LIBRO II

EL CADÁVER DEL BOSQUE

1

Elizabeth se había adelantado instintivamente para ayudar, pero Lydia la había apartado con sorprendente brío, gritando:

– ‌¡Tú no, tú no!

Jane tomó el relevo, se arrodilló junto a la silla y le cogió las dos manos entre las suyas, susurrándole palabras de ánimo y compasión, mientras Bingley, alterado, permanecía a su lado con impotencia. Al poco, el llanto de Lydia se tornó en un gritito entrecortado y raro, como si le faltara el aire, un sonido turbador que no parecía humano.

Stoughton había dejado la puerta principal entornada. El palafrenero, de pie junto a los caballos, parecía demasiado consternado para moverse, y Alveston y Stoughton bajaron el baúl de Lydia del carruaje y lo arrastraron hasta el vestíbulo. Stoughton se volvió hacia Darcy.

– ‌¿Qué hacemos con las otras dos piezas del equipaje, señor?

– ‌Déjelas en el coche. Probablemente el señor Wickham y el capitán Denny reanuden el viaje cuando los encontremos, por lo que no tiene sentido que descarguemos aquí sus pertenencias. Stoughton, por favor, busque a Wilkinson. Despiértelo si está acostado. Pídale que vaya a buscar al doctor McFee. Será mejor que vaya en coche. No quiero que el doctor monte a caballo con este viento. Dígale que lo salude de mi parte y le explique que la señora Wickham se encuentra aquí, en Pemberley, y que requiere su atención.

Dejando que las mujeres se ocuparan de Lydia, Darcy se acercó seguidamente al cochero, que seguía apostado junto a los caballos. Este, que llevaba rato mirando fijamente en dirección a la puerta, enderezó la cabeza y se puso firme. Su alivio al ver al señor de la casa resultaba casi palpable. Había actuado lo mejor que había podido ante una emergencia, y ahora la vida normal se había restablecido y él se limitaba a cumplir con su trabajo, que consistía en custodiar a los caballos mientras esperaba instrucciones.

– ‌¿Quién es usted? -‌le preguntó Darcy-‌. ¿Lo conozco?

– ‌Soy George Pratt, señor, del Green Man.

– ‌Sí, claro. El cochero del señor Piggott. Cuénteme qué ha sucedido en el bosque. Sea claro y conciso, pero quiero saberlo todo, y deprisa.

No había duda de que Pratt estaba impaciente por contarlo, y empezó a hablar a toda velocidad.

– ‌El señor Wickham, su señora y el capitán Denny entraron en la posada esta tarde, pero yo no estaba allí cuando llegaron. Regresé sobre las ocho, y el señor Piggott me dijo que debía llevar a los señores Wickham y al capitán a Pemberley cuando la dama estuviera lista, y que debía tomar el camino de atrás, que atraviesa el bosque. Tenía que dejar a la señora Wickham en la casa para que asistiera al baile, o eso le había dicho ella antes a la señora Piggott. Después, según me habían ordenado, tenía que llevar a los dos caballeros al King’s Arms de Lambton, y regresar con la carroza a la posada. Oí que la señora Wickham le contaba a la señora Piggott que los caballeros proseguirían viaje a Londres al día siguiente, donde el señor Wickham esperaba encontrar empleo.

– ‌¿Dónde están el señor Wickham y el capitán Denny?

– ‌No lo sé bien, señor. Cuando atravesábamos el bosque, hacia la mitad del camino, el capitán Denny me indicó con los nudillos que detuviera el coche y se bajó de él. Gritó algo así como «No quiero saber nada más de eso, ni de ti. No pienso participar», y se internó en el bosque. Entonces el señor Wickham fue tras él, gritándole que regresara, que no fuera insensato, y la señora Wickham empezó a gritarle que no la dejara sola, e hizo ademán de seguirlo, pero una vez bajó del coche lo pensó mejor y volvió a entrar en él. Gritaba cosas terribles, asustaba a los caballos, y a mí me costaba mantenerlos quietos, y entonces oímos los disparos.

– ‌¿Cuántos?

– ‌No podría decirlo exactamente, señor, todo fue tan raro, el capitán bajando del coche y el señor Wickham corriendo tras él, y la señora gritando… Pero estoy seguro de haber oído al menos uno, señor, y tal vez uno o dos más.

– ‌¿Cuánto tiempo pasó desde que los caballeros se internaron en el bosque hasta que se oyeron los disparos?

– ‌Tal vez quince minutos, señor, tal vez más. Sé que estuvimos ahí de pie mucho rato, esperando a que volvieran. Pero los disparos los oí, eso seguro. Entonces la señora Wickham empezó a gritar que nos matarían a todos, y me ordenó que la trajera a Pemberley deprisa. A mí me pareció que era lo mejor que podía hacer, señor, dado que los caballeros no se encontraban ahí para dar órdenes. Yo creía que se habían perdido en el bosque, pero no podía ir en su busca, señor, no con la señora Wickham gritando que iban a matarnos, y con los caballos en aquel estado.

– ‌Por supuesto que no. ¿Se oyeron cerca los disparos?

– ‌Bastante cerca. Diría que alguien disparó a unas cien yardas de allí.

– ‌Está bien. Voy a necesitar que nos conduzca hasta el lugar desde el que los caballeros se internaron en el bosque, e iremos en su busca.

Tan mal le pareció a Pratt ese plan, que no logró disimularlo, y se atrevió incluso a plantear una objeción.

– ‌Yo debía seguir hasta el King’s Arms de Lambton, y después regresar al Green Man. Esas son las órdenes claras que he recibido, señor. Y sin duda los caballos se asustarán si regresan al bosque.

– ‌Parece claro que no tiene sentido seguir hasta Lambton sin el señor Wickham ni el capitán Denny. A partir de ahora usted acatará mis órdenes. Y serán muy claras. Su trabajo consiste en controlar a los caballos. Espere aquí, y que no se muevan. Después yo ya aclararé las cosas con el señor Piggott. Si hace lo que le digo no tendrá ningún problema.

En el interior de la casa, Elizabeth se volvió hacia la señora Reynolds y le habló en voz baja.

– ‌Debemos acostar a la señora Wickham. ¿Hay alguna cama preparada en el ala sur, en el dormitorio de invitados de la segunda planta?

– ‌Sí, señora, y ya se ha encendido la chimenea. Esa habitación y dos más se preparan siempre antes del baile de lady Anne por si llega otra noche de octubre como la del año noventa y siete, cuando la nieve alcanzó casi un palmo y algunos invitados que habían hecho el largo viaje no pudieron regresar a sus casas. ¿Llevamos allí a la señora Wickham?

– ‌Sí -‌respondió Elizabeth-‌. Eso sería lo mejor, aunque en su estado no puede quedarse sola. Alguien va a tener que dormir con ella.

– ‌En el vestidor contiguo hay un diván cómodo, además de una cama individual, señora -‌dijo la señora Reynolds-‌. Puedo ordenar que lo trasladen y lo cubran con mantas y almohadones. Y creo que Belton sigue despierta y la está esperando. Debe de saber que algo va mal, y es absolutamente discreta. Le sugiero que, por el momento, ella y yo nos turnemos para dormir en el diván, en el dormitorio de la señora Wickham.

– ‌Belton y usted tienen que descansar esta noche. La señora Bingley y yo nos las arreglaremos solas.

Al regresar al vestíbulo, Darcy vio que Bingley y Jane llevaban casi en volandas a Lydia escaleras arriba, precedidos por la señora Reynolds. Los grititos habían dado paso a sollozos más discretos, pero ella se liberó de los brazos de Jane y, volviéndose, clavó en Darcy sus ojos furiosos.

– ‌¿Por qué sigue aquí? ¿Por qué no va a buscarlos? He oído los disparos, ya se lo he dicho. ¡Dios mío! ¡Podría estar herido, o muerto! Wickham podría estar agonizando y usted se queda ahí sin hacer nada. ¡Vaya, por el amor de Dios!

Darcy le habló sosegadamente.

– ‌Nos estamos preparando. Le traeremos noticias cuando las tengamos. No hay por qué temer lo peor. Tal vez el señor Wickham y el capitán Denny estén viniendo hacia aquí a pie. Y ahora, procure descansar.

Entre susurros de aliento, Jane y Bingley habían llegado al último peldaño y, siguiendo a la señora Reynolds, se alejaron por el pasillo.

– ‌Temo que Lydia enferme -‌comentó Elizabeth-‌. Necesitamos al doctor McFee. Podría administrarle algo para calmarla.

– ‌Ya he ordenado que vayan a recogerlo en el coche, y ahora nosotros debemos ir al bosque para buscar a Wickham y a Denny. ¿Lydia ha podido contarte lo ocurrido?

– ‌A duras penas ha controlado el llanto lo bastante para balbucir los hechos principales, y para pedir que entráramos el baúl y lo dejáramos abierto. Casi se diría que todavía espera asistir al baile.

A Darcy le parecía que el gran vestíbulo de Pemberley, con su mobiliario elegante, la hermosa escalinata que se curvaba hasta alcanzar el rellano, e incluso los retratos de familia, le resultaba tan ajeno como si lo viera por vez primera. El orden natural que desde la infancia lo había sostenido se había visto alterado, y por un momento se sintió impotente, como si hubiera dejado de ser el señor de su casa, sentimiento absurdo que combatía prestando una atención exagerada por los detalles. No correspondía a Stoughton, ni a Alveston, transportar el equipaje, y Wilkinson, según una tradición ya antigua, era el único miembro del servicio que, además de Stoughton, recibía órdenes directamente de su señor. Pero al menos se estaba haciendo algo. El equipaje de Lydia había sido llevado hasta la casa, y ahora enviarían el coche a buscar al doctor McFee. Instintivamente, se acercó a su esposa y le tomó la mano con dulzura. La notó más fría que la muerte, pero ella respondió al contacto apretando la suya, en un gesto de reconocimiento que lo tranquilizó.

