Frente a ellos, la caverna que era Camino Abajo se ensanchaba en lo que era la sala principal, de quinientos metros de ancho. A cada lado se abrían cámaras más pequeñas, conectadas con la sala principal por una serie de arcos y túneles naturales. El piso era todo de liso basalto, y llevaba en una suave curva hasta el punto más bajo de Camino Abajo, desde la mitad de la cámara principal. Rob y Corrie estaban frente a la escalera mecánica que bajaba hacia el punto central de dispersión, desde donde los clientes y sus invitados podían elegir los casinos, las cámaras sensoriales, los reservados, las habitaciones de placer, o cualquiera de los seis renombrados restaurantes a los que Camino Abajo debía su fama en todo el Sistema.
Corrie estaba inmóvil, con los ojos fijos en un pequeño grupo de gente a treinta metros de ellos. Rob siguió su mirada mientras bajaban. Había cuatro personas en el grupo, dos hombres y dos mujeres. La atención de Corrie se centraba en el rostro sonriente de la mujer más pequeña.
Era baja, quizá no más alta que Corrie. Pero, en lugar de la figura delgada de Corrie, tenía un cuerpo pleno y sensual, resaltado por el ajustado vestido de gala. Sus cabellos oscuros y brillantes, peinados hacia atrás, dejando libre la frente le enmarcaban la pequeña cabeza. Rob veía su perfil. Cuando se acercaron, reparó en la delicadeza de los pómulos bajo una piel perfecta y bronceada, la boca amplia y el iris oscuro de los ojos con su halo blanco apenas azulado. Reía el comentario de uno de sus acompañantes.
Corrie había vacilado antes de bajar de la escalera. Al llegar abajo volvió a vacilar. Mientras estaba allí parada, con Rob a sus espaldas, uno del grupo se volvió y los vio por casualidad. Volvió la cabeza rápidamente y habló en voz baja con los otros. Todos se volvieron a un tiempo para mirar a la pareja que llegaba.
Se hizo una pausa larga e incómoda, durante la cual Rob pudo observar a los otros tres del grupo. Los dos hombres eran altos y delgados, impecablemente vestidos con vistosos trajes de etiqueta. Rob tuvo la súbita y desagradable impresión de que estaba frente a un par de acompañantes sociales, y al mismo tiempo se dio cuenta de que su propia ropa no era la adecuada para un local tan pretencioso como Camino Abajo. Miró a Corrie, dándose cuenta por primera vez del buen corte y elegante diseño de su traje: ella había comprendido mejor que él cómo debía vestirse.
La otra mujer era una rubia alta, de cara delgada, mejillas rojas y delicados brazos. Aunque las dos mujeres llevaban vestidos largos y tornasolados, la impresión que daban era muy diferente. El traje de la mujer alta era como una funda que envolvía a un adorno frágil y delicado. El de la otra era como el envase de una llama en movimiento.
Finalmente la mujer de piel más oscura quebró la tensión entre los dos grupos.
—Cornelia, querida mía. Jamás habría esperado encontrarte en este lugar. ¿Qué te ha impulsado a probar los placeres de Camino Abajo?
Su voz sorprendía: era profunda y más grave de lo que se esperaba. Había vuelto a sonreír, dejando ver unos dientes pequeños e iguales de un blanco resplandeciente. Rob miró instintivamente sus sienes y el costado del cuello. Las cicatrices estaban allí, pero el trabajo había sido soberbio. Las marcas eran apenas visibles, de modo que con maquillaje era difícil decir si se había realizado una operación de rejuvenecimiento.
Rob seguía mirando, incapaz de controlar su curiosidad. La mujer parecía vibrar y latir con una energía y una vitalidad artificiales, mientras que su piel parecía resplandecer debajo de la superficie. Entonces la miró a los ojos otra vez, y tuvo el primer indicio de otra cosa. La pupila de uno parecía apenas más grande que la del otro. Le miró las manos. Allí estaba, el leve temblor característico, y había una tenue línea de sudor en el labio superior. Rob sintió una pizca de compasión.
—Perdóname, Senta —el tono de Corrie era rígido e incómodo al tomar a la otra mujer de la mano—. Sabía que siempre vienes aquí, pero pensaba que no había muchas probabilidades de encontrarnos. He venido porque me han invitado. —Se volvió a Rob—. Quiero presentarte a un amigo —la voz sonó ronca—. Senta, te presento a Rob.
—Encantada de conocerte —tomó una mano de Rob entre las suyas y la inspeccionó, mientras él no decía una palabra. La piel de ella ardía—. Muy bien —dijo ella al fin—. Ahora permíteme que te presente a mis amigos. Howard Anson.
