Antes de que Rob llegara al estudio de Regulo, el brazo izquierdo había comenzado a dolerle con un dolor insoportable. Si la energía eléctrica que alimentaba los centros sensoriales estaba cortada, no era posible que las señales pasaran más allá de su mano mutilada. Rob se lo repitió, mientras apretaba los dientes contra las oleadas de dolor que le subían por el brazo. Se metió dentro del estudio y se dejó caer sin hablar en la silla junto al gran escritorio.
Regulo y Corrie estaban sentados frente a él, con las cabezas juntas sobre una imagen. Levantaron la mirada sorprendidos cuando Rob entró.
—¡Rob! —Corrie dio la vuelta al escritorio y apoyó la mano sobre su dañada mano izquierda. Él se apartó de ella, encogiéndose por el dolor que le produjo el contacto.
—No la toques.
—¿Pero qué te ha pasado? —Corrie le miraba la ropa y la cara.
Rob hizo una mueca. Debía de tener un aspecto terrible. La ropa estaba mojada por el agua y la tinta color sepia de Caliban, y la cara y los brazos estaban cubiertos de puntos rojos: pequeñas quemaduras donde el láser había arrojado las gotas de metal derretido de la pared.
—He estado en los laboratorios. Caliban ha cogido a Morel. ¿Se puede conectar una pantalla para ver qué ha ocurrido?
—¡A Morel! —Regulo hablaba por primera vez, con los ojos muy abiertos de la impresión—. ¿Qué significa que Caliban lo ha cogido? Joseph no se acercaría a la esfera de agua.
—A través de la ventana. Se lo ha llevado a través de la ventana. —Rob se reclinó en la silla—. Corrie, ¿quieres traer un inyector y ponerme una dosis de anestesia local en el brazo izquierdo? No puedo seguir hablando con este dolor.
—Traeré un botiquín de primeros auxilios —Corrie miró con horror los extremos destrozados de la mano artificial—. ¿Qué te has hecho?
Sin esperar la respuesta, salió corriendo de la habitación. Rob se sentía como pegado al asiento, atado por la mínima gravedad de Atlantis. Miró sin ver cómo Regulo pasaba la mano rápidamente por el panel de control. Una serie de imágenes de la esfera de agua pasaron deprisa por la gran pantalla, y se fijó en una que mostraba la esfera interior. Rob vio el agujero donde había estado la ventana, las luces resplandecientes dentro de la habitación. Flotando frente a ellos vieron el destrozado cuerpo de Morel. Los miembros, el cuello y el torso estaban retorcidos hasta un extremo inimaginable. La lucha final había terminado. El vencedor había desaparecido a curar sus heridas en las profundidades de la esfera de agua.
Regulo aumentó la imagen y la concentró en la ventana, desde afuera.
—¿Está sellada esa puerta? Si no lo está, será mejor que cerremos los accesos próximos a esta zona.
—Lo está. —Rob se enderezó en la silla en el momento en que entraba Corrie, que oprimió un inyector en aerosol sobre el brazo dolorido—. He corrido los cerrojos antes de salir.
—He de hacer algo más —Regulo marcó una larga secuencia de órdenes en el control—, voy a detener la cuenta atrás para la operación en Lutecia. Estando tú herido y con Morel muerto debemos posponerla. No entiendo qué ha sucedido ahí adentro. Sé que dimos a esos paneles la suficiente resistencia. ¿Cómo ha logrado Caliban romper la ventana y entrar?
Rob volvió a mirar la pantalla, que mostraba una imagen de la bola resplandeciente del asteroide fundido. Mientras estuvo en el laboratorio se habían acercado mucho. En ese momento parecía al alcance de la mano, a pocos kilómetros de distancia. Atlantis estaba colocada justo encima del polo de la esfera en rotación, y Rob llegó a ver la forma negra de la Araña, agazapada en el eje de rotación.
—Caliban no ha roto la ventana —dijo por fin.
Negó con la cabeza. La anestesia comenzaba a hacerle efecto, dejando lugar a otros pensamientos aparte del dolor. Respiró hondo y miró a los ojos de Regulo.
—Lo he hecho yo. He sacado los tornillos que fijaban la ventana en su lugar. No he tenido más remedio. Morel me tenía encerrado dentro de la habitación, e iba a matarme.
