LIBRO IV

LA INVESTIGACIÓN

1

En la familia y en la parroquia, todos dieron por seguro que el señor y la señora Darcy, junto con el servicio, acudirían a la iglesia de Santa María a las once de la mañana del domingo. La noticia del asesinato del capitán Denny se había propagado con extraordinaria rapidez, y no hacer acto de presencia habría equivalido a admitir algún tipo de implicación en el crimen o a divulgar su convicción de que el señor Wickham era culpable. Suele aceptarse que los servicios religiosos ofrecen una ocasión legítima para que la congregación valore no solo la apariencia, el porte, la elegancia y la posible riqueza de los recién llegados a la parroquia, sino la conducta de cualquier vecino que pase por una situación interesante, ya sea esta un embarazo, ya sea su ruina económica. Un asesinato brutal cometido en la finca propia por un hermano político con el que, según es sabido, uno se halla enemistado dará lugar a una importante afluencia al servicio religioso, que en esa ocasión no se perderán siquiera personas impedidas, a las que su estado de salud ha privado durante muchos años de oír misa en la iglesia. Y aunque sea tan descortés como para mostrar abiertamente su curiosidad, es mucho lo que puede deducirse gracias a una hábil separación de los dedos en el momento en que las manos se unen para rezar, o mediante una simple mirada protegida por la visera de un gorrito durante el canto de un himno. El reverendo Percival Oliphant, que antes del servicio ya había realizado una visita privada a Pemberley para transmitir sus condolencias y mostrar su comprensión, hizo todo lo que pudo por evitar molestias a la familia, pronunciando primero un sermón más largo que de costumbre y prácticamente incomprensible sobre la conversión de san Pablo, y reteniendo después al señor y la señora Darcy cuando abandonaban la iglesia, con los que entabló una conversación tan prolongada que las personas que esperaban en ordenada fila, cada vez más impacientes por dar cuenta de su almuerzo a base de fiambres, se conformaron con dedicarles una reverencia o una inclinación de cabeza, antes de dirigirse a sus carrozas y sus birlochos.

Lydia no apareció y los Bingley se quedaron en Pemberley tanto para asistirla como para preparar su regreso a casa, que emprenderían esa misma tarde. Tras la exhibición de vestidos que había hecho la hermana menor desde su llegada, volver a guardarlos en el baúl de un modo que a ella le resultara satisfactorio les llevó bastante más tiempo del que invirtieron en su propio equipaje. Pero todo estaba listo cuando Darcy y Elizabeth regresaron, justo antes del almuerzo, y veinte minutos después de las dos los Bingley ya se montaban en su carruaje. Tras las despedidas, el cochero hizo chasquear las riendas. El vehículo se puso en marcha, enfiló el sendero que bordeaba el río y, tras incorporarse al camino, desapareció. Elizabeth permaneció observando, como si con su mirada hubiera de invocar su regreso. Después, el pequeño grupo dio media vuelta y entró de nuevo en casa.

Una vez en el vestíbulo, Darcy se detuvo y se dirigió a Fitzwilliam y a Alveston.

– ‌Les agradecería que se reunieran conmigo en la biblioteca en media hora. Nosotros tres encontramos el cadáver de Denny, y es muy posible que nos citen para aportar pruebas durante la vista previa. Sir Selwyn me ha enviado un mensaje esta mañana, después del desayuno, para informarme de que el juez de instrucción, el doctor Jonah Makepeace, ha ordenado que dé inicio el miércoles a las once. Quiero verificar que nuestros recuerdos concuerden, sobre todo respecto a lo que se dijo tras el hallazgo del cuerpo sin vida del capitán Denny, y tal vez sea conveniente que abordemos en conjunto cómo hemos de proceder en este asunto. El recuerdo de lo que vimos y oímos resulta tan extraño, la luz de la luna es tan engañosa, que en ocasiones debo decirme a mí mismo que todo aquello ocurrió en realidad.

Los interpelados aceptaron la propuesta con voz queda, y a la hora convenida el coronel Fitzwilliam y Alveston se dirigieron a la biblioteca, donde Darcy ya ocupaba su sitio. Había tres sillas de respaldo alto dispuestas alrededor de la mesa rectangular, que exhibía un mapa, y dos mullidos sillones, uno a cada lado de la chimenea. Tras un momento de vacilación, Darcy les indicó que tomaran asiento en ellos y, tras separar una de las sillas de la mesa, se instaló entre los dos. Notó que Alveston, sentado al borde del sillón, se sentía incómodo, casi avergonzado, sentimiento que distaba tanto de su habitual confianza en sí mismo que a su anfitrión le sorprendió que tomara primero la palabra.

– ‌Señor, usted contará con su propio abogado, por supuesto, pero si se encuentra lejos y yo puedo serle de ayuda entretanto, quiero que sepa que estoy a su servicio. Como testigo, no puedo, claro está, representar ni al señor Wickham ni a la finca de Pemberley, pero, si le parece que puedo serle de alguna utilidad, yo podría abusar algo más de la hospitalidad de la señora Bingley. El señor Bingley y ella han tenido la amabilidad de sugerir que así lo haga.

Su discurso era titubeante, y el joven abogado, listo, exitoso, tal vez arrogante, parecía transformado por un momento en un muchacho dubitativo e inseguro. Darcy sabía por qué. Alveston temía que su ofrecimiento pudiera interpretarse, sobre todo por parte del coronel Fitzwilliam, como una estratagema que le permitiera ahondar en su relación con Georgiana. Darcy tardó unos segundos en responder, suficientes para que Alveston se le adelantara y siguiera hablando.

– ‌El coronel Fitzwilliam contará con la experiencia de la ley marcial y de los tribunales militares, por lo que tal vez considere que cualquier consejo que yo pueda ofrecerle estará de más, sobre todo teniendo en cuenta que él posee unos conocimientos locales de los que yo carezco.

Darcy se volvió hacia el coronel.

– ‌Supongo que convendrás, Fitzwilliam, en que debemos aceptar toda la ayuda legal disponible.

El coronel respondió en tono sosegado:

– ‌Yo no soy ni he sido nunca magistrado, y no puedo pretender que mi experiencia ocasional con los tribunales militares me convierta en un conocedor del código penal civil. Dado que no estoy emparentado con George Wickham, como sí lo está Darcy, no estoy legitimado para intervenir en el asunto más que como testigo. Corresponde por tanto a nuestro anfitrión decidir qué consejos pueden resultarle útiles. Como él mismo admite, resulta difícil ver en qué habría de resultar útil Alveston en el asunto que nos ocupa.

Darcy se volvió hacia el aludido.

– ‌Me parece una pérdida de tiempo que tenga que trasladarse diariamente entre Highmarten y Pemberley. La señora Darcy ha hablado con su hermana, y todos esperamos que acepte nuestra invitación a permanecer en nuestra casa. Sir Selwyn Hardcastle puede pedirle que retrase su marcha hasta que la investigación policial haya concluido, aunque no creo que tenga motivos para ello una vez que usted haya aportado las pruebas al juez de instrucción. Pero ¿no se resentirá su trabajo? Se dice que es usted un hombre extraordinariamente ocupado. No deberíamos aceptar su ayuda si esta ha de ir en detrimento suyo.

– ‌En los siguientes ocho días no he de ocuparme de ningún caso que requiera de mi presencia, y mi experimentado socio se ocupará sin problemas de los aspectos rutinarios.

– ‌En ese caso, agradeceré su consejo cuando estime apropiado proporcionármelo. Los abogados de la finca se ocupan de cuestiones familiares, sobre todo de los testamentos, de la compraventa de propiedades, de disputas locales, y cuentan, en el mejor de los casos, con muy poca experiencia en asesinatos, y con ninguna en crímenes de sangre cometidos en Pemberley. Yo ya les he escrito para comunicarles lo ocurrido, y es mi intención enviarles otra carta por correo expreso para informarles de la participación de usted. Debo advertirle de que es poco probable que sir Selwyn Hardcastle se muestre dispuesto a colaborar. Se trata de un magistrado justo y experimentado, muy interesado en los procesos detectivescos que por lo general quedan en manos de comisarios locales, y se muestra siempre vigilante ante cualquier intento de interferir en sus atribuciones

El coronel no comentó nada.

– ‌Sería de ayuda -‌prosiguió Alveston-‌, o al menos a mí me lo parece, que abordáramos primero nuestra reacción inicial ante el crimen, sobre todo en relación con la confesión aparente del detenido. ¿Creemos en la afirmación de Wickham, según la cual lo que quiso decir es que, si no hubiera discutido con su amigo, Denny no se habría bajado del cabriolé ni habría encontrado la muerte? ¿O acaso siguió al capitán con intenciones asesinas? Se trata, básicamente, de una cuestión de carácter. Yo no conozco al señor Wickham, pero creo que se trata del hijo del secretario de su difunto padre, y que usted lo conoció bien de niño. ¿Lo creen usted, señor, y coronel, capaz de un acto semejante?

Miró a Darcy, que, tras un instante de vacilación, respondió:

– ‌Antes de su matrimonio con la hermana menor de mi esposa, llevábamos muchos años sin vernos, y después de este no volvimos a coincidir. En el pasado, me pareció desagradecido, envidioso, deshonesto y mentiroso. Es apuesto, y posee unos modales agradables en sociedad, sobre todo ante las damas, con cuyo favor cuenta. Que logre mantenerlo en relaciones más duraderas ya es otra cuestión, aunque yo nunca lo he visto actuar con violencia, ni he oído que lo hayan acusado jamás de ejercerla. Sus agravios son de naturaleza más mezquina, y prefiero no hablar de ellos. Todos tenemos la capacidad de cambiar. Lo único que puedo decir es que no creo que el Wickham al que yo conocí, a pesar de sus faltas, fuera capaz de asesinar brutalmente a un antiguo camarada y amigo. Diría que era un hombre contrario a la violencia, y que la evitaba en la medida de lo posible.

– ‌Se enfrentó a los rebeldes de Irlanda -‌objetó el coronel Fitzwilliam-‌, con cierta eficacia, y su valentía ha sido reconocida. Debemos contar con su arrojo físico.

– ‌Sin duda -‌intervino Alveston-‌, si hubiera de elegir entre matar o morir, no mostraría piedad. No es mi intención restar importancia a su valentía, pero la guerra y una experiencia de primera mano de las verdades de la batalla podrían corromper la sensibilidad de un hombre naturalmente pacífico hasta hacer que la violencia le resultara menos aberrante, ¿no creen? ¿No deberíamos contemplar esa posibilidad?

Darcy vio que el coronel hacía esfuerzos por mantener la calma.

– ‌Nadie se corrompe cuando cumple con su deber hacia el rey y el país -‌dijo al fin-‌. Si usted hubiera tenido alguna experiencia en la guerra, joven, tal vez se mostraría menos despectivo en su reacción ante actos de excepcional valentía.

Darcy consideró sensato intervenir.

– ‌He leído en el periódico algunas noticias sobre la rebelión irlandesa de mil setecientos noventa y ocho, pero eran muy breves. Probablemente me perdí la mayoría de las crónicas. ¿No fue allí donde Wickham resultó herido y obtuvo una medalla? ¿Qué papel desempeñó exactamente?

– ‌Participó, lo mismo que yo, en la batalla del veintiuno de junio en Enniscorthy, durante la cual avanzamos sobre la colina y obligamos a los rebeldes a batirse en retirada. Después, el ocho de agosto, el general Jean Humbert llegó con un contingente de mil soldados franceses y marchó hacia el sur, en dirección a Castlebar. El general francés animó a sus aliados rebeldes a proclamar la llamada República de Connaught, y el veintisiete de ese mismo mes aniquiló al general Lake en Castlebar, una derrota humillante para el ejército británico. Fue entonces cuando lord Cornwallis solicitó refuerzos. Cornwallis situó a sus efectivos entre los invasores franceses y Dublín, atrapando a Humbert entre el general Lake y él mismo. Ese fue el final de los franceses. Los soldados de la caballería británica cargaron contra el flanco irlandés y contra las líneas francesas, y Humbert acabó por rendirse. Wickham participó en la carga, y posteriormente formó parte de la expedición que rodeó a los rebeldes y puso fin a la República de Connaught. Una misión cruenta, de búsqueda y castigo de los rebeldes.

Darcy estaba convencido de que el coronel había relatado aquellos hechos en multitud de ocasiones, y de que, en cierta medida, le complacía hacerlo.

– ‌¿Y dice que George Wickham participó? -‌preguntó Alveston-‌. Sabemos qué implica sofocar una rebelión. ¿No bastaría ello para, al menos, familiarizar a un hombre con la violencia? Después de todo, lo que estamos intentando es alcanzar alguna conclusión sobre la clase de hombre en que se había convertido George Wickham.

– ‌Se había convertido en un buen y valeroso soldado -‌reiteró el coronel Fitzwilliam-‌. Coincido con Darcy. No consigo verlo como asesino. ¿Sabemos cómo han vivido él y su esposa desde que abandonó el ejército, en 1800?

– ‌Nunca se le ha permitido el acceso a Pemberley -‌explicó entonces Darcy-‌. Y no hemos mantenido comunicación alguna, pero la señora Wickham sí es recibida en Highmarten. Sé que no han prosperado. Wickham se convirtió en algo parecido a un héroe nacional tras la campaña irlandesa, lo que hizo que no le costara conseguir empleos, si bien no le ha servido para mantenerlos. Al parecer, la pareja se trasladó a Longbourn cuando Wickham perdió su última ocupación y el dinero empezó a escasear, y sin duda la señora Wickham lo pasó bien visitando a viejas amigas y alardeando de las hazañas de su esposo. Con todo, aquellas visitas rara vez se prolongaban más allá de las tres semanas. Alguien debía de brindarles ayuda económica de manera regular, pero la señora Wickham nunca dio detalles y, por supuesto, a la señora Bingley no se le ocurrió preguntar. Me temo que eso es todo lo que sé, y todo lo que, de hecho, deseo saber al respecto.

– ‌Dado que hasta el pasado viernes nunca había visto al señor Wickham -‌dijo Alveston-‌, mi opinión sobre su culpabilidad o su inocencia no se basa en su personalidad ni en su hoja de servicios, sino exclusivamente en mi valoración de las pruebas disponibles hasta el momento. Considero que cuenta con una defensa excelente. Su supuesta confesión podría no implicar más que la aceptación de su culpabilidad en hacer que su amigo abandonara el coche. Había ingerido alcohol, y ese efusivo sentimentalismo tras un impacto emocional suele darse en hombres ebrios. Pero concentrémonos por ahora en las pruebas materiales. El misterio central de este caso es por qué el capitán Denny se internó en el bosque. ¿Qué debía de temer de Wickham? Denny era más corpulento y más fuerte, e iba armado. Si su intención era regresar a pie a la posada, ¿por qué no hacerlo por el camino? Teóricamente, el cabriolé podría haberlo adelantado, pero, como ya he comentado, no puede decirse que el hombre estuviera en peligro. Wickham no le habría atacado estando su esposa en el vehículo. Podría aducirse que Denny se sintió impulsado a alejarse de Wickham, y de forma inmediata, a causa de la incomodidad que sentía ante el plan de su acompañante de dejar a su esposa en Pemberley sin que esta hubiera sido invitada al baile, y sin haber avisado a la señora Darcy. Dicho plan resultaba a todas luces inapropiado y desconsiderado, pero no por ello justificaba que Denny abandonara el cabriolé de ese modo tan dramático. El bosque estaba a oscuras, y él no llevaba luz de ninguna clase. Su acción me resulta incomprensible.

