Antes de cenar, Anstey propuso que Dennis Lerner le enseñara la casa a Dalgliesh. Se disculpó por no acompañar él mismo al huésped alegando que tenía una carta urgente que escribir. El correo se entregaba y recogía cada mañana poco después de las nueve en el buzón de la verja de acceso. Si Adam deseaba mandar alguna carta, no tenía más que dejarla en la mesa del vestíbulo y Albert Philby la llevaría al buzón con todas las de Toynton Grange. Dalgliesh le dio las gracias. Sí tenía que escribir una carta urgente, dirigida a Bill Moriarty de Scotland Yard, pero se proponía mandarla personalmente desde Wareham algo más tarde. Y desde luego no tenía intención de dejarla expuesta a la curiosidad o la especulación de Anstey y su personal.
La propuesta de que fuera a ver la casa tenía la fuerza de una orden. Helen Rainer se encontraba ayudando a los pacientes a lavarse antes de cenar y Dot Moxon había desaparecido con Anstey, de modo que sus acompañantes fueron Lerner y Julius Court. Dalgliesh pensó que ojalá ya hubiera terminado el recorrido, o, mejor aún, que lo hubiera podido evitar sin herir. Recordó incómodo una visita que había hecho de niño con su padre a un hospital geriátrico el día de Navidad: la cortesía con que los pacientes aceptaban una invasión más de su intimidad, la exhibición pública del dolor y la deformidad, el patético afán con que el personal enseñaba sus pequeños triunfos. Ahora, como entonces, advirtió que estaba mórbidamente atento al mínimo rastro de repugnancia que pudiera haber en su voz y le pareció detectar lo que podía ser incluso más ofensivo, un matiz de condescendiente cordialidad. Dennis Lerner no demostró percibirlo y Julius andaba gallardamente con ellos mirando alrededor con animada curiosidad, como si fuera nuevo para él. Dalgliesh pensó si habría ido a vigilar a Lerner o a él.
Mientras pasaban de una habitación a otra, Lerner perdió la timidez inicial y se volvió desenvuelto, casi parlanchín. Había algo cautivador en el ingenuo orgullo por lo que trataba de hacer Anstey. Desde luego, Anstey había gastado su dinero con imaginación. La propia casa, con sus amplias habitaciones de techos altos y fríos suelos de mármol, sus paredes recubiertas de opresiva madera de roble oscuro y sus ventanas divididas con parteluz, era un entorno deprimente e inadecuado para pacientes disminuidos. Aparte del comedor y el salón posterior, que se había convertido en sala de televisión y sala de estar común, Anstey había empleado la casa fundamentalmente para alojarse él y su personal, y había construido en la parte de atrás una ampliación de piedra de planta y piso en cuyo nivel inferior estaban situados los dormitorios de los pacientes; el primer piso lo ocupaba un consultorio médico y más dormitorios. Esta ampliación se comunicaba con los antiguos establos, que formaban ángulos rectos con ella, dando lugar así a un patio resguardado para las sillas de ruedas de los pacientes. Los establos se habían acondicionado para servir de garaje, taller y sala de trabajos de madera y barro para los pacientes. También se fabricaban y empaquetaban allí, en un banco de trabajo situado detrás de una separación de plástico transparente instalada, presumiblemente, como indicativo del respeto hacia el principio de pulcritud científica, la crema de manos y las sales de baño que vendía la comunidad para contribuir a su financiación. Dalgliesh vio que de la separación colgaban las sombras blancas que proyectaban unas batas.
– Victor Holroyd era profesor de química y nos dio la fórmula de la crema de manos y las sales. En realidad, la crema no es más que lanolina, aceite de almendras y glicerina, pero resulta muy eficaz y parece que a la gente le gusta. Nos va muy bien. Y en este rincón es donde se hace el modelado.
Dalgliesh casi había agotado su repertorio de comentarios de alabanza, pero ahora se hallaba genuinamente impresionado. En medio del banco de trabajo y montada en una base de madera había una cabeza de Wilfred Anstey en arcilla. El cuello, alargado y tendinoso, se elevaba, como si de una tortuga se tratara, de los dobleces de la capucha. La cabeza se proyectaba hacia delante y ligeramente a la derecha. Casi era una parodia y, sin embargo, tenía una extraordinaria fuerza. ¿Cómo había conseguido el escultor transmitir la dulzura y la obstinación de aquella particular sonrisa, moldear la compasión y a la vez reducirla al autoengaño, demostrar la humildad vestida con hábito de monje y comunicar el avasallador poder del mal. Los terrones y rollos de arcilla envueltos en plástico que yacían desordenados sobre la mesa no hacían más que realzar la fuerza y la calidad técnica de la obra terminada.
– La ha hecho Henry -dijo Lerner-. Creo que la boca no le ha salido muy bien. A Wilfred no parece importarle, pero todos los demás opinan que no le hace justicia.
Julius echó la cabeza a un lado y frunció los labios en una parodia de la evaluación crítica.
– Yo no diría eso. Yo no diría eso. ¿Qué le parece a usted, Dalgliesh?
– Me parece extraordinaria. ¿Había hecho Carwardine mucho modelado antes de llegar aquí?
– Creo que nunca lo había hecho -dijo Dennis Lerner-. Antes de caer enfermo era un alto funcionario. Esto lo hizo hace un par de meses sin que Wilfred posara ni una sola vez. Está bastante bien para ser la primera obra, ¿verdad?
– A mí lo que me interesa es si lo hizo intencionalmente, en cuyo caso tiene demasiado talento para malgastarlo aquí, o si sus dedos se limitaron a obedecer a su subconsciente -declaró Julius-. En tal caso, se plantean interesantes interrogantes sobre el origen de la creatividad y otros todavía más interesantes sobre el subconsciente de Henry.
– Creo que le salió así -dijo Dennis Lerner simplemente. Contempló la cabeza con asombrado respeto, sin ver en ella el menor motivo de maravilla ni necesidad alguna de explicación.
