PRÓLOGO NOCHE DE DUENDES

La voz volvió a sonar en su oído mientras entraba deprisa en el aeropuerto. Era un hilo de sonido que venía a través del receptor implantado.

«Espero que ya estés en el avión, Julia. Al parecer ha sido la mejor decisión. Yo aún estoy en el laboratorio, pero todas las salidas están cubiertas. Todavía no he podido enviar ningún mensaje por los intercomunicadores normales. Veré si puedo comunicarme con Morrison, que está en el Edificio Dos. Tú sigue adelante y cuídate.»

Dejó de oír la voz de Gregor. Entró en la principal terminal aérea de Christchurch y miró a su alrededor. Eran casi las dos de la madrugada. Había pocos vuelos a esa hora, y muy poca gente. Esto era bueno y malo al mismo tiempo. Podría descubrir a cualquiera que la siguiera, pero quizá no habría nadie para protegerla, a ella y a su carga. Se dirigió con cautela hacia el mostrador y miró el cartel de salidas. Había un vuelo dentro de una hora. Era el que ella quería y no se anunciaba retraso. Se acercó sin prisa al mostrador, donde un empleado joven, con cara de cansado, estaba de guardia.

El muchacho bostezó.

—¿En qué puedo ayudarla, señora?

—¿Tiene una reserva a nombre de Merlin, Julia Merlin?

¿No habría sido un error que Gregor y ella hicieran la reserva bajo su verdadero nombre? Volvió a mirar a su alrededor. El aeropuerto estaba vacío, a excepción de dos muchachos que dormían sobre un banco largo.

—Aquí está. —El empleado introdujo en el ordenador la confirmación del vuelo—. Vuelo 157, transpolar hasta Ciudad del Cabo. Billete para un pasajero, pagado por adelantado. —Miró su abultado vientre y sonrió—. Aunque en realidad es para dos, ¿no?

Ella asintió y se obligó a esbozar una sonrisa.

—Falta un mes. Pero no crea lo que dicen de que un embarazo dura nueve meses. Parece cinco veces más.

Él asentía, sin prestar demasiada atención.

—Embarcan dentro de veinte minutos. El tiempo de vuelo será de tres horas y media. —La miró como pidiendo disculpas—. No es el aparato más rápido en esta ruta, menos de Mach Tres. Los pasajeros que viajan en plena noche no tienen demasiada prisa, supongo. Serán sólo cincuenta a bordo, al menos podrá estirarse y hasta dormir un poco. ¿Equipaje? ¿Factura los dos bultos?

—No. —La respuesta de ella había sido demasiado ansiosa, demasiado rápida—. La maleta sí, pero necesito llevar la caja conmigo. —La apretaba con fuerza contra el pecho, sin poder evitarlo.

—Muy bien. —La miró con ojo experto—. No creo que quepa debajo del asiento, pero es igual, tendrá sitio de sobra en la cabina. —Revisó los papeles que ella le presentaba, controlando las fechas—. Veo que los Laboratorios Antigeria han pagado su pasaje. ¿Trabaja allí?

Un error. Si sus temores eran ciertos, ella y Gregor no deberían haber usado el nombre del laboratorio para reservar los billetes.

—Sí —dijo tragando saliva—. Mi esposo es el director.

Vaciló, preguntándose si debía añadir algo más, pero el joven asentía distraído. Para él, en realidad, no era más que una aburrida conversación mantenida a medianoche por cortesía, no porque sintiera el menor interés por ella. Tomó el billete y se volvió para irse.

—Un momento, señora Merlin.

Se quedó paralizada al sentir la voz del empleado a sus espaldas. Se giró despacio. Él le sonreía, tendiéndole un pedacito de papel amarillo.

—Se olvida de la tarjeta de embarque.

La tomó sin decir una palabra y se dirigió lentamente hacia la puerta. Al pasar por los controles de seguridad, la voz de Gregor comenzó a sonar otra vez en su oído.

«Julia. Julia. No sé si aún puedes oírme, pero es peor de lo que creíamos. He localizado a Morrison en el Edificio Dos; ya ha hecho la primera prueba al otro Duende y está de acuerdo con tu análisis: hay claros indicios de progeria inducida. Hemos hablado durante un momento a través del vídeo, pero la comunicación se ha cortado enseguida.»

La voz llegaba débil y aguda a través del diminuto micrófono, pero ella percibía la tensión.