»Y existen pruebas más contundentes. ¿Dónde están las armas? Sin duda hubieron de ser dos. El primer golpe en la frente causó poco más que una hemorragia que impidió a Denny ver dónde se encontraba, y que lo dejó tambaleante. La herida en la parte posterior del cráneo fue provocada por otra arma, pesada y de canto redondeado, tal vez una piedra. Y, a partir del relato de quienes han visto la herida, entre ellos usted mismo, señor Darcy, esta es tan profunda y larga que un hombre supersticioso podría decir que no la causó una mano humana, y mucho menos la de Wickham. Dudo que este fuera capaz de levantar una piedra de semejante peso hasta la altura necesaria, y que pudiera soltarla con la puntería precisa. ¿Y hemos de suponer que fue el azar quien la dispuso tan convenientemente, tan a mano? Además, están los rasguños en la frente y las manos de Wickham. Sin duda sugieren que este pudo perderse en el bosque después de tropezarse por primera vez con el cuerpo sin vida del capitán Denny.

– ‌¿De modo que usted cree -‌quiso saber el coronel Fitzwilliam-‌ que, si se presenta ante el tribunal del condado, será absuelto?

– ‌Creo que, con las pruebas disponibles hasta el momento, así debería ser, aunque siempre existe el riesgo, en casos en los que no aparece ningún otro sospechoso, de que los miembros del jurado se pregunten: «Si no lo hizo él, ¿quién lo hizo?» A un juez o a los abogados defensores les resulta difícil alejar esa visión de los miembros del jurado sin, al mismo tiempo, inculcarla en sus mentes. A Wickham va a hacerle falta un buen abogado.

– ‌Esa habrá de ser responsabilidad mía -‌comentó Darcy.

– ‌Le sugiero que se ponga en contacto con Jeremiah Mickledore -‌dijo Alveston-‌. Es brillante en este tipo de casos, y cuando intervienen jurados. Pero solo acepta los casos que le interesan, y no le gusta nada salir de Londres.

– ‌¿Existe alguna posibilidad de que este caso pueda ser derivado a la ciudad? -‌preguntó Darcy-‌. De otro modo, no será visto hasta que se presente ante el tribunal itinerante del condado de Derby, la próxima cuaresma, o en verano. -‌Se volvió hacia el abogado-‌. Refrésqueme la memoria sobre el procedimiento, se lo ruego.

– ‌Por lo general -‌le explicó Alveston-‌, el estado prefiere que los acusados sean juzgados en su jurisdicción. El argumento es que de ese modo la gente ve que se imparte justicia. Si se acepta un traslado, este suele llegar como máximo al condado siguiente, y para ello tendría que existir algún motivo fundado, algún asunto serio que impidiera garantizar un juicio justo en la jurisdicción correspondiente, asunto relacionado con la imparcialidad del tribunal, algún posible engaño a los miembros del jurado, el posible soborno a algún juez… Por otra parte, podría existir un prejuicio local evidente contra el acusado que impidiera una vista justa. Es el fiscal general el que tiene atribuciones para asumir el control y cancelar la acusación criminal, lo que, en el caso que nos ocupa, significa que este puede trasladarse a otra parte si él así lo aprueba.

– ‌De modo que la decisión quedará en manos de Spencer Percival -‌dedujo Darcy.

– ‌Exacto. Tal vez podría aducirse quedado que el delito se cometió en la propiedad de un magistrado local, él y su familia podrían verse implicados sin motivo o podría darse pie a habladurías en la zona, insinuaciones sobre la relación entre Pemberley y el acusado que podrían interferir en la causa de la justicia. No creo que fuera fácil lograr un traslado del caso, pero el hecho de que Wickham esté relacionado por matrimonio tanto con usted como con el señor Bingley es un factor que podría complicar las cosas y que podría pesar en la decisión del fiscal general. Sus decisiones no se basan en sus deseos personales, sino en si el traslado del caso iría en bien de la justicia. Independientemente de dónde se celebre el juicio, creo que le convendría contar con la defensa de Mickledore. Fui su asistente hace unos dos años y creo que podría convencerlo. Le sugiero que le envíe una carta urgente explicándole los hechos, y yo abordaré el tema con él cuando regrese a Londres, cosa que haré en cuanto termine la instrucción.

Darcy aceptó la propuesta, y le dio las gracias.

– ‌Creo, caballeros -‌prosiguió Alveston-‌, que deberíamos refrescar la memoria sobre la declaración que realizaremos al ser interrogados acerca de las palabras que pronunció Wickham cuando llegamos junto a él y lo hallamos arrodillado sobre al cuerpo. Sin duda, se trata de algo crucial para el caso. Es evidente que debemos decir la verdad, pero será interesante constatar si nuestra memoria coincide en las palabras exactas de Wickham.

Sin esperar a que ninguno de los dos hablara, el coronel Fitzwilliam dijo:

– ‌Es natural que causaran una honda impresión en mí, y creo ser capaz de reproducirlas con exactitud. Wickham dijo: «Está muerto. Dios mío, Denny está muerto. Era mi amigo, mi único amigo, y lo he matado. Es culpa mía.» Es opinable, claro está, lo que quiso decir con eso de que la muerte de Denny fuera culpa suya.

– ‌Mi recuerdo -‌intervino Alveston-‌ es exactamente el mismo que el del coronel, pero, al igual que él, no me atrevo a interpretar sus palabras. Por el momento coincidimos.

Era el turno de Darcy, que dijo:

– ‌Yo no podría ser tan preciso sobre el orden de sus palabras, pero sí me atrevo a afirmar con total seguridad que Wickham dijo que había matado a su amigo, a su único amigo, y que era culpa suya. También a mí me parecen ambiguas sus palabras, y no intentaría explicarlas a menos que me presionaran para que lo hiciera, y tal vez ni aun así lo haría.

– ‌Es poco probable que el juez de instrucción proceda de ese modo -‌prosiguió Alveston-‌. Si formula la pregunta, quizá señale que ninguno de nosotros puede estar seguro de lo que pasa por la mente de otra persona. En mi opinión, y esto es ya pura especulación, lo que quiso decir es que Denny no se habría internado en el bosque ni se habría encontrado con su atacante si no hubieran discutido, y que Wickham se consideraba responsable de lo que fuera que había suscitado la repugnancia de Denny. El caso, sin duda, girará alrededor de lo que Wickham quiso decir con esas palabras.

Parecía que la reunión podía darse ya por concluida, pero, antes de que ninguno de los tres se pusiera en pie, Darcy dijo:

– ‌De modo que el destino de Wickham, su vida o su muerte, dependerá de doce hombres influidos, como no puede ser de otro modo, por sus propios prejuicios, de la fuerza de la declaración del acusado, y de la elocuencia de los abogados defensores.

– ‌¿De qué otro modo podría abordarse el caso? -‌preguntó el coronel-‌. Se pondrá en manos de doce compatriotas, y no puede haber mayor garantía de justicia que el veredicto de doce ingleses honrados.

– ‌Sin posibilidad de apelación -‌apostilló Darcy.

– ‌¿Cómo podría haberla? Las decisiones del jurado siempre han sido sagradas. ¿Qué propone usted, Darcy, un segundo tribunal popular, que bajo juramento coincidirá con el primer veredicto o discrepará de él? ¿Y después otro? Eso sería una gran idiotez, y si se llevara ad infinitum, acabaría implicando, posiblemente, que un tribunal extranjero juzgara los casos ingleses. Y eso sería el fin de algo más que de nuestro sistema judicial.

– ‌¿No podría existir -‌planteó Darcy-‌ un tribunal de apelación formado por tres, tal vez cinco jueces, que pudiera convocarse si existiera desacuerdo en alguna cuestión legal particularmente compleja?

Alveston intervino entonces.

– ‌No cuesta imaginar la reacción de un jurado inglés ante la propuesta de que su decisión fuera a ser estudiada por tres jueces. Es el juez, durante la vista, quien decide sobre las cuestiones legales, y si es incapaz de hacerlo, entonces no está capacitado para ser juez. Además, hasta cierto punto, ya existe un tribunal de apelación. El juez puede iniciar el proceso para obtener un indulto si no le satisface el resultado, y un veredicto que a la opinión pública le parece injusto siempre puede desembocar en indignación pública y, en ocasiones, en protesta violenta. Le aseguro que no existe nada más poderoso que un inglés justamente indignado. Pero, como sabrá, yo soy miembro del grupo de abogados que se ocupan de examinar la efectividad de nuestro sistema legal, y existe una reforma que sí me gustaría ver realizada: el derecho de los fiscales a pronunciar un discurso final antes del veredicto debería extenderse también a la defensa. No veo motivos para que tal cambio no pueda producirse, y esperamos que se instituya antes del final del presente siglo.

– ‌¿Cuál podría ser la objeción para implantarlo? -‌preguntó Darcy.

– ‌Sobre todo, la falta de tiempo. Los tribunales de Londres ya soportan una carga excesiva de trabajo, y son demasiados los casos que se ven con una rapidez indecente. Los ingleses son aficionados a los abogados, pero no hasta el punto de desear pasarse la tarde escuchando más discursos de los que ya escuchan. Se considera que es suficiente con que el acusado hable por sí mismo, y que los interrogatorios a los testigos aportados por la defensa bastan para asegurar un juicio justo. A mí, estos argumentos no me resultan del todo convincentes, pero me consta que se defienden con sinceridad.

– ‌Hablas como un radical, Darcy -‌intervino el coronel-‌. No sabía que tuvieras tanto interés por las leyes, ni que estuvieras tan entregado a su reforma.

– ‌Yo tampoco, pero cuando uno se enfrenta, como nosotros ahora, a la realidad que aguarda a George Wickham, y ve la línea tan estrecha que separa la vida de la muerte, tal vez sea natural mostrarse a la vez interesado y preocupado por la ley. -‌Hizo una pausa antes de proseguir-‌. Si no tienen nada más que añadir, tal vez podríamos prepararnos para cenar con las damas.

2

Recién estrenado, el martes prometía ser un día agradable, con la esperanza, incluso, de algo de sol otoñal. Wilkinson, el cochero, se había labrado merecidamente la reputación de prever los cambios de tiempo, y dos días atrás había profetizado que el viento y la lluvia darían paso al sol y algún chubasco. Era la jornada que Darcy había escogido para reunirse con su secretario, John Wooller, quien almorzaría en Pemberley y por la tarde se trasladaría a caballo hasta Lambton para ver a Wickham, deber que, sin duda, no sería fuente de placer para ninguno de los dos.

Elizabeth había planeado aprovechar su ausencia para visitar la cabaña del bosque con Georgiana y el señor Alveston, pues deseaban interesarse por el estado de salud de Will y llevarle vino y exquisiteces que ella y la señora Reynolds esperaban que tentaran su apetito. También quería asegurarse de que a su madre y a su hermana no les preocupara quedarse solas cuando Bidwell trabajaba en Pemberley. Georgiana se había ofrecido gustosamente a acompañarla, y Alveston no había dudado en postularse como el escolta masculino que Darcy consideraba esencial, pues sabía que tranquilizaría por igual a las dos damas. Elizabeth estaba impaciente por ponerse en marcha lo antes posible tras un almuerzo temprano: el sol de otoño era una bendición que no estaba destinada a durar y, además, Darcy había insistido en que iniciaran el camino de regreso antes de que atardeciera.

Sin embargo, antes, tenía algunas cartas que escribir y, tras el desayuno, se dispuso a dedicar varias horas a la tarea. Todavía debía responder a algunas notas de afecto e interés enviadas por amigos que habían sido invitados al baile, y sabía que la familia de Longbourn, a la que Darcy había informado por correo expreso, esperaba, al menos, recibir diariamente una carta con las novedades. También estaban las hermanas de Bingley, la señora Hurst y la señorita Bingley, a las que debía comunicarse lo que iba aconteciendo, aunque en ese caso podía, al menos, delegar la tarea en el propio Bingley. Las dos visitaban a su hermano y a Jane dos veces al año, pero vivían tan inmersas en los placeres de Londres, que pasar más de un mes en el campo les resultaba intolerable. Cuando, finalmente, se instalaban en Highmarten, condescendían a visitar Pemberley. Alardear de sus reuniones, de su relación con el señor Darcy, de los esplendores de su residencia, era un placer demasiado intenso como para sacrificarlo por culpa de sus esperanzas truncadas o su resentimiento, aunque, de hecho, ver a Elizabeth como señora de Pemberley seguía siendo una afrenta que ninguna de las dos toleraba sin un doloroso ejercicio de autocontrol y, para alivio de la esposa de Darcy, sus visitas no eran frecuentes.

Ella sabía que Bingley las habría disuadido con tacto de ir a Pemberley en las actuales circunstancias, y estaba segura de que se mantendrían alejadas. Un asesinato en la familia puede aportar una chispa de emoción en las cenas de gala más solicitadas, pero era poco el beneficio social que podía proporcionar la brutal eliminación de un simple capitán de infantería, sin dinero ni posición que lo convirtieran en personaje interesante. Dado que ni siquiera el más huraño se libra de oír los chismes subidos de tono, siempre es mejor disfrutar de aquello que no puede evitarse, y era del dominio público, tanto en Londres como en Derbyshire, que la señorita Bingley se mostraba más que interesada, en aquella ocasión, en no abandonar Londres. Su caza de un caballero viudo de gran fortuna acababa de entrar en la fase más esperanzadora. Sin duda, sin su posición ni su dinero, habría sido considerado el hombre más tedioso de Londres, pero para que a una la llamen «su gracia» debe estar dispuesta a aceptar algún inconveniente, y la lucha por hacerse con sus riquezas, su título, y cualquier otra cosa que pudiera tener a bien ceder, era, comprensiblemente, encarnizada. Había un par de madres avariciosas, con dilatada experiencia en lances matrimoniales, que trabajaban arduamente en representación de sus hijas, y la señorita Bingley no tenía intención de ausentarse de Londres en una etapa tan delicada de la competición.

Elizabeth había terminado de redactar las cartas que enviaría a su familia de Longbourn, y la de su tía Gardiner, cuando Darcy apareció con una misiva que había llegado la noche anterior por correo urgente y que acababa de abrir. Entregándosela, le dijo:

– ‌Lady Catherine, como era de esperar, ha comunicado la noticia al señor Collins y a Charlotte, y estos adjuntan su carta a la de ella. Supongo que su contenido no te sorprenderá, ni te complacerá. Voy a estar en el despacho con John Wooller, pero espero verte a la hora del almuerzo, antes de mi partida a Lambton.

