El comedor principal de Atlantis estaba situado en la parte exterior de la esfera de metal que formaba el corazón del asteroide. Había sido diseñado por Darius Regulo como la vitrina de toda la zona de vivienda, y las comodidades fueron pensadas con ese propósito. Unos paneles corredizos de metal cubrían la pared exterior. Detrás de ellos, y visibles para los invitados al oprimir un botón dispuesto en la larga mesa, había unas paredes transparentes que daban al mundo acuático. Regulo los había mantenido completamente cerrados durante toda la comida, pero Rob no podía resistir mirarlos e imaginar lo que ocultaban.
La sesión de trabajo con Regulo se había desarrollado con una asombrosa rapidez. Cada uno parecía comprender el pensamiento del otro apenas era concebido, antes de ser expuesto en palabras. Rob se sentía orgulloso de su propio talento en los últimos años; pero no estaba acostumbrado a verlo igualado o superado por el de otra persona. Al final de la sesión casi no podía creer cuánto campo habían cubierto juntos, ni la comprensión que ahora tenía Regulo de todos los detalles de su trabajo de diseño.
En esto había estado pensando durante la cena, por lo que casi no saboreó la extraña comida. Eran sólo cuatro en el gran comedor: Rob, Regulo, Corrie y Joseph Morel. A medida que se servían los diferentes platos, todos miraban a Rob, esperando ver su reacción. Había más variación de la que Rob había esperado al saber que todo provenía de las granjas acuáticas de Atlantis.
—Tenemos que darle las gracias a Joseph por esto —dijo Regulo, observando a Rob probar un pedazo de carne, fruncir el ceño sorprendido y volver a comer otro pedazo—. Trabajó durante años para conseguir un pez de agua dulce que tuviera sabor a buena carne de vaca. Ha engañado a más de uno con él, y tienes que probar el queso que se servirá después. Es tu obra maestra, ¿verdad, Joseph?
Morel asintió sin expresión. Su rostro liso y colorado seguía impasible, sin denunciar ningún sentimiento. En varias ocasiones durante la comida, cuando Rob miraba a Regulo o a Corrie, sentía la mirada fría y atenta que le clavaba Morel, sentado a su izquierda. Pero cuando Rob dirigía la vista hacia él, los ojos fríos y grises siempre estaban mirando a la mesa o a uno de los otros. Rob tomó nota mental de agregar una pregunta a la lista que estaba preparando para el Servicio de Informaciones de Howard Anson.
—Casi todo lo que ves aquí es obra de Joseph —continuó Regulo, cuando la comida llegaba a su fin con fruta de gusto y textura similar a la piña tropical—. Yo me ocupé de la ingeniería básica de Atlantis y decidí dónde estaría la zona de habitaciones, la construimos a partir del yacimiento que había en el centro del asteroide original. Fue un problema interesante en cuanto al uso de materiales. Joseph hizo todo el resto, el diseño de los laboratorios, y el equilibrio de la esfera de agua. No es sencilla la ecología allí, en absoluto. Tienes que verlo todo, ya que estás aquí.
Morel permanecía en silencio, pero los labios carnosos y rojos se fruncieron en lo que podía interpretarse como señal de desagrado.
—Me gustaría ver más de la esfera de agua ahora —dijo Rob—. La vi muy fugazmente cuando entrábamos con Corrie por la abertura de acceso, y me pareció fascinante. ¿Pueden abrirse los paneles?
Darius Regulo miró a Morel.
—Me ha preguntado por Caliban, y creo que Cornelia ha estado bromeando con ese tema también. ¿No querrías traerlo? —Volvió a dirigirse a Rob—. Caliban es el orgullo y el deleite de Joseph, pero no te tendremos en suspenso más tiempo. Enciende las luces de afuera, Corrie, y abriremos los paneles.
Casi no fue necesario bajar las luces de adentro. Regulo las mantenía a un nivel apenas suficiente para verse entre ellos y ver la comida. Cuando los grandes paneles se abrieron Rob vio que daban a una espesa jungla submarina, iluminada por el apagado y distante resplandor de la luz solar y de las lámparas que había bajo el agua. Corrie tocó un interruptor y la escena se transformó gracias a poderosos faros montados en la pared exterior de la cámara.
La lámina de material detrás de los paneles deslizables era perfectamente transparente. Se veían a la perfección las capas de vegetación fijas a las rejillas de sostén. Los bancos de peces en movimiento pasaban y se dirigían hacia ellos, atraídos por la luz.
