PONÉRSELA A ALGUIEN EN CHINA: En Cuba, la frase alude a la persona que se enfrenta a una situación complicada o aun grave aprieto. Un estudiante puede comentar que su maestro «se la puso en China» para referirse a las preguntas de un examen muy difícil.
Por extensión, también ha llegado a significar la existencia de una circunstancia tan apabullante que resulta imposible actuar frente a ella.
La gente se aglomeraba frente a las puertas del hotel Capri, deseosa de entrar al cabaret donde cantaría Freddy, esa intérprete descomunal en voz y en talla. Dos funciones daría ese viernes: una al anochecer y otra cerca de la medianoche. Pero la conmoción no era provocada sólo por la expectativa de escuchar a la cantante, sino por ese estado de excitación que se renovaba a cada segundo desde que el ejército de hombres barbudos se volcara sobre las calles y las haciendas, avanzando como una marea indetenible por la isla.
Varios meses después que tomaran el poder, ya circulaban rumores sobre juicios sumarios, ejecuciones secretas, deserciones de altos funcionarios… Y ya se había anunciado la intervención de grandes compañías. Intervenir: un concepto tan violento que era usado para esquivar frases más explícitas como «despojarlo de sus bienes» o «quitarle el negocio». Tras los pejes gordos vendrán los pequeños, corría el rumor. Algunos empezaban a conspirar por temor a que eso ocurriera, pero sus voces eran aplastadas por la efervescencia con que vivía la mayoría, arrastrada por el vendaval de himnos y consignas.
Con el mismo fervor con que aplaudía cada acto del nuevo gobierno, así entraba la multitud enjoyada al Salón Rojo donde todos esperaban escuchar a la popular contralto… Pero la antigua cocinera no se mostraba feliz.
– Esta gente no respeta, Amalita -le había dicho confidencialmente a su amiga en el camerino-. Y sin respeto, no hay derechos.
Amalia, feliz por haber recuperado a su marido cuando los rebeldes abrieron las cárceles a los antiguos opositores, no le daba importancia a esas quejas. Tras meses de separación agónica, habían vuelto a reunirse. Pablo estaba libre: era su único pensamiento. Y -lo más importante- ya no se metería en asuntos de conspiradera.
– Son rumores inventados por el enemigo -le aseguraba.
Desde hacía algunas semanas, la cantante se mostraba cada vez más inquieta, y en secreto daba rienda suelta a su angustia cuando cantaba:
– «Debí llorar y, ya ves, casi siento placer. Debí llorar de dolor, de vergüenza tal vez…»
Sentada frente a su mesa, Amalia apretó la mano de Pablo. Ah, la fortuna de saborear un bolero cantado con sabiduría, el placer de un cóctel donde el ron se mezcla con las guindas borrachas, el privilegio de morder las frutas de pulpa relajada como el trópico…
Un rumor la sacó de su embeleso. Alguien discutía con el portero, intentando penetrar al cabaret.
– Es tu padre.
La advertencia de Pablo la sobresaltó. Oh, Dios: Isabelita. La había dejado con ellos. Nunca supo cómo llegó hasta él, pero de pronto ya estaba en la acera preguntándole qué le había pasado a su niña.
– Isa está bien -dijo José, cuando logró calmarla-. No estoy aquí por ella, sino por Manuel.
– ¿Mi padre?
Pablo se había quedado de una pieza. Después de aquella «traición» con la que deshonrara a su familia, su padre nunca había vuelto a hablarle; sólo Rosa se comunicaba en secreto con ellos.
– Tu mamá llamó -le dijo José-. Los rebeldes están en el restaurante.
– ¿Los rebeldes? ¿Por qué?
– Manuel estaba ayudando a unos conspiradores.
– Eso es imposible. Mi padre nunca se metió en política.
– Parece que escondió a un amigo en la trastienda por unos días. El hombre ya se fue, pero están registrando el negocio con la idea de encontrar algo.
Sin pedir más explicaciones, Pablo y Amalia se subieron al auto de José. Nadie habló durante el trayecto que los llevó a la parte antigua de la ciudad. Cuando llegaron, el vecindario parecía desierto: nada inusual en el Barrio Chino donde los inquilinos preferían observar los acontecimientos detrás de las persianas. El temor flotaba en el ambiente como una niebla palpable, quizás porque muchos recordaban escenas similares en su patria de antaño, de la cual huyeran una vida atrás. Ahora, como si algún pertinaz demonio los persiguiera, de nuevo se enfrentaban a la misma pesadilla en aquella ciudad que los acogiera con aire despreocupado y alegre.
Pablo saltó del auto antes de que José frenara del todo. Había visto la caja contadora destrozada en plena acera, las puertas del local abiertas de par en par, la oscuridad de su interior… Rosa corrió hacia su hijo.
– Se lo llevaron -le dijo en cantones, con la voz quebrada de angustia.
Y siguió hablando de una manera demasiado atropellada para que Pablo pudiera entendería. Por fin se enteró de que Manuel se hallaba en una camioneta arrimada a la acera, dentro de una cabina con cristales ahumados que impedían ver su interior.
Pablo se enfrentó al hombre de uniforme verde olivo que salía del restaurante con un montón de papeles en la mano.
– Compañero, ¿puedo preguntar qué ocurre?
El miliciano lo miró de arriba abajo.
– ¿Y tú quién eres?
– El hijo del dueño. ¿Qué pasó?
– Tenemos informes de que aquí se conspiraba.
– Para nosotros, el tiempo de conspirar ya pasó -explicó Pablo, tratando de parecer afable-. Mi padre es un anciano pacífico. Ese restaurante es el trabajo de toda su vida.
– Sí, eso dicen todos.
Pablo se preguntó si podría mantener la calma.
– No pueden destruir el negocio de una persona inocente.
– Si es inocente, tendrá que probarlo. Por ahora, vendrá con nosotros.
Rosa se echó a los pies del hombre, hablándole en una jerigonza confusa donde se mezclaban el cantones y el español. El miliciano intentó zafarse, pero ella se aferró a sus rodillas. Otro hombre que salía del restaurante apartó a la mujer con violencia.
Pablo arremetió contra él. Con un rápido gesto lo envió de cabeza contra la acera y enseguida inmovilizó al segundo, que ya lo agarraba por detrás. Su ataque tomó por sorpresa a los milicianos, que jamás habían visto nada semejante. Aún tendrían que pasar dos décadas para que Occidente se familiarizara con ese arte guerrero que los chinos llaman wushu.
Los milicianos se levantaron del suelo mientras José y Amalia trataban de contener a Pablo. Uno de ellos se llevó la mano al revólver, pero fue atajado por el otro.
– Deja eso -susurró, señalando con un gesto los alrededores.
Comprendiendo la cantidad de testigos que habría del incidente, optaron por cerrar el restaurante, colocar el sello para indicar que había sido intervenido por el gobierno revolucionario y subieron a la camioneta.
– ¿Adonde se lo llevan?
– Por ahora, a la tercera estación -dijeron-, pero no te molestes en ir hoy ni mañana. Va a ser difícil que lo soltemos pronto. Antes habrá que ver si no es un contrarrevolucionario.
– Yo conspiré contra Batista -gritó Pablo mientras el vehículo arrancaba-. ¡Y estuve preso!
– Entonces sabrás que todo esto es por el bien del pueblo.
– ¡Mi padre es el pueblo, estúpido! Y las revoluciones no se defienden destrozando sus bienes.
– Tu padre dormirá en la cárcel para que le sirva de escarmiento -gritó el chofer, poniendo el vehículo en marcha- ¡Y no será el único! En estos momentos hay órdenes de registro en los negocios de muchos conspiradores.
Pablo se lanzó contra la camioneta, pero José lo sujetó.
– ¡Voy a reclamar en los tribunales! -bramó, rojo de rabia.
Le pareció escuchar las carcajadas de los hombres, mientras la camioneta se perdía en medio de una nube oscura y pestilente.
– Yo no luché para esta mierda -dijo Pablo, sintiendo que una furia nueva crecía en su pecho.
Amalia se mordió los labios, como si presintiera lo que se avecinaba tras aquella frase.
– Tengo que ir al estudio -susurró José, palideciendo.
– Usted no tiene por qué preocuparse… -comenzó a decir Pablo, pero se detuvo al ver la mirada de su suegro-. ¿Qué ocurre?
– Yo… guardé unos papeles -tartamudeó José.
– ¡Papá!
– Sólo por una noche, para hacerle un favor a la señora de los altos. Se habían llevado preso al marido y temía un registro. Ya lo quemé todo, pero si el hombre habló y a ella la amenazaron…
Subieron al auto, tras convencer a Rosa que sería más seguro dormir esa noche en casa de su hijo y su nuera.
Los diez minutos de viaje hasta «El duende» fueron agónicos y difíciles. Varias calles aledañas estaban bloqueadas por los escombros. Vitrolas, cajas contadoras, mesas y otros accesorios formaban lomas de basura en el asfalto. Cuando llegaron al estudio de grabaciones, la puerta había sido tapiada con unos tablones y el temible sello de la intervención revolucionaria cruzaba la cerradura. Desde la acera, Pablo, José, Amalia y Rosa vieron las vitrinas revueltas, los estantes destruidos, las partituras regadas por el suelo.
– Dios mío -exclamó José, a punto de desplomarse.
¿Cómo habían podido? Aquél era el universo que creara su padre. Allí estaban los pasos del Benny, la sonrisa de La Única, las danzas del maestro Lecuona, las guitarras de los Matamoros, las zarzuelas de Roig… Cuarenta años de la mejor música de su isla se desvanecían frente a una violencia incomprensible. Rozó con sus dedos las tablas claveteadas y sospechó que jamás podría recuperar los tesoros de aquel local que su hijita y su nieta llenaran de gorjeos. Le habían robado su vida.
Amalia miró a su padre, que tenía una palidez nueva en el rostro.
– Papá.
Pero él no la oyó; su corazón le dolía como si un puño se lo apretara.
Cerró los ojos para no ver más aquel destrozo.
Cerró los ojos para no ver más aquel país.
Cerró los ojos para no ver más.
Cerró los ojos.
Cada mañana Mercedes creía descubrir un ramo de rosas ante su puerta. O una caja con bombones rellenos de licor de fresas. O una cesta de frutas sellada con un lazo rojo. O una carta que alguien tenía que leerle después, porque ella aún no sabía hacerlo. Y no sólo una carta de amor, sino el recuento de atardeceres que palidecían ante el resplandor de su piel, siempre firmadas por un mismo nombre, el único importante para ella… Porque Mercedes no podía recordar que José estaba muerto. Su mente vagaba ahora por aquella época en que su enamorado la rondara mientras ella, sumida en una bruma diferente, apenas percibía sus esfuerzos para llegar hasta su corazón nublado de embrujos.
