TERCERA PARTE. La ciudad de los oráculos

De los apuntes de Miguel

QUEDARSE EN CHINA:

En Cuba, cuando alguien dice «Fulano se quedó en China», eso no significa que la persona haya decidido permanecer en ese país, sino que no entendió nada de lo que vio o escuchó.

Es probable que la frase haya surgido de la incomunicación o confusión que experimentaron los inmigrantes chinos recién llegados a la isla, sin conocimiento alguno del idioma, ante una cultura tan diferente a la que dejaron.


Noche cubana

Los hombres más bellos del mundo se paseaban por South Beach. Lauro y ella se habían escapado del periódico para ir a almorzar a esa zona llena de boutiques y cafés al aire libre.

Mientras devoraba una ensalada de arúgula, queso azul y nueces, pensaba en su extraño destino: sin padres ni hermanos, languidecía sola en una ciudad donde jamás imaginó que viviría. No era raro que le hubiera dado por asistir a aquellos cursos sobre el aura. Después del primero, regresó por el segundo, y después por un tercero… Lauro se burlaba, diciendo que un novio le curaría esos arrebatos. Ella lo ignoró, aunque en el fondo se preguntaba si no tendría razón. ¿No estaría inventándose emociones para ignorar carencias más terrenales?

Todavía se afanaba con su ensalada cuando Lauro, aburrido de esperar, abrió el periódico.

– Mira -dijo él-, ya que te ha dado por el misticismo, a lo mejor te interesa esto.

Sacó un pliego y se lo entregó.

– ¿Qué tengo que mirar?

El muchacho buscó un recuadro que le señaló con el dedo, antes de volver a su lectura. Era el anuncio de otra conferencia en Atlantis, la tienda de Lisa: «Martí y la reencarnación». Casi sonrió ante la audacia.

– ¿Quieres ir? -preguntó ella.

– No, tengo mejores ofertas para la noche.

– Tú te lo pierdes.

Un mozo se llevó los platos vacíos y otro trajo los cafés.

– ¡Dios mío! -exclamó Lauro, mirando su reloj-. Pidamos la cuenta rápido. Llevamos casi una hora aquí y todavía me quedan tres artículos por traducir.

– Tenemos tiempo.

– Y necesito llamar a la agencia de viajes para lo del crucero. No quiero perderme la caída del muro por nada.

– Ya el muro que iba a caerse, se cayó.

– Estoy hablando del muro del malecón. Cuando el viejito de Roma aterrice en La Habana, con su bata blanca toda vaporosa, ya verás la que se arma en la isla.

– No va a pasar nada.

– Sigue durmiendo de ese lado, pero yo quiero estar en primera fila cuando suenen las trompetas de Jericó.

– Como no sea la corneta china de las comparsas, no sé qué vas a oír en ese país de locos.


El sol se iba poniendo. Media hora después de llegar a casa, ya estaba lista para sus ejercicios. Fue apagando las luces hasta quedarse en una penumbra donde apenas podían distinguirse los objetos. Era lo que necesitaba. O al menos, lo que había recomendado Melisa en sus conferencias.

Arrastró la palma enana que adornaba una esquina, y la colocó contra la pared. Se sentó a unos pasos de la maceta, cerró los ojos y trató de calmarse. Después entreabrió los párpados y observó la planta, pero sin fijar la vista en ella. Recordaba bien las instrucciones: «Mirar sin ver, como si no les interesara lo que tienen delante». Creyó distinguir una línea lechosa que bordeaba las hojas. «Pudiera ser una ilusión», pensó. El halo creció. A Cecilia le pareció que latía suavemente. Adentro, afuera, adentro, afuera… como un corazón de luz. ¿Estaba viendo el aura de un ser vivo?

Cerró de nuevo los ojos. Cuando volvió a abrirlos, una claridad lunar rodeaba la palma; pero no provenía de una fuente externa. Brotaba de sus hojas, del tronco fino y grácil que se curvaba en reverencia, incluso de la tierra donde se anclaban sus raíces. Cuba, su patria, su isla… ¿Por qué la recordaba ahora? ¿Sería por aquella luminiscencia de leche? En su mente vio la luna sobre el mar de Varadero, sobre los campos de Pinar del Río… Le pareció que allí la luna alumbraba diferente, como si estuviera viva. O quizás se había contagiado con esos viejos que decían que en Cuba todo sabía distinto, olía distinto, se veía distinto… como si la isla fuera el paraíso o estuviera en otro planeta. Trató de sacudir aquellas ideas. Si su isla había sido un paraíso, ahora estaba maldito; y las maldiciones no se llevaban en el corazón. Por lo menos, no en el suyo.

Fatigada, abrió los ojos. El halo pareció consumirse, pero no desapareció del todo. Se puso de pie y encendió la luz. La planta dejó de ser un espectro fosforescente para transformarse en una vulgar palmita sembrada en una maceta. ¿Habría visto realmente algo? Sospechó que había hecho el papel de idiota.

«Menos mal que nadie me vio», se dijo.

Miró el reloj. Dentro de una hora empezaría la cuarta conferencia del ciclo. Arrastró la planta hasta su lugar y apagó la luz antes de entrar a su cuarto. No se quedó para ver aquella claridad de plata, que aún flotaba en torno a las hojas.


Lauro la acompañó a regañadientes, desalentado por su cambio de planes para esa noche. Cuando llegaron a la librería, habría unas cuarenta personas zumbando como abejas enloquecidas.

– Esa chismosa… -murmuró Lauro, arrastrándola al otro extremo del salón y señalando con disimulo a un muchacho que conversaba con dos señoras-. No quiero ni que se me acerque.

– Hola, Lisa -dijo Cecilia.

La muchacha se volvió.

– ¡Ah! ¿Qué tal?

– Hoy traje mi grabadora. Hay un sitio cercano donde…

– Lo siento, Ceci. Hoy tampoco podremos hablar.

– Pero llevo tres semanas dejándote mensajes. Vine a las dos últimas conferencias y tampoco te vi.

– Disculpa, estuve enferma y todavía no me siento bien. Si no es por una amiga que me ha estado ayudando…

Un rumor junto a la puerta indicó que el orador había llegado. Al principio, Cecilia no supo distinguirlo del grupo que acababa de entrar. Para su sorpresa, una anciana casi centenaria se acercó hasta la mesa donde se hallaba el micrófono, sosteniéndose a duras penas con su bastón.

– Te veo después -susurró Lisa, alejándose.

Ya no había asientos, pero la alfombra parecía nueva y limpia. Cecilia se sentó con Lauro, cerca de la puerta.

– ¿Puedes creer que ese tipo siempre se las arregla para armar un enredo donde quiera que llega? -cuchicheó Lauro a su oído-. Cuando yo estaba en Cuba, hizo que dos amigos míos se pelearan porque… ¡Ay, no puedo creerlo! ¿Aquél es Gerardo?

Se levantó de un salto y salió disparado hacia el otro extremo del salón. Cecilia colocó su bolso en el espacio abandonado, pero unos segundos después Lauro le indicó que se quedaría allí.

La anciana comenzó su disertación leyendo varios textos donde Martí hablaba del regreso del alma tras la muerte para proseguir su aprendizaje evolutivo. Después citó un poema que parecía concebir el sufrimiento de su país como resultado de la ley del karma, como si el exterminio de la raza indígena y las matanzas de esclavos negros exigieran una purga por parte de las almas reencarnadas en la posteridad. Cecilia la escuchaba boquiabierta. Resultaba que el apóstol de la independencia cubana era casi espiritista.

Cuando acabó la conferencia quiso acercarse a la anciana, pero el número de gente que deseaba hablarle parecía mayor que el que la había escuchado. Desistió de su intento y fue hasta el mostrador donde Lisa se afanaba por atender a los clientes. Tampoco pudo acercarse a ella. Resolvió esperar mientras exploraba los libreros.

Miami se había convertido en un enigma. Comenzaba a sospechar que allí se conservaba cierta espiritualidad que los más viejos habían rescatado amorosamente de la hecatombe; sólo que ese hálito se ocultaba en los pequeños rincones de la ciudad, alejados muchas veces de las rutas turísticas. Tal vez la ciudad fuera una cápsula del tiempo; un desván donde se guardaban los trastos de un antiguo esplendor, en espera del regreso a su lugar de origen. Pensó en la teoría de Gaia sobre las múltiples almas de una ciudad.

– Oye, m’hijita, hace media hora que te estoy hablando y tú ni me miras.

Lauro resoplaba indignado.

– ¿Qué?

– Ni sueñes con que volveré a hacer todo el cuento. ¿Qué te pasa?

– Estoy pensando.

– Sí, en cualquier cosa, menos en lo que te decía.

– Miami no es lo que parece.

– ¿Qué quiere decir eso?

– Por fuera parece frío, pero por dentro no lo es.

– Ceci, please, ya tuve mi dosis de metafísica. Ahora quiero irme al Versailles a tomarme un café con leche, comerme unas masitas de puerco y ponerme al día con los chismes del festival de ballet en La Habana. ¿Quieres venir?

– No, estoy cansada.

– Entonces nos vemos mañana.

Cecilia comprobó que apenas quedaban unos minutos para cerrar. Sacó entre los estantes un ejemplar del I Ching y, al volverse, tropezó con una muchacha.

– Disculpa -musitó Cecilia.

– Eres como yo -susurró la joven por toda respuesta-. Andas con muertos.

Y sin decir más se alejó, dejando a Cecilia pasmada. Otra loca suelta por Miami. ¿Por qué debía ser ella quien se las encontrara? Bueno, eso le ocurría por estar en lugares adonde iba ese tipo de gente.

– ¿Conoces a esa que acaba de salir? -preguntó a Lisa, cuando se acercó a la caja con su I Ching.

– ¿Claudia? Sí, es la amiga que me ha estado ayudando. ¿Por qué?

– Por nada.

Vio cómo buscaba una bolsa para envolver su libro.

– Podemos vernos el miércoles al mediodía -propuso Lisa, apenada por no haber cumplido su promesa anterior.

– ¿Seguro? Mira que la otra vez me quedé esperando.

– Hablaremos en casa -dijo Lisa, garrapateando una dirección en el recibo de la compra-. No llames para confirmar, a menos que seas tú quien no puede ir. Te estaré esperando.

Una vez afuera, Cecilia respiró aliviada. Por fin podría terminar su artículo.

Su auto se hallaba al final de la calle, pero no tuvo que acercarse mucho para notar que tenía una rueda desinflada. ¿Estaría agujereada o sólo falta de aire? Se agachó para examinarla, aunque no tenía idea de lo que debía buscar. ¿Un hueco? ¿Una rajadura? El aire podía irse por un orificio invisible. ¿Cómo saber lo que le ocurría al puñetero neumático?

Una sombra cayó sobre ella.

Do you need help?

Cecilia dio un respingo. El farol a espaldas del desconocido impedía verle el rostro, pero enseguida supo que no era un delincuente. Vestía un traje que, incluso a contraluz, parecía elegante. Se movió para verle el rostro. Algo en su aspecto le indicó que no era americano. Y en aquella ciudad, cuando alguien no era gringo, tenía 99 papeletas sobre 100 de ser latino.

– Creo que tengo una rueda ponchada -aventuró ella en su español cubanizado.

Yes, you’re right. ¿Tienes cómo cambiarla? -preguntó el hombre, saltando de un idioma a otro con naturalidad.

– Hay un repuesto en el maletero.

– ¿Quieres llamar a la Triple A?… I mean, si no tienes celular, puedes usar el mío.

Lauro se lo había dicho mil veces. Una mujer necesita afiliarse a un servicio de auxilio para carreteras. ¿Qué iba a hacer si se le rompía el auto en pleno expressway o en medio de la noche, como ahora?

– No tengo Triple A.

– Bueno, no te preocupes. Yo te la cambio.

No era un hombre especialmente bello, pero sí muy atractivo. Y expelía masculinidad por todos los poros. Cecilia lo observó mientras cambiaba el neumático, una operación que había visto muchas veces, pero que era incapaz de repetir.

– No sé cómo agradecerte -le dijo ella, tendiéndole una loción limpiadora que siempre llevaba en el bolso.

– No fue nada… Bye the way, me llamo Roberto.

– Cecilia, mucho gusto.

– ¿Vives cerca?

– Más o menos.

– ¿Eres cubana?

– Sí, ¿y tú?

– También.

– Soy de La Habana.

– Yo nací en Miami.

– Entonces no eres cubano.

– Sí lo soy -porfió él-. Nací aquí por casualidad, porque mis padres se fueron…

No era la primera vez que Cecilia se enfrentaba a ese fenómeno. Era como si la sangre o los genes surgidos de la isla fueran tan fuertes que se necesitaba más de una generación para renunciar a ellos.