Bingley bajó de nuevo al vestíbulo, donde se le sumaron Alveston y Stoughton. Darcy les contó someramente lo que Pratt le había revelado, pero era evidente que Lydia, a pesar de su nerviosismo, ya había conseguido transmitirles lo más esencial del suceso.

– ‌Hemos de conseguir que Pratt nos señale el lugar en el que Denny y Wickham abandonaron el carruaje, de modo que tomaremos el coche de Piggott. Charles, será mejor que tú te quedes con las damas. Stoughton custodiará la puerta. Si acepta tomar parte en esto, Alveston, creo que debemos ocuparnos de ello entre los dos.

– ‌Cuente conmigo, señor -‌respondió Alveston-‌, en la medida en que pueda serle de ayuda.

Darcy se volvió hacia Stoughton.

– ‌Tal vez necesitemos una camilla. ¿No hay una en la habitación contigua a la armería?

– ‌Sí, señor. Es la que usamos cuando lord Instone se fracturó la pierna durante la cacería.

– ‌Vaya a buscarla, por favor. Y necesitaremos mantas, coñac, agua y linternas.

– ‌Yo le ayudaré -‌intervino Alveston, e inmediatamente se marchó con Stoughton.

A Darcy le pareció que ya había perdido demasiado tiempo hablando y dedicándose a los preparativos, pero al consultar la hora comprobó que solo habían transcurrido quince minutos desde la teatral aparición de Lydia. Fue entonces cuando oyó ruido de cascos de caballo y, al volverse, vio a un jinete galopando sobre el prado, a lo largo del río. El coronel Fitzwilliam había regresado. Todavía no había desmontado cuando Stoughton dobló la esquina de la casa con la camilla cargada al hombro, seguido de Alveston y un criado, que llevaban varias mantas, las botellas de agua y coñac, y tres linternas. Darcy se acercó al coronel y, muy brevemente, lo puso al corriente de lo sucedido desde su marcha, y le informó de cuáles eran sus planes.

Fitzwilliam escuchó en silencio, antes de comentar:

– ‌Están ustedes organizando una impresionante expedición para complacer a una mujer histérica. Yo diría que los dos insensatos se han perdido en el bosque, o que uno de ellos ha tropezado con una raíz y se ha torcido el tobillo. Seguramente, en este preciso instante, se están acercando a Pemberley renqueantes, o a la posada de King’s Arms, pero, si el cochero oyó disparos, será mejor que vayamos armados. Iré a buscar mi pistola y me reuniré con ustedes en el coche. Si finalmente hace falta la camilla, no les vendrá mal otro hombre, y un caballo sería un estorbo si hemos de internarnos en la espesura del bosque, lo que parece probable. Traeré también mi brújula de bolsillo. Que dos hombres hechos y derechos se pierdan como niños ya resulta bastante ridículo. Pero que se perdieran cinco sería el colmo.

Volvió a subirse al caballo y se dirigió al trote a los establos. El coronel no había ofrecido explicación alguna sobre su ausencia y Darcy, arrastrado por los acontecimientos, no había pensado siquiera en él. Sí pensó que, fuera donde fuese que hubiera ido, su regreso resultaba inoportuno si este retrasaba la partida, o si exigía una información y unas explicaciones que nadie podía proporcionarle aún, aunque era cierto que no les vendría mal contar con un hombre más. Bingley permanecería en casa para cuidar de las mujeres, y él podía, como siempre, confiar en que Stoughton y la señora Reynolds velarían porque todas las puertas y las ventanas quedaran bien cerradas y por mantener a raya la curiosidad de los criados. Pero no se produjo ningún retraso. Su primo regresó a los pocos minutos, y ayudó a Alveston a atar la camilla al coche. Los tres hombres se subieron a él y Pratt montó el primer caballo.

Fue entonces cuando Elizabeth se acercó corriendo hasta el coche.

– ‌Nos olvidamos de Bidwell. Si hay algún problema en el bosque, él debería estar con su familia. Tal vez ya haya llegado. ¿Sabe si ya ha partido hacia su cabaña, Stoughton?

– ‌No, señora. Sigue sacando brillo a la plata. No cuenta con regresar a casa hasta el domingo. Hay personal interno que sigue trabajando, señora.

Sin dar tiempo a Elizabeth a añadir nada, el coronel bajó del coche diciendo:

– ‌Ya voy yo a por él. Sé dónde estará: en la despensa del mayordomo. Y se ausentó.

Elizabeth se fijó entonces en el ceño fruncido de su esposo, y constató que compartía con ella su sorpresa. Ahora que el coronel había regresado, era evidente que parecía decidido a hacerse con el control de la empresa en todos sus aspectos, aunque, pensándolo mejor, tal vez no resultara tan sorprendente; no en vano estaba acostumbrado a tomar el mando en momentos de crisis.

Fitzwilliam regresó al poco, aunque sin Bidwell.

– ‌Se ha alterado tanto ante la idea de dejar el trabajo a medias que no he querido presionarlo. Como es costumbre la noche antes del baile, Stoughton ya había dispuesto que se quedara a dormir aquí. Mañana trabajará todo el día, y su esposa no espera verlo hasta el domingo. Le he asegurado que comprobaría que todo estuviera bien en la cabaña. Espero no haberme extralimitado.

Dado que el coronel carecía de autoridad sobre los miembros del servicio de Pemberley, no podía haberse extralimitado en ella, por lo que era poco lo que a Elizabeth le cabía comentar.

Finalmente emprendieron la marcha, observados desde la entrada por el pequeño grupo formado por Elizabeth, Bingley y los dos sirvientes. Nadie dijo nada y después, transcurridos unos momentos, cuando Darcy se volvió para mirarlos, comprobó que el gran portón de Pemberley se había cerrado ya, y que la casa, serena y bella, bañada por la luna, parecía desierta.

2

En Pemberley no había nada descuidado, pero el noroeste del bosque, a diferencia de la arboleda, apenas requería cuidados, y no los recibía. De vez en cuando se talaba algún árbol para usarlo como combustible en invierno, o para reparar con él alguna cabaña, y se podaban los arbustos que crecían demasiado cerca del camino. Si algún árbol moría, se cortaba y se retiraba el tronco. Un camino estrecho, trazado por las ruedas de las carretas que llevaban las provisiones hasta la entrada de servicio, iba desde la casa del guarda hasta el espacioso patio trasero de Pemberley, más allá del cual se encontraban los establos. En ese patio, una de las puertas traseras de la mansión conducía a un pasadizo que comunicaba con la armería y el despacho del secretario.

El coche, que soportaba el peso de tres pasajeros, la camilla y las dos piezas de equipaje propiedad de Wickham y el capitán Denny, avanzaba despacio, y sus tres ocupantes se mantenían en silencio, silencio que, en el caso de Darcy, parecía más bien un letargo impreciso. Súbitamente, la carroza aminoró la marcha y se detuvo. Despertándose, Darcy asomó la cabeza por la ventanilla y sintió una primera ráfaga de lluvia en el rostro. Le pareció que, ante ellos, se alzaba un gran peñasco fracturado, amorfo, impenetrable, y al contemplarlo creyó verlo temblar, como si estuviera a punto de desmoronarse. Pero entonces su mente regresó a la realidad, y las fisuras de la roca se ensancharon hasta convertirse en un paso entre árboles tupidos; oyó que Pratt instaba a los reacios caballos a adentrarse en el camino del bosque.

Despacio, se internaron en la oscuridad, que olía a tierra mojada. Viajaban iluminados por la luz fantasmagórica de la luna, que parecía adelantárseles como una compañera irreal, y que tan pronto se perdía como reaparecía ante ellos. Recorrido un trecho más, Fitzwilliam se dirigió a Darcy:

– ‌A partir de aquí, sería mejor que siguiéramos a pie. Tal vez Pratt no tenga buena memoria, y debemos inspeccionar bien el camino para encontrar el punto exacto por el que Wickham y el capitán Denny entraron en el bosque, y por el que pueden haberlo abandonado. Fuera del coche oiremos y veremos mejor.

Abandonaron el vehículo, llevando consigo las linternas y, como Darcy había supuesto, el coronel se situó al frente. Las hojas muertas tapizaban el suelo y amortiguaban sus pasos, y Darcy oía apenas los crujidos del carruaje, la respiración agitada de los caballos y el chasquido de las riendas. Algunas ramas se entrelazaban en lo alto, formando un túnel denso a través del cual, en ocasiones, se adivinaba la luna, y en aquella oscuridad cerrada, del viento solo les llegaba el débil crujido de las ramas más altas, como si albergaran aún los chirridos de los pájaros de primavera.

Como le sucedía siempre que se internaba en el bosque, los pensamientos de Darcy lo condujeron hasta su bisabuelo. El atractivo de aquel lugar para George Darcy, fallecido hacía ya tanto tiempo, debía de radicar en parte en su diversidad, en sus senderos secretos y sus vistas inesperadas. Allí, en su remoto refugio custodiado por los árboles, donde las aves y las alimañas llegaban sin impedimento alguno hasta su puerta, le era posible creer que la naturaleza y él eran uno, que respiraban el mismo aire y eran guiados por el mismo espíritu. Cuando era niño y jugaba en aquel bosque, Darcy siempre comprendía a su antepasado, y se había dado cuenta pronto de que aquel Darcy poco mencionado en la familia, que había abdicado de su responsabilidad para con la hacienda y la finca, era una vergüenza para los suyos. Antes de disparar a su perro, Soldado, y de pegarse un tiro él mismo, había redactado una nota breve en la que pedía que se lo enterrara junto al animal, pero la familia no había respetado aquella voluntad sacrílega, y George Darcy había recibido sepultura junto a sus antepasados, en la zona del camposanto de la iglesia reservada a la familia, mientras que a Soldado le levantaron una tumba en el bosque, con su lápida de granito, en la que solo se grabó su nombre y la fecha de su muerte. Desde que era niño, Darcy había notado que su padre temía que en la familia hubiera alguna debilidad hereditaria, y le había adoctrinado desde muy pronto sobre las grandes obligaciones que recaerían sobre sus hombros una vez que heredara el título, responsabilidades que afectaban tanto a la finca como a quienes servían en ella y de ella dependían, y que ningún primer hijo varón podía rechazar.