Lady Catherine había escrito:

Querido sobrino:

Tu carta, como supondrás, supuso un impacto considerable, pero, afortunadamente, puedo aseguraros a ti y a Elizabeth que no he sucumbido. Tuve, eso sí, que llamar al doctor Everidge, que me felicitó por mi fortaleza. Os aseguro que me encuentro tan bien como cabe esperar. La muerte de ese desgraciado joven -‌de quien, por supuesto, no sé nada- causará inevitablemente una conmoción nacional que, dada la importancia de Pemberley, no podrá evitarse. El señor Wickham, al que la policía ha detenido con gran tino, parece tener un extraordinario talento para crear problemas y avergonzar a las personas respetables, y no puedo evitar sentir que la indulgencia de tus padres hacia él, en su infancia, en contra de la cual me expresé con frecuencia ante lady Anne, ha sido responsable de muchos de sus desmanes posteriores. Con todo, prefiero creer que, al menos de esta monstruosidad, él es inocente y, dado que su desafortunado matrimonio con la hermana de tu esposa lo ha convertido en hermano tuyo, desearás sin duda hacerte cargo de los gastos derivados de su defensa. Esperemos que, al hacerlo, no te arruines tú ni arruines a tus hijos. Necesitarás un buen abogado. Bajo ningún concepto contrates a uno del lugar: solo obtendrás a un don nadie que combinará la ineficacia con unas expectativas de remuneración descabelladas. Yo te ofrecería a mi señor Pegworthy, pero lo necesito aquí. La prolongada discrepancia que mantengo con mi vecino por el asunto de las lindes, de la que ya te he informado, está llegando a su punto álgido, y en los últimos meses ha habido un aumento lamentable de la caza furtiva. Acudiría personalmente a ofrecerte mis consejos -‌el señor Pegworthy asegura que, de haber sido yo un hombre y de haberme dedicado al derecho, habría sido un orgullo para la abogacía inglesa-‌, pero hago falta aquí. Si hubiera de visitar a todas las personas que podrían beneficiarse de mis consejos, no estaría nunca en casa. Te sugiero que contrates a un abogado de Inner Temple. Se dice que son todos unos caballeros. Di que acudes de mi parte, y te recibirán bien.

Transmitiré tus noticias al señor Collins, dado que no pueden mantenerse ocultas. En tanto que clérigo, se sentirá inclinado a enviarte sus habituales y deprimentes palabras de consuelo, y yo adjuntaré su misiva a mi carta, aunque le impondré limitaciones en cuanto a su extensión.

Os envío mi comprensión a ti y a la señora Darcy. No dudes en solicitar mi presencia si los acontecimientos del caso se tuercen, y yo me enfrentaré a las nieblas otoñales para estar a tu lado.

Elizabeth no esperaba leer nada interesante en la carta del señor Collins, quien se habría entregado con censurable placer a su habitual mezcla de pomposidad y estupidez. Era, eso sí, más larga de lo que ella suponía. A pesar de lo declarado, lady Catherine había sido indulgente en ese punto. Empezaba afirmando que no tenía palabras para expresar su sorpresa y su espanto para, acto seguido, encontrar un gran número de ellas, aunque pocas acertadas y ninguna de la menor utilidad. Como había hecho en el caso de la boda de Lydia, atribuía todo aquel desgraciado asunto a la falta de control sobre su hija ejercido por el señor y la señora Bennet, y a continuación se felicitaba por el rechazo de la propuesta de matrimonio que lo habría vinculado a él, irremediablemente, a la tragedia. Seguía profetizando un catálogo de desastres para la afligida familia, que empezaba con el peor de todos -‌el disgusto de lady Catherine, que les vetaría la entrada en Rosings-‌ e iba desde la ignominia pública, hasta la ruina y la muerte. Concluía mencionando que, en cuestión de meses, su querida Charlotte le daría su cuarto hijo. La rectoría de Hunsford empezaba a quedarse un poco pequeña para su familia en aumento, pero confiaba en que la Providencia, a su debido tiempo, le proporcionaría una vida más desahogada y una casa más grande. Elizabeth pensó que con aquellas palabras apelaba, y no era la primera vez que lo hacía, al interés del señor Darcy, y como en ocasiones anteriores recibiría la misma respuesta. La Providencia, por el momento, no se mostraba muy inclinada a ayudarlo y Darcy, desde luego, tampoco lo haría.

La carta de Charlotte, sin lacre, era la que Elizabeth estaba esperando. Constaba apenas de unas frases breves y convencionales mostrando su consternación, su condolencia, y le aseguraba que sus pensamientos y los de su esposo estaban con la afligida familia. Sin duda, el señor Collins habría de leer la carta, y por tanto de ella no cabía esperar nada más íntimo ni afectuoso. Charlotte Lucas había sido amiga de Elizabeth durante la infancia y la primera juventud, la única mujer, además de su hermana Jane, con la que le había sido posible entablar conversaciones racionales, y Elizabeth todavía lamentaba que aquella confianza mutua se hubiera transformado en cordialidad y en una correspondencia regular pero nada reveladora. Durante las dos visitas que Darcy y ella habían hecho a lady Catherine desde su matrimonio, se había impuesto un encuentro formal en la rectoría, y Elizabeth, reacia a exponer a su esposo al presuntuoso señor Collins, había acudido sola. Había intentado comprender que Charlotte aceptara la proposición matrimonial de este, hecha apenas un día después de la que pronunció ante ella y fue rechazado, pero era improbable que Charlotte hubiera olvidado o perdonado la primera reacción sorprendida de su amiga al conocer la noticia.

Elizabeth sospechaba que en una ocasión Charlotte había llegado incluso a vengarse de ella. Se había preguntado a menudo cómo había llegado a saber lady Catherine que era probable que el señor Darcy y ella se prometieran en matrimonio. Ella no había hablado nunca de aquella primera y desastrosa proposición, salvo con Jane, y había llegado a la conclusión de que había sido Charlotte quien la había traicionado. Recordaba la tarde en que Darcy, junto con los Bingley, había hecho su primera aparición en la sala de reuniones de Meryton, y Charlotte, sospechando que tal vez estuviera interesado en su amiga, le había aconsejado, al ver que ella prefería a Wickham, que no debía ignorar a un hombre de mucha mayor relevancia, como era Darcy. Y después estuvo la visita de Elizabeth a la rectoría, en compañía de William Lucas y su hija. La propia Charlotte había comentado lo frecuente de las visitas del señor Darcy y el coronel Fitzwilliam durante su estancia, y había manifestado que estas solo podían interpretarse como cumplidos a Elizabeth. Y también había que tener en cuenta la proposición misma. Cuando Darcy se hubo ido, Elizabeth había salido a caminar sola para intentar aclararse las ideas y aplacar su ira, pero Charlotte, a su regreso, debió de haberse percatado de que, en su ausencia, había ocurrido algo inapropiado.

No, era imposible que nadie, salvo Charlotte, hubiera adivinado la causa de su zozobra, y esta, en algún momento de confidencia conyugal, habría transmitido sus sospechas al señor Collins. Él sin duda no habría perdido el tiempo a la hora de advertir a lady Catherine, y tal vez hubiera exagerado el peligro, convirtiendo la sospecha en certeza. Sus motivos para hacerlo resultaban curiosamente contradictorios. Por una parte, si la boda llegaba a celebrarse, tal vez confiara en beneficiarse de una relación estrecha con el acaudalado señor Darcy. ¿Qué medios económicos no estaría en su poder proporcionarle? Pero la prudencia y el ánimo de venganza seguramente habrían pesado más que otros motivos. Nunca había perdonado a Elizabeth que lo hubiera rechazado. Su castigo por ello debería haber sido la condena a una soltería miserable y solitaria, y no un matrimonio esplendoroso, del que no habría podido mofarse ni la hija de un conde. ¿Acaso no se había casado lady Anne con el padre de Darcy? También era posible que Charlotte hubiera tenido motivos para albergar un resentimiento más justificado hacia ella, pues estaba convencida, como todo el mundo en Meryton, de que Elizabeth odiaba a Darcy. Ella, su única amiga, que se había mostrado crítica cuando Charlotte aceptó casarse por prudencia y por la necesidad de contar con un hogar, había acabado aceptando a un hombre al que detestaba, como era del dominio público, incapaz de resistirse al trofeo que significaba Pemberley. Nunca resulta tan difícil felicitar a un amigo por su buena fortuna como cuando esa buena fortuna parece inmerecida.

El matrimonio de Charlotte podía verse como un éxito, lo mismo tal vez que todos los matrimonios cuando los dos miembros de la pareja obtienen exactamente lo que la unión les prometía. El señor Collins contaba con una esposa y un ama de casa competente, con una madre para sus hijos, y con la aprobación de su patrona, mientras que Charlotte había emprendido el único camino mediante el cual una mujer soltera, carente de belleza y de escasa fortuna, podía aspirar a obtener independencia. Elizabeth recordaba que Jane, amable y tolerante como siempre, le había aconsejado que no culpara a Charlotte por aceptar el compromiso sin recordar qué era lo que con él dejaba atrás. A Elizabeth nunca le habían gustado los hijos varones de los Lucas. Ya de niños resultaban escandalosos, antipáticos y anodinos, y no le cabía duda de que de adultos habrían despreciado y sentido como una vergüenza y una carga a una hermana soltera, y no se habrían molestado en ocultar sus sentimientos. Desde el principio, Charlotte había manejado a su esposo con la misma habilidad con que trataba a los criados y se ocupaba del corral, y Elizabeth, durante su primera visita a Hunsford con sir William y su hija, había visto cómo su amiga minimizaba la desventaja de su situación. Al señor Collins le habían asignado un aposento en el ala delantera de la rectoría, donde la posibilidad de ver pasar a los transeúntes, entre ellos a lady Catherine montada en su carruaje, lo mantenía felizmente sentado junto a la ventana, mientras que pasaba casi todo el tiempo libre del que disponía, con el beneplácito y el aliento de su esposa, dedicado a la jardinería, actividad por la que demostraba talento y entusiasmo. Trabajar la tierra suele considerarse una actividad virtuosa, y ver a un jardinero entregado diligentemente a su tarea provoca, sin excepción, una corriente de simpatía y aprobación, aunque solo sea porque evoca la imagen de unas patatas o unos guisantes a punto de ser desenterrados. Elizabeth sospechaba que el señor Collins nunca le parecía mejor marido a Charlotte como cuando esta lo veía, desde una distancia prudencial, inclinando la espalda sobre su huerto.

Charlotte era la mayor de una familia numerosa, lo que le había dado cierta destreza para enfrentarse a los desmanes masculinos, y el método que seguía con su marido resultaba ingenioso. Le elogiaba sistemáticamente cualidades que no poseía, con la esperanza de que, halagado por sus loas y su aprobación, acabara por adquirirlas. Elizabeth tuvo ocasión de ver ese método en acción cuando, instada con urgencia por su amiga, le dedicó una visita breve en solitario, unos dieciocho meses después de su boda. Los congregados se dirigían de regreso a la rectoría en uno de los carruajes de lady Catherine de Bourgh, cuando la conversación se centró en otro de los invitados, el clérigo de una parroquia vecina ordenado recientemente, y pariente lejano de la patrona.

Charlotte dijo:

– ‌El señor Thompson es, sin duda, un joven excelente, pero parlotea demasiado para mi gusto. Elogiar todos los platos ha resultado innecesariamente servil, y le ha hecho parecer ávido en exceso. Y, una o dos veces, cuando hablaba sin parar, me he percatado de que a lady Catherine no le complacía. Qué lástima que no te haya tomado a ti como ejemplo, amor mío. Habría dicho menos, y habría estado más atinado.

El señor Collins no era lo bastante sutil como para detectar la ironía, ni para sospechar que se trataba de una estratagema. Su vanidad le había llevado a aceptar sin más el elogio, y durante la siguiente cena en Rosings a la que fueron invitados, se pasó casi toda la velada sumido en un silencio tan forzado que Elizabeth temió que lady Catherine diera unos golpecitos en la mesa con la cuchara y le preguntara por qué tenía tan poco que decir.

Durante los últimos diez minutos, Elizabeth había apoyado la pluma en el escritorio y había dejado que su mente vagara hasta sus días de Longbourn, hasta Charlotte y su larga amistad. Ya iba siendo hora de olvidarse de aquellas cartas y de bajar a ver qué había preparado la señora Reynolds para los Bidwell. Cuando se dirigía a los aposentos del ama de llaves, recordó que lady Catherine, en una de sus visitas del año anterior, la había acompañado a llevar a la cabaña del bosque algunos alimentos adecuados para un hombre en estado grave. No la habían invitado a entrar en la habitación del enfermo, y lady Catherine no había mostrado intención de hacerlo, y cuando regresaban a casa se había limitado a comentar:

– ‌El diagnóstico del doctor McFee ha de considerarse altamente sospechoso. Nunca he sido partidaria de las muertes dilatadas. En la aristocracia, son señal de afectación; en las clases bajas, son simples excusas para no trabajar. El segundo hijo del herrero lleva cuatro años muriéndose, supuestamente, pero cuando paso por delante de su negocio lo veo ayudar a su padre, robusto y gozando de muy buena salud. Los De Bourgh nunca hemos sido dados a las muertes prolongadas. La gente debería decidir si quiere vivir o morir, y hacer una cosa o la otra, causando los menores inconvenientes a los demás.

El asombro y la sorpresa de Elizabeth al oír aquellas palabras fueron tales que no logró articular palabra. ¿Cómo podía hablar lady Catherine con semejante desapego de las muertes dilatadas apenas tres años después de haber perdido a su única hija, que había muerto tras una larga enfermedad? Sin duda, tras los primeros momentos de dolor, la dama había recobrado la calma -‌y, con ella, gran parte de su intolerancia anterior-‌ a una velocidad asombrosa. La señorita De Bourgh, una muchacha simple y silenciosa, no había causado demasiado impacto en el mundo mientras vivió, y menos aún al morir. Elizabeth, que para entonces ya había sido madre, había hecho todo lo posible, invitándola afectuosamente a visitar Pemberley, y trasladándose ella misma hasta Rosings, para apoyar a lady Catherine durante las primeras semanas del luto, y tanto sus ofrecimientos como sus muestras de comprensión, que tal vez la madre no esperaba, habían surtido efecto. Lady Catherine seguía siendo, en esencia, la misma mujer que siempre había sido, pero ahora las sombras de Pemberley parecían menos contaminadas cuando Elizabeth emprendía su paseo diario bajo los árboles, y la tía de su esposo parecía más dispuesta a visitar Pemberley que Darcy y Elizabeth a recibirla en su casa.

3

Todos los días había tareas de las que ocuparse, y en su responsabilidad hacia Pemberley, su familia y la servidumbre Elizabeth hallaba, al menos, un antídoto contra los peores horrores de su imaginación. Esa era una jornada con obligaciones tanto para su esposo como para ella. Sabía que no podía demorar más su visita a la cabaña del bosque. Los disparos en la noche, el conocimiento de que el brutal asesinato había tenido lugar a menos de cien yardas de la cabaña, y mientras Bidwell se encontraba en Pemberley, debían de haber dejado en la esposa de este un poso de espanto y tristeza que se añadiría a su ya pesada carga de dolor. Elizabeth sabía que Darcy había visitado la cabaña el jueves anterior, donde sugirió que Bidwell sería liberado de sus tareas la víspera del baile para que pudiera acompañar a su familia en aquellos momentos difíciles, pero tanto el marido como la mujer se negaron con vehemencia al privilegio, alegando que no era necesario, y Darcy había notado que su insistencia solo había servido para alterarlos más. Bidwell nunca aceptaba nada que pudiera implicar que no era indispensable, aunque fuera temporalmente, para Pemberley y su señor. Desde que había renunciado a su cargo como jefe de cocheros, siempre había pulido la plata la noche anterior al baile de lady Anne y, en su opinión, no había nadie más en la casa a quien pudiera encomendarse la tarea.

