Prólogo

Los Bennet de Longbourn

Las vecinas de Meryton, por lo general, coincidían en que el señor y la señora Bennet de Longbourn habían sido muy afortunados casando a cuatro de sus cinco hijas. Meryton, localidad pequeña que vive de su mercado, no figura en la ruta de ningún viaje de placer, pues carece de belleza, ubicación escenográfica o historia que la distinga, y su única casa digna de mención, Netherfield Park, si bien imponente, no aparece en los libros que recogen las muestras más notables de la arquitectura comarcal. La localidad cuenta con una sala de actos en la que con frecuencia se celebran bailes, pero carece de teatro, y el esparcimiento tiene lugar sobre todo en los domicilios particulares, donde el chismorreo alivia algo el aburrimiento de las cenas y las partidas de whist, que se suceden siempre en la misma compañía.

Una familia de cinco hijas casaderas atrae sin duda la atención compasiva de todos sus vecinos, en particular allí donde escasean otras diversiones, y la situación de los Bennet resultaba especialmente desafortunada. En ausencia de un heredero varón, la finca del señor Bennet pasaría al primo de este, el reverendo William Collins, que, como la señora Bennet no se privaba de lamentar en voz muy alta, podía echarlas a ella y a sus hijas de la casa estando el cuerpo de su esposo todavía caliente en la tumba. En honor a la verdad debía admitirse que el señor Collins había intentado reparar la situación en la medida de sus posibilidades. Asumiendo los inconvenientes que la decisión le acarreaba, pero con el beneplácito de su imponente patrona, lady Catherine de Bourgh, había abandonado su parroquia de Hunsford, en Kent, para visitar a los Bennet con la noble intención de tomar por esposa a una de sus cinco hijas. La señora Bennet aceptó la idea con gran entusiasmo, pero hubo de advertirle de que la mayor de ellas iba, con toda probabilidad, a prometerse en breve. Su elección de Elizabeth, la segunda en edad y belleza, había topado con el resuelto rechazo de la joven, y él se había visto obligado a buscar una respuesta más benévola en la señorita Charlotte Lucas, amiga de Elizabeth. La señorita Lucas había aceptado gustosamente su proposición, y el futuro que aguardaba a la señora Bennet y a sus hijas pareció quedar sellado, sin que, en general, sus vecinos lo lamentaran en exceso. A la muerte del señor Bennet, el señor Collins las instalaría en una de las espaciosas casas de campo de su propiedad, donde recibirían el consuelo espiritual que él les administraría, y donde se alimentarían de las sobras de las cocinas de los Collins, engordadas de vez en cuando por alguna pieza de caza o algún corte de panceta.

Sin embargo, por fortuna, los Bennet lograron escapar de aquellas dádivas. A finales de 1799, la señora Bennet podía felicitarse de ser la madre de cuatro hijas casadas. Cierto es que el matrimonio de Lydia, la menor, de solo dieciséis años, no había sido precisamente honroso. Se había fugado con el teniente George Wickham, un oficial del ejército destinado en Meryton, fuga que, se supuso, terminaría como deben terminar tales aventuras, con Lydia abandonada por Wickham, expulsada de su casa, rechazada por la sociedad y sometida finalmente a una degradación que el decoro impedía mencionar a las damas decentes. Sin embargo, y contra todo pronóstico, el matrimonio sí había llegado a celebrarse. Fue un vecino, William Goulding, el primero en propagar la noticia: se había cruzado con la diligencia de Longbourn y la señora Wickham, recién casada, había asomado la mano por la ventanilla abierta para que él le viese la alianza. A la señora Philips, hermana de la señora Bennet, le encantaba contar una y otra vez su versión de la fuga, según la cual la pareja iba de camino a Gretna Green, pero se había detenido brevemente en Londres para que Wickham informara a su madrina de su inminente boda y, a la llegada del señor Bennet en busca de su hija, la pareja había aceptado la sugerencia de la familia de que el enlace se celebrara, para conveniencia de todos, en Londres. Nadie creía aquella invención suya, pero sí se reconocía que el ingenio demostrado por la señora Philips al pergeñarla merecía, al menos, que ante ella se impostara cierta credulidad. A George Wickham, claro está, jamás volverían a aceptarlo en Meryton, no fuera a despojar a las criadas de su virtud y a los tenderos de sus beneficios, pero se convino que, si su esposa acudía a ellos, la señora Wickham sería recibida con el mismo trato educado y tolerante antes dispensado a la señorita Lydia Bennet.

