QUINTA PARTE. La estación de los guerreros rojos

De los apuntes de Miguel

BÚSCATE UN CHINO QUE TE PONGA UN CUARTO:

Fórmula popular que indica rechazo. Cuando un hombre se peleaba con una mujer, podía decirle: «… y búscate un chino que te ponga un cuarto», con lo cual indicaba que ella podía irse al infierno si quería, porque lo último que podía hacer una mujer decente era convivir con un chino. La posterior mezcla de la población asiática con la negra y la blanca probó que, pese al tabú, muchas mujeres siguieron el consejo.


Mi único amor

Todavía temblaba pensando cómo había llegado hasta allí. Innumerables veces había desafiado a sus padres, viéndose a escondidas con Pablo en la universidad, incluso escapándose al cine con él. En realidad, había estado esquivando la autoridad paterna durante los últimos cuatro años de su carrera. Pero ¿esto…?

– Tienes que ayudarme -le había rogado a Bertica- Yo siempre te he cubierto las espaldas con Joaquín.

– Esto es diferente, Amalia. Mis padres conocen a los tuyos.

– Me debes ese favor.

A regañadientes, su amiga la acompañó a pedir permiso para un supuesto viaje a Varadero. Don José y don Loreto habían sido condiscípulos en la facultad de medicina, y todavía intercambiaban clientes y postales. Músicos que conocían a José iban a la consulta del doctor, y pacientes de don Loreto compraban discos en la tienda de Pepe.

Semejante relación hería a Amalia porque no entendía cómo su padre podía ser tan amigo del médico cantones y, en cambio, se negaba en aceptar su relación con Pablo. Por eso no sentía escrúpulos en desobedecerlo y fraguar planes alocados como aquella fuga de tres días.

Caminando por el sendero sombreado de orquídeas, notó que sus pies se hundían en el colchón de hojas. Ajena a la frialdad de la zona, con la mirada perdida en ese osario de esqueletos vegetales, tuvo la sensación de estar en otro tiempo, miles de años atrás, cuando no existían seres humanos, sino sólo criaturas como su duende.

Una densa niebla se posaba sobre el valle de Vinales. La quietud y el silencio eran omnipresentes, como si la civilización hubiera dejado de existir. Aguzó el oído en busca de algún ruido familiar, pero sólo escuchó un murmullo indefinible. Instintivamente apretó el azabache que pendía de su cadena y alzó la vista. ¿Era el paso de la brisa o la voz del agua? Algo temerosa, se pegó a Pablo.

El viento helado sopló sobre las elevaciones de la cordillera donde estaba enclavado aquel valle de antigüedad jurásica. Mogotes: así llamaban desde época inmemorial a esas cimas donde habitaban especies únicas de caracoles.

Millones de años atrás, Vinales había sido una llanura poblada de bosques que la mano caprichosa de la naturaleza decidió moldear poco a poco hasta formar aquellas elevaciones redondas. El confinamiento de grupos de moluscos en cada uno de los islotes propició la aparición de especies independientes que, con el tiempo, transformarían el valle en un santuario para futuros investigadores.

Pero Pablo y Amalia no sabían nada de esto. Sus miradas resbalaban sobre las palmas enanas y los mantos de helechos. Entre las orquídeas descubrían colibríes que surcaban el aire como relampagueantes manchas de luz y se detenían a libar su alimento, batiendo el aire con alas furibundas un segundo antes de desaparecer. Era una visión paradisíaca. En silencio y alborozados, los jóvenes disfrutaban de aquellas maravillas; y detrás de ambos, regodeándose con toda esa belleza, también se abría paso el Martinico.

Desde que Ángela abandonara su aldea, medio siglo atrás, el duende no había gozado a plenitud de un bosque o una colina. Ahora se hallaba en plena serranía cubana, paladeando el plumaje de los tocororos, el aroma de las vegas tabacaleras, la silueta de la palma corcho -más antigua que el propio duende-, la roja arcilla de los campos y la cordillera prehistórica que rodeaba el valle.

Una música delicada atravesó la niebla. Amalia alzó la vista como si la hubiera escuchado… para sorpresa del duende, que sabía que el sonido surgía de una dimensión inaudible para los seres humanos. Pero había sido una casualidad -o una premonición- porque enseguida se volvió hacia Pablo y ambos se enfrascaron en un diálogo incomprensible.

A medida que avanzaban, el misterioso sonido se escuchó más cercano. Los jóvenes habían vuelto a guardar silencio, sumidos en sus pensamientos. A su derecha, el Martinico divisó un ave diminuta, casi de juguete: un colibrí negro. Dio un salto para atraparlo, pero se le escurrió entre los dedos. «Dios quiera que siempre sea así», escuchó la voz silenciosa de su ama dentro de su cabeza. «Que podamos amarnos hasta la muerte, hasta después de la muerte.» La melodía se detuvo de golpe. El duende desvió la vista del colibrí que acababa de atrapar y, sorprendido, dejó escapar la joya alada que centelló antes de perderse en la espesura.

Al final del sendero, Pablo besaba a Amalia. Pero no era eso lo que había sobresaltado al duende. Sobre una roca cercana, con sus pezuñas y sus cuernecillos oscuros, el viejo dios Pan sostenía el instrumento de cañas que el Martinico viera años atrás en la serranía conquense.

El duende y el dios se miraron durante unos segundos, igualmente desconcertados. «¿Qué haces aquí?», se preguntaron sin palabras. Y de igual manera, las explicaciones fueron de uno a otro. «Hasta la muerte», resonaron los pensamientos de Amalia. «Hasta después de la muerte.» Y supo entonces que el dios había dejado de tocar su zampona porque él también había escuchado aquel deseo de eternidad.

¿Cómo era posible? Las criaturas de los Reinos Intermedios sólo podían oír los pensamientos humanos si existía un vínculo especial con ellos. Entonces el duende recordó la promesa que hiciera Pan a la abuela de Amalia: «Si uno de tus descendientes necesitara de mí, incluso sin conocer nuestro pacto, podría otorgarle lo que quisiera… dos veces». El dios estaba atado a ella por la gracia de la miel concedida una noche de San Juan. «Sea, pues, para siempre», sintió que otorgaba el dios en su lengua de silencios. «Hasta después de la muerte.»


Pablo y Amalia echaron a andar, precedidos por el dios que avanzaba invisible delante de ellos. El duende los siguió a cierta distancia, demasiado curioso para pensar en alguna travesura. Pronto llegaron al pie de una elevación donde se iniciaba la cordillera. Todo el terreno se encontraba cubierto por la más intrincada maleza, como si nadie hubiera hollado jamás aquel paraje. El dios hizo un gesto que ninguno de los jóvenes vio, pero ambos descubrieron de inmediato la abertura en medio del follaje. Era el comienzo de un sendero en forma de espiral que subía hasta la cumbre. El duende supo que ningún humano de aquellos tiempos lo había cruzado. Se trataba de algo perteneciente a otra época, ideado por criaturas que huyeran de una antigua catástrofe y que se refugiaran en la isla entonces deshabitada, antes de seguir viaje a otras tierras. Ahora, milenios después, Pablo y Amalia repetirían aquel rito que ya nadie recordaba, excepto algunos dioses a punto de morir en un mundo que había perdido su magia…

Se abrieron paso entre las cortinas de helechos, rumbo a las alturas. El rocío colgaba de las hojas, cayendo como lluvia helada sobre sus cabezas. Arriba… arriba… hacia las nubes, en dirección a la morada de las almas, siguiendo el sendero eternamente curvo en torno a la colina. Primero hacia un lado y después hacia el otro. Nunca en línea recta. Sólo así podrían quedar unidos sus espíritus: con aquellos lazos invisibles.

Una voz recitó una frase mágica que ellos no oyeron, sumergidos en un banco de niebla que apenas les dejaba ver. Los salmos, cantados en una lengua antigua, se les antojaron trinos de aves desconocidas… Nada más hubieran podido percibir. Allí estaba la cumbre, en espera de la ceremonia que marcaría sus almas. Ya había ocurrido innumerables veces, y así volvería a ocurrir mientras el mundo fuera mundo, y los dioses -olvidados o no- tuvieran algún poder sobre los hombres.

Arrullados por una liturgia inaudible, Pablo y Amalia se entregaron al más antiguo de los rituales. Y fue como si, de la nada, surgiera un dedo divino que los bendijera. Sobre sus cuerpos descendió una luz… o quizás brotó de ellos. Los rodeó como una gasa y quedó prendida al borde de sus almas como una marca de amor que perduraría por los siglos de los siglos, sólo visible para sus espíritus.


– Este arroz con pollo sabe a gloria celestial -comentó Rita, con ese gesto de sus cejas que podía denotar admiración o zalamería.

– De cerca viene -afirmó José, zampándose un trozo de pechuga-. Mamá aprendió a cocinar en la sierra.

Doña Ángela sonrió a medias. Con sus setenta y tantos años a cuestas, tenía la expresión plácida de quien sólo espera el final. Pero su hijo estaba en lo cierto. La casa de su infancia se hallaba más cerca de las nubes que de la tierra. Por su mente pasó la imagen de la doncella inmortal que se peinaba junto a un estanque y el sonido de la música que inundaba la cordillera; y pensó en cuan próximas estaban aquellas criaturas de esa Autoridad a la que pronto acudiría ella para reunirse con Juanco.

– ¡Niña, mira dónde pones las cosas!

El grito de Mercedes la sacó de su ensueño. Su nieta acababa de derramar un vaso de agua sobre el mantel. Mercedes se lanzó, servilleta en mano, a contener el caudal que amenazaba con extenderse. La cena era casi familiar. Además de los cuatro miembros de la familia y de Rita, sólo asistían un empresario al que le apodaban El Zorro y los padres de Bertica.

Amalia casi se había desmayado al enterarse de que sus padres habían invitado a don Loreto y a su esposa.

– ¿Qué vamos a hacer si nos descubren? -le preguntó a Pablo, mientras tomaban unos granizados-. Son capaces de enviarme otra vez a Los Arabos.

– No pasará nada -la tranquilizó él, acariciándole los cabellos-. Eso fue hace tres meses. No tiene por qué mencionarlo.

– ¿Y si lo hace?

– Si tu padre se entera y quiere enviarte otra vez a Matanzas, me llamas por teléfono y esa misma noche nos fugamos. Pero Amalia estaba muy nerviosa.

José observó los afanes de su esposa para contener el desastre y, por primera vez, tuvo conciencia del aspecto de la muchacha. Estaba más pálida, diferente… ¿Tendría anemia? Apenas terminara la grabación con los soneros, la llevaría a hacerse un chequeo.

– …pero lo que está pasando en Japón no tiene nombre -decía El Zorro-. Se han vuelto locos con nuestra música.

– ¿En Japón? -repitió José.

– Han fundado una orquesta que se llama Tokyo Cuban Boys.

– ¿Es verdad que allí se suicidan abriéndose la barriga de un tajo? -comentó Mercedes, que no imaginaba nada peor que morir bajo el filo de un cuchillo.

– Algo de eso he oído -recordó Loreto.

– No me extraña -suspiró Rita-, con esa música tan triste que tocan en unas mandolinas sin cuerdas, deben de andar muy deprimidos.

– Pues ahora se morirán de bailar guaracha -dijo El Zorro con muy buen humor.

La silla de Amalia dio un salto. Sus padres y su abuela la miraron con alarma, aunque los invitados sólo creyeron que la muchacha se había movido con brusquedad.

– ¿Pasa algo? -susurró Ángela, notando su palidez.

– No me siento bien -contestó la joven, sintiendo que un sudor frío le cubría el cuerpo-. ¿Puedo ir…?

Pero no terminó de hablar. Tuvo que cubrirse la boca y echar a correr hacia el baño. Su abuela y su madre fueron tras ella.

– A esa edad, me sucedía lo mismo -dijo Rita-. Cuando hacía calor, no podía comer mucho porque terminaba con el estómago vacío.

– Sí, las señoritas son más delicadas que los varones -comentó Loreto-. Y Amalita se ha convertido en una joven muy linda. ¿Quién iba a decirlo? La última vez que la vi, andaba con aquella muñeca enorme que hablaba…

José se atragantó con el agua. Loreto tuvo que darle unas palmaditas en la espalda.

– Mira que mi única práctica con ahogados fue en la facultad -bromeó el doctor-. No te garantizo nada.

José terminó de recuperarse.

– No recuerdo que Amalita tuviera una muñeca que hablara -comentó su padre, aparentando una gran calma.

– Bueno, fue hace algunos años. Le comprabas juguetes de toda clase… No creo que te acuerdes.

– Pues yo sí me acuerdo -intervino Irene, la esposa de Loreto- porque Bertica estuvo meses detrás de nosotros para que le compráramos otra igual.