Durante el año anterior, cuando la salud del joven Will se debilitó más y menguó la esperanza de que se restableciera, Elizabeth había realizado visitas periódicas a la cabaña, donde, al principio, le permitían la entrada al pequeño dormitorio de la entrada en el que yacía el paciente. Últimamente, se había percatado de que su presencia junto al lecho, en compañía de la señora Bidwell, causaba más vergüenza que alivio al enfermo, y, de hecho, podía interpretarse como una imposición por su parte, por lo que a partir de cierto momento había decidido permanecer en el saloncito, consolando en la medida de sus posibilidades a la desolada madre. Cuando los Bingley se instalaban en Pemberley, Jane la acompañaba siempre, junto a su esposo, y ese día sintió que echaría de menos la presencia de su hermana, y cuánto consuelo le había proporcionado siempre contar con una encantadora y amada compañera a la que poder confiar incluso sus más oscuros pensamientos, y cuya bondad y dulzura aliviaban todas las zozobras. En ausencia de Jane, Georgiana y una de las doncellas de mayor rango la acompañaban, pero aquella, sensible a la posibilidad de que la señora Bidwell hallara mayor consuelo en una conversación confidencial con la señora Darcy, solía presentarle sus respetos brevemente y se sentaba fuera, en un banco de madera fabricado tiempo atrás por el joven Will. Darcy participaba en contadas ocasiones en aquellas visitas rutinarias, puesto que llevar una cesta con exquisiteces preparada por la cocinera de Pemberley se consideraba más bien cosa de mujeres. Ese día, salvo por la visita a Wickham, había manifestado su preferencia por quedarse en Pemberley, por si sucedía algo que requiriera su atención, y durante el desayuno acordaron que un criado acompañaría a Elizabeth y a Georgiana. Fue entonces cuando Alveston, dirigiéndose a Darcy, dijo en voz baja que para él sería un privilegio acompañar a la señora Darcy y a la señorita Georgiana, si a ellas les complacía la idea. Y, en efecto, ellas la recibieron con gratitud. Elizabeth miró fugazmente a su cuñada, y al hacerlo vio en sus ojos una alegría que se apresuró a ocultar, pero que en cualquier caso convirtió en obvia su respuesta afirmativa.

Elizabeth y Georgiana partieron hacia el bosque en un landó pequeño, mientras Alveston, a su lado, las escoltaba montado a lomos de su caballo, Pompeyo. La neblina matutina se había disipado tras la noche, y el día era radiante, frío pero soleado, y el aire estaba impregnado de los aromas dulces y conocidos del otoño: hojas, tierra fresca y un olor lejano a leña quemada. Incluso los caballos parecían disfrutar del tiempo apacible, moviendo la testuz arriba y abajo, y tirando de las bridas. El viento había cesado, pero los restos de la tormenta se amontonaban en el camino. Las hojas secas crujían bajo las ruedas o se arremolinaban a su paso. Los árboles todavía no estaban desnudos, y las ricas tonalidades otoñales, rojizas y amarillas, parecían más intensas bajo el cielo azul tan pálido. En días como ese, a Elizabeth le resultaba imposible no sentir alegría en el corazón, y por primera vez desde que se había despertado, sintió un ligero estallido de esperanza. Pensó que, si alguien los viera, pensaría que salían a comer al aire libre: las crines de los animales al viento, el cochero ataviado con su librea, la cesta con las provisiones, el joven apuesto cabalgando a su lado. Cuando se adentraron en el bosque, constató que las ramas oscuras, entrelazadas en lo alto, que al anochecer transmitían la imagen descarnada del techo de una cárcel, dejaban pasar haces de luz que se posaban en el camino cubierto de hojas y teñían el verde oscuro de los arbustos de un resplandor primaveral.

El landó se detuvo y el cochero recibió la orden de regresar transcurrida una hora exacta. Entonces, Alveston encabezó la expedición, sosteniendo en una mano las riendas de Pompeyo, y en la otra la cesta con las viandas. Los tres caminaron entre los troncos brillantes de los árboles y, por el transitado sendero, llegaron a la cabaña. No llevaban aquellos alimentos por caridad -‌en Pemberley no había ningún miembro del servicio sin techo, comida o ropa-‌, sino que eran exquisiteces que la cocinera preparaba con esmero por si abrían el apetito de Will: consomés hechos con el mejor buey, ligados con jerez, según una receta inventada por el doctor McFee, pequeñas y sabrosas tartaletas que se derretían en la boca, jaleas de fruta, y melocotones y peras madurados en los invernaderos. El enfermo ya apenas toleraba siquiera aquellas delicias, pero eran recibidas con gratitud, y si Will no las comía, su madre y su hermana darían buena cuenta de ellas.

A pesar de avanzar en silencio, la señora Bidwell debió de oírlos, pues esperaba junto a la puerta para darles la bienvenida. Era una mujer menuda y delgada, cuyo rostro, como una acuarela borrosa, seguía evocando la belleza frágil y la promesa de la juventud, aunque últimamente la angustia y la dureza de la muerte lenta de su hijo la habían convertido en una anciana. Elizabeth le presentó a Alveston, quien, sin mencionar directamente a Will, logró transmitirle un sentimiento de auténtica compasión. Le dijo que era un placer conocerla y sugirió que esperaría a la señora y a la señorita Darcy en el banco exterior.

– ‌Lo hizo mi hijo William, señor, y lo terminó la semana antes de caer enfermo. Era un buen carpintero, como verá, y le gustaba crear y fabricar muebles. La señora Darcy tiene en su casa una mecedora, ¿no es cierto, señora?, que Will fabricó la Navidad anterior al nacimiento del señorito Fitzwilliam.

– ‌Así es -‌corroboró Elizabeth-‌. La tenemos en gran estima y siempre pensamos en Will cuando los niños se suben en ella.

Alveston le dedicó una inclinación de cabeza, salió y se sentó en el banco, que estaba situado donde empezaba el bosque y resultaba apenas visible desde la cabaña, mientras Elizabeth y Georgiana lo hacían en el saloncito, en los lugares que les indicaron. Se trataba de una estancia amueblada con sencillez, con una mesa ovalada y cuatro sillas, y otras dos más cómodas a cada lado de la chimenea, rematada por una ancha repisa atestada de recuerdos familiares. La ventana delantera estaba entreabierta, pero aun así el calor resultaba sofocante, y aunque el dormitorio de Will Bidwell se encontraba en la planta superior, la cabaña entera parecía impregnada del olor acre de una larga enfermedad. Junto a la ventana había una cuna-balancín, y a su lado una mecedora. Con el permiso de la señora Bidwell, Elizabeth se acercó a ver al pequeño durmiente y felicitó a la abuela por la belleza y la buena salud del recién llegado. Louisa no se veía por ninguna parte. Georgiana sabía que la señora Bidwell agradecería poder hablar a solas con Elizabeth y, tras preguntar por Will y expresar su admiración por el bebé, aceptó la sugerencia de su cuñada, que las dos habían acordado de antemano, de que saliera a reunirse con Alveston. En un momento vaciaron el cesto, cuyo contenido fue recibido con muestras de agradecimiento, y las dos mujeres se sentaron frente a la chimenea.

– ‌Ya casi no admite alimentos -‌dijo la señora Bidwell-‌, pero le gusta esa sopa de buey tan fina, y yo lo tiento con alguna natilla y, claro está, con vino. Le agradezco que haya venido, señora, pero no le pediré que suba a verlo. Solo conseguiría disgustarse, y él ya no tiene fuerzas para decir casi nada.

– ‌El doctor McFee lo visita con frecuencia, ¿no es cierto? ¿Logra procurarle algún alivio?

– ‌Viene cada dos días, señora, por más ocupado que esté, y nunca nos cobra ni un penique. Dice que a Will ya no le queda mucho tiempo. Oh, señora, usted conoció a mi pequeño cuando llegó a Pemberley recién casada. ¿Por qué ha tenido que ocurrirle a él, señora? Si existiera alguna razón, algún propósito, tal vez lo sobrellevaría mejor.

Elizabeth le tomó la mano.

– ‌Esta es una pregunta que siempre nos hacemos, y no obtenemos respuesta -‌dijo con voz sosegada-‌. ¿La visita el reverendo Oliphant? El domingo, tras el servicio, comentó que quería venir a ver a Will.

– ‌Sí viene, señora, y nos sirve de consuelo, sin duda. Pero recientemente Will me ha pedido que no lo haga entrar, de modo que yo le pongo excusas. Espero que no se ofenda.

– ‌Estoy segura de que no se ofenderá, señora Bidwell. El señor Oliphant es un hombre sensible y comprensivo. El señor Darcy confía mucho en él.

– ‌Todos nosotros también, señora.

Permanecieron en silencio unos instantes, al cabo de los cuales la señora Bidwell dijo:

– ‌No le he dicho nada sobre la muerte de ese pobre muchacho, señora. A Will le afectó profundamente que algo así ocurriera en el bosque, tan cerca de casa, y que él no pudiera hacer nada para protegernos.

– ‌Espero que, de todos modos, ustedes no corrieran peligro, señora Bidwell -‌replicó Elizabeth-‌. Me dijeron que usted no había oído nada.

– ‌No, señora, salvo los disparos de pistola, aunque lo ocurrido le ha recordado a Will su impotencia, la carga que su padre debe soportar. Pero esta tragedia es espantosa para usted y para el señor, y yo no debería hablar de asuntos de los que nada sé.

– ‌¿Conoció usted al señor Wickham de niño?

– ‌Por supuesto, señora. Él y el señor, cuando eran jóvenes, solían jugar en el bosque. Eran ruidosos, como todos los niños, pero el señor, ya entonces, era el más callado de los dos. Sé que el señor Wickham, con la edad, se descarrió, y que fue fuente de preocupación para el señor, pero desde su matrimonio con usted no ha vuelto a hablarse de él, y sin duda así es mejor. Con todo, no puedo creer que el muchacho al que yo conocí haya terminado siendo un asesino.

Volvieron a sumirse largo rato en el silencio. Elizabeth había acudido a realizar una propuesta delicada, y no sabía bien cómo plantearla. A Darcy y a ella les preocupaba que, desde el ataque, los Bidwell se sintieran inseguros, viviendo, como vivían, en la cabaña del bosque, y más considerando que su hijo estaba gravemente enfermo, y que el propio Bidwell pasaba mucho tiempo en Pemberley. Resultaría comprensible que se sintieran inquietos, y Darcy y Elizabeth habían acordado que esta les propondría la mudanza de todos a la casa, al menos hasta que se resolviera el misterio. La viabilidad de la idea dependería, en primer lugar, de si Will estaba en condiciones de afrontar el traslado, que en todo caso se realizaría con sumo cuidado, en camilla, para evitar los bandazos de un carruaje, y tras el cual el enfermo recibiría los cuidados más esmerados una vez que lo hubieran instalado en una habitación tranquila de Pemberley. Pero cuando Elizabeth formuló su propuesta, la reacción de la señora Bidwell la desconcertó. Por primera vez, la mujer pareció sinceramente asustada, y respondió con gesto horrorizado.

– ‌¡Oh, no, señora! ¡Por favor, no nos pida algo así! Will no sería feliz lejos de la cabaña. Aquí no tenemos miedo. Incluso cuando Bidwell se ausenta, Louisa y yo no tememos nada. Cuando el coronel Fitzwilliam tuvo a bien acercarse hasta aquí para asegurarse de que todo estuviera en orden, seguimos sus instrucciones e hicimos lo que nos dijo. Yo pasé el cerrojo de la puerta y cerré las ventanas de la planta baja. Además, por aquí no se acercó nadie. Fue un cazador furtivo, señora, al que sorprendieron y que actuó por impulso. No tenía nada en contra de nosotros. Y estoy segura de que el doctor McFee opinaría que Will no soportaría el viaje. Por favor, exprese nuestro agradecimiento al señor Darcy, y dígale que no hace falta, de veras.

Sus ojos, sus manos extendidas, eran una súplica.

– ‌Si no es su deseo, no se hará -‌dijo Elizabeth en voz baja-‌, pero podemos asegurarnos, al menos, de que su esposo pase más tiempo aquí, con ustedes. Lo echaremos mucho de menos, pero los demás asumirán sus tareas mientras Will siga tan enfermo y requiera de sus cuidados.

– ‌No aceptará, señora. Le dolerá pensar que otros pueden reemplazarlo.

Elizabeth estuvo tentada de replicar que, si ese era el caso, él tendría que aguantarse, pero percibió que allí había algo más serio que el mero deseo de Bidwell de sentirse constantemente necesitado. Decidió no ahondar más en el asunto por el momento; sin duda, la señora Bidwell hablaría con su esposo, y tal vez cambiara de opinión. Además, por supuesto, ella tenía razón: si el doctor McFee creía que Will no resistiría el traslado, sería una locura intentarlo.

Intercambiaron las primeras frases de despedida, y ya se ponían en pie cuando dos piececillos regordetes aparecieron sobre el borde de la cuna y el bebé empezó a lloriquear. Mirando con aprensión hacia arriba, en dirección al dormitorio de su hijo, la señora Bidwell se acercó al momento y cogió al pequeño en brazos. Casi inmediatamente se oyeron pasos en la escalera, y en el saloncito apareció Louisa Bidwell. Elizabeth tardó unos instantes en reconocer a la muchacha que, en sus anteriores visitas a la cabaña desde que era señora de Pemberley, le había parecido siempre la viva imagen de la salud y la juventud feliz, de mejillas sonrosadas y ojos limpios, fresca como una mañana de primavera, con la ropa siempre impecablemente planchada. Ahora, en cambio, se veía diez años mayor, estaba pálida y demacrada, y los cabellos, peinados hacia atrás sin gracia, dejaban al descubierto un rostro surcado por el cansancio y la preocupación. Llevaba el vestido manchado de leche. Dedicó una brevísima inclinación de cabeza a Elizabeth y entonces, sin decir nada, arrancó casi al niño de los brazos de su madre y dijo:

– ‌Me lo llevo a la cocina para que no despierte a Will. Yo me encargo de la leche de esta toma, madre, y le daré también la papilla buena. A ver si así se calma.

Y desapareció tras la puerta.

– ‌Debe de ser una alegría inmensa tener al nieto en casa -‌comentó Elizabeth para romper el silencio-‌, pero también una gran responsabilidad. ¿Cuánto tiempo va a quedarse? Espero que su madre se alegre de que se lo devuelvan.

– ‌Sí, claro que se alegrará, señora. Para Will ha sido un gran placer ver al pequeño, pero no le gusta oírlo llorar, aunque sea lo más normal cuando los recién nacidos tienen hambre.

– ‌¿Cuándo volverá a casa? -‌preguntó Elizabeth.

– ‌La semana próxima, señora. Michael Simpkins, el marido de mi hija mayor, un buen hombre, como usted sabe, señora, irá a buscarlos a la casa de postas en Birmingham, y allí recogerá al niño. Estamos esperando a que nos diga qué día le resulta más conveniente. Es un hombre ocupado, y para él no es fácil abandonar la tienda, pero mi hija y él están impacientes por volver a ver a Georgie. -‌Era imposible no percatarse de la tensión que se había apoderado de su voz.