Por último, entraron en una de las habitaciones pequeñas del extremo de la ampliación. Había sido preparada para despacho y estaba amueblada con dos escritorios de madera manchados de tinta que parecían desechos de una oficina gubernamental. Tras uno de ellos Grace Willison estaba escribiendo nombres y direcciones a máquina en una hoja perforada de etiquetas adhesivas. Dalgliesh vio con sorpresa que Carwardine escribía lo que parecía una carta privada en la otra mesa. Ambas máquinas de escribir eran muy viejas. Henry usaba una Imperial, Grace una Remington. Dalgliesh se acercó y contempló la lista de nombres y direcciones. Advirtió que el boletín tenía extensa distribución. Aparte las parroquias locales y otras residencias para enfermos crónicos, se enviaba a direcciones de Londres e incluso a dos de los Estados Unidos y a una de las proximidades de Marsella. Nerviosa por el interés que demostraba él, Grace levantó torpemente el codo y la lista encuadernada de nombres y direcciones que estaba copiando cayó al suelo. Pero Dalgliesh ya había visto lo suficiente: la e pequeña no alineada con las demás, la o negruzca, la w mayúscula apenas perceptible. Sin duda aquélla era la máquina de escribir de la que había salido la nota del padre Baddeley. Cogió el libro y se lo entregó a la señora Willison. Sin mirarlo, ella sacudió la cabeza y dijo:
– Gracias, pero ya no me hace falta copiarlo. Me sé los sesenta y ocho nombres de memoria. Hace tanto que lo vengo haciendo… Sólo por sus nombres y los nombres que ponen a sus casas, me imagino cómo son las personas. Pero siempre he tenido facilidad para recordar nombres y direcciones. Me resultaba muy útil cuando trabajaba en una institución benéfica que se ocupaba de ayudar a los presos que salían en libertad. Había muchas listas que pasar a máquina. Ésta es cortísima. ¿Me permite que añada su nombre y así recibirá nuestro boletín trimestral? No son más que diez peniques. Me temo que el franqueo es tan caro que tenemos que cobrar más de lo que quisiéramos.
Henry Carwardine levantó la vista y dijo:
– Tengo entendido que este trimestre hay un poema de Jennie Pegram que empieza:
«Mi estación preferida es el otoño
me encantan sus vivos tonos».
»Yo diría que vale la pena gastarse los diez peniques para descubrir cómo se enfrenta a ese pequeño problema de rima.
Grace Willison sonrió alegremente.
– Ya sabemos que no es más que una producción de aficionados, pero mantiene a la Liga de Amigos en contacto con lo que sucede aquí, y también a nuestros amigos personales, claro.
– A los míos no -dijo Henry-. Saben que estoy incapacitado físicamente, pero no quiero que piensen que también lo estoy mentalmente. En el mejor de los casos, el boletín alcanza el nivel literario de una revista parroquial; en el peor, que es tres números de cada cuatro, es vergonzosamente pueril.
Grace Willison se sonrojó y empezó a temblarle el labio. Dalgliesh se apresuró a decir:
– Sí, por favor, incluya mi nombre. ¿Resultaría más fácil si les pagara ahora todo un año?
– ¡Qué amable! Quizá seis meses sería más seguro. Si Wilfred decide traspasar Toynton Grange a Ridgewell Trust, es posible que tengan otros planes para el boletín. Me temo que en este momento el futuro es muy incierto para todos nosotros. ¿Tiene la bondad de anotarme aquí su dirección? Queenhythe. Eso está junto al río, ¿verdad? Qué agradable. Supongo que no querrá crema de manos ni sales de baño, aunque les mandamos sales a un par de caballeros. Pero ése es el departamento de Dennis. Él se ocupa de la distribución y hace la mayor parte del embalaje. Me temo que nuestras manos tiemblan demasiado para ser útiles. Estoy segura de que podría separarle unas sales.
El sonido de un gong salvó a Dalgliesh de responder a esta anhelante petición.
– El gong de aviso -dijo Julius-. Al segundo toque la cena estará servida. He de regresar a casa a ver lo que me ha dejado mi indispensable señora Reynolds. Ah, ¿han advertido al comandante de que en Toynton Grange se cena al estilo trapense, en silencio? No queremos que infrinja las reglas con inoportunas preguntas sobre el testamento de Michael o sobre qué razones podría tener un paciente de este nidito de amor para lanzarse por un acantilado.
Desapareció con cierto apresuramiento, como si temiera que cualquier tendencia a entretenerse fuera a exponerlo al riesgo de ser invitado a cenar.
Evidentemente Grace Willison se sintió aliviada al verlo marchar, pero sonrió con valentía a Dalgliesh.
– Es cierto que tenemos por norma que nadie hable durante la cena. Espero que no le moleste. Nos turnamos para leer el libro que elijamos. Esta noche le toca a Wilfred, de modo que leerá un sermón de Donne. Son muy buenos, eso sí, y al padre Baddeley le gustaban, lo sé, pero yo los encuentro bastante difíciles. Y creo que no van muy bien con el cordero guisado.
Henry Carwardine hizo rodar su silla hasta el ascensor, abrió con dificultad la puerta de rejilla metálica, la cerró estrepitosamente y pulsó el botón del piso superior. Había insistido en que quería una habitación en el edificio principal, rechazando con firmeza las celdas precarias y de mezquinas proporciones de la ampliación, y Wilfred, pese a lo que a Henry le parecían miedos obsesivos, casi paranoicos, de quedarse aislado en medio de un incendio, accedió de mala gana. Henry confirmó su compromiso con Toynton Grange trasladando allí uno o dos muebles escogidos de su piso de Westminster y prácticamente todos sus libros. Su habitación era amplia, de techo alto y agradables proporciones; las dos ventanas se abrían hacia el sudeste y ofrecían una extensa vista del promontorio. Al lado tenía un cuarto de baño que sólo compartía con el paciente que ocupara la habitación reservada a los enfermos. Sin la menor sombra de culpa, sabía que disponía de la habitación más cómoda de la casa y cada vez se retiraba más a este pulcro mundo privado y cerraba la pesada puerta labrada a la convivencia; de vez en cuando sobornaba a Philby para que le llevara bandejas de comida, le comprara quesos especiales, paté y fruta en Dorchester para complementar las comidas institucionales que el personal de Toynton Grange preparaba por turnos. Por lo visto, Wilfred no había considerado prudente comentar esta insubordinación menor, esta violación de la ley de la solidaridad.
Pensó qué le habría impulsado a lanzar aquella pequeña pulla contra la inofensiva y patética Grace Willison. No era la primera vez desde la muerte de Holroyd que se descubría hablando en el tono de éste. El fenómeno le parecía interesante. Volvía a hacerle pensar en aquella otra vida, aquella a la que había renunciado tan prematura y resueltamente Mientras presidía comisiones, había observado que los miembros desempeñaban sus papeles individuales casi como si se los hubieran repartido de antemano. El halcón, la paloma, el transigente, el paternalista estadista de edad, el rebelde impredecible. Y con qué rapidez, si uno de los colegas se hallaba ausente, otro modificaba sus puntos de vista, adaptaba sutilmente incluso su voz y sus modales para llenar el hueco. Por lo visto, de la misma manera había él adoptado el manto de Holroyd. La idea resultaba irónica y en cierta medida lo satisfacía. ¿Por qué no? ¿Quién si no se adaptaba mejor que él a ese papel incordiante e inconformista?