—¿Dónde está, Joseph? —gruñó Regulo—. Tráelo para que Merlin lo vea. Creía que la luz lo haría venir.
—Depende de lo que estuviera haciendo cuando se han encendido las luces —dijo Morel. Sacó del bolsillo de la camisa un pequeño comunicador plano. Mirando hacia la tranquila escena acuática, oprimió dos de las teclas. Después de unos segundos oprimió una tercera—. Se está haciendo el duro —dijo—. He tenido que aumentar el incentivo. Mirad hacia la izquierda, me parece que le he dado suficiente.
Rob miró rápidamente a los otros tres. El rostro de Corrie estaba sereno, con un tranquilo interés. La expresión de Regulo era imposible de adivinar detrás de esa arruinada máscara de carne, pero los ojos parecían calmos. Sólo Joseph Morel parecía experimentar una fuerte emoción. Se pasaba la lengua por los labios con una expresión de reprimida satisfacción en el rostro, mientras manejaba el pequeño comunicador. Estaba tenso y a la expectativa. De pronto, aflojó la tensión y se reclinó en el asiento. Lejos, al borde de la zona iluminada, algo se movía entre la fronda.
—Ahí viene —murmuró Regulo—. Merlin, mira cómo se desvanece una de tus ilusiones. Tú piensas que yo soy quien está al frente de todo esto, pero te equivocas. Te presento a Caliban, el verdadero amo de Atlantis. El resto de nosotros estamos atados a su pequeña región ahí en el centro, dentro de la esfera de agua. Caliban es el que domina todo lo demás.
Una sombra enorme y negra se acercaba despacio, empujando a un lado la densa vegetación. Era la misma masa irregular que Rob había vislumbrado en el breve momento en que miró cuando entraba por la abertura de acceso a Atlantis. Ahora, mientras se acercaba, pudo empezar a comprender su verdadero tamaño. Había un conglomerado de brazos rodeando un tronco central inmenso. A medida que la criatura se acercaba, Rob intentó contarlos. Vio nueve o diez, dos de ellos mucho más largos que el resto. Ninguno de los brazos estaba extendido por completo, pero supuso que los más grandes medirían unos treinta metros de largo, y salían del cuerpo y de la cabeza. Ésta era de un par de metros de ancho, con un ojo inmenso y fijo a cada lado, situado de tal manera que el animal no podía tener visión binocular. El tronco y los brazos más largos eran de un color gris verdoso profundo y se confundían con la tonalidad más clara de los ocho brazos más cortos.
—¿Sabes lo que estás viendo? —preguntó Regulo—. No encontrarás muchos como éste en la Tierra.
—Es una especie de calamar —dijo Rob—. Pero nunca había oído hablar de uno tan grande. ¿Ése es Caliban?
—Así es —la voz de Morel sonó clara y precisa—. No es sólo una especie de calamar. Es el Architeuthis princeps mismo, el mayor invertebrado conocido. El que inspiró las leyendas de los monstruos marinos de Escandinavia, y la de la serpiente marina también, supongo.
El calamar gigante se había acercado hasta la pared transparente. Apoyó cuatro largos y chupadores tentáculos contra el vidrio. Rob vio que el gran cuerpo se flexionaba con el esfuerzo. La superficie del panel se movió, aunque muy poco, bajo la presión.
—Además es fuerte —observó Regulo—. Más fuerte de lo que crees.
—Está cambiando de color —dijo Rob, mirando la barrera que los separaba de la criatura que se movía bajo la fuerza de los grandes brazos.
—Ah, sí, siempre hace eso —Regulo siguió mirando con toda tranquilidad cómo la piel del calamar se oscurecía, hasta llegar a un negro uniforme—. Son los cromatóforos de su capa exterior. Puede cambiar a muchísimos colores. Sólo se pone negro cuando está enojado. Creo que Caliban odia a Joseph más que a cualquier otra cosa o cualquier ser en Atlantis.
—Es un ingrato —dijo Morel secamente—. En buena ley debería estar más que agradecido, debería adorarme como a un dios. Soy su creador. Antes de que empezáramos a trabajar en él no era más que cualquier otro cefalópodo; algo más inteligente desde luego, que cualquier otro invertebrado, pero sólo eso. Ahora… —apretó la boca roja, tan incongruentemente pequeña en su rostro carnoso—. Debería estarme agradecido.
