LIBRO V

EL JUICIO

1

El juicio tendría lugar el jueves 22 de marzo a las once, en el tribunal de Old Bailey. Alveston se encontraría en su bufete, cerca de Middle Temple, y había sugerido que acudiría a la residencia de los Gardiner, en Gracechurch Street, un día antes, en compañía de Jeremiah Mickledore, abogado defensor de Wickham, para explicar el procedimiento del día siguiente y para aconsejar a Darcy sobre su declaración. A Elizabeth le inquietaba tener que pasar dos días seguidos viajando, por lo que habían pasado la noche en Banbury, y llegaron a primera hora de la tarde del miércoles 21 de marzo. Por lo general, cuando los Darcy se ausentaban de Pemberley, los miembros del servicio de mayor rango acudían a la puerta para despedirlos y transmitirles sus mejores deseos, pero esa ocasión era distinta, y solo Stoughton y la señora Reynolds estuvieron presentes, serios los semblantes, para desearles un buen viaje y asegurarles que la vida en Pemberley seguiría inalterada mientras ellos no se encontraran allí.

Abrir la residencia de Darcy en Londres implicaba un trajín considerable para la vida doméstica, y cuando los viajes a la capital eran breves y tenían por motivo ir de compras o asistir a alguna obra de teatro o exposición, o las visitas de Darcy a su abogado o a su sastre, se instalaban en casa de los Hurst siempre que la señorita Bingley los acompañaba. La señora Hurst prefería tener invitados, fueran los que fuesen, a no tenerlos, y mostraba ufana su esplendorosa mansión y su gran número de carruajes y criados, mientras la señorita Bingley enumeraba hábilmente los nombres de sus amigos más distinguidos y transmitía los chismes del momento sobre los escándalos que afectaban a las mejores casas. Elizabeth se entregaba a la diversión que le causaban las pretensiones y necedades de sus vecinos, siempre y cuando no le exigieran mostrarse comprensiva ante ellas, mientras que Darcy creía que, si en aras de la concordia familiar debía encontrarse con personas con las que tenía poco en común, era preferible que se hiciera a expensas de ellas y no de las propias. Pero en aquella ocasión no había llegado ninguna invitación de los Hurst ni de la señorita Bingley. Existen algunos hechos, cierta clase de notoriedad, de los que es preferible mantenerse a distancia prudencial, y ellos no esperaban ver ni a los Hurst ni a la señorita Bingley durante el juicio. Sin embargo, la cordial invitación de los Gardiner sí se había producido de inmediato. Allí, en aquella residencia cómoda, exenta de pretensiones, hallarían la tranquilidad y la confianza que proporcionaba el trato familiar, se reencontrarían con unas voces sosegadas que nada exigían, que no pedían explicaciones, y con una paz que los prepararía para la vorágine de los acontecimientos que les aguardaba.

Pero al llegar al centro de Londres, cuando los árboles y la inmensa extensión de Hyde Park quedaron atrás, Darcy sintió que penetraba en un mundo desconocido, que respiraba un aire enrarecido y amargo, rodeado por una población numerosa y amenazadora. Nunca hasta ese momento se había sentido tan forastero en la ciudad. Costaba creer que el país estuviera en guerra: todos parecían ir con prisas, se diría que caminaban enfrascados en sus propias preocupaciones, aunque de vez en cuando captaba miradas de envidia o admiración dirigidas al carruaje de los Darcy. Ni él ni Elizabeth se sentían con ánimo de comentar nada a su paso por las calles más anchas y más conocidas, por donde el cochero conducía con gran cuidado entre los lujosos y resplandecientes escaparates, iluminados por linternas, ni cuando se cruzaban con los cabriolés, los carros, los furgones y los coches privados que, al ser tantos, hacían casi impracticables las calles. A pesar de todo, finalmente doblaron la esquina de Gracechurch Street, y todavía no se habían detenido junto a la puerta de la casa cuando esta se abrió y los Gardiner aparecieron para darles la bienvenida e indicar al cochero que se dirigiera a los establos de la parte trasera. Instantes después, una vez que el equipaje fue bajado del vehículo, Elizabeth y Darcy entraron en el hogar que, hasta el final del juicio, constituiría su refugio de paz y seguridad.

2

Alveston y Jeremiah Mickledore llegaron después de la cena para dar indicaciones breves y consejos a Darcy, pero solo permanecieron una hora, y se retiraron tras transmitirles ánimos y expresar sus mejores deseos. Aquella iba a ser una de las peores noches en la vida de Darcy. La señora Gardiner, siempre hospitalaria, se había ocupado de que en el dormitorio encontraran todo lo necesario, no solo las dos anheladas camas, sino la mesilla que las separaba, con una jarrita de agua, unos libros y una lata de galletas. Gracechurch Street no era del todo silenciosa, pero el rumor y los chasquidos de los coches, así como las voces que de vez en cuando se oían -‌y que constituían un contraste con el silencio absoluto reinante en Pemberley-, no habrían llegado, en condiciones normales, a impedirle el sueño. Darcy intentaba ahuyentar de su mente la inquietud ante lo que le aguardaba al día siguiente, pero otras ideas lo alteraban más aún. Era como si, junto al lecho, una imagen de sí mismo lo observara con ojos acusadores, casi desdeñosos, ensayando argumentos y condenas que él creía haber apaciguado hacía tiempo. Pero aquella visión inoportuna volvía a presentarse, ahora, con fuerza renovada y con motivo. Si Wickham se había convertido en un miembro más de su familia, si tenía derecho a llamarlo hermano político, era por la decisión que en su día había tomado él mismo y nadie más. Mañana sería obligado a declarar, y de su declaración dependía que su enemigo acabara en el patíbulo o fuera puesto en libertad. Si el veredicto era de inocencia, el juicio acercaría a Wickham más a Pemberley, y si era condenado a morir en la horca, el propio Darcy cargaría con el peso del espanto y la culpa, que transmitiría a sus hijos y a las generaciones futuras.

No podía lamentar haberse casado. Renegar de su matrimonio habría sido como renegar de haber nacido. Este le había traído una felicidad que no creía posible, un amor del que los dos niños hermosos y sanos que dormían en los aposentos infantiles de Pemberley eran promesa y garantía. Pero se había casado desafiando todos los principios que, desde su infancia, habían gobernado su vida, todas las convicciones que debía a la memoria de sus padres, a Pemberley y a su responsabilidad de clase y riqueza. Por más profunda que fuera la atracción que sentía por Elizabeth, podría haberse alejado de ella, como sospechaba que había hecho el coronel Fitzwilliam. El precio que había pagado por sobornar a Wickham para que se casara con Lydia había sido el precio de Elizabeth.

Recordaba el encuentro con la señora Younge. La casa de huéspedes se hallaba en una zona respetable de Marylebone, y la mujer era la imagen misma de una casera decente y esmerada. También recordaba su conversación:

– ‌Solo acepto a hombres si proceden de las familias más respetables y si se ausentan de su hogar por motivos de trabajo en la capital, o para iniciar una vida profesional independiente. Sus padres saben que los muchachos se alimentarán bien y recibirán cuidados, y que se los vigilará permanentemente. Durante años, he recibido unos ingresos fijos más que adecuados. Ahora que le he expuesto mi situación, podremos entendernos. Pero, antes, ¿puedo ofrecerle algún refrigerio?

Él lo había rechazado sin hacer gala de buenos modales, y ella siguió hablando.

– ‌Soy mujer de negocios, aunque no creo que las normas formales de la cortesía estén reñidas con ellos. Pero, en este caso, prescindamos de ellas absolutamente. Sé que lo que quiere es conocer el paradero de George Wickham y de Lydia Bennet. Tal vez inicie usted las negociaciones planteando la suma máxima que está dispuesto a pagar por una información que, le aseguro, solo yo puedo proporcionarle.

La oferta de Darcy, cómo no, había sido considerada insuficiente, pero finalmente habían alcanzado un acuerdo, y él había abandonado aquella casa como si estuviera infestada de peste. Aquella había sido la primera de una serie de considerables sumas que había tenido que desembolsar para convencer a Wickham de que se casara con Lydia Bennet.

Elizabeth, exhausta tras el viaje, se había acostado inmediatamente después de la cena. Cuando él entró en el dormitorio, la encontró dormida, y permaneció largo rato de pie, junto a la cama, contemplando amorosamente su hermoso y sereno rostro. Durante unas horas más, al menos, ella seguía libre de preocupaciones. También él se acostó, pero dio vueltas y más vueltas en busca de una posición cómoda, que ni los suaves almohadones le proporcionaban, hasta que al fin se sumió en el sueño.

3

Alveston había abandonado temprano sus habitaciones en dirección a Old Bailey y ya se encontraba allí cuando, poco después de las diez y media, Darcy atravesó el imponente vestíbulo que conducía a la sala de vistas. Su primera impresión fue que acababa de introducirse en una jaula rebosante de parlanchina humanidad depositada en Bedlam. Todavía faltaban treinta minutos para que diera comienzo la vista, pero las primeras filas ya estaban ocupadas por mujeres charlatanas vestidas a la última moda, y las del fondo se llenaban a un ritmo constante. Todo Londres parecía haberse dado cita allí, y los pobres se apiñaban ruidosamente, incómodos. Aunque Darcy había presentado sus credenciales al oficial que custodiaba la puerta, nadie le indicó dónde debía sentarse y, de hecho, nadie le prestó la menor atención. Tratándose de marzo, el tiempo era benigno, y el aire se impregnaba cada vez más de calor y humedad, de una mezcla desagradable de perfume y cuerpos sin asear. Cerca del asiento del juez, un grupo de abogados conversaban de pie, tan distendidos que habrían podido encontrarse en cualquier salón de sociedad. Vio que Alveston se encontraba entre ellos y que, al verlo, acudía de inmediato a saludarlo y a indicarle cuáles eran los asientos reservados a los testigos.

– ‌La acusación solo los llamará al coronel y a usted para que testifiquen sobre el hallazgo del cadáver -‌le dijo-‌. La falta de tiempo es la habitual, y este juez se impacienta si los testimonios se repiten innecesariamente. Yo me mantendré cerca. Tal vez tengamos ocasión de hablar durante el juicio.