El más alto de los dos hombres le hizo una cortés inclinación de cabeza a Rob, cuya mano seguía prisionera de Senta. Luego, sorprendentemente, le dirigió un grosero guiño y una sonrisa burlona.
—Éstos son Eiro y Lucetta Perion —continuó la mujer.
Los otros dos miraron a Rob confusos, era obvio que ellos sabían algo que él ignoraba, y eran menos hábiles que Howard Anson para ocultarlo o aceptarlo. Senta parecía no darse cuenta de sus reacciones.
—No es tu tipo —le dijo a Corrie, soltando por fin la mano de Rob—. Es muy agradable. —Lo miró a través de sus largas y espesas pestañas—. ¿Cómo has dicho que se llama?
A pesar de saber lo que ella era, Rob sintió la atracción sexual que emanaba de la mujer frente a él. ¿Cuántos años tendría? Cincuenta por lo menos, suponiendo que había sufrido sólo un tratamiento de rejuvenecimiento. La cara y el cuerpo seguían siendo los de una mujer de veinte, cubierto del sutil olor a deseo de una mujer madura y experta. Era la naturaleza reforzada por otro factor. El aspecto de esos ojos oscuros y el temblor de las manos eran inconfundibles. Senta, hermosa, sensual y obviamente rica, era una adicta a la taliza.
La droga había sido probada y utilizada ampliamente durante los cinco años siguientes a su descubrimiento. Parecía el instrumento ideal, la respuesta a los sueños de los psicólogos. Un paciente podía volver a vivir, con todos los detalles, sus experiencias anteriores.
Rob ya la había visto en funcionamiento. Con el estímulo correcto, la regresión era instantánea y total. No conseguía que el paciente recordara la escena original, sino que volvía a vivirla tal como había sucedido. Se volvían a oír las conversaciones, escenas que se repetían en la memoria, como viejos mensajes vueltos a emitir en el cerebro estimulado. El paciente repetía las palabras exactas a medida que los estímulos auditivos y visuales entraban en cortocircuito y eran reemplazados por los recuerdos.
¿El instrumento perfecto para la investigación psicológica? No tanto. La taliza había sido muy cara para un uso rutinario. Entonces los Laboratorios CGG produjeron un sucedáneo. La nueva taliza, más barata, debería haber sido idéntica a la otra, pero producía una adicción total, irreversible y despiadada, tras una sola dosis completa.
Una vez adicto, el uso regular era indispensable. Si se retiraba la taliza más de dos semanas, los síntomas de abstención terminaban en una muerte lenta y desagradable, pues una sinapsis clave del cerebro descargaba señales eléctricas al azar a través de la altamente organizada y delicada corteza cerebral. La mente y la razón era lo primero en desaparecer. Luego venía la pérdida de todo control físico de las funciones orgánicas y por fin el colapso del sistema nervioso autónomo.
Cuando se descubrieron los efectos secundarios, la taliza de CGG fue rápidamente prohibida en todo el Sistema. Demasiado tarde. Con una importante inversión en equipo, se podía producir la droga sencilla y económicamente. La producción, venta y uso ilegales aumentaron pronto hasta el punto de que todas las otras drogas que producían adicción perdieron importancia, y el sueño del traficante se volvió realidad. Pues la taliza ofrecía algo que gran parte del mundo parecía necesitar: un éxtasis en el cual el consumidor sentía una gloriosa sensación de satisfacción, de paz interior, más fuerte que el hambre y el dolor, capaz de aliviar cualquier pena.
Howard Anson había seguido la exhaustiva inspección que Rob había hecho de Senta. Alcanzó a ver su expresión y le hizo un gesto casi imperceptible con la cabeza. Había pena y compasión en su rostro. Rob comenzó a sospechar que Howard Anson podía ser algo más que el mariposón que él creyera a primera vista. Le devolvió el gesto y se volvió a Senta, mientras ella, con el ceño fruncido, le decía:
—Vamos, no quiero robárselo a Cornelia. ¿Por qué no me dice su nombre?
—Desde luego —contestó Rob con suavidad. Miró dentro de los ojos oscuros—. Rob Merlin.
Se dio cuenta de que Corrie estaba rígida a su lado, y de que Howard Anson había fruncido el ceño. Rob se concentró en la piel de la frente de Senta, que parecía arder debajo del bronceado. Se habría dado una dosis haría unas dos horas y estaba pronta para un refuerzo.
—Le va —Senta tomó otra vez la mano de Rob y la aferró entre las suyas—. ¿Y cómo diablos conoció a Cornelia? Rara vez permite que el placer interfiera con su trabajo.
