MI CHINO… MI CHINA:
Locución de cariño con que se llaman los cubanos entre sí, sin que para ello el aludido deba tener sangre asiática.
Lo mismo ocurre con la expresión «mi negro» o «mi negra», que no se aplica necesariamente a quienes tienen la piel de ese color.
Se trata de una simple fórmula amistosa o amorosa, cuyo origen se remonta a la época en que se inició la mezcla entre las tres etnias principales que conforman la nación cubana: la española, la africana y la china.
Estaba tan oscuro que Cecilia apenas podía verla. Más bien adivinaba su silueta tras la mesita pegada a la pared, junto a las fotos de los muertos sagrados: Benny Moré, el genio del bolero; Rita Montaner, la diva mimada por los músicos; Ernesto Lecuona, el más universal de los compositores cubanos; el retinto chansonnier Bola de Nieve, con su sonrisa blanca y dulce como el azúcar… La penumbra del local, casi vacío a esa hora de la noche, ya empezaba a contaminarse con el humo de los Marlboro, los Dunhill y alguno que otro Cohiba.
La muchacha no prestaba atención al parloteo de sus amigos. Era la primera vez que iba al lugar y, aunque reconoció cierto encanto en él, su propia tozudez -o quizás su escepticismo- aún no la dejaba admitir lo que era evidente. En aquel bar flotaba una especie de energía, un aroma a embrujo, como si allí se abriera la entrada a otro universo. Fuera lo que fuera, había decidido comprobar por sí misma las historias que circulaban por Miami sobre aquel tugurio. Se había sentado con sus amigos cerca de la barra, uno de los dos únicos sitios iluminados. El otro era una pantalla por donde desfilaban escenas de una Cuba espléndida y llena de color, pese a la antigüedad de las imágenes.
Fue entonces cuando la vio. Al principio se le antojó una silueta más oscura que las propias tinieblas que la rodeaban. Un reflejo le hizo suponer que se llevaba una copa a los labios, pero el gesto fue tan rápido que dudó de haberlo visto. ¿Por qué se había fijado en ella? Quizás por la extraña soledad que parecía acompañarla… Pero Cecilia no había ido allí para alimentar nuevas congojas. Decidió olvidarla y ordenó un trago. Eso la ayudaría a indagar en ese acertijo en que se había transformado su espíritu: una región que siempre creyó conocer y que últimamente se le antojaba un laberinto.
Se había marchado de su tierra huyéndole a muchas cosas, a tantas que ya no valía la pena recordarlas. Y mientras veía perderse en el horizonte los edificios que se desmoronaban a lo largo del malecón -durante aquel extraño verano de 1994 en que tantos habían escapado en balsa a plena luz del día-, juró que nunca más regresaría. Cuatro años más tarde, continuaba a la deriva. No quería saber del país que dejara atrás; pero seguía sintiéndose una forastera en la ciudad que amparaba al mayor número de cubanos en el mundo, después de La Habana.
Probó su Martini. Casi podía ver el reflejo de su copa y el vaivén del líquido transparente y vaporoso que punzaba su olfato. Trató de concentrarse en aquel diminuto océano que se balanceaba entre sus dedos, y también en aquella otra sensación. ¿Qué era? La había sentido apenas entrara a ese bar, descubriera las fotos de los músicos y contemplara las imágenes de una Habana antigua. Su mirada tropezó de nuevo con la silueta que permanecía inmóvil en aquel rincón y en ese instante supo que era una anciana.
Sus ojos regresaron a la pantalla donde un mar suicida se arrojaba contra el malecón habanero, mientras el Benny cantaba: «…y cuando tus labios besé, mi alma tuvo paz». Pero la melodía no hizo más que provocarle lo contrario de lo que pregonaba. Buscó refugio en el trago. Pese a su voluntad de olvido, la asaltaban emociones vergonzosas como aquel vértigo de su corazón ante lo que deseaba despreciar. Era un sentimiento que la aterraba. No se reconocía en esos latidos dolorosos que ahora le provocaba aquel bolero. Se dio cuenta de que empezaba a añorar gestos y decires, incluso ciertas frases que detestara cuando vivía en la isla, toda esa fraseología de barrios marginales que ahora se moría por escuchar en una ciudad donde abundaban los hi, sweetie o los excuse me mezclados con un castellano que, por provenir de tantos sitios, no pertenecía a ninguno.
«¡Dios!», pensó mientras sacaba la aceituna de su copa. «Y pensar que allá me dio por estudiar inglés.» Dudó un instante: no supo si comerse la aceituna o dejarla para el final del trago. «Y todo porque me entró la obsesión de leerme a Shakespeare en su idioma», recordó, y hundió los dientes en la aceituna. Ahora lo odiaba. No al calvito del teatro The Globe, por supuesto; a ése continuaba venerándolo. Pero estaba harta de escuchar una lengua que no era la suya.
Se arrepintió de haberse tragado la aceituna en un arranque de ira. Ya su Martini no parecía un Martini. Volvió de nuevo la cabeza en dirección a la esquina. Allí seguía la anciana con su vaso que apenas tocaba, hipnotizada ante las imágenes de la pantalla. Desde los altavoces comenzó a derramarse una voz grave y cálida, surgida de otra época: «Duele, mucho, duele, sentirse tan sola…». Ay, Dios, qué canción tan cursi. Como todos los boleros. Pero así mismo se sentía ella. Le dio tanta vergüenza que se zampó la mitad de su trago. Tuvo un ataque de tos.
– Niña, no tomes tan rápido que hoy no estoy para hacer de nodriza -le dijo Freddy, que no se llamaba Freddy, sino Facundo.
– No empieces a controlarla -murmuró Lauro, alias La Lupe, que en realidad se llamaba Laureano-. Déjala que ahogue sus penas.
Cecilia levantó la vista de su copa, sintiendo el peso de un llamado silencioso. Le pareció que la anciana la observaba, pero el humo le impedía saberlo con certeza. ¿Realmente miraba a la mesa que ocupaba con sus dos amigos, o más allá, hacia la pista, donde iban llegando los músicos…? Las imágenes se extinguieron y la pantalla fue ascendiendo como un ave celestial hasta perderse en el entramado del techo. Hubo una pausa imperceptible, y de pronto los músicos arrancaron a tocar con una pasión febril que ponía a retozar el alma. Aquel ritmo le produjo un dolor inexplicable. Sintió la mordida del recuerdo.
Notó que algunos turistas con aspecto nórdico se habían quedado pasmados. Debía resultarles bastante insólito ver a un joven con perfil de lord Byron tocar los tambores como si el demonio se hubiera apoderado de él, junto a una mulata achinada que agitaba sus trenzas al compás de las claves; y a aquel negro de voz prodigiosa, semejante a un rey africano -argolla plateada en la oreja-, cantando en altibajos que transitaban desde el barítono operático hasta la nasalidad del son.
Cecilia repasó los rostros de sus compatriotas y supo qué los hacía tan atractivos. Era la inconsciencia de su mezcla, la incapacidad -o tal vez la indiferencia- para asumir que todos tenían orígenes tan distintos. Miró hacia la otra mesa y sintió lástima de los vikingos, atrapados en su insípida monotonía.
– Vamos a bailar -le dijo Freddy, tirando de ella.
– ¿Estás loco? En mi vida he bailado eso.
Durante su adolescencia se había dedicado a escuchar canciones sobre escaleras que subían al cielo y trenes que atravesaban cementerios. El rock era subversivo, y eso la llenaba de pasión. Pero su adolescencia había muerto y ahora hubiera dado cualquier cosa por bailar aquella guaracha que estaba levantando a todo el mundo de sus sillas. Qué envidia le daban todos esos bailadores que giraban, se detenían, se enroscaban y desenroscaban sin perder el ritmo.
Freddy se cansó de rogarle y haló a La Lupe. Allá se fueron los dos a la pista, a bailar en medio del tumulto. Cecilia tomó otro sorbito de su prehistórico Martini, ya casi al borde de la extinción. En las mesas sólo quedaban la anciana y ella. Hasta los descendientes de Eric el Rojo se habían sumado a la gozadera general.
Terminó su trago y, sin disimulo, buscó la figura de la anciana. Le producía cierta inquietud verla tan sola, tan ajena al bullicio. El humo había desaparecido casi por ensalmo y pudo distinguirla mejor. Miraba la pista con aire divertido y sus pupilas resplandecían. De pronto hizo algo inesperado: volteó la cabeza y le sonrió. Cuando Cecilia le devolvió la sonrisa, apartó una silla en evidente gesto de invitación. Sin dudarlo un instante, la joven fue a sentarse junto a ella.
– ¿Por qué no bailas con tus amigos?
Su voz sonaba temblorosa, pero clara.
– Nunca aprendí -respondió Cecilia- y ya estoy muy vieja para eso.
– ¿Qué sabes tú de vejez? -musitó la anciana, sonriendo un poco menos-. Todavía te queda medio siglo de vida.
Cecilia no contestó, interesada en aquello que colgaba de una cadena atada a su cuello: una manita que se aferraba a una piedra oscura.
– ¿Qué es eso?
– ¡Ah! -La mujer pareció salir de su embeleso-. Un regalo de mi madre. Es contra el mal de ojo.
Las luces comenzaron a rotar en todas direcciones y alumbraron vagamente sus facciones. Era una mulata casi blanca, aunque sus rasgos delataban el mestizaje. Y no le pareció tan vieja como creyera al principio. ¿O sí? La fugacidad de los reflejos parecía engañarla a cada momento.
– Me llamo Amalia. ¿Y tú?
– Cecilia.
– ¿Es la primera vez que vienes?
– Sí.
– ¿Y te gusta?
Cecilia dudó.
– No sé.
– Ya veo que te cuesta admitirlo.
La joven enmudeció, mientras Amalia sobaba su amuleto.
Con tres golpes de güiro terminó la guaracha y el leve silbido de una flauta inició otra melodía. Nadie se mostró dispuesto a sentarse. La anciana observó a los bailadores que retomaban el paso, como si la música fuera un hechizo de Hamelin.
– ¿Viene a menudo? -se atrevió a preguntar Cecilia.
– Casi todas las noches… Espero a alguien.
– ¿Por qué no se pone de acuerdo con esa persona? Así no tendría que estar tan sola.
– Yo disfruto este ambiente -admitió la mujer y su mirada auscultó la pista de baile-. Me recuerda otra época.
– ¿Y a quién espera, si se puede saber?
– Es una historia bastante larga, aunque podría hacértela corta. -Hizo una pausa para acariciar su amuleto-. ¿Cuál versión prefieres?
– La interesante -contestó Cecilia sin dudar.
Amalia sonrió.
– Esa comenzó hace más de un siglo. Me gustaría contarte el principio, pero ya se ha hecho tarde.
Cecilia arañó nerviosamente la mesa, sin saber si la respuesta significaba una negativa o una promesa. A su mente acudieron las estampas de una Habana antiquísima: mujeres de rostros pálidos y cejas espesas, ataviadas con sombreros de flores; anuncios resplandecientes en una calle llena de comercios; chinos verduleros que pregonaban su mercancía en cada esquina…
– Eso llegó después -susurró la mujer-. Lo que quiero contarte sucedió mucho antes, al otro lado del mundo.
Cecilia se sobresaltó por el modo en que la anciana había respondido a sus ensoñaciones, pero trató de dominar su ánimo mientras la mujer empezaba a narrarle una historia que no guardaba relación con nada que hubiera leído o escuchado. Era una historia de paisajes ardientes y criaturas que hablaban un dialecto incomprensible, de supersticiones distintas y de etéreas embarcaciones que partían hacia lo desconocido. Vagamente percibió que los músicos seguían tocando y que las parejas bailaban sin detenerse, como si existiera un pacto entre ellos y la anciana para permitir que ambas conversaran a solas.
El relato de Amalia era más bien un encantamiento. El viento soplaba con fuerza entre las altas cañas de un país lejano, cargado de belleza y violencia. Había festejos y muertes, bodas y matanzas. Las escenas se desprendían de algún resquicio del universo como si alguien hubiera abierto un agujero por donde escaparan los recuerdos de un mundo olvidado. Cuando Cecilia volvió a tomar conciencia del entorno, ya la anciana se había marchado y los bailadores regresaban a sus mesas.
– Ay, no puedo más -suspiró La Lupe, dejándose caer sobre una silla-. Creo que me va a dar una fatiga.
– Lo que te perdiste, m’hijita. -Freddy bebió lo que quedaba en su vaso-. Por estarte haciendo la celta.
– Con esa cara de pasmo no necesita hacerse pasar por nada. Si viene de otro mundo, ¿no la ves?
– ¿Pedimos otra ronda?
– Es muy tarde -dijo ella-. Deberíamos irnos.
– Ceci, perdona que te lo diga, pero estás como el yeti… A-bo-mi-na-ble.
– Lo siento, Laureano, pero me duele un poco la cabeza.
– Niña, baja la voz -dijo el muchacho-. No me llames así que después los enemigos empiezan a hacer preguntas.
Cecilia se puso de pie, tanteando el interior de su bolso para sacar un billete, pero Freddy lo rechazó.
– No, esta noche va por nosotros. Para eso te invitamos.
Besos tenues como mariposas. En la penumbra, Cecilia comprobó de nuevo que la anciana ya no estaba. Sin saber por qué, se resistía a abandonar el local. Caminó despacio, tropezando con las sillas, sin dejar de mirar la pantalla donde una pareja de otra época bailaba un son como ya nadie de su generación sabía bailar. Finalmente salió al calor de la noche.
Las visiones surgidas del relato de la anciana y la evocación de una Habana pletórica de deidades musicales le habían dejado un raro sentimiento de bilocación. Se sintió como esos santos que pueden estar en dos lugares al mismo tiempo.