Se especuló mucho sobre cómo se había acordado aquel matrimonio celebrado con retraso. La hacienda del señor Bennet apenas si generaba dos mil libras anuales, y era opinión compartida que el señor Wickham habría intentado obtener al menos quinientas, más la cancelación de todas sus deudas en Meryton y en otros lugares, antes de aceptar el enlace. El señor Gardiner, hermano de la señora Bennet, debía de haber aportado el dinero. Su prodigalidad era bien conocida, pero tenía familia, y sin duda esperaría que el señor Bennet le devolviera la suma prestada. En casa de los Lucas preocupaba considerablemente que la herencia de su yerno pudiera verse menguada en gran medida por esa necesidad, pero al constatar que no se talaban árboles, no se vendían tierras, no se prescindía de criados, y que el carnicero no parecía reacio a servir a la señora Bennet su pedido semanal, se supuso que el señor Collins y la querida Charlotte no tenían nada que temer y que, tan pronto como el señor Bennet recibiera digna sepultura, aquel podría tomar posesión de las propiedades de Longbourn seguro de que no habían sufrido merma alguna.

En cambio, el compromiso que siguió poco después de la boda de Lydia, el de la señorita Bennet con el señor Bingley, de Netherfield Park, se recibió con aprobación. No fue, precisamente, un anuncio inesperado: la admiración que el señor Bingley profesaba por Jane había quedado patente ya en su primer encuentro, que había tenido lugar durante un baile de gala. La belleza, la amabilidad, y el ingenuo optimismo de la señorita Bennet sobre la naturaleza humana, que la llevaba a no hablar nunca mal de nadie, la convertían en la preferida de muchos. Pero pocos días después de que se anunciara el compromiso de su hija mayor con el señor Bingley, se propagó la noticia de un triunfo aún mayor para la señora Bennet, triunfo que, en un primer momento, fue acogido con incredulidad. La señorita Elizabeth Bennet, su segunda hija, iba a casarse con el señor Darcy, propietario de Pemberley, una de las grandes mansiones de Derbyshire, y quien, según se rumoreaba, disponía de una renta de diez mil libras anuales.

Era del dominio público en Meryton que la señorita Lizzy odiaba al señor Darcy, sentimiento generalmente compartido por las damas y los caballeros que habían participado en el primer baile de gala al que el señor Darcy asistió en compañía del señor Bingley y sus dos hermanas, y durante el cual dio muestras inequívocas de su carácter orgulloso y del desdén arrogante que sentía por los presentes, dejando claro, a pesar de que su amigo, el señor Bingley, le instara a ello, que ninguna de las asistentes era digna de ser su pareja de baile. En efecto, cuando sir William Lucas le presentó a Elizabeth, Darcy declinó bailar con ella, y confió después al señor Bingley que no era lo bastante bonita como para tentarlo. Se dio por sentado que ninguna mujer podría alcanzar la felicidad ejerciendo de señora Darcy, pues, como comentó Maria Lucas, «¿quién querría contemplar ese rostro tan desagradable frente a una, durante el desayuno, el resto de su vida?».

