SEGUNDA PARTE. Dioses que hablan el lenguaje de la miel

De los apuntes de Miguel

TENGO UN CHINO ATRÁS:

Expresión común en Cuba para indicar que a alguien lo persigue la mala suerte. Su origen pudiera ser la creencia de que la brujería china es tan fuerte que nadie puede anular o destruir sus «trabajos», como puede hacerse con la africana.

En la isla también se dice que alguien «tiene un muerto atrás» para indicar que la desgracia persigue a una persona, pero «tener un chino atrás» significa una fatalidad aún peor.


Por qué me siento sola

Cecilia se adentró por el antiguo camino, ahora pavimentado, que conducía a la playita de Hammock Park. A su izquierda, una pareja de cisnes flotaba ingrávidamente sobre las aguas verdes de una laguna, pero ella no se detuvo a contemplarlos. Siguió hasta la caseta de peaje, pagó la entrada y condujo hacia la playa. Cuando vio el letrero del restaurante, buscó dónde aparcar y después se dirigió a la puerta.

Su excursión había sido una corazonada. En lugar de ir a la librería, como le recomendara Gaia, había decidido indagar en el sitio de la segunda visión. No tuvo dificultad en encontrar lo que buscaba; Bob, el trabajador más viejo del lugar, tenía casi sesenta años y ahora era el administrador allí, aunque había comenzado siendo camarero.

El hombre no sólo conocía la leyenda de la casa fantasma, sino que había escuchado los testimonios de varios empleados que tropezaron con ella. Lo curioso era que los vecinos más antiguos de la zona no recordaban haber oído hablar de las apariciones hasta fecha relativamente reciente.

– Algo debe de haber disparado ese fenómeno -aseguró el viejo-. Cuando surgen esas cosas es porque reclaman o buscan algo.

Aunque nunca pudo ver la casa ni sus ocupantes, estaba convencido de su existencia. Era imposible que tantas personas coincidieran en los mismos detalles. Todos describían la aparición como un chalet playero de dos pisos, coronado por un techo de dos aguas, semejante a las primeras construcciones que se hicieran en Miami un siglo atrás. Sin embargo, sus misteriosos inquilinos llevaban ropas de épocas más recientes. Y era sólo aquí donde diferían las historias. Algunos daban razón de dos ancianos: ella, con un traje de flores, y él, con una jaula vacía en las manos. Otros añadían una segunda mujer. Quienes las habían visto juntas, aseguraban que eran madre e hija, o quizás hermanas. La aparición masculina, sin embargo, no parecía tener ningún vínculo con ellas. Ni siquiera reparaba en su presencia. Lo mismo ocurría por parte de ellas. Intrigado, Bob había pasado más de una noche en vela con la esperanza de ver algo, pero nunca tuvo suerte.

– Yo creo que hay personas con visión para el más allá y otras que no pueden ver -dijo antes de despedirse-. Por desgracia, pertenezco al segundo grupo.

Cecilia sólo atinó a asentir, recordando a su abuela Delfina, y respiró con alivio cuando salió a la terraza. Por fin tenía algún material nuevo que podía usar.

La brisa golpeó su olfato con un violento olor a sal y yodo. A lo lejos, una pareja paseaba sobre el muro que separaba la playa del mar abierto. Todavía quedaban dos o tres horas para que el sol se ocultara.

Se acercó a la orilla, atenta al rumor de los cocoteros. No había nadie a la vista y echó a andar hacia el bosquecillo, pensando nuevamente en su abuela Delfina. Si hubiera estado viva, habría conocido toda la historia con sólo acercarse al lugar. Su abuela era capaz de ver a voluntad los acontecimientos pasados o futuros. No era como ella ni como el viejo gringo, criaturas ciegas para las visiones. Sospechó que la soledad era el único fantasma que siempre la acosaría.

Tras andar un rato por el bosquecito, sin más compañía que un cangrejo y varias lagartijas saltarinas, decidió irse a casa. Al día siguiente tendría que volver al periódico para poner en orden sus notas.

Sintió una especie de ahogo cuando pensó en el apartamento vacío que la aguardaba. El cielo se iba tiñendo de púrpura a medida que recorría las calles. En pocos minutos, la noche cubriría la ciudad y haría relucir sus incontables anuncios. Los clubes, los cines, los restaurantes y los cabarets se llenarían de turistas.

De pronto no resistió la idea de encerrarse entre cuatro paredes, a solas con sus libros y sus recuerdos. Pensó en Amalia. A diferencia de aquella casa intangible que deambulaba por Miami, la historia que comenzara a contarle tenía un comienzo y seguramente un final. Sintió que aquellos personajes, perdidos en la distancia y en el tiempo, eran mucho más reales que su propia vida y que aquella mansión ilusoria que insistía en esfumarse entre sus dedos. Sin pensarlo mucho, hizo girar su auto rumbo a La Pequeña Habana.

«Al doblar de cada esquina, siempre está el pasado», pensó.

Y con ese ánimo, se adentró en las callejuelas atestadas de gente.

Llanto de luna

El ánimo de Kui-fa quedó dividido entre la tristeza y el gozo. Cada tarde se sentaba con su hijo junto al paraván que mostraba escenas de la vida de Rúan Yin, protectora de las madres; y cada tarde le rogaba por el regreso de Síu Mend. La diosa flotaba sobre un nenúfar de nácar mientras viajaba hacia la isla maravillosa donde tenía su trono, y Kui-fa sonreía ante esa imagen. Cerca de ella se sentía segura. ¿Cómo iba a ser de otro modo cuando la Diosa de la Misericordia había desdeñado el cielo para regresar a la tierra en busca de los afligidos? A otros inmortales se les temía, a ella se la amaba; muchos mostraban expresiones temibles en sus rostros, pero los rasgos de Kuan Yin despedían una claridad radiante como la luna. Por eso Kui-fa le confiaba sus temores.

Cada cierto tiempo, Weng iba hasta la ciudad a manejar los asuntos legales relacionados con las exportaciones, y a veces traía noticias de Síu Mend. El pequeño Pag Li, a quien su madre había apodado Lou-fu-chai porque tenía el carácter de un tigrillo, crecía mimado y atendido por todos. Mey Ley, la nodriza que criara a Kui-fa, había asumido su cuidado como si se tratara de su propio nieto. Y mientras su madre rezaba y aguardaba por noticias de su marido ausente, el pequeño sólo parecía vivir para escuchar las historias de dioses y reinos celestiales que Mey Ley le narraba cada tarde junto al fogón. Con sus cinco años, ya tenía el vocabulario y la inteligencia de un niño mayor: nada raro en alguien nacido bajo el signo del Tigre.

La historia favorita de Pag Li era la leyenda del intrépido Rey Sol, que se alimentaba de flores.

Ayíí -pedía el niño casi a diario-, cuéntame de cuando el Rey Sol quiso tener la píldora de la inmortalidad.

Y Mey Ley tosía para aclararse la garganta, mientras revolvía la sopa donde nadaban legumbres y trozos de pescado.

– Pues resulta -empezaba- que la píldora estaba en manos de una diosa que la guardaba con celo. Por nada del mundo quería desprenderse de ella. Aunque el Rey Sol le rogó muchas veces que se la entregara, todo fue en vano. Un día, el rey tuvo una idea. Se fue a la Montaña de la Tortuga de Jade Blanco y allí levantó un hermoso castillo con un techo de cristal. Era tan magnífico y radiante que la diosa quiso poseerlo de inmediato. Así es que el Rey Sol se lo ofreció a cambio de la píldora. Ella aceptó, y el rey se la llevó para su casa muy contento…

– Te faltó que no podía tragársela enseguida -la interrumpió Pag Li.

– ¡Ah, sí! La diosa le recomendó que no se la tomara enseguida porque antes debía ayunar doce meses, pero la Reina Luna descubrió el escondite donde…

– ¡Ya se te volvió a olvidar! -la interrumpió el niño-. El rey había, salido y dejó la píldora escondida en el techo…

– Sí, sí, claro -dijo Mey Ley, añadiendo más especias al caldo-. La Reina Luna descubrió la píldora por casualidad. El Rey Sol había salido y, mientras ella vagaba por el palacio, observó una claridad que brotaba desde lo más alto. Era la píldora divina. Así fue como la descubrió y se…

– Primero se subió a un mueble.

– En efecto, trepó a un mueble porque el techo del palacio era muy alto. Y apenas se tragó la píldora empezó a flotar…

– Tuvo que agarrarse a las paredes para no chocar contra el techo -apuntó Pag Li, a quien le encantaba este detalle.

– Cuando su esposo regresó y preguntó por la píldora, ella abrió la ventana y escapó volando. El rey trató de perseguirla, pero ella voló y voló hasta llegar a la luna, que está llena de árboles de canela. De pronto, la reina empezó a toser y vomitó parte de la píldora, que se convirtió en un conejo muy blanco. Este conejo es el antepasado del yin, el espíritu de las mujeres.

– Pero el Rey Sol estaba furioso -continuó Pag Li, demasiado emocionado para esperar por el resto del relato-, y juró que no descansaría hasta castigar a la reina. El Dios de los Inmortales, que todo lo oye, escuchó sus amenazas y se le apareció para ordenarle que la perdonara.

– Así fue. Y para tranquilizarlo le regaló el Palacio del Sol y un pastel mágico de zarzaparrilla. «Este pastel te protegerá del calor», le dijo. «Si no lo comes, morirás abrasado por el fuego del palacio.» Y por último, le dio un talismán lunar para que pudiera visitar a la reina.

– Pero ella no podría visitar al rey porque no tenía el pastel mágico para protegerse.

– Aja. Cuando la reina lo vio llegar, quiso huir; pero él la tomó de la mano y, para demostrarle que no le guardaba rencor, echó abajo algunos árboles de canela y con sus troncos olorosos construyó el Palacio del Inmenso Frío y lo adornó con piedras preciosas. Desde entonces, la Reina Luna vive en ese palacio y el Rey Sol la visita el día quince de cada mes. Así es como ocurre en los cielos la unión del yang con el yin.

– Y por eso la luna se pone toda redonda y brillante -gritaba Pag Li-. ¡Porque está tan contenta!

A la tarde siguiente, el niño corría de nuevo a la cocina, después de haberse pasado horas retozando entre los sembrados, para pedir otra narración que él recordaba mejor que la anciana.

Llegaron las lluvias, y Pag Li vio cómo se inundaban los campos. Su madre lo encerró en casa para que empezara a estudiar con un maestro que Weng le buscó. Ya no pudo salir a jugar con sus amigos. Pasaba largas horas entre papeles y con los dedos embarrados de tinta, mientras se afanaba por reproducir los complicados caracteres; pero se consolaba con la promesa de que algún día podría desentrañar por sí mismo las historias ocultas en los libros. Y aún tenía los relatos que Mey Ley seguía regalándole por las tardes, junto al fogón, cuando terminaba sus deberes.

