Cuando el carruaje de sir Selwyn y el furgón fúnebre se detuvieron frente a la entrada principal de Pemberley, Stoughton se apresuró a abrir la puerta. Al poco, un mozo de cuadras llegó para ocuparse del caballo de Darcy, y el mayordomo y él, tras un breve intercambio de palabras, convinieron que el vehículo del magistrado y el furgón resultarían menos visibles a cualquier posible curioso si se retiraban de la entrada y, a través de los establos, eran conducidos al patio trasero, desde donde el cuerpo sin vida de Denny podría ser retirado más rápida y discretamente, o eso esperaban. A Elizabeth le había parecido adecuado recibir formalmente a un invitado que llegaba tan tarde y que no era precisamente bienvenido en aquella casa, pero sir Selwyn dejó claro desde el primer momento que tenía prisa por ponerse a trabajar, y se detuvo apenas para dedicarle la preceptiva inclinación de cabeza, que fue respondida, por parte de ella, con una reverencia, y para disculparse por lo intempestivo de la hora y lo inapropiado de la visita, antes de anunciar que empezaría visitando a Wickham, acompañado del doctor Belcher y de los dos policías, el jefe de distrito Thomas Brownrigg y el agente Mason.
A Wickham lo custodiaban Bingley y Alveston, quien abrió cuando Darcy llamó a la puerta. La habitación parecía haber sido pensada como trastero. Estaba amueblada parcamente, con gran sencillez, solo con una cama individual bajo una de las ventanas altas, una jofaina, un armario pequeño y dos sillas de madera. Otras dos, algo más cómodas, habían sido llevadas hasta allí e instaladas a ambos lados de la puerta para que quienes montaran guardia durante la noche lo hicieran algo más descansados. El doctor McFee, sentado a la derecha de la cama, se puso en pie al ver a Hardcastle. Sir Selwyn, que había conocido a Alveston en una de las cenas celebradas en Highmarten y, por supuesto, mantenía contacto con el médico, inclinó levemente la cabeza, a modo de saludo, y se aproximó. Alveston y Bingley se miraron, conscientes de que se esperaba que abandonaran la estancia, y así lo hicieron, en silencio, mientras Darcy permanecía de pie, algo más apartado. Brownrigg y Mason se situaron a ambos lados de la puerta, mirando al frente como para demostrar que, aunque en aquella situación no era adecuado que participaran de modo más activo en la investigación, el aposento y la custodia de su ocupante serían, a partir de ese momento, responsabilidad suya.
El doctor Obadiah Belcher era el asesor médico con el que contaba el alto comisario o el magistrado para que ayudara con las investigaciones y había adquirido una reputación siniestra -algo que no podía sorprender, tratándose como se trataba de un hombre más acostumbrado a diseccionar a los muertos que a tratar a los vivos- a la que contribuía su desgraciado aspecto. Sus cabellos, tan finos como los de un bebé, eran de un rubio casi blanco, y se le pegaban a la piel macilenta. Observaba el mundo con ojos desconfiados, enmarcados por unas cejas delgadísimas. Tenía los dedos largos, muy bien cuidados, y la reacción que solía suscitar en los demás la había resumido a la perfección el cocinero de Highmarten al sentenciar: «No pienso dejar nunca que el doctor Belcher me ponga las manos encima. A saber qué es lo que acaban de tocar.»
A su fama de excéntrico y siniestro también contribuía el hecho de que contara con un pequeño aposento en la parte superior de su vivienda, equipado como laboratorio. Allí, según se rumoreaba, llevaba a cabo experimentos sobre el tiempo que tardaba la sangre en coagular en determinadas circunstancias, o sobre el ritmo de los cambios que se operaban en los cuerpos una vez muertos. Aunque teóricamente era médico de cabecera, solo contaba con dos pacientes, el alto comisario y sir Selwyn Hardcastle, y dado que no constaba que ninguno de los dos hubiera estado nunca enfermo, eso no contribuía en nada a mejorar su reputación médica. Sir Selwyn y otros caballeros relacionados con la aplicación de la ley lo tenían en gran consideración, puesto que en los tribunales expresaba su opinión de hombre de ciencia con gran autoridad. De él también se sabía que estaba en contacto con la Royal Society, y que se carteaba con otros caballeros interesados en experimentos científicos. En general, sus vecinos mejor educados se mostraban más orgullosos de su reputación pública que temerosos ante las escasas explosiones que de tarde en tarde sacudían su laboratorio. Rara vez hablaba sin haber meditado antes lo que decía, y ahora se acercó al lecho y permaneció de pie, en silencio, observando al hombre que dormía.
La respiración de Wickham era tan tenue que apenas se oía, y tenía los labios entreabiertos. Estaba tendido boca arriba, con el brazo izquierdo extendido y el derecho curvado sobre la almohada.
Hardcastle se volvió hacia Darcy.
– Evidentemente, no se encuentra en el estado en el que, según usted me ha dado a entender, se encontraba cuando lo trajeron hasta aquí. Alguien le ha lavado la cara.
Tras un momento de silencio, Darcy miró al magistrado a los ojos y dijo:
– Asumo la responsabilidad de todo lo que ha ocurrido desde que el señor Wickham ha llegado a mi casa.
La respuesta de Hardcastle fue sorprendente. Arqueó los labios fugazmente, componiendo lo que, en cualquier otro hombre, podría haberse considerado una sonrisa.
– Muy caballeroso por su parte, Darcy, pero creo que en este punto cabe sospechar de las damas. ¿Acaso no es esa la que ellas consideran su función? ¿Limpiar el desastre en que convertimos nuestras habitaciones y a veces, también, nuestras vidas? No importa. Su personal de servicio aportará pruebas más que suficientes del estado en que se encontraba Wickham cuando fue trasladado hasta esta casa. No parece haber muestras evidentes de lesiones en su cuerpo, salvo por los pequeños rasguños de la frente y los dedos. La mayor parte de la sangre del rostro y las manos habrá sido del capitán Denny. -Se volvió hacia Belcher-. Supongo, Belcher, que sus avispados colegas científicos todavía no han descubierto la manera de distinguir la sangre de un hombre de la de otro, ¿verdad? A nosotros nos vendría muy bien la ayuda, a pesar de que, claro está, a mí me privaría de mi función, y a Brownrigg y a Mason, de sus empleos.
– Me temo que no, sir Selwyn. No nos planteamos ejercer de dioses.
– ¿No? Me alegra oírlo. Yo creía que sí lo hacían.
Como si acabara de percatarse de que la conversación había adquirido un tono excesivamente banal, Hardcastle se volvió con autoridad hacia McFee y se dirigió a él con voz áspera.
– ¿Qué le ha administrado? No parece dormido, sino más bien inconsciente. ¿Acaso no sabía que este hombre podría ser el principal sospechoso en una investigación por asesinato, y que yo querría interrogarlo?
– A mis efectos, señor, este hombre es mi paciente -respondió McFee en voz baja-. Cuando lo he visto por primera vez, su estado de embriaguez era manifiesto, se mostraba violento y había empezado a perder el control de sus actos. Después, antes de que el brebaje que le he administrado surtiera completamente su efecto, se ha mostrado incoherente y asustado, aterrorizado más bien, gritando cosas que carecían de sentido. Al parecer veía cuerpos ahorcados en cadalsos, con los cuellos rotos. Era un hombre sumido en una pesadilla antes incluso de conciliar el sueño.
– ¿Cadalsos? No sorprende, dada su situación. ¿Y esta es la medicación? Supongo que se trata de una especie de sedante.
– Una mezcla que preparo yo mismo y que he usado en numerosos casos. Lo he convencido para que la tome, asegurándole que le calmaría. En el estado en que se encontraba, no habría podido arrancarle usted nada coherente.
– En este estado, tampoco. ¿Cuánto tiempo cree usted que tardará en despertar y en estar lo bastante sobrio como para poder ser interrogado?
– Es difícil precisarlo. En ocasiones, tras un impacto, la mente se refugia en su inconsciencia, y el sueño es profundo y prolongado. Atendiendo estrictamente a la dosis que le he administrado, debería despertar mañana hacia las nueve, tal vez antes, aunque no puedo asegurárselo. Me ha costado convencerlo para que tomara más de un par de sorbos. Si el señor Darcy da su permiso, propongo quedarme hasta que mi paciente recobre el sentido. La señora Wickham también está a mi cuidado.
– Y, sin duda, también ella está sedada y no puede responder a preguntas.
– La señora Wickham estaba histérica, alterada por el impacto. Se había convencido a sí misma de que su esposo había muerto. He tenido que enfrentarme a una mujer gravemente perturbada que necesitaba el alivio del sueño. No habría obtenido nada de ella hasta que se hubiera calmado.
– Tal vez habría obtenido la verdad. Creo que yo lo entiendo a usted, y que usted me entiende a mí, doctor. Usted tiene sus responsabilidades, y yo tengo las mías. Me considero una persona razonable, y no es mi intención molestar a la señora Wickham hasta la mañana. -Se volvió hacia el doctor Belcher-. ¿Tiene alguna observación que hacer, Belcher?
– Ninguna, sir Selwyn, salvo que apruebo la decisión del doctor McFee de administrar un sedante a Wickham. No habría podido interrogarlo satisfactoriamente en el estado descrito y, si posteriormente fuera llevado a juicio, cualquier cosa que hubiese dicho podría ser cuestionada en el tribunal.
Hardcastle se volvió hacia Darcy.
– En ese caso, regresaré mañana a las nueve en punto. Hasta entonces, el jefe de distrito Brownrigg y el agente Mason montarán guardia y quedarán a cargo de la llave. Si Wickham requiere atención médica, ellos darán aviso. De otro modo, nadie podrá acceder a este aposento hasta que yo regrese. Los comisarios van a necesitar mantas, y comida y bebida para pasar la noche: fiambres, algo de pan, lo acostumbrado.
– Se les proporcionará todo lo que necesiten -dijo Darcy al momento.
Solo entonces Hardcastle pareció percatarse, por primera vez, del gabán de Wickham, colgado de una de las sillas, y del bolso de cuero que reposaba en el suelo, a su lado.
– ¿Este es todo el equipaje que viajaba en el coche?
– Aparte de un baúl, un sombrerero y un bolso propiedad de la señora Wickham -respondió Darcy-, en el vehículo encontramos otras dos bolsas, una marcada con las iniciales GW, y la otra con el nombre del capitán Denny. Como Pratt me informó de que el cabriolé había sido contratado para llevar a los dos caballeros hasta la posada King’s Arms de Lambton, dejamos las bolsas en el coche hasta que regresamos con el cuerpo sin vida del capitán Denny, y solo entonces ordenamos que las entraran en casa.