En ese momento el rumor cesó bruscamente, como si lo hubieran cortado con un cuchillo. El magistrado acababa de entrar en la sala. El juez Moberley desempeñaba su cargo con seguridad en sí mismo, pero no era un hombre elegante, y sus rasgos menudos, de los que solo destacaban unos ojos oscuros, pasaban prácticamente desapercibidos bajo la gran peluca, que, en opinión de Darcy, le confería el aspecto de un animal acorralado que observara desde su guarida. Los corrillos de abogados se dispersaron, y estos, junto con los secretarios, ocuparon los puestos que tenían asignados. Los miembros del jurado, por su parte, tomaron asiento en los suyos. De pronto, el reo, custodiado por dos agentes de policía, estuvo de pie junto al banquillo. A Darcy le sorprendió su aspecto. Se veía bastante más delgado, a pesar de los alimentos que le llegaban con regularidad desde el exterior, y su rostro estaba demacrado, pálido, no tanto por lo duro del momento, pensó Darcy, como por los largos meses pasados en prisión. Contemplándolo, prácticamente le pasaron por alto los aspectos preliminares del juicio, la lectura de la acusación en voz alta y clara, la constitución del jurado, que acto seguido pasó a prestar juramento. En el banquillo, Wickham se mantenía sentado muy tieso y, cuando le preguntaron cómo se consideraba a sí mismo en relación con la acusación, respondió «Inocente» con voz firme. A pesar de su palidez, a pesar de las esposas, seguía siendo un hombre apuesto.

Fue entonces cuando Darcy se fijó en una cara conocida. Debía de haber pagado a alguien para obtener un asiento en la primera fila, entre las demás espectadoras de sexo femenino, y había ocupado el suyo deprisa y sin hablar. Ahí seguía, sin moverse apenas, entre el revoloteo de los abanicos y los movimientos constantes de los tocados más innovadores. Al principio la vio solo de perfil, pero después se volvió y, aunque se miraron sin dar la menor muestra de que se reconocían, no le cupo duda de que se trataba de la señora Younge. De hecho, la primera visión fugaz de su perfil le había bastado para saberlo.

Estaba decidido a no mirarla a los ojos, pero, observándola de vez en cuando desde el otro extremo de la sala, veía que vestía ropas caras, aunque de una simplicidad y una elegancia que contrastaban con el mal gusto ostentoso de su alrededor. Su gorrito, trenzado con cintas rojas y verdes, enmarcaba un rostro que se veía tan jovial como el que había conocido durante su primer encuentro. Así vestía también cuando el coronel Fitzwilliam y él la entrevistaron en relación con el puesto de dama de compañía de Georgiana, entrevista durante la cual había encarnado a la perfección a la dama de buena cuna, educada y digna de confianza, profundamente comprensiva con los jóvenes y consciente de las responsabilidades que recaerían sobre ella. Las cosas habían sido distintas, aunque no tanto, cuando dio con ella en aquella casa respetable de Marylebone. Darcy se preguntaba qué la mantenía unida a Wickham, quizás una fuerza tan poderosa que la había llevado a formar parte del público femenino que se divertía viendo a un ser humano debatiéndose entre la vida y la muerte.

4

Ahora, cuando el abogado de la acusación estaba a punto de iniciar su primera intervención, Darcy vio que se había operado un cambio en la señora Younge. Seguía sentada con la espalda muy erguida, pero miraba hacia el banquillo de los acusados con gran intensidad y concentración, como si, mediante su silencio y a través del encuentro de sus ojos, pudiera transmitir un mensaje al acusado, un mensaje de esperanza o tal vez de resistencia. El momento se prolongó apenas durante un par de segundos, pero, mientras duró, para Darcy, dejaron de existir la sala, la túnica escarlata del juez, los colores vivos de los espectadores, y se fijó solo en aquellas dos personas, absortas la una en la otra.

– ‌Señores del jurado, el caso que nos ocupa nos resulta especialmente espantoso: el brutal asesinato, por parte de un antiguo oficial del ejército, de su amigo y, hasta poco tiempo atrás, camarada. Aunque gran parte de lo ocurrido seguirá siendo un misterio, pues la única persona que podría testificar sería la víctima, los hechos más destacados son claros, no admiten conjetura y les serán presentados como pruebas. El acusado, en compañía del capitán Denny y de la señora Wickham, dejó la posada Green Man, situada en la aldea de Pemberley, Derbyshire, hacia las nueve de la noche del viernes catorce de octubre para dirigirse por el camino del bosque hacia la mansión de Pemberley, donde la señora Wickham pasaría esa noche, y un período de tiempo indeterminado, mientras su esposo y el capitán Denny eran conducidos hasta la posada King’s Arms de Lambton. Oirán declaraciones sobre una discusión entre el acusado y el capitán Denny mientras se encontraban en la posada, y sobre las palabras que este pronunció al abandonar el cabriolé, antes de internarse en el bosque. Después, Wickham lo siguió. Se oyeron disparos, y como el señor Wickham no regresaba, su esposa, alterada, fue trasladada hasta Pemberley, donde se organizó una expedición de rescate. Oirán también declaraciones sobre el hallazgo del cadáver por dos testigos que recuerdan con precisión el significativo momento. El acusado, manchado de sangre, estaba arrodillado junto a su víctima, y en dos ocasiones, pronunciando sus palabras con gran claridad, confesó que había matado a su amigo. Entre lo mucho que tal vez resulte extraño y misterioso en relación con este caso, ese hecho constituye su punto central. Existió una confesión que fue reiterada y, apunto yo, fue claramente comprendida. El grupo de rescate no buscó a ningún otro asesino potencial. El señor Darcy se ocupó de mantener custodiado a Wickham e, inmediatamente, fue en busca de un magistrado. Y a pesar de un rastreo amplio y exhaustivo, no se hallaron pruebas de que ningún desconocido se hallara en el bosque esa noche. No es posible que cualquiera de los residentes de la cabaña del bosque (una mujer de mediana edad, su hija y un hombre moribundo) hubieran levantado la piedra con la que, según se cree, se causó la herida mortal. Oirán la declaración según la cual pueden encontrarse piedras de esa clase en el bosque, y Wickham, que conocía el lugar desde su infancia, habría sabido dónde encontrarlas.

»Se trata de un crimen particularmente perverso. Cualquier médico confirmaría que el golpe en la frente causó solo un aturdimiento transitorio e incapacitó a la víctima, y que fue seguido de un ataque letal, perpetrado cuando el capitán Denny, cegado por la sangre, intentaba huir. Cuesta imaginar un asesinato más cobarde y atroz. Al capitán ya nadie puede devolverle la vida, pero puede hacerse justicia, y confío en que ustedes, señores del jurado, no vacilarán al emitir un veredicto de culpabilidad. Ahora llamaré a declarar al primer testigo de la acusación.

5

Alguien gritó: «¡Nathaniel Piggott!», y casi de inmediato, el encargado de la posada Green Man ocupó su asiento en el lugar del estrado reservado a los testigos y, sosteniendo la Biblia abierta con gran ceremonia, pronunció el juramento. Se había puesto el traje de los domingos, con el que solía aparecer por la iglesia, pero este se veía gastado, como sucede con las ropas de los hombres que se sienten a gusto en ellas, y permaneció de pie largo rato, estudiando a los miembros del jurado como si, en realidad, fueran candidatos a ocupar una vacante en su establecimiento. Finalmente, posó la mirada en el abogado de la acusación, seguro, al parecer, de hacer frente a cualquier cosa que sir Simon Cartwright pudiera plantearle. Cuando se le conminó a hacerlo, dijo en voz alta su nombre y su dirección.

– ‌Nathaniel Piggott, posadero de Green Man, aldea de Pemberley, Derbyshire.

Su declaración fue concisa, y llevó poco tiempo. En respuesta a las preguntas del abogado de la acusación, manifestó ante el tribunal que George Wickham, la señora Wickham y el difunto capitán Denny habían llegado a la posada el 14 de octubre en coche de punto. El señor Wickham había pedido comida y vino, así como un cabriolé que llevara a la señora Wickham a Pemberley esa noche. La señora Wickham comentó, mientras él mostraba el bar a los recién llegados, que iba a pasar aquella noche en Pemberley para asistir al baile de lady Anne que se celebraría al día siguiente.

– ‌Parecía bastante entusiasmada -‌declaró.

En respuesta a preguntas posteriores, relató que el señor Wickham había expresado su deseo de que, después de detenerse en Pemberley, el vehículo prosiguiera ruta hasta la posada King’s Arms de Lambton, donde el capitán Denny y él pasarían la noche, y desde donde, a la mañana siguiente, emprenderían viaje hasta Londres.

El señor Cartwright dijo:

– ‌¿De modo que en aquel momento no se sugirió en modo alguno que el señor Wickham podría quedarse también en Pemberley?

– ‌Yo no lo oí, señor. Y no era probable. El señor Wickham, como algunos de nosotros sabemos, nunca es recibido en Pemberley.

Se oyeron murmullos en la sala. Instintivamente, Darcy se agarrotó en su asiento. Los testigos se internaban en terrenos peligrosos antes de lo que él esperaba. Mantuvo la vista fija en el abogado de la acusación, aunque sabía que los ojos de todo el jurado estaban clavados en él. Pero, tras una pausa, Simon Cartwright cambió de rumbo.

– ‌¿El señor Wickham le pagó por los alimentos y el vino, y por el alquiler del cabriolé?

– ‌Así es, señor, mientras estaba en el bar. El capitán Denny le dijo: «Es tu función, y tendrás que pagarla tú. Yo solo tengo lo imprescindible para llegar a Londres.»

– ‌¿Los vio irse en el cabriolé?

– ‌Sí, señor. Eran las ocho y cuarenta y cinco.

– ‌Y, cuando se alejaron, ¿se fijó en qué estado de ánimo lo hacían? ¿En cuál era la relación entre los dos caballeros?

– ‌No puedo decirle que me fijara, señor. Yo estaba dándole instrucciones a Pratt, el cochero. La dama le advertía que colocara el baúl con gran cuidado en el vehículo, porque en él viajaba el vestido que se pondría para el baile. Sí, vi que el capitán Denny estaba muy callado, igual que cuando se encontraban en la posada bebiendo.

– ‌¿Alguno de los dos había bebido mucho?

– ‌El capitán Denny solo tomó cerveza, menos de una pinta. El señor Wickham bebió dos cervezas y se pasó al whisky. Cuando se fueron, él estaba muy colorado, y algo tambaleante, pero se expresaba con claridad, aunque, eso sí, en voz muy alta, y se subió al cabriolé sin precisar ayuda.

