LIBRO I

UN DÍA ANTES DEL BAILE

1

A las once de la mañana del viernes 14 de octubre de 1803, Elizabeth Darcy se encontraba sentada a la mesa del saloncito en la primera planta de Pemberley House. La estancia no era grande, pero sus proporciones la hacían especialmente agradable, y sus dos ventanas daban al río. Ese era el cuarto que había escogido para su uso propio, para decorarlo enteramente a su gusto con muebles, cortinas, alfombras y pinturas seleccionadas entre las riquezas de Pemberley, dispuestas según su antojo. El propio Darcy había supervisado los trabajos, y por el placer dibujado en el rostro de su esposo cuando Elizabeth tomó posesión del lugar, así como por el empeño de todos en complacer sus deseos, había llegado a percatarse, más aún que por las otras maravillas más vistosas de la casa, de los privilegios que conllevaba ser la señora Darcy de Pemberley.

El otro aposento que le proporcionaba casi tanta satisfacción como su saloncito era la magnífica biblioteca de la casa. Era la obra de varias generaciones, y ahora su esposo demostraba interés e ilusión por aumentar sus tesoros. La biblioteca de Longbourn había sido siempre el dominio del señor Bennet, y ni siquiera Elizabeth, su hija favorita, accedía a ella sin su permiso expreso. Por el contrario, la de Pemberley estaba siempre abierta para ella, como lo estaba para Darcy, y gracias a las discretas indicaciones de este, movidas por el afecto, ella había leído más, y con más placer y provecho, en los últimos seis años que en los anteriores quince, lo que la había llevado a adquirir una cultura que antes, ahora lo comprendía, no había pasado nunca de rudimentaria. Las cenas con invitados en Pemberley no podían diferir más de las de Meryton, en las que el mismo grupito de personas se dedicaba a chismorrear sobre las mismas cosas y a intercambiar las mismas opiniones, y que se animaba solo cuando sir William Lucas recordaba en voz alta, con todo lujo de detalles, algún otro fascinante pormenor de su investidura en el tribunal de Saint James. Ahora lamentaba siempre el momento de intercambiar miradas con las demás damas y dejar a los caballeros a solas con sus cosas de hombres. Para Elizabeth había sido toda una revelación constatar que los había capaces de valorar la inteligencia en una mujer.

Faltaba un día para que se celebrara el baile de lady Anne. La última hora la había pasado en compañía del ama de llaves, la señora Reynolds, comprobando que los preparativos marcharan correctamente y que todo se desarrollara como era debido. Ahora Elizabeth estaba sola. El primer baile se había celebrado cuando Darcy contaba apenas con un año de edad. Lo dieron para celebrar el cumpleaños de su madre y, salvo por el período de luto por el fallecimiento del esposo, había tenido lugar todos los años, hasta la muerte de la propia lady Anne. Celebrado siempre el sábado posterior a la luna llena de octubre, solía coincidir aproximadamente con el aniversario de boda de Darcy y Elizabeth, fecha que ellos preferían conmemorar solo en compañía de los Bingley, que se habían casado el mismo día, pues les parecía que la ocasión era demasiado íntima e importante para tener que celebrarla rodeados del jolgorio público. Por eso, a instancias de Elizabeth, el baile de otoño siguió llevando el nombre de lady Anne. En el condado se consideraba el acontecimiento social más importante del año. El señor Darcy había expresado su preocupación de que ese no fuera un año oportuno para organizarlo, pues la prevista guerra con Francia se había declarado al fin, y en el sur del país, donde se esperaba la invasión inminente de Bonaparte, el temor era creciente. Además, la cosecha había sido escasa, con todo lo que ello suponía para la vida en el campo. Más de un caballero, cuando alzaba la vista de sus libros de cuentas, se sentía inclinado a convenir que ese año no debía celebrarse el baile, pero la indignación de su esposa era tal, y tal era la certeza de que debería soportar un mínimo de dos meses de turbulencias domésticas, que finalmente aceptaba que nada contribuiría más a levantar la moral que un poco de entretenimiento inofensivo, y que París, aquella ciudad ignorante, se alegraría en exceso y se crecería, si llegara a saber que el baile de Pemberley había sido cancelado.

El entretenimiento y las distracciones estacionales de la vida campestre no son tan numerosos ni tan atractivos como para que los compromisos sociales de una gran casa resulten indiferentes a los vecinos con derecho a beneficiarse de ellos, y el matrimonio del señor Darcy, una vez que el asombro por su elección de prometida se hubo disipado, auguraba al menos que este pasaría en casa más tiempo que antes, y avivaba la esperanza de que su esposa asumiría sus responsabilidades. Al regreso de Elizabeth y Darcy de su viaje de novios, que los había llevado hasta Italia, se sucedieron las acostumbradas visitas formales que había que recibir, las habituales felicitaciones y las charlas intrascendentes, que soportaron con la mayor elegancia de que pudieron hacer acopio. Darcy, consciente desde la infancia de que Pemberley siempre proporcionaría más beneficios de los que podía recibir, resistía aquellos encuentros con loable ecuanimidad, y Elizabeth hallaba en ellos una fuente secreta de distracción, pues sus vecinos ansiaban saciar su curiosidad al tiempo que mantenían su reputación de personas bien educadas. Las visitas, por su parte, experimentaban un placer doble: disfrutar de media hora de reloj inmersas en la elegancia del acogedor saloncito de la señora Darcy antes de, posteriormente, intentar alcanzar con los vecinos un veredicto sobre el vestido, la amabilidad y la capacidad de la recién casada, y sobre las expectativas de felicidad conyugal de la pareja. En menos de un mes ya se había alcanzado un consenso: los caballeros se mostraban impresionados por la belleza y el ingenio de Elizabeth, y sus esposas, por su elegancia y gentileza, así como por la excelencia de sus refrigerios. Se convino, además, en que Pemberley, a pesar de los desafortunados antecedentes de su nueva dueña, tenía todos los visos de volver a ocupar el puesto que le correspondía en la vida social del condado, como así había sido en los días de lady Anne Darcy.

Elizabeth era demasiado realista como para no saber que aquellos antecedentes no habían sido olvidados y que no había familia que se trasladara al distrito a la cual, a su llegada, no le endosaran la asombrosa historia de cómo Darcy había escogido esposa. A él lo consideraban un hombre orgulloso para el que la tradición familiar y la reputación eran de suma importancia, y cuyo padre había logrado aumentar la relevancia social de la familia casándose con la hija de un conde. Durante un tiempo pareció que no había mujer lo bastante buena para convertirse en la señora de Fitzwilliam Darcy, y sin embargo había acabado escogiendo a la segunda hija de un caballero cuya hacienda, limitada además por un mayorazgo que dejaba desprovistas a sus hijas, equivalía a poco más que los jardines ornamentales de Pemberley, una joven cuya fortuna, según se rumoreaba, ascendía a apenas quinientas libras, con dos hermanas solteras y una madre de verbo tan vulgar que resultaba del todo inapropiada para la sociedad respetable. Por si eso fuera poco, una de sus hermanas menores se había casado con George Wickham, hijo del secretario de Darcy-padre, caído en desgracia, y lo había hecho en circunstancias de las que la decencia dictaba hablar solo en susurros. Al hacerlo, había encadenado al señor Darcy y su familia a un hombre al que despreciaba hasta el punto de que el apellido Wickham no se pronunciaba jamás en Pemberley, y la pareja estaba totalmente excluida de la casa. Al parecer, Elizabeth era, ella sí, respetable, y finalmente incluso los más reacios aceptaron que era bonita y poseía unos ojos preciosos, pero el matrimonio seguía causando asombro, así como resentimiento en varias damas jóvenes que, a instancias de sus madres, habían rechazado varias ofertas razonables a fin de estar disponibles para cuando se presentara el flamante premio, y que ahora se acercaban peligrosamente a la treintena sin planes a la vista. De todo ello Elizabeth lograba consolarse recordando la respuesta que había dado a lady Catherine de Bourgh cuando la indignada hermana de lady Anne le había advertido de los perjuicios que recaerían sobre ella si osaba convertirse en la señora Darcy. «Se trata, en efecto, de serias desgracias, pero la esposa del señor Darcy ha de gozar de unas fuentes de dicha tan extraordinarias, unidas necesariamente a su situación, que, en conjunto, no ha de tener motivos para lamentarse.»

El primer baile en el que Elizabeth ejerció junto su esposo de anfitriona, apostada en lo alto de la escalinata para recibir a los invitados que ascendían por ella, había supuesto, visto en perspectiva, una dura prueba, pero ella había sobrevivido triunfante a la ocasión. Bailar le encantaba, y ahora ya podía afirmar que la cita anual le causaba tanto placer como a sus invitados. Lady Anne, con elegante caligrafía, había dejado sus planes por escrito: su cuaderno, de hermosas cubiertas de piel en las que había grabado el emblema de los Darcy, seguía usándose, y aquella mañana permanecía abierto frente a Elizabeth y la señora Reynolds. La lista de invitados seguía siendo esencialmente la misma, pero a ella se habían añadido los nombres de los amigos de Darcy y Elizabeth, incluidos los de los tíos de esta, los Gardiner, mientras que Bingley y Jane acudían sin necesidad de ser convocados. En esa ocasión, al fin, acudirían acompañados de su invitado, Henry Alveston, un joven abogado apuesto y vivaz, que era tan bien acogido en Pemberley como en Highmarten.

Elizabeth no albergaba ningún temor sobre el éxito del baile. Sabía que todos los preparativos estaban ultimados. Se habían cortado suficientes troncos para alimentar las chimeneas, sobre todo las del salón de baile. El pastelero aguardaría a la mañana para preparar las delicadas tartas y demás exquisiteces que tanto deleitaban a las damas, y ya se habían sacrificado y puesto a colgar las aves y las demás piezas con las que se cocinarían los platos más sustanciosos que sin duda los hombres esperaban. De las bodegas ya habían subido los vinos, y se habían molido las almendras que se incorporarían en abundancia a la apreciada sopa blanca. El ponche, que mejoraría enormemente su sabor y potencia, y que contribuiría notablemente a la alegría general, se añadiría en el último momento. Las flores y las plantas habían salido ya de los invernaderos, listas para ser dispuestas en cubos y llevadas a la galería, donde Elizabeth y Georgiana, la hermana de Darcy, supervisarían su arreglo la tarde siguiente; e incluso Thomas Bidwell, llegado ya desde su cabaña del bosque, estaría sentado en la despensa, sacando brillo a las docenas de candelabros que harían falta en el salón de baile, la galería y la estancia reservada a las damas. Bidwell había sido jefe de cocheros del difunto señor Darcy, lo mismo que su padre lo había sido de los predecesores de Darcy. Ahora, el reuma que le atenazaba rodillas y espalda le impedía trabajar con los caballos, pero sus manos seguían siendo fuertes, y se había pasado todas las tardes de la semana anterior al baile abrillantando la plata, ayudando a quitar el polvo a las sillas para las carabinas, y haciéndose indispensable. Mañana, los carruajes de los terratenientes y los coches contratados de los invitados más humildes se acercarían hasta la entrada para que de ellos desembarcaran las animadas pasajeras, con sus vestidos de muselina y sus brillantes tocados bien protegidos del frío del otoño, dispuestas una vez más a gozar de los memorables placeres del baile de lady Anne.