– Habrá que examinarlas, por supuesto -anunció el magistrado-. Confiscaré todas las que no pertenezcan a la señora Wickham. Entretanto, veamos qué llevaba encima.
Sostuvo el gabán con las manos y lo agitó vigorosamente. Tres hojas secas pegadas a la tela descendieron revoloteando hasta el suelo, y Darcy se fijó en que había algunas más adheridas a las mangas. Hardcastle entregó la prenda a Mason, que la sujetó mientras sir Selwyn hundía las manos en los bolsillos. Del izquierdo extrajo las pequeñas pertenencias que los viajeros suelen llevar consigo: un lápiz, una libreta pequeña sin ninguna anotación, dos pañuelos, y una petaca a la que Hardcastle quitó el tapón antes de confirmar que contenía whisky. El bolsillo derecho aportó un objeto más interesante, una billetera de piel que Hardcastle abrió, y de la que extrajo un fajo de billetes cuidadosamente doblados, que se dispuso a contar.
– Treinta libras justas. En billetes claramente nuevos, o al menos emitidos recientemente. Le extenderé un recibo por ellos, Darcy, hasta que descubramos quién es su legítimo propietario. Esta misma noche los depositaré en mi caja fuerte. Tal vez mañana a primera hora obtenga alguna explicación sobre dónde ha obtenido tan notable suma. Una posibilidad es que se los quitara a Denny, en cuyo caso podríamos tener un móvil.
Darcy abrió la boca para protestar, pero pensó que si hablaba solo lograría que las cosas empeoraran, y no dijo nada.
– Y ahora -prosiguió Hardcastle-, propongo que vayamos a inspeccionar el cadáver. Supongo que se encuentra custodiado.
– Custodiado, no -admitió Darcy-. El cadáver del capitán Denny está en la armería, bajo llave. La mesa que hay allí me ha parecido un lugar adecuado. Conservo en mi poder las llaves tanto de la habitación como del armario que contiene las armas y la munición; no he considerado necesario disponer la presencia de más vigilantes. Podemos ir ahora. Si no tiene inconveniente, me gustaría que el doctor McFee nos acompañara. Una segunda opinión sobre el estado del cadáver puede resultar ventajosa, ¿no le parece?
Tras unos instantes de vacilación, Hardcastle dijo:
– No veo inconveniente. Usted mismo deseará estar presente, y a mí me harán falta el doctor Belcher y el jefe de distrito Brownrigg, pero nadie más. No hagamos de los muertos un espectáculo público. Vamos a necesitar, eso sí, muchas velas.
– Eso ya lo he previsto -replicó Darcy-. Hemos llevado bastantes a la armería, donde ya solo hace falta encenderlas. Creo que le parecerá que la iluminación es más que suficiente, para ser de noche.
– Necesito que alguien se quede aquí con Mason mientras Brownrigg se ausenta. Stoughton parece una elección acertada. ¿Puede darle orden de que regrese?
El mayordomo, como si ya supusiera que iban a convocarlo, esperaba cerca de la puerta. Entró en la estancia y se colocó junto al agente Mason sin decir palabra. Sosteniendo sus velas, Hardcastle y el grupo salieron, y Darcy, ya desde fuera, oyó que la puerta se cerraba con llave.
Un silencio absoluto reinaba sobre la casa, que bien podría haber estado abandonada. La señora Reynolds había dado orden de acostarse a todos los sirvientes que seguían preparando la comida del día siguiente, y solo ella, Stoughton y Belton seguían de servicio. El ama de llaves aguardaba en el vestíbulo, junto a una mesa sobre la que se alineaban varias velas en altas palmatorias de plata. Cuatro estaban ya encendidas, y sus llamas parecían enfatizar, más que iluminar, la oscuridad circundante del gran recibidor.
– Tal vez no hagan falta todas -dijo la señora Reynolds-, pero he pensado que quizá necesiten algo más de luz.
Cada uno de los hombres cogió y encendió una vela nueva.
– Dejen las otras donde están -sugirió Hardcastle-. El agente vendrá a buscarlas si es necesario. -Se volvió hacia Darcy-. ¿Dice que tiene la llave de la armería, y que la ha provisto del número necesario de velas?
– Sir Selwyn, allí ya contamos con catorce. Las he llevado yo mismo, ayudado por Stoughton. Exceptuando esa visita, nadie más ha entrado en la habitación desde que el cadáver del capitán Denny ha sido llevado hasta allí.
– Empecemos, pues. Cuanto antes examinemos el cuerpo, mejor.
Darcy se alegraba de que el magistrado hubiera aceptado su derecho a formar parte de la expedición. El cadáver de Denny había sido trasladado a Pemberley, y procedía que el señor de la casa estuviera presente cuando lo examinaran, aunque no se le ocurría de qué modo podría ser útil. Encabezó la procesión de velas hacia el ala trasera de la casa y, tras extraer del bolsillo dos llaves unidas por una arandela, usó la mayor para abrir la puerta de la armería. Sus dimensiones eran sorprendentes y en las paredes colgaban cuadros de antiguas partidas de caza y de las piezas abatidas, un estante con libros de registro encuadernados en piel brillante que databan de al menos un siglo atrás, un escritorio de caoba y una silla, y un armario cerrado que contenía las armas y la munición. Resultaba evidente que la mesa estrecha había sido apartada de la pared, y ahora ocupaba el centro del aposento, con el cadáver cubierto por una sábana limpia.
Antes de partir a informar a sir Selwyn de la muerte de Denny, Darcy había ordenado a Stoughton que se ocupara de traer candelas del mismo tamaño, además de algunas de las mejores y más largas velas de cera, lujo que supuso que habría suscitado las murmuraciones del mayordomo y la señora Reynolds. Se trataba de velas normalmente reservadas al comedor. Juntos, Stoughton y él las habían dispuesto en dos hileras sobre el escritorio, con la mecha hacia fuera. Ahora las encendieron y, a medida que las mechas prendían, la habitación se fue iluminando y los rostros atentos quedaron bañados de un resplandor cálido, suavizando incluso los rasgos angulosos y huesudos de Hardcastle. Rastros de humo se elevaban de ellas como incienso, su dulzura pasajera camuflada por el olor de la cera de abeja. Darcy pensó que el escritorio, con sus hileras de luz resplandeciente, se había convertido en un abigarrado altar, que la austera armería era una capilla y que los cinco presentes participaban secretamente en los ritos de alguna religión desconocida pero muy precisa.
Mientras permanecían allí de pie, como acólitos mal ataviados, alrededor del cadáver, Hardcastle apartó la sábana. El ojo derecho apareció ennegrecido por la sangre, que había manchado gran parte del rostro, pero el ojo izquierdo había quedado muy abierto, con la pupila hacia arriba, por lo que Darcy, de pie tras la cabeza de Denny, sintió que se clavaba en él, no con la fijeza de la muerte, sino concentrando una vida entera de reproches.
El doctor Belcher puso las manos sobre el rostro del capitán, sobre los brazos y las piernas, antes de declarar:
– El rigor mortis ya está presente en la cara. A modo de estimación aproximada, diría que lleva muerto unas cinco horas.
Hardcastle tardó poco en sacar sus cálculos.
– Ello confirma lo que ya habíamos inferido, que murió poco después de abandonar el cabriolé y coincidiendo aproximadamente con el momento en que se oyeron los disparos. Fue asesinado hacia las nueve de la noche de ayer. ¿Qué me dice de la herida?
El doctor Belcher y el doctor McFee se aproximaron más, al tiempo que entregaban las velas a Brownrigg, quien, tras dejar la suya sobre el escritorio, las mantuvo en alto mientras los dos médicos observaban atentamente la mancha oscura de sangre.
– Tenemos que lavarla antes de determinar la profundidad del impacto -dijo el doctor Belcher-, pero antes de hacerlo, conviene hacer constar que existen un fragmento de hoja seca y una pequeña mancha de tierra sobre la concentración de sangre. En determinado momento, después de infligida la herida, debió de caer de cara. ¿Dónde está el agua?
Miró a su alrededor, como si esperase que esta surgiera de la nada.
Darcy entreabrió la puerta, asomó la cabeza y ordenó a la señora Reynolds que trajera un cuenco con agua y toallas pequeñas. Ella tardó tan poco en traerlas que Darcy supuso que debía de haberse anticipado a su petición y habría estado esperando junto al grifo del guardarropa contiguo. El ama de llaves alargó el cuenco y los paños desde el exterior, sin acceder a la armería, y el doctor Belcher se acercó a su maletín, extrajo unas pequeñas madejas de lana blanca y, con firmeza, limpió la piel, antes de arrojar las madejas enrojecidas al agua. El doctor McFee y él, por turnos, observaron con gran atención la herida, y volvieron a tocar la piel que la rodeaba.
Fue el doctor Belcher quien, finalmente, aventuró una opinión.
– Lo golpearon con algo contundente, posiblemente de forma redonda, pero como la piel se ha desgarrado no me es posible especificar la forma y el tamaño del arma. De lo que sí estoy seguro es de que el golpe no lo mató. Produjo una pérdida de sangre considerable, como suele ocurrir cuando las heridas se producen en la cabeza, pero no hasta el punto de resultar mortal. No sé si mi colega está de acuerdo.
El doctor McFee se tomó su tiempo y volvió a presionar la carne que rodeaba la herida.
– Estoy de acuerdo -dijo al fin-; la herida es superficial.
La voz grave de Hardcastle rompió el silencio.
– En ese caso, denle la vuelta. -Denny era un hombre corpulento, pero Brownrigg, con ayuda del doctor McFee, lo volteó con un solo movimiento-. Más luz, por favor -pidió el magistrado entonces, y Darcy y Brownrigg se dirigieron al escritorio, cogieron una vela cada uno y se acercaron al cadáver.
Se hizo el silencio, como si nadie quisiera manifestar lo obvio. Finalmente, Hardcastle habló:
– Ahí, caballeros, tienen la causa de la muerte.
Todos vieron una brecha de medio palmo de longitud en la base del cráneo, aunque su dimensión total quedaba oculta por el pelo, que en algunas zonas se había introducido en la herida. El doctor Belcher recurrió una vez más a su maletín y regresó con lo que parecía un cuchillito plateado. Con él, cuidadosamente, retiró los cabellos del cráneo, que dejaron al descubierto una abertura de medio dedo de ancho. Por debajo, el pelo estaba pegajoso y apelmazado, pero resultaba difícil precisar si era a causa de la sangre o de alguna supuración de la herida. Darcy se obligaba a sí mismo a mirar, pero una mezcla de espanto y compasión le llevó a sentir náuseas. Oyó una especie de gruñido sordo, y se preguntó si lo habría emitido él.