– ‌¿Oyó usted alguna conversación entre ellos cuando accedían al coche?

– ‌No, señor, o al menos no lo recuerdo. Fue la señora Piggott la que oyó discutir a los dos caballeros, según me contó, pero eso había sido antes.

– ‌También llamaremos a declarar a su esposa. No tengo más preguntas para usted, señor Piggott. Puede abandonar el estrado, a menos que el señor Mickledore tenga algo que preguntarle.

Nathaniel Piggott, confiado, volvió el rostro hacia el abogado de la defensa, mientras el señor Mickledore se ponía en pie.

– ‌De modo que ninguno de los dos caballeros estaba de humor para conversar. ¿Tuvo usted la impresión de que les complacía viajar juntos?

– ‌En ningún momento expresaron lo contrario, señor, y no existió discusión entre ellos cuando emprendieron viaje.

– ‌¿Ninguna señal de enfado?

– ‌No, señor, que yo notara.

No hubo más preguntas, y Nathaniel Piggott abandonó el estrado con el aire satisfecho de un hombre seguro de haber causado una buena impresión.

La siguiente en ser llamada a declarar fue Martha Piggott, y se produjo cierto revuelo en una esquina de la sala, mientras la corpulenta mujer se abría paso entre un grupo de personas que le susurraban su apoyo y se dirigía al estrado. Llevaba un sombrero muy adornado con almidonadas cintas rojas, que parecía nuevo, adquirido sin duda porque la trascendencia de la ocasión lo requería. Con todo, habría resultado aun más llamativo de no haber reposado sobre una mata de pelo amarillo panocha. Además, de vez en cuando se lo tocaba, como si dudara de si seguía plantado sobre su cabeza. Clavó la vista en el juez hasta que el abogado de la acusación se puso en pie para dirigirse a ella, tras dedicarle un gesto de asentimiento con la cabeza. Pronunció su nombre y domicilio, prestó juramento con voz clara y corroboró el relato de su esposo sobre la llegada de los Wickham y del capitán Denny.

Darcy le susurró a Alveston:

– ‌A ella no la llamaron a declarar durante la instrucción. ¿Se ha producido alguna novedad?

– ‌Sí -‌respondió Alveston-‌. Y podría perjudicarnos.

Simon Cartwright prosiguió con las preguntas.

– ‌¿Cuál era el ambiente general en la posada entre los señores Wickham y el capitán Denny? ¿Diría usted, señora Piggott, que era un grupo bien avenido?

– ‌No lo diría, señor. La señora Wickham estaba de buen humor y se reía. Se trata de una dama agradable y habladora, señor, y fue ella la que nos contó a mí y al señor Piggott, cuando estábamos en el bar, que iba a asistir al baile de lady Anne, y que aquello iba a ser un gran escándalo, porque la señora Darcy no tenía la más remota idea de que ella iba a presentarse, y no podría echarla, no en una noche tormentosa como aquella. El capitán Denny estaba muy callado, pero el señor Wickham parecía inquieto, como impaciente por emprender viaje.

– ‌¿Y oyó usted alguna discusión, alguna palabra que intercambiaran?

El señor Mickledore se puso en pie al momento para protestar porque la acusación estaba guiando al testigo, y la pregunta fue reformulada:

– ‌¿Oyó alguna conversación entre el capitán Denny y el señor Wickham?

La señora Piggott captó al momento lo que se esperaba de ella.

– ‌Mientras nos encontrábamos en la taberna no, señor. Pero después de que dieran cuenta de los fiambres y las bebidas, la señora Wickham pidió que le subieran el baúl a la habitación para poder cambiarse de ropa antes de trasladarse a Pemberley. No iba a lucir el vestido del baile, dijo, pero quería ponerse algo bonito para causar buena impresión a su llegada. Yo envié a Sally, una de mis doncellas, a que la asistiera. Me dirigí entonces al retrete del patio y al salir, cuando abría la puerta en silencio, vi al señor Wickham hablando con el capitán.

– ‌¿Oyó lo que decían?

– ‌Sí, señor. Se encontraban a pocos pasos de mí. Vi que el capitán Denny estaba muy pálido. Y le oí decir: «Ha sido un engaño de principio a fin. Es usted absolutamente egoísta. No tiene usted idea de lo que siente una mujer.»

– ‌¿Está usted segura de esas palabras?

La señora Piggott vaciló.

– ‌Bien, señor, es posible que me haya confundido un poco en el orden, pero no tengo duda de que el capitán Denny le dijo al señor Wickham que era un egoísta y que no entendía lo que sentían las mujeres, y que aquello había sido un engaño de principio a fin.

– ‌¿Qué ocurrió entonces?

– ‌Como no quería que los caballeros me vieran abandonar el retrete, entorné la puerta hasta casi cerrarla, y seguí observando por la rendija hasta que se fueron.

– ‌¿Y está dispuesta a jurar que oyó esas palabras?

– ‌Ya he jurado, señor. Estoy prestando declaración bajo juramento.

– ‌Así es, señora Piggott, y me alegro de que reconozca usted la importancia del hecho. ¿Qué ocurrió una vez que hubo regresado al interior de la posada?

– ‌Los caballeros entraron poco después, y el señor Wickham subió a la habitación que yo había reservado para su esposa. La señora Wickham ya debía de haberse cambiado de ropa, pues él bajó e informó de que el baúl ya volvía a estar cerrado, y ordenó que lo cargáramos en el cabriolé. Los caballeros se pusieron las casacas y los sombreros, y el señor Piggott llamó a Pratt para que fuera a recoger el baúl.

– ‌¿En qué condiciones se encontraba entonces el señor Wickham?

Se hizo un silencio, porque la señora Piggott parecía no comprender bien el sentido de la pregunta. El abogado, algo impaciente, insistió con otras palabras:

– ‌¿Estaba sobrio o mostraba signos de haber bebido?

– ‌Yo sabía, claro está, que había estado tomando licor, señor, y parecía haber bebido más de la cuenta. Cuando se despidió noté que tenía la voz pastosa, pero entonces se puso en pie y se montó en el cabriolé sin ayuda de nadie, y se fueron.

Hubo otro momento de silencio. El abogado de la acusación estudió sus papeles antes de hablar.

– ‌Gracias, señora Piggott. ¿Puede permanecer en su sitio por el momento, por favor?

Jeremiah Mickledore se puso en pie.

– ‌De modo que, si se produjo esa conversación poco amistosa entre el señor Wickham y el capitán Denny, llamémosla «desavenencia», esta no culminó en gritos ni en ningún acto de violencia. ¿Alguno de los dos caballeros tocó al otro durante la conversación que usted escuchó a escondidas en el patio?

– ‌No, señor, o al menos yo no lo vi. El señor Wickham habría sido un insensato si hubiera desafiado al capitán a pelear con él. El capitán Denny era más alto que él, medio palmo, diría yo, y mucho más corpulento.

– ‌¿Vio usted si, cuando entraron en el coche, alguno de los dos iba armado?

– ‌El capitán Denny, señor.

– ‌De modo que, según lo que usted está en condiciones de afirmar, el capitán Denny, fuera cual fuere su opinión sobre el comportamiento de su acompañante, podía viajar con él sin temor a sufrir ningún asalto físico. Era más alto y más corpulento, e iba armado. Según lo que usted recuerda, ¿esa era la situación?

– ‌Supongo que sí, señor.

– ‌No se trata de lo que usted supone, señora Piggott. ¿Vio a los dos caballeros entrar en el cabriolé, y al capitán Denny, el más alto de los dos, con un arma de fuego?

– ‌Sí, señor.

– ‌De modo que, incluso si habían discutido, el hecho de que viajaran juntos no le habría ocasionado ningún temor.

– ‌La señora Wickham los acompañaba, señor. No habrían iniciado una pelea con la dama en el coche. Y Pratt no es ningún necio. Seguramente, de haberse visto en problemas, habría arreado a las yeguas para que regresaran a la posada.

Jeremiah Mickledore planteó una última pregunta.

– ‌¿Por qué no realizó esta declaración durante la vista previa, señora Piggott? ¿No se dio cuenta de su importancia?

– ‌Nadie me lo preguntó, señor. El señor Brownrigg acudió a la posada tras la vista previa y me lo preguntó entonces.

– ‌Pero, seguramente, antes de su conversación con el señor Brownrigg, se dio cuenta de que contaba usted con una prueba que debería haber constado en la instrucción del caso.

– ‌Creí, señor, que si necesitaban hablar habrían venido a verme y me habrían preguntado, y no quería que todo Lambton se burlara de mí. Es una vergüenza que una dama no pueda usar el excusado sin que le pregunten en público por su acción. Póngase usted en mi lugar, señor Mickledore.

Hubo entonces un estallido de risa, rápidamente sofocado. El señor Mickledore dijo que no tenía más preguntas, y la señora Piggott, calándose el sombrero con fuerza, regresó a grandes zancadas a su asiento, ocultando a duras penas su satisfacción, y entre un murmullo de aprobación de sus acólitos.

6

La estrategia de la acusación planteada por Simon Cartwright parecía clara, y a Darcy no le pasaba por alto su astucia. La historia sería expuesta escena por escena, imponiendo coherencia y credibilidad al relato, lo que produciría en la sala, a medida que se desplegara, algo parecido a la tensa expectación que se daba en los teatros. Pero, qué era un juicio por asesinato, sino entretenimiento público, pensaba Darcy. Los actores, ataviados según los papeles que debían representar, el zumbido de los comentarios despreocupados antes de que apareciera el personaje encargado de actuar en la escena siguiente, y después el momento de clímax dramático, que tenía lugar cuando el protagonista aparecía en el banquillo, del que no era posible escapar, antes de enfrentarse a la escena final, de vida o muerte. Aquello era el derecho inglés en movimiento, un derecho que se respetaba en toda Europa, ¿y cómo podía tomarse semejante decisión, con la consecuencia final que acarreaba, de un modo que resultara más justo? A él la ley lo obligaba a estar presente, pero al echar un vistazo a la sala, atestada de los brillantes colores de los tocados que agitaban las mujeres ricas y de la gris monotonía de los pobres, sentía vergüenza por estar allí.