Una fría mañana de otoño, llegó una carta donde Síu Mend anunciaba su regreso. Kui-fa pareció abrirse como la flor de su nombre. No en vano el altar de los Tres Orígenes era el más cuidado de todos. Ella misma se encargaba de atenderlo, pues conservar la buena fortuna no era algo que podía dejarse al azar, y Mey Ley estaba demasiado vieja y olvidaba con facilidad las cosas.

Por primera vez en cinco años, Kui-fa desplegó una actividad febril. Acompañada por una sirvienta fue al pueblo y compró varios paquetes de incienso, un pote de la mejor miel y centenares de velas. También encargó ropa nueva para ella, para Pag Li, para su marido y para Mey Ley.

Mucho antes de que comenzaran los preparativos para el Festival de Invierno, los altares de la familia Wong ya resplandecieron con el brillo de los cirios y las flores. Los rezos de las mujeres se esparcieron en el aire invernal, rogando por otro año de salud y prosperidad. Kui-fa se acercó al altar del Dios del Hogar y untó sus labios con néctar de las colmenas del norte. Ese era el lenguaje que hablaban y entendían los dioses; la miel dulce y las flores olorosas, el humo del incienso y las ropas de colores alegres que los humanos les ofrecían cada año. Mucha miel le regaló al dios que subiría a las regiones celestes llevando sus chismes y peticiones. Con tantos agasajos, estaba segura de que Síu Mend regresaría sano y salvo.

Todo este ajetreo le proporcionó a Pag Li un respiro. Las clases se suspendieron y, por si fuera poco, ningún adulto tenía tiempo para ocuparse de él. Junto con otros amigos, recorría los campos y se dedicaba a lanzar cohetes y admirar los fuegos artificiales que estallaban en las tardes. Para colmo de regocijos, era la época en que Mey Ley preparaba unas galletas azucaradas que los niños robaban al menor descuido, aun cuando sabían que después la anciana se las regalaría; pero la mitad del placer estaba en hurtar las golosinas y comerlas a escondidas.

Cada noche, Kui-fa se acercaba al altar del dios y le untaba más miel en los labios.

– Cuéntale al soberano del Primer Cielo cómo he criado a mi hijo. Estoy sola. Necesito a su padre.

Y entre el humo del incienso que escapaba de los aromados palillos, el dios parecía entrecerrar los ojos y sonreír.


Una noche, Síu Mend apareció inesperadamente. Venía más quemado por el sol, y con un aire relajado que sorprendió a toda la familia. Durante el tiempo que permaneció en la isla, estuvo en contacto diario con su abuelo Yuang y se encargó de distribuir los primeros cargamentos de velas, estatuas, símbolos de prosperidad, incienso y otros objetos de culto que Weng enviara a La Habana.

Deslumbrado por aquella ciudad de luz, casi olvidó su país. Síu Mend pensaba que era culpa del abuelo, en cuya casa había vivido. El anciano recibía una pensión del gobierno republicano por haber sido mambí -como se les llamaba en Cuba a los insurrectos que pelearan contra la metrópoli española-. Su vida cargada de peligros había contribuido a multiplicar el hechizo.

Cada tarde, la familia se sentaba a escuchar los relatos de Síu Mend sobre esa isla que parecía sacada de una leyenda de la dinastía Han, con sus frutos exóticos y pletórica de seres fascinantes en su infinita variedad. Las historias más interesantes eran las del propio abuelo mambí, que había llegado allí cuando era muy joven y que había conocido a un hombre extraordinario, una especie de iluminado que hablaba con tanto convencimiento que Yuang se le unió en su lucha por la libertad de todos. Así se hizo mambí y vivió decenas de aventuras que le fue contando a Síu Mend, mientras fumaba su larga pipa en el umbral de la casa. Cinco años después de su llegada, llegó el momento de regresar y, dividido entre su reticencia a abandonar aquel país y el deseo de retornar a su familia, Síu Mend se hizo nuevamente a la mar.


Pasó mucho tiempo, y Síu Mend no lograba olvidar la atmósfera salada y transparente de la isla; pero su recuerdo quedó atrapado en las redes silenciosas de su memoria, sofocado por deberes más cercanos. Soplaban vientos nuevos, con noticias de una guerra civil que amenazaba con cambiar el país. También se decía que los japoneses avanzaban desde el oriente. Pero eran rumores dispersos que iban y venían como la época de lluvias, y en la comarca nadie les prestó atención.

De ese modo se aprestaron a recibir un nuevo Año de la Rata. Con dos años más, habría transcurrido un ciclo completo desde que naciera Pag Li y vendría nuevamente otro Año del Tigre. Sólo que el pequeño había nacido bajo el elemento fuego y el próximo ciclo sería de tierra. De cualquier modo, Síu Mend pensó que ya podía comenzar a buscarle esposa. Kui-fa protestó, diciendo que era demasiado pronto, pero él no le hizo caso. Tras muchas dudas y algunas consultas secretas con su tío, decidió hablar con el padre de una de las jóvenes candidatas. Hubo intercambio de regalos entre las familias y votos por el futuro enlace, tras lo cual todos regresaron a ocuparse de sus asuntos en espera del acontecimiento.

Y una tarde llegó la guerra.


Las cañas se alzaban verdemente bajo el sol y los campos se movían como un mar azotado por la brisa. Kui-fa bordaba unas zapatillas en su alcoba cuando escuchó los gritos.

– ¡Ahí vienen! ¡Ahí vienen!

Por puro instinto se lanzó hacia el escondite donde guardaba las joyas, cogió el envoltorio que le cabía en un puño y lo escondió en su ropa. Antes de que los gritos se repitieran, ya había arrastrado a Pag Li hacia la puerta. Su marido tropezó con ella. Venía sudoroso y con la ropa en desorden.

– ¡A los campos! -exclamó con ansiedad.

¡Ayíí! -llamó Kui-fa en dirección a la cocina-. ¡Ayíí!

– ¡Déjala! -dijo su marido, mientras la arrastraba hacia fuera-. Debe de haber huido con los otros.

Los primeros disparos brotaron cuando aún se hallaban a un centenar de pasos de las siembras. Después fueron los gritos… lejanos y terribles. Se sumergieron en las cañas cuyas hojas les arañaban los rostros y les cortaban la piel, pero Síu Mend insistió en seguir andando. Mientras más se alejaran, más seguros estarían. La lluvia de disparos creció tras ellos a medida que se internaban en las cañas. Pag Li protestaba por el escozor, pero su padre no le permitió detenerse. Sólo cuando la artillería se convirtió en un vago rumor, Síu Mend los dejó descansar.

Se acomodaron como pudieron entre los matorrales, pero nadie durmió en toda la noche. A ratos escuchaban algún grito. Kui-fa se retorcía las manos de angustia, imaginando a quién pertenecerían las voces, y el niño gimoteaba dividido entre el pánico y las molestias.

– Por lo menos, estamos vivos -decía Síu Mend, tratando de- tranquilizarlos-. Y si eso es así, es posible que los otros también lo estén… Ya los encontraremos.

La luna se alzó sobre sus cabezas; una luna mojada como el rocío que empapaba sus ropas. El frío y la humedad penetraban hasta sus huesos. Abrazando a su hijo, Kui-fa levantó la vista hacia el disco de plata que tanto le recordaba el rostro de Kuan Yin, la Diosa de la Misericordia, y le pareció que todo el cielo lloraba con ella. ¿O era sólo el llanto de la luna lo que anegaba los sembrados? Síu Mend se pegó más a ellos. Así permanecieron los tres hasta que llegó la mañana.

La frecuencia de los disparos había ido menguando hasta desaparecer. Kui-fa respiró con alivio cuando entrevió el disco solar entre las largas y aserradas hojas, pero Síu Mend no les dejó abandonar el refugio. Allí permanecieron todo el día, acosados por los insectos, el hambre y la sed. Sólo cuando el sol descendió de nuevo para ocultarse y las estrellas brillaron en el cielo, Síu Mend decidió que ya era hora.

Llenos de miedo, desandaron sus pasos hasta el borde del sembrado, donde Síu Mend les ordenó que se detuvieran.

– Voy a salir -anunció a su mujer-. Si no regreso, da media vuelta y huye. No te quedes aquí.

Kui-fa esperó con angustia, temiendo escuchar a cada momento el grito agonizante de su marido, pero sólo le llegó el murmullo de los grillos que volvía a adueñarse del silencio. Recordó las joyas que había guardado en sus ropas. Tendría que hallarles un sitio más seguro. La ausencia de su marido le recordó algo. Sí, había un lugar donde nadie las descubriría…

Los insectos acallaron sus voces con la llegada de la brisa que precede al amanecer. El disco de la luna llena se movió un poco. Hubo más frío y humedad. Una niebla interminable y lacrimosa se elevó sobre sus cabezas. Sopló el fantasma del viento y unos pasos se acercaron entre las cañas. La mujer apretó al niño dormido contra su pecho. Era Síu Mend. Pese a la poca luz, la expresión en su rostro era tan elocuente que Kui-fa no tuvo que preguntar. Cayó de rodillas ante su marido, sin fuerzas para sostener al niño.

– Vámonos -dijo él con los ojos llenos de lágrimas, ayudándola a levantarse-. Ya no hay nada que podamos hacer.

– Pero la casa… -murmuró ella-. Los sembrados…

– La casa no existe. El terreno… es preferible venderlo. Los soldados se han marchado, pero volverán. No quiero quedarme aquí. De todos modos, se lo he prometido a Weng.

– ¿Lo viste?

– Antes de que muriera.

– ¿Y Mey Ley? ¿Y los otros?

En lugar de contestar, Síu Mend tomó al niño de una mano y a ella de la otra.

– Nos iremos a otro sitio -anunció con voz ahogada.

– ¿Adónde?

El hombre la miró un instante, pero ella supo que sus ojos no la veían. Y cuando respondió, su voz tampoco parecía la suya, sino la de un mortal que ansia regresar de nuevo al reino del Emperador de Jade.

– Nos iremos a Cuba.

Te odio y sin embargo, te quiero

Como cada sábado, Cecilia se había ido a caminar por el embarcadero. Contempló el parque lleno de patinadores, parejas con niños, ciclistas y corredores. Era una imagen bucólica y a la vez desoladora. Tantos rostros felices, lejos de animarla, la dejaban con una sensación de aislamiento. Pero no era sólo aquel parque lo que le producía tanta angustia, sino el mundo; todo lo que llamaban civilización. Sospechaba que hubiera sido más feliz en algún sitio salvaje e inhóspito, libre de compromisos sociales que sólo servían para provocarle más ansiedad. Pero había nacido en una ciudad cálida, marina y latina, y ahora vivía en otra ciudad cálida, marina y anglosajona. Lo suyo era karmático.