Pero no tenía sentido culpar a la señorita Elizabeth Bennet por adoptar un planteamiento más prudente y positivo. En esta vida no puede tenerse todo, y cualquier joven de Meryton habría soportado más de un rostro desagradable durante el desayuno con tal de contraer matrimonio con diez mil libras al año y convertirse en dueña y señora de Pemberley. Las damas de Meryton, movidas por algo parecido al sentido del deber, solían mostrarse comprensivas con los afligidos y felicitar a los afortunados, pero todas las cosas debían darse con moderación, y el triunfo de la señorita Elizabeth se había producido a una escala excesiva. Aunque admitían que no era fea, y que poseía unos hermosos ojos, carecía de otros encantos que la hicieran atractiva a un hombre de diez mil libras anuales, y el círculo de las chismosas más influyentes no tardó en tramar una explicación: la señorita Lizzy había decidido atrapar al señor Darcy desde el momento mismo de su primer encuentro. Y cuando el alcance de su estrategia quedó en evidencia, se convino en que la joven había jugado sus cartas con maestría desde el principio. Aunque el señor Darcy hubiera declinado ser su pareja durante el baile de gala, sus ojos se habían posado a menudo en ella y en su amiga Charlotte, que, tras años buscando marido, era toda una experta en identificar la más mínima señal de una posible atracción, y había advertido a Elizabeth que no permitiera que su interés más que evidente por el atractivo y popular teniente George Wickham la llevara a ofender a un hombre diez veces más importante.

Después se había producido el incidente de la cena de la señorita Bennet en Netherfield, cuando, debido a la insistencia de su madre en que, en lugar de trasladarse en el carruaje de la familia, lo hiciera a caballo, Jane había pillado un catarro de lo más oportuno y, como la señora Bennet había planeado, se había visto obligada a permanecer varias noches en la residencia de Bingley. Elizabeth, por supuesto, había acudido a pie a visitarla, y los buenos modales de la señorita Bingley la habían llevado a ofrecer hospitalidad a aquella visita incómoda hasta que la señorita Bennet se restableciera. Una semana pasada casi en su totalidad en compañía del señor Darcy debió de elevar las expectativas de éxito de Elizabeth, y ella habría sacado el máximo partido de aquella intimidad forzada.

Posteriormente, y a instancias de la menor de las hermanas Bennet, el señor Bingley había organizado un baile en Netherfield, y en aquella ocasión Darcy sí había bailado con Elizabeth. Las carabinas, sentadas en las sillas que se alineaban contra la pared, habían levantado los anteojos y, como el resto de los presentes, se habían dedicado a estudiar con atención a ambos, que ganaban posiciones en la línea de parejas. Allí, claro está, no habían conversado mucho, pero el mero hecho de que el señor Darcy le hubiera pedido a la señorita Elizabeth que bailara con él, y que ella no lo hubiera rechazado, era motivo de interés y especulación.

El paso siguiente en la campaña de Elizabeth fue su visita, en compañía de sir William Lucas y de su hija Maria, a los señores Collins, que residían en la parroquia de Hunsford. En condiciones normales, Elizabeth habría rechazado una invitación como aquella. ¿Qué placer podía experimentar una mujer en su sano juicio en compañía del señor Collins durante seis semanas? Era del dominio público que, antes de que la señorita Lucas lo aceptara, Lizzy había sido su primera opción como prometida. El recato, además de cualquier otra consideración, debería haberla mantenido alejada de Hunsford. Pero a ella, por supuesto, no le pasaba por alto que lady Catherine de Bourgh era vecina y patrona del señor Collins, y que su sobrino, el señor Darcy, se encontraría casi con toda probabilidad en Rosings mientras los visitantes residieran en la parroquia. Charlotte, que mantenía a su madre informada de todos los detalles de su vida de casada, incluido el estado de salud de sus vacas, aves de corral y esposo, le había escrito posteriormente para contarle que el señor Darcy y su primo, el coronel Fitzwilliam, que también se encontraba de visita en Rosings, habían acudido con frecuencia a la parroquia durante la estancia de Elizabeth, y que el señor Darcy, en una ocasión, la había visitado sin su primo, en un momento en que Lizzy también se encontraba a solas. La señora Collins se mostraba convencida de que con aquella deferencia él confirmaba que se estaba enamorando y escribió que, en su opinión, su amiga habría aceptado gustosamente a cualquiera de los dos caballeros, si alguno le hubiera hecho la proposición. Sin embargo, la señorita Lizzy había regresado a casa sin nada resuelto.

