la pareja o los dos eran un poco raros. John Anderson y Liz Bruce; los fanáticos católicos John Bryant y Ann Cooombes; John Price y Rachel Early; James Davis y Martha Burkitt.
El sargento Thomas Smyth, el cabo John Gowen y cuatro soldados rasos de la infantería de marina integraban el destacamento de la guardia, pese a que la guardia en el Golden Grove era tan tolerante que el soldado raso Sammy King había podido iniciar un conmovedor y apasionado idilio con Mary Rolt, una de las más raritas (mantenía animadas conversaciones consigo misma). Una anomalía transitoria, pues, en cuanto ella y el soldado se hicieron amantes, sus diálogos imaginarios cesaron por completo. Una travesía por mar, pensó Richard, podía ser altamente beneficiosa.
En su caso, la travesía había empezado muy mal; Len Dyer y Tom Jones lo esperaban abajo para enseñarle lo que opinaban de los convictos que no sólo alternaban con los hombres libres sino que, encima, lo hacían con señoritas Mollys.
– ¡Vamos, hombre! -dijo en tono cansado, pero sin echarse hacia atrás-. Os puedo ganar a los dos con una mano atada a la espalda.
– ¿Y si fuéramos seis? -preguntó Dyer, haciéndole señas de que se acercara.
De repente, apareció MacGregor, enseñando los dientes y amenazando con morder; Dyer le propinó un puntapié en la pata trasera justo en el momento en que el Golden Grove se escoraba fuertemente. Todo lo demás ocurrió con gran rapidez mientras Joey Long intervenía en la refriega y tres de los seis atacantes perdían el interés por todo lo que estaba ocurriendo y sólo se centraban en la sensación de náusea que experimentaban. Richard propinó a Dyer un puntapié en el trasero, justo detrás de los testículos, Joey saltó a la espalda de Jones y empezó a morderlo y arañarlo, y MacGregor, que no había resultado herido, hundió los dientes en el tendón del talón de Josh Peck. Francis, Pickett y Richardson estaban ocupados vomitando, lo cual vino muy bien. Richard acabó la pelea restregando el rostro de Dyer contra la cubierta manchada de vómitos y propinando unos fuertes puntapiés en la entrepierna a Jones y Peck.
– Peleo sucio -dijo entre jadeos-, por consiguiente, no se os ocurra volver a esperarme al acecho. De lo contrario, jamás podréis engendrar hijos.
Sin embargo, pensó tras comprobar que Joey y MacGregor estaban bien, lo más prudente sería trasladarse con sus cosas a cubierta. En caso de que lloviera, se esconderían debajo de una lancha.
– Espero -le dijo a Stephen Donovan más tarde- que os reportéis, señor Donovan. A Tom Jones y Len Dyer no les gustan las señoritas Mollys. Vos los supervisaréis, y también a Peck, Pickett y Francis. Aunque este último es el que los manda, le deja hacer el trabajo a Dyer. Por consiguiente, es muy peligroso.
– Te agradezco la advertencia, Richard. -Donovan lo estudió con detenimiento-. No veo ojos a la funerala ni magulladuras.
– Les propiné puntapiés en los cojones. -Richard esbozó una sonrisa-. El mareo nos vino muy bien. Y la suerte me acompañó. Cuando ya estaban a punto de echárseme encima, el Golden Grove encontró un viento favorable y algunos estómagos se revolvieron.
– Es cierto, Richard, tienes mucha suerte. Suena un poco raro decirle eso a un hombre que tuvo la desgracia de ser condenado por algo que no había hecho, pero tienes suerte.
– La racha de Morgan -dijo Richard, asintiendo con la cabeza-. Rachas de buena suerte.
– También has tenido rachas de mala suerte.
– En efecto, en Bristol. Como convicto he tenido mucha suerte.
La isla de Lord Howe marcó una especie de punto intermedio y, exceptuando el día que pasaron en sus inmediaciones, el tiempo fue espléndido. Lo cual dio lugar a que los ocupantes del barco no tuvieran ocasión de ver aquella mágica isla de tortugas, palmeras y elevadas cumbres situada a quinientas millas al este de la costa de Nueva Gales del Sur. Siguieron adelante, pues aún les quedaban seiscientas millas.
Fue la primera incursión de Richard en el más poderoso de todos los mares, el Pacífico, que él no esperaba que fuera distinto del Atlántico o de aquel anónimo y monstruoso océano situado al sur de lo que había entre Nueva Holanda y la Tierra de Van Diemen. Sin embargo, el Pacífico era distinto. Su profundidad debía de ser insondable, pensó mientras permanecía apoyado horas y horas en la barandilla con la mirada perdida en la ilimitada lejanía. Vistas de cerca mientras el fuerte pero tranquilo oleaje acunaba el Golden Grove, las aguas presentaban un luminoso color azul ultramar con puros reflejos morados. No pescaron ningún pez a pesar de la gran cantidad de habitantes marinos que había en aquella zona: unas enormes tortugas se deslizaban suavemente por el agua mientras las marsopas brincaban alegremente. Unos gigantescos tiburones de impresionante longitud nadaban sin prestar la menor atención a los cebos de los sedales, mientras sus aletas dorsales asomaban tres pies por encima de la superficie del agua. Era un mar de tiburones gigantes más que de ballenas. Hasta el día en que se vieron rodeados por unos leviatanes que se desplazaban hacia el verano del sur mientras el Golden Grove, aquella inexplicable criatura marina, navegaba hacia el nordeste. Curioso. Jamás se había sentido realmente solo mientras se dirigía a Nueva Gales del Sur, pero ahora era perennemente consciente de su soledad. La sensación de encontrarse en su ambiente que había experimentado un año atrás se debía, con toda probabilidad, al hecho de que siempre había diez veleros a la vista. Allí ningún barco se atrevía a adentrarse excepto el Golden Golden.
En un determinado momento de la decimoprimera noche se dio cuenta de que no subía y bajaba suavemente; el Golden Grove había recogido las velas y se había detenido. Ya estamos.
En la cubierta reinaba un silencio absoluto, pues los marineros no tenían nada que hacer y al timonel en el alcázar le bastaba con mantener firme la caña del timón. La noche estaba tranquila y el cielo aparecía despejado, a excepción del soberbio espectáculo de las incontables estrellas que surcaban el firmamento siguiendo un misterioso ciclo y cuyo brillo no habría podido empañar ni siquiera el resplandor de la luna. Pensó que algo tan etéreo y brillante hubiera tenido que ser percibido por el oído: ¿qué privilegiada oreja podía escuchar la música de las esferas? Su oído no escuchaba más que el crujido y el movimiento del barco mecido por el suave oleaje y los leves murmullos de las aves nocturnas que revoloteaban por el aire cual si fueran fantasmas. Allí está la tierra, pero invisible. Un nuevo cambio en mi destino. Me dirijo a una diminuta isla en medio de ninguna parte, tan lejana que ningún hombre había habitado jamás en ella hasta la llegada de los ingleses. En total, seremos unos sesenta ingleses entre hombres y mujeres.
Una cosa es segura. Este lugar jamás podrá ser un hogar. Me dirijo allí solo a través de un solitario mar y me iré solo a través de un solitario mar. Un lugar tan lejano como éste no puede tener la menor consistencia, pues he llegado a un extremo del globo en el que ya estoy empezando a tragarme mi propia cola.