Elizabeth supo que había llegado la hora de irse. Se despidió, escuchó una vez más el agradecimiento de la señora Bidwell e, inmediatamente, la puerta de la cabaña se cerró tras ella. Salió deprimida por la infelicidad evidente de la que había sido testigo, y con la mente confusa. ¿Por qué la propuesta de que la familia se trasladara a Pemberley había sido recibida con semejante aprensión? ¿Habría constituido, tal vez, una falta de tacto plantearla, una admisión tácita de que el moribundo estaría mejor cuidado en la casa grande que en su hogar, atendido por una madre amorosa? Nada más lejos de su intención. ¿Creía realmente la señora Bidwell que el desplazamiento mataría a su hijo? ¿Podía considerarse un riesgo, cuando este se realizaría en camilla, el enfermo iría bien abrigado y acompañado en todo momento del doctor McFee? La madre no había atendido a ninguna otra consideración. De hecho, parecía más angustiada ante la idea de un traslado que por la posible presencia de un asesino merodeando por el bosque. Y en Elizabeth nació una sospecha, una sospecha que era casi una certeza, que no podía compartir con sus acompañantes y que dudaba que fuera correcto referir a nadie. Volvió a pensar en lo mucho que le gustaría seguir contando con Jane en Pemberley. Pero era normal que los Bingley hubieran regresado a su casa. El puesto de su hermana estaba con sus hijos, y además, de ese modo, Lydia estaría más cerca del calabozo local, en el que, al menos, podría visitar a su esposo. Los sentimientos de Elizabeth se complicaban más aún cuando pensaba que Pemberley se había quedado más tranquilo sin los repentinos cambios de humor de su hermana menor, sin sus constantes quejas y lamentos.

Por un momento, inmersa en aquella maraña de ideas y emociones, prestó poca atención a sus acompañantes, pero entonces vio que habían caminado juntos hasta el límite del claro, y la miraban como si se preguntaran cuándo iba a ponerse en marcha. Ella ahuyentó de su mente las preocupaciones y fue a su encuentro.

– ‌Faltan veinte minutos para que regrese el landó -‌dijo, tras consultar la hora en su reloj-‌. Ya que hace sol, y aunque no vaya a durar mucho, ¿por qué no nos sentamos un rato antes de volver?

El banco estaba situado de espaldas a la cabaña, y proporcionaba vistas a una ladera lejana que descendía hasta el río. Elizabeth y Georgiana se sentaron en un extremo, y Alveston en el otro, con las piernas extendidas y las manos entrelazadas detrás de la nuca. Ahora que los vientos otoñales habían despojado los árboles de muchas de sus hojas, podía distinguirse, en la distancia, la delgada línea resplandeciente que separaba el río del cielo. ¿Acaso fueron aquellas vistas del cauce las que llevaron al bisabuelo de Georgiana a escoger el lugar? El banco original había desaparecido hacía mucho, pero el nuevo, fabricado por Will, era resistente y bastante cómodo. Junto a él, con la forma de medio escudo, se alzaban unos matorrales de bayas rojas y un arbusto cuyo nombre Elizabeth no era capaz de recordar, de hojas duras y flores blancas.

Transcurridos unos minutos, Alveston se volvió hacia Georgiana.

– ‌¿Residía permanentemente aquí su bisabuelo o se trataba de un retiro ocasional para descansar del ajetreo de la casa grande?

– ‌Vivía aquí siempre. Mandó construir la cabaña y se trasladó a ella sin criados ni cocineros. Le traían comida de vez en cuando, pero él y su perro, Soldado, solo querían su compañía mutua. Su vida fue un gran escándalo para la época, y ni siquiera su familia lo comprendió. Que un Darcy no residiera en Pemberley les parecía una falta de responsabilidad. Y después, cuando Soldado envejeció y enfermó, mi bisabuelo le pegó un tiro al animal y se pegó otro él. Dejó una nota en la que pedía que los enterraran juntos, en la misma tumba, en el bosque, y de hecho existen una lápida y una sepultura, aunque solo para Soldado. A la familia le horrorizó la idea de que un Darcy quisiera yacer eternamente en tierra no consagrada, y ya supondrá lo que pensó de ello el párroco. Así pues, el bisabuelo está enterrado en el panteón familiar, y Soldado en el bosque. Yo siempre sentí lástima por mi antepasado y, cuando era niña, iba con mi institutriz a dejar flores o frutos del bosque sobre la tumba. En mi imaginación infantil, yo creía que el abuelo estaba ahí, junto a su perro. Pero, cuando mi madre descubrió lo que ocurría, despidieron a la institutriz y me prohibieron acercarme al bosque.

– ‌Te lo prohibieron a ti, no a tu hermano -‌intervino Elizabeth.

– ‌No, a Fitzwilliam no. Pero él es diez años mayor que yo, ya era adulto cuando yo era una niña, y no creo que sintiera lo mismo que yo por el bisabuelo.

Se hizo un silencio, y Alveston dijo:

– ‌¿Todavía existe esa tumba? Podría acercarse a dejar unas flores, si lo desea, ahora que ya no es una niña.

A Elizabeth le pareció que, con sus palabras, insinuaba algo más que una visita a la sepultura de un perro.

– ‌Sí, me gustaría -‌dijo Georgiana-‌. Desde que tenía once años no he vuelto. Me interesaría ver si algo ha cambiado, aunque no lo creo. Recuerdo cómo se llega, y no es lejos del camino. No haríamos esperar al landó.

Así pues, se pusieron en marcha. Georgiana daba las indicaciones, y Alveston, tirando de Pompeyo, avanzaba un poco por delante para aplastar las ortigas y apartar las ramas que dificultaban el paso. Georgiana sostenía un ramillete que Alveston había recogido para ella. Sorprendía cuánto brillo, cuántos recuerdos de la primavera eran capaces de evocar aquellas pocas florecillas obtenidas un día soleado de octubre. Había encontrado algunas flores blancas, otoñales, unas bayas de un rojo encendido, aunque no lo bastante maduras como para desprenderse de sus tallos, y una o dos hojas veteadas de oro. Ninguno de los tres hablaba. Elizabeth, cuya mente había regresado a su maraña de preocupaciones, se preguntaba si era sensato iniciar aquella expedición, por más que no acertaba a pensar en qué sentido podía no resultar recomendable. Ese día cualquier hecho que se saliera de la norma parecía infundir temor y evocar posibles peligros.

Fue entonces cuando se fijó en que el camino había sido transitado recientemente. En ciertos lugares, las ramas más frágiles y los tallos estaban rotos, y en un punto en que la tierra formaba una ligera pendiente y las hojas húmedas se acumulaban, le pareció que estas habían sido pisadas con fuerza. No sabía si Alveston se habría fijado también, pero no dijo nada y, en cuestión de unos minutos, abandonaron el sotobosque y llegaron a un pequeño claro rodeado de abedules. En su centro se alzaba una estela funeraria de granito de unos dos pies de altura, con el remate redondeado. No había lápida horizontal elevada, y la piedra, que brillaba al tenue sol, parecía surgir espontáneamente de la tierra. En silencio, leyeron las palabras grabadas en ella. «Soldado. Fiel hasta la muerte. Murió aquí, junto a su amo, el 3 de noviembre de 1735.»

Sin decir nada, Georgiana se acercó para dejar el ramillete a los pies de la estela. Permanecieron un instante más, contemplándolo, y entonces ella dijo:

– ‌Pobre bisabuelo. Me gustaría haberlo conocido. Nadie me hablaba de él cuando era niña, ni siquiera las personas que lo recordaban. Era un descrédito para la familia, el Darcy que había deshonrado su nombre por haber antepuesto la felicidad privada a las responsabilidades públicas. Pero no volveré a visitar la tumba. Después de todo, su cuerpo no se encuentra aquí. Era solo una fantasía infantil pensar que tal vez, de algún modo, él supiera que me preocupaba por él. Espero que fuera feliz en su soledad. Al menos consiguió escapar.

«¿Escapar de dónde?», pensó Elizabeth.

– ‌Creo -‌dijo, impaciente por regresar al landó- que deberíamos regresar a casa. El señor Darcy no tardará en volver de la cárcel y se inquietará si no hemos abandonado el bosque.

Tomaron en sentido inverso el sendero cubierto de hojas hasta llegar al camino en el que el landó estaría esperándolos. Aunque llevaban menos de una hora en el bosque, la promesa radiante de la tarde ya se había extinguido, y Elizabeth, que nunca había sido amante de caminar por espacios cerrados, sintió que los arbustos y los árboles se cernían sobre ella y la oprimían. El olor a enfermedad impregnaba aún sus fosas nasales, y la infelicidad de la señora Bidwell, la falta de esperanza por Will, le causaba un hondo dolor de corazón. Al llegar al camino principal, y cuando su anchura lo permitía, caminaban los tres juntos. Cuando volvía a estrecharse, Alveston se adelantaba unos pasos en compañía de Pompeyo, fijándose en el suelo, y también en lo que veía a ambos lados, como si buscara pistas. Elizabeth sabía que preferiría ir del brazo de Georgiana, pero no iba a permitir que ninguna de las dos damas caminara sola. También su cuñada avanzaba sin decir nada, sumida, tal vez, en la misma sensación de mal presagio y amenaza.

De pronto, Alveston se detuvo y se acercó precipitadamente a un roble. Parecía evidente que algo había llamado su atención. Las dos damas se reunieron con él y leyeron, en el tronco, las iniciales «F. D-Y.», grabadas a unos cuatro pies del suelo.

– ‌¿No hay otra inscripción similar en ese acebo? -‌preguntó Georgiana mirando alrededor.

Un rápido examen confirmó que, en efecto, también se distinguían unas iniciales grabadas en otros dos troncos.

– ‌No parecen las clásicas marcas que inscriben los enamorados -‌comentó Alveston-‌. A los amantes les basta con dejar constancia de sus iniciales. Quienquiera que haya grabado estas quería por todos los medios que no hubiera duda de que las letras corresponden a Fitzwilliam Darcy.

– ‌¿Cuándo habrán sido grabadas? -‌se preguntó Elizabeth en voz alta-‌. Parecen bastante recientes.

– ‌No tienen más de un mes, eso seguro, y son obra de dos personas. La F y la D son poco profundas, y podría haberlas escrito una mujer. Pero el guión que sigue, y la Y, son muy profundos, y estoy casi seguro de que fueron realizados con un objeto más afilado.

– ‌No creo que ningún enamorado grabara algo así -‌aventuró Elizabeth-‌. Opino que las letras las grabó un enemigo con mala intención. Están escritas por odio, no por amor.

Apenas lo hubo dicho, se preguntó si no habría sido insensato preocupar a Georgiana, pero entonces Alveston intervino:

– ‌Supongo que las iniciales podrían corresponder a Denny. ¿Conocemos su nombre de pila?

Elizabeth hizo esfuerzos por recordar si lo había oído pronunciar en Meryton, y finalmente dijo:

– ‌Creo que era Martin, o tal vez Matthew, pero supongo que la policía lo sabrá. Deben de haberse puesto en contacto con sus familiares, si los tenía. Pero, por lo que yo sé, hasta el pasado viernes Denny no había puesto los pies en este bosque, y es un hecho que nunca estuvo en Pemberley.

Alveston hizo ademán de ponerse de nuevo en marcha.

– ‌Informaremos de esto al llegar a casa, y habrá que avisar a la policía. Si los agentes hubieran llevado a cabo una investigación exhaustiva, como debían, tal vez hubieran descubierto estas marcas, y habrían llegado a alguna conclusión sobre su significado. Entretanto, espero que no se preocupen demasiado. Podría tratarse solo de una travesura cometida sin maldad. Tal vez de una muchacha enamorada que vive en alguna cabaña de la zona, tal vez de algún criado metido en un juego necio pero inofensivo.

Sin embargo Elizabeth no estaba convencida. Sin decir nada, se alejó del árbol, y Georgiana y Alveston siguieron su ejemplo. En ese silencio, que ninguno de ellos estaba dispuesto a romper, las dos mujeres siguieron a Alveston por el camino del bosque, en busca del landó, que ya los esperaba. El ánimo sombrío de Elizabeth parecía haberse contagiado a sus acompañantes, y una vez que el caballero hubo ayudado a las damas a subir al carruaje, cerró la portezuela, se montó en su caballo y, juntos, emprendieron el camino de regreso.

4

La prisión municipal de Lambton, a diferencia de la del condado, situada en Derby, intimidaba más por su exterior que por su interior, y había sido construida en la creencia de que era mejor gastar el dinero público disuadiendo a posibles delincuentes que atemorizándoles una vez que ya habían sido encarcelados. No se trataba de un edificio desconocido para Darcy, que alguna vez lo había visitado en su condición de magistrado, sobre todo con motivo del suicidio de un interno con las facultades mentales perturbadas, ocurrido hacía ocho años. El hombre se había ahorcado en su celda, y el alcaide había mandado llamar al único magistrado disponible para proceder al levantamiento del cadáver. La experiencia había sido tan desagradable que había dejado a Darcy un horror permanente por la horca, y nunca había podido regresar a la cárcel sin que a su memoria regresaran las vívidas imágenes del cuerpo suspendido y el cuello alargado. Ese día, la visión regresaba a él con más fuerza que nunca. El celador de la cárcel y su ayudante eran hombres compasivos, y aunque ninguna de las celdas podía considerarse espaciosa, no se ejercía en ellas ningún maltrato deliberado, y los presos que podían pagarse la comida y la bebida podían recibir visitas con cierto grado de comodidad, y no tenían muchos motivos de queja.

Dado que Hardcastle había advertido con vehemencia que no sería prudente que Darcy se reuniera con Wickham antes de que concluyera la investigación, Bingley, con su bonhomía habitual, se había ofrecido voluntariamente a hacerlo en su lugar, y había ido a ver al preso el lunes por la mañana, después de que sus necesidades básicas hubieran sido satisfechas y de que le hubieran facilitado una cantidad suficiente de dinero para asegurarle el alimento y las comodidades imprescindibles para que su estancia resultara, como mínimo, soportable. Pero, tras pensarlo mejor, Darcy había decidido que era su deber visitar a Wickham, al menos una vez antes de que concluyera la investigación. No hacerlo habría sido visto en Lambton y en la aldea de Pemberley como una señal inequívoca de que consideraba culpable a su cuñado, y era de aquellas dos localidades de las que saldrían los miembros del jurado. Tal vez no pudiera hacer nada por evitar ser llamado a declarar como testigo por la acusación, pero como mínimo podía demostrar, con su gesto silencioso, que creía que Wickham era inocente. Lo movía, además, otra preocupación más personal: temía en gran medida que pudiera especularse sobre las razones del distanciamiento familiar, y que existiera el riesgo de que la propuesta de fuga de Wickham a Georgiana saliera a la luz. De modo que su visita a la cárcel era, a la vez, un acto justo y esperado.

Bingley le había contado que se había encontrado con un Wickham taciturno, poco colaborador y propenso a soltar improperios contra el magistrado y la policía, exigiendo que se redoblaran los esfuerzos para descubrir quién había matado a su gran, su único amigo. ¿Por qué se estaba pudriendo él en el calabozo mientras nadie se dedicaba a buscar al culpable? ¿Por qué la policía no dejaba de interrumpir su descanso para acosarlo con preguntas absurdas e innecesarias? ¿Por qué le habían preguntado por qué había dado la vuelta al cuerpo de Denny? Para verle la cara, por supuesto; se trataba de una acción absolutamente natural. No, no se había percatado de la herida en la cabeza de Denny, probablemente estuviera cubierta por el pelo y, además, él estaba demasiado alterado para fijarse en detalles. Y también le habían preguntado qué había hecho entre el momento en que se oyeron los disparos y el momento en que la expedición de búsqueda había encontrado el cadáver. Pues dar tumbos por el bosque, intentando atrapar al asesino, que era lo que deberían hacer ellos, en vez de perder el tiempo agobiando a un hombre inocente.