Algo ocurría. Rita observó discretamente a Pepe, mientras pedía que le sirviera más limonada. ¿Qué relación tendría esa muñeca con tanto acaloro? Escuchó un ruido apagado y supo que Amalia estaba vomitando… ¡San Judas Tadeo! Eso no. Cualquier cosa, menos eso.

Los pasos de Mercedes atrajeron las miradas de los comensales.

– Parece que ya está mejor -comentó con toda inocencia, pero cuando alzó la vista y encontró la mirada de su marido, su corazón se detuvo.

Treinta años viviendo al lado de una persona son muchos años, y Mercedes llevaba algo más de ese tiempo junto a José. Por un instante quedó con el tenedor a medio camino entre el plato y su boca, pero un gesto de su marido le indicó que debía disimular.

– A quien quisiera escuchar en persona es a Benny Moré -dijo don Loreto-. Sólo he oído algunas grabaciones que hizo en México con Pérez Prado.

– Ese mulato canta como los dioses -comentó Pepe, haciendo un esfuerzo-. Mercedes y yo fuimos a verlo hace un mes.

– Pues pongámonos de acuerdo para ir todos… incluyendo a doña Rita, si se anima a acompañarnos.

La actriz se había bebido de golpe toda la limonada en un intento por librarse del sofoco.

– Me encantaría -contestó, poniendo en su sonrisa la mejor actuación de su vida, porque el susto que sentía por Amalia era peor que verse frente a las llamas del infierno.

– Pues no hay más que hablar -exclamó José, sin que nadie sospechara que aquel tono ocultaba otra decisión.

Pero cuando Ángela volvió a su asiento, resolvió posponer la discusión hasta el día siguiente. No deseaba alterar a su madre, cuya rara quietud lo preocupaba cada vez más.

La anciana no había notado la ansiedad de su hijo, como tampoco notó el pánico de su nieta ni el temor de Mercedes. En su pecho palpitaba un regocijo nuevo. Sin sospechar la desazón que la rodeaba, terminó su cena y recogió los platos. Como siempre, no quiso que Mercedes la ayudara, y se quedó en la cocina limpiando.

A sus espaldas, el tintineo de una cacerola le anunció la llegada del Martinico. Desde hacía varias semanas se le aparecía noche tras noche. Era como si deseara brindarle una compañía que no le había pedido. No se volvió a mirarlo. Aquel rumor de pajarillo a sus espaldas le recordaba el susurro de la cordillera durante las tardes de verano, cuando ella y Juanco salían a caminar por sus faldas y regresaban a la fuente donde la mora de agua le diera aquel consejo que la unió al amor de su vida.

Extrañaba a Juanco; no pasaba un día en que no lo recordara. Al principio había intentado ocuparse de cosas mundanas para olvidar su ausencia, pero últimamente había vuelto a sentirlo cerca.

Apagó la luz de la cocina y fue hasta su cuarto arrastrando los pies, tiritando como si aún resbalara sobre los hierbazales húmedos de la sierra. Se desvistió sin encender la lámpara. Sus huesos crujieron cuando el colchón se hundió para recibirla. En la oscuridad, lo vio. A su lado yacía Juanco, con su rostro joven y bello de siempre. Cerró los ojos para verlo mejor. ¡Cómo se reía su marido! ¡Cómo le tomaba el rostro entre las manos para besarla! Y ella bailaba con su falda de listones que caracoleaba en cada vuelta…

El duende se acercó al lecho y contempló el rostro de la anciana, sus párpados temblorosos bajo aquel sueño. Pacientemente veló junto a su cabecera hasta la madrugada, y con ella brincó y bailó por las colinas al ritmo de la zampoña en la tarde llena de magia, y vio cómo se abrazaba al joven que había amado con locura.

Angelita, la doncella visionaria de la sierra, sonrió en la oscuridad de su sueño, tan inocente como cuando jugaba entre las vasijas del horno paterno. Y cuando por fin su respiración se detuvo del todo y su espíritu flotó hacia la luz donde la aguardaba Juanco, el duende se inclinó sobre ella y, por primera y última vez desde que se conocieran, la besó en la frente.


Cuando Pablo avistó a sus amigos sin que ellos se dieran cuenta, se detuvo junto a la vitrola que lanzaba al viento su quejumbroso bolero. Era un contratiempo. Por un instante pensó en vigilar la casa desde la barbería de enfrente, pero los muchachos no tardaron en descubrirlo.

– ¡Tigre!

No le quedó más remedio que acercarse.

– ¡A buena hora! -lo saludó Joaquín-. Íbamos a ordenar otra ronda de café.

– ¿Conoces a Lorenzo? -preguntó Luis, señalando a un gordito de lentes gruesos.

– Encantado.

– ¡Pupo! -gritó Joaquín al mulato que se afanaba detrás del mostrador-. Otro café.

– Eso del asesinato de Manolo siempre me dio mala espina -dijo Lorenzo, que parecía llevar la batuta de una discusión-. Me parece que el gangsterismo campea en la universidad, y la culpa fue de Grau. Si no hubiera nombrado comandantes de la policía a esos pandilleros, otro gallo cantaría.

– Estás como Chibas: acusar se ha vuelto tu deporte favorito.

– Chibas tiene buenas intenciones.

– Pero su obsesión lo está volviendo loco. Yo te digo que el mal de este país no es económico, sino social… y quizás psicológico.

– Yo pienso lo mismo -dijo Pablo-. Aquí lo que hay es mucha corrupción política y violencia gratuita. El cambio de gobierno no ha servido para nada. Se fue Grau, llegó Prío, y todo sigue igual.

– Eso es más o menos lo que dice Chibas.

– Sí, pero él apunta al culpable equivocado y crea una confusión que aprovechan los…

– ¿Jablando de la novias?

Los muchachos se volvieron. Pablo dio un respingo, pero mantuvo su compostura.

– ¿Qué haces aquí, papá?

– Señor Manuel -preguntó Luis, sin darle tiempo a nada-, ¿no cree usted que deberían sustituir a los jefes en los cuarteles donde ha habido irregularidades?

La sonrisa de Manuel se esfumó. Aquellos muchachos, lejos de estar conversando sobre su futuro sentimental, andaban llenándose la cabeza de problemas.

– Yo no cleo que deban discutil eso -repuso muy serio, en su defectuoso castellano-. Un estudiante debe telminal calela y pensal en familia.

Pablo trató de atajar el discurso de su padre.

– Nos vemos mañana -dijo, poniéndose de pie.

Se despidieron del grupo.

– No sabía que Shu Li y Kei estuvieran metidos en política -le recriminó su padre en cantones apenas salieron del lugar.

– Sólo estábamos charlando un poco.

– De asuntos que no les conciernen y de los cuales no saben nada.

Pablo no replicó. Era inútil discutir con su padre de esas cuestiones. Además, tenía algo más importante en que pensar.

– Se me olvidó darle un recado a Joaquín.

– Llámalo cuando llegues a casa.

– Es que no sé si regresará a la suya, y era importante. Mejor voy ahora.

– No te demores.

Pero el muchacho no regresó a la fonda. Dobló la esquina y buscó un teléfono público. Aún no había terminado de discar, cuando un auto se detuvo junto a él.

– Pablo -lo llamó una voz femenina.

Creyendo que sería Amalia, se acercó al auto, pero se detuvo sorprendido. Era doña Rita. Algo había pasado.

– Acaba de subir, hijo, que no tengo todo el día.

El muchacho entró al auto y el chofer aceleró un poco para alejarse de la esquina.

– ¿Y Amalia?

– No puede venir -dijo la mujer, secándose los ojos con un pañuelo-. Doña Angelita murió anoche y José lo sabe todo.

Pablo sintió que sus rodillas se derretían como azúcar puesta al fuego.

– ¿Cómo? -tartamudeó-. ¿Cómo…?

– Estábamos comiendo en su casa y Amalita tuvo que ir al baño a vomitar… Y hoy por la mañana encontraron muerta a doña Ángela.

– Oh, Dios.

La mujer retrocedió en su asiento. Siempre le había inquietado un poco el joven, pero ahora casi experimentó pavor ante el abismo que se asomaba en sus ojos.

– Amalia me rogó que te buscara -continuó ella-. Su padre se la llevará a Santiago en unos días. Allí planea embarcarla para Gijón con unos parientes.

– Amalia nunca me dijo…

– Ella tampoco lo supo hasta hace dos días.

– ¿Qué le diré a mis padres?

– Eso tendrás que decidirlo más adelante -dijo la mujer-. Pero si quieres volver a verla es mejor que vayas a buscarla a la medianoche.

– Doña Rita, no me entienda mal. Amo a Amalia más que a mi vida y por supuesto que iré con ella hasta el fin del mundo. El problema es que no tengo un lugar donde podamos quedarnos. Tengo dinero para alquilar una habitación por unos días, pero después no sé qué haríamos. Con mis padres no puedo contar. Sería mejor que nos suicidáramos…

– ¿Qué sandeces dices? -chilló Rita con tanta furia que el muchacho se golpeó la cabeza con el techo-. La muerte no resuelve nada. Sólo sirve para darle molestias a los vivos.

– ¿Qué me aconseja?

– Ve a buscarla hoy por la noche… No, hoy no, estarán en el velorio. Mañana será mejor, de madrugada. Vengan directo para mi casa. Ella conoce la dirección.

– Gracias, doña Rita. -Le tomó una mano para besársela.

– No tan aprisa -dijo ella, retirándola con enfado-. Amalia podrá quedarse allí, pero tú te irás a casa de tus padres y seguirás como si nada, para que no se den cuenta. Y te advierto que si no consigues un trabajo y te casas con ella cuanto antes, hablaré con sus padres para que vengan a buscarla.

– Le juro, señora Rita, le prometo…

– No me jures ni me prometas, que no soy santa ni virgen de altar. Haz lo que tienes que hacer y ya veremos.

– Mañana entonces -murmuró él en un sofoco, mientras se bajaba del auto.

Y sólo cuando lo vio perderse entre el gentío, con el traje arrugado y corriendo como quien ha visto al diablo, doña Rita suspiró con alivio.


Ausencia

La noche anterior había olvidado bajar las cortinas y ahora el sol le daba en pleno rostro. Avanzó hacia la ventana, buscando a tientas el toldo que desenrolló con un suave tirón. Luego fue a colar café. Vagamente recordó el mensaje que Gaia le había dejado. Lo había oído desde su cama, cuando se sentía demasiado débil para interesarse por el resto del mundo. Ahora, sin embargo, se acercó a la máquina para escucharlo de nuevo. La muchacha había vuelto a ver la casa. No daba muchos detalles, pero se la notaba excitada.

Con una tostada a medio comer, comenzó a marcar su número. Ni siquiera se preguntó si la otra estaría despierta un domingo a las ocho de la mañana; pero Gaia contestó enseguida, como si hubiera estado junto al teléfono esperando su llamada. En efecto, casi no había dormido. ¿A que no adivinaba dónde había visto la casa? Pues en el terreno vacío de Douglas Road y… Cecilia dejó de masticar. Eso quedaba en la esquina de su casa. Desde su balcón, se veía el lote. Corrió a asomarse con el teléfono pegado a la oreja. No, ya no estaba, por supuesto. Esa casa sólo aparece de noche. ¿A qué hora la había visto? Bueno, era muy tarde, casi la una de la mañana. Pasaba en su auto y pegó un frenazo que debió de oírse en todo el vecindario. No había un alma en la calle, quizás por el frío.

– ¿Cómo supiste que era la casa, desde un auto y con la calle oscura? -preguntó Cecilia.

– Ya la he visto dos veces antes; no es el tipo de casa que abunde en la zona. Además, era imposible dejar de notarla: tenía todas las luces encendidas. Así es que me bajé del auto y me acerqué.

– Pensé que no te gustaban las casas fantasmas.

– No me gustan, pero era la primera vez que la veía tan cerca de otras. Pensé que si pasaba algo podría gritar. Además, sólo iba a espiar desde la acera. Estaba como a diez pasos cuando la puerta se abrió y vi salir a la anciana con el vestido de flores y a otra pareja más joven. El rostro de la mujer me resultó familiar, pero no tengo idea dónde puedo haberla visto. El hombre era alto, con un traje oscuro y una corbata de lunares claros muy anticuada. Ellos ni me miraron; sólo la anciana me sonrió. Por un momento creí que iba a bajar los escalones del portal y me dio un miedo tan horrible que di media vuelta y me metí en el carro.

Con el teléfono prensado entre la oreja y el hombro, Cecilia comenzó a recoger los restos del desayuno.

– ¿Cuándo fue eso? -preguntó.

– ¿Qué importancia tiene…?

– ¿Recuerdas lo de las fechas patrias?

– Ah, sí. Fue el viernes 13… No, ya era pasada la medianoche. Sábado 14.

– ¿Qué ocurrió ese día?

