TERCERA PARTE

De enero de 1786 a enero de 1787


El carruaje de Londres y Woolwich llegó al amanecer del día siguiente, 6 de enero; exactamente un año después de que él iniciara su último viaje en carruaje, pensó Richard. Pero ésta era una salida de la cárcel mucho mas importante y dolorosa, en la que las mujeres lloraban con desconsuelo.

– ¿Qué voy a hacer sin ti? -le preguntó Lizzie Lock a Richard mientras lo seguía hasta la casa de la Vieja Madre Hubbard.

– Búscate a otro -le contestó Richard, no en tono desabrido sino afectuoso-. En tus circunstancias, un protector es esencial. Aunque no te será fácil encontrar a otro como yo, dispuesto a prescindir del sexo.

– ¡Lo sé, lo sé! ¡Oh, Richard, cuánto te echaré de menos!

– Y yo a ti, flacucha Lizzie. ¿Quién me zurcirá las medias?

Lizzie sonrió entre lágrimas, dándole un cariñoso empujón.

– ¡Anda, vete! Ya te enseñé a utilizar la aguja y coses muy bien.

Poco después, aparecieron dos carceleros y se llevaron de nuevo a las mujeres a la cárcel mientras ellas saludaban con la mano, lloraban y protestaban.

Y vuelta al cinturón de hierro con los cuatro juegos de cadenas unidos sobre el vientre.


El aspecto del carruaje era muy parecido al del que efectuaba el trayecto entre Bristol y Gloucester, tirado por ocho vigorosos caballos y protegido por una cubierta abovedada de lona. Pero por dentro era muy distinto, pues disponía de unos bancos laterales con capacidad para seis hombres y espacio más que suficiente entre ellos. Sus pertenencias tendrían que colocarse en el suelo entre sus piernas, y brincarían y se deslizarían cada vez que el vehículo experimentara una sacudida, pensó el experto Richard. ¿Qué camino era llano, especialmente en aquella época del año? En pleno invierno y con abundantes lluvias.

Dos carceleros viajaban con ellos, pero no dentro del carruaje sino sentados delante con el cochero, muy bien resguardados bajo un resistente toldo. Nadie de los de dentro podría saltar y escapar; una vez sentados, los carceleros hicieron pasar una larga cadena a través de un aro adicional del grillo de la mano izquierda de cada hombre y la fijaron con unos pernos al suelo. En caso de que un hombre se moviera, sus cinco compañeros tendrían que moverse. Ahora ya se había establecido la jerarquía social. Envuelto en su grueso gabán de cálido forro, Richard se sentó en el banco junto al extremo abierto del carruaje, de cara a Ike Rogers, el jefe de los más jóvenes.

– ¿Cuánto tardaremos? -preguntó Ike Rogers.

– Si cubrimos seis millas al día, tendremos suerte -contestó Richard, sonriendo-. Tú nunca has estado por los caminos… en un carruaje quiero decir, Ike. No sé cuánto tardaremos. Depende del camino por donde vayamos.

– Por Cheltenham y Oxford -contestó el salteador de caminos, sin tomarse a mal la broma-. Pero no sé por dónde cae Woolwich. He estado en Oxford, pero nunca en Londres.

Richard había estudiado su primer libro de geografía, un texto sobre Londres.

– Se encuentra al este de Londres, pero en la orilla sur del Támesis. No sé si nos harán cruzar al otro lado… al final, vamos a unos pontones amarrados en el río. Si pasamos por Cheltenham y Oxford, tendremos que cubrir unas ciento veinte millas para llegar a Woolwich. -Hizo unos rápidos cálculos mentales-. Recorriendo seis millas al día, tardaremos casi tres semanas en llegar.

– ¿Y nos pasaremos tres semanas sentados aquí? -preguntó Bill Whiting, consternado.

Los que ya habían recorrido caminos en carruaje se rieron.

– No vayas a pensar que estarás sentado sin hacer nada, Bill -dijo Taffy-. Nos obligarán a bajar y a cavar media docena de veces al día.

Y así fue, en efecto. Sin embargo, la hospitalidad de que gozaron por el camino fue muy distinta de la que les había ofrecido el conductor John a Richard y Will en su viaje de Bristol a Gloucester. Ahora no hubo establos ni cálidas mantas de caballo, nada para comer excepto pan y nada para beber excepto cerveza suave. Cada noche se acostaban en el suelo del carruaje colocando sus pertenencias en los asientos y utilizando los gabanes a modo de mantas y los sombreros a modo de almohadas. El techo de lona tenía goteras bajo la perenne lluvia, aunque la temperatura estaba muy por encima de la de congelación, cosa que bien podían agradecer los temblorosos reclusos empapados de humedad hasta el tuétano. Sólo Ike calzaba botas; los demás calzaban zapatos y no tardaron en verse cubiertos de barro reseco muy por encima de los grilletes que les rodeaban los tobillos.

No tuvieron ocasión de ver ni Cheltenham ni Oxford, pues el conductor prefirió rodear ambas ciudades con su cargamento de delincuentes, y High Wycombe no era más que una breve hilera de casas en la pendiente de una colina tan resbaladiza que el tiro de caballos se enredó con las guarniciones y a punto estuvo de volcar el carruaje. Magullados por los golpes de las cajas de madera que volaron en todas direcciones, los reclusos tuvieron que enderezar el vehículo peligrosamente inclinado; Ike Rogers, que tenía mucha mano con los caballos, entró inmediatamente en acción, calmando a los animales y desenredando sus guarniciones.

De Londres no vieron absolutamente nada, pues uno de los carceleros cubrió con un lienzo la parte posterior abierta del carruaje y les impidió ver lo que ocurría en el exterior. Las sacudidas del vehículo no tardaron en convertirse en el suave movimiento de las ruedas que se deslizaban por un ancho camino empedrado, lo cual significaba que ya no serían necesarios sus servicios para cavar y extraer el vehículo del barro. Los ruidos de fuera se filtraban al interior: gritos, relinchos, rebuznos, fragmentos de canciones, repentinos rumores de voces, lo cual tal vez significaba que estaban pasando por delante de la puerta abierta de una taberna, el sordo ruido de maquinarias en movimiento, un ocasional estallido repentino.

Al caer la noche, los carceleros introdujeron a través del lienzo de la parte de atrás un poco de pan y de cerveza suave y abandonaron a los reclusos a su suerte; ahora éstos disponían de un balde para hacer sus necesidades. Un poco más de pan y de cerveza suave por la mañana, y otra vez en marcha en medio de un confuso alboroto al que ahora se habían añadido los gritos de los buhoneros y unos desagradables olores de lo más interesante: a pescado podrido, carne podrida y verduras podridas. Los bristolianos se miraron los unos a los otros sonriendo, mientras los demás ponían cara de estar un poco mareados.

Durante dos noches permanecieron en los alrededores de la gran ciudad y, al llegar la tarde del tercer día -el vigésimo desde que abandonaran Gloucester-, alguien retiró el lienzo de la parte de atrás del carruaje para que entrara la luz de Londres. Delante de ellos fluía un caudaloso río de grises y viscosas aguas, sobre las cuales flotaban toda suerte de desperdicios; a juzgar por la posición del sol cuyo pálido y acuoso brillo iluminaba un blancuzco cielo, debían de haber cruzado el río en algún momento, y ahora se encontraban en su orilla sur. Woolwich, pensó Richard. El carruaje permanecía estacionado en un muelle, al cual estaba amarrado una maltrecha mole que parecía un barco, con una placa de bronce en la que figuraba grabado un nombre prácticamente ilegible: Reception. Muy apropiado.

Los carceleros retiraron la cadena que mantenía unidos a los reclusos y ordenaron bajar a Richard e Ike. Con trémulas piernas, ambos saltaron, seguidos de sus compañeros.

– No lo olvides, en dos grupos de seis -le dijo Richard a Ike en voz baja.

Los hicieron subir por una plancha de madera de la embarcación sin darles apenas la oportunidad de echar un vistazo al río y a lo que flotaba en sus aguas. Una vez en el interior de un cuarto, les quitaron las cadenas, las esposas, los cinturones y los grilletes y lo entregaron todo a los carceleros de Gloucester.

Rodeados de bolsas, cajas y fardos, se pasaron un buen rato allí, conscientes de la presencia de los guardias que los vigilaban desde la puerta de aquella especie de ruinosa cámara de oficiales o lo que fuera; huir era imposible, a menos que los doce hombres echaran juntos a correr… pero después, ¿qué ocurriría?

Entró un hombre.

– ¡Quitaros el sobrer yl chaquet! -gritó.

Todos le miraron perplejos.

– ¡To fuera!

Al ver que nadie se movía, el hombre miró al techo y se acercó a grandes zancadas a Richard, que era el que tenía más cerca, y le quitó con muy malos modos el sombrero y después tiró de su gabán y de la camisa y los calzones que llevaba debajo.

– Creo que quiere que nos quitemos el sombrero y la chaqueta.

Todo el mundo obedeció.

– ¡Va, los calzons alredeor dels pies, y nos quités la camsa!

Le miraron sin comprender.

Haciendo rechinar los dientes, el hombre cerró los ojos y dijo con un acento muy raro:

– Calzons alredeor dels pies, pero con la camsa pusta.

Todos obedecieron.

– ¡Todo listo, señor! -gritó el hombre.

Entró otro hombre.

– ¿De dónde venís? -preguntó.

– De la cárcel de Gloucester -contestó Ike.

– Ah, el suroeste de Inglaterra. Tendrás que procurar hablar un inglés más correcto, Matty -le dijo al otro hombre. Dirigiéndose a los reclusos, añadió-: Soy el médico. ¿Hay alguien enfermo?

Dando aparentemente por sentado que el murmullo general era negativo, asintió con la cabeza y lanzó un suspiro.

– Levantaos la camisa, a ver si hay manchas azules. -Examinó sus miembros buscando la presencia de úlceras sifilíticas y, al no descubrir ninguna, volvió a lanzar un suspiro-. Bene -le dijo a Matty, y después se dirigió nuevamente a ellos-: Estáis todos sanos pero las cosas pueden cambiar. -Antes de abandonar el cuarto, añadió-: Ya os podéis vestir, esperad aquí y no arméis alboroto.

Se vistieron y esperaron.

Transcurrieron unos cinco minutos largos antes de que Bill Whiting, el más animado de todos ellos, recuperara su impertinencia habitual.

– ¿Alguien ha entendido algo de lo que decía este Matty? -preguntó.

– Ni una sola palabra -contestó el joven Job Hollister.

– A lo mejor, era de Escocia -señaló Connelly, recordando que en Bristol nadie entendía a Jack el Pintor.

– A lo mejor, era de Woolwich -dijo Ned Perrott con lógica aplastante.

Eso los hizo callar a todos.

Pasó una hora. Se habían sentado en el suelo con la espalda apoyada contra la pared, percibiendo bajo sus piernas el ligero movimiento del barco que se balanceaba perezosamente contra las amarras. No tiene timón, pensó Richard. Nosotros estamos sin timón como esta cosa que antaño fuera un barco, más lejos de casa que nunca y sin tener la menor idea de lo que nos espera. Los más jóvenes están desconcertados y hasta Ike Rogers se muestra inseguro. Y yo me muero de miedo.

Se oyó el rumor de varios pares de pies subiendo ruidosamente por la plancha de madera, acompañado por el sordo rumor de unas cadenas; los doce hombres se movieron, se miraron con inquietud los unos a los otros y se levantaron con gesto cansado.

¡Darbies f y dimber coves! -dijo el primer hombre, asomando la cabeza por la puerta-. ¡Os van a poner los hierros, palurdos! Sentaos y que nadie se mueva.

Las cadenas, medio palmo más largas que las de Bristol o Glou cester, ya estaban soldadas a los grillos, que eran mucho más ligeros y lo bastante flexibles para que el musculoso herrero los pudiera doblar sin dificultad alrededor del tobillo de un hombre y cerrar hasta que los agujeros de ambos extremos quedaran superpuestos. A continuación, el herrero introdujo un clavo de cabeza plana a través de los agujeros del lado del tobillo, tomó la pierna del recluso e hizo pasar el largo cuerno cuadrado de un yunque entre aquélla y el grillo. Dos fuertes golpes con el martillo bastaron para que los extremos del remache quedaran fijados para siempre al arco de hierro.

Los llevaré puestos durante más de seis años, pensó Richard, frotándose la pierna para aliviar el dolor de sus huesos. Eso no lo hacen para que dure sólo seis meses. Lo cual significa que los tendré que llevar hasta que cumpla la sentencia y regrese de Botany Bay.

Otro herrero, tan competente como el primero, había colocado los hierros a los otros seis de Gloucester. Ambos terminaron su trabajo en media hora y propinaron un empujón a sus ayudantes para que recogieran las herramientas y se retiraran. Quedaban dos guardias; Matty debía de estar al servicio del médico. Sin embargo, Matty debía de haberles transmitido el mensaje a sus compañeros, pues, cuando uno de los guardias habló, lo hizo utilizando aquel inglés de acento tan raro y no lo que, con el paso del tiempo, los reclusos llegarían a comprender que era la rápida jerga de la Newgate de Londres y de todos los que desarrollaban sus actividades en aquel lugar.

– Esta noche comeréis y dormiréis aquí -dijo bruscamente, golpeando el nudoso extremo de su corta cachiporra contra la palma de su otra mano-. Podéis hablar y moveros un poco. Aquí tenéis un cubo.

Acto seguido, él y su compañero se retiraron y cerraron la puerta.

Los dos muchachos de Wiltshire se enjugaron las lágrimas; los demás no lloraban. No estaban de humor para hablar hasta que Will Connelly se levantó y empezó a pasear por el cuarto.

– Éstos no hacen tanto daño en las piernas -dijo, levantando un pie-. Y la cadena debe de medir treinta pulgadas. Permite caminar mejor.

Richard pasó los dedos por las esposas y observó que tenían los bordes redondeados.