Los dos médicos se inclinaron sobre el cadáver, muy atentos. El doctor Belcher volvió a tomarse su tiempo antes de hablar.
– Ha sido golpeado, pero la herida no presenta desgarros ni laceraciones, lo que sugiere que el arma era pesada pero de bordes redondeados. Se trata de una herida frecuente en casos graves de ataques a la cabeza. Presenta mechones de pelo, tejido y sangre pegados al hueso, pero incluso si el cráneo hubiera permanecido intacto, el sangrado de los vasos sanguíneos situados por debajo del cráneo habría causado una hemorragia interna entre este y la membrana que recubre el cerebro. El golpe se infligió con una fuerza extraordinaria, bien por un asaltante más alto que la víctima, bien por uno de su misma estatura. Diría que el atacante es diestro, y que el arma pudo ser algo parecido al mango de un hacha, es decir, pesada pero lisa. Si se hubiera tratado de un hacha o una espada, la herida sería más profunda, y el cuerpo aparecería prácticamente decapitado.
– De modo -intervino Hardcastle- que el asesino atacó primero por delante, incapacitando a su víctima, y después, cuando esta se alejaba tambaleándose, cegada por la sangre que, instintivamente, intentaba apartarse de los ojos, el asesino atacó de nuevo, esta vez por la espalda. ¿Podría haber sido el arma una piedra grande y puntiaguda?
– Puntiaguda no -precisó Belcher-. La herida no presenta desgarros. Es evidente que podría haber sido una piedra, pesada pero de canto redondeado, y sin duda en el bosque se encuentran algunas. ¿No llegan por ese camino las piedras y los troncos que usan en las reparaciones de la finca? Algunas piedras pudieron haberse caído de un carro y, después, alguien pudo apartarlas empujándolas hacia la maleza, donde tal vez hayan permanecido años enteros. Sin embargo, si se trató de una piedra, el hombre que asestó el golpe tendría que ser excepcionalmente fuerte. Es más probable que la víctima hubiera caído de bruces y la piedra le cayera con fuerza mientras se encontraba boca abajo, indefenso.
– ¿Cuánto tiempo pudo sobrevivir a esta herida? -preguntó Hardcastle.
– No es fácil saberlo a ciencia cierta. Pudo morir en cuestión de segundos, y en ningún caso la muerte tardó mucho en producirse -respondió Belcher.
– He conocido casos -añadió el doctor McFee- en los que una caída de cabeza ha causado pocos síntomas, más allá de un dolor de cabeza, y en los que el paciente ha seguido llevando su vida normal para morir apenas unas horas después. Ese no puede haber sido el caso que nos ocupa. La herida es demasiado grave para sobrevivir a ella más allá de un tiempo breve, y eso en el mejor de los casos.
El doctor Belcher se agachó más para observar mejor la herida.
– Cuando haya realizado la exploración post mortem podré informar de los daños cerebrales -dijo.
Darcy sabía que a Hardcastle le desagradaban profundamente aquellas exploraciones, y aunque Belcher se salía siempre con la suya cuando discrepaban en ese aspecto, en esa ocasión dijo:
– ¿De veras la considera necesaria, Belcher? ¿No está clara para todos la causa de la muerte? Lo que parece haber ocurrido es que un asaltante le asestó el primer golpe en la frente, cuando se encontraba ante la víctima. El capitán Denny, cegado por la sangre, intentó huir, pero recibió por la espalda el golpe mortal. Sabemos, por los restos encontrados en la frente, que cayó boca abajo. Según recuerdo, Darcy, cuando usted me ha relatado lo ocurrido me ha dicho que lo encontraron boca arriba.
– Así es, sir Selwyn, y así fue como lo subimos a la camilla. Esta es la primera vez que veo esa herida.
Volvió a hacerse el silencio, hasta que Hardcastle se dirigió a Belcher.
– Gracias, doctor. Por supuesto, si lo considera necesario podrá llevar a cabo otros exámenes del cadáver. No es mi intención entorpecer el avance del conocimiento científico. Aquí ya hemos hecho todo lo que podíamos hacer. Ahora podemos llevarnos el cuerpo. -Se volvió hacia Darcy-. Estaré de vuelta a las nueve en punto de la mañana, con la esperanza de hablar con el señor Wickham y con los miembros de la familia y el servicio, a fin de establecer las coartadas respecto de la hora estimada de la muerte. Estoy seguro de que comprenderá la necesidad de proceder de ese modo. Como ya he dispuesto, el jefe de distrito Brownrigg y el agente Mason siguen de guardia, y su misión consiste en custodiar a Wickham. La habitación permanecerá cerrada por dentro, y solo se abrirá en caso de necesidad. En todo momento ha de haber dos vigilantes. Me gustaría contar con su confirmación de que mis instrucciones serán cumplidas.
– Naturalmente, así se hará. ¿Puedo ofrecerles a usted y al doctor Belcher algún refrigerio antes de su partida?
– No, gracias. -Y, como si acabara de caer en la cuenta de que debía decir algo más, añadió-: Siento que esta tragedia haya ocurrido en su finca. Inevitablemente va a ser causa de disgusto, sobre todo entre las damas de la familia. El hecho de que Wickham y usted no mantuvieran una buena relación no la hará más fácil de soportar. Como magistrado, usted comprenderá mi responsabilidad en este asunto. Le enviaré un mensaje al juez de instrucción, y espero que las pesquisas puedan tener lugar en Lambton en unos días. Se constituirá un jurado local. Como es natural, se reclamará su presencia, así como la de los demás testigos que encontraron el cadáver.
– Allí estaré, sir Selwyn.
– Voy a necesitar ayuda con la camilla para llevar a la víctima hasta el furgón fúnebre. -Selwyn se volvió hacia Brownrigg-. ¿Puede asumir la misión de vigilar a Wickham y enviar a Stoughton aquí abajo? Y, doctor McFee, ya que está usted aquí y sin duda desea ser útil, tal vez usted también pueda ayudarnos a cargar con el cuerpo.
Menos de cinco minutos después, el cadáver de Denny, no sin algún resoplido del doctor McFee, fue transportado desde la armería hasta el furgón. Despertaron al cochero, que se había dormido, y sir Selwyn y el doctor Belcher se montaron en el coche. Darcy y Stoughton esperaron junto a la puerta abierta hasta que los vehículos, alejándose con estrépito, se perdieron de vista.
El mayordomo dio media vuelta, dispuesto a entrar en casa.
– Entrégueme las llaves, Stoughton -le ordenó Darcy-. Ya cerraré yo. Necesito tomar el aire.
El viento había amainado, pero ahora unos gruesos goterones de lluvia caían sobre la superficie moteada del río, bañado por la luz de la luna llena. ¿Cuántas veces habría estado ahí mismo, a solas, para huir unos minutos de la música y el griterío de la sala de baile? Ahora, tras él, la casa estaba en silencio, a oscuras, y la belleza que había sido su solaz durante toda su vida no alcanzaba a rozar su espíritu. Elizabeth debía de estar en la cama, aunque dudaba de que estuviera dormida. Le hacía falta el consuelo de sentirse a su lado, pero debía de estar exhausta y aunque añoraba su voz, sus palabras tranquilizadoras y su amor, no pensaba despertarla. Pero cuando volvió a entrar en el vestíbulo y giró la llave, después de pasar los cerrojos, percibió una luz tenue tras él y, al darse la vuelta, vio a Elizabeth, que, sosteniendo una vela, bajaba por la escalera y se dirigía hacia él para que la estrechara en sus brazos.
Tras unos segundos de silencio reparador, se apartó un poco de él.
– Amor mío -le dijo-, no has comido nada desde la cena, y pareces fatigado. Debes alimentarte un poco. La señora Reynolds ha llevado algo de sopa caliente al comedor. El coronel y Charles ya se encuentran ahí.
Pero el alivio del lecho compartido y de los brazos amorosos de Elizabeth iba a serle denegado. En el comedor pequeño vio que Bingley y el coronel ya habían saciado su apetito, y que este estaba decidido a asumir el mando una vez más.
– Darcy -le dijo-, propongo que pasemos la noche en la biblioteca, que se encuentra lo bastante cerca de la puerta principal y nos permitirá garantizar hasta cierto punto la seguridad de la casa. Me he tomado la libertad de pedir a la señora Reynolds que nos traiga mantas y almohadas. Pero no hace falta que me acompañe, si necesita la mayor comodidad de su propio lecho.
A Darcy le pareció que la precaución de pasar lo que quedaba de noche junto a una puerta cerrada con llave era innecesaria, pero no podía permitir que un invitado suyo durmiera incómodamente mientras él lo hacía en su dormitorio. Sintiendo que no tenía elección, dijo:
– No creo que la persona que ha matado a Denny sea tan imprudente como para atacar Pemberley, pero por supuesto me quedaré con usted.
– La señora Bingley duerme en el sofá del dormitorio de la señora Wickham -intervino Elizabeth-, y Belton estará despierta, como yo. Iré a comprobar que todo esté bien antes de retirarme. Les deseo, caballeros, una noche sin sobresaltos, y espero que puedan dormir algunas horas seguidas. Puesto que sir Selwyn Hardcastle estará de vuelta a las nueve, ordenaré que sirvan el desayuno temprano. Que tengan buenas noches.
Al entrar en la biblioteca, Darcy vio que Stoughton y la señora Reynolds se habían esmerado en procurarles la máxima comodidad posible al coronel y a él. Habían avivado la lumbre, habían cubierto los carbones con papel para que no crepitaran, y sobre la rejilla estaban preparados los troncos nuevos. La cantidad de mantas y almohadones era más que suficiente. Una fuente cubierta, repleta de sabrosas tartas, botellas de vino y agua, platos, vasos y servilletas cubrían una mesa redonda, situada a cierta distancia de la chimenea.
Personalmente, Darcy consideraba innecesaria aquella guardia nocturna. La puerta principal de Pemberley quedaba bien cerrada con llave y cerrojos, e incluso si Denny había sido asesinado por un desconocido, tal vez algún desertor del ejército al que habían desenmascarado y que había respondido con una violencia mortífera, el hombre no supondría la menor amenaza física para la casa, ni para quienes residían en ella. Estaba a la vez cansado e inquieto, estado poco propicio para sumirse en el sueño, algo que, incluso en el caso de que llegara a suceder, parecería una dejación de su responsabilidad. Le perturbaba la premonición de que algún peligro amenazaba Pemberley, a pesar de que no era capaz de llegar a definir con un mínimo de lógica de qué peligro podía tratarse. Y allí, en una de las butacas de la biblioteca, con el coronel como compañía, no creía que fuera a echar más que alguna cabezada en las horas que quedaban de noche.