También recordaba otras cosas: había vivido en un lupanar, se había dejado poseer por incontables hombres, su madre había muerto en un incendio que casi destruyó el negocio de doña Ceci, su padre había sido asesinado por un negociante rival… Pero ya no era necesario ocultarlo porque nadie sabía lo que se escondía en su cabeza. El único conocedor de su secreto había muerto… ¡No! ¿Qué estaba pensando? José vendría a verla como cada mediodía mientras doña Ceci regañaba a la mujer de la limpieza. Le cantaría alguna serenata y ella atisbaría de reojo hacia la esquina, temiendo que los matones de Onolorio llegaran más temprano.
Pero José no venía. Ella se levantaba de la cama y se asomaba con impaciencia a la calle por donde pasaban a toda hora unos transeúntes sospechosos: hombres con armas largas que blandían incluso ante el rostro de los niños. Sólo ella se daba cuenta de que eran los matones de Onolorio, aunque ahora se vistieran diferente. Tenía que hacer algo para avisar a José o lo matarían apenas se asomara por la esquina. Sintió que el pánico se apoderaba de ella.
«¡Asesinos!»
La palabra se agazapó en su pecho, asomándose poco a poco detrás de cada latido. Deseaba decirla, aunque fuera en susurros, pero la pesadilla la había dejado sin voz.
«¡Asesinos!»
Hubo una conmoción cerca de la esquina. El miedo anuló esa parálisis que no la dejaba gritar. «¡Asesinos!», murmuró.
El tumulto creció en la esquina. Varias personas corrían detrás de un individuo. Mercedes no pudo distinguir su rostro, pero no necesitaba verlo para saber quién era.
Como un fantasma desolado, como una banshee que clamara por la muerte del próximo condenado, salió a la calle dando alaridos.
– ¡Asesinos! ¡Asesinos!
Y sus reclamos se sumaron a los de la muchedumbre, que también acusaba de algún crimen al hombre que huía.
Pero Mercedes no vio ni supo nada de esto. Se abalanzó sobre los perseguidores que intentaban detener a su José. En la confusión oyó un disparo y sintió de nuevo aquel adormecimiento en su costado, en el mismo sitio donde Onolorio le clavara un puñal siglos atrás. Esta vez la sangre manaba a raudales, mucho más caliente y abundante. Movió un poco la cabeza para observar a quienes se acercaban y pedían a gritos un médico o una ambulancia. Hubiera querido tranquilizarlos, advertirles que José andaba cerca.
Buscó entre todos los rostros el único que sonreía, el único que podría reconfortarla.
«¿Lo ven?», trató de decir. «Les dije que vendría.»
Pero no pudo hablar, sólo suspirar cuando él le tendió los brazos y la levantó. ¡Cuánta ternura había en su mirada! Como en aquellos atardeceres de antaño…
Se alejaron de la multitud, todavía aglomerada en plena calle. Atrás quedaron los clamores y la voz adolorida de una sirena que buscaba el sitio donde yacía una mujer agonizante. Pero Mercedes no se volvió para mirar atrás. José había venido a cuidar de ella, y esta vez sería para siempre.
Cómo había cambiado su mundo. «Nadie está preparado para perder a sus padres», se decía Amalia. ¿Por qué no le habían advertido? ¿Por qué nunca le aconsejaron cómo lidiar con esa pérdida?
Se meció nerviosamente frente al televisor. Por fuera intentaba ser la misma de siempre, por su hija y por esa otra criatura que pronto estaría allí, pero algo se había roto para siempre en su pecho. Ya nunca más sería «la hija de», ya nunca más diría «mamá» o «papá» para llamar a alguien, ya no existirían dos personas que correrían a su lado, ignorando al resto del mundo para abrazarla, para mimarla, para socorrerla.
Por si fuera poco, Pablo también había cambiado. No con ella. A ella la amaba con locura. Pero una nueva amargura parecía roerle el alma después del arresto de su padre, a quien le hicieron un juicio sumario para condenarlo a un año de prisión. Pablo intentó mover influencias. Incluso habló con varios funcionarios que lo conocían desde su época en el clandestinaje; pero cada solicitud suya chocaba contra un muro insalvable. Sólo tras cumplir su sentencia, Síu Mend regresó a casa maltratado y mortalmente enfermo; tanto que muchos creían que no viviría mucho. Amalia sospechaba que Pablo no se quedaría con los brazos cruzados. Ya había visto aquella misma expresión cuando conspiraba contra el gobierno anterior. Y no era el único. Muchos amigos -que antes celebraran el advenimiento del cambio- venían a visitarlo ahora con actitudes igualmente sombrías. Amalia los había visto susurrar cuando ella volvía la espalda y callarse cuando regresaba con el café.
Intentó pensar en otra cosa, por ejemplo, en la masa de refugiados que huía de la incomprensible ola de cambios. Cientos habían escapado. Hasta la gorda Freddy se había marchado a Puerto Rico…
– ¡Isabel! -llamó a su hija para alejar aquellos pensamientos-. ¿Por qué no vas a bañarte?
Su vientre pesaba una barbaridad, aunque sólo tenía cinco meses.
– Papi está en la ducha.
– En cuanto salga, te bañas.
Isabel ya tenía diez años, pero actuaba como si tuviera quince, tal vez porque había visto y escuchado demasiadas cosas.
Amalia cambió el canal y se meció en su sillón, casi ahogándose por el esfuerzo. Todo le molestaba, hasta respirar.
– Y ahora… ¡La Lupe! -anunció un presentador invisible, con aquella voz engolada que era habitual a principios de los años sesenta.
Procuró olvidar el dolor de su cintura y se preparó para oír a la cantante de la que tanto se hablaba: una mulata santiaguera, con ojos de fuego y caderas de odalisca, que salió al escenario con andares de potra en celo. Era hermosa, reconoció Amalia. Aunque pensándolo bien, las mulatas feas eran una excepción en su isla.
– «Igual que en un escenario, finges tu dolor barato. Tu drama no es necesario. Ya conozco ese teatro…»
Demasiado histriónica, decidió Amalia. O histérica. No quedaba nada de la gracia zalamera de Rita en esa nueva generación… ¡Qué estaba pensando! El olmo nunca daría peras. Jamás habría otra como ella.
– «Mintiendo: qué bien te queda el papel. Después de todo, parece que ésa es tu forma de ser.»
Hubo un leve cambio en el tono de la música, que súbitamente se hizo más dramática. Y de pronto, La Lupe pareció enloquecer: se zafó el moño, sus cabellos se desparramaron sobre el rostro, comenzó a arañarse el pecho y a darse puñetazos en el vientre.
– «Teatro, lo tuyo es puro teatro: falsedad bien ensayada, estudiado simulacro…»
Amalia no pudo creer lo que veía cuando la mujer se quitó un zapato y atacó el piano con el afilado estilete de su tacón. Tres segundos después pareció cambiar de idea, arrojó el zapato fuera de escena y se dedicó a golpear con los puños la espalda del pianista, que siguió tocando como si nada.
Aguantó la respiración, esperando que alguien entrara con una camisa de fuerza para llevarse a la cantante, pero no ocurrió nada. Por el contrario, cada vez que La Lupe iniciaba otro de aquellos desatinos el público gritaba y aplaudía al borde del paroxismo.
«Este país se ha vuelto loco», pensó Amalia.
Casi se alegró de que su padre no estuviera allí. José, que se había codeado con los artistas más exquisitos, se hubiera muerto de nuevo ante aquel desbarro.
– ¿Puedes cambiar el canal? -gritó Pablo desde el cuarto.
– ¿La has visto? -preguntó Amalia-. Parece una leona enjaulada.
¿Hasta dónde llegaría el delirio? ¿Tanto habían cambiado los tiempos? ¿Se estaba poniendo vieja? Se levantó para apagar el televisor, pero no llegó a hacerlo. Un agudo timbrazo la hizo saltar.
– ¿Qué desean…?
Apenas entreabrió la puerta, cuatro hombres la empujaron. Isabel chilló espantada y corrió a refugiarse en el regazo de su madre.
Desbaratando muebles y adornos a su paso, los hombres registraron el apartamento y descubrieron unas octavillas aplastadas entre el colchón y el bastidor de la cama. Dos de ellos trataron de sacar por la fuerza a Pablo, que se resistió fieramente. En medio de los gritos de madre e hija, lo sacaron del cuarto sangrando y medio inconsciente. Amalia se interpuso entre la puerta y los hombres, y recibió una patada en pleno vientre que la hizo vomitar allí mismo.
Los gritos habían alertado a los vecinos, pero sólo una pareja de ancianos se atrevió a acercarse cuando los hombres se fueron.
– Señora Amalia, ¿está bien?
– Isabel -susurró a la niña, mientras sentía el líquido espeso que se escurría entre sus piernas-, llama a abuelita Rosa y dile que venga enseguida.
A sus pies crecía la sangre, mezclándose con el agua que debía proteger a su bebé. Por primera vez notó que el Martinico la miraba espantado y supo entonces que los duendes pueden palidecer. Además, titilaba con una luz verdosa cuyo significado no logró identificar.
Amalia hubiera querido insultar, gritar, morderse los brazos, desgarrarse la ropa como La Lupe. Hubiera hecho un dúo con ella para escupirle el rostro a aquel que los había engañado, prometiendo villas y castillas con esa expresión de monje franciscano donde sin duda se ocultaba -ay, Delfina- un demonio rojo.
– «Teatro, lo tuyo es puro teatro: falsedad bien ensayada, estudiado simulacro…»
Trató de levantarse, pero se sentía cada vez más débil. Casi al borde del desmayo, entendió por qué La Lupe le gustaba tanto a la gente.
Rosa revolvió el caldo de pescado y le echó un puñado de sal antes de probarlo. En otra época lo hubiera condimentado con trozos de jengibre, salsa de ostras y verduras, y su aroma hubiera ascendido hasta las nubes como el de las sopas que su nodriza preparaba. Echó parte del caldo en un recipiente y salió a la calle.
Desde que Síu Mend muriera, ya no hallaba gusto en cocinar; y menos ahora que no podía dar rienda suelta a esos momentos de inspiración en los que añadir algunas semillas de ajonjolí tostado o un chorrito de salsa dulce determinaban la diferencia entre un plato común y otro digno de dioses. Pese a todo, cada tarde preparaba un poco de alimento que llevaba al doctor Loreto, padre de Bertica y Luis, antiguos condiscípulos de su hijo.
El médico se había mudado cerca, después que su familia se marchara a California. El gobierno le había negado la salida sin explicación alguna, pero él sospechaba que la causa era cierto sujeto con influencias: un antiguo capitán de los guerrilleros que, recién llegado de las montañas, había intentado propasarse con su esposa. La pareja había sufrido un hostigamiento atroz que duró años, hasta que Irene murió de cáncer. Ya el doctor había olvidado el asunto cuando volvió a tropezarse con el hombre, cara a cara, el día en que fue a solicitar el permiso para salir del país. Sus hijos no querían abandonarlo, pero él insistió en que se fueran. Ahora parecía la sombra del rozagante médico que siempre bebía una copa de Calvados tras esas opíparas cenas que ordenaba en El dragón rojo. Le habían prohibido trabajar por «gusano», es decir, por desear irse tras los lujos del imperio, y las ropas colgaban de su cuerpo como trapos mojados.
