Los impulsores colocados en la superficie del asteroide habían finalizado su primera etapa de trabajo y llevaban largo rato inactivos. No volverían a funcionar hasta que llegara el momento de desacelerar para entrar en la órbita terrestre. El Alberich, aún amarrado a la roca, caía con ella, cada vez más rápido, hacia el Sol. Habían dejado atrás Venus y Mercurio e iban de cabeza hacia el perihelio. Darius Regulo, con las abrazaderas magnéticas que lo sostenían con firmeza a la superficie del asteroide, se detuvo en su trabajo para echarle una rápida mirada a la primaria del Sistema Solar. Se había agrandado mucho desde que salieron del Cinturón de Asteroides, hasta diez veces lo que había sido su tamaño. Ahora dominaba el cielo.
—Vamos, muévelo —la voz de Nita surgió de pronto por el teléfono del traje. Habría estado observándolo en la pantalla externa—. No te quedes ahí. Desprenderemos al Alberich de su carga en menos de dos horas.
—Ya voy —respondió Regulo—. Acabo de revisar el último impulsor. Todos han superado bien el primer impulso. A menos que Alexis no esté de acuerdo con algunos de mis datos, no veo razón para cambiar ninguno de los amarres antes de volver a utilizarlos. —Miró de cerca la superficie de la roca bajo sus pies—. Diría que tenemos en la superficie la cantidad de ebullición prevista.
—Y se está calentando más que el infierno —la voz de Galley gruñó a través del circuito del traje—. Registro una temperatura de contacto de más de quinientos Kelvin, y sube por momentos. —Estaba de pie sobre la roca, cerca del punto de amarre que conectaba al Alberich con el asteroide—. Se acabó, Darius, vámonos de aquí.
—Enseguida. —Regulo se inclinó para enganchar la cubierta protectora en el último de los impulsores. No era fácil fijarla sobre la superficie rugosa del asteroide, y se agachó más, frunciendo el ceño.
Hacía girar con cuidado el último acople cuando se produjo el temblor. Toda su atención se fijaba en la abrazadera, y no vio nada, pero de pronto la superficie de la roca se estremecía bajo sus pies. A pesar de estar sintiendo la vibración, sabía que era imposible. Sencillamente no hay terremotos en fragmentos tan pequeños de roca, de sólo un par de kilómetros de largo.
Se incorporó, y en ese momento oyó un chirrido largo y metálico en el teléfono de su traje. El Sol, que un momento antes estaba brillando con fiereza, se oscureció de pronto por una nube negra. Miró hacia el Alberich pero la nave también había desaparecido dentro de una resplandeciente nube blanca.
—¡Alexis! ¿Qué pasa?
Esperó. No hubo respuesta por su teléfono. Pocos segundos después vio la forma de la nave, que aparecía misteriosamente a través de la niebla. ¡Niebla! No podía haber niebla en ese lugar, de ninguna manera. Automáticamente Regulo enfiló hacia la nave, usando los propulsores como le había enseñado Alexis Galley. Mientras avanzaba, sus ojos escudriñaban la superficie de la roca, buscando a Galley. Debía estar en algún lugar del asteroide. No había señales de él, pero antes de llegar a la mitad del camino hacia el punto de amarre de la nave, Regulo comenzó a ver un leve cambio en la forma conocida de la superficie. En el lugar donde había visto a Galley por última vez ahora había un profundo pozo, abierto en la roca misma. Un gas iluminado de pleno por los restallantes rayos del inmenso Sol salía de su interior.
El Alberich seguía amarrado a la roca. Regulo se propulsó hasta la nave y miró desolado el estado de ésta. Las placas delanteras de la nave estaban destrozadas y había un gran pedazo de roca oscura metido en la pared de la cabina principal. Miró por una ventana rota y vio el cuerpo de Nita Lubin, sin traje, flotando contra un tabique interior.
Mientras su mente luchaba por aceptar la realidad de una serie imposible de hechos, una íntima facultad tomaba nota de lo que veía y buscaba explicaciones. Miró por un instante la cara del Sol. La placa fotocromática del traje se oscureció de inmediato, de modo que no pudo ver nada en todo el universo que no fuera esa cara ancha y ardiente. El Alberich y su carga seguían cayendo hacia el Sol, a casi cincuenta kilómetros por segundo.