—Rob, has pasado por muchas cosas últimamente —Regulo se reclinó en el asiento, y el rostro arrugado dejaba ver su incredulidad—. Joseph no podía querer matarte. ¿Por qué? No os habéis visto más que media docena de veces.
Rob miró a Corrie. Ella fijó los ojos en él y negó con la cabeza.
—Estoy de acuerdo con Regulo. Nunca me gustó Joseph Morel, lo sabes. Pero no trataría de matarte. ¿Qué motivos iba a tener?
—Lo que he descubierto sobre él, ahí en su laboratorio secreto. Me sorprendió hace unas horas, cuando yo estaba investigando. Después, tenía que asegurarse mi silencio. Y había sólo una manera de conseguirlo.
Darius Regulo seguía sentado ante el panel de control, y sus dedos se deslizaban sobre las teclas y las clavijas.
—Te equivocas, Rob. Morel hace veintinueve años que tiene ese laboratorio, desde que vino a Atlantis. Jamás ha ocasionado el menor problema con él, muy al contrario. Si consideras la obra que ha hecho aquí, verás que merecería docenas de honores médicos. Fue un pionero en el tratamiento de cuatro o cinco difíciles problemas biológicos.
—Lo creo. Pero, ¿cuántas veces ha estado usted dentro del laboratorio? ¿Usted o Corrie?
—No sé las veces que habrá estado Cornelia, pero yo nunca he entrado. A Joseph le gustaba trabajar en privado, y yo entiendo esa necesidad.
—Entonces no puede estar tan seguro de lo que hacía allí. —Rob caminó hasta el escritorio. Miró a Regulo a los ojos, con dolorosa intensidad—. Morel criaba Duendes en el laboratorio. ¿Quiere que le cuente qué son los Duendes?
Regulo dejó de manipular los controles y se quedó inmóvil.
—¿Duendes? —dijo por fin—. Nunca oí a Joseph hablar de Duendes. ¿Qué tratas de decirme?
—Duendes es sólo el nombre que yo les doy, un nombre que usaban mis padres. Morel los mató, y de no haber sido por Caliban, me habría matado a mí también, por la misma razón. Gregor y Julia Merlin, mi padre y mi madre, tuvieron ocasión de observar a dos de los Duendes. Se enteraron de lo que eran. Morel no podía permitir que se lo dijeran a nadie, y arregló sus muertes. Mató a mi padre provocando un incendio en el laboratorio y a mi madre en un sabotaje a un avión. Y le hizo un lavado de cerebro a Senta Plessey cuando ella, de alguna manera, averiguó lo de los asesinatos y lo de los duendes; él no los llamaba Duendes, él los llamaba Expes, pero son la misma cosa.
—Rob, estás delirando. Aún no nos has aclarado qué son esos Duendes. ¿Qué diablos importa cómo los llamase Morel? —Regulo parecía solícito pero exasperado.
—Son hombrecitos diminutos, de menos de un metro de altura y de pocos kilos de peso. Cuando oí hablar de ellos por primera vez pensé que no podían ser humanos, debían de ser de otra especie. Me equivoqué. Son humanos, tan humanos como nosotros. ¿Recuerda a qué se dedicaba Joseph Morel antes de venir a trabajar para usted?
—Por supuesto que lo recuerdo —Regulo parecía intrigado—. Trabajaba en rejuvenecimiento y prolongación de la vida, por ese único motivo lo contraté. Quería que siguiera trabajando en eso, pero para mí. Debes de saber ya que los tratamientos convencionales de rejuvenecimiento no sirven para mi enfermedad.
—Sí, lo sé. Mis padres también trabajaban en rejuvenecimiento, en los Laboratorios Antigeria, en Nueva Zelanda. Morel solía intercambiar informes y resultados con ellos, y ahora tengo la seguridad de que a veces también intercambiaban material. Así es como los Duendes originales llegaron a ellos, en una caja de medicamentos sellada.
—¿Estás intentando decirme que Morel les mandó dos de esos «Duendes» a tus padres en una caja? —La irritación en la voz de Regulo aumentaba.
—Claro que no. Morel no se dio cuenta de lo sucedido hasta que fue demasiado tarde. Cuando lo descubrió, los Duendes habían llegado. Ellos se metieron en la caja sin que lo supiera nadie. Llegaron a la Tierra, pero los compartimientos de carga no están presurizados. Los Duendes murieron en el espacio, antes de aproximarse siquiera a la Tierra.