«Estoy de pie frente a la ventana en este momento —continuaba él—. Hay un incendio en el Edificio Dos y siguen vigilando las salidas. No veo manera de escapar. Tienes que llevar al otro Duende al Laboratorio Carlsberg, para que lo vea McGill.»

Apretó con más fuerza la caja oblonga. En su vientre, el niño se agitó como reacción a la adrenalina que recorría a su madre.

«Intentaré salir de aquí —continuaba la voz de Gregor—. Me llevaré el transmisor, pero no tiene alcance como para comunicarme contigo cuando te alejes algunos kilómetros del aeropuerto. Según nuestro plan, estarás a punto de despegar. Ojalá pudieras confirmármelo de alguna manera. Escucha, hay otras dos cosas que quiero que le digas a McGill. El Duende que ha examinado Morrison murió de la misma manera que el tuyo: exposición al vacío, lo que significa que los dos murieron en el mismo lugar, un compartimiento de avión no presurizado. Morrison ha calculado la edad: alrededor de doce meses. La masa corporal era de cinco kilos y medio. El largo, de menos de medio metro, casi igual al que tienes contigo. Espero que puedas oírme. Aún no tenemos idea de cómo pudieron llegar al laboratorio, pero ahora estoy seguro de que murieron hace unos dos días, no más.»

Julia Merlin atravesaba la zona de embarque y se dirigía al túnel que conectaba con la nave. Vio que el auxiliar de vuelo le sonreía y hacía un gesto hacia la caja que ella llevaba. Negó con la cabeza, caminó hasta su asiento y se acomodó. La voz de Gregor había cesado. Se inclinó hacia adelante e intentó meter la caja oblonga debajo del asiento, pero no entraba. Estirarse más le costaba un gran esfuerzo. Se incorporó, jadeando ante la súbita punzada de dolor.

—Ahí no va a entrar, señora —dijo el auxiliar de vuelo. Estaba de pie junto a ella, tendiéndole la mano—. Permítame ponerlo atrás, donde hay más sitio. No, no se moleste —agregó cuando ella hizo ademán de ponerse de pie—. Mire, ¿ve aquel hueco atrás? La guardaré allí.

Tomó la caja de sus manos y la llevó a la parte trasera del avión. Julia giró en el asiento, siguiendo la maleta con la mirada hasta verla en lugar seguro. Gregor hablaba otra vez, pero la voz era casi ininteligible por la interferencia.

«…Llegar al piso más bajo… junto al farol de la calle… otra vez…»

El creciente ruido de los motores ahogó sus últimas palabras. El avión, ancho y chato, comenzó a coger velocidad. Hubo una súbita aceleración que la apretó contra el respaldo del asiento. Despegaron enseguida y comenzaron a subir con una inclinación de unos treinta grados, hasta llegar a los veintisiete mil metros de altura y a una velocidad de crucero superior a la de Mach Dos.

Julia se recostó en el asiento, exhausta. No podía tranquilizarse, pero el agotamiento físico y mental comenzaba a mostrar sus efectos. Permaneció allí recostada mientras la nave llegaba a la altura fijada y comenzaba su gran ruta circular hacia Ciudad del Cabo. El dolor que sintió cuando se estiró en el asiento no se le había ido del todo. Era un dolor sordo en el vientre, que de vez en cuando se convertía en una especie de calambre. Pero había escapado. Aquello, fuera lo que fuese, que Gregor temía tanto ya no podía alcanzarla.

Una hora después se acercaban a Commonwealth Bay, en la costa de la Antártida. La voz del piloto acababa de decir por los altavoces que estaban a punto de sobrevolar el polo sur magnético. La violenta explosión en el compartimiento trasero del avión ahogó sus palabras.

El ordenador de a bordo hizo lo que pudo. Milésimas de segundo después de que la presión interna descendiera a menos de un cuarto de atmósfera, se enviaron señales de radio a los Satélites de Búsqueda y Rescate que vigilaban la Tierra constantemente desde una órbita polar baja. Al mismo tiempo, el ordenador estimó el daño causado en la estructura de la nave y decidió que era imposible descender. La bomba puesta en la bodega había destruido por completo el ensamblaje trasero. Tres pasajeros que iban sentados en la parte de atrás fueron arrancados de la nave por la presión aerodinámica. Con ellos se había ido la caja oblonga de Julia Merlin con el cuerpo del Duende dentro. Los pasajeros y la caja cayeron juntos hacia las oscuridades del Océano Antártico.