Rosa lo encontró en el umbral de su vivienda, y recordó con nostalgia la figura del mambí que también se había sentado en un quicio a esperar por Tigrillo, siempre dispuesto a escuchar algún relato de aquellos tiempos en que los hombres luchaban con honor para que el mundo fuera un sitio más justo… Ahora el anciano había muerto y su Tigrillo languidecía en una prisión.
Veinte años. Eso era lo que había decretado el tribunal por su vínculo con una facción que organizaba sabotajes contra el gobierno. Veinte años. Ella no viviría tanto. Le consolaba saber que existía Amalia. La idea de ocupar un segundo lugar en el corazón de su hijo, frente a esa mujer que veía el mundo a través de sus ojos, era reconfortante.
Saludó al doctor y le tendió el plato. El hombre parecía un anciano, y la impresión de decrepitud aumentaba con sus gestos temblorosos y la ansiedad con que sorbía la sopa. Un perro se acercó a olfatear, pero él lo espantó de una patada.
Rosa apartó la vista, incapaz de soportar aquella imagen. ¿Qué le aguardaba a ella, sola y sin más recursos que una mísera pensión?
Regresó a su casa, cerró la puerta y apagó la única lámpara que iluminaba la sala, pero el resplandor no se marchó. Allí, en la penumbra de un rincón, estaba su madre: la hermosísima Lingao-fa, con sus ojos de almendra y aquel cutis de seda.
– Kui-fa -llamó la muerta, tendiéndole los brazos.
– Ma -murmuró en su lengua de niña y se abrazó a ella.
– He venido a hacerte compañía -susurró el espíritu en un cantones que sonaba a música.
– Lo sé -asintió ella-. Me he sentido muy sola.
Abrazada a ella, disfrutó aquel aroma de infancia -el olor de su madre que le recordaba tantas cosas-. Luego se apartó y fue hasta la puerta de su habitación. Desde el umbral se volvió hacia ella.
– ¿Te quedarás conmigo?
– Para siempre.
Entró en su cuarto, se subió a la cama que había compartido con Síu Mend y tomó la soga que había colgado de la viga más alta. Pronto vería a su marido, al tío Weng, al mambí Yuang, a Mey Ley… En adelante viviría con ellos, escucharía su propio idioma y comería pasteles de luna a toda hora. Sólo lo sentía por el doctor Loreto, tan flaco y tan cansado, que nunca más recibiría su plato de sopa al atardecer.
Amalia observó de reojo a su hija, que caminaba junto a ella con un ramo de flores. En aquel Día de los Difuntos, ambas cumplirían los deseos del hombre encarcelado desde hacía siete años. Hubieran podido ir al cementerio, pero en su última visita Pablo les había rogado que llevaran las flores al monumento erigido en honor a los mambises chinos. Pensaba que era un sitio más apropiado para honrar a su familia. El bisabuelo Yuang iniciaba la lista de antepasados rebeldes. Su padre Síu Mend, que muriera exigiendo lo que le quitaran, le seguía. Y su madre Kui-fa, que había renunciado a la vida abrumada por la tristeza, merecía igual respeto.
La brisa que barría hojas y pétalos arrastró también una música familiar: una ronda infantil que Amalia no escuchaba desde hacía años:
Un chino cayó en un pozo,
las tripas se hicieron agua.
Arre, pote pote pote,
arre, pote pote pá…
Había una chinita sentada en un café
con los dos zapatos claros
y las medias al revés.
Arre, pote pote pote,
arre, pote pote pá…
La mujer miró en todas direcciones, pero la calle estaba desierta. Alzó la vista al cielo, pero sólo vio nubes. La letra, cantada por una vocecita traviesa, evocaba un método de suicidio común entre los culíes que intentaban escapar de la esclavitud lanzándose de cabeza a un pozo. Se lo había contado Pablo, quien lo supo de su bisabuelo.
La música siguió cayendo del cielo durante varios segundos. Quizás lo estaba imaginando. Observó a su hija, una adolescente de cabellos ondulados como su abuela Mercedes, piel rosada como su bisabuela española y ojos rasgados como su abuela china; pero la joven se veía ensimismada. Acababa de detenerse frente a la inscripción grabada en el monumento y, sin que nadie se lo dijera, había comprendido que ninguna otra nacionalidad -entre las decenas que poblaban la isla- podía proclamar algo semejante a lo que revelaba aquella frase.
Su madre la tocó levemente en el codo. La joven despertó de su ensueño y depositó las flores al pie de la columna. Amalia recordó que pronto se cumpliría otro aniversario de la muerte de Rita. Nunca olvidaría la fecha porque, en medio del velorio más concurrido en Cuba -¿o había sido el de Chibas?-, se tropezó con Delfina.
– Este 17 de abril no será el único desgraciado de nuestra historia -le aseguró la vidente-. Habrá otro peor.
– No lo creo -sollozó Amalia, que no podía imaginar nada más terrible que esa tragedia.
– Dentro de tres años, en esta misma fecha, habrá una invasión.
– ¿Una guerra?
– Una invasión -insistió la mujer-. Y si logramos detenerla, será la mayor desgracia de nuestra historia.
– Querrás decir «si no logramos detenerla».
– Dije lo que dije.
Amalia suspiró. ¿Dónde estaría ahora la dulce Delfina? Pensó en el maestro Lecuona, muerto en las islas Canarias; en la gorda Freddy, enterrada en Puerto Rico; en tantos emblemas musicales de su isla que se habían refugiado en tierras ajenas tras la derrota de aquella invasión… Al final se había quedado sola con su hija, mientras Pablo cumplía una prisión de veinte años.
La última criatura que llevara en su vientre había muerto de una patada. Hubiera sido su tercer hijo, de no haber sido por las inclemencias de una historia manipulada por los hombres. La vida era como un juego de azar donde no todos lograban nacer y donde otros morían antes de tiempo. Nada de lo que uno hiciera aseguraba un mejor o peor final.
Resultaba demasiado injusto. Aunque quizás no fuera una cuestión de justicia, como siempre había creído, sino de otras reglas que necesitaba aprender. Tal vez la vida era sólo un aprendizaje. Pero ¿para qué, si después de la muerte sólo había una recompensa o un castigo? ¿O sería verdad lo que decía Delfina, que existían más vidas después de la muerte? Ojalá que no fuera cierto. Ella no quería regresar, si eso significaba comenzar otra charada que se regía por leyes tan ilógicas. Hubiera dado cualquier cosa por preguntar a Dios por qué había decretado aquella suerte para su Pablo, un hombre tan amoroso, tan honesto…
– Mami -susurró la muchacha, señalando al policía que las observaba a cierta distancia.
Debían irse. No estaban haciendo nada prohibido, pero uno nunca sabía.
Isabel leyó de nuevo la frase grabada en el mármol negro; una frase para ser mostrada a los hijos que algún día tendría, cuando ella les contara las hazañas de su tatarabuelo Yuang, la tenacidad de sus abuelos Síu Mend y Kui-fa, y la rebeldía de su padre Pag Li. El recuerdo de su padre le llenó los ojos de lágrimas. Furiosa ante su propia debilidad, arrojó una mirada de desprecio al policía que seguía observándolas y que no pudo entender su gesto. Después echó a andar junto a su madre con la cabeza más alta que nunca, repitiendo como un mantra, con la intención de grabarla en sus genes, la frase del monumento que su futuro hijo jamás debería olvidar: «No hubo un chino cubano desertor; no hubo un chino cubano traidor».
Cecilia se sentía como si la hubieran lanzado al fondo de un abismo. Le pareció que la tragedia de Amalia también formaba parte de su vida. Mientras vivió en Cuba, su futuro había sido como el horizonte que la rodeaba: un mar monótono y sin posibilidades de cambio. Su refugio eran los amigos, su familia y las familias de sus amigos. Siempre aparecía una mano que le brindaba ayuda o consuelo, aunque esa mano fuera la de otro náufrago como ella. Ahora tenía el universo a su alcance. Por primera vez era libre, pero estaba sola. Su familia se hallaba casi extinta; sus amigos, muertos o dispersos por el mundo. Varios se habían suicidado bajo el peso de una vida demasiado compleja; otros se ahogaron en el estrecho de la Florida cuando intentaban huir en balsa; muchos se refugiaban en lugares insólitos: Australia, Suecia, Egipto, islas Canarias, Hungría, Japón, o en cualquier rincón del planeta donde hubiera un trozo de tierra donde posarse. Porque era un mito que los cubanos hubieran emigrado en masa a Estados Unidos; ella podía mencionar decenas de amigos suyos que vivían en países casi míticos, tan lejanos e inalcanzables como la misteriosa Thule. Las amistades que cultivara con tanto amor a lo largo de su vida se habían perdido en brumas imprevistas. Algunas confusiones que le provocaran un par de enemistades quedarían sin aclarar; los malentendidos seguirían siendo malentendidos por los siglos de los siglos, y las explicaciones permanecerían en la dimensión de lo que pudo suceder y jamás ocurrió… Y mejor no pensar en su país, ese paisaje enfermo y roto, esa geografía arruinada que apenas tenía posibilidades de recuperación. Nada conocido había escapado a la fatalidad. Recordaba cada fragmento de su propia historia, y su corazón se ahogaba de dolor. No existía ninguna escena donde todos hubieran vivido felices para siempre. Por eso terminaba recalando en aquel bar para escuchar las historias de Amalia con la esperanza de que, pese a todo, algo bueno ocurriría al final.
Ese jueves se había ido a la cama muy temprano, pero no pudo dormir. A las dos de la mañana, presa de un irremediable insomnio, decidió vestirse y salir. Mientras conducía, trató de ver el brillo de las estrellas a través del cristal del parabrisas. La negrura del cielo le hizo recordar aquel refrán: «Nunca es más oscura la noche que cuando empieza a amanecer». Y le pareció que si la frase era cierta, como toda traza de sabiduría popular, muy pronto su vida se teñiría de luz.
Entró al bar empujando la puerta y buscó entre las mesas. Era tan tarde que no creyó que pudiera encontrar a su amiga, pero aún estaba allí, mirando con expresión soñadora las fotos que se sucedían en dos pantallas que colgaban a ambos lados de la pista.
– Hola -saludó Cecilia.
– Mi hija y mi nieto llegan dentro de dos semanas -anunció la mujer sin ambages-. Espero que vengas a conocerlos.
– Me encantaría -respondió Cecilia, sentándose frente a ella-. ¿Dónde los vería?
– Aquí, por supuesto.
– Pero los niños no pueden entrar a estos sitios. Amalia mordió un trozo de hielo, que crujió como una cascara seca.
– Mi nieto ya no es tan pequeño.
