Habían convenido en que Alveston estuviera presente, acompañando al señor Mickledore, por si resultaba de utilidad durante los trámites del indulto, y permaneció en la antesala del tribunal cuando Darcy, impaciente por reunirse con Elizabeth, emprendió en solitario el camino de regreso a Gracechurch Street. Hacia las cuatro Alveston regresó para informar de que, según se esperaba, el procedimiento para obtener el perdón real culminaría en un par de días, por la tarde, y que llegado el momento él acompañaría a Wickham en su salida de la prisión y lo llevaría hasta allí. Se confiaba en poder llevar a cabo la operación de una manera discreta, con la menor repercusión pública posible. Un coche alquilado esperaría junto a la puerta trasera de la cárcel de Coldbath, y otro, solo para despistar, quedaría estacionado ante la delantera. Suponía una ventaja haber mantenido en secreto que Darcy y Elizabeth se alojaban en casa de los Gardiner y que no se habían instalado, como se esperaba, en alguna posada elegante. Así, si la hora exacta de la liberación de Wickham lograba mantenerse al margen del conocimiento público, era bastante posible que llegara a Gracechurch Street sin ser visto. Por el momento, había regresado a la cárcel de Coldbath, pero su capellán, el reverendo Cornbinder, con quien había trabado amistad, había dispuesto que se alojara con él y su esposa la noche de su liberación. Wickham había expresado su deseo de dirigirse allí inmediatamente después de que contara su historia a Darcy y al coronel, rechazando la invitación de los Gardiner para que se instalara en Gracechurch Street. A ellos les había parecido que cursar la invitación era lo correcto, pero les alivió saber que él declinaba el ofrecimiento.
– Parece un milagro que Wickham haya salvado la vida -comentó Darcy-. Pero, en cualquier caso, el veredicto fue perverso e irracional, y no deberían haberlo considerado culpable.
– Discrepo -dijo Alveston-. Lo que el jurado consideró una confesión fue repetido dos veces y fue creído. Además, quedaban muchas cosas sin explicación. ¿Habría abandonado el capitán Denny el cabriolé y se habría adentrado en un bosque que no conocía, en una noche de tormenta, solo para evitar el bochorno de presenciar el momento en que la señora Wickham llegara a Pemberley? Ella es, de hecho, hermana de la señora Darcy. ¿No resultaba más probable que Wickham se hubiera visto envuelto en algún negocio ilegal en Londres y que Denny, al no querer seguir siendo su cómplice, hubiera de ser quitado de en medio antes de que abandonaran Derbyshire?
»Pero había algo más que habría influido en el veredicto del jurado, y que yo solo supe hablando con uno de sus miembros mientras me encontraba en la sala. Al parecer, el portavoz tiene una sobrina viuda a la que aprecia mucho, cuyo esposo participó y murió en la rebelión de Irlanda. Desde entonces, el hombre siempre ha sentido un odio profundo por el ejército. De haberse divulgado el dato, no hay duda de que Wickham habría podido solicitar la recusación de ese miembro concreto del jurado, pero los apellidos no coincidían, y habría sido muy poco probable que el secreto hubiera llegado a saberse. Wickham dejó claro antes del inicio del juicio que no tenía intención de recusar la selección del jurado, a pesar de estar en su derecho de hacerlo, ni de aportar tres testigos propios que declararan sobre su personalidad. Desde el principio pareció mostrarse optimista y a la vez fatalista. Había sido un militar destacado, herido en acto de servicio, y aceptaba ser juzgado en su país. Si su declaración prestada bajo juramento no se consideraba suficiente, ¿adónde podría acudir en busca de justicia?
– Con todo -intervino Darcy-, hay algo que me preocupa y sobre lo que me gustaría conocer su opinión. ¿Cree usted, Alveston, que un hombre a punto de morir habría sido capaz de atestar aquel primer golpe?
– Sí -respondió el abogado-. En el ejercicio de mi profesión he visto casos en que personas gravemente enfermas han hallado una fuerza asombrosa cuando han tenido que recurrir a ella. El golpe fue superficial, y después no se adentró mucho en el bosque, aunque no creo que regresara a la cama sin ayuda. Me parece probable que dejara la puerta de la cabaña entornada y que su madre apareciera, lo encontrara allí y lo ayudara a entrar en casa y a meterse en la cama. Seguramente fue ella la que limpió el mango del atizador y quemó el pañuelo. Pero considero, y estoy seguro de que usted coincidirá conmigo, que no serviría a la causa de la justicia divulgar estas sospechas. No hay pruebas y nunca las habrá, y creo que debemos alegrarnos del perdón real que va a ser otorgado, y de que Wickham, que a lo largo de todo el episodio ha demostrado un valor considerable, quede en libertad. Esperemos que emprenda una vida de más éxitos.
La cena se sirvió temprano y comieron prácticamente en silencio. Darcy había supuesto que el hecho de que Wickham se hubiera librado de la horca actuaría como bálsamo y haría que las demás inquietudes se relativizaran, pero, superado su mayor temor, las preocupaciones menores asomaban a su mente. ¿Qué relato oirían cuando llegara Wickham? ¿Cómo iban a evitar Elizabeth y él el horror de la curiosidad pública mientras siguieran en casa de los Gardiner, y qué papel había desempeñado el coronel en todo aquel misterioso asunto, si es que había desempeñado alguno? Sentía la necesidad imperiosa de regresar a Pemberley, pues una premonición -que él mismo consideraba poco razonable- le decía que las cosas no iban bien. Sabía que, como él, Elizabeth llevaba varios meses sin poder dormir como era debido, y que parte del peso de aquella sensación de desastre inminente, que ella también compartía, era el resultado del gran cansancio de cuerpo y alma que lo invadía. El resto del grupo parecía contagiado por una culpa similar, la de no alegrarse ante una liberación aparentemente milagrosa. El señor y la señora Gardiner se mostraban solícitos, pero la deliciosa cena que ella había ordenado quedó casi intacta, y los invitados se retiraron a sus habitaciones poco después de que se sirviera el último plato.
Al día siguiente, durante el desayuno, fue evidente que los ánimos de todos habían mejorado. La primera noche sin imágenes siniestras había traído el descanso y un sueño más profundo, y parecían más dispuestos a enfrentarse a lo que el día pudiera depararles. El coronel seguía en Londres y poco después llegó a Gracechurch Street. Tras mostrar sus respetos al señor y a la señora Gardiner, dijo:
– Darcy, hay cuestiones que debo contarte, relacionadas con mi participación en todo este asunto. Ahora puedo revelarlas sin temor y tú tienes derecho a oírlas antes de que llegue Wickham. Prefiero hablar contigo a solas, pero entiendo que tú desees compartir lo que te cuente con la señora Darcy.
A continuación, expuso a la señora Gardiner el motivo de su visita, y esta sugirió que se trasladaran al saloncito que ella ya había reservado para que al día siguiente tuviera lugar el encuentro, incómodo sin duda para todas las partes, cuando llegara el señor Wickham con Alveston.
Se sentaron, y el coronel se echó hacia delante en su silla.
– He considerado importante hablarte yo primero, para que puedas juzgar la versión de Wickham comparándola con la mía. Ninguno de los dos podemos sentirnos orgullosos de nosotros mismos, pero yo, en todo momento, he actuado persiguiendo el bien, y le he concedido a él el beneficio de creerlo empujado por la misma motivación. No es mi intención intentar excusarme en este asunto, sino solo explicártelo brevemente.
»A finales de noviembre de 1802 recibí una carta de Wickham, que me llegó a mi casa de Londres, donde a la sazón residía. En ella me comunicaba sucintamente que pasaba por problemas, y que me agradecería mucho que me reuniera con él, pues esperaba que le ofreciera consejo y ayuda. A mí no me apetecía en absoluto involucrarme, pero sentía que tenía con él una obligación ineludible. Durante la rebelión de Irlanda, él le salvó la vida a un capitán a mi mando, que era mi ahijado y que había quedado gravemente herido. Rupert no sobrevivió mucho a sus lesiones, pero el rescate dio a su madre, y sin duda también a mí, la ocasión de despedirse de él y de asegurarle una muerte más digna. No era algo que un hombre de honor pudiera olvidar tan a la ligera, y al leer su carta acepté verme con él.
»Se trata de una historia que se repite, y resulta fácil referirla. Como sabes, su esposa, aunque no él, era recibida regularmente en Highmarten, y en aquellas ocasiones él solía alojarse en alguna posada de las inmediaciones, o en alguna casa de huéspedes económica, y se entretenía como podía hasta que la señora Wickham decidía reunirse con él. Su vida, por entonces, era errante y poco exitosa. Tras abandonar el ejército, según mi punto de vista una decisión de lo más desacertada, fue pasando de empleo en empleo sin permanecer mucho tiempo en ningún sitio. La última persona que lo contrató fue un baronet, sir Walter Elliot. Wickham no fue explícito al contarme las razones por las que dejó el empleo, pero quedó claro que el baronet era demasiado sensible a los encantos de la señora Wickham, a juicio de la señorita Elliot, y que el propio Wickham se había insinuado a la dama. Te cuento todo esto para que sepas qué clase de vida llevaban ambos. Cuando vino a verme, esperaba que le asignaran un nuevo puesto. Entretanto, la señora Wickham había buscado refugio temporal en Highmarten, residencia de la señora Bingley, y él tenía que apañarse solo.