– Sí, de esta manera no rascarán tanto. No necesitaremos tantos trapos.

– Son hierros de trabajo -dijo Bill Whiting-. Cualquiera sabe qué clase de trabajo será.

Poco antes del anochecer, les dieron cerveza suave, pan moreno muy rancio y un cuenco de repollo hervido con puerros.

– Yo eso no lo quiero -dijo Ike, apartando a un lado el cuenco de repollo.

– Come, Ike -le ordenó Richard-. Mi primo James dice que tenemos que comer toda la verdura que podamos, de lo contrario, enfermaremos de escorbuto.

A Ike no le impresionaron sus palabras.

– Esta bazofia no cura ni un catarro.

– Estoy de acuerdo -dijo Richard tras haberlo probado-. Sin embargo, es para variar después de tanto pan y por eso me lo comeré.

Tras lo cual, sin ventanas, sin mujeres y sin la menor alegría, se tumbaron en el suelo, se envolvieron en los gabanes, utilizaron los sombreros como almohadas y dejaron que el suave balanceo del agua los adormeciera.


A la mañana siguiente, bajo una llovizna gris, los sacaron del Reception para conducirlos a una gabarra abierta. Hasta aquel momento, no les había ocurrido nada excesivamente cruel; no cabía duda de que los guardias eran unos brutos muy antipáticos, pero, mientras los reclusos hicieran lo que les mandaban y al ritmo que se les exigía, no utilizaban las cachiporras. Era evidente que las cajas de madera les llamaban mucho la atención, pero ¿por qué no las habían inspeccionado? En el muelle averiguaron el porqué. Un bajito y orondo caballero con una anticuada peluca y un mohoso traje bajó corriendo de la ruinosa popa del barco con las manos extendidas y el rostro iluminado por una radiante sonrisa.

– ¡Ah, los doce de Gloucester! -dijo alegremente, hablando con un acento que más tarde averiguaron que era escocés-. ¡El doctor Meadows me dijo que erais unos excelentes ejemplares y ahora veo que es verdad! Soy el señor Campbell y ésta es mi idea. -Apartó con un ceremonioso gesto de la mano la suave lluvia-. ¡Cárceles flotantes! Mucho más sanas que la Newgate…, y que cualquier prisión. Tenéis vuestros efectos personales, ¿verdad? Bien, bien. Sería un baldón terrible que no respetáramos el derecho a la propiedad de un recluso. ¡Neil! Neil, ¿dónde estas?

Un sujeto que por su parecido con él habría podido ser su primo bajó corriendo al muelle desde la proa del Reception y se detuvo, respirando afanosamente.

– Aquí, Duncan.

– ¡Muy bien! No quería que te perdieras la ocasión de echar un vistazo a estos hombres tan espléndidos. Mi hermano es mi ayudante -les explicó a los reclusos como si éstos fueran personas de verdad-. Pero, en este momento, es el responsable del Justitia y del Censor…, yo estoy demasiado ocupado con mi querido Ceres… ¡Es una maravilla! ¡Nuevo a estrenar! Como es natural, vosotros iréis a mi querido Ceres… que suerte que seáis precisamente doce y estéis en tan buenas condiciones. Dos equipos para dos nuevas dragas. -Estaba tan contento que hasta se puso a brincar-. ¡Espléndido, espléndido!

Y se alejó al galope mientras su hermano lo seguía soltando balidos cual si fuera un cordero extraviado.

– ¡Jesús! ¡Qué cosa más ridicula!

¡Tace! -ladró el guardia que los vigilaba, descargando con un sordo ruido la cachiporra contra el brazo de Whiting-. ¡Nah hike!

Eso lo entendieron muy bien. Mientras Ike Rogers sostenía con disimulo al semiinconsciente Whiting, los doce hombres bajaron cuidadosamente por unos resbaladizos peldaños hasta la gabarra que los aguardaba, sin soltar en ningún momento sus pertenencias.

Fragmentos de una baja y pantanosa orilla y brumosas siluetas de barcos aparecían y desaparecían a través de la espectral y grisácea lluvia; con los cuellos levantados y los sombreros inclinados de tal forma que el agua les cayera sobre los hombros y no se deslizara por sus cuellos, los hombres se sentaron en medio de las cajas, las bolsas y los fardos. Una silenciosa tripulación integrada por doce remeros, seis por cada banda de la gabarra, apartó la embarcación de la orilla, la hizo virar y remó hacia el centro del anchuroso río, con un movimiento tan lento y pausado que apenas perturbaba la corriente.

Había cuatro barcos situados el uno detrás del otro como una hilera de vacas, a una distancia de unas trescientas yardas de aquella playa conocida como sureña o de Kent. Cada uno de ellos estaba mucho mejor amarrado que cualquier otro barco que Richard había podido ver en su vida, incluso en el Kingroad del estuario del Severn. Para que no pudieran balancearse alrededor de las numerosas anclas que cada uno de ellos tenía sujetas con cadenas y no con cabos normales, pensó Richard. El de menor tamaño se encontraba río arriba en dirección a Londres mientras que el más grande cerraba la retaguardia, todos ellos separados por unas cien yardas el uno del otro.

– El barco hospital Guardian…, y después el Censor, el Justitia y el Ceres -dijo el guardia, señalándolos.

La gabarra apuntó hacia el Censor, al otro lado del muelle, y después viró para navegar río abajo en medio de una marea menguante que facilitaba la tarea de los remeros. De esta manera los hombres tuvieron ocasión de contemplar cada uno de los tres pontones prisión. Eran sólo unas parodias de barcos, habían perdido las mesanas, sus palos mayores se habían astillado y quebrado a cincuenta palmos de la cubierta, los trinquetes se mantenían más o menos intactos pero sin los obenques, y las velas colgaban flácidas y mojadas de unas cuerdas tendidas entre la popa y el palo mayor y también de los estayes que unían la popa con los restos del bauprés. Las cubiertas estaban ocupadas sin orden ni concierto por toda una serie de cabañas de madera y de cobertizos, que se proyectaban hacia fuera en medio de todo un bosque de chimeneas de hierro inclinadas en todos los ángulos posibles; había otras en los alcázares, los castillos de proa y las chupetas. El Censor y el Justitia parecían lo bastante antiguos para haber zarpado con la flota de la buena reina Bess contra la Armada Invencible española… No quedaba ni una pizca de pintura, ni un solo clavo de cobre sin cardenillo, ninguna hilada intacta.

En comparación con ellos, el Ceres parecía tener tan sólo cien años de vida; su pintura naval blanca y amarilla se podía distinguir todavía en algunos lugares y aún conservaba el vestigio de un mascarón de proa bajo el bauprés, una especie de busto de mujer con los pechos al aire que algún bromista había rematado con unos pezones de intenso color rojo. Las cañoneras del Censor y del Justitia estaban cerradas pero las del Ceres habían sido eliminadas por completo y sustituidas por unos resistentes barrotes de hierro que llevaron a los bristolianos, expertos en tales cuestiones, a deducir que tenía dos cubiertas por debajo de la cubierta superior: una cubierta inferior y un sollado. En otros tiempos, debió de haber sido un bajel de línea de segunda categoría, con noventa cañones. Ningún barco negrero o de carga tuvo jamás tantas portillas en sus costados.

¿Cómo vamos a poder subir nosotros y nuestras pertenencias por una escalera de cuerda?, se preguntó Richard. Nuestras cadenas serán nuestra perdición. Sin embargo, el efervescente señor Duncan Campbell había añadido a su mayor orgullo y alegría un tramo de peldaños de madera acoplados a un fluctuante rellano. Sosteniendo las cajas en sus brazos y con una bolsa colgada de cada hombro, Richard se encontró de repente junto al costado de la gabarra detrás de un guardia armado con una cachiporra, y subió los peldaños hasta llegar a una abertura de la borda situada a cincuenta palmos de altura. El Ceres había sido un espléndido bajel de segunda categoría.

¡Gigger Dubber! -rugió el guardia.

Un hombre de aspecto importante aunque un poco desaliñado asomó por entre dos cabañas, mondándose los dientes; Richard vislumbró al fondo un revuelo de faldas, oyó voces de mujeres y comprendió que casi todos los guardias debían de vivir en aquel desordenado lugar.

– ¿Qué? -preguntó el hombre de aspecto importante.

– Doce reclusos convictos del cárcl deGluster, señor Anks. No son de aquí y no entienden la jerga. El señor Campbell dice quesn los dos nuevos equips palasdos dragas nuevas. No hay ninguno questé enfermo, dice el doctor.

– ¡Más palurdos! -dijo el señor Hanks con desprecio-. Ahora casi la mitad de los que tenems a bordo son palurdos, señor Sykes. -Se volvió hacia los reclusos-. Me llamo Erbert Anks y soil gigger dubber…, para que lontendáis, el carcelero. Al sollado con ellos, señor Sykes. Y aquí vosotrs no sois reclusos sino convictos. ¿Entendido?

Asintieron en silencio, tratando de descifrar aquel extraño lenguaje en el que la gente se comía las letras. Más o menos.

– Los reclusos -prosiguió diciendo el señor Hanks en tono familiar- tienen la oportundad de q los suelten. Los convictos son siempre convictos. Éstas son las normas, por consiguiente, prestad atención porquense van a repetir. Se permiten visitas los domingos después del oficio del pregonero de autems… el autem es obligatorio… para quelontendáis, la iglesia…, y no están permitidas las bromas ni las risas de los disidentes de la clase que sea. Aquí sólo vale el autem delrey. Todos los visitantes serán rgistrados y me tendrán que dejarl navaja a mí y, si tran comida, les será confiscada. ¿Por qué? Pos porque los fulanos daquí introducen limas a bordo dentro de los pasteles y los budines.

Hizo una pausa para observar a su público con una curiosa mezcla de regocijo y severidad; se lo estaba pasando bien.

– Una veza bordo, el sollado será vustra casa. Yo soy lúnico que puedo dub l gigger, abrir l puerta, y eso nocurre a mendo. Levantarse patrabajar, acostarse pa dormir, de lunes a sábado. Sil tiempo lu permite, se trbaja y, cuando digo que s trbaja, quier dcir que s trbaja. Hoy, por jemplo, nos un día de trbajo por culpa de la maldta lluvia. Coméis lo qs den y bebéis lo q yo dgo. L cordón azul, la ginbra, sal muy cara y yo soy lúnco que rparte stos placers. Mdio borde, seis penques, mdia pinta.

Otra pausa, esta vez para que el señor Hanks pudiera eructar y escupir a los pies de los reclusos.

– Estaréis reunids n grups de seis y la cmida s la drá l contadr. Los dmingos, luns, mircles, juvs y sábds, cada seis hombrs recibrán las sigients racions: n cuello d buey o n jarrete d buey, trs pints d gusants, trs librs d verdras, seis libr d pan y dce pints d cerveza suave. Los martes y los vierns hay guiso d carne y legumbrs, toda lagua dl Támesis que queráis, trs pints d gachas d avena con hierbs, trs librs de qso y seis librs d pan. Eso s todo lo que habrá. Sos lo coméis todo a la hora d cenr, por l mañna pasaréis hambr y sed, ¿stá claro? El señor Campbell dice qos tenéis que lavr cada día y afeitar los domingos ants de quel pregonrero del autem suba a bordo. Cuando subáis pra trbajar o ir al autem, llevaréis los cubos d noche y los vaciaréis por la borda. Un cubo pr cada grupo. Estaréis encerrados, mis querdos muchachos, o sea q lo que hagáis dentr me importa tan poco como al señor Campbell. -Su complacencia estaba aumentando por momentos-. Pero primro -añadió, sentándose en cuclillas mientras el señor Sykes y sus auxiliares permanecían de pie-, tengo qechar un vistazo a las cajas y las bolsas, o sea q ya la estáis dubbeando…¡ahora mismo!

Tras haber averiguado a través del sermón que el verbo dub significaba «abrir», los convictos abrieron sus cajas y mostraron su contenido.

El señor Herbert Hanks fue muy meticuloso. Por pura casualidad, empezó con las pertenencias de Ike Rogers y de su equipo cuyas cajas eran de inferior tamaño, distintas entre sí y, en el caso de los dos mozos de Wiltshire, inexistentes. Descartó los trapos y la ropa, pero para más seguridad pasó cada trapo y cada prenda al señor Sykes, el cual los estrujó entre sus manos, prestando especial atención al más mínimo abultamiento. No descubrieron nada. Al parecer, ninguno de los restantes artículos les interesó.

– ¿Dónde está el dinero? -preguntó Hanks.

Ike le miró, respetuosamente sorprendido.

– No tenemos, señor. Llevamos un año en la cárcel de Gloucester. Nos lo gastamos todo.

– Mmm. -El señor Hanks se volvió hacia el grupo de Richard con un brillo de emoción en los ojos.

– De la tierra del ron, ¿eh? Mucha pasta. -Sacó de la caja y las bolsas de Richard, ropa, frascos de aceite de brea, la piedra de filtrar y las piezas de repuesto, los trapos usados para envolver los objetos, los libros, las resmas de papel, las plumas, ¡Qué objetos tan curiosos!, y dos pares de zapatos de repuesto. Sostuvo los zapatos en alto y los estudió con profunda decepción y después miró con un encogimiento de hombros al no menos decepcionado señor Sykes-. Por algo os llaman patanes. Nadie de aquí tiene unos pies tan grandes, ni siquiera Long Joyce. Y eso, ¿qué es? -preguntó, señalando un frasco.

– Aceite de brea, señor Hanks.

– ¿Y este artilugio?

– Una piedra de filtrar, señor. La uso para filtrar el agua que bebo.

– Aquí l agua ya stá filtrada. Tenemos un gran colador debajo de cada bomba. ¿Cómo te llamas, pies grandes?

– Richard Morgan.

Hanks le arrebató una lista de las manos a uno de los auxiliares del señor Sykes; podía leer, pero con gran dificultad.

– No hay ningún otro. A partr de ahora, Morgan, serás el convicto dos cients tres.