En todos los preparativos, la señora Reynolds había sido la infalible mano derecha de Elizabeth. Se habían conocido cuando, en compañía de sus tíos, ella había visitado Pemberley por vez primera, y el ama de llaves los había recibido y les había mostrado la casa. Conocía a Darcy desde que era un niño, y había pronunciado tantos elogios hacia su persona, como señor y como hombre, que Elizabeth se preguntó entonces por primera vez si sus prejuicios contra él no habrían sido injustos. Nunca habían hablado del pasado, pero el ama de llaves y ella habían congeniado enseguida, y la señora Reynolds, con su apoyo discreto, había sido una pieza valiosísima para Elizabeth, que ya antes de su llegada a Pemberley como recién casada había comprendido que ser dueña de una casa como aquella, responsable del bienestar de tantos empleados, era muy distinto de la labor que su madre desempeñaba en Longbourn. Pero su amabilidad y el interés que demostraba en la vida de los sirvientes convencieron a estos de que la nueva señora velaría por ellos, y todo resultó más fácil de lo que ella había supuesto, menos oneroso, en realidad, que ocuparse de Longbourn, puesto que los criados de Pemberley, la mayoría de ellos muy experimentados, habían sido instruidos por la señora Reynolds y por Stoughton, el mayordomo, para que nunca importunaran a la familia, que merecía recibir un servicio irreprochable.

Elizabeth añoraba poco de su vida anterior, pero era a los sirvientes de Longbourn a quienes recordaba con más frecuencia: Hill, el ama de llaves, que había tenido acceso a todos sus secretos, incluida la escandalosa fuga de Lydia; Wright, la cocinera, que jamás se quejaba de las peticiones algo descabelladas de la señora Bennet; y las dos doncellas, que además de cumplir con sus obligaciones ejercían de camareras privadas de Jane y de ella misma, y las peinaban antes de los bailes de gala. Habían llegado a formar parte de la familia, algo que jamás sucedería con los criados de Pemberley, pero ella sabía que era precisamente Pemberley, la casa y los Darcy, lo que mantenía a la familia, al personal de servicio y a los arrendatarios unidos por una misma fidelidad. Muchos de ellos eran los hijos y los nietos de sirvientes anteriores, y la casa y su historia corrían por sus venas. Y sabía también que el nacimiento de los dos niños guapos y sanos que se encontraban arriba, en el cuarto de juegos -‌Fitzwilliam, que tenía casi cinco años, y Charles, que acababa de cumplir dos-‌, constituía su triunfo definitivo, la seguridad de que la familia y su herencia seguirían proporcionándoles empleo a ellos, a sus hijos y a sus nietos, y de que seguiría habiendo Darcys en Pemberley.

Casi seis años atrás, la señora Reynolds, mientras repasaba la lista de invitados, el menú y las flores con Elizabeth, antes de la primera cena con invitados que organizara esta, dijo:

– ‌Para todos nosotros fue un día feliz, señora, cuando el señor Darcy trajo a su esposa a casa. El mayor deseo de mi señora fue vivir para ver casado a su hijo. No pudo ser. Yo sabía lo mucho que le inquietaba, tanto por él como por Pemberley, que sentara cabeza y fuera feliz.

La curiosidad de Elizabeth pudo más que su discreción. Movió algunos papeles del escritorio, sin levantar la vista, y en voz baja dijo:

– ‌Pero tal vez no con esta esposa. ¿Acaso lady Anne Darcy y su hermana no habían dispuesto la unión del señor con la señorita De Bourgh?

– ‌No niego, señora, que lady Catherine pudiera tener en mente ese plan. Traía hasta aquí a la señorita De Bourgh cuando sabía que Darcy se encontraba en casa. Pero jamás habría podido suceder. La pobre señorita De Bourgh estaba siempre indispuesta, y para lady Anne la salud de una novia era de la máxima importancia. Oímos, sí, que lady Catherine esperaba que el otro primo de la señorita De Bourgh, el coronel Fitzwilliam, le hiciera una proposición, pero de ello tampoco surgió nada.

Regresando al presente, Elizabeth guardó el cuaderno de lady Anne en un cajón y entonces, resistiéndose a abandonar la calma y la soledad que ya no volvería a disfrutar hasta que el baile hubiera concluido con éxito, se acercó hasta una de las dos ventanas con vistas al amplio camino en curva que llegaba hasta la casa, y al río, en cuyas orillas moría la conocida arboleda de Pemberley. Había sido plantada varias generaciones atrás de acuerdo con las instrucciones de un prestigioso jardinero paisajista. Los árboles que se alineaban junto al cauce, perfectos en su forma y bañados por los cálidos y dorados tonos del otoño, se sucedían algo separados del resto, como queriendo enfatizar su singular belleza. La plantación iba espesándose a medida que los ojos se sentían astutamente atraídos por la densa y fragante soledad del interior. Hacia el noreste se divisaba un segundo bosque, de mayor tamaño, en el que a los árboles y arbustos se los había dejado crecer de manera natural, y que había sido patio de juegos y refugio secreto de Darcy durante su infancia. El bisabuelo de este, que al heredar la finca se había recluido en ella, había mandado construir una cabaña allí, y allí se había quitado la vida pegándose un tiro; desde entonces, el bosque -‌al que llamaban bosque para distinguirlo de la arboleda-‌ había inspirado un temor supersticioso en los criados y arrendatarios de Pemberley, y apenas se visitaba. Un camino estrecho lo atravesaba hasta una segunda entrada a la finca, pero lo usaban sobre todo los comerciantes, y los invitados al baile acudirían por la vía principal, desde donde los cocheros llevarían los carruajes hasta los establos, antes de dirigirse a la cocina a pasar el rato mientras durara el baile.

Demorándose un poco más junto a la ventana, y olvidando por un momento las preocupaciones del día, Elizabeth dejó que sus ojos fueran a posarse sobre toda aquella belleza conocida y serena, pero siempre cambiante. El sol brillaba suspendido en un cielo de un azul translúcido en el que unos pocos jirones de nubes se disolvían como volutas de humo. Elizabeth sabía, por el breve paseo que su esposo y ella solían dar al iniciarse la jornada, que el sol de otoño resultaba engañoso, y un vientecillo gélido, para el que no estaba preparada, los había llevado de vuelta a casa más deprisa que otras veces aquella mañana. Ahora se fijó en que el viento había arreciado. En la superficie del río se alzaban olas pequeñas que iban a morir entre las hierbas y arbustos de las orillas, que proyectaban sus sombras desgarradas, temblorosas, sobre las agitadas aguas.

Entonces vio a dos personas desafiar el frío de la mañana: Georgiana y el coronel Fitzwilliam habían estado caminando junto al cauce, y ahora regresaban hacia el prado y se acercaban a la escalinata de piedra que daba acceso a la casa. El coronel Fitzwilliam iba de uniforme, y su casaca roja ponía una viva pincelada de color sobre el azul pálido de la capa de Georgiana. Caminaban algo separados el uno del otro, pero a Elizabeth le pareció que amigablemente, deteniéndose cada vez que Georgiana se sujetaba el sombrero, que el viento amenazaba con levantar por los aires. Al ver que se acercaban, Elizabeth se retiró de la ventana, pues no quería que pensaran que los estaba espiando, y regresó al escritorio. Todavía le quedaban algunas cartas por escribir, invitaciones por responder, decisiones por tomar sobre si a alguno de los campesinos que sufrían pobreza, o algún pesar, le vendría bien una visita suya para transmitirle su comprensión o brindarle ayuda.

Acababa de levantar la pluma de la mesa cuando llamaron a la puerta y tras ella apareció la señora Reynolds.

– ‌Siento molestarla, señora, pero el coronel Fitzwilliam acaba de regresar de un paseo y ha preguntado si podría dedicarle unos minutos, si no es demasiada molestia.

– ‌Ahora estoy libre -‌respondió-‌. Que suba si lo desea.

Elizabeth pensó que sabía lo que tal vez quisiera comunicarle, algo que le causaba cierto nerviosismo y que habría preferido ahorrarse. Darcy tenía pocos amigos y, desde la infancia, su primo el coronel Fitzwilliam había visitado Pemberley con frecuencia. Durante los primeros tiempos de su carrera militar, su presencia en la casa había menguado, pero en los últimos dieciocho meses, sus estancias, si bien de menor duración, se habían vuelto más constantes, y a Elizabeth no le había pasado por alto que se había producido un cambio, sutil pero inequívoco, en su trato hacia Georgiana: sonreía más a menudo cuando ella estaba presente, y mostraba una mayor predisposición que antes a sentarse a su lado cuando tenía ocasión, y a conversar con ella. Desde su visita del año anterior, en que también había acudido para asistir al baile de lady Anne, se había producido, además, un cambio material en su vida. Su hermano mayor, heredero del condado, había muerto en el extranjero, y ahora él llevaba el título de vizconde Hartlep, que lo acreditaba como legítimo heredero. Con todo, prefería no usarlo, especialmente cuando se encontraba entre amigos, pues había decidido esperar a la sucesión para asumir su nuevo título y las numerosas responsabilidades que este conllevaba. Así pues, por lo general era conocido como coronel Fitzwilliam.

