Al día siguiente Dalgliesh subió a Toynton Grange con intención de explicarle a Wilfred que tenía que quedarse en Villa Esperanza hasta que terminara el juicio, así como de pagarle una renta simbólica. Lo encontró solo en el despacho. Sorprendentemente, no había rastro de Dot Moxon. Wilfred estaba estudiando un mapa de Francia que tenía extendido sobre la mesa, una esquina de la cual estaba ocupada por un fajo de pasaportes sujetos con una goma. Apenas parecía escuchar lo que le decía su huésped. «La investigación. Sí, claro», repuso como si fuera un compromiso olvidado, y volvió a inclinarse sobre el mapa. No nombró la muerte de Maggie y las ceremoniosas palabras de pésame de Dalgliesh fueron recibidas con frialdad, como si fueran de mal gusto. Parecía que desligándose de Toynton Grange se hubiera eximido también de toda responsabilidad, incluso de todo interés. Ahora ya no quedaban más que sus dos obsesiones, el milagro y la peregrinación a Lourdes.
El inspector Daniel y el laboratorio forense trabajaban de prisa. El juicio se celebró exactamente una semana después de la muerte de Maggie, una semana durante la cual los habitantes de Toynton Grange parecían tan decididos a no interponerse en el camino de Dalgliesh como él a evitarlos. Nadie, ni siquiera Julius, demostró inclinación alguna a hablar de la muerte de Maggie. Era como si ahora sólo lo vieran en cuanto policía, un intruso inoportuno de incierta filiación, un espía en potencia. Cada mañana se marchaba de Toynton en coche y regresaba cada noche en medio del silencio y la oscuridad. Ni las actividades policiales ni la vida de Toynton Grange lo alcanzaban. Proseguía su diaria e impulsiva exploración de Dorset como un preso de permiso y esperaba con ansiedad que llegara el día del juicio, la liberación definitiva.
Y por fin llegó. Ninguno de los pacientes de Toynton Grange asistió, a excepción de Henry Carwardine, sorprendentemente, pues no había sido llamado a declarar. Mientras los asistentes se congregaban en reverentes grupitos murmuradores ante el juzgado en la habitual espera desorganizada que sigue a los rituales públicos más sombríos, Carwardine acercó la silla con vigorosos movimientos de los brazos adonde estaba Dalgliesh. Parecía eufórico.
– Este ceremonial de atar cabos legales sueltos no es tan novedoso para usted como para mí. Pero en este caso ha sido muy interesante. Menos fascinante en los aspectos técnicos y forenses que el de Holroyd, pero con mayor interés humano.
– Parece usted un experto en juicios.
– Si continuamos así en Toynton Grange, pronto lo seré. Helen Rainer ha sido la estrella de hoy. Ese extraordinario traje y ese sombrero que se ha puesto supongo que debían de ser el uniforme de la enfermera oficial. Una lección muy sensata. El cabello recogido, ni un vestigio de maquillaje, un aire general de abnegada profesionalidad. «Quizá la señora Hewson creía que había algo entre su esposo y yo, pero tenía demasiado tiempo para pensar. Naturalmente, el doctor Hewson y yo colaboramos estrechamente. Tengo una gran opinión de su manera de ser y de su competencia, pero nunca ha habido algo incorrecto entre nosotros. El doctor Hewson era fiel a su esposa.» ¡Nada incorrecto! Jamás había pensado que se usara realmente esa expresión.
– En los juicios sí -dijo Dalgliesh-. ¿Cree usted que la ha creído el jurado?
– Yo creo que sí, ¿usted no? Es difícil imaginarse a nuestra dama de la Cruz Roja vestida como esta tarde de jamete gris, bueno, gabardina, mística y maravillosa, retozando entre las sábanas. Creo que ha hecho bien en admitir que Hewson y ella pasaron la hora de meditación juntos en su habitación explicando que ello se debía a que ambos habían decidido ya y no podían permitirse desperdiciar una hora dándole vueltas a lo mismo con tantos asuntos profesionales que tratar como tenían.
– Tenían que arriesgarse a proporcionarse una coartada a cambio de poner en peligro su reputación. En general, han hecho bien.
Henry hizo girar la silla de ruedas con agresiva exuberancia.
– Pero ha dejado bastante perplejos a los honrados jurados de Dorset. Se les notaba lo que estaban pensando: Si no son amantes, ¿por qué estaban encerrados juntos? Pero, si estaban juntos, Hewson no pudo matar a su esposa. No obstante, de no ser amantes, no tenía motivo para matarla. Y si tenía motivo, ¿por qué admitir que estaban juntos? Evidentemente, para proporcionarle coartada a él. Pero no hubiera necesitado coartada de no tener el motivo de siempre. Y teniendo motivo, era lógico que la chicha y él estuvieran juntos. Desconcertante.
– ¿Qué le ha parecido la actuación de Hewson? -preguntó Dalgliesh, divertido.
– También lo ha hecho bien. No con la misma competencia e imparcialidad profesional de usted, querido comandante, pero tranquilo, sincero y con la natural aflicción valientemente dominada. Muy sensato por su parte admitir que Maggie deseaba desesperadamente que dejara Toynton Grange pero que él sentía una obligación para con Wilfred, «que me dio trabajo cuando no me resultaba fácil encontrar empleo». Sin mencionar, claro, que había sido expulsado del colegio de médicos. Y nadie ha tenido la falta de tacto necesaria para aclararlo.
– Y tampoco nadie ha tenido la falta de tacto necesaria para insinuar que Helen y él podían estar mintiendo sobre su relación.
– ¿Qué esperaba? Lo que sabe la gente y lo que pueden demostrar legalmente, o lo que se atreven a declarar en un tribunal de justicia, son dos cosas distintas. Además, debemos proteger a toda costa a nuestro querido Wilfred de los peligros de la verdad. No, a mí me ha parecido que ha ido muy bien. Suicidio por desequilibrio mental transitorio, etc., etc. ¡Pobre Maggie! Estigmatizada como una zorra egoísta en busca de placer, adicta a la botella, sin comprender la dedicación de su marido a la noble profesión y ni siquiera capaz de mantener un hogar acogedor para él. La insinuación de Court en el sentido de que podía haber sido una muerte accidental, una comedia que se salió de madre, no ha merecido el crédito del jurado, ¿verdad? Han llegado a la conclusión de que una mujer que se bebía casi una botella entera de whisky, cogía una cuerda y escribía una carta de despedida llevaba la comedia demasiado lejos y le han hecho el cumplido de creer que pretendía hacer lo que hizo. Me ha parecido que el experto forense ha sido muy estricto en su opinión, dada la naturaleza fundamentalmente subjetiva del examen del documento. Parece que no le queda duda alguna de que Maggie lo escribió.
– Las primeras cuatro líneas, que son las únicas sobre las que se ha atrevido a pronunciarse. ¿Qué le ha parecido el veredicto?
– Bueno, estoy de acuerdo con Julius. Ella pretendía que la bajaran a tiempo en medio del alboroto general. Pero con una botella de whisky en el cuerpo no pudo siquiera representar su propia resurrección. Julius me hizo una descripción gráfica del drama de Villa Caridad, con el impresionante debut de Helen en el papel de lady Macbeth:
«Dadme la jeringuilla. Los durmientes y los muertos
no son sino lienzos; es el ojo infantil
el que teme al diablo pintado».
El rostro y la voz de Dalgliesh eran totalmente inexpresivos cuando dijo:
– Muy entretenido para los dos. Es una lástima que Court no estuviera tan frío en aquel momento, quizás hubiera resultado útil en lugar de comportarse como un mariquita histérico.
Henry sonrió, satisfecho por haber provocado la respuesta deseada.
– ¿Así que no le resulta simpático? Y sospecho que tampoco se lo resultaba a su amigo de las órdenes sagradas.
– Ya sé que no es asunto mío -dijo Dalgliesh impulsivamente-, pero ¿no es hora ya de que se vaya de Toynton Grange?
– ¿Que me vaya? ¿Adónde sugiere?
– Debe de haber otros sitios.
– El mundo está lleno de sitios. Pero, ¿qué cree usted que podría hacer, ser o esperar yo en ellos? Lo cierto es que en una ocasión sí pensaba marcharme, pero era un sueño de lo más iluso. No, me quedo. Ridgewell tiene la profesionalidad y la experiencia que le faltan a Anstey. En otro sitio podría estar peor aún. Además, Wilfred también se quedará y yo estoy en deuda con él. Entre tanto, cuando haya terminado esta formalidad, todos podremos descansar y mañana emprender el viaje a Lourdes en paz. Debería usted venir con nosotros, Dalgliesh. Lleva tanto tiempo aquí que me hace pensar que le gusta nuestra compañía. Además, me parece que la convalecencia no le ha servido de mucho. ¿Por qué no viene a Lourdes a ver si le hace bien el olor a incienso y el cambio de aires?
El autobús de Toynton Grange, conducido por Philby, se había detenido junto a ellos y estaba descendiendo la rampa posterior. Dalgliesh observó en silencio cómo Eric y Helen se separaban de Wilfred, agarraban simultáneamente las empuñaduras y empujaban a Henry con energía hacia el autobús. La rampa ascendió. Wilfred ocupó su lugar junto a Philby y el vehículo de Toynton Grange desapareció de la vista.
El coronel Ridgewell y los demás directivos llegaron después del almuerzo. Dalgliesh contempló cómo se detenía el coche y el grupo de sombría vestimenta desaparecía en la casa. Luego salieron y se dirigieron a pie, acompañados de Wilfred, hacia el mar. A Dalgliesh le sorprendió un poco que Eric y Helen fueran con ellos pero no Dorothy Moxon. Alcanzaba a ver cómo el viento agitaba el cabello canoso del coronel mientras se detenía y hacía oscilar el bastón en amplios movimientos explicativos o conferenciaba con el grupito, que rápidamente se cerraba en torno de él. Sin duda desearían ver las casitas, pensó Dalgliesh. Bueno, Villa Esperanza estaba lista. Las estanterías estaban vacías y sin polvo, los cajones de embalaje atados y etiquetados esperando al transportista, la maleta preparada a excepción de las pocas cosas que precisaba aquella última noche. Sin embargo, no deseaba participar en presentaciones ni charlas insustanciales.
Cuando el grupo por fin giró sobre sus talones y se encaminó a Villa Caridad, él se metió en el coche y se marchó, sin destino fijo, sin objetivo concreto, sin otra intención que alejarse en la noche.
El día siguiente amaneció bochornoso, propicio a los dolores de cabeza. El cielo era un manchado toldo blanco cargado de lluvia por derramar. Estaba previsto que el grupo en peregrinación partiera a las nueve, y a las ocho y media Millicent Hammitt irrumpió en Villa Esperanza sin llamar a la puerta para despedirse. Llevaba un traje chaqueta de tweed azul grisáceo que le sentaba fatal con una chaquetilla corta cruzada, una blusa en un tono azul más subido y discordante adornada con un extravagante broche en el cuello, unos toscos zapatos y un sombrero de fieltro gris calado por encima de las orejas. Soltó una voluminosa maleta y un bolso a sus pies, se puso un par de guantes de algodón color tostado y alargó la mano. Dalgliesh dejó la taza de café y sintió cómo le agarraban la mano derecha en un avasallador apretón.
– Adiós, comandante. Es extraño pero no hemos llegado a acostumbrarnos a llamarnos por el nombre de pila. Tengo entendido que cuando regresemos ya se habrá marchado, ¿no es así?
– Pienso regresar a Londres esta misma mañana.
– Espero que haya disfrutado de su estancia. Al menos ha sido movida. Un suicidio, una muerte natural y el fin de Toynton Grange como institución independiente. No puede haberse aburrido.
– Y un intento de asesinato.
– ¿Wilfred en la torre en llamas? Parece el título de una obra de teatro de vanguardia. Yo siempre he tenido mis dudas sobre ese suceso en concreto. En mi opinión, el incendio lo provocó el propio Wilfred para justificar el abandono de sus responsabilidades. Seguro que también a usted se le ha ocurrido esa explicación.