– Sí, señor.

– Veo qers un fulano aficionado a los librs. -El señor Hanks pasó las páginas de unos cuantos libros en busca de algún dibujo pornográfico o de algún pasaje subido de tono, y después los dejó propinándoles un ruidoso e irritado manotazo-. Y eso, ¿qué es?

– Un tónico, señor. Cura los forúnculos.

– ¿Y eso?

– Un ungüento para heridas y úlceras.

– Mierda, eres una auténtica botica. ¿Y por qué traes todo esto? -Destapó el frasco de tónico y lo olfateó con recelo-. ¡Aaaaag! -Depositó ruidosamente el frasco sobre la mesa, dejando que el tapón de corcho se alejara rodando-. Huele tan mal como si viniera del río.

Con expresión despreocupada, Richard permaneció de pie mientras el jefe de los carceleros tomaba la caja vacía, la sacudía para ver si tintineaba y le golpeaba los cuatro lados y el fondo. Tras lo cual examinó todas las costuras de las bolsas. Nada. Se apropió de la mejor navaja de Richard, el suavizador y la piedra de amolar y el mejor par de medias de Richard. A continuación, pasó a examinar la caja y la bolsa de Will Connelly. Richard se arrodilló en silencio y, con la mayor discreción posible, recogió el frasco de tónico, le puso el tapón y lo apartó a un lado. Una mirada al señor Sykes le hizo comprender que tenía que recoger sus cosas, por lo que inclinó la cabeza en dirección a Ike Rogers e inició su tarea. Rogers y sus chicos imitaron su ejemplo.

Al terminar con los doce, el señor Hanks rebosaba de placer.

– Muy bien, y ahora, ¿dóndestán las ruedas de coche? ¿Dónde estál dinero, muchachos?

– No lo tenemos, señor -contestó Neddy Perrott-. Llevamos un año en la cárcel y había mujeres… -dejó la frase sin terminar como pidiendo disculpas.

– ¡Bolsillos del revés!

Todos los bolsillos de las chaquetas estaban vacíos salvo los de Richard, Bill, Neddy y Will, llenos a rebosar de libros.

Dowse yer toges…¡quitaos las chaquetas! -ordenó el señor Hanks en tono cortante, hablando en jerga sin recordar que los convictos no la entendían.

– Registradlos, señor Sykes.

Los reclusos lo interpretaron como una orden de cacheo; el señor Sykes empezó a cachearlos con visible complacencia cuando palpaba los órganos genitales y las nalgas.

– Nada -dijo Sykes, intercambiándose una mirada de ansiosa anticipación con el señor Hanks.

– Quitaos los calzones e inclinaos -dijo el señor Hanks, con resignada pero trémula voz-. ¡Pero os lo advierto! Si el señor Sykes os encuentra alguna rueda de coche en el trasero, ¡las lavaréis con vuestra sangre!

El señor Sykes fue brutal y pausadamente eficiente. Los cuatro jóvenes y Joey Long lloraron de dolor y de humillación y los otros lo soportaron sin quejarse y sin aparente molestia.

– Nada -dijo el señor Sykes-. Nada, maldita sea…, ni un penique, señor Anks.

– Somos de Gloucestershire -explicó Richard, poniéndose los calzoncillos y los calzones-. Es una región de Inglaterra muy pobre.

Y yo ya te he calado. Vergüenza y dinero. Dios te confunda.

– Llevadlos abajo, señor Sykes -dijo el gigger dubber, alejándose muy decepcionado en dirección al laberinto de chozas.


El 28 de enero de 1786, el Ceres llevaba a bordo doscientos trece convictos; los doce de Gloucester se registraron con los números del doscientos uno al doscientos trece y Richard recibió el doscientos tres. Sin embargo, el único carcelero que utilizaba sus números era el señor Herbert Hanks de Plumstead Road, cerca del Warren, en Woolwich.

Alguien, en un alarde de suprema prudencia y sabiduría, probablemente para aplacar las iras de los reclusos de Londres que no soportaban la compañía de los palurdos del exterior, había separado a los inquilinos de la Newgate de Londres de los palurdos del exterior, colocándolos en cubiertas distintas. Los reclusos procedentes de la Newgate de Londres ocupaban la cubierta inferior, mientras que los palurdos ocupaban el sollado. Pero puede que la prudencia y sabiduría se debiera a la perpetua guerra entre los reclusos londinenses y los forasteros del Censor y del Justitia, donde todos estaban tan irremediablemente mezclados que ni siquiera el señor Duncan Campbell podía desenredar la maraña. Estando el Dunkirk en Plymouth, necesitaba algo más que el Ceres, por lo que había dividido el barco en siete compartimientos de convictos, de acuerdo con un sistema de clasificación que él mismo se había inventado.

Las divisiones entre los ingleses eran muy profundas. Los que utilizaban la rápida jerga de la Newgate de Londres hablaban algo que parecía un idioma extranjero, aunque muchos de ellos podían, en caso de necesidad y, con un acento muy raro, por supuesto, hablar una modalidad de inglés de carácter más general. Lo malo era que casi todos ellos se negaban por principio a hablar de otra manera y preferían distinguirse utilizando su jerga. Los que procedían de las tierras del norte tan meridionales como Yorkshire y Lancashire podían comprender más o menos sus hablas respectivas, pero por muy bien que supieran leer y escribir, no había manera de que entendieran a nadie que procediera de regiones situadas más al sur. Para complicar ulteriormente las cosas, los de Liverpool hablaban un dialecto que se llamaba «scouse» y que parecía un idioma extranjero. Los habitantes de los Midlands se podían entender bastante bien con los del suroeste de Inglaterra y ambos grupos podían entender a los convictos de Sussex, las regiones del canal de Kent, Surrey y Hampshire. En cambio, los de la parte de Kent que bordeaba el Támesis hablaban algo muy parecido a la jerga de la Newgate de Londres y lo mismo se podía decir de las regiones de Essex más cercanas a Londres. Por lo que respectaba a los del norte de Essex, Cambridgeshire, Suffolk, Norfolk y Lincoln, la situación era muy distinta. Tan políglota era aquel grupo de ingleses que el Censor acogía a dos convictos de Birmingham que no se entendían entre sí; uno procedía de la aldea de Smethwick mientras que el otro era de la aldea de Four Oaks, y ninguno de ellos se había alejado jamás ni una milla de su casa cuando se vieron atrapados en las redes de la justicia.

La consecuencia de todo ello era que los hombres se juntaban con los de su misma procedencia. Si un grupo de seis se podía entender con otro grupo de seis, ambos se juntaban hasta cierto punto. Cuando los dialectos o los acentos eran insuperables, los grupos jamás se juntaban. Por consiguiente, los hombres de Gloucester ingresaron en un campo dividido, cuyos miembros sólo estaban unidos por el odio universal que les inspiraban los londinenses de una cubierta más arriba; éstos, según decían, se llevaban la parte del león de todo, desde la comida a la ginebra que podían comprar a mejor precio, por el simple hecho de que ellos y los carceleros se entendían entre sí y se aliaban para privar a los forasteros de lo que por derecho les correspondía.

Esta última suposición puede que fuera cierta en lo tocante a la ginebra, pues los londinenses de la Newgate se encontraban en su propio feudo y es probable que tuvieran más fuentes de dinero, pero no lo era en modo alguno en lo tocante a la comida.

El jovial y saltarín señor Duncan Campbell era tremendamente tacaño con todas las cosas que tenía que comprar con las veintiséis libras por convicto que le pagaba el Gobierno de su majestad, y la comida era una de las cosas que tenía que comprar. Diez chelines por hombre y semana: aquel mes de enero, en los pontones del Támesis, sus ingresos brutos se elevaron a trescientas sesenta libras semanales, y un astuto contratista podía hacer ciertas cosas para que los ingresos brutos y netos fueran casi equivalentes. Como por ejemplo, cultivar sus propias verduras y elaborar su propia cerveza suave. Por desgracia, las estratagemas más obvias como, por ejemplo, falsear el número de convictos y dejar que el escorbuto causara estragos entre los reclusos estaban descartadas. Demasiados funcionarios entrometidos. Compraba el pan y la carne en la guarnición de la Torre de Londres -sólo cabezas y jarretes de buey- y, al principio, no había sido muy mirado con su calidad. Pero después apareció el señor John Howard y tuvo que mejorar la calidad del pan y la carne. A pesar de todas aquellas desagradables limitaciones y de su equipo integrado por cien personas de todo tipo, el señor Campbell conseguía embolsarse unos beneficios de ciento cincuenta libras a la semana con sus pontones del Támesis. Tenía, además, un pontón en Plymouth, el Dunkirk, y dos en Portsmouth, el Fortunee y The Firm. Los beneficios totales de todos sus negocios ascendían a unas trescientas libras semanales y, en aquellos momentos, estaba manteniendo unas delicadas negociaciones para conseguir que la gabarra abasteciera la expedición que, según los rumores que corrían, se estaba organizando a Botany Bay.

El espacio entre las cubiertas intermedias del sollado del Ceres medía aproximadamente dieciocho palmos, lo cual significaba que Richard rebasaba en media pulgada el techo de enmohecidas tablas de madera y que Ike Rogers no podía estirarse por completo. Pero, los baos que iban de parte a parte se encontraban situados un palmo por debajo del techo y estaban separados entre sí por unos seis pies. Por este motivo, el acto de caminar se convertía en una parodia de un simiesco desfile, en la cual los hombres, a cada dos pasos que daban, tenían que agachar la cabeza como si hicieran una reverencia.

Para un hombre de Bristol, el olor era soportable, pues el viento gemía alrededor de los grillos de hierro y penetraba en la fría cámara pintada de rojo que se extendía desde un mamparo a través del trinquete hasta el mamparo de la entrada en la popa.

En conjunto, el pontón medía unos cuarenta pies de manga por cien de eslora.

A lo largo de los dos costados exteriores, que constituían el casco, había unas plataformas de madera de una altura aproximada a la de una mesa, cosa que efectivamente parecían, pues unos hombres permanecían sentados junto a ellas en unos bancos. Lo malo era que también se utilizaban como camas, dado que en algunos lugares se podían ver unos hombres tumbados en ellas como si estuvieran descansando o padecieran fiebres. Otra plataforma semejante a una mesa y de unos seis pies de anchura discurría por el centro. Aquella sala llamativamente pintada de carmesí parecía estar habitada por unos ochenta hombres que, al ver entrar a otros doce reclusos, interrumpieron sus conversaciones y se volvieron a mirarlos.

– ¿De dónde sois? -preguntó un hombre sentado junto a la mesa del centro, cerca de la entrada.

– Los doce venimos de la cárcel de Gloucester -contestó Will Connelly.

El hombre se levantó. Su estatura le permitía pasar por debajo de los baos sin agachar la cabeza, pero su físico era más propio de un jinete que de un enano, y su rostro era el propio de un hombre acostumbrado a pasarse la vida entre caballos: arrugado, apergaminado y ligeramente caballuno. Podía tener entre cuarenta y sesenta años.

– Cómo estáis -dijo más que preguntó, acercándose a ellos con una diminuta pata extendida-, William Stanley de Seend. Eso está cerca de Devizes en Somerset, pero me condenaron en Wiltshire.

– Casi todos nosotros hemos oído hablar de Seend -dijo Connelly sonriendo, tras lo cual, hizo las correspondientes presentaciones. Dejó su caja en el suelo, lanzando un suspiro-. ¿Y qué va a ocurrir ahora, William Stanley de Seend?

– Os quedáis a vivir aquí. Eso es obra del condenado Sykes. Una auténtica señorita Molly. Se podría decir que es su manera de conocer a los convictos desde dentro. No tenéis dinero, ¿verdad? ¿O acaso él os lo ha encontrado?

– No tenemos dinero -contestó Connelly, sentándose en el banco. Hizo una mueca. Después de haber pasado por las manos del señor Syker, sería muy difícil-. ¿Y ahora qué ocurre?

– Esta parte corresponde a los Midlands, el suroeste de Inglaterra, el Canal, Wold y Wealds -contestó Stanley, sacando una pipa apagada y dándole unas cuantas caladas en los momentos en que no la utilizaba para señalar algo-. Los del centro son los chicos de Derby, Cheshire, Stafford, Lincoln y Salop. Al fondo, en la proa, están los de Durham, Yorkshire, Northumbria y Lancashire. Los de Liverpool ocupan aquel extremo de esta mesa del centro. Tienen a unos cuantos irlandeses, todos de Liverpool menos uno. Y también cuatro negros, pero están arriba con los londinenses. Lo siento, Taffy no hay galeses. -Echó un vistazo a las cajas y las bolsas-. Si tenéis objetos de valor, los perderéis. A no ser -añadió con intención- que cerremos un trato.

– Creo que se podrá hacer -dijo jovialmente Connelly-. Supongo que comemos donde dormimos, ¿verdad?

– Sí. Colocad vuestras cosas aquí mismo en esta mesa del centro, en este extremo hay sitio de sobra para doce. Las esteras donde dormimos se enrollan aquí debajo y aquí es donde se guardan las cosas. Una manta sarnosa para cada dos hombres. -Soltó una risita-. Aquí estamos tan revueltos como los yanquis, no hay mucha intimidad cuando a uno le apetece hacerse una paja. Pero todos nos tenemos que hacer una paja… Fornicar por detrás no es muy del gusto de las tropas tras haber pasado por las manos del señor Sykes. Los de arriba tienen mujeres los domingos… Las llaman titas, hermanas o primas. Aquí abajo eso no ocurre porque todos estamos demasiado lejos de casa y los que tienen dinero prefieren gastárselo, comprándole ginebra a Hanks por seis peniques. ¡Un ladrón!

– ¿Cómo podremos conservar nuestras cosas, William? -preguntó Bill Whiting, dolorido por dos razones: por la cachiporra del guardia y por la mano y los dedos del señor Sykes.