– ¿Puedo invitarte a cenar?

– Gracias, pero no creo…

– Si te decides, llámame. -Sacó una tarjeta del bolsillo y se la dio.

Varias calles más allá, Cecilia aprovechó la luz roja de un semáforo para leerla: Roberto C. Osorio. Y una frase en inglés que tuvo que releer. ¿Dueño de un concesionario de autos? Nunca había conocido a alguien que se dedicara a semejante cosa. Pero podría ser un cambio interesante, el comienzo de una aventura… Tuvo un instante de pánico. Los cambios la aterraban. Los cambios nunca habían sido buenos en su vida.

Llegó al apartamento, sin ánimos de cocinar. Se sirvió una lata de sardinas, otra de peras en almíbar y algunas galletas. Comió de pie, junto al mostrador de la cocina, antes de sentarse a leer el I Ching. A mitad de la lectura, se le ocurrió hacer una consulta al oráculo sólo para ver qué decía. Después de lanzar tres monedas seis veces, resultó el hexagrama 57: Sun, Lo suave (lo penetrante, el viento). El dictamen fue: «Es propicio tener adonde ir. Es propicio ver al gran hombre». No se tomó el trabajo de leer las diferentes líneas por separado. Si lo hubiera hecho, tal vez habría tomado otra decisión que no fuera llamar al número que aparecía en la tarjeta.

Dejó un recado y colgó. Ahora sólo le quedaba esperar… pero no en la soledad de su refugio.

Si me comprendieras

Subieron al barco, empujados por la marea humana que se apretujaba en los muelles, pero antes tuvieron que pagar una suma exorbitante: unos pendientes de oro y dos pulseras de plata. Gracias a aquel puñado de joyas que Kui-fa rescatara, la familia consiguió un espacio sobre cubierta. Antes de zarpar, habían logrado vender el terreno y la casa, si bien a un precio mucho menor de lo que valían. Mecidos por el furioso oleaje, marido y mujer hicieron planes, contando el dinero y las alhajas que podrían ayudarles a comenzar una nueva vida. Los otros refugiados estaban demasiado mareados y dormían casi todo el tiempo. O eso parecía.

Dos días antes de llegar, alguien les robó su pequeño tesoro. Pese a que las autoridades registraron a muchos pasajeros, el hacinamiento era tan grande que fue imposible realizar una pesquisa a fondo. Síu Mend sintió que el pánico lo invadía. Confiaba en la ayuda de su abuelo, pero le aterraba la idea de llegar a un país extraño sin nada que ofrecer. Se encomendó a sus antepasados, pensando en la ciudad que los aguardaba.

Los olores del mar habían cambiado, ahora que la embarcación se mecía grácilmente sobre las aguas oscuras del Caribe.

– Mira, Pag Li, hay luna llena -susurró Kui-fa al oído de su hijo.

Estaban recostados sobre la borda, contemplando la claridad que surgía en el horizonte. Cada cierto tiempo, una ráfaga de luz centelleaba en medio de aquel resplandor.

– ¿Qué es eso, padre?

– El Morro. -Y al adivinar la pregunta en los ojos de su hijo, aclaró-: Una linterna gigante que sirve de guía a los barcos en la noche.

– ¿Una linterna gigante? ¿De qué tamaño?

– Como una pagoda. Quizás más grande…

Y siguió describiendo a Pag Li otras maravillas. El niño escuchaba con asombro aquellos relatos sobre criaturas que tenían la piel negra, de divinidades que entraban en los cuerpos de hombres y mujeres para obligarlos a ejecutar danzas salvajes… ¡Ah! Y la música. Porque había música por doquier. Los isleños se reunían en familia y oían música. Cocinaban al son de la música. Estudiaban o leían, y la música acompañaba esos momentos que debían ser de silencio y recogimiento. Aquella gente parecía incapaz de vivir sin música.

Kui-fa contempló la luna, que parecía rodeada por un halo sobrenatural. Su aspecto de gasa brumosa multiplicaba la sensación de irrealidad. Comprendió que su vida anterior había desaparecido para siempre, como si ella también hubiera muerto junto al resto de su familia. Tal vez su cadáver reposaba en los sembrados de arroz mientras su espíritu navegaba rumbo a una ciudad desconocida. Tal vez se acercaba a la mítica isla donde Kuan Yin tenía su trono.

«¡Diosa de la Misericordia, señora de los afligidos!», rogó Kui-fa. «Calma mis temores, cuida de los míos.»

Y siguió rezando mientras nacía el amanecer y el buque se acercaba, con su agotada carga, a la isla donde dioses y mortales coexistían bajo un mismo cielo.


Pero ningún relato de Síu Mend hubiera podido prepararla para la visión que apareció ante sus ojos, a media mañana, brillando en el horizonte. Un muro estrecho y blanco, semejante a una muralla china en miniatura, protegía a la ciudad del embate de las olas. El sol parecía colorear los edificios con todos los tonos del arco iris. Y vio los muelles. Y el puerto. Todo aquel mundo abigarrado y sobrenatural. Qué multitud de gentes raras. Como si las diez regiones infernales hubieran dejado escapar a sus habitantes. Y los gritos. Y las vestimentas. Y aquella lengua gutural.

Tras bajarse del barco, y guiándose por sus recuerdos, Síu Mend los condujo a través de las intrincadas callejuelas. De vez en cuando se cruzaba con algún coterráneo y pedía instrucciones en su lengua. Kui-fa notaba las miradas de todos, incluyendo las de los propios chinos. No tardó en darse cuenta de que sus vestimentas resultaban ajenas al húmedo calor de la ciudad, llena de mujeres que enseñaban las piernas sin ninguna vergüenza y que llevaban vestidos que permitían adivinar sus formas.

Pero era Pag Li quien mostraba mayor entusiasmo con tanta fiesta para los sentidos. Ya había notado que, de una acera a otra, y a veces desde la calle, los niños lanzaban monedas con la intención de golpear o alcanzar otras. No entendía bien en qué consistía el juego, pero se adivinaba una fiebre de aquel pasatiempo que se repetía de calle en calle, y que provocaba gritos y discusiones entre los participantes.

Por fin la familia penetró en una barriada repleta de paisanos, donde el aroma a incienso y vegetales hervidos flotaba en el aire, más omnipresente que el olor del mar.

– Me parece haber vuelto a casa -suspiró Kui-fa, que no había abierto la boca en todo el trayecto.

– Estamos en el Barrio Chino.

Kui-fa se preguntó cómo regresaría a ese vecindario si alguna vez tenía que salir de él. En cada esquina había una losa metálica con el nombre de la calle, pero eso no le serviría de nada. Con la excepción de los letreros que inundaban aquel barrio, el resto de la ciudad exhibía un alfabeto ininteligible. Se consoló al recordar la cantidad de rostros asiáticos que había visto.

– ¡Abuelo! -gritó Síu Mend, al divisar a un anciano que fumaba plácidamente en un escalón.

El viejo pestañeó dos veces y se ajustó las gafas, antes de ponerse de pie y abrir los brazos.

– Hijo, pensé que no volvería a verte. Se abrazaron.

– Ya ves que regresé… y he traído a tu bisnieto.

– Así es que éste es tu primogénito.

Observó al niño con aire distante, aunque era evidente que deseaba besarlo. Finalmente se contentó con acariciarle las mejillas.

– ¿Y ésa es tu mujer?

– Sí, honorable Yuang -dijo ella, haciendo una leve reverencia.

– ¿Cómo me dijiste que se llamaba?

– Kui-fa -dijo él.

– Tienes suerte.

– Sí, es una buena mujer.

– No lo digo por eso, sino por el nombre.

– ¿El nombre?

– Tendrán que buscarse un nombre occidental para relacionarse con los cubanos. Hay uno muy común, que significa lo mismo que su nombre: Rosa.

Losa -repitió ella con dificultad.

– Ya aprenderás a pronunciarlo. -Se les quedó mirando con tardía sorpresa-. ¿Por qué no me avisaste que vendrías? La Voz del Pueblo publicó algo sobre unos disturbios, pero…

El rostro de Síu Mend se ensombreció.

– Abuelo, tengo malas noticias.

El anciano miró a su nieto, y la barbilla le tembló ligeramente.

– Vamos adentro -murmuró con un hilo de voz. Síu Mend levantó la pipa de agua que reposaba junto a la puerta y los cuatro entraron a la casa.


Esa noche, cuando ya el pequeño Pag Li dormía en el improvisado lecho de la sala, el matrimonio se despidió del anciano y entró al cuarto que sería su dormitorio hasta que pudieran tener un techo propio.

– Mañana iré a ver a Tak -susurró Síu Mend, recordando al comerciante que había tenido tratos con el difunto Weng-. No seré una carga para el abuelo.

– Tú eres parte del negocio familiar.

– Pero he llegado sin nada -suspiró Síu Mend-. Si no se lo hubieran robado todo…

Captó la expresión de Kui-fa.

– ¿Qué pasa?

– Voy a enseñarte algo -susurró ella-. Pero prométeme que no vas a gritar… La casa es pequeña y todo se oye.

Síu Mend asintió, mudo de asombro.

Con parsimonia, su mujer se acostó sobre la cama, abrió las piernas y comenzó a hurgarse con el dedo la abertura por donde tantas veces había penetrado él mismo y por donde su hijo llegara al mundo. Una esferilla nacarada emergió de la flor enrojecida que era su sexo, como un insecto que brotara mágicamente entre sus pétalos. De aquella cavidad, escondrijo natural de toda hembra, fue saliendo el collar de perlas que Kui-fa llevara consigo desde que Síu Mend la dejara sola en el cañaveral. Con él adentro había soportado la larga travesía donde los despojaron de casi todo cuanto llevaran, excepto ese collar y algo más que ella no le mostró. Ahora colocó las perlas ante su marido, como una ofrenda que éste recibió maravillado y estupefacto.

El hombre miró a Kui-fa como si se tratara de una desconocida. Se dio cuenta de que él nunca hubiera tenido la imaginación -y quizás el valor- para realizar semejante acto, y pensó que su esposa era una mujer excepcional; pero nada de esto dijo en voz alta. Mientras sobaba el collar, se limitó a murmurar:

– Creo que ya podemos tener un negocio propio.

Su mujer sólo supo lo emocionado que estaba cuando él apagó la luz y se le echó encima.


Comenzó entonces una vida completamente diferente para Pag Li. En primer lugar, tuvo un nombre nuevo. Ya no se llamaría Wong Pag Li, sino Pablo Wong. Sus padres serían ahora Manuel y Rosa. Y él comenzó a pronunciar sus primeras palabras en aquel idioma endemoniado, ayudado por su bisabuelo Yuang, que para los cubanos era el respetable mambí Julio Wong.

La familia se había mudado a un cuartico aledaño. Cada madrugada, Pablito marchaba con sus padres a arreglar el pequeño almacén que habían comprado cerca de Zanja y Lealtad, con la idea de convertirlo en un tren de lavado. Medio dormido aún, el niño iba trastabillando por las calles oscuras, arrastrado por su madre, y sólo se despabilaba cuando comenzaba a trasladar objetos de un lado a otro.

Trabajaban hasta bien entrado el mediodía. Entonces se iban a una fonda y comían arroz blanco y pescado con verduras. A veces el niño pedía bollitos de carita, unas frituras deliciosas hechas con masa de frijoles. Y una vez por semana, su padre le daba unos centavos para que fuera a la sorbetera del chino Julián y probara alguno de sus helados de frutas -mamey, coco, guanábana- que tenían fama de ser los más cremosos de la ciudad.

Por las tardes, cuando volvían a casa, encontraban a Yuang sentado en el umbral, contemplando la ajetreada vida del barrio mientras fumaba.

– Buenas tardes, abuelo -saludaba Pag Li con respeto.

– Buenas, Tigrillo -contestaba Yuang-. Cuéntame, ¿qué hicieron hoy?

Y escuchaba el relato del muchacho, mientras sobaba su pipa de bambú. Había construido aquel artefacto con un enorme envase de lata, al que le había cortado la parte superior. Después de llenarlo con agua hasta la mitad, se sentaba en su escalón. En la otra parte de la lata cortada, colocaba las brasas de carbón. La pipa era una gruesa caña de bambú a la que se le insertaba un fino tubo en un costado. Dentro de esa rama hueca, introducía la picadura de tabaco en forma de bolita y la encendía con un periódico enrollado que acercaba a las brasas. Era un ritual que Pablito no se perdía por nada del mundo, pese al cansancio con que regresaba del almacén. Ni siquiera alteró aquella costumbre cuando empezó la escuela.