Rob miró a Corrie, pero ella no lo miró.
—Supongo que soy parte de su trabajo —dijo él por fin—. De eso hemos venido a hablar.
—¿Trabaja usted para Darius Regulo? —El temblor de sus manos se hacía más evidente, y pasaba de las manos de ella a las de él. Necesitaría el refuerzo de taliza en pocos minutos, o perdería el éxtasis por completo. Rob vio que Howard Anson le miraba las manos también y que estaba incómodo—. Bueno, Cornelia —siguió Senta, volviéndose a Corrie—. Debo admitir que me has sorprendido. Al parecer encuentras compañeros de trabajo más interesantes en Atlantis. ¿Cómo se siente Darius?
El tono de voz era ligero, pero había algo que sugería otra emoción, una lo suficientemente fuerte como para resquebrajar la sensación de bienestar y confianza que proporcionaba un trance de taliza.
—Como siempre —el tono de voz de Corrie no expresaba felicidad—. Sigue siendo el Rey del Cielo, sigue ocupado rehaciendo el Sistema Solar.
—¿Y sigue «ganando poco», supongo? —Senta miró a Rob abriendo los grandes ojos—. Darius siempre ha estado dispuesto a conformarse con el dos por ciento, siempre y cuando sea el dos por ciento de todo el Universo.
—Tú conoces a Regulo mejor que yo —interrumpió Corrie—. Pero no creo que éste sea el lugar más apropiado para hablar del tema. Tenemos pedida mesa en el restaurante, y estoy segura de que tú necesitas ir a un reservado.
Rob oyó el acento especial sobre la palabra «reservado». Corrie también sabía lo que le estaba pasando a Senta.
—Tiene razón, Senta —la voz de Howard Anson era una agradable voz de tenor. Hablaba por primera vez—. Debemos ir a un reservado y ya sabes lo que ocurre aquí con las reservas en el restaurante. Todo funciona al segundo. Si estos muchachos no llegan a su mesa a tiempo, la comida no será mejor que en cualquier otro lugar del Sistema. Se perderán una experiencia única. Debemos irnos cada cual por su camino.
Senta asentía. Había soltado las manos de Rob y parecía muy absorta en sus pensamientos.
—Un momento, ya nos vamos. Quería despedirme de Cornelia y de su amigo Rob Merlin… Merlin… Merlin…
El rostro había cambiado de pronto y fue el escenario de una docena de expresiones diferentes. Deleite, miedo, satisfacción sexual, la sonrisa de la seducción y el hielo del dolor aparecieron uno tras otro en su rostro. La taliza ejercía su alquimia especial. Dentro de la cabeza de Senta, más allá de cualquier posibilidad de control consciente, la sinapsis se había hiperactivado, cambiaba y reconectaba los canales del pensamiento en respuesta a un súbito estímulo.
Senta salía de su primer éxtasis y necesitaba un refuerzo, pero aún estaba en ese estado en el cual cualquier estímulo podía llevarla al pasado. Pasadas las primeras emociones, su rostro se fijó en una expresión de profunda preocupación, y una mueca de desdicha le fruncía la frente.
—Merlin… Merlin los tiene —dijo. Parecía hablarle a alguien alto; miraba con atención un rostro invisible—. Así es, Gregor Merlin. Acaba de decírmelo Joseph, por el vídeo. No tiene idea de cómo han llegado allí, pero está seguro de que están en los laboratorios.
Calló, escuchando sus voces interiores. Los otros la miraban sin hablar. Era evidente que los compañeros de Senta sabían lo que le sucedía. Rob notó con un estremecimiento que la cara de Senta había cambiado hasta en su esencia, la madurez había desaparecido, dejando como resultado a alguien mucho más joven y más vulnerable. Corrie había tendido la mano hacia Senta, pero la apartó sin tocarla cuando Anson le hizo un rápido gesto para detenerla.
Tras unos momentos de silencio, Senta asintió a su interlocutor invisible.
—Sí, son dos. No, no estaban vivos, no había aire en la cápsula. No sé si Merlin sabe de dónde provienen, pero debe imaginárselo. Le dijo a McGill que había hallado a dos Duendes, ése es el nombre que les da, en una caja de medicinas que le habían devuelto. Le mandó uno al otro hombre, Morrison y ahora va a tratar de…
Dejó de hablar y tosió. El pecho le empezó a subir y bajar al ritmo de una trabajosa respiración y le volvieron los espasmos a la cara, una pantalla de expresiones cambiantes. Venía desde muchos años atrás, tras su breve visita al pasado. Howard Anson la abrazó, sosteniéndola y tranquilizándola, en el momento en que los grandes ojos oscuros volvieron a enfocar el presente.