¿Cuáles habían sido las últimas palabras que oyó decir a Alexis Galley? …Más de quinientos Kelvin, y sube por momentos. Ésa debía ser la clave. Ciento treinta grados por encima del punto de ebullición del agua, casi cuatrocientos grados por encima del que necesita el metano. La superficie del asteroide se había estado calentando más y más bajo el cruel Sol, vaporizando los volátiles. La presión de los gases atrapados que se formaban había aumentado más y más… hasta llegar a un valor crítico. Parte del asteroide se había fracturado bajo la presión intolerable. Los gases en expansión habían expulsado fragmentos de la roca, hacia Alexis Galley, hacia el blanco del Alberich. Lo único que había salvado a Regulo fue la suerte, su posición en el asteroide y la distancia del lugar de la explosión.
Pero, ¿salvado para qué? Regulo miró a su alrededor con el espanto de su nueva situación. La nave estaba destrozada, lo supo apenas la vio. No había manera de que pudiera llevarlo a una órbita segura. El sistema automático de alarma se habría activado en el preciso momento en que la condición interior de la nave se volvió no apta para la vida humana. Regulo sintonizó rápidamente la frecuencia de socorro y oyó el grito electrónico de la nave que enviaba su pedido de socorro de alta frecuencia a través del Sistema. La señal ya habría activado los monitores, mucho más allá de Mercurio, pero eso no le serviría de nada. Cuando la nave estuviera más allá del Sol y entrara a las regiones más frías del Sistema Interior, otros vendrían a recoger la estructura y su valiosa carga. Sería demasiado tarde para él. En ese momento, el Alberich estaba tan lejos del alcance de ayuda externa como si estuviera plantado en la atmósfera enceguecedora del mismo Sol.
Después de los primeros instantes de pánico irracional, Darius Regulo se calmó. A pesar del horno que tenía por delante, se sintió frío y analítico. ¿Qué alternativas tenía?
El Alberich estaba allí, pero ya había calculado que el sistema de refrigeración de la nave no podría mantener una temperatura tolerable en un tránsito de perihelio de dos millones y cuarto de kilómetros. Si se quedaba con la nave, moriría quemado. Miró hacia el Sol. Ya parecía más grande que antes. En su imaginación esos feroces rayos atravesaban su insignificante traje, empujando su propio sistema de refrigeración inexorablemente hacia la sobrecarga final. Sentía el sudor que le corría por la nuca y el pecho, la protesta primitiva del cuerpo ante las condiciones cada vez peores que lo rodeaban.
Podía abrirse el traje y terminar con todo enseguida. Sería una muerte rápida y más piadosa, pero no estaba preparado para la muerte.
Regulo entró en el Alberich a través de la inutilizada esclusa de aire. Primero fue al comunicador y envió a las estaciones de emergencia una descripción breve y precisa de la situación. Agregó un resumen de lo que intentaría hacer. Luego se dirigió a los armarios de provisiones y sacó tanques de aire, propulsores, y raciones de emergencia. Pensó que a las últimas había que considerarlas como una manifestación de optimismo. Del armario de medicinas sacó todos los estimulantes que halló. Hizo un breve cálculo en el ordenador de su traje y confirmó su apreciación inicial. Debería sobrevivir al menos ocho días. Si lo lograba, habría pasado el perihelio y el Alberich volvería a estar lo suficientemente frío como para tolerarlo.
Arrastrando tras de sí las provisiones, Regulo salió de la nave y volvió despacio al asteroide. La explosión que destruyó al Alberich y mató a Alexis y a Nita había expulsado suficiente material de la roca como para darle impulso angular. Giraba despacio sobre su eje más corto. Regulo se afirmó las provisiones contra el traje, le dirigió una última mirada a la nave siniestrada, se colocó detrás del asteroide y entró en la negra y profunda sombra. Sabía qué debía hacer. A tres millones de kilómetros, el Sol se extendería a más de veinticinco grados del cielo. Regulo debía permanecer lo suficientemente cerca de la superficie para quedar protegido por la sombra. Sería su única protección contra el rugiente horno en la otra cara del asteroide.