Ahora que debía andar solo por aquel vecindario, su bisabuelo lo aleccionaba sobre peligros que al niño le parecían imaginarios.

– Cuando veas a un chino vestido como un blanco rico, apártate de él; lo más probable es que sea uno de esos gángsters que extorsionan los negocios de las personas decentes. Y si ves a alguien gritando y repartiendo papeles, no te le acerques; la policía pudiera estar cerca y arrestarte por creer que andas apoyando las arengas de los dirigentes sindicales…

Y de ese modo, el anciano iba numerando todos los posibles desastres que acechaban en el mundo. Pablito notaba, sin embargo, que el bisabuelo tenía palabras más suaves hacia esos agitadores o dirigentes sindicales, hacia los «revolucionarios», como les llamaba a veces. Pero aunque intentó preguntarle varias veces a qué se dedicaban, el viejo sólo respondió:

– Todavía no tienes edad para ocuparte de esas cosas. Primero estudia y después veremos.

Así, pues, Pablo se sentaba entre aquellos niños y trataba de adivinar el tema de la clase a través de las láminas y los dibujos, pero su chapurreado español era objeto de burlas. Y aunque dos condiscípulos de origen cantones lo ayudaban, regresaba a casa muy deprimido. De cualquier manera, se esmeraba en embadurnar su cuaderno de signos y en chapurrear las lecciones entendidas a medias.

Por las tardes, como siempre, se iba a charlar con el anciano. Más que nada, disfrutaba con las historias que a veces parecían un ciclo legendario de la dinastía Han. En esos relatos había un personaje que al niño le gustaba especialmente. Su bisabuelo le llamaba «el Buda iluminado». Debió de haber sido un gran hechicero, pues aunque Yuang insistía en que muchas veces no comprendía bien de qué hablaba, nunca pudo dejar de seguirlo a todas partes; y siempre hablaba de una luz que veía cuando él llegaba.

Akún -pedía el niño casi a diario, en su habitual mezcla de cantones y castellano-, cuéntame del Buda iluminado con el que fuiste a pelear.

– ¡Ah! El respetable apak José Martí.

– Sí, Maltí -lo animaba el niño, luchando con las erres.

– Un gran santo…

Y su bisabuelo le contaba del apóstol de la independencia cubana, cuyo retrato colgaba en todas las aulas; y recordaba la noche en que lo conoció, en una reunión secreta a la que lo llevaron otros culíes, cuando aún la libertad era un sueño. Y de cómo, siendo todavía un niño, el joven había sufrido prisión y tuvo que arrastrar un grillete con una bola enorme; y que de aquel grillete había hecho una sortija que llevaba consigo para no olvidar nunca la afrenta.

– ¿Y qué más? -lo animaba el muchacho cuando su bisabuelo cabeceaba.

– Estoy cansado -se quejaba él.

– Bueno, akún, ¿quieres que encienda el radio?

Entonces se sentaban a escuchar las noticias que llegaban de la patria lejana, a la que Pag Li comenzaba a olvidar.

Y mientras el niño aprendía a conocer su nuevo país, Manuel y Rosa iban llenándose de clientes que, atraídos por la fama de su lavandería, solicitaban cada vez más sus servicios. Pronto tuvieron que emplear a otro coterráneo para que repartiera la ropa a domicilio. A veces Pablito también ayudaba, y como ninguno de sus padres escribía ni leía el castellano, tuvo que aprenderse de memoria los motes con que habían bautizado a sus clientes.

– Lleva el traje blanco al mulato del lunar en la frente, y los dos bultos a la vieja resabiosa.

Y buscaba el traje con el papel donde se leía en cantones «mulato con lunar» y los dos bultos atados que rezaban «vieja bruja», y los entregaba a sus dueños. De igual modo, apuntaba los nombres de los clientes a quienes recogía la ropa sucia. Y delante de las narices de don Efraín del Río escribía «patán afeminado»; y en el recibo de la señorita Mariana, que se tomaba el trabajo de pronunciar bien su nombre («Ma-ria-na») para que el chinito lo entendiera, garrapateaba con expresión muy seria «la joven del perro tuerto»; y en el de la esposa del panadero ponía «mujer habladora»… Y así sucesivamente.

Esos primeros tiempos fueron de descubrimiento. Poco a poco, las clases comenzaron a tener sentido. La maestra, dándose cuenta de su interés, se empeñó en ayudarlo; pero eso significó duplicar sus tareas escolares.

Ahora tenía menos tiempo para charlar con el bisabuelo. Al regreso de las clases, marchaba a saltos por las aceras, oyendo las canciones que escapaban de los bares donde los músicos iban a tomar o a comer. Pag Li no se detenía a escucharlos, aunque le hubiera gustado oír más de aquella música pegajosa que estremecía la sangre. Seguía de largo, pasaba delante de la puerta del viejo Yuang, y enseguida corría a meter la cabeza en sus cuadernos hasta que su madre lo obligaba a bañarse y cenar.

Así pasaron muchos meses, un año, dos… Y un día Pag Li, el primogénito de Rosa y Manuel Wong, se convirtió definitivamente en el joven Pablito, al que sus amigos también comenzaron a llamar Tigrillo cuando supieron el año de su nacimiento.


En otro país del hemisferio ya hubiera sido otoño, pero no en la capital del Caribe. Las brisas azotaban los cabellos de sus habitantes, levantaban las faldas de las damas y hacían ondear las banderas de los edificios públicos. Era la única señal de que el tiempo comenzaba a cambiar, porque aún la calidez del sol castigaba las pieles.

Tigrillo regresaba de la fonda de la esquina, después de cumplir con el encargo de su padre: la apuesta semanal a la bolita, una lotería clandestina que todos jugaban, en especial los chinos. La pasión por el juego era casi genética en ellos, tanto que su famosa charada china o chiffá -que trajeran a la isla los primeros inmigrantes- había permeado y contagiado al resto de la población. No existía cubano que no supiera de memoria la simbología de los números.

La charada estaba representada por la figura de un chino, cuyo cuerpo mostraba todo tipo de figuras acompañadas por cifras: en la cima de la cabeza tenía un caballo (el número uno); en una oreja, una mariposa (el dos); en la otra, un marinero (el tres); en la boca, un gato (el cuatro)… y así, hasta el treinta y seis. Pero la bolita tenía cien números, y por eso se habían añadido nuevos símbolos y cifras.

La madre de Tigrillo había soñado la noche anterior que un gran aguacero se llevaba sus zapatos nuevos. Con esos dos elementos -agua y zapatos-, los Wong decidieron jugar al número once -que aunque equivalía a gallo, también significaba lluvia- y al treinta y uno -que aunque era venado, también podía ser zapatos-. Aquella variedad de acepciones se debía a que ya se habían creado otras charadas: cubana, americana, india… Pero la más popular -y la que todos recitaban de memoria- era la china.

Antes de llegar al bar donde el bolitero Chiong recogía las apuestas, el muchacho lo vio conversando con un curioso personaje: un paisano con traje y corbata occidentales, y un fino bigotito recortado, algo bastante inusual en un chino… al menos, en los que Pag Li conocía. Chiong tenía cara de susto y miraba en todas direcciones. ¿Buscaba ayuda o temía que lo vieran? El instinto le dijo a Pag Li que se mantuviera a distancia. Mientras fingía leer los carteles del cine, observó con disimulo cómo Chiong abría la caja, sacaba unos billetes y se los entregaba al individuo. La imagen alertó su memoria. «Cuando veas a un chino vestido como un blanco rico, apártate de él. Lo más probable es que sea uno de esos gángsters que extorsionan los negocios de las personas decentes…», le había advertido Yuang. Bueno, la bolita no era precisamente un negocio decente, pero el chinito Chiong no le hacía daño a nadie. Siempre se le podía ver en aquel rincón, saludando a sus coterráneos y brindando direcciones a los marchantes que las pedían.

El muchacho suspiró. De todos modos, no debía meterse en política. Tan pronto el hombre se alejó, cruzó la calle y pagó por las apuestas con aire de quien no ha visto nada.

– ¡Eh! ¡Tigre!

Se volvió en busca de la voz.

– Hola, Joaquín.

Joaquín era Shu Li, un compañero de clases nacido en la isla, pero hijo de cantoneses.

– Iba a buscarte. ¿Quieres ir al cine?

Pablo lo pensó un poco.

– ¿Cuándo?

– Dentro de media hora.

– Pasaré por ti. Si no llego a tiempo, es que no me dejaron ir.

Yuang estaba sentado en el umbral. Saludó al muchacho con un movimiento de mano, pero éste corrió al interior de su casa.

– Mami, ¿puedo ir al cine? -preguntó en cantones, como hacía siempre que hablaba con sus padres y, a veces, con su bisabuelo.

– ¿Con quién?

– Shu Li.

– Está bien, pero primero lleva esta ropa a casa del maestro retirado.

– No lo conozco.

– Vive al lado del grabador de discos.

– Tampoco sé quién es. ¿Por qué no mandas a Chíok Fun?

– Está enfermo. Tienes que llevarlo tú. Después sigues para casa de Shu Li… ¡Y alégrate de que tu padre no haya llegado, porque a lo mejor ni te dejaba ir!

El joven miró el bulto de ropa.

– ¿Cuál es la dirección?

– ¿Sabes dónde está la fonda de Meng?

– ¿Tan lejos?

– Dos o tres casas después. En la puerta hay una aldaba que parece un león.

Pablito se bañó, se vistió y comió algo, antes de salir corriendo. Durante el trayecto iba preguntando la hora a todos los transeúntes. No llegaría a tiempo. Siete cuadras después, pasaba por delante de la fonda y buscaba la aldaba con el león, pero en esa calle había tres puertas parecidas. Maldijo su suerte y la desgraciada costumbre de sus padres de no poner direcciones en los recibos. Tantos años de vivir en aquella ciudad y todavía no se habían aprendido ni los números… ¿Le había dicho su madre que era dos casas después de la fonda? ¿O cuatro? No recordaba. Decidió tocar de puerta en puerta hasta dar con la indicada. Y fue una suerte que así lo hiciera. O una desgracia… O quizás ambas cosas.

Herido de sombras

The Rusty Pelican era un restaurante rodeado de agua, situado a la entrada del cayo Biscayne. Apenas vio las letras rojas sobre las maderas vírgenes, Cecilia recordó que su tía se lo había mencionado. Visto desde el inmenso puente no era muy atractivo. Sólo la cantidad de barcos y yates que lo rodeaban, desmentía que se tratara de un lugar abandonado. Pero cuando entró en su atmósfera helada y contempló el mar, más allá de las paredes de vidrio, reconoció que la anciana tenía razón. En Miami existían lugares de ensueño.

Vieron el atardecer desde aquella pecera cristalina que los aislaba de la canícula. A lo lejos, las lanchas dejaban estelas de espuma tibia sobre las aguas cada vez más oscuras mientras los edificios se iban llenando de luces. Después de comer, sobre dos copas de Cointreau, hablaron de mil cosas.

Roberto le contó sobre su infancia y sus padres, dos inmigrantes sin conocimiento del inglés que se habían abierto camino en un país generoso y rudo a la vez. Mientras sus amigos tenían novias y se iban de fiesta, él y sus hermanos trabajaban en un taller -después de clases- para ayudar a cambiar neumáticos, sacar mercancía del almacén y atender los teléfonos. De algún modo se las arregló para llegar a la universidad, pero no terminó su carrera. Un día decidió emplear el dinero de sus estudios en un negocio… y funcionó. Los dos primeros años trabajó doce horas diarias y apenas dormía cinco o seis, pero finalmente consiguió lo que quería. Ahora era dueño de una de las agencias de autos más prósperas de la Florida.

Cecilia se daba cuenta de lo alejados que estaban sus mundos y sus vivencias, pero le fascinaba aquella sonrisa y su pasión por una isla que no conocía y que consideraba su patria. Por eso decidió seguir viéndolo.

La noche siguiente fueron a un club; y cuando él la besó por primera vez, ya estaba decidida a pasar por alto su furor por las carreras de autos y aquella manía de llamar al concesionario cada dos horas para saber qué estaba ocurriendo con las ventas. «Nadie es perfecto», se dijo. Casi olvidó que al día siguiente tendría su entrevista con Lisa. Esa noche se despidió temprano y regresó a su casa con el corazón más ligero.


Lisa vivía en los límites de Coral Gables, muy cerca de la Calle Ocho, pero el bullicio del tráfico no llegaba hasta la acogedora casita de color ocre. Había plantas por doquier, y muebles de madera oscura y antigua. Cecilia había encendido su grabadora sobre una mesa en forma de baúl y escuchaba la explicación de Lisa. A través de la puerta de cristal, podía ver unos pájaros azules que se bañaban en la fuente del patio.

