Esta novela es un homenaje a muchas personas y hechos; también a ciertos lugares; y por supuesto, a una ciudad… o, tal vez, a dos. Mi gratitud va a todas esas fuentes que la inspiraron, en especial a los compositores de boleros cuyas letras aparecen como título de cada capítulo. Sin embargo, hubo un factor esencial que motivó su trama: el deseo de contar una historia que recreara la unión simbólica de las tres etnias que componen la nación cubana, especialmente la china, cuya incidencia sociológica en la isla es mayor de lo que muchos suponen. De mi afán por rendir homenaje a esas tres raíces, nace esta novela.
Muchos libros me proporcionaron datos valiosos sobre las diversas épocas y costumbres recreadas aquí, pero no puedo dejar de mencionar tres que resultaron imprescindibles para comprender los patrones de inmigración y adaptación de los chinos que llegaron a Cuba en la segunda mitad del siglo XIX: La colonia china de Cuba (1930-1960), de Napoleón Seuc; Los chinos de Cuba: apuntes etnográficos, de José Baltar Rodríguez; y Los chinos en la historia de Cuba (1847-1930), de Juan Jiménez Pastrana.
Entre las fuentes vivas de información fue vital la ayuda de la familia Pong, especialmente de Alfredo Pong Eng y de su madre Matilde Eng, quienes compartieron conmigo anécdotas y recuerdos personales de ese gigantesco periplo migratorio que fuera historia común entre los chinos que emigraron de Cantón a La Habana hace más de ciento cincuenta años. Sin su ayuda, no hubiera logrado reproducir la atmósfera familiar que aparece en estas páginas.
La investigación del universo musical de la época no hubiera podido completarse sin los datos históricos y anecdóticos del libro Música cubana: del areíto a la nueva trova, de Cristóbal Díaz Ayala.
Incorporé a la trama algunas figuras históricas de la música cubana, tratando de respetar sus personalidades y biografías. Los diálogos y hechos que se narran aquí son ficticios, y sólo están inspirados en mi admiración por el patrimonio musical que nos legaron. Sin embargo, tengo la sospecha que, de haberse visto en esas circunstancias, habrían actuado de manera muy parecida.
También quiero dar las gracias -de este mundo al otro- al desaparecido Aldo Martínez-Malo, albacea de las pertenencias de la cantante y actriz Rita Montaner (1900-1958), quien un día lejano, en un gesto que amigos presentes calificaron de insólito, colocó sobre mis hombros el manto de plata de la legendaria diva; una reliquia que siempre le gustaba mostrar, pero que nunca dejaba tocar a nadie… ¿Conservaba aquel manto alguna conexión con el alma de esa artista única o fue sólo mi fantasía, arrobada ante el contacto de tan insólita prenda, la que me provocó extrañas visiones del pasado? ¡Quién sabe! Lo importante es que, de algún modo, la experiencia dejó en mí una señal tan persistente que acabó por mezclarse con esta novela.
Miami, 1998-2003