Se sintió más fresco apenas entró en la sombra. Sabía que era psicológico. Pasarían varios minutos antes de que la temperatura del traje bajara lo bastante como para que la diferencia fuera perceptible.
Tal como esperaba, primero tuvo que pasar varias horas probando. Si se alejaba mucho de la superficie, perdía la protección del cono de sombra. Si se acercaba mucho, debía moverse hacia afuera cuando el eje largo de la roca asimétrica giraba hacia él en su constante rotación. Planificó la serie de movimientos que reducirían al mínimo el uso de los propulsores y se dispuso a una larga y solitaria espera.
Disponía de mucho tiempo para pensar y estudiar los errores cometidos. Con el Sol tan cerca, deberían haber mantenido el asteroide girando permanentemente para que se calentara en forma gradual, dándole así la posibilidad de que el calor volviera a irradiarse hacia el espacio. Y tenían que haber puesto al Alberich a algunos kilómetros de la carga, para reducir su vulnerabilidad a los accidentes. Regulo llegó a una triste conclusión. Alexis Galley tenía razón, con toda su experiencia no había sabido manejar la órbita hiperbólica. Regulo sabía que lo aprendería, si sobrevivía.
Transcurridas las primeras doce horas, sus acciones se volvieron automáticas. Moverse siempre para mantenerse en la sombra. Comer y beber poco, debía obligarse a comer, porque se le había ido el apetito por completo. Controlar el combustible de los propulsores. Y tomar un estimulante cada seis horas. Con la amenaza del Sol tan dispuesto a tragárselo si no se ocultaba de él no podía permitirse el lujo de dormir. Pero la tentación era fuerte. Después de sesenta horas le dolía todo el cuerpo con una lujuria física que superaba todo deseo que hubiera sentido jamás. Los estimulantes obligaban a la mente a mantenerse despierta, pero lo hacían sin el consentimiento del cuerpo. La fatiga lo aplastaba, le chupaba la médula, lo desangraba.
Después de ochenta y cinco horas comenzó a tener alucinaciones. Alex y Nita flotaban allí, cerca de él, sin trajes. Sus ojos vacíos estaban llenos de reproches, y volaban hacia la luz dorada del Sol y lo saludaban y le hacían señas de que los siguiera, que dejara las sombras muertas.
Poco después de haber pasado las cien horas, se quedó dormido. La inundación de oro derretido lo despertó, estallándole en la cara. Se había salido de la sombra protectora del asteroide, y aunque el visor se había oscurecido al máximo, era inútil contra la luz asesina. Apretó los ojos con fuerza. La esfera seguía siendo visible, quemándolo con un espantoso rojo sangriento a través de los párpados.
Debía de estar cerca del perihelio. El Sol rodeado de inmensas llamaradas de hidrógeno se había convertido en una antorcha gigante. El asteroide se había metido de lleno dentro de la corona solar, lanzado hacia el punto de máxima aproximación. La luz llenaba el mundo. Regulo se retorció en la trampa, se volvió desesperado para buscar el refugio de la roca. El asteroide, las estrellas, la nave, todo era invisible, insignificante ante el poder tirano del gran crisol solar.
Instintivamente, Regulo comenzó a avanzar hacia adelante y hacia atrás, moviendo los propulsores al azar, en una búsqueda desesperada de la sombra. Al fin la encontró por casualidad, era un semicírculo oscuro como un mordisco en el disco fulgurante. Se movió hacia ella. Una vez más en la bendita oscuridad, quedó exhausto y jadeante dentro de su traje con sobrecarga.
—No —la voz le salió ronca y sofocada—. Esta vez no, maldito hijo de puta. Esta vez no. —Miró con ojos inyectados en sangre a la superficie del asteroide, como si viera a través de él la ardiente esfera más allá—. No me atraparás. Nunca. Te crees que eres el dueño de todo, pero te demostraré que no. Te venceré. Sobreviviré.
Mientras hablaba, un helado hilo de rabia le atravesaba la cabeza, limpiando la fatiga y el terror. Sabía que la cara se le había empezado a ajar y ampollar por la radiación recibida, pero alejó ese pensamiento. Lo único que le importaba era la batalla inminente. Miró a su alrededor.