»Tal vez recuerdes que el verano de 1802 resultó especialmente caluroso y benigno y así, para ahorrar dinero, pasaba parte del tiempo durmiendo al raso. Para un soldado, no se trataba de algo peligroso. Siempre le había gustado mucho el bosque de Pemberley, y recorría una gran distancia desde una posada cercana a Lambton para pasar los días y algunas noches durmiendo bajo los árboles. Fue allí donde conoció a Louisa Bidwell. Ella también se aburría mucho y estaba muy sola. Había dejado de trabajar en Pemberley y ayudaba a su madre a cuidar de su hermano enfermo. Su prometido, siempre ocupado con el trabajo, acudía a verla muy de tarde en tarde. Wickham y ella se encontraron un día en el bosque, por casualidad. Él no se resistía nunca a los encantos de una mujer hermosa, y el resultado fue casi inevitable, dado el carácter de Wickham y la vulnerabilidad de Louisa. Empezaron a verse con frecuencia, y ella, en cuanto tuvo las primeras sospechas, le confesó que estaba encinta. En un primer momento, él actuó con más generosidad y comprensión de lo que quienes lo conocen habrían supuesto. Al parecer, la muchacha le gustaba de veras, tal vez incluso estuviera un poco enamorado. Fueran cuales fuesen sus motivos o sus sentimientos, juntos idearon un plan. Ella escribiría una carta a su hermana casada, residente en Birmingham, se iría con ella tan pronto como su estado amenazara con resultar visible, y allí daría a luz al bebé, al que harían pasar por hijo de su hermana. Wickham esperaba que el señor y la señora Simpkins se hicieran cargo de criar al pequeño como si fuera suyo, pero reconocía que les haría falta dinero. Fue por ello por lo que acudió a mí y, de hecho, ignoro a qué otro lugar habría podido recurrir en busca de ayuda.
»Aunque nunca me engañé con respecto a su carácter, nunca sentí hacia él el mismo resentimiento que tú, Darcy, y estaba dispuesto a ayudarle. Existía, además, un motivo de mayor peso: el deseo de salvar a Pemberley de cualquier atisbo de escándalo. Por el matrimonio de Wickham con la señorita Lydia Bennet, aquel niño, aunque ilegítimo, sería sobrino tuyo y de la señora Darcy, así como de los Bingley. Por tanto, acordamos que yo le prestaría treinta libras, sin intereses, que él me devolvería a plazos, según su conveniencia. Nunca creí que me las devolvería, pero era una suma que podía permitirme, y habría pagado más para asegurarme de que aquel hijo bastardo de George Wickham no viviría en la finca de Pemberley ni jugaría en sus bosques.
– Tu generosidad -dijo Darcy- rayaba en lo excéntrico y, conociendo al personaje como lo conocías tú, hay quien diría que en lo estúpido. Prefiero creer que te movía un interés más personal, y no solo el deseo de que los bosques de Pemberley no resultaran contaminados.
– Si así era, no se trataba de nada deshonroso. Admito que en aquella época albergaba deseos y expectativas, que no eran descabelladas pero que ahora acepto que nunca serán satisfechas. Creo que, dadas las esperanzas que entonces mantenía y sabiendo lo que hice, tú también habrías ideado algún plan para salvar la casa y salvarte a ti mismo de la vergüenza y la ignominia.
Sin esperar respuesta, el coronel prosiguió:
– El plan era, en realidad, bastante simple. Tras el alumbramiento, Louisa regresaría con el bebé a la cabaña del bosque, con la idea de que sus padres y su hermano satisficieran su deseo de conocer a aquel nuevo nieto. Por supuesto, para Wickham era importante ver que existía un recién nacido vivo y sano. Así, la entrega del dinero tendría lugar la mañana del baile de lady Anne, cuando todo el mundo estuviera muy ocupado. Habría un cabriolé esperando junto al sendero de la cabaña. Louisa después devolvería el niño a su hermana y a Michael Simpkins. Las únicas personas presentes en la cabaña ese día serían la señora Bidwell y Will, que también estaban al corriente del plan. No era ese un secreto que una muchacha pudiera mantener ante su madre ni ante un hermano con el que se llevara bien y que nunca saliera de casa. Louisa le había contado a su madre y a Will que el padre del bebé era uno de los oficiales del ejército destinados a Lambton, y que estos habían sido trasladados el verano anterior. Por aquel entonces ella no sabía que su amante era Wickham.
Llegado a ese punto del relato, hizo una pausa y con parsimonia bebió un poco de vino. Ninguno de los dos habló, y permanecieron largo rato en silencio. Transcurrieron al menos dos minutos hasta que tomó de nuevo la palabra.
– De modo que, hasta donde Wickham y yo sabíamos, todo se había resuelto satisfactoriamente. El niño sería aceptado y amado por sus tíos, y nunca sabría quiénes eran sus verdaderos padres. Louisa podría casarse como había planeado, y el asunto quedaría subsanado.
»Wickham no es hombre a quien le guste actuar solo, siempre que pueda contar con un aliado o compañero. Esa falta de prudencia probablemente explica que llevara consigo a la señorita Lydia Bennet cuando escapó de sus acreedores y de sus obligaciones en Brighton. En esta ocasión, confiaba en su amigo Denny y, más plenamente, en la señora Younge, que parece haber ejercido un gran control sobre su vida desde su juventud. Creo que han sido sus entregas periódicas de dinero las que, en gran medida, le han servido para mantenerse y mantener a la señora Wickham mientras ha estado desempleado. Él pidió a la señora Younge que visitara el bosque en secreto y le informara de los progresos del pequeño, y ella lo hizo, haciéndose pasar por visitante de la zona, y convino en encontrarse con Louisa en la espesura para que le llevara al bebé. Sin embargo, el resultado de aquel encuentro fue desafortunado: la señora Younge se encaprichó al momento con el niño y decidió ser ella, y no los Simpkins, quien lo adoptara. Pero entonces, lo que parecía un desastre resultó ser una ventaja: Michael Simpkins escribió diciendo que no estaba preparado para criar al hijo de otro hombre. Al parecer, las relaciones entre las hermanas durante el encierro de Louisa no habían sido buenas, y la señora Simpkins ya tenía tres hijos y, sin duda, tendría más. Ellos cuidarían del bebé otras tres semanas para dar a Louisa tiempo de encontrarle un hogar, pero no más. Louisa reveló la noticia a Wickham, y este a la señora Younge. Como es normal, la joven estaba desesperada. Debía encontrar pronto un hogar para su hijo, y la oferta de la señora Younge se vio como la solución a todos sus problemas.
»Wickham había informado a la señora Younge de mi participación en el asunto, y de las treinta libras que le había prometido y que, de hecho, ya le había entregado. Ella sabía que yo me trasladaría a Pemberley para asistir al baile, pues así lo hacía normalmente cuando estaba de permiso, y Wickham siempre se había preocupado por enterarse de lo que ocurría en Pemberley, sobre todo a través de lo que le contaba su esposa, visitante habitual de Highmarten. Así pues, la señora Younge me escribió a Londres, confiándome que estaba interesada en adoptar al niño, y para informarme de que pasaría dos días en la posada King’s Arms, donde deseaba discutir esa posibilidad conmigo, dado que yo era una de las partes implicadas, según tenía entendido. Convinimos en vernos a las nueve de la noche del día anterior al baile de lady Anne, pues supuse que todo el mundo estaría tan ocupado que nadie repararía en mi ausencia. No me cabe duda, Darcy, de que consideraste a la vez extraño y descortés que me ausentara del salón de música de manera tan perentoria, con la excusa de que deseaba dar un paseo a caballo. No podía faltar a mi cita, aunque creía saber qué era lo que aquella dama se traía entre manos. Recordarás, por nuestro primer encuentro, que era una mujer atractiva y elegante, y a mí volvió a parecérmelo, aunque, tras ocho años, probablemente no la habría reconocido.
»Se mostró muy persuasiva. Debes recordar, Darcy, que yo solo la había visto en una ocasión, cuando se presentó para optar al puesto de acompañante de la señorita Georgiana, y sabes lo convincente y sensata que puede llegar a ser. Económicamente, las cosas le habían ido bien, y había llegado a la posada en su propio carruaje, con su cochero y acompañada de una doncella. Me mostró extractos de su banco que demostraban que disponía de medios más que suficientes para mantener al niño, pero dijo casi con una sonrisa que era una mujer cauta y que esperaba que yo doblara la suma de las treinta libras, pero que, de ahí en adelante, ya no habría más pagos. Si ella adoptaba al pequeño, este abandonaría Pemberley para siempre.
– Te estabas poniendo en manos de una mujer corrupta, probablemente chantajista, y tú lo sabías. Si vivía en la opulencia, no podía ser solo del dinero que obtenía de sus huéspedes. Por nuestros tratos previos, ya sabías qué clase de mujer era.
– Aquellos habían sido tus tratos, Darcy, no los míos. Admito que fue nuestra decisión conjunta que vigilara a la señorita Darcy, pero aquella había sido la única ocasión en que nos habíamos visto. Tal vez tú tuvieras tratos con ella después, pero yo no estoy al corriente de ellos ni deseo estarlo. Al escucharla y estudiar las pruebas que había traído, me convencí de que la solución que proponía era a la vez sensata y correcta. Era evidente que la señora Younge sentía cariño por el niño y estaba dispuesta a responsabilizarse de mantenerlo y educarlo en el futuro; y, sobre todo, este se desvincularía para siempre de Pemberley. Para mí esa era la consideración principal y creo que también lo habría sido para ti. Yo no habría actuado en contra de lo que la madre deseaba para su pequeño y no lo he hecho.