Llamaron a George Pratt a declarar. Al verlo sentado en el estrado, a Darcy le pareció mayor de lo que recordaba. Llevaba la ropa limpia, aunque no era nueva, y era evidente que se había lavado el pelo hacía poco, pues le colgaba en mechones alrededor del rostro, lo que le daba el aspecto petrificado de un payaso. Prestó juramento con parsimonia, con la mirada fija en el papel, como si aquellas palabras estuvieran escritas en alguna lengua extranjera, y después miró a Cartwright con el gesto de súplica de un niño delincuente.

Al abogado de la acusación no le cupo duda de que la amabilidad sería la mejor arma con aquel individuo.

– ‌Acaba de prestar usted juramento, señor Pratt -‌le dijo-‌, lo que significa que ha jurado decir la verdad ante el tribunal, tanto en respuesta a mis preguntas, como en todo lo que declare. Ahora quiero que diga ante este tribunal, con sus propias palabras, lo que ocurrió la noche del viernes catorce de octubre.

– ‌Yo debía llevar a los dos caballeros, el señor Wickham y el capitán Denny, además de la señora Wickham, a Pemberley en el cabriolé del señor Piggott, y después debía dejar a la dama en la casa y seguir viaje con los dos caballeros hasta el King’s Arms de Lambton. Pero el señor Wickham y el capitán nunca llegaron a Pemberley, señor.

– ‌Sí, eso ya lo sabemos. ¿Cómo debía llegar hasta Pemberley? ¿Por qué puerta de acceso a la finca?

– ‌Por la puerta noroeste, señor, y después debía seguir por el camino del bosque.

– ‌¿Y qué ocurrió? ¿Hubo alguna dificultad para franquear esa puerta?

– ‌No, señor. Jimmy Morgan acudió a abrirla. Me dijo que por allí no debía pasar nadie, pero me conocía, y cuando le dije que iba a llevar al baile a la señora Wickham, nos dejó pasar. Habíamos recorrido una milla y media, más o menos, cuando uno de los caballeros (creo que fue el capitán Denny) dio unos golpes para que me detuviera, y así lo hice. Él se bajó del coche y se internó en el bosque. Gritó que no pensaba aguantar más, y que el señor Wickham estaba solo en eso.

– ‌¿Fueron esas sus palabras exactas?

Pratt tardó un poco en responder.

– ‌No estoy seguro. Tal vez dijera: «Ahora estás solo, Wickham. Yo ya no aguanto más.»

– ‌¿Y qué ocurrió entonces?

– ‌El señor Wickham se bajó del cabriolé y empezó a seguirlo, gritando que estaba loco, que volviera. Pero él no volvía. De modo que el señor Wickham se internó tras él en el bosque. La señora bajó también, gritándole que regresara, que no la dejara sola, pero él no le hizo caso. Cuando desapareció en el bosque, ella volvió a montarse en el coche y empezó a gritar cosas lamentables. De modo que allí nos quedamos, señor.

– ‌¿Y no pensó en internarse en el bosque usted también?

– ‌No, señor. No podía dejar sola a la señora Wickham, ni a los caballos, y por eso me quedé. Pero al cabo de un rato se oyeron los disparos, y la señora Wickham empezó a gritar y dijo que nos matarían a todos, y que la llevara a Pemberley lo antes posible.

– ‌¿Sonaron cerca los disparos?

– ‌No sabría decírselo, señor. En todo caso, lo bastante cerca como para que se oyeran perfectamente.

– ‌¿Y cuántos oyó?

– ‌Pudieron ser tres o cuatro. No estoy seguro, señor.

– ‌¿Qué ocurrió entonces?

– ‌Puse las yeguas al galope, y nos dirigimos a Pemberley. La dama no dejaba de gritar. Cuando nos detuvimos junto a la puerta, estuvo a punto de caerse del cabriolé. El señor Darcy y algunas otras personas se encontraban ya junto a la entrada. No recuerdo bien quiénes eran, aunque creo que había dos caballeros, además del señor Darcy, y dos damas. Ellas ayudaron a la señora Wickham a entrar en casa, y el señor Darcy me pidió que me quedara con los caballos, porque quería que los llevara a él y a algunos de los hombres hasta el lugar donde el capitán y el señor Wickham se habían internado en el bosque. De modo que esperé, señor. Y entonces, el caballero al que conozco con el nombre de coronel Fitzwilliam apareció por el camino, cabalgando a toda velocidad, y se unió al grupo. Después de que alguien fuera a buscar una camilla, mantas y linternas, los tres caballeros, el señor Darcy, el coronel, y otro hombre al que no conocía, se montaron en el cabriolé y regresamos al bosque. Después los caballeros se bajaron y caminaron delante de mí hasta que llegamos al camino de la cabaña del bosque, y el coronel fue a ver si la familia estaba a salvo y a pedirles que cerraran la puerta con llave. Luego los tres caballeros siguieron caminando, hasta que yo vi el lugar en el que creía que el capitán Denny y el señor Wickham habían desaparecido. Entonces el señor Darcy me pidió que esperara, y ellos desaparecieron entre los árboles.

– ‌Debieron de ser unos momentos de inquietud para usted, Pratt.

– ‌Lo fueron, señor. Tuve mucho miedo al quedarme solo, desarmado, y la espera me pareció muy larga, señor. Pero al rato oí que regresaban. Traían el cadáver del capitán Denny en la camilla, y al señor Wickham, que se sostenía en pie con dificultad, lo ayudó a subirse al coche el tercer caballero. Ordené a los caballos que dieran media vuelta, y, lentamente, regresamos a Pemberley. El coronel y el señor Darcy iban detrás, cargando con la camilla, y el tercer caballero, en el cabriolé con el señor Wickham. Después, en mi mente hay un embrollo, señor. Sé que se llevaron la camilla, y que el señor Wickham, que gritaba en voz muy alta y apenas se mantenía en pie, fue conducido al interior de la casa, y a mí me pidieron que esperara. Al final, el coronel salió y me ordenó que llevara el cabriolé hasta la posada de King’s Arms e informara de que los caballeros no llegarían, pero que me marchara deprisa, antes de que pudieran hacerme preguntas, y que cuando llegara a Green Man no contara nada sobre lo que había ocurrido, porque de otro modo habría problemas con la policía. Me dijo que vendrían a hablar conmigo al día siguiente. A mí me preocupaba que el señor Piggott pudiera hacerme preguntas, pero él y su esposa ya estaban acostados. Para entonces, el viento había amainado y llovía con fuerza. El señor Piggott abrió la ventana de su dormitorio y me preguntó si todo iba bien, y si había dejado a la dama en Pemberley. Yo le dije que sí, y él me pidió que atendiera a los caballos y que me fuera a la cama. Estaba muy cansado, señor, y al día siguiente, cuando la policía llegó poco después de las siete, yo seguía durmiendo. Les dije lo que había ocurrido, lo mismo que ahora le estoy contando a usted, que yo recuerde, sin ocultar nada.

– ‌Gracias, señor Pratt -‌dijo Cartwright-‌. Ha sido usted muy claro.

El señor Mickledore se puso en pie al momento.

– ‌Tengo una o dos preguntas que formularle, señor Pratt. Cuando el señor Piggott le llamó para que llevara al grupo hasta Pemberley, ¿era la primera vez en su vida que veía a los dos caballeros juntos?

– ‌Sí, señor.

– ‌¿Y cómo le pareció que era su relación?

– ‌El capitán Denny estaba muy callado, y no había duda de que el señor Wickham había bebido, pero no vi que discutieran o pelearan.

– ‌¿Notó al capitán Denny reacio a montarse en el cabriolé?

– ‌No, señor. Se montó de buena gana.

– ‌¿Oyó alguna conversación entre ellos durante el viaje, antes de que el coche se detuviera?

– ‌No, señor. No habría sido fácil, porque el viento soplaba con fuerza y el camino estaba lleno de baches. Tendrían que haber gritado mucho.

– ‌¿Y no hubo gritos?

– ‌No, señor, o yo no los oí.

– ‌De modo que, por lo que usted sabe, el grupo partió en buenos términos, y usted no tenía motivos para prever problemas.

– ‌No, señor, no los tenía.

– ‌Si no me equivoco, durante la vista previa usted declaró ante el jurado que había tenido problemas para controlar a los caballos cuando se encontraba en el bosque. Tuvo que ser un viaje difícil para ellos.

– ‌Lo fue, señor. Tan pronto como entraron en el bosque, las yeguas se alteraron mucho, no dejaban de patear y relinchar.

– ‌Debió de ser complicado para usted controlarlas.

– ‌Lo fue, señor, muy complicado. No hay caballo al que le guste adentrarse en el bosque con luna llena. Ni persona.

– ‌Entonces, ¿puede estar absolutamente seguro de las palabras que pronunció el capitán Denny cuando se bajó del cabriolé?

– ‌Bueno, señor, sí, oí que decía que no acompañaría más al señor Wickham, y que el señor Wickham estaba solo, o algo por el estilo.

– ‌«Algo por el estilo.» Gracias, señor Pratt. Eso es todo lo que quería preguntarle.

Ordenaron a Pratt que se retirara, cosa que hizo bastante más contento que cuando subió al estrado.

– ‌Ningún problema -‌le susurró Alveston a Darcy-‌. Mickledore ha logrado sembrar la duda sobre la declaración de Pratt. Ahora, señor Darcy, llamarán al coronel o lo llamarán a usted.

7

Cuando pronunciaron su nombre, Darcy reaccionó con sorpresa, a pesar de saber que su turno no podía tardar en llegar. Avanzó por la sala, seguido por lo que le parecieron filas enteras de ojos hostiles, haciendo esfuerzos por dominar su mente. Era importante que no perdiera la compostura ni los estribos. Estaba decidido a no mirar a los ojos a Wickham, a la señora Younge ni a aquel miembro del jurado que, cada vez que él dirigía la vista en su dirección, le clavaba la suya con manifiesta antipatía. No apartaría la mirada del abogado de la acusación cuando respondiera a las preguntas, y si lo hacía sería para echar vistazos al jurado, o al juez, que permanecía sentado, inmóvil como un Buda, con las manos rechonchas y pequeñas entrelazadas sobre la mesa, los ojos entrecerrados.

La primera parte del interrogatorio transcurrió sin sobresaltos. En respuesta a las preguntas, describió la velada, la cena, enumeró a los presentes, habló de la partida del coronel Fitzwilliam y de la retirada de la señorita Darcy, de la llegada del cabriolé que llevó a la señora Wickham muy alterada y, finalmente, de la decisión de dirigirse al bosque en coche para ver qué había ocurrido, y si el señor Wickham y el capitán Denny necesitaban ayuda.