Rob había contenido el aliento. No podía evitar la sensación de que la inmensa bestia que les miraba del otro lado de la ventana rompería el escudo que los separaba y les atacaría con esos brazos musculosos. Además estaba el pico, en medio de la gran cabeza… Intentó tranquilizarse. Regulo conocía demasiado bien cuál era la resistencia de los materiales para creer que pudiera haber un peligro real.
—¿Quiere decir que Caliban es inteligente? —preguntó—. ¿Que ha creado algo con lo que puede comunicarse, algo que puede pensar?
—Es una buena pregunta —Regulo había observado la expresión de alarma en los ojos de Rob con no disimulado regocijo—. Obviamente, no habla, y a pesar de todos esos brazos, jamás hemos podido interesarle en la escritura. Yo no estoy seguro de que sea inteligente.
—Regulo bromea —Morel no parecía muy divertido—. La comunicación con Caliban es, claro, un procedimiento complejo. Caliban está conectado electrónicamente con Sycorax, y el ordenador le envía una corriente de señales, sin cesar. A cambio, él produce una modulación que vuelve al ordenador, y a veces esa señal de retorno tiene cambios significativos. Sycorax decodifica el resultado, lo cifra en un mensaje y lo convierte en información para nuestros terminales.
—Una jerga sin sentido, la mayoría de las veces —murmuró Regulo—. No negaré que Caliban hace algo con la señal, y Sycorax nos da una versión interpretada. Pero si es Caliban o Sycorax el que le da sentido… he aquí la cuestión.
—Sin embargo, no niegas que la combinación demuestra inteligencia —replicó Morel—. No es inteligencia humana, por supuesto, y no es fácil de comprender. No lo niego. Sólo afirmo que Caliban posee algún tipo de proceso de pensamiento de alto nivel.
—Está bien —Regulo movió el brazo, sin ganas de seguir discutiendo—. Ya sé que consideras los mensajes de ese animal como una especie de oráculo. —Se volvió a Rob—. Cuando hayas venido más veces, Merlin, te darás cuenta de que Morel jamás hace nada que Caliban no haya aprobado. ¿Verdad, Joseph?
—Por supuesto —Morel estaba adusto—. Es una lástima que no todos tengamos el sentido común de seguir la misma política.
Regulo rió.
—No le hagas mucho caso, Merlin. Está enojado porque Caliban aconsejó que no te contratáramos para el proyecto del garfio espacial. No pudimos averiguar por qué, y después de la sesión de hoy yo estoy más convencido que nunca de que hice bien en desoír su consejo. Tú eres quien debe construirnos el Tallo, por más que Caliban diga lo contrario.
Rob seguía mirando la inmensa forma de Caliban, que permanecía inmóvil junto a la ventana.
—¿En qué zona de la esfera de agua vive? —preguntó.
—¿En qué zona? —Regulo se restregó la cara y miró el gran ojo que, a treinta centímetros de distancia, los miraba a través del panel—. ¿Has oído el chiste del hombre al que le regalaron un gorila? Vivía en un apartamento pequeño. Le preguntaron «¿Y dónde duerme el gorila?» «Ah, donde quiere». Éste es el Architeuthis princeps, lo más alto de la escala. Caliban es el rey de la esfera de agua, es su mundo y va y viene y hace lo que quiere.
—A menos que lo llame —Morel palmeó el comunicador que aún tenía en la mano—. Entonces Caliban reconoce un amo.
—No lo creo —Corrie habló por primera vez desde que el animal había aparecido junto a la ventana—. Yo también he leído mucho sobre los cefalópodos, Joseph. Son grandes, rápidos y feroces y el más feroz es éste. Debes tener cuidado. Caliban sabe muy bien de dónde le llegan esos golpes eléctricos que le obligan a venir aquí o a irse. Lo sabe muy bien, mírale los ojos.
El platillo amarillo pálido pegado a la ventana, sin párpados y resplandeciente, no tenía interés por nada excepto Morel. Seguía cada movimiento que éste hacía, en especial cuando colocó los dedos sobre el comunicador otra vez.
—Espero que me conozca y que sepa lo que soy para él. —El tono de Morel era soñador, con un deje de otra cosa, un deje de placer sensual. No apartaba la vista de Caliban y oprimió otras dos teclas del comunicador. Hubo una súbita convulsión de los grandes tentáculos, oscurecida casi de inmediato por una nube de descarga color sepia proveniente de la bolsa de tinta que el animal tenía al final del tronco. Cuando se despejó, Caliban se había ido, de regreso a las profundidades de la esfera de agua.