«Estoy aquí, ahora», se dijo.
Miró su reloj. Era tan tarde que no había portero. Era tan tarde que no había un alma a la vista. La certeza de que tendría que caminar sola hasta la esquina terminó por devolverla a la realidad.
Las nubes se tragaron la luna, pero fueron perforadas por rayos de leche. Dos pupilas infernales se abrieron junto a un muro. Un gato se movía entre los arbustos, atento a su presencia. Como si fuera una señal, el disco lunar volvió a escapar de su vaporoso eclipse y alumbró al felino: un animal de plata. Cecilia estudió las sombras: la suya y la del gato. Era una noche azul, como la del bolero. Quizás por esa razón, volvió a evocar el relato de Amalia.
Lingao-fa decidió que era una noche propicia para morir. El aire cálido soplaba entre las espigas que emergían tímidamente de las aguas. Quizás fuera la brisa, con sus dedos de espíritu acariciando sus ropas, lo que la llenó con esa sensación de lo inevitable.
Se puso de puntillas para aspirar mejor las nubes. Todavía era esbelta, como los lotos que adornaban el estanque de los peces con colas de gasa. Su madre solía sentarse a contemplar los bulbosos tallos que se perdían en el cenagal, se inclinaba a tocarlos y eso la llenaba de paz. Siempre sospechó que su contacto con las flores había provocado en su hija aquellos rasgos delicados que tanta admiración despertaran desde su nacimiento: la piel tersísima, los pies suaves como pétalos, el cabello liso y brillante. Por eso, cuando llegó el momento de celebrar su llegada -un mes después del parto-, decidió que así se llamaría: Flor de Loto.
Contempló los campos húmedos que esa tarde parecían hincharse como sus pechos cuando amamantaba a la pequeña Kui-ta, su capullo de rosa. La niña tenía once años y pronto habría que buscarle esposo; pero esa tarea quedaría en manos de su cuñado Weng, como correspondía al pariente masculino más cercano.
Con paso vacilante se dirigió al interior. Debía ese equilibrio inestable al tamaño de sus pies. Durante años, su madre se los vendó para que no crecieran: requisito importante si deseaba conseguir un buen casamiento. Por eso ella se los vendaba ahora a la pequeña Kui-fa, pese a sus llantos y protestas. Era un proceso agónico: todos los dedos, excepto el mayor, debían quedar doblados hacia el suelo; después se colocaba en el arco una piedra que quedaba ajustada con las vendas. Aunque ella misma había abandonado la costumbre desde la muerte de su marido, algunos huesecillos rotos y mal fundidos habían dejado una huella permanente en su forma de moverse.
Llegó a la cocina donde Mey Ley trozaba unas verduras, y comprobó que su hija jugaba junto al fogón. Mey Ley no era una sirvienta cualquiera. Había nacido en casa adinerada e incluso aprendió a leer, pero varias desgracias sucesivas terminaron convirtiéndola en la concubina de un terrateniente. Únicamente la muerte del amo la había liberado de su condición. Sola y sin recursos, optó por ofrecer sus servicios a los Wong.
– ¿Buscaste las coles, Mey Ley?
– Sí, señora.
– ¿Y la sal?
– Todo lo que me encargó -y añadió tímidamente-: La señora no debe preocuparse.
– No quiero que suceda lo mismo del año pasado.
Mey Ley enrojeció de vergüenza. Aunque su ama nunca le reprochó nada, sabía que la pasada inundación había ocurrido por su culpa. Ya estaba vieja y olvidaba ciertas cosas.
– Este año no tendremos problemas -se animó a decir-. Los señores del templo tienen trajes lujosos.
– Ya sé, pero a veces los dioses son rencorosos. Es bueno que tengamos reservas, por si acaso.
Lingao-fa se dirigió al dormitorio, seguida por los vapores del caldo que se cocía. Su temprana viudez había despertado la codicia de varios hacendados, no sólo debido a su belleza, sino porque el difunto Shi le había dejado numerosos terrenos donde crecían el arroz y las legumbres, además de algún ganado. Modesta, pero firme, había rechazado todas las propuestas, hasta que su cuñado le propuso que se casara con un negociante de Macao, dueño de un banco que manejaba las finanzas del clan, para que el patrimonio familiar quedara asegurado. Entonces no supo qué hacer ni a quién acudir. Sus padres habían muerto y debía obediencia al hermano mayor del que fuera su marido. Un día supo que no podría seguir evadiendo su decisión. Weng se presentó en su casa y le dijo, sin más rodeos, que la boda se efectuaría el tercer día de la quinta luna.
Sobre una mesa reposaba la peineta de plata que le regalara su madre. Con gesto mecánico acarició las diminutas incrustaciones de nácar y, después de desenredar sus cabellos, los humedeció para refrescarse y salió al portal. En ese instante la luna emergió tras las nubes. «Tú tienes la culpa, maldito viejo», murmuró entre dientes, mirando con ira el disco brillante donde vivía el anciano caprichoso que ataba con una cinta los pies de aquellos destinados a ser marido y mujer -un sortilegio del cual nadie escapaba-. Por eso se había convertido en esposa de Shi; y por igual razón se enfrentaba ahora a su difícil destino.
Era la última vez que vería sobre los campos esa luz azulada, pero no le importó. Cualquier cosa era mejor que soportar los tormentos infernales. La tenían sin cuidado las burlas de Weng, que muchas veces se había mofado de sus creencias. Ella sabía que el espíritu de su esposo la despedazaría en la otra vida si llegaba a casarse de nuevo. Una mujer sólo puede ser propiedad de un hombre, y semejante certeza era peor que la posibilidad de no ver más a los suyos.
Esa noche cenó temprano, arropó a Kui-fa y la acompañó en su sueño más tiempo del habitual. Después se despidió de Mey Ley, que ya se retiraba a dormir a los pies de la niña, y quedamente salió al patio, donde permaneció horas contemplando las constelaciones… Fue la cocinera quien la descubrió a la mañana siguiente, colgando del árbol, junto al estanque de los peces dorados.
Lingao-fa fue enterrada con grandes honores un brumoso amanecer de 1919. Su muerte, sin embargo, no resultó del todo inútil para Weng. Pese a que el comerciante vio desaparecer sus posibilidades de asociación, el prestigio de la familia aumentó ante aquella muestra de fidelidad conyugal. Además, como pariente encargado de velar por el futuro de Kui-fa, su capital creció con las propiedades que pasaron a sus manos. Eso sí, el dinero y las joyas correspondientes a la dote quedaron en las arcas del banco de Macao. Y en cuanto al patrimonio de ganado y cultivos, el comerciante se propuso multiplicar -mientras pudiera- lo que, por el momento, debía administrar.
Weng sentía un gran respeto por sus antepasados, y si bien no era supersticioso -a diferencia de otros lugareños-, tampoco escamoteaba honores ante la interminable fila de parientes difuntos que iban acumulándose de generación en generación. Por esa lealtad hacia sus muertos, Weng dispuso de inmediato que su sobrina fuera tratada como uno de sus hijos; decisión poco común en un lugar donde las niñas eran vistas como estorbos. Y es que, deberes aparte, el comerciante también había percibido el lado práctico de su tutoría. Kui-fa era bonita como su madre, y contaba con una dote donde no faltaban las reliquias y las joyas familiares, además de las tierras que deberían pasar a su marido apenas se casara. Tres años antes, Weng se había hecho cargo del hijo de Tai Kok, un primo muerto en circunstancias algo confusas en una isla del mar Caribe, adonde fuera en busca de fortuna siguiendo los pasos de su padre. Siu Mend era un niño callado y hábil en las matemáticas, al que Weng deseaba iniciar en los negocios. Nadie mejor que ese niño para marido de su sobrina, que pronto estaría en edad de contraer nupcias.
Por el momento la pequeña Kui-fa quedaría al cuidado de Mey Ley, encargada de vigilar su virtud. La nodriza dormiría en el suelo, a los pies de su ama, como había hecho siempre, lo cual contribuyó a que Kui-fa se sintiera menos triste por la ausencia de su madre.
De todos modos, su nuevo hogar era un sitio bullicioso donde entraba y salía toda clase de gente. Aparte del tío Weng y su esposa, allí vivían el abuelo San Suk, que casi nunca abandonaba su habitación; dos primos ya casados, hijos de su tío, con sus esposas e hijos; ese niño llamado Siu Mend, que se pasaba el día estudiando o leyendo; y unos cinco o seis criados. Pero no era su profusa parentela lo que más curiosidad despertaba en ella. A veces llegaban unos visitantes pálidos, envueltos en ropas oscuras y ajustadas, que hablaban un cantones apenas comprensible y tenían los ojos redondos y desteñidos. La primera vez que Kui-fa vio a una de esas criaturas entró a la casa gritando que había un demonio en el jardín. Mey Ley la tranquilizó después de salir a investigar, asegurándole que se trataba de un lou-fan: un extranjero blanco. Desde entonces, la niña se dedicó a observar las idas y venidas de aquellos seres luminosos a los que su tío trataba con especial reverencia. Eran altos como los gigantes de los cuentos y hablaban con una música extraña en la garganta. Uno de ellos la sorprendió espiándolo en cierta ocasión y le sonrió, pero ella salió disparada en busca de Mey Ley y no regresó hasta que las voces se alejaron.
Durante el día, Kui-fa pasaba horas junto al fogón, escuchando las historias que la anciana aprendiera en su juventud. Así se enteraba de la existencia del Dios del Viento, de la Diosa de la Estrella del Norte, del Dios del Hogar, del Dios de la Riqueza y de muchos más. También le gustaba oír del Gran Diluvio, provocado por un jefe que, lleno de vergüenza al ser derrotado por una reina guerrera, se golpeó la frente contra un inmenso bambú celestial que desgarró las nubes. Pero su favorita era la historia de los Ocho Inmortales que asistían al cumpleaños de la Reina Madre del Oeste, junto al Lago de las Joyas, y que al compás de una música tocada por instrumentos invisibles, participaban de un festín donde abundaban los manjares más delicados: lengua de mono, hígado de dragón, patas de oso, tuétano de fénix y otras exquisiteces. El punto culminante del banquete era el postre: los duraznos arrancados del árbol que sólo florece una vez cada tres mil años.
Mey Ley se veía obligada a bucear en su memoria para complacer la curiosidad de la criatura. Fueron años apacibles, como sólo pueden serlo esos que se viven sin conciencia y que, al final de la vida, se recuerdan como los más felices. Sólo una vez ocurrió algo que interrumpió la monótona existencia. Kui-fa enfermó gravemente. La fiebre y los vómitos se ensañaron con ella como si un mal espíritu quisiera robar su joven existencia. Ningún médico podía determinar el origen del mal, pero Mey Ley no perdió la cabeza. Fue al templo de los Tres Orígenes con tres listones de papel donde había escrito los caracteres del cielo, de la tierra y del agua. En la torre del templo, ofrendó al cielo el primer listón; después enterró bajo un montículo el papel correspondiente a la tierra; y por último sumergió en un manantial la escritura perteneciente al agua. A los pocos días, la niña comenzó a mejorar.
Mey Ley dedicó un rincón de su habitación a adorar a los Tres Orígenes, fuentes de felicidad, perdón y protección. Y le enseñó a Kui-fa a mantener siempre la armonía con aquellos tres poderes. Desde entonces, el cielo, la tierra y el agua fueron los tres reinos a los cuales Kui-fa enviaba sus pensamientos, sabiendo que allí estarían protegidos.
Pasaron los meses lluviosos y llegó la época en que el Dios del Hogar subía a las regiones celestiales para informar sobre las acciones de los humanos. Más tarde comenzó la temporada de cosechar y, tras ella, llegaron las ráfagas de un tifón. Pasaron los meses, y de nuevo el Dios del Hogar emprendió el vuelo a las alturas, llevando sus chismes divinos que los mortales pretendían endulzar embarrando de miel los labios de la estatua; y volvieron los campesinos a sembrar, y regresaron las lluvias y la temporada de los mil vientos que desgarraban las cometas de papel. Y entre los aromas de la cocina y las leyendas plagadas de dioses, Kui-fa se convirtió en una doncella.
A una edad en que muchas jóvenes ya amamantaban hijos propios, Kui-fa seguía prendida a la trenza de Mey Ley; pero Weng no pareció notarlo. Su cabeza desgranaba cifras y proyectos, y esa actividad febril hizo que fuera posponiendo la boda de su sobrina.
Cierta tarde, mientras conversaba en una de las casas de té donde iban los hombres a hacer negocios o a buscar prostitutas, escuchó las indirectas que lanzaban unos parroquianos sobre una jovencita casadera y con buena dote, condenada a una indigna soltería por culpa de un tío codicioso. Weng hizo como que no escuchaba nada, pero enrojeció hasta las raíces de su coleta que ya empezaba a encanecer. Cuando llegó a su casa, llamó a Siu Mend con un pretexto y observó al muchacho mientras éste revisaba unos papeles. El adolescente se había convertido en un joven robusto y casi apuesto. Esa misma noche, mientras la familia cenaba en torno a la mesa, decidió dar la noticia:
– He pensado que Kui-fa debe casarse.
Todos, incluyendo la propia Kui-fa, alzaron la vista de sus platos.
– Habrá que buscarle esposo -aventuró su mujer.
– No hace falta -dijo Weng, pescando un trozo de bambú-. Siu Mend será un buen marido.
Ahora los ojos se volvieron en dirección al azorado Siu Mend y después a Kui-fa, que clavó su mirada en la fuente de carne.
– Sería bueno celebrar la boda durante el festival de las cometas.
