A ÉSE NO LO SALVA NI EL MÉDICO CHINO:
Así se dice todavía en Cuba ante un caso de enfermedad incurable y, por extensión, a quienes enfrentan situaciones de mucha gravedad. Se supone que la frase alude a uno de los médicos chinos que llegaron a la isla en la segunda mitad del siglo XIX -según algunos, Chan Bombiá, que desembarcó en 1858; según otros, Kan Shi Kon, que murió en 1885-. De cualquier manera, se trata del homenaje popular a los galenos chinos, que lograron curas asombrosas e inexplicables en la Cuba colonial.
Después de arrimar su auto a la acera, el chofer se bajó para abrir la puerta. La mujer salió, enfundada en un apretadísimo traje verde, y el hombre estuvo a punto de hacer una reverencia, pero hizo un esfuerzo y sólo se inclinó un poco.
– ¿Cuánto le debo? -dijo ella, abriendo la cartera.
– Ni siquiera lo mencione, doña Rita. Me iría directico al infierno si le cobrara un centavo. Para mí ha sido un honor llevarla.
La mujer sonrió, acostumbrada a esas muestras de admiración.
– Gracias, bonito -agradeció al taxista-. Que Dios te ilumine el día.
Y cruzó la acera en dirección a la puerta donde se leía: EL DUENDE, GRABACIONES.
La campanilla sobresaltó a una jovencita que dibujaba junto a un estante lleno de partituras.
– Hola, mi niña -sonrió la mujer.
– ¡Papi, mira quién llegó! -gritó la criatura, corriendo hacia la recién llegada.
– ¡Ten cuidado, Amalita! -la regañó Pepe, que salía de la trastienda con unos discos-. ¡Vas a estropearle el sombrero!
– ¿No es lindo? -chilló la niña, desplegando el tul sobre el rostro de la visitante.
– Vamos, pruébatelo -dijo la mujer, sacándose la prenda.
– ¡Usted la malcría mucho! -se lamentó el hombre, encantado-. Me la va a estropear.
La actriz, normalmente recelosa cuando se enfrentaba a tantos mimos, se transformaba frente a esa criatura de doce años con la cual mantenía un vínculo especial. También su madre se le antojaba interesante, aunque por otras razones. Si la niña vibraba como un torrente dispuesto a arrasar con misterios y oscuridades, Mercedes era un enigma que los generaba. Nunca olvidaría la noche en que José las presentó tras una función de Cecilia Valdés.
Con la mirada perdida, Mercedes había comentado:
– ¿Quién iba a decirme que de una verdad tan fea saldría una mentira tan bonita?
La actriz se quedó estupefacta. ¿A qué se refería? Cuando quiso indagar sobre el asunto, Mercedes no pareció entender de qué hablaba. Era como si jamás hubiera hecho aquel comentario. Rita volvió a encontrársela en otras ocasiones, pero apenas intercambiaron algunas frases. La mujer vivía absorta en su mundo.
Amalia, en cambio, irradiaba un encanto especial. A veces se comportaba como si en la habitación hubiera un amigo invisible a quien sólo ella podía ver. Entablaba conversaciones llenas de frases incomprensibles que Rita achacaba a su imaginación, aunque no por ello dejaban de fascinarla. Sólo en los últimos meses, la jovencita pareció olvidar esos juegos. Ahora prestaba más atención a otros detalles, como el ajuar de Rita.
– ¿Ya llegó Ernesto?
– Llamó para decir que estaba retrasado -respondió Pepe, ordenando los discos por orden alfabético.
– Cada vez que tengo ensayo, me hace lo mismo.
– ¿En qué teatro vas a actuar? -preguntó Amalia, con su aire entre inocente y descarado.
– En ninguno, mi reina. Vamos a hacer una película.
Pepe dejó los discos.
– ¿Se nos va a Estados Unidos?
– No, hijo -sonrió Rita-. Guárdame el secreto, pero estamos preparando una película musical.
El hombre tragó en seco.
– ¿En Cuba?
Ella asintió.
– Pues eso es el acontecimiento del siglo -articuló por fin.
– A ver si me entero qué se cocina a mis espaldas.
Todos se volvieron hacia el recién llegado.
– Lo que ya sabes -respondió Rita sin inmutarse-. La primera película musical de Cuba.
– ¡Maestro Lecuona! -exclamó Pepe.
– ¡Ah! -suspiró el hombre-. Ahora estamos entusiasmados con el proyecto, pero esos experimentos darán al traste con la creación. Ahogarán el talento…
– ¡Y dale con lo mismo, Ernesto! -exclamó Rita-. Ya se han hecho unas cuantas películas así; no podemos quedarnos atrás.
– Ojalá me equivoque, pero creo que esa mezcolanza acabará por fabricar falsos ídolos. El verdadero arte debe ser en vivo o, por lo menos, sin tanto traqueteo técnico. Ya verás como pronto ponen a cantar al que no tiene voz. En fin… ¿Está todo preparado?
– Sí, don Ernesto.
– ¿Puedo entrar yo también, papi?
– Bueno, pero allá adentro no puedes ni respirar.
La niña asintió, muda de antemano. Aún con el sombrero de Rita en la cabeza, siguió a los adultos hasta el estudio situado en el fondo de la tienda, protegido de los ruidos por capas aislantes. Los técnicos abandonaron sus bromas y ocuparon sus puestos en la cabina.
Amalia adoraba esas grabaciones. De su padre había heredado la pasión por la música. O mejor dicho, de su abuelo Juanco, el verdadero fundador del negocio que luego pasara a su hijo. José no dudó un segundo en abandonar su carrera de médico por aquel mundo lleno de sorpresas.
A padre e hija también les fascinaban las tertulias que surgían después de las grabaciones, donde se enteraban de los chismes de aquella Habana bohemia de principios de siglo. Así escucharon del histórico despiste de Sarah Bernhardt que, furiosa porque el público cubano cuchicheaba en medio de su función, quiso insultarlos gritándoles que eran unos indios con levitas, pero como en la isla ya no quedaban indios, nadie se dio por aludido y todos siguieron hablando como si tal cosa. O se reían de las locuras de los periodistas locales, que cada noche sacaban un micrófono a la azotea para transmitir a toda la isla el cañonazo de las nueve, disparado en La Habana desde la época de los piratas… Eran jornadas gozosas que, años después, atesorarían en sus recuerdos.
A Amalia le gustaba salir con doña Rita, y a doña Rita con ella; y últimamente, cuando quería irse de tiendas, la mujer pasaba por el local donde la niña ayudaba a clasificar las grabaciones, después de clases.
– Préstemela un ratico, don José -rogaba la actriz con aire trágico-. Es la única persona que no me atormenta y que me ayuda a encontrar lo que quiero.
– No faltaba más -aceptaba el padre.
Y las dos se iban muy juntitas, como colegialas, a recorrer las lujosas tiendas y a admirar esas vitrinas que hasta los europeos envidiaban. Entre chismes y risas, se probaban montones de ropas. La actriz se aprovechaba de la adoración que despertaba en cualquier sitio para pedir a las empleadas que trajeran más y más cajas de sombreros y zapatos, chales, abrigos de pieles y todo tipo de accesorios. Al regreso, merendaban helados y dulces empapados en almíbar, y algunas veces terminaban en el cine.
Una tarde, después de comprar algunas cosas -incluidos un par de primorosos zapatos para la jovencita-, Rita propuso algo nuevo.
– ¿Alguna vez te han leído las cartas?
– ¿Las cartas?
– Sí, los naipes. Como hacen las gitanas.
– ¡Ah! Eso de la suerte.
– Y el futuro, mi niña.
Amalia no sabía lo que eran las gitanas, pero estaba segura de que nadie le había leído su futuro.
– Por aquí vive una persona que puede hacerlo -dijo doña Rita-. Se llama Dinorah, y es amiga mía. ¿Te gustaría acompañarme?
Por supuesto. ¿A qué muchacha no le hubiera encantado?
Caminaron tres cuadras, atravesaron un parque, subieron unas estrechas escaleras y, dos puertas después del último escalón, tocaron el timbre.
– Hola, mi negra -saludó Rita a la mujer que salió a recibirla: una rubia bajita, enteramente vestida de blanco como si fuera un ángel.
– Llegaste a buena hora. No hay nadie.
Amalia comprendió que la actriz la visitaba a menudo.
– Espérame aquí, cariño -le dijo Rita, antes de seguir a la mujer.
Veinte minutos después, se asomó a la sala.
– Vamos, te toca a ti.
Una vela alumbraba la habitación en penumbras. La mujer estaba sentada ante una mesita donde había un vaso lleno de agua. Antes de barajar las cartas, las salpicó con el líquido y murmuró una oración.
– Corta -le dijo, pero Amalia no entendió a qué se refería.
– Escoge un montón -le sopló Rita.
La mujer comenzó a colocar los naipes de arriba abajo y de derecha a izquierda.
– Mmm… Naciste de milagro, criatura. Y tu madre se libró de una buena… A ver… Aquí hay un hombre… No, un niño… Espera… -Sacó otra carta y otra-. Esto es raro. Hay alguien en tu vida. No es un amante, ni tu padre… ¿Tienes algún amigo especial?
La joven negó.
– Pues hay una presencia que vela por ti, como si fuera un espíritu.
– Ya sabía yo -exclamó Rita-. Esta niña siempre me pareció distinta.
Amalia no dijo nada. Sabía a quién se refería, pero sus padres le habían advertido que no debía hablar de esas cosas con nadie, ni siquiera con doña Rita.
– Sí, tienes un guardián muy poderoso.
«Y muy fastidioso», pensó la joven, recordando los alborotos del Martinico.
– ¡Ah! Vienen amores…
– ¿Sí? -se entusiasmó Rita como si el anuncio fuera para ella-. A ver, cuenta.
– No voy a engañarte -reveló la cartomántica con aire sombrío-. Serán amores muy difíciles.
– Todos los grandes amores son así -sentenció la actriz con optimismo-. Alégrate, chiquita. Se acercan tiempos buenos.
Pero Amalia no quería ningún amor, por grande que fuera, si eso iba a complicar su vida. Mentalmente se juró que siempre permanecería en la tienda de su padre, ayudándolo a ordenar sus discos y escuchando las historias de los músicos que iban a grabar.
– Mmm… A ver, tendrás hijos. Tres… -Miró a la muchacha como si dudara en hablar-. No, uno… y será hembra. -Sacó tres cartas más-. Anda con cuidado. Tu hombre se meterá en líos.
– ¿Con otra mujer? -indagó Rita. -No creo…
Amalia ahogó un bostezo, poco interesada en alguien con quien jamás se casaría.
– ¡Dios mío, qué tarde se ha hecho! -exclamó de pronto Rita.
– ¿Qué hay con mis entradas? -preguntó la mujer, después de acompañarlas hasta la puerta.
– No te preocupes -le dijo Rita-. Te prometo que irás al estreno.
José dio una fiesta «íntima y acogedora», según rezaba la nota, para los artistas y productores involucrados en la película. También envió invitaciones a algunos músicos que aún no habían grabado o visitado su tienda. Eso serviría para establecer nuevos contactos.
Por primera vez se alegraba de que su mujer le hubiera propuesto mudarse a una casa. Al principio, rechazó la idea. Siempre había preferido los lugares altos; pero hasta su madre había apoyado a Mercedes en su decisión. La anciana también se agotaba subiendo aquellas escaleras interminables.
– Si a ustedes les cuesta trabajo subir -había insistido Pepe-, lo mismo le pasará a los ladrones. Este apartamento es más seguro.
– Pamplinas -dijo Ángela-. Es tu herencia serrana la que te pide vivir en las alturas, pero no estamos en Cuenca.
– Hablo por razones de seguridad -respondió él.
– Lo llevas en la sangre -insistió Ángela.
Sin embargo, Mercedes estaba harta de escaleras y él terminó cediendo. Ahora se alegraba del cambio. Se dio cuenta de que contaba con un gran espacio para fiestas: un patio que su esposa había adornado con tinajones cuajados de jazmines.