– Generalmente los fantasmas regresan por venganza o porque reclaman justicia en un crimen sin resolver -decía Lisa-, pero los habitantes de esa casa parecen felices.

– ¿Entonces…?

– Yo creo que han vuelto porque añoran algo que no quieren abandonar. Lo raro es que los fantasmas vuelven siempre al mismo sitio, pero esta casa viaja todo el tiempo.

– A lo mejor hay otros detalles que nadie ha notado. ¿Dónde está lo que me prometiste?

Lisa fue hasta un aparador y sacó un cuaderno bastante manoseado.

– Aquí está todo -dijo, tendiéndole la libreta-. Revísalo mientras voy a la cocina.

Las anotaciones eran irregulares. Algunas se leían perfectamente, otras apenas se entendían; pero en cada página se hallaba registrada una aparición distinta, con fecha, hora y lugar. Las más antiguas habían ocurrido en Coconut Grove, no muy lejos del estudio donde Cecilia viviera cuando llegó de Cuba. Las últimas se habían registrado en una zona de Coral Gables, limítrofe con La Pequeña Habana.

Cecilia iba a copiar el nombre del primer testigo cuando se fijó en la fecha: madrugada del primero de enero, cinco meses después del año en que ella llegara. El segundo fue siete días más tarde: el ocho de enero. Luego había otro testimonio, el veintiséis de julio. Ya continuación otro más, el trece de agosto. Cecilia observó las fechas y, pese al aire acondicionado, sintió que una gota de sudor le corría por la espalda. Nadie había notado aquello.

– ¿Te gusta el café con mucha azúcar?

– ¿Por qué no me dijiste lo de las fechas?

– ¿De qué hablas?

– Las fechas en que ocurrieron las apariciones.

– ¿Para qué, si no hay una secuencia coherente? Los intervalos son irregulares.

– Hay un patrón -enfatizó Cecilia-, pero no es de tiempo.

Lisa quedó en suspenso, sospechando que escucharía algo impensable.

– Son fechas patrias… Mejor dicho, malas fechas patrias.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó la otra, sentándose en el sofá junto a ella.

– Veintiséis de julio. No me digas que no sabes qué ocurrió el veintiséis de julio.

– ¿Cómo no voy a saberlo? Fue el asalto al Cuartel Moneada.

– Peor que eso: fue el inicio de lo que vino después.

– ¿Y qué hay con las otras fechas?

– El primero de enero triunfó la revolución, el ocho de enero los rebeldes entraron en La Habana, un trece de agosto nació quien tú sabes…

– Hay fechas desconocidas.


– No, no hay ninguna.

– Sí las hay -porfió Lisa.

– ¿Cuáles?

– Trece de julio.

– La matanza de los que escapaban en el trasbordador 13 de marzo.

– Diecinueve de abril.

– Derrota de los exiliados en Playa Girón.

– Dieciséis de abril.

– Se oficializó el comunismo en Cuba.

– Veintidós de abril.

– Los muertos del camión.

Lisa intentó recordar.

– ¿Qué muertos son ésos?

– Los que dejaron asfixiarse en un camión cerrado. Eran prisioneros de guerra, capturados en Playa Girón. No hay mucha gente que recuerde la fecha.

– ¿Y tú cómo la sabes?

– Entrevisté a dos que sobrevivieron.

Lisa guardó silencio, todavía sin entender lo que se infería de aquel listado cronológico.

– No tiene ningún sentido -dijo finalmente-. ¿Por qué demonios una casa que aparece en fechas desgraciadas para Cuba tiene que materializarse en Coral Gables?

– No tengo la menor idea.

– Deberíamos consultar con Gaia.

– ¿Por qué?

– Ella tiene experiencia en eso de las casas fantasmas.

– Ah, es verdad. Me contó que había visitado una en La Habana. ¿Sabes algo de lo que le ocurrió allí?

– No -aseguró Lisa, desviando la vista al decirlo.

Cecilia supo que mentía, pero no insistió.

– Tendré que hablar con ella. ¿Me prestas el cuaderno?

– ¿Ya te vas? -se sorprendió Lisa.

– Tengo un compromiso esta noche.

– ¿Y el café?

– Lo tomo otro día.

– Por favor, no pierdas la libreta. Saca fotocopias, ¿lo harás?

Cecilia vio apagarse la luz del portal, antes de poner en marcha su auto. Camino a casa, trató de organizar aquel amasijo de ideas confusas que golpeaban en sus sienes, pero sólo consiguió evocar escenas y rostros sin conexión entre sí. Nunca había tomado muy en serio aquel asunto, pero ahora todo había cambiado: la casa fantasma de Miami tenía su origen en Cuba.

Vendaval sin rumbo

Ángela miraba la calle desde su balcón. La mañana mojó su olfato con un sabor casi gélido que le recordó la umbría vegetación de la sierra. Cuán lejos habían quedado esos días en que recorría los bosques poblados de criaturas inmortales. Ahora, mientras contemplaba a los transeúntes, su juventud le parecía el recuerdo de otra vida. ¿Alguna vez habló con una ninfa? ¿Había sido bendecida por un dios triste y olvidado? De no haber sido por la persistencia del duende, hubiera creído que todo era un sueño.

Dos décadas es mucho tiempo, sobre todo si uno vive en tierra extraña. La angustia palpitaba en su pecho cuando escuchaba las canciones llegadas de su patria: «Si llegan tristes hasta esos mares ¡ay! los cantares que exhalo aquí, ése es mi pecho que va cautivo porque no vivo lejos de ti». Sí, añoraba su tierra, los hablares de su gente, la vida plácida y eterna de la serranía donde no existía un mañana, sino sólo el ayer y el ahora.

Sus padres habían muerto junto a las faldas de la sierra. Ella les había prometido regresar, pero nunca lo hizo, y llevaba esa promesa rota como un fardo pesado y antiguo.

Juanco, por suerte, había sido un buen marido. Algo cascarrabias, eso sí, sobre todo después que heredara el almacén de tío Manolo… o la bodega, como le decían los lugareños. Mientras ella criaba a su hijo, Juanco acumulaba dinero con la esperanza de abrir el único negocio que le apasionaba: una compañía de grabaciones.

– Es una locura -le confiaba a Guabina, una mulata de cabellos rojizos que vivía en la casa aledaña-. ¿Te imaginas? A duras penas mantiene una bodega en este barrio de mala muerte y todavía pretende competir con el gringo del perrito.

Se refería al logotipo de la Víctor Records, que mostraba a un perro frente a la bocina de un gramófono.

Juanco le había explicado por qué sería tan provechoso abrir una compañía de grabaciones en La Habana: los músicos no tendrían que viajar más hasta Nueva York. Pero ella no quería oír de aquella locura.

Ángela llegó a odiar tanto al gringo del perrito que Guabina, sabedora de cuestiones mágicas, le propuso hacer una brujería… no al hombre, sino al animalito.

– Muerto el perro, se acabó la rabia -dijo-. Y seguro que al dueño le da una sirimba después. Se ve que lo quiere mucho para sacarlo en todos sus anuncios.

– Jesús -decía Ángela-, que tampoco quiero cargar con una muerte en mi conciencia. Además, la culpa no es del condenado perro, sino de esas vitrolas que han puesto por todas partes. ¡Son una maldición!

– Tampoco así, doña Ángela, que la música es una bendición de los dioses, un descanso en este valle de lágrimas, un traguito de aguardiente que nos endulza la vida…

– Pues a mí me la amarga, Guabina. Y para serte franca, creo que a mi hijo lo ha desquiciado un poco.

– ¿A Pepito? -replicó la mulata-. ¡Qué va a desquiciarse ese muchacho! Si está más alebrestao que nunca.

– Demasiado. Algún bicho raro lo ha picado, y tiene que ver con esos sonsonetes que se oyen a toda hora por las esquinas.

Ángela suspiró. Su Pepito, su niño del alma, llevaba semanas viviendo en otro mundo. Todo había empezado poco después de regresar una madrugada, medio ebrio, apoyado en los hombros de dos amigos. Ella había estado al borde de un infarto y amenazó con prohibirle todas las salidas nocturnas, pero su hijo no se dio por enterado. La borrachera sólo le hacía sonreír, pese a que Ángela manoteaba como un ventilador frente a su rostro, a punto de abofetearlo.

De pronto, como era de esperar con tanta algarabía, el Martinico apareció en medio de una nubecilla liliputiense y saltó sobre la vitrina abarrotada de mayólica. Ángela se puso histérica, lo cual alborotó aún más al Martinico. Los muebles comenzaron a brincar mientras ella gritaba -mitad contra el Martinico, mitad contra su hijo- hasta que Juanco salió del cuarto, asustado por el escándalo.

– El muchacho ya es un hombre -dijo cuando se enteró del motivo original del disturbio, aunque ignorando el segundo de ellos-. Es normal que llegue un poco tomado a casa. Ven, vamos a dormir…

– ¿Un poco tomado? -chilló Ángela, olvidando la hora y los vecinos-. ¡Está hecho una uva!

– De todos modos, ya es mayor de edad.

– ¡Valiente cosa!

– Déjalo tranquilo -dijo Juanco en un tono que rara vez usaba, pero que impedía nuevas réplicas-. Vamos a dormir.

Y ambos se fueron a la cama, después de acostar a su hijo, dejando al duende sin público y frustrado.

Al día siguiente, su hijo se levantó y se metió en la ducha durante una hora hasta que Ángela lo llamó a gritos para preguntar qué le pasaba. El muchacho salió rozagante del baño y salió de casa sin desayunar -algo insólito en quien nunca hacía nada si antes no se zampaba su café con leche, media rebanada de pan con mantequilla y tres huevos fritos con jamón-, dejando atrás una estela de perfume que mareó a su madre.

– Está de vacaciones -solía contestar Juanco si ella se quejaba de las tardanzas de su hijo-. Cuando vuelva a la universidad, no tendrá tiempo ni para soplarse las narices.

Pero las clases se hallaban a dos meses de distancia y todas las mañanas el joven se pasaba horas bajo la ducha cantando a voz en cuello: «Por ella canto y lloro, por ella siento amor, por ti, Mercedes querida, que extingues mi dolor…». O aquella otra canción que la enloquecía por su tono quejumbroso y rumbero: «No la llores, no la llores, que fue la gran bandolera, enterrador no la llores…».

Ahora, más que nunca, odiaba al gringo del perrito. Estaba segura de que ese ejército de vitrolas cantando en cada esquina los enloquecería a todos. Su hijo había sido uno de los primeros en sucumbir, y ella, sin duda, sería de las próximas. ¿Cómo iba a gustarle la música cuando era algo que tenía que escuchar por obligación y no por placer? En los últimos años, aquella plaga de trovadores ambulantes y tragamonedas infernales había invadido la ciudad como una peste bíblica.

– El problema del niño Pepe no es la música -la interrumpió Guabina una tarde, cuando su amiga iba por la mitad de su queja-. Aquí se mueven fuerzas mayores.

Ángela calló de golpe. Cada vez que su amiga comenzaba a hablar de esa manera sibilina, se producía alguna revelación.

– ¿No es la música?

– No, aquí hay lío de faldas.

– ¿Una mujer?

– Y no de las buenas.

El corazón de Ángela dio un vuelco.

– ¿Cómo lo sabes?

– Recuerda que yo también tengo mi Martinico -respondió la mulata.

Guabina era la única persona, además de su marido y de su hijo, que conocía la existencia del duende. Juanco, que había sido testigo de extraños hechos, aceptaba su presencia sin referirse a él. Su hijo se burlaba de aquella historia, tachándola de superstición. Sólo Guabina había acatado el hecho sin aspavientos ni asombros, como un percance cotidiano más. Ángela se lo había confesado una tarde en que la mulata le habló de un espíritu mudo que se le aparecía cuando algo malo rondaba cerca.

– ¿Una mujer? -repitió Ángela, intentando comprender el significado de la idea: su hijo ya no era un muchacho, su hijo podía enamorarse, su hijo podía casarse e irse a vivir lejos-. ¿Estás segura?

Guabina desvió la mirada hacia un rincón de la habitación.

– Sí -afirmó.

Y Ángela supo que la respuesta provenía de alguien a quien ella no podía ver.


Leonardo había salido más temprano que de costumbre. A su paso, las puertas se abrían como estuches en una tienda de fantasía: los prostíbulos del barrio se preparaban para recibir a sus clientes.

Cuando llegó a casa de doña Ceci, la entrada ya estaba abierta.

– Pasa -lo saludó la propia dueña, envuelta en la estola negra que nunca se quitaba-. Voy a avisarle a las muchachas.