Había sido uno de los subsecretarios de Estado más jóvenes de toda la historia. Su nombre sonaba como futuro jefe de un departamento. Y así se veía él. Pero la enfermedad, que al principio rozó nervios y músculos con dedos vacilantes, afectó la raíz de la confianza y todos los planes cuidadosamente elaborados. Cada conversación telefónica suponía una dura prueba; aquel pitido insistente cargado de impaciencia bastaba para que le empezaran a temblar las manos. Las reuniones, a las que siempre le había gustado asistir y había presidido con una competencia discreta pero abrasiva, se convirtieron en competiciones impredecibles entre la mente y el ingobernable cuerpo. Perdió la confianza justo en lo que más seguro había estado.
No se hallaba solo en la desgracia. Había visto otros, algunos en su propio departamento, a quienes les ayudaban a pasar de los grotescos coches de inválidos a las sillas de ruedas, que aceptaban un trabajo inferior y más sencillo y se trasladaban a una división que pudiera permitirse transportar un pasajero. El departamento conseguía el equilibrio entre la eficacia y el interés público por un lado y la consideración y la compasión debida por otro. Le hubieran permitido quedarse mucho tiempo más del que justificaba su utilidad. Hubiera podido morir, como había visto morir a otros, con los arneses oficiales puestos, unos arneses más ligeros y adaptados a sus débiles hombros, pero arneses al fin y al cabo. Admitía que para eso se requería cierta valentía. Pero no era su estilo.
Fue una reunión con otro departamento, presidida por él mismo, lo que le hizo decidirse finalmente. Todavía no era capaz de pensar en el desastre sin vergüenza y horror. Volvía a verse, arrastrando los pies impotentes, imprimiendo tatuajes en el suelo con el bastón mientras se esforzaba por dar un paso hacia su asiento, farfullando y rociando de babas los papeles de su vecino al saludarlo. El círculo de ojos que rodeaba la mesa, ojos animales, vigilantes, predatorios, avergonzados, que no se atrevían a encontrarse con los de él. Con la excepción de un muchacho, un joven y apuesto jefe de Hacienda. Éste miraba fijamente al presidente, no con piedad, sino con un interés casi cínico, observando para futura referencia una manifestación más del comportamiento humano sometido a tensiones. Por fin le salieron las palabras, por supuesto. No sabía cómo, había aguantado hasta el final de la reunión, pero para él era el fin.
Se había enterado de la existencia de Toynton Grange como se entera uno de las existencia de tales lugares, a través de un colega cuya esposa recibía el boletín trimestral y contribuía a su financiación. Parecía que podía constituir una solución. Era soltero y no tenía familia. No podía esperar ser siempre capaz de valerse por sí mismo, ni que la pensión de invalidez le permitiera pagar a una enfermera fija. Además tenía que salir de Londres. Si no podía alcanzar el éxito, optaría por desaparecer por completo, por retirarse al olvido, lejos de la azarada compasión de los colegas, del ruido y el aire viciado, de los peligros y las molestias de un mundo agresivamente organizado para los ricos y los sanos. Escribiría el libro sobre la toma de decisiones en el Gobierno planeado para cuando se jubilara, refrescaría sus conocimientos de griego, volvería a leer todo Hardy. Si no podía cultivar su propio jardín, al menos podría desviar los exigentes ojos de la falta de cultivo de los demás.
Y durante los primeros seis meses parecía que funcionaba. Había desventajas que, extrañamente, ni esperaba ni se le habían ocurrido: las monótonas comidas; las tensiones entre personalidades discordantes; el retraso con que le llegaban los libros y el vino; la falta de buena conversación; el egocentrismo de los enfermos, su preocupación por los síntomas y las funciones corporales; el horroroso infantilismo y falsa jovialidad de la vida institucional. Pero, aunque por poco margen, era soportable y tenía miedo de admitir el fracaso, dado que todas las demás alternativas parecían peores. Y entonces llegó Peter.
Hacía poco más de un año de su ingreso en Toynton Grange. Era una víctima de la polio, un muchacho de diecisiete años, hijo único de la viuda de un transportista de la industrial región central de Inglaterra que hizo tres visitas preparatorias de inspección oficiosa y mal informada antes de calcular si podía permitirse aceptar la vacante. Henry sospechaba que, asustada por la soledad y la degradada posición de los primeros meses de viudez, buscaba ya un segundo marido y empezaba a darse cuenta de que un hijo de diecisiete años confinado a una silla de ruedas constituía un obstáculo para la cuidadosa evaluación que harían de ella los posibles candidatos teniendo en cuenta el dinero de su difunto esposo y su propia avejentada y desesperada sexualidad. Al escuchar su torrente de intimidades obstétricas y maritales, Henry constató una vez más que los impedidos eran tratados como una raza aparte. No representaban amenaza alguna, ni sexual ni de cualquier otro tipo, y no ofrecían competencia. Como compañía, tenían la ventaja de los animales: delante de ellos se podía decir literalmente cualquier cosa sin avergonzarse.
Así pues, Dolores Bonnington expresó su satisfacción y, al poco tiempo, llegó Peter. El muchacho le causó al principio una pobre impresión, pero luego fue apreciando gradualmente su capacidad mental. Peter se había criado en casa con la ayuda de enfermeras y, cuando su salud lo permitía, lo acompañaban al colegio público local. Allí había tenido mala suerte. Nadie, y menos su madre, había descubierto su inteligencia. Henry Carwardine dudaba de la capacidad de ésta para reconocerla, pero estaba menos dispuesto a exculpar al colegio. Incluso teniendo en cuenta el problema que representaban las clases demasiado numerosas y la falta de personal, inevitables dificultades logísticas de una enorme escuela pública urbana, algún miembro del claustro de aquel indisciplinado y mal equipado jardín zoológico debería haber reconocido a un niño estudioso, pensaba con ira. Fue Henry quien concibió la idea de proporcionarle a Peter la educación de la que le habían privado, de que con el tiempo podía ingresar en una universidad y ganarse la vida.
Para sorpresa de Henry, preparar a Peter para los exámenes de reválida se convirtió en una preocupación general, en la conciencia de unidad y comunidad de Toynton Grange que ninguno de los experimentos de Wilfred había logrado crear. Incluso Víctor Holroyd participó.
– Parece que ese chico no es tonto. Por supuesto, carece casi por completo de instrucción. Los profesores estarían los pobres demasiado ocupados enseñando relaciones raciales, educación sexual y otros añadidos contemporáneos al programa de estudios, además de evitar que los bárbaros destruyeran el colegio, para que les quedara tiempo para dedicar a alguien con inteligencia.
– Tendría que dar matemáticas y una asignatura de ciencias como mínimo, Victor. Si usted pudiera ayudarlo…
– ¿Sin laboratorio?
– Tenemos el consultorio. Si pudiera arreglarse con eso, después de superar el examen ya no tendría que dar más ciencias.
– Claro que no. Soy consciente de que mis disciplinas sólo se incluyen para crear una ilusión de equilibrio académico. Pero habría que enseñar al chico a pensar científicamente. Conozco a los proveedores, seguramente podría arreglar algo.