Era una fecha propicia. En el noveno día de la novena luna todos subían a un lugar alto, ya fuera una colina o la torre de un templo, para conmemorar un suceso ocurrido durante la dinastía Han, cuando un maestro salvó la vida de su discípulo al advertirle que una terrible calamidad se abatiría sobre la tierra. El joven huyó hacia la montaña y, al regresar, encontró que todos sus animales se habían ahogado. Esa fiesta de recordación inauguraba la temporada en que las brisas retozaban furibundas e interminables, anunciando futuras tormentas. Entonces, centenares de criaturas de papel remontaban el aire con sus abigarradas formas: dragones rosados, mariposas que aleteaban llenas de furia, pájaros con ojos móviles, insectos guerreros… Todo un conjunto de seres imposibles se disputaba los cielos en nuevas y legendarias batallas.
El mismo día de su boda Kui-fa pudo entrever, tras las cortinas de su silla de manos, la lejana silueta de un fénix. No logró distinguir sus colores porque un velo rojo le cubría el rostro. Después, al bajarse, debía mirar en dirección a sus pies si no quería tropezar y caer.
La joven no había vuelto a ver a Siu Mend desde la noche en que su tío anunciara el casamiento. Mey Ley se encargó de mantenerla oculta. Espantada ante la imprudencia del hombre, al declarar el compromiso con ambos jóvenes sentados a la mesa, la sirvienta decidió contrarrestar el descuido. Aprovechando un momento en que todos estaban ocupados, fue hasta el altar de la Diosa del Amor y extrajo una de sus manitas de porcelana.
– Señora -pidió inclinándose ante la estatua, mientras apretaba la extremidad entre sus manos-, atrae la buena fortuna sobre mi niña y aleja los malos espíritus. Te prometo un buen regalo si la boda transcurre sin problemas, y otro mayor cuando tenga su primer hijo… -dudó un momento-, pero sólo si la madre y el niño gozan de buena salud.
Repitió tres veces su reverencia y guardó la mano de porcelana en un rincón de la cocina. Por supuesto, a nadie se le ocurrió preguntar por la extremidad ausente. Ya aparecería cuando el ruego del devoto se cumpliera.
Varias semanas después de la boda los ríos se inundaron, matando a mucha gente. Hubo hambre para los más pobres y saqueos para los más ricos; sólo la epidemia se repartió por igual entre todos. El nivel del agua en los campos se elevó con rapidez para después bajar con pereza, y los brotes de arroz se asomaron sobre las aguas turbias. El primer vientecillo del sur sopló por aquellos contornos, gélido y burlón, a tiempo para otro festival… Pero Kui-fa seguía sin dar señales de embarazo. Mey Ley fue a ver a la diosa.
– Procura cumplir lo que te pido o irás a parar a un rincón lleno de ratones -la amenazó, antes de virarle la espalda.
La advertencia dio resultado. A las pocas semanas, el vientre de Kui-fa empezó a hincharse y Mey Ley depositó junto al altar una cesta llena de frutas. Meses después, cuando las lluvias estaban de nuevo en su apogeo, nació Pag Li en pleno Año del Tigre. Gritaba como un demonio y enseguida se prendió del pezón de su madre.
– Tan pequeño y ya tiene el carácter de una pequeña fiera -vaticinó su padre al oírlo berrear.
Siu Mend había esperado el nacimiento de su hijo con alegría y preocupación, después de saber que el parto sería el preludio de un viaje a la isla donde había muerto su padre y donde aún vivía su abuelo Yuang, a quien no conocía. Se lo debía a Weng, que deseaba establecer contacto con varios comerciantes en ese país, deseosos de importar artículos religiosos y agrícolas.
– Yo mismo iría -le había dicho el hombre-, pero estoy demasiado viejo para una travesía tan larga.
Por la mente de Siu Mend pasaron lejanos recuerdos sobre la partida de su padre: las noticias confusas, el llanto de su madre… ¿Y si la historia se repetía? ¿Y si no regresaba jamás?
– Las cosas han cambiado en Cuba -aseguró Weng, al notar la zozobra del joven-. Ya los chinos no son contratados como culíes.
Y eso lo decía por su propio abuelo, el venerable Pag Chiong, que durante siete años había trabajado doce horas diarias, sujeto a un contrato que firmara sin saber lo que hacía, hasta que una tarde cayó muerto sobre una pila de caña que intentaba cargar. A pesar de eso, Yuang siguió los pasos de su padre y también partió rumbo a la isla. Años después, su hijo Tai Kok, padre de Siu Mend, quiso reunirse con él y dejó a su hijo y esposa en manos de Weng. Aunque no fue a trabajar como peón, se vio involucrado en una complicada historia de deudas que le costó la vida en una reyerta. Al año siguiente, la madre de Siu Mend murió de unas fiebres y el niño quedó al cuidado del hombre que, aunque era primo de su padre, siempre llamó tío.
– Pero ¿cómo son las cosas? -insistió Siu Mend, poniendo un poco más de té en su tazón.
– Diferentes -dijo Weng-. Los chinos prosperan en la isla… Algo bueno para los negocios. Por lo menos, es lo que me cuenta tío Yuang.
Se refería al abuelo de Siu Mend, único sobreviviente de aquella migración familiar, que vivía en la isla desde hacía más de tres décadas.
– Háblame de La Habana, tío.
– Yuang asegura que su clima se parece al nuestro -respondió lacónicamente el comerciante, quien no pudo decirle más porque nada más sabía.
A la semana siguiente, en su acostumbrado viaje a Macao, Siu Mend compró un mapa en una tienda de artículos ultramarinos. Ya en casa, lo desplegó sobre el suelo y siguió con un dedo la línea del Trópico de Cáncer que pasaba sobre su provincia, atravesaba el mar Pacífico, cruzaba las Américas y llegaba hasta la capital cubana. Siu Mend acababa de averiguar algo más. No era por casualidad que el clima de ambas ciudades fuera similar: Cantón y La Habana estaban exactamente en la misma latitud. Y aquel viaje límpido y directo sobre el mapa le pareció una buena señal. Un mes después del nacimiento de su hijo, Siu Mend partía rumbo al otro lado del mundo.
Suspiró mientras encendía el auto. La mañana resplandecía de sueño y ella se moría de cansancio. A lo mejor era la vejez, que llegaba antes de tiempo. Últimamente se le olvidaba todo. Sospechaba que por su sangre navegaban los genes de su abuela Rosa, que había terminado sus días confundiendo a todo el mundo. Si hubiera heredado los de su abuela Delfina, habría sido clarividente y conocería de antemano quién iba a morir, qué avión se iba a caer, quién iba a casarse con quién y qué decían los muertos. Pero Cecilia jamás vio ni oyó nada que los demás no percibieran. Así es que estaba condenada. Su patrimonio sería la vejez prematura, no el oráculo.
El pitazo de un automóvil la sacó de su ensueño. Se había detenido ante la garita de peaje y la lila de vehículos esperaba impaciente a que ella pagara. Arrojó el dinero en la bolsa metálica que se tragó las monedas de inmediato, y la barrera se alzó. Un auto más entre otros cientos, entre otros miles, entre otros millones. Antes de abandonar la autopista y llegar al parqueo, manejó diez minutos más con la inconsciencia de quien ha hecho lo mismo muchas veces. Otra mañana tomando el mismo elevador, recorriendo el largo pasillo hasta la redacción para entregar algún artículo sobre cosas que no le interesaban. Cuando entró en la oficina, notó un revuelo mayor del acostumbrado.
– ¿Qué ocurre? -preguntó a Laureano, que se acercó con unos papeles.
– La cosa está en candela.
– ¿Qué pasó?
– Qué pasó no, qué va a pasar -dijo el muchacho, mientras ella encendía la computadora-. Dicen que el Papa va a Cuba.
– ¿Y?
Su amigo se le quedó mirando atónito.
– Pero ¿no te das cuenta? -contestó al fin-. Allí se va a acabar el mundo.
– Ay, Lauro, no se va a acabar nada.
– ¡Niña, que sí! Que cada vez que el Papa pisa un país comunista: ¡Kaput! ¡Arrivederci, Roma! ¡Chao, chao, bambino!
– Sigue durmiendo de ese lado -murmuró Cecilia, que recogió unos viejos apuntes para echarlos a la basura.
– Allá tú si no me crees -dijo Lauro, dejando los papeles sobre su escritorio-. Mira, aquí está lo que querías.
Cecilia le echó una ojeada. Era aquel artículo que había pedido el día antes, cuando alguien le sugirió que retomara aquella historia de la casa fantasma que aparecía y desaparecía por todo Miami. No sabía si a su jefe le gustaría el tema, pero llevaba dos días rompiéndose la cabeza para presentar algo nuevo y eso era lo único que tenía.
– No me gusta mucho -dijo el hombre después de escucharla.
Cecilia fue a replicar, pero él la interrumpió.
– No lo digo por el tema. Pudiera ser interesante si le encontraras un ángulo distinto. Pero mejor ve trabajando en las otras historias. Si consigues datos más interesantes sobre tu casa fantasma, la programamos para cualquiera de los suplementos dominicales, aunque sea dentro de seis meses. Pero hazlo sin apuro, como algo adicional.
Así es que terminó dos reportajes que había comenzado la semana anterior, y después se sumergió en la lectura del artículo sobre la casa, tomando nota de los nombres que luego le servirían de referencia para las entrevistas.
Casi al final de la jornada se detuvo para releer un párrafo. Tal vez fuera una casualidad, pero cuando aún vivía en La Habana había conocido a una muchacha que se llamaba así. ¿Sería la misma? Era la única persona que Cecilia había conocido con ese nombre. El apellido no le aclaró el misterio, porque no recordaba el de aquella muchacha; sólo su nombre, semejante al de una diosa griega.
Gaia vivía en uno de esos chalets ocultos por los árboles que cubren gran parte de Coconut Grove. Cecilia atravesó el jardín hasta la cabañita pintada de un profundo azul marino. La puerta y las ventanas eran de un tono aún más luminoso, casi comestible, como el merengue de una torta de cumpleaños. Un sonajero colgaba a un costado de la entrada, llenando la tarde de tañidos solitarios.
El flamboyán próximo dejó caer una llovizna naranja sobre ella. Cecilia se sacudió la cabeza antes de tocar la puerta, pero sus nudillos apenas lograron arrancar algún sonido de aquella madera espesa y antigua. Finalmente reparó en el tosco cencerro de cobre, semejante a los que suelen llevar las cabras, y agitó el cordel atado al badajo.
Después de un breve silencio, escuchó una voz al otro lado de la puerta.
– ¿Quién es?
Alguien la observaba desde una diminuta mirilla en forma de ojo.
– Mi nombre es Cecilia. Soy reportera del… La puerta se abrió sin dejarle terminar la frase.
– ¡Hola! -exclamó la misma joven que recordara de sus años universitarios-. ¿Qué haces aquí?
– ¿Te acuerdas de mí?
– ¡Claro! -respondió la otra con una sonrisa que parecía sincera.
Cecilia sospechó que estaba muy sola.
– Pasa, no te quedes ahí.
Dos gatos se acomodaban sobre el sofá. Uno de ellos, blanco con un lunar dorado en la frente, la estudió entrecerrando los ojos. El otro, multicolor como sólo pueden serlo las hembras de esa especie, salió disparado hacia el interior.
– Circe es muy tímida -se excusó la joven-. Siéntate.
Cecilia se detuvo indecisa ante el sofá.
– ¡Fuera, Poli!, -espantó Gaia al animal.
Finalmente se sentó, después que el segundo gato se refugiara debajo de una mesa.
– ¿Qué haces aquí? -preguntó Gaia, acomodándose en un butacón cercano a la ventana-. Ni siquiera sabía que estabas en Miami.
– Llegué hace cuatro años.
– ¡Dios! Y yo hace ocho. ¡Cómo pasa el tiempo!
– Estoy escribiendo una historia para el periódico donde trabajo y encontré tu nombre en un artículo. La reportera aún tenía tu dirección, pero el teléfono ya no es el mismo. Por eso no avisé que vendría.
– ¿De qué trata la historia?
– Es sobre aquella casa fantasma…
La expresión de Gaia se ensombreció.
– Sí, me acuerdo. Fue hace dos años, más o menos. Pero no quiero volver a hablar de eso.
– ¿Por qué?
Gaia se puso a jugar con el ruedo de su vestido.
– No es la primera vez que veo una mansión fantasma. -Suspiró casi con dolor-. Vi otra en Cuba. O más bien, la visité.
– Eso es interesante.
– No tenía nada que ver con ésta -se apresuró a decir Gaia-. Aquélla era una casa maligna, terrible… Esta es diferente. No sé qué significa.
– Los fantasmas no significan nada. Están ahí o no están. La gente los ve o no. Cree en ellos o se burla de quienes los ven. Nunca he oído que signifiquen algo.
– Porque nadie sabe.
– No te entiendo.
– Las mansiones fantasmas contienen secretos.
– ¿Qué tipo de secretos?
– Depende. La que visité en La Habana guardaba los peores males de la isla. La que aparece aquí es distinta. No sé bien qué es, pero no me interesa averiguarlo. Con verla fue suficiente. No quiero saber más de fantasmas.
– Gaia, si no me ayudas con este artículo estoy frita. Mi jefe quiere que hable de algo más interesante que una simple aparición.
– Pregunta a otros.
– Se han mudado de trabajo o de casa. Sólo quedas tú. Y casualmente eres la única que conozco… Si los fantasmas tienen un significado, como dices, entonces este encuentro significa algo.
Gaia recorrió con la vista la alfombra que cubría la habitación.
– No te pido nada del otro mundo -insistió Cecilia-. Sólo quiero que me digas lo que viste.