Pero, finalmente, todo acabó bien cuando la señora Gardiner y su esposo, que era hermano de la señora Bennet, invitaron a Elizabeth a que los acompañara en un viaje de placer ese verano. La ruta había de llevarlos nada menos que hasta la región de los Lagos, pero, al parecer, las obligaciones del señor Gardiner para con sus negocios aconsejaron finalmente un plan menos ambicioso, y optaron por no llegar más allá de Derbyshire. Fue Kitty, la cuarta hija de los Bennet, la que aportó la noticia, aunque nadie en Meryton creyó la excusa. Una familia acomodada que podía permitirse viajar desde Londres hasta Derbyshire habría extendido el periplo hasta los Lagos sin problemas, de haberlo deseado. Resultaba evidente que el señor Gardiner, cómplice en el plan matrimonial de su sobrina, había escogido Derbyshire porque el señor Darcy se encontraría en Pemberley y, en efecto, los Gardiner y Elizabeth, que sin duda habrían preguntado en la posada si el señor se encontraba en casa, estaban visitando la mansión cuando el señor Darcy regresó. Naturalmente, como gesto de cortesía, los Gardiner fueron presentados, y se invitó al grupo a cenar en Pemberley. Si la señorita Elizabeth había albergado alguna duda sobre lo sensato de su plan para atrapar al señor Darcy, aquella primera visión de Pemberley la reafirmó en su idea de enamorarse de él en cuanto se le presentara la primera ocasión propicia. Posteriormente, él y su amigo el señor Bingley habían regresado a Netherfield Park y sin dilación habían acudido a Longbourn, donde la felicidad de la señorita Bennet y la de la señorita Elizabeth quedaron final y triunfalmente aseguradas. El compromiso de esta, a pesar de su brillo, proporcionó menos placer que el de Jane. Elizabeth nunca había sido muy querida y, de hecho, las más perspicaces entre las damas de Meryton sospechaban a veces que se burlaba de ellas en secreto. También la acusaban de ser sardónica, y aunque no entendían bien qué significaba aquella palabra, sabían que no se trataba de ninguna cualidad deseable en una mujer, pues resultaba especialmente desagradable a los hombres. Las vecinas, cuya envidia ante semejante triunfo excedía toda posible satisfacción ante la idea del enlace, podían consolarse sosteniendo que el orgullo y la arrogancia del señor Darcy, y el cáustico ingenio de su esposa, les garantizaban una vida desgraciada para la que ni siquiera Pemberley y diez mil libras al año podían servir de consuelo.

Para garantizar las formalidades sin las que los grandes esponsales apenas podrían considerarse dignos de tal nombre -‌la pintura de retratos, la contratación de abogados, la compra de nuevos carruajes y vestidos-‌, la boda de la señorita Bennet con el señor Bingley, y la de la señorita Elizabeth con el señor Darcy se celebró el mismo día en la iglesia de Longbourn con muy poca demora. Habría sido el día más feliz de la vida de la señora Bennet de no haberse visto aquejada por las palpitaciones durante la ceremonia, palpitaciones causadas por el temor a que lady Catherine de Bourgh, la imponente tía del señor Darcy, se personara en la iglesia para impedir el matrimonio, y, en realidad, hasta que se pronunció la bendición final no se sintió segura de su triunfo.