– ¿De veras habría hecho feliz a Louisa que su hijo fuera entregado a una chantajista? ¿De veras creíste que la señora Younge no regresaría para pedirte más dinero, una y otra vez?
El coronel sonrió.
– Darcy, en ocasiones me sorprende lo ingenuo que llegas a ser, lo poco que sabes del mundo que se extiende más allá de los límites de tu amado Pemberley. La naturaleza humana no es tan blanca y negra como tú supones. La señora Younge era, sin duda, una chantajista, pero era de las buenas y había tenido éxito en sus negocios, que a mí me parecían fiables, siempre y cuando los llevara a cabo con discreción y sensatez. Son los malos chantajistas los que acaban en la cárcel o en el patíbulo. Ella reclamaba a sus víctimas lo que estas podían permitirse pagar, pero nunca las arruinaba ni las llevaba a la desesperación, y siempre cumplía su palabra. No me cabe duda de que pagaste por su silencio cuando la despediste. ¿Acaso ha hablado alguna vez de la época en que estuvo a cargo de la señorita Darcy? Y, cuando Wickham y Lydia escaparon, y tú la convenciste para que te facilitara su paradero, también tuviste que pagarle bastante por obtener la información. ¿Y ella? ¿Ha hablado alguna vez del asunto? No la estoy defendiendo, sé lo que era, pero a mí me resultaba más fácil tratar con ella que con la mayoría de los virtuosos.
– No soy tan ingenuo como crees, Fitzwilliam -dijo Darcy-. Sé desde hace tiempo cómo actúa. ¿Qué ocurrió entonces con la carta que te envió la señora Younge? Sería interesante ver qué te prometió para inducirte no solo a apoyarla en su plan de adoptar al bebé, sino a entregarle más dinero. Tú tampoco puedes ser tan ingenuo como para creer que Wickham te devolvería aquellas treinta libras.
– Quemé la carta la noche en que tú y yo dormimos juntos en la biblioteca. Esperé a que estuvieras dormido y la arrojé al fuego. No me pareció que pudiera servir de nada. Incluso si se hubiera sospechado de los motivos de la señora Younge y ella hubiera roto su palabra más adelante, ¿cómo habría podido emprender acciones legales contra ella? Siempre he opinado que las cartas con informaciones que no deben divulgarse han de ser destruidas. No existe ninguna otra garantía. En cuanto al dinero, propuse, y creo que acertadamente, dejar que fuera la señora Younge quien convenciera a Wickham de que se lo entregara. Estaba seguro de que a ella le haría caso: contaba con un poder de persuasión del que yo carecía.
– ¿Y qué te levantaras tan temprano la noche en que dormimos en la biblioteca y que fueras a ver cómo se encontraba Wickham? ¿Eso también formaba parte de tu plan?
– Si lo hubiera encontrado despierto y sobrio, y hubiera tenido la ocasión, le habría insistido en que las circunstancias en las que había recibido mis treinta libras debían permanecer en secreto, y que debía mantenerlo incluso si lo llevaban a juicio, a menos que yo revelara la verdad, en cuyo caso él sería libre de confirmar mi afirmación. Si me interrogaba la policía, o me obligaban a declarar ante un tribunal, yo diría que le había entregado las treinta libras para permitirle saldar una deuda de honor, y que había dado mi palabra de que no revelaría jamás las circunstancias de dicha deuda.
– Dudo de que ningún tribunal presionara al coronel Hartlep para que incumpliera su palabra -admitió Darcy-. Tal vez querría dilucidar si ese dinero estaba destinado a Denny.
– En ese caso, yo me limitaría a declarar que no. Para la defensa era importante que eso quedara aclarado durante el juicio.
– Me preguntaba por qué, antes de que emprendiéramos la búsqueda de Denny y Wickham, tú te apresuraste a ver a Bidwell y lo disuadiste de que viniera con nosotros en el cabriolé a la cabaña del bosque. Actuaste antes de que la señora Darcy tuviera tiempo de dar las instrucciones pertinentes a Stoughton o a la señora Reynolds. En aquel momento me sorprendió que quisieras mostrarte tan útil, cuando no era necesario, y que al hacerlo, parecieras incluso algo presuntuoso. Pero ahora entiendo por qué Bidwell no podía acercarse a su cabaña aquella noche, y por qué tú te acercaste hasta allí para advertir a Louisa.
– Es cierto que fui presuntuoso y me disculpo con retraso por ello. Pero era crucial que las dos mujeres supieran que era muy posible que el plan para recoger al niño al día siguiente tuviera que ser abortado. Yo estaba cansado de tanto subterfugio y sentía que era momento de que la verdad saliera a la luz. Les conté que Wickham y el capitán Denny se habían perdido en el bosque, y que Wickham, el padre del hijo de Louisa, estaba casado con la cuñada del señor Darcy.
– Supongo que las dos mujeres debieron quedar sumidas en un estado de gran zozobra -dijo Darcy-. Cuesta imaginar su asombro al saber que el niño que criaban era el hijo bastardo de Wickham, y que este y un amigo se encontraban perdidos en el bosque. Habían oído los disparos y debieron de temerse lo peor.
– Yo no podía hacer nada para tranquilizarlas. No tenía tiempo. La señora Bidwell exclamó: «Esto matará a Bidwell. ¡El hijo de Wickham en su casa! La mancha para Pemberley, el escándalo, la sorpresa para el señor y la señora Darcy, la deshonra para Louisa, para todos nosotros.» Fíjate en que lo expresó por ese orden. A mí me preocupaba Louisa. Estuvo a punto de desmayarse, se arrastró como pudo hasta la silla instalada frente a la chimenea y se sentó en ella temblando. Yo sabía que estaba muy trastornada, pero no podía tranquilizarla. Me había ausentado ya demasiado tiempo de vuestro lado.
– Bidwell -dijo Darcy- y, antes que él, su padre y su abuelo habían vivido en la cabaña y servido a la familia. Su disgusto era una muestra más de lealtad. Y, en efecto, si el niño hubiera permanecido en Pemberley o simplemente si hubiera visitado la finca con regularidad, Wickham habría podido obtener una vía de acceso a mi familia y a mi casa, que a mí me habría parecido repugnante. Ni Bidwell ni su esposa habían visto nunca a Wickham de adulto, pero el hecho de que fuera mi cuñado y, aun así, no fuera bienvenido en mi casa debía de indicarles hasta qué punto era profundo e irreconciliable nuestro distanciamiento.
– Y después encontramos el cadáver de Denny -prosiguió el coronel-, y a la mañana siguiente la señora Younge y todos los huéspedes del King’s Arms, todo el vecindario, en realidad, sabría que se había cometido un asesinato en el bosque de Pemberley, y que habían detenido a Wickham. ¿Alguien podía creer que Pratt abandonaría la posada aquella noche sin contar a nadie lo ocurrido? A mí no me cabía duda de que la reacción de la señora Younge sería regresar de inmediato a Londres, sin el niño. Ello no tenía por qué implicar que renunciaba a sus pretensiones de adoptarlo, y tal vez Wickham a su llegada pueda arrojar luz sobre ese punto. ¿Lo acompañará el señor Cornbinder?
– Supongo que sí -respondió Darcy-. Al parecer, le ha sido de gran ayuda y espero que su influencia sea duradera, aunque no soy optimista al respecto. Wickham lo asociará demasiado a la celda, a la horca, a los meses de sermones, y no deseará pasar con él más tiempo del necesario. Cuando llegue, oiremos el resto de su lamentable historia. Siento, Fitzwilliam, que te hayas visto envuelto en asuntos que nos conciernen a Wickham y a mí. Qué día tan desafortunado para ti aquel en que aceptaste reunirte con él y le entregaste las treinta libras. Acepto que, al avalar la propuesta de la señora Younge de adoptar al niño, actuabas pensando en los intereses del pequeño. Solo me cabe desear que el pobrecillo, a pesar de unos primeros pasos tan nefastos en la vida, se instale feliz y definitivamente con los Simpkins.
Poco después del almuerzo, un empleado del bufete de Alveston llegó para confirmar que el perdón real sería otorgado a media tarde del día siguiente, y para entregar a Darcy una carta para la que, según dijo, no se esperaba respuesta inmediata. La remitía el reverendo Samuel Cornbinder desde la cárcel de Coldbath, y Darcy y Elizabeth se sentaron juntos a leerla.
Reverendo Samuel Cornbinder
Penitenciaría de Coldbath
Honorable señor:
Le sorprenderá recibir esta misiva en este momento, de un hombre que es para usted un desconocido, a pesar de que tal vez el señor Gardiner, a quien conozco, le haya hablado de mí, y debo empezar disculpándome por entrometerme en su intimidad en unas fechas en que usted y su familia estarán celebrando la liberación de su cuñado de una acusación injusta y una muerte ignominiosa. Con todo, si tiene usted la bondad de leer lo que le escribo, sé que coincidirá conmigo en que el asunto que abordo es a la vez importante y de cierta urgencia, y les afecta a usted y a su familia.
Pero, antes, debo presentarme. Me llamo Samuel Cornbinder y soy uno de los capellanes destinados a la prisión de Coldbath, donde los últimos nueve meses he tenido el privilegio de atender tanto a los acusados que aguardan juicio como a los que ya han sido condenados. Entre aquellos se encontraba el señor George Wickham, que en breve se reunirá con usted para ofrecerle las explicaciones oportunas sobre las circunstancias que condujeron a la muerte del capitán Denny, explicaciones a las que, cómo no, usted tiene derecho.