Bajo la frialdad de las estrellas colocaron una mesa repleta de licores. Un gramófono llenaba el aire de melodías. El aroma de los manjares -pasteles de carne, huevos rellenos, quesos, hors d'oeuvres con abundante caviar rojo y negro, rollitos de angula y mezclas condimentadas- había avivado el apetito de los concurrentes. Pero la más alborotada era Amalia, que consiguió permiso para quedarse hasta la medianoche; momento en que los adultos planeaban irse al Inferno, un cabaret insomne en el cruce de las calles Barcelona y Amistad. La niña se quedaría con su abuela, que ahora trajinaba en la cocina preparando el ponche para los invitados.
Casi todos habían llegado, ansiosos por compartir la velada con la gran Rita Montaner, que aún no aparecía, y con los maestros Lecuona y Roig, cuya entrada se esperaba de un momento a otro. El reloj dio nueve campanadas y, como si hubiera aguardado aquella señal, el timbre de la puerta sonó. Cuando Amalia fue a abrir, se produjo un suspenso que muchos aprovecharon para tragar el último sorbo de su bebida o terminar su emparedado.
La brisa de la noche sopló entre los jazmines. Hubo un cambio perceptible en el ambiente y algunos alzaron la vista para buscar su causa. Un «oh» nada fingido se elevó de la multitud. Enfundada en un traje gris perla y llevando sobre los hombros un chal plateado, la silueta de una diosa apareció en el umbral. Escoltada por los dos músicos, la actriz atravesó la sala.
Amalia se había quedado tan pasmada como el resto, saboreando el hechizo, pero pronto advirtió que el encantamiento no emanaba de la diva. Su mirada se fijó en un objeto: el manto que cubría sus hombros. Nunca había visto nada tan bello. No parecía una tela, sino un trozo de luna líquida.
– ¿Qué es eso que llevas puesto? -le susurró la joven cuando logró abrirse camino entre la turba de admiradores.
Rita sonrió.
– Sangre mexicana.
– ¿Cómo?
– Lo compré en México. Dicen que allí la plata brota de la tierra como la sangre de la gente.
Y al notar la expresión de Amalia, se sacó de encima esa especie de azogue amorfo y lo colocó sobre su cabeza.
Un silencio de muerte se extendió por el patio. Incluso don José, que ya se preparaba para reprender a su hija por estar acaparando a la invitada principal, se quedó sin habla. Tan pronto como el chal cubrió a Amalia, una claridad de otro mundo brotó de su piel.
– Pesa mucho -murmuró la joven, sintiendo el peso de los centenares de escamillas metálicas.
– Es de pura plata -le recordó su dueña-. Y está encantado.
– ¿De verdad? -se interesó la niña.
– Con un hechizo de la época en que las pirámides se cubrían con sangre y flores: «Si el manto de luz roza un talismán de sombras en presencia de dos desconocidos, éstos se amarán para siempre».
– ¿Qué es un talismán de sombras?
– No lo sé -suspiró la mujer-. Nunca se lo pregunté a quien me lo vendió. Pero es una leyenda muy bonita.
La joven palpó el chal, que se plegó dócilmente entre sus dedos, casi vivo. Sintió la fuerza que brotaba de la prenda y se hundía en su cuerpo, provocándole euforia y miedo a la vez.
«¿Qué es esto, Dios mío?», pensó.
– Mira qué bonita estás -le dijo Rita, empujándola hacia el espejo de la entrada-. Corre a verte.
Y se desentendió de ella, mientras los invitados recuperaban el aliento después de aquella metamorfosis.
Frente al espejo, Amalia recordó el cuento de la princesa fugitiva que se ocultaba bajo una piel de asno durante el día, pero que guardaba un traje de sol y un traje de luna con los que se vestía en secreto cada noche. Fue así como la conoció el príncipe que se enamoraría de ella… Se arrebujó en la gélida belleza, sintiéndose más protegida bajo el peso del tejido.
El timbre de la entrada sonó dos veces, pero nadie pareció escucharlo. Amalia fue a abrir la puerta.
– ¿Aquí vive el maestro retirado? -preguntó una voz desconocida.
– ¿Quién?
Ella se adelantó un poco para distinguir mejor la sombra que se agazapaba en el umbral, pero sólo vio a un muchacho chino con un bulto de ropa en las manos. El azabache que llevaba al cuello se desprendió de su engarce y cayó a los pies del joven, que se apresuró a cogerlo. Sin querer, sus dedos rozaron el manto plateado.
Él levantó el rostro para mirarla y en ese momento vio a la mismísima Diosa de la Misericordia, cuyas facciones aman todos los mortales. Y ella recuperó la piedra con manos temblorosas, porque acababa de reconocer al príncipe de sus sueños.
Coral Castle: un nombre mágico para un rincón perdido en las brumas de Miami. Eso pensaba Cecilia, con la mirada en el infinito. Su tía abuela la había convencido para ir a ver «la octava maravilla de Miami». Y mientras viajaban rumbo al sur, observaba las bandadas de patos en aquellos ríos artificiales que corrían paralelos a las calles, besando los patios de las casas. «Miami, la ciudad de los canales», la bautizó mentalmente, otorgándole con ello cierta condición veneciana y hasta una cualidad vagamente extraterrestre por aquello de los canalli de Schiaparelli. Y es que en aquella ciudad casi tropical, donde se celebraban ferias renacentistas, cualquier cosa podía ocurrir.
Regresó de su ensueño cuando su tía aparcó junto a un muro de aspecto tosco y medieval, más semejante a una diminuta fortaleza que a uno de los románticos castillos de Ludwig II, el rey loco de Bavaria. La construcción tenía un aire inequívocamente surrealista. Parecía una visión de Lovecraft, con todos esos símbolos esotéricos y astronómicos. Y la energía… Era imposible dejar de sentirla. Fluía del suelo como una corriente telúrica que trepaba hasta la cúspide de la cabeza. ¿Quién diablos habría hecho aquello? ¿Y para qué?
Echó una ojeada al folleto. Su constructor había sido Edward Leedskalnin, nacido en Letonia, en 1887. El día antes de su boda, su novia le dijo que no se casaría y él huyó a otras tierras con el corazón destrozado. Tras mucho viajar y enfermo de tuberculosis, decidió mudarse al sur de la Florida donde el clima era bueno contra su mal.
– Estaba obsesionado con ella -dijo Loló sentándose en una mecedora de piedra, al notar el interés con que su sobrina leía el folleto-. Por eso construyó este sitio. Algunos decían que estaba loco, otros que era un genio. Yo creo que se puede ser las dos cosas a la vez.
Enloquecido o no, el hombre había buscado un terreno para hacer un monumento a su amor. Fue así como se dio a la tarea de levantar aquella fortaleza durante la década de los años veinte. Las rocas, talladas como objetos hogareños o arquitectónicos, ofrecían un aspecto extrañamente onírico. En el dormitorio había una cama para él y su novia perdida, dos camitas para niños y hasta una cuna rocosa que se mecía. Cerca había una talla gigantesca, bautizada como el Obelisco; también un reloj de sol que marcaba las horas, desde las nueve de la mañana hasta las cuatro de la tarde. Y estaba el Portón de las Nueve Toneladas: una roca irregular que giraba -por un milagro de ingeniería- como la puerta de un hotel moderno. Pero los dos sitios que más fascinaron a Cecilia fueron la Fuente de la Luna y la Pared del Norte. El primero tenía tres piezas: dos hoces lunares y una fuente que imitaba la luna, con una islita en forma de estrella. La Pared del Norte era un muro coronado por varias esculturas: la luna en creciente, Saturno con sus anillos y Marte con un arbolito tallado en su superficie para apoyar la idea de que allí existía vida. Contemplando la Mesa del Corazón -donde florecía una ixora-, Cecilia sospechó cuál era el origen de aquella obsesión por tallar rocas inmensas. Quizás la única manera que tuvo aquel hombre de lidiar con su angustia fue convertir su amor en piedra.
– Éstas eran sus herramientas -comentó la anciana, entrando a un cuarto.
Cecilia vio un amasijo de hierros, poleas y ganchos. Nada pesado, ni particularmente grande.
– Aquí dice -observó Cecilia, fijándose en su folleto- que hay más de mil toneladas de rocas, incluyendo los muros y la torre. El peso promedio de las piedras es seis toneladas y media… y hay varias con más de veinte toneladas. Es imposible mover todo esto sin una grúa.
– Pues así fue -afirmó Loló- y nadie pudo conocer su secreto. Trabajaba de noche, en la oscuridad. Y si llegaba un visitante, no volvía a su labor hasta que se había marchado.
Cecilia deambuló por el lugar, absorta en un resplandor que oscilaba alrededor de las piedras. Casi podía verlo brotar de cada roca, rodeándolas con un halo traslúcido y levemente violeta.
– ¿Qué pasa? -preguntó su tía-. De pronto te quedaste muda.
– Mejor no lo digo. Vas a creer que estoy loca.
– Yo decidiré lo que debo creer.
– Veo un halo alrededor de las piedras.
– Ah, ¿eso? -La anciana pareció desilusionada.
– ¿No te asombras?
– Para nada. Yo también lo veo.
– ¿Tú?
– Siempre aparece por las tardes, pero casi nadie lo nota.
– ¿Qué es?
Loló se encogió de hombros.
– Algún tipo de energía. A mí me recuerda el aura de la difunta Delfina.
– ¿Mi abuela tiene un halo?
– Como ése -señaló hacia la Fuente de la Luna-, bien fuerte. Porque el de Demetrio es más clarito, yo diría que un poco aguado.
– Bueno -comentó Cecilia, dudando de su propia cordura por tomar en serio a su tía-, no es raro que tú puedas verlo, pero ¿yo? La mediumnidad en la familia terminó contigo y con mi abuela.
– Esas cosas siempre se heredan.
– No en mi caso -le aseguró Cecilia-. Tal vez sean los ejercicios.
– ¿Qué ejercicios?
– Para ver el aura.
Cecilia pensó que la anciana no sabría de qué le hablaba porque se quedó en silencio por unos segundos.
– ¿Y eso dónde lo aprendiste? -preguntó finalmente, con un tono que no dejaba dudas de saber a qué se refería.
– En Atlantis. ¿Conoces el lugar?
– No sabía que te interesaran las librerías esotéricas.
– Fui por casualidad. Estaba haciendo una investigación.
Y mientras se acercaban a la Mesa Florida, la joven le contó sobre la casa fantasma.
Cuando Cecilia cruzó el umbral, haciendo sonar las campanillas de la puerta, un aroma a rosas se arrojó sobre ella. Detrás del mostrador no estaba Lisa, sino Claudia, aquella joven con la que tropezara después de la conferencia sobre Martí. Estuvo a punto de marcharse, pero recordó a lo que venía y se dirigió al estante donde había visto los libros sobre casas embrujadas. Escogió dos y fue hasta la caja registradora. Quizás no se acordara de ella. Sin decir palabra, le tendió los libros y observó las manos de Claudia mientras ésta los envolvía.
– Sé que te asustaste la otra noche cuando te dije que andabas con muertos -le dijo Claudia sin levantar la vista-, pero no tienes por qué preocuparte. Los tuyos no son como los míos.
– ¿Y cómo son los tuyos? -se atrevió a preguntar Cecilia.
Claudia suspiró.
– Tuve uno especialmente terrible cuando vivía en Cuba: un mulato que odiaba a las mujeres. Parece que lo asesinaron en un prostíbulo.
«Después dicen que las casualidades no existen», se dijo Cecilia.
– Era un muerto desagradable -continuó Claudia-. Por suerte dejó de perseguirme en unos pocos meses. Cuando dejé la isla, tampoco volví a ver a un indio mudo que me avisaba de las desgracias.
Cecilia se quedó de una pieza. Guabina, la amiga de Ángela, también veía un espíritu que le advertía de peligros, aunque no recordaba si era indio. Volvió a recordar el amante mulato de Mercedes, que la celaba tanto… Pero ¿qué estaba pensando? ¿Cómo iba a tratarse de los mismos muertos?