Ese día, en cambio, Darcy se encontró con una persona muy distinta. Vestido con ropa limpia, afeitado y bien peinado, Wickham lo recibió como si estuviera en su propia casa e hiciera un favor a un invitado molesto. Darcy recordaba que siempre había sido de temperamento voluble, y al verlo reconoció al Wickham de antes, apuesto, seguro de sí mismo y más inclinado a disfrutar de su notoriedad que a considerarla una deshonra. Bingley le había llevado los artículos que había pedido: tabaco, varias camisas y corbatines, zapatillas, sabrosas tartas cocinadas en Highmarten para complementar los alimentos que le traían desde una panadería cercana, y papel y tinta, con los que Wickham pretendía escribir tanto la crónica de su participación en la campaña irlandesa como el relato de la grave injusticia que se había cometido con su encarcelamiento, relato personal que, estaba convencido, hallaría un mercado receptivo. Ninguno de los dos habló del pasado. Darcy no podía librarse de la influencia que este ejercía sobre él, pero Wickham vivía el presente, se mostraba absolutamente optimista sobre el futuro y reinventaba el pasado adaptándolo a su interlocutor, y Darcy casi llegó a creer que, por el momento, había ahuyentado de su mente sus aspectos peores.

Wickham le dijo que, la tarde anterior, los Bingley habían traído a Lydia desde Highmarten para que pudiera verlo, pero ella se había mostrado tan desbocada en sus quejas, y lloraba tanto, que se había deprimido más de lo tolerable, y había pedido que, en adelante, la trajeran solo si él lo solicitaba, y durante un plazo máximo de quince minutos. Con todo, confiaba en que no hicieran falta más visitas; la vista previa se celebraría el miércoles a las once, y esperaba que ese día lo pusieran en libertad, tras lo cual imaginaba el regreso triunfal de Lydia y de él mismo a Longbourn, y las felicitaciones de sus antiguos amigos de Meryton. De Pemberley no dijo nada, tal vez ni siquiera en su euforia esperaba ser bien recibido allí, ni lo deseaba. Darcy pensó que, sin duda, si felizmente era liberado, primero se reuniría con Lydia en Highmarten, antes de trasladarse a Hertfordshire. Le parecía injusto que Jane y Bingley cargaran con la presencia de Lydia un día más de lo estrictamente necesario, pero todo ello podría decidirse si la liberación llegaba efectivamente a producirse. Le habría gustado compartir la confianza de Wickham.

Su reunión duró solo media hora, y de ella salió con una lista de cosas que debía llevar al día siguiente, y con la petición de Wickham de que presentara sus respetos a la señora y a la señorita Darcy. Al salir, constató que había sido un alivio no encontrarlo hundido en el pesimismo y el reproche, aunque a él la visita le resultó incómoda y especialmente desagradable.

Sabía, y le desagradaba saberlo, que si el juicio iba bien tendría que ayudar a Wickham y a Lydia, como mínimo durante el futuro más inmediato. Sus gastos habían excedido siempre sus ingresos, y suponía que hasta entonces habían dependido de las donaciones privadas de Jane y Elizabeth para complementar sus insuficientes ingresos. Jane seguía invitando a Lydia a Highmarten de vez en cuando mientras Wickham, que en privado se quejaba a viva voz, se divertía pernoctando en varias posadas de los alrededores, y era por Jane por quien Elizabeth tenía noticias de la pareja. Ninguno de los trabajos temporales que Wickham había tomado desde que había dejado el ejército había culminado con éxito. Su último intento de adquirir alguna habilidad había sido con sir Walter Elliot, un baronet obligado por sus extravagancias a alquilar su casa a desconocidos, y que se había trasladado a Bath con dos de sus hijas. La más joven, Anne, estaba felizmente casada con un próspero capitán de navío, ahora un distinguido almirante, pero la mayor, Elizabeth, todavía seguía buscando marido. El aristócrata, decepcionado de Bath, había decidido que las cosas volvían a irle lo suficientemente bien como para regresar a casa, por lo que dio aviso a su inquilino y contrató a Wickham como secretario, a fin de que lo asistiera con las tareas derivadas del traslado. Sin embargo, en menos de seis meses, Elliot ya había despedido a Wickham. Siempre que se enfrentaban a noticias negativas sobre discrepancias públicas o, peor aún, disputas familiares, era misión de la conciliadora Jane concluir que ninguna de las partes era demasiado culpable. Pero cuando los datos del último fracaso de Wickham llegaron a oídos de su hermana, más escéptica, Elizabeth sospechó que a la señorita Elliot le habría preocupado la respuesta de su padre a los flirteos de Lydia, mientras que el intento de Wickham de congraciarse con ella se habría topado, primero, con cierto respaldo nacido del aburrimiento y la vanidad, y después con desagrado.

Cuando Lambton quedó atrás, fue un placer aspirar profundamente el aire fresco, librarse del inconfundible olor a cárcel, a cuerpos encerrados, a comida y a sopa barata, del entrechocar de llaves, y con gran alivio, unido a la sensación de que él mismo se había librado del encierro, Darcy guio su caballo hacia Pemberley.

5

Era tal el silencio que reinaba en Pemberley que la casa parecía deshabitada, y era evidente que Elizabeth y Georgiana no habían vuelto aún. Darcy apenas había desmontado cuando uno de los mozos de cuadra se acercó desde la esquina para hacerse cargo del caballo, pero debía de haber vuelto antes de lo esperado, y no había nadie aguardándolo junto a la puerta. Atravesó el vestíbulo silencioso y se dirigió a la biblioteca, donde le pareció que tal vez encontraría al coronel, impaciente por conocer las novedades. Pero, para su sorpresa, a quien encontró fue al señor Bennet, solo, hundido en una butaca de respaldo alto junto a la chimenea, leyendo la Edinburgh Review. La taza vacía y el plato sucio sobre una mesa auxiliar indicaban que ya le habían servido un refrigerio tras el viaje. Tras una segunda pausa, ocasionada por la sorpresa, Darcy comprendió que, en realidad, se alegraba muchísimo de ver a aquel visitante inesperado y, mientras su suegro se ponía en pie, le estrechó la mano con gran afecto.

– ‌Por favor, no se moleste, señor. Es un gran placer verlo por aquí. Espero que lo hayan atendido debidamente.

– ‌Ya lo ve. Stoughton ha demostrado su eficiencia habitual, y he coincidido con el coronel Fitzwilliam. Tras intercambiar saludos, me ha comunicado que aprovecharía mi llegada para salir a ejercitar a su caballo. Me ha parecido que el encierro en esta casa le resultaba algo tedioso. También he sido saludado por la estimable señora Reynolds, que me asegura que el dormitorio que ocupo habitualmente se mantiene siempre listo.

– ‌¿Cuándo ha llegado, señor?

– ‌Hará unos cuarenta minutos. He contratado un cabriolé. No es la manera más cómoda de viajar grandes distancias, y tenía previsto venir en el carruaje. Sin embargo, la señora Bennet ha protestado, alegando que lo necesita para transmitir las últimas novedades sobre la desgraciada situación del señor Wickham a la señora Philips, a los Lucas, y a las muchas otras partes interesadas de Meryton. Desplazarse en un coche de punto sería un desdoro, no solo para ella, sino para toda la familia. Habiendo decidido abandonarla en estos difíciles momentos, no podía privarla, además, de una de sus comodidades más apreciadas, de modo que el carruaje se lo ha quedado la señora Bennet. No es mi intención darles más trabajo con esta visita no anunciada, pero me ha parecido que tal vez se alegrara de contar con otro hombre en la casa cuando tenga que atender a la policía u ocuparse del bienestar de Wickham. Elizabeth me contó por carta que es posible que el coronel deba retomar pronto sus deberes y que Alveston regrese a Londres.

– ‌Ambos partirán tras la celebración de la vista previa, que según oí el domingo tendrá lugar mañana. Su presencia aquí, señor, será un consuelo para las damas, y a mí me dará confianza. El coronel Fitzwilliam le habrá informado de los pormenores de la detención de Wickham.

– ‌Sucintamente, aunque con precisión, sin duda. Parecía estar transmitiéndome un informe de campo. Casi me he sentido obligado a ponerme firme y a ejecutar un saludo militar. Creo que se dice «ejecutar», ¿no es así? No tengo experiencia en cuestiones relacionadas con el ejército. El esposo de Lydia parece haber conseguido, con su última hazaña, combinar magistralmente el entretenimiento de las masas y la mayor vergüenza para su familia. El coronel me ha comunicado que se encontraba usted en Lambton, visitando al prisionero. ¿Cómo lo ha encontrado?

– ‌Con buen ánimo. El contraste entre su actual aspecto y el que presentaba el día del ataque a Denny resulta asombroso, aunque, por supuesto, en aquella ocasión se encontraba ebrio y bajo los efectos de un shock profundo. Hoy ya había recobrado su coraje y su buen aspecto. Se muestra notablemente optimista sobre el resultado de la investigación, y Alveston opina que tiene motivos para ello. La ausencia del arma del delito juega, sin duda, a su favor.

Los dos hombres tomaron asiento. Darcy se percató de que la mirada del señor Bennet se dirigía hacia la Edinburgh Review, pero este resistió la tentación de seguir leyendo.

– ‌Ojalá el señor Wickham decidiera de una vez qué quiere que el mundo piense de él -‌dijo-‌. Cuando se casó era un teniente que realizaba su servicio militar, irresponsable pero encantador, actuando y sonriendo como si hubiera aportado al matrimonio tres mil libras al año y una residencia digna de tal nombre. Después, tras ser destinado a su puesto, se convirtió en hombre de acción y en héroe popular, un cambio a mejor, sin duda, que complació sobremanera a la señora Bennet. Y ahora parece que vamos a verlo hundido del todo en la villanía, y aunque espero que el riesgo sea remoto, podría acabar convertido en espectáculo público. Siempre ha perseguido la notoriedad, si bien no creo que la quisiera con el aspecto final que amenaza con presentársele. No puedo creer que sea culpable de asesinato. Sus faltas, por más inconvenientes que hayan resultado a sus víctimas, no han implicado nunca, por lo que yo sé, violencia sobre él ni sobre los demás.

– ‌No podemos penetrar en las mentes ajenas -‌comentó Darcy-‌, pero lo creo inocente, y me aseguraré de que cuente con la mejor asesoría y representación legal.

– ‌Es generoso por su parte, y sospecho, aunque mi conocimiento al respecto no sea firme, que no es este el primer acto de generosidad por el que mi familia le está en deuda. -‌Sin esperar respuesta, el señor Bennet añadió-‌: Por lo que me ha contado el coronel Fitzwilliam, entiendo que Elizabeth y la señorita Darcy se encuentran realizando una acción caritativa, que han llevado una cesta con provisiones a una familia afligida. ¿Para cuándo se espera su regreso?

Darcy consultó la hora en su reloj de bolsillo.

– ‌Ya deberían venir de camino. Si le apetece un poco de ejercicio, señor, acompáñeme al bosque, y allí las esperaremos.

Era evidente que el señor Bennet, bien conocido por su sedentarismo, estaba dispuesto a renunciar a su revista y a las comodidades de la biblioteca a cambio del placer de sorprender a su hija. En ese momento apareció Stoughton, disculpándose por no haber estado custodiando la puerta a la llegada de su señor, y rápidamente fue a buscar los sombreros y los abrigos de ambos caballeros. Darcy estaba tan impaciente como su compañero por ver aparecer el landó. De haberla considerado peligrosa, no habría autorizado la expedición, y sabía que Alveston era un hombre tan capaz como digno de confianza, pero desde el asesinato de Denny se apoderaba de él un temor impreciso y tal vez irracional cada vez que su esposa se ausentaba de su lado. Así pues, le causó gran alivio comprobar que el vehículo aminoraba el paso y, finalmente, se detenía a unas cincuenta yardas de Pemberley. No fue plenamente consciente de la gran alegría que le había proporcionado la llegada del señor Bennet hasta que Elizabeth descendió apresuradamente del landó y corrió hacia su padre.

– ‌¡Oh, padre, cómo me alegro de verte! -‌exclamó con entusiasmo, fundiéndose con él en un abrazo.

6

La vista previa se celebró en una sala espaciosa de la taberna King’s Arms, construida en la parte trasera del establecimiento hacía unos ocho años para que sirviera de sala de actos públicos, entre ellos las danzas que se celebraban ocasionalmente, camufladas bajo la apariencia, más digna, de bailes de gala. El entusiasmo de la novedad y el orgullo local habían asegurado su éxito inicial, pero en aquellos tiempos difíciles de guerra y escasez, no había ni dinero ni ánimos para frivolidades, y la sala, que se usaba sobre todo para encuentros oficiales, casi nunca se llenaba y ofrecía el aspecto desangelado y algo triste de todo lugar pensado originalmente para actividades comunitarias. El tabernero, Thomas Simpkins, y su esposa, Mary, se encargaron de los preparativos habituales para un evento que atraería sin duda a un público numeroso y, consiguientemente, aportaría beneficios al bar. A la derecha de la puerta se alzaba un estrado lo bastante espacioso como para que cupiera una orquestina de baile, y sobre él habían colocado un imponente sillón de madera traído desde la taberna contigua, y cuatro sillas más pequeñas, dos a cada lado, para los jueces de paz o el resto de las autoridades que finalmente asistieran. Se habían usado las demás sillas disponibles en el local, y la disparidad de modelos daba a entender que los vecinos también habían contribuido con las suyas. Quien llegara tarde tendría que seguir el acto de pie.

Darcy sabía que el juez de instrucción se tomaba muy en serio su cargo y las responsabilidades inherentes a él, y que le habría alegrado ver que el dueño de Pemberley llegaba en coche, como exigía la ocasión. Él, personalmente, habría preferido hacerlo a caballo, como habían propuesto el coronel y Alveston, pero cedió y recurrió al cabriolé. Al acceder a la sala vio que ya se había congregado bastante gente. Se oía un murmullo animado, aunque el tono, a su juicio, era más sosegado que expectante. A su llegada, los asistentes quedaron en silencio, y muchos se llevaron la mano a la frente y le susurraron algún saludo. Nadie, ni siquiera los arrendatarios de sus propiedades, se levantó a recibirlo, como habrían hecho en circunstancias normales, pero él lo consideró menos una afrenta que la convicción, por parte de ellos, de que era a él a quien correspondía, por posición, dar el primer paso.

Miró a su alrededor para ver si quedaba algún asiento libre al fondo, a poder ser rodeado de otros también desocupados que pudiera reservar para el coronel y para Alveston, pero en ese momento se oyó un revuelo junto a la puerta, y con bastante dificultad asomó por ella una gran silla de mimbre sostenida por una rueda pequeña, en la parte delantera, y por dos más grandes detrás. El doctor Josiah Clitheroe llegaba sentado con empaque, la pierna derecha extendida, apoyada sobre una plancha alargada, el pie envuelto por una venda blanca que daba muchas vueltas. Los asistentes sentados en la primera fila desaparecieron al momento, y el doctor Clitheroe fue empujado con esfuerzo, pues la rueda delantera, cabeceando sin parar, se resistía al avance. Desalojaron de inmediato las sillas contiguas, y en una de ellas el juez dejó la chistera. Hizo una seña a Darcy para que ocupara la otra. El círculo de asientos que los rodeaba había quedado vacío, lo que facilitaría, al menos, cierta privacidad en su conversación.

– ‌No creo que esto vaya a llevarnos todo el día -‌dijo el doctor Clitheroe-‌. Jonah Makepeace lo mantendrá todo bajo control. Este es un asunto difícil para usted, Darcy y, cómo no, para su esposa. Confío en que se encuentre bien.

– ‌Me alegra poder decirle que así es, señor.