Leonardo la agarró por el brazo.

– Ya sabes por quién vine. Avísale sólo a ella.

– No sé si quiera recibirte hoy.

Leonardo contempló a la mujer con repugnancia y se preguntó cómo pudo haberle gustado alguna vez. Había sido en otra época, claro. Su sangre corría tan impetuosa que su cerebro apenas le dejaba pensar. Pero ahora contemplaba las ruinas de la que fuera una de las mujeres más hermosas de la ciudad: una anciana llena de afeites que trataba de ocultar el perenne temblor de sus manos con los mismos gestos altivos de su juventud.

– He venido porque ella me prometió esta tarde.

Cecilia se zafó de las garras del hombre.

– Con Mercedes una promesa no es una garantía -le aseguró, arreglándose el manto-. Es más caprichosa que su difunta madre, que Dios la tenga en la gloria.

Leonardo sonrió con sarcasmo.

– ¿En la gloria? Dudo que allí haya espacio para las que son como ustedes.

Cecilia clavó su mirada de fuego en el rostro del hombre.

– Tienes razón -respondió-. Seguramente acabaremos en el mismo lugar adonde irán los que son como tú.

Leonardo fue a responder como se merecía, pero se encogió de hombros. El recuerdo de la joven ocupó toda su atención. La había visto por primera vez cuando su madre aún vivía. Caridad lo había enloquecido desde que se le entregara bañada en miel. En aquellos tiempos, Mercedes era sólo una chiquilla que salía de la recámara materna, a veces medio dormida, cuando él llegaba a visitar a su amante; y nunca la vio de otro modo hasta que Caridad murió en aquel incendio que casi arruinó el negocio. Pero Leonardo no se fijó en ella de inmediato. Casi olvidó su existencia porque dejó de visitar el lugar. Y cuando por fin regresó, dos años después, sus visitas fueron escasas y en horas de la madrugada. Así es que tampoco coincidió con ella.

– Dice que no puede atenderte ahora.

La voz de doña Cecilia, a sus espaldas, lo sacó de su embeleso.

– Pero ella me dijo…

– No es que no vaya a recibirte en toda la noche, pero ahora está ocupada.

Leonardo se dejó caer sobre un sofá y encendió un cigarro.

Meses atrás un amigo había insistido en que lo acompañara hasta allí, aunque apenas era mediodía.

– Doña Cecilia no está -les advirtió una muchacha de cutis dorado que salió a la puerta-, pero pueden esperar si lo desean.

La joven vestía un salto de cama que no ocultaba sus formas espléndidas. Leonardo la vio alejarse y desaparecer por una de las puertas. Su aspecto le resultaba familiar, pero sus sentidos embotados no lo dejaron reconocerla. Sólo cuando él salió de una habitación, horas más tarde, y la vio a la luz de las lámparas que iluminaban la oscuridad del patio, su corazón dio un vuelco hacia el pasado. La joven era la imagen de su difunta madre, pero una imagen de tez más clara y con un rostro angelical. Ya era tarde y no tenía tiempo para quedarse… pero regresó a la noche siguiente y pidió verla.

– El amante quiere revivir antiguas pasiones -dijo burlonamente doña Ceci-. Ya no está la madre, pero queda la hija… que es mucho más codiciada, dicho sea de paso.

– Déjate de palabrerías y búscala.

– Lo siento, pero Mercedes está con alguien.

– Esperaré.

– No te hagas ilusiones. Hoy vino a verla Onolorio.

– ¿Quién?

– Su protector, su primer hombre… Cuando él viene, ella debe estar a su disposición.

– Ni que fuera su dueño… -comenzó a decir Leonardo, pero se interrumpió al ver la expresión de Cecilia-. ¿Qué pasa?

– Es su dueño.

– ¿Qué quieres decir?

– La compró.

– ¿De qué estás hablando?

– ¿Cómo crees que reconstruí mi casa después del incendio? Hacía tiempo que don Onolorio estaba que se le hacía la boca agua por la niña, pero su madre no lo hubiera permitido por nada del mundo. Cuando Caridad murió, Onolorio me ofreció una fortuna si lo dejaba convertirse en «mentor» de la muchacha. No me quedó otro remedio que aceptar.

– ¿Le entregaste la niña a un hombre?

– Ya no era una niña, y además, Mercedes estaba encantada. Siempre me pareció una criatura medio endemoniada…

– ¿Esa muchacha? -insistió él, recordando el rostro de la joven-. No puede ser.

– Sólo te advierto.

Leonardo se marchó de madrugada, sin haber podido verla. Pero volvió al día siguiente, y al otro, y al otro. Por fin, cerca de la medianoche, Mercedes salió de una habitación acompañada por un hombre. Era un mulato achinado, vestido con un impecable traje de dril blanco. Ella le dio un beso de despedida y volvió a entrar, dejando la puerta semiabierta. El mulato pasó junto a Leonardo.

– Ya sé que estás encaprichado con mi hembra -le dijo-. Muchos se aburren y se van con otra, pero tú sigues en lo mismo.

– ¿Quién te dijo…?

– Eso no importa. Esta noche puedes verla, pero ándate con cuidado y no te pases de macho.

Y dejando a Leonardo con la palabra en la boca, atravesó la puerta de la calle, seguido por un individuo corpulento que parecía esperarlo junto a la entrada.

– Tu adorada ya está libre -le dijo doña Ceci.

– Eres una vieja chismosa -la increpó Leonardo-. No tenías que andar diciendo por quién vengo.

– No soy yo quien da esa clase de informes. Onolorio tiene sus propios medios para saber lo que ocurre, sobre todo si concierne a su querida.

En ese instante alguien salió de las sombras, tropezó con él y casi lo tumba al suelo.

– Buenas noches -dijo el muchacho con aire humilde-. Me llamo José, pero los amigos me dicen Pepe…

Era evidente que estaba borracho.

– Perdone, caballero -intercedió otro joven, que pugnó por arrastrar a su amigo de allí-. No quisimos molestarlo.

Leonardo les dio la espalda, deseoso por concluir lo que ya estaba dilatándose demasiado.

– Después arreglamos el precio -le informó a la mujer en un susurro y caminó hasta la puerta entreabierta.


Nunca había pensado en los hombres más que como animalitos que estaban allí para cumplir sus deseos. Otras mujeres se vestían para atraerlos, pero Mercedes creía que eran ellos quienes debían de comprarle vestidos y joyas. Nadie le explicó nunca que su sistema de prioridades estaba errado; y ella tampoco lo comentó, creyendo que se trataba del orden natural de las cosas.

Jamás supo en qué momento brotaron tales ideas. Después del desmayo, su cabeza se volvió un lío. Únicamente Cecilia notó el cambio. Comprendió que había cometido un error al intentar revivirla con la misma miel empleada en la ceremonia, pero ya el daño estaba hecho.

Primero fueron las miradas que descubrió en la criatura cuando observaba a los hombres. Varias veces la sorprendió atisbando lo que ocurría en el interior de los cuartos y, más tarde, revolcándose extrañamente entre las sábanas. Pronto su conducta dejó de ser un secreto y fue motivo de chistes. La niña se pintaba los labios con licor de café, se echaba azúcar en los párpados para que brillaran bajo las lámparas rojas y se paseaba desnuda por los pasillos, cubierta por un chal de seda dorada. Cecilia concluyó que el espíritu de Oshún la había convertido en una diablesa.

Pero el problema principal era que la niña no era tan niña. Con casi quince años, su madre se veía obligada a reprenderla para que se vistiera. Por si fuera poco, hubo que mantener a raya a los clientes que ofrecieron dinero por ella. Onolorio era el más peligroso. Cecilia se sentía amenazada cada vez que el hombre entraba a su casa, acompañado por aquellos guardaespaldas de mala calaña.

La muerte de Caridad, dos años después, fue providencial. Aunque el incendio casi acabó con su negocio, doña Cecilia vio los cielos abiertos cuando Onolorio le ofreció el doble de lo que le costaría arreglarlo, si le daba los derechos de por vida sobre la criatura. No pretendía comprarla, claro que no. Sólo quería tener prioridad y acceso ilimitado a su alcoba cada vez que quisiera verla.

Cecilia no dudó en entregarla. La muchacha parecía ansiosa por entrar en esa vida… algo que seguramente haría, tarde o temprano, ahora que su madre había muerto. Según el convenio, Mercedes no recibiría ningún dinero por esas visitas; pero Onolorio estaba prendado de ella, y la joven hizo con él lo que se le antojó.

Muy pronto los hombres se convirtieron en un instrumento para cumplir sus caprichos y aplacar ese ardor que la azotaba día y noche. Ninguno despertó en ella nada que no fueran instintos. Ni Onolorio, que durante los primeros meses apenas se separó de su lecho, ni todos los que llegaron después, incluyendo a Leonardo, aquel señoritingo que siempre le traía regalos.

Las visitas de Onolorio, que habían menguado un tanto, volvieron a repetirse cuando apareció Leonardo. Ella sospechó que existía una batalla silenciosa para ganársela. Onolorio le pidió que se fuera con él, pero ella se negó. Le gustaba esa vida y esa casa, que consideraba suya, y no estaba dispuesta a someterse a la voluntad de un solo hombre que tal vez no la trataría tan bien cuando la supiera de su exclusiva propiedad. Pero aquella existencia no iba a durar mucho.

El primer atisbo de cambio se produjo de manera vaga e inesperada, como uno de esos sueños que después se confunden con algo real. Casualmente, ocurrió la primera noche que Leonardo estuvo con ella.

Esa madrugada, cuando casi todos los clientes se habían marchado, hubo un eclipse de luna sobre La Habana. Mercedes no sabía lo que era un eclipse. Sólo escuchó el alboroto de las mujeres en el patio, mientras gritaban que la luna se estaba oscureciendo y que era el fin del mundo. Pero cuando ella salió a mirar, no notó nada extraordinario. Era la misma luna de siempre a la que le faltaba un trozo. Varios jóvenes, al parecer estudiantes, trataban de tranquilizar a las mujeres. Mercedes se aburrió del alboroto y volvió a su habitación.

Nunca supo si aquel eclipse desencadenó potencias mágicas o si ocurrió algún otro fenómeno desconocido.

Mientras iba de regreso a su alcoba, una criatura diferente pasó junto a ella, y su rostro fue el ramalazo de algo que la atrajo más que el espíritu de Oshún. No pensó en esa aparición como en un hombre, aunque lo era, debido a esa cualidad crepuscular en su mirada. La criatura clavó sus ojos en Mercedes, pero aquella expresión no era igual que otras. Su demonio interior -aquel súcubo que penetrara en ella cuando la miel de la diosa mojó sus labios- retrocedió furioso ante la mansedumbre de ese rostro. Con todas sus fuerzas se aferró al hermoso cuerpo que habitaba desde hacía años, negándose a abandonarlo. La joven batalló contra la potencia, casi al borde del ahogo, y fue como si un velo cayera a sus pies. Durante unos instantes, el mundo pareció otro. Repetidamente pugnó por arrojar de sí aquella voluntad ajena que la ataba a un universo oscuro y desesperado; pero al final acabó por entregarse de nuevo a la entidad que la dominaba, y pasó junto al hombre, enajenada e indiferente, como si él nunca hubiera existido.


Pepe se burlaba de las supersticiones de su madre, pero sólo de boca para afuera. El joven había heredado aquel sexto sentido que, aunque no le permitía ver duendes, le dejaba intuir presagios y corazonadas. Sin embargo, no era consciente de su existencia. Más bien lo percibía a un nivel remoto y subterráneo.

Años después pensaría en eso, al revisar los hechos que cambiaron su vida la tarde en que Fermín y Pancho lo invitaron a una función del Teatro Albisu. La zarzuela celebraba las victorias del antiguo ejército español sobre las tropas mambisas; y aunque la República ya llevaba varios años instaurada, el muchacho sentía en carne propia la sangre derramada por los cubanos. No importaba que fuera hijo de españoles. Había nacido en aquella isla y se consideraba cubano.

Durante el intermedio, Fermín y Pancho notaron su semblante hosco.

– No lo tomes tan en serio -le susurró Fermín al oído-. Todo eso pasó a la historia.

– Pero sigue aquí -contestó Pepe, tocándose las sienes.

– Anímate, hombre -le dijo Pancho-. Mira cómo hay damitas rondándote.

José se encogió de hombros.

– La verdad es que Dios le da pañuelo al que no tiene narices -suspiró Pancho.

Cuando terminó la función, lo invitaron a cenar.

– No llegues tarde -le había rogado su madre.