– No te preocupes -insistió Claudia al notar su mirada-. No tienes nada que temer de los tuyos.
Pero a Cecilia no le gustaba la idea de andar con muertos, ni aunque fueran suyos, ni aunque fueran buenos. Y mucho menos si de pronto toda esa cuestión se convertía en algo mucho más misterioso debido a la existencia de muertos parecidos, provenientes de mujeres que no se conocían. ¿O sí?
– ¿Conoces a una señora que se llama Amalia?
– No, ¿por qué?
– Tus muertos… ¿Alguien más sabe de ellos?
– Solamente Úrsula y yo podíamos verlos. Úrsula es una monja que todavía está en Cuba.
– ¿Fuiste monja?
La otra se sonrojó.
– No.
Por primera vez, Claudia pareció perder los deseos de hablar y bruscamente le entregó los libros a Cecilia, perpleja ahora ante su actitud. ¿Qué le habría dicho para provocar aquel cambio? Quizás su pregunta había despertado algún recuerdo. Muchas crónicas dolorosas habitaban en la isla.
A su mente acudieron esquinas de su infancia, la textura de la arena, el azote de la brisa sobre el malecón… Había luchado por olvidar su ciudad, por desterrar ese recuerdo que era mitad pesadilla, mitad añoranza, pero el efecto producido por las palabras de Claudia le indicó que no lo había logrado. Le pareció que todos los caminos conducían a La Habana. No importa cuán lejos viajara, de algún modo su ciudad terminaba por alcanzarla.
¡Dios! ¿Sería masoquista y nunca se dio cuenta? ¿Cómo podía odiar y añorar algo a la vez? Tantos años en aquel infierno debieron fundirle las neuronas. Pero ¿acaso la gente no se volvía loca cuando la aislaban? Ahora le había dado por sentir nostalgia de su ciudad, ese sitio donde sólo había conocido un miedo agónico que no la abandonaba nunca. «Siempre tú estás conmigo, en mi tristeza. Estás en mi agonía, en mi sufrir…» Mira si estaba desquiciada que hasta pensaba en forma de boleros. Cualquier cosa que le sucediera, ya fuera buena o mala, llevaba música. Hasta el recuerdo de Roberto. Así vivía últimamente, con el alma dividida en dos mitades que no lograba olvidar: su ciudad y su amante. Así los llevaba ella, como decía el bolero, muy junto al corazón.
El león de papel se movía como una serpiente, intentando morder a un anciano que iba delante haciéndole muecas. Era el segundo año en que la tradicional Danza del León abandonaba el Barrio Chino para sumarse a los festejos del carnaval habanero. Pero los cubanos veían en aquel león a una criatura diferente que se retorcía al son de címbalos y cornetas, mientras avanzaba rumbo al mar.
– Mami, vamos a ver la Comparsa del Dragón -le rogó Amalia a su madre.
No era que le interesara mucho ver al gigantesco títere que a veces saltaba convulsivamente, cuando uno de los chinitos que lo manipulaba se contagiaba con el ritmo lejano de los tambores. Sólo sabía que Pablo la aguardaba en la esquina de Prado y Virtudes.
– Podemos ir mañana -dijo su padre-. Ya la comparsa debe haberse ido de Zanja.
– Doña Rita me dijo que era más divertido verla en Prado -insistió Amalia-. Allí los chinos se olvidan de seguir las matracas cuando empiezan a oír las congas del malecón.
– No son matracas, niña -rectificó su padre, que no soportaba que le cambiaran el nombre a ningún instrumento musical.
– Da lo mismo, Pepe -lo interrumpió Mercedes-. De todos modos, esa música china hace un ruido infernal.
– Si seguimos discutiendo, me quedaré sin ver nada -chilló Amalia.
– Está bien, está bien… ¡Vamos!
Bajaron por Prado, sudando copiosamente. Febrero es el mes más fresco en Cuba, pero -a menos que haya llegado un frente frío- las muchedumbres de un carnaval pueden derretir un iceberg en segundos.
Se acercaron a Virtudes, rodeados por la multitud que bailaba y tocaba sus silbatos. Amalia arrastró a sus padres rumbo a la zona de la cual brotaba una señal audible para su corazón. Ella misma desconocía adonde se dirigía, pero su instinto parecía guiarla. No descansó hasta ver a Pablo, que se tomaba un helado en mitad de la calle.
– Podemos quedarnos aquí -decidió, soltando la mano de su madre.
– Hay mucha gente -se quejó Mercedes-. ¿No sería mejor acercarnos a la bahía?
– Allí es peor -le aseguró la niña.
– Pero, hija…
– ¡Pepe!
El grito surgió de un portal donde varios hombres bebían cerveza.
– Es el maestro -susurró Mercedes a su marido, que parecía más atontado que ella.
– ¿Dónde? No lo veo…
– ¡Don Ernesto! -lo saludó ella con un gesto, mientras iba hacia él.
Sólo entonces lo vio. Amalia siguió a sus padres, contrariada ante aquel encuentro que la alejaba de su meta.
– ¿Sabes quién me ha escrito desde París? -preguntó el músico, después de un efusivo apretón de manos.
– ¿Quién?
– Mi antiguo profesor de piano.
– ¿Joaquín Nin?
– Parece que piensa regresar el año que viene.
La mirada de Amalia se perdió entre la multitud, buscando esos ojos rasgados y oscuros que no la habían abandonado desde aquella noche en el umbral de su puerta. Vio a su dueño, absorto en la contemplación de los autos descapotados que se sumarían al desfile de carrozas unas calles más abajo. Aprovechando la distracción de sus padres, y antes de que nadie pudiera darse cuenta, corrió junto a Pablo.
– Hola -lo saludó, tocándolo ligeramente en el hombro.
La sorpresa en el rostro del muchacho se transformó en un regocijo que no pudo ocultar.
– Pensé que ya no vendrías -dijo, sin atreverse a añadir más.
Los tres adultos que lo acompañaban se volvieron.
– Buena talde -dijo uno de los hombres con un tono que pretendía ser amable, pero que no ocultó su desconfianza hacia aquella damita blanca.
– Papi, mami, akún, ésta es Amalia, la hija del grabador de discos.
– ¡Ah! -dijo el hombre.
La mujer exclamó algo que sonó como «¡ujú!» y el más viejo se limitó a estudiarla con aire de disgusto.
– ¿Con quién viniste? -preguntó Pablo.
– Con papi y mami. Están por allí con unos amigos.
– ¿Y dejan niña sola? -preguntó la mujer.
– Bueno, ellos no saben que estoy aquí.
– Malo peol -dijo la china en su terrible castellano-. Palé y male tiene que etá atento su niña.
– ¡Ma! -susurró el joven.
– Vinimos a ver la Comparsa del Dragón -dijo ella, con la esperanza de hacerles olvidar su evidente desagrado.
– ¿Qué es eso? -preguntó el muchacho.
– ¿No lo sabes? -se extrañó ella, y como todos la observaran con expresión vacía, insistió-: Varias personas mueven un dragón anaranjado… así. -Y trató de imitar el vaivén de la criatura de papel.
– No sel diagón, sel león -replicó la mujer.
– Y non sel compalsa, sel danza -refunfuñó el viejo, más molesto aún.
– ¡Amalia!
El llamado llegó muy oportuno.
– Me voy -susurró ella.
Y escapó angustiada hacia el portal donde se hallaban sus padres.
– Ya ves lo que son estas jovencitas cubanas -dijo su madre en cantones, cuando Amalia se perdió entre la multitud-. No las educan como es debido.
– Bueno, nosotros no tenemos por qué preocuparnos -repuso el bisabuelo Yuang en su idioma-. Pag Li se casará con una muchacha hija de cantoneses legítimos… ¿Verdad, hijo?
– No hay muchas en la isla -se atrevió a decir el muchacho.
– La mandaré a traer de China. Todavía me quedan algunos conocidos por allá.
Pablito notó que se le hacía un nudo en la garganta.
– Estoy cansada -se quejó Kui-fa- Abuelo, ¿no quisiera irse a casa?
– Sí, tengo hambre.
Lejos de disminuir, la multitud pareció aumentar a lo largo del camino. La ciudad bullía durante esos días en que el aire se llenaba de comparsas, y el Barrio Chino no era una excepción. La llegada del Año Nuevo Lunar, que casi siempre ocurría en febrero, había contribuido a que los chinos se sumaran a los festejos habaneros mientras organizaban su propia fiesta.
A punto de terminar otro Año del Tigre, casi todos habían concluido los preparativos. Más que en años anteriores, la madre de Pablo se había esmerado en cada detalle. Los trajes nuevos colgaban de las perchas, listos para estrenarse. Sobre las paredes se mecían las tiras de papel rojo y crujiente, con letras que invocaban la buena suerte, la riqueza y la felicidad. Y días antes había untado los labios del Dios del Hogar con abundante melado de azúcar, más dulce que la miel, para que sus palabras llegaran bien empalagosas al cielo.
En todo el barrio, los farolitos de colores se agitaban en la brisa invernal. Se los veía por doquier: en el umbral de los comercios, en las tendederas que cruzaban de una acera a otra, en los postes solitarios… Rosa también había colocado algunos, que ahora se balanceaban desde dos estacas sobre el dintel de la puerta.
El anciano sonrió al contemplar las lámparas, respiró los familiares olores del barrio donde viviera durante tantos años y recordó sus correrías por los campos de la isla donde se había jugado el pellejo en compañía de otros mambises, que se lanzaban sobre el enemigo llevando los machetes desnudos en alto.
– Buenas noches, abuelo -dijo Síu Mend, esperando a que el viejo entrara.
– Buenas…
El chirrido de unos neumáticos sobre el asfalto interrumpió la despedida. Los Wong se volvieron para ver un auto negro que se detenía en la esquina. Desde las ventanillas abiertas, dos hombres blancos comenzaron a disparar contra tres asiáticos que conversaban bajo un farol. Uno de los chinos cayó al asfalto. Los otros consiguieron parapetarse tras un puesto de frutas y dispararon contra los agresores.
Síu Mend agarró a su mujer e hijo, obligándolos a tenderse sobre la acera. El anciano ya se había acurrucado en un rincón de su puerta. El griterío del barrio podía sentirse por encima de la balacera. Algunos transeúntes, demasiado aterrados para pensar, corrían de un lado a otro, buscando donde guarecerse.
Por fin el auto hizo chillar sus neumáticos y desapareció tras la esquina. Poco a poco, la gente volvió a asomarse de los sitios donde se refugiara. Síu Mend ayudó a su mujer a ponerse de pie. Pablito se acercó para ayudar a su bisabuelo.
– Ya se fueron, akún…
– Diosa de la Misericordia -exclamó la mujer en su lengua-. Esos gángsters van a terminar desgraciando el barrio.
– ¿Akún?
Rosa y Manuel Wong se volvieron a mirar a su hijo.
– ¡Akún!
El anciano continuaba acurrucado sobre la acera. Manuel se acercó para alzarlo, pero su intento lo hizo gemir. Wong Yuang, que tantas veces desafiara el peligro a lomos de un caballo, acababa de ser alcanzado por una bala que ahora ni siquiera iba dirigida a él.
El Año Nuevo Lunar llegó sin celebraciones para los Wong. Mientras el anciano agonizaba en el hospital, el barrio desfiló por la casa con regalos y remedios milagrosos. Pese a tanta ayuda, los gastos de hospital eran excesivos. Dos médicos ofrecieron sus servicios gratuitos, pero tampoco fueron suficientes. Entonces Síu Mend, alias Manuel, pensó que necesitaban otro sueldo en casa. Recordó la cocina de El Pacífico, un restaurante colmado de los olores más sabrosos del mundo, y fue a pedir humildemente el más miserable de los trabajos para su hijo, pero ya toda la comunidad sabía de su desgracia y las preguntas sobre la seriedad del muchacho fueron casi una formalidad. Comenzaría a trabajar al día siguiente.