Mientras se instalaban en los asientos mullidos y bien tapizados -el coronel en el más cercano al fuego-, se le ocurrió que tal vez su primo hubiera propiciado aquella guardia porque quería confiarle algo. Nadie le había preguntado nada sobre su paseo a caballo, justo antes de las nueve, y sabía que, como él, Elizabeth, Bingley y Jane debían de esperar que les proporcionara alguna explicación. Como ésta aún no había llegado, la discreción prohibía formular preguntas. Con todo, la delicadeza no impediría que Hardcastle las planteara a su regreso; Fitzwilliam sabía sin duda que era el único miembro de la familia y de los invitados que aún no había presentado una coartada. Darcy no se había planteado siquiera que el coronel estuviera implicado de algún modo en la muerte de Denny, pero el silencio de su primo resultaba preocupante y, lo que era más sorprendente en un hombre tan formal como él, sonaba a descortesía.
Para su sorpresa, sintió que se quedaba dormido mucho más deprisa de lo que había supuesto, e incluso tuvo que hacer esfuerzos para responder a unos pocos comentarios superficiales que le llegaban desde una distancia remota. Cada vez que se revolvía en la silla, Darcy regresaba momentáneamente a la conciencia, y su mente se percataba de dónde se encontraba. Observó brevemente al coronel, medio tendido en la butaca, el rostro de hermosas facciones enrojecido por el fuego, la respiración profunda y acompasada, y se fijó durante unos instantes en las llamas moribundas que lamían un tronco tiznado. Obligó a sus miembros entumecidos a levantarse y, con infinito cuidado, añadió más leña a la chimenea, volvió a cubrirse con la manta y se quedó dormido.
Su siguiente despertar fue curioso. Fue un retorno súbito y absoluto a la conciencia, durante el cual todos sus sentidos pasaron a un estado de alerta tan agudo que tuvo la sensación de que hubiera estado esperando ese momento. Se encontraba acurrucado, de perfil, y a pesar de tener los ojos casi cerrados vio al coronel plantarse frente a la chimenea, bloqueando momentáneamente el brillo que aportaba la única fuente de luz a la estancia. Darcy no sabía si había sido ese cambio lo que lo había despertado. No le costó fingir que seguía dormido, ni seguir observando a través de sus ojos entornados. La casaca del coronel colgaba del respaldo de su silla, y en ese momento este rebuscó algo en un bolsillo y extrajo un sobre. Todavía de pie, desplegó un documento y pasó un rato estudiándolo. Después, Darcy no vio más que la espalda de su primo, el movimiento brusco de su brazo y el destello de una llamarada; el papel estaba ardiendo. Darcy soltó un gruñido débil, y apartó más el rostro del fuego. En condiciones normales, habría dado a entender a su primo que estaba despierto, y le habría preguntado si había podido dormir un poco. Ahora, su pequeño engaño le parecía innoble. Pero la sorpresa y el horror al ver por primera vez el cadáver de Denny, la desorientación causada por la luz de la luna, lo habían agitado como un terremoto mental tras el que ya no estaba seguro de nada, y tras el que todas las cómodas convenciones y presuposiciones que, desde la infancia, habían regido su vida, se esfumaban a su alrededor, convertidas en escombros. Comparados con la sacudida inicial, el extraño comportamiento del coronel, su paseo nocturno a caballo, aún sin explicar y, ahora, la destrucción aparentemente furtiva de un documento no eran sino réplicas pequeñas que, de todos modos, resultaban desconcertantes.
Conocía a su primo desde que eran niños, y el coronel siempre le había parecido el hombre menos complicado del mundo, el menos dado al subterfugio y el engaño. Pero desde que se había convertido en hijo mayor y heredero de un conde, en él se había operado un cambio. ¿Qué se había hecho del joven y galante coronel de espíritu alegre, de aquel ser sociable, confiado y de trato fácil, tan distinto de Darcy y su timidez, que en ocasiones lo paralizaba? Antes parecía el hombre más popular y más afable. Pero ya entonces era consciente de sus responsabilidades familiares, de lo que se esperaba de un hijo menor. Él no se habría casado jamás con una mujer como Elizabeth Bennet, y Darcy sentía en ocasiones que había perdido algo del respeto que le profesaba su primo, por haber antepuesto su deseo por una mujer a las responsabilidades de familia y clase. Sin duda, Elizabeth parecía haber detectado también algún cambio, aunque a él nunca le había hablado del coronel, salvo para advertirle de que su primo pretendía pedirle la mano de su hermana Georgiana. A ella le había parecido lo correcto prepararlo para ese encuentro, pero este, por razones obvias, no se había producido, ni se produciría ya; supo, desde el momento en que Wickham, en estado de embriaguez, cruzó casi en volandas el umbral de Pemberley, que el vizconde Hartlep buscaría a su futura condesa en otro lugar. Lo que ahora le sorprendía no era que la oferta no llegara a formularse, sino que él, que había acariciado tan altas ambiciones para su hermana, se alegrara de que por lo menos ella no se sintiera tentada de aceptarla.
No podía sorprender que su primo se sintiera oprimido por el peso de sus responsabilidades futuras. Darcy pensaba en el gran castillo de sus antepasados, en las millas de bocaminas que salpicaban el oro negro de sus campos de carbón, en la mansión de Warwickshire con sus grandes extensiones de tierras fértiles, en la posibilidad de que el coronel, cuando heredara, pudiera sentir la obligación de renunciar a la carrera que tanto amaba para ocupar su escaño en la Cámara de los Lores. Era como si se hubiera impuesto la disciplina de modificar el núcleo mismo de su personalidad, y Darcy no sabía si algo así era posible o siquiera recomendable. ¿Se enfrentaba tal vez a alguna otra obligación privada, a algún problema, más allá de los que conllevaba la responsabilidad de su herencia? Volvió a pensar en lo extraño que le parecía el nerviosismo de su primo, que le había llevado a pasar la noche en la biblioteca. Si quería destruir una carta, la casa estaba llena de chimeneas encendidas, y habría podido encontrar un momento de privacidad para hacerlo. En cualquier caso, ¿por qué había escogido ese momento y había obrado con ese secretismo? ¿Había ocurrido algo que hiciera ineludible su destrucción? Intentando acomodarse lo mejor posible para dormir un rato más, Darcy se dijo que ya había suficientes misterios, y que no hacía falta añadir más, y finalmente volvió a entregarse al sueño.
Lo despertó el coronel, que descorrió las cortinas con gran estrépito, echó un vistazo al exterior y volvió a correrlas.
– Apenas hay luz todavía -anunció-. Tú has dormido bien, diría.
– Bien no, pero correctamente. -Darcy consultó el reloj.
– ¿Qué hora es?
– Las siete.
– Creo que iré a ver si Wickham está despierto. Si es así, tendrá que comer y beber algo, y es posible que sus custodios tengan hambre. No podemos relevarlos, las instrucciones de Hardcastle han sido muy claras. Pero creo que alguien debería acercarse a ver. Si Wickham ha despertado y se encuentra en el mismo estado en que, según el doctor McFee, se encontraba cuando lo trajimos, quizá Brownrigg y Mason tengan dificultades para controlarlo.
– Ya voy yo -dijo Darcy, levantándose-. Llama tú para pedir el desayuno. Hasta las ocho no lo servirán en el comedor.
Pero el coronel se encontraba ya junto a la puerta.
– Mejor déjamelo a mí -insistió-. Cuanto menos trato tengas con Wickham, mejor. Hardcastle está alerta ante cualquier interferencia por tu parte. Él se ocupa del caso y no te conviene enemistarte con él.
En su fuero interno, Darcy admitía que el coronel tenía razón. Él seguía empeñado en ver a Wickham como a un invitado de su casa, pero habría sido insensato negar la realidad. Wickham era el principal sospechoso en una investigación por asesinato, y Hardcastle tenía todo el derecho a esperar que Darcy se mantuviera apartado de él, al menos hasta que aquel hubiera sido interrogado.
El coronel acababa de ausentarse cuando entró Stoughton con café, seguido de una criada que iba a encargarse de la chimenea, y de la señora Reynolds, que preguntó si deseaba que sirvieran el desayuno. Los rescoldos de un tronco enterrado en la ceniza crepitaron, volvieron a la vida alimentados por el nuevo combustible, y las llamaradas iluminaron las cuatro esquinas de la biblioteca e hicieron más patente la oscuridad de la mañana otoñal.
Amanecía un nuevo día, un día que para Darcy no presagiaba más que el desastre.
El coronel no tardó ni diez minutos en regresar, y lo hizo cuando la señora Reynolds ya se retiraba. Se dirigió directamente a la mesa para servirse café. Acomodándose una vez más en la butaca, dijo:
– Wickham está inquieto, y balbucea cosas, pero sigue dormido, y es probable que así siga un rato más. Volveré a visitarlo antes de las nueve y lo prepararé para la llegada de Hardcastle. A Brownrigg y a Mason les han suministrado alimentos y bebida esta noche. El jefe de distrito estaba adormilado en su silla, y Mason ha comentado que tenía las piernas agarrotadas y debía ejercitarlas. Seguramente lo que le hacía falta era visitar el inodoro, ese aparato infernal que habéis instalado aquí, y que, según creo, ha suscitado el interés obsceno del vecindario, por lo que le he indicado cómo llegar a él y lo he reemplazado hasta su regreso. Por lo que he podido ver, Wickham estará lo bastante despierto a las nueve para que Hardcastle pueda interrogarlo. ¿Es tu intención estar presente?
– Wickham se halla en mi casa, y Denny ha sido asesinado en mi finca. Lo correcto, evidentemente, es que yo no participe en la investigación, que sin duda se desarrollará bajo la dirección del alto comisario cuando Hardcastle se lo haya comunicado, pero no es probable que tome parte activa en ella. Me temo que todo esto va a resultarte inconveniente. Hardcastle querrá iniciar sus pesquisas lo antes posible. Con suerte, el juez de instrucción se encontrará en Lambton, por lo que no debería haber retraso en la selección de los veintitrés miembros de los que ha de salir el jurado. Serán lugareños, aunque no sé si eso constituirá una ventaja. La gente sabe que a Wickham no se lo recibe en Pemberley y no me cabe duda de que los chismosos habrán especulado mucho sobre las razones. Sin duda, los dos tendremos que aportar pruebas y supongo que ello pesará más que tu incorporación a filas.