Pongo esta carta en manos del honorable señor Henry Alveston, que se la entregará con un mensaje del señor Wickham. Él ha querido que usted la lea antes de presentarse ante usted, para que tenga conocimiento del papel que yo he desempeñado en sus planes para el futuro. El señor Wickham ha soportado su encarcelamiento con notable fortaleza, pero, naturalmente, en ocasiones le abrumaba la posibilidad de un veredicto de culpabilidad, y era entonces mi deber orientar sus pensamientos hacia Él, el único que puede perdonarnos por todo lo ocurrido y darnos fuerzas para afrontar lo que pueda venir. Era inevitable que, en el transcurso de nuestras conversaciones, yo fuera descubriendo aspectos sobre su infancia y su vida posterior. Debo dejarle claro que, en tanto que miembro evangélico de la Iglesia anglicana, no creo en la confesión, pero deseo asegurarle que no divulgo jamás los asuntos que me confían los presos. Yo alentaba las esperanzas del señor Wickham de ser declarado inocente y, en sus momentos de optimismo -que, me alegra decirlo, eran frecuentes-, ha orientado su mente hacia su futuro y el de su esposa.
El señor Wickham ha expresado su más firme deseo de no permanecer en Inglaterra, y de buscar fortuna en el Nuevo Mundo. Afortunadamente, yo estoy en disposición de asistirlo en su empeño. Mi hermano gemelo, Jeremiah Cornbinder, emigró hace cinco años a la antigua colonia de Virginia, donde ha montado un negocio de doma y venta de caballos que, gracias a sus conocimientos y destreza, ha prosperado notablemente. A causa de la ampliación del negocio, en la actualidad busca un asistente, alguien con experiencia con caballos, y hace poco más de un año me escribió informándome del asunto, y diciéndome que cualquier candidato que pudiera recomendarle sería bien recibido y puesto a prueba durante seis meses. Cuando el señor Wickham ingresó en la penitenciaría e iniciamos nuestro régimen de visitas, no tardé en reconocer que poseía las aptitudes y la experiencia que lo convertirían en un candidato adecuado para el empleo que ofrecía mi hermano si, como él esperaba, era declarado inocente de la grave acusación que pesaba sobre él. El señor Wickham es un jinete experimentado y ha demostrado su coraje. He abordado el asunto con él y está impaciente por aprovechar la oportunidad que se le presenta. Aunque no he hablado con la señora Wickham, él me asegura que ella se muestra igualmente entusiasmada ante la idea de abandonar Inglaterra e instalarse en el Nuevo Mundo.
Con todo, y como sin duda usted habrá anticipado, existe el problema del dinero. El señor Wickham espera que sea usted bondadoso y le preste la suma requerida, que serviría para pagar los pasajes y para proporcionarle el sustento durante cuatro semanas, hasta que reciba su primera paga. Se le proporcionará una vivienda gratuita, y la granja de caballos -pues en eso consiste, en realidad, el negocio de mi hermano, y así puede llamarse- se encuentra a dos millas de la ciudad de Williamsburg. De ese modo, la señora Wickham no se verá privada de compañía ni del refinamiento que necesita una dama de noble cuna.
Si estas propuestas cuentan con su aprobación y está usted en disposición de ayudar, será un placer para mí reunirme con usted en el lugar que estime conveniente, y en la fecha que escoja, para proporcionarle los detalles sobre la suma requerida, el alojamiento que se ofrece y las cartas de recomendación que avalan la posición de mi hermano en Virginia y hablan a favor de su carácter, que, no hace falta decirlo, es excepcional. Se trata de un hombre recto, de un patrón justo que no por ello tolera la deshonestidad ni la haraganería. Si el señor Wickham llega a ocupar el puesto por el que muestra tanto entusiasmo, este lo mantendrá alejado de toda tentación. Su liberación y su historial de soldado valeroso lo convertirán en un héroe nacional, y por más breve que acabe resultando esa fama, temo que su notoriedad no le conduzca a la reforma de su vida que, según me asegura, está determinado a emprender.
Puede ponerse en contacto conmigo a cualquier hora del día o de la noche en la dirección arriba mencionada, y le confirmaré mi buena voluntad en este asunto y mi disposición a proporcionarle la información que estime oportuna sobre la situación que le planteo.
Quedo, estimado señor, a su disposición,
Atentamente,
Samuel Cornbinder
Darcy y Elizabeth leyeron la carta en silencio y a continuación, sin comentar nada, él se la alargó al coronel.
– Creo -dijo Darcy- que debo reunirme con el reverendo, y me alegro de que me haya dado a conocer el plan antes de la visita de Wickham. Si la oferta es tan sincera y apropiada como parece, sin duda resolverá el problema de Bingley y el mío, si no el de Wickham. Todavía debo averiguar cuánto ha de costarme, pero si él y Lydia permanecen en Inglaterra, no cabe esperar que se mantengan sin ayuda regular.
– Sospecho que tanto la señora Darcy como la señora Bingley han contribuido a los gastos de los Wickham con sus propios recursos -añadió el coronel Fitzwilliam-. Dicho lisa y llanamente, la decisión liberaría a las dos familias de la presión económica. Respecto al comportamiento futuro de Wickham, me cuesta compartir la confianza del reverendo en su propósito de enmienda, pero sospecho que Jeremiah Cornbinder será más competente que la familia de Wickham a la hora de garantizar su buena conducta en el futuro. Estoy dispuesto a contribuir a la suma requerida, que no imagino demasiado onerosa.
– La responsabilidad es mía -replicó Darcy-. Responderé al momento al señor Cornbinder y le propondré que nos veamos mañana temprano, antes de la llegada de Wickham y Alveston.
A la mañana siguiente, tras celebrar misa en la iglesia, el reverendo Samuel Cornbinder llegó en respuesta a la carta de Darcy, que le había sido entregada en mano. A este le sorprendió su aspecto, pues a partir de su misiva había inferido que se trataba de un hombre de mediana edad, o incluso algo mayor, y en cambio descubrió que, o bien era más joven de lo que su estilo epistolar daba a entender, o bien había resistido los rigores y responsabilidades de su trabajo sin perder su apariencia y vigor juveniles. Darcy le expresó su gratitud por todo lo que había hecho para ayudar a Wickham a soportar su cautiverio, aunque sin mencionar su aparente adhesión a un mejor modelo de vida, sobre el que carecía de elementos para opinar. El reverendo le causó buena impresión al momento, pues no era solemne ni relamido, y se presentó con una carta de su hermano y con toda la información económica necesaria para que su interlocutor pudiera tomar una decisión ponderada sobre hasta dónde debía y podía ayudar a establecerse al señor y a la señora Wickham en la nueva vida que parecían desear con tanto ahínco.
La carta de Virginia había llegado hacía unas tres semanas. En ella, el señor Jeremiah Cornbinder expresaba su confianza en el buen juicio de su hermano y, sin exagerar las ventajas que el Nuevo Mundo ofrecía, sí trazaba un retrato halagüeño de la vida que un candidato recomendado podía esperar:
El Nuevo Mundo no es refugio para el indolente, el criminal, el indeseable ni el anciano, pero un joven que ha quedado claramente exculpado de un delito grave, que ha demostrado fortaleza durante el proceso y notable valentía en el campo de batalla, parece poseer los requisitos que le asegurarán una buena acogida. Yo busco a un hombre que combine habilidades prácticas -preferentemente en la doma de caballos- con una buena educación, y estoy seguro de que se integrará en una sociedad que, en inteligencia y amplitud de intereses culturales, se equipara a la que se encuentra en cualquier ciudad europea civilizada, y que ofrece oportunidades prácticamente ilimitadas. Creo que no me equivocaré si auguro que los descendientes de aquellos a los que ahora espera sumarse serán los ciudadanos de un país tan poderoso, si no más, como el que deja atrás, un país que seguirá sirviendo de ejemplo de libertad para todo el mundo.
– Así como mi hermano confía en mi buen juicio al saber que le recomiendo al señor Wickham -dijo el reverendo Cornbinder-, yo confío en su buena voluntad, que le llevará a hacer todo lo que esté en su mano para ayudar a que la joven pareja se sienta en casa y prospere en el Nuevo Mundo. Está especialmente interesado en atraer a inmigrantes ingleses casados. Cuando le escribí para recomendarle al señor Wickham, faltaban dos meses para la celebración del juicio, pero yo confiaba en su absolución, y creía que respondía con exactitud al tipo de hombre que mi hermano buscaba. Enseguida creo conocer a los presos y hasta ahora no me he equivocado. A pesar de respetar la confianza en sí mismo que desprende el señor Wickham, intuyo que existen aspectos en su vida que harían vacilar a un hombre prudente, pero he podido asegurar a mi hermano que el señor Wickham ha cambiado y está dispuesto a perseverar en su cambio. Sin duda, sus virtudes son más que sus defectos, y mi hermano no es tan inflexible que exija la perfección. Todos hemos pecado, señor Darcy, y no podemos esperar compasión sin demostrarla en nuestra vida. Si está usted dispuesto a costear el pasaje y la suma moderada que el señor Wickham necesita para mantenerse y mantener a su esposa durante sus primeros meses de trabajo, en el plazo de dos semanas podrá partir desde Liverpool a bordo del Esmeralda. Conozco al capitán, y confío tanto en él como en las instalaciones de la embarcación. Supongo que necesitará unas horas para pensarlo y, sin duda, para tratar del tema con el señor Wickham, pero sería de ayuda que contáramos con una respuesta a las nueve de esta noche.