Cabe poner en duda que la señora Bennet fuera a echar de menos la compañía de la segunda de sus hijas, pero su esposo sí iba a añorarla. Elizabeth había sido siempre la niña de sus ojos. Había heredado su inteligencia, algo de su agudo ingenio, así como el regocijo que le causaban las manías y debilidades de sus vecinos. Longbourn House se convertiría en un lugar más solitario y menos racional en su ausencia. El señor Bennet era un hombre listo y leído, cuya biblioteca constituía a la vez su refugio y la fuente de sus horas más felices. Darcy y él llegaron rápidamente a la conclusión de que se caían bien y, en adelante, como suele suceder con los amigos, aceptaron sus peculiaridades de carácter como prueba de la superioridad intelectual del otro. Las visitas del señor Bennet a Pemberley, que a menudo tenían lugar cuando menos se lo esperaba, solían desarrollarse en gran medida en la biblioteca, una de las mejores en manos privadas, de la que resultaba difícil arrancarlo, incluso a las horas de las comidas. A los Bingley, en Highmarten, los visitaba con menor frecuencia, dado que, además de la excesiva preocupación que Jane demostraba por el bienestar y la comodidad de su esposo e hijos, que en ocasiones al señor Bennet le resultaba irritante, allí eran escasas las tentaciones en forma de nuevos libros y periódicos. El dinero del señor Bingley provenía originalmente del comercio. Él no había heredado una biblioteca familiar, y solo tras la compra de Highmarten House se había planteado la creación de una propia. En su proyecto, tanto Darcy como el señor Bennet se habían mostrado más que dispuestos a contribuir. Existían pocas actividades más agradables que la de gastar el dinero de un amigo para satisfacción propia y en su beneficio, y si los compradores se sentían tentados periódicamente por alguna extravagancia, se consolaban pensando que Bingley podía permitírsela. Aunque los anaqueles de la biblioteca, diseñados según instrucciones de Darcy y aprobados por el señor Bennet, no estaban en absoluto llenos, el dueño de la casa ya empezaba a enorgullecerse al admirar la elegante disposición de los volúmenes y el brillo en la piel de los lomos, y de tarde en tarde abría incluso algún ejemplar y se lo veía leerlo cuando la estación o el tiempo desapacible le desaconsejaba salir a cazar, pescar o practicar tiro.

La señora Bennet solo había acompañado a su esposo a Pemberley en dos ocasiones. Darcy la había recibido con amabilidad y tolerancia, pero ella sentía tal temor reverencial hacia su yerno que no deseaba repetir la experiencia. Elizabeth sospechaba que su madre sentía un mayor placer explicando a las vecinas las excelencias de Pemberley -‌el tamaño y la belleza de sus jardines, el empaque de la casa, el número de criados y el esplendor de los comedores-‌ que disfrutándolas. Ni el señor Bennet ni su esposa visitaban con frecuencia a sus nietos. Sus cinco hijas, nacidas con breves intervalos de tiempo, les habían dejado recuerdos indelebles de noches en blanco, bebés llorones, un aya que protestaba sin cesar y unas niñeras desobedientes. Una inspección somera de cada uno de sus nietos, practicada poco después del nacimiento de todos ellos, les servía para corroborar lo que afirmaban sus padres: que los recién nacidos poseían una belleza notable y que ya daban muestras de una inteligencia extraordinaria, tras lo que se contentaban con recibir periódicos informes sobre sus progresos.

La señora Bennet, para profundo disgusto de sus dos hijas mayores, había proclamado con estridencia durante el baile celebrado en Netherfield que esperaba que la boda de Jane con el señor Bingley pusiera a sus hijas menores en el punto de mira de otros hombres acaudalados y, para sorpresa general, fue Mary la que cumplió debidamente la profecía de su madre. Nadie esperaba que llegara a casarse. Lectora compulsiva, devoraba libros sin criterio ni comprensión. Tocaba con asiduidad el pianoforte, pero carecía de talento, y solía repetir lugares comunes, sin profundidad ni ingenio. Era evidente que nunca había mostrado el menor interés por el sexo masculino. Para ella, un baile de gala era una penitencia que debía soportar solo porque le proporcionaba la ocasión de ser el centro de atención tocando el pianoforte y, gracias al buen uso del pedal de apoyo, someter al público. A pesar de todo, dos años después de la boda de Jane, Mary era ya la esposa del reverendo Theodore Hopkins, rector de la parroquia adyacente a Highmarten.