—Vamos, Senta —articuló con suavidad.
Mientras ella se dejaba llevar, comenzó a guiarla por el corredor de paredes azules hacia los reservados de Camino Abajo. Después de una mirada fugaz e insegura en dirección a Rob, la otra pareja comenzó a seguir a Anson sin intentar siquiera una despedida de cumplido. Antes de doblar por el corredor, Anson se volvió y le dirigió una mirada de disculpas a Rob y Corrie.
—Estará bien en unos minutos —dijo. Miró a Senta con ternura. Ella se recostaba temblorosa contra su hombro—. Vayan, coman y no se preocupen. Ahora que han visto lo que es, nadie les convencerá de probar la taliza, ni siquiera una dosis parcial. Y lo que acaban de presenciar no es la peor parte, en absoluto.
Rob movió la cabeza con tristeza mientras los otros desaparecían de la vista.
—Ya lo había visto entre la gente de la construcción. Tiene razón, lo que acabamos de ver no es lo peor. Tendrías que ver a alguien que sufre síntomas de abstinencia y no puede conseguir una dosis. ¿Tienes idea de qué era eso de lo que hablaba? Tengo la impresión de que uno de los hombres, Howard Anson, sabía qué le ocurría a Senta.
Corrie se encogió de hombros. Sus pálidos ojos estaban atemorizados, pero se controlaba muy bien.
—Yo nunca lo había visto, sólo había oído hablar del efecto de la droga. Pero ya sabes cómo funciona la taliza. Estaba reviviendo algo de su pasado. Habrá conocido a alguien con tu nombre, hace mucho tiempo. Al pronunciarlo ella, ha sido el detonante para la regresión. —Miró por el corredor, como si quisiera seguir al otro grupo, pero no lo hizo—. Será mejor que vayamos al restaurante. Ya es tarde.
—Pero ha nombrado a Gregor Merlin —señaló Rob—. Ése era mi padre. Y ha añadido que se lo había dicho Joseph. Ya sé que es un nombre corriente, pero cuando nos encontramos con Joseph Morel en la estación, me comentó que había conocido a mi padre. Me preocupa un poco tanta coincidencia.
A la entrada del restaurante indio —escogido por Corrie— los había recibido una figura vestida de blanco que los acompañó en silencio hasta la mesa. Como todo en Camino Abajo, la intimidad se conseguía con sólo apretar un botón. Los inhibidores de sonido y vista entraron en funcionamiento, protegiendo las palabras y actos de Rob y Corrie de las mesas vecinas. Alrededor de la mitad de los clientes usaban los inhibidores, los otros habían ido allí a hacerse ver. Encontrarse con celebridades era uno de los atractivos de Camino Abajo. Corrie activó los inhibidores y quedaron los dos en una habitación silenciosa de paredes blancas. Los discretos camareros humanos parecían acercarse a través de las paredes sólidas cuando venían a ofrecer sus discretas sugerencias y recomendaciones a los dos comensales. El restaurante tenía capacidad para unas cuatrocientas personas, y había al menos seis veces esa cantidad de personas atendiendo a las necesidades de los clientes en cuanto a comida, vino y estimulantes.
Cuando ocuparon sus asientos, Corrie inclinó la cabeza hacia el extenso menú escrito a mano. Todo en Camino Abajo se realizaba con las manos, ni siquiera en la cocina se usaban robots. Rob no veía los ojos de Corrie, pero el tono de ella pareció artificialmente indiferente cuando habló.
—No es una coincidencia, Rob. Senta dijo que conoce a Regulo muy bien, y eso es cierto. Muy bien. Durante mucho tiempo, hace varios años, fueron amantes, hasta que se hizo obvio que él no podría vivir mucho más en la Tierra. No sé por qué Senta no lo siguió, pero él cree que ella no soportaba la idea de dejar todo lo de la Tierra. Necesita a sus amigos, que le dan seguridad. Conoció a Joseph Morel en la época en que vivió con Regulo, y si él trató a tu padre, no es de extrañar que Senta también lo haya conocido.
—No te cae nada bien, ¿verdad? —dijo Rob. Quería hacer reaccionar a Corrie y sacarla de su humor remoto y rígido. Tuvo un éxito sorprendente. Ella levantó la cabeza y lo miró un largo rato con esos ojos intensos y preocupados, tan inesperados como siempre en ese rostro oscuro.