– Date prisa, Pag Li -le regañó su madre esa mañana-. No puedes llegar tarde en tu primera semana.
Pablito se apresuró a sentarse a la mesa. Hizo sus rezos brevemente y atacó con los palillos su tazón de arroz y pescado. El té hirviente le quemó la lengua, pero a él le gustaba esa sensación por las madrugadas.
Síu Mend nunca había sido especialmente religioso, pero ahora rezaba cada mañana frente a la imagen de San-Fan-Con, aquel santo inexistente en China que era una figura omnipresente en la isla. Así lo dejó Pag Li cuando se fue al cuarto a buscar sus zapatos. Mientras se los abrochaba, recordó la historia que su bisabuelo, ahora agonizante, le contara sobre el santo.
Rúan Kong había sido un valiente guerrero que vivió durante la dinastía Han. Al morir, se transformó en un inmortal cuyo rostro rojizo era reflejo de su probada lealtad. Durante la época en que los primeros culíes chinos llegaron a la isla, un inmigrante que vivía en la zona central aseguró que Kuan Kong se le había aparecido para anunciar que protegería a todo aquel que compartiera su comida con sus hermanos en desgracia. La noticia se extendió por el país, pero ya en Cuba habitaba otro santo guerrero llamado Shangó, que vestía de rojo y había llegado en los barcos provenientes de África. Pronto los chinos pensaron que Shangó debía de ser un avatar de Kuan Kong, una especie de hermano espiritual de otra raza. Pronto ambas figuras formaron el binomio Shangó-Kuan Kong. Más tarde, el santo se fue convirtiendo en San-Fan-Con, que protegía a todos por igual. Pablo también había oído otra versión, según la cual San-Fan-Con era el nombre mal pronunciado de Shen Guan Kong («el ancestro Ruang a quien se venera en vida»), cuya memoria habían vulgarizado algunos compatriotas. El joven sospechaba que, a ese paso, podrían aparecer más versiones sobre el origen del misterioso santo.
En todo esto pensaba mientras escuchaba los rezos de su padre. Cuando abandonó la habitación, su madre terminaba de desayunar. Síu Mend bebió un poco de té, y enseguida todos se pusieron sus chaquetas y salieron.
Sus padres caminaban en silencio, dejando escapar vapores de niebla por la boca. El muchacho intentaba sobreponerse al frío, curioseando a través de las puertas que permitían ver los patios interiores. Al abrigo de las miradas, aquellos madrugadores se movían con los lentos movimientos de la gimnasia matinal que Pablo había practicado tantas veces con su bisabuelo.
Cualquier otro día, Pablo hubiera ido a la escuela en la mañana y trabajado por la tarde. Pero ese sábado la familia se despidió frente al edificio y el muchacho subió para comenzar su faena. Debería encender los hornos, limpiar y trozar verduras, lavar calderos, sacar la mercancía de las cajas, o cualquier otra cosa que fuera necesaria. A mitad de mañana, sobre la cocina flotaba una nube con los aromas del arroz pegajoso y humeante, la carne de cerdo cocida con vino y azúcar, los camarones salteados con decenas de vegetales, el té verde y claro que acentuaba los sabores del paladar… Seguramente así sería el olor del cielo, pensó Pablo; una mezcla alucinante y deliciosa que estrujaba las tripas y desataba un apetito descomunal. El joven observaba de reojo la pericia de los cocineros, que constantemente regañaban y azotaban a los más morones. Pablo nunca tuvo problemas, excepto un día, cuando ya llevaba algunos meses trabajando allí. Normalmente realizaba su labor con toda dedicación, pero aquella mañana parecía más distraído que de costumbre. No era su culpa. Había recibido una nota de Amalia, que leyó junto a los calderos donde se cocinaban las sopas:
Querido amigo Pablo:
(Pues ya puedo decirte amigo, ¿no?) Me dio mucho gusto conocer a tu familia. Si tuvieras libre una de estas tardes, podríamos reunimos a conversar un rato, si es que quieres, pues me gustaría saber más de ti. Hoy mismo, por ejemplo, mis padres no estarán en casa después de las cinco de la tarde. No es que quiera recibir a nadie cuando ellos no están (ya que no hay nada malo en conversar con un amigo), pero creo que podríamos hablar mejor si no hay personas mayores delante.
Afectuosamente,
AMALIA
La leyó tres veces antes de guardarla y seguir en su tarea, pero anduvo con su mente en las nubes hasta que, en el colmo de su ensoñación, dejó caer una carga de pescado en la cocina. El coscorrón del capataz le quitó las ganas de soñar.
Cuando llegó a su casa, no había nadie. Recordó que sus padres irían al hospital para saber del abuelo, quien había vuelto a ingresar la noche antes debido a complicaciones en aquella herida que nunca terminaba de sanar; pero él no se quedaría esperando noticias. Se bañó, se cambió de ropa y salió. No pudo evitar una ojeada al umbral donde solía sentarse el anciano y sintió un ardor en el corazón. Se alivió un poco ante la perspectiva de ver nuevamente a esa extraña muchacha que ocupaba sus pensamientos noche y día.
Una vez más, volvió a confundirse ante las puertas de aldabas parecidas; se detuvo indeciso, sin saber qué hacer. La tercera de la izquierda se abrió en sus narices.
– Me imaginé que ibas a perderte -lo saludó Amalia, que añadió con candidez-, por eso estaba vigilando.
Pablo entró cohibido, aunque sin demostrarlo.
– ¿Y tus padres?
– Fueron a recibir a un músico que viene de Europa. Mi abuela también fue con ellos… Siéntate. ¿Quieres agua?
– No, gracias.
La cordialidad de la muchacha, en lugar de tranquilizarlo, lo puso más nervioso.
– Vamos a la sala. Quiero enseñarte mi colección de música.
Amalia se acercó a una caja de la cual salía una especie de cornetín gigante.
– ¿Has oído a Rita Montaner?
– Claro -dijo Pablo, casi ofendido-. ¿Tienes canciones suyas?
– Y del trío Matamoros, de Sindo Caray, del Sexteto Nacional…
Siguió recitando nombres, algunos conocidos y otros que él escuchaba por primera vez, hasta que la interrumpió:
– Pon lo que quieras.
Amalia colocó una placa redonda sobre la caja y levantó con cuidado un brazo mecánico.
– «Quiéreme mucho, dulce amor mío, que amante siempre te adoraré…» -surgió una voz clara y temblorosa del altavoz.
Durante unos instantes escucharon en silencio. Pablo observó a la muchacha, que por primera vez parecía retraída.
– ¿Te gusta el cine? -aventuró él.
– Mucho -respondió ella, animándose.
Y comenzaron a comparar películas y actores. Dos horas después, ninguno de los dos cesaba de maravillarse con ese otro ser que tenía delante. Cuando ella encendió la lámpara, Pablo se dio cuenta de lo tarde que era.
– Tengo que irme.
Sus padres no sabían dónde se hallaba.
– Podemos vernos otro día -aventuró él, rozando el brazo de la muchacha.
Y de pronto ella sintió una ola de calor que se extendía por su cuerpo. También el muchacho percibió aquella marejada… Ah, el primer beso. Ese miedo a perderse en tierras peligrosas, ese aroma del alma que podría morir si el destino tomara rumbos imprevistos… El primer beso puede ser tan temible como el último.
Sobre sus cabezas la lámpara comenzó a balancearse, pero Pablo no lo notó. Sólo el estruendo de un objeto que se hacía añicos lo sacó del ensueño. Junto a ellos yacían los restos de una porcelana destrozada.
– ¿Ya llegaron? -susurró Pablo, aterrado ante la posibilidad de que el agresor fuera el padre de su amada.
– Es ese idiota del Martinico haciendo de las suyas.
– ¿Quién?
– Otro día te cuento.
– No, dímelo ahora -insistió él, contemplando el inexplicable destrozo-. ¿Quién más está aquí?
Amalia dudó un instante. No quería que el príncipe de sus sueños se esfumara ante aquella historia de aparecidos, pero el rostro del muchacho no admitía excusas.
– En mi familia hay una maldición.
– ¿Una qué?
– Un duende que nos persigue.
– ¿Qué es eso?
– Una especie de espíritu… un enano que aparece en los momentos más inoportunos.
Pablo guardó silencio, sin saber cómo digerir la explicación.
– Es como un espíritu que se hereda -aclaró ella.
– ¿Que se hereda? -repitió él.
– Sí, y maldita sea esa herencia. Sólo la padecemos las mujeres.
Contrario a lo que esperara, Pablo tomó el hecho con bastante naturalidad. Cosas más raras se aceptaban como ciertas entre los chinos.
– A ver, explícamelo bien -pidió curioso.
– Heredé esto de mi papá. El no puede verlo, pero mi abuela sí. Y mami, por ser su esposa, también.
– ¿Quieres decir que cualquier mujer podría ver el duende si se casa con un hombre de la familia?
– Y antes de casarse también. Así le pasó a una de mis tatarabuelas: vio al duende apenas le presentaron a mi tatarabuelo. Se pegó un susto terrible.
– ¿Nada más de conocerlo?
– Sí, parece que el duende puede saber quién se casará con quién.
Pablo le acarició la mano.
– Tengo que irme -murmuró de nuevo, acuciado por un nerviosismo mayor que el provocado por un duende invisible-. Tus padres pueden llegar y los míos no saben dónde estoy.
– ¿Nos seguiremos viendo? -preguntó ella.
– Toda la vida -le aseguró él.
Durante el camino de regreso, el muchacho se olvidó del Martinico. Su corazón sólo tenía espacio para Amalia. Iba saltando feliz y ligero, como si él mismo se hubiera convertido en un espíritu. Trató de pensar en lo que le diría a sus padres por la demora. Tuvo el tiempo justo para inventar una excusa, antes de empujar la puerta entreabierta.
– Papi, mami…
Se detuvo en el umbral. La casa estaba llena de personas. Su madre lloraba en una silla y su padre permanecía cabizbajo junto a ella. Vio el ataúd en una esquina y fue entonces cuando notó que todos vestían de amarillo.
– Akún… -murmuró el muchacho.
Había regresado de la Isla de los Inmortales para enfrentarse a un mundo donde los humanos morían.
Pese a la advertencia de la cartomántica, Cecilia se negó a abandonar su relación con Roberto. Aunque no podía alejar la aprensión que sentía junto a él, decidió atribuirla a su inseguridad y no a su instinto. Era cierto que todo aquel oráculo la había sorprendido con su exactitud, pero no pensaba actuar siguiendo los consejos de una adivina.
Roberto le había presentado a sus padres. El viejo era un tipo simpático que hablaba continuamente de los negocios que haría en una Cuba libre. Montaría una fábrica de pinturas («porque en las fotos que traen de la isla todo se ve gris»), una tienda de zapatos («porque esos pobres de allá andan casi descalzos») y una librería donde se venderían ediciones baratas («porque mis compatriotas se han pasado medio siglo sin poder comprar los libros que les da la gana»). A Cecilia le divertía mucho aquella mezcla de inversionista con buen samaritano, y nunca se escabullía cuando el hombre la llamaba para contarle de algún nuevo proyecto que se le había ocurrido. Su mujer lo regañaba por aquel afán delirante de pensar en más trabajo cuando ya se había retirado hacía diez años; pero él le decía que su retiro era temporal, un descansito antes de emprender la última jornada. Roberto no participaba de aquellas discusiones; sólo parecía interesado en conocer más sobre la isla que nunca había pisado. Sin embargo, ésa era una manía común en los de su generación, hubieran o no nacido en Cuba, y ella no se detuvo a reflexionar más en el asunto.
Las fiestas de Navidad habían reavivado su relación en las últimas semanas. El ánimo de Cecilia, que siempre se alborotaba durante la época invernal, ahora bullía. Se fue de tiendas, por primera vez en mucho tiempo, dispuesta a remozar su aspecto. Ensayó maquillajes y se compró trajes nuevos.