El vicario de Highmarten se había sentido indispuesto, y el señor Hopkins se había ocupado de los servicios durante tres domingos consecutivos. Se trataba de un soltero flaco y de aire melancólico, de treinta y cinco años, muy dado a pronunciar sermones interminables en los que abordaba complejas cuestiones teológicas y, por tanto, se había ganado fama de poseer gran inteligencia, y aunque no podía decirse de él que fuera un hombre rico, contaba con unos ingresos propios más que dignos, que se sumaban a la paga que recibía. A Mary, invitada en Highmarten durante uno de los domingos en los que él había predicado, se lo presentó Jane a la puerta de la iglesia tras el servicio, y a él lo impresionó al momento con sus cumplidos sobre el discurso, su aprobación del enfoque que había dado al texto, y con tantas referencias a la importancia de los sermones de Fordyce que Jane, impaciente por regresar a casa, junto a su esposo, a degustar fiambres y ensalada, lo invitó a cenar al día siguiente. Después de aquella ocasión llegaron otras, y en menos de tres meses Mary se había convertido en la señora de Theodore Hopkins. Su vida matrimonial suscitaba tan poco interés como el que había despertado la ceremonia.

Una de las ventajas para la parroquia fue que la calidad de la comida de la vicaría mejoró considerablemente. La señora Bennet había educado a sus hijas para que supieran que una buena mesa es importante para crear armonía doméstica y para atraer a los invitados masculinos. Las congregaciones esperaban que el deseo del vicario de regresar pronto a la felicidad conyugal le llevara a acortar los servicios, pero aunque su envergadura aumentaba, la duración de sus sermones se mantenía invariable. Ambos se acoplaron a la perfección, salvo al principio, cuando Mary exigió disponer de un cuarto de lectura propio en el que poder estar a solas con sus libros. Lo logró convirtiendo la única habitación libre de dimensiones decentes en un dormitorio para su uso exclusivo, que resultó ventajoso a la hora de promover la cordialidad doméstica al tiempo que impedía invitar a dormir a sus familiares.

En el otoño de 1803, año en que la señora Bingley y la señora Darcy celebraban seis años de feliz matrimonio, a la señora Bennet solo le quedaba una hija soltera, Kitty, para la que no había encontrado marido. Ni a la señora Bennet ni a la propia Kitty les preocupaba mucho ese fracaso nupcial. Kitty disfrutaba del prestigio y los privilegios de ser la única hija de la casa, y con sus visitas frecuentes a Jane, de cuyos hijos era la tía favorita, disfrutaba de una vida que nunca hasta entonces le había resultado tan satisfactoria. Además, las apariciones de Wickham y Lydia no animaban precisamente al matrimonio. Ambos llegaban haciendo gala de un buen humor escandaloso, y eran recibidos efusivamente por la señora Bennet, a la que siempre complacía ver a su hija favorita. Pero aquella buena voluntad inicial degeneraba pronto en discusiones, recriminaciones y quejas de los visitantes sobre su pobreza y la parquedad del apoyo económico que les proporcionaban Elizabeth y Jane, por lo que la señora Bennet se alegraba tanto de verlos partir como de recibirlos de nuevo en su siguiente visita. Pero necesitaba a una hija en casa, y Kitty, mucho más cordial y útil desde la marcha de Lydia, desempeñaba muy bien su papel. Así pues, en 1803, la señora Bennet podía considerarse una mujer feliz, en la medida en que se lo permitía la naturaleza, e incluso se la había visto despacharse una cena de cuatro platos en presencia de sir William y lady Lucas sin referirse una vez siquiera a lo injusto del mayorazgo.

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