Siempre se había sentido una extranjera de su tiempo y de su mundo, y aquella percepción había aumentado en los últimos años. Quizás por eso regresaba una y otra vez al bar donde podía olvidar su presente a través de las historias de Amalia.

Toda su vida le interesaron los personajes lejanos en la geografía, contrario a su madre que amaba cuanto tenía que ver con su isla. Por eso le había puesto Cecilia, en homenaje a la novela de Cirilo Villaverde Cecilia Vaides, un clásico de obligada referencia. Pero ella no había heredado ni sombra de esa pasión. Su pasado la tenía sin cuidado. En la escuela no se cansaban de repetir que en la isla siempre hubo hambrientos o poderosos, unos con mucho y otros con poco, en diferentes estadios de la historia: el mismo cuento de explotadores y explotados ad infinitum… hasta que llegó La Pelona, como lo bautizó enseguida su abuela clarividente para gran escándalo de los vecinos que vitoreaban su entrada triunfal.

Lo ocurrido después fue peor que todo lo anterior, aunque de eso no se hablaba en clases. Blandiendo su guadaña, La Pelona arrasó con propiedades y vidas humanas; y en menos de cinco años, el país era la antesala del infierno. Una vez más, Delfina había visto lo que nadie pudo prever y, desde entonces, quienes habían dudado de ella reconocieron que por su boca hablaba alguien cercano a Dios. Se convirtió en el oráculo oficial del pueblo, que más tarde se declaró en duelo cuando la familia se trasladó a Sagua.

Pero su abuela no se dedicó a decir la buenaventura. Después de casarse, se mudó a La Habana para criar a su hija y cultivar flores. Tenía tanta pericia en lograr rosas y claveles que muchos vecinos querían comprárselos, pero ella siempre se negó a mutilar sus matas. Sólo de vez en cuando, en alguna ocasión especial, regalaba ramitos que eran recibidos como joyas.

Cecilia echó a andar por el sendero que serpenteaba entre la hierba, salpicada a ratos por mazos de campanillas silvestres y adelfas. La casa de su abuela también era un jardín. Su vajilla de porcelana, sus muebles, sus copas de bacará, incluso sus ropas, tenían motivos florales. Ahora, en medio de tanta naturaleza fastuosa, no podía dejar de evocarla.

El timbre del celular la sacó de su ensueño. Era Freddy.

– ¿Qué haces? -preguntó él.

– Paseo un poco.

– ¿Tienes algo para esta noche?

Ella abandonó el sendero y se dirigió a la costa.

– Quiero ver un programa sobre pirámides que anunciaron en el Discovery.

– ¿Por qué no vamos al bar?

Ella caminó un poco más antes de responder.

– No sé si tenga ganas de salir.

Comenzó a quitarse los zapatos.

– Pero, mi china, tienes que espabilarte. El año pasado te quedaste encerrada en las vacaciones.

– Ya sabes cómo soy.

– Una antisocial.

– Una ermitaña -lo corrigió.

– Con vocación de monja -añadió él-. Y con la desgracia de que, como no eres católica, no puedes meterte en un convento. Y la verdad es que eso te vendría de maravillas, porque no haces nada por buscarte un hombre.

– Ni tengo intenciones de hacerlo. Prefiero quedarme para vestir santos.

– ¿Lo ves? Santa Cecilia de La Habana en Ruinas. Cuando se muera Barba Azul, levantarán una ermita en tu honor, en el monte Barreto que quedaba por tu casa, y la gente irá en peregrinación hasta allí, lanzándose en carriolas y chivichanas loma abajo desde Tropicana, todos borrachos y con lentejuelas. Me imagino que hasta darán un premio: el que llegue vivo y sin destarrarse será proclamado santo o santa del mes…

Dejó de escuchar a Freddy, absorta en el mar que golpeaba las rocas. Era una ermitaña en aquel lugar. Allí no tenía pasado. Su biografía había quedado en otra ciudad que se esforzaba en olvidar aunque era parte de su infancia feliz, de su adolescencia perdida, de sus padres muertos… O quizás por eso mismo. No quería recordar que estaba irremediablemente sola.

De pronto pensó en su tía abuela, la única hermana de su abuela vidente. Vivía en Miami desde hacía treinta años, tras marcharse de Cuba siguiendo los consejos de Delfina. Cecilia sólo la había visitado en una ocasión y después no había vuelto a verla.

– ¿Me estás oyendo? -chilló Freddy.

– Sí.

– Entonces, ¿vienes o no?

– Déjame pensarlo. Te avisaré más tarde.

La soledad se había espesado en torno a ella como un círculo dantesco. Buscó su agenda para llamar a Lauro. Siempre se proponía pasar los teléfonos al celular, pero olvidaba hacerlo; por eso llevaba consigo aquella libre ti ta descuartizada. Su mirada cayó sobre otro número que aparecía en la misma página… Sí, aún tenía familia: una ancianita que vivía en el centro de la ciudad. ¿Por qué no había regresado a verla? La respuesta estaba en su propio dolor; en el miedo a recordar y a perpetuar lo que, de todos modos, nunca más tendría. Pero ¿no estaría siendo muy egoísta? ¿Qué era peor: evitar el recuerdo o enfrentarlo? Haciendo un esfuerzo, comenzó a marcar aquel teléfono.


Loló vivía en un vecindario con amplias aceras de hierba recién cortada, muy cerca de esos dos emporios de la cocina cubana que eran La Carreta y Versailles, a los cuales acudían los noctámbulos. Mientras casi todos los negocios cerraban antes de la medianoche y perdían dinero a manos llenas (o más bien vacías), esos restaurantes se mantenían abiertos hasta bien entrada la madrugada.

Cecilia intentó guiarse por su memoria, pero todos esos edificios eran idénticos. Tuvo que sacar el papel y mirar los números. Se había equivocado de esquina. Caminó un par de calles más hasta que lo encontró. Tras subir los escalones, tocó un timbre que no sonó. El chillido de una cotorra interrumpió un misterioso zumbido proveniente del interior.

Pin, pon, fuera… -gritó la cotorra.

Los pasos se arrastraron hasta la puerta. Cecilia vio la sombra a través del cristal de la mirilla.

– ¿Quién es?

Cecilia suspiró. ¿Por qué los viejos hacían esas cosas? ¿No estaba viendo que era ella?

– Soy yo, tía… Ceci.

¿Se sentían tan inseguros que querían comprobar que la persona que veían era la misma que parecía ser? ¿O es que no se acordaba de ella?

La puerta se abrió.

– Pasa, m’hijita.

La cotorra seguía alborotando.

– Que se vayan, que se vayan…

– ¡Cállate, Fidelina! Si sigues así, voy a echarte perejil. Los chillidos cesaron.

– Ya no sé qué hacer. Los vecinos están a punto de hacerme un consejo de guerra. Si no fuera porque me la dejó el difunto Demetrio, ya la hubiera regalado.

– ¿Demetrio?

– Mi pareja de jugar al bingo durante nueve años. Estaba aquí el día que viniste a verme. Cecilia no se acordaba.

– Me dejó de herencia la puñetera cotorra, que no para de chacharear en todo el santo día.

El pajarraco chilló de nuevo.

– Pin, pon, fuera… Abajo la gusanera.

¡¡Fidelina!!

El grito sacudió el apartamento.

– El día menos pensado también me acusan de comunista.

– ¿Quién le enseñó a decir eso?

Cecilia recordaba aquella frase, coreada en la isla contra miles de refugiados que buscaran asilo en la embajada de Perú, poco antes del éxodo del Mariel.

– Ese demonio lo aprendió de un video que trajeron de La Habana. Cada vez que viene alguien de visita, repite la cantaleta.

Pin, pon, fuera…

– Ay, los vecinos me van a quemar viva.

– ¿No tienes un trapo?

– ¿Para qué?

– ¿Lo tienes?

– Sí.

– Tráelo.

La anciana se fue al cuarto y regresó con una sábana doblada y perfumada. Cecilia desplegó la tela y la arrojó sobre la jaula. Los chillidos cesaron.

– No me gusta hacer eso -dijo la mujer, frunciendo el ceño-. Es cruel.

– Más cruel es lo que esa cotorra le hace a los tímpanos de los humanos.

La mujer suspiró.

– ¿Quieres café?

Fueron a la cocina.

– No sé por qué no te deshaces de ella.

– Me la dejó Demetrio -repitió la anciana con obstinación.

– No veo qué tiene de malo que la regales.

– Bueno, le preguntaré. Pero tendré que esperar a que a él le dé la gana de venir porque yo no soy Delfina.

Aunque Cecilia había estado absorta en la cafetera, la última frase la obligó a levantar la vista.

– ¿Cómo?

– Que si fuera Delfina podría llamarlo ahora mismo para saber qué hacer, pero voy a tener que esperar.

Cecilia se quedó mirando a la anciana. Nunca dudó de la mediumnidad de su abuela Delfina; las anécdotas que circulaban en su familia eran demasiadas. Pero ahora no pudo determinar si lo que su tía abuela decía era real o producto de la vejez.

– No estoy loca -le dijo la mujer, sin inmutarse-. A veces siento que él anda por aquí cerca.

– ¿Tú también ves cosas?

– Ya te dije que no soy como mi hermana. Ella era un oráculo, como el de Delfos. Creo que mamá tuvo una premonición cuando la bautizó así. Delfina podía conversar con los muertos cuando se le antojaba. Ella los llamaba, y venían en tropel. Yo también puedo hablarles, pero tengo que esperar a que se presenten.

– ¿Puedes hablar con mi madre?

– No, sólo con mi hermana y con Demetrio.

Cecilia empezó a endulzar su café. Aún no podía decidir si todo eso era cierto. ¿Cómo averiguarlo sin ofender a su tía abuela?

– ¿Cuándo te empezó lo de hablar con los muertos?

– Desde niña, cuando conversé con mi abuela en el jardín pensando que había venido a visitarnos. Al otro día me enteré que, a esa misma hora, estaba agonizando en una cama de la clínica Covadonga. Sólo se lo conté a Delfina, que me consoló y me dijo que no me preocupara, que a ella le habían pasado cosas peores. Ahí fue cuando me enteré de lo suyo.

– Pero ella no presintió esa muerte. ¡Y nadie en la familia me habló nunca de tus visiones!

– Lo mío no tuvo importancia. A Delfina le sucedían cosas más extraordinarias. Siempre conocía de antemano las buenas y las malas noticias: algún avión que se iba a caer, quién se casaría con quién, cuántos hijos tendría una pareja de novios, desastres naturales que matarían a miles de gentes en cualquier sitio del mundo… Cosas así. Delfina supo que tu madre estaba embarazada de ti antes que ella misma, porque tu abuelo, que en paz descanse, se lo confirmó desde el más allá. Desde que tenía cuatro o cinco años, conversaba con personas de la familia que habían vivido mucho antes. Al principio creyó que se trataba de visitas. Y como nadie le comentaba al respecto, presumía que no debía darse por enterada. Pero cuando creció y empezó a preguntar, se dio cuenta de que había estado hablando con personas que no eran reales… O más bien, que no estaban vivas.