El coronel Fitzwilliam avanzaba a paso lento, moviendo la linterna de lado a lado y pidiéndoles que se detuvieran de vez en cuando para poder inspeccionar mejor entre el denso follaje en busca de indicios de que alguien había pasado por allí. Darcy, a pesar de saber que era injusto por su parte, no podía dejar de pensar que el coronel, al asumir aquel papel protagonista, probablemente, estaba pasándolo bien. Ocupando la segunda posición, delante de Alveston, Darcy avanzaba con el ánimo sombrío, interrumpido a veces por arrebatos de ira que eran como la oleada de una marea ascendente. ¿Es que nunca iba a librarse de George Wickham? Esos eran los bosques en los que los dos habían jugado siendo niños. Eran épocas que en otro tiempo había recordado como despreocupadas y felices, pero ¿había sido auténtica su amistad infantil? ¿El joven Wickham ya entonces habría estado alimentando la envidia, el resentimiento y la aversión? Aquellos juegos violentos, aquellas falsas peleas que en ocasiones lo dejaban magullado… ¿No habría sido vehemente en exceso el joven Wickham? Comentarios sin importancia, frases hirientes ahora regresaban a su conciencia, bajo la cual habían permanecido años sin turbarlo. ¿Cuánto tiempo llevaba Wickham planeando aquella venganza? Saber que su hermana solo había evitado caer en desgracia y verse cubierta de ignominia porque él era lo bastante rico como para comprar el silencio de su aspirante a seductor le causaba tal amargura que en varias ocasiones había estado a punto de gruñir en voz alta. Había intentado alejar de su mente aquella humillación, inmerso en la felicidad de su matrimonio, pero ahora había regresado, alimentada durante los años de represión, convertida en una carga insoportable de vergüenza y malestar consigo mismo, más pesada, si cabía, por la certeza de que lo que lo había llevado a casarse con Lydia Bennet había sido su dinero. Aquel gesto suyo de generosidad había nacido de su amor por Elizabeth, sí, pero había sido precisamente su matrimonio con ella lo que había convertido a Wickham en un miembro de su familia, y le había otorgado el derecho de llamar a Darcy hermano y de ejercer de tío de los pequeños Fitzwilliam y Charles. Tal vez consiguiera mantener a Wickham lejos de Pemberley, pero jamás lograría desterrarlo de su mente.

Al cabo de cinco minutos llegaron al sendero que unía el camino con la cabaña del bosque. Hollado con frecuencia a lo largo de los años, era estrecho, pero resultaba fácil de distinguir. Antes de que Darcy tuviera ocasión de decir nada, el coronel se desplazó hacia el sendero con prisa, levantando la linterna y, alargándole su pistola, le dijo:

– ‌Será mejor que la lleve usted. No creo que haya problemas, y si la señora Bidwell y su hija me ven con ella se asustarán. Comprobaré que estén bien y aconsejaré a la señora Bidwell que cierre bien la puerta y que bajo ningún concepto deje entrar a nadie en la casa. Le informaré de que dos caballeros pueden haberse perdido en el bosque y los estamos buscando. No tiene sentido contarle otra cosa.

Al momento desapareció y se perdió de vista. Los sonidos de su partida los engulló la densidad del bosque. Darcy y Alveston permanecieron inmóviles, en silencio. Los minutos parecían dilatarse y, tras consultar la hora, Darcy constató que el coronel llevaba casi veinte minutos ausente cuando se oyó el crujido de unas ramas y este reapareció.

Quitándole el arma a Darcy, dijo secamente:

– ‌Todo está bien. La señora Bidwell y su hija han oído ruido de disparos, no muy lejos, pero no en las proximidades de la casa. Han cerrado la puerta de inmediato, y no han oído nada más. La muchacha (se llama Louisa, ¿verdad?) ha estado a punto de sufrir un ataque de histeria, pero su madre ha conseguido que se serenara. Es mala suerte que esto haya sucedido la noche en que Bidwell no está en casa. -‌Se volvió hacia el cochero-‌. Esté atento y deténgase cuando lleguemos al punto donde el capitán Denny y el señor Wickham han abandonado el coche.

Volvió a ocupar la cabeza de la pequeña expedición, y los tres se pusieron de nuevo en marcha, caminando despacio. Algunas veces, Darcy y Alveston alzaban las linternas e inspeccionaban algún punto del sotobosque, aguzando el oído por si les llegaba algún sonido. Después, transcurridos unos cinco minutos, el coche se detuvo.

– ‌Creo que ha sido aquí, señor -‌dijo Pratt-‌. Recuerdo este roble de la izquierda, y estas bayas rojas.

Sin dar tiempo al coronel a decir nada, Darcy preguntó:

– ‌¿En qué dirección se ha ido el capitán Denny?

– ‌Hacia la izquierda, señor. Yo no he visto que hubiera ningún camino, pero se ha internado a toda prisa en el bosque, como si los arbustos no existieran.

– ‌¿Y cuánto tiempo ha transcurrido hasta que el señor Wickham ha salido tras él?

– ‌No más de uno o dos segundos, supongo. Como ya le he dicho, señor, la señora Wickham se ha aferrado a él y ha intentado impedir que lo siguiera, y no dejaba de llamarlo a voces, pero al ver que no regresaba, y tras oír los disparos, me ha pedido que nos pusiéramos en marcha y acudiéramos a Pemberley lo antes posible. Se ha pasado el camino gritando, señor, repitiendo que nos iban a matar a todos.

– ‌Espere aquí -‌le ordenó Darcy-‌ y no abandone el coche. -Se volvió hacia Alveston-‌. Será mejor que llevemos la camilla. Sí, quedaremos ridículos si solo se han perdido y van caminando sanos y salvos, pero esos disparos no dejan de ser preocupantes.

Alveston desató y bajó la camilla del coche.

– ‌Y más ridículos aún si somos nosotros los que nos perdemos -‌replicó él-‌. Pero supongo que conoce bien estos bosques, señor.

– ‌Lo bastante bien, espero, como para saber salir de ellos.

No iba a resultar fácil avanzar con la camilla por el sotobosque, pero, tras comentar el problema, Alveston decidió llevarla enrollada al hombro y, finalmente, se pusieron en marcha.

Pratt no se había opuesto a la orden de permanecer en el coche, pero resultaba evidente que no le entusiasmaba la idea de quedarse solo, y sin querer transmitía su nerviosismo a los caballos, cuyos pataleos y relinchos parecían a Darcy un acompañamiento adecuado para una misión que empezaba a considerar algo insensata. Abriéndose paso por entre unos arbustos casi impenetrables, avanzaban en fila india, con el coronel a la cabeza, moviendo las linternas de lado a lado y deteniéndose ante el menor indicio de que alguien hubiera pasado recientemente por el camino, mientras Alveston sorteaba con dificultad las ramas bajas de los árboles, que se enredaban con las varas de la camilla. Se detenían cada pocos pasos, daban voces y escuchaban en silencio, pero no obtenían respuesta. El viento, que ya había empezado a amainar, de pronto cesó por completo, y en la calma que siguió parecía que la vida secreta del bosque se hubiera detenido ante la aparición inesperada de los hombres.

Al principio, a partir del descubrimiento de las ramas rotas de algunos arbustos y de varios charcos que podían ser huellas, albergaron la esperanza de ir por buen camino, pero al cabo de cinco minutos la densidad de árboles y arbustos comenzó a menguar, y, viendo que sus llamadas no obtenían respuesta, se detuvieron a considerar qué debían hacer. Temiendo perder el contacto con el resto si alguno de los tres se perdía, se habían mantenido muy cerca los unos de los otros, y habían avanzado en dirección oeste. Ahora decidieron regresar al coche girando hacia el este, hacia Pemberley. Era imposible que tres hombres solos pudieran cubrir la extensión de aquel inmenso bosque; si ese cambio de rumbo no surtía efecto, regresarían a la casa y, si Wickham y Denny no habían llegado cuando amaneciera, convocarían a los empleados de la finca y tal vez a la policía para organizar una búsqueda más exhaustiva.

Siguieron avanzando y, de pronto, la barrera enmarañada de arbustos se afinó, y entrevieron un claro iluminado por la luna, creado por una hilera de esbeltos abedules plateados que formaban un círculo. Caminaron con energías renovadas por entre la maleza, aliviados ante la esperanza de librarse de aquella cárcel de arbustos y troncos gruesos e implacables, y de alcanzar la libertad y la luz. Allí no sentirían sobre sus cabezas el palio de las ramas, y al acercarse más, los delicados troncos plateados por la luz de la luna compusieron una visión tan hermosa que parecía más quimérica que real.

El claro del bosque se extendía ante ellos. Pasaron despacio, casi invadidos por un temor reverencial, entre dos de los finos troncos, y quedaron inmóviles, como si ellos también hubieran echado raíces en la tierra, mudos de horror. Ante ellos, sus colores descarnados creando un contraste brutal con la luz tamizada, se alzaba un retablo de muerte. Ninguno de los tres dijo nada. Avanzaron despacio, como un solo hombre, con las linternas en alto. Los potentes haces de luz que partían de ellas desbancando la tenue palidez de la luna conferían más brillo al rojo de la casaca del oficial, y al fantasmal rostro manchado de sangre, con los ojos muy abiertos, vidriosos, vueltos hacia ellos.