El ordenador consideró la zona que ocupaban los restantes pasajeros, calculó una probabilidad máxima de supervivencia para el grupo y cerró las puertas traseras de emergencia y las que cruzaban la cabina. Tres tripulantes quedaron atrapados más allá de las puertas.

El oxígeno reservado para casos de emergencia llenó la parte delantera de la cabina. El plástico de las puertas de emergencia se hinchaba bajo la presión, pero resistió. Cuatro segundos después de la explosión, la atmósfera volvió a ser respirable. Mientras los pasajeros restantes aspiraban a bocanadas el oxígeno y se apretaban los oídos intentando aliviar el espantoso dolor producido por los súbitos cambios de presión, el ordenador comenzó la Fase Dos.

Las superficies traseras de control habían desaparecido. El ordenador cortó toda la potencia de vuelo, lanzó la unidad de reactor nuclear una fracción de segundo antes de que pudiera hacerlo el capitán, y envió un lugar estimado de aterrizaje al Sistema de Búsqueda y Rescate.

El paracaídas de freno trasero también se había perdido. La velocidad de impacto, incluso desplegando el freno delantero, sería demasiado alta. El ordenador orientó todos los alerones para disminuir la velocidad de descenso. Se preparó para desplegar el paracaídas de freno delantero y dispuso las bolsas de aire para que se soltaran un instante antes del impacto contra el suelo. La nave caería en tierra, a dos mil metros por encima del nivel del mar, sobre el casquete polar. El Satélite de Búsqueda y Rescate también calculó una trayectoria y envió una confirmación del punto de llegada estimado. Ya se habían dirigido mensajes a los equipos de tierra del Sistema de Búsqueda y Rescate más cercanos, indicándoles el número de pasajeros y tripulantes, edades y estados físicos.

No hubo tiempo de pensar en nada. Julia Merlin y los otros pasajeros yacían recostados en sus asientos, indefensos, mientras la nave caía como una piedra a través del largo día de un noviembre antártico. La caída desde veintisiete mil metros con el freno desplegado duró seis minutos; lo suficiente como para volver a respirar, a desesperarse, y por fin a tener esperanzas.

Casi lo lograron. Si el impacto hubiera sido sobre nieve virgen en vez de sobre hielo duro y compacto, el avión habría quedado intacto. Pero se abrió a lo largo, arrojando a algunos de los pasajeros y artefactos sobre la dura superficie. Las bolsas de aire habían amortiguado bastante el golpe, de modo que los pasajeros más afortunados se encontraron atontados pero ilesos dentro del avión destrozado, que avanzó todavía deslizándose y dando tumbos para detenerse al pie de una escarpada colina de hielo.

Julia Merlin fue uno de los desafortunados. La parte del avión donde estaba recostada se prensó verticalmente cuando el ala derecha cayó y la nave rodó sobre ese costado. Una abrazadera de metal del techo de la cabina cayó sobre ella, la alcanzó en la frente y la arrojó fuera del avión. Su cuerpo se deslizó durante unos cuatrocientos metros hasta que los restos de la nave detuvieron su caída.

Su cuerpo, en parte protegido por los restos de la bolsa de aire, quedó boca arriba, sangrando sobre el hielo. Los lóbulos frontal y parietal del cerebro fueron comprimidos hasta convertirse en una pulpa gris supurante a causa del impacto contra la abrazadera de metal. La ropa había sido arrancada al salir disparada de la cabina. Pero no estaba muerta. La parte más primaria de su cerebro aún funcionaba. De alguna manera, el proceso ya comenzado cuando subió al avión continuó. A la pálida luz del sol de medianoche, el ritmo inmemorial del parto se aceleró en el cuerpo inconsciente de Julia Merlin.

Pronto apareció la cabeza, desnuda a la luz del largo día. Para una zona alta en el casco polar, la temperatura era moderada. El recién nacido salía a una atmósfera a treinta grados bajo cero y una brisa que hacía descender la temperatura diez grados más. Los muslos de Julia Merlin ofrecían escasa protección.

El Equipo de Búsqueda y Rescate salió de Porpoise Bay apenas recibida la petición de auxilio. Llegaron a gran velocidad al lugar del accidente, lo sobrevolaron y enseguida encontraron los restos del avión. Primero atendieron a los pasajeros que seguían dentro del avión. Luego el equipo se dispersó por el hielo, en busca de otros supervivientes.

El cuerpo de Julia Merlin fue el último que hallaron. Pero a pesar de eso, estuvieron a punto de llegar a tiempo.

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