– Lee el artículo.
– Ya lo hice, pero quiero que me lo cuentes de nuevo. -Y mientras hablaba, sacó de su bolso una grabadora del tamaño de una cajetilla de cigarros-. Hazte la idea de que no sé nada.
Gaia vio la cinta que comenzaba a rodar.
– Bueno -dijo a regañadientes-, la primera vez que la vi fue cerca de la medianoche. Yo regresaba del cine y todo estaba muy oscuro. No había caminado mucho cuando se encendieron las luces de esa casa.
– ¿Dónde estaba?
Gaia se puso de pie, fue hasta la puerta, la abrió y caminó unos pasos entre los árboles, seguida por Cecilia que llevaba la grabadora.
– Aquí -señaló, deteniéndose en un curioso claro que interrumpía la vegetación.
Parecía uno de esos círculos sin hierba que, en los países celtas, se atribuyen a los bailes de las hadas. Cecilia miró en torno, inquieta. ¿Sentía miedo o deseaba que la visión se repitiera? Quizás se tratara de ambas cosas.
– ¿Cómo era la casa?
– Antigua, de madera. Pero no como la mía, sino mucho más grande, de dos pisos. Tenía aspecto de haberse construido para vivir frente al mar. El piso alto estaba rodeado por un balcón.
– ¿Viste a alguien?
– No, pero había luces por todas partes.
– ¿Y qué hiciste?
– Di media vuelta, subí al auto y me fui a un hotel, sabiendo que aquello no podía ser real. -Echó otra ojeada a los alrededores antes de volver sobre sus pasos, rumbo a su propia casa-. Me quedé allí dos días, porque no me atrevía a regresar sola. Ni siquiera fui a trabajar. Al final llamé a un amigo y le mentí para que me acompañara hasta aquí, diciendo que tenía miedo de volver después que alguien tratara de asaltarme. Intentó convencerme para que fuera a la policía, pero insistí en que había sido un episodio aislado; además, no me habían robado nada. De todos modos, quiso entrar conmigo para asegurarse de que todo estaba en orden. Mientras él revisaba las habitaciones, cometí el error de encender la máquina de mensajes… Esto que voy a contarte ahora es off the record. -Se inclinó y apagó la grabadora que Cecilia había dejado nuevamente sobre la mesa-. No lo dije entonces y tampoco puede aparecer ahora.
– ¿Por qué?
– Mientras estuve en el hotel, mi jefa se había cansado de llamar por teléfono. Como no contesté, vino a verme. En el mensaje decía que, al llegar, se había encontrado con mi prima. Por ella se enteró de que yo tenía mucha gripe y que me estaba recuperando en su casa. Se disculpaba por no haber entrado a saludarme, por temor al contagio. En el mensaje me deseaba lo mejor y le mandaba saludos a mi prima.
– ¿Qué prima es ésa?
– Ninguna. Yo no tengo primas.
– Quizás se confundió de casa y alguien le tomó el pelo.
– Mi jefa ha estado aquí varias veces; sabe bien dónde vivo.
Como podrás imaginarte, mi amigo se quedó de una pieza al escuchar el mensaje, que resultaba bastante incongruente después de mi historia sobre el asalto. Tuve que decirle la verdad.
– ¿Y te creyó?
– No le quedó otro remedio, pero me prohibió mencionar su nombre si alguna vez contaba esta historia. Es un abogado muy conocido.
– ¿Qué pasó la segunda vez que viste la casa?
– Nunca he dicho que la volviera a ver.
– Hablaste de una primera vez. Por tanto, hubo una segunda… Si quieres, te pongo la grabación.
Por un momento pareció que Gaia fuera a revelar algo, pero al final cambió de idea.
– Mejor busca a otros testigos. No quiero hablar más de esto.
– Ya te dije que no sé dónde están.
– Investiga en las tiendas esotéricas.
– ¿Qué podría averiguar allí?
– En esos sitios siempre se oyen historias y hay gente dispuesta a hablar.
Cecilia asintió en silencio, antes de comenzar a guardar su grabadora. Y mientras Gaia la observaba, algo parecido a la compasión la golpeó en el pecho sin saber por qué.
De nuevo el tumulto del tráfico, los conductores desesperados por avanzar… Algo tendría que hacer, algo que sacudiera la rutina diaria. Lo peor era aquella sensación de soledad perpetua. Su escasa familia, excepto una tía abuela que había llegado treinta años antes, permanecía en la isla; el resto de sus amistades -con quienes había crecido, reído y sufrido- andaban dispersas por el mundo.
Ahora, cuando pensaba en sus amigos, se refería sólo a Freddy y a Lauro, dos muchachos tan semejantes como disímiles. Lauro era delgado y con grandes ojos de tísico, muy parecido a la legendaria cantante de boleros cuyo alias llevaba. Al igual que La Lupe, era todo aspavientos. Freddy, en cambio, era gordito y de ojos achinados. Esa apariencia y su voz de contralto le ganaron el mote de Freddy, en honor de la bolerista más gorda de la historia. Si Lauro era como una diva caprichosa, Freddy mostraba una gran compostura. Parecían reencarnaciones de ambas cantantes y se enorgullecían de aquella semejanza. Para Cecilia eran como dos hermanos gruñones a los que debía regañar y aconsejar continuamente. Los quería mucho, pero saber que eran su única compañía no dejaba de deprimirla.
Apenas abrió la puerta de su apartamento, se quitó la ropa y se metió en la ducha. El agua tibia cayó sobre su rostro. Aspiró con delicia la espuma de rosas que la esponja dejaba sobre su cuerpo. Un exorcismo. Una limpieza. Un conjuro para aliviar el alma. Se echó en la cabeza unas gotas del agua bendita que buscaba mensualmente en la ermita de la Caridad.
Le gustaba ese momento que dedicaba al baño. Allí comulgaba con sus pesares y sus desdichas frente a Aquel que destilaba poder sobre todos, cualquiera eme fuese su nombre: Olofi o Yavé, Él o Ella, Ambos o Todos. Por principio, no iba a misa. No confiaba en ningún tipo de guías o caudillos, fueran o no espirituales. Prefería hablar a solas con Dios.
Se miró en el espejo, preguntándose si el bar ya estaría abierto, mientras rememoraba su encuentro con la anciana en aquel tugurio. Hasta la mujer se le antojaba ahora un espejismo. A lo mejor estaba borracha y la soñó. Bueno, se dijo, si los Martinis provocaban visiones tan interesantes, esa noche se tomaría algunos más. ¿Llamaría a Freddy o a Lauro? Decidió ir sola.
Media hora después arrimaba su auto junto a la acera. Pagó la entrada y atravesó el umbral. Era tan temprano que casi todas las mesas estaban vacías. En la pantalla, brillaba la divina Rita entonando su pregón: «Esta noche no voy a poder dormir, sin comerme un cucurrucho de maní… Maníííí… Maníííí… Si te quieres por el pico divertir, cómete un cucurruchito de maní…». Y arrastraba la r del cucuruchito. A Cecilia le fascinaba la gracia con que la mulata entornaba los ojos para ofrecer el cucurucho y luego lo retiraba con gesto de gata, como si hubiera cambiado de idea y prefiriera guardarse la golosina.
– La gente de antes se movía distinto.
Cecilia se sobresaltó. El comentario provenía de un oscuro rincón a su derecha, pero no tuvo necesidad de ver para adivinar de quién se trataba.
– Y hablaba distinto también -respondió la joven, y avanzó a tientas en dirección a la voz.
– No creí que volverías.
– ¿Y perderme lo que sigue de esa historia? -replicó Cecilia, acomodándose a tientas-. Se ve que usted no me conoce.
Una sonrisa se asomó a los ojos de Amalia, pero la muchacha no lo notó.
– Tiene tiempo para contar algo, ¿verdad? -la apremió con impaciencia.
– Todo el tiempo del mundo.
Y tomó un sorbo de su copa, antes de empezar a hablar.
Esta niña está aojada.
En el centro de la habitación, la Obispa observaba diluirse y desaparecer las tres gotas de aceite en el plato lleno de agua: señal inequívoca del maleficio.
– Jesús! -susurró doña Clara, persignándose-. ¿Y ahora qué haremos?
– Tranquila, mujer -murmuró la Obispa, haciendo una señal a una ayudante-. Ya me trajiste a tu hija, que es lo principal.
Ángela asistía con indiferencia al ritual de su diagnóstico, demasiado inmersa en el fogaje que borboteaba por todos los recovecos de su cuerpo. Era un escalofrío que la bañaba en sudor, un infierno que la deshacía en suspiros, una vorágine confusa que la dejaba clavada en cualquier sitio, imposibilitada de hablar o moverse. Ajena al vaticinio sobre su mal de ojo, siguió sosteniendo el plato con agua como le había indicado la mujer. Encima de su cabeza, un candil oscilante vomitaba sombras por doquier, atrayendo quizás a más espectros de los que la vieja se aprestaba a conjurar.
La ayudante, que había salido momentos antes, entró ahora con un cazo que destilaba vapores casi apetitosos: ruda y culantro hervidos en vino.
Dos te han aojado, tres te han de sanar,
la Virgen María y la Santísima Trinidad…
La Obispa fue haciendo la señal de la cruz sobre Ángela, siguiendo las indicaciones del rezo.
Si lo tienes en la cabeza, santa Elena,
si lo tienes en la frente, san Vicente,
si lo tienes en los ojos, san Ambrosio,
si lo tienes en la boca, santa Polonia,
si lo tienes en las manos, san Urbano,
si lo tienes en el cuerpo, dulcísimo Sacramento,
si lo tienes en los pies, san Andrés,
con sus ángeles treinta y tres.
Y al decir esto le arrebató el plato de las manos y lo arrojó contra un rincón. El agua dejó un rastro de oscuridad en la madera.
– Ya está, hija. Vete con Dios.
Ángela se levantó, ayudada por su madre.
– ¡No! Por ahí, no -la atajó la Obispa-. No debes pisar esa agua o el maleficio regresará.
Ya era noche cerrada cuando abandonaron la casa. Don Pedro las había esperado sobre la piedra que se alzaba a una treintena de pasos, en los límites de la aldea que descansaba junto a la sierra helada de Cuenca.
– ¿Qué? -susurró con ansiedad.
Doña Clara hizo un leve gesto. Muchos años viviendo junto a la misma mujer lo ayudaron a comprender: «Todo está resuelto, pero hablemos más tarde». Hacía meses que ni él ni Clara lograban dormir tranquilos. Su hija, esa niña que hasta hace poco corría feliz a campo traviesa, persiguiendo toda clase de bichos y pájaros, se había transformado en otra persona.
Primero fueron las visiones. Aunque don Pedro estaba avisado, no por eso dejó de sorprenderse. Su propia mujer se lo había advertido la tarde en que él le propuso matrimonio: todas las mujeres de su familia, desde tiempos inmemoriales, andaban acompañadas de un duende Martinico.
– Yo comencé a verlo de moza -le contó Clara-. Y mi madre también, y mi abuela, y todas las mujeres de mi familia.
– ¿Y si no nacen hembras? -preguntó él, con escepticismo.
– Lo hereda la esposa del primogénito. Eso le pasó a mi bisabuela, que había nacido en Puertollano y se casó con el hijo único de mi tatarabuela. Ella misma quiso mudarse a Priego para no tener que dar explicaciones a su familia.
El hombre no supo si reír o enfadarse, pero el semblante de su novia le indicó la gravedad del asunto.
– No importa -dijo él finalmente, cuando se convenció de que la cosa iba en serio-. Con Martinico o sin Martinico, tú y yo nos casamos.
Aunque su mujer acostumbraba a quejarse de la invisible presencia, siempre creyó que todo surgía de su imaginación. Sospechaba que aquella historia, tan arraigada en su familia, la inducía a ver lo inexistente. Y para evitar lo que llamaba «el contagio», le hizo jurar que jamás le hablaría a la niña de esa tradición visionaria y que mucho menos le contaría historias de duendes ni de seres sobrenaturales. Por eso casi se murió del susto el día en que Angelita, con apenas doce años, se quedó mirando el estante donde él colocaba sus vasijas a secar y susurró con aire de sorpresa:
– ¿Qué hace ese enano allí?
– ¿Cuál enano? -repuso su padre, tras echar una rápida ojeada a la repisa.
– Hay un hombrecito vestido de cura, sentado sobre esa pila de platos -respondió la niña, bajando aún más la voz; y al notar la expresión de su padre, agregó-: ¿No lo ves?
Pedro sintió que se le erizaban todos los pelos del cuerpo. Ésa fue la confirmación de que, pese a sus precauciones, la sangre de su hija estaba contaminada con aquella epidemia sobrenatural. Espantado, la agarró por un brazo y la arrastró fuera del taller.
– Lo ha visto -susurró al oído de su mujer.
Pero Clara recibió la noticia con regocijo.
– La niña ya es una moza -murmuró.
No fue sencillo convivir con dos mujeres que veían y escuchaban lo que él no podía percibir, por mucho que se esforzara. Sobre todo, le resultaba difícil aceptar el cambio en su hija. A su mujer ya la había conocido con esa manía. En cambio, Ángela siempre había sido una niña normal que prefería corretear tras las gallinas o treparse a los árboles. Jamás había prestado atención a las historias de aparecidos o de moras encantadas que a veces circulaban por el pueblo. ¡Y ahora aquello!
Clara tuvo una larga conversación con Ángela para explicarle quién era el visitante y por qué sólo ambas lo veían. No fue necesario pedirle que mantuviera la boca cerrada. Su hija siempre fue una niña juiciosa.