– A mí se me han ocurrido varias explicaciones, pero ninguna tenía mucho sentido.
– En Toynton Grange pocas cosas lo tienen. Bueno, la vieja orden ha cambiado y ha dado paso a la nueva. Dios se manifiesta de muchas maneras. Al menos eso hemos de esperar.
Dalgliesh le preguntó si tenía algún plan.
– Me quedaré en la casita. El acuerdo de Wilfred estipula que estoy autorizada a vivir allí de por vida, y, se lo aseguro, tengo intención de morir a mi propia conveniencia. Naturalmente, no será lo mismo sabiendo que la finca está en manos de extraños.
– ¿Qué piensa su hermano del traspaso? -preguntó Dalgliesh.
– Se siente aliviado. Esto es lo que había planeado, ¿no? No sabe dónde se está metiendo, claro. Ah, y no ha traspasado esta casita a Ridgewell. Continuará siendo suya y piensa venirse a vivir aquí después de convertirla en algo más cómodo y civilizado. También se ha ofrecido para trabajar en Toynton Grange en el puesto en que los nuevos dueños estimen que pueda ser más útil. Si se imagina que lo van a dejar seguir de director, se va a llevar un buen chasco. Tienen planes propios y dudo que incluyan a Wilfred, aunque hayan accedido a satisfacer su vanidad poniéndole su nombre a la residencia. Supongo que Wilfred se imagina que todo el mundo lo tendrá por el benefactor y propietario original. Yo le aseguro que no será así. Ahora que la escritura de cesión, o lo que sea, está firmada y el Ridgewell Trust es el verdadero propietario, Wilfred cuenta tan poco como Philby, probablemente menos. Y es culpa de él. Debería haberlo vendido totalmente.
– ¿No hubiera sido eso incumplir una promesa?
– ¡Supersticiones! Si Wilfred quería disfrazarse de monje y comportarse como un abad medieval, debería haber solicitado el ingreso en un monasterio. Uno anglicano hubiera sido perfectamente respetable. La peregrinación semestral continuará, por supuesto. Es una de las condiciones de Wilfred. Lástima que no venga usted con nosotros, comandante. Nos alojamos en una pensión muy agradable. Es bastante barata y dan muy bien de comer. Lourdes es un sitio muy animado. Un buen ambiente. No voy a decir que no hubiera preferido que a Wilfred le sucediera el milagro en Cannes, pero hubiera podido ser peor. Hubiera podido curarse en Blackpoll. -Se detuvo junto a la puerta y se volvió para decir-: Supongo que el autobús se detendrá para que los demás se despidan de usted. -Lo dijo como si le estuvieran otorgando un privilegio.
Dalgliesh dijo que iría con ella a Toynton Grange y se despediría allí. Había encontrado un libro de Henry Carwardine en un estante del padre Baddeley y deseaba devolvérselo. También tenía que devolver la ropa de cama y unas latas de comida que le habían sobrado y que seguramente les vendrían bien en Toynton Grange.
– Ya llevaré yo las latas más adelante. Déjelas aquí mismo. Y la ropa de cama puede devolverla en cualquier momento. La puerta está siempre abierta. De todas maneras, Philby regresará en seguida. Sólo va a llevarnos al puerto y una vez hayamos embarcado volverá para ocuparse de la casa, dar de comer a Jeoffrey y, claro, a las gallinas. Echan mucho de menos la ayuda de Grace con las gallinas, aunque cuando estaba viva a nadie le parecía muy útil. Y no sólo son las gallinas. Ahora no encuentran la lista de amigos. En realidad, esta vez Wilfred quería que se quedara Dennis. Tiene una de sus migrañas y está más pálido que la muerte, pero no hay quien convenza a Dennis de que se pierda una peregrinación.
Dalgliesh anduvo hasta la casona con ella. El autobús estaba parado ante la puerta y los pacientes ya habían subido. El grupito patéticamente reducido tenía un extraño aspecto de falsa jovialidad. La primera impresión que sus variopintos atuendos le dieron a Dalgliesh era que se proponían emprender actividades dispares. Henry Carwardine, con una chaqueta de tweed con cinturón y un sombrero de cazador, parecía un caballero eduardino que fuera a la caza del urogallo; Philby con un chocante traje de etiqueta oscuro, cuello duro y corbata negra, era un empleado de la funeraria cargando un coche fúnebre; Ursula Hollis se había vestido con todos los aditamentos de una inmigrante paquistaní y su única concesión al clima inglés era una chaqueta defectuosamente cortada de pieles de imitación; Jennie Pegram, con una larga pañoleta azul en la cabeza, aparentemente se proponía encarnar a Sainte-Bernadette; Helen Rainer, vestida igual que en el juicio, era una carcelera a cargo de un grupo de impredecibles delincuentes que se había acomodado ya junto a la cabecera de la camilla de Georgie Alian. El chico tenía un brillo enfebrecido en los ojos y su charla frenética llegaba hasta Dalgliesh. Llevaba una bufanda de lana a rayas azules y blancas y abrazaba un inmenso oso de peluche con el cuello adornado con una cinta azul celeste y lo que a Dalgliesh le pareció una medalla de peregrinación. El grupo podía haber sido una extraña mezcla de aficionados camino de un partido de fútbol pero que no esperaran la victoria del equipo de casa, pensó Dalgliesh.
Wilfred revoloteaba de buen humor en torno de lo que quedaba del equipaje. Él, Eric y Dennis Lerner llevaban puestos los hábitos. Dennis parecía muy enfermo; tenía el rostro desfigurado por el dolor y los ojos entrecerrados como si hasta la tenue luz matutina le resultara intolerable. Dalgliesh oyó que Eric le susurraba:
– ¡Por el amor de Dios, Dennis, déjalo y quédate en casa! Ahora que tenemos dos sillas de ruedas menos, podemos arreglárnoslas perfectamente.
La voz aguda de Lerner tenía un tinte de histeria.
– En seguida me pondré bien. Ya sabes que nunca me dura más de veinticuatro horas. ¡Déjame en paz, por favor!
Finalmente se cargó el instrumental médico, bien envuelto, se levantó la rampa, se cerró la puerta posterior y emprendieron la marcha. Dalgliesh agitó la mano en respuesta a los frenéticos saludos y contempló cómo el autobús de vivos colores avanzaba lentamente por el camino a la manera de un vulnerable juguetito infantil. Le sorprendió y entristeció un poco que fuera capaz de sentir tanta lástima por aquellas personas después de haberse propuesto no dejarse afectar. Siguió mirando hasta que el autobús ascendió la cuesta del valle y desapareció por fin al rebasar la cima del promontorio.
Ahora todo estaba desierto, Toynton Grange y las casitas se hallaban oscuras y vacías bajos el plomizo cielo. Durante la última media hora había oscurecido. Antes del mediodía estallaría una tormenta. Ya le dolía la cabeza con la premonición del trueno. En el promontorio reinaba la calma anticipatoria de un terreno escogido como campo de batalla. Apenas alcanzaba a oír el golpeteo del mar, que no era tanto un ruido como una vibración del denso aire, una tenebrosa amenaza de cañones lejanos.
Inquieto y perversamente reacio a marcharse ahora que por fin era libre de hacerlo, se acercó a la verja para recoger el periódico y el correo. Evidentemente, el autobús se había detenido y se habían llevado las cartas de Toynton Grange, pues no había más que el The times del día, un sobre amarillento de aspecto oficial para Julius Court y otro cuadrado dirigido al padre Baddeley. Se metió el periódico debajo del brazo, rasgó el resistente sobre forrado y comenzó a leer su contenido mientras echaba a andar. La carta estaba escrita con letra firme y masculina; la dirección del membrete correspondía a un deanato de la región central. El remitente lamentaba no haber contestado antes a la carta del padre Baddeley, pero se la habían hecho llegar a Italia, donde había estado todo el verano haciendo una sustitución. Después de las preguntas convencionales, la metódica relación de las novedades familiares y diocesanas, los rutinarios y predecibles comentarios sobre los asuntos públicos, venía la respuesta al misterio de la llamada del padre Baddeley:
«Fui inmediatamente a ver su joven amigo Peter Bonnington, pero hacía ya varios meses que había fallecido. Lo lamento muchísimo. Dadas las circunstancias, no parecía lógico indagar si estaba contento en la nueva residencia o si de verdad había querido marcharse de Dorset. Espero que el amigo que tenía en Toynton Grange pudiera ir a verlo antes de que muriera. En cuanto al otro problema, creo que no puedo ofrecerle mucha orientación. Nuestra experiencia en una diócesis donde, como sabe, tenemos un interés especial en los criminales jóvenes nos enseña que proporcionar alojamiento a ex presidiarios, ya sea en forma de residencia benéfica o de albergue autofinanciado, requiere mucho más capital del que posee usted. Seguramente, podría comprar una casita, incluso a los precios que corren, pero para empezar necesitaría al menos dos empleados con experiencia y tendría que financiar la empresa hasta que comenzara a funcionar por sí sola. Sin embargo, hay varios establecimientos y organizaciones que recibirían con mucho agrado su ayuda. Desde luego, no podría hallar mejor destino para su dinero, si ha decidido, como parece, que no debe ir a parar a Toynton Grange. Creo que he hecho bien avisando a su amigo policía y estoy seguro de que él le aconsejará debidamente».
Dalgliesh casi soltó una risotada. Aquél era un fin irónico y muy adecuado para su fracaso. ¡Así era como había empezado! Nada siniestro habría detrás de la carta del padre Baddeley, ninguna sospecha criminal, ninguna conspiración, ningún homicidio oculto. Simplemente deseaba, pobre anciano inocente y sencillo, consejo profesional para comprar y dotar de equipo y personal un albergue para jóvenes ex presidiarios con diecinueve mil libras. Dada la cotización de la propiedad y el nivel de inflación, lo que necesitaba era un genio de las finanzas. Pero había escrito a un policía, seguramente al único que conocía. Había escrito a un experto en muertes violentas. Y, ¿por qué no? Para el padre Baddeley, todos los policías eran fundamentalmente iguales, experimentados en el crimen y los criminales, dedicados a la prevención lo mismo que a la detección. «Y yo -pensó Dalgliesh con amargura- no he hecho ninguna de las dos cosas.» El padre Baddeley buscaba consejo profesional, no consejo sobre cómo enfrentarse al mal. En ese terreno tenía directrices propias e infalibles; ése era su terreno. Por alguna razón desconocida, casi con seguridad asociada al traslado de Peter Bonnington, Toynton Grange lo había defraudado. Buscaba consejo sobre qué otro destino dar a su dinero. «Qué típico de mi propia arrogancia -pensó Dalgliesh- suponer que pretendía otra cosa de mí.»
Se metió la carta en el bolsillo de la chaqueta y continuó andando mientras miraba por encima del periódico doblado, en el cual un anuncio destacaba con la misma claridad que si estuviera subrayado; unas palabras conocidas saltaban del texto:
«Toynton Grange. Deseamos poner en conocimiento de todos nuestros amigos que desde el día de nuestro regreso de la peregrinación de octubre pasaremos a formar parte de la numerosa familia del Ridgewell Trust.
Continúen teniéndonos presentes en sus oraciones en esta época de cambio. Puesto que nuestra lista de amigos se ha extraviado desafortunadamente, rogamos a todos aquellos que deseen seguir en contacto con nosotros que nos escriban lo antes posible.
Wilfred Anstey, director.»
¡Claro! La lista de los amigos de Toynton Grange, inexplicablemente extraviada desde el fallecimiento de Grace Willison, los sesenta y ocho nombres que Grace se sabía de memoria. Se detuvo bajo el cielo amenazador y volvió a leer el anuncio. La excitación se apoderó de él con la misma violencia física que un retortijón de estómago, un enardecimiento de la sangre. Supo con inmediata y sobrecogedora certeza que allí le esperaba el cabo de la enredada madeja. Tirando suavemente de aquel dato, la hebra comenzaría a salir milagrosamente libre.