No sólo llegó muy tarde, sino completamente borracho y custodiado por sus amigos, más o menos en igual estado. Quizás si le hubieran dicho de inmediato el origen de su comportamiento, Ángela no se habría molestado tanto: su Pepito estaba enamorado. Pero enamorarse es un concepto bastante ecuánime, casi reposado, en comparación con el ánimo en que se hallaba el joven.

Después de cenar, habían ido a tomar unos tragos. Bastaron cuatro para que el joven José, que jamás bebía, quisiera conocer a todo el que pasaba cerca. El mundo se le antojó un lugar lleno de personas amables y queridas; algo que nunca antes había notado.

A las diez de la noche, y sin que supiera cómo, se sorprendió vagando por una zona desconocida de la ciudad escoltado por sus amigos. Dando traspiés, atravesaron la puerta de un caserón desconocido. De inmediato, el muchacho se fijó en un caballero que conversaba con una momia. La momia no estaba muerta, como hubiera sido normal. Sonreía, y al hacerlo se arrugaba aún más. Todo estaba muy oscuro, excepto por los bombillos rojos que llenaban de sombras el patio. Se acercó un poco para observar mejor. El caballero le pareció muy distinguido, digno de figurar entre sus más selectas amistades. Pese a la expresión de contrariedad que endurecía su rostro, sintió el deseo inmediato de contar con su simpatía.

– Buenas noches -dijo, tendiéndole una mano-. Me llamo José, pero los amigos me dicen Pepe…

El desconocido dejó de hablar para mirarlo.

– Perdone, caballero -dijo Fermín, acercándose-. No quisimos molestarlo.

Y tomó del brazo al joven para alejarlo de allí.

– Si vas a quedarte, mejor te callas la boca -le susurró Fermín-. Puedes meternos en un lío.

Pero José no estaba en condiciones de decidir si se quedaba o se iba a casa. Así es que Fermín y Pancho lo dejaron con una mujer, y ellos se fueron con otras.

– Me llamo José -repitió, cuando ella lo hizo sentar sobre una cama-. Pero me dicen Pepe…

Enseguida cerró los ojos y comenzó a murmurar insensateces. La mujer comprendió que no podría esperar nada de él; pero como ya había cobrado, lo dejó dormir.

Despertó una hora después, sobresaltado por un gran escándalo. No le dolía mucho la cabeza, pero el mundo daba vueltas sin parar. Fue hasta una palangana con agua y se mojó la cara. Tambaleándose, abrió la puerta. El aire frío de la madrugada alertó sus sentidos. ¿Dónde estaba? Varias luces rojas iluminaban el patio. Se recostó a una pared, intentando imaginar dónde podría hallarse.

Y en ese momento la vio. Un ángel. Una criatura que Dios le enviaba para conducirlo a su morada definitiva, cualquiera que ésta fuera. Se quedó atónito ante la fragilidad de sus rasgos, pero más que todo ante sus ojos: de odalisca, de maga legendaria… La criatura se detuvo, estudiándolo con sorpresa. Notó las alas que se movían detrás de sus hombros, con una cualidad lenta y acuática. Irreal. Una mora de agua debía ser, como aquella que hablara con su madre antes de que él naciera.

Pero el prodigio fue breve. La ninfa desvió su mirada, como aquejada por un dolor antiguo, recuperó su expresión hermética y siguió andando. Sólo entonces José descubrió que no tenía alas, sino una túnica casi transparente que el aire de la noche alzaba sobre sus hombros.

Media hora más tarde, cuando sus amigos llegaron, estaba más borracho que nunca, después de haberse tomado varias líneas de ron que la momia le sirviera.

Mercedes lo hubiera olvidado, pero el ente de mirada crepuscular regresó. Y con un regalo insólito: rosas y un trío de trovadores que dio una serenata en el patio por primera vez en la historia del lupanar. El demonio que habitaba en ella, aturdido por el homenaje, abandonó su cuerpo durante varias horas; el tiempo suficiente para que Mercedes pudiera hablar con José, conocer quién era y de qué misterioso universo, había surgido aquel hombre que no se parecía a ninguno.

José le habló de sus sueños y de pensamientos que rondaban por su cabeza; de imágenes imposibles, como esas que aparecen en los instantes de éxtasis amoroso, cuando el ser humano se convierte en una criatura más mística… Ella lo escuchó arrobada y también le contó los suyos; sueños diferentes a cuantos albergara hasta el momento y que surgían de algún rincón nunca antes visitado.

Volvió a su infancia, a la época en que sus padres la acunaban para dormir, cuando doña Cecilia encargaba docenas de jabones a su padre, aún vivo. Porque José le hablaba, y ella se convertía en una niña. Junto a él se esfumaban los clientes de mirada torva, las bromas de las meretrices, los olores del prostíbulo. Fue feliz, de una manera nueva, hasta que él se marchó, dejándola otra vez en compañía de mortales y demonios. ¿Habría soñado?

Esa noche, Leonardo la visitó. Y también Onolorio. Pero ella estuvo ausente de su cuerpo durante esas visitas, con la mirada perdida y ajena al collar de rubíes que Onolorio le había comprado… algo que él no dejó de notar.

Sin que ella lo supiera, ordenó a su escolta que montara guardia frente al lugar. Aunque no se había tropezado con Leonardo, sospechó que la actitud de Mercedes se debía a aquel petimetre. Era un asunto que tendría que acabar de resolver. Una cosa era que el tipejo se acostara con ella, y otra que siguiera pensando en él cuando estaban juntos. Todo tenía un límite y Onolorio se lo había advertido.

Dos veces se encontró con Leonardo, que negó saber de qué le hablaba. Onolorio no se dio por vencido. Algo extraño estaba ocurriendo y decidió vigilar desde las cuatro de la tarde, cuando empezaban a llegar los clientes.

Por suerte, José no era uno de ellos. Había decidido visitar a Mercedes durante los mediodías, cuando ella parecía más descansada y apenas había personas en el lugar; pero se propuso llenar las noches con su recuerdo.

No tardó en llegar a Onolorio la historia de las serenatas. Cada noche, algún trovador solitario, o un dúo, o un trío, se acercaba a la ventana de Mercedes para entonar el bolero de ocasión. La primera semana, Onolorio intentó averiguar quién era el perpetrador. La segunda, los matones la emprendieron a guitarrazos contra los infelices cantantes. La tercera, destrozó tres ramos de rosas -sin remitente, pero con destinataria- que un mensajero dejó en manos de doña Cecilia. La cuarta, amenazó con golpear a Mercedes si no le decía el nombre de su galán. La quinta, cuando Pepe llegó después del mediodía, Mercedes tenía un ojo amoratado.

– Recoge tus cosas -le dijo José-. Nos vamos de aquí.

– No -respondió la voz del demonio-. Yo no me marcho.

Su mirada le dolió tanto que, por primera vez, ella se justificó.

– Tus padres nunca me aceptarán.

– Si yo te acepto, ellos lo harán.

La joven luchó contra el espíritu que dominaba su voluntad.

– Onolorio no dejará de buscarnos -insistió ella- Nos matará.

José la besó brevemente en los labios y el demonio retrocedió aturdido.

– Confía en mí.

Ella asintió, sacudida por una angustia de muerte.

– Ve recogiendo tus cosas -propuso él-. Espérame en la puerta del fondo, pero no te preocupes si me demoro un poco.

Y eso lo decía porque, antes de buscar las maletas, debía ir a casa de sus padres.

Guabina le alcanzó un vaso de agua helada que Ángela se bebió entre sollozos. Pepe le había dado la noticia, y la pobre mujer no quería ni pensar en lo que ocurriría cuando su marido se enterara. Llevar una prostituta a su casa. ¿Cómo había sucedido semejante cosa? Un muchacho bien criado, que estudiaba una carrera… ¿Cómo Dios permitía aquello?

Guabina se sentó a su lado, incapaz de consolarla. No se atrevía. Sobre todo porque, junto al rincón donde reposaban sus santos, había vuelto a aparecer aquel espíritu que le avisaba de cualquier peligro. La mujer se había quedado muda del susto. Allí estaba, agachado en su habitual pose de espera. Algo sucedería si no tomaba cartas en el asunto.

Fue hasta la sopera blanca de Obba, una de las tres diosas «muerteras», la enemiga mortal de Oshún. Sólo ella podría ayudarla a arrebatarle una víctima a aquel fantasma.

Se enfrentó a la sopera, hizo sonar las piedras y rezó una oración ante las imágenes de los santos católicos y africanos que llenaban el altar. Ángela la miró por encima de su pañuelo, esperanzada ante los poderes de la mulata vidente. El sonido de las piedras estalló en la habitación y saltó por las paredes como una risa cloqueante y enloquecida.


Ya había pasado una hora desde que Pepe se marchara. Tal vez se había arrepentido. ¿A qué hombre normal se le ocurriría llevar una prostituta a casa de sus padres? No, José era distinto. Mercedes estaba segura de que regresaría. Algún percance le habría retrasado. Demasiado inquieta para esperarlo en su habitación, arrastró dos maletas a lo largo del pasillo en dirección a la salida del fondo. Ya regresaba por la tercera cuando una mano le dobló el brazo y la hizo ponerse de rodillas.

– No sé adónde crees que vas. -Onolorio apuntaba a su rostro con una navaja abierta-. Ninguna mujer, óyeme bien, ninguna me ha abandonado. Y tú no vas a ser la primera.

La agarró por los cabellos y la sacudió con tanta fuerza que Mercedes gritó, sintiendo que las vértebras del cuello se le quebraban.

– ¡Déjala tranquila!

La voz surgió del patio. De reojo, porque la posición de su cabeza le impedía hacer otra cosa, vio acercarse a Leonardo.

– Si no la dejas, llamo a la policía.

– ¡Ahora todo está claro! -dijo Onolorio sin soltarla, blandiendo la navaja cerca de su vientre-. Así es que los tortolitos iban a fugarse.

Mercedes comenzó a rezar por que José no apareciera ahora.

– No sé de qué estás hablando -aseguró Leonardo-, pero ahora mismo vas a entregarme a esa mujer o terminas en la cárcel.

– Te la voy a entregar… después que acabe con ella.

Mercedes sintió un frío en su costado. Aterrada, sabiendo que ya nada podía perder, excepto la vida que comenzaba a escapársele, clavó un codo con todas sus fuerzas en las costillas del hombre que, sorprendido, la soltó.

Con un instinto más cercano a la supervivencia que a la lucha por una hembra, Leonardo se lanzó contra el otro. Ambos se enredaron en una batalla feroz que Mercedes, demasiado mareada, no pudo seguir. Mientras trataba de contener la sangre, algo tiró de sus entrañas como si también quisiera escapar por la herida. Algo, que no era su alma, la abandonaba a regañadientes. Su vista se nubló. Escuchó gritos -unos gritos agudos y aterrados de mujer-, pero el mundo daba tantas vueltas que cayó al suelo, aliviada de haber hallado un sitio que la sostuviera.


Antes de que José llegara a la puerta, supo que había ocurrido algo terrible. Varias mujeres gritaban histéricas en la calle y había policías por doquier.

Cuando entró, tuvo que apoyarse en una pared. Dos hombres se desangraban en medio del patio. Uno de ellos, cuyo rostro le resultó familiar, yacía inmóvil en el cemento. El otro, un mulato de mal aspecto, se arrastraba aún sobre su vientre; pero José comprendió que no viviría mucho.

El patio había quedado momentáneamente vacío. Las mujeres seguían gritando en la calle y la policía había salido en busca de auxilio. José se acercó a la única persona que le interesaba. Mercedes respiraba agitada, pero suavemente.

– Por Dios, ¿qué ha pasado? -murmuró sin esperar respuesta.

El aliento sibilante del mulato llegó a él, desde el otro extremo del patio.

– Si me muero de ésta, juro que me vengaré de todas las putas desde el otro mundo -masculló en dirección a Mercedes, aunque ella no parecía escucharlo-. No hallarán paz aquí, ni en el infierno.

El hombre bajó la cabeza, vomitó un buche de sangre y quedó con la nariz clavada en el suelo.

– José -susurró Mercedes, sintiendo crecer una ola tibia en su pecho; y supo que esa frialdad que la habitara durante años se marchaba definitivamente con la sangre que salía de su herida.


Guabina oraba, haciendo chocar las piedras de Obba. Ángela se había quedado dormida, como si la fuerza del hechizo hubiera agotado sus fuerzas. De pronto, Guabina dejó de rezar. Había escuchado un ruido a sus espaldas, más bien un sonido gutural, un crujido inconexo como la vibración de un papel agitado por el viento. Se volvió para enfrentarse a aquel espíritu mensajero de desgracias. Allí estaba, acuclillado como siempre, el indio mudo y plagado de cicatrices, asesinado siglos atrás, cuya alma continuaba aferrada a aquel trozo de ciudad por razones que ella desconocía. La imagen comenzó a temblar como si un huracán intentara deshacerla, y Guabina comprendió que sería la última vez que lo vería. El indio había llegado para avisarle de un peligro enorme, pero el peligro ya había pasado. La mujer respiró aliviada y se volvió para despertar a su amiga, tras decir adiós a la silueta que se esfumó poco a poco.