Sólo Pedro se veía abatido. Su hija lo sorprendió varias veces mirándola con aire consternado. Instintivamente comprendió lo que ocurría y trató de ser más cariñosa con él para demostrar que seguía siendo la misma. Poco a poco, el hombre comenzó a olvidar su ansiedad. Casi se había acostumbrado a la idea del Martinico cuando ocurrió lo otro.
Un buen día, cuando ya Ángela estaba por cumplir dieciséis años, la joven amaneció pálida y llorosa. Se negó a hablar y a comer. Permaneció quieta como una estatua, indiferente al mundo, y sintiendo que su pecho podría estallar como una fruta madura al caer del árbol.
Sus padres la mimaron, la tentaron con golosinas, y terminaron por gritarle y encerrarla en un cuarto. Pero no estaban furiosos, sólo asustados; y no sabían cómo hacerla reaccionar. Cuando agotaron todos los recursos, Clara decidió llevarla a la Obispa, una mujer sabia y emparentada con los poderes del cielo porque su hermano era obispo en Toledo. Él curaba las almas con la palabra de Dios y ella curaba los cuerpos con la ayuda de los santos.
Los oficios de la aojadora confirmaron lo que Clara ya sospechaba: su hija era víctima del mal de ojo; pero la Obispa tenía remedios para cualquier eventualidad y después del exorcismo la madre se sintió más tranquila, segura de que las oraciones ayudarían. Pedro hubiera deseado tener la misma confianza. Mientras regresaban observó con disimulo a su hija, tratando de advertir alguna señal de mejoría. La joven caminaba cabizbaja, mirando el suelo como si tanteara por primera vez los senderos húmedos y fríos de la sierra que, en aquel plácido año de 1886, parecían más desolados que de costumbre.
«Habrá que esperar», se dijo.
El viento olía a sangre y las gotas de lluvia se prendían en su piel como dedos espinosos. Cada rayo de sol era un dardo que le perforaba las pupilas. Cada destello de luna era una lengua que lamía sus hombros. Tres meses después del exorcismo, Ángela se quejaba de esas y otras monstruosidades.
– No está aojada -sentenció la Obispa, cuando Clara volvió a llamarla-. Tu hija tiene el mal de madre.
– ¿Qué es eso? -preguntó desde su susto doña Clara.
– El útero, el sitio de la paridera, se ha desprendido de su lugar y ahora está vagando por todo el cuerpo. Eso causa dolores de alma en las mujeres. Esta, al menos, anda callada. A otras les da por chillar como lamias en celo.
– ¿Y qué hacemos?
– Es un caso grave. Lo único que puedo recomendar son rezos… Ven aquí, Ángela.
Las tres mujeres se arrodillaron en torno a una vela:
En el nombre de la Trinidad,
de la misa de cada día,
y el evangelio de San Juan,
Madre Dolorida,
vuélvete a tu lugar.
Pero el rezo no sirvió de nada. Amanecía, y Ángela lloraba por los rincones. Llegaba el sol al cénit, y Ángela contemplaba la comida sin tocarla. Atardecía, y Ángela se quedaba junto a la puerta de su casa, después de haber vagado durante horas, mientras el Martinico hacía de las suyas… Y eso fue lo más terrible: el mal de madre atontó a Ángela, pero empeoró la conducta del duende.
Todas las tardes, cuando la joven se sentaba a contemplar las crecientes sombras, las piedras volaban sobre los caminantes que traían sus ganados de pastar o de beber, o atacaban a los comerciantes que regresaban de vender sus mercancías. Los aldeanos se quejaron ante Pedro, quien no tuvo más remedio que revelarles el secreto del Martinico.
– Sea duende o espectro, sólo queremos que no nos rompa la crisma. -Era la súplica común, después de conocer la novedad.
– Hablaré con Ángela -decía el padre con un nudo en la garganta, sabiendo de antemano que la conducta del duende dependía del ánimo de su hija y que, al mismo tiempo, lo que el Martinico hacía era independiente de la voluntad de la muchacha.
– Ángela, tienes que convencerlo. Ese duende no puede seguir molestando a la gente o nos echarán de aquí.
– Díselo tú, padre -respondía ella-. Tal vez a ti te escuche.
– ¿Crees que no se lo he pedido antes? Pero no parece oírme. Sospecho que nunca está presente cuando le hablo.
– Hoy sí.
– ¿Está cerca?
– Ahí mismo.
Pedro casi volcó un tarro de mermelada.
– No lo veo.
– Si le hablas, te oirá.
– Caballero Martinico…
Empezó su respetuoso discurso como ya había hecho otras veces, a lo cual siguió una parrafada donde le explicaba los problemas que podía ocasionar su conducta a la propia Angelita. No se lo rogaba por él, que era un indigno y mísero alfarero, sino por su esposa y por su niña, gracias a las cuales el respetable duende podía vivir entre los humanos.
Era evidente que el Martinico lo escuchaba. Durante la charla, los alrededores permanecieron tranquilos. Dos vecinos pasaron de largo y oyeron la perorata del hombre, que parecía dirigirse al aire, pero como ya estaban al tanto de la existencia del duende, sospecharon lo que ocurría y se apresuraron a seguir antes de que los alcanzara algún proyectil.
Pedro terminó su discurso y, satisfecho de su gestión, dio media vuelta para regresar a sus labores. De inmediato las piedras volvieron a llover en todas direcciones hasta que una de ellas le dio en la cabeza. Ángela fue a socorrerlo y recibió un garrotazo en plenas posaderas. Ambos tuvieron que esconderse en el taller, pero las piedras siguieron sacudiendo la casucha y amenazaron con desplomarla. Por primera vez en muchos meses, Ángela pareció salir de su estupor.
– ¡Eres un duende horrible! -le gritó, mientras limpiaba el rostro ensangrentado de su padre-. Te odio. ¡No quiero verte más!
Como por ensalmo, todo se calmó. Aún se escucharon los graznidos de algunas aves, asustadas por la ruidosa tempestad de piedras, pero Ángela estaba tan furiosa que no atendió a los ruegos de su padre para que no saliera del refugio.
– ¡Si vuelves a golpear a mi padre, a mi madre, o a mí, te juro que te echaré para siempre de nosotras! -vociferó ella con toda la fuerza de sus pulmones.
Hasta el viento pareció detenerse. Pedro sintió la oleada de miedo que penetraba por sus cabellos y sospechó que ese terror eran las emociones del duende.
La familia se acostó temprano después de colocar emplastos en la cabeza de Pedro, quien juró que jamás volvería a hablar con el Martinico; prefería que fueran otros los que recibieran las pedradas. Además, no sabía si las palabras de su hija tendrían un efecto permanente y no deseaba exponerse de nuevo. De todos modos, debía descansar. Llevaba dos días trabajando en un pedido de vasijas que pensaba decorar a la mañana siguiente.
En medio de la noche los despertó un estruendo espantoso, como si un trozo de luna se hubiera desplomado sobre la tierra. Pedro encendió un cirio y salió de la casa tiritando, seguido por su mujer e hija. La campiña semejaba una gruta ciega.
En el taller de alfarería reinaba el pandemónium: las vasijas volaban en todas direcciones, estallando en mil fragmentos al chocar contra las paredes; las mesas temblaban sobre sus patas; el torno daba vueltas como un molino indetenible… Pedro contempló el desastre, ciego de desesperación. Con aquel duende impenitente, su oficio de alfarero estaba condenado a la ruina.
– Mujer, empieza a recoger las cosas -murmuró-. Nos vamos a Torrelila.
– ¿Cómo?
– Que nos vamos con el tío Paco. Se acabó la alfarería. Clara empezó a llorar. -Con lo que has trabajado…
– Mañana venderé lo que pueda. Con ese dinero nos iremos a lo del tío, que ya me lo ha pedido muchas veces. -Y confiado en que el duende no lo oiría mientras siguiera destrozando cosas, agregó-: A partir de ahora, este Martinico comerá azafrán.
El mar reptaba hasta la orilla, derramando allí su cargamento de algas y besando los pies de quienes dormitaban cerca. Luego se replegaba como un felino furtivo para volver a su acoso con insistencia.
– No, nunca he vuelto -dijo Gaia-. Y creo que nunca lo haré.
– ¿Por qué?
– Demasiados recuerdos.
– Todos los tenemos.
– No tan terribles como los míos.
El sol descendía en South Beach, y la multitud de cuerpos jóvenes y dorados comenzaba a cambiar sus atuendos de andar por otros más acordes con la noche sofisticada de Miami. Las muchachas llevaban horas sentadas frente al mar y habían tenido tiempo de conversar sobre sus experiencias comunes en la isla, aunque no de aquellas que son propias de cada persona. Cecilia lo había intentado, pero la otra se empeñaba en guardar un extraño silencio.
– Es por esa casa fantasma, ¿verdad? -aventuró Cecilia.
– ¿Cómo?
– No quieres regresar a Cuba por aquella casa que me contaste.
Gaia asintió.
– Tengo una teoría -murmuró Gaia después de un instante-. Pienso que ese tipo de casas que cambian de sitio o de apariencia son las almas de ciertos lugares.
– ¿Y si hubiera dos o más merodeando por la misma zona? -preguntó Cecilia-. ¿Todas son almas de la misma ciudad?
– Un lugar puede tener más de un alma. O más bien, diferentes facetas de un alma. Los lugares son como las personas. Tienen muchas caras.
– La verdad es que jamás había oído hablar de casas fantasmas que cambiaran de esa manera que me has contado.
– Yo tampoco, pero te aseguro que en La Habana existe una mansión que se transforma cada vez que entras en ella; y ahora, en Miami, existe otra que se pasea por todas partes.
Cecilia escarbó en la arena y encontró un caracol.
– ¿Cómo era la casa de La Habana? -preguntó.
– Un lugar de engaños, un monstruo hecho para confundir. Allí nada es lo que parece, y lo que parece nunca es. No creo que el espíritu humano esté preparado para vivir en semejante incertidumbre.
– Pero nunca podemos estar seguros de nada.
– En la vida siempre hay imprevistos y accidentes; ésa es la dosis de inseguridad que admitimos. Pero si ocurre algo que conmueve los cimientos de lo cotidiano, la desconfianza empieza a cobrar proporciones inhumanas. Es ahí donde se vuelve peligrosa para la cordura. Podemos soportar nuestros miedos individuales si sabemos que el resto de la sociedad fluye dentro de ciertos parámetros normales, porque en el fondo esperamos que esos temores sólo sean un pequeño disloque individual que no se reflejará en el exterior. Pero apenas el miedo afecta el entorno, el individuo pierde su sostén natural; pierde la posibilidad de acudir a otros en busca de ayuda o consuelo… Eso era la casa fantasma de La Habana: un pozo oscuro y sin fondo.
Cecilia la observó de reojo.
– ¿Crees que la casa de Miami sea como aquélla?
– Por supuesto que no -respondió Gaia vivamente.
– Entonces ¿por qué no quieres hablar de ella?
– Ya te dije que esas mansiones fantasmas contienen trozos del alma de una ciudad. Los hay oscuros y los hay luminosos. No quiero averiguar de qué tipo es éste. Por si acaso.
– Es una pena que nunca me contaras sobre la segunda vez que viste la casa -aventuró Cecilia, sin mucha esperanza.
– Estaba en la playa.
Cecilia se sobresaltó.
– ¿Aquí?
– No, en la playita de Hammock Park, cerca de Old Cutler Road. ¿Nunca has ido?
– La verdad es que salgo muy poco -admitió Cecilia, casi avergonzada-. No hay mucho que ver en Miami.
Ahora fue Gaia quien la miró de un modo curioso, aunque no añadió nada.
– ¿Y qué pasó? -la animó Cecilia.
– Una tarde fui al restaurante que hay frente a esa playa. Me gusta comer mirando el mar. Cuando acabé, decidí caminar un poco por el parque y me entretuve mirando una zarigüeya con su cría. Habían bajado de un cocotero y ya se metían en el bosquecito cuando la madre se detuvo, alzó la cola y huyó entre la maleza con su hijo. Al principio no supe qué los había espantado. A poca distancia, sólo había una casa que parecía vacía. Las matas la cubrían un poco, así es que no la distinguí bien hasta que estuve cerca. Entonces la puerta se abrió y vi a una mujer vestida con ropa de otra época.
– ¿Un traje largo? -la interrumpió Cecilia, pensando en las doncellas fantasmas de los libros.
– No, nada de eso. Era una señora con un vestido de flores, parecido a los trajes de los años cuarenta o cincuenta. La señora me sonrió muy amable. Detrás salió un viejo que tío me hizo el menor caso. Cargaba una jaula vacía, que colgó de un gancho. Me acerqué un poco más y entonces descubrí que había otro piso encima, rodeado por un balcón. Ahí fue cuando reconocí la casa: era la misma que había visto junto a la mía aquella noche.
– ¿Y la mujer te habló?
– Creo que iba a decirme algo, pero no le di tiempo. Salí corriendo.
– ¿Puedo contarlo en mi artículo?
– No.
– Pero esto es nuevo. No aparece en la historia anterior.
– Porque ocurrió después.
– Sólo tengo tu testimonio -se quejó Cecilia-, y a la vez no puedo contar nada de lo que dices.
Gaia se mordió una uña.
– Pregunta en el restaurante frente a la playita. A lo mejor algún empleado ha visto algo.
Cecilia movió la cabeza.
– No creo que pueda conseguir un testigo mejor.
– ¿Sabes dónde está Atlantis?
– ¿La librería de Coral Cables?
– Es de una amiga mía que puede darte información. Se llama Lisa.
– ¿También vio la casa?
– No, pero conoce a personas que la han visto.