Lo que querría, por supuesto, sería casarse, y más ahora que Inglaterra estaba en guerra con Francia y él podía perder la vida en acto de servicio sin dejar sucesor. Aunque a Elizabeth nunca le habían preocupado los árboles genealógicos, sabía que no existía ningún pariente cercano de sexo masculino y que, si el coronel moría sin hijos varones, el título de conde se extinguiría. Se preguntaba, y no era la primera vez, si estaba buscando esposa en Pemberley y, de ser así, cómo reaccionaría Darcy. Debía de complacerle, sin duda, que su hermana se convirtiera algún día en condesa, y que su esposo llegara a formar parte de la Cámara de los Lores y fuera nombrado legislador de su país. Todas ellas eran razones más que justificables de orgullo familiar, pero ¿las compartiría Georgiana? Ella era ya una mujer adulta, y no se hallaba sujeta a custodia de ningún tipo, pero Elizabeth sabía que le dolería inmensamente casarse con un hombre sin contar con la aprobación de su hermano; y también estaba la complicación de Henry Alveston. Elizabeth había visto lo bastante para convencerse de que aquel hombre estaba enamorado de ella, o a punto de estarlo. Pero ¿y Georgiana? De algo estaba segura Elizabeth: Georgiana Darcy no se casaría jamás con alguien a quien no amara o por quien no sintiera esa fuerte atracción, ese hondo afecto y ese respeto que las mujeres saben que puede profundizarse hasta convertirse en amor. ¿Acaso aquello no le habría bastado a Elizabeth si el coronel Fitzwilliam se le hubiera declarado cuando se encontraba visitando a su tía, lady Catherine de Bourgh, en Rosings? La idea de que, insensatamente, hubiera podido perder a Darcy y su felicidad presente por aceptar el ofrecimiento de un primo de este la humillaba más aún que el recuerdo de su interés por el infame George Wickham, y la apartó de su mente sin vacilar.

El coronel había llegado a Pemberley la tarde anterior, justo a tiempo para la cena, pero, además de saludarlo, apenas habían tenido ocasión de estar juntos. Ahora, mientras él llamaba discretamente a la puerta, la franqueaba y, a instancias suyas, tomaba asiento frente a ella, en la silla situada junto a la chimenea, a Elizabeth le parecía verlo con claridad por primera vez. Era cinco años mayor que Darcy, pero cuando se habían conocido en la galería de Rosings, su simpatía, su buen humor y su atractiva viveza no habían hecho sino subrayar lo taciturno de su primo, y había sido él quien le había parecido el más joven de los dos. Pero todo aquello pertenecía al pasado. Ahora poseía una madurez y una seriedad que lo hacían parecer mayor de lo que era. Algo de ello tenía que deberse, pensaba Elizabeth, a sus servicios en el ejército y a las enormes responsabilidades que recaían sobre él en tanto que comandante de hombres, mientras que su cambio de estatus había traído consigo no solo una mayor carga, sino también un orgullo de abolengo más visible y, por qué no, un atisbo de arrogancia, que resultaban menos atractivos.

Fitzwilliam no inició la conversación de inmediato y entre los dos se hizo un silencio durante el cual ella resolvió que, como había sido él quien había solicitado verla, debía ser él quien hablara primero. Él, por su parte, parecía preocupado por cuál era el mejor modo de proceder, aunque no parecía sentirse incómodo ni violento. Finalmente, inclinándose hacia ella, pronunció las primeras palabras.

– ‌Confío, querida prima, en que su perspicacia y su interés por las vidas y los asuntos de los demás la habrán llevado a no ignorar del todo lo que estoy a punto de revelarle. Como sabe, desde el fallecimiento de lady Anne Darcy he gozado del privilegio de acompañar a Darcy en la misión de custodiar a su hermana, y creo poder decir que he cumplido con mi deber con un hondo sentido de mis responsabilidades y con afecto fraternal por mi protegida, afecto que no ha flaqueado en ningún momento. Al contrario, ha ido haciéndose más profundo y se ha convertido en el amor que un hombre debería sentir por la mujer con la que espera casarse, y es mi deseo más preciado que Georgiana consienta en ser mi esposa. No se lo he pedido formalmente a Darcy, pero a él no le ha pasado desapercibido, y tengo la esperanza de que mi proposición cuente con su aprobación y consentimiento.

Elizabeth estimó más prudente no mencionar que, dado que Georgiana había alcanzado su mayoría de edad, el consentimiento de su hermano ya no era necesario.

– ‌¿Y Georgiana? -‌se limitó a preguntar.

– ‌Hasta que cuente con la aprobación de Darcy no me siento autorizado a hablar. Por el momento reconozco que Georgiana no ha dicho nada que me dé motivos para albergar esperanzas fundadas. Su actitud hacia mí es siempre de amistad, confianza y, según creo, afecto. Espero que la confianza y el afecto crezcan hasta convertirse en amor, si soy paciente. Creo que a una mujer el amor le llega más a menudo después del matrimonio que antes de él y, sin duda, a mí me parece a la vez natural y correcto que así sea. Después de todo, la conozco desde que nació. Reconozco que la diferencia de edad podría representar un problema, pero solo soy cinco años mayor que Darcy, y no llego a verlo como un impedimento.

Elizabeth sintió que habían entrado en un terreno resbaladizo.

– ‌Tal vez la edad no sea impedimento, pero podría serlo un interés ya existente.

– ‌¿Está pensando en Henry Alveston? Sé que a Georgiana le atrae, pero no he percibido nada que sugiera un vínculo más profundo. Se trata de un joven agradable, listo y excelente. No oigo sino elogios sobre su persona. Y es muy posible que él albergue esperanzas. Naturalmente, querrá casarse por dinero. -‌Elizabeth apartó la mirada, y él se apresuró a añadir-‌: No es mi intención acusarlo de avaricia ni de falta de sinceridad, pero con sus responsabilidades, su admirable empeño en sanear la fortuna familiar y sus enérgicos esfuerzos para recuperar el patrimonio y una de las casas más hermosas de Inglaterra, no puede permitirse contraer matrimonio con una mujer pobre. Ello lo condenaría a él, y a su esposa, a la infelicidad, e incluso a la penuria.

Elizabeth permaneció en silencio. A su mente regresaron aquel primer encuentro en Rosings, la charla tras la cena, la música y las risas, y sus visitas frecuentes a la parroquia, sus atenciones con ella, demasiado evidentes para pasarlas por alto. La noche de la cena, lady Catherine había presenciado sin duda lo bastante para mostrarse preocupada. Nada escapaba a su mirada aguda, penetrante. Ella recordaba bien que había exclamado: «¿Qué es eso tan interesante de lo que habláis? Yo también quiero participar de la conversación.» Elizabeth sabía que había empezado a preguntarse si aquel era un hombre con el que podría ser feliz, pero la esperanza, si es que había sido lo bastante intensa para recibir ese nombre, había muerto poco después, cuando habían vuelto a coincidir, tal vez casualmente, tal vez en un encuentro forzado por él, cuando ella se encontraba caminando sola por los jardines de Rosings y él se ofreció a acompañarla de regreso a la rectoría. Él se lamentó de su pobreza, y ella se burló de él cariñosamente preguntándole qué desventajas acarreaba la pobreza al hijo menor de un conde. Él replicó que los hijos menores «no pueden casarse donde quieren». En aquel momento ella se preguntó si su comentario había sido una advertencia, y la sospecha le causó cierto sonrojo, que procuró ocultar llevando la conversación hacia cuestiones más agradables. Pero el recuerdo del incidente distaba mucho de serlo. Ella no necesitaba de las advertencias del coronel Fitzwilliam para saber qué matrimonio aguardaba a una joven con cuatro hermanas solteras y sin fortuna. ¿Le estaba insinuando que un joven afortunado podía estar tranquilo disfrutando de la compañía de una mujer como ella, coqueteando incluso discretamente, pero que la prudencia dictaba que ella no debía llevarse a engaño esperando algo más? Tal vez la advertencia fuera necesaria, pero no había sido correctamente planteada. Si él no había albergado nunca la menor intención hacia ella, habría sido más cortés por su parte que no se hubiera mostrado tan abiertamente asiduo en sus atenciones.

El coronel Fitzwilliam se percató de su silencio.

– ‌¿Puedo esperar su aprobación? -‌le preguntó.

Ella se volvió hacia él y le respondió con firmeza.

– ‌Coronel, yo no tengo parte en esto. Ha de ser Georgiana la que decida dónde se halla su dicha. Yo solo puedo decirle que, si ella se muestra de acuerdo en casarse con usted, yo compartiré plenamente el placer que a mi esposo le cause su unión. Pero no es este un asunto en el que yo pueda ejercer influencia alguna. La decisión ha de ser de Georgiana.

– ‌He creído que tal vez ella habría hablado con usted.

– ‌Georgiana no me ha hecho ninguna confidencia al respecto, y no sería adecuado por mi parte que yo le planteara el tema hasta que ella lo haga, si llega a hacerlo.

Fitzwilliam pareció por un momento satisfecho con la respuesta, pero entonces, como llevado por una compulsión, volvió a referirse al hombre del que sospechaba que podía ser su rival.

– ‌Alveston es un joven apuesto y agradable, y sabe expresarse bien. El tiempo y la madurez que este otorga moderarán sin duda cierto exceso de confianza y la tendencia a mostrar menos respeto por sus mayores del que es debido a su edad, y que resulta censurable en alguien tan capaz. No dudo que sea bien recibido en Highmarten, pero me resulta sorprendente que pueda visitar con tanta frecuencia al señor y la señora Bingley. Los abogados de éxito no suelen ser tan pródigos con su tiempo.

Elizabeth no respondió nada, y a él le pareció tal vez que sus críticas, tanto las expresadas como las sugeridas, habían sido imprudentes.

– ‌Aunque es cierto -‌añadió-‌ que suele aparecer por Derbyshire los sábados y los domingos, o cuando no hay sesiones en los tribunales. Supongo que estudia cuando dispone de tiempo libre.

– ‌Mi hermana dice que nunca ha recibido en su casa a otro invitado que pasara tanto tiempo trabajando en la biblioteca -‌dijo Elizabeth.

Hubo otra pausa, y entonces, para su sorpresa e incomodidad, Fitzwilliam dijo:

– ‌Supongo que George Wickham sigue sin ser recibido en Pemberley.

– ‌Así es. Nunca. Ni Darcy ni yo lo hemos visto desde que estuvo en Longbourn tras su boda con Lydia.

Se hizo otro silencio, más prolongado esta vez.

– ‌Fue desacertado que se prestara tanta atención a Wickham cuando era niño -‌dijo al fin el coronel Fitzwilliam-‌. Lo criaron junto a Darcy como si fueran hermanos. Durante la infancia, probablemente, aquello resultó beneficioso para ambos. Dado el afecto que el difunto señor Darcy sentía por su secretario, tras la muerte de este fue una muestra natural de caridad que se responsabilizara hasta cierto punto de su hijo. Pero para un muchacho del temperamento de Wickham, codicioso, ambicioso, inclinado a la envidia, era un peligro para él gozar de unos privilegios que, una vez concluida la infancia, no podría seguir compartiendo. Los dos asistieron a distintos colegios en la universidad y, por supuesto, él no acompañó a Darcy en su viaje por Europa. Los cambios en su estatus y en sus expectativas se produjeron tal vez demasiado drástica y súbitamente. Tengo motivos para creer que lady Anne se percató del peligro.