– ¿Y no se asustó?

– Quienes se asustaron fueron mamá y papá cuando ella mencionó a «los visitantes». Pensaron que estaba loca o que inventaba cosas. Mi hermana quiso convencerles de lo contrario y les contó lo que los bisabuelos le habían revelado sobre sus infancias… Secretos imposibles de saber por Delfina. Eso los espantó aún más.

Cecilia puso su taza en el fregadero.

– No sé por qué estamos hablando de esas cosas -masculló Loló-. Vamos a la sala.

Abandonaron la cocina y fueron hasta la otra habitación, donde se sentaron junto a la puerta abierta.

– Cuéntame de ti -pidió la anciana.

– No tengo nada que contar.

– Eso es imposible. Una muchacha tan joven y tan bonita debe tener enamorados.

– El trabajo no me deja tiempo.

– El tiempo se lo hace uno. No puedo creer que no vayas a ninguna parte.

– A veces voy a la playa.

No se atrevió a mencionar el bar, imaginando que no le gustaría saber que la nieta de su hermana andaba por esos antros.

– A tu edad, yo tenía un par de rinconcitos que eran mis preferidos.

– En esta ciudad no hay adonde ir. Es lo más aburrido del mundo.

– Aquí hay lugares muy bonitos.

– ¿Como cuáles?

– El Palacio de Vizcaya, por ejemplo. O el Castillo de Coral.

– No los conozco.

– Pues ya te llamaré algún fin de semana para ir a verlos. Y que conste -la amenazó con el dedo-, que no voy a echar esta frase en saco roto.

Media hora más tarde, mientras bajaba las escaleras, Cecilia volvió a escuchar el chillido de la cotorra, al parecer liberada de su prisión.

Su tía abuela tenía razón. No había motivos para que permaneciera encerrada como si fuera un adefesio. Recordó el bar, donde había estado varias veces y nunca había bailado; y eso que estaba tan oscuro que nadie se daría cuenta de que no sabía dónde ponía los pies. Además, con todos aquellos suecos y alemanes que no tenían ni idea de lo que era un guaguancó, casi podía ser la reina del solar. Pero la historia de Amalia era tan fascinante que lo olvidaba todo apenas llegaba.

Arrancó su auto.

Todavía le quedaba tiempo para cambiarse de ropa y refugiarse en una mesa con su Martini en la mano. Sintió un cosquilleo en el corazón. En verdad, ¿qué importancia tenía su soledad cuando todo el pasado aguardaba por ella en el recuerdo de una anciana?

Alma de mi alma

La aldea se hallaba en las inmediaciones de Villar del Humo, un poco al oeste, como quien va en dirección a Carboneras de Guadazaón. Era un sitio muy parecido a otros dispersos por la serranía de Cuenca, pero a la vez diferente. Para empezar, ni siquiera aparecía en los mapas. Sus pobladores lo llamaban Torrelila, aunque su nombre no guardaba relación con los amasijos de campánulas que inundaban las faldas de la sierra y que se extendían como una alfombra hasta el río; tampoco tenía que ver con el color de los azafranes que abundaban en la zona.

Torrelila debía su nombre a una criatura feérica. Según la leyenda, era un espíritu más antiguo que la propia aldea y vivía en un manantial desde hacía siglos. Le llamaban «La mora de la fuente» y muchos aseguraban que era posible verla el día de San Juan, cuando abandonaba su mansión acuática y se sentaba junto a un torreón semiderruido para peinar sus cabellos. Algunas viejas suponían que estaba emparentada con las mouras gallegas, que también salen a peinarse en esa fecha; otras afirmaban que era prima de las xanas asturianas, habitantes de arroyos y ríos, y que padecen igual obsesión por acicalarse. De cualquier manera, el hada de la sierra vestía una túnica lila, a diferencia de sus parientas del norte que preferían el blanco.

Ángela no sabía nada de eso cuando llegó a Torrelila; y de haberlo escuchado, tampoco habría mostrado el menor interés. Ella y sus padres estaban demasiado ocupados en remozar la diminuta vivienda que se hallaba a unos cien pasos de la casa del tío Paco. Años atrás, la choza había servido de almacén. Ahora la luz del sol penetraba por los agujeros del techo, y la frialdad vespertina se colaba por las ventanas cuarteadas.

Por suerte, era la época de menos trabajo en el campo. Las espigas apenas asomaban y sólo era necesario cuidar que las malas hierbas no ahogaran los retoños. Pedro, el tío Paco y otros dos lugareños se afanaron en reparar la casa, mientras las mujeres bordaban cobertores y cortinas. Entre puntada y puntada, la esposa de Paco, una aldeana rolliza y de nariz roja, alertaba a Ángela sobre los modos y costumbres de la zona.

– No te alejes de los trillos -advertía doña Ana-. Por esta sierra vagan todo tipo de criaturas… ¡Y no te fíes de ningún desconocido, por muy inofensivo que parezca! No vaya a ocurrirte como a la pobre Ximena, que se tropezó con el mismísimo diablo cuando éste tocaba su flauta en la cueva de las pinturas, y desde entonces anda loca de remate…

Ángela la escuchaba a medias, preguntándose a ratos qué habría sido del Martinico. El duende no había vuelto a aparecer desde que pasaran por Ciudad Encantada, donde se detuvieron un rato a descansar, fascinados por la belleza de esos parajes. La región debía su nombre a un conjunto de piedras talladas por la mano milenaria de las aguas. Vagar entre ellas era como pasear por un pueblo fantasmagórico o por los jardines de algún castillo mítico.

El Martinico, que los había perseguido haciendo toda clase de ruidos y quebrando ramas a su paso, guardó un silencio de muerte cuando vislumbraron la silueta de los promontorios. Ángela pensó que por lo menos el fastidioso duende no era indiferente a ciertos actos de Dios. Horas más tarde, notó que parecía haberse eclipsado. No le dio mucha importancia, pues supuso que estaría explorando algunos de los recovecos -escaleras, toboganes, senderos- que abundaban en el lugar. Sólo dos noches después de llegar a Torrelila se dio cuenta de que no había vuelto a verlo. ¿Se habría librado de él para siempre? Tal vez sólo fuera un duende que buscaba un sitio mejor para vivir.

– …pero ese estado le dura pocas horas -decía doña Ana, tras comprobar la terminación de un volante-. Así es que ella sigue esperando por algún mozo que la libere del hechizo; y aquel que lo logre, se casará con ella y conseguirá muchas riquezas… algunos dicen que hasta la inmortalidad.

Ángela no supo si la mujer había estado narrando un cuento de hadas o una leyenda de la zona, pero no se molestó en averiguar. En ningún caso le interesaba. Absorta en su labor, ni siquiera notó que los hombres ya estaban de regreso, hasta que su madre le pidió ayuda para sacar el asado del horno.


Cada mañana escuchaba el mudo quejido de la sierra, como si allí palpitara un sufrimiento antiguo. Por las tardes, al final de sus labores, salía a vagar por las inmediaciones en busca de algunas hierbas para cocinar, después de meter en su morral pan, miel y alguna fruta que se iba comiendo por el camino. Recorría los trillos apenas hollados y se perdía entre el follaje multiverde de la cordillera. Poco a poco sintió regresar su melancolía: la misma que precediera la llegada del Martinico; pero ahora venía cargada de angustia. Quizás fuera aquel silencio expectante de los bosques. O ese latido omnipresente que golpeaba, constante y doloroso, su corazón.

Así transcurrieron algunas semanas.

Una mañana se deslizó de su cama más temprano que de costumbre y decidió salir en busca de hierbas. Toda la noche había sentido una rara ansiedad, y ahora su pecho palpitaba mientras subía hacia una zona que nunca antes había explorado.

Impulsada por su instinto, anduvo en dirección a la cumbre oscurecida de nubes. El viento soplaba con un ulular extraño y muy pronto descubrió el origen del sonido: el aire jugueteaba entre los resquicios de un torreón que se caía a pedazos junto a una fuente. Agotada por la subida, se detuvo a descansar.

Pese a la cercanía del verano, los entornos de la sierra rezumaban su frialdad matutina. Ángela levantó el rostro al sol para sentir sus rayos, que ya comenzaban a calentar con fuerza. A sus espaldas, el susurro de unas gasas cubrió la voz de la brisa. Ángela se volvió sobresaltada. Junto a la fuente, una joven se peinaba con los pies sumergidos en el agua.

– Hola -dijo Ángela-. No te sentí llegar.

– No me viste -le aclaró la otra, sin dejar de acicalarse-. Ya estaba aquí cuando apareciste por ese trillo.

Ángela no replicó. Observó las hebras doradas que caían sobre los hombros de la desconocida y sintió un ramalazo de inquietud, pero la joven abandonó su arreglo y le sonrió.

– No deberías andar por estos lugares.

– Ya me lo advirtieron -reconoció Ángela, recordando las palabras de doña Ana.

– Una joven se expone a muchos peligros en esta sierra.

– Tú también eres joven y estás tan campante, peinándote en el bosque.

La desconocida contempló a Ángela unos segundos, antes de afirmar:

– Algo te está sucediendo.

– ¿A mí?

Pero la otra se limitó a observarla, esperando una respuesta. Los pies de Ángela juguetearon con un helecho empapado en rocío.

– Ni yo misma lo sé -admitió finalmente-. A veces quiero llorar, pero no encuentro razón.

– Mal de amores.

– No estoy enamorada.

– Arranca ese helecho y llévalo a casa -recomendó la doncella-. Te dará suerte.

– ¿Eres bruja?

La desconocida se rió, y su gorjeo fue como el murmullo de los arroyos que bajan de las cumbres. Ángela observó la peineta que la joven enterraba de nuevo en sus cabellos y tuvo un presentimiento.

– Te diré algo más -continuó la doncella, estudiando las nubes que comenzaban a sombrear la mañana-. Hoy es un día especialmente peligroso… ¿Trajiste miel?

– ¿Quieres? También tengo pan.

– No es para mí. Pero si te encuentras con alguien más, ofrécele lo que llevas.

– Nunca le he negado comida a nadie.

– Nadie te pedirá nada; eres tú quien deberá ofrecer, hoy o cualquiera de estos días en que empieza el verano. -Los ojos de la doncella se oscurecieron-. Si no lo haces…

Dejó la frase inconclusa, pero Ángela prefirió no escuchar algo que podría atemorizarla aún más, pues acababa de notar la extremidad que afloraba bajo las gasas violetas que se hundían en la fuente; una extremidad muy diferente a la tez sonrosada de la doncella, porque era una cola escamosa y verde que se retorcía bajo la superficie líquida.