Su recuerdo permaneció. Rob no podía apartar el pensamiento de esos brazos. Ni siquiera durante las sesiones de trabajo con Regulo, cuando trabajaban toda la noche, sobre los detalles del Tallo, en lo más profundo del cálido vientre de agua de Atlantis, a salvo hasta del poder del mismo Sol.
Hubo un encuentro más con Joseph Morel antes de que Rob dejara Atlantis para volver a la Tierra a iniciar el trabajo práctico de planificación de la construcción. Había seguido la pared exterior de la zona de habitaciones, maravillado por la extraña flora y fauna de la esfera de agua e intentando ver de nuevo a Caliban. Había recorrido la mitad del camino alrededor de la esfera central pasando por las zonas de mantenimiento y las esclusas de salida que llevaban desde el interior lleno de aire al mundo acuático. Persiguió lo que le pareció la sombra de un gran tentáculo, moviéndose entre la verdosa oscuridad hasta que no pudo continuar: había una puerta cerrada con un sello rojo alrededor.
Rob estaba de pie frente a la puerta, preguntándose adónde llevaría, cuando apareció Morel, sin hacer ruido, a sus espaldas.
—¿Qué está haciendo aquí? —A pesar de la voz suave, Morel habló con brusquedad. Rob se volvió.
—Quería ver otra vez a Caliban antes de irme, pero no puedo pasar de aquí.
—No puede estar aquí —Morel estaba tenso, y se pasaba la lengua por los labios—. Éstos son los laboratorios. Está prohibida la entrada a todos, excepto a mí y a mi personal.
—¿En qué están trabajando? ¿Sigue modificando las formas de agua salada? Me preguntaba cómo lo hace. No he visto que se intente en la Tierra.
Morel vaciló, abrió la boca para hablar, pero no dijo nada.
—No es fácil —dijo por fin—. Algunas de las formas que hemos estado usando durante mucho tiempo aún necesitan ser modificadas. Por esta razón mantenemos los laboratorios cerrados. Hay fusión de ADN constantemente. No queremos que se repita lo ocurrido con el grupo de Laspar en Tycho.
Rob asintió. Miraba las manos de Morel. Las tenía apretadas, y los nudillos estaban blancos por la presión.
—Yo creía que aquí había menos peligro —dijo—. Al fin y al cabo en Atlantis tienen un medio ambiente aislado.
—Menos peligroso para el resto de la raza humana, quiere decir —precisó Morel sonriendo sin alegría—. No lo considero de ese modo. Y dudo que Laspar lo hiciera en los últimos dos días antes de obtener las salamandras y de que las salamandras lo agarraran a él. El bienestar de la especie en su conjunto es algo que uno pierde de vista, si es una persona normal. Sólo los tontos se arriesgan cuando se trata de experimentos de recombinación como los que hacemos aquí.
Comenzaba a relajarse un poco, pero estaba todavía demasiado tenso para una conversación tan informal. ¿Qué le había dicho Howard Anson a Rob? «Sea cual fuere la relación entre esos nombres, es algo terrible.» Y uno de esos nombres había sido el de Joseph Morel.
—¿Cuánto hace que trabaja en esos experimentos? —preguntó Rob, manteniendo un tono de voz lo más indiferente posible.
No hubo duda. Morel se puso tenso otra vez; se mordió el labio inferior un rato antes de responder.
—Este tipo de investigación ha sido el trabajo de casi toda mi vida —respondió por fin—. Hace muchos, muchos años que me dedico a él. —Se volvió bruscamente para mirar por la ventana a la sombra verde y tranquila del fondo—. Así que le interesa Caliban. Es un interesante objeto de estudio. Uno de mis éxitos más antiguos. Comencé a percibir su potencial hace ya más de treinta años, cuando noté unas reacciones suyas inexplicables en los primeros experimentos. No intentamos la comunicación hasta mucho después. Incluso al principio, sentí que cualquier cosa que hiciéramos debería ser probablemente por medio de una interfaz de ordenador, somos demasiado diferentes para una comunicación directa. Excepto en lo básico —Morel había vuelto a sacar el comunicador del bolsillo y lo mantenía cerca del pecho. Oprimió dos botones iguales de uno de los costados.