La oscuridad descendía sobre la arena y Gaia se había marchado, pero Cecilia continuaba oyendo a sus espaldas la música de los cafés abiertos al aire libre. Por alguna razón, el relato de la segunda visión la había deprimido. ¿Por qué Gaia no había ido a la playita con algún amigo? ¿Sería porque estaba tan sola como ella?
Su mirada resbaló entre las olas de un mar cada vez más agitado a medida que avanzaba la noche. Pensaba cómo habría sido su vida si sus padres le hubieran regalado un hermano. Mucho antes de que pensara en irse, ambos murieron con pocos meses de diferencia y la dejaron abandonada en una casona de El Vedado, hasta que ella decidió huir durante aquellos días en que miles de personas se lanzaban a las calles gritando «¡libertad, libertad!» como una manada enloquecida…
Harta de soledad, recogió su toalla y la metió en su bolso. Se daría una ducha antes de ir al bar. La gente salía a fiestas, se reunía con amigos, hacía planes con su pareja; pero ella sólo parecía tener una rutina… si es que puede llamársele así a conversar un par de veces con la misma anciana. Sin embargo, no tenía otra cosa que hacer. Sólo necesitó media hora para llegar a su apartamento, y otra más para comer y vestirse.
Cuando llegó al bar, ya estaba lleno de juerguistas y de humo: una niebla asfixiante y naturalmente tóxica. Apenas se podía respirar en aquella atmósfera que parecía la antesala de un hospital oncológico. Estornudó varias veces, antes de que sus pulmones se acostumbraran a la concentración de veneno.
«El hombre es un ser adaptable a cualquier mierda -pensó-. Por eso sobrevive a todas las catástrofes que provoca.»
La gente se apretujaba en la pista, arrullada por la voz del cantante. Junto a la barra, una pareja se contemplaba amorosamente en esa oscuridad de ultratumba. No había nadie más en las mesas.
Cecilia se sentó en el otro extremo, pero ni siquiera había un camarero para atenderla. Quizás también huyera a la pista para mecerse con el septuagenario bolero: «Sufro la inmensa pena de tu extravío, y siento el dolor profundo de tu partida, y lloro sin que sepas que el llanto mío tiene lágrimas negras… tiene lágrimas negras como mi vida…». De pronto, el bolero abandonó su tono quejumbroso y se convirtió en un jolgorio rumbero: «Tú me quieres dejar, yo no quiero sufrir. Contigo me voy, mi santa, aunque me cueste morir…». Las parejas rompieron su abrazo para mover sabrosamente caderas y hombros, abandonando el ánimo fúnebre de la canción. Así era su pueblo, pensó Cecilia, gozador hasta en la tragedia.
– Esa fue siempre una de mis canciones favoritas -dijo a sus espaldas una voz.
Cecilia saltó del susto, volviéndose hacia la mujer que parecía haber entrado sigilosamente.
– Y era también la favorita de mi madre -siguió diciendo la recién llegada-. Cada vez que la oigo, me acuerdo de ella.
Cecilia se fijó en su rostro. La oscuridad debió haberla engañado antes, porque la mujer apenas tendría cincuenta años.
– Nunca me dijo qué le ocurrió a Kui-fa cuando su marido se marchó a Cuba, ni qué fue de la muchacha medio loca.
– ¿Cuál muchacha?
– Esa que tenía visiones… la que creía ver a un duende.
– Ángela no estaba loca -aseguró la mujer-. Tener visiones no convierte a nadie en un desquiciado. Tú, más que nadie, deberías saberlo.
– ¿Por qué?
– ¿Piensas que tu abuela estaba loca?
– ¿Quién le dijo que ella tenía visiones?
– Tú misma.
Cecilia estaba segura de que jamás había mencionado la mediumnidad de su abuela. ¿O lo hizo la primera noche? Había estado un poco mareada…
– Sólo quería saber en qué acaba su relato -dijo Cecilia, pasando por alto el incidente-, pero sigo sin ver qué relación hay entre una familia cantonesa y una española que ve duendes.
– Porque falta la tercera parte de la historia -afirmó la mujer.
El camino que conducía a la quinta estaba custodiado por todo tipo de árboles. Naranjales y limoneros perfumaban la brisa. Las guayabas maduras estallaban al caer, hartas de esperar por alguien que las recogiera en su rama. En ciertos tramos, los sembrados de maíz arañaban la tarde con sus afiladas hojas.
Aunque no había cesado de llorar, Caridad contemplaba el paisaje con una mezcla de curiosidad y admiración. Ella y varios esclavos más habían recorrido la distancia que separaba Jagüey Grande de esos parajes. Pero la niña no lloraba porque hubiera dejado atrás a su antiguo amo, sino porque en el ingenio habían quedado los restos de su madre.
Dayo -como fuera conocida entre los suyos- había sido secuestrada por unos hombres blancos cuando aún vivía en su lejana costa selvática de Ifé, a la que los blancos llamaban África. Por esa razón Caridad nunca supo quién fue su padre; la propia Dayo no lo sabía. Sirvió como mujer a tres de ellos durante la travesía hacia Cuba. Después fue vendida al dueño de un ingenio en la isla, donde dio a luz a una extraña criatura con piel de tonalidades lácteas.
Poco antes del parto, Dayo fue bautizada como Damiana. Años más tarde le explicó a su hija que su verdadero nombre significaba «la felicidad llega», porque eso había sido ella para sus padres: una gran dicha tras muchas peticiones a Oshún Fumiké, que concede hijos a las mujeres estériles. A Damiana también le hubiera gustado ponerle a su bebé un nombre africano que le recordara su tribu, pero sus amos no se lo permitieron. Sin embargo, la belleza de la niña era tan grande que decidió llamarla en secreto Kamaria, que significa «como la luna», porque así era su bebé de radiante. Pero ese nombre sólo lo usó en la intimidad. Para sus amos, la niña siguió siendo Caridad.
Madre e hija tuvieron suerte: nunca fueron enviadas a la plantación. Como Damiana tenía abundante leche, fue destinada a amamantar a la hija del amo, que acababa de nacer. Y cuando Caridad creció un poco, pasó a servir en las habitaciones de la señora, una mujer sonriente que le daba monedas por cualquier motivo, de manera que madre e hija empezaron a hacer planes para comprar su libertad. Por desgracia, el destino alteró sus planes.
Una epidemia que asoló la zona, durante el verano de 1876, mató a decenas de habitantes de la región, negros y blancos por igual. De nada valieron los cocimientos de hierbas, ni los sahumerios medicinales, ni las ceremonias que los negros hacían a escondidas: amos y esclavos sucumbieron a la fiebre. Caridad perdió a su madre, y el amo a su mujer. Sin ánimo para soportar la visión de la esclavita que le recordaba a su difunta esposa, el hombre decidió regalarla a un primo que vivía en una finca del naciente barrio habanero de El Cerro.
La muchachita se preparó para lo peor. Nunca antes había servido fuera de la casa y no estaba segura de que ahora tuviera iguales privilegios. Se imaginó trabajando de sol a sol, toda mugrienta y quemada, sin más ánimos en la noche que para emborracharse o cantar.
Caridad no sabía que iba a una quinta de recreo, un sitio destinado al reposo y a la contemplación. Observaba con recelo las haciendas junto a las cuales pasaba su carromato: palacetes de ensueño, rodeados de jardines y protegidos por árboles frutales. Por un instante olvidó sus miedos y prestó oídos a la conversación de dos capataces que guiaban el carromato.
– Ahí vivió doña Luisa Herrera antes de casarse con el conde de Jibacoa -decía uno-. Y aquélla es la casa del conde de Fernandina -indicó hacia otra mansión, adornada por un jardín lateral y un poderoso frontón al frente-, famosa por las estatuas de sus dos leones en la entrada.
– ¿Qué pasó con ellas?
– El marqués de Pinar del Río las copió para ponerlas a un costado de su casa, así es que el conde se cabreó y mandó a retirar las originales. Mira, ahí están los leones del marqués…
Aunque su vida hubiera dependido de ello, Caridad nunca habría podido describir la majestuosidad de la verja custodiada por aquellos dos animales -uno dormido, con su cabeza descansando entre las patas, y el otro aún soñoliento-; tampoco habría sabido dar una descripción exacta de los vitrales elaborados con rojos sangrientos, azules profundos y verdes míticos, ni de las rejas bordadas que protegían los ventanales, ni de las columnas de esplendor romano que resguardaban el portal. Carecía de vocabulario para eso, pero su aliento se detuvo ante tanta belleza.
– Esa es la finca del conde de Santovenia -dijo el hombre, desviándose un poco para que su acompañante pudiera ver mejor.
Caridad estuvo a punto de lanzar un grito. La mansión era un sueño esculpido en mármol y cristal donde se multiplicaban la luz y los colores del trópico, una maravilla de jardines que se perdían en el horizonte, con sus juegos de agua que murmuraban en las fuentes y sus estatuas blanquísimas que refulgían como perlas bajo el sol. Nunca había visto algo tan hermoso, ni siquiera en esos sueños donde paseaba junto a las murallas de piedra y los laberintos misteriosos, perdidos en la selva donde viviera su madre, quien le contara cómo había vagado entre esas ruinas cuando era niña.
Pronto perdieron de vista la mansión y se dirigieron a otra de fachada más austera. Al igual que muchas familias adineradas, los Melgares-Herrera se habían hecho construir un palacete con la esperanza de escapar a la vida citadina, cada vez más agitada y promiscua, repleta de comercios y vendedores que pregonaban a toda hora sus mercancías, con sus casas de huéspedes que albergaban a viajeros o negociantes provenientes de provincia, y sazonada de delitos y crímenes pasionales que enlutaban la prensa.
La quinta de José Melgares era famosa por sus fiestas, como la celebrada años atrás en honor a la boda de la niña Teresa, fruto de su unión con María Teresa Herrera, hija del segundo marqués de Almendares. El mismísimo gran duque Alejo de Rusia había estado entre los asistentes.
Ahora el carromato entraba a la hacienda con su carga de esclavos. Asustados los unos, resignados los otros, el grupo fue conducido de inmediato ante doña Marité, como llamaban a la señora sus allegados. La mujer salió al umbral mientras los esclavos permanecían a cierta distancia. Después de observarlos unos segundos, avanzó hacia ellos. A cada paso, su vestido crujía con un frufrú inquietante que no apaciguó el nerviosismo de los cautivos.
– ¿Cómo te llamas? -preguntó a la única adolescente del grupo.
– Kamaria.
– ¿Eso es un nombre?
– Fue el que me dio mi madre.
Doña Marité estudió a la muchacha, intuyendo algún dolor tras aquella desafiante respuesta.
– ¿Dónde está?
– Muerta.
El temblor de su voz no pasó inadvertido para la mujer.
– ¿Cómo te llamaban los señores de la otra hacienda?
– Caridad.
– Bueno, Caridad, creo que voy a quedarme contigo. -Y agitando su abanico de encajes, apuntó con él a dos niños que no habían dejado de agarrarse las manos en todo el viaje-. Tomás -se dirigió a uno de los hombres que los había conducido hasta allí-, ¿no hacían falta jardineros y alguien más en la cocina?
– Creo que sí, ama.
– Pues ocúpate de eso. Ustedes -dijo a la jovencita y a los niños-, vengan.
Dio media vuelta y echó a andar. La muchacha tomó de la mano a los pequeños y los condujo tras la señora.
La casa había sido construida en torno a un patio central rodeado de galerías. Pero a diferencia de otros palacetes similares, estas galerías eran corredores cerrados y no pasillos abiertos al patio. Sin embargo, las amplias persianas francesas y los ventanales de diseños geométricos permitían el paso de la luz y la brisa, que iluminaban y refrescaban las habitaciones.
– Josefa -dijo la mujer a una negra-, encárgate de que se bañen y coman.
La vieja esclava los hizo bañar y vestirse de limpio antes de conducirlos a la cocina. Nacidos en la isla, ninguno de ellos entendía bien la lengua de sus padres. Por eso la anciana se vio obligada a amonestarlos en su mal castellano:
– Cuando suena campana, e' hora 'e comida pa'l esclavo… Lo amo no guta que su botine tengan la menor suciesa, así qui lo tienen con brillo la mañana -miró a los niños-. Eso le toca a vusé.
Caridad se enteró de que sería una especie de sirvienta de alcoba. Debería planchar, arreglar ei tocado de su ama, lustrarle los zapatos, perfumarla, llevarle refrigerios o abanicarla. Josefa se encargaría de adiestrarla en todos los menesteres porque, aunque ya la joven tenía alguna experiencia, la sofisticada vida en La Habana de extramuros requería habilidades más refinadas.
De vez en cuando, la muchacha acompañaba a doña Marité en sus paseos a otras fincas. Había una hacienda especialmente hermosa que visitaban de vez en cuando. Pertenecía a don Carlos de Zaldo y a doña Caridad Lámar, quienes habían heredado la propiedad después que su dueña anterior falleciera.
La primera vez que la muchacha llegó a la quinta con su ama, tres esclavos se ocupaban de regar y podar el jardín, abrumado de rosales y jazmines. Uno de ellos, un mulato de tez parecida a la suya, se quitó el sombrero al verlas pasar, pero Caridad tuvo la impresión de que no lo hacía por respeto al ama blanca. Hubiera jurado que los ojos del sirviente estaban fijos en ella. Fue la primera vez que vio a Florencio, pero no fue hasta tres meses después que él se atrevió a hablarle.
Una tarde, aprovechando que Caridad estaba en la cocina preparando un refresco para las señoras, Florencio se le acercó. Así supo que, al igual que ella, era hijo de un blanco y de una esclava negra.