Si Grace Willison había sido asesinada, como se resistía a dejar de creer, pese al resultado de la autopsia, era porque sabía algo. Debía de ser una información vital, un conocimiento que sólo ella poseía. No se mataba simplemente para silenciar sospechas intrigantes pero imposibles de demostrar sobre dónde había estado el padre Baddeley la tarde de la muerte de Holroyd. Había estado en la torre negra. Dalgliesh lo sabía y podía demostrarlo; es posible que Grace Willison también lo supiera. Pero la cerilla partida en pedacitos y el testimonio de Grace Willison juntos nada podían demostrar. Una vez muerto el padre Baddeley, lo peor que se podía hacer era señalar que resultaba extraño que el anciano no hubiera visto a Julius Court andar por el promontorio. Dalgliesh se imaginaba la sonrisa despectiva y sardónica de Julius. Un anciano enfermo y cansado sentado con su libro junto a la ventana que se abría al este. ¿Quién podía afirmar que no había dormido varias horas antes de emprender el regreso a Toynton Grange por el promontorio mientras en la playa que no alcanzaba a ver el grupo de rescate se afanaba con la carga? Una vez muerto el padre Baddeley y silenciado su testimonio, ninguna fuerza policial del mundo volvería a abrir el caso sobre la base de una prueba de segunda mano. El mayor daño que podía haberse hecho Grace Willison a sí misma era revelar que Dalgliesh no estaba tan sólo recuperándose en Toynton Grange, que él también sospechaba. Esa revelación podía haber hecho oscilar la balanza de la vida a la muerte. Podía haberse vuelto demasiado peligrosa para seguir viviendo. No porque supiera que el padre Baddeley había estado en la torre negra la tarde del 12 de septiembre, sino porque poseía información más concreta, más valiosa. Sólo existía una lista de distribución del boletín, y ella se la sabía de memoria. Julius estaba presente cuando lo dijo. La lista podía romperse, quemarse, destruirse, pero sólo había una manera de borrar los sesenta y ocho nombres de la cabeza de una frágil mujer.
Dalgliesh redobló el paso. Se sorprendió prácticamente corriendo. El dolor de cabeza casi había desaparecido milagrosamente pese al plomizo cielo y al aire denso que presagiaba tormenta. Había que cambiar la metáfora, trillada pero cierta. En aquella tarea no era la última pieza del rompecabezas, la más fácil, la que tenía más importancia. No, era el segmento despreciado, el más pequeño y menos interesante, el que, colocado en su sitio, daba sentido de repente a tantas piezas descartadas. Los colores engañosos, los contornos amorfos y ambiguos se unían para conformar el primer esbozo reconocible del cuadro completo.
Y ahora, con esa pieza colocada, había llegado el momento de mover tentativamente las demás sobre el tablero. De momento había que olvidarse de las pruebas, de los informes de la autopsia y de la certidumbre legal de los veredictos; había que olvidar el orgullo, el miedo al ridículo, la resistencia a involucrarse; había que retroceder al principio fundamental aplicado por cualquier detective de división cuando se olía que algún acto de vileza se interponía en su camino. Cui bono? ¿Vivía alguien por encima de sus posibilidades? ¿Poseía alguien más dinero del que podía justificar? En Toynton Grange había dos personas que respondían a tales características, y ambas estaban relacionadas mediante la muerte de Holroyd: Julius Court y Dennis Lerner. Julius, que había dicho que su respuesta a la torre negra era el dinero y el solaz que podía proporcionar: belleza, ocio, amigos, viajes. ¿Cómo podía un legado de treinta mil libras, por muy bien que se invirtiera, permitirle vivir como vivía? Julius, que ayudaba a Wilfred a llevar la contabilidad y conocía mejor que nadie lo precario de la situación. Julius, que nunca iba a Lourdes porque no era su ambiente, pero que se cercioraba de encontrarse en casa para dar una fiestecita de bienvenida a los peregrinos. Julius, que había demostrado una buena disposición sumamente atípica para ayudar cuando el autobús de la peregrinación sufrió un accidente y se presentó de inmediato, se hizo cargo de las diligencias y compró un autobús nuevo especialmente adaptado para que pudieran realizar los viajes con independencia. Julius, que había aportado la prueba necesaria para apartar a Dennis Lerner de toda sospecha relacionada con el asesinato de Holroyd.
Dot había acusado a Julius de utilizar Toynton Grange. Dalgliesh recordaba la escena que se había desarrollado junto al lecho de muerte de Grace; el estallido de Dot, la mirada incrédula del hombre y la rápida reacción de despecho. Pero, ¿y si utilizara la residencia para un propósito más concreto que satisfacer el insidioso placer de sentirse superior y generoso? Usar Toynton Grange. Usar la peregrinación. Tramar el modo de conservar ambas cosas porque ambas eran esenciales para él.
¿Y Dennis Lerner? Dennis, que se quedaba en Toynton Grange aun cuando le pagaban un salario inferior a lo normal y que, pese a ello, mantenía a su madre en una costosa residencia. Dennis, que se sobrepuso resueltamente al miedo para poder escalar con Julius. ¿Qué mejor oportunidad para encontrarse y hablar en absoluta intimidad sin despertar sospechas? Y qué bien les había venido que Wilfred se arredrara con la cuerda deshilachada y dejara las escaladas. Dennis, que no se perdía una sola peregrinación aunque, como aquel día, apenas se sostuviera en pie a causa de la migraña que lo aquejaba. Dennis, que se encargaba de la distribución de la crema de manos y las sales de baño, que hacía la mayor parte del embalaje.
Ello explicaba la muerte del padre Baddeley. Dalgliesh nunca se había tragado que su amigo hubiera sido asesinado para evitar que le revelara que no había visto a Julius andar por el promontorio la tarde de la muerte de Holroyd. En ausencia de pruebas concluyentes de que el anciano no se había adormilado, aunque fuera un momento, junto a la ventana, una afirmación de que Julius había mentido basada en esa prueba hubiera sido quizá enojosa, pero no peligrosa. Sin embargo, la muerte de Holroyd podía formar parte de una conspiración mayor y más siniestra. En tal caso podía muy bien haberles parecido necesario quitar de en medio -bien sencillamente- a un observador obstinado, inteligente y omnipresente que no podía ser silenciado de otra manera, pues barruntaba la presencia del mal. Se habían llevado al padre Baddeley al hospital antes de que se enterara de la muerte de Holroyd. Pero cuando se enteró debió de percibir el significado de lo que hasta entonces se le había escapado. Lo lógico era que tomara alguna medida. Y la había tomado. Había llamado por teléfono a Londres, a un número que había tenido que buscar en el listín. Había concertado una cita con su asesino.
Dalgliesh continuó andando con paso apresurado, dejó atrás Villa Esperanza y, casi sin decisión consciente previa, se dirigió a Toynton Grange. La pesada puerta principal cedió al empujarla. Percibió nuevamente el acre olor ligeramente intimidatorio que enmascaraba olores más siniestros, menos agradables. Estaba tan oscuro que tuvo que encender la luz inmediatamente. El vestíbulo relumbraba como un plató cinematográfico vacío. El suelo a cuadros blancos y negros resultaba estridente para la vista, como un gigantesco tablero de ajedrez que esperaba que las piezas ocuparan sus puestos.
Recorrió las habitaciones vacías encendiendo las luces. Fue iluminado un cuarto tras otro. Se sorprendió tocando mesas y sillas al pasar como si la madera fuera un talismán, mirando atentamente alrededor con los cautelosos ojos de un viajero que regresara a una casa desierta donde no fuera bienvenido. Su mente continuaba mientras tanto removiendo las piezas del rompecabezas. El ataque a Anstey, el intento final y más peligroso de la torre negra. El propio Anstey lo había interpretado como un último intento de asustarlo para que vendiera. Pero supongamos que el propósito hubiera sido otro, no que se cerrara Toynton Grange, sino asegurar su continuidad. Para ello no había otro camino, dados los menguados recursos de Anstey, que traspasarla a una organización financieramente segura y bien establecida. Y Anstey no había vendido. Vencido por el último y más peligroso ataque a su persona, que no podía ser obra de un paciente y que dejaba intacto su sueño, había donado su herencia. Toynton Grange continuaría. Las peregrinaciones continuarían. ¿Era aquello lo que siempre había pretendido y planeado alguien, alguien que conocía perfectamente la precariedad financiera de la residencia?
La visita de Holroyd a Londres. Era evidente que durante aquel viaje se había enterado de algo, de algo que le había hecho regresar a Toynton Grange inquieto y entusiasmado. ¿Era también algo que le había vuelto demasiado peligroso con vida? Dalgliesh había supuesto que su abogado le habría dicho algo, quizá relacionado con sus propios asuntos financieros o con los de la familia Anstey. Pero la visita al abogado no era el principal propósito del viaje. Holroyd y los Hewson también habían ido al hospital St. Saviour, el hospital donde habían tratado a Anstey. Y allí, además de ver a un especialista con Holroyd, habían ido al departamento de historiales médicos. ¿No había dicho Maggie el día que se conocieron: «Nunca volvió al hospital St. Saviour para que incluyeran en su historial médico la milagrosa cura. Hubiera sido bastante chistoso»? Supongamos que Holroyd se hubiera enterado de algo en Londres, pero no directamente, sino a través de alguna confidencia por parte de Maggie Hewson, hecha, quizá, durante uno de los solitarios ratos que habían pasado juntos al borde del acantilado. Recordaba las palabras de Maggie: «¡Ya he dicho que no lo diré, y no lo diré! Pero si sigues refunfuñando, a lo mejor cambio de opinión». Y luego: «¿Y qué? No era tonto, ¿sabes? Se daba cuenta de que algo pasaba… Está muerto, ¿no? Muerto, muerto, muerto». El padre Baddeley estaba muerto, pero también lo estaba Holroyd. Y Maggie. ¿Qué motivo había para que muriera Maggie, y en ese preciso momento?
Pero aquello era precipitarse demasiado. Todavía no eran más que conjeturas, especulaciones, si bien era cierto que se trataba de la única teoría en la que encajaban todos los datos. Sin embargo, eso nada demostraba.
Todavía no tenía pruebas de que alguna de las muertes de Toynton Grange hubiera sido un asesinato. No obstante, una cosa sí era cierta. Si Maggie no había sido asesinada, la habían convencido inconscientemente de colaborar en su propia muerte.
Advirtió un leve burbujeo y percibió el penetrante olor de grasa y jabón caliente que emanaba de la cocina. La propia cocina olía como la lavandería de un asilo Victoriano. Encima del anticuado fogón de gas hervía a fuego lento un balde de mantelitos. Con las prisas de la partida, Dot Moxon debía de haberse olvidado de apagar el gas. La tela gris se agitaba sobre la pestilente espuma oscura y el quemador estaba salpicado de machas de espumarajos. Apagó el gas y los mantelitos se hundieron en su lóbrego baño. Con el «paf» de la llama que se apagaba, el silencio se hizo más intenso; era como si hubiera extinguido el último vestigio de vida humana.
Se trasladó al taller. Las mesas de trabajo estaban cubiertas de una capa de polvo. Alcanzaba a distinguir la hilera de botellas de polietileno y las latas de sales de baño que esperaban ser tamizadas y empaquetadas. El busto de Anstey modelado por Carwardine todavía estaba en su peana de madera. Lo habían cubierto con una bolsa de plástico blanca atada al cuello con lo que parecía una de las corbatas viejas de Carwardine. El efecto era de lo más siniestro; los nebulosos rasgos faciales bajo la cubierta transparente, las cuencas de los ojos vacías, la afilada nariz que desplazaba el plástico conformaban una imagen tan potente como una cabeza cortada.
En el despacho del extremo del anexo, la mesa de Grace Willison todavía estaba debajo de la ventana septentrional y la máquina de escribir cubierta por la funda gris. Abrió los cajones del escritorio, que estaban como esperaba, inmaculadamente limpios y ordenados: pilas de papel blanco con membrete de Toynton Grange; sobres cuidadosamente clasificados por tamaños; cintas de máquina de escribir; lápices; gomas de borrar; papel carbón en su caja; las hojas de etiquetas adhesivas perforadas en las que escribía los nombres y las direcciones de los amigos. Sólo faltaba la lista encuadernada de los sesenta y ocho nombres y direcciones, una de las cuales correspondía a las proximidades de Marsella. Allí, escrito en aquel librito e impreso en la mente de la señorita Willison había estado el eslabón vital de la cadena de codicia y muerte.