– Esperamos que su abogado, el señor Alveston, traiga al señor Wickham esta tarde -dijo Darcy-. A la vista de sus palabras, confío en que este aceptará con gratitud el ofrecimiento de su hermano. Según tengo entendido, los planes del señor y la señora Wickham pasan por instalarse en Longbourn hasta que hayan decidido qué hacer con su futuro. La señora Wickham está impaciente por ver a su madre y a sus amigas de infancia. Si ella y su esposo emigran, es poco probable que vuelva a verlas.
Samuel Cornbinder se puso en pie, preparándose para despedirse.
– Muy poco probable -corroboró-. La travesía del Atlántico no se emprende fácilmente, y entre mis conocidos de Virginia son pocos los que han realizado el viaje de vuelta o han expresado el deseo de realizarlo. Le agradezco, señor, que me haya recibido a pesar de habérselo pedido con tan poca antelación, y le agradezco también su generosidad al aceptar la propuesta que le he planteado.
– Su gratitud es generosa, pero inmerecida -replicó Darcy-. Es poco probable que yo lamente mi decisión. Es el señor Wickham, en todo caso, quien podría lamentarla.
– No creo que sea el caso, señor.
– ¿No desea esperar aquí su llegada?
– No, señor. Ya le he prestado toda la ayuda que podía. Y él no querrá verme hasta esta noche.
Dicho esto, estrechó la mano de Darcy con una firmeza asombrosa, se puso el sombrero y se despidió.
Eran las cuatro en punto de la tarde cuando oyeron el sonido de pasos y unas voces, y supieron que el grupo procedente de Old Bailey había regresado al fin. Darcy, poniéndose en pie, fue consciente de la profunda incomodidad que sentía. Sabía que gran parte del éxito de la vida social dependía de la seguridad que proporcionaban unas convenciones compartidas, y había sido adiestrado desde la infancia para actuar según se esperaba de un caballero. Era cierto que su madre, de tarde en tarde, expresaba una visión más amable al asegurar que las buenas maneras consistían sobre todo en tener en cuenta los sentimientos de los demás, máxime si uno se encontraba en presencia de alguien de una clase inferior, consejo con el que su tía, lady Catherine de Bourgh, se mostraba prácticamente insensible. Sin embargo, en ese momento no le servían ni la convención ni el consejo: no existían reglas para recibir a un hombre al que, según los usos y costumbres, él debía llamar «hermano político», un hombre que hacía algunas horas había sido condenado a la pena capital. Darcy se alegraba, cómo no, de que se hubiera librado de la horca, pero ¿su alegría no se debía más a su propia tranquilidad mental y al mantenimiento de su reputación que a la salvación de Wickham? Los dictados del decoro y la compasión lo llevaban, sin duda, a estrecharle la mano afectuosamente, pero el gesto le parecía tan inapropiado como hipócrita.
En cuanto oyeron los primeros pasos, el señor y la señora Gardiner se apresuraron a abandonar la estancia, y ahora Darcy oía sus voces afectuosas, con las que le daban la bienvenida. Pero no oyó la respuesta. Entonces, la puerta se abrió, y los Gardiner entraron, invitando a hacerlo a Wickham y a Alveston, que iba a su lado.
Darcy esperaba que el asombro y la sorpresa que se apoderaron de él no asomaran a su rostro. Costaba creer que el hombre que había sacado fuerzas para ponerse en pie en el banquillo de los acusados y proclamar su inocencia con voz clara y firme, fuera el mismo que ahora se encontraba frente a ellos. Parecía haber menguado físicamente, y las ropas que había lucido durante el juicio le venían muy holgadas, se veían baratas y de mala calidad, el atuendo de un hombre que no habría de llevarlas ya mucho más tiempo. La palidez del largo encierro seguía bañando su rostro, pero, cuando sus ojos se encontraron fugazmente, vio en los de Wickham un destello del hombre que había sido, aquella mirada calculadora, quizá desdeñosa. Sobre todo, se veía exhausto, como si la sorpresa del veredicto de culpabilidad y el alivio de su absolución hubieran sido más de lo que cualquier cuerpo humano podía resistir. Y sin embargo el viejo Wickham seguía ahí, y a Darcy no le pasó por alto el esfuerzo, y también el valor, con que intentaba mantenerse bien derecho y enfrentarse a lo que pudiera venir.
– Querido señor, necesita dormir -dijo la señora Gardiner-. Tal vez también comer, pero sobre todo dormir. Puedo mostrarle el dormitorio en el que podrá reposar, y hasta allí pueden llevarle alimentos. ¿No le convendría dormir un poco, o al menos descansar durante una hora, antes de que mantengan su conversación?
Sin apartar los ojos de los congregados, Wickham habló.
– Gracias, señora, por su amabilidad, pero cuando duerma lo haré durante horas, y me temo que estoy demasiado acostumbrado a desear no despertar más. Necesito hablar con los caballeros, y el asunto no admite espera. Señora, estoy bien, de veras, aunque si pudieran traerme un café bien cargado y algún tentempié…
La señora Gardiner miró a Darcy antes de responder:
– Por supuesto. Ya se han dado las órdenes pertinentes, y ahora mismo me ocuparé de que se lo traigan. El señor Gardiner y yo los dejaremos aquí para que se cuenten su historia. Creo que el reverendo Cornbinder vendrá a recogerlo para que pase la noche en un lugar tranquilo y pueda dormir. Se lo haremos saber en cuanto llegue. -Dicho esto, los señores Gardiner abandonaron la estancia y cerraron la puerta sin hacer ruido.
Tras un instante de indecisión del que se obligó a salir, Darcy dio un paso al frente con la mano extendida y, con una voz que a él mismo le sonó fría y formal, dijo:
– Le felicito, Wickham, por la fortaleza que ha demostrado durante su encarcelamiento, y por haber sido absuelto de una acusación injusta. Póngase cómodo, por favor, y una vez que haya comido y bebido algo, hablaremos. Hay mucho que decir, pero seremos pacientes.
– Prefiero decirlo ahora -replicó Wickham. Se hundió en su butaca y los demás tomaron asiento.
Se hizo un silencio incómodo, y para todos fue un alivio que, instantes después, la puerta se abriera y entrara un criado con una bandeja grande sobre la que reposaban una cafetera y un plato de pan con queso y fiambres. Apenas el criado se ausentó, Wickham se sirvió un café y lo bebió de un solo trago.
– Disculpen mis malos modales. Últimamente he asistido a una escuela poco adecuada para el aprendizaje de maneras civilizadas. -Transcurridos varios minutos, durante los que se dedicó a comer con avidez, apartó la bandeja y dijo-: Bien, tal vez sea mejor que empiece. El coronel Fitzwilliam podrá confirmar gran parte de lo que voy a decir. Ustedes ya me han otorgado el papel de villano, de modo que dudo de que nada de lo que añada a mi lista de delitos vaya a sorprenderles.
– No tiene por qué excusarse -dijo Darcy-. Ya se ha enfrentado a un tribunal, nosotros no lo somos.
Wickham soltó una carcajada seca, aguda, breve.
– En ese caso, espero que muestren menos prejuicios. Confío en que el coronel le habrá puesto al corriente de lo esencial.
– Yo solo le he contado lo que sé -intervino Fitzwilliam-, que es bastante poco, y no creo que nadie piense que en el juicio saliera a la luz toda la verdad. Hemos aguardado su regreso para oír el relato completo al que tenemos derecho.
Wickham tardó unos instantes en seguir hablando. Había bajado la cabeza y se miraba los dedos entrelazados, pero entonces se puso en pie con cierto esfuerzo y empezó a contar su historia en voz inexpresiva, como si la hubiera memorizado.
– Ya habrá contado usted que soy el padre del hijo de Louisa Bidwell. Nos conocimos hace dos veranos, cuando mi esposa se encontraba en Highmarten, donde le gustaba pasar algunas semanas en los meses de más calor, y puesto que yo no era recibido allí, acostumbraba a alojarme en la posada más barata, en la que, con suerte, organizaba algún encuentro esporádico con Lydia. Las tierras de Highmarten habrían quedado contaminadas si hubiera caminado por ellas, y yo prefería pasar el tiempo en el bosque de Pemberley. Allí habían transcurrido algunas de las horas más felices de mi infancia, y parte de aquella dicha juvenil regresaba a mí cuando estaba con Louisa. La conocí por casualidad, paseando entre los árboles. Ella también se sentía sola. Vivía prácticamente confinada en la cabaña, cuidando de su hermano gravemente enfermo, y casi nunca veía a su prometido, cuyos deberes y ambición lo mantenían constantemente ocupado en Pemberley. Por lo que me contaba de él, me formé la imagen de un hombre gris, de mediana edad, deseoso solo de seguir sirviendo, sin la menor imaginación para ver que su prometida se aburría y se sentía inquieta. La joven también es inteligente, cualidad que él no habría valorado ni aun teniendo la capacidad para reconocerla. Admito que la seduje, pero les aseguro que no la forcé. Nunca he considerado necesario violentar a ninguna mujer, y no había conocido nunca a otra más dispuesta que ella al amor.