Dos o tres parejas se movían lentamente en la pista. Cecilia pidió un Cuba Libre.
– ¿Y el esposo de su hija?
– Isabel se divorció. Sólo viajarán ella y el niño.
– ¿Cómo lograron venir?
– Se ganaron la lotería de visas.
Eso era tener suerte. Conseguir una visa en aquella montaña de medio millón de solicitudes anuales era casi un milagro. ¿Cuándo terminaría aquella fuga? Su país siempre había sido una tierra de inmigrantes. Personas de todas las latitudes buscaban refugio en la isla desde los tiempos de Colón. Nadie quiso huir nunca de ella… hasta ahora.
Cecilia notó que la mujer la observaba con fijeza.
– ¿Qué te pasa?
– Nada.
– Hija, no me mientas. Cecilia suspiró.
– Estoy harta de que mi país nunca haya podido ser un país, con todas las oportunidades que tuvo. Ahora no me importa si revienta. Sólo quiero vivir tranquila y saber si puedo planificar lo que me queda de existencia.
– Es tu rabia quien habla, no tu corazón. Y la rabia es señal de que sí te interesa lo que pasa allí.
La camarera trajo el Cuba Libre.
– Bueno, puede ser -admitió Cecilia-, pero daría cualquier cosa por conocer el futuro para no seguir machacándome las entrañas. Si supiera de una vez qué nos espera, sabría a qué atenerme y ya no me angustiaría tanto.
– El futuro no es uno solo. Si ahora mismo pudieras ver el destino de un país o de una persona, eso no significa que dentro de un mes verías lo mismo.
– ¿Cómo dice?
– El futuro que vieras hoy sólo sería realidad si nadie tomara decisiones repentinas o iniciara acciones impensadas. Incluso un accidente puede cambiar la predicción original. Al cabo de un mes, la suma de todos esos sucesos convertiría el futuro en otra cosa.
– Bueno, ¿qué más da? -murmuró Cecilia-. De todos modos nadie puede ver lo que vendrá.
Los camareros limpiaban las mesas que se iban vaciando. Dos parejas más pidieron la cuenta.
– ¿Te gustaría jugar a la charada?
– Nunca juego a la lotería. Tengo mala suerte.
– Me refiero a un oráculo para conocer el futuro.
Cecilia se inclinó sobre la mesa.
– Usted acaba de decir que ninguna predicción es segura. ¿Y ahora quiere oficiar de pitonisa?
Amalia tenía una risa cristalina y suave que se extendió por el bar casi desierto. Era una pena que no riera más a menudo.
– Digamos que, en la situación en que me encuentro, conozco cosas que otros no saben… Pero no nos compliquemos. Vamos a tomar esta charada como una especie de juego.
Sobre la mesa cayeron seis dados. Dos de ellos eran iguales a esos comunes de seis caras, otro par mostraba ocho, y el tercero tenía tantas que era imposible contarlas.
– El destino es un juego de azar -continuó Amalia-. Cierto sabio dijo que Dios no jugaba a los dados con el universo, pero se equivocó. A veces ensaya hasta la ruleta rusa.
– ¿Qué debo hacer?
– Lánzalos.
La mujer miró los números antes de tomar los dados.
– Vuelve a lanzar -le dijo, entregándole los diminutos cubos.
Después de ver los resultados una vez más, recogió los dados y los mezcló de nuevo.
– Otra vez.
Cecilia repitió la operación algo impaciente, pero Amalia no se dio por enterada y le hizo repetir el gesto tres veces más. Al final volvió a guardar los dados en su cartera.
– Busca lo que significan los números 40, 62 y 76 de la charada cubana. Su combinación te mostrará quién eres y qué debes esperar de ti. Después busca el 24, el 68 y el 96 de la charada china. Representan el futuro que nos obsesiona a todos.
Cecilia guardó silencio unos segundos, indecisa sobre la seriedad del juego.
– He oído decir que los números de la charada tienen más de un significado -dijo por fin.
– Busca sólo el primero.
– ¿Cómo voy a interpretar un mensaje de sólo tres palabras?
– Palabras, no: conceptos -aclaró Amalia-. Recuerda que los sistemas de adivinación son más intuitivos que racionales. Busca sinónimos, asociaciones de ideas…
Las escasas luces del local comenzaron a parpadear.
– No sabía que fuera tan tarde -dijo Amalia poniéndose de pie-. Antes que lo olvide, quiero agradecerte que me hayas acompañado todas estas noches en que me sentía tan sola.
– No tiene que agradecerme nada.
– Y también tu interés en mi historia. Si eres parte de lo que dejamos, me iré tranquila. Creo que a Cuba le espera algo mejor.
La mujer se pasó la mano por la frente, como si quisiera apartar un cansancio muy antiguo. Cecilia la acompañó hasta la puerta.
– ¿Y Pablo? -se atrevió a decir por fin-. ¿Ya salió de la cárcel? ¿Cuándo se reunirá con él?
– Pronto, mi niña, muy pronto.
Y Cecilia descubrió en su mirada las huellas de un corazón más triste que el suyo.
Era un edificio gris y feo, rodeado por una muralla que parecía destinada a contener los sueños. Por encima del muro sobresalían los postes que alumbraban como luces de un estadio deportivo. Amalia intentaba calcular cuánto consumirían esos reflectores, mientras las ciudades y los pueblos cercanos padecían extensos apagones.
Alguien la empujó levemente. Salió de su ensueño y avanzó unos pasos más en la fila de personas que aguardaban. Había llegado el momento que esperara durante tantos años. Veinte, para ser más exactos. Nada de indultos por buena conducta, ni revisión del caso, ni apelaciones a un alto tribunal. Nada de eso existía ahora.
Durante todos esos años vio a Pablo cada vez que se lo permitieron. Las visitas dependían del humor de sus carceleros. En algunos momentos le habían dejado verlo mes tras mes; otras veces se había quedado aguardando bajo el sol, la lluvia o la frialdad del amanecer sin que nadie se compadeciera de ella. En varias ocasiones lo mantuvieron aislado durante seis, siete y hasta ocho meses. ¿Por qué razón? Ninguna que ella supiera. ¿Estaba vivo? ¿Enfermo? Ninguna respuesta. Parecía un país de sordos. O de mudos. Una pesadilla.
Pero hoy sí, hoy sí, se repetía. Y quería bailar de gozo, cantar, reírse… Pero no, mejor se quedaba tranquila y ponía cara de arrepentimiento, no fuera a ser que los castigaran de nuevo; mejor bajaba la mirada y adoptaba esa expresión humilde que estaba lejos de sentir. No soportaba otra noche sin abrazarlo, sin escuchar aquella voz que espantaba sus miedos… Cuando escuchó su nombre por los altavoces, se dio cuenta de que en algún momento había mostrado su identificación y ni siquiera se había enterado. Trató de mantenerse serena. No quería temblar, no quería que los guardias se dieran cuenta. Podía ser sospechoso, cualquier cosa podía ser sospechosa. Pero sus nervios…
Clavó la mirada en la puerta de metal hasta que identificó a la frágil figura que permanecía en medio del pasillo, mirando alrededor sin lograr verla, hasta que finalmente la reconoció. Y ocurrieron dos cosas extrañas. Cuando intentó abrazarlo, él la apartó con rudeza mientras avanzaba a pasos largos con una expresión tensa y desconocida en el rostro.
– Pablo, Pablo… -susurró ella.
Pero el hombre siguió caminando, aferrado al bulto de ropas que sacara de la prisión. ¿Qué había pasado? Por fin las puertas se cerraron tras ellos, dejándolos a solas en la carretera llena de polvo. Y allí ocurrió la segunda cosa extraña. Pablo se volvió hacia su mujer y, sin ningún aviso, comenzó a besarla, a abrazarla, a olería, a acariciarla, hasta que ella comprendió por qué apenas la había mirado antes. No quería que los guardias vieran lo que ella veía ahora. Pablo estaba llorando. Y sus lágrimas caían sobre los cabellos de la mujer, revelando una pasión que ella creyera perdida. Pablo sollozaba como un niño, y Amalia supo que ni siquiera el llanto de su hija le había dolido tanto como el de aquel hombre que ahora parecía un dios vencido. Y deseó -en un instante de delirio- renunciar a la bienaventuranza de la muerte para convertirse en un espíritu que pudiera velar por las almas de quienes sufren. Confusamente creyó escuchar un sonido delicado, como el de una flauta oculta en la maleza, pero enseguida dejó de prestarle atención.
Pablo y ella se besaron, y ninguno reparó en el cuerpo macilento del otro, ni en la piel desgastada, ni en las ropas casi harapientas; y tampoco vieron la luz que irradiaba de ellos y ascendía rumbo a algún reino invisible y cercano donde se cumplían todas las promesas; una luz como aquella que brotara de sus cuerpos cierta tarde, cuando se amaron por primera vez en el valle encantado de los mogotes.
Ahora parecía vivir en otro mundo. Amalia contemplaba su figura encorvada, y apenas se atrevía a imaginar cuánto sufrimiento se habría asentado en él. Nunca se atrevió a preguntarle sobre su vida en la cárcel; ya era bastante terrible comprobar los estragos que había dejado en su espíritu, pero la expresión de su rostro reflejaba una soledad sin fin.
Tampoco vivían ya en aquel luminoso apartamento de El Vedado. El gobierno lo había decomisado con el pretexto de que lo necesitaba para un diplomático extranjero.
Todavía le quedaban a Pablo doce años de cárcel cuando ella se mudó a una de las tres viviendas que le propusieron. Cualquiera de ellas era un cuchitril comparado con su apartamento, pero no le quedó otro remedio que aceptar. Se mudó a una casita en el corazón del Barrio Chino, no porque fuera mejor que las otras, sino porque pensó que a Pablo le agradaría regresar al barrio de su infancia. Allí lo esperó hasta que salió de la cárcel. Pero nunca imaginó que los recuerdos se convirtieran en algo tan doloroso.
A veces Pablo preguntaba por la fonda de los Meng o por los helados del chinito Julio, como si aún le costara creer que veinte años de aquella debacle hubieran podido arrasar con las vidas de quienes conociera.
– Ha sido peor que una guerra -murmuraba él cuando Amalia le describía el destino de sus antiguos vecinos.
Y eso que ella se guardaba las peores historias e inventaba otras para sustituirlas. Por ejemplo, nunca le contó que el doctor Loreto había sido hallado muerto una mañana en el mismo escalón donde Rosa solía llevarle su cena. Vagamente le dijo que el doctor se había marchado a Estados Unidos para reunirse con sus hijos.
Amalia era feliz de tenerlo a su lado, aunque su felicidad estaba empañada por una angustia que no quería admitir: le habían robado veinte años de vida junto a aquel hombre, un tiempo que nadie -ni siquiera Dios- podría devolverle.