– Nada puede pesar más que mi deber -precisó el coronel Fitzwilliam-, pero si la instrucción del caso se lleva a cabo pronto, no debería haber problemas. El joven Alveston goza de una posición más propicia: al parecer, no le preocupa descuidar la que se dice que es una carrera muy activa en Londres para disfrutar de la hospitalidad de Highmarten y Pemberley.
Darcy no comentó nada. Tras un breve silencio, el coronel Fitzwilliam prosiguió.
– ¿Qué has planeado para hoy? Supongo que habrá que informar al servicio de lo que ocurre, y prepararlo para el interrogatorio de Hardcastle.
– Primero iré a ver si Elizabeth está despierta, tal como creo, y juntos hablaremos con el servicio. Si Wickham recobra la conciencia, Lydia exigirá verlo, y tiene derecho a ello, por supuesto. Después, claro está, todos deberemos prepararnos para el interrogatorio. Conviene que tengamos las coartadas listas, para que Hardcastle no haya de perder demasiado tiempo determinando quién se encontraba en Pemberley ayer noche. Es seguro que te preguntará cuándo iniciaste tu paseo a caballo, y cuándo regresaste.
– Espero poder responder satisfactoriamente -se limitó a replicar el coronel.
– Cuando la señora Reynolds regrese, infórmale, por favor, de que estoy con la señora Darcy, y de que tomaré el desayuno en el comedor pequeño, como de costumbre.
Dicho esto, se retiró. La noche había resultado incómoda en más de un aspecto, y se alegraba de que hubiera terminado.
Jane, que desde el día de su boda no se había separado de su esposo ni una sola noche, pasó muy inquieta las horas nocturnas en el sofá, junto al lecho de Lydia, y sus breves instantes de sopor se vieron interrumpidos en todo momento por su necesidad de comprobar que esta no se hubiera despertado. El sedante que le había administrado el doctor McFee había surtido efecto, y su hermana dormía profundamente, pero a las cinco y media se había desvelado y exigió que la llevaran de inmediato junto a su esposo. Para Jane, aquella era una petición natural y razonable, pero le pareció sensato advertir a Lydia que era poco probable que Wickham estuviera despierto. Su hermana no estaba dispuesta a esperar, y Jane la ayudó a vestirse; fue un proceso dilatado, pues había insistido en que debía estar deslumbrante. Tardaron bastante en rebuscar en el baúl, del que Lydia sacaba algunos vestidos que extendía para que Jane le diera su opinión. Los descartados se iban amontonando en el suelo. El estado de sus cabellos también le preocupaba. Jane no sabía si estaba justificado despertar a Bingley, pero como se acercó a escuchar y no oyó el menor sonido en la habitación contigua, no se decidió a perturbar su sueño. Sin duda, acompañar a Lydia cuando esta viera a su esposo por primera vez tras todo lo ocurrido era asunto de mujeres, y no estaba bien contar con la buena disposición natural de Bingley solo por su propia tranquilidad. Finalmente, Lydia se declaró satisfecha con su aspecto y, llevando las velas encendidas, avanzaron por los largos pasadizos hasta la habitación en la que custodiaban a Wickham.
Fue Brownrigg quien abrió la puerta y, al notar que entraban, Mason, que dormía en una silla, despertó sobresaltado. Después llegó el caos. Lydia se abalanzó sobre la cama, en la que Wickham seguía inconsciente, se arrojó sobre él como si estuviera muerto, y rompió a llorar, sumida en un estado de angustia manifiesta. Jane tardó bastante en arrancarla con delicadeza del lecho, susurrándole, mientras lo hacía, que sería mejor que regresara más tarde, cuando su esposo despertara y pudiera hablarle. Lydia, tras un último estallido de llanto, se dejó arrastrar hasta el dormitorio, donde, al fin, Jane logró que se calmara, llamó al servicio y pidió desayuno para las dos. No fue la doncella habitual, sino la señora Reynolds, quien lo trajo enseguida, y Lydia, observando con evidente satisfacción los manjares que le habían traído, descubrió que la tristeza le había abierto el apetito y comió con avidez. A Jane le sorprendió que no pareciera preocupada por Denny, quien había sido su preferido entre los oficiales que compartían destino con Wickham en Meryton; la noticia de su muerte brutal, que ella misma le había revelado con el mayor tacto posible, no parecía apenas haber sido registrada por su entendimiento.
Una vez que hubo dado cuenta del desayuno, el humor de Lydia iba del llanto a la autocompasión, del terror ante su futuro y el de Wickham al resentimiento hacia Elizabeth. Si ella y su esposo hubieran sido invitados al baile, como procedía, habrían llegado a la mañana siguiente y por el camino principal. Si habían llegado por el bosque había sido porque su llegada había de ser una sorpresa, de otro modo Elizabeth, probablemente, no le habría permitido la entrada. Era culpa suya que hubieran tenido que contratar un cabriolé y pernoctar en la taberna Green Man, que no era precisamente la clase de lugar que a Wickham y a ella les gustaba. Si su hermana hubiera sido más generosa y les hubiera ayudado, habrían podido permitirse alojarse la noche del viernes en el King’s Arms, de Lambton, y uno de los carruajes de Pemberley habría sido enviado al día siguiente a recogerlos para llevarlos al baile, y Denny no habría viajado con ellos, y nada de todo aquello habría sucedido. Jane tuvo que oírlo todo, con gran dolor de corazón. Como de costumbre, intentó aliviar su resentimiento, le aconsejó paciencia y le infundió esperanza, pero Lydia se regodeaba tanto de su desgracia que no atendía a razones ni aceptaba consejos.
En cualquier caso, nada de todo ello la sorprendía. Desde que era niña, Lydia había sentido rechazo por Elizabeth, y jamás habría podido reinar la comprensión o el afecto fraternal entre dos caracteres tan distintos. La menor, escandalosa y desbocada, ordinaria en su expresión y en su conducta, inmune a todo intento de controlarla, había sido fuente continua de bochorno para las dos Bennett mayores. Era, además, la favorita de su madre y, de hecho, su parecido era notorio, pero existían otros motivos para el antagonismo entre Elizabeth y Lydia. Esta sospechaba, con razón, que aquella había intentado persuadir a su padre para que le prohibiera visitar Brighton. Kitty le había contado que había visto a Elizabeth llamar a la puerta de la biblioteca, y que había sido admitida al santuario, raro privilegio, pues el señor Bennett defendía encarnizadamente que la biblioteca siguiera siendo el lugar de la casa donde podía encontrar paz y sosiego. Intentar negar a Lydia cualquier placer que se hubiera propuesto disfrutar figuraba en un puesto de honor de su lista de agravios fraternales, y para ella se trataba de una cuestión de principio que no debía ni perdonar ni olvidar.
Otra causa de aquel rechazo rayano en enemistad era que Lydia sabía que su hermana había sido escogida por Wickham como su favorita. En una de las visitas de Lydia a Highmarten, Jane la había oído hablar con el ama de llaves. Era la misma de siempre, egoísta e indiscreta: «No, por supuesto que al señor Wickham y a mí nunca nos invitarán a Pemberley. La señora Darcy siente celos de mí, y en Meryton todo el mundo sabe por qué. Cuando él estuvo destinado allí, ella estaba loca por él, y lo habría hecho suyo de haber podido. Pero él escogió a otra… ¡Yo fui la afortunada! Y, de todos modos, Elizabeth nunca lo habría aceptado, no sin dinero; si lo hubiera tenido, hoy sería la señora Wickham por voluntad propia. Solo se casó con Darcy, un hombre horrendo, soberbio y malhumorado, por Pemberley y por su dinero. Eso, en Meryton, también lo sabe todo el mundo.»
Que implicara a un ama de llaves en los asuntos privados de la familia, y la mezcla de falsedades y vulgaridad con la que Lydia chismorreaba sin reparos, hizo que Jane se replanteara la conveniencia de aceptar de tan buen grado las visitas de su hermana, por lo general sorpresivas, y resolvió no alentarlas en lo venidero, tanto por el bien de Bingley y los niños como por el suyo propio. Pero una más sí habría de soportar: le había prometido a Lydia llevarla a Highmarten cuando, según lo dispuesto, Bingley y ella abandonaran Pemberley el domingo por la tarde, y sabía de la gran carga de la que libraría a Elizabeth si esta podía dejar de atender las constantes reclamaciones de atención y compasión, sus impredecibles arrebatos de tristeza combinados con interminables quejas. Jane se había sentido impotente ante la tragedia que se había cernido sobre Pemberley, pero aquel pequeño servicio era lo mínimo que podía hacer por su querida Elizabeth.
Elizabeth dormía profundamente, aunque aquellos breves períodos de reparadora inconsciencia quedaban interrumpidos por pesadillas que la despertaban sobresaltada, y entonces a su mente regresaba el verdadero horror que se cernía como un nubarrón sobre Pemberley. Instintivamente, buscó a su esposo, pero al momento recordó que pasaba la noche con el coronel Fitzwilliam en la biblioteca. Sentía una necesidad casi irreprimible de levantarse y ponerse a caminar de un lado a otro del dormitorio, pero se controlaba y procuraba conciliar el sueño una vez más. Las sábanas de hilo, por lo general frescas y cómodas, habían quedado más retorcidas que una soga, y las almohadas, rellenas de suaves plumas de ganso, parecían duras y calientes, y había que ahuecarlas y darles la vuelta constantemente para que proporcionaran algo de comodidad.
Sus pensamientos la llevaron hasta Darcy y el coronel. Le parecía mal que estuvieran durmiendo, o intentando dormir, tan incómodamente, y más después de un día espantoso. ¿Qué le habría pasado por la cabeza al coronel Fitzwilliam para proponer algo así? Ella sabía que la idea había sido suya. ¿Acaso había algo importante que debía comunicar a Darcy, y necesitaba pasar unas horas con él sin que nadie los interrumpiera? ¿Le revelaría algún dato sobre aquel misterioso paseo a caballo o sus confidencias tendrían que ver más bien con Georgiana? Entonces se le ocurrió que, tal vez, su interés en forzar ese encuentro lo motivara su deseo de impedir que Darcy y ella pasaran un rato a solas; desde que habían regresado con el cadáver de Denny, su esposo y ella apenas habían tenido tiempo de conversar en privado. Pero al momento apartó aquella ridícula idea de su mente e intentó dormir un rato más.