– Lo pagaré yo, claro.
– Desde luego. Yo no podría, pero soy de los que cree que la gente ha de pagarse sus propios caprichos.
– Y es posible que a Jennie y Ursula también les interese.
A Henry le sorprendió verse a sí mismo proponiéndolo. El afecto -todavía no había llegado a usar la palabra amor- lo había vuelto amable.
– ¡Por Dios! No pienso abrir una guardería. Pero me ocuparé de instruir al chico en matemáticas y ciencias.
Holroyd daba tres sesiones semanales de una hora exacta y no cabía duda sobre la calidad de sus clases.
Al padre de Baddeley le convencieron para que le enseñara latín. El propio Henry se hizo cargo de la literatura y la historia inglesa, así como de la supervisión general. Descubrió que Grace Willison era la que mejor hablaba francés de Toynton Grange y, tras cierta reticencia, ésta accedió a dar dos sesiones de conversación a la semana. Wilfred observaba los preparativos con indulgencia, sin participar activamente pero sin poner tampoco objeciones. De pronto, todo el mundo estaba ocupado y contento.
El propio Peter se mostraba más resignado que entusiasmado. Pero demostró ser infatigable, en cierta medida divertido, quizá por el entusiasmo de ellos, pero capaz de mantener una concentración prolongada, que es el distintivo de un estudioso. Les resultaba casi imposible encargarle más trabajo del que podía hacer. Era agradecido y dócil pero distante. A veces, Henry, mirando el sosegado rostro afeminado, tenía la aterradora sensación de que los maestros eran todos chicos de diecisiete años y el muchacho el único depositario del triste cinismo de la madurez.
Henry sabía que nunca olvidaría el momento en que reconoció, por fin y con alegría, el amor. Era un día cálido de principios de primavera. ¿De verdad sólo hacía de ello seis meses? Estaban sentados en el mismo sitio que él ocupaba ahora bajo el sol del mediodía, con los libros en el regazo, dispuestos para empezar la clase de historia de las dos y media. Peter llevaba una camisa de manga corta y él se había arremangado la suya para percibir cómo los primeros rayos cálidos del sol le hacían cosquillas en el vello del brazo. Permanecían en silencio igual que él ahora. Y entonces, sin volverse a mirarlo, Peter colocó la suave piel de la parte interior del antebrazo contra la de Henry y, deliberadamente, como si cada movimiento formara parte de un ritual, de una afirmación, entrelazaron los dedos y sus palmas quedaron unidas carne con carne. Los nervios y la sangre de Henry recordaban ese momento y lo recordarían hasta la muerte. El sobresalto de éxtasis, el repentino acceso de alegría, un ramalazo de felicidad en estado puro que, pese a la excitación de la novedad, estaba ya paradójicamente enraizada en la realidad y la paz. En ese momento parecía que todo lo que le había ocurrido en la vida, su trabajo, su enfermedad, su ingreso en Toynton Grange, lo había conducido inevitablemente a aquella paz, a aquel amor. Todo -el éxito, el fracaso, el dolor, la frustración- lo había conducido a ello y quedaba por ello justificado. Nunca había sido tan consciente del cuerpo de otro, de los latidos del pulso en la fina muñeca, del laberinto de venas azules que descansaban contra las suyas, la sangre que fluía en armonía con su propia sangre, la piel delicada increíblemente suave del brazo, los huesos de los infantiles dedos que descansaban confiados entre los suyos. Ante la intimidad de este primer contacto, todas las anteriores aventuras de la carne quedaban ensombrecidas. Y así permanecieron en silencio, durante un tiempo sin medida, insondable, antes de volver la cabeza para mirarse, al principio gravemente, pero luego sonriendo, a los ojos.
Ahora se preguntaba cómo era posible que hubiera subestimado tanto a Wilfred. Felizmente seguro en la confianza del amor reconocido y correspondido, trató las indirectas y recriminaciones de Wilfred -cuando penetraron su conciencia- con compasivo desdén, sin considerarlas más reales o amenazadoras que los lamentos de un maestro tímido e ineficaz que previene obsesivamente a sus pupilos sobre el vicio contrario a la naturaleza.
– Es muy amable por su parte dedicarle tanto tiempo a Peter, pera debemos recordar que en Toynton Grange somos una familia. Otras personas agradecerían también un poco de atención. No es considerado ni conveniente demostrar una preferencia demasiado marcada hacia una sola persona. Creo que Ursula, Jennie y a veces incluso el pobre Georgie se sienten abandonados.
Henry apenas lo oía, y ciertamente no se molestaba en responder.
– Henry, me ha dicho Dot que ahora cierra usted con llave la puerta de su habitación cuando le da clase a Peter. Preferiría que no lo hiciera. Tenemos por norma que las puertas nunca se cierren con llave. Si uno de ustedes necesitara atención médica urgente podría ser muy peligroso.
Henry continuó echando la llave a la puerta y llevándola siempre encima. Era como si Peter y él fueran los únicos habitantes de Toynton Grange. Mientras estaba en la cama, de noche, comenzó a hacer planes y soñar, al principio vacilante y luego con la euforia de la esperanza. Había abandonado demasiado pronto y con demasiada facilidad. Todavía tenía cierto futuro ante él. La madre del chico apenas lo iba a ver y casi nunca le escribía. ¿Por qué no iban a poder abandonar Toynton Grange para vivir juntos? Él disponía de su pensión y de cierto capital. Podría comprar una casita, quizás en Oxford o Cambridge, y acondicionarla para las sillas de ruedas. Cuando Peter asistiera a la universidad necesitaría un hogar. Hizo cálculos, escribió al director de su banco e ideó la manera de presentarle la idea a Peter en su lógica y belleza supremas. Sabía que ello entrañaba peligros. Él empeoraría; con suerte, Peter podía incluso mejorar ligeramente. No debía permitir convertirse en una carga para el chico. El padre Baddeley sólo le habló directamente de Peter en una ocasión. Había llevado a Toynton Grange un libro que Henry quería que resumiera. Al marcharse, dijo con calma, sin eludir la verdad:
– Su enfermedad es progresiva, la de Peter no. Un día tendrá que arreglárselas sin usted. Recuérdelo, hijo mío. -Bueno, lo recordaría.
A principios de agosto, la señora Bonnington dispuso que Peter pasara quince días en casa con ella. Lo llamó «llevárselo de vacaciones».
– No me escribas -le dijo Henry-. Nunca espero algo bueno de una carta. Ya nos veremos dentro de dos semanas.
Pero Peter no regresó. La noche anterior al día en que estaba previsto su regreso, Wilfred anunció la noticia durante la cena, evitando cuidadosamente que sus ojos se encontraran con los de Henry.