Simon Cartwright dijo:

– ‌¿Preveían ustedes algún peligro, tal vez una tragedia?

– ‌De ninguna manera, señor. Yo suponía, esperaba que lo peor que hubiera acontecido a los caballeros fuera que uno de ellos se hubiera encontrado en el bosque con algún problema menor que, con todo, lo hubiera incapacitado. Creía que los hallaríamos caminando lentamente hacia Pemberley, o de regreso a la posada, ayudándose uno al otro. El relato de la señora Wickham, confirmado posteriormente por Pratt, según el cual se habían producido disparos, me convenció de que sería prudente organizar una expedición de rescate. El coronel Fitzwilliam había regresado a tiempo para formar parte de ella, e iba armado.

– ‌El vizconde Hartlep, claro está, nos ofrecerá su declaración más tarde. ¿Proseguimos? Describa, si es tan amable, el trayecto por el bosque y los pasos que llevaron al descubrimiento del cadáver del señor Denny.

A Darcy no le hacía falta ensayar nada, pero de todos modos había dedicado unos minutos a buscar las palabras más adecuadas, así como el tono de voz que usaría. Se había dicho a sí mismo que declararía ante un tribunal de justicia, y no relatando los hechos ante un grupo de amigos. Demorarse en la descripción del silencio, roto solo por sus pasos y el crujir de las ruedas, habría constituido una licencia peligrosa. Allí hacían falta hechos, hechos expresados con claridad y convicción. Así pues, explicó que el coronel había abandonado momentáneamente al grupo para advertir a la señora Bidwell, a su hijo moribundo y a su hija, de que podía haber problemas, y para aconsejarles que mantuvieran la puerta bien cerrada.

– ‌¿El vizconde Hartlep le informó, antes de dirigirse hacia la cabaña, de que esa era su intención?

– ‌Así es.

– ‌¿Y durante cuánto tiempo se ausentó?

– ‌Creo que durante unos quince o veinte minutos. Aunque en el momento pareció más.

– ‌¿Y después reemprendieron la marcha?

– ‌Sí. Pratt logró indicarnos con cierta precisión el punto en el que el capitán Denny se había internado en el bosque, y mis compañeros y yo, entonces, hicimos lo mismo, e intentamos descubrir el camino que uno de ellos, o ambos, pudieron tomar. Al cabo de unos minutos, tal vez diez, llegamos al claro y encontramos el cadáver del capitán Denny, y al señor Wickham inclinado sobre él, llorando. Al momento comprendimos que el capitán estaba muerto.

– ‌¿En qué condición se encontraba el señor Wickham?

– ‌Estaba muy afectado y, por su forma de hablar y por el olor que desprendía su aliento, diría que había bebido probablemente en abundancia. El rostro del capitán Denny estaba manchado de sangre, y también la había en las manos y el rostro del señor Wickham, en su caso quizá por haber tocado a su amigo. O eso pensé yo.

– ‌¿Habló el señor Wickham?

– ‌Sí.

– ‌¿Y qué dijo?

De modo que ahí estaba la temida pregunta, y durante unos segundos de pánico, su mente quedó en blanco. Entonces miró a Cartwright y respondió:

– ‌Señor, creo ser capaz de reproducir las palabras con precisión, si no en el mismo orden. Según recuerdo, dijo: «Lo he matado. Es culpa mía. Era mi amigo, mi único amigo, y lo he matado.» Y acto seguido repitió: «Es culpa mía.»

– ‌Y, en aquel momento, ¿qué pensó usted que significaban aquellas palabras?

Darcy era consciente de que toda la sala aguardaba su respuesta. Miró al juez, quien abrió los ojos muy despacio y lo miró.

– ‌Responda a la pregunta, señor Darcy.

Solo entonces comprendió, horrorizado, que debía de haber permanecido en silencio varios segundos. Y, dirigiéndose al juez, dijo:

– ‌Estaba frente a un hombre profundamente alterado, arrodillado sobre el cadáver de un amigo. Pensé que lo que había querido decir el señor Wickham era que, de no haber existido cierta discrepancia entre ellos, que llevó al capitán Denny a abandonar el cabriolé y a internarse corriendo en el bosque, su amigo no habría sido asesinado. Esa fue mi impresión inmediata. No vi ningún arma. Sabía que el capitán Denny era el más corpulento de los dos, y que iba armado. Habría sido el colmo de la locura por parte del señor Wickham seguir a su amigo hasta el bosque sin luz, ni arma de ninguna clase, si tenía la intención de causarle la muerte. Ni siquiera podía estar seguro de encontrarlo entre la densa maraña de árboles y matorrales, siendo la luna su única guía. Me pareció que no podía ser un asesinato perpetrado por el señor Wickham de modo impulsivo, ni con premeditación.

– ‌¿Vio u oyó a alguna otra persona, además de a lord Hartlep o al señor Alveston, bien cuando se adentró usted en el bosque, bien en la escena del crimen?

– ‌No, señor.

– ‌De modo que declara, bajo juramento, que encontró el cuerpo sin vida del capitán Denny, y al señor Wickham manchado de sangre inclinado sobre él y diciendo, no una vez, sino dos, que era responsable del asesinato de su amigo.

Su silencio, en este caso, fue más prolongado. Por primera vez, Darcy se sintió como un animal acorralado. Finalmente, dijo:

– ‌Estos son los hechos, señor. Usted me ha preguntado qué me pareció que esos hechos significaban en ese momento. Y yo le he respondido lo que creí entonces, y lo que creo ahora: que el señor Wickham no estaba confesando un asesinato, sino contando lo que, en realidad, era la verdad, que si el capitán Denny no hubiera abandonado el cabriolé ni se hubiera adentrado en el bosque, no se habría encontrado con su asesino.

Pero Cartwright no había terminado. Cambiando de estrategia, preguntó:

– ‌¿Habría sido recibida la señora Wickham en Pemberley de haber llegado inesperadamente, y sin previo aviso?

– ‌Sí.

– ‌Ella, por supuesto, es hermana de la señora Darcy. ¿Habrían dado también la bienvenida al señor Wickham si hubiera aparecido en las mismas circunstancias? ¿Estaban él y la señora Wickham invitados al baile?

– ‌Esa, señor, es una pregunta hipotética. No había razón para que lo estuvieran. Llevábamos tiempo sin mantener contacto y yo ignoraba cuál era su domicilio.

– ‌Observo, señor Darcy, que su respuesta resulta algo ambigua. ¿Usted los habría invitado de haber conocido su dirección?

Fue entonces cuando Jeremiah Mickledore se puso en pie y se dirigió al juez.

– ‌Señoría, ¿qué relación puede tener la lista de invitados del señor Darcy con el asesinato del capitán Denny? Sin duda, todos tenemos derecho a invitar a quien nos plazca a nuestras casas, sea o no pariente nuestro, sin que sea necesario explicar nuestras razones ante un tribunal, en circunstancias en que la invitación no tiene la menor relevancia.

El juez se agitó en su asiento y, sorprendentemente, se expresó con voz firme.

– ‌¿Cuenta usted con un motivo que justifique su serie de preguntas, señor Cartwright?

– ‌Cuento con él, señoría: mi intención es arrojar algo de luz sobre la posible relación del señor Darcy con su hermano político y, por tanto, de manera indirecta, proporcionar al jurado algún dato sobre el carácter del señor Wickham.

– ‌Dudo -‌rebatió el juez-‌ de que no haber sido invitado a un baile sea un dato que arroje demasiada luz sobre la naturaleza esencial de un hombre.

Jeremiah Mickledore se puso en pie entonces, y se volvió hacia Darcy.

– ‌¿Sabe usted algo sobre la conducta del señor Wickham en la campaña de Irlanda de agosto de mil setecientos noventa y ocho?

– ‌Sí, señor. Sé que fue condecorado como soldado valeroso y que resultó herido.

– ‌¿Tiene conocimiento de que haya sido encarcelado el señor Wickham por algún delito grave, o de que haya tenido algún problema con la policía?

– ‌No, señor.

– ‌Y, teniendo en cuenta que está casado con la hermana de su esposa, usted, presumiblemente, ¿estaría al corriente de hechos de esa naturaleza?

– ‌Si fueran graves o frecuentes, diría que sí, señor.

– ‌Se ha descrito que Wickham parecía hallarse bajo los efectos del alcohol. ¿Qué pasos se dieron para mantenerlo controlado cuando llegaron a Pemberley?

– ‌Lo acostamos, y avisamos al doctor McFee para que atendiera tanto a la señora Wickham como a su esposo.

– ‌Pero no fue encerrado, ni puesto bajo custodia.

– ‌Su puerta no fue cerrada con llave, aunque sí había dos personas vigilando.

– ‌¿Era eso necesario, si usted creía que era inocente?

– ‌Se hallaba en estado de embriaguez, señor, y no habría sido correcto dejar que se paseara por toda la casa, teniendo en cuenta, además, que soy padre de dos hijos de corta edad. También me inquietaba su estado físico. Soy magistrado, señor, y sabía que todos los implicados en el asunto debían estar disponibles para ser interrogados a la llegada de sir Selwyn Hardcastle.

El señor Mickledore se sentó, y Simon Cartwright retomó su interrogatorio.

– ‌Una última pregunta, señor Darcy. El grupo de búsqueda estaba formado por tres hombres, y uno de ellos iba armado. También contaba con el arma del capitán Denny, que podría haber estado en condiciones de usarse. Usted no tenía motivos para sospechar que el capitán Denny había sido asesinado un rato antes de que lo encontraran. El asesino podría haber estado cerca, oculto. ¿Por qué no organizaron una búsqueda?

– ‌Me pareció que la primera acción necesaria era regresar lo antes posible a Pemberley con el cadáver del capitán. Habría sido prácticamente imposible encontrar a alguien oculto entre la espesa vegetación, y supuse que el asesino ya habría escapado.

– ‌Habrá personas que tal vez consideren poco convincente su explicación. Sin duda, la primera reacción al hallar a un hombre asesinado es intentar detener a su asesino.

– ‌En aquellas circunstancias no se me ocurrió, señor.

– ‌En efecto, señor Darcy. Y puedo entender que no se le ocurriera. Porque ya se encontraba usted en presencia del hombre que, por más que lo niegue, creía que era el asesino. ¿Por qué tendría que habérsele ocurrido buscar más?