El capitán Denny yacía boca arriba, el ojo derecho cubierto de sangre, el izquierdo congelado, fijo, ciego, iluminado por la luna lejana. Wickham se encontraba arrodillado sobre él, las manos ensangrentadas, su propio rostro una máscara llena de salpicaduras. Hablaba con voz ronca y gutural, pero las palabras brotaban con claridad de su boca.

– ‌¡Está muerto! ¡Dios mío! ¡Denny está muerto! ¡Era mi amigo, mi único amigo, y lo he matado! ¡Es culpa mía!

Antes de que pudieran decir nada, se echó hacia delante y rompió en sollozos, unos sollozos ahogados, que se quebraban en su garganta, y se desplomó sobre el cuerpo de Denny. Los dos rostros ensangrentados casi se tocaron.

El coronel se inclinó sobre Wickham, antes de incorporarse.

– ‌Está borracho -‌declaró.

– ‌¿Y Denny? -‌preguntó Darcy.

– ‌Muerto. Mejor no tocarlo. Reconozco la muerte cuando la veo. Subámoslo a la camilla y yo ayudaré a transportarlo. Alveston, seguramente usted sea el más fuerte de los tres. ¿Puede ayudar a Wickham a llegar al coche?

– ‌Diría que sí. No pesa demasiado.

En silencio, Darcy y el coronel levantaron el cuerpo sin vida de Denny y lo posaron sobre la camilla de lona. El coronel, entonces, retrocedió y ayudó a Alveston a poner en pie a Wickham, que se tambaleó pero no opuso resistencia. Su aliento, que liberaba entre sollozos entrecortados, contaminaba el aire del claro del bosque con su hedor a whisky. Alveston era más alto y, una vez consiguió levantar la mano derecha de Wickham y colocársela sobre el hombro, pudo sostener su peso muerto y arrastrarlo unos pasos.

El coronel había vuelto a agacharse, y en ese momento se incorporó. Sostenía una pistola en la mano. Olió el cañón y dijo:

– ‌Supuestamente, esta es el arma con la que se han hecho los disparos.

Entonces Darcy y él agarraron las varas de la camilla y, no sin esfuerzo, la levantaron. La triste procesión inició el trabajoso camino de regreso al coche, la camilla primero y después Alveston, unos pasos más atrás, cargando con gran parte del peso de Wickham. Su tránsito reciente por el camino resultaba evidente, y no tuvieron problemas para desandar sus pasos, pero el regreso resultaba lento y tedioso. Darcy caminaba detrás del coronel con gran desolación de espíritu, y en su mente bullían tantos temores e inquietudes que le impedían pensar racionalmente. Jamás se había preguntado si Elizabeth y Wickham habían intimado mucho en los días de su amistad en Longbourn, pero, ahora, las dudas y los celos, que sabía injustificados e innobles, se agolpaban en su mente. Durante un instante terrible deseó que fuera el cuerpo de Wickham el que ocupara la camilla, y ser consciente, aunque fuera solo un segundo, de que deseaba la desaparición de su enemigo le causó espanto.

El alivio de Pratt al verlos llegar fue evidente, pero al descubrir la camilla empezó a temblar de miedo, y hasta que el coronel lo conminó imperiosamente, no logró controlar los caballos, que, al olor de la sangre, habían empezado a encabritarse. Darcy y el coronel posaron la camilla en el suelo y aquel cubrió el cuerpo de Denny con una manta que había sacado del coche. Wickham se había mantenido en silencio durante el camino, pero ahora parecía cada vez más beligerante, y Alveston, con gran alivio y ayudado por el coronel, logró que se subiera al cabriolé y se sentó a su lado. El coronel y Darcy levantaron la camilla una vez más y, con hombros doloridos, cargaron con ella. Pratt consiguió al fin controlar a los caballos y, en silencio y con gran cansancio de cuerpo y espíritu, Darcy y el coronel siguiendo al coche, iniciaron el largo camino de regreso a Pemberley.

3

Tan pronto como convenció a Lydia, algo más calmada, de que debía acostarse, Jane pudo dejarla al cuidado de Belton, y regresó junto a Elizabeth. Juntas corrieron hasta la puerta principal, a tiempo de ver partir a la expedición de rescate. Bingley, la señora Reynolds y Stoughton ya se encontraban allí, y los cinco permanecieron contemplando la oscuridad hasta que del cabriolé solo se distinguían las dos luces lejanas. Entonces el mayordomo cerró la puerta y pasó los cerrojos.

La señora Reynolds se volvió hacia Elizabeth.

– ‌Me quedaré con la señora Wickham hasta que llegue el doctor McFee, señora. Espero que le administre algo que la calme y le permita dormir. Sugiero que la señora Bingley y usted regresen al salón de música a esperar. Allí estarán cómodas, y la chimenea está encendida. Stoughton permanecerá junto a la puerta, montando guardia, y en cuanto aparezca el coche se lo hará saber. Y si encuentran al señor Wickham y al capitán Denny por el camino, en el cabriolé hay sitio para que regresen todos, aunque tal vez no sea el viaje más cómodo de su vida. Imagino que a los caballeros les vendrá bien tomar algo caliente cuando regresen, pero dudo, señora, que el señor Wickham y el capitán Denny deseen quedarse a compartir el refrigerio. Una vez que el señor Wickham sepa que su esposa está sana y salva, su amigo y él preferirán, sin duda, reemprender la marcha. Creo que Pratt ha dicho que se dirigían a la posada King’s Arms de Lambton.

Aquello era exactamente lo que Elizabeth deseaba oír, y pensó que tal vez la señora Reynolds lo decía, precisamente, para tranquilizarla. La posibilidad de que Wickham o el capitán Denny se hubieran torcido un tobillo durante su forcejeo en el bosque y tuvieran que quedarse en casa, aunque fuera solo una noche, la perturbaba profundamente. Su esposo nunca le negaría refugio a un hombre herido, pero aceptar a Wickham bajo el techo de Pemberley le resultaría aberrante, y podría tener consecuencias que temía imaginar siquiera.

– ‌Iré a cerciorarme de que todo el servicio que trabaja en los preparativos del baile de mañana se haya acostado ya -‌dijo la señora Reynolds-‌. Sé que a Belton no le importa quedarse despierta por si hace falta, y que Bidwell sigue trabajando, pero él es absolutamente discreto. Nadie tiene por qué enterarse de la aventura de esta noche hasta mañana, y eso solo en la medida en que resulte imprescindible.

Empezaban a subir la escalera cuando Stoughton anunció que el carruaje que habían enviado en busca del doctor McFee regresaba ya, y Elizabeth decidió recibirlo y explicarle sucintamente lo sucedido. Al médico siempre se le brindaba una cálida acogida en aquella casa. Se trataba de un viudo de mediana edad cuya esposa había muerto joven, dejándole una fortuna considerable, y aunque podía permitirse usar su propio coche, prefería realizar sus visitas a caballo. Con el cuadrado maletín de piel atado a la silla, era una figura bien conocida en los caminos y las calles de Lambton y Pemberley. Tras tantos años cabalgando con buen y con mal tiempo, tenía las facciones curtidas, pero, aunque no se lo consideraba un hombre apuesto, poseía un rostro franco en el que se dibujaba la inteligencia y en el que la autoridad y la benevolencia se daban la mano de tal modo que parecía destinado a ser médico rural. Según su filosofía de la medicina, el cuerpo humano contaba con una tendencia natural a curarse por sí mismo si los pacientes y los doctores no conspiraban para interferir en el proceso, y, aunque reconocía que la naturaleza humana requiere de pastillas y pociones, confiaba en las pócimas que él mismo preparaba y por las que sus pacientes demostraban una fe absoluta. La experiencia le había enseñado que los familiares de los enfermos molestaban menos si se los mantenía ocupados para bien de los suyos, y había ideado unos brebajes cuya eficacia era proporcional al tiempo que se tardaba en prepararlos. Su paciente ya lo conocía, pues la señora Bingley lo llamaba siempre que su esposo, hijos, amigos de paso o criados mostraban la menor señal de indisposición, y se había convertido en amigo de la familia. Era un alivio inmenso que visitara a Lydia, quien lo recibió con una nueva retahíla de recriminaciones y desgracias, pero se calmó casi tan pronto como él se acercó a su lecho.

Elizabeth y Jane quedaron libres para montar guardia en el salón de música, cuyas ventanas ofrecían una vista despejada del camino que se internaba en el bosque. Aunque ambas intentaban descansar en el sofá, ninguna de las dos resistía la tentación de acercarse constantemente a la ventana, o de caminar de un lado a otro de la estancia. Elizabeth sabía que estaban pensando en lo mismo, y finalmente fue Jane quien lo expresó con palabras.

– ‌Querida Elizabeth, no debemos esperar que regresen pronto. Supongamos que Pratt tarde unos quince minutos en identificar los árboles en los que el capitán Denny y el señor Wickham han desaparecido en el bosque. En ese caso tendrían que buscarlos durante otros quince minutos, o más, si en verdad los dos caballeros están perdidos, y hemos de contar también con el tiempo que tarden en regresar al cabriolé y en volver hasta aquí. Tampoco debemos olvidar que uno de ellos tendrá que acercarse hasta la cabaña del bosque para comprobar que la señora Bidwell y Louisa están bien. Son tantos los imprevistos que podrían dilatar su excursión… Debemos ser pacientes. Calculo que puede transcurrir una hora hasta que veamos aparecer el coche. Y, claro está, también es posible que el señor Wickham y el capitán Denny hayan encontrado por fin el camino y hayan decidido regresar a la posada a pie.