Y es cierto que nunca más volvió a verlo, pero no sería la última vez que el indio se le aparecería a alguien en aquella ciudad.

No me preguntes por qué estoy triste

Llovía a cántaros cuando parqueó su auto junto al chalet de Gaia. Eran apenas las cinco de la tarde, pero la tormenta se había tragado la escasa luz y ahora parecía de noche.

Adentro, en la seca y acogedora atmósfera de la sala, Circe y Polifemo dormitaban sobre un almohadón que su dueña había colocado a los pies del sofá. El ronroneo de los gatos era perceptible por encima de la lluvia que golpeaba amablemente las maderas. Gaia sirvió el té y abrió una lata de bizcochos.

– A mi abuela le hubiera gustado hacer chocolate con un tiempo así -dijo-. Por lo menos, era lo que siempre decía cuando se acercaba un ciclón; pero como el chocolate ya era cosa del pasado durante mi infancia, freíamos un poco de pan en aceite y lo comíamos oyendo las ráfagas.

Cecilia recordó que su abuela Delfina también hablaba de tomar chocolate caliente cuando el tiempo se volvía huracanado; pero ella pertenecía a la misma generación que Gaia, así es que su abuela tampoco pudo ofrecerle la prometida taza.

– ¿Qué piensas de las fechas? -preguntó después de probar su té.

– Lo mismo que tú: no se trata de una casualidad. Hay ocho fechas, y todas marcan desgracias diferentes en la historia de Cuba. Algunas se repiten más de una vez. Para saber por qué las apariciones de la casa coinciden con esas fechas, yo investigaría a sus habitantes.

– ¿Por qué?

– Porque la casa es un símbolo. Ya te dije que las mansiones fantasmas revelaban aspectos del alma de un lugar.

– Pero ¿de cuál? ¿De Miami o de Cuba? Porque esta casa aparece en un sitio, en ciertas fechas relacionadas con el otro…

– Por eso debemos averiguar quiénes la ocupan. Usualmente es la gente la que se mueve de un lado a otro. Yo creo que la casa sigue el impulso de sus habitantes. Ese es el vínculo que hay que buscar: las personas. ¿Quiénes fueron? ¿Qué hacían? ¿A quién o qué perdieron en esas fechas o a causa de ellas?

– Podrían ser familiares de cualquiera de los miles de cubanos que viven en Miami -aventuró Cecilia, exprimiendo más limón dentro de su taza.

– ¿Y no has pensado que podrían ser personas famosas? Actores, cantantes, políticos… Gente que simboliza algo.

Cecilia movió la cabeza.

– No creo. Nadie los ha reconocido. Según los testimonios, parecen personas corrientes.

Polifemo roncaba a los pies de su dueña. Había rodado del almohadón sin darse cuenta, desplazado por Circe que ahora dormía patas arriba.

– Hay algo más que puedes hacer -dijo Gaia, cuando vio que Cecilia se ponía de pie para marcharse-. Marca los sitios de las apariciones en un mapa. ¿Quién sabe si eso pueda darte otra pista?

– No sé si deba seguir investigando. Tengo que acabar mi artículo en algún momento.

Gaia la acompañó hasta la puerta.

– Cecilia, reconoce que ya no estás interesada en el artículo, sino en el misterio de la casa. No tienes por qué limitarte.

Se miraron un instante.

– Bueno, ya te contaré -murmuró Cecilia, antes de volver la espalda y perderse entre los árboles.


Pero no se fue enseguida. Desde la oscuridad de su auto, observó los alrededores. Gaia tenía razón. Su interés por el misterio iba más allá del artículo. La casa fantasma se había convertido en su Grial. De alguna manera también se había convertido en un foco de angustia, como si presintiera el dolor de aquellas almas encerradas en la mansión. No había necesitado verla para palpar el rastro de melancolía que reinaba en los lugares donde había aparecido, y la atmósfera de nostalgia, casi rayana en tristeza, que quedaba en cada sitio tras su desvanecimiento.

Recordó a Roberto. ¿Qué hubiera pensado de eso? Había querido contarle sobre la casa, pero constantemente evadía el tema. Cada vez que trataba de acercarlo a su mundo, él debía hacer una llamada o recordaba que tenía una reunión o le proponía ir a un club. Era como si sólo tuvieran una zona común para coexistir: las emociones. Cecilia comenzaba a sentir una especie de ahogo, como si estuviera atrapada, aunque no sabía por qué, ni de qué. Roberto también se mostraba distante y retraído.

Decidió pasar por el concesionario. Él le había dicho que estaría allí hasta las ocho. Lo encontró en el salón donde se exhibían algunos modelos deportivos.

– Necesito contarte algo -dijo Cecilia.

– Vamos a mi oficina.

Y mientras caminaban empezó a hablarle por primera vez de la casa, de las entrevistas y de las apariciones.

– ¿Por qué no vamos a tomar algo? -preguntó él de pronto.

– De nuevo.

– ¿De nuevo qué?

– Cada vez que quiero hablar de mis cosas, cambias de conversación -dijo ella.

– No es cierto.

– He tratado de contarte sobre esa casa dos veces.

– No me interesan los fantasmas.

– Es parte de mi trabajo.

– No, tú eres tú y tu trabajo es otra cosa. Háblame de ti y te escucharé.

– Mi trabajo es parte de mí.

Roberto pensó un segundo antes de responder:

– No quiero hablar de cosas que no existen.

– Quizás la casa no existe, pero muchas personas la han visto. ¿No te interesa averiguar por qué?

– Porque siempre hay gente dispuesta a creer en cualquier cosa, en lugar de ocuparse de asuntos más productivos.

Ella se le quedó mirando casi con dolor.

– Ceci, tengo que ser sincero contigo…

En lugar de marcharse, como había pensado hacer, se quedó en su asiento y lo escuchó durante media hora. Él le confesó que todo ese mundo de espectros, auras y adivinaciones, lo inquietaba. O más bien le molestaba. Cecilia no entendía. Siempre creyó que lo intangible era reconfortante; significaba que uno podía contar con un arsenal de poderes si el entorno se hacía demasiado doloroso o terrible. Pero a Roberto esas cuestiones lo llenaban de incertidumbre. Terminó diciendo que todas esas historias eran idioteces que sólo podían creer otros idiotas. Aquello la hirió de veras.


Volvieron a verse tres días más tarde… y de nuevo se alejaron. Recordó el hexagrama del I Ching que consultara la noche en que decidió llamar a Roberto. Abrió la página aún marcada y descubrió, bajo el epígrafe que decía «diferentes líneas», el número nueve que ella había sacado en la tercera línea y que había pasado por alto en su lectura anterior:

La penetrante e insistente lucubración no ha de llevarse demasiado lejos, pues frenaría la capacidad de tomar decisiones. Una vez que un asunto ha sido debidamente sometido a la reflexión, es cuestión de decidir y actuar. Pensar y cavilar con reiterada insistencia provoca el aporte de escrúpulos una y otra vez y, por consiguiente, la humillación, puesto que uno se muestra inepto para la acción.

Eso era. Se había empeñado en darle vueltas a un asunto que debió haber terminado. Sin duda se había equivocado, pero aquella comprensión tardía no le sirvió de consuelo.

A partir de ese instante dejó de maquillarse, de comer, y hasta de salir, excepto para ir a la oficina. Así la encontró Lisa, echada sobre el sofá y rodeada de tazas de tilo, una tarde en que fue a verla para llevarle otro testimonio que acababa de grabar. Contrario a lo que esperara, Cecilia no mostró ningún entusiasmo. Sus sentimientos hacia Roberto habían relegado a un segundo plano el asunto de la casa.

– Eso no es saludable -le dijo Lisa, tan pronto como se enteró-. Vas a venir conmigo.

– No se me ha perdido nada afuera.

– Eso lo veremos. ¡Vístete!

– ¿Para qué?

– Quiero que me acompañes a un sitio.

Sólo a mitad de camino le dijo que la llevaba a ver una cartomántica que vivía en Hialeah. La mujer compraba productos en su tienda y, siempre que la recomendaba, los clientes le hablaban maravillas de ella.

– Y no se te ocurra quejarte -añadió Lisa-, que la consulta te sale gratis gracias a mí.

Molesta, pero decidida a sobrellevar el asunto lo mejor posible, Cecilia se reclinó en el asiento del auto. Se haría la idea de que estaba en una función de teatro.

– Te esperaré en la sala -susurró Lisa cuando tocaron a la puerta.

Cecilia no contestó; pero su escepticismo recibió una sacudida cuando la cartomántica, tras barajar el mazo de cartas y pedir que lo dividiera en tres, desplegó el primero y preguntó:

– ¿Quién es Roberto?

Cecilia brincó en su silla.

– Un novio que tuve -musitó-. Una relación pasada.

– Pero todavía estás en ella -afirmó la sibila-. Hay una mujer pelirroja que también tuvo que ver con ese hombre. Le ha hecho un amarre, porque sigue obsesionada con él. No deja de llamarlo, no lo suelta.

Cecilia no podía creer lo que escuchaba. Roberto le había hablado de esa relación que terminó antes de que ellos se conocieran; y era cierto que la mujer lo había seguido llamando porque él mismo se lo contó, pero eso del maleficio…

– No puede ser -se atrevió a contradecirla-. Esa muchacha nació aquí y no creo que sepa nada de brujerías. Trabaja en una compañía de…

– Ay, m’hijita, qué inocente eres -le dijo la anciana- Las mujeres recurren a cualquier cosa con tal de recuperar a su hombre, no importa dónde hayan nacido. Y ésta -miró de nuevo sus cartas-, si no ha hecho el amarre con brujería, lo ha hecho con su mente. Y créeme que los pensamientos, cuando están llenos de rabia, son muy dañinos.

La mujer hizo otra tirada de cartas.

– ¡Qué hombre tan raro! -dijo-. En el fondo, cree en el más allá y en los hechizos, pero no le gusta admitirlo. Y si lo hace, enseguida trata de pensar en otra cosa… ¡Muy extraño! -repitió y levantó la vista para mirarla-. Tú lo quieres mucho, pero no creo que ése sea el hombre para ti.

Cecilia la miró con tanto desconsuelo que la vieja, un tanto compadecida, añadió:

– Bueno, haz lo que quieras. Pero si quieres oír mi consejo, deberías esperar por algo distinto que aparecerá en tu vida.

Volvió a recoger el mazo y le pidió que lo dividiera.

– ¿Ves? Aquí sale de nuevo. -Y fue señalando las cartas a medida que las leía-. La pelirroja… El demonio… Ese es el trabajo que te dije… ¡Jesús! -La mujer se persignó, antes de seguir mirando las cartas-. Y éste es el hombre que aparecerá, alguien que tiene que ver con papeles: alto, joven, quizás dos o tres años mayor que tú… Sí, definitivamente trabaja con papeles.

La mujer volvió a barajar las cartas.

– Escoge tres grupos. Cecilia obedeció.

– No te preocupes, m’hijita -añadió la pitonisa, mientras estudiaba el resultado-. Tú eres una persona muy noble. Te mereces al mejor hombre, y ése va a aparecer más pronto de lo que te imaginas. Quien va a perderse a la gran mujer es ese otro por el que ahora lloras. A menos que sus guías lo iluminen a tiempo, quien saldrá perjudicado será él. -Levantó la vista-: Sé que no va a gustarte esto, pero deberías esperar por el segundo hombre. Es lo mejor para ti.


Sin embargo, cuando Roberto la llamó, aceptó su invitación para cenar con otras dos parejas. Todavía se aferraba a él, tanto como él a ella… o eso le dijo: no había podido sacarla de su mente en todos esos días. ¿Por qué no salían juntos otra vez? Irían a aquel restaurante italiano que a Cecilia le gustaba tanto porque sus paredes recordaban las ruinas romanas de Caracalla. Pedirían ese vino oscuro y espeso, con un aroma a clavo que punzaba el olfato… Sí, Roberto había pensado en ella cuando escogió aquel lugar.

Todo fue bastante bien al inicio. Los amigos de Roberto trajeron a sus respectivas esposas, llenas de joyas y miradas inexpresivas. Cecilia terminó su cena en medio de un aburrimiento mortal; pero estaba decidida a salvar la noche.

– ¿Les gusta bailar? -preguntó.

– Un poco.