– Y tú -añadió Ángela, temblorosa-, ¿no necesitas nada?

La doncella volvió a sonreír.

– Sí, pero no está en tus manos ofrecérmelo.

Ángela se puso de pie, indecisa.

– Sé quién eres -susurró, debatiéndose entre la pena y el error.

– Todos saben quién soy -repuso la doncella sin inmutarse.

– Perdona, pero soy forastera en la zona… ¿Hay otras como tú?

– Sí, pero viven lejos -contestó la joven, mirándola fijamente-. Por aquí habitan otras criaturas que tampoco son humanas.

– ¿Duendes? -aventuró Ángela, pensando en su Martinico.

– No. Algunas han estado aquí mucho antes de que llegaran los hombres; otras vinieron con ellos. Yo misma soy extranjera, pero me siento parte de este lugar y apenas recuerdo el mío. -La joven alzó el cuello y pareció olfatear el aire-. Ahora vete. No me queda mucho tiempo.

Ángela no quiso averiguar qué le ocurriría a la doncella cuando se le terminara el tiempo. Arrancó el helecho, dio media vuelta y emprendió el regreso sin mirar atrás.


– Niña, ¿dónde te habías metido? -la regañó doña Clara, junto al fogón de leña donde se asaba un cuarto de cabra.

Ángela se apresuró a sacar las hierbas aromáticas que recogiera, pero guardó el helecho tras unas vasijas, indecisa sobre lo que haría con él.

– Tío Paco tiene una visita esperando para comer, y tú perdida por ahí. ¿Por qué demoraste tanto? -repitió y, sin dejarle responder, agregó-: Lleva el pan y sirve el vino. Pusimos la mesa debajo del viñedo.

– ¿Cuántos somos?

– A ver: Ana y tío Paco, dos vecinos, nosotros tres, doña Luisa y su hijo.

– ¿Doña Luisa?

– La viuda que vive cerca de la salida del pueblo.

Ángela se encogió de hombros. Había conocido a mucha gente desde su llegada, pero no tenía cabeza para tantos rostros. Antes de salir, tomó la cesta de pan y el garrafón de vino. Doña Ana repartía platos y cubiertos en torno a la mesa ocupada por los hombres y una señora vestida de negro.

– Angelita, ¿te acuerdas de doña Luisa? -le preguntó su padre en cuanto la vio aparecer.

La muchacha asintió, pensando que jamás la había visto.

– Este es Juan, su hijo.

– Puedes decirle Juanco -propuso la mujer-. Así lo llamaba su padre, que en paz descanse, y así le llamo yo.

Ángela se volvió hacia el joven. Unos ojos oscuros, como el fondo de un pozo, se alzaron para mirarla, y ella sintió que se hundía en ese abismo.

La tarde se les fue en discutir cuál era la mejor manera de tostar las estigmas, cómo atacar el gusano que se comía las plantas, y el modo en que un cultivador de la zona estaba desgraciando la reputación de todos, alterando el azafrán con carbonato y otras porquerías. El asado desapareció en medio de abundantes libaciones de tinto. Los hombres siguieron bebiendo mientras las mujeres, incluida la viuda, entraban a la casa con los platos y los restos de la comida.

– …Es que quiero hacerlo antes de que oscurezca -decía doña Luisa-. Ahora mismo, aunque todavía es de tardecita, no me atrevería a ir sola.

– Ángela puede acompañarte -dijo Clara-. Deja que el muchacho se quede un rato con los hombres… Niña, ve con doña Luisa y ayúdala a encontrar unos helechos.

Por primera vez, la joven pareció salir de su estupor. Recordó la planta que tenía escondida.

– ¿Para qué?

– ¿Para qué va a ser, niña? -la conminó su madre, bajando la voz-. Hoy es el día de San Juan.

– Con esos helechos se curan empachos y fiebres el resto del año -explicó doña Luisa.

– Vamos, apúrate que se hace tarde.

Ángela tomó su morral y salió tras la viuda.

– Y tú también deberías recoger algunos -le aconsejó doña Luisa, cuando ya se alejaban de la casa-. Son buenos para atraer los amores y la buena suerte.

Ángela enrojeció, temiendo que la mujer hubiera descubierto lo que ya se había asentado en su corazón, pero la viuda parecía absorta en repasar los arbustos del trillo.

La muchacha la guió por un sendero que se desviaba del camino que recorriera horas antes. No quería asustar a la buena mujer con la visión de un hada peinándose al borde de su fuente. Así es que la condujo en dirección contraria, hacia una zona especialmente boscosa. Anduvieron media hora, antes de que Ángela se detuviera.

– Voy a mirar por este lado -murmuró la joven-. Detrás de aquel árbol hay varias cuevas.

– Bueno, yo buscaré por aquí, pero te advierto que no caminaré más de veinte pasos sola. Si no encuentro nada, te esperaré en este sitio.

Cada una tomó por un sendero distinto. Ángela anduvo un corto trecho y, casi enseguida, tropezó con un mazo de helechos aún húmedos de rocío. Recogió una cantidad suficiente para la viuda y para ella. Había decidido que un solo helecho no sería suficiente para conseguir lo que tanto necesitaba ahora…

Un silbido se extendió sobre los árboles y ella se detuvo a escuchar. No era un sonido repetitivo, como el de cualquier pájaro de la sierra, sino un clamor armonioso y continuo, la cadencia esquiva de una música como jamás oyera. Volvió la cabeza para ubicar su origen y, presa de una súbita urgencia, salió a buscarla.

La melodía fue saltando de roca en roca, y de árbol en árbol, hasta la entrada de una cueva. Ahora brotaba con acordes de cascada prístina y espumosa, de tempestad veraniega, de noches antiguas y heladas… En aquella canción vibraba la sierra y cada criatura que la habitaba. Ángela penetró en la gruta, incapaz de sustraerse a su llamado. En el fondo, junto a las llamas que alumbraban el lugar, un anciano tocaba un instrumento construido con cañas de diferentes tamaños. El soplo de sus labios arrancaba una oleada de cadencias graves o agudas, gráciles o ríspidas. Ella contempló los dibujos que adornaban las paredes rocosas: enormes bestias de alguna época remota y figuritas humanas que se agitaban a su alrededor. Pero no se movió hasta que el músico alzó la vista y dejó de tocar.

– Son muy antiguos -explicó él, notando su interés.

Después hizo un gesto como si quisiera desentumecer sus extremidades, y ella descubrió que sus pies se parecían a las patas de las cabras, y notó dos cuernecillos medio ocultos bajo los enmarañados cabellos. Recordó la historia sobre el demonio de la sierra, pero su instinto le indicó que aquel viejecito con pezuñas debía ser una de esas criaturas de las que hablara el hada lila. Instintivamente abrió su morral, buscó el tarro de miel que le sobrara del desayuno y se lo tendió. El anciano olió su contenido y la miró con sorpresa.

– Hacía siglos que nadie me ofrecía miel -suspiró.

Metió un dedo en el almíbar y lo chupó con deleite.

– ¿Eres de aquí? -preguntó Ángela, más curiosa que atemorizada.

El viejo suspiró.

– Soy de todas partes, pero mi origen se encuentra en un archipiélago al que se llega cruzando el mar -y señaló en dirección al oriente.

– ¿Viniste con los hombres?

El viejo movió la cabeza.

– Los hombres me echaron, aunque no a propósito. Más bien se olvidaron de mí… Y cuando los hombres olvidan a sus dioses, no queda otro camino que ocultarse.

Ángela comenzó a sentir un escozor en la nariz, síntoma de confusión. Una cosa, eran los espíritus de la sierra -cuya existencia había aprendido a aceptar después de la aparición del Martinico-, y otra la existencia de muchos dioses.

– ¿No hay un solo Dios?

– Existen tantos como quieran los hombres. Ellos nos crean y nos destruyen. Podemos soportar la soledad, pero no su indiferencia; es lo único que puede volvernos mortales.

La joven sintió lástima de aquel dios solitario.

– Me llamo Ángela -y le tendió una mano.

– Pan -respondió él y le alargó la suya.

– Creo que no me queda -dijo ella, buscando en su morral.

– ¡No, no! -se apresuró a aclarar el anciano-. Ese es mi nombre.

La muchacha se quedó de una pieza.

– Deberías cambiártelo. Confundirás a todos.

– Nadie recuerda -suspiró él.

– ¿Recordar qué?

El rostro del viejo se iluminó.

– No importa. Has sido muy amable conmigo. Puedo ayudarte en lo que quieras. Todavía conservo algunos poderes.

El corazón de Ángela latió sin concierto.

– Hay algo que quiero más que nada.

– Dime… -comenzó a decir él, pero se interrumpió para mirar algo detrás de la joven.

Ella se volvió. De pie, junto a la entrada de la cueva, el Martinico brincaba y hacía unas muecas absolutamente idiotas.

– No puedo creerlo -gimió Ángela-. ¡Creí que te habías ido al infierno!

Se mordió la lengua, mirando de reojo al viejo, pero éste no pareció ofendido. Por el contrario, preguntó con genuina sorpresa:

– ¿Puedes verlo?

– ¡Claro que puedo! Es una maldición.

– Puedo librarte de ella.

– ¿Y me ayudarías a conseguir algo más?

– Sólo puedo ayudarte con una cosa. Aunque si uno de tus descendientes necesitara de mí, incluso sin conocer nuestro pacto, podría otorgarle lo que quisiera… dos veces.

– ¿Por qué?

– Es la ley.

– ¿Cuál ley?

– Ordenes de allá arriba.

Así, pues, existía un poder más fuerte que el de los dioses de la sierra. Pero ese poder había restringido sus posibilidades de escoger.

Observó angustiada las cabriolas del Martinico y pensó en la mirada que aguardaba por ella en las faldas de la sierra.

– Muy bien -decidió-. Tendré que seguir viviendo con mi maldición a cuestas.

– No entiendo -repuso él-. ¿Qué puede ser más deseable que librarte de eso?

Y la joven le contó al dios Pan sobre el dolor de un alma que ha descubierto su propia alma.

Juan le aseguró que la había amado desde el momento en que la vio, pero ella sospechaba que aquel convencimiento era una creación del dios exiliado -la obra perfecta de un espíritu antiguo-. Cada mes iba a la cueva a dejarle miel y vino, segura de que el anciano se zampaba sus golosinas con deleite, aunque nunca pudo verlo de nuevo.

Su noviazgo, por otro lado, no fue muy largo. Duró el tiempo suficiente para que Juan terminara de construir el nuevo hogar, ayudado por varios aldeanos, en una parcela vacía que se hallaba cerca de la casa de sus padres. Mientras los hombres se afanaban cortando, lijando y clavando tablones, las mujeres ayudaron a la novia con el ajuar, hilando y tejiendo toda clase de manteles, cortinas, ropa de cama y alfombras.