Antes de que Darcy tuviera tiempo de responder, Simon Cartwright consolidó su triunfo pronunciando sus palabras finales:

– ‌Debo felicitarle, señor Darcy, por ser dueño de una mente de claridad extraordinaria, capaz, se diría, de pensar de manera coherente en momentos en los que la mayoría de nosotros nos sentiríamos aturdidos y reaccionaríamos de manera menos cerebral. No ignoremos que la escena que presenció era de un horror sin precedentes en su caso. Le he preguntado cuál fue su reacción a las palabras del acusado cuando usted y sus compañeros lo descubrieron arrodillado y con las manos manchadas de sangre sobre el cadáver de su amigo asesinado. Y, según parece, usted fue capaz de deducir, sin un instante de vacilación, que debió de existir alguna discrepancia que llevó al capitán a abandonar el vehículo y a salir corriendo en dirección al bosque, capaz de recordar la diferencia de estatura y peso entre ambos hombres, de considerar lo que ello implicaba, de fijarse en que no había armas en la escena del crimen que pudieran haberse usado para infligir cualquiera de las dos heridas. Es bien cierto que el asesino no fue tan considerado como para dejarlas convenientemente a mano. Puede abandonar el estrado.

Para sorpresa de Darcy, el señor Mickledore no se puso en pie para interrogarlo. Tal vez, pensó, no había nada que la defensa pudiera hacer para paliar el daño que él había causado. No recordaba cómo había regresado a su asiento. Una vez allí, se apoderó de él una mezcla de desesperación e indignación contra sí mismo. Se maldijo por su necedad y su incompetencia. ¿Acaso no le había aconsejado Alveston cómo debía responder durante los interrogatorios? «Piense antes de responder, pero no tanto que parezca que está calculando, responda a las preguntas con sencillez y precisión, y no diga más de lo que le pregunten, no adorne nada; si Cartwright quiere más, ya lo pedirá. Los desastres en el estrado de los testigos suelen producirse como resultado de hablar de más, no de menos.» Y él había hablado de más, y el resultado había sido desastroso. Sin duda, el coronel se mostraría más sensato. Pero el daño ya estaba hecho.

Notó la mano de Alveston sobre el hombro.

– ‌He perjudicado a la defensa, ¿verdad? -‌dijo con amargura.

– ‌En absoluto. Usted, testigo de la acusación, ha pronunciado un discurso muy eficaz para la defensa, un discurso que Mickledore no puede pronunciar. Los miembros del jurado lo han oído, que es lo importante, y Cartwright ya no logrará borrarlo de sus mentes.

Uno tras otro, los testigos de la acusación ofrecieron sus declaraciones. El doctor Belcher testificó sobre la causa de la muerte, y los policías describieron con detalle sus misiones infructuosas en busca del arma del crimen, aunque sí habían encontrado algunas piedras enterradas en el bosque, bajo las hojas. A pesar de sus indagaciones exhaustivas, no habían descubierto a ningún desertor, ni a ninguna otra persona que se encontrara en el bosque en el momento del asesinato.

Entonces llamaron al coronel vizconde Hartlep a ocupar el estrado de los testigos, y en la sala de inmediato se hizo el silencio. Darcy se preguntó por qué Simon Cartwright había decidido que un testigo tan importante para el caso fuera el último de la acusación en prestar declaración. ¿Creía tal vez que la impresión que causaría sería más duradera y efectiva si su testimonio era el último que oían los miembros del jurado? El coronel había acudido ataviado con su uniforme, y Darcy recordó que ese día, horas más tarde, debía asistir a un encuentro en el Ministerio de la Guerra. Se dirigió al estrado de los testigos con la serenidad de quien da su paseo matutino, saludó al juez con una leve inclinación de cabeza, prestó juramento y permaneció a la espera de que Cartwright lo interrogara, con el aire algo impaciente, o eso le parecía a Darcy, de un soldado profesional que debe partir a ganar una guerra, dispuesto, sí, a mostrar el debido respeto al tribunal al tiempo que dejaba de lado sus presunciones. Ahí se encontraba, imbuido de la dignidad que le confería su uniforme, un oficial considerado de los más apuestos y galantes del ejército británico. Se oyó un murmullo, rápidamente acallado, y Darcy vio que las señoras que ocupaban las primeras filas, vestidas a la moda, se echaban hacia delante para ver mejor, como perros falderos emperifollados temblando ante el olor de un sabroso pedazo de carne.

El coronel fue preguntado con detalle sobre lo ocurrido desde la hora en que regresó de su paseo nocturno y se unió a la expedición hasta la llegada de sir Selwyn Hardcastle para hacerse cargo de la investigación. Él había acudido a caballo a la posada King’s Arms, de Lambton, donde había mantenido una conversación privada con una persona, coincidiendo aproximadamente con la hora en la que el capitán Denny era asesinado. Cartwright, entonces, le preguntó sobre las treinta libras que se hallaron en posesión de Wickham, y el coronel dijo tranquilamente que el dinero se lo había dado él para que el acusado pudiera saldar una deuda de honor, y que era solo la necesidad de declarar ante el tribunal lo que le había llevado a romper la promesa solemne de mantener el asunto en privado. No tenía intención de divulgar el nombre de la persona que había de beneficiarse de la transacción, pero sí que no se trataba del capitán Denny, y que ese dinero no tenía nada que ver con su muerte.

Llegados a ese punto, el señor Mickledore se puso en pie, y permaneció en aquella posición el tiempo justo de formular una pregunta:

– ‌Coronel, ¿puede asegurar ante este tribunal que ese préstamo o donación no iba destinado al capitán Denny ni está relacionado en modo alguno con el asesinato?

– ‌Sí.

Acto seguido, Cartwright regresó una vez más al significado de las palabras de Wickham, pronunciadas sobre el cuerpo sin vida de su amigo. ¿Qué creía el testigo que había querido decir Wickham?

El coronel se mantuvo en silencio unos pocos segundos antes de hablar.

– ‌Señor, no se me da bien meterme en la mente de los demás, pero coincido con la opinión aportada por el señor Darcy. Para mí, se trata más de una cuestión de intuición que de una consideración inmediata y detallada de las pruebas. Yo no reniego de la intuición: me ha salvado la vida en varias ocasiones y, además, la intuición se basa en una forma de apreciación de los detalles más sobresalientes, y el hecho de que uno no sea consciente de ella no significa que esté equivocada.

– ‌¿En algún momento se plantearon dejar allí momentáneamente el cadáver del capitán Denny e ir en busca de su asesino? Doy por sentado que de haberlo hecho, usted, un mando distinguido del ejército, se habría puesto al frente de la expedición.

– ‌Yo no me lo planteé, señor. No me parece correcto internarme en territorio hostil y desconocido sin los efectivos adecuados, dejando la retaguardia descubierta.

No se plantearon más preguntas, y era evidente que la acusación ya había recabado todos los testimonios que necesitaba. Alveston susurró:

– ‌Mickledore ha estado brillante. El coronel ha corroborado su declaración, y se ha sembrado la duda sobre la fiabilidad de la de Pratt. Empiezo a albergar esperanzas, pero todavía queda por oír el discurso de Wickham en su propia defensa, y las palabras del juez a los miembros del jurado.

8

Algún ronquido aislado indicaba que el calor reinante en la sala inducía al sopor general, pero cuando Wickham se puso en pie junto al banquillo de los acusados, dispuesto a hablar, hubo codazos, susurros y un interés renovado. Se expresó con voz clara y firme, aunque sin emoción, casi como si en lugar de hablar estuviera leyendo, pensó Darcy, las palabras que podían salvarle la vida.

– ‌Aquí me encuentro, acusado del asesinato del capitán Martin Denny, y ante la acusación me he declarado inocente. Soy, en efecto, totalmente inocente de su asesinato, y me hallo aquí tras haber arriesgado la vida por mi país. Hace más de seis años serví en el ejército junto con el capitán Denny. Fue entonces cuando se convirtió en mi amigo, además de ser mi camarada de armas. La amistad continuó y apreciaba tanto su vida como la mía propia. Lo habría defendido a muerte de cualquier ataque y así lo habría hecho de haberme encontrado presente cuando tuvo lugar la agresión cobarde que le causó la muerte. Durante las declaraciones de los testigos se ha dicho que hubo una discusión entre nosotros cuando nos encontrábamos en la posada, antes de emprender el camino fatal. No fue más que una discrepancia entre amigos, pero fue culpa mía. El capitán Denny, que era hombre de honor y profundamente compasivo, creía que me había equivocado abandonando el ejército sin contar con una profesión fija ni con un lugar de residencia que ofrecer a mi esposa. Además, opinaba que mi plan de dejar a la señora Wickham en Pemberley para que pasara allí la noche y asistiera al baile del día siguiente era desconsiderado e inconveniente para la señora Darcy. Creo que fue su creciente impaciencia ante mi conducta lo que hizo que mi compañía le resultara intolerable, y por eso ordenó al cochero parar el vehículo y se internó corriendo en el bosque. Yo fui tras él para pedirle que regresara. La noche era tormentosa, y hay zonas del bosque impenetrables, que podían resultar peligrosas. No niego haber pronunciado las palabras que se me han atribuido, pero lo que quería decir era que la muerte de mi amigo fue responsabilidad mía, pues fue nuestra discrepancia la que le llevó a internarse en el bosque. Yo había bebido bastante, pero, a pesar de que es mucho lo que no recuerdo, sí tengo la imagen clara del horror que me causó encontrarlo y ver su rostro manchado de sangre. Sus ojos me confirmaron lo que ya sabía, que estaba muerto. La sorpresa, el espanto y la pena me embargaron, aunque no hasta el punto de impedirme tratar de apresar al asesino. Cogí su pistola y disparé varias veces contra lo que me pareció que era una figura que huía, y la seguí entre los árboles. Para entonces, el alcohol que había ingerido había hecho ya su efecto, y no recuerdo nada más hasta estar arrodillado junto a mi amigo, meciendo su cabeza en mi regazo. Y entonces llegó el grupo de rescate.