A pesar de saber que su cuerpo estaba extenuado, su mente no se había mostrado nunca tan activa. Pensaba en lo mucho que había que hacer antes de la llegada de sir Selwyn Hardcastle. Habría que notificar a cincuenta casas la cancelación del baile. No habría servido de nada enviar notas esa noche, pues la mayoría de los invitados estarían ya acostados. Con todo, tal vez ella debería haberse quedado levantada hasta más tarde y, como mínimo, haber empezado con la tarea. Pero existía una responsabilidad más inmediata que debía atender antes. Georgiana se había acostado temprano, y no sabría nada de la tragedia de la noche. Desde su intento de seducirla, ocurrido siete años atrás, Wickham no había vuelto a ser recibido en Pemberley, y su nombre no se había pronunciado ni una sola vez. Todos habían actuado como si aquello no hubiera sucedido. Ella sabía que la muerte de Denny haría aumentar el dolor del presente y resucitaría la tristeza del pasado. ¿Conservaba Georgiana algo del afecto que había sentido por Wickham? ¿Cómo soportaría verlo, teniendo, como tenía, a dos pretendientes en casa, y más en aquellas circunstancias de sospecha y horror? Elizabeth y Darcy pensaban reunirse con todos los miembros del servicio en cuanto hubieran terminado el desayuno, para informarles de la desgracia, pero resultaría imposible mantener ignorantes de la llegada de Lydia y Wickham a las doncellas, que, ya desde las cinco de la mañana, estarían atareadas limpiando habitaciones y encendiendo fuegos. Ella sabía que Georgiana solía despertarse temprano, y que su camarera descorrería las cortinas y le traería el té, puntualmente, a las siete. Era ella, Elizabeth, la que debía hablar con Georgiana antes de que alguien, sin querer, le revelara la noticia.
Consultó la hora en el pequeño reloj dorado de la mesilla de noche, y vio que eran las seis y cuarto. Y precisamente entonces, cuando era tan importante que se mantuviera despierta, sintió que le llegaba el sueño. Pero no, debía resistir, tenía que levantarse y, diez minutos antes de las siete, encendió una vela y se dirigió en silencio al dormitorio de Georgiana. Elizabeth siempre se despertaba temprano, a medida que los sonidos familiares de la casa cobraban vida, saludando la nueva jornada con las expectativas renovadas de la alegría, las horas por venir llenas de los placeres de una comunidad que vivía en paz consigo misma. Ahora, en cambio, hasta ella llegaban ruidos lejanos, arañazos de ratones que indicaban que las doncellas ya se habían puesto en marcha. No era probable que las encontrara en la planta noble, pero, si lo hacía, esbozaría una sonrisa y se pegaría a la pared para cederles el paso.
Llamó con delicadeza a la puerta y, al entrar, vio que Georgiana ya llevaba puesto el salto de cama y estaba de pie junto a la ventana, contemplando la oscuridad compacta. Casi al momento llegó su camarera. Elizabeth recibió la bandeja y la dejó sobre el velador del dormitorio. Georgiana parecía presentir que algo iba mal. Tan pronto como la doncella se retiró, se acercó a ella y le habló con aprensión en la voz.
– Pareces cansada, querida Elizabeth. ¿No te sientes bien?
– Estoy bien, aunque preocupada. Sentémonos aquí las dos juntas, Georgiana, tengo algo que decirte.
– ¿Le ocurre algo al señor Alveston?
– No, no es el señor Alveston.
Y entonces, Elizabeth le contó resumidamente lo que había sucedido la noche anterior. Le dijo que, cuando encontraron el cuerpo sin vida del capitán Denny, Wickham estaba arrodillado junto a él, profundamente alterado, pero no reprodujo las palabras que, según Darcy, había pronunciado. Georgiana permaneció sentada, en silencio, mientras ella hablaba, con las manos apoyadas en el regazo. Al mirarla, Elizabeth vio que dos lágrimas brillaban en sus ojos y descendían sin freno por sus mejillas. Alargó la mano y cubrió con ella las de la joven.
Tras unos momentos en silencio, Georgiana se secó los ojos y dijo con calma:
– Debe de parecerte extraño, mi querida Elizabeth, que llore por un joven al que no conozco, pero no puedo evitar acordarme de lo felices que estábamos en la sala de música, pensar que, mientras yo tocaba y cantaba con el señor Alveston, el capitán Denny era brutalmente asesinado a menos de dos millas de casa. ¿Cómo afrontarán sus padres la terrible noticia? Qué pérdida, qué dolor para sus amigos. -Y entonces, tal vez al percatarse de la expresión de sorpresa dibujada en el rostro de Elizabeth, añadió-: Hermana querida, ¿creías que lloraba por el señor Wickham? Está vivo, y Lydia y él volverán a estar juntos muy pronto. Me alegro por los dos. No me sorprende que él se mostrara tan alterado por la muerte de su amigo, incapaz de salvarle la vida, pero, querida Elizabeth, no pienses, te lo ruego, que me perturba que haya regresado a nuestras vidas. El tiempo en que creí estar enamorada de él ya pasó, y ahora sé que fue solo un recuerdo de lo amable que era conmigo cuando era niña, y que fue gratitud por su afecto, y tal vez causa de la soledad, pero nunca amor. Incluso en aquella época, a mí misma me parecía más una aventura infantil que una realidad.
– Georgiana, él quería casarse contigo. Nunca lo negó.
– Ah, sí, eso sí era totalmente en serio. -Se sonrojó-. Pero me prometió que viviríamos como hermanos hasta que se celebrase la boda.
– ¿Y tú le creíste?
Elizabeth detectó una nota de tristeza en la voz de Georgiana.
– Sí, claro que le creí. Entiéndelo, él no estuvo nunca enamorado de mí, lo que él quería era dinero. Él siempre quería dinero. No le guardo rencor, salvo por los problemas y el sufrimiento que causó a mi hermano. Pero preferiría no verlo.
– Sí, será mucho mejor -coincidió Elizabeth-, y además no es necesario.
No añadió que, a menos que fuera muy afortunado, George Wickham abandonaría Pemberley algo más tarde custodiado por la policía.
Terminaron el té casi en silencio. Y entonces, cuando Elizabeth se levantaba para irse, Georgiana dijo:
– Fitzwilliam no menciona nunca a Wickham ni lo que ocurrió hace ya años. Resultaría más fácil si lo hiciera. Sin duda es importante que los que se aman sean capaces de hablar abierta y sinceramente sobre las cuestiones que les afectan.
– Creo que así es, aunque en ocasiones resulta difícil. Depende de si se encuentra el momento adecuado.
– Nunca encontraremos el momento adecuado. La única amargura que siento es la vergüenza de haber decepcionado a un hermano querido, y la certeza de que ya nunca volverá a confiar en mi buen juicio. Pero, Elizabeth, el señor Wickham no es un hombre malo.
– Tal vez no, tal vez solo sea peligroso y muy temerario -observó Elizabeth.
– Con el señor Alveston sí he comentado lo que ocurrió, y él opina que es posible que el señor Wickham estuviera enamorado de mí, aunque siempre lo motivó su necesidad de dinero. Si puedo hablar abiertamente con el señor Alveston, ¿por qué no puedo hacerlo con mi hermano?
– ¿De modo que el señor Alveston conoce el secreto? -preguntó Elizabeth.
– Por supuesto, somos muy amigos. Pero el señor Alveston comprenderá, como lo comprendo yo, que no podremos ser nada más mientras este horrible misterio siga ensombreciendo Pemberley. Él no ha declarado sus deseos, y no existe ningún compromiso oculto entre nosotros. Yo nunca te mantendría ajena a algo así, querida Elizabeth, ni a mi hermano, pero los dos sabemos qué sienten nuestros corazones, y esperamos confiados.
De modo que ya había otro secreto más en la familia. Elizabeth creía saber por qué Henry Alveston no le había propuesto matrimonio a Georgiana ni le había dejado claras sus intenciones. De haberlo hecho, habría podido interpretarse que deseaba sacar partido de cualquier ayuda que pudiera ofrecer a Darcy, y Alveston y Georgiana eran lo suficientemente sensibles como para saber que un amor con visos de éxito no puede celebrarse bajo la sombra del patíbulo. De modo que Elizabeth se limitó a besar a Georgiana y a susurrarle lo bien que le caía el señor Alveston, y expresó sus mejores deseos para los dos.
Elizabeth consideró que ya había llegado la hora de vestirse y comenzar el nuevo día. Le agobiaba pensar en lo mucho que quedaba por hacer antes de la llegada del señor Selwyn Hardcastle, prevista para las nueve. Lo más importante era enviar notas a los invitados explicando someramente, sin entrar en detalles, las razones que los llevaban a suspender el baile. Georgiana acababa de decirle que, aunque había pedido que le trajeran el desayuno al dormitorio, se reuniría con los demás en el comedor pequeño para tomar café, y que ayudaría gustosamente en lo que pudiera. A Lydia también se lo habían servido en su cuarto, y Jane seguía haciéndole compañía. Una vez que las dos damas estuvieran vestidas y el dormitorio hubiera sido adecentado, Bingley, impaciente siempre por estar junto a su esposa, acudiría a su encuentro.
Tan pronto como se hubo vestido y Belton se hubo ausentado para ver si Jane requería de sus servicios, Elizabeth salió a buscar a su esposo, y juntos se dirigieron a los aposentos de los niños. Por lo general, aquella visita diaria tenía lugar tras el desayuno, pero ambos sentían el temor supersticioso de que el mal que se cernía sobre Pemberley pudiera llegar a los aposentos infantiles, y querían asegurarse de que todo fuera bien. Pero no, nada había cambiado en aquel pequeño reducto de seguridad. Los niños se mostraron encantados de ver a sus padres antes de la hora acostumbrada y, tras los abrazos de rigor, la señora Donovan llevó a Elizabeth aparte y le dijo:
– La señora Reynolds ha tenido la amabilidad de venir a verme a primerísima hora para informarme de la muerte del capitán Denny. Ha sido una sorpresa enorme para todos nosotros, pero puede estar segura de que no revelaremos nada al señorito Fitzwilliam hasta que el señor Darcy considere que es momento de hablar con él y explicarle lo que un niño ha de saber. No tema, señora, que no permitiremos que las doncellas vengan hasta aquí con sus chismes.
Cuando se iban, Darcy mostró su alivio y agradecimiento al saber que Elizabeth ya se lo había contado todo a Georgiana, y que esta había recibido la noticia con un grado de sorpresa que podía considerarse normal. Con todo, Elizabeth notaba que sus viejas dudas y preocupaciones habían vuelto a aflorar, y que él habría preferido que su hermana se mantuviera ignorante de hechos que, sin duda, la devolverían al pasado.