– Pero ¿en qué mundo vives, mujer? 14 de febrero: Día de los Enamorados. ¡San Valentín!

– No -le dijo Cecilia, terminando de colocar la vajilla en el lavaplatos-. Tiene que ser una fecha patria.

– Espera, creo que tengo un listado de efemérides cubanas.

Mientras Gaia buscaba por su casa, Cecilia echó el detergente, cerró la puerta y apretó el botón de encendido. El lavaplatos comenzó a ronronear.

– Lo encontré, pero no dice nada de ese día.

– Entonces la hipótesis no sirve.

– Quizás se trata de algo que no aparece aquí.

Cecilia se sentía molesta. Su descubrimiento de las fechas patrias la había fascinado porque le daba un punto de partida. Ahora el parámetro se había roto: una sola fecha había bastado para echarlo todo abajo.

– Voy a seguir buscando -dijo Gaia, antes de colgar-. Si encuentro algo, te llamaré.

Cecilia fue al baño para darse una ducha. Lisa le había sugerido que hiciera un mapa con las apariciones para ver si hallaba otro patrón, pero lo había olvidado. La hipótesis de los eventos fatídicos parecía tan sólida… Aunque ¿y si Gaia estaba en lo cierto y se trataba de un aniversario menor que no siempre aparecía en los calendarios? ¿Dónde podría hallar más información? Por lo general, los viejos atesoraban esas curiosidades. Su tía abuela tenía un clóset lleno de revistas y periódicos amarillentos.

Se secó la cabeza y se vistió a toda prisa. Llamó por teléfono, pero sólo respondió la máquina de mensajes. Quizás había ido al mercado. Eran las diez de la mañana. Para hacer tiempo, encendió el televisor y pasó varios canales. Vio unos horribles dibujos animados llenos de monstruos, varios programas de deportes, dos o tres noticieros, filmes anodinos, y cosas así. Apagó el televisor. ¿Qué haría?

Se levantó a buscar un mapa de la ciudad que guardaba entre sus folletos de viaje, lo desplegó sobre la mesa y comenzó a revisar sus notas. Con un crayón rojo fue marcando los sitios de las apariciones; y al lado de cada uno, la fecha en letra pequeñita. Media hora después, el mapa estaba salpicado de puntos rojos. Le dio vueltas, estudiándolo desde todos los ángulos posibles, pero no vio ningún patrón ni nada que permitiera suponer una secuencia lógica. De pronto recordó algo: las constelaciones. Intentó trazar figuras de cualquier tipo, pero no consiguió gran cosa. Allí no había cuadrados, ni estrellas, ni triángulos; tampoco criaturas de ningún tipo. Intentó cruzar las líneas, pero el resultado fue igualmente nulo.

Agotada, se asomó al balcón. Desde su puesto observó el solar yermo de la esquina donde había aparecido la casa. Pensar que estuvo tan cerca… lo cual no significaba mucho, pues quizás no la habría visto aunque hubiera surgido delante de sus narices. Tal vez para verla se necesitaran dotes de médium. Vagamente recordó a Delfina, su abuela vidente, con aquel delantal polvoriento de harina, rodeada de abejas que parecían seguir el rastro oloroso de sus dulces. Ella hubiera resuelto el misterio en un abrir y cerrar de ojos.

Regresó al comedor y se quedó contemplando el mapa con pecas; tuvo la sensación de que algo se le escapaba. Una idea vaga flotaba en su mente, pero no llegó a tomar forma. El presentimiento se hizo más fuerte cuando observó nuevamente las fechas. La respuesta estaba allí, delante de sus ojos, pero no podía verla… todavía.


Estaba sola, como un oasis en medio del desierto. Y en una ciudad donde abundaban las criaturas jóvenes y hermosas. Ese era otro problema. Nunca antes se había preocupado por su apariencia, pero últimamente el entorno parecía exigirle que se mirara en el espejo. «Estoy involucionando», se decía cada vez que se sorprendía en esas incursiones de vanidad femenina. «Me estoy volviendo superficial.» Y abandonaba el dormitorio a toda prisa, llenaba un caldero con agua y se iba al balcón a regar sus matas.

Ahora se hallaba en uno de esos momentos. Descalza y con el cabello sudado, extirpaba unas plantas parásitas que habían crecido al pie de sus claveles. Después de pasar dos horas con el mapa, había decidido sacarse las cejas y examinar arrugas imaginarias alrededor de sus ojos hasta sentirse lo suficientemente horrorizada como para acordarse de sus flores… El teléfono sonó. Metió las manos en el cubo con agua, se las secó y tomó el auricular. Era Freddy.

– ¿Ya estás levantada?

– Desde las ocho.

– ¡Pero si hoy es domingo! ¿Qué haces?

– Riego las matas.

– Pasaré por ahí un momento.

Apenas tuvo tiempo de cambiarse de blusa, cuando ya el muchacho tocaba a la puerta.

– Me muero de sed -se quejó él, despojándose de una mochila inmensa.

Cecilia le sirvió agua.

– ¿De dónde vienes?

– Mejor pregunta adónde voy.

– ¿Adónde vas?

– Tengo que visitar a varios amigos.

Ya iba a preguntarle la razón de aquel periplo, cuando el timbre de la puerta volvió a sonar.

– Qué raro -murmuró ella y se asomó por la mirilla.

– ¡Gaia! -exclamó, abriendo la puerta-. ¿Qué haces aquí?

– Me imaginé que todavía estarías pensando en las fechas y se me ocurrió… ¡Ah! No sabía que tuvieras visita.

Tras las presentaciones de rigor, Cecilia sugirió:

– Tengo hambre. ¿Por qué no pedimos algo de comer?

Mientras Gaia llamaba a una pizzería y ella ponía a enfriar varios refrescos, Freddy se dedicó a registrar el estante de los discos compactos.

– En quince minutos estarán aquí -anunció Gaia, sentándose en el sofá.

Cecilia buscó un frasco de pastillas.

– ¿Y eso? -preguntó Freddy.

– Antidepresivos. Olvidé tomarlos esta mañana.

El muchacho hizo un gesto de contrariedad.

– Es temporal -se justificó ella.

Freddy hubiera seguido discutiendo, pero Gaia lo interrumpió:

– ¿Ya pensaste en algo?

– Hice un mapa con los sitios de las apariciones, pero no he conseguido nada.

– ¿Probaste a ver si los puntos formaban figuras? -No hay ninguna.

– ¿De qué hablan, si se puede saber?

Cecilia le explicó a su amigo los pormenores de la casa y sus apariciones. Cuando trajeron las pizzas aún estaban discutiendo sobre el significado de las fechas, especialmente la última. Sin duda era la más enigmática porque rompía con la regla de oro que parecía haber regido hasta ese momento. Terminaron de comer sin llegar a ninguna conclusión. Freddy miró el reloj y dijo que se le había hecho tarde. Ya casi estaba en la puerta cuando exclamó:

– ¡Se me olvidaba lo principal! -Abrió su mochila y sacó varios videocasetes-. Vine a traerte esto. Son las grabaciones con la visita del Papa. No te las puedes perder.

– Te lo agradezco, pero estoy harta de todo lo que tenga que ver con ese país.

«No es cierto», pensó Freddy. Sin embargo, en voz alta dijo:

– Yo también, pero uno aprende a amar el lugar donde ha sufrido.

– No es cierto -rectificó Cecilia-, uno aprende a amar el lugar donde ha amado. Quizás por eso empieza a gustarme Miami.

– Si lo que dices es verdad, entonces tendrías que amar a esa maldita isla. Hemos amado demasiadas cosas allí. Cosas que lo merecían y cosas que no se lo merecían…

Cecilia sintió que algo se derretía en su interior -como si una fortaleza se derrumbara-, pero se negó a ceder.

– No quiero recordar nada. Quiero olvidar. Quiero pensar que soy otra persona. Quiero imaginar que he nacido en un sitio oscuro y tranquilo, donde lo único cambiante son las estaciones, donde una piedra que coloque en mi patio seguirá allí mil años después. No quiero tener que adaptarme a nada nuevo. Estoy cansada de apegarme a alguien para perderlo al doblar de cualquier esquina. No soporto más pérdidas. Me duele el alma y la memoria. No quiero amar para no tener que morir de dolor después…

Freddy comprendía su angustia, pero se negó a apoyar aquel deseo de soledad. No podía permitir que se aislara de nuevo. La incomunicación es el peor enemigo de la cordura.

– Pues yo extraño a mis amigos, los paseos, mis aventuras -insistió él-, y no me importa admitirlo.

– Ausencia quiere decir olvido… -canturreó Gala. Freddy la miró casi con odio.

– Cuando la gente se aleja de un lugar, lo mitifica -sentenció Gaia.

– Es cierto -dijo Cecilia-, La Habana que añoras seguramente ya no existe.

– ¡Mira quién habla! -gruñó Freddy-. La que hace un mes suspiraba por las colas para entrar en la Cinemateca.

– A veces uno dice idioteces -admitió la muchacha, algo irritada-. En aquel momento también quería desaparecer de aquí.

– Pues cuando estabas en Cuba…

Cecilia lo dejó hablar. A diferencia de su amigo, ella no corría detrás de cada suspiro de su isla. Aunque sintiera el mismo dolor, su ánimo estaba lejos de entregarse a ciegas.

Observó la brisa que azotaba la enredadera del muro cercano, los pájaros que se perseguían entre las ramas del cocotero… Recordó su antigua ciudad, su país perdido. Lo odiaba. Oh Dios, cuánto lo odiaba. No importaba que su recuerdo la llenara de angustia. No importaba que esa angustia se pareciera al amor. Jamás lo admitiría, ni siquiera a su sombra. Pero desde algún sitio de su memoria, brotó el bolero: «Si tantos sueños fueron mentiras, ¿por qué te quejas cuando suspira tan hondamente mi corazón?».

Dulce embeleso

– Buenos días, vecina -saludó la mujer desde el jardín, sin dejar de revolver la mezcla-. Se me acabó el azúcar. ¿Podrías regalarme dos tazas?

Amalia no se inmutó ante la desconocida que se hallaba en el umbral de su casa, batiendo aquel merengue. Dos días antes la había observado tras las persianas, mientras revoloteaba alrededor de los hombres que trasladaban muebles y cajas desde un camión.

– Claro que sí -respondió Amalia-. Pasa.

Sabía quién era la mujer porque la gorda Fredesvinda, que vivía cerca de la esquina, ya le había hablado de ella.

– Aquí tienes.

– ¿Cómo te llamas? -preguntó la recién llegada, dejando de batir por un instante.

– Amalia.

– Muchas gracias, Amalia. Te lo devolveré mañana. Mi nombre es Delfina, para servirte.

Sus dedos rozaron la mano que le tendía el cartucho y casi dejó caer el azúcar.

– ¡Ay! Si estás embarazada…

Amalia se sobresaltó. Nadie lo sabía, excepto Pablo.

– ¿Quién te dijo?

Delfina titubeó.

– Se te nota.

– ¿De veras? -preguntó Amalia-. Si sólo tengo dos meses…

– No quise decir en el cuerpo, sino en la cara.

Amalia no replicó, pero estaba segura de que la mujer no había estado mirando su rostro cuando tomó el paquete de azúcar. Sólo sus manos.

– Bueno, hasta más ver. Te mandaré un pedazo de panetela. Así la niña crecerá más golosa.

– ¿La niña…? -comenzó a preguntar Amalia, pero ya la otra había dado la espalda y se alejaba, batiendo su dulce con renovado vigor.

Amalia se había quedado atónita. Con esa misma expresión se la encontró Fredesvinda unos minutos después.

– ¿Qué te pasa?

– Delfina, la nueva vecina…

No terminó el comentario porque no quería revelar su embarazo.

– No le hagas caso. Creo que está un poquito chiflada, la pobre. Ayer mismo, cuando pasaba el periodiquero gritando algo sobre unos peruanos que se asilaron en la embajada cubana de Lima, ¿qué crees que hizo? Puso cara de esfinge y dijo que este país estaba maldito, que dentro de diez años se pondría patas arriba y que, en treinta años, eso que había sucedido en la embajada cubana de Perú ocurriría aquí en La Habana, pero al revés y multiplicado por miles…

– ¿A qué se refería? -preguntó Amalia.

– Ya te dije que está un poco tocada del queso -aseguró la gorda y se llevó un dedo a la sien-. Me enteré que se casó hace poco y que perdió su embarazo en un accidente de automóvil. ¿A que no pudo prever eso, eh?

– ¿Está casada? -preguntó Amalia, a punto de solidarizarse con la loca, después de la noticia.

– Su esposo está al llegar. Vivían en Sagua creo, pero ella se le adelantó para tener lista la casa mientras él cierra un negocio.

– ¿Cómo está, doña Frede? -saludó una voz detrás de ellas.

Amalia corrió para besar a Pablo.