– ‌Yo no creo que hayan hecho eso -‌intervino Elizabeth-‌. Tendrían que caminar mucho, y le han dicho a Pratt que, una vez que Lydia estuviera en Pemberley, ellos seguirían hasta la posada King’s Arms de Lambton. Además, les hará falta su equipaje. Y seguro que el señor Wickham querrá asegurarse de que Lydia ha llegado sana y salva. En cualquier caso, no sabremos nada hasta que regrese el cabriolé. Existe la esperanza de que los encuentren a los dos en el camino, y de que asistamos pronto al regreso del coche. Entretanto, lo más sensato es que descansemos tanto como podamos.

Pero no lo conseguían, y a cada momento se acercaban a la ventana. Trascurrida una hora, perdieron toda esperanza de un rápido regreso del grupo de rescate, aunque siguieron de pie, sumidas en la callada agonía del miedo. Sobre todo, al recordar que se habían oído disparos, temían ver aparecer el cabriolé avanzando despacio, como un coche fúnebre, seguido a pie por Darcy y el coronel transportando la camilla. En el mejor de los casos, Wickham o Denny irían en ella heridos, no de gravedad, pero sí lo bastante para no poder soportar los brincos del vehículo. Ambas hacían esfuerzos por apartar de su mente la imagen de un cuerpo cubierto por una sábana, y la tarea ingrata de explicar a la alterada Lydia que sus peores temores se habían confirmado y que su esposo estaba muerto.

Llevaban una hora y veinte minutos esperando y, cansadas de hacerlo de pie, se habían alejado de la ventana cuando Bingley apareció acompañando al doctor McFee.

– ‌La señora Wickham estaba agotada de tanto llorar y angustiarse, y le he administrado un sedante. No tardará en dormir plácidamente, espero que durante varias horas. Belton, la doncella, y la señora Reynolds están con ella. Yo puedo acomodarme en la biblioteca y subir más tarde a ver cómo sigue. No necesito que nadie me asista.

Elizabeth le dijo que se lo agradecía mucho. Y cuando el doctor, acompañado por Jane, abandonó la estancia, Bingley y ella regresaron a la ventana.

– ‌No debemos abandonar la esperanza de que todo esté bien -‌comentó Bingley-‌. Tal vez los disparos fueran de algún cazador furtivo, o tal vez Denny disparó su arma para advertir a alguien que acechaba en el bosque. No debemos permitir que nuestra mente cree imágenes que la razón nos dirá, sin duda, que son fantasiosas. No puede haber nada en el bosque que haya de atraer a nadie con malas intenciones hacia Wickham ni hacia Denny.

Elizabeth no respondió nada. Ahora, incluso aquel paisaje conocido y amado le resultaba ajeno, el río serpenteaba como un hilo de plata fundida bajo la luna, hasta que una ráfaga de viento lo devolvió a la vida, tembloroso. El camino se perdía en lo que parecía el vacío eterno de un paisaje fantasmagórico, misterioso e irreal, en el que nada humano podía vivir ni moverse. Y solo cuando Jane entraba de nuevo en el salón de música, el cabriolé, finalmente, apareció a lo lejos, al principio apenas una forma móvil definida por el débil parpadeo de sus luces distantes. Resistiendo la tentación de bajar corriendo hasta el portón, permanecieron a la espera, atentos.

Elizabeth no pudo evitar que la desesperación hiciera mella en su voz, y dijo:

– ‌Avanzan despacio. Si todos estuvieran bien, lo harían más deprisa.

Al pensar en ello, no pudo resistir más junto a la ventana, y bajó la escalinata a toda prisa, seguida de Jane y Bingley. Stoughton debía de haber visto el coche desde la ventana de la planta baja, porque la puerta principal ya estaba entornada.

– ‌¿No sería más sensato -‌se aventuró a sugerir el mayordomo-‌ que regresaran al salón de música? El señor Darcy compartirá con ustedes las noticias en cuanto esté aquí. Hace demasiado frío para esperar fuera, y hasta que llegue el cabriolé nadie podrá hacer nada.

– ‌La señora Bingley y yo preferimos esperar junto a la puerta, Stoughton -‌replicó Elizabeth.

– ‌Como deseen, señora.

Acompañadas de Bingley, salieron al exterior y allí, de pie, siguieron aguardando. Nadie dijo nada hasta que el coche se encontró a escasa distancia de la puerta y al fin pudieron ver lo que tanto temían: el bulto en la camilla, cubierto por la manta. Sopló una ráfaga de viento, y el rostro de Elizabeth quedó cubierto por sus cabellos. Sintió que se desplomaba, pero logró agarrarse a Bingley, que le pasó un brazo protector por los hombros. En ese preciso instante, el aire levantó un pico de la manta, y todos distinguieron la casaca escarlata del oficial.

El coronel Fitzwilliam se dirigió entonces a Bingley.

– ‌Puede informar a la señora Wickham de que su esposo está vivo. Vivo pero no en condiciones de ser visto. El capitán Denny ha muerto.

– ‌¿De un disparo? -‌preguntó Bingley.

Fue Darcy quien respondió.

– ‌No, de un disparo no. -‌Se volvió hacia Stoughton-‌. Vaya a buscar las llaves de las puertas interior y exterior de la armería. El coronel Fitzwilliam y yo llevaremos el cadáver por el patio norte y lo depositaremos sobre la mesa. -‌Se volvió una vez más hacia Bingley-‌. Por favor, acompaña a casa a Elizabeth y a la señora Bingley. Aquí no pueden hacer nada, y tenemos que sacar a Wickham del cabriolé y entrarlo en casa. Les perturbaría verlo en sus presentes condiciones. Tenemos que acostarlo en alguna cama.

Elizabeth se preguntó por qué su esposo y el coronel se resistían a dejar la camilla en el suelo, pero lo cierto es que permanecieron clavados donde estaban hasta que Stoughton, transcurridos unos minutos, regresó con las llaves y se las entregó. Entonces, casi con ceremonia, precedidos por el mayordomo, que parecía un sepulturero mudo, avanzaron por el patio y, doblando la esquina, se dirigieron a la parte trasera de la casa, hacia la armería.

Ahora el cabriolé se agitaba violentamente, y entre las ráfagas de viento, Elizabeth oyó los gritos descontrolados e incoherentes de Wickham, que clamaba contra quienes lo habían rescatado y acusaba de cobardes a Darcy y al coronel. ¿Por qué no habían atrapado al asesino? Llevaban un arma. Sabían cómo usarla. Por Dios, él había disparado una o dos veces y estaría allí en ese momento si ellos no lo hubieran dejado escapar. Después siguió una retahíla de juramentos, los más graves camuflados por el viento, seguida de un estallido de llanto.

Elizabeth y Jane entraron en casa. Ahora Wickham había caído al suelo, y Bingley y Alveston lograron ponerlo en pie y empezaron a arrastrarlo hacia el vestíbulo. Elizabeth apenas se atrevió a posar la vista un instante en el rostro ensangrentado, de ojos muy abiertos, antes de esfumarse, mientras Wickham intentaba liberarse del abrazo de Alveston.

– ‌Necesitaremos una habitación con la puerta resistente, y que pueda cerrarse con llave -‌dijo Bingley-‌. ¿Qué nos sugieren?

La señora Reynolds, que ya había regresado, miró a Elizabeth.

– ‌La habitación azul, señora -‌apuntó-‌, la del fondo del pasillo norte, sería la más segura. Cuenta solo con dos ventanas pequeñas, y es la que queda más alejada de los cuartos de los niños.

Bingley, que seguía haciendo esfuerzos por controlar a Wickham, llamó a la señora Reynolds.

– ‌El doctor McFee espera en la biblioteca. Dígale que lo necesitamos inmediatamente. No podemos manejar al señor Wickham en el estado en que se encuentra. Infórmele de que estaremos en la habitación azul.

Bingley y Alveston agarraron a Wickham por los brazos y empezaron a subirlo por la escalinata. Se mostraba más calmado, pero seguía sollozando. Al llegar al último peldaño, forcejeó para soltarse y, bajando la mirada enfurecido, pronunció sus imprecaciones finales.

Jane se volvió hacia Elizabeth.

– ‌Será mejor que yo regrese junto a Lydia -‌dijo-‌. Belton lleva mucho rato con ella, y tal vez necesite tomarse un respiro. Espero que Lydia esté bien dormida, pero en cuanto despierte debemos asegurarle que su esposo está vivo. Al menos hay algo por lo que alegrarse. Pobre Lizzy, ojalá hubiera podido ahorrarte todo esto.

Las dos hermanas permanecieron juntas un instante más, y Jane abandonó el vestíbulo. Elizabeth estaba temblando y, a punto de desvanecerse, buscó la silla más próxima y se dejó caer en ella. Se sentía desamparada, y deseaba que Darcy apareciera. Él no tardó en regresar de la armería, a través de la parte trasera de la casa. Acudió a su lado de inmediato y, tirando de ella para que se levantara, la estrechó en sus brazos.

– ‌Querida mía, salgamos de aquí y te explicaré lo que ha ocurrido. ¿Has visto a Wickham?

– ‌Sí, he visto cómo lo entraban. Una visión espantosa. Gracias a Dios que Lydia no la ha presenciado.

– ‌¿Cómo está?

– ‌Dormida, espero. El doctor McFee le ha administrado algo para calmarla. Y ahora ha ido con la señora Reynolds a ayudar con Wickham. El señor Alveston y Charles lo están llevando al dormitorio azul, en el corredor norte. Nos ha parecido el aposento más adecuado para él.

– ‌¿Y Jane?

– ‌Está con Lydia y Belton. Pasará la noche en la habitación de Lydia, y Bingley la custodiará desde el vestidor contiguo. Lydia no toleraría mi presencia. Tiene que ser Jane.

– ‌Entonces vamos al salón de música. Debo hablar un momento contigo a solas. Hoy apenas nos hemos visto. Te contaré todo lo que sé, que no es nada bueno. Y después, esta misma noche, debo acudir a notificar la muerte del capitán Denny a sir Selwyn Hardcastle. Es el magistrado más próximo. Yo no puedo hacerme cargo de este caso; a partir de ahora, habrá de ocuparse Hardcastle.