—¿Pero por qué querrían esos hombrecitos tuyos ir a los Laboratorios Antigeria? —preguntó Corrie. Se había acercado a Rob y le escuchaba con atención.
—No tenían una intención tan específica. No tenían idea de a dónde llegarían, lo único que querían era escapar de aquí. Fue casualidad que llegaran a ese laboratorio en particular, aunque no era improbable, porque mis padres eran de los pocos grupos que intercambiaban material e informes regularmente con Morel. Para Morel, los Laboratorios Antigeria eran el peor lugar al cual podían haber llegado los Duendes. Porque mi padre reconoció a los Duendes. —Hizo una pausa, escudriñando el rostro de Regulo—. ¿Alguna vez ha oído hablar de progeria?
Corrie negó con la cabeza. Tras un silencio de algunos segundos, Regulo se encogió de hombros.
—Puedo suponer lo que significa —dijo—. Será lo opuesto a antigeria, de modo que tendrá que ver con aumentar la velocidad de envejecimiento.
—Es algo más específico —suspiró Rob—. Hay una enfermedad natural poco común llamada progeria, que afecta a un niño entre cientos de millones. El niño que padece esa enfermedad alcanza la madurez sexual pocos meses después de nacer. Y está completamente desarrollado, aunque sigue siendo pequeño, al año o dos años de edad. Y a los seis o siete años muere de viejo. Ésa es la progeria natural, bien conocida por los libros de medicina. La causa es un defecto genético, y aparece como un mal funcionamiento del sistema glandular. Si se la diagnostica a tiempo, es decir, antes de los dos meses de edad, puede ser tratada y curada. El paciente puede vivir una vida normal, siempre y cuando no abandone jamás el tratamiento.
Rob miró la pantalla. Lutecia se veía más grande cada vez a medida que Atlantis acortaba la distancia entre ambos cuerpos. Se volvió para mirar a Darius Regulo.
—Morel había estudiado esa enfermedad —dijo—. No es extraño. Para estudiar el proceso de envejecimiento, nada mejor que estudiar cualquier cosa que lo apresure o lo retarde. Pero Morel fue más allá. En determinado momento de sus estudios encontró un método que le permitiría hacer algo más que comprender la progeria. Halló la manera de inducirla.
—¿Quieres decir crearla en gente normal? —preguntó Corrie.
Rob asintió.
—Con drogas, o cirugía, o tal vez una combinación de ambas. Podía inducir la progeria, desarrollar un niño que madurara, se reprodujese y muriese en pocos años. Eso es lo que son los Duendes. Una colonia de seres humanos, todos enfermos de progeria inducida. No crecen más de un cuarto de la estatura normal, y pesan una décima parte de lo que pesamos nosotros. Y mueren en pocos años. Morel los criaba en ese laboratorio.
—Espera un momento —Regulo había apartado la silla del escritorio y miraba a Rob con expresión de perplejidad—. Si hablas en serio, aunque no es fácil creer nada de lo que has estado diciendo, entonces tus «Duendes» tienen pocos años. No sólo eso, si son tan pequeños como dices tú, no pueden tener la capacidad cerebral de un ser humano normal. No pueden pensar cómo escapar de Atlantis. Pero lo que tú me estás diciendo es que algunos escaparon, hace muchos años. ¿Cómo pudieron, entonces, idear una huida?
—Recibieron ayuda. —El brazo comenzaba a dolerle otra vez, pero se esforzó por no prestarle atención—. Tienen pocos años de edad, y tiene razón con respecto a su reducida capacidad craneal, aunque tienen cabezas muy grandes para el tamaño del resto del cuerpo. Lógicamente, jamás se habrían enterado de la existencia de un mundo fuera del laboratorio, de no ser por otro factor. Caliban. Una vez lo vi frente a la ventana del laboratorio. El calamar puede comunicarse con los Duendes, al menos lo suficiente para contarles del resto del mundo. Estoy seguro de que él fue el instrumento que les ayudó a escapar de aquí.
—¡Caliban! —La expresión de Regulo era inescrutable. Se reclinó pensativo en la silla—. ¿Por qué iba a hacer eso Caliban?