¿Y Pablo? ¿Qué guardaba en su cabeza aquel hombre que cada tarde recorría el barrio de su infancia, ahora poblado de criaturas que parecían sombras? Aunque nunca se quejó, Amalia sabía que un trozo de su alma se había convertido en un paisaje lleno de cenizas y oscuridad. Sólo sonreía cuando Isabel los visitaba y le traía a su nieto, un chiquillo de ojos verdosos y rasgados. Entonces ambos se sentaban en el umbral de la casa y, como hiciera su bisabuelo Yuang con él, le contaba historias de la época gloriosa en que los mambises escuchaban la palabra sagrada del apak José Martí, el Buda iluminado, y soñaban con la libertad que llegaría pronto. Y el niño, que aún era muy pequeño, pensaba que todo había terminado como en los cuentos de hadas y sonreía feliz.
A veces Pablo insistía en salir del Barrio Chino. Entonces caminaban por el Paseo del Prado, que conservaba sus leones de bronce y la algarabía de los gorriones entre las ramas. O se iban hasta el malecón para rememorar sus tiempos de novios.
Un Día de Difuntos quiso visitar el monumento a los mambises chinos con Amalia, su hija y su nieto. El marido de Isabel no fue. Años de asedio y amenazas lo habían convertido en un individuo mezquino y lleno de temores, muy diferente al joven soñador que la muchacha conociera. Ya no iba a ver a sus suegros, sabiendo que él había pasado veinte años en la cárcel por contrarrevolucionario. Fue durante aquella salida cuando Pablo se dio cuenta del alcance de la destrucción.
La Habana parecía una Pompeya caribeña, destrozada por un Vesubio de proporciones cósmicas. Las calles se hallaban cubiertas de baches que los escasos vehículos -viejos y destartalados- debían ir vadeando si no querían caer en ellos y terminar allí sus días. El sol chamuscaba árboles y jardines. No había césped por ningún sitio. La ciudad estaba inundada de vallas y carteles que llamaban a la guerra, a la destrucción del enemigo y al odio sin cuartel.
Sólo el monumento de mármol negro permanecía intacto, como si estuviera hecho de la misma materia de los héroes a los cuales rendía tributo; la misma sustancia de esos sueños por los que lucharan los guerreros de antaño: «No hubo un chino cubano desertor; no hubo un chino cubano traidor». Aspiró la brisa que soplaba desde el malecón y, por primera vez desde que abandonara la cárcel, se sintió mejor. Su bisabuelo Yuang estaría orgulloso de él.
Una fina llovizna empezó a caer, ignorando la presencia del sol que arrancaba vapores del asfalto. Pablo alzó la vista hacia el cielo azul y sin nubes, dejando que su rostro se mojara con aquellas lágrimas dulces y luminosas. El tampoco había traicionado y nunca traicionaría… Y viendo aquella lluvia milagrosa, supo que el difunto mambí le enviaba sus bendiciones.
Cecilia aceleró su auto a través de las callejuelas de Coral Gables, sombreadas por árboles que vertían chubascos de hojas sobre las gentes y las casas. Era un paisaje que le recordaba ciertos recovecos de La Habana… lo cual era inexplicable porque con sus muros rugosos y sus jardines casi góticos, humedecidos de hiedra, Coral Gables se asemejaba más a una aldea encantada que a la ciudad en ruinas que dejara atrás. Quizás la asociación se debiera a la similitud de dos decrepitudes distintas: una fingida con elegancia y otra remanente de glorias pasadas. Paseó su mirada entre los jardines salpicados de flores y sintió un latido de nostalgia. Qué espíritu obsesivo el suyo que aún extrañaba el rugido de las olas contra la costa, el calor del sol sobre las calles destruidas y el aroma que escapaba de un suelo que insistía en ser fértil cuando se empapaba tras algún aguacero tibio.
No podía mentirse a sí misma. Sí le importaba ese país; tanto como su propia vida, o más. ¿Cómo no iba a importarle si era parte de ella? Pensó en lo que sentiría si desapareciera del mapa, si de pronto se esfumara y fuera a parar a otra dimensión: una Tierra donde no existiera Cuba… ¿Qué haría entonces ella misma? Tendría que buscar otro lugar exótico e imposible, una región donde la vida desafiara la lógica. Había leído que las personas eran más saludables si mantenían alguna conexión con el lugar donde habían crecido o si vivían en un sitio semejante. Así es que tendría que hallar un país alucinante y bucólico a la vez, donde pudiera reajustar sus relojes biológicos y mentales. A falta de Cuba, ¿qué lugares le servirían? Por su mente desfilaron los megalitos de Malta, la ciudad abandonada de los anasazi, y la costa tenebrosa y antigua de Tintagel, plagada de recovecos por donde deambularan los personajes de la saga arturiana… Lugares misteriosos donde latía el eco del peligro y, por supuesto, llenos de ruinas. Así era su isla.
Despertó de su ensueño. Cuba seguía en su sitio, casi al alcance de la mano. El resplandor de sus ciudades podía distinguirse desde Key West en las noches más oscuras. Su misión, por el momento, era otra: desentrañar su futuro más cercano. O al menos encontrar una pista que le indicara la ruta hacia ese futuro.
El chillido de la cotorra fue la primera respuesta a su timbrazo. Una sombra cubrió la mirilla.
– ¿Quién es?
La tentación fue demasiada.
– Juana la Loca.
– ¿Quién?
¡Santísima virgen! ¿Para qué preguntaba si la estaba viendo?
– Soy yo, tía… Ceci.
Hubo un sonido de cerrojos que se deslizaban.
– Vaya, qué sorpresa -dijo la anciana al abrir la puerta, como si sólo entonces acabara de verla.
– El pueblo… unido… jamás será vencido…
– ¡Fidelina! Esta cotorra del demonio me va a matar de los nervios.
– La culpa es tuya por no haberte librado de ella.
– No puedo -gimió Loló-. Demetrio me ruega todas las noches que no se la regale a nadie, que sólo puede verla a través de mí.
Cecilia suspiró, resignada a formar parte de una familia que se debatía entre la locura y la bondad.
– ¿Quieres café? -preguntó la mujer, entrando en la cocina-. Acabo de colar.
– No, gracias.
La anciana volvió, segundos después, con una tacita en la mano.
– ¿Averiguaste algo sobre la casa?
– No -mintió Cecilia, incapaz de enfrentarse nuevamente a lo que había descubierto.
– ¿Y tus ejercicios para ver el aura?
Cecilia recordó la niebla blanquecina en torno a la planta.
– Sólo vi espejismos -se quejó-. Nunca seré como mi abuela; no tengo ni gota de visión.
– Puede ser -murmuró la anciana, sorbiendo con cuidado su café-. Ni Delfina ni yo tuvimos necesidad de hacer cosas raras para hablar con los ángeles o los muertos, pero ya nada es como antes.
Cecilia esperó a que la anciana terminara su café.
– Tía, ¿conoces los números de la charada?
La mujer se le quedó mirando con una expresión algo nublada, como si tratara de recordar.
– Hacía años que no oía hablar de eso a nadie, aunque a veces la uso para jugar a la lotería. Y créeme que funciona; me he ganado mis billeticos.
– ¿Y juegas con la charada china o la cubana?
– ¿Por qué te interesan esas cosas? Nadie de tu edad sabe lo que es la charada. ¿Quién te habló de ella?
– Una señora -respondió con vaguedad-. Me dio varios números para que los jugara, pero me gustaría saber qué significan.
– ¿Cuáles números?
Cecilia sacó un papelito de su cartera.
– El 24, el 68 y el 96 de la charada china. El 40, el 62 y el 76 de la cubana.
La anciana estudió a la joven, sopesando si debía poner al descubierto su mentira. La lotería de la Florida no tenía cifras tan altas como el 68 o el 96. Así es que nadie en su sano juicio le pediría jugarlas. Estaba segura de que existía otra razón para el interés de la muchacha por esos números, pero decidió seguirle la corriente.
– Creo que tengo una lista en algún sitio -dijo levantándose para ir a su dormitorio.
Cecilia se quedó en la sala, revisando sus notas. Siempre creyó que los oráculos eran enigmas elaborados y misteriosos, revelaciones capaces de provocar el éxtasis; no un pasatiempo detectivesco. ¿Debería seguir aquel juego?
– Lo encontré -dijo su tía, saliendo del cuarto y colocando sobre la repisa un papel arrugado-. Veamos… 24: paloma… 68: cementerio grande… 96: desafío.
Cecilia apuntó las palabras.
– Ahora sólo faltan las cifras de la charada cubana -le recordó.
– Esa nunca la usé -admitió Loló-. La china era la más famosa.
– ¿Dónde podré encontrarla?
La mujer se encogió de hombros.
– A lo mejor… -comenzó a decir, pero quedó en suspenso contemplando el vacío-. ¿En cuál cajón?
Los cabellos de Cecilia se erizaron cuando comprendió que su tía hablaba con la lámpara.
– ¿En el clóset? -preguntó la anciana-. Pero yo no recuerdo…
Aunque supo que no vería a nadie, la joven se volvió en busca del invisible interlocutor.
– Bueno, si tú lo dices…
Sin dar ninguna explicación, Loló se levantó del sofá y fue a su cuarto. Después de algunos ruidos indefinidos, salió de la habitación con una cajita entre las manos.
– Vamos a ver si es cierto -comentó la mujer, mientras revolvía el contenido lleno de papeles-. Pues sí, Demetrio tenía razón. Parece que no anda tan desmemoriado como cree.
Se refería a un recorte de periódico que sacó de la cajita. Estaba tan quebradizo que una de sus esquinas se desprendió al tratar de alisarlo. Era una copia de la charada cubana.
– ¿Me la prestas? -preguntó Cecilia.
La anciana levantó el rostro y de nuevo su mirada se perdió en otras latitudes.
– Demetrio quiere que te quedes con ella. Dice que si una joven como tú se interesa por esas reliquias, hemos ganado la batalla. Y dice…
Cecilia dobló con cuidado el papel para que no se siguiera rompiendo.
– …que le hubiera gustado conocerte mejor -suspiró la anciana.
La muchacha alzó la vista.
– ¿A mí? ¿Por qué?
– Sólo pudo verte una vez, el primer día que viniste a verme.
– Ya me lo dijiste, pero no me acuerdo.
La anciana suspiró.
– ¡Y pensar que fuiste tan importante para él!
– ¿Yo?
– Voy a contarte un secreto -le dijo Loló, sentándose en una mecedora-. Después que murió mi esposo, que en paz descanse, Demetrio se convirtió en mi mayor apoyo. Nos conocíamos desde que éramos jóvenes. Siempre estuvo enamorado de mí, pero nunca me lo dijo. Por eso vino para acá, apenas salí de Cuba. Tú fuiste la única nieta de Delfina, y ella no cesaba de enviarnos tus fotos y contarnos de ti. Tus padres estaban planeando venir para acá cuando naciste, aunque al final tu madre nunca se decidió. En realidad, le tenía miedo a los cambios. Delfina murió, pero siguió dándonos noticias tuyas. Demetrio sabía que yo hablaba con mi hermana muerta y lo encontraba muy natural. Así seguimos al tanto de tu vida, especialmente después que murieron tus padres. Yo estaba muy preocupada, sabiéndote tan sola. Fue entonces cuando Demetrio me confesó su amor y me dijo que, si tú venías, entre los dos podríamos cuidarte como la hija que nunca tendríamos. No sabes cómo se obsesionó con la idea. Le hacía mucha ilusión conocerte, ir a tu boda, criar a sus nietos… Porque hablaba de tus hijos como si fueran sus propios nietos. ¡Pobre Demetrio! ¡Hubiera sido tan buen padre!