»Cuando descubrió que estaba encinta, fue un desastre para los dos. Dejó muy claro, y en un estado de gran alteración, que nadie debía saberlo salvo, por supuesto, su madre, a la que de todos modos no podría ocultarse algo así. Louisa creía que no podía convertirse en motivo de preocupación para su hermano en sus últimos meses de vida, pero él adivinó la verdad y ella confesó. Su mayor preocupación era que su padre no llegara a enterarse. La pobre muchacha sabía que la posibilidad de llevar la deshonra a Pemberley sería peor para él que cualquier cosa que pudiera ocurrirle a ella. Yo no entiendo que uno o dos hijos nacidos del amor hayan de ser una vergüenza, es algo que en las casas importantes sucede constantemente, pero así es como ella lo veía. Fue idea suya trasladarse a la casa de su hermana casada, con el conocimiento de su madre, antes de que su estado resultara visible, y permanecer allí hasta que diera a luz. Pretendía hacer pasar al bebé por hijo de su hermana, y yo le sugerí que regresara con él en cuanto estuviera en condiciones de viajar para enseñárselo a su madre. Debía asegurarme de que, en efecto, existía una criatura viva y saludable, antes de decidir qué hacer. Acordamos que, de un modo u otro, yo conseguiría el dinero con el que convencer a los Simpkins de que acogieran al niño y lo criaran como propio. Entonces envié una súplica desesperada de ayuda al coronel Fitzwilliam, y cuando llegó el momento de que Georgie regresara junto a la hermana de Louisa y su esposo, él me proporcionó treinta libras. Supongo que ya están al corriente de todo esto. Me dijo que actuaba movido por la compasión que le inspiraba un soldado que había servido a sus órdenes, pero sin duda sus motivos eran otros: Louisa había oído rumores entre el servicio según los cuales el coronel podía estar buscando esposa en Pemberley. Los hombres orgullosos y prudentes, sobre todo si son aristócratas, huyen del escándalo, con más razón aún si este nace de algo tan sórdido y vulgar. No le inquietaba menos de lo que habría inquietado al propio Darcy imaginar a mi hijo bastardo jugando en los bosques de Pemberley.
– Supongo que nunca informó a Louisa de su verdadera identidad -intervino Alveston.
– Habría sido una locura que solo habría servido para alterarla más. Hice lo que la mayoría de los hombres hacen en mi situación. Me felicito a mí mismo por haber inventado una historia convincente que tenía todos los visos de despertar la compasión de cualquier mujer sensible. Le dije que era Frederick Delancey (siempre me han gustado esas dos iniciales juntas), y que, siendo soldado, me habían herido en la campaña de Irlanda, lo que era cierto. Había regresado a casa y había descubierto que mi amada esposa había muerto cuando daba a luz a nuestro bebé, que tampoco había sobrevivido. Aquel cúmulo de desgracias hizo que aumentaran el amor y la devoción que Louisa sentía por mí, y yo me vi obligado a adornarlo más aún diciéndole que debía partir a Londres a buscar trabajo, pero que regresaría para casarme con ella. Entonces, los Simpkins nos devolverían a nuestro hijo, y viviríamos los tres juntos, como una familia. A instancias de Louisa, grabé mis iniciales en los troncos de algunos árboles como promesa de mi amor y compromiso. Confieso que fantaseé con la idea de que pudieran ser motivo de confusión. Prometí enviar dinero a los Simpkins tan pronto como encontrara y pagara mi alojamiento en Londres.
– Fue un engaño infame -dijo el coronel- a una muchacha impresionable e inocente. Supongo que, tras el alumbramiento, habría desaparecido para siempre y que, para usted, ese habría sido el final de la historia.
– Admito el engaño, pero el resultado me parecía deseable. Louisa no tardaría en olvidarme y se casaría con su prometido, y el pequeño sería criado por miembros de su familia. En peores manos caen otros bastardos. Desgraciadamente, las cosas se torcieron. Cuando Louisa regresó a casa con el bebé, y nosotros nos encontramos como de costumbre, junto a la tumba del perro, me transmitió un mensaje de Michael Simpkins. El hombre ya no estaba dispuesto a aceptar al bebé de manera permanente, ni siquiera a cambio de un pago generoso. Su esposa y él tenían tres niñas, y sin duda llegarían más hijos, y a él no le gustaría que Georgie fuera el hijo varón de más edad en la familia, con las ventajas que dicha posición le otorgaría respecto a cualquier hijo varón que él pudiera tener en el futuro. Además, según parecía, habían existido tensiones entre las dos hermanas mientras Louisa vivía con ellos esperando el alumbramiento. Sospecho que dos mujeres bajo un mismo techo no pueden llevarse bien. Yo le había confiado a la señora Younge que Louisa había tenido un hijo, y ella insistió en conocerlo y dijo que se vería con Louisa y el pequeño en el bosque. Se enamoró de Georgie al momento, y se mostró decidida a recibirlo en adopción. Yo sabía que deseaba tener hijos, pero hasta entonces no me di cuenta de lo imperioso de su necesidad. El bebé era precioso y, por supuesto, era mío.
A Darcy le pareció que no podía seguir guardando silencio. Había muchas cosas que quería saber.
– Supongo que la señora Younge era esa mujer de oscuro a la que las dos doncellas vieron en el bosque -dijo-. ¿Cómo aceptó implicarla en un plan que tuviera que ver con el futuro de su hijo, implicar a una mujer cuya conducta, hasta donde sabemos, demuestra que se encuentra entre las personas más abyectas y despreciables de su sexo?
Wickham estuvo a punto de saltar de su asiento. Se agarró con tal fuerza a los brazos de la butaca que los nudillos palidecieron y su rostro enrojeció de ira.
– Será mejor que sepan la verdad. Eleanor Younge es la única mujer que me ha querido. Ninguna de las otras, ni siquiera mi esposa, me ha brindado sus cuidados, su bondad y apoyo, ninguna me ha hecho saber que era tan importante para ella como mi hermana. Sí, eso es lo que es. Mi hermanastra. Sé que esto les sorprenderá. Mi padre es recordado por haber sido el secretario más eficiente, más leal y más admirable del difunto señor Darcy, y sin duda lo fue. Mi madre era estricta con él, como lo era conmigo. En nuestro hogar no había risas. Pero era un hombre como los demás y, cuando los negocios del señor Darcy lo llevaban a Londres una semana o más, llevaba una doble vida. Lo ignoro todo de la mujer a la que se unió, pero él, en su lecho de muerte, me confesó que tenía una hija. En su honor debo decir que hizo todo lo que pudo para mantenerla, pero me contaron poco de sus primeros años, solo que la llevaron a una escuela de Londres que no era mejor que un orfanato. Ella escapó a los doce años, y él perdió el contacto con su hija a partir de ese momento. Como la edad y las responsabilidades de Pemberley le pesaban cada vez más, no fue capaz de emprender ninguna búsqueda. Pero la llevó en la conciencia hasta el final y me suplicó que hiciera lo posible por encontrarla. Hacía tiempo que la escuela había cerrado sus puertas, y no se sabía quién era el dueño, pero logré contactar con los habitantes de la casa contigua, que habían trabado amistad con una de las internas y mantenían trato con ella. No se trataba, precisamente, de una mujer desahuciada. Tras un matrimonio breve con un hombre anciano, había enviudado, y su esposo le había dejado suficiente dinero para adquirir una casa en Marylebone, donde recibía a huéspedes, todos ellos hombres jóvenes de familias respetables que dejaban sus casas para trabajar en la capital. Sus cariñosas madres sentían un profundo agradecimiento por aquella dama maternal que prohibía taxativamente la entrada de mujeres, ya fueran estas huéspedes o visitantes.
– Eso ya lo sabíamos -comentó el coronel-. Pero no menciona usted cuál era el modus vivendi de su hermana, ni a los desgraciados hombres a los que chantajeaba.
A Wickham le costó dominar la ira.
– Causó menos daño en su vida que muchas damas respetables. Su esposo no le dejó nada en usufructo, y se veía obligada a vivir de su ingenio. No tardamos en adorarnos, tal vez porque teníamos muchas cosas en común. Era lista. Me dijo que mi mejor activo, tal vez el único, era que gustaba a las mujeres, y que sabía cómo resultarles agradable. Mi mayor esperanza para salir de la pobreza era casarme con alguna mujer rica, y creía que poseía las cualidades para lograrlo. Como saben, mi primera y más prometedora esperanza quedó en nada cuando Darcy se presentó en Ramsgate representando el papel de hermano indignado.
El coronel tuvo que ponerse en pie para impedir que Darcy diera un paso.
– Hay un nombre que no puede salir de sus labios, ni en esta habitación ni en ningún otro lugar, si aprecia en algo su vida, señor.
Wickham lo miró, y a su mirada regresó un destello de su antigua confianza.
– No soy un recién llegado a este mundo, señor -dijo-, y sé bien cuándo una dama tiene un nombre que no puede ser tocado por el escándalo y una reputación sagrada, y también sé que existen mujeres que, con su vida, ayudan a salvaguardar esa pureza. Mi hermana era una de ellas. Pero volvamos al asunto que nos ocupa. Afortunadamente, los deseos de mi hermana daban solución a nuestro problema. Ahora que la hermana de Louisa se había negado a hacerse cargo del bebé, había que encontrarle un hogar. Eleanor deslumbraba a Louisa hablándole de la vida que llevaría su hijo, y ella aceptó que, la mañana del baile de Pemberley, mi hermana acudiera a la cabaña en mi compañía para recoger al pequeño y llevarlo a Londres, donde yo buscaría trabajo, y donde ella lo cuidaría temporalmente, hasta que Louisa y yo pudiéramos casarnos. No teníamos intención, claro está, de facilitarle la dirección de mi hermana.