—No diré que comprendo sus motivos, pero él y los Duendes tienen un profundo lazo de unión. Los dos tienen muy buenas razones para temer y odiar a Joseph Morel. Caliban les ayudó a escapar, al menos a algunos de ellos. El problema fue que lo que Caliban sabe del mundo fuera de Atlantis es muy peculiar. Pudo decirles cómo esconderse, pero al parecer no se dio cuenta al principio de que podrían morir por falta de oxígeno en el viaje. Por fin lo averiguó, no hace mucho, y se le ocurrió otra idea. Los ayudó a ocultarse en una cápsula espacial con un impulsor Mischener. Eso tenía oxígeno y provisiones. Con un poco de suerte, los Duendes habrían llegado con vida a algún lugar donde hubiera gente para ayudarlos.
—¿Y no lo lograron? —Regulo se estaba poniendo tenso.
—Sé que no. La cápsula llegó a la Luna, pero ellos ya estaban muertos.
—¿Y cómo has averiguado todo esto? —Corrie seguía muy cerca de Rob, recargando el inyector de anestesia—. Y lo de la progeria. ¿Cómo lo has sabido? Tú no eres biólogo.
—Me han ayudado. —Rob se pasó la mano derecha por el dolorido brazo izquierdo. El dolor aumentaba—. He recibido casi toda la información de una fuente en la Tierra. Lo único que no he logrado averiguar desde allá fue la razón de todo esto. La razón estaba aquí.
Volvió a mirar a Regulo.
—Los Duendes fueron lanzados desde aquí, en un vuelo no autorizado, y murieron en el camino de regreso al sistema Tierra-Luna. Estuvieron sometidos a una aceleración demasiado grande y no la resistieron.
—¿Con un impulsor Mischener? —Regulo había comenzado a jugar con las teclas de control frente a él. Miró a Rob—. Sabes que no es posible. Los Mischeners no pueden ir a más de medio g. ¿O tus Duendes no pueden resistir esa aceleración?
—No sé cuánto pueden resistir. Pero fueron a treinta o cuarenta ges, lo suficiente para matar a cualquiera de nosotros. Y no salió de los Mischeners.
—¿De dónde, entonces? Ya conoces las normas con respecto a las aceleraciones con impulsores. No hay nada en el Sistema que pueda darte cuarenta ges.
—Eso le dije yo a Howard Anson —Rob miró a Regulo con atención. No hubo ninguna reacción ante el nombre, al menos Rob no la vio—. Pero luego me di cuenta de mi error. Cuando venía aquí desde la Tierra decidí que hay una manera de llegar a esa aceleración, una manera que no depende de los impulsores de una nave. Y es algo que a usted le encantaría, Darius Regulo, más que a ninguna otra persona.
Rob miró la gran pantalla. A pesar de lo que había dicho Regulo antes, Lutecia parecía crecer más y más.
—¿Y qué crees tú que le encantaría a Darius Regulo? —Las serenas palabras interrumpieron la observación de Rob de la pantalla.
—Usted me dio la pista, la última vez que estuve aquí —el tono de Rob era amargo—. Fui muy tonto al no darme cuenta. Me habló mucho sobre transmisores de materia y el problema de los tiempos de tránsito en el Sistema. Usted ya tenía su método trabajando. Debí darme cuenta cuando contrató el uso de las Arañas y me pidió a mí que construyera el Tallo, en lugar de utilizar a Keino. Él es parte de su personal, y es un experto en construcción espacial. Pero le reservaba una tarea más importante.
—No, Rob, te engañas —la cara de Regulo mostraba una extraña mezcla de orgullo y resignación—. Tú eres mejor constructor que Keino. Te elegí para el trabajo más difícil, no para el más fácil. ¿Hasta dónde has llegado en tus especulaciones?
Ése era un rasgo del antiguo Regulo. Rob se preguntó de pronto si no había llegado a una conclusión errónea sobre el viejo.
—Sólo tengo la idea general —dijo—. Empieza otra vez con la Araña. Ahora está tejiendo una telaraña diferente. Los cohetes no sirven. Eso está aquí en su escritorio, pero yo no profundicé lo suficiente. Debí darme cuenta de que no se detendría en el Tallo, que sólo nos sube y nos baja desde la Tierra. Quería hallar la manera de transportar materiales por todo el Sistema sin usar impulsores. La Araña podía dar una solución.
Rob se interrumpió unos segundos para volver a mirarse el brazo izquierdo, que le latía. El dolor regresaba. Comprobó que toda la entrada de energía estuviera desconectada. Sí, estaba bien. Se frotó el brazo otra vez con la mano derecha, preguntándose si la sensación era psicosomática.