– Yo no trabajo, ¿sabes? Me probaron en el huerto, pero se me pusieron ocho dedos marrones y dos pulgares marrones…, hasta a los nabos se les enroscaban los pies. Me consideraron demasiado viejo, demasiado bajo y demasiado duro para llevar puestos los darbies. -Levantó un piececito y lo agitó con disimulo en el interior de su grillo hasta que el aro de hierro se detuvo en el empeine-. Se podría decir que soy el capataz de aquí. Paso la bayeta, vacío los cubos de noche, enrollo las esteras, doblo las mantas y mantengo a raya a los chiflados irlandeses. Aunque nuestros irlandeses, por ser de Liverpool, no son demasiado malos. Pero hay dos en el Justitia que sólo hablan gaélico… Los pillaron el día que saltaron del barco de Dublín. No es de extrañar que se hayan vuelto locos. La vida es muy dura en esta parte del mar de Irlanda y ellos son muy ingenuos. Se les puede timar en menos que canta un gallo y basta un trago para que se emborrachen. -Se rió por lo bajo y lanzó un suspiro-. ¡ Ah, resulta agradable ver un poco de sangre nueva del suroeste de Inglaterra! ¡Mikey! ¡Ven aquí, Mikey!

Se acercó un joven moreno y de ojos negros, con un aire ligeramente furtivo, en quien los hombres del suroeste de Inglaterra creyeron ver un contrabandista de Cornualles.

– No, no soy de Cornualles -dijo, adivinando sus pensamientos-. De Dorset. Poole. Marino de la aduana. Me llamo Dennison.

– Mikey me ayuda a cuidar este lugar… Yo solo no podría. Él y yo siempre sobramos, jamás conseguimos incorporarnos a un grupo de seis. Mikey tiene puños… ¡Suelta unos puñetazos de primera! Se le pone la cara negra y se muerde la lengua. La señorita Molly Sykes se caga de miedo nada más verlo. -Stanley miró con expresión taimada a los recién llegados-. Vosotros ya formáis dos grupos de seis, ¿verdad?

– Sí, y ese que no dice ni una sola palabra es nuestro jefe -contestó Connelly, señalando a Richard-. Sólo que no quiere reconocerlo. Bill Whiting y yo somos los que hablamos mientras él se queda sentado, escucha y después toma las decisiones. Muy pacífico, muy inteligente. No hace mucho tiempo que le conozco, pero, si Sykes hubiera hecho lo que hizo antes de que yo conociera a Richard, me le hubiera echado encima para darle su merecido, pero… ¿para qué? La cabeza lastimada y el trasero lastimado. Y, encima, una tanda de azotes.

– Una paliza con la cachiporra, Will. Al señor Campbell no le gusta usar el látigo, dice que deja baldados a demasiados hombres y les impide trabajar. -William Stanley de Seend entornó los ojos-. Contigo me entiendo, Richard… ¿cómo te apellidas?

– Morgan.

– Galés.

– Nacido en Bristol de una familia bristoliana desde hace varias generaciones. Connelly tiene un apellido irlandés, pero también es de Bristol. Los apellidos no significan nada.

– ¿Por qué está pintado de rojo este lugar? -preguntó de repente Ike Rogers.

– Era el sollado de un bajel de segunda categoría -contestó Mikey Dennison, el contrabandista de Poole-. Aquí estaban los cañones de treinta y tres y también el hospital de cirugía. Si se pinta el lugar de rojo, la sangre no se ve. La contemplación de la sangre afecta tremendamente a los artilleros.

William Stanley de Seend se sacó un enorme reloj del bolsillo del chaleco y lo consultó.

– Nos servirán la comida dentro de una hora -dijo-. Harry el maldito contador repartirá los platos y las jarras. Hoy por ser viernes habrá potaje de legumbres. No habrá carne, excepto la que haya en el pan y el queso. ¿Oís el barullo de arriba? Ahora están comiendo los de Londres. Nos darán las sobras. Ellos son más numerosos que nosotros.

– ¿Qué ocurriría si el señor Hanks decidiera colocar a unos cuantos londinenses aquí? -preguntó Richard, picado por la curiosidad.

El pequeño William Stanley se rió por lo bajo.

– ¡No se atrevería a hacerlo! Si los irlandeses no les cortaran la garganta en los darkmans, así llaman ellos en su jerga a la noche, lo harían los del norte de Inglaterra. Nadie quiere Londres no a los londinenses. Con sus impuestos, dejan a toda Inglaterra más seca que a un irlandés en una reunión metodista y después se lo gastan todo en Londres y Portsmouth, en Londres por ser la sede del Parlamento, el Ejército y la Compañía de las Indias Orientales, y en Portsmouth porque allí esta la Armada.

– Potaje de legumbres. Si no recuerdo mal lo que nos ha dicho el señor Sykes, eso significa que beberemos agua del Támesis -dijo Richard, levantándose con una radiante sonrisa en los labios-. Amigos míos los que disponéis de piedras de filtrar, creo que deberíamos llevar a cabo una pequeña ceremonia. Puesto que me has acusado de ser el jefe, Will, tendrás que hacer lo que te diga. -Colocó su caja sobre la mesa, la abrió con la llave que llevaba colgada alrededor del cuello y sacó de su interior un trapo de gran tamaño. En cuanto se lo hubo enrollado alrededor de la cabeza con el pelo cortado casi al rape, empezó a tararear una melodía; el señor Haendel habría reconocido la música, pero nadie en el sollado del Ceres la reconoció. Bill Whiting olvidó sus lesiones para anudarse el trapo alrededor de la cabeza y lo mismo hicieron Will, Neddy, Taffy y Jimmy, aunque la música se la dejaron a Richard. Éste sacó su piedra de filtrar. La música se convirtió en un prolongado «aaaaaah» que subía y bajaba. Le pasó las manos por encima, se inclinó para rozar la piedra con su frente, la tomó en sus manos, se acercó con paso resuelto a la bomba seguido por sus cinco acólitos, firmemente dispuestos a emularlo. Taffy había captado la melodía y la estaba tarareando corno contrapunto a la voz de barítono de Richard, notas más que palabras. Para entonces, sólo los que yacían víctimas de la fiebre no lo miraban, absortos. William Stanley tenía unos ojos abiertos como platos.

Por suerte, la bomba produjo un hilillo de agua y no un chorro; el agua cayó en un recipiente de cobre en el que alguien había abierto unos orificios. El sistema de filtración del señor Campbell sólo servía para atrapar algún terrón o algún pececillo, pero para nada más. Desde allí, el agua goteaba al cubo e iba a parar al pantoque.

Con un teatral gesto, Richard le pidió a Jimmy Price que accionara la palanca de la bomba y colocó debajo la piedra de filtrar para que recogiera sus tres pintas de agua. Los demás imitaron su ejemplo. Bill Whiting se inclinó ceremoniosamente ante Jimmy antes de llenar también su piedra de filtrar mientras la hermosa voz de Richard se elevaba en toda una sonora serie de aleluyas. Después regresaron todos a la mesa, donde los seis objetos fueron colocados exactamente en el centro con exageradas gesticulaciones. Richard ordenó a sus acólitos que se situaran dos pasos detrás de su espalda y extendió las manos al tiempo que agitaba los dedos.

– ¡Rey de Reyes, Señor de los Señores! ¡Aleluya! ¡Aleluya! -cantó-. ¡Hosanna! ¡Oh, Hipócrates, recibe nuestras súplicas! -Tras una reverente inclinación, se quitó el trapo de la cabeza, lo dobló, lo besó y se sentó-. ¡Hipócrates! -gritó tan de repente que todo el mundo experimentó un sobresalto.

– Pero, bueno, ¿qué es todo esto? -preguntó Stanley.

– Los ritos de purificación -contestó Richard con voz solemne.

El caballuno hombrecillo se puso súbitamente en guardia.

– ¿Es una broma? ¿Te estás burlando de mí?

– Créeme, William Stanley de Seend, lo que nosotros seis estamos haciendo no es una broma. Estamos aplacando al padre Támesis. Invocando al gran dios Hipócrates.

– ¿Y eso va a ocurrir cada vez que bebáis agua?

– ¡Oh, no! -contestó Bill Whiting, comprendiendo a la perfección el método de la locura de Richard. Estaba separando a sus hombres de los demás, dotándolos de cualidades especiales, ayudándolos a salvarse a sí mismos y a conservar sus pertenencias. ¡Qué rápido era! Todo aquello era una consecuencia de los comentarios de Jimmy y de Lizzie en el sentido de que estaba convirtiendo la filtración del agua en una religión. La señorita Molly Sykes se enteraría de lo que había hecho… William Stanley de Seend era un cotilla y se pasaba todo el día en el interior del Ceres-. No -añadió con la cara muy seria-, los ritos de purificación sólo se llevan a cabo en ocasiones especiales, como cuando entramos en una nueva morada. Es para… alertar a Hipócrates.

– Pero que conste -terció Will Connelly, aportando su granito de arena- que utilizamos las piedras cada vez que bebemos agua, sólo que sin tanta ceremonia. Eso queda para el primer día de cada mes… y para cuando entramos en una nueva morada, naturalmente.

– ¿Es un acto de brujería? -preguntó Mikey Dennison con recelo.

– ¿Acaso has aspirado olor a azufre? ¿Acaso el agua se ha convertido en sangre o en hollín? -preguntó agresivamente Richard-. La brujería es una estupidez. Nosotros somos gente seria.

– ¡Oh! -exclamó Stanley, desarrugando la frente-. ¡Lo había olvidado! Casi todos vosotros sois de Bristol, la patria de todos los disidentes de la Iglesia anglicana.

– Ike -dijo Richard levantándose-, quiero hablar contigo. -Ambos se apartaron mientras todos los ojos se clavaban en ellos-. Confirma nuestra historia y, la próxima vez que celebremos la ceremonia, únete al coro. Si nos apoyas, conservaremos nuestras pertenencias… y nuestro dinero. ¿Dónde escondes el tuyo?

Rogers lo miró sonriendo.

– En los tacones de mis botas de montar. Parecen bajos por fuera, pero por dentro… es como si caminara con zancos. ¿Y el tuyo?

– Los lados de todas las cajas tienen un fino forro interior. Los que tengamos dinero, lo podemos guardar allí. No tintinean porque están envueltas en guata. Will, Neddy y Bill tienen algunas, yo tengo algo más que unas cuantas, pero las otras cajas están vacías, por lo que, si alguno de nosotros adquiere más dinero, allí hay espacio donde ocultarlo. A este William Stanley de Seend se le puede comprar, pero la pregunta es, ¿se lo dirá a Sykes?

El salteador de caminos reflexionó cuidadosamente y después meneó la cabeza.

– Lo dudo, Richard. Si canta, la señorita Molly se quedará con todo. Lo que tenemos que hacer es convencer al jinete de que sólo tenemos una determinada cantidad… ¡Santo Dios, ojalá recibiéramos la visita habitual de alguien de Londres! Si la recibiéramos, podríamos explicar nuestra riqueza de esta manera. Tienes razón en lo del agua… es repugnante. Mis chicos y yo tendremos que beber cerveza suave el día que haya burgoo y yo te aseguro que este William Stanley de Seends nos la podrá conseguir.

Richard se dio una palmada en la cabeza.

– ¡Jem Thistlethwaite! -exclamó-. Me parece que puedo conseguir esta visita, Ike. ¿Crees que Stanley presta un servicio de correos eficaz?

– Yo creo que todos los servicios que presta son eficaces.


Cuando a la mañana siguiente fueron conducidos a cubierta, Richard y los de su equipo comprendieron por qué razón los habían sacado poco a poco del sollado; el Ceres disponía de un cierto número de gabarras, pero éstas no bastaban, ni siquiera con los hombres apretujados en su interior, para trasladarlos a todos juntos a sus lugares de trabajo. Por suerte, ningún lugar de trabajo distaba del Ceres más de quinientas yardas, pero eran yardas marítimas. Los remeros alquilaban sus embarcaciones abiertas con sumo agrado por la sencilla razón de que aquel trabajo era mucho mejor que cualquier otro. Los convictos del Censor eran encadenados a la parte inferior de la regala. ¿Por qué no pegaban una carrerilla hacia la playa y escapaban?, se preguntó Richard, pero más tarde averiguó que antaño escapaban, pero sólo para acabar siendo atrapados y, a veces, ahorcados.

La principal ventaja de las «academias de Campbell» (tal como llamaban los reclusos a los pontones) estribaba en el hecho de que flotaban; muy pocos ingleses sabían nadar. Esta circunstancia hacía también que, cada vez que un barco zarpaba, la tripulación se muriera de miedo. Richard no sabía nadar y sus once compañeros tampoco. Por cuyo motivo, las aguas profundas les infundían verdadero horror.

Tenía el estómago vacío, aunque se había guardado la mitad del pan y del queso para comérselos cuando amaneciera; la media pinta de gachas de avena aromatizadas con las hierbas conocidas con el nombre de «simples», se la había tomado en el mismo momento en que se la habían servido, y eso que entonces las gachas ya estaban frías, pero peor hubieran estado doce horas después. Por lo menos, la Vieja Madre Hubbard había comprendido que los hombres que llevaban a cabo un duro trabajo tenían que estar bien alimentados para conservar las fuerzas. Sin embargo, cuando sólo llevaba menos de un día en el Ceres, ya había comprendido que al señor Duncan Campbell, más aislado de sus superiores que la Vieja Madre Hubbard, le importaba un bledo el trabajo de calidad.