»Pero entonces el plan se estropeó. Debo admitir que fue, en gran parte, culpa de Eleanor, que no estaba acostumbrada a tratar con mujeres y que había convertido en norma no hacerlo. Los hombres son más directos, y ella sabía cómo persuadirlos y embaucarlos. Incluso después de hacer efectivos los pagos, los hombres nunca se enemistaban con ella. En cambio, con las vacilaciones sentimentales de Louisa, perdía la paciencia. Para ella, se trataba de una cuestión de sentido común: Georgie necesitaba un hogar con urgencia, y ella podía proporcionarle uno muy superior al de los Simpkins. Pero a Louisa no le cayó bien Eleanor, y empezó a desconfiar de ella. Hablaba demasiado sobre la necesidad de disponer de las treinta libras prometidas a los Simpkins. Con todo, finalmente Louisa aceptó seguir con el plan, pero existía el riesgo de que, cuando llegara el momento de separarse de su hijo, se resistiera a entregarlo. Por eso quise que Denny nos acompañara cuando fuimos a recoger a Georgie. Yo estaba seguro de que Bidwell no se movería de Pemberley, y de que todos los criados estarían muy ocupados, y sabía que el carruaje de mi hermana no tendría problemas para acceder por la puerta noroeste. Asombra comprobar hasta qué punto un chelín o dos facilitan las cosas. Eleanor había acordado previamente reunirse con el coronel en el King’s Arms de Lambton la noche anterior, para informarle del cambio de planes.
– Yo no había vuelto a ver a la señora Younge desde que la entrevistamos cuando buscábamos a una dama de compañía -intervino el coronel Fitzwilliam-. Ella me cautivó como lo había hecho entonces, y me facilitó detalles sobre su situación económica. Ya le he contado a Darcy que lo que proponía me pareció lo mejor para el niño, y sigo creyendo que habría sido bueno que la señora Younge adoptara a Georgie. Después, al asumir la misión de acercarme a la cabaña del bosque cuando íbamos camino de investigar el origen de aquellos disparos, me pareció que lo correcto era contarle a Louisa que su amante era Wickham, que estaba casado y que él y un amigo suyo habían desaparecido en el bosque. A partir de ahí, ya no habría la menor esperanza de que a la señora Younge, amiga y confidente de Wickham, le permitieran llevarse al bebé.
– Pero en realidad nunca se planteó la posibilidad de que Louisa cambiara de opinión -dijo Darcy, volviéndose hacia Wickham-. Usted tenía pensado llevarse al niño por la fuerza si era necesario.
Sin inmutarse, el aludido habló.
– Habría hecho cualquier cosa, cualquier cosa para que Eleanor se quedara con Georgie. Era mi hijo, y a los dos nos preocupaba su futuro. Desde que nos habíamos encontrado, no había podido darle nada a cambio de su apoyo y su amor. Ahora había algo que podía ofrecerle, algo que ella deseaba desesperadamente, y no iba a permitir que la indecisión y la estupidez de Louisa lo impidieran.
– ¿Y qué vida habría tenido ese niño, criado por una mujer como ella? -insistió Darcy.
Wickham no dijo nada. Todos los ojos estaban clavados en él, y Darcy vio, con una mezcla de horror y compasión, que hacía esfuerzos por recomponerse. La confianza anterior, aquel sentimiento tan parecido a la despreocupación con el que había relatado su historia, había desaparecido. Alargó una mano temblorosa para servirse más café, pero las lágrimas cegaban sus ojos, y solo logró volcar la cafetera. Nadie dijo nada, y nadie se movió hasta que el coronel se agachó a recogerla y volvió a dejarla sobre la mesa.
Finalmente, controlándose, Wickham dijo:
– El niño habría sido querido, más querido que yo en mi infancia o que usted en la suya, Darcy. Mi hermana no había tenido hijos, y ahora existía la posibilidad de que pudiera criar al mío. No dudo de que pidiera dinero por ello, era su modo de vida, pero lo habría gastado en Georgie. Lo había conocido. Es un niño precioso. Mi hijo es precioso. Y ahora sé que no volveré a ver a ninguno de los dos.
Darcy habló con dureza.
– Sin embargo, usted no resistió la tentación de implicar a Denny. Solo debía enfrentarse a una anciana y a Louisa, pero no quería que la muchacha se pusiera histérica y se negara a entregarle el niño. Todo debía desarrollarse en silencio, para no alertar al hermano enfermo. Usted quería contar con otro hombre, con un amigo de confianza, pero Denny, en cuanto comprendió que usted estaba dispuesto a llevarse a Georgie por la fuerza si era necesario, y cuando supo que le había prometido casarse con ella, se negó a participar en el plan y por eso abandonó el cabriolé. Para nosotros siempre ha sido un misterio que caminara alejándose del sendero que le habría llevado hasta la posada, o que no permaneciera, más sensatamente, en el coche hasta que este llegara a Lambton, desde donde podría haber partido sin dar explicaciones. Murió porque se dirigió a la cabaña a advertir a Louisa Bidwell para alertarla de sus intenciones. Las palabras que usted pronunció ante su cadáver eran ciertas. Usted mató a su amigo. Lo mató lo mismo que si lo hubiera atravesado con una espada. Y Will, que moría en soledad, creyó que estaba protegiendo a su hermana de su seductor, cuando en realidad estaba matando al hombre que había acudido a ayudarla.
Pero la mente de Wickham seguía clavada en otra muerte, y dijo:
– Cuando Eleanor oyó la palabra «culpable», su vida terminó. Sabía que me ejecutarían en pocas horas. Habría permanecido a los pies del patíbulo y habría sido testigo de mis últimos estertores, si hubiera sabido que me servía de consuelo, pero hay horrores que ni el amor resiste. Estoy seguro de que había planeado su muerte. Me había perdido a mí y había perdido al niño, pero al menos podía asegurarse de que, como yo, no fuera enterrada en campo santo.
Darcy estuvo a punto de decir que, sin duda, aquella última indignidad podía evitarse, pero Wickham lo silenció con la mirada.
– Usted despreció a Eleanor en vida, no sea paternalista con ella ahora que está muerta. El reverendo Cornbinder se está ocupando de todo lo necesario, y no necesita su ayuda. En ciertas áreas de la vida tiene una autoridad de la que carecen otros, incluso si esos otros son el señor Darcy de Pemberley.
Nadie dijo nada, hasta que Darcy rompió el silencio.
– ¿Qué ha ocurrido con el niño? ¿Dónde está ahora?
El coronel se adelantó.
– Me he ocupado de averiguarlo. El pequeño ha regresado con los Simpkins y, por tanto, como todo el mundo cree, con su madre. El asesinato de Denny causó un revuelo y una alteración considerables en Pemberley, y a Louisa no le costó convencer a su hermana de que se lo llevaran y lo alejaran del peligro. Yo les envié un pago generoso, de manera anónima, y hasta el momento no se ha sugerido que deba abandonar la casa de los Simpkins, aunque tarde o temprano puede haber problemas. Yo no deseo seguir involucrado en este asunto; es probable que pronto deba ocuparme de misiones más graves. Europa nunca se librará de Bonaparte hasta que este sea plenamente derrotado tanto por tierra como por mar, y espero hallarme entre los privilegiados que participen en esa gran batalla.
Todos se sentían muy fatigados, y nadie parecía saber qué añadir. Por ello fue un alivio ver aparecer, antes de lo previsto, al señor Gardiner tras la puerta, anunciando que el señor Cornbinder había llegado.
La noticia del indulto a Wickham puso fin a gran parte de la angustia que habían soportado, pero no trajo consigo un estallido de alegría. Habían pasado por tanto que la absolución les llevó solo a experimentar una sensación de agradecimiento, y empezaron a prepararse para un feliz regreso a casa. Elizabeth sabía que Darcy compartía con ella la necesidad imperiosa de emprender el camino a Pemberley, y esperaba que pudieran partir a la mañana siguiente. Pero no iba a poder ser. Darcy debía reunirse con sus abogados para tratar de la transferencia de dinero al reverendo Cornbinder, que, a su vez, lo haría llegar a Wickham, y horas antes habían recibido carta de Lydia en la que esta manifestaba su intención de viajar a Londres a reunirse cuanto antes con su amado esposo y emprender con él un retorno triunfal a Longbourn. Llegaría en el carruaje de la familia, acompañada de un criado, y daba por sentado que se alojaría en Gracechurch Street. En cuanto a John, no habría problemas para encontrarle una cama en alguna posada cercana. Como en la misiva no se especificaba la hora probable de su llegada, la señora Gardiner se ocupó al momento de organizar su estancia y de buscar sitio para un tercer carruaje en las caballerizas. Elizabeth se sentía extenuada, y tuvo que hacer acopio de toda su fortaleza mental para no echarse a llorar. Su mente la ocupaba solo la necesidad de ver a sus hijos, y sabía que a Darcy le ocurría lo mismo. Con todo, decidieron emprender el viaje dos días después.