—Hilar otro cable —continuó—. Hacerlo como el Tallo, con cables superconductores y un tren de impulsores fijos al cable de carga. Esta vez se pone el satélite de energía en el centro del cable, con un largo igual a cada lado. Se fabrica en el espacio, pero no se trae a la atmósfera ni se amarra. Se deja cerca de la órbita de Marte o en el Cinturón, o cerca de la Tierra, lugares clave del Sistema. Entonces se comienza a rotarlo sobre su centro, como un par de radios en una rueda. Supongo que comenzó con un par, uno en el Cinturón y otro cerca de la Tierra.
Regulo asintió con calma. Había dejado de manipular el panel de control y parecía más tranquilo.
—Hemos empezado con dos. Es sólo el principio. Cuantos más tengamos, más eficiente será toda la operación. He pensado que construiremos alrededor de cinco mil en la región Tierra-Cinturón.
—¿Puede manejar tantos?
—¿Con Sycorax? Es fácil. Podemos instalar esa cantidad y más, ya hay millones de órbitas en los bancos de datos. —Regulo parecía un maestro paciente—. Ya te lo dije, Rob, piensa a lo grande. El Sistema es un lugar grande. Hay que pensar a gran escala.
Corrie había seguido la conversación con una creciente incredulidad. La imagen del cuerpo de Morel había desaparecido de la pantalla, y con ella había desaparecido todo el interés por recuperarlo de la esfera de agua. Los dos hombres parecían muy satisfechos con haber pasado a otra de sus interminables charlas sobre ingeniería. La clase de Regulo le agotó la paciencia.
—¿No tenéis sentimientos? —interrumpió—. Joseph Morel está muerto ahí afuera, Caliban se ha vuelto loco, y vosotros os sentáis aquí a hablar de Tallos. ¿Y los Duendes, Rob? Primero nos dices que hay niños en el laboratorio de Morel y después te pones a hablar de algo completamente diferente.
Mientras hablaba se dio cuenta de que no le hacían caso. Ni siquiera la miraron. Había un invisible cordón de tensión que unía al uno con el otro.
—¿Tú cómo lo harías, Rob? —preguntó Regulo. Sus ojos brillantes no se apartaban del pálido rostro del otro hombre.
—Como lo hizo usted. Tiene un cable rotando en una órbita libre, de miles de kilómetros.
Rob se inclinó hacia adelante, y Regulo apartó la silla del escritorio, como retrocediendo ante él.
—Ahora supongamos que quiere llevar una cápsula espacial desde el Cinturón a la Luna —siguió Rob—. La hace encontrarse con el centro del cable, donde está el satélite de energía. El centro de masa del cable se moverá en una órbita de caída libre, moviéndose a más o menos la misma velocidad que la cápsula, de modo que no hay que utilizar casi masa de reacción para provocar el encuentro, y no se necesita aceleración de los impulsores de la cápsula, apenas una fracción de g bastará. Cuando tiene la cápsula en la mitad del cable, la deja correr a lo largo del tren del impulsor. Cuando se aleja del centro, la cápsula sentirá la aceleración centrípeta, deberá usar el tren de impulsores en el cable para frenarla. Para cuando llega al final del cable la aceleración es inmensa. Entonces la libera para que se mueva en caída libre, pero ya le ha dado un gran impulso de velocidad. Estudié un par de ejemplos. Un cable de unos cuatro mil kilómetros de largo con una velocidad en el extremo de veinticuatro kilómetros por segundo (la velocidad de la órbita de Marte) dará treinta ges a cada extremo. Eso es lo que mató a los Duendes.
—No tuvieron suerte —Regulo había apartado la silla del escritorio algo más, hasta llegar casi a la pared—. Si quieres, puedes decir que fue culpa de Caliban. Nunca recibió información sobre operaciones espaciales para transferencia de pasajeros, y la inteligencia no puede suplantar a la experiencia. Puso la cápsula espacial para que se encontrara con una Honda de carga, un cable más corto con aceleraciones muy altas, no apto para personas.
—¿Tiene Hondas para pasajeros? —Rob se había acercado al escritorio.