Poco antes de las ocho, Elizabeth y Darcy entraron en el comedor pequeño, donde constataron que todo estaba prácticamente intacto, y que el único presente era Henry Alveston. Todos bebieron mucho café, pero prácticamente no probaron los alimentos que solían servirse durante el desayuno: huevos, bacon, salchichas y riñones.
El encuentro resultaba algo incómodo, y el comedimiento general, tan atípico cuando se encontraban todos juntos, se vio reforzado con la llegada del coronel, y con la de Georgiana, que se produjo segundos después. Ella se sentó entre Alveston y Fitzwilliam y, mientras aquel le servía café, se dirigió a Elizabeth.
– Si te parece, después del desayuno podemos empezar a escribir las notas. Si tú redactas un modelo, yo puedo dedicarme a copiarlo. Puede ser el mismo para todos los invitados, y no tiene por qué ser largo.
Se hizo un silencio que todos sintieron incómodo, y entonces el coronel intervino, volviéndose hacia Darcy:
– Sin duda la señorita Darcy debería abandonar Pemberley, y pronto. Resulta inapropiado que tome parte en este asunto, o que se vea sometida de un modo u otro a los interrogatorios previos a los que procederán sir Selwyn o los comisarios.
Georgiana empalideció visiblemente, pero se expresó con voz firme.
– Me gustaría ayudar. -Se dirigió a Elizabeth-. A medida que avance la mañana, te requerirán desde muchos frentes, pero si redactas el modelo, yo puedo escribir las copias, y así solo tendrás que firmarlas.
Entonces intervino Alveston.
– Un plan excelente. Solo será necesaria una nota breve. -Se volvió hacia Darcy-. Permítame ser de ayuda, señor. Si dispusiera de un caballo veloz, podría contribuir entregando las cartas. Siendo, como soy, desconocido para la mayoría de los invitados, me resultaría más fácil evitar unas explicaciones que, en cambio, sí demorarían a un miembro de la familia. Si la señorita Darcy y yo pudiéramos consultar juntos un plano de la zona, trazaríamos la ruta más racional y rápida. Las casas con vecinos cercanos que también hayan sido invitados podrían ocuparse de transmitir la noticia.
Elizabeth pensó que algunos de ellos se mostrarían sin duda encantados con la idea. Si había algo que podía compensarlos de la cancelación del baile era saber que en Pemberley se estaba desarrollando un drama. Aunque algunos de sus amigos lamentarían, sin duda, la zozobra que se había apoderado de todos en la casa y se apresurarían a escribir cartas de apoyo y condolencia, y se dijo que muchas de ellas nacerían de una preocupación y un afecto sinceros. No debía permitir que el cinismo desacreditara el impulso de la compasión y el amor.
Pero Darcy habló con voz fría.
– Mi hermana no ha de participar en esto. Nada de lo ocurrido tiene que ver con ella, y sería del todo inapropiado que lo hiciera.
Georgiana habló sin levantar la voz, pero manteniendo la misma firmeza.
– Pero, Fitzwilliam, sí tiene que ver conmigo. Tiene que ver con todos nosotros.
Antes de que Darcy tuviera tiempo de responder, el coronel intervino.
– Es importante, señorita Georgiana, que no permanezca en Pemberley hasta que se investigue bien el asunto. Esta misma noche enviaré una carta por correo expreso a lady Catherine, y no tengo duda de que ella la invitará de inmediato a Rosings. Sé que a usted no le complace especialmente la casa, y la invitación le resultará, hasta cierto punto, molesta, pero es deseo de su hermano que vaya donde esté a salvo y donde ni el señor ni la señora Darcy deban preocuparse por su seguridad y bienestar. Estoy seguro de que su buen juicio la llevará a comprender que lo que se le propone es sensato… y apropiado.
Ignorándolo, Georgiana se volvió hacia Darcy.
– No tienes de qué preocuparte. Por favor, no me pidas que me vaya. Solo deseo ser útil a Elizabeth, y espero poder serlo. No veo que haya nada inapropiado en ello.
Fue entonces cuando intervino Alveston:
– Discúlpeme, señor, pero siento que es mi deber manifestar algo. Hablan ustedes sobre lo que ha de hacer la señorita Darcy como si fuera una niña. Estamos ya en el siglo diecinueve. No hace falta ser discípulo de Wollstonecraft para opinar que a la mujer no debe negársele la voz en los asuntos que la incumben. Hace ya siglos se aceptó que las mujeres tienen alma. ¿No va siendo hora de que se acepte que también tienen mente?
El coronel hacía esfuerzos por controlarse, y tardó un poco en replicar.
– Le sugiero, señor, que reserve sus alegatos para el tribunal.
Darcy se dirigió a Georgiana.
– Yo solo pensaba en tu bienestar y felicidad. Por supuesto que puedes quedarte si lo deseas. Me consta que Elizabeth se alegrará de contar con tu ayuda.
La aludida llevaba un rato sentada en silencio, porque no quería empeorar las cosas opinando algo inadecuado. Pero ahora decidió intervenir.
– Me alegraré mucho, sí. Debo estar disponible para sir Selwyn Hardcastle cuando llegue, y no veo la manera de que las notas puedan entregarse a tiempo a menos que cuente con ayuda. De modo que ¿por qué no nos ponemos manos a la obra?
Retirando la silla con más fuerza de la necesaria, el coronel dedicó una reverencia envarada a Elizabeth y a Georgiana, y abandonó la estancia.
Alveston se puso en pie.
– Debo disculparme, señor -dijo, dirigiéndose a Darcy-, por haber intervenido en un asunto de familia que no me incumbe. Me he dejado llevar, y he hablado con más énfasis del que es correcto o aconsejable.
– La disculpa se la debe más al coronel que a mí -replicó Darcy-. Es posible que sus comentarios hayan sido inadecuados o presuntuosos, pero ello no significa que no sean acertados. -Se volvió hacia Elizabeth-. Si puedes, amor mío, aclara la cuestión de las notas ahora mismo. Creo que ya es hora de que hablemos con el servicio, tanto con el interno como con los miembros que puedan estar trabajando en la casa. La señora Reynolds y Stoughton les habrán comunicado solo que ha habido un accidente y que se ha suspendido el baile, y en estos momentos deben de reinar la preocupación y el nerviosismo. Voy a llamar a la señora Reynolds para notificarle que vamos a bajar a la sala del servicio para hablar con todos tan pronto como hayas terminado de redactar el modelo de carta que Georgiana ha de copiar.
Media hora más tarde, Darcy y Elizabeth hacían su entrada en la sala del servicio, acompañados por el estrépito de dieciséis sillas que arañaban el suelo al retirarse, al que siguieron los «buenos días, señor» que llegaron en respuesta al saludo de Darcy, aunque pronunciados en voz tan baja que resultaron apenas audibles. A Elizabeth le sorprendió constatar la sucesión de delantales blanquísimos, recién almidonados, y de cofias plisadas, antes de recordar que, siguiendo instrucciones de la señora Reynolds, todo el personal debía vestirse impecablemente el día del baile de lady Anne. En el aire flotaba un aroma intenso y delicioso: a falta de órdenes en sentido contrario, era probable que las cocineras hubieran decidido empezar a hornear ya las primeras tartas y exquisiteces. Al pasar junto a la puerta abierta de la galería, a Elizabeth casi la abrumó el perfume de las flores cortadas. Ahora que ya no hacían falta, se preguntó cuántas sobrevivirían con buen aspecto hasta el lunes. Se descubrió a sí misma pensando en el mejor uso que podría darse a las aves dispuestas para ser asadas, a las grandes piezas de carne, a las frutas traídas de los invernaderos, a la sopa blanca y a los ponches. No todo estaría preparado todavía, pero, si no se daban las instrucciones pertinentes, habría sin duda un excedente, y no debía permitirse que se echara a perder. Le pareció una preocupación absurda en aquellas circunstancias, pero aun así llegó a ella mezclada con muchas otras. ¿Por qué el coronel Fitzwilliam no había mencionado su paseo a caballo, ni hasta dónde le había llevado? No era probable que se hubiera limitado solo a cabalgar junto al río, empujado por el viento. Y si finalmente detenían a Wickham y se lo llevaban, posibilidad que nadie había mencionado pero que todos debían tener por muy cierta, ¿qué ocurriría con Lydia? Seguramente ella no querría quedarse en Pemberley, pero había que ofrecerle hospitalidad cerca de donde se encontrara su esposo. Tal vez el mejor plan, y sin duda el más adecuado, sería que Jane y Bingley se la llevaran a Highmarten, pero ¿sería justo para su hermana mayor?
Con todas aquellas preocupaciones agolpándose en su mente, apenas registraba las palabras de su esposo, que eran recibidas en medio de un silencio sepulcral, y solo las últimas frases franquearon su conciencia. Se había solicitado la presencia de sir Selwyn Hardcastle aquella noche, y se había procedido al levantamiento del cadáver del capitán Denny, que había sido trasladado a Lambton. Sir Selwyn regresaría a las nueve en punto, y querría interrogar a todos los que se encontraban en Pemberley en el momento de los hechos. La señora Darcy y él mismo estarían presentes mientras tuvieran lugar los interrogatorios. No se sospechaba en absoluto de ningún miembro del servicio, pero era importante que todos respondieran con sinceridad a las preguntas de sir Selwyn. Entretanto, debían proseguir con sus tareas sin hablar de la tragedia, y sin chismorrear entre ellos. El acceso al bosque quedaba restringido para todos menos para el señor y la señora Bidwell y sus familiares.
Aquella última afirmación tropezó con un silencio sepulcral, y a Elizabeth le pareció que todos esperaban que fuera ella quien lo rompiera; de modo que se puso en pie, consciente de que dieciséis pares de ojos la miraban con preocupación y temor, pues todos necesitaban oír que al final las cosas se solucionarían, y que ellos, personalmente, no tenían nada que temer, ya que Pemberley seguiría siendo lo que había sido siempre, su refugio y su hogar.