»Señores del jurado, este caso contra mí no se sostiene. Si yo golpeé a mi amigo en la frente y, peor aún, en la base del cráneo, ¿dónde están las armas? Después de una búsqueda exhaustiva, no se ha presentado ni una sola en esta sala. Si se alega que seguí a mi amigo con intenciones asesinas, ¿cómo esperaba abatir a un hombre más alto y más fuerte que yo, y que llevaba un arma de fuego? El hecho de que no hubiera rastro de persona desconocida acechando en el bosque no implica necesariamente que esa persona no existiera. Lo normal es que no se quedara en el lugar del crimen. Sé que estoy bajo juramento, y por eso mismo juro que no participé en el asesinato del capitán Martin Denny, y me pongo en manos de mi patria con absoluta confianza.

Se hizo el silencio, y Alveston susurró a Darcy:

– ‌No ha ido bien.

– ‌¿No? -‌se sorprendió Darcy-‌. A mí me ha parecido que sí. Ha presentado sus argumentos con claridad, no han aparecido pruebas de ninguna discusión fuerte, la ausencia de armas, lo irracional de perseguir a su amigo con intenciones asesinas, la falta de motivo… ¿Qué es lo que está mal?

– ‌No es fácil explicarlo, pero he asistido a muchos alegatos finales de acusados, y temo que este no resulte convincente. Aunque construido con cuidado, le ha faltado esa chispa vital que nace de la inocencia. Su forma de pronunciarlo, la ausencia de apasionamiento, el cuidado puesto en todo… Tal vez se considere inocente, pero no lo parece. Y eso es algo que los jurados detectan, no me pregunte cómo lo hacen. Tal vez no sea culpable de este asesinato, pero está cargado de culpa.

– ‌Eso nos ocurre a todos, a veces. ¿Acaso la culpa no forma parte del ser humano? Sin duda habrá sembrado una duda razonable en el jurado. A mí me habría bastado con ese alegato.

– ‌Ojalá baste también al jurado -‌dijo Alveston-‌, aunque no soy optimista.

– ‌Pero si estaba ebrio…

– ‌Sí, declaró estarlo en el momento del asesinato, pero, en la posada, pudo montarse solo en el cabriolé. La cuestión no se ha dilucidado durante las declaraciones de los testigos, aunque en mi opinión es cuestionable cuál era su estado de embriaguez en ese momento.

Durante el discurso, Darcy había intentado concentrarse en Wickham, pero no había podido evitar mirar a la señora Younge. No existía el menor riesgo de que sus ojos se encontraran. Los de ella estaban fijos en Wickham, y en ocasiones veía que sus labios se movían, como si oyera recitar algo que ella misma hubiera escrito. O tal vez estuviera rezando. Cuando se concentró de nuevo en Wickham, este miraba al frente. Entonces se volvió hacia el juez Moberley, que se disponía a pronunciar las palabras finales, dirigidas a los miembros del jurado.

9

Durante la vista, el juez Moberley no había tomado notas, y ahora se inclinaba un poco hacia el jurado, como si aquel asunto no fuera de la incumbencia del resto de la sala, y su hermosa voz, que en un primer momento había atraído a Darcy, resultó audible a todos los presentes. Repasó brevemente las pruebas aportadas, aunque sin olvidar ninguna, como si el tiempo no importara. Su discurso terminó con unas palabras que, en opinión de Darcy, avalaban la posición de la defensa, y que lo tranquilizaron.

– ‌Señores del jurado, han escuchado ustedes con paciencia y, sin duda, muy atentamente las pruebas aportadas durante esta larga vista, y ahora les toca valorarlas y pronunciar un veredicto. El acusado fue anteriormente soldado profesional, y su hoja de servicios lo describe como hombre valeroso y merecedor de una medalla, pero ello no debería pesar en su decisión, que ha de basarse en las pruebas que se han presentado ante ustedes. Su responsabilidad es mucha, pero sé que cumplirán con su deber sin temor ni parcialidad, en cumplimiento de la ley.

»El misterio central, si así puede llamarse, que rodea este caso, es saber por qué el capitán Denny se internó en el bosque cuando podría haber permanecido cómodamente a salvo en el coche; resulta inconcebible que hubiera podido ser víctima de un ataque en presencia de la señora Wickham. El acusado ha aportado su explicación sobre por qué el capitán Denny mandó detener el cabriolé de manera tan inesperada, y ustedes se plantearán si esa explicación les resulta satisfactoria. El capitán Denny no está vivo y no puede explicar los motivos de su acción. Y no disponemos de más pruebas que las del señor Wickham para dilucidar sobre este asunto. Este caso, en gran medida, se basa en suposiciones, y es sobre pruebas declaradas bajo juramento, y no sobre opiniones infundadas, sobre lo que han de pronunciar un veredicto: las circunstancias en que los miembros del grupo de rescate encontraron el cadáver del capitán Denny y oyeron las palabras atribuidas al acusado. Ustedes han oído la explicación que este ha dado sobre su significado, y depende de ustedes decidir si le creen o no. Si tienen la certeza, más allá de toda duda razonable, de que George Wickham es culpable de haber asesinado al capitán Denny, entonces su veredicto será de culpabilidad. Si no tienen esa certeza, entonces el acusado tendrá que ser absuelto. Ahora les dejo para que deliberen. Si desean retirarse para considerar su decisión, disponen de una sala a tal efecto.

10

Al concluir el juicio, Darcy se sentía tan fatigado como si se hubiese sentado él en el banquillo de los acusados. Habría formulado preguntas a Alveston para que este le diera confianza, pero el orgullo y la seguridad de que solo conseguiría irritarle se lo impedían. Ya nadie podía hacer nada salvo esperar. El jurado había optado por retirarse a deliberar y, en su ausencia, la sala había vuelto a convertirse en un lugar ruidoso, una inmensa jaula de loros donde los asistentes repasaban las declaraciones y hacían apuestas sobre cuál sería el veredicto. No hubieron de aguardar mucho. Apenas diez minutos después, los miembros del jurado regresaron. Darcy oyó que el alguacil, con voz autoritaria, preguntaba:

– ‌¿Quién es su portavoz?

– ‌Yo, señor.

El hombre alto, de piel oscura, que le había clavado la vista durante el juicio, y que, de manera clara, ejercía de cabecilla de todos ellos, se puso en pie.

– ‌¿Han alcanzado algún veredicto?

– ‌Sí.

– ‌¿Consideran al acusado culpable, o inocente?

La respuesta llegó sin la menor vacilación:

– ‌Culpable.

– ‌¿Y es ese el veredicto de todos los miembros del jurado?

– ‌Sí.

Darcy sabía que había ahogado un grito. Notó la mano de Alveston en su brazo, presionándolo para calmarlo. La sala estalló en un guirigay de voces, una mezcla de gruñidos, gritos y protestas que creció hasta que, como impulsado por una orden interna, el griterío cesó, y todos los ojos se volvieron hacia Wickham. Darcy, envuelto en el rumor, había cerrado los suyos, pero se obligó a abrirlos y a dirigir la mirada hacia el banquillo. El rostro de Wickham presentaba el rictus y la palidez de una máscara mortuoria. Abría la boca para hablar, pero no le salían las palabras. Se aferraba a la barandilla, y por un momento pareció que se tambaleaba. Darcy sintió que se le agarrotaban los músculos mientras lo observaba, hasta que Wickham se repuso y, con gran esfuerzo, sacó fuerzas para ponerse en pie y mantenerse erguido. Mirando fijamente en dirección al juez, finalmente, se expresó con una voz que en un primer momento le salió quebrada, pero que después llegó a todos alta y clara.

– ‌Soy inocente de este cargo, señoría. Juro por Dios que no soy culpable. -‌Abriendo mucho los ojos, pasó la mirada por toda la sala, como si buscara desesperadamente un rostro amigo, alguna voz que confirmara su inocencia. Y entonces repitió, esta vez con más vehemencia-‌: No soy culpable, señoría, no soy culpable.

Darcy se fijó entonces en el lugar que ocupaba la señora Younge, vestida con recato y en silencio, rodeada de sedas, muselinas y abanicos abiertos. Y descubrió que no estaba. Debió de ausentarse apenas se hizo público el veredicto. Él sabía que debía ir a su encuentro, que necesitaba conocer qué papel había desempeñado ella en la tragedia de la muerte de Denny, averiguar por qué estaba ahí, con la vista clavada en Wickham como si, al mirarse, se transmitieran algún poder, se infundieran valor.

Se liberó de la mano de Alveston y se dirigió a la puerta. Esta se mantenía cerrada con fuerza para impedir que la multitud que se agolpaba fuera, y hasta la cual llegaba el clamor de la sala, irrumpiera en ella. Los gritos iban en aumento, cada vez menos recatados, cada vez más airados. Le pareció oír al juez amenazando con llamar a la policía o al ejército para expulsar a quien alterara el orden, y alguien próximo a él preguntó: «¿Dónde está el pañuelo negro?[*] ¿Por qué diantres no encuentran el maldito pañuelo y se lo ponen en la cabeza?» Entonces se oyó un clamor colectivo, de triunfo, y al mirar a su alrededor vio que un paño cuadrado de tela volaba sobre la multitud, llevado por un joven sentado sobre los hombros de un compañero, y sintió un estremecimiento al saber que, en efecto, era el pañuelo negro.

Forcejeó para mantener su posición junto a la puerta y, cuando los congregados en el exterior lograron abrirla, él pudo abrirse paso a codazos y llegar a la calle. El revuelo alcanzaba también el exterior, la misma cacofonía de voces, gritos, un coro de alaridos que, le pareció, eran más de conmiseración que de ira. Un aparatoso carruaje estaba detenido, y la muchedumbre intentaba arrancar del pescante al cochero, que gritaba:

– ‌¡No ha sido culpa mía! ¡Ya han visto a la dama! ¡Se ha arrojado bajo las ruedas!

Y, en efecto, allí estaba ella, aplastada bajo las pesadas ruedas, mientras la sangre brotaba y formaba un charco a los pies de los caballos. Al olerla, estos relinchaban y se encabritaban, y al cochero le costaba dominarlos. Darcy contempló la escena apenas un instante, y tuvo que vomitar en una alcantarilla. El hedor acre parecía envenenar el aire. Oyó que alguien gritaba:

– ‌¿Dónde está el furgón fúnebre? ¿Por qué no se la llevan? Es una indecencia dejarla aquí.

El pasajero del coche hizo ademán de bajarse, pero al ver a la multitud, cambió de idea, se atrincheró en el interior y corrió la cortina, a la espera, sin duda, de que llegaran los agentes y restablecieran el orden. Los congregados eran cada vez más, y entre ellos se veía a niños que lo observaban todo sin comprender y a mujeres con recién nacidos en los brazos, que, asustados por el escándalo, lloriqueaban. Él no podía hacer nada. Debía regresar a la sala de vistas, encontrar al coronel y a Alveston, esperar que estos le dieran alguna esperanza. Pero en su fuero interno sabía que no la había.