– Bueno, ahí dejo a los tortolitos -se despidió la gorda, bajando hacia el jardín.

Pablo cerró la puerta.

– ¿Conseguiste algo?

– Conseguí todo. Ya no tendré que regresar al puerto.

– ¿Cómo…?

– Vi a mi madre.

Eso sí que era una noticia. Desde que se fugaran, sólo Rita les había prestado apoyo; pero no era mucho lo que podía hacer, excepto ofrecerles consejos.

– ¿Hablaste con ella?

– No sólo eso.

Sacó un envoltorio del bolsillo; y de éste, dos objetos que relucían como perlas a la luz de la tarde. Amalia las tomó en sus manos. Eran perlas.

– ¿Qué es esto?

– Me las dio mamá -respondió Pablo-. Fueron de mi abuela.

– ¿Qué dirá tu padre cuando se entere?

– No lo sabrá. Mamá logró salvar algunas prendas al salir de China. En el barco se las robaron casi todas, pero ella había escondido un collar que le entregó a mi padre cuando llegaron, y estos aretes que nunca le mostró porque pensaba guardarlos para alguna emergencia.

– Deben de valer mucho.

– Lo suficiente para que pensemos en abrir el negocio de que hablamos.

Amalia contempló los pendientes. Su sueño era tener una tienda de partituras e instrumentos musicales. Había pasado su infancia entre grabaciones y quienes las hacían, y esa pasión de su abuelo y su padre la había contagiado.

– De todos modos, necesitamos un préstamo.

– Lo conseguiremos -le aseguró ella.


Abrió los ojos y, aún sin levantarse, vio al Martinico sobre el escaparate de cedro, balanceando sus piernitas que golpeaban la madera de aroma peculiar. Sintió el tirón y se llevó la mano al vientre. Su bebé se movía dentro de ella. Observó la expresión del duende y experimentó una rara ternura.

Desde la cama escuchó los rezos de Pablo, orando ante la estatua de San-Fan-Con. Aquella devoción por los antepasados era una muestra de amor que la hacía sentir más segura. El aroma del incienso le hizo recordar el día en que intercambiaron sus votos matrimoniales. Junto a Rita y otras amistades se dirigieron al cementerio donde reposaban los restos del bisabuelo mambí. Pablo encendió unas varillas que agitó ante su rostro, murmurando frases donde se alternaban el español y el chino. Al final hincó las varillas en el suelo para que el humo se llevara las plegarias… Esa noche, los novios y sus amigos se reunieron en El Pacífico para cenar. La cerveza se mezcló con el cerdo en salsa agridulce, y el vino de arroz con el café cubano. Rita les regaló un contrato con el préstamo deseado y su propia firma como garantía.

Fue así como abrieron la tienda, cerca de la transitada esquina de Galiano y Neptuno. Desde entonces Pablo se levantaba todos los días a las seis de la mañana, pasaba por un almacén donde recogía la mercancía encargada de antemano y, cuando llegaba al negocio, avisaba por teléfono a los clientes interesados. El resto de la jornada se la pasaba vendiendo y apuntando pedidos especiales, y regresaba a casa a las siete de la noche, después de haberlo dejado todo en orden.

– Amor, me voy -dijo Pablo desde el pasillo.

La advertencia de Pablo la sacó de su modorra. Debía vestirse para ocupar el lugar de su marido que hoy iría al puerto a recoger un cargamento importante. Cuando saltó de la cama, el Martinico se esfumó del escaparate para reaparecer a su lado tendiéndole las sandalias que buscaba. La mujer no dejaba de sorprenderse ante aquellos gestos del duende que comenzaran desde su embarazo. Se vistió a toda prisa y desayunó. Poco después caminaba hacia la esquina.

Luyanó era un barrio humilde, habitado por obreros, maestros y profesionales que comenzaban sus carreras o sus negocios, en espera de que el tiempo -o un golpe de suerte- les permitiera mudarse. Amalia disfrutaba de esas callejuelas soleadas y tranquilas. No le importaba viajar medía hora hasta Centro Habana, donde se hallaba su tienda. Era feliz: se había casado con Pablo, esperaba su primer hijo y tenía un negocio con el que siempre soñó.

Abordó la guagua que la dejaría cerca del malecón y, media hora más tarde, zafó el candado de la hoja metálica, abrió la puerta de cristal y encendió el aire acondicionado. Las guitarras y los bongóes colgaban de las paredes. En los mostradores forrados de satén negro, las partituras exhibían sus cubiertas de cartulina y cuero. Dos pianos de cola -uno blanco y otro negro- ocupaban el espacio disponible a la izquierda. A lo largo de los estantes se agrupaban instrumentos de cuerda y de metal dentro de sus estuches. Una vitrola se arrinconaba a la derecha. Apretó una tecla y la voz de Benny Moré llenó la mañana de pasión: «Hoy como ayer, yo te sigo queriendo, mi bien…». Amalia suspiró. El hombre cantaba como un ángel borracho de melancolía.

La campanilla de la puerta anunció la llegada del primer cliente; más bien, dos: una pareja que buscaba partituras de villancicos. Amalia les mostró media docena. Tras mucho discutir y regatear, compraron tres. Casi enseguida entró un jovencito que probó varios clarinetes y al final se llevó el más barato. La campanilla sonó de nuevo.

– ¡Doña Rita!

– Vine a darte una vueltecita, m'hija. Me acordé que hoy es el día de buscar mercancía en el puerto y me imaginé que estarías sola. Además, anoche tuve un sueño y por eso quiero ver algunas partituras.

– A ver, cuente.

– Soñé que estábamos en casa de Dinorah…

– ¿La cartomántica?

– Sí, pero era yo quien leía las cartas y conocía el futuro. ¡Lo veía tan clarito! Y estoy segura de que todo se va a cumplir… Tú también estabas en el sueño.

– ¿Y qué vio?

– Eso es lo malo, no me acuerdo de nada. Pero yo era como una pitonisa. Miraba las cartas y todo pasaba por mi cabeza. De pronto sentí una mano que me agarraba por el cuello y no me dejaba respirar. Cuando ya estaba a punto de ahogarme, me desperté.

– ¿Y qué tiene que ver ese sueño con las partituras?

– Es que hace poco leí algo sobre una ópera nueva de Menotti. Creo que se llamaba La pitonisa o algo así. No sé, pero sentí el impulso de leer el libreto.

– Tengo un índice de compositores y otro de los títulos más recientes…

– Mejor buscamos por título.

Y entre los jadeos de la canción «Locas por el mambo» y el doloroso «Oh, vida» del Sonero Mayor, repasaron los títulos del inventario.

– ¡Ésta es! -exclamó Rita-. La médium, de Gian Cario Menotti. ¿Cuánto cuesta?

– Para usted es gratis.

– De eso nada. Si empiezas a hacer caridad con tu negocio pronto tendrás que pedir, y no fue para eso que di mi firma al banco.

– No puedo cobrarle después que…

– Si no me cobras, no me la llevo y tendré que ir a otro sitio a comprarla.

Amalia dijo el precio y buscó un papel para envolver.

– No estoy segura para qué quiero esto -confesó Rita mientras pagaba-. Hace tiempo que ni siquiera canto una zarzuela, pero en fin… A lo mejor el sueño tiene que ver con esta bronquitis que no me deja respirar por las noches.

La actriz se marchó con su partitura bajo el brazo y Amalia decidió ordenar los catálogos. El ruido de un sonajero le avisó que Pablo entraba por la puerta del fondo, pero ya ella atendía a otro cliente. Cuando éste se marchó, Amalia fue a la trastienda.

– Pablo.

Su marido dio un salto y dejó caer los folletos.

– ¿Qué es eso?

– Joaquín me pidió que los guardara por una semana -se apresuró a meterlos en una caja.

– Son proclamas, ¿verdad?

Pablo guardó silencio mientras terminaba de guardar los folletos.

– Si nos cogen con esas cosas, nos meteremos en un problema.

– Nadie va a imaginarse que en una tienda de música…

– Pablo, vamos a tener un hijo. No quiero enredos con la policía.

– Te aseguro que no es nada peligroso; sólo una convocatoria a huelga.

Amalia lo observó en silencio.

– Si no hacemos algo contra Prío -dijo él-, la situación empeorará para todos.

La abrazó, pero ella no le devolvió el gesto.

– No me gusta que andes metido en política -insistió Amalia-. Eso es para gente que quiere vivir del cuento en fugar de trabajar como Dios manda.

– No puedo dejar solo a Joaquín. Para algo son los amigos…

– Si es tan amigo tuyo, pídele que se lleve esas cosas.

El se la quedó mirando sin saber qué más añadir. Amalia conocía de las desapariciones y los encarcelamientos que cada día llenaban las páginas de la prensa. No necesitaba convencerla de que las cosas andaban mal. Era precisamente la conciencia del peligro lo que la hacía apartarse de aquella realidad.

– Este país es un desastre -porfió él-. No puedo quedarme con los brazos cruzados.

– ¿Quieres que tu hijo nazca huérfano?

La campanilla volvió a sonar.

– Por favor -susurró Amalia.

– Está bien -suspiró él-, los llevaré a otro sitio.

Le dio un beso y trató de tranquilizarla. -¿Cómo te ha ido esta mañana?

– Rita pasó por aquí -respondió ella, aliviada por el cambio de tema.

– Alguien me dijo que estaba enferma. -Tiene un poco de bronquitis.

– Pues debería estar en cama -comentó el hombre, dirigiéndose a la puerta del fondo-. Voy un momento hasta la sociedad.

– ¿Adónde?

– A la sociedad de Zanja y Campanario, ¿no te acuerdas? Quiero averiguar lo del wushu. Me vendría bien un poco de ejercicio.

– Bueno, pero no te demores -convino ella y salió al salón.

Un hombre alto y desgarbado, con un traje gris que colgaba de él como una sábana de un clavo, examinaba una batuta de marfil: una de las rarezas que Pablo había encargado para darle un toque más distinguido al lugar. Ella preparó su mejor sonrisa, pero se quedó de una pieza cuando el visitante se volvió a saludarla. Instintivamente miró en dirección a la trastienda. Ojalá Pablo hubiera olvidado algo. El visitante era Benny Moré.

– Buenas tardes -dijo ella con un hilo de voz-. ¿En qué puedo servirlo?

– ¿Tiene algo de Gottschalk?

– A ver -susurró ella, volviéndose hacia un armario con puertas de cristal-. Música del siglo XIX.

Sacó un catálogo y repasó varias líneas con un dedo.

– Aquí está. Gottschalk, Louis Moreau: «Fantasía sobre el Cocuyé»… «Escenas campestres»… «Noche en los trópicos»… -murmuró un número y buscó en el armario-. Mire.

Le mostró dos libros.

– Me llevaré lo que usted recomiende -dijo el mulato con una sonrisa candorosa, como si quisiera pedir disculpas-. Yo no leo música, ¿sabe? No entiendo ni jota de esos garabatos…

Amalia asintió. ¡Qué torpeza la suya! Acababa de recordar que aquel hombre que manejaba la voz como un ruiseñor y dirigía su orquesta con aire académico jamás había aprendido a leer música y tenía que dictar sus composiciones. Era una especie de Beethoven tropical, aunque no sordo, sino ciego para los signos del pentagrama.

– Quiero hacer un regalo -añadió él, respondiendo a una pregunta que Amalia no hizo-. Mi sobrino estudia en un conservatorio y habla mucho de ese compositor.

Amalia envolvió la partitura en papel plateado que ató con una cinta roja.

– ¿Y eso cuánto vale? -preguntó el cantante, señalando la batuta de ébano y marfil.

Amalia dijo el precio, segura de que no compraría aquella extravagancia.

– Me la llevo.

Amalia sólo pensó en una cosa: si su padre la viera…

– Abrieron hace poco, ¿verdad? -preguntó el hombre, mientras ella sacaba el cambio de la caja.

– Dos meses. ¿Cómo supo de la tienda?

– Alguien habló de ustedes en «El duende» y no se me olvidó el nombre: me pareció muy ocurrente.

Amalia tuvo que hacer un esfuerzo para permanecer impasible. «El duende» era la compañía de grabaciones de su padre. ¿Quién los habría mencionado allí?

– Buena suerte -dijo el músico, tocándose levemente el ala del sombrero-. ¡Ah! Y no pierda la costumbre de escucharme de vez en cuando.

Por un momento no entendió lo que le decía. Entonces se dio cuenta de que la vitrola no había dejado de tocar aquella selección de sus canciones.

Amalia observó la frágil figura que se detenía un instante en la acera, sobre las losas de mármol verde, antes de perderse en la muchedumbre; pero sus ojos quedaron clavados en el suelo, en la criatura fáunica que era el logotipo del negocio y en las letras que rezaban «La flauta de Pan». ¿Por qué habrían escogido aquel nombre absurdo? Se les ocurrió a ambos aquella lejana noche en Vinales, mientras hacían planes para el futuro. Una rara asociación de ideas.