A cada lado del asteroide pasaba una corriente de gases ionizados, que salían de la hirviente superficie que daba al Sol y eran arrastrados por la ligera presión. El halo que formaban desparramaba los rayos del Sol, formando una fantasmal funda de azul, verde y blanco que revoloteaba a su alrededor. Cien metros más abajo, la superficie oscura de la roca comenzaba a burbujear y humear al volverse lentamente, asándose al resplandor del Sol como una pierna de cordero en un asador. La observó con mirada fría. Debía mantenerse apartado de ella, ahora y en las próximas setenta horas. No importaba. Era una razón más por la que no podía permitirse dormirse otra vez. No volvería a hacerlo.
—Nunca encontraron ni rastro de Alexis Galley y el otro miembro de la tripulación estaba muerto, por supuesto. El veredicto fue que se trataba de un desafortunado accidente, sin culpables. Cuando trajeron el asteroide a la órbita terrestre, Regulo era el único dueño, pues los supervivientes de los equipos mineros siempre se legaban los hallazgos entre ellos por si alguno moría. Y Regulo se había quedado con la roca, de lo contrario el valor habría sido compartido con los que rescataron al Alberich.
Corrie permaneció en silencio unos minutos mientras miraba la pantalla con las últimas instrucciones para el aterrizaje en el campo de Camino Abajo.
—Eso le sirvió para financiar su primera compañía de transportes —continuó—. Fue un pionero en las técnicas de órbita hiperbólica, y redujo el tiempo de tránsito en un factor dos, pero él nunca volvió a volar en una hiperbólica. Desde entonces, lo más cerca del Sol que ha estado ha sido la órbita de la Tierra. Y no tolera ninguna forma de luz intensa. Le trastorna, le desequilibra. Es lo único que le afecta.
—No me extraña, después de lo que le sucedió —dijo Rob—. Se encontraría en un estado espantoso cuando lo encontraron.
—No tanto como podría suponerse. Una vez pasado el perihelio, lo hizo todo bien. La bitácora de ese viaje aún está en su oficina. Es interesante escucharla; yo lo he hecho. Regulo tuvo el buen sentido de olvidarse de todo lo que tuviera que ver con el Alberich hasta después de haberse tratado las quemaduras y haberse drogado para dormir veinticuatro horas seguidas. Había que tener coraje para ponerse a dormir cuando el Sol aún estaba grande y ardiente, y además, él no sabía si lo recogerían o no.
—Pero, ¿por qué no pudieron arreglarle la cara? —preguntó Rob—. Es decir, fueran como fuesen las quemaduras, podrían haber intentado injertos o regeneración para repararla. Nunca vi cicatrices como ésas, y he visto muchos accidentes muy feos en la construcción.
Corrie no respondió. Miró hacia adelante con una extraña expresión en la cara. Salieron de la nave y comenzaron a caminar juntos hacia la entrada de Camino Abajo. Rob esperó una respuesta. Al no recibirla, se volvió a ella y la observó. Corrie había palidecido, y el bronceado se había vuelto como marfil viejo, frío y sin sangre.
—¿Te sientes bien? —preguntó él—. No me he acordado de preguntártelo, pero espero que no sufras de claustrofobia.
Ella se estremeció y esbozó una sonrisa forzada.
—Un poquito. Pero estoy bien. Sé cómo es Camino Abajo y no me hará nada. Vamos, comencemos a bajar.
Caminó aprisa delante de Rob hacia los cuatro grandes ascensores parados a la entrada de Camino Abajo. Se detuvo ante el primer ascensor, el expreso rápido que descendía los treinta kilómetros hasta Camino Abajo en menos de dos minutos, como una ráfaga a través del pozo.
—No. Por ése no —Rob se aproximó a ella y la cogió del brazo cuando ella iba a oprimir el botón—. Ése no para. Vamos a tomar uno que pueda detenerse a mitad de camino. Ése del final, pasados los ascensores de carga pesada.
—¿A mitad de camino? No hay nada que ver —protestó Corrie, pero se dejó llevar por el amplio corredor hacia un ascensor más pequeño y miró en silencio a Rob manipulando el selector de profundidad. Él lo programó para que se detuviera a poco más de dos kilómetros.
—Espera y verás —contestó Rob. Se le veía satisfecho y ansioso—. Hay cosas en Camino Abajo que el cliente ordinario desconoce. Cualquiera puede utilizar este ascensor, pero no interesa a casi nadie. ¿Preparada?