Los convictos destinados a trabajos en tierra ya se habían ido cuando la gabarra de Richard navegó río abajo llevando a bordo los cuatro equipos de dragado hacia un lugar algo más cercano a la orilla. Su draga era la primera de las cuatro, amarrada con cadenas a ambos lados de ambos extremos. Era una auténtica barcaza de fondo absolutamente plano y forma rectangular, cuyo casco (no tenía ni popa ni proa) se curvaba por encima de la superficie del agua a ambos extremos para que fuera más fácil vararla y subir y bajar de ella al descargarla. Por ser nueva, su interior estaba vacío y la pintura presentaba un aspecto impecable. Saltaron por encima de la regala de la gabarra a una plataforma de cinco palmos de anchura situada a lo largo de uno solo de los costados de la barcaza. En cuanto hubo saltado Jimmy Price, el último hombre, la gabarra se apartó y navegó hacia la siguiente draga, a unas cincuenta yardas de distancia. Tras saludar con la mano a Ike y a sus muchachos, decidieron inspeccionar el lugar. Un extremo de la barcaza era un simple cascarón mientras que el otro disponía de una ancha cubierta, en la cual se levantaba una pequeña cabaña de madera, con su correspondiente cañón de chimenea de hierro. Al percibir el impacto de los hombres que estaban subiendo a bordo, el capataz salió de su vivienda dando caladas a una pipa, con una cachiporra en la otra mano.

– Nosotros no hablamos la jerga de aquí, señor -le dijo Richard amablemente-. Somos del suroeste de Inglaterra.

– Es igual, chicos, eso no me preocupa. -El hombre los estudió con detenimiento-. Sois nuevos en el Ceres. -Al ver que nadie comentaba su observación, el capataz siguió hablando solo-. Muy jóvenes no sois, pero parecéis fuertes. Puede que os saquemos unas buenas toneladas de lastre antes de que os debilitéis. ¿Alguno de vosotros es dragador?

– No, señor -contestó Richard.

– Ya me parecía a mí. ¿Alguno sabe nadar?

– No, señor.

– Más os vale no engañarme, muchachos.

– No es mentira, señor. No venimos de sitios donde se nada.

– ¿Y si echo a alguno de vosotros al agua para averiguarlo? -Hizo ademán de acercarse a Jimmy, el cual gritó aterrorizado. Después repitió el gesto con cada uno de los demás, sin apartar la mirada de sus ojos-. Os creo -dijo-. Después regresó a su cabaña y salió con una silla, en la cual se sentó apoyando una pierna sobre la rodilla de la otra mientras les enviaba una aromática nube de tabaco-. Me llamo Zachariah Partridge y vosotros me llamaréis «señor Partridge». Soy metodista, por eso me llamo así, y soy dragador desde muy joven en Skegness del Wash, por eso me importa un bledo la jerga. De hecho, le pedí al señor Campbell que procurara no enviarme a gente de Londres. Habría preferido que fuerais de Lincoln, pero el suroeste de Inglaterra tampoco está mal. ¿Alguno de vosotros es de Bristol o Plymouth?

– Tres somos de Bristol, señor Partridge. Yo soy Richard Morgan y los otros dos bristolianos son Will Connelly y Neddy Perrott. -Los señaló-. Taffy Edmonds es de la costa de Gales y Bill Whiting y Jimmy Price son de Gloucester.

– Pues entonces, algo sabéis del mar. -El capataz se reclinó contra el respaldo de su silla-. Nuestro propósito es aumentar la profundidad del canal dragando el barro del fondo con este… -señaló con la mano algo que parecía una gigantesca bolsa abierta-… cubo. Se mueve alrededor de una cadena, la que ahora tenéis a vuestros pies, pero que llega al nivel de la cintura cuando hay el cubo. La cadena se puede acortar o alargar según la profundidad del agua. Se reguló justo para este lugar, yo mismo lo hice. -Visiblemente complacido de su discurso (aunque no parecía que lo hiciera con malicia), el señor Zachariah Partridge siguió adelante-. Os preguntaréis por qué en este lugar. Pues muy sencillo, muchachos: porque el Arsenal Real de allí abajo abastece de pertrechos de guerra a todo el Ejército, pero no hay ni una décima parte de los muelles que tendría que haber para las gabarras. Vuestros compañeros de delitos que trabajan en tierra están construyendo los nuevos muelles, llenando los pantanos que rodean el Warren. Y nosotros los dragadores les proporcionamos el lastre, que, como es natural, ellos tienen que mezclar con piedras, grava y cal, de lo contrario, acabaría otra vez en el río.

– Gracias, señor Partridge, por su explicación -dijo Richard.

– La mayoría de la gente no lo hace, ¿verdad? -Volvió a señalar la gigantesca bolsa-. Aquel cubo de allí penetra en el agua desde el extremo donde yo me encuentro y sube por el otro extremo, donde está el pescante. Si hacéis bien el trabajo, se extraen cincuenta libras de barro y cieno… ¡hay que ver la de cosas que salen! Esta barcaza tiene capacidad para veintisiete toneladas de lastre, que así lo llamamos nosotros los dragadores. Eso significa que tendréis que dragar mil, es decir, cien cubos de lastre, para llenarlo. Como estamos en invierno, trabajaréis seis horas… tardan dos horas para traeros aquí y volveros a llevar. Un buen día de trabajo me dará veinte cubos, que son media tonelada. Si restamos los domingos -sabe leer y escribir, pensó Richard-, y restamos otro día de trabajo por mal tiempo, sobre todo en esta época del año, podríais llenar esta barcaza en aproximadamente diez semanas. Cuando esté llena, será remolcada hasta el Warren, donde vosotros la vaciaréis a paletadas antes de que la remolquen a otro lugar y empecéis de nuevo el trabajo.

Le gustan los datos y las cifras; es un discípulo de John Wesley; no es de Londres; y le gusta lo que hace… sobre todo porque no tiene que levantar ni un dedo. ¿Qué podemos hacer para ganarnos su afecto o, por lo menos, su aprobación? ¿Es factible el grado de esfuerzo que exige de nosotros? Si no lo es, nos lo hará pagar de alguna sutil manera wesleyana. No es un bruto.

– ¿Nos está permitido hablar con vos, señor Partridge? Por ejemplo, ¿podemos haceros preguntas?

– Dadme lo que quiero, Morgan, y no tendréis problemas conmigo. Con eso no quiero decir que os vaya a mimar. Si quiero, os puedo romper el brazo con esta cachiporra. Pero no quiero, y por un motivo muy justificado. Pretendo ganarme el aprecio del señor Campbell y, para ello, tengo que facilitarle lastre. Me han puesto al frente de esta barcaza nueva porque mi draga es la que siempre ha obtenido más lastre. Si vosotros me ayudáis, yo estaré dispuesto a ayudaros a vos -dijo el señor Partridge, levantándose de la silla-. Y ahora, muchachos, os voy a decir lo que tenéis que hacer y cómo.

El cubo era una gruesa bolsa de cuero de unos cuatro palmos de largo con una redonda boca de hierro de tres palmos de diámetro. Soldada a la parte inferior del anillo de hierro había una especie de extensión de acero en forma de cuchara ovalada, muy poco profunda y de bordes afilados. Una cadena unida a ambos lados del anillo de hierro se juntaba formando una Y a la única cadena tendida sin interrupción desde un extremo de la barcaza al otro, pero lo bastante floja como para que el cubo alcanzara el fondo del río. La cadena rodeaba un cabrestante que soltaba el cubo en el agua en el extremo de la barcaza donde se encontraba el señor Partridge; el cubo se hundía por su propio peso con su fondo de cuero atado a una maroma movida desde la barcaza. Un pescante provisto de engranaje y polea desplazaba desde el otro extremo de la barcaza la boca de hierro con su cuchara de acero por el fondo del río, recogiendo barro. Cuando el cubo alcanzaba el otro extremo, el pescante tiraba verticalmente de él hacia arriba. Chorreando agua, el cubo era izado a bordo mediante una inclinación del pescante y permanecía en suspenso por encima del compartimiento del lastre. A continuación, tirando de la maroma de su fondo, el cubo se volcaba y vomitaba su contenido. Volvía a bajar vacío, se desplazaba por su cadena hasta el cabrestante y bajaba de nuevo por el costado de la barcaza para devorar una nueva ración de barro del Támesis.

Tardaron toda una semana en acostumbrarse al trabajo, durante la cual el señor Partridge no obtuvo la esperada media tonelada diaria. Él calculaba un cubo cada veinte minutos mientras que el nuevo equipo empleaba en ello una hora. Pero el señor Partridge no hizo ni dijo nada, se limitó a permanecer sentado en su silla, dando caladas a la pipa, con una jarra de ron a sus pies mientras toda su atención se concentraba en la actividad del gran río, excepto en los momentos en que se dedicaba a contemplar con aire ausente los esfuerzos de su equipo. Un bote permanecía amarrado a la barcaza, lo cual podía significar que, al término de la jornada, se acercaba remando a la playa; de todos modos, algunas noches debía de permanecer a bordo, pues compraba leña para su estufa y comida para su despensa a dos de las hordas de botes cantina que navegaban por el río, vendiendo víveres a los barcos; el ron y la cerveza procedían de un tercero.

Los miembros del equipo aprendieron por experiencia ciertos trucos que facilitaban su labor y les permitían cogerle mejor el tranquillo. El cubo tenía tendencia a levantarse del fondo del río y había que empujarlo hacia abajo con una pértiga colocada justo en el lugar apropiado, que era la parte superior del anillo de hierro de sólo medio palmo de anchura. Lo cual se tenía que hacer a ojo de buen cubero, pues la visibilidad en el agua era nula a causa del barro en suspensión que contenía. Cuatro hombres se encargaban del pescante y la maroma, un tercero del cabrestante y otro de la pértiga con la cual se mantenía el cubo en contacto con el fondo del río. La fuerza bruta se concentraba casi en su totalidad en el pescante, aunque el hombre de la pértiga tenía que ser casi tan fuerte como hábil.

Puesto que el señor Partridge no había hecho ni dicho nada, Richard tuvo que encargarse de repartir las tareas entre los hombres de su equipo. Jimmy Price estaba en el cabrestante, que era lo que menos fuerza muscular exigía. Bill, Will y Ned en el pescante, Taffy en la maroma y él en la pértiga.

Muy poco a poco, la velocidad del equipo fue aumentando al igual que la cantidad de barro que recogía el cubo. Cuando alcanzaron el ritmo de veinte cubos por una jornada laboral de seis horas una semana después de haber empezado, un afable señor Partridge les sirvió seis jarras grandes de cerveza suave, un trozo de mantequilla y seis hogazas de pan recién hecho de una libra cada una.

– Supe que erais buenos en cuanto os vi. Yo siempre digo que hay que dejar que los hombres encuentren por sí solos el camino. Recibo una bonificación de cinco libras por cada cargamento de lastre que entrego al Warren… Si vosotros me tratáis bien, yo os trataré bien a vosotros. Si me proporcionáis más de veinte cubos al día, yo os ofreceré el almuerzo: dos pintas de cerveza suave y una libra de buen pan para cada uno. Estáis más delgados que hace una semana y eso no puede ser. Tengo fama de cuidar bien a mis hombres. -Se acarició la parte lateral de la nariz con aire pensativo-. Que conste que no os puedo pagar el almuerzo cada día.

– Nosotros podríamos aportar fondos -dijo Richard-. Como bristoliano que soy, conozco el aroma de este tabaco… Ricketts. En Woolwich debe de ser muy caro…, y apuesto a que en Londres también. Yo podría conseguir que os enviaran una cierta cantidad del mejor tabaco Ricketts, señor Partridge, si vos me facilitarais una dirección. Me temo que, si lo enviaran al Ceres, el señor Sykes se lo quedaría.

– ¡Bueno, bueno! -dijo el señor Partridge, visiblemente complacido-. Consígueme tabaco por valor de un chelín diario y yo os proporcionaré el almuerzo. Y que me envíen el tabaco a la taberna Ducks and Drakes de Plumstead.


Al principio, a Ike Rogers y a los hombres de su equipo no les fueron muy bien las cosas, pero, tras mantener unas cuantas conversaciones con Richard y los suyos, consiguieron aumentar el ritmo y llegaron al mismo tipo de acuerdo con su dragador, un hombre de Gravesend, en Kent.

Lo peor de aquel trabajo era la suciedad. Desde el cabello de la cabeza hasta la suela de los zapatos, los hombres estaban cubiertos de pestilente y negruzco barro, el mismo que cubría la cadena que discurría a lo largo de la plataforma hasta el nivel de la cintura, chorreaba desde el cubo y salpicaba por todas partes cuando se vaciaba el cubo. Al término de aquella primera semana, la flamante barcaza parecía tan vieja como cualquiera de los restantes aparejos más antiguos.

Al darse cuenta de que una vez al día dos de ellos tendrían que bajar al compartimiento del lastre para apartar con una pala el viscoso barro y los repugnantes residuos que éste contenía de tal manera que no se mezclaran con el montículo que se formaba bajo el cubo, Richard tomó una decisión.

– ¿Alguno de vosotros tiene alguna herida en el pie? ¿Un corte, un arañazo, una ampolla?

– Sí, yo -dijo Taffy-. Un callo que me duele mucho.

– Pues entonces, esta noche cuando nos hayamos lavado, te daré un poco de mi ungüento, pero eso significa que no podrás cavar hasta que el pie esté mejor. Yo no quiero meterme en este cieno con los zapatos puestos. Es más, cuando mejore un poco el tiempo, le preguntaré al señor Partridge -que estaba escuchando ávidamente- si podemos dejar los zapatos en su cubierta y trabajar descalzos. Entre tanto, nos turnaremos descalzos con la pala.

Por lo menos, se podían lavar, cosa que hacían todas las noches en cuanto regresaban al sollado del Ceres; la contemplación de lo que sacaban las dragas del Támesis les causaba tal repugnancia a los que no eran de Bristol que éstos experimentaban el deseo de emular a Richard y desnudarse, enjabonarse y lavarse en la bomba junto con las cadenas y los grilletes. Habían llegado a un favorable acuerdo con William Stanley de Seend, por el cual éste hacía que Mikey les lavara la ropa durante el día. La lavaba toda gracias al señor Duncan Campbell, el astuto contratista escocés.