– Se alegrarán por Peter al saber que la señora Bonnington le ha encontrado una residencia más próxima a su casa y no regresará aquí. Espera volver a casarse muy pronto y su marido y ella quieren ir a ver a Peter con más frecuencia y tenerlo en casa algún fin de semana. En la nueva residencia se ocuparán de que Peter prosiga su educación. Todos han trabajado mucho con él y sé que se alegrarán de saber que no ha sido en balde.
Un plan muy bueno, tenía que reconocerle ese mérito a Wilfred. Debía de haber habido discretas cartas y llamadas telefónicas a la madre, y negociaciones con la nueva residencia. Peter debía de llevar semanas, posiblemente meses, en la lista de espera. Henry se imaginaba las frases empleadas. «Interés malsano; afecto contrario a la naturaleza; exigir demasiado del chico; presión mental y psicológica.»
Casi ninguno de los residentes le habló del traslado. Evitaron contagiarse de su aflicción. Grace Willison, encogiéndose ante su mirada iracunda, le dijo:
– Todos le echaremos de menos, pero su madre… Es natural que quiera tenerlo más cerca.
– Por supuesto, debemos someternos a los sagrados derechos de la maternidad.
Al cabo de una semana aparentemente ya se habían olvidado de Peter y habían regresado a sus antiguas ocupaciones con la misma facilidad con que los niños desechan los juguetes nuevos y no deseados de Navidad. Holroyd desconectó sus aparatos y los guardó.
– Que le sirva de lección, mi querido Henry. No ponga sus esperanzas en chicos guapos. Ni siquiera podemos esperar que lo arrastraran a la nueva residencia a la fuerza.
– Quizá sí.
– ¡Venga! El muchacho es prácticamente mayor de edad. Tiene todas sus facultades mentales y de habla. Sabe escribir. Hemos de aceptar que nuestra compañía era menos fascinante de lo que nos habíamos imaginado. Pero es dócil. No objetó cuando lo trajeron aquí, y seguro que tampoco cuando se lo llevaron.
Siguiendo un impulso, Henry agarró al padre Baddeley de la manga al pasar y le preguntó:
– ¿Conspiró usted en este triunfo de la moralidad y el amor materno?
El padre Baddeley negó débilmente con la cabeza, un gesto tan ligero que apenas resultó perceptible. Parecía que estaba a punto de hablar, pero luego, tras oprimir con la mano el hombro de Henry, siguió adelante, por una vez sin saber qué hacer, sin ofrecer consuelo. Pero Henry experimentó un acceso de ira y resentimiento hacia Michael como no sentía hacia persona alguna de Toynton Grange. Michael, cuyas piernas y cuya voz funcionaban, que no había quedado reducido a un bufón baboso y farfullero por la cólera. Michael, que sin duda hubiera podido evitar que ocurriera esta monstruosidad de no haberse visto inhibido por la timidez, por el miedo y la repelencia de la carne. Michael, cuya única misión en Toynton Grange era fomentar el amor.
No había recibido carta alguna. Henry se había visto obligado a sobornar a Philby para que recogiera el correo. Su paranoia le había llevado a creer que Wilfred podía interceptar las cartas. Él tampoco escribió, aun cuando la conveniencia o no de hacerlo era una preocupación que acaparaba su conciencia durante la mayor parte del tiempo. Sin embargo, menos de un mes y medio después, la señora Bonnington le escribió a Wilfred para decirle que Peter había muerto de neumonía. Henry sabía que hubiera podido ocurrir en cualquier sitio y en cualquier lugar. Ello no quería decir necesariamente que la atención médica de la nueva residencia fuera inferior a la de Toynton Grange. Peter siempre había corrido un peculiar peligro. Pero, en el fondo, Henry sabía que él podría haber protegido al chico. Al fraguar el traslado de Peter, Wilfred lo había matado.
Y el asesino de Peter continuaba con sus cosas, sonreía con su indulgente sonrisa de medio lado, se apretaba ceremoniosamente los pliegues de la capa para evitar contaminarse de la emoción humana, vigilaba complaciente los defectuosos objetos de su beneficencia. Henry se preguntaba si sería cosa de su imaginación, pero le parecía que Wilfred le había cogido miedo. Ahora raramente se dirigían la palabra. De naturaleza solitaria, Henry se había vuelto arisco desde la muerte de Peter. A excepción de las horas de las comidas, pasaba la mayor parte del día en su habitación, contemplando el desolado promontorio, sin leer ni trabajar, poseído por una profunda abulia. Sabía que odiaba más que se sentía odiado. El amor, la alegría, la cólera, incluso la aflicción, eran emociones demasiado potentes para su disminuida personalidad. Solamente era capaz de soportar sus pálidas sombras. Pero el odio era como una fiebre latente dormida en la sangre; a veces estallaba en un frenético delirio. Durante uno de estos estados de ánimo, Holroyd le hizo una seña y acercó su silla a la de Henry desde el otro lado del patio. La boca de Holroyd, rosada y precisa como la de una niña, una herida limpia y supurante en la marcada mandíbula azulada, se arrugó para descargar su veneno. Henry percibió el amargo aliento de Holroyd en las ventanas de la nariz.
– Me he enterado de una cosa interesante de nuestro querido Wilfred. Dentro de un tiempo la compartiré con usted, pero de momento me perdonará que la saboree solo. Ya llegará la ocasión de desvelarla. Uno siempre aspira a lograr el máximo efecto dramático.
A aquello los habían reducido el odio y el aburrimiento, pensó Henry, a dos escolares cuchicheando, planeando sus pequeñas estratagemas de venganza y traición.
Miró hacia occidente por el alto ventanal redondeado, hacia donde se levantaba el promontorio. Estaba oscureciendo. En alguna parte la inquieta marea restregaba las rocas, de las cuales había lavado para siempre la sangre de Holroyd. Ni siquiera quedaba un jirón de sus ropas para que se adhirieran los percebes. Las manos muertas de Holroyd como algas flotantes que se movieran indolentemente en la marea, ojos llenos de arena vueltos hacia las gaviotas que se precipitaban hacia ellos. ¿Cómo decía aquel poema de Walt Whitman que había recitado Holroyd durante la cena la noche anterior a su muerte?
Acércate, vigorosa libertadora,
y cuando lo has hecho, cuando te los has llevado,
yo canto alborozadamente a los muertos,
perdidos en tu amoroso mar flotante,
bañados en la corriente de tu dicha, oh muerte.
La noche en silencio bajo un sinnúmero de estrellas,
la orilla del mar y la ronca ola susurrante
cuyas voces conozco,
y el alma volviéndose hacia ti, oh vasta y bien velada muerte,
y el cuerpo acurrucándose agradecido contra ti.