La heroína había viajado mucho antes de ser finalmente introducida en el fondo de una lata de sales de baño en el taller de Toynton Grange. Dalgliesh se imaginaba cada etapa de ese viaje con la misma claridad que si lo hubiera hecho él mismo. Los campos de adormideras de la alta meseta de Anatolia, las abultadas vainas rezumando la lechosa savia; la secreta transformación del opio crudo en morfina base incluso antes de salir de la zona; el largo trayecto en caravana de muías, por ferrocarril, carretera o aire hacia Marsella, uno de los muchos puertos de distribución del mundo; el refinado para convertirla en heroína pura en uno de los múltiples laboratorios clandestinos; y luego, la cita convenida entre la multitud de Lourdes, quizá durante la misa, en la cual el paquete se deslizaría rápidamente en la mano receptora. Recordó cómo había empujado la silla de Henry Carwardine por el promontorio la primera noche que había pasado en Toynton Grange, los gruesos asideros de goma que giraban bajo sus manos. Qué sencillo sería sacar uno, insertar una bolsita en el tubo hueco y pegar con cinta adhesiva la goma al metal. No se tardaría más de un minuto en realizar toda la operación. Y tendrían abundantes oportunidades. Philby no iba a las peregrinaciones. Dennis Lerner se encargaría de las sillas. Para un contrabandista no podía haber modo más seguro de cruzar la aduana que como miembro de una peregrinación reconocida y respetable. Los movimientos subsiguientes serían igualmente infalibles. Los abastecedores habrían de conocer con antelación las fechas de cada peregrinación, de la misma manera que los clientes y distribuidores habrían de ser informados de la llegada de cada cargamento. ¿Qué mejor manera podría haber que a través del santurrón boletín de una organización benéfica respetable, un boletín enviado meticulosa e inocentemente cada trimestre por Grace Willison?
¿Y el testimonio prestado por Julius en un tribunal francés, la coartada de un asesino? ¿Había sido aquello no un forzado dejarse chantajear, no un pago por servicios prestados, sino un pago adelantado por servicios por prestar? ¿O, como había sugerido el informante de Bill Moriarty, le había proporcionado Julius coartada a Michonet sin otro motivo que obtener un perverso placer obstruyendo a la policía francesa, haciendo un favor gratuito a una poderosa familia y causando a sus superiores una gran vergüenza? Seguramente. Es posible que ni esperara ni deseara otra recompensa. Pero, ¿y si se la ofrecían? ¿Si le hacían saber con tacto que cierto artículo podía suministrarse en cantidades estrictamente limitadas de encontrar él una manera de introducirlo en Inglaterra furtivamente? ¿Hubiera podido resistir después la tentación de Toynton Grange y la peregrinación semestral?
Y era tan fácil, tan sencillo, tan infalible… y tan increíblemente rentable… ¿A cuánto iba la heroína? ¿A unas cuatro mil libras la onza? No hacía falta que Julius traficara directamente ni se metiera en complicaciones de distribución, sólo tenía que tratar con un par de agentes de confianza para asegurarse el futuro. Con diez onzas por viaje sacaría lo suficiente para comprar todo el ocio y belleza que pudiera desear. Y con el traspaso al Ridgewell Trust el futuro seguía asegurado. Dennis Lerner conservaría el empleo. Las peregrinaciones continuarían. Habría otras residencias susceptibles de explotación, otras peregrinaciones. Y Lerner estaba por completo en sus manos. Aunque se dejara de enviar el boletín y la residencia ya no hubiera de empaquetar y mandar crema de manos y sales de baño, la heroína seguiría llegando. El sistema de información y distribución era una cuestión menor de logística comparada con el problema fundamental de conseguir que la droga llegara sin contratiempos, fiable y regularmente al puerto.
Sin embargo, aunque todavía no tenía pruebas, con suerte, si estaba en lo cierto, al cabo de tres días las tendría. Podía telefonear ahora a la policía local y dejar en sus manos que contactaran con la brigada antidroga de la central. O, mejor aún, podía telefonear al inspector Daniel y preguntarle si podía pasar a verlo camino de Londres. El secreto era esencial. No debía correr el riesgo de despertar sospechas no haría falta más que una llamada a Lourdes para anular el envío y dejarlo a él sin otra cosa que una mezcolanza de sospechas medio formuladas, coincidencias y acusaciones sin fundamento.
Recordó que el teléfono más próximo estaba en el comedor. Tenía línea externa y vio que había sido conectada con la centralita. Pero cuando levantó el auricular no percibió señal. Sintió la habitual irritación momentánea que lo llevaba a pensar que aquel instrumento a cuyo servicio estamos tan acostumbrados debía ser reducido a una ridícula pelota de plástico y metal, así como que una casa con el teléfono cortado parecía siempre mucho más aislada que otra sin teléfono. Era interesante, quizás incluso significativo, que la línea estuviera cortada. Pero daba lo mismo. Emprendería el viaje con la esperanza de encontrar al inspector Daniel en jefatura. En aquella etapa en que su teoría era poco más que una conjetura no se atrevía a hablar con otra persona. Colgó. Y en ese momento una voz dijo desde la puerta:
– ¿Tiene problemas, comandante?
Julius Court debía de haber entrado en la casa con el sigilo de un gato. Ahora estaba de pie con el hombro apoyado en el marco de la puerta y ambas manos en los bolsillos de la chaqueta. La pose relajada era falsa. Su cuerpo, en equilibrio sobre los dedos de los pies como dispuesto a saltar, estaba en tensión. El rostro que sobresalía del cuello alto del jersey era tan esquelético y anguloso como una talla; los músculos aparecían rígidos bajo la piel sonrojada. Sin parpadear y con un brillo sobrenatural en los ojos, miraba fijamente a Dalgliesh; su mirada tenía la especulativa intensidad de un jugador que observaba girar las bolas.
– Por lo que se ve, no funciona -dijo Dalgliesh con calma-. Da igual, la muchacha sabrá que estoy allí cuando me vea.
– ¿Suele recorrer las casas de los demás para llamar por teléfono? ¿No sabía que el aparato principal está en el despacho?
– Dudo de que hubiera tenido más suerte.
Se miraron silenciosos en el envolvente silencio. Desde el otro extremo de la habitación, Dalgliesh iba siguiendo el hilo de los pensamientos de su adversario con la misma claridad que si se fuera registrando en un gráfico en que la aguja negra trazara la línea de la decisión. No había lucha. Simplemente sopesaba las probabilidades.
Cuando Julius sacó por fin la mano del bolsillo lentamente, Dalgliesh vio casi con alivio la boca de la Luger. La suerte estaba echada. Ahora no cabía echarse atrás, no cabía el fingimiento ni la incertidumbre.
– No se mueva. Soy muy buen tirador -dijo Julius-. Siéntese a la mesa con las manos encima y dígame cómo me ha descubierto. Si no es así, he calculado mal. Morirá, yo tendré que soportar muchos problemas e incomodidades y a ambos nos afligirá saber que después de todo no era necesario.
Dalgliesh se sacó la carta dirigida al padre Baddeley del bolsillo de la chaqueta con la mano izquierda y la impulsó por encima de la mesa.
– ¿Esto le interesará? Ha llegado esta mañana dirigida al padre Baddeley.
Los ojos grises no se apartaron de los de él.
– Lo siento. Seguro que es fascinante pero tengo otras cosas en que pensar. Léamela usted.
– Explica por qué quería verme. No hacía falta que se molestara en escribir los anónimos ni es destruir su diario. Su problema nada tenía que ver con usted. ¿Para qué matarlo? Estaba en la torre cuando murió Holroyd; sabía perfectamente que no se había dormido, que usted no había pasado por la cima del promontorio, pero, ¿era eso lo suficientemente peligroso para cargárselo?
– En manos del padre Baddeley, sí. El viejo tenía un arraigado instinto para lo que él llamaba «el mal». Eso quería decir que abrigaba arraigadas sospechas de mí, sobre todo de lo que él consideraba la influencia que yo ejercía sobre Dennis. Representábamos nuestra comedia particular en un nivel que no creo que reconocieran los procedimientos de la policía metropolitana. Sólo podía tener un final. Me telefoneó a mi piso de Londres desde el hospital tres días antes de que lo dieran de alta y me pidió que fuera a verlo el 26 de septiembre después de las nueve. Fui preparado. Vine de Londres en coche y lo dejé en la hondonada que hay detrás del muro de piedra de la carretera de la costa. Cogí un hábito del despacho mientras estaban cenando y me fui andando a Villa Esperanza. Si me hubiera visto alguien, hubiera tenido que cambiar de plan. Pero nadie me vio. Estaba sentado solo junto a las brasas esperándome. Creo que al cabo de un par de minutos de entrar ya supo que iba a matarlo. Ni siquiera parpadeó de sorpresa cuando le puse el plástico contra la cara. Plástico, ¿se ha fijado usted? Así no dejaría hilos delatores en la nariz ni en la garganta. Y no es que Hewson se hubiera dado cuenta pobre idiota. El diario estaba encima de la mesa y lo cogí por si había anotado algo incriminatorio. Y menos mal. Descubrí que tenía el tedioso hábito de registrar con precisión dónde había estado y cuándo. Pero no rompí la cerradura del escritorio. No me hizo falta. Ese pecadillo puede atribuírselo a Wilfred. Debía de morirse de ganas de echarle la vista encima al testamento del viejo. Ah, yo no encontré su postal, y sospecho que Wilfred no miró más una vez hubo encontrado el testamento. Seguramente, el viejo la rompería. No le gustaba guardar chucherías. Después volví al coche y dormí allí con cierta incomodidad. A la mañana siguiente salí a la carretera de Londres y llegué cuando ya había pasado todo el jaleo. Vi en el diario que había invitado a un tal A. D. y que el visitante debía llegar el primero de octubre. Me pareció un poco extraño. El viejo no solía recibir visitas, de manera que pensé lo del anónimo la noche anterior, por si acaso Baddeley le había confiado que algo lo preocupaba. He de decir que resultó un poco desconcertante que ese misterioso A. D. fuera usted, mi querido comandante. De haberlo sabido, quizás hubiera actuado con algo más de sutileza.
– ¿Y la estola? Llevaba puesta la estola.
– Debería habérsela quitado, pero no se puede uno acordar de todo. Verá usted, es que no se creía que yo protegiera a Dennis para ahorrarle preocupaciones a Wilfred ni por pura bondad hacia Dennis. Me conocía demasiado bien. Cuando me acusó de corromperlo, de usar Toynton para algún propósito particular, dije que le contaría la verdad, que quería confesarme. En el fondo de su corazón debía de saber que aquello era la muerte, que yo únicamente me estaba divirtiendo. Pero no podía arriesgarse. Si se negaba a tomarme en serio, toda su vida hubiera sido una mentira. Vaciló un par de segundos y luego se puso la estola.
– ¿No le dio siquiera la satisfacción de temblar de miedo?
– ¡Oh, no! ¿Por qué? Una cosa teníamos en común. Ninguno de los dos temíamos a la muerte. No sé adónde pensaba Baddeley que iría cuando hizo el último signo de su fe, pero fuera donde fuese nada parecía temer. Y yo tampoco. Yo sé con la misma seguridad que él lo que pasará después de mi muerte. La aniquilación. No sería lógico temerla. Y yo no soy ilógico. Una vez has perdido el miedo a la muerte, lo has perdido por completo, todos los demás miedos carecen de significado. Ya nada puede afectarte. Lo único necesario es tener a mano los medios de alcanzar la muerte. Así uno es invulnerable. Le ruego me disculpe por el hecho de que en mi caso tenga que ser una pistola. Soy consciente de que en este momento parezco melodramático, ridículo, pero no me apetece matarme de otra manera. ¿Ahogándome? ¿Esa embestida de agua sofocante? ¿Drogas? Algún idiota entrometido podría hacerme volver. Además, le temo a esa tierra sombría que media entre la vida y la muerte. ¿Un cuchillo? Sucio e incierto. Aquí hay tres balas, Dalgliesh. Una para usted y dos para mí, por si me hacen falta.