—Construimos los dos primeros hace un mes. Averigüé qué cable habían usado tus Duendes, verificando el impulso angular de todos. Cada vez que utilizamos una Honda aumentamos o disminuimos su impulso angular —Regulo se puso de pie, de espaldas a la pared—. Perdemos impulso angular cuando lanzamos una carga hacia el Sol, y lo recuperamos cuando alcanzamos algo lanzado desde Marte o desde el Cinturón. Siempre y cuando movamos la misma masa de materiales en ambos sentidos, todo el sistema se mantiene en equilibrio, como el Tallo en la Tierra. Te habría dado los detalles sobre la Honda apenas tuviéramos a Lutecia bajo control. Tienes la idea, pero te sorprenderá ver en cuánto podemos reducir los tiempos de tránsito. Pero ya basta. —La voz de Regulo había cambiado, era más ronca y más intensa—. La Honda fue utilizada de una manera que yo no había previsto. Mató a dos de los «Duendes». No te equivocas. Joseph estaba llevando una especie de experimento social aquí, nos dices. Si tenía una colonia autosuficiente, habrán pasado muchas generaciones en treinta años. Me pregunto qué tipo de estructura social habrán desarrollado. ¿Te había dicho Joseph qué intentaba conseguir con su colonia, antes de que Caliban le atacara?
—No me dijo nada —Rob se puso de pie—. Morel no iba a decirme nada. Era un hombre lógico, y los hombres lógicos no se toman la molestia de explicarle nada a un muerto. Hubo otro factor que tomé en consideración mientras estuve dentro del laboratorio. Morel no era antropólogo. No tenía el menor interés en las estructuras sociales. No me dijo qué estaba haciendo. Pero… lo sé, Regulo.
—Ajá. —La voz de Regulo estaba más tranquila que nunca—. Me lo temía, Rob. En cuanto has entrado aquí sin Morel me he imaginado que el juego se había terminado.
Hizo un gesto con la mano hacia el panel de control.
—Mientras hablabas, he enviado una señal al personal de mantenimiento para que efectuaran una salida de emergencia de Atlantis. Ya se han ido, y se estarán preguntando qué diablos ha sucedido. ¿Ves las dos naves?
En la pantalla dos grandes naves flotaban en el espacio cerca de Atlantis. No lejos de ellas, llenando la pantalla, la bola hinchada de Lutecia pendía, blanca, hirviente y humeante con los volátiles.
—Acabemos esta conversación de un modo lógico —prosiguió Regulo—. Supongo que sería una pérdida de tiempo ofrecerte parte de Empresas Regulo.
Rob negó con la cabeza. A medida que el efecto de la droga se iba, el brazo izquierdo comenzaba a hacerse sentir con un dolor insoportable.
—Me lo figuraba. —Regulo tenía las manos detrás de sí, contra la pared. Se abrió un panel y dejó ver un corredor apenas iluminado—. Tú y yo respetamos el dinero, pero jamás ha sido lo principal para ninguno de los dos. —Suspiró—. Es una lástima. Podríamos haber hecho grandes cosas juntos.
—Lo sé. Grandes cosas. —La voz de Rob era apenas audible—. Trabajar con usted Regulo. Habría dado todo lo que tengo por trabajar con usted. Pero esto es diferente. Me gusta ganar, pero hay algunas reglas que no puedo quebrar. —Se aclaró la garganta y pronunció en voz más alta—: Se terminó.
—No del todo —Regulo dio un paso atrás por la abertura. Rob y Corrie no se movieron—. Atlantis se terminó. Es cierto. En cuanto has entrado he dispuesto los controles para provocar un choque con Lutecia. Nos quedan poco más de quince minutos antes del impacto. —Volvió a señalar la pantalla, la mole creciente de Lutecia—. Después de eso, Atlantis desaparecerá. Desaparecerá Morel y los Duendes, Caliban y Sycorax. Seguidme, o también desaparecerán Rob Merlin y Cornelia.
El panel comenzó a cerrarse.
—Las naves os esperarán. —Había un ruego en los ojos brillantes de Regulo—. Daos prisa. No me gustaría perder a ninguno de los dos.
El panel de la pared no había terminado de cerrarse cuando Corrie corrió alrededor del escritorio y comenzó a examinar los controles. Rob se unió a ella.
—¿Cuál es el impulso mayor fijado para Atlantis? —preguntó él.
—Alrededor de una treintava parte de g. —Sin esperar a consultar a Rob, Corrie había comenzado a mover las teclas—. Pero ése no es el punto. La superficie exterior fallará a mucho menos. No creo que nos convenga probar con más de una centésima de g.
—¿Qué sucedería si explotase la membrana exterior?
—No sobreviviríamos. La esfera de agua inundaría los impulsores.