—Al contrario, Rob —la voz sonó ronca—. Me habría ido con ella ahora, pero sé que ella no querría. Por ella no voy a los lugares donde puedo encontrarla. Antes creía que no me quería cerca para que sus amiguitos no supieran lo vieja que es. Ahora creo que tal vez sea que no quiere que vea lo que le está haciendo la taliza, que no quiere apenarme. No te la he presentado con su nombre completo. Es Senta Plessey, mi madre.
Corrie volvió a mirar el menú.
—No nos hemos visto mucho en los últimos diez años —prosiguió en voz baja—. Más culpa mía que de ella, supongo, yo elegí vivir fuera de la Tierra. En realidad no sé por qué no he intentado verla más, aun cuando nuestras vidas sean tan diferentes. —Otra vez volvió a levantar los ojos con una mirada suplicante—. Si no te molesta, Rob, quiero cambiar de tema. Y no quiero hablar de trabajo, tampoco. A menos que debas hablar de Darius Regulo esta noche, preferiría que lo dejemos para mañana. Nada de Tallos-de-habichuela, nada de Atlantis, nada de taliza. Quiero un poco de tranquilidad.
Una vez en su habitación en el hotel en la superficie que alojaba a los clientes de Camino Abajo que preferían pasar la noche arriba, Rob tuvo dificultades para conciliar el sueño. Apenas Corrie lo mencionó, él percibió el fuerte parecido entre las dos mujeres. Había una evidente similitud de rasgos, y el cuerpo de Corrie era la versión más delgada y más joven del cuerpo de Senta. Era obvio de dónde había heredado Corrie ese rostro perfecto y la gracia de movimientos. Fueron los ojos los que lo habían despistado. ¿Dónde había encontrado Corrie esos asombrosos ojos azules en lugar de los ojos castaños oscuros de Senta?
Sus pensamientos fueron interrumpidos por el timbre de la puerta. Miró el reloj. Eran más de las tres de la mañana, hora local, pero eso no significaba nada. Los clientes de Camino Abajo provenían de todo el Sistema. Probablemente fuera Corrie. Habían estado juntos casi hasta la una y media, y la cena había durado casi cuatro horas. A ella le había costado bastante tiempo recuperarse del perturbador encuentro con Senta Plessey, pero la atmósfera tranquila y una cocina increíble habían contribuido a conseguirlo. Rob había realizado un gran esfuerzo para no hablar de los antecedentes y del imperio de Darius Regulo. Su problema principal había sido Camino Abajo. Algo en el lugar lo había puesto nervioso, se imaginaba que oía como crujidos provenientes del techo y de las paredes de la gran caverna, como si las profundidades de la tierra se resintieran por la cavidad innatural en sus entrañas. Insistió en volver a la superficie apenas terminaron la comida.
Como el timbre de la puerta volvió a sonar, se levantó, se envolvió en una bata y fue a abrir. Quería, e incluso estaba casi seguro, que fuese Corrie. Ella había rechazado su ofrecimiento de compañía cuando por fin llegaron a la superficie, pero lo había rechazado con una sonrisa y una mirada interesada.
Era el acompañante de Senta, Howard Anson. Rob lo miró sorprendido. Anson seguía vestido con su traje de etiqueta. Rob volvió a notar lo bien que le sentaba la ropa a la esbeltez de Anson, y la perfección del corte que hablaba con discreción de dinero.
—Sé que es tarde —Anson habló sin rodeos—. En cualquier otra ocasión habría esperado hasta la mañana. Pero no sabía dónde encontrarlo, y mañana salgo para una reunión de negocios en Varsovia.
—Adelante. No me había dormido todavía —Rob cerró la puerta y le indicó una silla al otro—. Me extraña que sea un hombre de negocios —dijo, sonriendo—. Al parecer se quiere hacer pasar por un convincente parásito social.
Anson rió. Como la voz, la risa también era de tenor y agradable.
—Ésa es parte de la explicación de mi éxito, ser un obrero e imitar a un zángano. Pero soy como usted, una abeja trabajadora. Tengo un Servicio de Informaciones. La mitad de mi clientela y casi todo el negocio sale del uno por ciento más adinerado del Sistema.
—¿Es usted el dueño del Servicio Anson de Informaciones?
El otro asintió.
—Me maravilla —continuó Rob—. Es el mejor. Yo he usado sus servicios más de una vez. ¿Cómo decidió vivir de eso? No tengo ni idea de lo que tiene que estudiar una persona para poder especializarse en la venta de información.