– ‌Por razones obvias, usted no puede participar en las averiguaciones sobre este crimen, pero sin duda Hardcastle lo habrá mantenido debidamente informado de las novedades.

– ‌Me ha comunicado todo lo que ha estimado prudente revelar -‌corroboró Darcy-‌. Su propia posición también es algo delicada.

– ‌Bien, aunque no existe motivo para una cautela excesiva. Cumpliendo con su deber, él mantendrá informado al alto comisario, y también me consultará a mí si lo necesita, aunque dudo de que yo pueda serle de gran ayuda. Brownrigg, el jefe de distrito, el agente Mason y él parecen estar al mando de la situación. Por lo que sé, se han entrevistado con todo el mundo en Pemberley, y les tranquiliza saber que todos tienen coartada, algo que, de hecho, no puede sorprender: el día antes del baile de lady Anne hay cosas mejores que hacer que pasearse por el bosque de Pemberley con intenciones asesinas. También se me ha informado de que lord Hartlep cuenta con coartada, por lo que, al menos usted y él pueden ahuyentar esa inquietud. Dado que todavía no es aforado, en caso de que fuera acusado, el juicio no tendría que celebrarse en la Cámara de los Lores, procedimiento muy vistoso pero caro. También le tranquilizará saber que Hardcastle ha identificado a los familiares más próximos del capitán Denny, gracias a la mediación del coronel de su regimiento. Al parecer, solo tenía un pariente vivo, una tía anciana que reside en Kensington, a la que apenas visitaba, pero que le proporcionaba apoyo económico con cierta regularidad. Tiene casi noventa años, y su edad y estado de salud le impiden en gran medida interesarse personalmente por el caso, aunque sí ha pedido que el cadáver (que el juez de instrucción ya no precisa), sea enviado a Kensington, donde desea que reciba sepultura.

– ‌Si Denny hubiera muerto en el bosque por mano conocida o tras sufrir un accidente, lo correcto sería que la señora Darcy o yo le enviáramos una carta de condolencia, pero en las presentes circunstancias sería poco adecuado, y ni siquiera sería bien recibida. Cuesta creer que incluso los acontecimientos más raros y espantosos acarreen consecuencias sociales, y ha hecho usted bien en informarme de su existencia. Me consta que la señora Darcy se sentirá aliviada. ¿Y qué hay de los arrendatarios de la finca? Preferiría no preguntárselo directamente a Hardcastle. ¿Han sido interrogados?

– ‌Sí, eso creo. La mayoría se encontraba en casa, y entre los que no se resisten a salir ni en una noche tormentosa para hacerse fuertes en la taberna local, se han encontrado varios testigos poco relevantes, algunos de los cuales lo bastante sobrios en el momento del interrogatorio como para considerarlos fiables. Al parecer, nadie vio ni oyó a ningún forastero en las inmediaciones. Ya sabrá, por supuesto, que cuando Hardcastle visitó Pemberley dos jóvenes necias empleadas como doncellas explicaron que habían visto al fantasma de la señora Reilly vagando por el bosque. Como debe ser, este decide manifestarse en noches de luna llena.

– ‌Esa es una vieja superstición -‌dijo Darcy-‌. Al parecer, según oímos luego, las muchachas acudieron al bosque por una apuesta, y Hardcastle no tomó en serio su testimonio. A mí, en aquel momento, me pareció que decían la verdad, y que esa noche pudo haber una mujer caminando por el bosque.

– ‌Brownrigg habló con ellas en presencia de la señora Reynolds. Se mostraron bastante firmes diciendo que habían visto a una mujer vestida de oscuro en el bosque dos días antes del asesinato, y que les dedicó un gesto amenazador antes de desaparecer entre los árboles. Reiteraron con convicción que no se trataba de ninguna de las dos mujeres que viven en la cabaña del bosque, aunque cuesta entender cómo pueden defender tal convicción, si la mujer vestía de negro y se esfumó tan pronto como una de las jóvenes empezó a gritar. Aun así, que hubiera una mujer en el bosque resulta poco importante. Este crimen no lo cometió una mujer.

– ‌¿Y Wickham? ¿Coopera con Hardcastle y con la policía? -‌quiso saber Darcy.

– ‌Creo que se muestra impredecible: en ocasiones responde razonablemente a las preguntas, y en otros momentos critica que a él, un hombre inocente, la policía no lo deje tranquilo. Como ya sabrá, le encontraron treinta libras en billetes en el bolsillo de la casaca: ha mantenido un silencio absoluto sobre la procedencia del dinero, más allá de decir que se trataba de un préstamo que habría de permitirle saldar una deuda de honor, y que había jurado solemnemente no revelar nada al respecto. Lógicamente, Hardcastle pensó que podría haber robado el dinero a Denny una vez este estuvo muerto, pero en ese caso es poco probable que los billetes no presentaran manchas de sangre, teniendo en cuenta, además, que Wickham sí tenía las manos manchadas. Supongo que en ese caso los billetes no estarían tan bien doblados en la cartera. He tenido ocasión de verlos, y parecen recién impresos. Al parecer, el capitán Denny confió al dueño de la posada que no tenía dinero.

Hubo un momento de silencio, tras el que Clitheroe añadió:

– ‌Comprendo que Hardcastle se muestre reacio a compartir información con usted, para protegerlo y para protegerse a sí mismo, pero dado que se considera satisfecho con las coartadas que tienen todos en Pemberley, ya sean familiares, visitantes o criados, parece una discreción innecesaria mantenerlo a usted al margen de las novedades importantes. Por tanto, debo decirle que cree que la policía ha encontrado el arma, un gran bloque de piedra de canto redondeado descubierto bajo unas hojas a unas cincuenta yardas de donde se descubrió el cuerpo sin vida de Denny.

Darcy logró disimular su sorpresa y, mirando al frente, habló en voz baja.

– ‌¿Qué pruebas existen de que, en efecto, se trata del arma del crimen?

– ‌Nada definitivo, puesto que no se han encontrado marcas incriminatorias de sangre ni cabellos sobre la piedra, algo que, en realidad, no puede sorprender. Esa misma noche el viento dio paso a una lluvia intensa, y la tierra y las hojas debieron de empaparse, pero yo he visto la piedra, y por su tamaño y forma puede haber sido la que causó la herida.

Darcy siguió hablando en voz baja.

– ‌Se ha prohibido el acceso al bosque a todos los residentes en la finca de Pemberley, pero sé que la policía ha rastreado exhaustivamente la zona en busca de armas. ¿Sabe qué oficial hizo el descubrimiento?

– ‌No fue Brownrigg ni Mason. Necesitaban refuerzos, y llamaron a varios agentes de la parroquia vecina, entre ellos a Joseph Joseph. Según parece, sus padres estaban tan encantados con su apellido que decidieron ponérselo también como nombre de pila. Es un hombre serio y fiable, aunque, por lo que he podido inferir, no demasiado inteligente. Debería haber dejado la piedra en su lugar y haber llamado a otros policías para que sirvieran de testigos del hallazgo. En lugar de ello, la llevó, triunfante, en presencia del jefe de distrito.

– ‌De modo que no hay pruebas de que estuviera donde dijo que la había encontrado…

– ‌Diría que no. Según me han informado, había varias piedras de tamaños diversos en el lugar, todas medio enterradas en la tierra, bajo las hojas, pero no existen pruebas de que esa en concreto se encontrara entre las demás. Alguien, hace años, pudo volcar el contenido de una carreta, deliberada o accidentalmente, tal vez cuando su bisabuelo ordenó construir la cabaña del bosque y hasta allí se trasladaron los materiales.

– ‌¿Presentarán la piedra esta mañana Hardcastle o la policía?

– ‌No, que yo sepa. Makepeace se muestra inflexible en que, dado que no puede demostrarse que sea el arma, no debería formar parte de las pruebas. El jurado será simplemente informado de que se ha encontrado la piedra, aunque es posible que ni siquiera eso se mencione. Makepeace no desea que la vista previa degenere y se convierta en un juicio. Dejará muy claro cuáles son las atribuciones del tribunal popular, entre las que no se cuenta la usurpación de los poderes de un tribunal itinerante del condado.

– ‌O sea, que usted cree que lo acusarán…

– ‌Indudablemente, considerando lo que ellos verán como una confesión. Sería raro que no lo hicieran. Pero veo que ha llegado el señor Wickham, quien parece muy tranquilo, considerando la delicada situación en la que se encuentra.

Darcy se había percatado de que, junto al estrado, había tres sillas vacías, reservadas por unos agentes, y Wickham, avanzando esposado entre dos oficiales de prisiones, fue escoltado hasta la que ocupaba la posición central. Los dos custodios se sentaron a ambos lados. La actitud del detenido era casi de indiferencia, y observaba a su público potencial con escaso interés, sin fijar la mirada en nadie. El baúl que contenía su ropa había sido trasladado a la cárcel una vez que Hardcastle lo permitió, y parecía claro que se había puesto su mejor casaca. Además, la camisa que se adivinaba debajo parecía haber pasado por las manos expertas de las doncellas de Highmarten encargadas de la ropa blanca. Sonriendo, se volvió hacia uno de los oficiales de prisiones, que le dedicó un leve asentimiento de cabeza. Al mirarlo, a Darcy le pareció ver algo del oficial joven y encantador que había subyugado a las damiselas de Meryton.

Alguien masculló una orden, los murmullos cesaron y el juez de instrucción, Jonah Makepeace, accedió a la sala en compañía de sir Selwyn Hardcastle y, tras dedicar una reverencia a los miembros del jurado, se sentó e invitó a sir Selwyn a hacerlo a su lado. Makepeace era un hombre menudo de rostro muy pálido, que en otros se habría tomado como signo de enfermedad. Llevaba veinte años ejerciendo de juez de instrucción, y se jactaba de que, a sus sesenta años, no había habido ninguna constitución de jurado, ya fuera en Lambton o en el King’s Arms, que él no hubiera presidido. Poseía una nariz estrecha y puntiaguda, y una boca de forma peculiar y labio superior carnoso, y sus ojos, enmarcados por unas cejas tan finas como dos líneas trazadas a lápiz, se mantenían tan vivaces como a sus veinte años. Su prestigio como abogado era indiscutible en Lambton y los alrededores, y con su creciente prosperidad y con unos clientes privados ansiosos por recibir sus consejos, nunca se mostraba indulgente con los testigos incapaces de aportar sus pruebas con claridad y concisión. En un extremo de la sala había un reloj de pared, y el juez clavó en él su mirada intimidatoria largo rato.

A su entrada, todos los presentes se habían puesto en pie, y se sentaron una vez que él hubo tomado asiento. Hardcastle estaba a su derecha, y los dos policías, en la primera fila, debajo del estrado. Los miembros del jurado, que hasta entonces se habían dedicado a conversar animadamente entre ellos, ocuparon sus puestos y, al momento, se levantaron. En calidad de magistrado, Darcy había estado presente en algunas vistas previas, y vio que, como en otras ocasiones, allí estaban convocadas las fuerzas vivas de la localidad: George Wainwright, el boticario; Frank Stirling, que regentaba el colmado de Lambton; Bill Mullins, el herrero de la aldea de Pemberley; y John Simpson, el sepulturero, vestido con su traje negro riguroso, que según se decía había heredado de su padre. El resto de los miembros del tribunal eran granjeros, y casi todos ellos habían llegado en el último minuto, confusos y acalorados: siempre había cosas que hacer en sus granjas, y no veían nunca el momento de abandonarlas.

El juez de instrucción se volvió hacia el oficial de prisiones.

– ‌Puede retirar las esposas al señor Wickham. Ningún preso de mi jurisdicción se ha dado nunca a la fuga.

La orden fue cumplida en silencio, y Wickham, tras frotarse las muñecas, permaneció de pie sin decir nada, mirando de vez en cuando la sala, con la intención aparente de buscar algún rostro conocido. Inmediatamente después se hizo prestar juramento a los participantes, y mientras los miembros del jurado lo hacían, Makepeace se dedicó a observarlos con la intensidad escéptica de un hombre que estudiara la compra de un caballo de más que dudosas cualidades, antes de proceder a su habitual advertencia inicial.

– ‌No es la primera vez que nos vemos, caballeros, y creo que conocen ustedes su deber. Su deber es escuchar con atención las pruebas que se presenten, y pronunciarse sobre la causa de la muerte del capitán Martin Denny, cuyo cuerpo sin vida fue hallado en el bosque de Pemberley alrededor de las diez de la noche del viernes catorce de octubre. No han sido convocados aquí a participar en un juicio penal ni a enseñar a la policía cómo ha de llevar a cabo su investigación. Entre las opciones que se les planteen, pueden, si así lo creen, considerar que no se trató de una muerte por accidente o por casualidad, y un hombre no se suicida golpeándose a sí mismo la nuca con una piedra. Eso puede llevarles, lógicamente, a la conclusión de que esta muerte fue un homicidio, y en ese caso deberán dilucidar entre dos posibles veredictos. Si no existen pruebas que indiquen quién fue el responsable, dictarán un veredicto de asesinato cometido por persona o personas desconocidas. Les he planteado las opciones existentes, pero debo hacer hincapié en que el veredicto sobre la causa de la muerte depende enteramente de ustedes. Si las pruebas les llevan a la conclusión de que conocen la identidad del asesino, podrán nombrarlo y, como en todos los casos de delito grave, este será mantenido bajo custodia y llevado a juicio cuando se convoque el siguiente tribunal itinerante del condado de Derby. Si tienen alguna pregunta que formular a algún testigo, por favor, levanten la mano y hablen con claridad. Empezamos. Propongo llamar primero a Nathaniel Piggott, propietario de la taberna Green Man, que aportará pruebas sobre el inicio del último viaje del desgraciado caballero.

A partir de ahí, y para alivio de Darcy, la vista previa se desarrolló a buen ritmo. Parecía evidente que el señor Piggott había sido advertido de que, en los juicios, lo más sensato era decir lo menos posible y, tras prestar juramento, se limitó a confirmar que el señor y la señora Wickham, acompañados del señor Denny, habían llegado a la posada en la tarde del viernes en coche de punto, poco después de las cuatro, y que habían encargado que el cabriolé que él siempre tenía en la posada los llevara a Pemberley esa noche, donde dejarían a la señora Wickham, y desde donde los dos caballeros proseguirían viaje hasta el King’s Arms de Lambton. No había oído ninguna discusión entre las partes aquella tarde, ni cuando se subieron al coche. El capitán Denny, que parecía un caballero tranquilo, se había mantenido en silencio, y el señor Wickham no había dejado de beber, aunque, a su juicio, no podía decirse que estuviera ebrio ni incapacitado.

A su testimonio siguió el de George Pratt, el cochero, cuya declaración se esperaba con impaciencia, por razones obvias. Este se explayó con bastante detalle en referencia al comportamiento de las yeguas, Betty y Millie. Habían avanzado sin problemas hasta que entraron en el bosque, momento a partir del cual se pusieron tan nerviosas que él tuvo problemas para manejarlas. A los caballos siempre les disgustaba entrar en el bosque cuando había luna llena, a causa del fantasma de la señora Reilly. Es posible que los caballeros discutieran en el interior del cabriolé, pero él no los oyó, porque estaba ocupado intentando controlar las monturas. Fue el capitán Denny quien asomó la cabeza por la ventanilla, le ordenó que se detuviera, y acto seguido abandonó el vehículo. Oyó que el capitán decía que, a partir de entonces, el señor Wickham tendría que apañárselas solo, y que él no participaría en ello, o algo por el estilo. Y después, el capitán Denny se internó en el bosque corriendo y el señor Wickham fue tras él. Al poco tiempo se oyeron los disparos, no estaba seguro de cuánto después, y la señora Wickham, sin perder la compostura, le gritó que la llevara hasta Pemberley, cosa que hizo. Para entonces, las yeguas estaban tan aterrorizadas que apenas podía dominarlas, y temió que el cabriolé volcara durante el trayecto. Luego relató el viaje de regreso, incluida la parada que el coronel Fitzwilliam realizó para comprobar que la familia que residía en la cabaña del bosque se encontraba bien. Creía que el coronel se había ausentado durante diez minutos.