Pues aquel digno caballero había facilitado nuevas prendas de vestir -lo hacía aproximadamente una vez al año- a los moradores de sus academias cuatro días después de la llegada de los hombres de Gloucester: dos pares de pantalones de grueso y áspero lino, dos camisas de lino a cuadros tan gruesas como los pantalones y una chaqueta de lino sin forro. Los hombres de Gloucester descubrieron para su gran deleite, que los pantalones tenían unas costuras tan cortantes como sierras de cortar metales, pero llegaban hasta más abajo de los tobillos, aunque a Richard e Ike les estaban más cortos. La estatura de Ike se había reducido de forma considerable, pero, debido al poco tiempo que llevaban en el Ceres, nadie salvo sus compañeros de Gloucester se había dado cuenta y nadie decía ni pío cuando se ponía los zapatos.

Con los pantalones, los hombres de estatura corriente no tenían que acolcharse los grillos ni que llevar medias para protegerse de los helados vientos del Támesis. Richard, muy hábil en el manejo de la aguja gracias a Lizzie Lock, cortó los extremos de las perneras de los pantalones de Jimmy y los añadió a los suyos mientras que Ike le pagó a Stanley una jarra de ginebra a cambio de sus recortes y le pidió a Richard que se los cosiera a los suyos. ¡Qué invento tan maravilloso eran los pantalones! Los suyos eran de color herrumbre, muy resistentes y fáciles de lavar y muy distintos de los calzones, que sólo llegaban hasta las rodillas. Mientras que los calzones se abrían por la cintura con una ancha banda sujeta con botones al cinturón, los pantalones se abrían por la costura delantera mediante unos botones cosidos verticalmente desde los órganos genitales de un hombre hasta su cintura. Lo cual también facilitaba mucho la tarea de orinar.


El señor James Thistlethwaite se presentó el segundo domingo de la llegada de los hombres al Ceres. Apareció en la puerta estrechando cordialmente la mano del señor Sykes, cruzó el umbral y contempló la prisión carmesí con expresión de incredulidad.

– ¡Jem! ¡Jem!

Se abrazaron con afecto y después se apartaron el uno del otro para echarse mutuamente un vistazo. Habían transcurrido casi diez años desde la última vez que ambos se vieran, y aquellos diez años habían provocado muchos cambios en ambos hombres.

A Richard le pareció que el señor Thistlethwaite ofrecía un aspecto muy próspero. Su traje color vino estaba confeccionado con tejido de la mejor calidad, los botones estaban forrados con tejido de Angora y lucía una espléndida peluca, y tanto su sombrero ribeteado con trencilla dorada como el oro de su faltriquera y su reloj, y sus soberbias botas negras de campaña le conferían un aspecto sensacional. La prominente barriga le otorgaba nobleza y su rostro estaba más mofletudo que antaño y, por consiguiente, menos arrugado, mientras que los capullos de su abultada nariz, causados por su afición al grog, habían florecido hasta alcanzar una morada perfección. Una vez superado el inicial sobresalto, la mirada de sus líquidos ojos azules inyectados en sangre rebosaba de un inmenso amor.

Al señor Thistlethwaite por su parte, Richard se le antojó dos hombres el uno dentro del otro, uno que asomaba brevemente y otro que ocupaba su lugar durante unos momentos muy fugaces. El antiguo Richard y el nuevo inextricablemente mezclados. ¡Qué apuesto era, Dios mío! ¿Cómo se las había arreglado? El cabello casi cortado al rape parecía más oscuro que el castaño de antes y su piel, a pesar de estar muy curtida por la intemperie, ofrecía el mismo impecable aspecto que el marfil. Iba muy bien afeitado e impecablemente limpio, y la desabrochada camisa del domingo dejaba al descubierto los volúmenes y los surcos propios de un músculo sin el menor asomo de grasa. ¿Acaso no tenía frío? En aquella estancia rojo sangre hacía un frío espantoso y, sin embargo, Richard no llevaba chaqueta y daba la impresión de sentirse muy a gusto. Sus zapatos y sus medias estaban limpios… ¡Oh, qué lástima que llevara cadenas! Cadenas el paciente y pacífico Richard Morgan. La idea le resultaba insoportable. Los ojos gris azulados de Morgan eran los que más cambios habían experimentado. Antaño eran levemente soñadores, un poco risueños y siempre muy dulces. Ahora se centraban de una forma más directa en aquello que miraban, no soñaban ni se mostraban risueños y su expresión era decididamente dura.

– ¡Cuánto has crecido, Richard! Esperaba toda suerte de cambios, pero no esto.

El señor Thistlethwaite se pellizcó el caballete de la nariz y parpadeó.

– William Stanley de Seend, te presento al señor James Thistlethwaite -le dijo Richard al marchito y menudo individuo que rondaba por allí cerca-. Déjanos un poco de espacio y que todo el mundo nos deje en paz, ¿me oyes? Haré las presentaciones más tarde. La intimidad -añadió, dirigiéndose a Jem- es el artículo que más escasea a bordo del Ceres, pero se puede conseguir. ¡Os ruego que os sentéis!

– ¡Eres el jefe! -exclamó Jem con asombro.

– No, no lo soy. Me niego a serlo. Lo que ocurre es que de vez en cuando tengo que imponer un poco mi autoridad…, pero eso es algo que hacemos todos cuando nos provocan. El concepto de jefe se asocia con el ruido y la furia, y yo soy tan taciturno ahora como lo era en Bristol. Y, además, no quiero gobernar a ningún hombre más que a mí mismo. La necesidad obliga, Jem, eso es todo. A veces, son como ovejas y yo no quiero que los envíen al matadero. Excepto Will Connelly, otro bristoliano de Colston que estuvo sometido a la autoridad de un buen director, son muy poco duchos en el uso del caletre. Y la verdadera diferencia entre Will Connelly y yo se resume en el primo James el farmacéutico. De no haberle conocido y de no haber él sido tan bueno conmigo, el Richard Morgan que veis ahora no existiría. Sería como uno de esos pobres irlandeses de Liverpool de allí abajo, un pez fuera del agua. -Richard esbozó una radiante sonrisa y se inclinó hacia delante para tomar la mano del señor Thistlethwaite en la suya-. Y ahora, habladme de vos. Estáis espléndido.

– Puedo permitirme el lujo de estar espléndido, Richard.

– ¿Os habéis casado con una mujer adinerada como todo bristoliano que se precie?

– No. Pero me gano la vida con las mujeres. Estás en presencia de un hombre que, bajo un nom de plume, naturalmente, escribe novelas para el deleite de las damas. Leer novelas es la más reciente afición de las mujeres y todo eso ocurre porque las han enseñado a leer y escribir, pero no les permiten hacer nada más, ¿comprendes? Entre las librerías, los episodios publicados por entregas en las revistas y los préstamos de las bibliotecas, me gano muchísimo mejor la vida que con las sátiras. Los condados están llenos de gentiles lectoras en todas las vicarías, parroquias, mansiones y posadas; por consiguiente, mi público es tan vasto como Gran Bretaña, pues las damas de Escocia e Irlanda también leen. Y no sólo eso, sino que también me leen en América. Sin embargo, ya no bebo ron de Cave. Ahora sólo bebo el mejor brandy francés.

– ¿Y estáis casado últimamente?

– No. Mi respuesta es por segunda vez negativa. Tengo dos amantes, ambas casadas con hombres de inferior categoría. Y eso me basta. Ahora quiero que me hables de ti, Richard.

Richard se encogió de hombros.

– Tengo poco que deciros, Jem. Me pasé tres meses en la Newgate de Bristol, exactamente un año en la cárcel de Gloucester y ahora llevo dos semanas del tiempo que tenga que pasarme a bordo del Ceres. En Bristol me sentaba a leer libros. En Gloucester acarreaba bloques de piedra. En el Ceres drago el fondo del Támesis, lo cual no es nada para alguien acostumbrado como yo al barro de la bajamar en Bristol. Aunque todos nosotros lo pasamos muy mal cuando sacamos el cadáver de un bebé.

Pasaron después a la importante cuestión del dinero y de la mejor forma de proteger los tesoros secretos de monedas de oro.

– Sykes no será ningún problema -dijo Jem-. Le he deslizado una guinea y se ha puesto panza arriba como un perro. Anímate. Llegaré a un acuerdo con el señor Sykes para que te compre todo lo que necesites tanto de comida como de bebida. Y eso se extiende también a tus amigos. Tienes muy buen aspecto, pero te veo delgado.

Richard meneó la cabeza.

– Comida no, Jem, sólo cerveza suave. Aquí hay casi cien hombres, calculando los pocos que van muriendo. Cada hombre vigila como una fiera cuánta comida distribuyen los contadores a los demás hombres. Lo único que necesitamos es conservar el dinero que tenemos y quizá pediros un poco más a vos en caso necesario. Hemos tenido suerte de encontrar a un ambicioso dragador, y el Támesis está lleno de botes cantina que venden víveres a los barcos que se encuentran amarrados en el puerto. Por consiguiente, comemos bien al mediodía en nuestra draga a dos peniques por barba, desde pescado salado a verdura y fruta del tiempo. Ike Rogers y sus chicos también están consiguiendo domar a su dragador.

– Cuesta creerlo -dijo lentamente Jem-, pero estás lleno de proyectos y hasta casi parece que te lo pasas bien aquí. Eso se debe al sentido de la responsabilidad.

– Es la fe en Dios lo que me sostiene. Sigo conservando la fe, Jem. Para ser un convicto, he tenido mucha suerte. En Gloucester, una mujer llamada Lizzie Lock me guardaba las cosas y me enseñó a coser. Por cierto, se volvió loca de contento con el sombrero; nunca os lo agradeceré bastante. Echamos de menos a las mujeres por los motivos que ya os expliqué en una de mis cartas, si mal no recuerdo. He conservado la salud y se me ha aguzado el ingenio. Y aquí, en esta reunión de brutos sin mujeres, hemos conseguido hacernos un hueco, gracias a un jinete avaricioso y a un ambicioso dragador que combina el metodismo con el ron, el tabaco y la holgazanería. Extraños compañeros, pero los he conocido todavía más extraños.

La piedra de filtrar se encontraba en la mesa, muy cerca de él. Richard alargó la mano con aire ausente y empezó a acariciarla. Un murmullo recorrió la sala carmesí cuyos ocupantes estaban tan intrigados ante la presencia de un visitante que no podían por menos que contemplarlo con envidia. Sin embargo, la reacción de todos aquellos hombres ante el distraído gesto de Richard era un misterio que la sensible nariz del señor Thistlethwaite estaba deseando investigar.

– Siempre y cuando tenga un poco de dinero, la avaricia es el mejor amigo de un convicto -añadió Richard, volviendo a apoyar la mano en el dorso de la otra-. Aquí los hombres son mucho más baratos que treinta monedas de plata. Los que más pena me dan son los de Northumbria y Liverpool. No tienen un céntimo. Por eso casi todos mueren de enfermedad o de pura desesperación. Algunos de ellos sobreviven…, como si Dios tuviera algún designio sobre ellos. Y los londinenses de arriba son sorprendentemente fuertes y tan astutos como unas ratas muertas de hambre. Se rigen por unas normas distintas, creo… A lo mejor, las grandes ciudades son como países enteros con su propia manera de ver la vida. Que no es la nuestra, pero yo rechazo buena parte de lo que oigo en el sollado del Ceres acerca de los londinenses. El sollado del Ceres alberga a todo el resto de Inglaterra. Nuestros carceleros son venales y, por si fuera poco, pervertidos. Y a todo ello hay que añadir a los tipos como William Stanley de Seend. Ordeña las actividades de este lugar mucho mejor de lo que ordeña una lechera a su vaca preferida. Y todos nosotros, desde Hanks y Sykes, pasando por los soplones, los palurdos, los tontos y los borrachines hasta llegar a los pobres desgraciados que se están muriendo en aquella plataforma, caminamos por una cuerda tendida sobre un abismo infernal. Una leve inclinación hacia uno u otro lado, y caemos. -Richard respiró hondo, asombrándose de su propia elocuencia-. Aunque nadie en su sano juicio podría calificar de juego esto que nosotros hacemos, por más que tenga muchas cosas en común con un juego. Hay en ello mucho ingenio, pero también un poco de suerte, y parece que Dios me ha dado suerte.

Fue durante aquella explicación cuando el señor Thistlethwaite comprendió de repente buena parte de las cosas que siempre lo habían desconcertado y atormentado a propósito de Richard Morgan. Richard se había pasado la vida en Bristol como si fuera una balsa empujada en distintas direcciones, siempre a la merced, y obedeciendo al capricho de los demás. Ni siquiera la desaparición de William Henry había conseguido otorgarle un rumbo. A pesar de los dolores y los desastres, había seguido siendo una balsa pasiva. Lo que Ceely Trevillian había hecho era arrojarlo a un océano en el que una balsa no hubiera tenido más remedio que zozobrar. Un océano en el que Richard había considerado que sus hermanos no podrían mantenerse a flote, por cuyo motivo él se los había echado a la espalda. La cárcel le había dado una estrella que guiaba su rumbo, y su propia voluntad había desplegado unas velas que ni siquiera él creía poseer. Y, por ser un hombre que necesitaba amar a alguien más que a sí mismo, había emprendido la tarea de salvar a su propia gente, a aquellos que había llevado consigo desde la cárcel de Gloucester hasta aquellos mares desconocidos, azotados por las tormentas.

Una vez hechas las presentaciones, los catorce convictos (William Stanley de Seend y Mikey Dennison se tenían que incluir en el grupo) se dispusieron a escuchar lo que el señor James Thistlethwaite les podía decir acerca de su posible futuro.

– Al principio -dijo el proveedor de deleites literarios para la mayoría de mujeres británicas que sabían leer y escribir-, los que se encontraban a bordo del Ceres estaban destinados a un lugar llamado Lemaine, que, según tengo entendido, es una isla situada en el centro de un caudaloso río africano, aproximadamente del mismo tamaño que la isla de Manhattan en Nueva York. Donde no cabe duda de que casi todos vosotros habríais muerto a causa de alguna pestilencia en menos de un año. Tenéis que darle las gracias a este Edmund Burke por haber eliminado Lemaine y toda África de la lista de lugares considerados posibles destinos de las deportaciones.