—No podía hacer otra cosa —dijo Anson, encogiéndose de hombros—. Cuando tenía veinte años me hallé en una situación extraña. No me interesaba ningún tema en particular, pero tenía una memoria increíble que me permitía recordar casi cualquier cosa. Hace cien años habría trabajado en la televisión, haciendo trucos de memoria, como repetir cifras de quinientos dígitos después de oírlas sólo una vez. Puedo hacerlo, no me pregunte cómo funciona, pero funciona. O diciéndole a los telespectadores quién salió tercero en la carrera de los cinco mil metros en las Olimpiadas de 1928. Me llevó un par de años darme cuenta de que era un dinosaurio. A la gente le impresionaba lo que yo sabía, pero todo podía corroborarlo en dos segundos por medio de un terminal conectado a los bancos centrales de datos. Nací demasiado tarde. Entonces decidí que había aún un lugar donde podía hacer algo único. Toda la información está en los ficheros, pero los índices siguen siendo un caos, están retrasados veinte o treinta años con respecto a la información. Así que me aprendí el sistema de índices. Puedo agregar nuevos catálogos a mi lista mental, al instante, de modo que sé cómo obtener información que está ahí, aunque esté mal indexada.
—Por eso recurrí yo a sus servicios —dijo Rob—. Estaba convencido de que la información que necesitaba estaba en algún lado, pero no pude hallarla partiendo de las palabras clave que acepta un terminal.
—Usted es una excepción, mucha gente ni lo intenta —Anson se reclinó en la silla—. Si fuera lo suficientemente rico y perezoso, ni siquiera se tomaría la molestia de recurrir al terminal. Me diría qué necesita y eso sería todo. No es barato. Cobro mucho, incluso para su nivel de vida.
Rob levantó las cejas.
—¿Y cuál es mi nivel?
—Ha ganado muchísimo dinero con los contratos para la construcción de puentes —Anson le dirigió una sonrisa tranquilizadora—. No se enoje, sería un tonto si tuviera un Servicio de Informaciones y no lo utilizara en beneficio propio. Después de dejar a Senta y a los Perion revisé lo que sabía de usted. Fue fácil, porque ya lo tenía registrado como cliente.
—Me lleva mucha ventaja —dijo Rob. Su expresión dejaba ver algo de irritación—. Yo no tengo un Servicio de Informaciones, de modo que no sé quién es usted, ni por qué está aquí. ¿No le parece que me debe una explicación por llamar a mi puerta a las tres de la mañana?
—Perdón —Anson le hizo un gesto conciliador a Rob, invitándolo a sentarse en la silla frente a él—. Tiene mucha razón. Debía haberle dicho de inmediato a qué venía, en lugar de contarle la historia de mi vida. No sé por qué, pero todos tenemos un deseo irresistible de hablar de nosotros mismos. Cuidado con el hombre que no lo posee, siempre intenta ocultar algo. —Sonrió, dejando ver dientes fuertes e iguales—. He venido porque estoy preocupado, y creo que puede ayudarme. Cuando me haya escuchado, puede decirme que no es asunto suyo, y tendré que aceptarlo. Pero creo que sí puede ser asunto suyo. Suyo y de Senta Plessey.
Rob estaba sentado sin moverse, observando la expresión de Anson. El otro estaba mucho más preocupado de lo que daba a entender su actitud informal.
—Adelante —dijo—. Ese encuentro con Senta no ha dejado de dar vueltas en mi cabeza.
—Lo imaginaba. Habrá notado que le tengo mucho cariño a Senta —Anson volvió a encogerse de hombros—. Cariño es poco. Es más que cariño. Teme volverse pobre y vieja, y vive destrozada por esa maldita droga, pero no es su culpa. Usted la ha visto bajo los efectos de la taliza. Cuando no está drogada, no tiene esa confianza en sí misma. Es muy vulnerable y tiene mucho miedo.
—Esa versión es más favorable que la que oí de labios de Corrie. Me parece difícil pensar bien de una mujer que no quiere ver a su propia hija.
Anson negó con la cabeza.
—No es tan sencillo. Hay problemas por ambas partes. Después de todo, fue Corrie la que se marchó a trabajar a Atlantis, cuando no era más que una niña. Desde luego no fue idea de Senta, se opuso por completo. No creo que lleguemos a ningún lado intentando comprender la relación entre las dos esta noche, yo lo he intentado durante años y no lo he conseguido.
—Estoy de acuerdo. Pero aún no me ha dicho a qué ha venido. Si no quiere hablar de Corrie, ¿de qué quiere hablar?