A medida que Loló hablaba, Cecilia sentía que sus rodillas se volvían de piedra. Aquélla era la conexión que faltaba. Demetrio había deseado protegerla. Para él hubiera sido la hija providencial y su vínculo con Loló, la novia de sus sueños, a la que seguía visitando después de muerto. Por eso también viajaba en la casa junto a sus padres: para protegerla, para cuidarla…
– Tengo que irme, tía -musitó.
– Llámame cuando quieras -le rogó la anciana, sorprendida por su abrupta retirada.
Desde su ventana la vio meterse en el auto y ponerlo en marcha. ¡Qué modales tan raros tenían los jóvenes! ¿Y para qué necesitaba el significado de esos números? Recordó que en su juventud estuvo de moda jugar a las adivinanzas con la charada. Si la muchacha hubiera sido de otra época, habría jurado que andaba enfrascada en algún acertijo. Puso el pestillo y se volvió. Allí estaban Delfina y Demetrio, como cada tarde, meciéndose levemente en sus sillones.
– Debiste decirle… -masculló Delfina.
– Todo a su tiempo -dijo Loló.
– Es cierto -suspiró Demetrio-. Ya se dará cuenta por sí misma. Lo importante es que estamos aquí para ella.
Y así conversaron un rato más hasta que el crepúsculo llenó la casa.
Una hora después, la noche había caído sobre la ciudad. Loló se despidió de sus huéspedes, que ahora acudían a tareas más propias de su actual estado.
El reloj dio las nueve. Cuando la anciana se dirigía a la cocina notó que, desde hacía rato, el apartamento se hallaba sumido en un inquietante silencio. La cotorra parecía dormir en su jaula. ¿Tan temprano? Se dirigió al comedor y metió un dedo entre los barrotes, pero el animalito no se movió. Tuvo un presentimiento y abrió la puerta de la jaula para tocar su plumaje. La carne rígida y aún tibia se iba enfriando rápidamente. Dio un rodeo a la jaula para mirar desde otro ángulo. Fidelina había muerto con los ojos abiertos.
Sintió lástima de la pobre cotorra y estuvo a punto de rezar una oración por su alma… Pero ¡qué demonios! Esa desgraciada le había desquiciado la vida a ella, a sus vecinos y a media humanidad. Por lo menos ya no volvería a gritar aquellas consignas que enloquecían a cualquiera. De rezos, nada. Mejor se ocupaba de hacerla desaparecer; algo que -pensó con arrepentimiento- debió haber hecho tiempo atrás, cuando la bestia aún estaba con vida. ¿Por qué no lo intentó antes? Designios del cielo, algún karma ineludible. ¿Quién sabe? Pero ya no. Se había librado de esa miserable parca y juró que nunca más dejaría que algo así volviera a aparecer en su vida.
– Descansa en el infierno, Fidelina -dijo, y arrojó un trapo sobre el cadáver de la cotorra.
Mientras regresaba a su apartamento con la respuesta del enigma, Cecilia iba recordando su adolescencia. En aquellos tiempos felices, su mayor aventura era explorar las casas clausuradas por el gobierno, como esa mansión de Miramar, a la que llamaban El Castillito, donde ella y sus amigos se reunían a contar historias de fantasmas en la noche de Halloween. Aunque tal fiesta no se celebraba en la isla, todos los años subían a la azotea de la casa embrujada para invocar los espectros de una Habana loca y lujuriosa que, sin embargo, parecía libre de pecados.
El océano, la lluvia y los huracanes eran bautizos naturales que redimían a los hijos de una virgen que, según la leyenda, había llegado por mar en una tabla, deslizándose sobre las olas en el primer surfing de la historia. No era extraño que esa misma virgen, a la que el Papa coronara Reina de Cuba, se pareciera a la diosa del amor que adoraban los esclavos, vistiera de amarillo como la deidad negra, y tuviera su santuario en El Cobre, región de la cual se extraía el metal consagrado a la orisha africana… Oh, su isla alucinante y mezclada, inocente y pura como un Edén.
Evocó la llovizna que despidiera al Papa en el santuario de San Lázaro -una lluvia curativa, delicada como una filigrana, que se derramó sobre la noche de la isla- y recordó la lluvia sin nubes que cayera sobre Pablo frente al monumento de mármol negro. Por algún azar de la memoria, también pensó en Roberto… Ay, su amante imposible. Hermoso y lejano como su isla. Mentalmente le envió un beso y le deseó suerte.
Y fue como si el mensaje lluvioso de Yuang hubiera renovado ese espíritu rebelde y aventurero que era la marca de su signo. La lluvia fortaleció el ánimo que nunca perdiera. Su llanto al salir de la cárcel no había sido una señal de derrota, como pensó Amalia, sino de rabia. Apenas volvió a ponerse en contacto con la vida, recobró el tono de su voz interior: esa que le exigía clamar justicia por encima de todo. Siguió diciendo lo que pensaba, como si no tuviera conciencia de que aquello podía costarle una paliza o el regreso a la cárcel. En el fondo seguía siendo un tigre, viejo y enjaulado en esa isla, pero tigre al fin y al cabo.
Amalia, en cambio, temía por él y por el resto de su familia en un sitio donde la justicia se había vuelto draconiana. Por eso comenzó a gestionar -papeles van, papeles vienen; certificados y matasellos, entrevistas y documentos- la única posibilidad de que todos continuaran con sus vidas.
Un día llegó de la calle y se detuvo en el umbral, tratando de recuperar el aliento. Miró a Pablo, a su hija y a su nieto, que coloreaba los barcos de papel que su abuelo iba colocando sobre la mesa.
– Nos vamos -anunció.
– ¿Adónde? -preguntó Isabel.
Amalia resopló con impaciencia. ¡Como si hubiera algún otro sitio al cual se pudiera ir!
– Al norte. Le dieron la visa a Pablo.
El niño dejó de atender sus barcos. Había estado oyendo hablar de esa visa durante meses. Sabía que tenía que ver con su abuelo, que era un ex preso político, aunque no entendía muy bien lo que significaba eso. Sólo sabía que no debía comentarlo en la escuela, sobre todo después que aquella especie de estigma provocara el divorcio de sus padres.
– ¿Cuándo se van? -preguntó Isabel.
– Querrás decir cuándo nos vamos. Tú y el niño también tienen visa.
– Arturo nunca me dará permiso para sacarlo.
– Pensé que ya habías hablado con él.
– A él le da igual, pero no puede autorizarlo. Perdería su trabajo.
– Ese… -comenzó a decir Amalia, pero se contuvo al notar la mirada del nieto- sólo piensa en él.
– No podré hacer nada hasta que el niño sea mayor.
– Sí, y cuando cumpla los quince años ya estará en la edad del Servicio Militar y entonces no lo dejarán salir.
Isabel suspiró.
– Váyanse ustedes. Papá y tú han sufrido mucho; no tienen nada que hacer en este país.
El niño escuchaba, casi asustado, aquel duelo entre su madre y su abuela.
– No he esperado veinte años a tu padre para perder a mi hija y mi nieto ahora.
– No nos perderás, ya nos reuniremos -le aseguró observando de reojo a su padre, que no había abierto la boca, sumido en quién sabe cuáles pensamientos-. Son ustedes quienes no deben esperar.
– Por lo menos trata de hablar con Arturo. ¿O prefieres que lo haga yo?
– Ya veremos -susurró sin mucho convencimiento-. Es tarde, mejor nos vamos… Despídete, corazón.
El niño besó a sus abuelos y salió brincando a la acera. Allí permaneció saltando sobre un pie hasta que su madre lo tomó de la mano y se alejó con él.
Amalia se asomó para verlos marchar y sintió que el corazón le dolía tanto como el día en que vio morir a su padre.
¿Cómo podía dejarlos atrás? No ver crecer a su nieto, dejar de abrazar a su hija: ésa era la mitad de su miedo. La otra mitad era perder nuevamente a Pablo, y eso era lo que ocurriría si no lo sacaba de allí.
Por eso esperaba con ansiedad el permiso de salida que debía otorgarle el gobierno: la famosa tarjeta blanca. O la «carta de libertad», como le llamaban los cubanos tras el éxito de cierta telenovela donde una esclava se pasaba más de cien episodios esperando ese documento. Todos aquellos con visado para viajar debían pasar por una telenovela semejante: a menos que llegara esa tarjeta, nunca podrían salir.
Los primeros meses estuvieron llenos de esperanza. Cuando pasó el primer año, la esperanza se transformó en ansiedad. Después del tercer año, la ansiedad se convirtió en angustia. Y después del cuarto, Amalia se convenció de que jamás los dejarían irse. Quizás veinte años de cárcel les habían parecido insuficientes.
Se consolaba viendo crecer a su nieto: un muchacho hermoso y dulce como su Pablo en la lejana época en que se conocieron. Amalia notaba cómo se esmeraba en complacer a su abuelo. Siempre se las arreglaba para estar cerca de él, como si la amenaza de su separación hubiera hecho que atesorara cada minuto que pasaban juntos: temor que cada vez parecía más irreal, porque el tiempo pasaba y Pablo continuaba viviendo en esa prisión que era la isla.
Aunque seguía asustando a la gente con sus frases temerarias, nunca regresó a la cárcel. Quizás, después de todo, la policía secreta hubiera decidido que era un anciano inofensivo. De cualquier manera, dijera lo que dijera, nada podría hacer.
La escasez es el arma más eficaz para controlar las rebeliones. Con la excepción de algunos letreros que aparecían en los muros y los baños de ciertos lugares públicos, nada parecía ocurrir… Tampoco había con quién conspirar. La culpa era de esa epidemia que se había adherido como un parásito a la piel de todos: el miedo. Nadie se atrevía a hacer algo. Bueno, sólo algunos; pero ésos ya estaban en la cárcel. Entraban y salían regularmente de ella, y jamás lograban otra cosa que no fuera denunciar o protestar. Eran hombres y mujeres más jóvenes que Pablo, de un valor semejante al suyo, aunque sin los medios para conseguir más de lo que el propio Pablo había podido lograr.