– ‌No creo que Wickham creyera que iba a acompañar a Darcy en su largo viaje -‌apuntó Elizabeth.

– ‌Ignoro lo que esperaba, pero sé que era siempre más de lo que obtenía.

– ‌Los tempranos favores otorgados pudieron ser hasta cierto punto imprudentes, pero resulta fácil cuestionar la sensatez de los demás en asuntos que tal vez no conocemos correctamente -‌observó Elizabeth.

El coronel se revolvió, incómodo, en su silla.

– ‌En cualquier caso, no puede haber excusa -‌dijo-‌ para la traición de Wickham a la confianza en él depositada en su intento de seducir a la señorita Darcy. Aquella fue una infamia que las diferencias de cuna o educación no alcanzan a excusar. En tanto que custodio, yo también, de la señorita Darcy, fui informado, por supuesto, del desgraciado incidente por su hermano, pero se trata de un asunto que he apartado de mi mente. Jamás hablo de ello con Darcy, y me disculpo por hacerlo ahora con usted. Wickham se ha distinguido en la campaña de Irlanda, y en la actualidad es algo así como un héroe nacional, pero ello no sirve para borrar el pasado, aunque tal vez le proporcione la oportunidad de llevar una vida más respetable y exitosa en el futuro. He sabido que ha abandonado el ejército, decisión desacertada en mi opinión, pero sigue siendo amigo de algunos compañeros militares, como el señor Denny, al que usted recordará por haber sido él quien se lo presentó en Meryton. En fin, no debería haber mencionado su nombre en presencia suya.

Elizabeth no dijo nada y, tras una breve pausa, él se puso en pie, le dedicó una reverencia y se retiró. Ella era consciente de que aquella conversación no había satisfecho a ninguno de los dos. El coronel Fitzwilliam no había recibido la aprobación incondicional y la confirmación de su apoyo, tal como esperaba, y Elizabeth temía que, si él no lograba conseguir a Georgiana, la humillación y la vergüenza romperían una amistad que se había mantenido desde la infancia, y que su esposo, lo sabía bien, tenía en gran estima. No le cabía duda de que Darcy vería con buenos ojos que Fitzwilliam se convirtiera en esposo de su hermana. Lo que él quería para ella era, ante todo, seguridad, y con él estaría segura. Era probable que incluso considerara la diferencia de edad una ventaja. Con el tiempo, su hermana sería condesa, y el dinero nunca constituiría una preocupación para el hombre afortunado que la tomara en matrimonio. Elizabeth deseaba que la cuestión quedara zanjada de un modo u otro. Tal vez los acontecimientos se precipitaran al día siguiente, durante el baile. Se sabía que los bailes, con las ocasiones que brindaban a quienes se sentaban apartados del resto, a quienes se susurraban confidencias mientras se entregaban a las danzas, solían acelerar el desenlace de los acontecimientos, fueran estos buenos o malos. Ella solo esperaba que todos los implicados se dieran por satisfechos, y sonrió ante la presunción de que tal cosa fuera posible.

A Elizabeth le complacía el cambio operado en Georgiana desde que Darcy y ella se habían casado. Al principio, a su cuñada le asombró, casi le escandalizó, descubrir que ella se burlaba cariñosamente de su hermano, y que él, muy a menudo, le devolvía las pullas, lo que provocaba las risas de ambos. En Pemberley, antes de la llegada de Elizabeth se reía muy poco, y alentada discreta y suavemente por ella, Georgiana había perdido algo de la timidez de los Darcy. Ahora no dudaba en ocupar el lugar que le correspondía cuando recibían visitas, y se mostraba más dispuesta a expresar sus opiniones durante las cenas. A medida que iba conociendo mejor a su cuñada, sospechaba que bajo su timidez y su reserva Georgiana poseía otra característica que compartía con Darcy: un fuerte criterio propio. Pero ¿hasta qué punto lo reconocía Darcy? En su mente, ¿acaso no seguía siendo Georgiana la joven vulnerable de quince años, la niña que necesitaba de su amor vigilante si quería escapar al desastre? No era que desconfiara de su virtud, de su sentido del honor -‌semejante idea habría sido algo parecido a la blasfemia-, pero ¿en qué medida se fiaba de su buen juicio? Además, para ella, desde la muerte de su padre, Darcy había sido el cabeza de familia, el hermano mayor digno de confianza y sensato con algo de la autoridad del padre, un hermano querido y jamás temido, puesto que el amor no convive con el miedo, pero sí venerado y respetado. Georgiana no se casaría si no estaba enamorada, pero tampoco lo haría sin contar con su aprobación. ¿Y si llegaba a tener que decidirse entre el coronel Fitzwilliam, primo suyo, heredero de un condado, soldado galante que la conocía desde siempre, y un joven abogado, simpático y apuesto que seguramente se estaba labrando un nombre, pero del que sabían muy poco? Heredaría una baronía, una baronía antigua, y Georgiana dispondría de una casa que, cuando Alveston ganara dinero y la restaurara, sería una de las más hermosas de Inglaterra. Pero Darcy era orgulloso de su linaje, y no había duda de qué candidato ofrecía un mayor grado de seguridad y un futuro más prometedor.

La visita del coronel había destruido su sosiego y la había dejado preocupada y algo alterada. Fitzwilliam tenía razón cuando había dicho que no debería haber pronunciado el nombre de Wickham. Ni siquiera Darcy había mantenido el menor contacto con él desde que se vieron en la iglesia, el día de su boda con Lydia, boda que jamás habría tenido lugar si él no hubiera aportado una suma indecente de dinero. Elizabeth estaba segura de que ese secreto no había llegado a oídos del coronel Fitzwilliam, aunque, evidentemente, este sí había tenido conocimiento del enlace y debía de sospechar la verdad. Se preguntaba si no estaría intentando asegurarse de que Wickham no tenía el menor peso en la vida de Pemberley, y de que Darcy había comprado su silencio para garantizarse que la gente jamás pudiera decir que la señorita Darcy de Pemberley tenía una reputación manchada. Sí, la visita del coronel la había alterado, y empezó a caminar de un lado a otro, intentando aplacar unos temores que esperaba que fueran irracionales y recobrar algo de su calma anterior.

El almuerzo, que compartieron solo los cuatro, fue un trámite breve. Darcy debía reunirse con su secretario, y había regresado a su despacho para esperarlo allí. Elizabeth había dispuesto encontrarse con Georgiana en la galería, donde se dedicarían a escoger las flores y las ramas verdes que el jefe de jardineros había traído desde los invernaderos. A lady Anne le gustaban mucho los colores variados y los arreglos recargados, pero Elizabeth prefería usar solo dos tonos mezclados con verde, y disponer las flores en jarrones de tamaños diversos, para que su perfume se repartiera por todas las estancias. Las del baile del día siguiente serían rosadas y blancas, y Elizabeth y Georgiana trabajaban y se consultaban rodeadas de rosas de largos tallos y de geranios, que impregnaban intensamente el espacio con sus aromas. El ambiente tibio, húmedo y cargado de la galería resultaba opresivo, y Elizabeth sintió el súbito deseo de aspirar aire puro y notar el viento en las mejillas. Tal vez su malestar se debiera a la presencia de Georgiana y a la confidencia del coronel, que pesaba sobre el día como una losa.

Un instante después, la señora Reynolds entró en la galería.

– ‌Señora, el coche del señor y la señora Bingley viene de camino. Si se apresura un poco, llegará a la puerta a tiempo para recibirlos.

Elizabeth gritó de alegría y, seguida de Georgiana, corrió hacia la puerta principal. Stoughton ya se encontraba allí, listo para abrirla en el momento exacto en que el carruaje se detenía. Elizabeth salió al exterior y, al hacerlo, sintió el aliento fresco del viento. Su querida Jane estaba ahí, y por un momento todo el malestar quedó oculto tras la alegría del encuentro.

2

Los Bingley no residieron mucho tiempo en Netherfield tras su boda. Él era el hombre más tolerante y bondadoso del mundo, pero Jane no tardó en darse cuenta de que vivir tan cerca de su madre no redundaría precisamente en el bienestar de su esposo, ni en su propio sosiego mental. Tenía un carácter afectuoso, y la lealtad y el amor que sentía por su familia eran profundos, pero para ella la felicidad de Bingley era lo primero. A los dos les entusiasmaba la idea de instalarse en las proximidades de Pemberley, y cuando el arrendamiento en Netherfield expiró, se instalaron durante un breve período en Londres con la señora Hurst, la hermana de Bingley, antes de trasladarse con cierto alivio a Pemberley, conveniente base desde la que explorar en busca de un hogar permanente. En dicha búsqueda, Darcy había tomado parte activa. Él y Bingley habían estudiado en la misma escuela, pero la diferencia de edad, a pesar de ser de apenas dos años, había implicado que durante su infancia se frecuentaran poco. Fue en Oxford donde trabaron amistad. Darcy, orgulloso, reservado y ya por entonces poco sociable, hallaba alivio en la generosidad y la facilidad de trato de Bingley, y en la despreocupada y alegre convicción de que la vida siempre se mostraría generosa con él. Este, por su parte, depositaba tal fe en la gran sensatez y la inteligencia de Darcy que siempre se resistía a tomar cualquier decisión importante sin contar con la aprobación de su amigo.

Darcy había aconsejado a Bingley que, más que construirse una casa, adquiriera alguna propiedad ya existente y, puesto que Jane ya esperaba su primer hijo, parecía aconsejable encontrar sin dilación alguna que les permitiera instalarse con los mínimos inconvenientes. Fue Darcy, actuando en nombre de su amigo, el que dio con Highmarten, y tanto Jane como su esposo se mostraron encantados con la casa desde el momento en que la vieron. Se trataba de una mansión elegante, moderna, erigida sobre un terreno elevado, lo que permitía que desde todas sus ventanas las vistas fueran despejadas. Era lo bastante espaciosa para facilitar la vida de familia, rodeada de jardines bien trazados, y de tantas tierras que Bingley podría organizar cacerías en ellas sin salir perdiendo en la comparación con las que se celebraban en Pemberley. El doctor McFee, que durante años había velado por la salud de los Darcy y de todos quienes vivían en Pemberley, había visitado Highmarten y había dado su aprobación, considerando que la situación era saludable, y el agua, de gran pureza. Las formalidades se resolvieron con celeridad. A la casa solo le hacían falta muebles y decoración, y Jane, con la ayuda de Elizabeth, se había dedicado con gran placer a recorrer las estancias decidiendo papeles pintados, pinturas y cortinajes. A los dos meses de haber encontrado la propiedad, los Bingley ya se hallaban instalados, y la dicha de las dos hermanas casadas era completa.