Entonces vio el gorrito de cintas rojas y verdes. Debía de habérsele caído y, rodando sobre el pavimento, había llegado hasta sus pies. Lo observó como hipnotizado. Junto a él, una mujer tambaleante, que cargaba con un bebé en un brazo y sostenía una botella de ginebra en la mano libre, dio un paso al frente, se agachó y se lo puso, torcido. Sonriendo, le dijo a Darcy:

– ‌A ella ya no va a servirle de nada, ¿verdad? -‌Y se alejó.

* En Inglaterra, los jueces se tocaban la cabeza con un pañuelo negro conocido como black cap cuando dictaban sentencias de muerte. (N. del T.)

11

La nueva atracción que suponía un cuerpo sin vida en plena calle llevó a varios hombres a alejarse momentáneamente de la entrada de la sala, y Darcy pudo abrirse paso hasta llegar junto a la puerta, donde fue una de las seis últimas personas autorizadas a entrar. Alguien, con voz estentórea, exclamó:

– ‌¡Una confesión! ¡Han obtenido una confesión!

Y, al momento, el griterío regresó a la sala. Por un momento pareció que arrancaban a Wickham del estrado, pero fue rodeado inmediatamente por los agentes de la sala y, tras permanecer en pie unos segundos, aturdido, se sentó y se cubrió el rostro con las manos. El escándalo iba en aumento. Fue entonces cuando Darcy distinguió al doctor McFee y al reverendo Percival Oliphant rodeados de policías. Sorprendido, vio que les acercaban dos sillas y que ambos se desplomaban sobre ellas, al parecer muy fatigados. Intentó abrirse paso para llegar hasta ellos, pero la multitud se había convertido en una masa de cuerpos compacta, impenetrable.

Los presentes habían abandonado sus asientos, y se habían ubicado más cerca del juez. Este levantaba la maza y la usaba una y otra vez con fuerza, hasta que al fin logró hacerse oír. Solo entonces el clamor cesó.

– ‌Alguacil, que cierren las puertas. Si sigue la alteración del orden, ordenaré el desalojo de la sala. El documento que he estudiado parece ser una confesión firmada y avalada por ustedes, doctor Andrew McFee y reverendo Percival Oliphant. Caballeros, ¿son estas sus firmas?

Los dos hombres respondieron al unísono:

– ‌Sí, señoría.

– ‌¿Y este documento que han entregado está escrito de puño y letra de la persona que ha estampado su firma sobre las suyas?

Ahora fue el doctor McFee el que dio la contestación:

– ‌En parte sí, señoría. William Bidwell se encontraba al final de su vida, y escribió su confesión incorporado en el lecho, pero confío en que su letra, si bien algo temblorosa, resulte legible. El último párrafo, como puede observarse por el cambio de caligrafía, lo anoté yo a su dictado. Para entonces todavía podía hablar, pero no escribir, salvo para estampar su firma.

– ‌En ese caso, solicito al abogado de la defensa que la lea en voz alta. A continuación indicaré cómo ha de procederse. Si alguien interrumpe, será expulsado de la sala.

Jeremiah Mickledore sostuvo el documento y, calándose los lentes, le echó un vistazo antes de empezar a leer en voz alta y clara.

Yo, William John Bidwell, confieso voluntariamente sobre lo ocurrido en el bosque de Pemberley la pasada noche del 14 de octubre. Lo hago en el conocimiento pleno de que se acerca el momento de mi muerte. Yo me encontraba en el dormitorio delantero de la primera planta, pero en la cabaña no había nadie más, salvo mi sobrino, George, que estaba en su cuna. Mi padre se hallaba trabajando en Pemberley. Se habían oído cacareos de pollos y gallinas en el corral, y mi madre y mi hermana Louisa, temiendo la aparición de un zorro, fueron a indagar. A mi madre no le gustaba que yo me levantara de la cama, porque estaba muy débil, pero me apetecía mucho mirar por la ventana. Me apoyé en el lecho y logré acercarme a ella. El viento soplaba con fuerza, y la luna iluminaba mucho. Al mirar al exterior vi a un oficial uniformado que salía del bosque y permanecía observando la cabaña. Me oculté tras las cortinas, para poder ver sin ser visto.

Mi hermana Louisa me había contado que un oficial del ejército destinado a Lambton el año anterior había intentado atentar contra su virtud, y yo, instintivamente, supe que se trataba de él, y que había venido a llevársela. ¿Por qué, si no, se había acercado a la cabaña en una noche como esa? Mi padre no estaba en casa para protegerla, y a mí siempre me había dolido ser un inválido, un inútil, incapaz de trabajar mientras él lo hacía tan duramente, y demasiado débil para proteger a la familia. Me calcé las zapatillas y conseguí llegar a la planta baja. Cogí el atizador de la chimenea y salí.

El oficial vino hacia mí y extendió la mano, como indicándome que venía en son de paz, pero yo sabía que no era así. Me dirigí hacia él, tambaleante, y esperé hasta que estuvo frente a mí, y entonces, con todas mis fuerzas, blandí el atizador, sosteniéndolo por la punta, para que el mango le diera en la frente. No fue un golpe fuerte, pero le desgarró la piel y la herida empezó a sangrar. Intentó secarse los ojos, pero yo me di cuenta de que no veía nada. A trompicones, regresó al bosque, y yo me sentí invadido de una sensación de triunfo, que me dio fuerzas. Ya estaba fuera de mi vista cuando oí un gran ruido, como el que provoca un árbol al caer. Me interné en el bosque, apoyándome en los troncos, y la luz de la luna me permitió ver que había tropezado con la tumba del perro y había caído boca arriba, golpeándose la cabeza con la lápida. Era un hombre corpulento y el ruido de su caída había sido considerable, pero no sabía que hubiera resultado fatal. Yo me sentía muy orgulloso por haber salvado a mi querida hermana, y mientras lo observaba él dio media vuelta y se arrodilló junto a la lápida y empezó a alejarse, gateando. Sabía que intentaba escapar de mí, aunque yo no tenía fuerzas para seguirlo. Me alegré de que no regresara.

No recuerdo cómo volví a la cabaña, solo sé que limpié el mango del atizador con el pañuelo, que arrojé al fuego. Después, solo recuerdo que mi madre me ayudó a subir la escalera y a meterme en la cama. Y que me regañó por haber salido de ella. A la mañana siguiente me contó que el coronel Fitzwilliam se había acercado a la cabaña a informarle de que dos caballeros habían desaparecido en el bosque, pero yo de eso no sabía nada.

Me mantuve en silencio sobre lo ocurrido, incluso después de que se anunciara que el señor Wickham sería juzgado. Conservé la calma mientras estuvo en la cárcel de Londres, pero después comprendí que debía hacer esta confesión para que, si era declarado culpable, la verdad llegara a saberse. Decidí confiar en el reverendo Oliphant, y él me contó que el juicio del señor Wickham se celebraría en pocos días, y que debía redactar la confesión de inmediato y enviarla al tribunal antes de que diera comienzo. El señor Oliphant mandó llamar al doctor McFee, y esta noche se lo he confesado todo a ellos y le he preguntado al médico cuánto tiempo más cree que viviré. Él me ha respondido que no estaba seguro, pero yo no creo que sobreviva más de una semana. Él me ha instado a realizar esta confesión y a firmarla, y así lo hago. No he escrito más que la verdad, sabiendo que pronto habré de responder de todos mis pecados ante el trono de Dios, y a la espera de su misericordia.

El doctor McFee dijo:

– ‌Tardó más de dos horas en escribir, ayudado por una medicina que le administré. El reverendo Oliphant y yo sabíamos que era consciente de que su muerte era inminente y que lo que escribió era su verdad ante Dios.

El silencio sepulcral se mantuvo durante unos segundos, y entonces, una vez más, el clamor se apoderó de la sala, la gente se puso en pie y empezó a gritar y a patalear, y varios hombres entonaron un cántico que los demás presentes corearon al momento: «¡Que lo suelten! ¡Que lo suelten!» Eran tantos los policías y alguaciles que rodeaban el estrado que Wickham apenas se distinguía.

Una vez más, aquella voz cavernosa exigió silencio. El juez se dirigió al doctor McFee.

– ‌¿Puede explicar, señor, por qué ha traído este documento tan importante al tribunal en el último momento del juicio, cuando la sentencia estaba a punto de ser pronunciada? Una aparición teatral tan innecesaria constituye un insulto para mí y para este tribunal, y exijo una explicación.

– ‌Señoría, nos disculpamos sinceramente. El papel está fechado hace tres días, cuando el reverendo y yo oímos la confesión. Ya era de noche y muy tarde. Partimos temprano al día siguiente en dirección a Londres. Solo nos detuvimos a tomar un refrigerio y a dar de beber a los caballos. Como verá, señor, el reverendo Oliphant, con más de sesenta años, está exhausto.

El juez, irritado, declaró:

– ‌Son demasiados los juicios en los que las pruebas definitivas llegan con retraso. Con todo, parece que en este caso la culpa no es suya, y acepto sus disculpas. Ahora me reuniré con mis consejeros para determinar cuál ha de ser el siguiente paso. El acusado será trasladado de nuevo a la cárcel en la que estaba internado, a la espera de que el perdón real que otorga la Corona sea visto por el secretario de Interior, el canciller, el jefe del Tribunal Supremo y otros altos cargos. Yo mismo, en tanto que juez del caso, tendré voz en el asunto. A la luz de este documento, no pronunciaré ninguna sentencia, pero el veredicto del jurado debe seguir vigente. Pueden estar convencidos, caballeros, de que los tribunales ingleses no condenan a muerte a un hombre cuya inocencia se haya demostrado.

Se oyó algún murmullo, pero la sala empezó a despejarse. Wickham estaba de pie, agarrado con fuerza a la barandilla, con los nudillos muy blancos, inmóvil, en un estado próximo al trance. Uno de los policías le separó los dedos uno a uno, como si se tratara de un niño. Entre el banquillo de los acusados y la puerta lateral se abrió un pasadizo de cuerpos, y Wickham, sin volverse una sola vez a mirar, fue conducido de nuevo a su celda.

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