A Pablo no le quedó otro remedio que observar; observar y tratar de entender ese país que cada vez se volvía más extraño. Un día, por ejemplo, había salido muy temprano a dar una vuelta y se detuvo frente a la antigua fonda de los Meng, que ahora era un local donde se almacenaban folletos de la Unión de Jóvenes Comunistas. Alzó el rostro al cielo enlodado de nubes, deseando que lloviera un poco para recibir las bendiciones de su bisabuelo. Junto a él pasó un perro sarnoso y lampiño, de esa especie que allí llamaban «perros chinos» porque apenas tienen pelos. El animal lo miró con miedo y esperanza. Pablo se agachó para acariciarlo y recordó aquella tonada de su niñez:
Cuando salí de La Habana
de nadie me despedí,
sólo de un perrito chino
que venía tras de mí.
Como el perrito era chino
un señor me lo compró
por un poco de dinero
y unas botas de charol.
Las botas se me rompieron,
el dinero se acabó.
¡Ay, perrito de mi vida!
¡Ay, perrito de mi amor!
Miró a su alrededor, como si esperara escuchar las campanillas del chino Julián anunciando sus helados de coco, guanábana y mantecado: los mejores del barrio; pero en la calle sólo jugaban tres chiquillos medio desnudos, que pronto se aburrieron y entraron a una casa.
A punto de marcharse, notó la expresión con que una niñita contemplaba algo que ocurría al doblar de la esquina, fuera del campo de su visión. Se asomó un poco, sin delatar su presencia, y vio a dos muchachas que conversaban animadamente junto a unos latones de basura. Comprendió de inmediato que una de ellas era prostituta. Su vestimenta y maquillaje la delataban; una pena, porque era bonita, de rasgos delicados y con un aire muy distinguido. La otra era monja, pero no parecía estarle dando ningún sermón a la descarriada. Por el contrario, ambas parecían charlar como si fueran viejas amigas.
La prostituta tenía una risa dulce y traviesa.
– Me imagino la cara que pondría tu confesor si le dijeras que hablas con el espíritu de una negra conga -se mofó.
– No digas eso, Claudia -respondió la monja-. No sabes lo mal que me hace sentir.
¿De qué hablaban aquellas mujeres? Miró en torno. No había nadie más a la vista, excepto la niñita, que permanecía sentada en el quicio de la puerta.
Los tres muchachos que antes jugaran en la acera volvieron a salir, dando alaridos y batiéndose a machetazos contra los colonizadores españoles. Pablo no pudo escuchar el resto de la conversación. Sólo vio que la monja se guardaba un papelito que le diera la prostituta antes de marcharse; después hizo algo más extraño todavía: miró hacia un montón de basura y se persignó. Enseguida pareció ruborizarse y, casi con furia, hizo la señal de la cruz en dirección a los latones, antes de seguir su camino.
Dios, qué país tan raro se había vuelto la isla.
Llegaron noches de lluvia y días de calor. Se inventaron nuevas consignas y se prohibieron otras. Hubo manifestaciones convocadas por el gobierno y protestas silenciosas en las casas. Corrieron rumores de atentados y se hicieron discursos que los negaban. Con el tiempo, Pablo lo fue olvidando todo. Olvidó sus primeros años en la isla, sus angustias por comprender su idioma, las interminables tardes de llevar y traer ropa; olvidó sus años universitarios cuando se debatía entre tres existencias: estudiar medicina, verse con Amalia a escondidas y luchar en el clandestinaje; olvidó que alguna vez quiso irse de un país al que había llegado a amar; olvidó los documentos que se enmohecían en una gaveta… Pero no olvidó su rabia.
En las noches más oscuras, su pecho gemía con un dolor antiguo. Huracanes, sequías, inundaciones: de todo fue testigo durante aquellos años en los que su vida tenía cada vez menos sentido. Ahora el país atravesaba una nueva etapa que, a diferencia de otras, parecía planificada porque hasta tenía un nombre oficial: Período Especial de Guerra en Tiempo de Paz. Un nombre estúpido y pedante, pensó Pablo, intentando acallar sus entrañas que chillaban de soledad. Nunca antes había sentido un hambre tan atroz, tan dominante, tan omnipresente. ¿Sería por eso que nunca le dejaron abandonar el país? ¿Para matarlo lentamente?
Abrió la puerta y se sentó en el umbral. El vecindario permanecía en tinieblas, inmerso nuevamente en uno de sus interminables apagones. Una ligera brisa recorría la calle, trayendo el vago rumor de las palmeras que cuchicheaban en el Parque Central. Sombras luminosas cubrían a medias el disco de la luna y se transformaban en volutas tiznadas. Por alguna razón recordó a Yuang. Últimamente pensaba mucho en él, quizás porque los años le habían hecho valorar más su sabiduría.
«Es una lástima que yo no la haya aprovechado más cuando él estaba vivo», se dijo, «pero debe pasarle a mucha gente. Demasiado tarde nos damos cuenta de cuánto quisimos a nuestros abuelos, de cuánto pudieron darnos y de lo que no supimos tomar en nuestra inocente ignorancia. Pero la huella de esa experiencia es imperecedera y de algún modo permanece en nosotros…».
Le gustaba mantener aquellos monólogos. Era como conversar de nuevo con el viejo mambí.
El viento silbó con voz de espectro. Por instinto alzó la vista: las estrellas hacían cabriolas entre las nubes. Miró con más atención. Los puntos de luz se adelantaban o retrocedían, se unían en grupos y parecían bailar en rueda; después se juntaban hasta formar un solo cuerpo y de pronto salían disparados en todas direcciones como fuegos artificiales… Pero no eran fuegos artificiales.
– Akún -llamó en silencio.
La calle se hallaba desierta, aunque en la oquedad de otra puerta Pablo creyó percibir una silueta. ¿Era real?
– Akún -repitió suavemente.
Las estrellas se movieron, formando figuras caprichosas: un animal… tal vez un caballo. Y montado encima, un hombre: un guerrero.
– Akún.
Y escuchó la susurrante respuesta:
– Pag Li… Lou-fu-chai…
La visión blanquecina se movió en las tinieblas. Pablo sonrió.
– Akún…
Un párpado de nubes dejó entrever la luna, cuya luz se derramó sobre los espíritus que deambulaban entre los vivos. De la tierra brotó aquel olor a hogar: era un aroma parecido a las sopas que hacía su madre, al talco con que su padre se cubría después del baño, a las manos arrugadas de su bisabuelo… La noche desfallecía como el ánimo de un condenado a muerte, pero Pag Li sintió una felicidad nueva y extática.
La silueta se acercó y, durante unos instantes, lo miró con aquella ternura infinita que sus años de muerto no habían extinguido. Con sus manos heladas le tocó las mejillas. Se inclinó y le dio un beso en la frente.
– Akún -sollozó Pag Li, sintiéndose de pronto el ser más desamparado del universo-. No te vayas, no me dejes solo.
Y se apretó al regazo de su bisabuelo.
– No llores, pequeño. Aquí estoy.
Lo meció con suavidad, acunándolo dulcemente contra él.
– Tengo miedo, abuelo. No sé por qué tengo tanto miedo.
El anciano se sentó a su lado y le rodeó los hombros con un brazo, como cuando Pag Li era niño y se reclinaba en su pecho a escuchar las hazañas de aquellos héroes legendarios.
– ¿Recuerdas cómo conocí al apak Martí? -le preguntó.
– Me acuerdo -contestó enjugándose las lágrimas-, pero cuéntamelo otra vez…
Y Pag Li cerró los ojos, dejando que su memoria se fuera llenando con las imágenes y los gritos de batallas olvidadas. Y poco a poco, abrazado a la sombra de su bisabuelo, dejó de sentir hambre.
Era tan temprano que el cielo aún conservaba sus tonos violetas, pero el bar parecía más oscuro que de costumbre. Guiándose por el recuerdo, más que por la vista, Cecilia fue acercándose al rincón donde solía sentarse Amalia. No creyó que hubiera llegado, pero prefirió esperarla allí. Cuando notó una sombra que se movía en la silla, se detuvo. La sombra pertenecía a un hombre.
– Perdone -dijo ella, retrocediendo-. Lo confundí con alguien.
– ¿Podrías quedarte un rato? -pidió él-. No conozco a nadie aquí.
– No, gracias -respondió ella con voz gélida.
– Disculpa, no quise ofenderte. Llegué hace poco de Cuba y no sé cómo son las costumbres.
Cecilia se detuvo.
– Iguales que en cualquier otro sitio -le dijo irritada, aunque sin saber por qué-. Ninguna mujer medianamente cuerda se sentaría en un bar con un desconocido.
– Sí… Claro… -admitió él con un tartamudeo tan sincero que Cecilia estuvo a punto de sentir lástima.
De pronto supo por qué se hallaba molesta. No era por la invitación, sino porque el intruso había invadido el escondite que ella y Amalia compartieran tantas noches.
Buscó una mesa desde la cual pudiera vigilar la llegada de su amiga, pero casi todas estaban llenas. Tuvo que escoger una cercana a la pista. Se hallaba ansiosa por hablar con Amalia y decirle que se daba por vencida en aquel juego. Tenía el significado de las seis cifras, pero no entendía nada. El primer acertijo, vinculado a ella misma, continuaba siendo un enigma. «Cantina», «visión» e «iluminaciones» eran las palabras correspondientes a los números, pero no tenía la menor idea de lo que podían significar. Con el segundo grupo ocurría lo mismo. No sabía qué hacer con un «desafío», una «paloma» y un «cementerio grande».
Levantó la mirada y vio el paisaje que ocupaba toda la pantalla. Allí estaba de nuevo: en Miami, Cuba era más omnipresente que la Coca-Cola. Trató de distinguir la mesa donde solía reunirse con Amalia, pero se hallaba demasiado lejos y el bar estaba muy oscuro. No la vería si entraba, y quizás hasta se marchara si topaba con aquel desconocido en su puesto. Tomando aire, se acercó de nuevo al joven.
– Mis amigos están por llegar -dijo ella para justificar su atrevimiento-. ¿Puedo esperarlos aquí unos minutos? Siempre nos reunimos en esta esquina.
– Por supuesto. ¿Quieres tomar algo?
– No, gracias.
Ella desvió la vista.
– Me llamo Miguel -dijo él, tendiéndole una mano.
Dudó un segundo, antes de responder.
– Cecilia.
Hubo un parpadeo de luces que le permitió examinar su rostro. Tenía más o menos su misma edad, pero sus rasgos eran tan exóticos que casi se le antojaron extraterrestres.
– ¿Vienes mucho aquí? -preguntó él.
– Más o menos.
– Esta es mi primera vez -admitió él-. ¿Sabes si…?
En ese momento, varias personas pasaron junto a ellos, tropezando con varias sillas.
– ¡Gaia! -llamó Cecilia.
La figura que iba al frente se detuvo; y las otras la siguieron, tropezando como barajas.
– ¡Hola! ¿Cómo estás? -preguntó la recién llegada-. Mira quiénes vinieron…
Pero no terminó la frase.
– ¡Gaia! -exclamó el joven-. No sabía que estabas aquí.
– ¿Miguel? -balbuceó ella.