Corrie asintió. Comenzó el descenso. El coche se sostenía y aceleraba mediante motores lineares sincrónicos dispuestos a intervalos regulares a lo largo del pozo. A medida que Rob ajustaba la polarización del campo circundante, las paredes del coche se volvían transparentes. Amortiguó las luces internas y encendió un iluminador externo situado en el techo. Se hicieron visibles las paredes del pozo, pasando junto a ellos como una exhalación. Al descender a mayor profundidad, Rob aminoró la velocidad. Avanzaban pasando por estratos multicolores de roca: óxidos férricos rojos y plateados, el profundo azul de la malaquita, gris pizarra y el intenso verde de la esmeralda. Las capas de roca pasaban de largo a medida que caían más y más despacio. El coche se detuvo finalmente junto a una gruesa grieta de brillante roca negra. Formaba una pared continua, excepto en un punto, donde habían hecho una abertura circular de casi un metro de ancho.
—Es aquí —dijo Rob. Miró el reloj y asintió—. En cualquier momento puede aparecer. Mira por la abertura y no dejes de observar el corredo.r.
La ventana circular daba a una grieta horizontal de poco más de un metro de altura que se alejaba hacia las profundidades de la roca negra. Las luces del coche arrojaban sus reflejos algunos metros por el oscuro túnel. Corrie, ansiosa sin saber por qué, miró hacia la oscuridad. De pronto vio un leve movimiento en el límite de la visibilidad, en lo más profundo del corredor. Se esforzó por ver mejor. Una forma oscura pareció salir de una grieta lateral que daba al túnel principal. La forma era larga y chata, de una altura de alrededor de un metro. Corrie vio una cabeza ciega, regordeta, y cuando se le acostumbraron los ojos a la oscuridad pudo tener idea del tamaño. El cuerpo parecía infinito, y se acercaba a ellos en silencio apoyándose sobre pies planos y negros. Se acercaba más y más, arrastrándose por el túnel. Al fin Corrie pudo ver bien al animal. Se apoyaba sobre ocho pares de cortas patas y tenía la forma de un cilindro largo, con piel negra. Al final, el animal no tenía una cola sino cinco, como largos y fuertes tentáculos terminados todos en un orificio. Corrie calculó que en total mediría unos treinta metros. Como seguía avanzando, ella se apartó de la ventana.
—No tengas miedo —la tranquilizó Rob—. Es completamente inofensivo. Sigue mirando.
Corrie se volvió a él, comprendiendo de pronto.
—¡Ya sé lo que es! ¡Debe ser un Topo Carbonero!
—Así es —Rob sonreía triunfante—. Te he dicho que había algo que ver aquí abajo. He telefoneado desde la nave para asegurarme de que habría alguno cerca de Camino Abajo. Al decirme que sí, he llamado a Chernick y le he pedido que mandara a uno de ellos hacia aquí a tiempo para que lo viéramos.
Corrie lo miraba fascinada.
—Nunca he visto nada igual en toda mi vida.
—Te creo. Son muy pocos los que los han visto.
—Pero, ¿de qué viven? Sé que Chernick dice que los alimenta, pero yo creía que era una manera divertida de describir su manufactura. Parece un animal de verdad, pero no lo es, ¿no?
Rob se encogió de hombros.
—Si me defines lo que es un animal, quizá pueda responder a tu pregunta. Los Topos Carboneros comen, se mueven, se reproducen, pero no pueden funcionar sin el microcircuito de Chernick dentro de ellos. No podrían existir en la Naturaleza sin un humano que les agregara el componente inorgánico, pero muchos animales domésticos tampoco podrían sobrevivir solos.
—¿Cómo extraen el carbón? —preguntó Corrie. El Topo, tras haber llegado a unos dos metros de la ventana, retrocedía en silencio por el túnel—. ¿Y de qué vive? Cómo me gustaría verlo trabajar.