Un súbito estruendo sacudió los cristales. Amalia quedó inmóvil, sin decidir qué podía ser: un portazo, un trueno o un neumático que había estallado. Sólo cuando vio que algunas personas se detenían para mirar, otras que tropezaban y algunas que corrían dando gritos, se dio cuenta de que ocurría algo realmente grave. Se asomó a la puerta.

– ¿Qué pasa? -preguntó a la propietaria de «La cigüeña», que ya cerraba su tienda de canastilla con aire compungido.

– Se suicidó Chibas.

– ¿Qué?

– Hace unos minutos. Estaba dando uno de sus discursos por radio y se pegó un tiro ahí mismito, delante del micrófono.

– ¿Está segura?

– Mi hija lo oyó. Acaba de llamarme por teléfono.

Amalia creía estar soñando.

– Pero ¿por qué?

– Algo que no pudo probar, después de haber dicho que lo haría.

Amalia notó el pánico de la gente y escuchó la conmoción que se elevaba desde cada rincón de la ciudad. Todos corrían y gritaban, pero nadie parecía capaz de ofrecer una explicación de lo sucedido. Pensó en Pablo. ¿Habría ido a la sociedad deportiva o andaría en otros trasiegos? Los silbatos de la policía y varios disparos la llenaron de terror. Fue a buscar su cartera y, en contra de todo juicio, cerró la tienda y salió a la calle. Tenía que encontrarlo. Intentó caminar con calma, pero constantemente era golpeada por transeúntes que corrían en ambas direcciones sin cuidar con quién tropezaban.

Dos cuadras más adelante, una muchedumbre la arrastró en su marcha llena de consignas. Ella trató de buscar refugio en los portales de la acera, pero era imposible escapar de esa masa arrolladora. Tuvo que avanzar al mismo paso, casi a la carrera, sabiendo que si se detenía podía ser aplastada por aquella turba ciega y sorda.

Dos carros patrulleros chirriaron sus neumáticos en medio de la calle y la multitud aminoró su paso. Amalia aprovechó para adelantarse y subirse al umbral de una puerta. Todavía tropezaban con ella, pero ya no corría tanto peligro. Una columna le impedía ver lo que se gestaba en la esquina; por eso no supo por qué muchos comenzaron a retroceder.

Los primeros disparos provocaron una estampida que logró evadir, resguardada en aquel escalón. Sin embargo, el primer chorro de agua la tumbó al suelo. De momento no entendió lo que ocurría; sólo sintió el golpe mientras el dolor le nublaba la visión. Miró sus ropas y vio la sangre. De alguna manera se había herido al chocar contra el borde de la pared.

Una vez más el agua le dio en pleno pecho y la envió contra la columna de cemento, cubierta de carteles que anunciaban el nuevo espectáculo del cabaret Tropicana («el más grande del mundo a cielo abierto»), encima de otro más viejo que proclamaba la apertura del teatro Blanquita («con 500 lunetas más que el Radio City de Nueva York, hasta ahora el mayor del mundo»). Y pensó vagamente en el curioso destino de su islita, con esa obsesión por tener lo más grande de esto o de aquello, o de ser la única en… Un país extraño, lleno de música y dolor.

El agua volvió a golpearla.

Antes de caer inconsciente al suelo, vio el cartel sobre el último éxito musical que narraba un suceso picaresco ocurrido cerca de allí: «A Prado y Neptuno iba una chiquita…».


Cosas del alma

Cecilia tomó el teléfono medio dormida. Era su tía abuela, invitándola a desayunar como Dios manda; y no quería oír excusas, le advirtió. Ya sabía que la había llamado varias veces esa semana. Si necesitaba hablar o pedirle algo, hoy era el día.

Se lavó la cara con agua helada y se vistió a toda prisa. Con el apuro, por poco olvida el mapa. Había tenido una semana llena de trabajo, con dos artículos para la sección dominical, «Secretos culinarios de abuelita» y «La vida secreta de su auto», escritos por ella que no sabía nada de cocina ni de mecánica. Pero durante ese tiempo nunca dejó de pensar en el dichoso mapa. Su tía había desaparecido. Por lo menos, no contestaba al teléfono. Hasta pasó por su casa varias veces con la idea de llamar a la policía si notaba algo raro. Una vecina le informó que Loló salía todos los días muy temprano y regresaba tarde. ¿En qué andaría?

Desde la escalera, pudo escuchar los chillidos de la cotorra:

– ¡Abajo la escoria! ¡Abajo la escoria!

Y también los gritos de su tía, que eran peores que los del pájaro:

– ¡A callar, loro del infierno! O te meto en el clóset y no sales en tres días.

Pero la cotorra no se dio por enterada y siguió lanzando todo tipo de consignas:

– ¡Fidel, seguro, a los yanquis dale duro! ¡Fidel, ladrón, nos dejaste sin jamón!

– ¡Cristo de las utopías! -vociferaba la tía-. Si sigues así, voy a echarte perejil en la cena.

Cecilia tocó el timbre. La cotorra chilló de espanto y la tía del susto, quizás creyendo que los vecinos venían a lincharla. Después se hizo un silencio de muerte, seguido por un martilleo rápido y luego un golpe seco.

«Ya está», pensó Cecilia ilusionada. «Acabó con ella.»

La puerta se abrió.

– Qué bueno verte, m’hijita -la saludó la anciana con su sonrisa más tierna-. Pasa, pasa, no sea que te resfríes.

Mientras Loló colocaba todos los pestillos a la puerta, Cecilia buscó con la mirada.

– ¿Y la cotorra?

– Ahí.

– ¿Por fin la despedazaste?

– ¡Niña, qué cosas se te ocurren! -murmuró su tía, persignándose-. Esos no son pensamientos cristianos.

– Lo que hace Fidelina contigo tampoco es muy cristiano que digamos.

– Es una criaturita del Señor -suspiró la anciana con expresión de mártir-. Yo la perdono porque no sabe lo que hace.

– Oí los gritos y después unos ruidos…

– Ah, eso…

Loló fue hasta un clóset y lo abrió. Junto a varias cajas y maletas, se hallaba la cotorra en su jaula. Al ver nuevamente la luz, lanzó un chillido de deleite, pero su alegría duró un instante. Loló le dio con la puerta en el pico.

– Tuve que arrastrar la jaula, que pesa como diez toneladas. Las patas de hierro traquetean cuando se mueve. Eso era lo que sonaba.

– Ah, qué pena -murmuró Cecilia con desilusión.

– Vamos al comedor. El chocolate ya está servido.

Cecilia la siguió hasta el rincón de donde salía un olor apetitoso y dulzón. Loló se había levantado temprano para buscar los churros recién hechos en una cafetería cercana. A su regreso, los había colocado en el horno para que se mantuvieran calientes y puso a derretir varias pastillas de chocolate español en una cacerola llena de leche. Ahora una jarra llena de chocolate ocupaba el centro de la mesa. Junto a ella, los churros se amontonaban en una fuente de barro que dejaba escapar vaharadas de vapor acanelado.

– ¿Para qué querías verme? -preguntó su tía, sirviéndole.

– Hace tiempo que no te hacía una visita.

– Puedo ser dos veces tu madre, así es que no me vengas con cuentos. ¿Qué ocurre?

Cecilia le habló de la casa fantasma y de las fechas históricas en que aparecía.

– …pero ahora la han visto en un día que no coincide con ninguno de esos eventos -concluyó- y no sé qué pensar.

La muchacha mojó la punta de un churro en su chocolate y, cuando se lo llevó a la boca, una gota oscura cayó sobre el mantel.

– ¡Casi se me olvida! -exclamó.

Salió corriendo hacia la sala, sacó de su cartera el mapa y regresó al comedor para desplegarlo sobre la mesa; pero su tía se negó a mirar nada hasta que ambas acabaron de desayunar. Después de recoger los platos, Loló se dedicó a examinarlo sin que Cecilia le perdiera pie ni pisada. En varias ocasiones la vio fruncir el ceño y quedarse inmóvil observando el vacío para ver o escuchar algo que sólo ella podía percibir, luego movía la cabeza silenciosamente y regresaba al mapa.

– ¿Sabes lo que creo? -dijo de pronto la anciana-. Esa casa puede ser un recordatorio.

– ¿Un qué?

– Una especie de monumento o de señal.

– No entiendo.

– Hasta ahora, la mayoría de esas fechas estuvieron vinculadas con la historia reciente de Cuba. Pero es posible que la casa también quiera mostrar su relación particular con alguien.

– ¿Qué sentido tiene eso?

– Ninguno. Sólo está estableciendo sus coordenadas.

– ¿Me puedes explicar mejor?

– Niña, si es muy simple. Todo este tiempo, la casa puede haber estado anunciando «vengo de este sitio o represento tal cosa»; ahora está diciendo «estoy aquí por tal persona». Creo que la casa tuvo su origen en Cuba, pero también que se encuentra unida a algo o alguien de esta ciudad.

Cecilia no dijo nada. La hipótesis le parecía bastante desconcertante. Si la casa era depositaría de alguna historia individual que había desembocado en Miami, ¿por qué seguía apareciendo sin orden ni concierto en lugares tan disímiles de la ciudad?

Las campanadas del reloj la sacaron de su ensueño.

– Lo siento, m’hijita, pero tengo que ir a misa, y después… ¡Cielos! Mira tú falda.

Una mancha de chocolate se asomaba debajo de su blusa. Loló fue hasta el refrigerador, lo abrió y sacó un trozo de hielo.

– Vete al baño y restriégalo encima.

La muchacha abandonó el comedor.

– Tía, ¿por qué has salido tantas veces esta semana? -preguntó mientras cruzaba el dormitorio-. Pensé que te había pasado algo. No irás a decirme que estuviste metida en la iglesia todos estos días…

No terminó de hablar porque vio las fotos encima de la cómoda. Allí estaba su abuela Delfina, con uno de sus habituales vestidos floreados y su sonrisa de siempre, rodeada de rosas en el jardín de su casa. En otra había un señor que Cecilia no identificó, excepto por la inconfundible cotorra que portaba en una jaula. Cuando vio la tercera foto, sintió que el suelo se movía bajo sus pies. Entre la ternura y el horror, reconoció a sus padres vestidos de novios: ella, con su cabello recogido y su traje largo; él, con su rostro de actor y aquella corbata de lunares claros que Cecilia había olvidado. Al pie de la foto, una dedicatoria: «Para mi tía Loló, recuerdo de nuestra boda en la Parroquia del Sagrado Corazón de El Vedado, el día…». Y una fecha… una fecha…

– Febrero es el único mes del año en que voy a la iglesia todos los días -dijo la anciana desde la cocina-. Siempre voy a rezar por la memoria de tus padres que se casaron un 14 de febrero para mostrar lo enamorados que estaban. ¡Que Dios los tenga en su gloria!

Me faltabas tú

Cuando Amalia supo que había perdido a su hija -a esa criatura cuyo sexo había predicho Delfina- no lloró. Sus ojos se clavaron en el rostro de Pablo, sentado en una silla del hospital donde ella naciera y donde su abuela sirviera como esclava cuando la hija del marqués de Almendares habitaba la mansión. Todavía los vitrales derramaban sus colores por las paredes y el suelo. Todavía los helechos del patio murmuraban bajo la lluvia, llenando los salones con un olor fresco que recordaba la campiña cubana.

– Esos hijos de mala madre -murmuró Pablo entre dientes-. Mira lo que nos han hecho.

– Tendremos otro -dijo ella, tragándose las lágrimas.

Pablo, con la mirada húmeda y enrojecida, se inclinó para abrazarla. Y fue como si Delfina la hubiera contagiado de su poder sibilino, porque unos meses después volvió a quedar embarazada.

Durante el tiempo que siguió, Amalia pensó mucho en Delfina, que se había mudado de nuevo no sin antes llenarle la cabeza de vaticinios. Sus profecías continuaban produciéndole pesadillas.

Un día en que comentaban el suicidio de Chibas, le había asegurado:

– Su muerte no probó nada y nos dejó con un destino peor. Dentro de unos años, la isla será la antesala del infierno.

Poco antes de irse, la había visitado para pedirle un poco de arroz.

– Los muertos vendrán después del golpe -le dijo.

Al principio, Amalia pensó que se refería a la golpiza de agua que matara a su criatura… hasta que se produjo el golpe de Estado de 1952, encabezado por el general Fulgencio Batista, todo muy civilizado y sin que se disparara un tiro. Los muertos, en efecto, comenzaron a aparecer después. Aquellos vaticinios no terminaron ahí. Peor sería la llegada de La Pelona, un ente mítico que, apoyado por un ejército de diablos rojos, se convertiría en el Judas, el Herodes y el Anticristo de la isla. Hasta las criaturas pequeñas serían masacradas si intentaban escapar de su feudo, aseguró Delfina.