Los primeros meses de matrimonio fueron idílicos. Por alguna razón, el Martinico volvió a desaparecer. Quizás había comprendido que existía alguien más importante en su vida y se había retirado a algún rincón de la cordillera. No le dolió su ausencia. Era un duende malcriado que sólo producía molestias, y pronto lo olvidó. Además, comenzaron a surgir otros problemas.

Por un lado, los gusanos devoraban las cosechas de la zona y Juanco se devanaba los sesos pensando en una solución. Por si fuera poco, Ángela lo sorprendió varias veces leyendo un papel misterioso que siempre guardaba cada vez que ella se acercaba. ¿Quién podría escribirle a su marido? ¿Y por qué tanto secreto? Además, su propia salud pareció declinar. Siempre estaba cansada y vomitaba con frecuencia. No le dijo nada a su madre, porque no quería que volviera a llevarla a una curandera. Sólo cuando notó que los lazos de su vestido apenas cerraban, sospechó lo que ocurría.

– Ahora sí tendremos que hacerlo -dijo Juan al recibir la noticia.

– ¿Hacer qué?

El hombre sacó de su bolsillo aquel papel arrugado y se lo tendió.

– ¿Qué es? -preguntó ella, sin intentar leerlo.

– Una carta de tío Manolo. Me ha escrito varias veces, diciéndome que necesita un ayudante. Quiere que vayamos allá.

– ¿Adónde?

– A América.

– Eso está muy lejos -replicó la joven y se acarició el vientre-. No quiero viajar así.

– Escúchame, Angelita. La cosecha está perdida y no nos queda dinero para reponerla. Muchos vecinos ya se han mudado o están empezando otro negocio. No creo que vaya a haber más azafrán por aquí. Podríamos ir más al sur, pero no tengo dinero ni quien me lo preste. Esto del tío Manolo es una buena oportunidad.

– No puedo dejar a mis padres.

– Será por poco tiempo. Ahorraremos algo y después regresamos.

– Pero ¿qué voy a hacer sola en un país extraño? Necesito a alguien que sepa de niños.

– Mamá vendría con nosotros. Siempre me ha dicho que le gustaría ver a su hermano antes de morir.

Ángela suspiró, casi vencida.

– Tendrás que hablar con mis padres.

Pero la noticia les cayó como un rayo, y poco pudo decir Juan para consolarlos. El propio Pedro había hablado con su mujer sobre la posibilidad de marcharse a la ciudad, pero doña Clara no quiso ni oír hablar de eso. Y ahora, de pronto, se enteraba de que no sólo se separaría de su hija, sino que ni siquiera vería nacer a su nieto. Sólo se tranquilizó un poco cuando supo que Luisa los acompañaría. Al menos, la mujer estaría junto a su hija durante el parto.

Entre los cinco empacaron lo necesario. Como el viaje hacia la costa era largo y Juan no quería que sus suegros desandarán solos el camino de vuelta, los convenció para que se despidieran allí mismo. Entre lágrimas y consejos se dijeron adiós. Ángela nunca olvidaría la silueta de sus padres, a la vera de aquel trillo polvoriento que moría en la puerta de su casa. Fue la última imagen que tuvo de ellos.


* * *

Desde la popa del barco vio esfumarse la línea del horizonte. Perdida en la bruma de las aguas grises, su tierra semejaba un país de hadas, con sus torrecillas y palacetes medievales, sus tejados rojizos y la agitación portuaria que ahora se alejaba de ellos.

La joven se quedó mucho rato en cubierta, junto a doña Luisa y Juan. Su marido hablaba sin cesar, haciendo planes sobre su nueva vida. Parecía ansioso por emprender algo distinto y había oído hablar mucho de América; un lugar mítico donde todos podían enriquecerse.

– Tengo frío -se quejó Ángela.

– Ve con ella, Juanco -lo animó doña Luisa-. Yo me quedaré un poco más.

Amorosamente, la ayudó a arrebujarse en su chal y, juntos, bajaron las escaleras hasta el camarote. Juan tuvo que forcejear un poco con la cerradura oxidada del modesto aposento. Después se apartó para dejarla pasar. Ángela gimió.

– ¿Qué te pasa? -preguntó él, temeroso de que el parto ya hubiera empezado.

– Nada -susurró ella, cerrando los ojos para borrar la visión.

Pero su treta no resultó. Cuando volvió a abrirlos, el Martinico seguía sentado en medio del desorden de ropas, cubriéndose cómicamente la cabeza con su mejor mantilla.

El destino me propone

Freddy y Lauro habían arrastrado a su amiga a ver la Feria del Renacimiento que cada año se celebraba en el Palacio de Vizcaya. Llevándola de quiosco en quiosco, hicieron que se probara todo tipo de ropas hasta que lograron transformarla en una imagen que -según ellos- estaba a la altura del evento. Ahora la joven caminaba entre los artesanos y las adivinas, dejando que la brisa batiera su falda agitanada. Sobre su cabeza llevaba la guirnalda de flores con que Freddy la coronara.

El jolgorio era general. Niños y adultos exhibían sus máscaras y sus trajes de colores vivos, la música de las arpas flotaba en el aire, los juglares se paseaban entre las fuentes con sus mandolinas, sus flautas y sus tamboriles, y Cecilia se codeaba con las princesas que deambulaban por los jardines perfectamente recortados. Aquel juego de los álter egos también incluía a vendedores y artesanos. Aquí, un herrero martillaba una herradura sobre las brasas de su hornillo; allá, una tejedora gorda y sonriente hilaba en una rueca que parecía sacada de un cuento de Perrault; más acá, un anciano con barba plateada y aspecto merlinesco vendía cayados con incrustaciones de piedras y minerales semipreciosos: cuarzo para la clarividencia, ónix contra los ataques psíquicos, amatista para conocer las vidas pasadas…

– ¿Dónde estaría yo que nunca me enteré de esto? -susurró Cecilia.

– En la luna -respondió Lauro, probándose un sombrero rematado por una pluma.

– Y eso que no has visto la Feria de Broward -le dijo Freddy-. Es mucho más grande.

– ¡Y la hacen en un bosque encantado! -lo interrumpió Lauro-. Allí sí que hay bellezas: hasta una justa medieval donde los caballeros se embisten al galope, como los del rey Arturo. ¡Si los ves cuando se quitan las armaduras, te caes muertecita de un infarto!

Pero ya Cecilia no lo escuchaba, absorta en una tarima llena de cofrecillos de madera.

– ¡Melisa!

La exclamación de Lauro logró sacarla de su embeleso. Una joven se volvió hacia ellos.

– ¡Laureano!

– Niña, no me llames así -susurró él, mirando en todas direcciones.

– ¿Te cambiaste el nombre?

– Aquí soy Lauro -y añadió, engolando la voz-, pero mis íntimos me llaman La Lupe: «Se acabó, lo nuestro está muerto. Se acabó, te juro que es cierto…».

La desconocida se echó a reír.

– Melisa, ésta es Cecilia -dijo Lauro-. ¿Conoces a Freddy?

– No creo.

– Sí, chica -le recordó Freddy-. Edgar nos presentó en La Habana. Nunca se me olvida porque ibas regia con aquel vestido blanco. Y cuando leíste tus poemas, la gente casi se desmayó…

– Creo que me acuerdo -dijo Melisa.

– ¿Qué haces aquí?

– Siempre vengo a comprar cosas -contempló los dos cayados que sostenía en sus manos-. No sé con cuál quedarme.

– ¿No te gusta éste? -intervino Cecilia, alargándole uno.

Por primera vez, Melisa fijó sus ojos en ella.

– Ya lo toqué y no sirve.

Le volvió la espalda y siguió sopesando ambos báculos.

– Pues yo estoy casi tentada a comprarlo -insistió Cecilia-. Se ve tan lindo.

– No importa cómo se vea -replicó la otra-. El cayado que necesito debe sentirse diferente.

Lauro arrastró a Cecilia hasta una tarima algo alejada.

– No discutas con ella -susurró.

– ¿Por qué?

– Es bruja desde que vivía en Cuba. Practica la magia celta o algo así. Ten cuidado.

– Si es así, no hay de qué preocuparse -aseguró Freddy, que se había acercado-. Esa gente cree que las cosas regresan por triplicado. Así es que lo menos que desean es hacer daño. Es más, se cuidan hasta de lo que piensan.

– Una bruja es una bruja. Tienen todas esas energías alrededor y, si te descuidas, puedes caer fulminado por un rayo.

– ¡Por Dios! -exclamó Freddy-. ¡Mira que eres ignorante!

Cecilia dejó de prestarles atención. Poco a poco se acercó al quiosco donde la muchacha regateaba con el artesano.

– ¿Te puedo preguntar algo? Melisa se volvió.

– Ajá.

– ¿Para qué necesitas un cayado?

– Es muy largo de explicar, pero si te interesa -buscó en su bolso y sacó una tarjeta- búscame el viernes en esta dirección. Vamos a empezar un curso.

Había un nombre en la tarjeta: Atlantis, y debajo se leía una lista de mercancía: libros místicos, velas, inciensos, cristales de cuarzo, música…

– ¡Qué casualidad! -exclamó Cecilia.

– ¿Por qué? -dijo la otra con aire distraído, sacando unos billetes para pagar.

– Alguien me dijo hace unos días que fuera a ver a Lisa, la dueña de esa librería. Soy periodista y busco información sobre una casa.

– Tienes una sombra en el aura -la interrumpió la muchacha.

– ¿Qué?

Melisa terminó de pagar.

– Tienes una sombra en al aura -repitió, pero no la miraba a los ojos, sino a algo que parecía flotar encima de su cabeza-. Deberías protegerte.

– ¿Con algo que vas a vender en tu curso? -preguntó Cecilia sin poder evitar el sarcasmo.

– La protección que necesitas no la conseguirás comprando nada. Es algo que debes hacer aquí adentro -y le tocó las sienes con un dedo-. No quiero asustarte, pero algo malo va a pasarte si no tomas medidas dentro de tu cabeza.

Dio media vuelta y se sumergió en la multitud, apoyándose en su cayado como una hechicera druida que emprendiera viaje, mientras la túnica revoloteaba en torno a su cuerpo.

– ¿Qué te dijo? -preguntó Lauro.

Cecilia contempló unos instantes la silueta que ya se perdía.

– No estoy segura -murmuró.


Observó la vitrina desde la acera: pirámides, juegos de tarot, cristales de cuarzo, campanillas tibetanas, incienso de la India, bolas de cristal… y como soberano absoluto de aquel reino, un Buda cobrizo con un ojo diamantino en la frente. En torno a él colgaban telarañas tejidas dentro de aros con plumas colgantes: los tradicionales atrapasueños que los indios navajos colocaban sobre el lecho para apresar las visiones buenas y destruir las pesadillas.