– ‌Pero ¿no puede esperar, Fitzwilliam? Debes de estar exhausto. Y si sir Selwyn llega a venir esta noche con la policía, serán ya más de las doce. No podrá hacer nada hasta mañana.

– ‌Lo correcto es que se informe sin demora al señor Selwyn. Es lo que se espera, y es lo que cabe esperar. Querrá levantar el cadáver de Denny, y probablemente ver a Wickham, si es que está lo bastante sobrio para que lo interroguen. En cualquier caso, amor mío, el cadáver del capitán Denny debe ser retirado lo antes posible. No es mi intención parecer seco ni irreverente, pero sería conveniente que ya se lo hubieran llevado cuando los criados se levanten. Habrá que informarles de lo sucedido, aunque para todos nosotros será más fácil, y para el servicio más aún, si el cuerpo ya no está aquí.

– ‌Pero podrías, por lo menos, comer y beber algo antes de irte. Hace horas de la cena.

– ‌Me quedaré cinco minutos para tomar un café y asegurarme de que Bingley queda debidamente informado, pero después tendré que ausentarme.

– ‌¿Y el capitán Denny? Dime qué ha ocurrido. Cualquier cosa será mejor que este suspense. Charles habla de un accidente. ¿Lo ha sido?

– ‌Mi amor -‌respondió él con ternura-‌, debemos esperar a que los médicos examinen el cuerpo y nos digan cómo murió el capitán. Hasta entonces, todo serán conjeturas.

– ‌De modo que sí podría haber sido un accidente.

– ‌Consuela esperar que así haya sido, aunque yo sigo creyendo lo que he pensado al ver el cadáver: que el capitán Denny ha sido asesinado.

4

Cinco minutos después, Elizabeth aguardaba junto a Darcy frente al portón principal a que trajeran el caballo, y no volvió a entrar en casa hasta que lo vio partir al galope y fundirse con la penumbra de aquella noche de luna. El viaje no iba a resultarle agradable. Al viento, que había perdido parte de su fuerza, había seguido una lluvia oblicua, pero ella sabía que se trataba de un gesto necesario. Darcy era uno de los tres magistrados de la jurisdicción de Pemberley y Lambton, pero no podía formar parte de aquella investigación, y lo correcto era que uno de sus colegas fuera informado de la muerte de Denny sin dilación. Además, esperaba que se llevaran el cadáver de Pemberley antes de que amaneciera, momento en que Darcy y ella misma habrían de informar al servicio de parte de lo sucedido. La presencia de la señora Wickham tendría que aclararse, y era poco probable que la propia Lydia fuera discreta. Darcy era un buen jinete, e incluso con mal tiempo no temía cabalgar de noche, pero, al forzar la vista para adivinar el último destello de sombra de su caballo veloz, Elizabeth tuvo que reprimir el temor irracional, el presentimiento de que algo espantoso le ocurriría antes de que llegara a Hardcastle, y de que estaba destinada a no verlo nunca más.

Para Darcy, en cambio, galopar en plena noche fue adentrarse en una libertad temporal. Aunque seguían doliéndole los hombros por el peso de la camilla, y se sabía exhausto física y mentalmente, el azote del viento y la lluvia helada en el rostro fueron para él una liberación. Se sabía que sir Selwyn Hardcastle era el único magistrado que se encontraba siempre en su residencia. Vivía a ocho millas de Pemberley, podría ocuparse del caso y lo haría con gusto, pero no era el colega que Darcy habría escogido. Desgraciadamente, Josiah Clitheroe, tercer miembro de la magistratura local, vivía incapacitado a causa de la gota, enfermedad tan dolorosa como inmerecida en su caso, pues el doctor, a pesar de que su afición por las buenas cenas era notoria, no probaba siquiera el vino de Oporto, que, según se creía, era la causa principal de aquel mal tan dañino. El doctor Clitheroe era un abogado distinguido, respetado más allá de las fronteras de su Derbyshire natal y, consecuentemente, estaba bien considerado en cualquier juicio, a pesar de su locuacidad, que le nacía de creer que la validez de un razonamiento era proporcional a lo que se tardara en formularlo. Analizaba con escrupuloso detalle todos los pormenores de los casos de los que se ocupaba, estudiaba y discutía casos similares juzgados con anterioridad, y exponía las leyes pertinentes a cada circunstancia. Y si consideraba que las sentencias de algún filósofo de la Antigüedad -‌sobre todo Sócrates o Aristóteles-‌ podían aportar peso a un argumento, no dudaba en usarlas. Pero, a pesar de todos los circunloquios, su decisión final resultaba siempre razonable, y habrían sido muchos los acusados que se habrían sentido injustamente discriminados si el doctor Clitheroe no les hubiera mostrado la deferencia de disertar incomprensiblemente al menos durante una hora cuando aparecía ante ellos.

Para Darcy, la enfermedad de Clitheroe resultaba especialmente inoportuna. Sir Selwyn Hardcastle y él, a pesar de respetarse como magistrados, no se sentían cómodos el uno en compañía del otro y, de hecho, hasta que el padre de Darcy heredó Pemberley, las dos casas habían vivido enfrentadas. Las discrepancias se remontaban a la época del abuelo de Darcy, cuando se juzgó a un criado de Pemberley, Patrick Reilly, acusado de haber robado un ciervo del coto de caza que por entonces era propiedad de sir Selwyn y, tras emitirse una sentencia de culpabilidad, fue condenado a morir en la horca.

La ejecución había indignado a los habitantes de Pemberley, que pese a todo aceptaron que el señor Darcy había hecho lo posible por salvar al muchacho, y sir Selwyn y él quedaron clasificados según sus respectivos papeles, públicamente definidos, de defensor a ultranza de la ley el uno, y de magistrado compasivo el otro, distinción a la que contribuía el revelador significado del apellido Hardcastle, castillo duro. Los miembros del servicio siguieron el ejemplo de sus señores, y el resentimiento y la animosidad entre las dos casas se transmitieron de padres a hijos. Solo cuando el padre de Darcy pasó a hacerse cargo de Pemberley hubo un intento de cerrar la herida, que aun así no cicatrizó hasta que este, encontrándose ya en su lecho de muerte, pidió a su hijo que hiciera todo lo que estuviera en su mano para que regresara la armonía, pues el mantenimiento de la hostilidad no convenía ni a los intereses de la ley ni a las buenas relaciones entre las dos casas. Darcy, frenado por su carácter reservado y por la convicción de que tratar abiertamente de un problema era, tal vez, reconocer su existencia, optó por una vía más sutil. Empezó a cursar invitaciones a cacerías y a fiestas, que los Hardcastle aceptaron. Quizás él también fuera cada vez más consciente de los peligros de una enemistad largamente alimentada, pero lo cierto era que la aproximación nunca había dado pie a la intimidad. Darcy sabía que, ante el problema que acababa de presentarse, encontraría en Hardcastle a un magistrado concienzudo y honesto, pero no a un amigo.

Su caballo parecía alegrarse tanto como él de poder aspirar un poco de aire puro y de ejercitarse, y en menos de media hora ya había llegado a la mansión Hardcastle. Un antepasado de sir Selwyn había recibido la baronía en tiempos de la reina Isabel, época en que se había construido la casa. Se trataba de un edificio de grandes dimensiones, sinuoso y complejo, y sus siete altas chimeneas constituían un hito que sobresalía entre los olmos que rodeaban la casa formando una especie de barricada. En el interior, las ventanas pequeñas, y los techos bajos, impedían en gran medida la entrada de luz. El padre del actual baronet, impresionado por algunas de las construcciones de sus vecinos, había añadido un ala elegante pero no armoniosa, que ya apenas se usaba más que como alojamiento del servicio, pues sir Selwyn prefería el edificio original, a pesar de sus muchas incomodidades.

Darcy tiró de la cadena de hierro colgada junto a la entrada e hizo sonar la campana con tal estrépito que habría podido despertar a toda la casa. La puerta la abrió en cuestión de segundos Buckle, el provecto mayordomo de sir Selwyn, que, al igual que su señor, parecía capaz de mantenerse siempre despierto, fuera cual fuese la hora. Sir Selwyn Hardcastle y Buckle eran inseparables, y el cargo de mayordomo de la casa solía considerarse hereditario, ya que el padre de Buckle lo había ejercido antes que él, y antes aún, su abuelo. El parecido físico entre generaciones resultaba notorio: los Buckle eran bajos, corpulentos, de brazos largos y cara de bulldog bueno. El mayordomo cogió el sombrero de Darcy y su casaca de montar y, aunque sabía perfectamente quién era, le preguntó su nombre y lo invitó a aguardar mientras anunciaba su llegada. A Darcy la espera le pareció interminable, pero al fin oyó los pasos lentos del mayordomo acercándose, y llegó el anuncio:

– ‌Sir Selwyn se encuentra en el salón de fumar. Si es tan amable de acompañarme…

Cruzaron el enorme vestíbulo de altos techos abovedados y ventanas de cristales emplomados que albergaba una impresionante colección de armaduras y cornamentas de ciervos, algo mohosas ya por el paso de los años. En él también se exhibían retratos de familia, y con el transcurso de las generaciones los Hardcastle se habían ganado la fama, entre las familias vecinas, de contar con un gran número de ellos, y de gran tamaño, fama basada más en la cantidad que en la calidad. Cada baronet había transmitido al menos un marcado prejuicio u opinión a sus sucesores, entre ellos la creencia, defendida en primera instancia por un sir Selwyn del siglo XVII, de que contratar a un pintor caro para que retratara a las mujeres de la familia era malgastar el dinero. Lo único que hacía falta para satisfacer las pretensiones de los esposos y la vanidad de las mujeres era que el pintor convirtiese en bello un rostro anodino, en precioso un rostro bello, y que dedicara más tiempo y más pintura a los ropajes del modelo que a sus rasgos. Dado que los hombres Hardcastle tendían a admirar el mismo tipo de belleza femenina, la lámpara de araña de tres brazos, colgada muy arriba, iluminaba una hilera de idénticos labios desdeñosos, muy apretados, y de idénticos ojos saltones y hostiles, todos mal pintados, retratos en los que el raso y los encajes tomaban el relevo del terciopelo, la seda reemplazaba el raso, y esta cedía el paso a la muselina. Los varones de la familia habían salido mejor parados. La nariz aguileña característica, las cejas pobladas, de un tono mucho más oscuro que el resto del cabello, y la boca ancha de labios pálidos figuraban en retratos que observaban a Darcy desde las alturas con gesto de superioridad y confianza. Y no costaba creer que allí se encontraba el actual sir Selwyn, inmortalizado a través de los siglos por distintos pintores, y encarnando sus diversos papeles: el de terrateniente y señor responsable, el de paterfamilias, el de benefactor de los pobres, el de capitán de los Voluntarios de Derbyshire, vistosamente ataviado con el fajín propio de su rango y, finalmente, el de magistrado, severo y juicioso pero justo. Eran pocos los visitantes plebeyos de sir Selwyn que, cuando les llegaba el momento de encontrarse en su presencia, no hubieran quedado ya profundamente impresionados y convenientemente intimidados.