Deseosa de alejar los malos pensamientos, regresó a las puntadas mientras su mente vagaba por otros rumbos. Muchas cosas habían pasado en los últimos tiempos. Su madre, por ejemplo, se había aparecido en la tienda. ¿Lo sabía su padre? Claro que no, le aseguró Mercedes. De ninguna manera podía enterarse. Aferrado a su negativa de no verla después de su fuga y posterior matrimonio, se había vuelto huraño y ni siquiera reía como antes.

A Amalia no le gustaba pensar en él porque invariablemente terminaba llorando. Tenía un marido que la adoraba y una madre que ahora vivía pendiente de ella, pero le faltaba su mejor amigo. Añoraba su cariño de animal viejo y dulce que era irremplazable.

Pablo se afanaba por aliviar la tristeza de su mujer. Desde la adolescencia había conocido el lazo que unía a padre e hija, dos criaturas tan afines como independientes. Ahora nada parecía animarla. Tras mucho pensar, decidió aplicar una de las estrategias que había descubierto cuando quería que ella dejara de preocuparse: le llevaría algún problema -cuanto más complejo, mejor- que requiriera de su intervención directa.

Esa tarde llegó a casa quejándose del trabajo. Ya no daba abasto con las ventas. Además, la fama del negocio era como una tarjeta de presentación social. Una pena que no pudieran asistir a todos los eventos a los que les invitaban. No se lo había dicho para no abrumarla, pero ¿cómo aceptar tantos agasajos si no tenían cómo reciprocarlos? No podían invitar a nadie… a no ser que decidieran mudarse a un sitio más apropiado. ¿Adónde? No estaba seguro. Quizás un apartamento en El Vedado.

Aunque sólo faltaba un mes para el parto, Amalia abandonó sus conversaciones con la gorda Fredesvinda y, periódico en mano, visitó más de veinte apartamentos en dos semanas. Pablo estaba contento, aunque algo confundido. Nunca antes había visto a su mujer tan ansiosa por ocuparse de un asunto. No sabía si su entusiasmo se debía a que deseaba ayudarlo o a algún otro deseo secreto. Sospechó que era esto último cuando un agente de bienes les entregó las llaves de un apartamento.

El día de la mudanza, Amalia se detuvo en la entrada, como si aún dudara que ése fuera su nuevo hogar. El piso era pequeño, pero limpio y con olor a riqueza cercana. Tenía un balcón que permitía ver un trozo de mar y amplios ventanales por donde penetraba la luz. Le fascinaba el baño, cegador en su blancura, y el espejo gigante donde podía verse de cuerpo entero si se alejaba un poco. Recorrió todo el lugar, sin cansarse de tanta claridad y tanto azul. Después de su antigua casona cercana al Barrio Chino y de la modesta vivienda en Luyanó, aquel apartamento la dejaba sin aliento.

Pronto se hizo evidente que los antiguos muebles eran inservibles allí. El lecho parecía un monstruo medieval entre las paredes claras; y el sofá, un horror desteñido bajo el sol que se filtraba por el balcón.

– Así no podremos recibir a nadie -concluyó Pablo, entre contrariado y satisfecho-. Necesitamos muebles nuevos.

Fue entonces cuando él descubrió que amueblar su casa era la verdadera pasión que se ocultaba tras ese entusiasmo.

Entre préstamos y créditos, la mujer consiguió un sofá de piel crema con dos butacones del mismo color y dos mesitas de madera para la sala. En el comedor situó una mesa de cedro que podía alargarse hasta permitir ocho comensales, y sillas de igual material forradas con una tela color vino. Encima colgó una lámpara de cristal ámbar. Además, compró copas, cubiertos de plata, utensilios de cocina… Poco a poco fue añadiendo más detalles: las cortinas de gasa fina, los platos de porcelana para una pared del comedor, el paisaje marino encima del sofá, una fuente de cerámica llena de polímitas…

En menos de dos semanas, transformó el apartamento en un sitio que pedía a gritos la llegada de visitantes que pudieran admirarlo. ¿No era eso lo que Pablo había insinuado cuando se quejó de los viejos cachivaches? Mientras hablaba, desempacó el estuche que acaba de comprar: dos candelabros de plata que vistió con velas rojas. Era el toque final para su comedor.

Esa noche, después de cenar, Rita los llamaba para avisar que estrenaría La médium.


Había sido una función inquietante, llena de sombras que se movían en el escenario. Pero no eran sombras teatrales; no se trataba de esos falsos espectros que doña Rita, en su papel de madame Flora, hacía revivir ante sus invitados para perpetuar su fama de pitonisa con la ayuda de su hija Ménica y de Toby, el muchacho mudo.

La mujer se llevaba la mano a la garganta, asegurando que unos dedos espectrales habían intentado ahogarla, lo cual no era posible porque ella, más que nadie, sabía que todas esas apariciones fantasmales eran puro cuento… Amalia sintió una contracción. Ahora la médium se quejaba ante los muchachos de que uno de ellos había intentado asustarla. Ninguno -juraron ambos- había hecho semejante cosa. Estaban demasiado ocupados moviendo muñecos e imitando voces para espanto de los invitados.

Amalia trató de ignorar los latidos de su vientre. Se quedaría quietecita para ver si se tranquilizaba. En contra de su costumbre, no salió durante el intermedio. Le pidió a Pablo unos bombones y, llena de zozobra, aguardó en su asiento hasta que las luces se apagaron de nuevo. ¿Era la música o ese universo espectral que se asomaba a escena? Madame Flora se volvió hacia Toby hecha una furia. Tenía que ser él quien había vuelto a tocarla; pero el joven mudo no pudo replicar y, pese a las protestas de su hija, lo echó de su casa.

Ay, su niña muerta por aquel golpe de agua… y los diablos de Delfina… y las perlas chinas rescatadas de la matanza… ¿Qué artes mágicas empleaba esa actriz para convocar a su alrededor tantos espectros? Todo podía ocurrir cuando ella actuaba, y ahora su madame Flora resultaba una experiencia sobrecogedora. La médium había enloquecido de miedo. Y una noche, convencida de que aquel ruido era un espectro que deseaba asesinarla, disparó y mató al infeliz Toby que había regresado para ver a su amada Mónica.

Pero Amalia vio lo que nadie más había visto. La mano que Rita se llevaba a la garganta destilaba una claridad rojiza como una luna en eclipse. Sangre… como si hubiera sido degollada.

El público se puso de pie y estalló en aplausos. Pablo apenas logró evitar que Amalia cayera al suelo, mientras un líquido claro y tibio mojaba la alfombra del pasillo.


Y ahora la niña hacía gorgoritos sobre las losas. El Martinico, cansado o aburrido, se había asomado al balcón y jugaba a arrojar semillas a los autos que transitaban tres pisos más abajo. El ruido de la puerta lo sobresaltó. Por puro reflejo, aunque sólo la niña y su madre podían verlo, se esfumó antes de que apareciera el rostro congestionado de Pablo.

– ¡Dios! Qué susto me has dado -se sobresaltó el hombre-. ¿No ibas a las tiendas?

– Estaba cansada. ¿Qué haces aquí?

– Olvidé unos papeles.

Recordó que, dos semanas atrás, lo había sorprendido saliendo del apartamento cuando ella entraba, y que también se había sobresaltado.

– Esta noche se decide el contrato -dijo él-. Debemos estar en casa de Julio a las siete.

La flauta de Pan se había convertido en una cadena de cuatro tiendas que no sólo vendía partituras e instrumentos musicales, sino grabaciones de música extranjera. Julio Serpa, principal importador de discos de la isla, le había pedido que fuera su distribuidor; pero antes tendría que abrir tres tiendas más. Cuando Pablo respondió que no contaba con el dinero suficiente, Julio le propuso convertirse en co-dueño, comprándole el cincuenta por ciento; así Pablo duplicaría su capital y ambos podrían invertir a partes iguales. Pero Pablo no accedió. Eso significaría tener que consultar cada decisión. El empresario aumentó el precio y le ofreció comprar sólo el cuarenta, pero Pablo no quería ser el dueño del sesenta por ciento de su sueño. Le dijo que sólo vendería un veinte. Finalmente el hombre lo invitó a cenar con su asesor, alguien con la suficiente experiencia como para servir de intermediario en casos como el suyo. Deseaba proponerle otro plan que quizás fuese de su agrado.

– Pasaré a buscarte a las siete -dijo Pablo, y besó a su mujer antes de salir.

Amalia acostó a la niña, que se había quedado dormida. Sólo entonces se dio cuenta de que su marido no llevaba consigo los papeles que había venido a buscar.


Amalia quería causar la mejor impresión, pero el lloriqueo de Isabel se había transformado en una rabieta que no la dejaba vestirse.

– ¿No se sentirá mal? -preguntó Pablo, meciendo en sus brazos a la niña que gritaba con el rostro congestionado-. Mejor suspendemos la cena.

– De ninguna manera. Si es necesario, ve solo. Yo me encargaré de…

El Martinico asomó su cabeza tras la cortina y la niña sonrió. Mientras el duende y la pequeña jugaban a los escondidos, la mujer terminó de arreglarse. Los pucheros comenzaron otra vez cuando el Martinico agitó las manos en gesto de despedida, arreciaron cuando la familia salió al pasillo y llegaron a su apogeo frente a la puerta de la mansión.

– Adelante -dijo el empresario, que había acudido a abrirles-. ¡Vivían!

Su esposa tenía una piel de blancura teatral, casi refulgente.

– ¿Quieren tomar algo?

Isabel aún lloraba en el regazo de su madre y, por un instante, los adultos se miraron sin saber qué hacer.

– Ve con Pablo a la biblioteca -sugirió Vivían a su marido-. Yo me ocupo de Amalia y de la niña.

Desde la puerta, Amalia contempló las estanterías de caoba repletas de volúmenes iluminados por una luz cálida y amarillenta.

– Vamos a la cocina -dijo Vivían-, le daremos algo.

– No creo que sea hambre porque comió antes de salir -comentó Amalia mientras caminaban por el pasillo-; y si lo fuera, no sé si tendrías algo apropiado para ella. Todavía no come muchas cosas.

– No te preocupes. Freddy se encargará de eso.

Amalia pensó en la distancia que separaba a su familia de aquella que se permitía tener un cocinero: algo con lo que ella ni siquiera se atrevía a soñar.

Isabel ya no lloraba, quizás por el apetitoso aroma a panetela que inundaba el pasillo… Amalia se detuvo de golpe al ver al cocinero. O más bien, la cocinera.

– ¡Fredesvinda!

La gorda se había quedado pasmada.

– ¡Amalita!

– ¿Ustedes se conocen? -preguntó Vivían con una inflexión diferente en la voz.

– Claro -comenzó a decir Amalia-. Fuimos…

– Yo trabajaba para los tíos de la señora cuando ella todavía era una chiquilla -la interrumpió la cocinera-. Doña Amalita visitaba la casa a menudo.

Amalia no se atrevió a desmentirla porque descubrió una luz de advertencia en los ojos de la gorda.

– ¿Esta es su niña? -preguntó la gorda.

– Sí -contestó Vivían-. ¿Qué podemos darle de comer?

– Acabo de hornear una torta.

– Un poco de leche tibia estará bien -dijo Amalia.

– Haz lo que la señora te pida, Freddy… Quedas en buenas manos, Amalita.

El taconeo se perdió por el pasillo de mármol negro.

– ¿Por qué inventaste ese cuento? -susurró Amalia.

– ¿Qué querías? -la tuteó Fredesvinda, poniendo a calentar un poco de leche-. ¿Confesar que habíamos sido vecinas?

– ¿Por qué no?

– Ay, Amalita, eres demasiado inocente -la regañó su amiga, que ahora cortaba un pedazo de torta-. Si ustedes no hubieran mejorado de situación, don Julio no les habría invitado a cenar. Decir que fuiste vecina de una cocinera no va a ayudarlos a salir adelante y Pablo necesita cerrar ese negocio…

– ¿Cómo sabes?

– Los criados oímos muchas cosas.

Mientras Fredesvinda hablaba, la niña hurtó un pedazo de torta y volvió a alargar su manita para tomar otro.

– No, Isa -dijo Amalia-. Eso no es para ti.

La niña empezó a gimotear.

– Prueba un poco de panetela antes de irte -dijo la gorda-. Yo le daré la leche y trataré de que duerma… ¡Ay, pero qué mona es!

Comenzó a pasearse con la niña en brazos, tarareando bajito. Cuando Amalia acabó de comer, se dio cuenta de que su criatura se había dormido, arrullada por Fredesvinda que tarareaba algo con su hermosa voz de contralto.

– No sabía que cantaras tan bien. Deberías dedicarte a eso.