Se produjo un titubeo, y casi enseguida una especie de terremoto. Las siluetas que venían detrás se lanzaron hacia la mesa.
– ¿Eres tú, Miguel?
– ¡Qué sorpresa!
– ¿Cuándo llegaste?
– ¡Claudia, nunca lo habría imaginado! ¡Melisa, mira que hace tiempo! -decía él, riendo-. ¡Dios, qué casualidad!
Y ellas le pasaban la mano por la cabeza, se reían y lo abrazaban, como quienes han encontrado a un familiar después de mucho tiempo.
– ¿De dónde se conocen? -preguntó Cecilia.
– De La Habana -repuso él vagamente.
– ¿Alguien ha visto a Lisa? -interrumpió Gaia-. Fue ella quien propuso que nos reuniéramos aquí, y no la veo… Pero Lisa no había llegado.
– Tenemos un par de mesas reservadas -dijo Claudia-. Si quieren venir…
Cecilia alegó que esperaba a alguien y ambos se quedaron allí.
– Ah, el Benny… -susurró Miguel.
En la pantalla acababa de aparecer el Sonero Mayor de Cuba.
– «Hoy como ayer, yo te sigo queriendo, mi bien…»
– ¿Quieres bailar? -preguntó el muchacho, tomándola de la mano.
Y sin darle tiempo a contestar, la arrastró a la pista.
– Menos mal que no conocías a nadie -le reprochó ella, más confiada en él después de aquel recibimiento.
– No había vuelto a saber de ninguna -dijo él en susurros, como temiendo que lo oyeran-. Las ayudé en diferentes momentos de sus vidas.
Cecilia lo observó con suspicacia, decidida a no dejarse embaucar por aquellos ojos de pureza traslúcida.
– ¿Ayudarlas, cómo?
– Un amigo me presentó a Claudia cuando ella trabajaba en una pizzería -contó él-, algo raro porque era licenciada en Historia del Arte. Parece que tuvo un problema político. Le regalé algún dinero cuando me enteré que tenía un niño pequeño.
– No sabía que estuviera casada.
– No lo estaba.
Cecilia se mordió los labios.
– A Gaia la conocí porque trabajó un tiempo en mi oficina después que salió de la universidad. Siempre andaba con la mirada asustada, como si quisiera huir de todo… Traté de llevarla a un psicólogo, pero nunca logré que lo viera porque vino para Miami.
– No me parece que Gaia esté enferma.
Frente a la pantalla, el rostro de Miguel se llenó de luz. Ahora sus ojos parecían verdes.
– Tal vez esta ciudad la haya sanado -aventuró él-; me han dicho que Miami tiene ese poder sobre los cubanos. También Melisa estuvo bajo tratamiento psiquiátrico, y ya la ves. Aunque yo nunca creí que tuviera ningún problema. Fue un asunto misterioso…
El bolero terminó y ellos regresaron a la mesa. Las muchachas habían ocupado otra con un grupo de amigos. Claudia les hizo señas para que se les unieran, pero Cecilia no se decidía a perder de vista su rincón.
– No quiero irme de aquí -confesó ella.
– Yo tampoco.
Rechazaron la invitación con un gesto.
– ¿De qué te graduaste?
– Soy sociólogo.
– ¿Y qué hacías allá?
Allá significaba la isla.
– Trabajaba en hospitales ayudando en las terapias de grupo, pero nunca le confesé a nadie mi verdadero sueño. Cecilia lo escuchó sin hacer comentarios.
– Desde hace tiempo estoy recopilando notas para un libro.
– ¿Eres escritor?
– No, sólo investigo.
– ¿Sobre qué?
– Los aportes de la cultura china en Cuba.
Ella lo observó con sorpresa.
– Casi nadie menciona a los chinos -insistió él-, aunque los manuales de historia y de sociología insisten en que son el tercer eslabón de nuestra cultura.
Una camarera se acercó a la mesa.
– ¿Van a tomar algo?
– Un Mojito -pidió Cecilia sin vacilar.
– Creí que no bebías con desconocidos -dijo él, sonriendo por primera vez cuando la mujer se marchó.
Se estudiaron por unos segundos. La oscuridad ya no era un obstáculo para la visión y Cecilia pudo distinguir el brillo de sus pupilas.
– ¿Cuándo llegaste de Cuba?
– Hace dos días.
Cecilia creyó que había oído mal.
– ¿Sólo dos días?
Y como él no respondiera, ensayó otra pregunta.
– ¿Quién te habló de este sitio?
La camarera llegó con las bebidas. Cuando se fue, Miguel se inclinó sobre la mesa.
– No sé qué vas a pensar si te cuento algo un poco extraño.
«Haz la prueba», lo desafió ella mentalmente; pero en voz alta dijo:
– No pensaré nada.
– Vine por mi abuela. Fue ella quien me habló de este bar.
Cecilia se quedó de una pieza.
Una mujer envuelta en chales salió a la pista, abrió los brazos como si fuera a bailar la danza de los siete velos, y dejó escuchar su voz susurrante, hecha para cantar boleros:
– «¿Cómo fue? No sé decirte cómo fue, no sé explicarte qué pasó, pero de ti me enamoré…»
– Vamos -le dijo Miguel, arrastrándola de nuevo. ¡Qué difícil era hablar así!
– ¿Desde cuándo tu abuela vive en Miami? -preguntó la muchacha, sin atreverse a pronunciar el nombre que retozaba en su lengua.
– Estuvo en Cuba varios años, esperando el permiso de salida para ella y mi abuelo. Sólo después que él murió se lo dieron. Entonces viajó sola para acá, pensando que mi madre y yo vendríamos enseguida, pero no nos dejaron viajar hasta hace poco. Mira -dijo buscando bajo su camisa-, esto es de ella.
El familiar azabache negro, engarzado en su manita de oro, colgaba de la cadena que llevaba al cuello. Parecía una joya muy delicada, apenas visible, sobre aquel pecho joven y robusto. Cecilia cerró los ojos. No sabía cómo decirle… Intentó seguir el ritmo de la melodía.
– ¿Y cuándo vendrá por aquí?
– ¿Quién?
– Tu abuela.
Miguel la miró con un brillo raro en los ojos.
– Mi abuela murió.
Cecilia dejó de moverse.
– ¿Cómo?
– Hace un año.
El trató de seguir bailando, pero Cecilia se había quedado clavada en su lugar.
– ¿No dijiste que te habló del bar?
– En un sueño. Me dijo que viniera aquí y… ¿Te sientes mal?
– Quiero sentarme.
La cabeza le daba vueltas.
– ¿Cómo tienes ese amuleto suyo? -consiguió preguntar mientras se recuperaba.
– Se lo dio a una amiga para que me lo entregara. Desde anoche lo tengo. Quizás por eso soñé con ella.
Entonces Cecilia recordó el primer acertijo: «cantina», «visión», «iluminaciones». ¿Cómo no se dio cuenta antes? Cantina: así llamaban a los bares en la época de Amalia. Eso era lo que la mujer había querido decirle: ella era una visión en un bar, alguien que estaba allí para ser iluminada. Pensó en las palabras de Amalia: «Su combinación te mostrará quién eres y qué debes esperar de ti». Ya no le quedaban dudas: ella también era una visionaria; alguien que podía hablar con los espíritus. Por eso arrastraba consigo una casa habitada por las almas de quienes se negaban a abandonarla. Ahora estaba segura de que había heredado los genes de su abuela Delfina. Si hasta Claudia se lo había dicho: «Tú andas con muertos». Pero había estado ciega.
Sin embargo, quedaba el segundo acertijo. ¿Cuál sería el «desafío» relacionado con ese futuro que obsesionaba a todos? Amalia le había advertido que los oráculos eran intuitivos, que debía buscar asociaciones. Muy bien. La «paloma» era un símbolo de paz. Pero ¿cómo asociarla a la imagen de un «cementerio»? ¿Significaba que el futuro de la isla era un desafío donde todos tendrían que decidir entre la paz y la muerte, entre la armonía y el caos?
– «No existe un momento del día en que pueda apartarte de mí -cantó la dama de los velos-. «El mundo parece distinto cuando no estás junto a mí…»
La canción, dulce y melancólica, logró tranquilizarla.
– ¿Te sientes mejor?
– No fue nada.
– ¿Puedes bailar?
– Creo que sí.
– «No hay bella melodía en que no surjas tú, ni yo quiero escucharla cuando me faltas tú…»
Aquel bolero parecía cantarle a su ciudad. O tal vez era que no podía escuchar un bolero sin recordar La Habana.
– «Es que te has convertido en parte de mi alma…»
Sí, su ciudad también era parte de ella, como el soplo de su respiración, como la naturaleza de sus visiones… igual que aquella que creía estar teniendo ahora en la atmósfera neblinosa del local: un hombrecito deforme, vestido con una especie de sotana, que se mecía ridículamente sobre el piano.
– Miguel…
– ¿Sí?
– ¿Me habré emborrachado con medio Mojito o es cierto que hay un enano encima del piano?
El observó por encima de su hombro.
– ¿De qué hablas? -comenzó a decir-. Yo no veo…
Se quedó en suspenso. Y cuando bajó la vista para mirarla, ella comprendió que conocía la leyenda del Martinico y que sabía lo que significaba verlo, pero ninguno de los dos dijo nada. Ya habría tiempo para explicaciones. Ya habría tiempo para hacer preguntas sobre los muertos. Ahora sospechó que siempre los tendría cerca, porque también acababa de descubrir a Amalia en medio del humo que danzaba como la niebla que sube del río.
Cecilia dejó de bailar.
– ¿Qué te pasa? -preguntó Miguel.
– Nada -contestó estremeciéndose, cuando Amalia pasó entre ellos dejando una sensación gélida.
Pero la muchacha no reparó en aquella frialdad. Sólo quería saber qué perseguía la mujer con esa mirada fija y fascinada. Giró un poco su cabeza y apenas la reconoció: una Amalia casi adolescente bailaba con un joven parecido a Miguel, aunque de rasgos más asiáticos.
– «Más allá de tus labios, del sol y las estrellas, contigo en la distancia, amada mía, estoy…»
Su Habana moribunda, habitada por tantos fantasmas dispersos por el mundo.
«Uno aprende a amar el lugar donde ha amado», repitió para sí.
Alzó la vista para contemplar a Miguel; y recordó los rostros de esos muertos amados que seguían en su memoria. Su corazón estaba a mitad de camino entre La Habana y Miami. ¿En cuál de sus extremos respiraba su alma?
«Mi alma late en el centro de mi corazón», se dijo.
Y su corazón pertenecía a los vivos -cercanos o ausentes-, pero también a los muertos que seguían junto a ella.
– «Contigo en la distancia, amada mía, estoy» -canturreó Cecilia, contemplando la imagen de su ciudad en la pantalla.
Habana, amada mía.
Y cuando apoyó su cabeza sobre el pecho de Miguel, el fantasma de Amalia se volvió a mirarla y le sonrió.