Ambas familias se veían con frecuencia, y eran pocas las semanas en que uno u otro carruaje no recorriera la distancia que separaba Highmarten de Pemberley. Jane rara vez se separaba de sus hijos más de una noche -‌Elizabeth y Maria, las gemelas de cuatro años, y Charles Edward, que ya estaba a punto de cumplir dos-‌, aunque sabía que podía dejarlos con total tranquilidad en manos de la experimentada y competente señora Metcalf, la niñera que ya se había ocupado de su esposo cuando este nació, pero se alegraba de pasar dos noches en Pemberley para poder asistir al baile sin tener que vivir los inevitables problemas de trasladar a tres niños pequeños y a su niñera de una casa a otra para una estancia tan breve. En aquella ocasión tampoco había acudido con su doncella -‌nunca lo hacía-‌, pero a la de Elizabeth, una joven muy dispuesta llamada Belton, no le importaba en absoluto atenderlas a las dos. El coche y el cochero de los Bingley quedaron a cargo de Wilkinson, el cochero de Darcy, y tras los efusivos saludos de rigor, Elizabeth y Jane, cogidas del brazo, subieron hasta el dormitorio que esta ocupaba siempre en sus visitas, contiguo al vestidor de Bingley. Belton ya se había ocupado del baúl de Jane, y estaba colgando su vestido de noche y el traje largo que se pondría para el baile. Regresaría transcurrida una hora para ayudarlas a cambiarse y peinarse. Las hermanas, que habían compartido dormitorio en Longbourn, se habían sentido muy unidas desde la infancia, y no existía cuestión que Elizabeth no pudiera confiar a Jane, pues sabía que contaría siempre con su máxima discreción, y que los consejos que esta pudiera darle nacerían de su bondad y su buen corazón.

Después de hablar con Belton se dirigieron, como de costumbre, al cuarto de los niños para dar al pequeño Charles el abrazo esperado, y regalarle alguna golosina, para jugar con Fitzwilliam y escucharlo leer -‌pronto abandonaría la habitación infantil para pasar a ocupar la del estudio, y tomaría un tutor-‌ y para mantener una charla breve pero relajada con la señora Donovan. Entre ella y la señora Metcalf sumaban cincuenta años de experiencia, y aquellas dos déspotas benévolas habían establecido desde el principio una estrecha alianza, defensiva y ofensiva, y ejercían el control absoluto en sus dominios, adoradas por los niños que tenían a su cargo y respetadas por sus padres, a pesar de que Elizabeth sospechaba que, para la señora Donovan, la única función de una madre consistía en traer al mundo a un nuevo bebé tan pronto como al último empezaban a salirle los dientes de leche. Jane contó algunas novedades sobre los progresos de Charles Edward y las gemelas, y el régimen seguido en Highmarten fue comentado y alabado por la señora Donovan, algo normal, teniendo en cuenta que era igual que el suyo. Apenas disponían ya de una hora antes de cambiarse para la cena, por lo que las hermanas se trasladaron al cuarto de Elizabeth para compartir aquellas pequeñas confidencias de las que depende en gran medida la felicidad doméstica.

Para Elizabeth habría sido un alivio confiar a Jane una cuestión de mayor peso, la intención del coronel de proponer matrimonio a Georgiana, pero, aunque no le había pedido que le guardara el secreto, él debía confiar, sin duda, en que ella hablaría antes con su esposo, y a Elizabeth le parecía que el alto sentido del honor de Jane se resentiría, como se habría resentido el suyo propio, si su hermana le hubiera confiado la noticia antes de tener la ocasión de comentarla con Darcy. Sin embargo, estaba impaciente por hablar de Henry Alveston, y se alegró de que fuera Jane la que pronunciara su nombre diciendo:

– ‌Qué amable por tu parte al incluir al señor Alveston en tu invitación. Sé lo mucho que significa para él ser recibido en Pemberley.

– ‌Es un invitado muy agradable, y los dos nos alegramos de verle. Educado, inteligente, apuesto y animado, es por tanto paradigma de juventud. Recuérdame cómo llegasteis a intimar. ¿No fue el señor Bingley quien lo conoció en Londres, cuando fue a ver a su abogado?

– ‌Sí, hace dieciocho meses, cuando Charles visitaba al señor Peck para tratar sobre unas inversiones. El señor Alveston había acudido al despacho en relación con la posible representación en los tribunales de uno de los clientes del señor Peck y, como sucedió que los dos llegaron con antelación, coincidieron en la sala de espera y, posteriormente, el señor Peck los presentó. A Charles le impresionó notablemente el joven, y esa noche cenaron juntos. Fue entonces cuando el señor Alveston le confió su intención de recuperar la fortuna familiar y la finca de Surrey, propiedad de su familia desde el siglo XVII, y con la que él, en tanto que hijo único, siente un fuerte vínculo y una gran responsabilidad. Volvieron a verse en el club de Charles, y fue entonces cuando mi esposo, conmovido ante su aspecto general de fatiga, lo invitó en nombre de los dos a pasar unos días en Highmarten. Desde entonces el señor Alveston se ha convertido en visita asidua, y es bienvenido cada vez que sus obligaciones en los tribunales le permiten escaparse. Hemos sabido que el padre del señor Alveston, lord Alveston, ha cumplido los ochenta años y no goza de buena salud, y que durante estos últimos años ya no ha sido capaz de aportar el vigor y la iniciativa que requiere el manejo de una finca, pero la baronía es una de las más antiguas del país, y su familia, muy respetada. Charles supo, por el señor Peck, y no solo por él, que el señor Alveston causa gran admiración en Middle Temple, y los dos nos hemos encariñado mucho con él. Para nuestro pequeño Charles Edward es todo un héroe, y las gemelas lo adoran y lo reciben siempre con saltos de alegría.

Mostrarse cariñoso con sus hijos era un atajo seguro hacia el corazón de Jane, y Elizabeth comprendía la atracción que en Highmarten despertaba Alveston. La vida de un soltero en Londres, que trabajaba más de la cuenta, no debía de resultar demasiado atractiva, y Alveston encontraba sin duda en la belleza de la señora Bingley, en su amabilidad, en su voz melodiosa y en la alegre vida doméstica de su hogar, un agradable contraste con la competitividad despiadada y las exigencias sociales de la capital. Alveston, como Darcy, habían asumido siendo muy jóvenes el peso de las expectativas y las responsabilidades. Su empeño en recuperar la fortuna familiar era digno de admiración, y el Tribunal de Justicia, con sus desafíos y sus éxitos, era para él, tal vez, la encarnación de una lucha más personal.

– ‌Espero que ni tú, querida hermana, ni el señor Darcy os sintáis incómodos por su presencia aquí -‌dijo Jane tras una pausa-‌. Debo confesar que, viendo el placer evidente que tanto él como Georgiana sienten cuando están juntos, me parece posible que el señor Alveston esté enamorándose, y si ello ha de causar inquietud en el señor Darcy o en Georgiana, nos aseguraremos, claro está, de que las visitas cesen. Pero es un joven de valía, y si mis sospechas son fundadas y Georgiana le corresponde en su interés, estoy segura de que podrían ser felices juntos, aunque tal vez el señor Darcy tenga otros planes para su hermana y, si es así, quizá sea sensato y considerado que el señor Alveston deje de venir a Pemberley. En el transcurso de mis visitas recientes me he percatado de un cambio en la actitud del coronel Fitzwilliam hacia su prima, una mayor disposición a conversar con ella y a pasar tiempo a su lado. Sería una unión magnífica, y ella no desmerecería en absoluto, aunque me pregunto si se sentiría muy feliz en ese inmenso castillo, tan al norte. La semana pasada, en nuestra biblioteca, vi un dibujo del lugar. Parece una fortaleza de granito, y el mar del Norte rompe prácticamente contra sus muros. Y se encuentra tan lejos de Pemberley… Sin duda a Georgiana le entristecería hallarse tan separada de su hermano y de la casa que tanto ama.

– ‌Sospecho que tanto para el señor Darcy como para Georgiana Pemberley es lo primero -‌admitió Elizabeth-‌. Recuerdo que, cuando vine de visita con los tíos y el señor Darcy me preguntó qué me parecía la casa, mi evidente entusiasmo le complació. De no haberme mostrado tan sinceramente encantada, creo que no se hubiera casado conmigo.

Jane se echó a reír.

– ‌A mí me parece que sí, querida. Aunque tal vez no debamos tratar más este asunto. Hablar sobre los sentimientos de los demás cuando no los comprendemos del todo, y cuando es posible que ni siquiera los implicados los comprendan, puede ser fuente de zozobra. Tal vez haya hecho mal mencionando al coronel. Sé, querida Elizabeth, lo mucho que quieres a Georgiana, y sé que desde que vive contigo como una hermana ha ganado confianza en sí misma y se ha convertido en una joven más hermosa. Si en verdad tiene dos pretendientes, la decisión, claro está, ha de ser suya, aunque no la imagino aceptando casarse en contra de los deseos de su hermano.

– ‌Tal vez la cuestión se resuelva tras el baile -‌dijo Elizabeth-‌, por más que admito que para mí es causa de inquietud. He llegado a querer mucho a Georgiana. Pero dejemos de lado el tema por ahora. Debemos pensar en la cena en familia. No puedo estropeársela a nadie con preocupaciones que pueden ser infundadas.