«Ayudado y respaldado por lord Beauchamp, en el transcurso de los pasados meses de marzo y abril, Burke atacó los planes del señor Pitt de librar a Inglaterra de sus delincuentes. Mejor, exclamó Burke, ahorcarlos a todos que meterlos en un barco y enviarlos a algún lugar, donde la muerte sería mucho más lenta y el espectáculo mucho más doloroso. Después del inevitable comité de investigación parlamentario, el señor Pitt fue obligado a descartar África, probablemente para siempre. Entonces la atención se centró en la sugerencia del señor James Matra, según el cual la Botany Bay de Nueva Gales del Sur podría ser un buen lugar. Lord Beauchamp había armado un gran alboroto por el hecho de que la isla de Lemaine se encontrara más allá de los confines del territorio inglés, en una región frecuentada por los franceses, los españoles y los portugueses en el transcurso de sus actividades negreras. Esta Botany Bay, en cambio, a pesar de encontrarse fuera de los límites del territorio inglés, no es territorio de nadie. Por consiguiente, ¿por qué no matar dos pájaros de un tiro? El cuervo, una desagradable especie de ave de tamaño mucho más grande, sois vosotros, que le costáis a Inglaterra un dineral del que obtiene muy poco o ningún beneficio. La codorniz, una dulce criatura mucho más sabrosa, es la posibilidad de que, después de unos cuantos años de inversión, Botany Bay le reporte a Inglaterra unos cuantiosos beneficios.

Richard tomó un libro y trató de mostrar a sus compañeros la situación de Botany Bay en uno de los mapas del capitán Cook, pero los únicos rostros que parecieron comprender algo fueron los de aquellos que sabían leer y escribir.

El señor Thistlethwaite lo intentó.

– ¿Cuánto dista Londres de Oxford, por ejemplo? -preguntó.

– Muchísimo -contestó Willy Wilton.

– Unas cincuenta millas más o menos -dijo Ike Rogers.

– Pues Botany Bay está doscientas veces más lejos de Londres que Oxford. Si un carruaje tarda una semana en cubrir la distancia entre Londres y Oxford, este mismo carruaje tardaría doscientas semanas más en hacer el viaje de Oxford a Botany Bay.

– Pero los carruajes no pueden viajar por mar -objetó Billy Earl.

– No -dijo pacientemente el señor Thistlethwaite-, pero los barcos sí pueden y con mucha más rapidez que los carruajes. Cuatro veces más rápido por lo menos. Eso significa que un barco tardaría un año de Londres a Botany Bay.

– Eso es demasiado -dijo Richard, frunciendo el entrecejo-. Vos lo tendríais que recordar de vuestros tiempos en Bristol, Jem. Con viento favorable, un barco puede navegar doscientas millas en un solo día. Descontando el tiempo de las escalas en los distintos puertos y los períodos de calma y cambio de bordadas, el tiempo podría ser tan breve como seis meses.

– Eso no son más que minucias, Richard. Tanto si son seis meses como si es un año, Botany Bay no sólo se encuentra en la otra punta del globo sino que, además, está debajo. Y ya me he cansado. Me voy.

Súbitamente exhausto, el señor Thistlethwaite se levantó.

¡Menos mal que están a cargo del infinitamente paciente Richard! Si estuvieran al mío, pensó, aporreando fuertemente la puerta para que lo dejaran salir, me pondría de la parte de Edmund Burke y los ahorcaría a todos. No le veo el menor sentido a este experimento de Botany Bay. Huele a desesperación absoluta.

Adieu! Adieu! -gritó mientras el gigger dubber de turno le dubbeaba la puerta-. ¡Pronto nos volveremos a ver!

– El señor Thistlethwaite es un hombre extraordinario -dijo Bill Whiting, usurpando el lugar anteriormente ocupado por el visitante al lado de Richard-. ¿Es tu confidente de Londres, Richard mi amor?

A Richard le molestaba el antiguo apodo.

– No me llames así, Bill -dijo éste con cierta tristeza-. Me recuerda a las mujeres de la cárcel de Gloucester.

– Es verdad. Perdona. -Billy no era últimamente tan descarado como antes. En el Ceres los graciosos no estaban muy bien vistos. Buscó otro tema-. Al principio, pensé que este Stanley de Seend se convertiría en uno de los nuestros, pero sólo está con nosotros para ver lo que saca.

– ¿Y qué otra cosa esperabas, Bill? Tú y Taffy birlabais animales vivos. Stanley de Seend fue sorprendido robando uno que estaba muerto. Siempre procurará desplumar aquello contra lo que no puede luchar.

– No sé -dijo Bill con una soñadora expresión que contrastaba con su habitual buen humor.

– Aunque tú y el señor Thistlethwaite sólo estéis medio en lo cierto, esta Botany Bay debe de estar lejísimos de aquí. A Stanley le podría caer un mástil en la cabeza. ¿Y no te parecería bonito que el señor Sykes sufriera un accidente antes de que nos fuéramos de aquí?

Richard lo asió por los hombros y lo sacudió.

– ¡Ni se te ocurra pensar y tanto menos decir estas cosas, Bill! Sólo hay una manera de salir de esta desdichada situación, y esta manera consiste en aguantarla sin llamar la atención de aquellos que tienen poder para aumentar nuestra aflicción. Aborrécelos, pero sopórtalos. Todas las cosas terminan. El Ceres terminará. Y, más tarde o más temprano, Botany Bay también. No somos jóvenes, pero tampoco viejos. ¿Es que no lo entiendes? ¡Si sobrevivimos, ganamos! Eso es lo único que nos tiene que preocupar.


Y así fue transcurriendo el tiempo, marcado por los pequeños recorridos del cubo de la draga…, adentro, afuera, alrededor. Montones de pestilente barro. El pestilente sollado del Ceres. Los pestilentes cadáveres que una vez a la semana se sacaban del pontón para ser enterrados en un erial de las inmediaciones de Woolwich que el señor Duncan Campbell había adquirido con este propósito. Seguían llegando caras nuevas. Algunas de ellas terminaban en el erial. Y algunas de las viejas también, pero ninguna de ellas pertenecía a Richard o a Ike Rogers.

En el sollado reinaba cierta camaradería derivada de las tribulaciones en común, algo más distante entre los grupos que apenas podían comunicarse entre sí. Al término de los primeros siete meses, todas las caras que habían sobrevivido se conocían, se saludaban con la cabeza, se intercambiaban chismes y noticias y hasta incluso simples bromas y chistes. Había peleas, algunas muy graves; había rencillas, algunas muy amargas; y había cierto número de soplones y pelotilleros como William Stanley de Seend; y, en contadas ocasiones, alguien moría de muerte violenta.

Como en todos los grupos forzados de hombres de muy distinta condición, las vetas de los sujetos individuales y los distintos estratos de peso similar se agitaban hasta formar un conjunto estable y uniforme. A pesar de que las repeticiones mensuales de las invocaciones haendelianas e hipocráticas servían para evitar que otros grupos penetraran en sus dominios, tanto el grupo de Richard como el de Ike conseguían confraternizar con los demás sin por ello renunciar a su individualismo. No eran prepotentes, bromistas ni animales de rapiña, pero tampoco caían en poder de aquellos que sí lo eran. Vive y deja vivir, ésta era la norma por la que se regían.

El señor Zachariah Partridge no tuvo ningún motivo para variar su opinión acerca de su equipo de dragado; cuando los días se alargaron y las horas de trabajo aumentaron, empezó a cobrar su bonificación de cinco libras por carga máxima con más frecuencia de lo que él había imaginado. El hecho de mantenerse en forma mediante el trabajo y una buena alimentación se había convertido en un ritual para aquellos hombres.

Como todos los que vivían y trabajaban en aquel populoso río, desde los propietarios de los botes cantina a los carceleros de los pontones, el señor Partridge era muy consciente de la peligrosa amenaza de Botany Bay. Ello lo indujo a mostrarse generoso con su equipo, pues sabía que, en caso de que lo eligieran para zarpar rumbo a aquel lejano lugar, sus posibilidades de obtener un equipo la mitad de bueno que aquél eran más bien escasas. El tabaco Ricketts había llegado, junto con un barrilito de excelente ron. Por consiguiente, cuando Richard y sus hombres querían disfrutar de los servicios de algún bote cantina que vendía artículos un tanto curiosos, no ponía el menor reparo, siempre y cuando la draga recogiera la cantidad de lastre estipulada. Fascinado, los veía acumular prendas de dril, jaboneras, zapatos, tijeras, navajas de buena calidad, suavizadores, piedras de amolar, peines de dientes finos, aceite de brea, extracto de malta, calzoncillos, medias gruesas, linimentos, cuerdas, bolsas resistentes, tornillos y herramientas.

– No andáis muy bien de la cabeza -comentó-. ¿Pensáis que os va a ocurrir lo que a Noé?

– Sí -contestó solemnemente Richard-. Es una comparación muy apropiada. Dudo que haya botes cantina en Botany Bay.

Jem Thistlethwaite les comunicaba noticias siempre que había alguna. A finales de agosto les dijo que lord Sydney había dirigido una carta oficial a los lores comisarios del Tesoro, comunicándoles que setecientos cincuenta convictos iban a ser trasladados a una nueva colonia de Nueva Gales del Sur que probablemente estaría ubicada en Botany Bay. Su custodia se encomendaría a la Armada Real de su majestad y estarían bajo el control directo de tres compañías de infantes de marina, los cuales deberían firmar un contrato de tres años de servicio, contados a partir de la fecha de su llegada a Nueva Gales del Sur.

– No se limitarán a arrojaros a la playa -dijo-, eso seguro. El Foreign Office está inundado de listas, desde convictos a ron y a embarcaciones auxiliares para los contratos. Aunque sólo será una expedición de convictos varones -añadió sonriendo-. Tienen en proyecto proporcionar mujeres de las cercanas islas, empleando sin duda el mismo método empleado por Roma que raptó a las sabinas en el Quirinal. Lo cual me recuerda que os tengo que dar los volúmenes que quedan de Decadencia y caída del Imperio Romano.

– ¡Jesús! -exclamó Bill Whiting-. ¡Esposas indias! Pero ¿qué clase de indias? Las hay de todo tipo, desde negras a rojas y amarillas, y tan bellas como Venus o tan feas como la Medusa.

Sin embargo, el señor Thistlethwaite les comunicó en octubre que no habría esposas indias.

– Al Parlamento no le hizo gracia la referencia al rapto de las sabinas, pues todo el mundo comprendió que los indios no estarían dispuestos a regalar a sus mujeres y ni siquiera a venderlas. Los filántropos bienintencionados protestaron. Por consiguiente, han decidido deportar también a mujeres, ignoro cuántas. Puesto que cuarenta infantes de marina viajarán con sus mujeres y su familia, han decidido que los matrimonios de reclusos que estén en la cárcel, también sean deportados juntos. Por lo visto, hay algunos.

– Nosotros conocíamos a uno en Gloucester -dijo Richard-. Bess Parker y Ned Pugh. Ignoro qué habrá sido de ellos, pero ¿quién sabe? Si todavía viven, puede que los hayan elegido… Pero qué lástima que deporten a hombres como Ned Pugh y a mujeres como Lizzie Lock, que el año que viene cumplirán cinco de sus siete años de condena.

– No esperes ver a Lizzie Lock, Richard. Tengo entendido que elegirán a mujeres de la Newgate de Londres.

– ¡Puf! -fue la reacción general ante la noticia.

La fuente de información regresó una semana más tarde.

– Han nombrado a un gobernador y a un subgobernador para Nueva Gales del Sur. El gobernador será un tal capitán Arthur Phillip de la Armada Real y el subgobernador será el comandante Robert Ross de la Infantería de Marina. Estaréis en manos de la Armada Real, lo cual significa que trabaréis conocimiento con el gato. Ningún hombre de mar, ni siquiera un infante de marina, puede vivir sin el gato, y no me me refiero a la criatura de cuatro patas que hace «miau». -Se estremeció y cambió de tema-. Se han hecho otros nombramientos. La colonia se regirá según el reglamento naval… El gobierno no será por elección. Creo que el juez-abogado es un marino. Habrá un cirujano jefe y varios cirujanos auxiliares, y, naturalmente, ¿cómo podríais vivir sin un buen Dios de pura cepa inglesa?, un capellán. Pero, de momento, todo eso se lleva en el más estricto secreto.

– ¿Cómo es este gobernador Phillip? -preguntó Richard.

El señor Thistlethwaite soltó una sonora risotada.

– ¡Es un don nadie, Richard! Un auténtico don nadie naval. El almirante lord Howe se mostró muy despectivo al enterarse, pero supongo que él había pensado en algún joven sobrino suyo para este puesto de mil libras anuales. Mi fuente es un íntimo amigo mío, sir George Rose, tesorero de la Armada Real. Me dice que lord Sydney eligió personalmente a este Phillip tras haber mantenido una larga conversación con el señor Pitt, el cual está convencido de que este experimento dará resultado. Pero no lo dará, su gobierno será derrotado en algo tan insignificante como la cuestión penitenciaria. Todos esos delincuentes que no tienen a donde ir y los que se les van a añadir. El problema es que las celosas y reformistas mentes de los filántropos ingenuos asocian la deportación con la esclavitud. Por consiguiente, cuando un filántropo abraza lo uno, con harta frecuencia abraza también lo otro.

– Hay ciertas semejanzas -dijo secamente Richard-. Decidnos algo más de este gobernador Phillip que será el árbitro de nuestros destinos.