La última noche del año, Roberto pasó a recogerla para ir a una fiesta que se celebraría en uno de esos islotes privados, llenos de mansiones donde vivían actores y cantantes que se pasaban la mitad del año filmando o grabando en algún confín del planeta. El anfitrión era un antiguo cliente de Roberto que ya lo había invitado otras veces.
Se perdieron un poco por callejas oscuras y frondosas antes de llegar. El patio, con su hierba recién cortada, terminaba en un muelle desde el cual se veían los grandes edificios del centro y un trozo de mar. Gente desconocida iba y venía por las habitaciones, curioseando entre las obras de arte que complementaban la decoración minimalista. Después de saludar al dueño de la casa, abandonaron el tumulto y se acercaron al muelle, se quitaron los zapatos y aguardaron la llegada del nuevo año hablando naderías.
Cecilia tuvo la certeza de que, por fin, sus tribulaciones amorosas terminaban. Ahora, chapoteando con los pies desnudos en el agua fría, se sentía completamente feliz. A sus espaldas había comenzado la cuenta regresiva de la televisión, mientras la costa oriental de Estados Unidos veía subir la manzana luminosa de Nueva York, en pleno Times Square. Los fuegos artificiales comenzaron a estallar sobre la bahía de Miami: racimos blancos, esferas rodeadas por anillos verdes, sauces de ramas rojas…
Cuando Roberto la besó, ella se abandonó con los sentidos borrachos de gusto, saboreando aquel zumo de uvas en su boca como una golosina divina y sobrenatural. Fue una liturgia sensual e inolvidable; última estación de aquel romance.
Una semana después, Roberto llegó a su apartamento al anochecer.
– Vamos a tomar algo -le dijo.
Desde una mesita al aire libre, junto a la bahía, se veía un velero -mezcla de barco pirata y clíper- repleto de gentes que no tenían nada más que hacer, excepto pasearse por las tranquilas aguas contemplando el bullicio en tierra. Entre uno y otro Martini, Roberto le dijo:
– No sé si debemos seguir viéndonos.
Cecilia creyó que oía mal. Poco a poco, enredándose con las palabras, él le confesó que había vuelto a ver a su antigua novia. Cecilia aún no entendía. El mismo había insistido para que volvieran a salir juntos; le había asegurado que no existía nadie más. Ahora parecía confundido, como si se debatiera entre dos fuerzas. ¿Estaba de veras embrujado? Le confesó que habían conversado, intentando aclarar lo ocurrido en su pasada relación. Y mientras Roberto hablaba, ella se iba muriendo con cada palabra suya.
– No sé qué hacer -concluyó él.
– Yo te ayudaré -dijo Cecilia-. Ve con ella y olvídate de mí.
El la miró extrañado… o quizás atónito. Las lágrimas no la dejaban ver. Ahora actuaba con esa especie de instinto irracional, y un poco suicida, que la acompañaba cada vez que se veía ante una situación injusta. Si la perseverancia y el amor no bastaban, ella prefería retirarse.
– Necesito que hablemos -dijo él.
– No hay nada de qué hablar -musitó ella, sin gota de rencor.
– ¿Puedo llamarte?
– No. No puedo seguir así o acabarás con la poca cordura que me queda.
– Te juro que no sé lo que me pasa -murmuró él.
– Averígualo -le dijo ella-, pero lejos de mí.
Cuando llegó a casa de Freddy, estaba al borde del colapso. Ajeno a lo que ocurría, el muchacho la invitó a pasar en medio de un desorden de casetes y discos compactos. La grabadora dejaba escapar un bolero quejumbroso. Cecilia se sentó en el suelo, a punto de llorar.
– ¿Ya sabes que el Papa llegó a La Habana? -preguntó el muchacho, mientras apilaba los discos en diferentes montones.
– No.
– Menos mal que se me ocurrió grabar el recibimiento. Fue espectacular -dijo él, tratando de decidir dónde colocaba a Ravi Shankar- ¡Ah! Tengo un chiste. ¿Sabes para qué el Papa va a Cuba?
Ella movió la cabeza con desgana.
– Para conocer de cerca el infierno, ver al diablo en persona y averiguar cómo se vive de milagro.
Cecilia apenas esbozó una sonrisa.
– Van a transmitir en vivo todas las misas -dijo él finalmente-, así es que no te las pierdas. A lo mejor arde Troya delante de las barbas de quien tú sabes.
– No puedo quedarme en casa viendo televisión -murmuró ella-. Tengo que trabajar.
– Para eso inventaron el video, m’hijita.
Una voz femenina comenzó a cantar: «Dicen que tus caricias no han de ser mías, que tus amantes brazos no han de estrecharme…». Cecilia sintió que el nudo en su garganta le impedía respirar.
– Voy a grabarlo todo para la historia -comentó Freddy, amontonando varios casetes de cantos gregorianos-. Para que nadie me haga un cuento…
Y cuando aquel bolero de medio siglo gimió: «Dame un beso y olvida que me has besado, yo te ofrezco la vida si me la pides…», los sollozos sobresaltaron a Freddy. Del susto dejó caer los casetes y dos columnas completas se derrumbaron.
– ¿Qué te pasa? -preguntó asustado-. ¿Qué tienes?
Nunca la había visto así.
– Nada… Roberto… -tartamudeó ella.
– ¡Otra vez ése! -exclamó-. Mal rayo lo parta.
– No digas eso.
– ¿Qué pasó ahora? ¿Volvieron a separarse?
Ella asintió.
– ¿Y ahora por qué? -preguntó él.
– No sé… No sabe. Cree que a lo mejor sigue enamorado de la otra.
– ¿Aquella que me contaste?
Ella asintió.
– Pues oye bien lo que te voy a decir -dijo, colocándose frente a ella-. Yo sé quién es esa mujer. Hice mis averiguaciones…
– ¡Freddy! -comenzó a regañarlo Cecilia.
– Sé quién es -insistió él- y te digo que no te llega ni al tobillo. Si quiere seguir con esa mujercita sosa y desabrida, allá él. Tú vales más que cualquier tipa de esta ciudad. ¿Qué digo yo de esta ciudad? ¡Del planeta! Si él quiere perderse la última maravilla del mundo moderno, buen tonto es y no vale una lágrima tuya.
– Quisiera estar en otro sitio -sollozó ella.
– Ya se te pasará.
Freddy le acarició la cabeza, sin saber cómo consolarla. Ese era el dilema de Cecilia: una sensibilidad que siempre terminaba por convertirse en fuga. La mayor parte del tiempo intentaba mostrarse distante, como si huyera de sus afectos, pero él sabía que se trataba de un mecanismo de defensa para no salir herida… como ahora. También sospechaba que la temprana muerte de sus padres era culpable de aquel temperamento que buscaba refugiarse por los rincones, huyéndole al dolor del mundo. Pero esa sospecha no era suficiente para saber cómo podía ayudarla.
– Odio este país -dijo ella finalmente.
– ¡Vaya! Siempre la agarras con los países. Primero fue Cuba, porque te caía mal Barba Azul. Ahora la coges con éste, por una tipa del montón. Los países no tienen la culpa de albergar gente abominable.
– Las ciudades son como las personas que viven ahí.
– Perdona que te lo diga, pero estás hablando sandeces. En una ciudad viven millones de gentes: buenas y malas, sabias y estúpidas, nobles y asesinas.
– Pues me ha tocado la peor parte en la lotería. ¡Ni siquiera tengo amigos! No tengo a nadie con quien hablar, sólo tú y Lauro.
Estuvo a punto de mencionar a Gaia y Lisa, pero decidió no incluirlas en su lista de confidentes.
– Ya va siendo hora de que hagas más amistades -le aconsejó Freddy.
– ¿Dónde? A mí me gusta caminar, y aquí no puedo ir andando a ningún sitio. Todo está a mil millas de distancia. No sabes lo que me gustaría perderme en alguna calle para olvidarme de todo… A ver, dime, ¿dónde puedo encontrar aquí nada parecido a los parques de El Vedado, o al muro del malecón, o a los bancos del Prado, o al teatro Lorca cuando había un festival de ballet, o al portal de la Cinemateca cuando ponían un ciclo de Bergman…?
– Si sigues hablando así, soy capaz de irme a vivir otra vez a Cuba… con Lucifer y todo en el poder. ¡Y no confundas las cosas! Tu problema es amoroso, no cultural. Te encanta mezclarlo todo para no enfrentar lo peor.
La última acusación dio en el blanco y la hizo regresar de golpe a la realidad. Tuvo la certeza de que jamás volvería a ver a Roberto, pero ¿cómo sobreponerse a él? Nadie había hallado una cura para esa clase de dolor y seguramente no la hallaría nunca. Desde que sus padres la dejaran… Sacudió la cabeza para alejar aquellos demonios y buscó un pensamiento protector: el relato de Amalia. Era un consuelo saber que no estaba sola. Sintió un soplo de esperanza. No iba a dejarse aplastar.
– Me voy -dijo de pronto, secándose las lágrimas.
– ¿Quieres que te acompañe? -preguntó Freddy, sorprendido por el súbito cambio.
– No, voy a ver a una amiga.
Y apenas sin despedirse, salió a la noche azul de Miami.
Amalia, ¿ya está el café? -la llamó su padre. Salió de su ensueño delante del fregadero, y notó que el agua del grifo se desbordaba del jarrito.
– Vete de aquí -le dijo su abuela, entrando en la cocina-. Yo lo haré.
Con gestos cansados, muy diferentes a los ágiles saltos con los que antaño trepara por la serranía en busca de helechos, su abuela Ángela cerró la llave y puso a hervir el jarro con agua sobre el fuego de la hornilla.
Amalia regresó a la sala. Junto al ventanal mayor, conversaban su padre y Joaquín Nin, ese pianista con un apellido que a ella le sonaba tan chino. ¿O es que ahora todo se lo parecía? Hacía tres años que se veía a escondidas con Pablo y no dejaba de pensar en él.
– ¿Cuándo se estrena su ballet?
– Dentro de una semana.
– ¿No va a extrañar Europa?
– Un poco, pero hacía tiempo que quería volver. Este país es como un hechizo. Te arrastra, te llama siempre… Se lo comenté a mi hija la última vez que hablamos; Cuba es una maldición.
Otro más, pensó Amalia. Porque ella también estaba maldita. Y con un fardo peor que cargar con la sombra de un Martinico por los siglos de los siglos.
– Tal vez lo más difícil del regreso sea alejarse de los hijos -comentó Pepe.
– No para mí. Recuerde que me separé de su madre cuando ellos eran muy pequeños.
– He oído que Joaquinito salió a usted: un músico brillante.
– Sí, pero a Thorvald le dio por la ingeniería, y Anaïs anda obsesionada con la literatura y la psiquiatría… Es una joven diferente a todas. Atrae a la gente como si fueran moscas.
– Hay personas con ángel.
– O con duende -replicó el músico, provocando un sobresalto en Amalia-, como diría Lorca. Pero aquí, entre nosotros, Anaïs tiene un demonio.
– Con permiso -los interrumpió la joven, saliendo de las sombras.
– Ah, la hermosa Amalia -exclamó el pianista.
Ella sonrió levemente y pasó entre los hombres rumbo al comedor, donde otros músicos fumaban frente a las ventanas abiertas… tan abiertas que de inmediato distinguió a Pablo, que se paseaba nerviosamente por la esquina.
– ¿Adónde vas? -la atajó su madre cuando la vio abrir la puerta.
– Abuela me mandó a comprar azúcar.
Y salió sin darle tiempo a nada.
Él la descubrió enseguida: una aparición cuyos cabellos se encrespaban al menor soplo de brisa, ojos como centellas líquidas y piel de cobre pálido. Para Pablo seguía siendo la reencarnación de Kuan Yin, la diosa que se movía con la gracia de un pez dorado.
– Qué bueno que pasaste por aquí -lo saludó ella-. El viernes no podremos vernos. Papi quiere llevarme al estreno de un ballet y no podré zafarme.