—¿Sabe cómo funciona la taliza? Entonces sabe lo que le estoy diciendo si le comento que Senta es adicta desde hace por lo menos doce años. Yo la conocí durante once de esos doce años, y hace casi diez que vivimos juntos. Le he oído unos dos mil de esos retornos al pasado, como el que presenciamos esta noche. Nunca se sabe cuál será el detonante. Puede ser algo que ve, o dice, u oye. ¿Se ha dado cuenta de que ella no reaccionó esta noche cuando usted le dijo su nombre, sino cuando ella lo repitió?
—He visto adictos a la taliza. No me está contando nada nuevo. —El rostro de Rob no mostraba expresión alguna, pero su atención estaba fija en Anson.
—Pero quizás esto sí sea nuevo —Howard Anson había abandonado la máscara de elegante encanto. Ahora hablaba con fría seriedad—. Usted ha oído y visto a Senta responder al estímulo de su nombre esta noche, cuando entró en trance. Lo que no sabe es que no es la primera vez que lo hace. He visto lo mismo muchas veces. Lo que quiero saber es si ustedes se conocían. En ese caso, ¿cuándo fue y dónde?
—No nos habíamos visto nunca —Rob captó la expresión escéptica de Anson—. Estoy seguro. No nos conocíamos, la habría recordado. Cualquier hombre la habría recordado. En todo caso, ella no ha respondido al estímulo de mi nombre, sino al de mi padre, Gregor Merlin. Ése es el nombre que ha pronunciado, la habrá oído. Por eso estoy tan intrigado, y por eso estoy aquí sentado hablando con usted a estas horas de la noche. Mi padre murió hace mucho tiempo, antes de que yo naciera.
—Su padre —Anson exhaló un profundo suspiro—. Y usted tiene veintisiete años ahora, según mi archivo.
—Veintisiete y medio —dijo Rob con solemnidad.
—¿Entonces piensa que Senta revive algo que pasó hace casi treinta años? —Anson se tironeó del cuello para aflojárselo, estropeando la línea perfecta del traje rojo brillante—. ¿Se da cuenta de la trascendencia de eso? Los adictos a la taliza por lo general reviven primero los recuerdos más recientes. Debe de tratarse de una experiencia muy intensa si vuelve a ella con tanta frecuencia a pesar de los años transcurridos. Escuche, Merlin ¿usted sabe si su padre tuvo algo que ver con Joseph Morel y Darius Regulo?
—Hasta esta noche habría dicho que no. Pero ahora no estoy tan seguro. Mi madre murió antes de que yo naciera, como sabrá por sus archivos, de modo que nadie me lo puede verificar. He conocido a Regulo hace poco, y no dijo nada de haber conocido a mi madre o a mi padre —Rob permaneció en silencio un momento, con expresión inescrutable, y los ojos fijos en la lejanía—. Joseph Morel es otra cosa. Mis padres trabajaban en los Laboratorios Antigeria en Christchurch, desarrollando tratamientos para rejuvenecimiento. Joseph Morel me dijo que conoció a mi padre, pero sólo porque estudiaron juntos en Alemania. Morel trabaja para Regulo, pero no sé qué hace para él. Existe una posibilidad de que haya habido una relación más estrecha de la que no sabemos nada. Pero sigo sin entender su interés en esto, o qué pueden aportar todos estos hechos tan viejos.
—Lo único que quiero es ayudar a Senta —la actitud de Anson ya no tenía nada del zángano social—. Los tratamientos para curar la adicción a la taliza no dan resultado. Tal vez se descubra algo dentro de algunos años, tal vez no. Por el momento, la única manera de tratar a un adicto es debilitar los estímulos que lo llevan hacia el pasado, ya sea tratándolos directamente con Lethe o una droga similar, o evitar mencionarlos. Es difícil evitarlos si uno no sabe que lo son. ¿Le parece razonable?
—Sí —Rob asintió—. Usted cree que Morel, Senta y yo, o con mayor probabilidad, mi padre, están relacionados dentro del cerebro de Senta. Lo que hemos presenciado esta noche sustenta esa teoría.
—Usted, Morel, Senta y algo más. Algo que no entiendo. He oído a Senta nombrándolo de diferentes maneras: los Duendes, como esta noche, o los Enanos, o una palabra que suena a iniciales, los XPs, los Expes, creo. Nunca ha quedado claro qué son —Anson se inclinó hacia adelante, con expresión adusta—. Puedo decirle una cosa más, y es algo que jamás oí directamente, lo deduje por fragmentos que Senta ha dicho en diferentes momentos bajo los efectos de la taliza. Sea cual fuere la relación entre esos nombres, Senta no la tiene en su mente consciente. Y es algo terrible. Está oculto en lo más profundo y sólo aparece cuando está en trance de taliza.