– Si comercia usted con la muerte, como hace, también podría pactar con ella.
– Todo el que toma drogas duras quiere morir. Usted lo sabe tan bien como yo. No hay otra manera de hacerlo con tan pocas molestias y tantos beneficios para los demás, así como tanto placer para ellos mismos, al menos al principio.
– ¿Y Lerner? Supongo que usted habrá pagado la cuota del asilo de su madre. ¿Cuánto es? ¿Doscientas libras al mes? Le ha salido barato. Aun así, debía de saber lo que traía.
– Lo que traerá, dentro de tres días. Y continuará trayendo. Le dije que era cannabis, una droga totalmente inofensiva que un gobierno demasiado quisquilloso ha decidido hacer ilegal, pero que a mis amigos de Londres les gusta y están dispuestos a pagarla bien. Él quiere creerme. Conoce la verdad, pero no lo admite siquiera ante sí mismo. Es lógico y sensato, un autoengaño necesario. Así es como todos nos las arreglamos para seguir viviendo. Usted debe de saber que hace un trabajo sucio, sinvergüenzas cazando sinvergüenzas, y que desperdicia su inteligencia haciéndolo, pero admitirlo no contribuiría precisamente a su tranquilidad espiritual. Y si alguna vez lo deja, no reconocerá que es por eso. ¿Va a dejarlo o qué? No sé por qué me ha dado esa impresión.
– Eso demuestra cierta perspicacia. Sí, lo había pensado, pero no ahora.
La decisión de continuar, que no sabía cuándo ni por qué la había tomado, le parecía tan irracional como la de dejarlo. No era una victoria, más bien una especie de derrota. Pero ya habría tiempo suficiente, si vivía, para analizar las vicisitudes de tal conflicto personal. Al igual que el padre Baddeley, había que vivir y morir según el dictado de las circunstancias. Oyó entonces que Julius decía en tono jocoso:
– Una lástima. Pero como parece que éste será su último trabajo, ¿por qué no me dice cómo me ha descubierto?
– ¿Queda tiempo? No me gustaría pasar los últimos cinco minutos dando un recital de incompetencia profesional. No me proporcionará el más mínimo placer y no veo por qué he de satisfacer su curiosidad.
– No, pero redunda más en su interés que en el mío. ¿No debería usted tratar de ganar tiempo? Además, si es lo suficientemente fascinante, es posible que baje la guardia, es posible que le dé oportunidad de abalanzarse sobre mí, de arrojarme una silla o de lo que le hayan enseñado a hacer en este tipo de situación. Quizá venga alguien o incluso es posible que cambie de opinión.
– ¿Cambiará?
– No.
– Entonces satisfaga mi curiosidad. Lo de Grace Willison puedo imaginármelo. La mató de la misma manera que al padre Baddeley, una vez hubo decidido que su suspicacia estaba alcanzando niveles peligrosos, porque se sabía de memoria la lista de amigos, la lista que incluía a sus distribuidores. Pero Maggie Hewson, ¿por qué tenía que morir?
– Porque sabía una cosa. ¿No lo había adivinado? Lo había sobreestimado. Sabía que el milagro de Wilfred era una farsa. Yo acompañé a los Hewson y a Victor a Londres para la visita al hospital St. Saviour. Eric y Maggie fueron al archivo de historiales con intención de echar un vistazo al expediente de Wilfred. Supongo que querían satisfacer una natural curiosidad profesional aprovechando que estaban allí. Descubrieron que jamás había tenido esclerosis múltiple, que las últimas pruebas habían demostrado que el diagnóstico inicial era erróneo. Lo único que había sufrido era parálisis histérica. Debe de ser un trauma para usted, querido comandante. Usted es un pseudocientífico, ¿no? Debe de resultarle difícil aceptar que la tecnología médica es falible.
– No. Yo creo en la posibilidad de establecer diagnósticos erróneos.
– Por lo visto, Wilfred no comparte su saludable escepticismo. No regresó al hospital cuando le tocaba el siguiente reconocimiento, de modo que nadie se molestó en escribirle para comunicarle que habían cometido un pequeño error. ¿Para qué? Pero los Hewson no podían guardarse esa información para ellos solos. Me lo dijeron a mí y después Maggie debió de decírselo a Holroyd. Seguramente en el trayecto de regreso de Londres Victor debió de notar que pasaba algo. Yo traté de sobornarla con whisky para que no lo divulgara, llegó a creer en mi consideración hacia el querido Wilfred, y funcionó hasta que éste la excluyó de la decisión sobre el futuro de Toynton Grange. Y ella se lo tomó en serio. Me dijo que pensaba irrumpir en el último período, después de la meditación, y proclamar públicamente la verdad. Yo no podía arriesgarme a permitirlo. Era lo único, lo único, que podía hacerle vender. Hubiera impedido el traspaso al Ridgewell Trust. Toynton Grange y la peregrinación tenían que continuar.
»En realidad no le apetecía pasar por el alboroto que estallaría después de dar la noticia y fue bastante fácil convencerla de que dejara al grupo de Toynton Grange reaccionar como les apeteciera y escapara conmigo a la ciudad de inmediato. Le sugerí que dejara una nota deliberadamente ambigua, que pudiera interpretarse como una amenaza de suicidio. Luego podría regresar a Toynton si le apetecía y en el momento que le apeteciera y ver la reacción de Eric a su presunta viudez. A Maggie le gustaban los gestos histriónicos. La sacaba de una situación delicada, les proporcionaba a Wilfred y Eric grandes preocupaciones y molestias y a ella unas vacaciones gratis en mi piso de Londres, así como la perspectiva de abundante diversión si decidía regresar. Incluso se ofreció a ir a buscar la cuerda ella misma. Nos quedamos aquí bebiendo hasta que estuvo demasiado borracha para desconfiar de mí pero lo suficientemente sobria para escribir la nota. Las últimas líneas, la referencia a la torre negra, las añadí yo, naturalmente.
– ¿Así que por eso se bañó y se vistió?
– Claro. Se emperifolló para efectuar una entrada impresionante en Toynton Grange y también, me gusta pensar, para impresionarme a mí. Me satisfizo comprobar que merecía ropa interior limpia y uñas pintadas. No sé qué pensaría que me proponía hacer yo una vez en Londres. La querida Maggie andaba siempre en las nubes. Prepararse el diafragma fue quizá más optimista que discreto. Pero es posible que tuviera planes propios. Estaba encantadísima de salir de Toynton. Murió feliz, eso se lo aseguro.
– Y antes de salir de la casa hizo usted las señales con la luz.
– Tenía que tener alguna excusa para aparecer y encontrar el cuerpo. Me pareció prudente añadir cierta verosimilitud. Quizás alguien miraría por la ventana y podría confirmar mi relato. No pretendía que fuera usted. Encontrarlo allí afanándose en hacer de boy-scout me sobresaltó. Y además se obstinó en no dejar el cuerpo.
Debía de haber sido un sobresalto semejante al de encontrar a Wilfred casi asfixiado. El terror de Julius era auténtico tanto entonces como después de la muerte de Maggie.
– ¿Y a Holroyd lo empujaron por el acantilado por la misma razón, para evitar que hablara?
Julius se echó a reír.
– Esto le divertirá. Fue una deliciosa ironía. Yo ni siquiera sabía que Maggie se lo había contado a Holroyd hasta que le puse a prueba después de la muerte. Dennis no llegó a enterarse. Holroyd empezó a burlarse de Dennis como solía hacer. Dennis estaba bastante acostumbrado y se limitó a alejarse de él con su libro. Entonces Holroyd inició una línea de tormento un poco más siniestra. Comenzó a gritarle. Le preguntó qué diría Wilfred cuando se enterara de que sus maravillosas peregrinaciones eran un fraude, que la propia Toynton Grange se basaba en una mentira. Le dijo a Dennis que sacara todo lo que pudiera de la próxima peregrinación porque sin duda sería la última. A Dennis le entró el pánico, pensó que Holroyd había descubierto el contrabando de droga. No se detuvo a pensar cómo demonios lo había averiguado. Luego me dijo que ni siquiera recordaba haberse puesto en pie, haber soltado lo frenos ni haber empujado la silla. Pero lo hizo, claro. Nadie más pudo hacerlo. No hubiera podido aterrizar donde aterrizó si no se hubiera despeñado con considerable impulso. Yo estaba en la playa cuando cayó. Una de las cosas irritantes de ese asesinato es que nadie se ha compadecido de mí por la traumática experiencia de ver a Holroyd aplastado a unos veinte metros de distancia. Espero que ahora hable usted.
Dalgliesh pensó que la muerte debía de haberle venido bien en dos sentidos: se quitaba de en medio a Holroyd, y lo que sabía, y ponía a Dennis definitivamente a su merced.
– Y se libró de las dos piezas de la silla de ruedas mientras Lerner iba a buscar ayuda.
– Las escondí a unos cincuenta metros en una profunda hendidura que quedaba entre dos rocas. En ese momento me pareció una buena manera de complicar el caso. Sin los frenos nadie podría estar seguro de que no había sido un accidente. Pensándolo bien, debería haberlo dejado todo tal como estaba y haber permitido que se supusiera que Holroyd se había suicidado. Esencialmente eso es lo que hizo y así se lo he hecho ver a Dennis.
– ¿Qué piensa hacer ahora? -preguntó Dalgliesh.
– Meterle una bala en la cabeza, esconder su cuerpo en su propio coche y librarme de los dos juntos. Es un método muy trillado, ya lo sé, pero tengo entendido que funciona.
Dalgliesh se echó a reír y se sorprendió de que tal sonido pudiera parecer espontáneo.
– Deduzco que se propone conducir unos cien kilómetros en un coche fácilmente identificable con el cadáver de un comandante de la policía metropolitana en el maletero, su propio maletero, casualmente. Varios hombres conocidos míos de las secciones de máxima seguridad de Parkhurst y Durham admirarían su valor, aunque no les apeteciera demasiado la perspectiva de acogerlo en su compañía. Son un grupito pendenciero y poco civilizado. Me parece que no tendrán gran cosa en común.
– Yo correré el riesgo, pero usted estará muerto.
– Claro. Y de hecho usted también desde el momento en que la bala penetre en mi cuerpo, a no ser que considere que cumplir cadena perpetua es vivir. Aunque intente falsificar las huellas digitales del gatillo, sabrán que he sido asesinado. No soy de los que se suicidan ni de los que se adentran en bosques o canteras remotas para pegarme un balazo en el cerebro. Las pruebas forenses darán al laboratorio un día de trabajo fácil.
– Eso si encuentran el cuerpo. ¿Cuánto tardan en empezar a buscar? ¿Tres semanas?
– Buscarán bien. Si a usted se le ocurre un sitio apropiado para abandonarme a mí y al coche, a ellos también puede ocurrírseles. No se imagine que la policía no sabe interpretar mapas. Y, ¿cómo piensa regresar aquí? ¿Cogiendo un tren en Bournemouth o Winchester, haciendo autoestop, alquilando una bicicleta, andando toda la noche? No podría seguir hasta Londres en tren fingiendo que lo había cogido en Wareham, es una estación pequeña y lo conocen. Se acordarían de si había pasado por allí.
– Tiene razón, por supuesto -dijo Julius pensativo-. Entonces tendrá que ser el acantilado. Tendrán que sacarlo del mar.
– ¿Con una bala en la cabeza? ¿O espera que me tire por el precipicio para tenerlo contento? Podría ejercitar su fuerza física, claro, pero tendría que acercarse peligrosamente, lo suficiente para entablar una pelea. Estamos bastante igualados. Y supongo que no pensará caer conmigo. Una vez encuentren la bala y el cuerpo, está usted acabado. El camino empieza aquí, recuérdelo. La última vez que fui visto con vida fue cuando partió el autobús de Toynton Grange, y aquí no quedamos más que nosotros dos.