Cuando empujó la puerta, ésta se abrió con un tintineo. De inmediato sintió un aroma que se pegó a sus cabellos como una melaza dulcísima. Adentro, la atmósfera era gélida y perfumada. Una música de hadas poblaba el ambiente. Encima de un mostrador, varias piedras de colores crujían como insectos al ser sobadas por dos mujeres. Una de ellas era una dienta; la otra, probablemente su dueña.

En silencio, para no molestar, Cecilia curioseó en los estantes llenos de libros: astrología, yoga, reencarnación, cábala, teosofía… Finalmente la clienta escogió tres piedras, pagó por ellas y salió.

– Hola -saludó Cecilia.

– Buenos días, ¿en qué puedo ayudarla?

– Mi nombre es Cecilia. Soy periodista y estoy escribiendo un artículo sobre una casa fantasma.

– Ya sé, Gaia me llamó. Pero hoy no es un buen día porque dentro de un rato habrá una conferencia y tengo que ocuparme de varias cosas.

Las campanillas de la puerta retumbaron. Una pareja saludó al entrar y fue hacia el rincón teosófico.

– ¿Por qué no me llamas y nos vemos otro día? -le sugirió Lisa.

– ¿Cuándo?

– Ahora no sabría decirte. Puedes llamarme mañana o… ¡Hola! ¡Qué bueno que llegaste! Melisa acababa de entrar.

– ¿Cómo estás? -la saludó Cecilia.

Melisa la observó como si tuviera delante a una desconocida hasta que levantó la vista y se quedó mirando encima de su cabeza.

– Perdona, no te conocí con esas ropas.

– Voy a preparar el salón -dijo Lisa, perdiéndose tras una cortina.

– ¿Puedo preguntarte algo? -preguntó Cecilia cuando quedaron a solas.

Melisa asintió levemente.

– El día que nos conocimos me dijiste que tenía una sombra en el aura.

– Aún la tienes.

– Pero nunca me aconsejaste qué debo hacer.

– Porque no lo sé.

Cecilia la contempló estupefacta.

– De veras, no tengo idea. Con el aura, todo es cuestión de energías, de sensaciones… No siempre puedes estar segura. ¿Por qué no te quedas a mi conferencia? Quién sabe si eso te ayude más adelante.

Cecilia no lo creía, pero se quedó porque no tenía otra cosa que hacer. Además, necesitaba hablar con la dueña del lugar para su artículo. Así se enteró que la gente irradia todo tipo de efluvios. Según Melisa, cualquiera podía lanzar, conscientemente o no, cargas dañinas o curativas en dirección a otros. Con el entrenamiento apropiado, era posible percibir esas energías y también protegerse. Existían muchas herramientas para encausar la energía: el agua, los cristales, objetos puntiagudos como las dagas, las espadas o los cayados… En su próxima conferencia, los interesados podrían practicar algunos ejercicios para ver el aura. Ese era uno de los primeros pasos para reconocer la presencia de un ataque psíquico.

Más tarde en su casa, mientras escuchaba los testimonios grabados de Bob y Gaia, una pizca de intuición -quizás heredada de su abuela Delfina- le sugirió que no desechara nada en su investigación, ni siquiera una conferencia tan alucinante como aquélla. Últimamente sus puntos de referencia parecían coincidir, como si todo tuviera una conexión. Y podían existir universos invisibles, dignos de ser explorados. Además, ¿quién era ella para dudar? Como si no hubiera tenido una abuela sibilina.

Por un instante pensó en Amalia. ¿Qué habría opinado de todas esas auras y energías? Cecilia no tenía idea de lo que pasaba realmente por la mente de la mujer. Apenas le había hablado de algo ajeno a su propia historia. Siempre la escuchaba con la esperanza de que algún episodio acabara por desembocar en ella. Por eso regresaba al bar. Aquellos recuerdos se habían convertido en su vicio. Mientras más conocía, más quería saber. Era imposible evadir su hechizo. Y esa noche, se dijo, no sería la excepción.

Perdóname, conciencia

Caridad se asomó a la ventana y observó a los primeros transeúntes. La madrugada había dejado un rastro húmedo en el antepecho de madera. Era su último día en aquella casa a la cual había llegado con tanta esperanza, soñando que su vida sería otra e imaginando muchos desenlaces, pero ninguno como ése.

Después del entierro de Florencio había regresado a la tienda, dispuesta a sacar adelante el negocio. Aunque no sabía de números y malamente de letras, se las arregló para mantener a flote aquel almacén de ultramarinos, aunque la oferta de productos mermó bastante sin la habilidad del difunto para regatear y conseguir buenos precios. Además, los proveedores no parecían responder a sus demandas del mismo modo en que habían respondido a las de Florencio. Tuvo que buscar un intermediario, pero no fue igual.

Tal vez hubiera podido permanecer allí, ganándose la vida a duras penas o quizá prosperando, pero finalmente decidió irse por razones que nunca le confesaría a nadie: la sombra de su marido la perseguía. A cada rato escuchaba sus pasos. Otras veces sentía su respiración detrás de ella, sobre su nuca. O le llegaba su olor, arrastrado por el viento. Varias noches notó que el colchón de su cama se hundía bajo el peso de un cuerpo que se acostaba junto a ella… No pudo aguantarlo y decidió vender. Con ese dinero compraría otro local e iniciaría un negocio distinto. Quizás una tienda de artículos para damas.

Esa mañana se levantó más temprano que de costumbre. A mediodía llegaría el notario, que le haría firmar unos papeles. Tiritando de frío -cercano ya el invierno tropical, que suele ser mojado y taladrante-, levantó el quinqué. Todavía estaba oscuro en el interior de la casa, aunque ya las calles se clareaban con un brillo que dejaba en los objetos un halo dorado. Así iluminada, la ciudad semejaba una visión espectral. La luz del trópico impregnaba la isla con esa magia; algo que sus habitantes apenas notaban, demasiado abrumados por sus problemas… Y el principal problema de Caridad era su hija, una niña ansiosa por conocerlo todo, pero extrañamente silenciosa. La mujer nunca sabía qué pensamientos transitaban detrás de aquellos ojos, en los que -eso sí- resplandecía la misma pasión que llenara la mirada de su padre.

Caridad colocó el quinqué en el suelo y se agachó a encender el horno de leña para calentar agua. Observó cómo las llamas lamían los carbones que se ruborizaban hasta volverse rojas brasas, antes de palidecer y teñirse de gris. Así estaba, en la contemplación de aquella metamorfosis, cuando unos dedos rozaron sus hombros. Pensó que su hija se había despertado y se dio vuelta. La imagen de su marido, con el pecho destrozado a machetazos y el rostro lleno de sangre, se alzaba ante ella. Dio un grito y retrocedió, volcando el quinqué sobre las llamas del horno. El metal estalló en medio del fuego y el combustible multiplicó la hoguera, que salió de su entorno de piedra para cubrir las paredes de la cocina, quemándole levemente las piernas. Durante unos instantes se afanó por apagar las llamas, azotándolas con un trozo de tela que halló a mano; pero el fuego creció, alimentado por la seca madera.

– ¡Mercedes! -gritó, lanzándose hacia el cuarto de su hija dormida-. ¡Mercedes!

La niña abrió unos ojos absortos y espantados, sin comprender aún qué ocurría.

– ¡Sal de la cama! -rugió Caridad, sacándole las sábanas-. ¡Se quema la casa!

Cuando llegaron los bomberos, La Flor de Monserrat era un montón de ruinas humeantes que los vecinos contemplaban con una mezcla de horror y fascinación. Muchas mujeres se habían acercado a Caridad y le ofrecían agua, café y hasta traguitos de licor para que se animara, pero ella no hacía más que contemplar con la mirada perdida los restos de lo que fuera su mayor capital.

Al mediodía seguía allí, sentada junto al bordillo de la acera, balanceándose con las manos en torno a sus piernas, mientras su hija le acariciaba los cabellos y trataba de arroparla contra su pecho. Así las encontró el notario, que observó por unos instantes las ruinas y las dos criaturas sentadas en la acera, como si no comprendiera que ese desastre se relacionaba con él de alguna manera. Al final suspiró y, viendo que nada más podría hacer, dio media vuelta y se alejó.


Na Ceci se había levantado muy animada. Atrás habían quedado esos eternos calores estivales que siempre la ponían de tan mal humor. En casa, todos dormían. Decidió usar su brío madrugador para llegarse hasta La Flor de Monserrat y hacer su encargo habitual, ignoró los coches que pasaban vacíos por su lado y se fue a pie. Era sabroso pasear al aire libre, disfrutando de esa brisa fresquita como granizada. A sus sesenta y tantos años, parecía una mujer de apenas cincuenta que incluso algunos tomaban por cuarentona; y tenía un porte atractivo que muchas veinteañeras envidiaban. Era un ejemplar de hermosura en aquella tierra donde abundaban las bellezas.

Caminó con paso ligero, sorteando los charcos en medio de los adoquines. Mucho antes de llegar, el aire comenzó a traerle un tufillo al que no prestó atención hasta que dobló la esquina y descubrió el desastre. Durante unos instantes contempló los restos del incendio, inmóvil y estupefacta. Después vio las dos figuras agazapadas frente al edificio y se acercó a ellas casi con sigilo.

– Doña Caridad -llamó en susurros, porque no se atrevió a darle los buenos días.

La mujer alzó la vista, pero no aunó a responder. Sólo cuando volvió a contemplar su antigua casa, murmuró:

– Hoy no tengo jabones.

Cecilia se mordió los labios y observó a la criatura que continuaba aferrada a su madre.

– ¿Tienes adonde ir?

La mujer movió la cabeza.

Cecilia le hizo señas a un carruaje que se había apostado en la esquina.

– Vamos -le dijo, inclinándose para ayudarla-. No pueden quedarse aquí.

Sin oponer resistencia, Caridad se dejó guiar hasta el coche. Ña Ceci gritó una dirección y el cochero azuzó a sus caballos que corrieron en dirección al mar, pero nunca llegaron a él. Tras andar algunas calles, se desviaron hacia la izquierda y se detuvieron en una barriada silenciosa.

Un hombre que las vio desde la otra acera, cruzó la calle.

– ¿Cuánto es lo tuyo, linda? -preguntó, arrimándose a Caridad.

Por primera vez desde el desastre, la mujer reaccionó. Le dio un empujón al hombre que casi lo tumba. Éste se abalanzó hacia ella como si fuera a pegarle, pero doña Cecilia se interpuso.

– No estamos abiertos a esta hora, Leonardo. Y ella no está a la venta.

La actitud altiva de Cecilia fue suficiente para que el hombre retrocediera.

– Lo siento -murmuró Cecilia, mientras abría la puerta.