– Bueno, conozco un sitio donde se puede oír buena música… si es que les gusta la música cubana.

El bar era un manicomio esa noche. Quizás fuera culpa del calor, que trastocaba las hormonas, pero los asistentes al local parecían más estrafalarios que de costumbre. Cuando entraron, una japonesa -solista de un grupo de salsa nipón- cantaba en perfecto español. Había llegado allí después de una función en la playa, pero terminó subiendo al escenario con una banda de músicos que se había ido formando desde el comienzo de la noche. Tres concertistas canadienses se unieron al jolgorio. En la pista y las mesas, el delirio era total. Gritaban los italianos en una mesa cercana, vociferaban los argentinos desde la barra, y hasta un grupo de irlandeses bailaba una especie de jota mezclada con algo que ella no pudo definir.

Roberto decidió que había demasiada gente en la pista. Bailarían cuando hubiera más espacio. Cecilia suspiró. Eso no ocurriría nunca. Mientras él seguía conversando con los hombres, la muchacha comenzó a replegarse. Se sentía fuera de lugar, sobre todo frente a esas mujeres que parecían estatuas de hielo. Trató de inmiscuirse en la conversación de los hombres, pero éstos hablaban de cosas que ella no conocía. Aburrida, recordó a su antigua amiga. Pero en la mesa donde solía sentarse, unos brasileños gritaban como desquiciados. Una chica que servía tragos pasó junto a Cecilia.

– Oye -murmuró, sujetándola por una manga-. ¿No has visto a la señora que se sienta a aquella mesa?

– A las mesas se sientan muchas señoras.

– La que te digo siempre está allí.

– No me he fijado -concluyó la muchacha y siguió su camino.

Roberto trataba de dividir su atención entre Cecilia y sus amistades, pero ella se sentía perdida. Era como caminar a tientas por un territorio desconocido. Tres nuevos conocidos de Roberto se acercaron a la mesa, todos muy elegantes y rodeados de mujeres demasiado jóvenes. A Cecilia no le gustó ese ambiente. Olía a falsedad y a interés.

La canción terminó y los ánimos se sosegaron un poco. Los músicos abandonaron el escenario para descansar, mientras la pista volvía a iluminarse. Por los altavoces se escuchó una grabación, famosa en la isla cuando ella era muy pequeña: «Herido de sombras por tu ausencia estoy, sólo la penumbra me acompaña hoy…». Sintió algo en el ambiente, como una especie de impresión indefinida. No pudo entender qué era. Y de pronto la vio, esta vez sentada al final de la barra.

– Voy a saludar a una amiga -se disculpó.

Mientras se abría paso entre los bailadores que regresaban a la pista, buscó en la oscuridad. Allí estaba, agazapada como un animal solitario.

– Un Martini -pidió al barman, y enseguida rectificó-. No, mejor un mojito.

– Mal de amores -observó Amalia-. Lo único que persiste en el corazón humano. Todo termina o cambia, menos el amor.

– Vine aquí porque deseo olvidar -explicó Cecilia-. No quiero hablar de mí.

– Pensé que deseabas compañía.

– Sí, pero para pensar en otras cosas -dijo la joven, probando un sorbo del cóctel que acababan de dejar frente a ella.

– ¿Cómo qué?

– Me gustaría saber a quién espera cada noche -insistió Cecilia-. Me ha hablado de una española que ve duendes, de una familia china que escapó de una matanza y de la hija de una esclava que terminó en un prostíbulo… Creo que se ha olvidado de su propia historia.

– No me he olvidado -aseguró Amalia con suavidad-. La conexión viene ahora.

Como un milagro

Durante cuatro meses, su herida la mantuvo entre la vida y la muerte. Pero eso no era lo peor: aquella frialdad que penetrara en su cuerpo desde la infancia pugnaba de nuevo por poseerla. Era como si dos mujeres habitaran dentro de ella. Cuando José iba al hospital por el día, se encontraba con una joven dulce y tímida que apenas hablaba; por las noches, los ojos enloquecidos de Mercedes se negaban a reconocerlo.

Lo más difícil fue enfrentar la oposición de sus padres. Juan dejó de hablarle y su madre se quejaba de dolores en el pecho, resultado -según decía entre suspiros entrecortados- del sufrimiento. Pero José no se dejó intimidar por aquel chantaje.

Sus credenciales como estudiante de medicina le valieron un préstamo, con el que sufragó los gastos del hospital. Nada lograría alejarlo de su meta; y se consolaba al ver que, pese a sus cambios de humor, Mercedes se iba recuperando… no sólo de su herida, sino de aquel trastorno en su alma.

Poco a poco la confusión se fue retirando a un rincón oscuro de su subconsciencia, revelando a una doncella inocente que parecía mirar el mundo por primera vez. José se sorprendía de sus preguntas: ¿Dónde se escondía Dios? ¿Por qué llovía? ¿Cuál era el número más grande de todos? Era como si tuviera delante a una niña. Y quizás fuera así. Tal vez algún incidente, desconocido para él, había provocado la fuga de su espíritu durante la infancia, y ahora ese espíritu regresaba para reanudar su crecimiento.

Una noche, poco antes de salir del hospital, una enfermera entró para traerle agua. La joven se despertó al escuchar el sonido del líquido que llenaba el vaso. La luz se reflejaba en él -luz de luna- y en el líquido que seguía cayendo interminable. De pronto, lo recordó todo: la ceremonia nocturna, el baño de miel, su desmayo… Supo que había estado posesa desde la infancia, y que aquel espíritu que la poseyera era frío como un témpano de hielo. Apenas el pensamiento afloró a su conciencia, una mano piadosa lo cubrió para siempre. Su memoria se llenó de imágenes tranquilizantes. El asesinato de su padre se transformó en una enfermedad súbita; la horrible muerte de su madre, en un benévolo accidente; y sus vivencias del burdel, en una larga estancia en el campo, donde había vivido rodeada de primas.

José, único testigo de su vida anterior, no dijo nada, ni siquiera a ella, y se guardó para sí la verdadera historia.


Antes de convertirse en su marido, José fue el padre y el hermano que nunca tuvo, el amigo que la cuidó y le reveló modales desconocidos; también fue el maestro que le enseñó a leer.

Después de graduarse, abrió su propio consultorio. Y ella, sin nada que hacer, se aficionó a la lectura. El propio José se sorprendía de los libros que descubría cada noche junto a su cama: sobre héroes del pasado y amores imposibles, sobre viajes míticos y milagros… como aquel que Mercedes deseaba. Porque los años empezaron a pasar y ella comprendió que, pese al amor de aquel hombre, nada la alegraría tanto como un hijo. Pero la cicatriz que afeaba su vientre parecía una prohibición divina. ¿Sería el castigo por algún pecado que ella desconocía?

Tras mucho rezar, finalmente se produjo el milagro. Un día de otoño, su vientre comenzó a crecer. Y supo entonces que su vida y su cordura dependían de aquel bulto que latía en su interior…

Mercedes se acarició el vientre y contempló las nubes rojizas que adornaban el cielo de La Habana, huyendo de un huracán que acechaba la isla. Suspirando, abandonó el balcón.

Últimamente apenas dormía siesta, pegada a la radio para escuchar los novelones de turno. El capítulo de ese día podía ser decisivo para el padre Isidro.

– Yo te amo, María Magdalena -había dicho Juan de la Rosa, el marido de su rival-, pero no puedo abandonar a Elvira. Si ella no se hubiera sacrificado por salvar a Ramirito…

María Magdalena, tan comprensiva al inicio, fraguaba un asesinato sólo conocido por el cura Isidro, su confesor, que había estado enamorado de Elvira desde su juventud y escogió el sacerdocio cuando se enteró de su boda. Ahora que la vida de su amada estaba en sus manos, parecía que nada podría hacer para salvarla, pues debía respetar el secreto de confesión. Aunque ¿se atrevería a revelar lo que sabía? O al menos ¿podría hallar una manera de hacerlo sin faltar a su juramento?

Mercedes se adormeció. En aquel día ventoso y casi nublado, sueños confusos sacudieron su espíritu: unas garras heladas apretaban su vientre y le impedían respirar. Se llevó las manos a la antigua herida, pero una punzada más fuerte le indicó que el dolor no provenía de allí. Despertó casi mareada. El techo de la habitación vibraba con un sonido apagado, como si muchos pies corrieran descalzos. Luego los cristales de la vitrina chocaron entre sí, produciendo arpegios disonantes. Mercedes alzó la mirada y vio a un enano estrafalario colgando de la araña: el mismo que había visto el día de su boda, corriendo por los pasillos del hotel. En aquel momento le pareció muy curioso que sólo ella pudiera notarlo. Cuando se lo dijo a José, su marido -algo turbado- le contó una historia fantástica. El enano era un duende que sólo podían ver las mujeres de su familia, incluidas aquellas que entraban a formar parte de ella por medio de un casamiento. Después de aquel día, el duende nunca volvió a aparecer. Casi lo había olvidado… hasta hoy.


– Bájate de ahí, duende del infierno -gritó ella, furiosa-. Como rompas esa lámpara, te mato.

Pero el hombrecito no se dio por enterado; por el contrario, duplicó su imagen para mecerse en el balcón. Ahora había dos duendes en la casa.

– Maldito demonio -murmuró Mercedes, y trató de ignorarlo.

Una punzada la obligó a apoyarse sobre una mesita donde solía colocar flores. Escuchó chillidos a sus espaldas y se volvió. Ahora había cuatro duendes. El tercero se balanceaba encima de un cuadro del Sagrado Corazón de Jesús. Y un cuarto brincaba de mecedora en mecedora.

En ese instante, José abrió la puerta y se detuvo perplejo. Las macetas del balcón giraban como trompos. El cuadro y la lámpara competían con el péndulo del reloj en sus balanceos. Cuatro sillones se mecían solos, haciendo pensar en una reunión de fantasmas. De inmediato supo quién era el causante de ese parque de diversiones.

Un gemido de Mercedes lo sacó de su embeleso. Corrió a levantarla, mientras el apartamento se estremecía con el estruendo del cuadro que caía al suelo. Ajeno a todo, la alzó en brazos y bajó las escaleras hasta el auto, olvidando cerrar la puerta.

Mercedes gemía con los ojos cerrados y, mucho antes de llegar a la clínica, un líquido tibio le empapaba las piernas. El dolor era agónico, como si una fuerza dentro de ella amenazara con partirla en dos. En ese momento no pensó en el hijo que tanto había deseado. Hubiera querido morir. En el hospital no escuchó las recomendaciones del médico, ni las exhortaciones de las enfermeras. Se dedicó a gritar como si la estuvieran matando.

Al cabo de muchas horas confusas -de manos que la tocaban, la exprimían o la reconfortaban- escuchó el vagido de una voz nueva. Sólo cuando le trajeron a la pequeña que berreaba como una bendita reparó en las enfermeras con sus enormes tocados de monja, que iban y venían por los pasillos. Tardó unos momentos en comprender que su niña había nacido en la clínica Católicas Cubanas, antaño la quinta de José Melgares y María Teresa Herrera, donde su madre había trabajado como esclava hasta que conoció a Florencio, el calesero que sería su padre. De aquella misma mansión había salido Florencio una noche, tras dejar su encargo de velas y vinos, antes de ser asesinado… Mercedes cerró los ojos para borrar el recuerdo prohibido.

– José -susurró a su marido, que se inclinaba embobado sobre la criatura-, alcánzame la cartera.

El hombre obedeció, sin imaginar para qué necesitaba una cartera en ese momento. Ella hurgó en el fondo y sacó un envoltorio pequeñísimo.

– Lo compré hace tiempo -dijo, antes de revelar lo que ocultaba el paquete.

Era una piedrecita negra y brillante, engarzada a una argolla en forma de mano. Mercedes la enganchó a la manta que envolvía a su hija, usando un imperdible.

– Cuando sea mayor se la colgaré al cuello con una cadena de oro -anunció-. Es contra el mal de ojo.

Pepe no hizo ningún comentario. ¿Cómo hubiera podido negarse a semejante petición, teniendo una madre que se pasaba la vida viendo duendes y que había legado esa maldición a su mujer y, posiblemente, a la pequeña que ahora dormía junto a ellos?

– ¿Ya están listos para inscribirla? -preguntó una voz desde la puerta.

– Preferimos bautizarla.

– Por supuesto -respondió la monjita-, pero primero hay que inscribirla. ¿Ya han pensado en un nombre?

Ambos se miraron. Por alguna razón, siempre habían creído que tendrían un hijo, pero Mercedes recordó un nombre de mujer que siempre le había gustado; un nombre dulce y, a la vez, henchido de fuerza.

– Le pondremos Amalia.


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