Lo primero que hicieron a la mañana siguiente fue enviar una carta a Pemberley, por correo expreso, anunciando la hora prevista de su llegada. Debían cumplimentar todas las formalidades, y preparar el equipaje, y parecía haber tanto que hacer que Elizabeth apenas tuvo ocasión de ver a Darcy en todo el día. Los corazones de ambos parecían demasiado oprimidos, y no les apetecía hablar, y ella, más que sentirlo, sabía que estaba contenta, o que lo estaría en cuanto llegara a su casa. En un primer momento temieron que, cuando se corriera la voz de que el indulto había sido concedido, una multitud ruidosa se arremolinaría frente a Gracechurch Street para expresar su alegría, pero no había sido así. La familia con la que el reverendo Cornbinder había organizado el alojamiento de Wickham era muy discreta, y su domicilio, desconocido; la gente seguía congregándose alrededor de la cárcel.
El carruaje de los Bennet, que trasladaba a Lydia, llegó al día siguiente, después del almuerzo, pero su aparición no suscitó el interés público. Para alivio de los Darcy y los Gardiner, la señora Wickham se comportó más discreta y razonablemente de lo que cabía esperar. La angustia de los últimos meses, y la conciencia de que su esposo podía perder la vida si era condenado, habían dulcificado su carácter estridente habitual, y llegó incluso a agradecer a la señora Gardiner su hospitalidad con algo parecido a la gratitud sincera, pues no le pasaba por alto que debía mucho a su bondad y generosidad. Con Elizabeth y Darcy se sentía más en falso, y a ellos no les dio las gracias por nada.
Antes de la cena, el reverendo Cornbinder llegó para conducirla al alojamiento de Wickham. Regresó tres horas más tarde, ya de noche, de excelente humor. Él volvía a ser su apuesto, galante e irresistible Wickham, y habló de su futuro con la convicción de que la aventura que estaban a punto de iniciar era, también, el principio de la prosperidad y la fama para ambos. Ella había sido siempre una temeraria, y parecía tan impaciente como Wickham por alejarse del suelo inglés para siempre. Se trasladó con él a su alojamiento, mientras su esposo recobraba fuerzas, pero no tardó mucho en cansarse de los rezos matutinos de sus anfitriones, y de la bendición de la mesa pronunciada antes de cada comida, y tres días después el carruaje de los Bennet traqueteaba ya por las calles de Londres en busca del camino que, en dirección norte, conducía a Hertfordshire y Longbourn.
El viaje hasta Derbyshire iba a llevarles dos días, porque Elizabeth se sentía muy cansada e incapaz de enfrentarse a largas horas en los caminos. El lunes a media mañana, el carruaje quedó estacionado frente a la puerta, y tras expresar un agradecimiento para el que costaba encontrar las palabras adecuadas, emprendieron el regreso a casa. Los dos pasaron la mayor parte del viaje adormilados, pero estaban despiertos cuando cruzaron la frontera del condado de Derbyshire, y con entusiasmo creciente fueron atravesando aldeas conocidas y pasando por caminos recordados. Un día antes solo sabían que eran felices; ahora sentían que la dicha irradiaba desde todo su ser. Su llegada a Pemberley no pudo ser más distinta de su salida. Todo el servicio uniformado, impecable, se alineaba para recibirlos, y vieron lágrimas en los ojos de la señora Reynolds, que, tras dedicarles una reverencia, emocionada y sin palabras, les dio la bienvenida a casa.
Lo primero que hicieron fue visitar las habitaciones de los niños, donde Fitzwilliam y Charles los recibieron entre gritos y saltos de alegría. Allí, la señora Donovan los puso al corriente de las novedades. Habían ocurrido tantas cosas en la semana que habían pasado en Londres, que a Elizabeth le parecía que llevaban ausentes varios meses. Después llegó el turno de la señora Reynolds.
– No se preocupe, señora, que no hay nada malo que contar, aunque sí existe un asunto de cierta importancia del que debo hablarle.
Elizabeth le sugirió que se trasladaran a su saloncito privado, como de costumbre. La señora Reynolds agitó la campanilla y pidió té para las dos. Se sentaron frente a la chimenea, que habían encendido no tanto porque hiciera frío como para crear una sensación de mayor calidez, y la señora Reynolds tomó la palabra.
– Hemos sabido, por supuesto, de la confesión de Will en relación con la muerte del capitán Denny, y sentimos tristeza por la señora Bidwell, aunque algunos han criticado al muchacho por no haber hablado antes y haberles ahorrado al señor Darcy y a usted, además de al señor Wickham, tanta angustia y sufrimientos. Su decisión vino motivada por su necesidad de disponer de tiempo para quedar en paz con Dios, pero hay quien opina que ha habido que pagar un precio muy alto por ella. Ha sido enterrado en el campo santo de la iglesia. El señor Oliphant habló de él con mucho sentimiento, y la señora Bidwell agradeció la nutrida asistencia de personas venidas sobre todo de Lambton. La gente llevó unas flores preciosas, y el señor Stoughton y yo encargamos una corona de su parte y de parte del señor Darcy. No dudamos de que eso es lo que ustedes habrían querido. Pero es de Louisa de quien deseo hablarle.
»Un día después de la muerte del capitán Denny, Louisa vino a verme y me preguntó si podía contarme algo confidencialmente. La llevé a mi salita, donde se derrumbó y se mostró profundamente angustiada. Con mucha paciencia y gran dificultad, logré que se calmara y me contó su historia. Hasta que el coronel visitó la cabaña la noche de la tragedia, ella no supo que el padre de su hijo era el señor Wickham, y me temo, señora, que se sintió profundamente engañada por la historia que él le había explicado. No quería volver a verlo y había empezado a ver con malos ojos al niño. El señor Simpkins y su hermana ya no lo querían, y Joseph Billings, al saber de la existencia del bebé, se negó a casarse con ella si, al hacerlo, debía de asumir la responsabilidad sobre el hijo de otro hombre. Ella le confesó que había tenido un amante, pero el nombre del señor Wickham no se ha pronunciado en ningún momento y, en mi opinión y en la de Louisa, no debe pronunciarse jamás, para ahorrar al señor Bidwell la vergüenza y el disgusto. Louisa buscaba desesperadamente un hogar para Georgie, donde lo trataran con afecto, y por eso vino a verme y yo me alegré de poder ayudarla. Tal vez recuerde, señora, haberme oído hablar de la viuda de mi hermano, la señora Goddard, que durante algunos años ha dirigido con éxito una escuela en Highbury. Una de sus internas, la señorita Harriet Smith, se casó con un granjero del lugar, Robert Martin, y lleva una vida feliz. Son padres de tres hijas y de un hijo, pero el médico le ha comunicado que probablemente no pueda concebir más, y ella y su esposo desearían uno más, varón también, para que sea compañero de juegos del que ya tienen. El señor y la señora Knightley de Donwell Abbey son la pareja más importante de Highbury, y ella es amiga de la señora Martin, y siempre ha mostrado un sincero interés por sus hijos. Tuvo a bien enviarme una carta, que se suma a las que recibí de la señora Martin, en la que me garantizaba su ayuda y su interés permanente por Georgie si este se instalaba en Highbury. A mí me pareció que no podría encontrar lugar mejor y, en consecuencia, se dispuso que regresara lo antes posible junto a la señora Simpkins para que pasaran a recogerlo por Birmingham y no por Pemberley, donde el carruaje enviado por la señora Knightley llamaría más la atención. Todo se desarrolló exactamente según lo acordado, las cartas que he recibido desde entonces me confirman que el pequeño se ha aclimatado bien, es un niño feliz y cariñoso, al que su nueva familia adora. He conservado, por supuesto, toda la correspondencia para que pueda verla. A la señora Martin le preocupó saber que Georgie no había recibido su primera agua bendita, y pidió que lo bautizaran en la iglesia de Highbury, donde le han puesto el nombre de John, en honor al padre de la señora Martin.
»Siento no habérselo contado antes, pero prometí a Louisa que todo esto quedaría en el más estricto secreto, a pesar de que yo le dejé claro que usted, señora, debía ser puesta al corriente. La verdad habría disgustado sobremanera a Bidwell, que cree, como todos en Pemberley, que el pequeño Georgie ha regresado junto a su madre, la señora Simpkins. Espero haber obrado bien, señora, pero sé lo desesperada que estaba Louisa por que su padre nunca averiguara que había tenido un hijo, y por qué este fuera criado por personas que lo quisieran. No desea volver a verlo, ni saber de él con regularidad, y de hecho ignora a quién ha sido entregado. A ella le basta con saber que alguien se ocupará de atender y dar afecto a su hijo.
– No podría haber actuado mejor -dijo Elizabeth-, y no tema, mantendré su secreto. Le agradecería que me diera permiso para hacer una excepción: el señor Darcy debe saberlo. Sé que la confidencia no saldrá de su boca. ¿Y Louisa ha reanudado su compromiso con Joseph Billings?
– Sí, señora, y el señor Stoughton lo ha liberado algo de sus obligaciones para que pueda pasar más tiempo con ella. Creo que el señor Wickham la descentró, pero, si sintió algo por él, hoy se ha convertido en odio, y ahora parece impaciente por emprender la nueva vida que la aguarda junto a Joseph en Highmarten.
A pesar de todos sus defectos, Wickham era un hombre listo, apuesto y afectuoso, y Elizabeth se preguntaba si, durante el tiempo que habían pasado juntos, Louisa, muchacha a la que el reverendo Oliphant consideraba muy inteligente, habría tenido ocasión de atisbar una vida distinta y más emocionante, aunque no había duda de que se había obrado de la mejor manera para el pequeño, y probablemente también para ella. Sería camarera en Highmarten, esposa del mayordomo, y con el transcurrir del tiempo Wickham no sería más que un recuerdo borroso. Por eso a Elizabeth le pareció irracional y extraño constatar que sentía una punzada de tristeza.