Rob parecía escéptico, a pesar de la sinceridad evidente y la desesperada convicción de Anson.
—Ya puede imaginarse que todo esto me resulta muy extraño. Aunque fuera cierto, ¿qué podría hacer yo?
—Puede venir conmigo a ver a Senta, en privado. No ahora —agregó, al ver la expresión de Rob—. La próxima vez que le vaya bien. Creo que usted puede tener otros datos capaces de producir recuerdos diferentes en Senta. No sé cuáles, yo he probado algunos sin llegar a ningún resultado. No podremos ayudar a Senta hasta que sepamos más acerca de lo que la preocupa, pero habrá alguna palabra clave que haga salir todo a la superficie. Yo creo que usted posee el conocimiento adecuado, no necesariamente en su mente consciente, claro.
La voz de Anson era suave y persuasiva, pero no podía disimular el ruego implícito. Senta Plessey tenía al menos alguien que la apoyaba y permanecería a su lado en las buenas y las malas épocas. Después de un rato Rob asintió.
—No sé si funcionará, pero lo intentaré. No por usted, ni por Senta. Por mí. —Tenía el ceño fruncido y una expresión que le envejecía—. Desde que tengo uso de razón me ha intrigado la muerte de mis padres. Me crió una hermana de mi madre y ella juraba que sus muertes fueron demasiado seguidas para ser una coincidencia. No sé qué dicen sus registros, pero mi padre murió en un incendio en el laboratorio, y mi madre en un accidente de aviación. Lo extraño es que las dos muertes ocurrieron con una diferencia de dos horas, a miles de kilómetros de distancia. Nunca hubo pruebas, pero el accidente del avión pudo haber sido sabotaje. Mi tía siempre lo creyó así. Yo me lo he preguntado durante veinte años. Ya ve adónde me llevan las palabras de Senta de esta noche.
Anson se puso de pie.
—Sí. Tal vez pueda ayudarlo. Revisaré todo lo relacionado con sus muertes.
—¿Algo que sucedió hace más de veintisiete años?
—Por supuesto —Anson sonrió—. Se sorprenderá de lo que podemos averiguar. Es parte del servicio, y por eso cuesta tanto. No en este caso. Naturalmente, no cobraré nada.
Rob miraba a Anson con curiosidad mientras el hombre se dirigía a la puerta.
—Dígame, Anson, ¿cuánto de esto es por Senta y cuánto para saciar su curiosidad? Sospecho que hay que tener una mente muy especial para dirigir un Servicio de Informaciones, y no me refiero a la memoria de esa mente.
Anson pareció reflexionar. Se restregó el puente de la nariz y abrió las manos.
—Ojalá lo supiera. Aunque le diga que todo esto es por Senta, sé por experiencia que un misterio como éste siempre me atrae. Tal vez usted pueda ayudarnos a todos, incluso a sí mismo. ¿Cuándo le parece que podrá encontrarse con ella?
—Pensaba en ello mientras hablábamos. Podríamos hacerlo enseguida, pero no creo que sea buena idea. Dentro de unas dos semanas subiré otra vez a ver a Regulo a su base. Eso me dará una idea mejor de cómo es, y de cuáles son sus operaciones. Puedo enterarme de algo que sirva para provocar los recuerdos de Senta. A menos que usted tenga alguna objeción, creo que podríamos esperar a mi regreso, a ver qué podemos encontrar.
Anson pareció decepcionado.
—Eso significa un retraso de un mes.
—Probablemente. Pero sea lo que fuere, ha esperado al menos veintisiete años. Creo que otro mes no cambiará las cosas.
Anson se detuvo, con la puerta abierta a sus espaldas.
—Tiene razón. Supongo que puede esperar unas semanas más. El problema es que no sé si yo puedo, estaba tan ansioso por venir a verlo esta noche, después de habernos encontrado en la entrada de Camino Abajo. No sé por qué me afecta tanto. A veces pienso que sería mucho más feliz como un gigoló común y corriente; no me molesta que la mayoría de los amigos de Senta crean que soy uno de ésos.
«No creo que pudiera soportarlo», pensó Rob mientras cerraba la puerta. Los gigolós no le dan vueltas a los problemas hasta las cuatro de la mañana. Howard Anson era otra cosa: una avispa disfrazada de zángano. Había pocas personas así en el mundo; cuando uno conocía a alguno había que disfrutarlo y cultivar su amistad. Senta Plessey era una mujer afortunada. Intentó imaginársela cómo habría sido treinta años atrás, pero la imagen no aparecía. Cuando por fin quedó dormido, era el rostro de Corrie el que le sonreía desde dentro de su cabeza.