A Darcy le pareció que los miembros del jurado habían oído con anterioridad la historia de Pratt, lo mismo probablemente que todo Lambton y la aldea de Pemberley, además de otras más lejanas, y su declaración estuvo acompañada de ruidos de fondo, carraspeos y suspiros comprensivos, sobre todo cuando detalló el sufrimiento de Betty y Millie. No hubo preguntas.

Llamaron entonces a declarar al vizconde Hartlep, que prestó juramento con gran solemnidad. El coronel contó brevemente, pero con voz firme, su participación en los acontecimientos de aquella noche, incluido el hallazgo del cadáver, declaración que posteriormente reiteraría Alveston, también sin emoción ni florituras, y en último lugar, Darcy. El juez de instrucción preguntó a los tres si Wickham había dicho algo, y los tres repitieron su admisión de culpabilidad.

Antes de que nadie más tuviera ocasión de hablar, Makepeace formuló la pregunta fundamental:

– ‌Señor Wickham, usted mantiene resueltamente su inocencia en el asesinato del capitán Denny. ¿Por qué, entonces, cuando lo encontraron arrodillado junto a su cuerpo, dijo más de una vez que lo había matado y que su muerte era culpa suya?

El aludido respondió sin vacilar:

– ‌Porque, señor, el capitán Denny abandonó el cabriolé disgustado por mi plan de dejar a la señora Wickham en Pemberley sin que esta hubiera sido invitada ni hubiera anunciado su presencia. También me parecía que, de no haber estado ebrio, tal vez habría evitado que abandonara el coche y se internara en el bosque.

Clitheroe susurró a Darcy:

– ‌En absoluto convincente, el muy necio confía demasiado en sí mismo. Tendrá que hacerlo bastante mejor durante el juicio si quiere salvar el cuello. ¿Tan embriagado estaba?

Con todo, nadie planteó preguntas, y pareció que Makepeace aceptaba dejar que el jurado se formara sus propias opiniones sin contar con sus comentarios, y se cuidó mucho de animar a los testigos a que especularan largamente sobre lo que Wickham había querido decir exactamente con sus palabras. Brownrigg, el jefe de distrito, fue el siguiente en declarar, y se demoró con fruición en los detalles de las actividades policiales, incluidas las pesquisas en el bosque. No habían obtenido ninguna información sobre la presencia de forasteros en la vecindad, todos los residentes en Pemberley y en las cabañas circundantes contaban con coartada, y la investigación seguía su curso. El doctor Belcher, por su parte, declaró recurriendo a su jerga médica, que los asistentes escucharon con respeto y el juez con manifiesta irritación, antes de expresar su opinión, ya en lengua vulgar, de que la causa de la muerte era un fuerte golpe en la parte posterior de la cabeza, y de que el capitán Denny no pudo sobrevivir a una herida tan grave más allá de unos pocos minutos, en el mejor de los casos, aunque resultaba imposible calcular con precisión la hora de la muerte. Se había descubierto una piedra que pudo ser usada por el atacante y que, en su opinión, por tamaño y peso, habría podido causar una herida como la de la víctima si se hubiera usado con fuerza, pero no existían pruebas para relacionar esa piedra concreta con el crimen. Solo una mano se alzó antes de que el médico abandonara el asiento reservado a los testigos.

– ‌Bien, Frank Stirling -‌dijo Makepeace-‌, ¿qué es lo que desea preguntar?

– ‌Solo esto, señor. Entendemos que iban a dejar a la señora Wickham en Pemberley para que asistiera al baile la noche siguiente, pero no con su esposo. Deduzco que el señor Wickham no sería recibido como invitado por su hermano político y la señora Darcy.

– ‌¿Y qué relación tiene la lista de invitados al baile de lady Anne con la muerte del capitán Denny o, para el caso, con lo que acaba de declarar el doctor Belcher?

– ‌Solo que, señor, si las relaciones eran tan malas entre el señor Darcy y el señor Wickham, y si era posible que el señor Wickham no fuera una persona digna de ser recibida en Pemberley, entonces tal vez ello nos indicaría algo sobre su carácter, me parece a mí. Resulta muy curioso que un hombre vete en su casa a un cuñado, a menos que ese cuñado sea un hombre violento o dado a la discusión.

Makepeace pareció considerar brevemente sus palabras antes de replicar que la relación entre el señor Darcy y el señor Wickham, fuera o no la habitual entre cuñados, no tenía nada que ver con la muerte del capitán Denny. Era el capitán Denny, y no el señor Darcy, el que había sido asesinado.

– ‌Intentemos centrarnos en los hechos relevantes. Debería haber planteado su pregunta cuando el señor Darcy declaraba, si pensaba que era relevante. Con todo, el señor Darcy puede ser llamado de nuevo como testigo y responder a la pregunta de si el señor Wickham era, en general, un hombre violento.

Así se hizo, y en respuesta a la pregunta de Makepeace, después de recordarle que seguía bajo juramento, Darcy dijo que, hasta donde él sabía, el señor Wickham nunca había tenido esa reputación y que él, personalmente, nunca lo había visto ejercer la violencia. Hacía algunos años que no se veían, pero cuando lo hacían el señor Wickham había actuado en general como persona pacífica y socialmente afable.

– ‌Supongo que con eso se dará por satisfecho, señor Stirling. Un hombre pacífico y afable. ¿Hay más preguntas? ¿No? En ese caso, sugiero que el jurado delibere su veredicto.

Después de debatirlo durante unos instantes, decidieron hacerlo en privado y, tras ser disuadidos de que la reunión tuviera lugar donde ellos proponían, es decir, en el bar, se dirigieron al patio delantero, donde formaron un corro y pasaron diez minutos hablando en susurros. A su regreso, fueron instados a emitir un veredicto formal. Frank Stirling se puso en pie y leyó algo que llevaba escrito en un cuadernillo, decidido a pronunciar las palabras con la precisión y el aplomo necesarios.

– ‌Estimamos, señor, que el capitán Denny murió de un golpe en la parte posterior del cráneo, y que ese golpe fatal fue asestado por George Wickham y, de acuerdo con ello, el capitán Denny fue asesinado por el susodicho George Wickham.

– ‌¿Y ese es el veredicto de todos los miembros de jurado? -‌preguntó Makepeace.

– ‌Lo es, señor.

El juez de instrucción se quitó los lentes tras mirar fijamente el reloj de pared y los depositó en su estuche.

– ‌Tras las formalidades oportunas, el señor Wickham será llevado a juicio cuando se constituya el próximo tribunal itinerante en Derby. Gracias, caballeros, pueden retirarse.

Darcy pensó que un procedimiento que él había temido salpicado de trampas lingüísticas y momentos vergonzosos había terminado siendo una cuestión prácticamente rutinaria, algo así como la reunión mensual en la parroquia. Había habido interés y compromiso, sí, pero no emociones descarnadas ni momentos dramáticos, y debía aceptar que Clitheroe estaba en lo cierto: el resultado era inevitable. Incluso si los miembros del jurado hubieran optado por dictaminar que se trataba de un asesinato por persona o personas desconocidas, Wickham habría seguido bajo custodia por tratarse del principal sospechoso, y las pesquisas policiales, centradas en él, habrían seguido su curso y habrían desembocado, casi con total certeza, en el mismo resultado

El asistente de Clitheroe apareció entonces para hacerse con el control de la silla de ruedas. Tras consultar la hora, este dijo:

– ‌Tres cuartos de hora de principio a fin. Supongo que la vista se habrá desarrollado tal como Makepeace planeaba y, de hecho, el veredicto no podía ser otro.

– ‌¿Y el veredicto, en el juicio, será el mismo? -‌preguntó Darcy.

– ‌En absoluto, Darcy, en absoluto. Yo podría montar una defensa muy efectiva. Le sugiero que busque a un buen abogado, y si es posible logre que trasladen el caso a Londres. Henry Alveston puede aconsejarle sobre el procedimiento más adecuado a seguir; mi información, probablemente, estará desfasada. He oído que el joven es algo radical, a pesar de ser el heredero de una antigua baronía, pero no hay duda de que se trata de un abogado listo y exitoso, aunque ya iría siendo hora de que buscara esposa y se instalara con ella en su finca. La paz y la seguridad de Inglaterra dependen de caballeros que vivan en sus casas como buenos señores y terratenientes, considerados con el servicio, caritativos con los pobres y dispuestos, en tanto que jueces de paz, a garantizar la concordia y el orden en sus comunidades. Si los aristócratas de Francia hubieran vivido así, nunca habría estallado la revolución. Pero este caso es interesante, y el resultado dependerá de las respuestas a dos preguntas: ¿por qué el capitán Denny se internó apresuradamente en el bosque? y ¿qué quiso decir Wickham al afirmar que era culpa suya? Aguardaré con interés el curso de los acontecimientos. Fiat justitia ruat caelum. Que tenga usted un buen día.

Y, dicho esto, la silla de mimbre con ruedas inició las maniobras que la llevaron trabajosamente a franquear la puerta y a desaparecer tras ella.

7

Para Darcy y Elizabeth, el invierno de 1803 se extendía como una ciénaga por la que debían abrirse paso, sabedores de que la primavera solo podía traerles nuevos suplicios y, tal vez, un horror mayor aún, cuyo recuerdo podría arruinar el resto de su vida. Con todo, no sabían bien cómo, tendrían que resistir aquellos meses sin que su angustia y su inquietud ensombrecieran la vida de Pemberley ni destruyeran la paz y la confianza de quienes dependían de ellos. Afortunadamente, aquella angustia iba a resultar en gran medida infundada. Solo Stoughton, la señora Reynolds y los Bidwell habían conocido a Wickham de niño, y los miembros más jóvenes del servicio tenían poco interés en lo que ocurría más allá de la finca. Darcy había prohibido que se hablara del juicio, y la llegada inminente de la Navidad era una fuente de interés y emoción mucho mayor que el posible destino de un hombre, de quien la mayoría de los criados no había oído hablar en su vida.

El señor Bennet era una presencia discreta y tranquilizadora en la casa, algo así como un fantasma conocido y bondadoso. Cuando Darcy disponía de algún rato libre, lo pasaba conversando con él en la biblioteca. Inteligente como era, valoraba la inteligencia ajena. De vez en cuando el señor Bennet visitaba a su hija mayor en Highmarten para asegurarse de que los volúmenes de la biblioteca de Bingley siguieran a salvo del exceso de celo de las doncellas, y para confeccionar listas de libros que adquirir. Con todo, su estancia en Pemberley no duró más de tres semanas. La señora Bennet envió una carta quejándose de que oía pasos en el exterior de la casa todas las noches y de que sufría constantes palpitaciones en el corazón. El señor Bennet debía acudir de inmediato para proporcionarle protección. ¿Por qué se ocupaba de los asesinatos de otras personas cuando probablemente uno estuviera a punto de ser perpetrado pronto en Longbourn si él no regresaba sin dilación?

Todos en la casa sintieron su ausencia, y oyeron que la señora Reynolds hablaba con Stoughton y le decía:

– ‌Resulta curioso que echemos tanto de menos al señor Bennet, ahora que se ha ido, cuando, durante su estancia, apenas llegábamos a verlo.

Darcy y Elizabeth hallaban solaz en el trabajo, y había mucho que hacer. Darcy planeaba realizar reparaciones en algunas de las granjas de la finca, y se había implicado más que nunca en los asuntos de la parroquia. La guerra con Francia, que se había declarado en mayo, ya se dejaba sentir y empezaba a traer pobreza; el precio del pan había subido, y la cosecha había sido escasa. Darcy se ocupaba de aliviar la situación de sus arrendatarios, y siempre había colas de niños frente a la cocina, esperando a recibir grandes latas de una sopa nutritiva, espesa y consistente como un guiso. Se celebraban muy pocas cenas de gala, y a estas solo acudía el círculo más íntimo de amigos, pero los Bingley los visitaban regularmente para transmitirles su apoyo y ofrecerles su ayuda. Asimismo, recibían cartas frecuentes del señor y la señora Gardiner.

Tras la celebración de la vista previa, Wickham había sido transferido a la nueva cárcel del condado, situada en Derby, donde el señor Bingley siguió visitándolo, y de donde regresaba contando que, por lo general, lo encontraba con buen ánimo. Una semana antes de Navidad, recibieron finalmente la noticia de que su solicitud de trasladar el juicio a Londres había sido aceptada, y de que este se celebraría en Old Bailey. Elizabeth estaba decidida a acompañar a su esposo el día del juicio, aunque de ninguna manera podría estar presente en la sala. La señora Gardiner envió una carta afectuosa en la que invitaba a Darcy y a Elizabeth a instalarse en su residencia de Gracechurch Street durante su estancia en Londres, invitación que aceptaron y agradecieron. Antes de Año Nuevo, Wickham fue trasladado a la prisión londinense de Coldbath, y el señor Gardiner asumió el deber de realizar visitas regulares al acusado, y de pagar, en nombre de Darcy, las sumas de dinero que le garantizaban una estancia cómoda y el mantenimiento de su posición entre los celadores y los demás presos. El señor Gardiner informaba de que Wickham mantenía el optimismo, y de que uno de los capellanes de la cárcel, el reverendo Samuel Cornbinder, lo veía con regularidad. Al parecer, al reverendo se le daba muy bien el ajedrez y había enseñado a jugar a Wickham. El juego ocupaba ahora gran parte de su tiempo. El señor Gardiner sospechaba que Wickham recibía al religioso más como oponente en las partidas que como garante de arrepentimiento, pero lo cierto era que el preso parecía ser sincero en su amistad con él, y que su interés por el ajedrez, rayano en obsesión, constituía un antídoto eficaz contra sus ocasionales estallidos de ira y desesperación.

Llegó la Navidad y, con ella, la fiesta infantil que se celebraba todos los años. Darcy y Elizabeth coincidieron en que los más jóvenes no debían quedarse sin su momento especial, menos aún en aquellos tiempos tan difíciles. Tuvieron que escoger y entregar regalos a todos los arrendatarios, así como al personal interno y externo, tarea que mantuvo muy ocupadas a Elizabeth y a la señora Reynolds. Aquella, además, ocupaba su mente sometiéndose a un intenso programa de lecturas, y mejorando su destreza al pianoforte con la ayuda de Georgiana. Con menos obligaciones sociales, disponía de más tiempo para pasarlo con sus hijos o para visitar a los pobres, los ancianos y los enfermos, y tanto ella como Darcy descubrieron que, en unos días tan llenos de quehaceres, incluso las pesadillas más recurrentes les daban algún respiro.

Llegaron también algunas buenas noticias. Louisa estaba mucho más contenta desde que Georgie había regresado con su madre, y a la señora Bidwell la vida le resultaba algo más fácil ahora que los llantos del bebé no alteraban la paz de Will. Después de las celebraciones navideñas, las semanas, de pronto, empezaron a pasar mucho más deprisa, a medida que la fecha del juicio se aproximaba velozmente.

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