No añadieron nada más, pero Elizabeth sabía que Jane no veía el menor problema. Ella creía firmemente que dos jóvenes atractivos que gozaban tan claramente de su mutua compañía podían enamorarse de manera natural, y que ese amor debía culminar en un matrimonio feliz. Allí, además, no existían problemas de dinero: Georgiana era rica y el señor Alveston progresaba en el ejercicio de su profesión. Aunque, claro, para Jane el dinero no era nunca un asunto relevante: con tal de que bastara para que una familia viviera cómodamente, ¿qué importaba cuál de los dos miembros de la pareja lo aportara a la unión? Y el hecho, que para otros sería de capital importancia, de que el coronel fuera vizconde y de que su esposa, con el tiempo, hubiera de convertirse en condesa, mientras que el señor Alveston solo llegaría a ser barón, no le importaba lo más mínimo. Elizabeth decidió no recrearse en las posibles dificultades y propiciar la ocasión de hablar con su esposo una vez que pasara el baile. Los dos habían estado tan ocupados que ella apenas lo había visto desde la mañana. No se sentiría justificada para especular con él sobre los sentimientos del señor Alveston a menos que este o Georgiana hablaran del tema, pero sí debía contarle cuanto antes que el coronel tenía intención de comunicarle la esperanza de que Georgiana aceptara ser su esposa. Elizabeth no sabía por qué, pero la idea de aquel enlace, a todas luces esplendoroso, le causaba una inquietud que no conseguía disipar con razonamientos, e intentaba ahuyentar aquella desagradable sensación. Belton había vuelto, y era hora de que Jane y ella se prepararan para la cena.

3

La víspera del baile, la cena se servía a las seis y media, la hora acostumbrada y muy en boga, pero cuando los asistentes eran pocos solía ofrecerse en una sala pequeña, contigua al comedor principal, donde hasta ocho personas podían instalarse cómodamente en torno a una mesa redonda. En años anteriores había hecho falta usar la estancia mayor, porque los Gardiner y en ocasiones las hermanas de Bingley habían acudido a Pemberley para asistir al baile, pero al señor Gardiner le costaba abandonar sus negocios, y a su esposa separarse de sus hijos. Lo que ellos preferían era visitarlos en verano, cuando él podía disfrutar de la pesca y su esposa lo pasaba en grande explorando los alrededores con Elizabeth, montadas en un faetón tirado por un solo caballo. La amistad entre las dos mujeres era antigua y sólida, y Elizabeth siempre había tenido en cuenta los consejos de su tía. Ahora había asuntos para los que le habría gustado contar con ellos.

Aunque la cena era informal, los asistentes se agruparon de forma natural para entrar en el comedor por parejas. El coronel se apresuró a ofrecerle el brazo a Elizabeth, Darcy se colocó junto a Jane, y Bingley con un gesto galante se ofreció a llevar a Georgiana. Al ver que Alveston avanzaba solo tras la última pareja, Elizabeth pensó que deberían haber dispuesto mejor las cosas, aunque lo cierto era que siempre resultaba difícil encontrar a una dama adecuada sin pareja con tan poca antelación, y hasta ese año las convenciones nunca habían importado en aquellas cenas previas al baile. La silla vacía quedaba junto a Georgiana, y cuando Alveston se sentó en ella, Elizabeth se fijó en que esbozaba una fugaz sonrisa de placer.

Mientras los demás tomaban asiento, el coronel dijo:

– ‌Así que la señora Hopkins tampoco nos acompaña este año. ¿No es la segunda vez que se pierde el baile? ¿Es que a su hermana no le gusta bailar o acaso el reverendo Theodore ha expresado alguna objeción teológica contra los bailes?

– ‌A Mary nunca le ha gustado mucho bailar -‌replicó Elizabeth-, y me ha pedido que la disculpen, pero su esposo no se opone en absoluto a su participación. La última vez que cenaron aquí me comentó que, en su opinión, los bailes organizados en Pemberley y con asistencia de amigos y conocidos de la familia no podían resultar contrarios a la moral ni a las buenas costumbres.

– ‌Lo que demuestra -‌le susurró Bingley a Georgiana-‌ que nunca ha probado la sopa blanca de Pemberley.

Los demás oyeron su comentario, que provocó sonrisas y alguna carcajada. Pero aquella alegría no iba a durar. En la mesa se notaba la ausencia de la chispa habitual en las conversaciones, y una apatía que ni siquiera el buen humor de Bingley parecía capaz de sacarlos. Elizabeth intentaba no mirar con demasiada asiduidad al coronel, pero cuando lo hacía notaba la frecuencia con que los ojos de este se posaban en la pareja que estaba sentada enfrente. A ella le parecía que su cuñada, con su sencillo vestido de muselina blanca, con la ristra de perlas que adornaba sus cabellos oscuros, nunca había estado tan encantadora, pero en los ojos del coronel captaba una mirada que era más de indagación que de admiración. Sin duda, la joven pareja se comportaba de manera impecable: Alveston no le demostraba más atenciones de las naturales, y Georgiana se volvía por igual hacia este y hacia Bingley para pronunciar sus respuestas, como una joven que se esmerara en seguir las convenciones sociales durante su primera cena con invitados. Aunque, a decir verdad, sí hubo un momento que Elizabeth esperaba que a Fitzwilliam le hubiera pasado por alto. Alveston estaba mezclando para Georgiana el agua con el vino y, durante un segundo, sus manos se rozaron, y Elizabeth vio el rubor asomarse débilmente a las mejillas de la joven, antes de disiparse.

Al observar a Alveston ataviado con sus ropas más formales, a Elizabeth le asombró una vez más constatar lo extraordinariamente apuesto que resultaba. No podía ignorar por completo que, cada vez que entraba en un salón, todas las mujeres dirigían sus miradas hacia él. Llevaba su pelo, castaño y fuerte, simplemente recogido en la nuca. Sus ojos eran de un marrón más oscuro, y tenía las cejas rectas. En su rostro había una franqueza y una fuerza que frenaban toda posible acusación de exceso de belleza, y se movía con una gracia natural, confiada. Elizabeth sabía bien que por lo general era un invitado vivaz y divertido, pero esa noche incluso él parecía afligido por un aire general de incomodidad. Pensó que tal vez todos estuvieran cansados. Bingley y Jane habían viajado solo dieciocho millas, pero el viento les había obligado a detenerse en varias ocasiones, y tanto para Darcy como para ella el día anterior al baile solía ser muy ajetreado.

La tormenta que había estallado fuera no ayudaba a animar el ambiente. De vez en cuando el viento aullaba desde la chimenea, el fuego silbaba y chisporroteaba como un ser vivo y, ocasionalmente, algún tronco ardiendo se liberaba del resto lanzando llamas espectaculares, que proyectaban sobre los rostros de los comensales, durante un momento, destellos rojizos que les conferían un aspecto febril. Los criados entraban y salían sin hacer ruido, pero Elizabeth sintió alivio cuando la cena terminó por fin, y pudo hacerle una seña a Jane para que, junto a Georgiana, se trasladaran al salón de música, situado frente al comedor.

4

Mientras la cena se servía en el comedor pequeño, Thomas Bidwell seguía en la despensa del mayordomo sacando brillo a la plata. Ese había sido su trabajo desde que los dolores de rodillas y espalda le habían impedido seguir manejando los coches de caballos, y se sentía muy orgulloso de desempeñarlo, sobre todo la noche anterior al baile de lady Anne. De los siete inmensos candelabros que se alinearían sobre la gran mesa, durante el banquete, ya había abrillantado cinco, y los dos restantes quedarían listos también esa misma noche. Se trataba de una labor tediosa, lenta y, aunque no lo pareciera, cansada, y cuando terminara le dolerían la espalda, los brazos, las manos. Pero no era aquella una ocupación para las doncellas, ni para los muchachos. Stoughton, el mayordomo, era el responsable último, pero estaba muy ocupado escogiendo los vinos y supervisando los preparativos del salón de baile, y consideraba que su deber se limitaba a inspeccionar los candelabros una vez limpios, por lo que no se dedicaba personalmente ni siquiera a las piezas más valiosas. Durante la semana que precedía al baile se esperaba que Bidwell se pasara casi todos los días, a menudo hasta bien entrada la noche, con el mandil puesto, sentado a la mesa de la despensa y con la cubertería y la plata de la familia Darcy extendida ante él: cuchillos, tenedores, cucharas, candelabros, fuentes en las que se servirían los platos, fruteros. Mientras les sacaba brillo, imaginaba los candelabros con sus altas velas reflejándose en las piedras preciosas que adornarían las cabezas, en los rostros acalorados y en las flores temblorosas de los jarrones.

Nunca le preocupaba dejar sola a su familia en la cabaña del bosque, ni a ellos les asustaba quedarse allí. La vivienda había permanecido desolada y decrépita durante años, hasta que el padre de Darcy la había restaurado y acondicionado para que la usara algún miembro del servicio. Sin embargo, a pesar de resultar demasiado grande para un criado, y de ofrecer mucha intimidad y sosiego, eran pocas las personas dispuestas a vivir en ella. La había construido el bisabuelo del señor Darcy, un ermitaño que había vivido casi en total soledad, acompañado solo por su perro, Soldado. En aquel retiro se preparaba incluso algunas comidas sencillas, leía y se sentaba a contemplar los gruesos troncos y los arbustos enmarañados del bosque, que eran su baluarte contra el mundo. Más tarde, cuando George Darcy tenía ya sesenta años, Soldado enfermó mortalmente, y empezó a sufrir horrores. Fue el abuelo de Bidwell, a la sazón un niño que ayudaba con los caballos de la casa, quien acudió a la cabaña a llevar leche fresca y halló muerto a su señor. Darcy le había pegado un tiro al perro, y se había pegado otro él.

Los padres de Bidwell habían vivido en la cabaña antes que él. Aquella historia no les había echado atrás, y a él tampoco. La creencia de que el bosque estaba encantado nacía de una tragedia más reciente, ocurrida poco después de que el abuelo del actual señor Darcy asumiera la propiedad de la finca. Un joven, hijo único, que trabajaba como ayudante de jardinero en Pemberley, había sido acusado de cazar ciervos furtivamente en los terrenos de un magistrado vecino, sir Selwyn Hardcastle. La caza furtiva no era un delito grave, y la mayoría de los magistrados hacía la vista gorda en época de hambrunas, pero robar un ciervo en un coto privado de caza se castigaba con la pena capital, y el padre de sir Selwyn se mostró inflexible y exigió que se aplicara estrictamente. El señor Darcy había suplicado clemencia, pero sir Selwyn no la había concedido. Una semana después de que el muchacho fuera ejecutado, su madre se ahorcó. El señor Darcy había hecho todo lo que había podido, pero se decía que la mujer muerta lo había considerado el principal responsable de lo sucedido. Ella había pronunciado una maldición sobre la familia Darcy, y se extendió la superstición de que se podía ver su fantasma vagando y aullando de dolor entre los árboles las personas lo bastante insensatas como para adentrarse en el bosque después del anochecer, y que su aparición vengadora presagiaba siempre una muerte en la finca.