Fue entonces cuando simultáneamente oyeron que alguien llamaba a la puerta principal. Al sonido, seco como un disparo, siguió el tableteo de unos pasos, pesados y firmes, que atravesaban el vestíbulo.
De repente, Julius dijo:
– Grite y los mataré a los dos. Colóquese a la izquierda de la puerta.
El ruido de los pasos que atravesaban el vestíbulo alcanzó un volumen sobrenatural en el pavoroso silencio. Los dos hombres contuvieron la respiración.
Philby apareció en la puerta y vio la pistola inmediatamente. Abrió unos ojos como platos y luego se puso a parpadear de manera frenética. Pasó la vista de un hombre a otro. Al hablar lo hizo con voz ronca, como disculpándose, y se dirigió a Dalgliesh a la manera de un niño que explica una fechoría.
– Wilfred me ha hecho regresar. Dot pensaba que se había dejado el gas encendido. -Volvió la vista hacia Julius y en esta ocasión el terror era inconfundible-. ¡No! -dijo.
Y casi en el mismo instante Julius disparó. El chasquido del revólver, aunque previsible, resultaba igualmente espeluznante, igualmente increíble. El cuerpo de Philby se puso rígido, osciló y luego cayó hacia atrás como un árbol cortado con un estruendo que hizo temblar la habitación. La bala había penetrado justo entre los dos ojos. Dalgliesh sabía que allí era donde la había mandado Julius, que había usado aquel asesinato necesario para demostrar que sabía usar un arma. Había sido un blanco de prácticas.
Apuntó nuevamente a Dalgliesh, y dijo con calma:
– Acérquese a él.
Dalgliesh se inclinó sobre el muerto. Los ojos todavía parecían retener la última mirada de tremenda sorpresa. La herida era una agujero limpio y grumoso que se abría en la parte baja de la abultada frente, tan pulcro que hubiera podido utilizarse en una demostración de balística forense sobre el efecto de una descarga a un metro y medio de distancia. No había señales de pólvora y "muy poca sangre, únicamente la tiznadura de la piel causada por la rotación de la bala. Era un estigma preciso, casi decorativo, y no constituía índice de la destrucción que estaba teniendo lugar dentro.
– Con esto estamos en paz por lo del busto hecho añicos. ¿Hay herida de salida?
Dalgliesh volvió suavemente la pesada cabeza.
– No. Ha debido de topar con un hueso.
– Tal como quería yo. Quedan dos balas. Pero esto nos viene bien, comandante. Se equivocaba al decir que yo sería la última persona en verlo vivo. Me iré en el coche para buscar coartada y a los ojos de la policía la última persona que lo habrá visto vivo será Philby, un criminal con propensión a la violencia. Dos cuerpos en el mar con heridas de bala. Una pistola, con licencia, he de decir, robada del cajón de mi mesilla de noche. Que la policía se invente una teoría que lo explique. No les será difícil. ¿Hay sangre?
– Todavía no. La habrá, pero poca.
– Lo recordaré. Y no me costará mucho limpiarla de este linóleo. Vaya a buscar la bolsa de plástico del busto de Wilfred y póngasela en la cabeza. Átesela con su propia corbata. Dése prisa. Lo seguiré a seis pasos de distancia. Si me impaciento a lo mejor me decido a adelantar el trabajo.
Encapuchado de plástico blanco, con la herida a modo de tercer ojo, Philby se transformó en un monigote inerte, su abultado cuerpo grotescamente enfundado en un aseado traje demasiado pequeño para él, la corbata torcida bajo los bufonescos rasgos faciales.
– Ahora vaya a buscar una de las sillas de ruedas ligeras.
Le indicó una vez más con un gesto que se dirigiera al taller y lo siguió, siempre a unos prudentes seis pasos. Dalgliesh encontró tres sillas apoyadas en una pared, desplegó una y la empujó hasta el cadáver. Habría huellas dactilares, pero, ¿qué demostrarían? incluso podía ser la silla en que había llevado a Grace Willison.
– Siéntelo. -Puesto que Dalgliesh vacilaba añadió con un matiz de controlada impaciencia en la voz-: No quiero tener que encargarme de dos cuerpos a la vez, pero puedo si hace falta. En el cuarto de baño hay una polea. Si no puede levantarlo solo, vaya a buscarla, pero tenía entendido que a los policías les enseñaban habilidades como ésta.
Dalgliesh se las arregló solo, aunque no fue fácil. Las ruedas resbalaban en el linóleo incluso con el freno puesto y tardó más de dos minutos en dejar el pesado y torpe cuerpo apoyado en la lona. Dalgliesh había conseguido ganar un poco de tiempo pero a costa de algo: Había perdido fuerzas. Sabía que seguiría vivo mientras Julius pudiera utilizar su mente todo su bagaje de experiencia aterradoramente apropiada para la ocasión, y su fuerza física. Tener que trasladar dos cuerpos hasta el borde del acantilado le resultaría engorroso pero podía nacerlo. Toynton Grange contaba con medios para transportar cuerpos inertes. En aquel momento, Dalgliesh era una carga mayor muerto que vivo, pero el margen era peligrosamente estrecho; no tenía sentido reducirlo todavía más. Ya se presentaría el momento óptimo para actuar, y se les presentaría a los dos. Ambos lo esperaban. Dalgliesh para atacar, Julius para disparar. Ambos sabían cuál era el coste de un error a la hora de reconocer ese momento. Quedaban dos balas y tenía que asegurarse de que ninguna de ellas iba a parar a su cuerpo. Mientras Julius se mantuviera a esa distancia y empuñara el arma, era inviolable. De alguna manera Dalgliesh tenía que acercarlo lo suficiente para dar lugar al contacto físico. De alguna manera tenía que romper aquella concentración, aunque sólo fuera durante una fracción de segundo.
– Ahora vamos a dar un paseo hasta Toynton Cottage.
Julius se mantuvo a la distancia de seguridad mientras Dalgliesh empujaba la silla de ruedas con el grotesco bulto por la rampa de la puerta principal y por el promontorio. El cielo era una sofocante manta gris que amenazaba con caer sobre ellos. El aire cargado resultaba áspero y metálico al tacto de la lengua y tenía un olor tan penetrante como las algas en putrefacción. En la penumbra los guijarros del sendero brillaban a la manera de piedras semipreciosas. A medio camino Dalgliesh oyó un quejumbroso gemido y al volver al cabeza vio que Jeoffrey los seguía con la cola erecta. El gato avanzó detrás de Julius a lo largo de otros cincuenta metros y luego, tan inesperadamente como había aparecido, dio media vuelta y emprendió el regreso. Julius, sin apartar los ojos de la espalda de Dalgliesh no pareció percibir ni su llegada ni su partida. Continuaron andando en silencio. La cabeza de Philby estaba caída hacia atrás y el cuello sujeto por la lona de la silla. La herida ciclópea, pegada al plástico, miraba fijamente a Dalgliesh con lo que parecía un mudo reproche. El sendero estaba seco. Bajando la vista, Dalgliesh advirtió que las ruedas dejaban un rastro casi imperceptible en las mantas de hierba seca y en el polvo y la arena del camino. Además, oía cómo tras él Julius arrastraba los pies y borraba las señales. No quedarían pruebas útiles.
Llegaron al patio enlosado. Parecía que temblaba bajo sus pies con el atronador vaivén de las olas, como si el mar y la tierra anticiparan la inminente tormenta. Pero la marea estaba descendiendo. Entre ellos y el borde del acantilado no se alzaba cortina alguna de rocío. Dalgliesh sabía que era un momento de gran peligro. Se obligó a soltar una risotada y se preguntó si el sonido le había sonado tan falso a Julius como a sus propios oídos.
– ¿Qué le hace tanta gracia?
– Es fácil advertir que sus asesinatos los hace moralmente a distancia, como una mera transacción comercial. Pretende lanzarnos al mar desde su propia puerta, una pista lo suficientemente clara para el más estúpido de los detectives. Y no asignarán oficiales estúpidos a este crimen. La señora de la limpieza ha de venir esta mañana, ¿no? Y ésta es la única parte de la costa que conserva la playa hasta en la marea alta. Pensaba que deseaba que los cuerpos tardaran en descubrirse.
– Ella no saldrá aquí. Nunca sale.
– ¿Cómo sabe que no sale cuando no está usted aquí? Es posible que sacuda los paños en el precipicio. Incluso puede tener la costumbre de sacudir las alfombras. Pero haga lo que quiera. Yo me limito a señalar que su única posibilidad de éxito, y no la suponga muy alta, es retrasar el descubrimiento de los cuerpos. Nadie empezará a buscar a Philby hasta que regresen los peregrinos, dentro de tres días. Si se libra de mi coche, todavía tardarán más en echarme en falta a mí. Eso le da oportunidad de disponer de este envío de heroína antes de que termine la búsqueda, suponiendo que piense dejar que Lerner lleve a cabo los planes. Pero no permita que yo interfiera.
Sin que la mano con que empuñaba la pistola temblara ni un instante, Julius dijo como el que considera la elección de un lugar para merendar:
– Tiene razón, claro. Deberían caer en aguas profundas y lejos de aquí. El mejor sitio es la torre negra. Allí el mar todavía llegará al acantilado. Tenemos que llevarlo hasta la torre.
– ¿Cómo? Debe de pesar más de ochenta kilos. No puedo empujar solo la silla por la cuesta. Y usted de nada me sirve si viene detrás apuntándome con una pistola. ¿Y las huellas de las ruedas?
– La lluvia se encargará de borrarlas. Y no iremos por la cuesta el promontorio. Iremos en coche por la carretera de la costa y nos dirigiremos a la torre como cuando fuimos a rescatar a Anstey. Una vez los tenga a los dos en el maletero del coche miraré si llega la señora Reynolds con los prismáticos. Viene en bicicleta desde el pueblo y siempre es puntual. Deberíamos encontrarnos con ella justo al otro lado de la puerta de acceso a la finca. Me pararé y le diré que no estaré para cenar. Esos momentos de conversación insustancial impresionarán al juez si llega a celebrarse juicio. Y cuando haya terminado el tedioso asunto, me iré a Dorchester a almorzar.
– ¿Con la silla de ruedas y la bolsa de plástico en el maletero?
– Con la silla y el plástico bajo llave en el maletero. Me fabricaré una coartada para todo el día y regresaré a Toynton Grange esta noche. Y no me olvidaré de lavar la bolsa de plástico antes de ponerla en su sitio, de limpiar sus huellas de la silla ni de mirar si hay manchas de sangre en el suelo. Naturalmente, también sacaré el cartucho. ¿Esperaba que se me olvidara? No se preocupe, comandante. Soy consciente de que entonces no contaré con su valiosa ayuda, pero gracias a usted dispondré de un par de días para resolver todos los detalles. Hay un par de minucias que me intrigan. No sé si utilizar lo de la destrucción de la escultura de mármol. ¿No podría eso presentarse como motivo del ataque asesino de Philby hacia usted?
– Le conviene no complicarlo demasiado.
– Quizá tiene razón. Los primeros dos asesinatos fueron modelos de simplicidad y salieron la mar de bien. Métalo en el maletero del Mercedes. Está aparcado detrás. Pero primero pase por la despensa. Encontrará dos sábanas en la lavadora. Coja la de encima. No quiero fibras ni tierra de zapatos en el coche.
– ¿No notará la señora Reynolds que falta una?
– Mañana es el día que lava y plancha. Sigue una estricta rutina. Esta noche la dejaré en su sitio. No pierda el tiempo.
«La mente de Julius debe de ir registrando cada segundo que pasa», pensó Dalgliesh. Pero su voz no delataba inquietud alguna. No miró su reloj de pulsera ni una sola vez, y tampoco el de la cocina. Mantuvo los ojos y el cañón de la Luger apuntando a la víctima. Había que romper aquella concentración de algún modo. Y se le estaba acabando el tiempo.