– Pensaremos en otra fecha. -La miró unos segundos antes de darle la noticia-. ¿Sabes que mis padres van a vender la lavandería?
– ¡Pero si les va tan bien!
– Quieren abrir un restaurante. Es mejor que un tren de lavado.
– ¿Dejarás El Pacífico?
– Tan pronto como se abra el negocio. Tendremos que buscar otra manera de comunicarnos…
– ¡Amalia!
El grito atravesó las rejas de la ventana.
– Me voy -lo interrumpió-. Ya te diré cuándo podemos vernos.
La expresión de su padre no dejaba dudas: estaba furioso. Su madre la miraba de igual forma. Sólo su abuela parecía preocupada.
– Fui a comprar azúcar…
– Vete a tu cuarto -susurró su padre-. Después hablamos.
Durante media hora, Amalia se comió las uñas elaborando su mentira. Diría que no había encontrado azúcar para el café y que había ido por ella. De pura casualidad se había tropezado con Pablo y…
Alguien tocó.
– Tu padre quiere hablar contigo -dijo Mercedes, metiendo la cabeza por la puerta.
Cuando llegó a la sala, los invitados se habían marchado, dejando cenizas y tazas vacías por doquier.
– ¿Qué estabas haciendo? -le preguntó su padre.
– Fui a buscar…
– No creas que no me he dado cuenta de que ese muchacho anda rondándote desde hace tiempo. Al principio me hice el sueco porque pensé que eran niñerías, pero ya tienes casi diecisiete años y no voy a permitir que mi hija se ande viendo con cualquier gentuza…
– ¡Pablo no es ninguna gentuza!
– Amalita -intervino su madre-, ese muchacho está muy por debajo de nosotros.
– ¿Muy por debajo? -repitió la muchacha, sintiéndose cada vez más ofendida-. A ver, ¿a qué categoría pertenecemos que sea tan diferente de la suya?
– Nuestro negocio…
– Tu negocio es una tienda de grabaciones -lo interrumpió ella- y el de su padre es una lavandería que, por cierto, va a vender para comprar un restaurante. A ver, ¿cuál es la diferencia?
La respiración agitada de Amalia empañaba el silencio.
– Esa gente es… china -dijo finalmente el padre.
– ¿Y?
– Nosotros somos blancos.
Un plato se estrelló con estrépito en el fregadero. Todos, menos Amalia, volvieron sus rostros hacia la cocina vacía.
– No, papá -rectificó la joven, sintiendo que la sangre se le acumulaba en el rostro-. Tú eres blanco, pero mi madre es mulata y tú te casaste con ella. Eso me deja fuera de esa categoría tan exquisita de la que hablas. Y si un blanco pudo casarse con una mulata, no veo por qué una mulata que pasa por blanca no podría casarse con un hijo de chinos.
Y abandonó la sala rumbo a su cuarto. Al estrépito de su portazo le siguió el estallido de un jarrón lleno de flores frescas. Sobre sus cabezas, la araña de cristal comenzó a oscilar con furia.
– Voy a tener que tomar medidas -repuso Pepe.
– Toma las que quieras, hijo -musitó Ángela suspirando-, pero la niña tiene razón. Y perdona que te lo diga, pero tú y Mercedes sois las personas menos indicadas para oponerse a ese noviazgo.
Y con pasitos cortos y trabajosos, la anciana marchó a su cuarto, dejando un rastro de rocío serrano sobre las losas de mármol.
La crema y nata de la sociedad habanera deambulaba por los pasillos del teatro. Toda clase de personajes -hacendados y marquesas, políticos y actrices- se codeaban esa noche en el estreno de La condesita, ballet con música de Joaquín Nin, «hijo dilecto y gloria de Cuba, después de su fructífero exilio artístico por Europa y Estados Unidos», según lo saludara un diario de la capital. Y por si alguien dudara de su pedigrí musical, la posdata de que había sido maestro de piano del propio Ernesto Lecuona bastó para atraer a los más incrédulos.
En medio del bullicio, sólo Amalia, con su traje de tul rosa y el bouquet de violetas sobre su pecho, parecía la estampa de la desolación. La muchacha se aferraba con insistencia a su bolsito de plata mientras buscaba entre la multitud a la única persona que podría ayudarla. Finalmente la vio, perdida en un gentío de galanes.
– Doña Rita -susurró la joven, que se escurrió hasta ella en un descuido de sus padres.
– ¡Pero qué hermosura de niña! -exclamó la mujer al verla-. Caballeros -dijo al público masculino que la rodeaba-, quiero presentarles a esta monada de criatura que, por cierto, está soltera y sin compromisos.
Amalia tuvo que saludar, toda sonrisas, a los presentes.
– Rita -le rogó Amalia al oído-, tengo que hablarle con urgencia.
La mujer miró a la joven y, por primera vez, su expresión la alarmó.
– ¿Qué ocurre? -preguntó, apartándose del grupo. Amalia dudó unos segundos, sin saber por dónde empezar.
– Estoy enamorada -pronunció de sopetón.
– ¡Santa Bárbara bendita! -exclamó la diva a punto de persignarse-. Cualquiera diría que… ¿No estarás embarazada, no?
– ¡Doña Rita!
– Perdona, hija, pero cuando existe un amor como ese que aparentas, todo es posible.
– Lo que ocurre es que a mi papá no le gusta mi novio.
– ¡Ah! Pero ¿ya hay noviazgo por medio?
– Mis padres no quieren verlo ni en pintura.
– ¿Por qué?
– Es chino.
– ¿Qué?
– Es chino -repitió ella.
Por un momento la actriz contempló a la muchacha con la boca abierta y, de pronto, sin poder contenerse, soltó una carcajada que hizo volver los rostros de cuantos se hallaban cerca.
– Si eso le da tanta risa…
– Espera -le rogó Rita, aún riendo y agarrándola por un brazo para que no se fuera-. Dios mío, siempre me pregunté en qué acabaría aquella predicción de Dinorah…
– ¿De quién?
– La cartomántica a la que te llevé hace unos años, ¿no recuerdas?
– Me acuerdo de ella, pero no de lo que dijo.
– Pues yo sí. Te advirtió que tendrías amores complicados.
Amalia no estaba de humor para discutir oráculos.
– Mis padres están furiosos. -Tragó en seco antes de abrir el bolso-. Necesito un favor y nadie más que usted me puede ayudar.
– Pide por esa boca.
– Tengo una nota que le escribí a Pablo…
– Así es que Pablo -repitió la mujer, disfrutando la historia como si se tratara de una golosina.
– Trabaja en El Pacífico. Yo sé que a veces usted va por allí. ¿Podría hacer que alguien le entregara esta nota?
– Con todo gusto. Mira, si es que me están entrando unas ganas tan grandes de cenar arroz frito que creo que me voy corriendo para allá después de la función.
Amalia sonrió. Sabía que aquel antojo de comida china no tenía nada que ver con el apetito y sí mucho con la curiosidad.
– Que Dios se lo pague, doña Rita.
– Calla, niña, calla, que eso sólo se dice ante las acciones nobles y yo voy a cometer una locura. Si tus padres se enteran, perderé una amistad de toda la vida.
– Usted es una santa.
– ¡Y dale con la iglesia! No te irás a meter a monja, ¿verdad?
– Claro que no. Si lo hago, no podré casarme con Pablo.
– Jesús! ¡Pero qué acelerón el de esta niña!
– Gracias, mil gracias -dijo Amalia conmovida, abrazando a la mujer.
– ¿Se puede saber a qué viene tanto entusiasmo?
Pepe y Mercedes se acercaban sonrientes.
– Estábamos planeando una salidita.
– Cuando guste. Para mí siempre ha sido un honor considerarla como de la familia. -Y estrechó las manos de la mujer entre las suyas-. Si me muriera, le entregaría a mi hija con los ojos cerrados.
La actriz sonrió, algo incómoda ante aquella muestra de confianza que estaba a punto de traicionar, pero enseguida pensó «todo sea por el amor» y se sintió un poquito menos culpable.
Un timbre retumbó por los pasillos.
– Nos vemos. -La besó Amalia, y su sonrisa terminó por borrar todo rastro de escrúpulos.
«Ay, qué lindo es enamorarse así», suspiró la actriz para su coleto, como si estuviera en una de sus películas.
«Si te sorprenden -le había advertido Rita-, yo no sé nada.» Así es que cuando le pidió permiso a su padre para ir de compras, supo a qué se exponía.
Los jóvenes ni siquiera fueron al cine, como habían acordado. Pasearon por El Vedado, merendaron en una cafetería y terminaron sentados en el muro del malecón para cumplir con el ritual sagrado de todo amante o enamorado que deambulara por La Habana.
Años más tarde un arquitecto diría que, desde la construcción de la pirámide de Giza, nunca se había levantado otra obra arquitectónica con mayor tino que ese muro de once kilómetros de largura. Era, sin duda, el mejor lugar para ver una puesta de sol. Ningún atardecer en el mundo, afirmaba el arquitecto, tenía la transparencia y la longeva visibilidad de los crepúsculos habaneros. Era como si cada tarde se realizara una cuidadosa puesta en escena para que el Supremo se sentara a recrear su vista con las estrellas que iban surgiendo entre el aura dorada de las nubes y el cielo verdeazul, semejante al paisaje de otro planeta… En esos instantes, los espectadores sufrían una amnesia momentánea. El tiempo adquiría otra cualidad física, y entonces -así lo atestiguaban algunos- era posible ver ciertas sombras del pasado y del futuro que deambulaban junto al muro.
Por eso Amalia no se asombró al ver que el Martinico, tras brincar sin tregua sobre las rocas salpicadas de espuma marina, se quedaba inmóvil ante el extraño espejismo que ella también observó, sabiendo que no se trataba de una imagen real o presente, sino de otra época: cientos de personas trataban de hacerse a la mar sobre balsas y otros objetos flotantes. Pablo también enmudeció ante la visión de una joven con traje escandalosamente corto que se paseaba junto al muro, mientras era observada por el santo favorito de su difunto bisabuelo. No entendía qué hacía allí el espíritu del apak Martí, ni tampoco la tristeza con que miraba a la joven que llevaba en sus andares la huella de la prostitución.
Visiones… Fantasmas… Todo el pasado y todo el futuro coincidían junto al malecón habanero en esos minutos en que Dios se sentaba allí para descansar de su ajetreo por el universo. En otra ocasión los jóvenes se hubieran asustado, pero los testigos de esos atardeceres conocen de sus efectos sobre el espíritu que, por un momento, acepta sin reticencias cualquier metamorfosis. Absortos en la contemplación de tantos espectros, ninguno de los dos pudo ver el automóvil de José, que atisbaba desde lejos la inconfundible figura de su hija.
Una ráfaga volcó los claveles que Rosa acababa de colocar sobre la tumba de Wong Yuang. Con cuidado, volvió a levantar el florero más cerca del nicho para protegerlo del viento, mientras Manuel y Pablito terminaban de arrancar las malas hierbas que rodeaban la losa.
El cementerio chino de La Habana era un mar de velas y varillas encendidas. La brisa se inundaba con el humo del sándalo que subía hasta las narices de los dioses, perfumando esa mañana de abril en que los inmigrantes visitaban las tumbas de sus antepasados.
Durante dos horas, los Wong limpiaron el lugar y compartieron con el muerto algunas porciones de cerdo y dulces, pero la mayor parte de la comida quedó sobre el mármol para que el difunto se sirviera a gusto: pollo, vegetales hervidos, té, rollitos rellenos de camarones… Antes de irse, Rosa quemó algunos billetes de dinero falso. Después abandonaron el lugar, algo más tristes que antes.
Pablo tenía muchas más razones que nadie para sentirse deprimido. Amalia no había vuelto a llamar, ni a escribir. El muchacho husmeó por el vecindario, pero sus habituales rondas sólo arrojaron un par de ventanazos cuando don Pepe lo sorprendió atisbando entre las persianas.
– Me tomaría un té -dijo Manuel, haciéndole señas a un taxi.
– Pues yo tengo hambre -comentó Rosa.