Su madre había logrado comprar su libertad después que el dueño anterior la vendiera a don Carlos, pero la mujer prefirió seguir viviendo en la nueva hacienda con su hijo. A Caridad le pareció una situación extraña, pero Florencio le aseguró que había casos parecidos. A veces los esclavos domésticos estaban mejor alimentados y vestidos bajo la tutela de un señor que trabajando por cuenta propia, y eso había hecho que algunos negros percibieran la libertad como una responsabilidad que no estaban dispuestos a enfrentar. Preferían al amo que les daba un poco de comida, antes que vagar a 3a buena de Dios sin saber qué hacer. Florencio había recibido una educación esmerada, sabía leer y escribir, y se expresaba con un acento extremadamente educado, producto del afán de sus amos de tener a un esclavo instruido que pudiera realizar tareas de cierta complejidad. Pero a diferencia de su madre, que había muerto dos años atrás, Florencio quería independizarse y emprender un negocio. Ya nada lo ataba a la finca. Además, para él, como para la mayoría de sus hermanos, era mejor una libertad llena de riesgos que aquella esclavitud degradante. Y para lograrla, llevaba bastante tiempo ahorrando… La presencia de otro esclavo interrumpió la conversación. Caridad no pudo decirle que ella también había guardado dinero con el mismo fin.
A veces doña Marité iba a casa de doña Caridad; otras, los Zaldo-Lamar visitaban a sus vecinos. Como calesero, Florencio acompañaba a los señores en esos trasiegos, lo cual le daba ocasión para intercambiar unas frases con la joven cuando ésta salía a brindarle un refresco.
Sin que ambos se dieran cuenta, el tiempo se convirtió en meses. Pasaron dos, tres, cuatro años, en que los amores de la mulata con el elegante esclavo dejaron de ser un secreto para todos, excepto para sus amos.
– ¿Cuándo vas a hablar con doña Marité? -preguntó Florencio, una vez que llegaron a la conclusión de que ambos poseían capital suficiente para liberarse.
– La semana que viene -dijo ella-. Dame tiempo para prepararla.
– ¿Tiempo?
– Ha sido muy buena. Por lo menos, le debo…
– No le debes nada -se quejó él-. Tal parece que no quisieras vivir conmigo.
Ella se le acercó amorosa.
– No es eso, Flor. Claro que quiero estar contigo.
– Entonces, ¿cuál es el problema?
Caridad sacudió la cabeza. No quería admitirlo, pero de pronto sentía ese miedo que antes le pareciera tan absurdo. Acostumbrada a tener un techo donde dormir y una cocina bien surtida, le aterraba la idea de verse en la calle, sin más protección que el cielo sobre su cabeza, obligada a ganarse el pan por sus propios medios y expuesta a cualquier desvarío de la vida. Era un reflejo que se había anclado en su pecho, como mismo queda sepulto el espíritu cuando ha vivido mucho tiempo a la sombra de un amo. Así se sentía ella: sin ánimos para valerse por sí sola, aterrada ante la perspectiva de un mundo que no conocía y que nunca le preguntaría si estaba o no preparada para vivir en él, un mundo con leyes que nadie le había enseñado… Pensó en esos pichones que tantas veces había visto balancearse indecisos sobre las ramas, llamados a puro grito por sus padres desde algún árbol cercano, y supo que tendría que hacer como ellos: abrir las alas y lanzarse al abismo. Seguramente se estrellaría contra el suelo.
– Está bien -dijo finalmente-, lo haré mañana.
Pero dejó pasar días y semanas sin decidirse a hablar con doña Marité. Florencio languidecía mientras podaba los rosales, más por el deseo de estar junto a su amada que por su frustrado plan de libertad.
Una tarde sorprendió una conversación que lo alarmó. Don Carlos lo había mandado a llamar. Florencio llegó al portal donde sus amos bebían champola y disfrutaban el fresco de la tarde.
– ¡Es el desastre! -decía don Carlos, mientras agitaba un periódico ante el rostro lívido de su mujer-. No podremos seguir viviendo en esta quinta. ¿Sabes que solamente para atender los jardines y la casa tenemos veinte esclavos?
– ¿Y qué vamos a hacer?
– No quedará más remedio que vender.
Florencio sintió que la sangre abandonaba su rostro. ¡Vender! ¿Vender qué? ¿La casa? ¿La dotación de esclavos? Lo separarían de Caridad. Nunca más volvería a verla… Don Carlos reparó en el mulato que aguardaba al pie de la verja.
– Florencio, prepara el quitrín. Vamos a la finca de don José.
El joven obedeció mientras un torbellino de ideas frustraba el empeño de sus manos por enjaezar los caballos. Después regresó a la casa y se vistió con botines, casaca y guantes. Estuvo a punto de olvidar su sombrero de copa. Don Carlos salió de la mansión como una tromba, periódico en mano, seguido por su atribulada mujer. Ambos cuchichearon durante el breve trayecto hasta la otra finca, pero Florencio no prestó atención a sus murmullos. En su cabeza sólo quedaba espacio para la única decisión posible.
La pareja se bajó del carruaje, sin darle tiempo a nada. Aún sentado en el quitrín, escuchó las voces agitadas y las exclamaciones de don José y de su amo. Aguardó unos segundos antes de entrar. Cuando ya cruzaba el patio, Caridad se interpuso en su camino.
– ¿Qué vas a hacer?
– Lo que acordamos hace tiempo.
– No es un buen momento -susurró ella-. No sé qué ocurre, pero no parece bueno… Tengo miedo.
Florencio siguió andando sin atender a sus ruegos. Su entrada al salón fue tan intempestiva que ambos hacendados detuvieron su discusión para mirarlo. Doña Marité se abanicaba nerviosamente en su asiento y se veía más blanca que el encaje de su abanico.
– ¿Qué ocurre? -preguntó don Carlos, con cara de pocos amigos.
– Mi amo… Disculpe su mercé, pero debo decir algo, ahora que están todos reunidos.
– ¿No pudiera ser en otro momento?
– Déjalo que hable -le rogó su mujer.
– Bueno -resopló don Carlos, volviendo a hundir su rostro en el periódico como si ya se hubiera desentendido del asunto.
Florencio sintió que el corazón se le salía del pecho.
– Cachita y yo… -calló al darse cuenta de que nunca antes había usado aquel apodo frente a otros-. Caridad y yo queremos casarnos. Tenemos dinero para comprar nuestra libertad.
Don Carlos alzó la vista del periódico.
– Ya es tarde, hijo.
– ¿Tarde? -Florencio sintió que las rodillas le temblaban-. ¿Qué quiere decir su mercé? ¿Tarde para qué?
Don Carlos blandió el periódico bajo las narices del esclavo.
– Para comprar la libertad de nadie.
A sus espaldas, Florencio escuchó un roce de sayas almidonadas. Caridad se recostaba a la pared, más pálida aún que su ama. Él fue a socorrerla, mientras doña Marité daba gritos a otra esclava para que acudiera con las sales.
– ¿Por qué es tarde, su mercé? -preguntó Florencio con la vista empañada por las lágrimas-. ¿Por qué no podemos comprar nuestra libertad?
– Porque desde hoy sois libres -respondió el hombre, arrojando el periódico a un rincón-. Acaban de abolir la esclavitud.
Caridad y Florencio se mudaron a esa zona de la capital que veinte años atrás fuera de intramuros. Todavía la nobleza criolla ocupaba los grandes palacetes cercanos a la catedral y a sus plazas aledañas, pero ya se iban abriendo paso todo tipo de negocios, pertenecientes a plebeyos emprendedores y sin grandes capitales… muchos de ellos, antiguos esclavos que, como la joven pareja, contaban con algún dinero.
Florencio había buscado mucho por la zona de Monserrat, previendo el paso creciente de transeúntes hacia las nuevas barriadas de extramuros. Cerca de la plazuela, compró un local de dos pisos. La pareja se fue a vivir en la planta alta y convirtió la planta baja en una taberna, que también vendería productos de ultramar.
Nada parecía empañar la tranquilidad, excepto que el tiempo pasaba y Caridad se sentía cada vez más inquieta por la ausencia de un hijo. Año tras año ensayaba cuanto método de preñez le recomendaban, sin resultado alguno. Pero ella no desistía. De cualquier manera fueron años buenos, aunque difíciles; prósperos, pero angustiosos. Nada parecía seguro. Caridad prodigaba paciencia, en espera de su ansiada maternidad, y Florencio tuvo que derrochar encanto y habilidad en su negocio. Muchas veces se sentaba a tomar algún trago con los paisanos.
– Flor, ¿puedes venir un momento? -le llamaba Caridad, mientras fingía buscar algo detrás del mostrador; y cuando él se acercaba, lo alertaba-: Ya vas por el tercer trago.
Algunas veces Florencio atendía a su llamado, pero en otras ocasiones se justificaba.
– Don Herminio es un cliente importante -le decía-. Déjame terminar esta copa y ya vuelvo.
Pero los clientes importantes iban en aumento, y también la cantidad de copas que Florencio consumía a diario. Caridad lo veía, y a veces lo dejaba… hasta un día en que su vientre por fin comenzó a crecer. Ya no podía estar tan pendiente de su marido, absorta en bordar pañales y mantillas para el futuro bebé; y cuando bajaba al salón, nunca podía decir cuántos tragos se había bebido el hombre.
– Flor -lo llamaba ella, acariciándose el vientre.
Él se levantaba de la mesa malhumorado.
– ¿No puedes quedarte tranquila? -le chillaba tras la cortina que separaba el almacén del local lleno de clientes.
– Sólo quería decirte que ya has bebido…
– ¡Ya lo sé! -gritaba él-. Déjame atender a la gente como es debido.
Y salía con una gran sonrisa a servirse el siguiente trago. Caridad regresaba a su cuarto con aire de pesar, incapaz de entender por qué el buen carácter de su esposo se había agriado si el negocio parecía ir tan bien. La clientela se volvía cada vez más distinguida porque Florencio había sabido atender los reclamos de sus paisanos que muchas veces llegaban preguntando por cosas que él no tenía: medias negras berlinesas, jabones de Helmerich contra la sarna y la tina, piqué crudo de Viena, jarabe de Tolú, arreos para quitrín, elixires dentífricos, agua de Vichy… El nerviosismo que le provocaban sus deberes estaba más allá del entendimiento de su mujer.
– Precisamente está a punto de llegarme un cargamento -mentía con su mejor sonrisa-. ¿Adónde quiere vuestra señoría que le avise?
Anotaba la dirección y dejaba el negocio al cuidado de su mujer para recorrer los comercios de la ciudad en busca de algo semejante. Una vez que hallaba la mercancía, compraba varias muestras para regatear un descuento y, al día siguiente, le avisaba al cliente. A partir de ese día, exhibía el nuevo producto y, si se vendía bien, mandaba a buscar más.
La fama de su establecimiento traspasó los límites del vecindario y se expandió en ambas direcciones, llegando hasta la plazuela de la Catedral -el corazón oriental de intramuros- y más allá de las semiderruidas murallas, en pos de las estancias occidentales. De vez en cuando aparecía por allí alguno que otro conde o marqués, deseoso de obsequiar a su novia unas cuantas varas de telas orientales o algún chal de Manila.
El mal carácter de Florencio aumentaba en proporción al crecimiento de su negocio. Caridad pensaba que quizás el espíritu de su hombre no había estado preparado para tanto trasiego y recordaba con añoranza su vida en la quinta, cuando ella era lo único que le importaba. Ahora apenas la miraba. Todas las noches subía las escaleras arrastrando pesadamente los pies y se dejaba caer sobre la cama, casi siempre borracho. Ella se acariciaba el vientre y sus lágrimas fluían en silencio.
Cierta mañana en que ella regresaba del mercado, decidió entrar a su casa atravesando la taberna, en vez de usar la escalera lateral. Florencio estaba sentado ante una mesa, secundado por la algarabía de varios hombres que le animaban en su empeño por beber vaso tras vaso de aguardiente. A cada nuevo vaso, más monedas se agrupaban frente a él.
– ¡Vaya! Se ve que aquí saben divertirse de verdad -comentó una voz agradable a sus espaldas-. Y esto sí que no me lo habían contado.
Caridad se volvió. Una mulata tan clara que hubiera podido pasar por blanca contemplaba el jolgorio desde la calle. Al parecer acababa de bajarse de una volanta, cuyo conductor aguardaba por ella. Caridad sólo tuvo tiempo para echar una breve ojeada a la desconocida. Aunque la madurez había dejado huellas en su rostro, las curvas de su vestido escarlata delataban un cuerpo sorprendentemente joven.
– ¿También vienes a divertirte? -preguntó la desconocida.
– Es mi marido -respondió Caridad con un nudo en la garganta, señalando a Florencio.
– ¡Ah! Vienes a buscar al palomo que se fue de casa…
– No. Ésta es mi casa. Ésta es nuestra taberna.
La mulata contempló a Caridad y, por primera vez, pareció reparar en su estado.
– ¿Te falta mucho? -preguntó haciendo un leve gesto hacia el vientre.
– No creo.
– Bueno, ya que eres la dueña y que tu marido anda tan ocupado, me imagino que puedes atenderme… Necesito jabón de ácido fénico. Me dijeron que aquí tenían.
– No sé. Mi marido es quien se ocupa de la mercancía, pero puedo mirar.
Caridad atravesó el salón y se metió en el almacén posterior. Al cabo de unos instantes, asomó la cabeza tras la cortina de saco y preguntó a la desconocida:
– ¿Cuántos necesitas?
– Cinco docenas.
– ¿Tantos? -replicó ingenuamente-. Éstos no son para uso diario, sino contra las epidemias.
– Ya lo sé.