– El baile no podrá celebrarse, claro está -dijo-, y ya se preparan notas para los invitados en las que se explica brevemente lo ocurrido. Pemberley se ha visto golpeado por una gran tragedia, pero sé que todos ustedes proseguirán con sus tareas, sin perder la calma, y que cooperarán con sir Selwyn Hardcastle y con su investigación, pues eso es lo que debemos hacer. Si hay algo en concreto que les preocupe, o cuentan con alguna información que deseen proporcionar, deberían hablar primero con el señor Stoughton o con la señora Reynolds. Quiero agradecerles personalmente las muchas horas que, como cada año, han dedicado a la preparación del baile de lady Anne. Al señor Darcy y a mí nos causa un gran dolor que sus esfuerzos, por unos motivos tan desafortunados, hayan sido en vano. Confiamos, como hemos hecho siempre tanto en los buenos como en los malos momentos, en la lealtad y en la devoción mutuas que son la base de la vida en Pemberley. No teman por su seguridad ni por su futuro: Pemberley ha soportado muchas tormentas durante su larga historia, y también este episodio quedará atrás.
Sus palabras fueron seguidas de un aplauso breve, acallado al instante por Stoughton, quien, acto seguido y secundado por la señora Reynolds, pronunció algunas frases con las que expresaba su comprensión y su afán de cumplir las órdenes del señor Darcy. Al poco se conminó a los asistentes a proseguir con sus deberes. En cuanto llegara sir Selwyn Hardcastle volverían a convocarlos.
Cuando Darcy y Elizabeth regresaban a la zona noble de la residencia, este comentó:
– Tal vez yo haya dicho demasiado poco, y tú, amor mío, algo más de la cuenta, pero como de costumbre, juntos nos hemos complementado bien. Y ahora debemos prepararnos para recibir a su majestad la ley, encarnada en la persona de sir Selwyn Hardcastle.
La visita de sir Selwyn resultó menos tensa y más corta de lo que los Darcy temían. El alto comisario, sir Miles Culpepper, había escrito a su mayordomo el jueves anterior para informarle de que regresaría a Derbyshire a tiempo para la cena del lunes, y este había estimado prudente comunicar la noticia a sir Selwyn. No se facilitó explicación alguna para aquel cambio de planes, pero a este no le costó adivinar la causa. La visita de sir Miles y lady Culpepper a Londres, con sus espléndidos comercios y su gran variedad de seductoras distracciones, había exacerbado las discrepancias entre ellos, frecuentes en matrimonios en que los maridos, de más edad, creen que el dinero ha de usarse para ganar más, y en que las esposas, más jóvenes y bonitas, opinan que este está para gastarlo. ¿Cómo, si no -señalaba ella a menudo-, sabría la gente que lo tenían? Tras recibir las primeras facturas de los extravagantes dispendios de su esposa en la capital, el alto comisario había hallado en lo más profundo de su ser un compromiso renovado con las responsabilidades de la vida pública, y había informado a su esposa de que debían regresar inmediatamente. Aunque Hardcastle dudaba de que su carta enviada por correo expreso en la que le informaba del asesinato hubiera llegado aún a manos de sir Miles, sabía bien que apenas el alto comisario supiera de la tragedia exigiría un informe detallado del desarrollo de las investigaciones. Resultaba ridículo considerar que el coronel vizconde Hartlep, o algún miembro de la casa de Pemberley, hubieran participado en la muerte de Denny, por lo que sir Selwyn no pretendía pasar en la casa más tiempo del estrictamente necesario. Brownrigg, el jefe de distrito, ya había comprobado, a su llegada, que ningún caballo o carruaje hubiera abandonado los establos de Pemberley después de que el coronel Fitzwilliam saliera a montar aquella noche. El sospechoso al que se sentía impaciente por interrogar era Wickham, y él había llegado con el furgón penitenciario, acompañado de dos oficiales, con la intención de trasladarlo a un lugar más adecuado en la penitenciaría de Lambton, donde podría obtener toda la información necesaria que le permitiera impresionar al alto comisario con un relato detallado de sus investigaciones y de las de los policías.
Los Darcy recibieron a un sir Selwyn extrañamente afable, que aceptó incluso tomar un refrigerio antes de proceder a interrogar a los miembros de la familia. Estos, junto con Henry Alveston y el coronel, responderían a las preguntas en la biblioteca, todos juntos. Solo el relato de las actividades del coronel suscitó algún interés. Este empezó por disculparse ante los Darcy por el silencio que había mantenido hasta el momento. La noche anterior había acudido al King’s Arms de Lambton a instancias de una dama que requería de su consejo y ayuda en relación con un asunto delicado que afectaba a su hermano, un oficial que en el pasado había estado bajo su mando. Ella había estaba visitando a un familiar en la localidad, y él le había sugerido que un encuentro en la posada resultaría más discreto que si este tenía lugar en su despacho de Londres. Si no había hablado antes de él era porque esperaba a que la dama en cuestión pudiera abandonar Lambton antes de que su estancia en la posada fuera del dominio público y se convirtiera en objeto de curiosidad por parte de los lugareños. Podía facilitar su nombre y su dirección de Londres si precisaban verificar sus afirmaciones. Con todo, estaba convencido de que las pruebas aportadas por el posadero y los clientes que se encontraban bebiendo en el lugar entre el momento de su llegada y el de su partida confirmarían su coartada.
Con satisfacción mal disimulada, Hardcastle anunció:
– No hará falta, lord Hartlep. Me ha parecido conveniente detenerme en el King’s Arms de camino a Pemberley, esta mañana, para comprobar si en la noche del jueves había pernoctado allí algún desconocido, y se me ha informado de la presencia de la dama. Su amiga ha causado sensación en la posada. Viajaba en una carroza bastante vistosa, e iba acompañada de su propia doncella y de un criado. Supongo que habrá gastado generosamente en el establecimiento y que el posadero habrá lamentado su partida.
A continuación pasó a interrogar al personal de servicio, reunido, como antes, en su sala. La única ausencia fue la de la señora Donovan, que no tenía la menor intención de desatender a los niños. Como la culpa suelen sentirla más los inocentes que los culpables, el ambiente allí era menos de expectación que de nerviosismo. Hardcastle había decidido que su discurso fuera lo más tranquilizador y lo más breve posible, intención parcialmente alterada por sus severas advertencias de rigor sobre las terribles consecuencias que se abatían sobre quienes se negaban a cooperar con la policía o quienes no revelaban información. Con voz algo más amable, prosiguió:
– No me cabe duda de que todos ustedes, la noche anterior al baile de lady Anne, tenían cosas mejores que hacer que aventurarse hasta un bosque en plena noche, y en medio de una tormenta, con el propósito de asesinar a un perfecto desconocido. Con todo, ahora les pido que, si alguno dispone de alguna información que facilitar, o si alguno ha salido de Pemberley entre las siete de la tarde de ayer y las siete de la mañana de hoy, levante la mano.
Solo se alzó una.
– Es Betsy Collard, señor -susurró la señora Reynolds-, una de las doncellas.
Hardcastle le pidió que se pusiera en pie, y Betsy obedeció al momento, sin mostrarse, en apariencia, intimidada. Se trataba de una joven corpulenta, y se expresó con claridad.
– Yo estaba con Joan Miller, señor, en el bosque el pasado miércoles, y vimos el fantasma de la vieja señora Reilly tan claramente como lo estoy viendo a usted. Estaba allí, oculta entre los árboles, cubierta con una capa negra y una capucha, pero su rostro se distinguía muy bien a la luz de la luna. Joan y yo nos asustamos y salimos corriendo del bosque, y ella no nos persiguió. Pero la vimos, señor, y lo que le digo es tan cierto como que hay Dios.
Joan Miller fue conminada a ponerse en pie y, con el terror dibujado en el rostro, la joven balbució tímidamente, corroborando el relato de Betsy. Hardcastle sentía que se adentraba en un terreno femenino e incierto. Miró a la señora Reynolds, y ella asumió el control.
– Betsy y Joan, sabéis muy bien que no os está permitido abandonar Pemberley sin compañía después del anochecer, y es poco cristiano, además de estúpido, creer que los muertos caminan sobre la tierra. Qué vergüenza que hayáis permitido que esas imaginaciones entraran en vuestra mente. Quiero veros a solas en mi saloncito tan pronto como sir Selwyn Hardcastle haya terminado con sus preguntas.
Al magistrado no le cabía duda de que aquella perspectiva las intimidaba más que cualquier pregunta que pudiera formularles él.
– Sí, señora Reynolds -murmuraron las dos, antes de sentarse.
Hardcastle, impresionado por el efecto inmediato de las palabras del ama de llaves, pensó que resultaría adecuado que dejara clara su postura mediante una admonición final.
– Me sorprende -dijo- que una joven que goza del privilegio de trabajar en Pemberley pueda entregarse a la ignorancia y a la superstición. ¿Acaso no habéis estudiado el catecismo?
Por toda respuesta obtuvo un «sí, señor» murmurado.
Hardcastle regresó a la zona noble de la casa y se reunió con Darcy y Elizabeth, visiblemente aliviados al saber que la única tarea pendiente, más sencilla, era la de llevarse a Wickham de allí. Al prisionero, ya esposado, le ahorraron la humillación de abandonar la casa observado por un grupo de personas, y solo a Darcy le pareció que era su deber estar presente para desearle lo mejor y para presenciar el momento en que el jefe de distrito Brownrigg y el agente Mason lo subían al furgón de la penitenciaría. Entonces, Hardcastle se montó en su carruaje, y antes de que el cochero hiciera chasquear las riendas, sacó la cabeza por la ventanilla y le gritó a Darcy:
– En el catecismo se insta a no caer en la idolatría y la superstición, ¿no es cierto?
Darcy recordaba que su madre le había enseñado el catecismo, pero solo un mandamiento se había fijado en su mente, aquel que decía que debía tener las manos quietas y no robar nada, mandamiento que regresaba a su memoria con embarazosa frecuencia cuando, de niño, George Wickham y él se acercaban en poni hasta Lambton, y los manzanos de sir Selwyn, cargados de frutas, alargaban sus ramas hasta el otro lado del muro.
Y respondió, muy serio:
– Creo, sir Selwyn, que podemos afirmar que el catecismo no contiene nada que sea contrario a los postulados y las prácticas de la Iglesia anglicana.
– Claro que sí, claro que sí. Lo que yo creía. Qué muchachas tan necias.
Entonces, sir Selwyn, satisfecho con el desarrollo de su visita, dio una orden, y el carruaje, seguido por el furgón de la penitenciaría, se alejó lentamente por el camino. Darcy permaneció en su lugar, observándolo, hasta que desapareció. Pensó que ver partir y llegar a los visitantes empezaba a convertirse en una costumbre, aunque la marcha del furgón de la penitenciaría que trasladaba a Wickham levantaría sin duda el manto de horror y zozobra que había cubierto Pemberley. También esperaba no tener que ver más a sir Selwyn Hardcastle hasta que comenzara la investigación formal.