¿Por qué ese poema de sentimental resignación, tan ajeno al espíritu batallador de Holroyd y, sin embargo, tan proféticamente apropiado? ¿Les estaba diciendo, aunque fuera subconscientemente, que sabía lo que había de ocurrir, que lo aceptaba y lo esperaba de buena gana? Peter y Holroyd. Holroyd y Baddeley. Y ahora había llegado este policía amigo de Baddeley procedente del pasado. ¿Por qué y para qué? Quizá se enteraría de algo cuando tomaran juntos una copa con Julius después de cenar. Lo mismo, naturalmente, que Dalgliesh. «Conocer la construcción de la mente por el rostro no es un arte.» Pero Duncan se equivocaba. Había mucho de arte en ello y un comandante de la Policía Metropolitana tendría más práctica en él que la mayoría. Bueno, si había venido para eso, podía empezar después de cenar. Hoy él, Henry, cenaría en su habitación. Cuando lo llamara, Philby le llevaría la bandeja y se la colocaría delante sin ceremonia y de mala gana. Philby no podía ofrecer urbanidad, a ningún precio, pero casi todo lo demás sí tenía precio, pensó con ceñudo regocijo.
«Mi cuerpo es mi prisión, y yo obedeceré la Ley de tal modo que no huiré de la prisión; no apresuraré mi muerte haciendo pasar hambre a este cuerpo o macerándolo. Pero si la prisión ardiera en continuas fiebres o se viera arrasada por vapores continuos, ¿podría algún hombre estar tan enamorado de la tierra sobre la que se levantaba esa prisión para preferir quedarse allí a irse a casa?»
No era tanto que Donne no fuera bien con el cordero guisado, pensó Dalgliesh, sino que el cordero no iba bien con el vino de fabricación casera. Ninguno era en sí mismo desagradable. El cordero, guisado con cebollas, patatas y zanahorias, y sazonado con hierbas, era mejor de lo que esperaba, aunque un poco grasiento. El vino de bayas de saúco le traía nostálgicos recuerdos de visitas hechas con su padre a hospitalarios feligreses que no podían salir de casa. Juntos tenían un sabor letal. Alargó el brazo hacia la jarra de agua.
Frente a él estaba sentada Millicent Hammitt, el rostro cuadrado suavizado por la luz de las velas; su ausencia durante la tarde quedaba explicada por el potente aroma a laca que llegaba hasta él desde las rígidas ondas de su cabello canoso. Todo el mundo se hallaba presente menos el matrimonio Hewson, que cenarían en su propia casa, y Henry Carwardine. En el extremo más alejado de la mesa, Albert Philby estaba un poco separado, un Caliban monjil de hábito marrón, medio encorvado sobre su comida. Engullía ruidosamente, arrancando trozos de pan para rebañar vigorosamente el plato. A todos los pacientes había que ayudarlos a comer. Dalgliesh, tratando de sobreponerse a sus remilgos, se esforzaba por no prestar atención a los baboseos, a los golpes de la cuchara contra el plato, a las repentinas náuseas discretamente reprimidas.
«Si marchaste de esa Mesa en paz, no puedes marchar de este mundo en paz. Y la paz de esa Mesa llegará in pace desiderii, con una mente satisfecha…»
Wilfred estaba en pie tras un atril situado en la cabecera de la mesa y flanqueado por dos velas en candelabros de metal. Jeoffrey, inflado por la comida, estaba tumbado, ceremoniosamente enroscado, a sus pies. Wilfred tenía buena voz y sabía usarla. ¿Actor frustrado? ¿O un actor que había hallado su escenario y hacía en él su representación, felizmente ajeno a la menguante audiencia, a la parálisis progresiva de su sueño? ¿Un neurótico guiado por la obsesión? ¿O un hombre en paz consigo mismo, seguro en el inmóvil centro de su ser?
De repente la llama de las cuatro velas de la mesa empezó a trepidar y a sisear. Los oídos de Dalgliesh percibieron un ligero chirrido de ruedas, el suave golpe del metal contra la madera. La puerta se abrió lentamente. La voz de Wilfred vaciló y luego se interrumpió. Una cuchara raspó violentamente un plato. De las sombras salió una silla de ruedas: su ocupante, con la cabeza gacha, iba envuelto en una capa a cuadros. La señorita Willison emitió un gemidito y dibujó la señal de la cruz en el vestido gris. Ursula Hollis jadeó. Nadie habló. De repente, Jennie Pegram soltó un chillido, agudo e insistente, como un silbido. El sonido era tan irreal que Dot Moxon levantó la cabeza y miró alrededor como si no supiera de dónde procedía. El grito se convirtió en una risita. La muchacha se tapó la boca con la mano y luego dijo:
– Pensaba que era Victor. Ésa es la capa de Victor.
Nadie más se movió ni habló. Paseando la mirada a lo largo de la mesa, Dalgliesh se detuvo especulativamente en Dennis Lerner. Su rostro era una máscara de terror que lentamente se desintegró para convertirse en alivio; parecía que sus rasgos languidecían y se arrugaban, amorfos como un cuadro ajado. Carwardine condujo la silla hasta la mesa. Tuvo cierta dificultad en pronunciar las palabras. Un glóbulo de mucosidad relucía como una joya amarilla a la luz de las velas y se le escurría de la barbilla. Finalmente, dijo con su voz aguda y distorsionada:
– He pensado bajar a tomar café. Me ha parecido una descortesía ausentarme la primera noche que nos acompaña nuestro huésped.
– ¿Era necesario que se pusiera esa capa? -dijo Moxon con voz severa.
– Estaba en el despacho y he tenido frío -contestó él volviéndose-. Tenemos tanto en común… ¿Acaso es preciso excluir a los muertos?
– ¿No les parece que debemos obedecer la Regla? -dijo Wilfred.
Todos volvieron sus rostros hacia él como niños obedientes. Wilfred esperó a que hubieran vuelto a comer. Las manos que sujetaban los costados del atril eran firmes, la hermosa voz perfectamente controlada.
«Que así anclado, y en esa calma, ya prolongue Dios la travesía, prolongando la vida, o te lleve a puerto con la brisa, o con la ausencia de brisa de la Muerte, en cualquier dirección, este u oeste, debes partir en paz…»
Ya eran más de las ocho y media cuando Dalgliesh se dispuso a empujar a Henry Carwardine hasta casa de Julius Court. La tarea no era fácil para un hombre en las primeras etapas de la convalecencia. Carwardine, aunque estaba delgado, pesaba mucho, y el pedregoso sendero serpenteaba cuesta arriba. Dalgliesh no había querido sugerir que usaran su coche porque ser traspasado por la estrecha puerta debía de resultar más doloroso y humillante para su compañero que la habitual silla de ruedas. Anstey cruzaba el vestíbulo cuando ellos se marchaban y les sostuvo la puerta y le ayudó a bajar la silla por la rampa, pero no propuso asistirlo en el recorrido ni le ofreció la furgoneta de los pacientes. Dalgliesh pensó si se estaría imaginando que en el «buenas noches» final de Anstey había una nota de desaprobación de la empresa.