– Tal parece que no tuvieras ojos. ¿Quién va a querer contratar a una cantante que pesa trescientas libras?

– Puedes bajar un poquito.

– ¿Crees que no lo he intentando? Es una enfermedad…

El eco de unas voces llegó hasta ellas.

– Acaba de irte -la regañó Fredesvinda-. Una señora no debe quedarse tanto tiempo hablando con los criados. Si la niña se despierta, iré a buscarte.

Amalia caminó por el pasillo, guiándose por las risas. No recordaba si debía doblar a la derecha o a la izquierda. Las voces que retumbaban entre las paredes la fueron guiando hasta el recibidor.

– ¿Qué quieres tomar, Amalia?

Antes de que pudiera responder, dos campanillazos sonaron en la entrada.

– Debe ser él -dijo Julio-. Vivian, sírvele algo a Amalia. Yo iré a abrir.

Pablo se inclinó para buscar más hielo y Amalia probó su licor mientras las voces se acercaban por el pasillo. De pronto, la conversación cesó de golpe. Fue la actitud tensa de Pablo, más que el prolongado silencio, lo que hizo que Amalia se volviera hacia la puerta. Su padre estaba allí, con una expresión de pasmo mortal.

– ¿Se encuentra bien, don José?

– Sí, no… -susurró Pepe como si le faltara el aire.

Un gemido vago e indefinido se escuchó en el pasillo.

– Podemos hacer la reunión otro día -propuso Julio.

– Con permiso -dijo la gorda Fredesvinda, pugnando por sostener a Isabelita que intentaba bajar hasta el suelo-. Señora Amalia, la niña estaba llamándola.

– Disculpe, don Julio -murmuró José.

Y ante la mirada atónita de sus anfitriones, dio media vuelta y salió al recibidor. Casi a tientas buscó la puerta e intentó abrirla, pero se enredó con la cerradura que era muy complicada.

Algo tiró de sus pantalones.

– Tata.

La niña, casi un bebé, se tambaleaba sobre sus pies y contemplaba a aquel señor que no sabía cómo abrir una puerta. José retrocedió dos pasos para alejarse, pero la pequeña no soltaba su pantalón.

– Tata -lo llamó con rara insistencia.

Era su propia mirada y la mirada de su hija. Vencido, casi sin fuerzas, se agachó, la tomó en sus brazos y se echó a llorar.


Era como si el tiempo no hubiera transcurrido, excepto que ahora su padre tenía más canas y sus ojos se llenaban de un brillo diferente cuando jugaba con su nieta. Porque si José había vivido fascinado con su hija, Isabel ejercía sobre él un efecto casi hipnótico. No se cansaba de alzarla en brazos, ni de contarle historias, ni de enseñarle a abrir los estuches de los instrumentos. Amalia aprovechaba cada oportunidad para dejarle a la niña, mientras ella se ocupaba de otros asuntos. Ahora, en la calurosa tarde de esa ciudad eternamente húmeda, la campanilla anunció su llegada a la tienda donde había jugado tantas veces cuando era niña.

– Hola, papi -saludó al hombre inclinado sobre el mostrador.

José alzó la vista.

– Se nos muere -murmuró el hombre.

Su expresión llena de terror la paralizó.

– ¿Quién?

– Doña Rita.

Amalia había dejado a su hija en el suelo.

– ¿Cómo? ¿Qué pasó? -preguntó, sintiendo que sus rodillas no podían sostenerla.

– Tiene un tumor. ¡Y en las cuerdas vocales! -dijo su padre con voz ahogada-. ¡Santo cielo! Una mujer que canta como los dioses.

Por la mente de Amalia desfilaron confusamente las imágenes de aquella Rita que la había acompañado desde su infancia, y le pareció que toda su vida se la debía a aquella mujer: una muñeca de bucles dorados, el chal de plata con que la conoció Pablo, las cartas que llevaba y traía para su amado, el refugio que le brindó cuando ambos se fugaron, el préstamo para su primera tienda…

– Es como una venganza del infierno -sollozó su padre-. Como si el demonio sintiera tanta envidia de esa garganta que quisiera cerrársela para siempre.

– No digas esas cosas, papi.

– La voz más privilegiada que ha dado este país… ¡Nunca habrá otra como ella!

Su padre tenía los ojos rojos, pero ella no quería llorar.

– Tengo que ir a verla -decidió.

– Entonces no te vayas; en cualquier momento entra por esa puerta. Me dijo que pasaría por aquí después del ensayo.

– ¿Va a cantar? ¿Con ese problema?

– Ya la conoces.

Un estrépito detrás del piano los hizo acudir a la carrera. Isabelita había volcado varios estuches vacíos de violín; no se había hecho daño, pero el ruido la asustó y berreaba a más no poder.

– Buenos días, mi gente… ¿Y qué ha pasado aquí? ¿Se acabó el mundo o qué?

Aquella voz inconfundible: la voz que era como una risa espumosa y fresca.

– Rita.

– Nada de besuqueos ahora. Déjame ver a esa criaturita angelical que grita como los demonios.

Apenas la tomó en sus brazos, Isabel se calló.

– Toma el dinero, Pepe -le dijo, buscando en su bolso-. Cuéntalo a ver si está completo.

– Rita.

– Y dale con tanto «Rita… Rita…». Me van a gastar el nombre.

La actriz mantenía su expresión de siempre.

– Amalita -dijo su padre-, vete a tus asuntos que yo cuido a la niña.

– No, papá. Mejor me la llevo.

– Pero ¿no venías a dejarla?

– Pensaba irme de tiendas, pero ya no tengo ganas.

– ¿Por qué no vamos las dos sólitas, como en los buenos tiempos?

Amalia se volvió hacia Rita y notó el pañuelo enrollado en su garganta. Cuando alzó los ojos, supo que Rita había notado su mirada.

– Déjame a la niña -le rogó Pepe-, te la llevaré por la noche.

Amalia comprendió que su padre no clamaba sólo por su nieta, sino por un mundo que se desmoronaba con aquella noticia. Por primera vez notó que su figura comenzaba a encorvarse y descubrió una sombra de susto en sus ojos, una inseguridad que parecía el inicio de un temblor; pero no dijo nada. Le dio un beso a su hija, otro a él y salió con Rita a recorrer La Habana.

Terminaron sentadas en un café del Prado, contemplando a los transeúntes que se paseaban bajo los árboles donde se cobijaban los gorriones y las palomas. Hablaron de mil cosas sin importancia, soslayando el tema que ninguna se atrevía a mencionar. Recordaron sus antiguas escapadas, la primera visita a la cartomántica, el ataque de risa que tuvo Rita cuando se enteró de que su pretendiente era chino… Varias palomas se acercaron a la mesa para picotear las migajas del suelo.

– Ay, mi niña -suspiró la actriz después de un largo silencio-, a veces me parece que todo es una broma de mal gusto, como si alguien hubiera inventado esto para asustarme o hacerme sufrir.

– No diga eso, Rita.

– Es que no me veo encerrada en una caja, calladita y sin decir esta boca es mía. ¿Te imaginas? Yo que nunca me he mordido la lengua para cantarle las verdades a la gente.

– Y se las seguirá cantando, ya verá. Cuando se cure…

– Ojalá, porque yo no creo que vaya a morirme.

– Claro que no, doña Rita. Usted no morirá jamás.

Llegó a su casa tan deprimida que decidió dormir un rato. Su padre le traería a Isabelita más tarde; así es que aprovecharía esa tregua para olvidarse del mundo durante un par de horas.

Aquellos tacones la estaban matando. Entró a su apartamento y se los sacó en la sala. Un estruendo en el dormitorio la detuvo. Por si acaso, calculó el espacio que había entre la puerta del cuarto y la salida. Con el corazón en vilo, avanzó de puntillas hasta la habitación.

– ¡Pablo!

Su marido brincó del susto.

– ¿Qué es eso? -preguntó ella, señalando tres paquetes atados con un cordel que su marido había dejado caer al suelo.

– Algunos ejemplares del Gunnun Hushen.

– ¿Cómo?

– Del periódico de Huan Tao Pay.

– Me estás hablando en chino -dijo ella, pero enseguida comprendió que la frase era tan literal que resultaba poco afortunada-. ¿A qué te refieres?

– Huan Tao Pay fue un compatriota que murió en la cárcel. Lo torturaron por comunista. Estos son ejemplares de su periódico, reliquias…

Amalia comenzó a recordar aquellas misteriosas reuniones de su esposo, sus regresos a casa en momentos inesperados.

– ¿Era amigo tuyo?

– No, eso ocurrió hace años.

– ¿No me juraste que nunca volverías a meterte en estos asuntos?

– No quería preocuparte -le dijo y la abrazó-, pero tengo que darte una mala noticia. Es posible que vengan a hacer un registro.

– ¿Qué?

– No tenemos tiempo -replicó él-. Hay que esconder los paquetes en otro sitio.

Fue hasta la ventana y se asomó.

– Todavía están ahí -aseguró, volviéndose hacia su mujer-; y no puedo irme de aquí porque ya me vieron subir. No sería bueno que tocaran a la puerta y yo no estuviera. Sospecharían de inmediato.

– ¿Adonde los llevo?

– A la azotea -decidió Pablo, después de un titubeo.

Amalia se puso los zapatos. Pablo le acomodó los paquetes en sus brazos y le abrió la puerta. Los números del elevador indicaron que alguien lo había llamado desde el primer piso.

– Ve por la escalera y no te muevas de allí hasta que vaya a buscarte.

Amalia subió los cinco pisos en menos de dos minutos. ¿Dónde podría esconder aquellos panfletos? Recordó la conversación que escuchara entre un vecino y el encargado del edificio. El tanque de agua que surtía al apartamento 34-B, vacío desde el divorcio de sus ocupantes, tenía un salidero y estaba clausurado. Comenzó a levantar las tapas de cemento hasta encontrarlo y lanzó allí los tres bultos antes de colocar la tapa de nuevo.

Aguardó unos minutos por Pablo, paseándose nerviosa por la azotea, hasta que la espera se hizo insoportable. Entonces se peinó con los dedos, se estiró la falda y tomó el elevador para bajar a su piso.

Cuando vio la puerta abierta, sintió que sus piernas temblaban. Le bastó una ojeada para descubrir la lámpara rota, las gavetas vaciadas sobre el suelo, el clóset en desorden… ¿Y Pablo? La vista se le nubló. Había sangre en el suelo. Corrió al balcón, a tiempo para ver cómo lo metían a golpes dentro de un carro patrullero. Quiso gritar, pero sólo lanzó un grito desarticulado como el de un animal que agoniza. El mundo se oscureció; no cayó al suelo porque unas manos invisibles la sostuvieron. Su novio de la adolescencia, el amor de su vida, iba camino de alguna mazmorra.

Habana de mi amor

A quién podía contarle lo que había descubierto? Lisa ya sospechaba que los fantasmas habían regresado porque estaban encariñados con alguien; Gaia le había aconsejado averiguar más sobre los habitantes de la casa, porque intuía que las fechas significaban algo para ellos; y Claudia le había dicho que andaba con muertos. ¡No en balde! Si estaba metida hasta el cuello investigando la casa donde viajaban su abuela Delfina, el viejo Demetrio y sus padres. Su propia tía abuela había sugerido que las fechas aludían a algo que tuvo su origen en Cuba y que ahora se hallaba en Miami. Todas las teorías contenían un pedazo de verdad.

De pronto Cecilia dejó de pasearse: había una pieza suelta en el rompecabezas. La casa y sus habitantes no podían estar relacionados con ella porque nunca conoció al viejo Demetrio, pese a que la anciana asegurara que se lo había presentado. Quizás aquellos fantasmas no estaban allí por ella sino por Loló, la única vinculada con los cuatro. Sintió un profundo desconsuelo. Había llegado a creer que sus padres intentaban acercarse, pero al parecer su tía abuela… Un momento. ¿Por qué iría su padre en busca de Loló, la hermana de su suegra, en lugar de seguir a su propia hija? Tuvo otra idea desconcertante. ¿Y si los espectros se reunían en familias? ¿Y si existían colectividades de fantasmas? ¿Y si su presencia se hacía más potente debido a esa unión?

Quedó en suspenso ante otra posibilidad. Sacó el mapa y volvió a mirar las fechas. Aunque Loló llevaba treinta años en Miami, las visiones de la casa sólo habían comenzado después que Cecilia llegara a esa ciudad. ¿Era casualidad? Buscó el punto de la primera aparición y marcó la primera dirección donde ella viviera. Después rastreó la segunda. En lugar de contar las calles, decidió medir las distancias en el mapa. Sería más fácil. Fue comparando el espacio entre las sucesivas visiones y los sitios donde había vivido. Cuando acabó, no tuvo dudas. Era la primera vez que hallaba una variante sin excepciones. La casa siempre se acercaba un poco más al lugar donde ella vivía. Repitió la operación con el vecindario de Loló durante los últimos veinte años, pero el patrón no funcionó. La casa estaba relacionada con Cecilia. La estaba buscando a ella.