—Aquí no. —Rob señaló con la cabeza a la criatura que se alejaba—. ¿Ves las colas? Esos tentáculos sirven para las grietas estrechas. Con ellos pueden mascar a lo largo de una grieta de pocos centímetros de abertura. El extremo de la cabeza trabaja con las grietas grandes. Como es de esperar, los dientes se regeneran continuamente. Es un trabajo duro ése de morder carbón, pero supongo que no será muy diferente de un castor, que masca la madera. El Topo guarda el carbón molido en la bolsa de su cuerpo, y cuando está lleno lo lleva a una zona central de almacenamiento y allí lo deja.
—¿Y come como un animal corriente? ¿De qué se alimenta?
—Fundamentalmente de carbón, ¿qué esperabas? Consume alrededor de un uno por ciento de lo que extrae para su propio metabolismo, de modo que es muy eficiente. Es en cierto modo como las abejas, que comen parte del néctar y llevan el resto a la colmena. La única otra cosa que necesitan es agua, y hay provisión de agua en las zonas de almacenamiento.
Rob apoyó las manos en los controles.
—¿Lista para seguir el viaje? No hay más que ver aquí, ni en el resto del camino hasta llegar.
Corrie asintió, pero seguía mirando por el túnel, donde el Topo había desaparecido en la oscuridad.
—¿No volverá aquí a trabajar?
—Aquí no. Le he pedido a Chernick que lo enviara hacia nosotros, para verlo, pero no extraen carbón tan cerca de los pozos de Camino Abajo. Chernick refunfuñó un poco antes de acceder; ha dicho que no era considerado con el Topo; no les gusta que los aparten de su trabajo. Ahora regresa a su grieta, tal vez a dos o tres kilómetros. Chernick cambia a los Topos enviándolos a diferentes tipos de carbón. Dice que por alguna razón trabajan mejor de ese modo. Una semana con antracita, otra con bituminoso, otra con lignito. Creo que toman los diferentes microelementos que necesitan de los diferentes tipos de carbón. Se lo preguntaré a Chernick algún día, él casi piensa como un Topo.
—Pero si a los Topos no les gusta dejar de trabajar, ¿por qué aceptó Chernick enviarte uno? —Corrie se había apartado de la ventana y miraba a Rob con sus grandes ojos pálidos.
Rob pensó un momento antes de responder.
—Supongo que puedo decírtelo, aunque es algo que sólo saben dos o tres personas. Chernick cree que me debe mucho. Usa una de mis ideas patentadas en los Topos Carboneros, y dice que nunca se le habría ocurrido a nadie más que a mí. Esa idea ha hecho posible la existencia de los Topos.
Se sorprendió ante la reacción de ella. A Corrie se le iluminó el rostro de pronto con un relámpago de comprensión.
—La Araña —exclamó—. Lo que inventaste para el proceso de extrusión. Sé que Regulo ha tratado de averiguar durante años cómo funciona, y ha fallado. Es parte biológica y parte máquina, ¿no? Igual que los Topos Carboneros, que son principalmente animales y en parte electrónicos. La Araña es una máquina con un componente biológico.
Rob había visto ese relámpago de comprensión que le iluminó el rostro, y se sorprendió. Respiró hondo, se restregó la barba oscura y miró con renovado respeto esos ojos pálidos y alertas.
—Así es como la gente pica, ¿no? —preguntó con amarga ironía—. Pareces una chica de dieciocho años, y miras a todos con esos grandes ojos azules, haces preguntas inocentes. Todos quieren alardear un poco, como acabo de hacer yo, y antes de darse cuenta ya te han dicho algo importante. Bien, lo hecho, hecho está. No lo negaré, aunque era un secreto bien guardado. La Araña tiene un biocomponente clave donde lógicamente debería tener un ordenador. Sospecho que la gente de Regulo se volvió loca tratando de encontrar un microprocesador con un nivel de proceso en paralelo lo suficientemente alto, ése fue mi problema durante casi seis meses. ¿A quién vas a contárselo?
Corrie lo miró con modestia: otro de sus trucos, pensó Rob, sin dejar de admirarla.
—No se me ocurriría divulgarlo —dijo—. Pero si no te molesta, me gustaría contárselo a Regulo. Hace años que está con eso, y sabes que es demasiado orgulloso para preguntar si supone que debe ser capaz de deducirlo por sus propios medios.