– ¿Por qué no vamos a la fonda de Cándido? -propuso el joven-. Ahí hacen el mejor té y la mejor sopa de pescado de esta ciudad.
Su idea era otra: espiar la casa de la muchacha.
– Muy bien -dijo su padre-. De paso, compraré unos billetes de lotería.
– Deberías apostarle al 68 -le aconsejó su mujer-. Anoche tuve un sueño rarísimo…
Y mientras Rosa contaba su sueño sobre un lugar muy grande lleno de muertos, Pablo se comía las calles con los ojos como si esperara ver a Amalia en cualquier momento. Diez minutos después se bajaban del taxi y entraban a un local que olía a frituras de bacalao.
– ¡Miren quiénes están ahí!
Los Wong se acercaron a la mesa donde conversaba la familia de Shu Li ante tazones de cerdo y arroz.
– ¿Dónde te metes? -cuchicheó Pablito al oído de su amigo-. Te he estado buscando desde hace días.
– La escuela me tiene loco. He tenido que estudiar como nunca.
– Necesito que tu hermana le lleve un recado a Amalia -susurró Pablo, mirando de reojo a la joven.
– Elena ya no estudia con ella.
– ¿La cambiaron de escuela?
– A Elena no, a Amalia…
Pablito se quedó en una pieza.
– ¿A cuál? -preguntó finalmente.
– No sé, parece que se mudaron.
– Eso es imposible -exclamó Pablo, sintiendo que el pánico lo invadía-. He visto varias veces a sus padres.
– Quizás se la llevaron a otra ciudad. Tú me contaste que ellos no querían…
Pablo no pudo escuchar el resto; tuvo que sentarse con sus padres, y pedir té y sopa. Ahora comprendía por qué Amalia había desaparecido. ¿Qué haría para encontrarla? Se devanaba los sesos, imaginando actos de heroísmo que conmovieran a los padres de Amalia. Una vi ti ola dejó escapar los acordes de un pregón: «Esta noche no voy a poder dormir, sin comerme un cucurrucho de maní…». Pablo dio un respingo tan fuerte que su madre se volvió a mirarlo. Fingiendo una leve tos, se cubrió el rostro para ocultar su azoro. ¿Cómo no lo pensó antes?
Un soplo de brisa besó sus mejillas y el calor se hizo menos agobiante. Más allá de los techos, las nubes huían velozmente. Y el cielo era tan azul, tan brillante…
Por mucho que Pablo lo intentó, le fue imposible ver a la actriz… y no por falta de información -¿quién no conocía a la gran Rita Montaner?-, sino porque su ajetreada vida hacía difícil localizarla.
Viendo que las semanas transcurrían, decidió pedir a sus padres que hablaran con don Pepe. Apenados, pero firmes, le aconsejaron que se olvidara del asunto; ya aparecería otra muchacha para esposa. Sus súplicas tampoco surtieron ningún efecto sobre Mercedes, quien le cerró la puerta y amenazó con avisar a la policía si no los dejaba en paz. No le quedó otro remedio que insistir en su afán por encontrar a la actriz.
Después de muchos contratiempos, logró hallarla a la salida de una función, rodeada de espectadores que no la dejaban avanzar y protegida del aguacero por el paraguas de un admirador. A empujones, llegó junto a ella. Trató de explicarle quién era, pero no hizo falta. Rita lo reconoció de inmediato. Era imposible olvidar ese rostro huesudo de mandíbulas masculinas y cuadradas, y esos ojos rasgados que echaban chispas como dos puñales que se cruzan en la oscuridad. Recordaba perfectamente la noche en que deslizara la nota en su delantal de cocina, accediendo a los ruegos de Amalia. Una ojeada le había bastado para comprender por qué la joven se había fascinado con el muchacho.
Para sorpresa de todos, la actriz lo agarró por un brazo y lo hizo subir al taxi, cerrando la puerta ante las narices de los presentes, incluyendo al admirador del paraguas que se quedó bajo la lluvia mirando el auto que se alejaba.
– Doña Rita… -comenzó a decir, pero ella lo interrumpió.
– Yo tampoco sé dónde está.
Más que su desaliento la mujer sintió su angustia, pero no había nada que pudiera hacer. Pepe no había revelado a nadie el paradero de su hija, ni siquiera a ella, que era como su segunda madre. Sólo había conseguido que le hiciera llegar una nota. A cambio, había recibido otra donde la joven le explicaba que se había matriculado en una escuela pequeña y que no sabía cuándo volvería a verla.
– Ven el sábado a esta misma hora -fue lo único que pudo ofrecerle ella-. Te mostraré la nota.
Tres días más tarde volvió a reunirse con Pablo, que guardó la nota como si se tratara de una reliquia sagrada. La mujer lo vio marchar triste y cabizbajo. Hubiera querido añadir algo más para animarlo, pero se sentía atada de pies y manos.
– Muchas gracias, doña Rita -se despidió-. No volveré a molestarla.
– No es nada, hijo.
Pero ya él había dado media vuelta y se perdía en la oscuridad.
El joven cumplió su palabra de no regresar… lo cual fue un error porque, algunas semanas después, Pepe la llamó para que fuera a ver a su hija. El matrimonio y la actriz viajaron hasta un pueblito llamado Los Arabos, a unos doscientos kilómetros de la capital, donde vivían los parientes que cuidaban de su hija. Amalia casi lloró al verla, pero se contuvo. Tuvo que esperar más de tres horas antes de que todos se fueran a la cocina a colar café.
– Necesito que le lleve esto a Pablo -susurró la muchacha, entregándole un papelito arrugado que sacó de un bolsillo.
Rita se lo guardó en el escote, le contó brevemente su conversación con Pablo y le prometió regresar con una respuesta.
Pero Pablo ya no trabajaba en El Pacífico. Un camarero le informó que su familia había abierto un restaurante o una fonda, pero por más que lo intentó, no logró que le dijera dónde estaba; ningún chino le daría esa información, por muy actriz y cantante famosa que fuera. Aquellos inmigrantes cantoneses no confiaban ni en su sombra.
Siguiendo las indicaciones de Amalia, que tenía una idea aproximada del sitio donde vivía Pablo, intentó hallar su casa; pero tampoco tuvo éxito. Envió a varios emisarios para que averiguaran, con el mismo resultado. Las esperanzas de Amalia se esfumaron cuando Rita le devolvió la carta sin entregar.
Pablo jamás se enteró de estas angustias. Durante las vacaciones, y también algunos fines de semana, continuaba atisbando la casa de su novia. Pepe, viendo que no desistía, abandonó la idea de traerla de vuelta. Así transcurrieron meses y años. Y a medida que fue pasando el tiempo, Pablo frecuentó cada vez menos el vecindario hasta que, en algún momento, dejó de visitarlo del todo.
El joven contempló con desgana la ropa que su madre le había preparado para su primer día en la universidad: un traje confeccionado con una tela clara y elegante.
– ¿Ya estás listo? -preguntó Rosa, asomándose en la penumbra del dormitorio-. Solamente falta calentar el agua para el té.
– Casi -murmuró Pablo.
El éxito del restaurante había permitido que se realizara el sueño de Manuel Wong. Su primogénito Pag Li ya no sería el chinito que repartía la ropa, ni el ayudante de cocina en El Pacífico, ni siquiera el hijo del dueño de El dragón rojo. Ya estaba en camino de convertirse en el doctor Pablo Wong, médico especialista.
Pero el joven no sentía ninguna emoción; nada era importante desde que Amalia desapareciera. Su entusiasmo pertenecía a otra época en la que era capaz de imaginar las batallas más intensas, los amores más delirantes…
– ¿Lo despertaste? -susurró su padre desde el comedor.
– Se está vistiendo.
– Si no se apura, llegará tarde.
– Tranquilízate, Síu Mend. No lo pongas más nervioso de lo que debe de estar.
Pero Pablo no estaba nervioso. En todo caso, se sintió rabioso cuando comprendió que Amalia había desaparecido para siempre. Sucesivos ataques de furia y de llanto hicieron que sus alarmados padres localizaran a un reputado médico chino para que lo examinara. Pero aparte de recetarle unas hierbas y de clavarle decenas de agujas que apaciguaron ligeramente su ánimo, poco pudo hacer el galeno.
– Vamos, hijo, que se hace tarde -lo apuró su madre, abriendo la puerta de par en par.
Cuando Pablo salió del cuarto, afeitado y vestido, su madre dejó escapar una exclamación. No había joven más guapo en toda la colonia china. No le sería difícil encontrar a alguna joven de buena familia que le hiciera olvidar a esa otra muchacha… Porque su hijo seguía triste; pese al tiempo transcurrido, nada parecía alegrarlo.
– ¿Tienes dinero?
– ¿Revisaste la carpeta?
– Déjenme tranquilo -contestó Pablo-. Ni que me fuera a China.
Su madre no dejaba de acariciarle las mejillas, ni de sacudirle el traje. Su padre trató de mostrarse más ecuánime, pero sentía un escozor incontrolable en la punta de la nariz; algo que sólo le ocurría cuando estaba sumamente inquieto.
Por fin Pablo pudo librarse de sus zalamerías y salió a la mañana fresca. El vecindario se desperezaba como había hecho siempre desde que él llegara a la isla. Mientras buscaba la parada del tranvía que lo llevaría a la colina universitaria, observó a los comerciantes que colocaban los cajones de mercancías a lo largo de las aceras, a los ancianos que practicaban tai-chi en los patios interiores, a los estudiantes que caminaban hacia sus clases con el sueño aún pegado a los ojos. Era un paisaje apacible y familiar que, por primera vez, calmaba un poco la desazón que lo había acompañado durante los últimos años.
La separación de Amalia le había costado la pérdida de un curso, además del que ya perdiera al llegar a la isla por su ignorancia del idioma. Pero se había graduado con honores en el Instituto de Segunda Enseñanza de Centro Habana. Y ahora, después de tantos esfuerzos, estaba a punto de traspasar los predios del Alma Máter.
El tranvía subió por todo San Lázaro y se detuvo a dos o tres calles de la universidad, cerca de una cafetería. Pablo notó el sigilo con que el comerciante recibía dinero de un transeúnte y comprendió que estaba recibiendo apuestas para la bolita. Debajo del mostrador, con las cajetillas de cigarros, estaba la libreta donde se apuntaba la cantidad y el nombre del apostador… una visión harto conocida para Pablo, pero que puso en funcionamiento un resorte en su memoria. Había soñado algo. ¿Qué era? De pronto le pareció que era importante recordarlo.
Un fantasma… No, un muerto. Recordaba la silueta de un cadáver que avanzaba por un descampado rumbo a la luna, una luna llena y poderosa que se había acercado peligrosamente a tierra. Pablo se estremeció. Ahora lo recordaba bien. El muerto había alzado su mano y, cuando sus dedos rozaron la superficie del disco, empezó a encogerse como un papel que se quema, y al final se transformó en una especie de gato o tigre… Era todo lo que recordaba. A ver, un muerto. El muerto era el 8. Y la luna, el 17. ¿Y el gato? ¿Qué número era el gato? Se acercó al bolitero. Una luna que convertía a un muerto en gato o en tigre. Por supuesto que el hombre sabía. ¿No quería el señor hacer otras combinaciones? Porque el 14, que era gato-tigre, también era matrimonio. Pero matrimonio, en su primera acepción, era el 62. Ya veces las imágenes de los sueños no eran exactamente las que parecían ser. Lo sabía por experiencia… Pero Pablo no se dejó seducir. Jugó al 17814, y se guardó los billetes en la carpeta mientras observaba la hora en el reloj del local. Tendría que apurarse.
Decenas de estudiantes se dirigían a la colina universitaria en su primer día de clases. Grupos de muchachas se saludaban con alharaca, como si hiciera toda una vida que no se vieran. Los jóvenes, trajeados y encorbatados, se abrazaban o discutían.
– Son comunistas disfrazados -decía uno, con el rostro morado de la indignación-. Tratan de desestabilizar el país con todas esas arengas.