Ahora, más que nunca, se alegró de no habérselo contado a nadie. Era una locura. Seguía sin entender qué tenía que ver el difunto Demetrio con ella. Suspiró. ¿No acabarían nunca los enigmas de la maldita casa?

Otra vez sentía la punzada de un dolor donde se mezclaban las voces de sus padres con las playas de su niñez. Aquellos muertos que vagaban por todo Miami le traían el aroma de una ciudad que había llegado a aborrecer más que ninguna. Ella era una mujer de ninguna parte, alguien que no pertenecía a ningún sitio. Se sintió más desamparada que nunca. Su mirada tropezó con los videos que Freddy le había traído. No le interesaba verlos, pero su jefe le había pedido que hiciera un artículo sobre la visita papal a Cuba. Con la esperanza de olvidar sus fantasmas, tomó los casetes y se fue a la sala.


El blanco vehículo recorría La Habana. Por primera vez en la historia, un Papa visitaba la mayor isla del Caribe. Y mientras Cecilia escudriñaba la multitud, testigo del milagro, iba rescatando del olvido las aceras por las que deambulara tantas veces. «¿Te acuerdas del Teatro Nacional?», se preguntó a sí misma. «¿Y del Café Cantante? ¿Y de la parada frente a la estatua de Martí? ¿Y del frío que escapaba del restaurante Rancho Luna cuando se abría la puerta en el momento en que uno pasaba?» Continuó enumerando recuerdos, absorta en la visión soleada de las calles. Casi sentía el rumor de los árboles y de la brisa que subía desde el malecón, remontándose por la Avenida Paseo hasta la plaza, y la calidez de esa luz que reavivaba los colores del agreste paisaje urbano. Por primera vez vio su ciudad con otros ojos. Le pareció que su isla era un vergel rústico y salvaje, de una belleza que resplandecía pese al polvo de sus edificios y al cansancio que se adivinaba en los rostros famélicos de sus habitantes.

«La belleza es el comienzo del terror que somos capaces de soportar», recordó. Sí, la verdadera belleza aterra y nos deja en una actitud de absoluto desamparo. Hipnotiza a través de los sentidos. A veces un aroma mínimo -como la fragancia que brota del sexo de una flor- puede obligarnos a cerrar los ojos y dejarnos sin respiración. En ese instante, la voluntad queda atrapada en un estímulo tan intenso que no logra escapar de él sino hasta después de varios segundos. Y si la belleza llega a través de la música o de una imagen… ¡Ah! Entonces la vida queda en suspenso, detenida ante esos sonidos sobrenaturales o ante la potencia infinita de una visión. Sentimos el inicio de ese terror. Sólo que a veces pasa tan fugazmente que no nos percatamos. La mente borra de inmediato el suceso traumático y sólo nos deja una sensación de ineludible poder frente a lo que pudo arrastrarnos y hacernos traicionar el raciocinio. La belleza es un golpe que paraliza. Es la certeza de hallarse ante un hecho que, pese a su aparente temporalidad, va a trascendernos… como aquel paisaje que Cecilia contemplaba ahora.

Allí estaba su ciudad, vista desde el helicóptero que navegaba sobre la curva voluptuosa del malecón. Pese a la altura, era posible distinguir las avenidas sombreadas; los jardines de las añejas mansiones republicanas con sus vitrales y sus pisos de mármol; el diseño perfecto de las avenidas que desembocaban en el mar; la fortaleza colonial que otrora llamaran Santa Dorotea de Luna; la majestuosa entrada del túnel que se sumergía a un costado del río Almendares para emerger en la Quinta Avenida… Las imágenes comenzaron a malograrse y la magia se esfumó. El locutor anunció que la televisión cubana acababa de cortar la transmisión. «Lo mismo de siempre», pensó ella. «Interrumpen la señal porque no les conviene mostrar las casas donde se esconden los terroristas y los narcotraficantes.»

Apenas se dio cuenta de que había sacado el videocasete y buscaba otro. Por su mente seguían desfilando las estatuas ecuestres de los parques, las fuentes secas y las azoteas destrozadas de los edificios. ¿Por qué las ruinas eran siempre hermosas? ¿Y por qué las ruinas de una ciudad, otrora bella, lo eran aún más? Su corazón se debatía entre dos sentimientos: el amor y el horror. No supo qué debía sentir hacia su ciudad. Sospechó que había sido bueno alejarse para vislumbrar con mayor claridad un paisaje que nunca logró percibir debido a su cercanía. Un país es como una pintura. De lejos, se distingue mejor. Y la distancia le había permitido conocer muchas cosas.

De pronto reconoció cuánto le debía a Miami. Allí había aprendido historias y decires, costumbres y sabores, formas de hablar y trabajar: tesoros de una tradición perdida en su isla. Miami podía ser una ciudad incomprensible hasta para quienes la habitaban, porque mostraba la imagen racional y potente del mundo anglosajón mientras su espíritu bullía con la huracanada pasión latina; pero en aquel sitio febril y contradictorio, los cubanos guardaban su cultura como si se tratara de las joyas de la corona británica. Desde allí, la isla era tan palpable como los gritos de la gente que clamaba desde la pantalla: «Cuba para Cristo, Cuba para Cristo…». En la isla flotaba un espectro, o quizás una mística, que ella no había notado antes, algo que sólo había descubierto en Miami.

Estaba furiosa. Odiaba y amaba su país. ¿Por qué se sentía tan confusa? Tal vez por esa ambivalencia que le provocaban las imágenes. El Papa celebraba una misa en Santiago de Cuba y el mundo se viraba al revés, como si aquello fuera una demostración de las teorías de Einstein que finalmente iban a probarse en esa isla alucinante. Huecos negros y huecos blancos. Todo lo que absorben los primeros puede reaparecer en los otros, a miles de años luz. ¿Aquello que veía era Miami o Santiago?

En pleno corazón de la isla, la multitud se congregaba ante una réplica de la Ermita de La Caridad de Miami, el santuario más amado de los cubanos en el destierro. Frente a esa capilla, las aguas oscuras traían y llevaban vegetación, fragmentos de botellas y mensajes de todo tipo. El mar era el beso de ambas costas, y los cubanos de uno y otro lado se asomaban a él como si buscaran las huellas de quienes vivían en la otra orilla.

La ermita original, situada en la región oriental de la isla, poseía una arquitectura muy diferente. Por eso, ver aquella copia del templo miamense en suelo cubano resultaba una visión extraña. Aunque, si se pensaba bien, era la conclusión de un ciclo. La efigie primitiva de la virgen se conservaba en su hermosa basílica de la sierra de El Cobre, cerca de Santiago de Cuba. La ermita de Miami había sido construida imitando la forma de su manto. El escenario cubano donde se hallaba el Papa, al duplicar dicho manto, remedaba también -sin querer o a propósito- la silueta del templo en el exilio. Todo era como uno de esos juegos con espejos que repiten una imagen ad infinítum. Y bajo ese entramado que parecía simbolizar la unión de todos, el Papa coronaría a la madre espiritual de los cubanos.

La diminuta corona de la virgen mestiza fue retirada de la imagen, y los dedos temblorosos del polaco colocaron otra más espléndida sobre el manto cobrizo. La Virgen de La Caridad fue proclamada Reina y Patrona de la República de Cuba. La gente deliró de entusiasmo y comenzaron las congas: «Juan Pablo, hermano, quédate conmigo aquí en Santiago». Y otras más audaces: «Juan Pablo, hermano, llévame contigo al Vaticano».

Cecilia suspiró mientras la cámara recorría el paisaje. A lo lejos se alzaban las cordilleras azules, envueltas en nubes eternas, y la visión del santuario de El Cobre, próximo al lugar donde se decía que el arzobispo visionario Antonio María Claret predijera en el siglo XIX el terrible desastre que se avecinaba para la isla. Cecilia recordaba fragmentos de la profecía: «A esta Sierra Maestra vendrá un joven de la ciudad y pasará un corto tiempo cometiendo hechos muy lejanos a los mandamientos de Cristo. Habrá inquietud, desolación y sangre. Vestirá un uniforme no tradicional que nadie ha visto en este país y muchos de sus seguidores tendrán rosarios y crucifijos colgados del cuello e imágenes de muchos santos junto a armas y municiones». Más de cien años antes de que ella naciera, el santo había visto imágenes que lo aterraron: «El joven gobernará por unas cuatro décadas, cercanas al medio siglo, y en ese tiempo habrá sangre, mucha sangre. El país quedará devastado…». Y Cecilia imaginaba cuánto se habrían alarmado los compañeros del arzobispo al verlo caer en trance, mientras viajaba por las montañas sobre su muía: «Cuando se cumpla este tiempo ese joven, que ya será viejo, caerá muerto y entonces el cielo se tornará limpio, azul, sin esta oscuridad que ahora me rodea… Se levantarán columnas de polvo y otra vez la sangre anegará el suelo cubano por pocos días. Habrá venganzas y revanchas entre grupos dolidos y otros codiciosos que, por un corto tiempo, empañarán de lágrimas los ojos. Después de estos días tormentosos, Cuba será la admiración de toda América, incluyendo la del Norte… Cuando esto ocurra, vendrá un estado de alegría, paz y unión entre los cubanos, y la República florecerá como nadie podrá imaginar. Habrá un tan gran movimiento de barcos en las aguas que, de lejos, las grandes bahías de Cuba parecerán ciudades enclavadas en el mar…». Cecilia no dudaba que si el arzobispo había vislumbrado con tanta claridad la primera parte de la historia, no existía razón para que se equivocara en su conclusión… a menos que Dios hubiera decidido cambiar el video celestial para confundir al santo con el final de otra película; pero ella confiaba en que no hubiera sido así.

La muchacha bebió las imágenes que se revelaban con una luminosidad nueva desde la pantalla del televisor: las cimas brumosas de la sierra, pletóricas de leyendas; el mítico santuario de El Cobre, lleno de exvotos de todos los siglos; la tierra roja y sagrada de Oriente, anegada en minerales y sangre. «La belleza es el comienzo del terror…» Cecilia cerró los ojos, incapaz de soportarla.


Hacía casi tres semanas que no iba al bar, temerosa de buscar exagerado refugio en el relato de Amalia que se había ido convirtiendo en una historia más angustiosa que la suya. Aunque tal vez por eso regresaba a ella. Mientras la escuchaba, se daba cuenta de que su propia vida no era tan mala. Cuando llegó, la oscuridad latía como un ente vivo en medio de los efluvios humanos. Se dirigió al rincón de siempre, tropezando con las mesas, y mucho antes de llegar distinguió el brillo del azabache en la oscuridad. Casi a tientas continuó su avance hasta que se sentó frente a la mujer.

– Te he estado esperando -le dijo la anciana.

Su mirada lanzaba destellos que parecían iluminarlo todo. ¿O acaso esa luz sólo era un reflejo de las imágenes que mostraba la pantalla? Allí estaba el malecón con sus estatuas y sus amantes, sus fuentes y sus palmeras. Ay, su Habana perdida… Cecilia evocó los recuerdos enterrados en su memoria y tuvo una idea delirante. ¿No se decía que la isla estaba rodeada de ruinas sumergidas? ¿Y no afirmaban muchos que esas piedras ciclópeas pertenecían al legendario continente descrito por Platón? Quizás La Habana hubiera heredado el karma de la Atlántida que yacía junto a sus costas… y probablemente su maldición. Si la gente reencarnaba, las ciudades también debían hacerlo. ¿Acaso no sabía que las ciudades tenían alma? Ahí estaba la casa fantasma para demostrarlo. Y si es así, ¿no arrastraban también karmas ajenos? La Habana era como el resto de las tierras míticas: Avalon, Shambhala, Lemuria… Por eso dejaba una impresión indeleble en quienes la visitaban o habían vivido en ella.

– «Habana de mi amor…»

El bolero retozó en sus oídos como una premonición. Observó de nuevo a Amalia. Cada vez que se encontraba con esa mujer le sucedían cosas raras. Pero ahora no quería pensar, sino conocer el final de aquella historia que, por ratos, le hacía olvidar la suya propia.

– ¿Qué ocurrió después que los esbirros se llevaron a Pablo? -preguntó.

– Fue liberado al poco tiempo, cuando los guerrilleros tomaron la capital -murmuró la mujer, jugueteando con los eslabones de su cadena.

– «… si el alma te entregué, Habana de mi amor…»

Escucharon la melodía durante unos segundos.

– Y después que lo soltaron, ¿qué pasó?

Amalia dejó escapar un suspiro.

– Ocurrió que mi Tigrillo siguió siendo el mismo rebelde de siempre.


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