Rob se había acercado a la consola y conectó una cámara para ver el exterior de Atlantis.
—No podemos utilizar esa unidad de propulsión —dijo—. Es la mejor para la dirección de empuje que necesitamos, pero freiríamos a Regulo. Saldrá por ese acceso. Toma los dos impulsores siguientes y equilibra sus fuerzas. Serán cercanas a la tangencial, y no perderemos más que un mínimo porcentaje de efectividad.
Rob se inclinó sobre el escritorio, haciendo una mueca de dolor al apoyarse sobre la estropeada mano izquierda.
—Dales un cincuentavo de g.
—Es mucho. Tendremos problemas con Reglamentos, han aprobado apenas la mitad de eso. —Corrie rió ante la expresión de Rob—. Si nos salvamos de Lutecia, tú discutirás con la Junta de la Federación Unida del Espacio.
Hubo una sacudida pequeña pero perceptible cuando los dos impulsores se pusieron en funcionamiento. Pero la imagen de Lutecia no se movió en la pantalla.
—No funciona, Rob.
—Dale tiempo, Corrie. Las aceleraciones necesitan tiempo antes de que se puedan ver los resultados. —Rob miraba otra pantalla—. Menos mal que no hemos usado el primer impulsor. Ahí está Regulo, saliendo.
Una figura pequeña, vestida de blanco, había emergido de la salida más cercana a las dos naves que esperaban.
—¿Qué pasaría si no pudiéramos salvar a Atlantis?
Rob se encogió de hombros.
—Será difícil para nosotros. Aun cuando podamos escapar, sin Atlantis, Regulo estará a salvo. Sin los Duendes ni Caliban, no tendré pruebas. Él tiene dinero e influencia. Nadie me creería jamás.
Las lecturas de las válvulas de tensión en la membrana de la esfera de agua habían pasado en mucho los límites de seguridad. Bajo la firme aceleración, había cuatro mil millones de toneladas de agua que querían quedarse.
—Pasaremos muy cerca —Corrie miraba la incandescente bola de Lutecia, que comenzaba a correrse hacia un lado de la pantalla—. La superficie de Atlantis parece que resiste. Debemos pasar junto a Lutecia sin que hierva parte de la esfera de agua. Sé que la membrana no lo soportaría.
—Mira esa otra pantalla —La urgencia en la voz de Rob hizo que Corrie volviera la cabeza con rapidez.
—¿Qué está haciendo, Rob?
—No sé. ¿Puedes captar alguna señal acústica que provenga de él?
El traje de Regulo se veía como una motita blanca en la pantalla frente a ellos. En lugar de dirigirse a las naves, se movía a impulsos erráticos, hacia adelante y hacia atrás. Bajo los empujes de los propulsores del traje, seguía aproximándose a la superficie derretida de Lutecia. El asteroide ardía frente a él con un intenso calor blanco que llenaba el cielo.
—Lo capto.
Las palabras de Corrie se perdieron en un gemido ronco, dolorido, salido de lo más profundo de la garganta de Regulo.
—Lutecia le está cegando —dijo Rob de pronto—. La protección de ese traje no fue diseñada para soportar tanta intensidad. Corrie, ha perdido el rumbo.
El movimiento errático hacia adelante y hacia atrás había cesado. Ahora Regulo giraba sin rumbo y los propulsores lo impelían hacia cualquier lado. El traje blanco se acercaba cada vez más a la superficie de Lutecia.
—No aguanta más, Rob —Corrie lloraba—. Escúchalo. No sabe lo que le está pasando.
—Pudiste con Alexis y pudiste con Nita —la voz ronca proveniente del traje sonaba feroz e intensa—. No podrás conmigo. Volveré a vencerte. Te dominaré.
Rob miró hacia la otra pantalla. La esfera hinchada de Lutecia pasaba junto a Atlantis. Parecía tan cerca como para tocarla, pero podrían pasar. El brazo le empezó a doler otra vez. ¿Cómo podía ser, si la energía estaba cortada?
Se arrellanó en el asiento, agarrándose el brazo con la mano derecha. Atlantis gemía y se tensaba alrededor de ellos, y el quejoso chasquido del metal retorcido y de las mamparas sometidas a una enorme tensión era más alto que los airados sonidos de desafío provenientes del traje de Regulo.
Rob le indicó a Corrie que cortara los impulsores. En ese momento vieron la diminuta figura del Rey del Cielo encaminarse hacia su cita final.