Darcy siguió a Buckle a través de un pasadizo estrecho hacia la zona trasera de la casa, y al llegar frente a una pesada puerta de roble, entró sin llamar y anunció con voz estentórea:

– ‌El señor Darcy de Pemberley viene a verlo, sir Selwyn.

Selwyn Hardcastle no se puso en pie. Estaba sentado en una silla de respaldo alto, junto a la chimenea, y llevaba puesta la gorra de fumar. Había dejado la peluca en la mesa redonda sobre la que también reposaban una botella de Oporto y una copa medio llena. Estaba leyendo un libro grueso, que tenía abierto y apoyado en su regazo, y que cerró con evidente pesar tras colocar cuidadosamente el punto en su sitio. La escena parecía casi una reproducción viva de su retrato como magistrado, y a Darcy no le costó imaginar al pintor retirándose discretamente tras la puerta, acabada la sesión. Era evidente que acababan de avivar el fuego, que ardía con fuerza. Darcy hubo de alzar la voz para hacerse oír sobre el crepitar de los troncos, y se disculpó por lo intempestivo de la hora.

– ‌No se preocupe -‌respondió sir Selwyn-‌. Casi nunca termino mi lectura diaria antes de la una de la madrugada. Parece usted descompuesto. Supongo que se trata de una emergencia. ¿Cuál es el problema que afecta ahora a la parroquia? ¿Caza furtiva? ¿Sedición? ¿Insurrección a gran escala? ¿Por fin ha vuelto Boney? ¿Han vuelto a robar en el corral de la señora Phillimore? Pero siéntese, por favor. Dicen que esa silla del respaldo labrado es cómoda, y supongo que aguantará su peso.

Dado que era la que Darcy solía ocupar, estaba convencido de ello. De modo que tomó asiento y le relató lo sucedido, sucintamente pero sin omitir nada, revelando los hechos más destacados sin comentarlos. Sir Selwyn lo escuchó en silencio, sin interrumpirlo.

– ‌Veamos si lo he comprendido bien -‌dijo cuando Darcy dio por concluido el relato-‌. El señor George Wickham, su esposa y el capitán Denny viajaban en un coche alquilado hacia Pemberley, donde la señora Wickham iba a pasar la noche antes de asistir al baile de lady Anne. El capitán Denny, en determinado momento, abandonó el cabriolé mientras se encontraba en el bosque de Pemberley, supuestamente a causa de alguna desavenencia, y Wickham lo siguió pidiéndole que regresara. Al ver que ninguno de los dos lo hacía, se desató el nerviosismo. La señora Wickham y Pratt, el cochero, explicaron que oyeron disparos unos quince minutos después y, naturalmente, temiendo un desenlace violento, la señora Wickham, cada vez más alterada, pidió al cochero que se dirigiera a toda prisa hacia Pemberley. Tras su llegada, y después de constatar que se encontraba visiblemente disgustada, iniciaron una búsqueda por el bosque usted mismo, el coronel vizconde Hartlep y el honorable Henry Alveston, y los tres descubrieron el cuerpo del capitán Denny y a Wickham arrodillado junto a él, al parecer ebrio y sollozando, con las manos y el rostro ensangrentados. -‌Se detuvo tras su proeza memorística, y dio unos sorbos al oporto antes de proseguir-‌. ¿Había sido invitada al baile la señora Wickham?

El cambio en la línea del interrogatorio resultaba inesperado, pero Darcy se lo tomó con calma.

– ‌No. La habríamos recibido en Pemberley, claro está, de haber llegado sin previo aviso, a cualquier hora.

– ‌No invitada, pero recibida, a diferencia de su esposo. Es del dominio público que George Wickham no es recibido nunca en Pemberley.

– ‌No nos tratamos -‌se limitó a responder Darcy.

Sir Selwyn dejó el libro sobre la mesa con algo de parsimonia.

– ‌Su carácter es bien conocido en la zona. Un buen inicio en la infancia, pero después un descenso a lo salvaje y disoluto, resultado natural de exponer a un joven a una vida a la que jamás podría aspirar por sus propios medios, y a compañías de una clase a la que nunca llegaría a pertenecer. Se rumorea que podría ser otra la causa del antagonismo entre ustedes algo relacionado con su matrimonio con la hermana de su esposa.

– ‌Siempre existen rumores -‌observó Darcy-‌. Su ingratitud y falta de respeto por la memoria de mi padre, y nuestras diferencias de posición e intereses bastan para explicar nuestra falta de amistad. Pero ¿no estamos olvidando el motivo de mi visita? No puede existir ningún vínculo entre mi relación con George Wickham y la muerte del capitán Denny.

– ‌Discúlpeme, Darcy, pero no estoy de acuerdo. Sí existen vínculos. El asesinato del capitán Denny, si es que lo es, tuvo lugar en una finca de su propiedad, y el responsable del mismo podría ser un hombre que es su cuñado y del que se conocen las discrepancias que tiene con usted. Cuando a mi mente acuden asuntos relevantes, tiendo a expresarlos. Su posición es algo delicada. Comprenderá que usted no puede participar en la investigación.

– ‌Por eso he venido.

– ‌Habrá que informar al alto comisario, por supuesto. Supongo que es algo que no se ha hecho todavía.

– ‌He considerado más importante notificárselo a usted de inmediato.

– ‌Ha hecho bien. Yo mismo se lo comunicaré a sir Miles Culpepper y, por supuesto, le informaré del curso de las investigaciones a medida que estas se desarrollen. Con todo, dudo que ponga mucho interés personal. Desde que contrajo matrimonio con su nueva esposa parece pasar más tiempo gozando de las variadas diversiones de Londres que ocupándose de los asuntos locales. No lo critico. En ciertos aspectos, su cargo es poco agradable. Sus deberes, como bien sabe, pasan por hacer cumplir los estatutos y por ejecutar las decisiones de la justicia, así como por supervisar y dirigir a los comisarios de rango inferior que trabajan en su jurisdicción. Dado que carece de autoridad formal sobre ellos, cuesta imaginar que sea capaz de lograrlo de un modo eficaz, pero, como sucede con tantas otras cosas en nuestro país, el sistema funciona satisfactoriamente siempre y cuando se deje en manos de personas del lugar. Usted se acuerda de sir Miles, por supuesto. Usted y yo fuimos los magistrados que asistimos a su jura del cargo hace dos años. También me pondré en contacto con el doctor Clitheroe. Tal vez no pueda participar activamente, pero suele ser de gran ayuda en cuestiones legales, y me resisto a asumir yo solo toda la responsabilidad. Sí, creo que entre los dos lo haremos bien. Ahora le acompañaré de regreso a Pemberley en mi coche. Habrá que ir a buscar al doctor Belcher antes de que el cadáver sea levantado, y yo mandaré el furgón mortuorio y a dos agentes rasos. A ambos los conoce: son Thomas Brownrigg, que prefiere ser considerado jefe de distrito en honor a su antigüedad, y el joven William Mason.

Sin esperar a que Darcy dijera nada, se puso en pie, se acercó al cordón y, tirando de él vigorosamente, llamó al mayordomo.

Buckle llegó con tal premura que Darcy supuso que llevaba todo ese tiempo aguardando fuera.

– ‌El abrigo y el sombrero, Buckle -‌le ordenó su señor-‌. Y despierte a Postgate si está acostado, cosa que dudo. Quiero que disponga mi carruaje. Han de llevarme a Pemberley, pero en ruta nos detendremos a recoger a dos policías y al doctor Belcher. El señor Darcy nos acompañará a caballo.

Buckle desapareció en la penumbra del corredor, cerrando la puerta tras de sí con lo que pareció una fuerza innecesaria.

– ‌Lamento que mi esposa no vaya a poder recibirlo -‌dijo Darcy-‌. Espero que la señora Bingley y ella se hayan retirado a descansar, pero los responsables del servicio estarán despiertos y en sus puestos, y el doctor McFee se encuentra en casa. La señora Wickham se hallaba en un estado de angustia considerable a su llegada a Pemberley, y a la señora Darcy y a mí nos ha parecido adecuado que recibiera atención médica inmediata.

– ‌Y a mí me parece adecuado -‌comentó sir Selwyn-‌ que el doctor Belcher, en tanto que encargado de asesorar a la policía en cuestiones médicas, participe desde el primer momento. Él ya está acostumbrado a que lo despierten en plena noche. ¿Ha examinado al prisionero el doctor McFee? Doy por sentado que mantienen ustedes encerrado al señor Wickham.