Bidwell no tenía paciencia para aquellas tonterías, pero la semana anterior había llegado a sus oídos que dos de las doncellas, Betsy y Joan, habían afirmado entre susurros, en el cuarto de servicio, que habían visto al fantasma tras adentrarse en el bosque con motivo de una apuesta. Él les había advertido que no propagaran aquellas patrañas que, de haber llegado a oídos de la señora Reynolds, habrían podido tener consecuencias graves para las muchachas. Aunque su hija, Louisa, ya no trabajaba en Pemberley, pues se la necesitaba en casa para que cuidara de su hermano enfermo, se preguntaba si, de un modo u otro, aquella historia habría llegado a sus oídos. Lo cierto era que su madre y ella se habían mostrado más cuidadosas que nunca a la hora de cerrar la puerta de la cabaña con llave, y le habían pedido que, cuando llegara tarde de Pemberley, les advirtiera de su presencia dando tres golpes fuertes con los nudillos, seguidos de otros cuatro más flojos, antes de insertar la llave.

Se decía que la mala suerte atacaba a quienes vivían en la cabaña, pero esta había alcanzado a los Bidwell solo en los últimos años. Él todavía recordaba nítidamente, como si hubiera sucedido ayer, la desolación del momento en que, por última vez, se había despojado de la elegante librea de jefe de cocheros del señor Darcy de Pemberley y había dicho adiós a sus adorados caballos. Ahora, desde hacía un año, su único hijo varón, su esperanza de futuro, se estaba muriendo despacio, aquejado de dolores.

Por si eso fuera poco, su hija mayor, la joven que ni su esposa ni él creyeron jamás que fuera a darles problemas, había empezado a ser motivo de preocupación. Con Sarah las cosas siempre habían ido bien. Se había casado con el hijo del posadero de King’s Arms, en Lambton, un joven ambicioso que se había trasladado a Birmingham y había montado una cerería con el dinero recibido en herencia de su abuelo. El negocio prosperaba, pero Sarah se sentía deprimida, y trabajaba demasiado. Llevaba cuatro años casada y esperaba su cuarto hijo, y las cargas de la maternidad, sumadas a su trabajo en la tienda, la habían llevado a escribir una carta desesperada en la que solicitaba la ayuda de su hermana Louisa. Su esposa le había alargado la carta sin comentar nada, pero él sabía que también le preocupaba que su alegre y sensata Sarah, de pechos generosos, hubiera llegado a semejante situación. Él le había devuelto la carta después de leerla, y se había limitado a decir:

– ‌Will echará mucho de menos a Louisa. Siempre han estado muy unidos. ¿Tú puedes prescindir de ella?

– ‌No tengo otro remedio. Sarah no habría escrito si no hubiera estado desesperada. No parece ella.

De modo que Louisa había pasado cinco meses en Birmingham antes del nacimiento del pequeño, ayudando a su hermana a ocuparse de sus hijos, y se había quedado otros tres meses para dar tiempo a Sarah a recuperarse. Había regresado a casa hacía poco, trayendo consigo a Georgie, el recién nacido, tanto para aliviar a su hermana de la carga de cuidarlo como para que su madre y su hermano lo conocieran antes de que Will muriera. A Bidwell nunca le había gustado la decisión. Sentía, lo mismo que su mujer, gran curiosidad por conocer a su nuevo nieto, pero una cabaña en la que se cuidaba de un moribundo no era precisamente el mejor lugar para criar a un bebé. Will estaba tan enfermo que apenas había mostrado interés en el recién llegado, y el llanto del pequeño, por las noches, lo preocupaba y lo desvelaba. Además, Bidwell notaba que Louisa no estaba contenta. Se mostraba inquieta y, a pesar del frío otoñal, prefería caminar por el bosque con el pequeño en brazos que permanecer en casa con su madre y con Will. Y, como si lo hubiera planeado, no había estado presente cuando el reverendo Percival Oliphant, el anciano y erudito rector, había hecho una de sus frecuentes visitas a Will, lo que resultaba algo raro, puesto que a ella siempre le había caído bien el rector, y este se había interesado por ella desde la infancia y le había prestado libros y se había ofrecido a incluirla en sus clases de latín junto a su pequeño grupo de pupilos. Bidwell había rechazado la invitación, pues solo habría servido para que se confundiera sobre su verdadera posición en la vida, pero, aun así, la invitación había existido. Estaba claro que la joven se sentía a menudo inquieta y nerviosa a medida que se acercaba el momento de su boda, pero ahora que Louisa había regresado a casa, ¿por qué no visitaba Joseph Billings la cabaña con la frecuencia con que lo hacía antes? Apenas lo veían. Bidwell se preguntaba si el cuidado del bebé habría hecho ver tanto a Louisa como a Joseph las responsabilidades y los riesgos que entrañaba el matrimonio, y les habría llevado a replantearse su futuro. Esperaba que no fuera así. Joseph era ambicioso y serio, si bien había quien pensaba que a sus treinta y cinco años era demasiado mayor para ella, que, en cualquier caso, parecía apreciarlo. Se instalarían en Highmarten, a apenas diecisiete millas de donde vivían Martha y él, y se integrarían en el servicio de una casa cómoda, de señora benévola y señor generoso, con el futuro asegurado, la vida por delante, predecible, segura, respetable. Teniendo todo aquello en perspectiva, ¿de qué iba a servirle a una joven ir a la escuela y aprender latín?

Tal vez todo volviera a su cauce cuando Georgie regresara con su madre. Louisa iría a llevarlo al día siguiente, y se había dispuesto que ella y el bebé viajaran en calesa hasta King’s Arms, la posada de Lambton, desde donde tomarían el correo de Birmingham, y allí se reuniría con ellos Michael Simpkins, el esposo de Sarah, para llevarlos a casa en su calesa. Louisa regresaría a Pemberley en el correo de ese mismo día. La vida resultaría más descansada para su mujer y para Will cuando el bebé hubiera vuelto a su casa, aunque se le haría raro no ver las manitas regordetas de Georgie tendidas hacia él cuando regresara a la cabaña el domingo, una vez que hubiera acondicionado la casa tras el baile.

Todas aquellas preocupaciones no le habían impedido proseguir con su tarea, pero, casi inapreciablemente, había aminorado el ritmo y, por primera vez, se preguntaba si la limpieza de la plata no se habría convertido en un trabajo demasiado agotador para enfrentarse a él solo. Pero no, esa sería una derrota humillante. Y atrayendo hacia sí, resuelto, el último candelabro, sostuvo un paño de abrillantar limpio, apoyó los brazos cansados en la silla y se inclinó para retomar su labor.

5

Los caballeros no las hicieron esperar mucho en el salón de música, y el ambiente se había relajado algo cuando se acomodaron en el sofá y las butacas. Darcy levantó la tapa del pianoforte, y encendieron las velas dispuestas sobre el instrumento. Apenas todos hubieron tomado asiento, Darcy se volvió hacia Georgiana y, casi formalmente, como si fuera una invitada más, le dijo que sería un gran placer para todos oírla tocar y cantar. Ella se levantó, mirando fugazmente a Henry Alveston, y él la siguió hasta el piano. Volviéndose hacia los presentes, anunció:

– ‌Aprovechando que contamos con un tenor entre nosotros, me ha parecido que sería agradable ofrecer algún dueto.

– ‌¡Sí! -‌exclamó Bingley entusiasmado-‌. Una idea excelente. Queremos oírles a los dos. La semana pasada Jane y yo intentamos cantar sonetos juntos, ¿verdad, amor mío? Aunque no sugiero que repitamos el experimento esta noche. Fue un desastre, ¿no es cierto, Jane?

Su esposa se echó a reír.

– ‌No, tú lo hiciste muy bien. Pero me temo que yo he dejado de practicar desde el nacimiento de Charles Edward. No, no infligiremos nuestro empeño musical a nuestros amigos cuando contamos con la señorita Georgiana, de un talento musical muy superior al que tú y yo podremos aspirar jamás.

Elizabeth intentaba concentrarse en la música, pero sus ojos y sus pensamientos no lograban apartarse de la pareja. Tras las dos primeras canciones se solicitó una tercera, y hubo una pausa mientras Georgiana escogía una partitura y se la mostraba a Alveston. Este pasaba las páginas y parecía señalar los pasajes que, a su juicio, entrañaban mayor dificultad, o tal vez aquellos cuya pronunciación en italiano desconocía. Ello lo miró, y después tocó algunos acordes con la mano derecha, y sonrió ante su benevolencia. Ambos parecían ajenos al público que los esperaba. Fue un momento de intimidad que los encerró en su mundo privado, pero que desembocó en otro en el que se perdieron en su amor compartido por la música. Al contemplar la luz de las velas reflejada en sus rostros arrebatados, sus sonrisas al sentir que el problema quedaba resuelto y Georgiana se disponía a iniciar la pieza, Elizabeth sintió que aquella no era una atracción pasajera basada en la proximidad física, ni siquiera en un amor compartido por la música. Estaban enamorados, no había duda de ello, o tal vez a punto de enamorarse. Se hallaban en ese momento encantado del descubrimiento mutuo, la expectación y la esperanza.

Se trataba de un encantamiento que ella no había conocido. Todavía le sorprendía que, entre la primera e insultante proposición de Darcy y su segunda petición de amor, penitente, culminada con éxito, ellos dos solo se hubieran visto a solas menos de media hora, el día en que, en compañía de los Gardiner, había visitado Pemberley y él había regresado inesperadamente, y habían paseado por los jardines, y también un día después, cuando él se acercó a caballo hasta la posada de Lambton, donde ella se alojaba y donde la encontró llorando, con la carta de Jane en la mano en la que esta le informaba de la fuga de Lydia. Él se había despedido, y ella creyó que no volvería a verlo más. Si aquello fuera una obra de ficción ¿habría el más ingenioso de los novelistas logrado explicar que, en un período tan breve, el orgullo hubiera sido sometido, y los prejuicios vencidos? Y, después, cuando Darcy y Bingley regresaron a Netherfield y ella aceptó a aquel como pretendiente, su cortejo, lejos de ser un período de dicha, se había convertido en uno de los más angustiados y vergonzantes de su vida, pues se pasaba el rato intentando que él apartara su atención de las estridentes y exageradas felicitaciones de su madre, que llegaba prácticamente al punto de agradecerle la gran condescendencia demostrada por haber solicitado la mano de su hija. Ni Jane ni Bingley habían sufrido del mismo modo. Él, bondadoso y obsesionado con su amor, o no se percataba de la vulgaridad de su futura suegra o la toleraba. Y, ella misma, ¿se habría casado con Darcy de haber sido este un vicario sin blanca o un abogado novato que luchara por abrirse paso en su profesión? Resultaba difícil imaginar al señor Fitzwilliam Darcy como cualquiera de las dos cosas, pero la sinceridad la empujaba a una respuesta: Elizabeth sabía que no estaba hecha para los tristes manejos de la pobreza.