Ninguno de los dos hombres habló durante la primera parte del trayecto. Carwardine llevaba una gran linterna entre las rodillas y trataba de mantenerla enfocada en el camino. El círculo de luz, que giraba y se bamboleaba ante ellos a cada sacudida de la silla, iluminaba con deslumbrante claridad un mundo nocturno secreto y circular de verdor, movimiento y vida fugaz. Dalgliesh, un poco mareado por el cansancio, se sentía disociado de su entorno físico. Los dos gruesos asideros de goma, resbaladizos al tacto, estaban flojos y se retorcían de un modo irritante bajo sus manos, como si no tuvieran relación alguna con el resto de la silla. El camino que se extendía ante él sólo era real porque sus piedras y grietas sacudían las ruedas. La noche era apacible y muy cálida para ser otoño, el aire estaba cargado de olor a hierba y de recuerdos de las flores del estío. Unas nubes bajas habían tapado las estrellas y avanzaban en una oscuridad casi total hacia el creciente murmullo del mar y los cuatro rombos luminosos que señalaban Toynton Cottage. Cuando estuvieron lo suficientemente cerca para que se distinguiera que el rombo mayor correspondía a la puerta trasera, Dalgliesh dijo llevado de un impulso:
– Encontré un anónimo bastante desagradable en el escritorio del padre Baddeley. Evidentemente no le caía simpático a alguien de Toynton Grange. Querría saber si era por despecho personal o si alguien más ha recibido otro.
Carwardine alzó la cabeza. Dalgliesh vio su rostro intrigantemente escorzado, la afilada nariz garfio óseo, la mandíbula colgante, como si de una marioneta se tratara, bajo el informe vacío de la boca.
– Yo recibí uno hace unos diez meses -dijo-. Estaba dentro del libro que había sacado de la biblioteca. Desde entonces no he recibido otro y no sé de alguien que haya recibido alguno. No solemos hablar de estos temas, pero creo que la noticia se hubiera extendido si el mal fuera endémico. El mío supongo que era una burla corriente. Sugería que tenía a mi alcance métodos de autosatisfacción sexual en cierto modo acrobáticos si todavía contaba con la agilidad física suficiente para ejecutarlos. Daba por hecho el deseo de llevarlos a cabo.
– ¿Entonces era obsceno y no meramente ofensivo?
– Obsceno en el sentido de que estaba calculado para producir repugnancia más que para pervertir o corromper, sí.
– ¿Tiene usted alguna idea de quién podría ser el responsable?
– Estaba escrito en papel de Toynton Grange y con una vieja máquina de escribir Remington que usa Grace Willison fundamentalmente para mandar el boletín trimestral. Ella parecía la candidata más probable. No fue Ursula Hollis, que no llegó hasta dos meses después. Y, ¿no suelen mandar estas cosas las solteronas respetables de mediana edad?
– En este caso, lo dudo.
– Bueno… me someto a su mayor experiencia en cuestiones de obscenidad.
– ¿Se lo contó a alguien?
– Sólo a Julius. Él me aconsejó que no lo dijera y me sugirió que rompiera el papel y lo echara al retrete. Dado que el consejo coincidía con mis propias inclinaciones, lo seguí. Como he dicho, no he recibido otro. Me imagino que la diversión pierda interés si la víctima no se muestra molesta.
– ¿Podría haber sido Holroyd?
– No parecía su estilo. Víctor podía ser insultante, pero creo que no de esa manera. Su arma era su voz, no la pluma. Personalmente, a mí no me desagradaba tanto como a algunos. Atacaba como un niño desdichado. Había en él más amargura personal que malicia activa. Es cierto que añadió un codicilo bastante infantil a su testamento la semana antes de morir; Philby y la asistenta de Julius, la señora Reynolds, fueron testigos. Pero probablemente eso se debía a que estaba decidido a morir y quería liberarnos de toda obligación de recordarlo con afecto.
– ¿De modo que piensa usted que se suicidó?
– Naturalmente. Lo mismo que todo el mundo. ¿Cómo iba a ocurrir si no? Me parece la hipótesis más probable. O bien fue suicidio, o bien asesinato.
Era la primera vez que alguien usaba esa portentosa palabra. En la voz pedante y aguda de Carwardine resultaba tan incongruente como una blasfemia en labios de una monja.
– También es posible que fallaran los frenos de la silla -dijo Dalgliesh.
– Dadas las circunstancias, eso lo considero asesinato.
Guardaron silencio unos instantes. La silla saltó por encima de una piedra y la luz de la linterna ascendió bruscamente describiendo un amplio arco, como un foco diminuto y débil. Carwardine la sujetó y luego dijo:
– Philby engrasó y comprobó los frenos de las sillas a las ocho y media de la noche anterior de la muerte de Holroyd. Yo estaba en el taller jugando con la arcilla y lo vi. Poco después se marchó y yo me quedé hasta aproximadamente las diez.
– ¿Le ha contado todo esto a la policía?
– Dado que querían saberlo, sí. Con bien poco tacto, me preguntaron dónde había estado exactamente esa noche y si había tocado la silla de Holroyd después de que Philby se marchara. Puesto que aunque lo hubiera hecho no lo habría admitido, la pregunta era bastante inocente. Interrogaron a Philby, pero no delante de mí, y estoy seguro de que confirmó mi relato. Tengo una actitud ambivalente respecto a la policía: me limito estrictamente a responder a sus preguntas, pero aceptando la premisa de que, en general, tienen derecho a la verdad.
Habían llegado. De la puerta trasera de la casa salía una potente luz y Julius Court, una silueta oscura, se asomó al umbral para recibirlos. Ocupó el lugar de Dalgliesh detrás de la silla y la empujó por el corto pasadizo de piedra que conducía a la salita. De camino, Dalgliesh sólo tuvo tiempo para entrever por una puerta abierta las paredes cubiertas de madera de pino, el suelo de las losetas rojas y el reluciente metal de la cocina de Julius, una cocina como la suya, en la que una mujer, con una remuneración demasiado alta y muy poco trabajo a fin de mitigar la culpabilidad del que la emplea por contratarla, prepara de vez en cuando una comida que satisfaga los exigentes gustos de una sola persona.
La sala de estar ocupaba toda la parte delantera de la planta baja de lo que originalmente habían sido dos casitas adosadas. Una hoguera de madera abandonada por el mar chisporroteaba en la chimenea, pero ambas ventanas estaban abiertas a la noche. Las paredes de piedra vibraban con las acometidas del mar. Resultaba desconcertante sentirse tan cerca del borde del precipicio pero no saber exactamente a qué distancia. Como si hubiera leído sus pensamientos, Julius dijo:
– No estamos más que a cinco metros y medio de un precipicio de doce metros. Ahí fuera hay un patio y un muro bajo; luego podemos salir si no hace mucho frío. ¿Qué desea tomar, un licor o vino? Ya sé que Henry prefiere el clarete.