– ‌Encerrado no, pero sí sometido a vigilancia constante. Cuando me disponía a venir hacia aquí, mi mayordomo, Stoughton, y el señor Alveston se encontraban con él. También ha sido atendido por el doctor McFee, y tal vez ahora esté dormido y tarde unas horas en despertar. Quizá fuera más conveniente que llegara usted cuando ya haya amanecido.

– ‌¿Conveniente para quién? -‌dijo sir Selwyn-‌. La inconveniencia será sobre todo mía, pero eso no importa cuando es cuestión de deber. ¿Y ha interferido de algún modo el doctor McFee con el cadáver del capitán Denny? Supongo que se habrá asegurado de que sea inaccesible para todos hasta mi llegada.

– ‌El cuerpo del capitán Denny se encuentra tendido sobre la mesa de la armería, que, en este caso sí, está cerrada bajo llave. He considerado que no debía hacerse nada para discernir la causa de la muerte hasta su llegada.

– ‌Ha hecho bien. Sería desgraciado que alguien pudiera sugerir que el cadáver ha sido manipulado de uno u otro modo. Es evidente que lo ideal habría sido dejarlo en el bosque hasta que la policía hubiera podido verlo, pero entiendo que, en el momento, haya parecido una opción poco práctica.

Darcy estuvo tentado de añadir que ni se le ocurrió dejar el cadáver donde estaba, pero consideró más prudente decir lo menos posible.

Buckle acababa de regresar. Sir Selwyn se puso la peluca, que llevaba siempre que se ocupaba de algún asunto oficial en calidad de juez de paz, y el mayordomo le ayudó a enfundarse el abrigo y le alargó el sombrero. Así ataviado, y claramente investido de autoridad para enfrentarse a las posibles misiones que se esperaban de él, pareció al momento más alto y más respetable, la encarnación misma de la ley.

Buckle los acompañó hasta la puerta principal, y Darcy oyó el chasquido de tres cerrojos mientras esperaban, a oscuras, la llegada del carruaje. Sir Selwyn no mostró la menor impaciencia ante la demora, y le formuló una pregunta:

– ‌¿Dijo algo George Wickham cuando lo encontró arrodillado, como dice, junto al cuerpo del capitán?

Darcy sabía que le formularían aquella pregunta tarde o temprano, y no solo a él.

– ‌Se encontraba en un estado de gran agitación -‌respondió-‌. Incluso lloraba, y apenas se mostraba coherente. No había duda de que había estado bebiendo, tal vez en grandes cantidades. Parecía creer que era, en alguna medida, responsable de la tragedia, quizá por no haber disuadido a su amigo de abandonar el carruaje. El bosque es lo bastante denso como para proporcionar refugio a cualquier fugitivo desesperado, y ningún hombre prudente se aventuraría a solas por él después de anochecer.

– ‌Darcy, preferiría oír las palabras exactas. Deben de haber quedado impresas en su mente.

Así era, y Darcy las repitió tal como las recordaba.

– ‌«He matado a mi amigo, a mi único amigo. Es culpa mía.» Tal vez no lo haya dicho en el mismo orden, pero ese es el sentido de lo que oí.

– ‌De modo que contamos con una confesión -‌aventuró Hardcastle.

– ‌No tanto. No podemos estar seguros de lo que estaba admitiendo, ni del estado en que se encontraba en ese momento.

El impresionante carruaje, antiguo y aparatoso, asomó con estrépito tras doblar la esquina de la casa. Volviéndose para añadir algo más, antes de montarse en él, sir Selwyn dijo:

– ‌No busco complicaciones. Usted y yo llevamos ya varios años trabajando juntos como magistrados, y creo que nos comprendemos mutuamente. Tengo plena confianza en que conoce usted sus deberes como yo conozco los míos. Soy un hombre sencillo, Darcy. Cuando un hombre confiesa, y cuando un hombre no se encuentra sometido a amenazas, yo tiendo a creerlo. Pero ya se verá, ya se verá. No debo teorizar por adelantado sobre los hechos.

Apenas unos minutos después, a Darcy le trajeron su caballo, lo montó y el carruaje se puso en marcha con un chasquido. Ya estaban en marcha.

5

Eran más de las once. Elizabeth estaba segura de que sir Selwyn emprendería el camino apenas tuviera conocimiento del asesinato, y pensó que debía ir a ver cómo se encontraba Wickham. Era muy poco probable que siguiera despierto, pero necesitaba convencerse a sí misma de que todo iba bien.

Sin embargo, cuando se encontraba a cuatro pasos de la puerta vaciló, paralizada por un instante de lucidez que su sinceridad le obligó a aceptar. La razón por la que se encontraba ahí era a la vez más compleja y más ineludible que su mero deber de anfitriona y, quizá, más difícil de justificar. No le cabía duda de que sir Selwyn Hardcastle se llevaría detenido a Wickham, y ella no pensaba presenciar cómo se lo llevaban con escolta policial y posiblemente con grilletes. Al menos esa humillación podían ahorrársela. Una vez que lo detuvieran, era poco probable que volvieran a verse, y a ella se le hacía intolerable pensar que aquella fuera la última imagen que quedara fijada en su mente: el joven apuesto, el galante George Wickham, reducido a una figura deplorable, ebria y ensangrentada, gritando maldiciones mientras lo arrastraban, empujándolo casi, hacia el interior de Pemberley.

Cubrió resuelta la distancia que la separaba de la puerta y llamó con los nudillos. Abrió Bingley, y ella se sorprendió al descubrir que Jane y la señora Reynolds se encontraban de pie junto al lecho. Sobre una silla reposaba un cuenco con agua, teñida de sangre y, mientras observaba, vio que la señora Reynolds terminaba de secarse las manos con un paño y lo colgaba junto al recipiente.

– ‌Lydia sigue dormida -‌comentó Jane-‌, pero sé que insistirá en acudir junto al señor Wickham en cuanto despierte, y no quería que lo viera en el estado en que estaba cuando lo han traído. Tiene todo el derecho a ver a su esposo aunque esté inconsciente, pero sería horrible que todavía tuviera el rostro manchado de la sangre del capitán Denny. Es posible que una parte sea suya, tiene dos rasguños en la frente, y algunos más en las manos, pero son superficiales, y seguramente se los ha hecho cuando se abría paso entre los arbustos.

Elizabeth se preguntó si había sido buena idea lavarle el rostro. ¿No era posible que sir Selwyn, a su llegada, esperase ver a Wickham en el estado en que se hallaba cuando lo encontraron inclinado sobre el cuerpo? Con todo, la acción de Jane no la sorprendió, ni que Bingley estuviera presente para mostrar su apoyo. A pesar de toda su dulzura y amabilidad, había en su hermana una determinación interior extraordinaria y, una vez que llegaba a la conclusión de que algo estaba bien, no era probable que ningún argumento la disuadiera de su propósito.

– ‌¿Lo ha visto ya el doctor McFee? -‌preguntó Elizabeth.

– ‌Le ha echado un vistazo hará una media hora, y regresará si se despierta. Esperamos que para entonces esté ya más tranquilo y pueda comer algo antes de que llegue sir Selwyn, aunque el doctor McFee lo considera poco probable. Le ha costado mucho convencerlo para que tomara un poco de brebaje, que de todos modos es muy potente y, según él, le asegurará varias horas de sueño reparador.

Elizabeth se acercó a la cama y permaneció unos instantes contemplando a Wickham. Era evidente que la pócima del doctor McFee había surtido su efecto: el aliento hediondo había desaparecido, y dormía como un niño, respirando apenas, como si estuviera muerto. Con el rostro limpio, los cabellos oscuros esparcidos sobre la almohada, la camisa abierta, por la que asomaba la delicada línea del cuello, su aspecto era el de un joven caballero herido, exhausto tras la batalla. Al contemplarlo, Elizabeth fue sacudida por un vaivén de emociones. Su mente regresó, sin quererlo, a unos recuerdos tan dolorosos que solo lograba enfrentarse a ellos a su pesar. Había estado tan a punto de enamorarse de él… ¿Se habría casado con él si hubiera sido rico en vez de pobre? Seguro que no, ahora sabía que lo que había sentido entonces no había sido amor. Él, el seductor de Meryton, el apuesto recién llegado que subyugaba a todas las muchachas, la había escogido a ella como favorita. Todo había sido vanidad, un juego peligroso en el que los dos habían participado. Ella había aceptado y, lo que era peor, había transmitido a Jane sus argumentos sobre la perfidia del señor Darcy, la convicción de que este le había arruinado todas las posibilidades en la vida, lo había traicionado como amigo y había descuidado fríamente las responsabilidades sobre Wickham que su padre le había encomendado. Y ella no se dio cuenta hasta mucho después de lo inapropiadas que habían sido aquellas revelaciones, confiadas por alguien que apenas le conocía.

Ahora, al contemplarlo, sintió renacer la vergüenza y la humillación por haber mostrado tan poco sentido común, tan poco juicio, tan poco discernimiento sobre el carácter de otras personas, del que siempre se había vanagloriado. Con todo, algo sobrevivía, un sentimiento próximo a la compasión que hacía que le resultara desagradable plantearse cuál podría ser su final y, ni siquiera ahora, ahora que ya sabía que era capaz de lo peor, llegaba a creer que fuera un asesino. Además, fuera cual fuese el resultado, su matrimonio con Lydia lo había convertido en parte de su familia, en parte de su vida y en parte de la vida de Darcy. Ahora, todas las ideas sobre él aparecían manchadas por imágenes terroríficas: el griterío de la multitud que cesaba de pronto, cuando la figura esposada abandonaba la cárcel; los grilletes y la soga al cuello. Ella había deseado que se alejara de sus vidas, pero nunca quiso que fuera así. Así no, por Dios.

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