Caridad dudó unos segundos, pero acabó por cruzar el umbral. Dentro no vio una sala ni un comedor, sino un patio enorme enmarcado por cuatro galerías techadas y puertas a todo lo largo. Varias prendas femeninas descansaban sobre los muebles diseminados por doquier. Y de pronto recordó cómo había conocido a la mujer.

– ¿Entonces los jabones…? -comenzó a decir, sin saber qué debía preguntar.

Doña Cecilia la miró unos instantes.

– Pensé que lo sabías -dijo-. Tengo una casa de citas.


No le quedaba otra alternativa. Era la calle o aquel prostíbulo. Doña Ceci dejó que se instalaran en el único cuarto vacío, abandonado por una pupila que había desaparecido sin dejar rastro. Cada tarde, madre e hija se encerraban en su habitación. Sólo por las mañanas permitía Caridad que la niña saliera a jugar al patio, mientras ella se empeñaba en servir de criada. Pero Cecilia ya tenía a una mujer que hacía la limpieza. Caridad aprovechaba cualquier descuido suyo para barrer, lavar alguna ropa que hubiera quedado abandonada o limpiar un poco. La mujer se quejó a doña Ceci, creyendo que intentaban quitarle su puesto.

– ¿Por qué no trabajas de verdad? -le propuso una tarde-. Dejaré que escojas a tus clientes. Ya sé que vienes de otro ambiente y no estás acostumbrada.

– Nunca podría hacerlo.

– Eres más bonita que ninguna. ¿Sabes lo que podrías ganar?

– No -repitió Caridad-. Además, ¿qué ejemplo le daría a mi hija? Ya es casi una señorita.

Cecilia suspiró.

– Me apena decírtelo, pero si no trabajas no podrás quedarte. Llevo meses sin usar ese cuarto, y es dinero que pierdo. Ya tengo a dos muchachas interesadas en ocuparlo.

– En cuanto tenga un trabajo, podré pagarte por él. La gente necesita criadas…

– Nadie quiere niños ajenos en su casa -le aseguró doña Cecilia.

Caridad la miró aterrada.

– Yo podría… yo podría…

– Te estoy ofreciendo lo que no le ofrezco a ninguna: escoger sus clientes… Créeme, eso subirá tu precio.

– No sé -tartamudeó-. Déjame pensarlo.

– No tengas miedo. Llevo toda la vida en este oficio y no es tan malo como dicen.

– ¿Toda la vida?

– Desde que era una criatura.

– ¿Cómo…? -dudó- ¿Cómo ocurrió?

– Vivía por la Loma del Ángel y jugaba por las calles medio desnuda, sin casa y sin familia, sobreviviendo como podía. Ya empezaba a tener pechos, pero no me daba cuenta. Me recogió una mujer que vendió mi virginidad por una fortuna, y aquí me ves: todavía no me he muerto. -Se rió suavemente-. Fíjate si me ha ido bien que hasta aparezco en una novela.

– ¿En una novela? -repitió Caridad, que no entendía cómo alguien vivo podía aparecer en un libro.

– Cuando todavía andaba mataperreando por las calles, me descubrió un abogado que había abandonado su bufete para hacerse profesor. Siempre que me veía, me llamaba y me daba algunas monedas o caramelos. Creo que se enamoró de mí, aunque yo sólo tenía doce años y él debía de andar por sus treinta. Después que me llevaron al prostíbulo, dejé de verlo, pero luego me enteré por un cliente que el profesor había escrito una novela y que la protagonista se llamaba igual que yo.

– ¿Escribió tu historia? -preguntó Caridad súbitamente interesada.

– ¡Claro que no! Si no sabía nada mí. Su Cecilia Valdés y yo sólo teníamos de parecido el nombre y que habíamos correteado por la Loma del Ángel.

– ¿Leíste la novela?

– Un cliente me la contó. ¡Dios mío! La de cosas que inventó don Cirilo. Imagínate que en la novela yo era una inocente muchacha, engañada por un niño blanco y rico que me seduce, y al final resulta que somos medio hermanos. ¡Qué perversidad! Al final, el niño rico paga con su vida, porque un negro celoso le dispara a la salida de la iglesia en el momento en que se está casando con una dama de alcurnia. Yo me vuelvo loca y termino en un manicomio… ¿Cómo pueden inventar tantos disparates los escritores? -Arrugó el ceño y pareció perderse en sus pensamientos-. Siempre he pensado que deben de andar medio trastornados.

– ¿Y nunca volviste a verlo?

– ¿A don Cirilo? Me lo encontré por casualidad un día. Había estado preso, creo que por algún lío político, y salió del país; pero regresó después de un indulto. Resultó que me tenía como el gran amor de su vida, aunque nunca nos dimos ni un beso. No me dejó ir hasta que no supo mi dirección. ¿Y puedes creer que vino varias veces al prostíbulo, preguntando por mí?

– ¿Lo recibiste?

– Ni que estuviera loca. Ya le había contado la historia a la dueña anterior, que se asustó más que yo. Cada vez que venía, le decía que yo estaba ocupada. Nunca quise enredarme con lunáticos -suspiró-. Pero un día nos tropezamos en la calle y me dio lástima. Así es que le acepté una invitación para cenar. Vino a verme antes de irse a Nueva York. Después regresó un par de veces a La Habana, y siempre me traía flores o dulces, como si yo fuera una gran dama. La última vez fue hace tres años. Tenía más de ochenta años, y todavía tocó a la puerta de esta casa con un ramo de rosas.

– ¿Volvió a Nueva York?

– Sí, y se murió casi enseguida… Pero la vida tiene cosas raras. ¿Te acuerdas de aquel joven que se nos arrimó cuando llegaste a casa?

– Sí.

– Se llama Leonardo, igual que el señorito blanco de la novela. Unos días después que murió don Cirilo, se apareció en mi puerta. Quería que lo atendiera, pero a esta edad no estoy para esos menesteres. Ya ha venido varias veces y siempre se va furioso con mis desplantes, sin interesarse por las muchachas. A veces creo que es la sombra del propio Cirilo, o una maldición que me dejó con esa novela suya… Bueno, ahora está obsesionado contigo.

Doña Cecilia pareció salir de su embeleso y se dio una palmada en la frente.

– ¿Cómo no se me ocurrió antes? ¿Sabes quién es tu orisha regente?

– Creo que Oshún.

– Déjame hacerle una rogación. Ya verás que te quita ese miedo a los hombres.

Caridad vaciló unos segundos. No sabía si seguirse negando o dejar que la mujer hiciera lo que le viniera en ganas. Ella no creía que ningún orisha pudiera quitarle sus escrúpulos, pero no dijo nada. Quizás la ceremonia le daría algunos días más para pensar en lo que debía hacer. Una sola cosa le preocupaba.

– No quiero que Mechita se entere de nada.

– Lo haremos a la medianoche, cuando ella duerma.


Pero Mercedes no durmió esa noche. Un canturreo monótono y saltarín alejó el sueño que comenzaba a asentarse sobre sus párpados. Se deslizó de la cama y vio que su madre no estaba en la suya. Abrió la puerta con sigilo, pero sólo vio el fulgor de la luna que bañaba el patio desierto. Siguiendo la voz, avanzó por el pasillo hasta un ventanal de donde escapaba una luz temblorosa y amarilla. Sin hacer ruido, buscó una silla y se subió a mirar. En un rincón, una anciana sin dientes se mecía al ritmo de su propio canto mientras ña Ceci vertía un líquido oleaginoso sobre la cabeza de una mujer desnuda. El aroma punzón de la miel hirió su olfato. El oñí -como lo llamaba su madre con el mismo vocablo que usara Dayo, la abuela esclava- hacía brillar su piel.

– Oshún Yeyé Moró, reina de reinas, vierto esta miel sobre el cuerpo de tu hija y te ruego en su nombre que le permitas servirte -decía ña Cecilia, dando vueltas en torno a la figura inmóvil-. Ella quiere ser fuerte, ella quiere ser libre para amar sin compromisos. Por eso te pido, Oshún Yeyé Kari, líbrala de pudores, déjala sin miedo y sin vergüenza…

Las llamas de las velas se agitaron ante una corriente invisible, como si alguien abriera una puerta lateral. La mujer, que hasta el momento permaneciera inmóvil, pareció estremecerse bajo una ráfaga helada y deslizó las manos por sus muslos, esparciendo el oñí. Mercedes no podía verle el rostro, pese a la luna que centelleaba sobre ella desde la ventana.

– Oshishé iwáaa ma, oshishé iwáaa ma omodé ka siré ko hará bi lo sóoo… -cantó la anciana negra con voz ahogada, mientras la mujer comenzaba a reír con suavidad y a moverse en un baile extrañamente voluptuoso.

La niña experimentó un cosquilleo entre las piernas. Oscuramente deseó que la miel cayera también sobre ella y se mezclara con el rocío que humedecía la ciudad y sus habitantes. Le hubiera gustado perderse en aquel trance que hacía reír a la mujer como si fuera una loca, y agitar sus caderas con un temblor telúrico.

Na Cecilia se apartó de ella. Ahora la ancestral voz africana transformaba el ritmo en una cadencia sensual y agitada como el galope de una bestia. La mujer desnuda se arqueó sobre sí y gimió.

– Es tuya, Leonardo -dijo doña Cecilia.

De las sombras surgió una figura. Mercedes reconoció de inmediato al hombre que las había asustado. La mujer le dio la espalda al hombre que se acercaba y, por primera vez, la niña vio el rostro de su madre. El hombre se pegó a ella, pero su madre, en vez de rechazarlo, dejó que la acariciara.

El patio empezó a dar vueltas alrededor de Mercedes y todo se puso más negro que la noche. La luna desapareció y el mundo también.

Leonardo tomó en sus brazos el cuerpo desnudo de Caridad y entró con ella a un cuarto aledaño, mientras el canto seguía estremeciendo la noche. Doña Cecilia abrió la puerta para salir al patio y encontró a la niña desfallecida. Enseguida comprendió lo ocurrido. La cargó y la llevó hasta la cama. Buscó agua en una jofaina cercana, pero no había.

Recordó el jarrón de miel que había dejado junto a la puerta y fue a buscarlo. Tomó un poco con el dedo y humedeció con ella los labios y las sienes de la criatura. El fuerte dulzor del oñí pareció reavivarla.

– Parece que estuviste soñando -le dijo doña Ceci cuando se encontró con la mirada de la niña-. Te caíste de la cama.

Mercedes no dijo nada. Cerró los ojos para que la dejara sola, y eso fue lo que hizo doña Cecilia.

Tan pronto como la puerta se cerró, se incorporó en su cama y descubrió el cántaro de miel. Sin pensarlo, metió su mano en la vasija. Afuera los tambores continuaban adorando a la orisha del amor, mientras Mercedes se untaba con miel todos los recovecos del cuerpo. Oñí para sus ardores, fuego para su impaciencia… El hechizo de Oshún había penetrado en ella.

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