– Un don nadie, tal como ya he dicho. -El señor Thistlethwaite se humedeció los labios con la lengua, pensando que ojalá tuviera una copa de brandy-. Su padre era un alemán que se dedicaba a la enseñanza de idiomas en Londres. Su madre había estado anteriormente casada con un capitán de la marina y estaba emparentada de lejos con lord Pembroke. El chico estudió en una versión naval de Colston, lo cual quiere decir que eran pobres. Al término de la guerra de los Siete Años le dieron la media paga propia de los oficiales que no están en servicio activo y él decidió servir en la armada portuguesa, cosa que hizo con gran mérito durante siete años. El puesto de mando más alto que ha tenido en la Armada Real fue un bajel de cuarta categoría que jamás participó en ninguna acción. Ha abandonado un segundo retiro para ocupar este puesto. No es joven, pero tampoco muy viejo.

Will Connelly frunció el entrecejo.

– Me parece muy raro, Jem. -Lanzó un suspiro-. Más bien me parece que nos van a dejar abandonados en Botany Bay. De lo contrario, el gobernador sería… pues, no sé, un lord o un almirante como mínimo.

– Dime el nombre de algún lord o almirante que estuviera dispuesto a irse al confín del mundo por una paga de sólo mil libras al año, Will, y yo te ofreceré la corona y el cetro de Inglaterra. -El señor James Thistlethwaite esbozó una picara sonrisa más propia del escritor de sátiras que antaño fuera-. Un interesante viaje a las Indias Orientales puede que sí. Pero ¿eso? Lo más probable es que sea un lugar tremendamente peligroso. Nadie sabe realmente lo que se puede uno encontrar en Botany Bay, aunque todo el mundo supone que leche y miel por la sencilla razón de que conviene creerlo así. Ser el gobernador de semejante lugar es la clase de puesto que sólo un don nadie puede aceptar.

– Aún no nos habéis dicho por qué precisamente este don nadie -dijo Ike.

– Sir George Rose lo propuso inicialmente porque es muy eficiente y compasivo. Éstas fueron sus palabras. No obstante, Phillip es también una rareza en la Armada Real, pues habla con fluidez varios idiomas. Puesto que su padre era maestro de idiomas, lo más probable es que absorbiera los idiomas extranjeros con la leche de su madre. Habla francés, alemán, holandés, español e italiano.

– ¿De qué le van a servir en Botany Bay, donde los indios no los hablan? -preguntó Neddy Perrott.

– De nada en absoluto, pero sí le servirán para llegar hasta allí -dijo el señor Thistlethwaite, tratando virilmente de no perder la paciencia, ¿cómo podía Richard aguantarlos?-. Lo más seguro es que haya varias escalas y ninguna de ellas inglesa. Tenerife, española. Cabo Verde, portuguesa. Río de Janeiro, portuguesa. El Cabo de Buena Esperanza, holandesa. Es una cuestión muy delicada, Neddy. ¡Imagínate! Se presenta de pronto una flota de diez bajeles de guerra ingleses sin previo aviso para fondear en un puerto perteneciente a un país contra el cual hemos combatido o en cuyo territorio de esclavos nos hemos adentrado furtivamente. El señor Pitt considera imprescindible que establezcamos excelentes relaciones con los gobernadores de las distintas escalas. Nadie entenderá ni una sola palabra de inglés.

– ¿Y por qué no utilizar intérpretes? -preguntó Richard.

– ¿Para que las negociaciones pasen a través de un intermediario de rango inferior? ¿Con los españoles y los portugueses, que son la gente más puntillosa y protocolaria que existe en este mundo? ¿Y con los holandeses, que serían capaces de hacerle una mala pasada a Satanás si pensaran que había una posibilidad de obtener algún provecho? No, el señor Pitt insiste en que el gobernador pueda conversar directamente con todos los susceptibles gobernadores provinciales que encuentre en el transcurso de su travesía desde Inglaterra a Botany Bay. -El señor Thistlethwaite soltó una perversa carcajada-. ¡Ja, ja, ja! Los acontecimientos giran en torno a estas trivialidades, Richard. Porque no son trivialidades. Sin embargo, ¿quién piensa en ellas cuando se hacen los cálculos? Nos imaginamos a personas como sir Walter Raleigh, fanfarrón, pirata, íntimo amigo de la buena reina Bess. Un ceremonioso gesto con el pañuelo de encaje, un husmeo a su caja de perfumes, y todos caen rendidos a sus pies. Pero la verdad es que ya no vivimos en aquellos tiempos. Nuestro mundo moderno es muy distinto y, ¿quién sabe? A lo mejor, este don nadie del capitán Arthur Phillip tiene exactamente las cualidades que se requieren para esta tarea en particular. Sir George Rose así parece creerlo. Y tanto el señor Pitt como lord Sydney están de acuerdo con él. El hecho de que el almirante lord Howe no lo esté carece de importancia. Por muy lord del Almirantazgo que sea, la Armada Real aún no gobierna Inglaterra.


Los rumores volaban a medida que los días se volvían a acortar y los intervalos entre las bonificaciones de cinco libras del señor Zachariah Partridge se iban alargando, en combinación con las dos semanas de lluvia incesante de finales de noviembre, en cuyo transcurso los convictos tuvieron que permanecer confinados en el sollado del Ceres. Los ánimos estaban muy alterados y los que habían llegado a alguna especie de acuerdo con sus supervisores de la playa o de las dragas para poder disfrutar de raciones adicionales de comida en sus puestos de trabajo tenían dificultades para acostumbrarse de nuevo a las raciones del Ceres, las cuales no habían mejorado ni en cantidad ni en calidad. El señor Sykes triplicaba su escolta cuando se veía obligado a permanecer en el mismo lugar que un numeroso grupo de convictos, y el barullo que armaban los londinenses de la cubierta de arriba se oía desde el sollado.

Los convictos tenían sus maneras de pasar el rato; a falta de ginebra y de ron, principalmente con el juego. Cada grupo disponía de por lo menos una baraja de cartas y un par de dados, pero no todos los que perdían (las apuestas podían ser de comida o de tareas) cumplían con su obligación. Los que sabían leer formaban una especie de sustrato; aproximadamente un diez por ciento del número total de hombres se intercambiaban libros en caso de tenerlos o los pedían prestados en caso de que no, si bien la propiedad era celosamente respetada. Y alrededor de un veinte por ciento lavaba la ropa blanca de segunda mano que les ofrecía el señor Duncan Campbell, tendiéndola en unas cuerdas que se entrecruzaban en los baos y dificultaban más si cabe los paseos que efectuaban los hombres para hacer ejercicio. A pesar de que el sollado no estaba excesivamente lleno, el espacio disponible para los paseos sólo permitía que los hombres pasearan por él de cincuenta en cincuenta, siempre con la cabeza agachada y arrastrando los pies. Los demás tenían que permanecer sentados en los bancos o bien tumbados en las plataformas. En los seis meses transcurridos entre julio y finales de diciembre, el Ceres perdió ochenta hombres a causa de las enfermedades, más de una cuarta parte de toda la población de convictos, equitativamente repartidos entre las dos cubiertas.

A finales de diciembre el señor Thistlethwaite pudo decirles algo más. Para entonces, su público había aumentado de forma considerable y estaba constituido por todos los que podían entenderlo, un número que también se había incrementado gracias a la proximidad. A aquellas alturas, sólo los más rústicos habitantes del sollado no podían entender las palabras de los que hablaban un inglés en cierto modo similar al que se escribía en los libros y entender al mismo tiempo buena parte de la rápida jerga de Newgate, siempre y cuando sus usuarios hablaran despacio.

– Las ofertas de los proveedores -anunció el señor Thistlethwaite a sus oyentes- ya se han aceptado y algunos han derramado algunas lágrimas. El señor Duncan Campbell pensó que ya tenía suficiente con sus academias, por lo que acabó por no participar en absoluto. La oferta más barata, presentada por los señores Turnbull Macaulay y T. Gregory, siete peniques y un tercio al día por cada hombre o mujer, no fue aceptada. Tampoco lo fue la de los negreros señores Camden, Calvert & King, pues lord Sydney no consideró oportuno utilizar los servicios de una empresa dedicada a la trata de esclavos en esta primera expedición, a pesar de que el precio también era barato. El que se ha alzado con el triunfo es un amigo de Campbell llamado William Richards, Hijo. Se califica a sí mismo de naviero, pero sus intereses van mucho más allá. Tiene socios, como es natural. Y supongo que colabora estrechamente con Campbell. Debo deciros que todos los marinos que viajarán con vosotros no serán dignos de envidia, pues están incluidos en el precio de los proveedores, con unas raciones muy parecidas a las vuestras, exceptuando el ron y la harina que recibirán a diario.

– ¿Cuántos seremos? -preguntó uno de Lancaster.

– Habrá cinco navios de transporte para unos quinientos ochenta convictos varones y casi doscientas mujeres, así como unos doscientos marinos con cuarenta esposas y un número indeterminado de niños. Habrá tres bajeles de almacenamiento y la Armada Real estará representada por una gabarra y un bajel de guerra que será el buque insignia de la flota.

– ¿Por qué los llaman «de transporte»? -preguntó uno del condado de Yorkshire llamado William Dring-. Yo soy marinero de Holl y, sin embargo, es una clase de barco que no conozco.

– Los navios de transporte trasladan hombres -contestó serenamente Richard, mirando a Dring a los ojos-. Por regla general, tropas destinadas a ultramar. Creo que hay algunos, aunque ahora ya deben de ser muy viejos: los que se utilizaron para enviar tropas a la guerra americana ya se habían utilizado en la guerra de los Siete Años. Y también hay navios de transporte costeros para el traslado de marinos y soldados entre Inglaterra, Escocia e Irlanda. Pero éstos serían demasiado pequeños. Jem, ¿se exigían algunos requisitos especiales a los navios dedicados al transporte?

– Sólo que estuvieran en condiciones de navegar y fueran capaces de efectuar una larga travesía a través de unos mares inexplorados. Tengo entendido que han sido inspeccionados por la Armada, pero no sé hasta qué extremo. -El señor Thistlethwaite respiró hondo y decidió ser sincero. ¿Por qué dar falsas esperanzas a aquellos pobres desgraciados-. La verdad es que nadie tuvo demasiado interés en ofrecer sus barcos. Al parecer, lord Sydney contaba con un ofrecimiento de la Compañía de las Indias Orientales cuyos barcos son los mejores. Hasta les ofreció la posibilidad de que los barcos siguieran directamente desde Botany Bay a Wampoa en Catay para recoger cargamentos de té, pero la Compañía de las Indias Orientales no mostró el menor interés. Prefiere que sus barcos recalen en Bengala antes de seguir hasta Wampoa, no sé por qué. Por consiguiente, lord Sydney no ha podido disponer de barcos con demostrada capacidad para largas travesías. Cabe la posibilidad de que la inspección naval sólo consistiera en escoger los mejores de entre un surtido muy deficiente. -Contempló los consternados rostros que lo rodeaban y se arrepintió de haber sido tan sincero-. No vayáis a pensar, amigos míos, que os van a embarcar en unas tinas y que éstas se hundirán irremisiblemente. Ningún propietario de barcos se puede permitir el lujo de poner indebidamente en peligro su propiedad, aunque sus aseguradores le ofrecieran esta oportunidad. No, no es eso lo que yo quiero decir.

– Ya sé lo que queréis decir, Jem -dijo Richard-. Que nuestros barcos de transporte son bajeles negreros. ¿Por qué no iban a serlo? La trata de esclavos ha bajado desde que se nos negó el acceso a Georgia y Carolina, y no digamos a Virginia. Tiene que haber muchos barcos negreros buscando trabajo. Y ya están construidos especialmente para el transporte de hombres. Bristol y Liverpool los tienen amarrados en sus muelles a cientos y algunos de ellos tienen capacidad para acoger a varios centenares de esclavos.

– En efecto, así es -dijo el señor Thistlethwaite, lanzando un suspiro-. Aquellos de vosotros que sean elegidos harán la travesía en barcos negreros.

– ¿Se sabe algo de cuándo va a ser eso? -preguntó Joe Robinson de Hull.

– Nada. -El señor Thistlethwaite contempló el círculo de rostros y esbozó una sonrisa-. No obstante, he dispuesto que esta Navidad se sirva en el sollado del Ceres media pinta de ron a cada hombre. No tendréis ocasión de probarlo durante la travesía; por consiguiente, os aconsejo que no os lo traguéis enseguida y lo dejéis reposar un poco en la lengua.

El señor Thistlethwaite se apartó con Richard.

– Te traigo otro lote de piedras de filtrar de parte del primo James el farmacéutico. Sykes las repartirá, no temas. -Rodeó a Richard con sus brazos y lo estrechó con tal fuerza que nadie vio cómo la bolsa de guineas se deslizaba desde el bolsillo de su chaqueta al bolsillo de la chaqueta de Richard-. Eso es todo lo que puedo hacer por ti, amigo de mi corazón. Escribe siempre que puedas, te lo suplico.


– Me pican los pulgares -dijo Joey Long estremeciéndose durante la cena del 5 de enero de 1787.

Los otros se volvieron a mirarle con la cara muy seria. Aquel pobrecillo a veces tenía premoniciones y nunca se equivocaba.

– ¿Sabes por qué, Joey? -le preguntó Ike Rogers.

Joey meneó la cabeza.

– No. Simplemente noto que me pican.

Pero Richard lo sabía. El día siguiente sería el 6 de enero y, desde hacía dos años, cada 6 de enero se había puesto en camino hacia un nuevo lugar de dolor.

– Joey presiente que se va a producir un cambio -dijo-. Esta noche vamos a recoger nuestras cosas. Nos lavamos, nos cortamos el pelo al rape, nos peinamos los unos a los otros para despiojarnos, nos aseguramos de que toda nuestra ropa, nuestros sacos, nuestras bolsas y cajas estén debidamente marcadas. Por la mañana nos trasladarán a otro sitio.

A Job Hollister le empezó a temblar el labio.

– Puede que no nos elijan.

– Puede que no. Pero yo creo que los pulgares de Joey dicen que sí.

Y gracias, Jem Thistlethwaite por aquella media pinta de ron. Mientras el sollado del Ceres roncaba, yo pude ocultar vuestras guineas en nuestras cajas, aunque nadie lo sabe excepto yo.

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