Caridad la miró fijamente como si quisiera recordar algo, pero al final volvió a esconderse tras la cortina. Desde la acera, la mujer le hizo señas al conductor para que acercara más el carruaje mientras ella se abanicaba con violencia. Un momento después, Caridad salió del interior arrastrando trabajosamente una caja, pero no pudo avanzar mucho. Sintió una punzada en el bajo vientre que la hizo saltar como si le hubieran dado un latigazo. Miró hacia la calle, pero la mujer parecía ensimismada en la contemplación de algo que ocurría en la esquina. Se volvió a su marido, que seguía ajeno a su presencia. Con dificultad, se abrió paso en medio del grupo.
– Flor, necesito que me ayudes.
El hombre la miró apenas y tomó otro vaso de la mesa.
– Flor…
Había seis vasos vacíos ante él. Uno más ahora. Siete.
– Flor. -Detuvo su brazo en el instante en que se llevaba el octavo a los labios.
De un formidable empujón, la derribó al suelo. Ella gritó de dolor mientras la algarabía de los hombres disminuía al darse cuenta de lo ocurrido. La desconocida fue a socorrerla.
– ¿Estás bien?
Caridad sacudió la cabeza. Gruesas lágrimas resbalaban por su rostro. Se levantó, ayudada por la mujer y uno de los hombres.
– Deja -la atajó la desconocida, cuando vio que pretendía volver a arrastrar la caja-. Llamaré al conductor para que lo haga. ¿Cuánto es todo?
La mujer pagó lo que le dijeron y salió, no sin antes echarle una mirada que a Caridad se le antojó de lástima. Los gritos habían disminuido después del altercado y muchos parroquianos se marcharon, pero Caridad no prestó atención a nada más. Se dirigió al piso alto, apoyándose en la baranda.
Esa noche, Florencio subió tambaleándose y penetró en el dormitorio. Un vaho denso y desagradable golpeó su olfato.
– Coño, mujer, ¿no puedes abrir las ventanas?
Un vagido extraño llenó la habitación. Florencio fue hasta el rincón donde apenas alumbraba una vela. Su mujer estaba echada sobre la cama, con un bulto que apretaba contra su pecho. Sólo entonces Florencio supo que el olor que flotaba en la habitación era sangre.
– ¿Cachita? -la llamó por primera vez en mucho tiempo.
– Es una niña -murmuró ella con un hilo de voz.
Florencio se acercó a la cama. La vela le temblaba tanto que Caridad se la quitó de las manos y la colocó sobre la mesa de noche. Despacio, el hombre se inclinó sobre la cama y contempló a la criatura dormida, sujeta aún al pecho de su madre. La niebla que anegaba su cerebro se esfumó. Vagamente recordó los términos de una apuesta, los vasos que alguien le llenaba, las bromas, el gemido de una mujer…
– No llamaste. No… -se echó a llorar. Caridad le acarició la cabeza. Y no dejó de hacerlo durante las dos horas que estuvo arrodillado, pidiéndole perdón.
Al día siguiente no quiso probar la bebida, ni al otro, ni siquiera al tercero, aunque varios habituales trajeron a un contrincante dispuesto a derrotar al mascavidrios más famoso de la zona. Pese a su súbita abstención, el apodo que ya le gritaban los muchachos del barrio no decayó. Ninguno quiso aceptar sus propósitos de redención, pero Florencio decidió no hacer caso. Otras ideas ocupaban su mente.
Con la llegada de María de las Mercedes, ahora tendría más bocas que alimentar. Supo que la reputación del negocio había mermado debido a sus continuas borracheras, y decidió recuperarla. Durante los meses siguientes, trabajó más que nunca. Si desde el inicio se había empeñado en que su establecimiento tuviera un buen surtido de mercancías, ahora decidió que sería el mejor. Contrató a un empleado para que atendiera el negocio cuando él iba al puerto en busca de artículos raros o curiosos. La Flor de Monserrat volvió a convertirse en un punto de referencia para viajeros y caminantes que buscaban direcciones. El lugar se hizo tan conocido que pronto se usó como guía.
Pero la ciudad crecía y el número de comercios también. Nuevas familias y nuevos barrios se establecieron en los suburbios de extramuros. Florencio sospechó que no podría competir con los negocios que prosperaban al otro lado de las antiguas murallas. Tras mucho pensar en la forma de llegar a los clientes más alejados, se le ocurrió que su peón llevara mercancías de puerta en puerta, con un gran letrero que indicara el nombre y la dirección de su establecimiento. La idea no era suya, por cierto. Semanas atrás había visto el carromato de Torcuato, un antiguo calesero que tenía fama de pendenciero y al que apodaban Botija Verde, con un letrero que decía:
SIÑÓ TOCUATO,
VINOS FINO, SIDRA I VELMU
Insistió en que su empleado tomara la Calzada del Monte y llegara hasta las alejadas quintas de El Cerro, con muestras de telas y otros artículos semejantes. Pronto comenzó a recibir encargos que a veces él mismo se ocupaba de llevar. Durante los cuatro años siguientes, todo fue un ir y venir por aquellas barriadas que iban creciendo a ojos vistas. La ciudad perdía los restos de sus murallas y se expandía como un monstruo maravilloso y múltiple. Florencio hubiera podido recorrerla con los ojos cerrados y, de paso, recitar a algún viajante los pormenores de su vida social.
– ¿A que no sabes quiénes se han mudado a la plaza de la Catedral? -preguntó un día a su mujer.
– ¿Quiénes?
– Don José y doña Marité.
– ¿Estás seguro?
Su marido asintió sin dejar de comer.
– ¿En cuál palacio? -insistió ella, recordando sus días al servicio de los Melgares-Herrera.
– Donde antes vivía el marqués de Aguas Claras -le aclaró después de tragar.
– ¿Y la quinta?
– Está en venta.
– ¿Por qué habrán hecho eso? Falta de dinero no será, si se han mudado a ese sitio…
– Dicen que el conde de Fernandina quiere comprarles la hacienda.
– ¿Y la suya?
– Yo creo que no quiere verle más la jeta a don Leopoldo. Desde que el marqués le copió los leones, lo tiene atravesado en el gaznate como un hueso de gallina.
– Eso fue hace años.
– Hay cosas que los ricos no perdonan.
– Bueno, ahora doña Marité estará más cerca. ¿Crees que nos comprará algo?
– Voy a llevarle una muestra de los piqués franceses.
Fue entonces cuando su único empleado decidió marcharse. En lugar de contratar a otro, Caridad le dijo a su marido que ella se encargaría del local y, pese a la resistencia de Florencio, terminó por convencerlo. La pequeña Meche ya tenía edad suficiente para acompañarla.
– Este sitio siempre me sorprende -dijo una voz desde la puerta, a la semana siguiente de comenzar a trabajar-. Ya veo que ña Caridad decidió ocuparse.
Alzó la vista y vio una figura que le pareció conocida.
– ¿Hay jabones de ácido fénico? -preguntó la mujer, avanzando desde la calle.
Pese a que había transcurrido bastante tiempo desde su único encuentro, Caridad recordó a la desconocida que había llegado a la tienda con tan raro encargo, la tarde en que naciera su hija.
– Necesito cinco docenas -dijo la mujer, sin esperar respuesta-. Pero no voy a llevarlos conmigo ahora. Dile a don Floro que los envíe a ña Cecilia, a la dirección de siempre… Le pago cuando despache.
La mujer dio media vuelta para salir, pero tropezó con un negro malencarado que entraba.
– ¿Tá Florencio? -preguntó él con voz tan estentórea que la niña lo miró asustada.
– No, tuvo que ir a…
– Pue dale mi recao. Dile que Tocuato ástao aquí, y que no se meta conmigo poqque no será mi primé muettecito.
– ¿Qué le ha hecho mi marido? -atinó a musitar Caridad.
– Me tá quitando clientela. Y eso no pué pemmitilo…
– Mi marido no le quita clientes a nadie. Él sólo trabaja…
– Me tá quitando clientela -repitió el negro-. Y a Botija Verde naiden le pone pie alante.
Y salió como mismo había entrado, dejando a Caridad con el corazón en la boca.
– Ándese con cuidado -escuchó-. Ese negro es peligroso.
No había notado que doña Cecilia permanecía junto a la puerta.
– Mi marido no le ha hecho nada a ese hombre.
– Eso no le importa a Botija Verde. Basta que él crea lo contrario.
Le volvió la espalda y sólo se detuvo un momento ante la criatura que la miraba con ojos desmesuradamente abiertos.
– Es muy chula -comentó antes de salir.
Esa noche, cuando Florencio regresó de su recorrido, Caridad ya había dado de comer a la niña y lo aguardaba ansiosa.
– Tengo un recado… -comenzó a decir ella, pero se interrumpió al notar la expresión de su rostro-. ¿Qué pasa?
– El conde de Fernán dina va a dar una fiesta. ¿Sabes dónde?
Su mujer se encogió de hombros.
– En la quinta de los Melgares.
– ¿Por fin compró la hacienda?
– ¡Aja! Ahora quiere homenajear a esos príncipes de los que tanto se habla.
– ¿Eulalia de Borbón? -preguntó Caridad, que estaba al tanto de los últimos acontecimientos sociales.
– Y su marido, Antonio de Orleáns… El conde quiere hacer un sarao a todo trapo. ¿Y quién crees que le venderá el cargamento de velas y de bebidas que necesita? -Hizo una reverencia-. Servidor.
– No tenemos velas para tanto caserón. Y no creo que los toneles sean…
– Ya lo sé. Mañana me voy al puerto de madrugada.
Caridad empezó a servirle la cena.
– Torcuato vino a buscarte.
– ¿Aquí?
– Está furioso.
– ¡Ese negro!… Ya me ha mandado varios recaditos. No pensé que se atreviera a venir aquí.
– Debes tener cuidado.
– Es un bocón. No hará nada.
– A mí me da miedo.
– No pienses en eso -dijo él, atragantándose con un pedazo de pan-. ¿Pasó alguien más?
– Sí, una señora que encargó cinco docenas de jabones…
– Ña Ceci. Siempre compra lo mismo.
– ¿Para qué quiere tantos jabones? ¿Tendrá una lavandería?
– ¿Y Mechita? -la interrumpió Florencio.
Caridad olvidó su pesquisa para concentrarse en los progresos de su hija que ya comenzaba a conocer las letras. No era mucho lo que Caridad podía enseñarle, pero sí lo suficiente para que la niña comenzara a deletrear sus primeras palabras.
La fiesta en casa del conde fue uno de los grandes sucesos de la ciudad. La fastuosidad de la vajilla y de los adornos, el ajuar de los asistentes, la magnificencia de los manjares -todos los elementos que contribuyen a dar realce a un evento semejante- habían sido cuidados hasta el último detalle. Y no era para menos. Dos representantes de la corte española serían los homenajeados. La propia princesa de Borbón escribiría más tarde en su diario secreto: «La fiesta que en mi honor dieron los condes de Fernandina me impresionó vivamente por su elegancia, su distinción y su señorío, todo bastante más refinado que en la sociedad madrileña». Y después recordaba cómo los había conocido cuando era niña, en casa de su madre, pues eran frecuentes invitados al palacio de Castilla, impresión especial dejó en la princesa ¡a hermosura de las criollas. «Había oído ponderar la belleza de las cubanas, su señorío, su elegancia y, sobre todo, su dulzura; pero la realidad superó en mucho a lo que había imaginado.»
En medio de tanto lujo, quizás la infanta pasara por alto el brillo de los centenares de velas que iluminaban los salones y los corredores más apartados de la mansión. Pero Florencio observó su efecto antes de partir. Desde la calzada era posible percibir la vaharada multicolor de los vitrales. El portal custodiado por ciclópeas columnas se incendiaba de resplandores, como si la piedra hubiera adquirido una cualidad traslúcida… Y acaso la princesa tampoco reparara en las sidras y los tintos que habían contribuido a encender aún más las sonrosadas mejillas de las habaneras, que los consumían a granel.
Florencio había pasado dos días transportando toneles y cajas de velas. Ahora que en el cielo apenas quedaban algunas franjas violetas de luz solar, emprendió el regreso a su casa. Varios carruajes se cruzaron con el suyo mientras se alejaba, y transcurrió bastante rato antes que dejara de escuchar el sonido de la música. Las monedas le pesaban en el saquito que llevaba dentro de la camisa. Acarició el mango de su machete y azuzó al caballo.
Mientras memorizaba los accidentes del camino, iba pensando en lo que haría con aquel dinero. Hacía tiempo acariciaba una idea y creyó que, por fin, había llegado el momento; vendería su local y compraría otro en un sitio mejor de la ciudad.
Las luces de los faroles callejeros le guiaron en el trayecto final hacia intramuros. Rodeado de un ambiente conocido, tras recorrer aquella calzada inhóspita, comenzó a canturrear mientras se bajaba del carretón y forcejeaba con el caballo para hacerlo entrar al improvisado zaguán lateral de su tienda. Un chirrido inusual captó su atención. Reparó entonces en que la puerta del almacén estaba abierta.
– ¿Cacha? -llamó, pero no recibió respuesta.
Dejó el caballo con los arreos puestos y se acercó con sigilo, alzando el farol de su carromato.
Caridad sintió el tropelaje del forcejeo y el ruido de un estante que se desplomaba. Bajó corriendo, vela en mano, sin acordarse de agarrar el machete que Florencio siempre dejaba bajo la cama. Cuando llegó, apenas se dio cuenta del desorden que reinaba en la tienda porque casi enseguida tropezó con un obstáculo que le cerraba el paso. Levantó la vela y se inclinó. El suelo estaba cubierto de cristales rotos, pero sus ojos sólo pudieron ver el charco oscuro que crecía bajo el agonizante cuerpo de Florencio.