El Mercedes se hallaba aparcado junto al garaje de piedra. Siguiendo instrucciones de Julius, Dalgliesh levantó la tapa del maletero y extendió la arrugada sábana en el suelo. Alzar el cuerpo de Philby de la silla no fue cosa fácil. Luego Dalgliesh la plegó y la colocó sobre el cuerpo.
– Métase al lado -le dijo Julius.
¿Podía ésta ser la mejor oportunidad de actuar, incluso la única oportunidad? ¿Ante la propia casa de Julius con el cadáver en el coche y las pruebas bien evidentes? ¿Evidentes para quién? Dalgliesh sabía que si saltaba sobre Julius ahora no ganaría más que dar rienda suelta durante un segundo a la frustración y la cólera hasta que lo alcanzara la bala. Y en lugar de un solo cuerpo, serían dos los transportados a la torre negra y arrojados al mar. Con el ojo de la mente veía a Julius de pie en solitario triunfo al borde del acantilado y la pistola girando en el aire como un pájaro que cae para hender las turbulentas olas, bajo las cuales la marea en descenso vapulea dos cuerpos. El plan seguiría su curso. Un poco más tedioso y más largo, puesto que habría dos cuerpos que trasladar sin ayuda por el promontorio, pero, ¿quién podía impedírselo? Desde luego, la señora Reynolds no, aunque se acercara ya pedaleando por la carretera del pueblo. ¿Y si sospechaba, si llegaba a comentar casualmente al desmontar para saludar a Julius en la carretera que le había parecido oír un disparo? Aún quedarían dos balas en el revólver. Y Dalgliesh ya no estaba seguro de la cordura de Julius.
Pero al menos algo podía hacer en aquel momento, algo que ya había pensado hacer, aunque no resultaría fácil. Tenía la esperanza de que, como mínimo durante un par de segundos, la tapa del maletero lo ocultara parcialmente de la vista de Julius. Pero Julius estaba justo detrás del coche, veía a Dalgliesh perfectamente. No obstante, aquella posición ofrecía una ventaja. Los ojos grises nunca se movían, no se atrevían a apartarse de su rostro. Si era rápido y astuto, y tenía suerte, quizá lo lograra. Se llevó las manos a las caderas en un gesto casual. Percibía el ligero peso de la cartera de fina piel que llevaba en el bolsillo posterior de los pantalones, curvada sobre la nalga.
– Le he dicho que se ponga al lado -dijo Julius con peligrosa calma-. No pienso arriesgarme a dejarme ver con usted.
El pulgar y el índice derechos de Dalgliesh retorcieron el botón del bolsillo. Gracias a Dios el ojal era holgado.
– Entonces más vale que vaya de prisa si no quiere tener que explicar un cuerpo muerto por asfixia -dijo.
– Después de pasar un par de noches en el mar tendrá los pulmones demasiado llenos de agua para que se note.
Tenía el botón desabrochado. Introdujo el índice y el pulgar derechos cuidadosamente en el bolsillo y agarró la cartera. Ahora todo dependía de si lograba sacarla con suavidad, de si era capaz de dejarla caer tras la rueda del coche sin que Julius se diera cuenta.
– No funciona así, ¿sabe? En la autopsia se verá perfectamente que estaba muerto antes de llegar al agua.
– Y será cierto, con una bala en el cuerpo. Cuando lo vean, dudo de que busquen signos de asfixia. Pero gracias por advertirme. Conduciré deprisa. Métase ahí.
Dalgliesh se encogió de hombros y se inclinó con repentina energía para introducirse en el maletero, como si abandonara momentáneamente toda esperanza. Apoyó la mano izquierda en el parachoques. Allí al menos dejaría una huella de la palma de la mano difícil de explicar. Pero entonces se acordó. Había apoyado la mano en el parachoques al cargar el cayado, los sacos y la escoba en el maletero. Era una pequeña desilusión, pero lo deprimió. Dejó caer la mano derecha y la piel se deslizó entre el pulgar y el índice para ir a parar al suelo. No siguió la más mínima orden peligrosamente serena. Julius ni habló ni se movió, y continuó vivo. Si le acompañaba la suerte, permanecería con vida hasta que llegaran a la torre negra. Sonrió ante la ironía de que ahora su corazón se alegrara por un obsequio que hacía menos de un mes había recibido tan de mala gana.
La tapa del maletero se cerró. Estaba aprisionado en completa oscuridad, absoluto silencio. Sintió un segundo de pánico claustrofóbico, una irresistible necesidad de extender el cuerpo encogido y aporrear el metal con los puños. El coche no se movía. Julius tendría ahora libertad para mirar el reloj. El cuerpo de Philby yacía junto a él. Percibía el olor del muerto como si todavía respirara, una amalgama de grasa, bolas de alcanfor y sudor; el aire del maletero estaba cargado de su presencia. Sintió una punzada de culpabilidad por el hecho de que Philby estuviera muerto y él vivo. ¿Podría haberlo salvado advirtiéndole con un grito? Pero sabía que el único resultado hubiera sido la muerte de los dos. Philby hubiera seguido avanzando, tenía que seguir avanzando. Y aun de haber dado media vuelta y haber echado a correr, Julius lo hubiera seguido para liquidarlo. Pero ahora, la sensación de la carne húmeda y fría contra la de él, el vello de las fláccidas muñecas erizado como si fueran cerdas, le causaban la misma comezón que un reproche. El automóvil dio una pequeña sacudida y se puso en marcha.
No había modo de saber si Julius había visto la cartera y la había cogido, aunque le parecía poco probable. No obstante, ¿la encontraría la señora Reynolds? Estaba en el camino por el que había de pasar. Casi con seguridad desmontaría de la bicicleta delante del garaje. Si la encontraba, suponía que no descansaría hasta devolverla. Pensó en su propia señora Mack, la viuda de un guardia de la policía metropolitana que le limpiaba el piso y de vez en cuando le preparaba una comida, en su obsesiva honradez, en su meticuloso interés por las pertenencias de quien le daba empleo, las perpetuas notas explicativas sobre piezas de ropa que faltaran, el incremento en el coste de las compras y los gemelos extraviados. No, la señora Reynolds no descansaría mientras tuviera la cartera en su poder. La última vez que había ido a Dorchester había cobrado un cheque; los tres billetes de diez libras, el manojo de tarjetas de crédito, el carnet de la policía, todo ello la preocuparía muchísimo. Seguramente perdería algo de tiempo yendo a Villa Esperanza. Al no encontrarlo allí, ¿qué haría? Suponía que llamaría a la policía local aterrorizada de pensar que podía denunciar la pérdida antes de que ella informara del hallazgo. ¿Y la policía? Si tenía suerte, advertirían la curiosa circunstancia de que la cartera hubiera caído precisamente en medio del camino. Sospecharan o no, tendrían la cortesía de intentar ponerse de inmediato en contacto con él. Quizá considerarían que valía la pena llamar a Toynton Grange, puesto que la casita por él ocupada no tenía teléfono. Descubrirían que inexplicablemente no podían establecer comunicación. Al menos había una posibilidad de que creyeran conveniente mandar una patrulla, y si había alguna cerca, llegaría enseguida. Lógicamente, una acción debía seguir a la otra. Y en una cosa tenía suerte: la señora Reynolds, recordó, era la viuda del guardia del pueblo. Al menos, no tendría miedo de llamar por teléfono, sabría a quién acudir. Su vida dependía de que viera la cartera. Unos centímetros cuadrados de piel marrón en las losas del patio. Y la luz era cada vez más tenue bajo aquel cielo tormentoso.
Julius conducía a toda velocidad incluso por el irregular terreno del promontorio. El coche se detuvo. Ahora abriría la verja. Unos pocos segundos más de movimiento y volvió a detenerse. Debía de haberse encontrado a la señora Reynolds y estaría charlando con ella. Al cabo de medio minutos volvieron a ponerse en marcha, en esta ocasión con la lisa carretera bajo las ruedas.
Podía hacer una cosa más. Se llevó la mano a la cara y se mordió el pulgar izquierdo. La sangre tenía un sabor dulce y caliente. La extendió por el techo del maletero y después de levantar la sábana oprimió el pulgar contra la moqueta del fondo. Grupo AB, RH negativo. Era un grupo bastante raro. Con suerte, Julius no advertiría estas manchitas delatoras. Esperaba que los investigadores de la policía fueran más perspicaces.
Comenzó a sentir que le faltaba aire, le martilleaba la cabeza. Se dijo que había aire suficiente, que la opresión que notaba en el pecho no era más que un efecto psicológico. Entonces el coche dio una pequeña sacudida. Ello indicaba que Julius había dejado la carretera para situarse en la hondonada oculta tras el muro de piedra que separaba la carretera del promontorio. Era un lugar idóneo para detenerse. Aunque pasara otro coche, y ello era poco probable, el Mercedes no sería visible. Ya habían llegado. Estaba a punto de dar comienzo el último trecho del viaje.
Unos ciento cuarenta metros de hierba irregular salpicada de piedras los separaban del lugar donde se erigía la torre negra, agazapada con aire malévolo bajo el cielo amenazador. Dalgliesh sabía que Julius preferiría hacer un solo viaje. Querría alejarse cuanto antes de la carretera, querría que todo acabara para poder marcharse. Y, lo que era más importante, no debía tener contacto físico con ninguna de las dos víctimas. Sus ropas nada revelarían cuando los hinchados cuerpos fueran por fin recuperados al mar. Julius sabía lo difícil que resultaría erradicar los infinitamente pequeños restos de cabello, de fibras o de sangre de su propia ropa sin realizar una limpieza delatora. Hasta el momento, estaba totalmente limpio. Sería una de sus mejores cartas. Dalgliesh podría vivir al menos hasta que alcanzaran el refugio de la torre. Estaba lo suficientemente seguro para dedicarse a atar el cuerpo de Philby a la silla con toda calma. Después se apoyó un momento en los asideros respirando entrecortadamente y simulando un agotamiento mayor del que sentía. Debía conservar las fuerzas pese al esfuerzo que le esperaba. Julius cerró de un golpe la tapa del maletero y dijo:
– Andando, que tenemos la tormenta encima.
Pero no alzó la vista hacia el cielo, no tenía necesidad. La lluvia casi se olía en la fresca brisa.
Aun cuando las ruedas de la silla estaban bien engrasadas, el avance resultaba duro. Las manos de Dalgliesh resbalaban en los asideros de goma. El cuerpo de Philby, amarrado como un niño perverso, sufría sacudidas y deslizamientos cuando las ruedas topaban con las piedras o las matas de hierba. Dalgliesh notó que el sudor le caía sobre los ojos. Ello le proporcionó la oportunidad que esperaba para quitarse la chaqueta. Cuando llegara el momento de la lucha final, el hombre que estuviera más libre gozaría de ventaja. Dejó de empujar y se paró a jadear. Los pies que lo seguían también se detuvieron.
Aquél podía ser el momento. En tal caso, nada podría hacer. Se consoló pensando que no se daría cuenta. Si Julius apretaba el gatillo, su atrafagada y aterrada mente se aquietaría. Recordó las palabras de Julius. «Sé lo que pasará cuando muera: aniquilación. No sería lógico tener miedo de eso.» ¡Si fuera tan sencillo! Pero Julius no disparó. La voz peligrosamente tranquila dijo desde detrás de él:
– ¿Qué pasa?
– Tengo calor. ¿Puedo quitarme la chaqueta?
– ¿Por qué no? Póngala encima de las rodillas de Philby. La echaré al mar detrás de usted. De todos modos se la hubiera arrancado el oleaje.
Dalgliesh se quitó la chaqueta, la dobló y la colocó sobre las rodillas de Philby. Sin volver la vista, dijo:
– No le conviene dispararme por la espalda. Philby murió instantáneamente. Tiene que parecer que él me disparó primero, pero sólo me hirió antes de que yo le quitara la pistola y lo liquidara. Sin lucha y con una sola pistola no pueden producirse dos muertes instantáneas, y una de un disparo en la zona lumbar.