—Está bien —accedió Rob, sonriendo—. Se insultará a sí mismo, pero todas las técnicas para hacer la Araña y los Topos han sido desarrolladas en los últimos cinco años. No creo que hayan llegado a sus oídos, porque la mayoría no ha sido siquiera publicada. Díselo, si quieres.
—No dirá nada —lo tranquilizó Corrie—. Lo sé. Y tampoco modificará en nada tu relación con Empresas Regulo; me comentó que necesita al hombre que inventó a la Araña mucho más que usar la Araña. Regulo compra cerebros, no aparatos. ¿Has visto el texto de su escritorio? IDEAS-COSAS-GENTE. Dice que el mundo le interesa en ese orden. Pero por otro lado reconoce que sólo la gente puede tener ideas, de modo que supongo que la leyenda puede ser también GENTE-IDEAS-COSAS.
—¿Alguna vez se lo has dicho?
—Una vez. Me contestó que la gente es interesante sólo por las ideas que puede tener.
Mientras hablaban, el ascensor había descendido. Las palabras de Corrie fueron interrumpidas por un suave impacto. Habían llegado a Camino Abajo. La caverna natural, a veinte kilómetros por debajo de la Península de Yucatán, no debía existir. Todos los geofísicos estaban de acuerdo sobre ese punto. La presión de las rocas que la rodeaban tendría que haberla cerrado de inmediato, incluso aunque un violento movimiento dentro de la Tierra la hubiera creado. Gabry-Poussin estuvo de acuerdo con ellos. Con sus mediciones sísmicas había señalado por primera vez la existencia de una gran cámara, de ochocientos metros de ancho por noventa metros de alto, en la roca basal de América Central. Luego había vuelto a revisar los datos.
En el famoso debate ante la Sociedad Geológica de Punta Arenas, Kassrov había probado sin lugar a dudas que la cámara era en teoría imposible. Al final de la exposición de Kassrov, Gabry-Poussin se había limitado a responder con una sola frase: «Su lógica es impecable, profesor, y demuestra que la geofísica necesita una nueva base teórica.»
Había mucho escrito sobre las anomalías locales de gravedad, la peculiar estructura geológica, la inexplicable inversión de la temperatura en profundidades de ocho a veinte kilómetros, la extraña profundidad subterránea de toda la región, y agregaban una explicación incompleta que fortalecía el comentario original de Gabry-Poussin. Mientras los teóricos reflexionaban, la parte práctica del mundo se había hecho cargo del asunto. El primer pozo hasta Camino Abajo había sido excavado en busca de datos científicos. El segundo, diez veces más ancho, para la explotación comercial. Era un lugar exótico, con capacidad limitada, mucho misterio y siempre con el fantasma del peligro. ¿Qué más se podía pedir para un club privado y escondrijo secreto para los más ricos del mundo?
El ascensor que habían utilizado Rob y Corrie estaba un poco apartado de la entrada principal, al final de la cámara abovedada. Tuvieron que caminar cerca de cien metros por el liso piso de basalto para llegar al punto de entrada oficial. Por encima de ellos pendían grandes candelabros centrales, que recibían energía de los generadores instalados mucho más arriba, en la superficie. Justo antes de llegar al principal punto de recepción, Rob se detuvo y se volvió a Corrie.
—No quiero cometer otro error sobre lo que sabes y lo que no sabes —dijo—. Seguramente has tenido mucha más preparación científica de la que admites, para darte cuenta tan rápido de la relación entre la Araña y los Topos Carboneros. ¿Cuál es tu especialidad?
Corrie le sonrió, con una mirada burlona en los ojos.
—No soy más que un mensajero de Regulo, eso lo sabes. Pero también soy ingeniero diplomado, mi proyecto de graduación se centraba en grandes estructuras espaciales. Y por si crees que la herencia es determinante te diré que hay ingenieros en ambas ramas de mi familia. Pero debes saber algo…
Se interrumpió en medio de la frase, y la sonrisa se le desdibujó. Contrajo los labios, mirando más allá de Rob, hacia la principal zona de recepción de Camino Abajo.
—Perdóname, Rob. Esto es lo que he estado temiendo desde que has sugerido venir a Camino Abajo, pero no esperaba que sucediera apenas llegáramos. Mira a tus espaldas. Ésa es la razón por la que no quería venir a comer aquí. Ahora ya es demasiado tarde para echarse atrás.