—¿Lo está llamando? —preguntó Rob.
Morel asintió.
—A través de Sycorax. Es extraño, nuestro trabajo con él fue mucho más rápido después de hacerle las modificaciones que le permitieron vivir en un medio de agua dulce. —Miraba otra vez por la ventana—. Caliban estará ante las pantallas, en la esfera de agua. No le gusta dejarlas una vez que se ha instalado. ¿Sabe usted que Caliban ve todo lo que recibimos a través de cualquiera de las conexiones de vídeo? No sólo aquí en Atlantis, sino en todo el Sistema. Estoy centrando su atención en esa pantalla.
Morel señaló la cámara dispuesta en la pared por encima de sus cabezas. En ese momento Rob recordó las otras cámaras, en la oficina de Regulo, en la nave usada por primera vez por Corrie para recogerlo, y en el Remolcador. Pensándolo bien, no recordaba ningún momento en el que no hubieran estado bajo alguna especie de vigilancia. Si Caliban podía recibir toda esa información, su capacidad de gestión de datos debía de ser enorme.
—¿Cómo le transmite las señales? —preguntó—. Si no recuerdo mal, las frecuencias de radio no atraviesan el agua.
—Muy cierto. Usamos ultrasonido, y láser de comunicación. Las señales sonoras son recibidas por cristales piezoeléctricos dispuestos en la piel de Caliban, y convertidos en impulsos eléctricos. Van directas al cerebro. La velocidad del láser es mucho más alta, pero podemos enviar órdenes más fuertes con el ultrasonido. —Se encogió de hombros—. Todo el sistema es bastante primitivo. Algún día habrá que modernizarlo.
En la esfera de agua, la forma oscura de Caliban se acercaba, despacio, por entre las sombras de la vegetación. A pesar de su tamaño, el movimiento era grácil y ligero.
—¿Y cómo envía Caliban sus mensajes? —preguntó Rob, sin poder apartar los ojos del calamar que se acercaba más y más.
—Por medio de paneles de exhibición dispuestos en las paredes interiores de Atlantis. Todas sus respuestas llegan por intermedio de Sycorax, por supuesto, para ser procesadas antes de llegar a nosotros. —Morel miraba con cariño al animal que se acercaba—. Resultan difíciles de entender, por eso Regulo dice que Caliban es mi oráculo. La manera en la que Caliban y Sycorax piensan juntos, no es nuestra manera de pensar. Lo hacen con elementos no aristotélicos en su razonamiento. Creo que cualquier estudiante serio de lógica formal aprendería mucho si pudiera examinar los procesos inferenciales de Caliban durante uno o dos años.
Rob empezaba a sospechar que Morel no se iría de allí mientras él no se moviera. Asintió y comenzó a dirigirse hacia la puerta sellada.
—Estoy seguro de que tendré oportunidad de estudiarlo con mayor detalle la próxima vez que venga. Es monstruoso, ¿verdad? Usted está acostumbrado a él, pero a mí no me gustó nada ver cómo se apretaba contra la ventana la otra noche.
Morel sonrió, la primera manifestación de verdadero placer desde el comienzo de la conversación.
—Es muy fuerte, más incluso de lo que parece. Yo no le aconsejaría entrar en la esfera de agua estando él dentro.
—No tengo la menor intención de hacerlo, pero supongo que alguien entrará. ¿Cómo recogen el alimento de las granjas acuáticas?
—Caliban es controlable. Puedo enviarle impulsos eléctricos con el comunicador, y apuntar directamente a los centros de dolor o placer en su cerebro. No hay peligro en la esfera de agua cuando estoy yo para manipularlo. Debemos usar ese control a veces para otras cosas. Cuando se niega a dar información sobre problemas que me interesan, me obliga a estimularlo para que responda. Pero no dude de que le desagrada.
«No —pensó Rob—. Pero a ti sí te agrada, amigo mío. He visto la expresión que te aflora en la cara cuando piensas en eso. Te regodeas con sólo pensarlo. Gracias a Dios que no tienes electrodos conectados a mi cerebro».
Se volvió para irse, dirigiéndose a la zona de habitaciones. Se sentía intranquilo por lo que acababa de ver. Joseph Morel se quedó de pie junto a la ventana, mirando al inmenso Caliban que lo contemplaba a su vez lleno de odio desde la esfera de agua. Si Rob estaba pensativo, al parecer Morel no lo estaba menos.