– Eduardo Chibas no es comunista. Lo único que está haciendo es denunciar los desfalcos del gobierno. Yo tengo esperanzas en su partido.
– Pues yo no -dijo un tercero-. Me parece que se le está yendo la mano. No puedes estar acusando a alguien todos los días por esto o por lo otro sin presentar pruebas.
– Cuando el río suena…
– Aquí el problema principal es la corrupción y los asesinatos que cometen todos esos pandilleros disfrazados de policías. Esto no es un país, sino un matadero. Mira lo que pasó en Marianao. ¡Y el presidente Grau no ha hecho nada para solucionarlo!
Se refería al último escándalo nacional. Había sido una historia tan espeluznante que hasta los padres de Pablo, nada propensos a comentar sobre política, se mostraron indignados. Alguien había dado la orden de detener a un comandante que se hallaba de visita en casa de otro. En lugar de obedecer, la policía -una caterva de pandilleros oficializados- lo había acribillado a balazos junto a varias personas más, incluyendo la inocente esposa del dueño de la casa.
Pablo estuvo a punto de regresar sobre sus pasos para inmiscuirse en la conversación, pero recordó los consejos de su padre: «Recuerda que vas a la universidad a estudiar, no a mezclarte con alborotadores».
– ¡Pablo!
Se volvió, extrañado. ¿Quién podía conocerlo en aquel sitio? Era Shu Li, su antiguo compañero de escuela.
– ¡Joaquín!
Habían dejado de verse dos años atrás, cuando su amigo se mudó de vecindario y de escuela.
– ¿Qué matriculaste?
– Derecho… ¿Y tú?
– Medicina.
Terminaron de subir la escalinata y cruzaron los portales del rectorado para salir a la plaza central, donde el bullicio era mayor. Cerca de la biblioteca se encontraron con un amigo de Shu Li… o mejor, de Joaquín, porque ninguno de ellos usaba su nombre chino en lugares públicos.
– Pablo, éste es Luis -los presentó Joaquín-. También matriculó medicina.
– Mucho gusto.
– ¿Dónde está Bertica? -preguntó Joaquín al recién llegado.
– Acaba de irse -dijo Luis-. Me dijo que no podía esperarte más.
– Bertica es la hermana de Luis -aclaró Joaquín.
– Esa es una clasificación antigua -dijo Luis, dirigiéndose a Pablo con un guiño-. Ahora es la novia de Joaquín.
– Si no me voy ahora, no llegaré a tiempo -lo interrumpió Joaquín.
Y se despidió de los dos estudiantes de medicina, no sin antes acordar que a la salida irían a tomarse un café.
Fue un día fatigoso, pese a que ningún profesor dio realmente clases. Todo se volvió un inventario de normas de evaluación y exámenes, un repertorio de libros que deberían comprar, y una relación de consejos sobre las actividades universitarias.
A la salida, Luis y Pablo ya eran grandes amigos y habían intercambiado sus direcciones, teléfonos y sus verdaderos nombres en chino. Luis le advirtió que casi siempre su línea estaba ocupada por culpa de su hermana.
– ¿Qué matriculó ella? -preguntó Pablo, mientras aguardaban por Joaquín y Berta.
– Filosofía y Letras… Mira, por allí viene. ¡Y como siempre, Joaquín no ha llegado! Prepárate para la pelea que se avecina.
Pablo miró hacia la esquina, donde acababa de aparecer un trío de jovencitas cargadas de libros. Una de ellas, con rasgos asiáticos, era sin duda la hermana de Luis. La más rubia reía a picotazos, atorándose con su propia risa. La otra, de piel dorada, sonreía en silencio con la mirada clavada en el suelo.
Cuando estaban a sólo unos pasos, la joven de piel dorada alzó la vista y sus cuadernos cayeron al piso. Por un instante quedó inmóvil, mientras sus amigas recogían el reguero a sus pies. Pablo supo entonces que su sueño había sido un mensaje cifrado de los dioses: el muerto, al acariciar la luna, se había transformado en tigre. O lo que es lo mismo: su espíritu extinto, en presencia de la mujer, había recuperado su potencia vital. ¿Y si hacía otra lectura? El 8 -la cifra del muerto- también significaba tigre; el número de la luna -17- podía ser una mujer buena; y la clave del tigre -14-también indicaba matrimonio. Era una fórmula celestial: el orden de los factores no alteraba el producto. Y comprendió que había sido un tigre, y no un muerto, quien se había acercado a Kuan Yin, la Diosa de la Misericordia, cuya silueta brilla como la luna, para rozar un rostro con el que nunca dejó de soñar. Y ahora ella estaba ante él, más hermosa que nunca, tras muchos años de inútil búsqueda.
¿Sería una epidemia, o se trataba de algo que había ocurrido siempre y que nadie notó nunca? Al final Cecilia tuvo que admitirlo: las cubanas estaban muriendo en masa, como las ballenas suicidas.
Primero fue la novia de aquel actor, una muchacha con quien había conversado varias veces. Alguien le contó que, después de una acalorada discusión, ella salió a la calle enloquecida. Decenas de testigos dijeron que no fue culpa del chofer. La joven había visto el auto, pero se lanzó delante de las ruedas… Después fue una amiga con quien solía reunirse cuando ambas vivían en La Habana. Trini era una mujer brillante, una profesora lúcida, una lectora incansable. Muchas veces se sentaban a hablar de literatura y de un libro que ambas veneraban: El señor de los anillos. Cecilia recordaría siempre sus conversaciones sobre el bosque de Lothlórien y el amor que compartían por Galadriel, la reina de los elfos… Pero Trini había muerto. Después de romper con su última pareja, con la que había vivido en alguna ciudad de Estados Unidos, se sentó en un parque, sacó un revólver y se mató. Cecilia no podía entenderlo. No sabía cómo relacionar a la reina de los elfos con un suicidio por arma de fuego. Era uno de esos hechos que le hacían pensar que el universo andaba patas arriba.
Pronto dejó de hacerse preguntas. Y, como si se tratara de un karma compartido, ella también empezó a hundirse en la depresión y finalmente cayó en cama, presa de una fiebre inexplicable. Si intentaba levantarse, se mareaba y los oídos le zumbaban. Alarmados, Freddy y Lauro fueron a su casa acompañados por un médico.
– No sé si mi seguro de salud… -comenzó a decir ella.
– Despreocúpate del dinero -la tranquilizó el hombre-. Vine porque fui muy amigo de Tirso.
Aquel nombre no le dijo nada a Cecilia.
– Tirso era mi primo -dijo Lauro.
Por el tono de su voz, Cecilia intuyó que aquel primo había muerto, pero no quiso averiguar cómo ni de qué.
– ¿Eres hipertensa? -preguntó el hombre, después de observar los saltos de la aguja.
– No creo.
– Pues tienes la presión bastante alta -murmuró él, buscando algo en su maletín.
El hombre revisó las extremidades de Cecilia.
– No puedes permitir que tu tensión suba. Mira esos moretones. Con esa fragilidad capilar, las paredes arteriales podrían estallar. No quiero asustarte, pero esa mezcla de presión alta y fragilidad vascular podría provocar un derrame cerebral.
– Mis dos abuelos murieron de eso -murmuró ella.
– ¡Ay, Dios! -dijo Lauro, abanicándose con una mano-. Creo que me va a dar una fatiga. Esas cosas me dan mala impresión.
– Coño, Lauro -le regañó Freddy-, deja las payasadas aunque sea por un día.
– No estoy payaseando -protestó Lauro-. Soy una persona muy sensible.
– Quédate con esto -continuó el médico-. Cuando te repongas, me lo devuelves.
Era un equipo digital para tomar la presión. Las cifras aparecían en una pantalla.
– Ahora mismo te tomas dos pastillas -le recomendó, sacando un frasco de su maletín-. Y todas las mañanas, una al levantarte. Pero te recomiendo que vayas a un especialista para un chequeo completo… ¿Cómo está tu colesterol?
– Normal.
– Es posible que tu hipertensión sea emotiva.
– ¡Claro que lo es! -se quejó Freddy-. Esta mujer reacciona para adentro. Cada vez que le pasa algo, se mete en un rincón a llorar como una Magdalena.
– Las emociones pueden matar más rápido que el colesterol -le advirtió el médico antes de irse.
Pero las emociones no eran algo que Cecilia pudiera controlar y los medicamentos no lograron bajarla. Además, tenía aquella fiebre; una fiebre que su médico no sabía explicar. Se sometió a todo tipo de pruebas. Nada. Era una fiebre enigmática y solitaria que no parecía asociada a otra cosa que no fuera su depresión. El médico le ordenó descanso absoluto. Dos días después, cuando alguien la llamó para decirle que había visto a Roberto con una pelirroja en la playa, se sumió en un letargo casi misericordioso. Tuvo sueños y visiones. A veces le parecía hablar con Roberto, y al instante siguiente se encontraba sola. O se acercaba a besarlo y de pronto estaba con un desconocido.
Un aguacero interminable comenzó a caer sobre la ciudad. Llovió durante tres días y tres noches para alarma de las autoridades. Se suspendieron las clases y casi todos los trabajos. Los noticieros anunciaron que se trataba de la mayor caída de agua en medio siglo. Fue un temporal extraño como una alucinación. Y mientras Miami se convertía en una nueva Venecia, Cecilia deliraba a causa de la fiebre.
La última noche del diluvio sospechó que se estaba muriendo. Se había tomado varias aspirinas, pero su fiebre continuaba muy alta. Pese a los envidiables resultados físicos de sus análisis, se consumía como una anciana. De pronto supo por qué la gente moría de amor en otras épocas: una profunda depresión, un sistema inmunológico virado al revés, las emociones que impulsan la presión hasta las nubes y… todo podía irse al demonio. La fragilidad del corazón no soporta las cargas del espíritu.
Durante la madrugada de la tercera noche despertó con la sospecha de que llegaba a su fin. Todavía con los ojos cerrados, percibió el roce de una mano sobre su piel calenturienta. Giró la cabeza, buscando el origen de la caricia. No había nadie en el dormitorio. Por alguna razón, pensó en su abuela Delfina. Su mirada se posó en un libro que no había comenzado a leer. Siguiendo un impulso, lo abrió al azar: «En la mente llevamos el poder de la vida y el poder de la muerte». Y apenas leyó aquella línea, recordó las palabras de Melisa: «Tienes una sombra en el aura». Se estremeció. «Algo malo va a pasarte si no tomas medidas dentro de tu cabeza.»
Se tomó la presión: 165/104, y otra vez experimentó aquel roce helado como si un ser invisible se mantuviera cerca. De pronto tuvo una inspiración. Cerró los ojos y visualizó las cifras: 120/80. Mantuvo la imagen durante unos instantes hasta que pudo verla en su mente, sintiendo -más que deseando- que estaría allí cuando volviera a mirar. Volvió a medirse: 132/95. Las cifras habían bajado. Se concentró una vez más. De nuevo cerró los ojos durante varios minutos, manteniendo la imagen «120/80… 120/80» hasta que las cifras brillaron nítidamente en su cabeza. Una brisa recorrió la habitación cerrada y refrescó su piel. Pasaron tres, cuatro, diez minutos. Se relajó y volvió a inflar la banda para leer: 120/81. Apenas podía creerlo, pero sin duda lo había logrado. De algún modo, había conseguido que su presión bajara. Decidió hacer lo mismo con la fiebre. Tras varios intentos, su temperatura comenzó a ceder hasta que ella misma cayó en un profundo sueño.
Despertó a la mañana siguiente con la luz que se filtraba por su ventana. Se asomó al balcón y divisó varios automóviles subidos en las aceras. Sus dueños los habían colocado encima de cualquier elevación, temiendo que se inundaran. Decenas de personas circulaban por las calles, descalzas y en shorts. Por primera vez en muchas horas, el sol brillaba sobre sus cabezas. Desde los alambres aún mojados, las aves sacudían sus plumas y cantaban a pleno pulmón.
La vida regresaba para todos, incluso para Cecilia.