– Ya lo sé. A diferencia de usted, es posible que carezca de experiencia en las manifestaciones más crudas de la violencia, pero no soy tonto y entiendo de armas. Siga.
Continuaron avanzando prudentemente distanciados: Dalgliesh empujaba a su macabro pasajero y escuchaba el suave restregar de los pies que lo seguían. Se sorprendió pensando en Peter Bonnington. El hecho de que un muchacho desconocido, ahora muerto, hubiera sido trasladado de Toynton Grange era la causa de que ahora él, Adam Dalgliesh, estuviera atravesando el promontorio de Toynton con una pistola a la espalda. El padre Baddeley le hubiera encontrado la lógica, pero el padre Baddeley creía en una lógica subyacente a todo. Con esa creencia, todas las perplejidades humanas quedaban reducidas a ejercicios de geometría espiritual. De repente, Julius empezó a hablar. Dalgliesh se imaginó que sentía la necesidad de entretener a su víctima durante aquel último y tedioso paseo, que trataba de justificarse.
– No puedo volver a la pobreza. Necesito el dinero como el oxígeno. No el dinero justo, sino más que el justo, mucho más. La pobreza mata. Yo no temo a la muerte, pero temo ese particular proceso lento y corrosivo que conduce a la muerte. No me creyó, ¿verdad?, cuando le conté esa historia de mis padres.
– No del todo. ¿Debía creérmela?
– Eso al menos era cierto. Podría llevarlo a muchas tabernas de Westminster; Dios santo, seguramente las conocerá; y ponerlo cara a cara con lo que me da miedo a mí: los patéticos maricones entrados en años que sobreviven con sus pensiones. O que no sobreviven. Y ellos, pobres desgraciados, ni siquiera han tenido alguna vez dinero. Yo sí. No me avergüenza mi naturaleza. Pero, si he de vivir, he de ser rico. ¿De veras esperaba que permitiera que una vieja moribunda se interpusiera en mi camino?
Dalgliesh no contestó; en cambio, comentó:
– Supongo que vino por aquí cuando prendió fuego a la torre.
– Claro. Hice lo mismo que hemos hecho ahora. Fui en coche hasta la hondonada y seguí a pie. Sabía cuándo era probable que Wilfred, que es una criatura de costumbres, estuviera en la torre y lo observé con los prismáticos. Si no era ese día, sería otro. No tuve dificultad alguna en hacerme con la llave y el hábito. De eso me ocupé con un día de antelación. Cualquiera que conozca Toynton Grange puede moverse por allí sin ser visto. Y aunque me hubiera visto alguien, no me hace falta explicar mi presencia. Como dice Wilfred, soy de la familia. Por eso me fue tan fácil matar a Grace Willison. Estaba en casa y acostado poco después de las doce y sin otras complicaciones que un poco de frío en las piernas y cierta dificultad en dormirme. Ah, y debo decirle, por si alberga alguna duda, que Wilfred ignora lo del contrabando. Si fuera yo el que ha de morir y usted el que ha de vivir, en vez de al contrario, podría tener la satisfacción de dar la noticia. Las dos noticias: que su milagro era un engaño y su reducto de amor una parada de postas de la muerte. Daría cualquier cosa por verle la cara.
Se encontraban ya a pocos pasos de la torre negra. Sin cambiar abiertamente de dirección, Dalgliesh empujó la silla todo lo que pudo hacia el porche. El viento iba ganando intensidad en bruscos arrebatos gimientes. Pero siempre corría cierta brisa en aquel elevado promontorio de hierba y roca. De repente, se paró. Sostuvo la silla con la mano izquierda y se volvió hacia Julius con mucho cuidado de no perder el equilibrio. Entonces. Tenía que ser entonces.
– ¿Qué pasa? -dijo Julius ásperamente.
El tiempo se detuvo. Un segundo era una eternidad. En esa breve laguna infinita, la mente de Dalgliesh se liberó de toda tensión y de todo temor. Era como si se distanciara del pasado y del futuro, simultáneamente consciente de sí mismo, de su adversario y del sonido, el aroma y el color del cielo, del acantilado y del mar. La cólera contenida de las últimas semanas, el controlado suspense de la hora anterior, todo se apaciguó en aquel momento preliminar a la liberación final. Habló con voz aguda y quebrada, simulando terror, un terror que hasta a sus propios oídos parecía horriblemente real.
– ¡La torre! ¡Hay alguien dentro!
Volvió a oírse -sus súplicas habían sido escuchadas- cómo los huesos, atravesando la carne desgarrada, arañaban frenéticamente la dura piedra. Percibió entonces más que oyó el siseo de la inspiración de Julius. El tiempo avanzó y en ese último segundo Dalgliesh saltó.
Al caer, con el cuerpo de Julius debajo, Dalgliesh sintió el martillazo en el hombro derecho, la inmediata insensibilidad, el pegajoso calor, sedante como un bálsamo, que le empapaba la camisa. El disparo resonó en la torre negra y el promontorio cobró vida. Una nube de gaviotas se alzó graznando de las rocas. Cielo y acantilado eran una vorágine de alas batientes. Y en ese preciso instante, como si las cargadas nubes hubieran esperado que se diera la señal, el cielo se rasgó acompañado del sonido del desgarramiento de un lienzo y empezó a llover.
Lucharon como animales hambrientos que dan torpes zarpazos a su presa, con los ojos irritados y cegados por la lluvia, enzarzados en un rigor de odio.
Dalgliesh, incluso con el cuerpo de Julius debajo, sintió que se le consumían las fuerzas. Tenía que ser ahora, ahora que todavía estaba encima y todavía podía usar el hombro izquierdo. Retorció la muñeca de Julius contra la tierra enlodada y le oprimió las venas con todas sus fuerzas. Percibía el aliento de Julius como una ráfaga de aire caliente en el rostro. Estaban mejilla contra mejilla en una horrible parodia de amor sin fuerzas. Pero los rígidos dedos no soltaron la pistola. Lentamente, con dolorosos espasmos, Julius dobló el brazo derecho hacia la cabeza de Dalgliesh. Entonces la pistola se disparó. Dalgliesh sintió que la bala pasaba rozándole el cabello hasta perderse inocuamente en la cortina de lluvia.
Empezaron a rodar hacia el borde del precipicio. Dalgliesh, que cada vez estaba más débil, notó cómo se agarraba a Julius en busca de apoyo. La lluvia era una afilada lanza contra los globos oculares. Tenía la nariz apretada contra la herbosa tierra con el consiguiente efecto sofocante. Humus. Un último olor reconfortante y familiar. Mientras rodaba sus dedos agarraban impotentes la hierba, que se le iba quedando en las manos en húmedos manojos. De pronto Julius estaba de rodillas encima de él, agarrándole la garganta con las manos, echándole la cabeza hacia atrás por el borde del acantilado. El cielo, el mar y la densa lluvia conformaban una turbulenta blancura, un inmenso rugido en sus oídos. El rostro de Julius, surcado de arroyos, estaba fuera de su alcance, los rígidos brazos empujaban las crueles manos opresoras. Tenía que acercarse a aquel rostro. Relajó deliberadamente los músculos y aflojó el ya debilitado asimiento de los hombros de su oponente. Funcionó. Julius aflojó también e instintivamente bajó la cabeza para mirar el rostro de Dalgliesh. Cuando los pulgares del policía se le clavaron en los ojos lanzó un alarido. Sus cuerpos se separaron. Dalgliesh se puso en pie y echó a correr promontorio arriba con intención de parapetarse en la silla.
Se agazapó detrás, jadeando contra la combada lona que le servía de apoyo, contemplando cómo avanzaba Julius con el cabello chorreando, los ojos desorbitados, los robustos brazos extendidos hacia adelante anhelando ese agarrón final. Tras él, la torre rezumaba sangre negra. La lluvia chocaba contra las rocas como si fuera granizo, despidiendo una fina neblina que se mezclaba con la áspera respiración. El doloroso ritmo le rasgaba el pecho y le llenaba los oídos como los gritos de la agonía de un enorme animal. Inesperadamente, soltó los frenos y con las últimas fuerzas que le quedaban impulsó la silla hacia delante. De inmediato vio los ojos asombrados y desesperados de su asesino. Durante un instante pensó que Julius iba a lanzarse contra la silla, pero en el último momento se hizo a un lado y la silla, cargada con el aterrador bulto, se precipitó por el acantilado.
– ¿Cómo lo va a explicar cuando lo saquen? -Dalgliesh nunca llegó a saber si habló para sí mismo o lo dijo en voz alta porque en ese mismo momento notó que tenía a Julius encima.
Aquello era el fin. Ya no luchaba, se limitaba a dejarse arrastrar rodando hacia la muerte. Nada podía esperar más que llevarse a Julius con él. Unos gritos roncos y discordantes le horadaban los tímpanos. El gentío llamaba a Julius. Todo el mundo gritaba. El promontorio estaba lleno de voces, de formas. De repente, el peso que tenía en el pecho desapareció. Estaba libre. Seguidamente oyó susurrar a Julius «¡Oh, no!», una protesta triste y desesperada, clara como si la voz le perteneciera a él. No era el último grito horrorizado de un hombre sin esperanza. Había sido pronunciada con calma, con pesar, casi con diversión. Entonces el cielo se oscureció por efecto de una sombra, negra como un pájaro enorme que pasara con las alas extendidas sobre su cabeza a cámara lenta. La tierra y el cielo se unieron lentamente. Una solitaria gaviota graznaba. La tierra palpitaba. Un aro blanco de glóbulos amorfos se inclinaba sobre él. Pero el suelo estaba blando, irresistiblemente blando, y dejó que su conciencia fuera perdiendo sangre sobre él.
El cirujano salió de la habitación de Dalgliesh al pasillo obstruido por un grupo de hombres corpulentos y les comunicó:
– Estará en condiciones de ser interrogado dentro de media hora aproximadamente. Hemos extraído la bala. Se la he entregado a su colega. Le hemos puesto el gota a gota, pero no se preocupen por eso. Aunque ha perdido bastante sangre, el daño no es grave. Pueden entrar si quieren.
– ¿Está consciente? -preguntó Daniel.
– Apenas. El colega de ahí dentro dice que ha estado recitando El rey Lear. Al menos algo de Cordelia. Y está preocupado porque no le ha dado las gracias por las flores.
– Esta vez, gracias a Dios, no le harán falta flores -dijo Daniel-. Puede agradecérselo a la aguda vista y al sentido común de la señora Reynolds. Aunque también lo ayudó la tormenta. Pero se ha escapado por un pelo. Court lo hubiera lanzado por el precipicio de no haber llegado antes de que advirtiera nuestra presencia. Bueno, pues vamos a entrar, si le parece que no molestamos.
En ese momento hizo su aparición un guardia uniformado con el casco bajo el brazo.
– ¿Qué hay?
– El jefe de policía viene hacia aquí. Y han sacado el cuerpo de Philby medio atado a una silla de ruedas.
– ¿Y el de Court?
– Todavía no. Suponen que la marea lo depositará más abajo.
Dalgliesh abrió los ojos. Su cama estaba rodeada de figuras blancas y negras que avanzaban y retrocedían en una danza ritual. Las cofias de las enfermeras flotaban como alas incorpóreas sobre los rostros tiznados como si no supieran dónde aterrizar. Seguidamente, la imagen cobró nitidez y vio el círculo de rostros familiares. Allí estaba Sister, claro. Y el especialista había regresado temprano de la boda. Ya no llevaba la rosa. Los semblantes dibujaron simultáneamente cautelosas sonrisas que se esforzó por devolver. Así pues, no era leucemia aguda, no era tipo alguno de leucemia. Iba a recuperarse. Y una vez le hubieran quitado aquel pesado artefacto que no sabía por qué le habían puesto en el brazo derecho, podría salir de allí y volver a su trabajo. Diagnóstico erróneo o no, era muy amable por su parte aparentar tanta complacencia por el hecho de que después de todo no fuera a morir, pensó adormilado alzando la vista hacia el círculo de sonrientes ojos.
Fin