El viento seguía arreciando, y las dos voces se acompañaban de los lamentos y aullidos que se colaban por la chimenea, y del rugido intermitente del fuego, de manera que el estrépito del exterior parecía el contrapunto de la naturaleza a la belleza de aquellas dos voces tan armoniosas, y constituía un acompañamiento adecuado para el torbellino de sus pensamientos. Hasta entonces, ningún vendaval la había preocupado de ese modo, y se habría complacido en permanecer sentada a buen recaudo, en su hogar acogedor y confortable, mientras sus ráfagas barrían inútilmente los bosques de Pemberley. Pero ahora el viento le parecía una fuerza maligna que buscaba todas las chimeneas, todos los resquicios, para colarse. Elizabeth no era una persona imaginativa, e intentaba apartar de su mente aquellas fantasías, pero no conseguía librarse de una sensación que no había sentido nunca hasta ese momento. «Aquí estamos sentados -‌pensaba-, a principios de un nuevo siglo, ciudadanos del país más civilizado de Europa, rodeados del esplendor de sus artes, y de los libros que enaltecen su literatura, mientras ahí fuera existe otro mundo que la riqueza, la educación y el privilegio pueden mantener alejado de nosotros, un mundo en que los hombres son tan violentos y destructivos como lo es el mundo animal. Tal vez ni el más afortunado de nosotros logre ignorarlo y mantenerlo alejado para siempre.»

Intentó recobrar la serenidad concentrándose en la fusión de las dos voces, pero se alegró cuando la música terminó y llegó la hora de tocar la campanilla y pedir el té.

Fue Billings, uno de los lacayos, quien llegó con la bandeja. Elizabeth sabía que tenía previsto abandonar Pemberley en primavera, si todo salía como era debido, para ocupar el lugar del mayordomo de Bingley cuando este, ya anciano, se retirara. Se trataba de una posición más importante, más conveniente para él en sus presentes circunstancias, pues durante la pasada Pascua se había prometido con la hija de Thomas Bidwell, Louisa, que también se trasladaría a Highmarten para ser doncella principal de sala. Elizabeth, durante sus primeros meses en Pemberley, se había sorprendido al ver lo mucho que se implicaba la familia en la vida del personal de servicio. En las escasas ocasiones en que Darcy y ella se desplazaban hasta Londres, se alojaban en su casa de la ciudad, o eran recibidos por la señora Hurst, hermana de Bingley, y por su esposo, que vivían con cierto lujo. En aquel mundo, los criados llevaban unas vidas tan alejadas de la familia que saltaba a la vista que la señora Hurst rara vez conocía los nombres de sus sirvientes. Pero, aunque el señor y la señora Darcy estaban cuidadosamente protegidos de los problemas domésticos, había eventos -‌matrimonios, compromisos, cambios de trabajo, enfermedades o jubilaciones-‌ que se elevaban por sobre la incesante actividad que garantizaba el correcto funcionamiento de la casa, y era importante para ambos que aquellos ritos de paso, que formaban parte de aquella vida todavía secreta en gran medida, y de la que dependía su bienestar, fueran conocidos y celebrados.

Ahora, Billings dejó la bandeja frente a Elizabeth con una elegancia algo impostada, como para demostrar a Jane lo digno que era del honor que le aguardaba. Elizabeth pensó que la situación sería cómoda para él y su nueva esposa. Tal como su padre había profetizado, los Bingley eran amos generosos, de trato fácil, poco exigentes, y puntillosos solo en el cuidado mutuo y en el de sus hijos.

Apenas Billings se hubo retirado, el coronel Fitzwilliam se levantó de su silla y se acercó a Elizabeth.

– ‌¿Me disculpará, señora Darcy, si me ausento para dar mi paseo nocturno? Pensaba montar a Talbot hasta el río. Siento abandonar esta agradable reunión familiar, pero no duermo bien si antes de acostarme no me da el aire.

Elizabeth le aseguró que no tenía por qué disculparse. Él se llevó entonces la mano a los labios, muy brevemente, gesto poco habitual en él, y se dirigió a la puerta.

Henry Alveston estaba sentado junto a Georgiana en el sofá.

– ‌La visión de la luna sobre el río es mágica, coronel -‌dijo, alzando la vista-‌, aunque tal vez lo sea más contemplada en compañía. En cualquier caso, a Talbot y a usted les espera un duro empeño. No le envidio la batalla que habrá de librar contra este viento.

El coronel, plantado junto a la puerta, se volvió a mirarlo, y le habló con voz fría.

– ‌En ese caso, debemos agradecer que no haya sido usted requerido para acompañarme.

Y, con una leve inclinación de cabeza dirigida a los presentes, abandonó el salón.

Se hizo un momento de silencio durante el cual las palabras finales del coronel, y lo peculiar de su paseo nocturno a caballo, permanecieron en la mente de todos, pero el pudor impidió que nadie comentara nada. Solo Henry Alveston parecía indiferente, aunque, al observar su rostro, a Elizabeth no le cupo la menor duda de que había comprendido perfectamente la crítica implícita a él dirigida.

Fue Bingley quien rompió el mutismo.

– ‌Más música, por favor, señorita Georgiana, si no se siente usted muy fatigada. Pero, se lo ruego, tómese antes su té. No debemos abusar de su amabilidad. ¿Qué me dice de esas canciones populares irlandesas que tocó cuando estuvimos cenando aquí el último verano? No las cante, si no quiere, con la música basta, debe reservarse la voz. Recuerdo que llegamos incluso a danzar un poco, ¿no fue así? Aunque, claro, en aquella ocasión acudieron los Gardiner, y el señor y la señora Hurst, por lo que éramos cinco parejas, y Mary estaba aquí y tocó para nosotros.

Georgiana regresó al pianoforte, y Alveston se situó a su lado para pasar las páginas. Durante un tiempo, las animadas melodías surtieron su efecto. Y entonces, cuando la música cesó, todos iniciaron conversaciones inconexas, intercambiando opiniones que se habían expresado ya muchas otras veces, comunicando nuevas que no lo eran en absoluto. Transcurrida media hora, Georgiana dio el primer paso y deseó las buenas noches, y cuando hizo sonar la campanilla para llamar a su doncella, Alveston encendió y le alargó una vela y la acompañó hasta la puerta. Una vez se hubo ausentado, a Elizabeth le pareció que los demás presentes estaban cansados pero carecían de la iniciativa mínima para levantarse y despedirse. Fue Jane la que finalmente decidió hacerlo y, dedicando una mirada a su esposo, murmuró que era hora de acostarse. Elizabeth, agradecida, no tardó en seguir su ejemplo. Llamaron a un lacayo para que trajera y encendiera las palmatorias, apagaron las que iluminaban el pianoforte, y ya se dirigían a la puerta cuando Darcy, que se encontraba de pie junto a la ventana, soltó una exclamación súbita.

– ‌¡Dios mío! Pero ¿qué se cree que hace ese cochero necio? ¡Volcará la calesa! Qué locura. ¿Quiénes diablos son? Elizabeth, ¿esperamos a alguien más esta noche?

– ‌No.

Elizabeth y los demás presentes se agolparon frente a la ventana y desde allí vieron a lo lejos un cabriolé que daba bandazos y cabeceaba por el camino del bosque, en dirección a la casa, las dos farolas centelleantes como pequeñas llamaradas. La imaginación aportaba lo que la distancia impedía observar: las crines de los caballos meciéndose al viento, sus ojos muy abiertos, sus patas tensas, el palafrenero tirando de las riendas. El roce de las ruedas no se oía aún, y a Elizabeth le pareció que contemplaba el espectro de un carruaje de leyenda que flotara, inaudible, en la noche de luna, el espantoso heraldo de la muerte.

– ‌Bingley, quédate aquí con las damas mientras yo voy a ver qué sucede -‌dijo Darcy.

Pero sus palabras fueron devoradas por otro aullido del viento que se colaba por la chimenea, y todos salieron tras él del salón de música, descendieron por la escalera principal y llegaron al vestíbulo. Stoughton y la señora Reynolds ya se encontraban allí. A una indicación del señor Darcy, Stoughton abrió la puerta. El viento entró al momento, una fuerza gélida, irresistible, que pareció tomar posesión de toda la casa, apagando de un soplo todas las velas salvo las de la araña del techo.

El coche seguía avanzando a gran velocidad y, ladeándose, tomó la última curva que lo alejaba del camino del bosque y lo acercaba a la casa. Elizabeth estaba convencida de que no se detendría al llegar a la puerta. Pero ahora ya oía las voces del cochero, y lo veía forcejear con las riendas. Finalmente, los caballos se detuvieron y permanecieron en su sitio, inquietos, relinchando. Al instante, antes siquiera de darle tiempo a desmontar, la portezuela del coche se abrió e, iluminada por la luz de Pemberley, vieron a una mujer que casi cayó al suelo al salir, gritando al viento. Con el sombrero colgando de las cintas que rodeaban su cuello, y con el pelo suelto que se le pegaba al rostro, parecía una criatura salvaje, nocturna, o una loca huida de su reclusión. Durante unos momentos Elizabeth permaneció clavada en su sitio, incapaz de actuar ni de pensar. Y entonces supo que la aparición estridente y desbocada era Lydia, y corrió en su ayuda. Pero ella la apartó con brusquedad y, aun chillando, se arrojó en brazos de Jane y estuvo a punto de derribarla. Bingley dio un paso al frente para asistir a su esposa y, juntos, la condujeron casi en volandas hasta la puerta. Ella seguía gritando y forcejeando, como si no supiera quién la sujetaba, pero, una vez en casa, protegida del viento, consiguieron comprender el significado de sus palabras entrecortadas.

– ‌¡Wickham está muerto! ¡Denny le ha disparado! ¿Por qué no vais tras él? ¡Están ahí, en el bosque! ¿Por qué no hacéis algo? ¡Dios mío, Dios mío, sé que está muerto!

Y entonces los sollozos se convirtieron en gemidos, y Lydia se derrumbó en brazos de Jane y Bingley, que la iban conduciendo despacio hacia la silla más cercana.

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