– Clarete, por favor.
Dalgliesh no se arrepintió de su elección cuando vio las etiquetas de las tres botellas, dos previamente descorchadas, que había sobre la mesita próxima a la chimenea. Le sorprendió que se ofreciera vino de tal calidad a dos huéspedes de poco compromiso. Mientras Julius preparaba las copas, Dalgliesh empezó a pasear por la estancia. Contenía objetos admirables, si uno estaba de humor para valorar las posesiones personales. Al advertir una espléndida jarra Sunderland de loza con reflejos metálicos que conmemoraba la batalla de Trafalgar, tres figuritas Staffordshire de la primera época que descansaban en la repisa de la chimenea, y un par de bonitas marinas colgadas de la pared más larga, se le iluminaron los ojos. Sobre la puerta que conducía al borde del acantilado había un mascarón de proa fina y recargadamente tallado en madera: dos querubines sostenían un galeón cubierto por un escudo y envuelto con gruesos nudos de marinero. Al percibir su interés, Julius comentó:
– Lo hizo Grinling Gibbons hacia 1660, se dice que para Jacob Court, un contrabandista de estas tierras. Por lo que he averiguado, no era antepasado mío. Mala suerte. Seguramente es el mascarón de proa más antiguo que existe. En Greenwich piensan que tienen uno anterior, pero yo diría que el mío lo aventaja en un par de años.
Colocado sobre un pedestal en el extremo más alejado de la habitación, desde donde emitía un ligero resplandor, como si fuera luminoso, había un busto de mármol de un niño alado que sostenía en la regordeta mano un ramillete de capullos de rosa y azucenas. El mármol era de un color café claro, excepto en los párpados de los cerrados ojos, donde estaba teñido de un rosa pálido. Las manos sin venas sostenían las flores con la fuerza honesta y despreocupada de un niño; el niño tenía los labios entreabiertos en un esbozo de sonrisa, serena e intrigante. Dalgliesh extendió un dedo y acarició suavemente la mejilla; se la imaginó cálida al tacto. Julius se le acercó con dos copas.
– Le gusta el mármol. Naturalmente, formaba parte de un monumento funerario, del siglo XVII o principios del XVIII, y de la escuela de Bernini. Sospecho que a Henry le gustaría más si fuera un Bernini auténtico.
– No me gustaría más -declaró Henry-. Lo que dije es que estaría dispuesto a pagar más por él.
Dalgliesh y Court regresaron a la chimenea y se acomodaron para dar inicio a lo que evidentemente iba a ser una noche de mucho beber. Dalgliesh se sorprendió paseando los ojos por la habitación. Evidentemente, no había en ella ostentación ni búsqueda consciente de originalidad o efecto. Sin embargo, se notaba el cuidado puesto en su arreglo; cada objeto ocupaba el lugar adecuado. Habían sido adquiridos, pensó, porque a Julius le gustaban; no formaban parte de un cuidadoso plan de revalorización, ni habían sido comprados por una obsesiva necesidad de ampliar la colección. No obstante, Dalgliesh dudaba de que hubieran sido descubiertos casualmente o pagados a bajo precio. También los muebles constituían muestras de prosperidad. El sofá y las dos butacas de piel eran quizá demasiado opulentos para las proporciones y la simplicidad de la estancia, pero evidentemente Julius los había elegido pensando en la comodidad. Dalgliesh se reprochó el ramalazo de puritanismo que le hacía comparar desfavorablemente la habitación con los acogedores andrajos de la sala de estar del padre Baddeley.
Carwardine, contemplando el fuego desde su silla de ruedas por encima del borde de la copa, preguntó de repente:
– ¿Le habló Baddeley de las extrañas manifestaciones de la filantropía de Wilfred, o su visita ha sido repentina?
Era una pregunta que Dalgliesh esperaba y percibió que ambos hombres sentían algo más que interés por su respuesta.
– El padre Baddeley me escribió diciendo que le gustaría verme. Yo decidí venir llevado por un impulso. He estado una temporada en el hospital y me pareció buena idea pasar unos días de convalecencia con él.
– A mí se me ocurren muchos sitios mejores que Villa Esperanza para pasar un período de convalecencia, si el interior se parece mínimamente al exterior. ¿Hacía tiempo que conocía a Baddeley?
– Desde la infancia. Fue ayudante de mi padre. Pero la última vez que nos vimos, y brevemente, fue cuando yo todavía estaba en la universidad.
– Y después de contentarse sin tener noticias uno de otro durante aproximadamente una década, a usted le inquieta encontrárselo muerto de un modo tan inoportuno.
– Más de lo que esperaba -dijo Dalgliesh con tranquilidad sin darse por aludido-. Nos escribíamos con muy poca frecuencia, generalmente sólo una tarjeta para Navidad, pero pensaba en él más que en otras personas a quienes veía casi diariamente. No sé por qué nunca me tomé la molestia de contactar con él. Siempre podemos poner la excusa del trabajo. Pero, por lo que recuerdo del padre Baddeley, no acabo de entender cómo encajaba aquí.
– No encajaba -rió Julius-. Entró en un momento en que Wilfred pasaba por una fase más ortodoxa, supongo que para dar a Toynton Grange cierta respetabilidad religiosa. Pero en los últimos meses yo percibí que se trataban con frialdad, ¿tú no, Henry? Seguramente el padre Baddeley ya no estaba seguro de si Wilfred quería un sacerdote o un gurú. Wilfred aprovechaba cualquier retazo de filosofía, metafísica y religión ortodoxa que le sirva para confeccionar su sueño en tecnicolor. En consecuencia, como seguramente descubrirá si se queda el tiempo suficiente, este lugar sufre una carencia de ética coherente. Y nada hay más fatal para el éxito. Tomemos como ejemplo mi club de Londres, dedicado simplemente al disfrute de una buena comida y el buen vino, excluyendo a los pelmazos y a los pederastas. Naturalmente, no existe la más mínima declaración explícita, pero todos sabemos a qué atenernos. Los fines son sencillos y comprensibles, por lo tanto, alcanzables. Aquí los pobrecitos no saben si están en una clínica, en una comuna, en un hotel, en un monasterio o en un manicomio especialmente estrafalario. Incluso tienen sesiones de meditación de vez en cuando. Me temo que Wilfred se está dejando influir un poco por los zen.
– Está confuso, pero, ¿quién no lo está? -interrumpió Carwardine-. En el fondo es amable y bien intencionado, y se ha gastado su fortuna personal en Toynton Grange. En esta época de compromisos orientados a la propia complacencia en la que el primer principio de la protesta pública o privada es que no debe estar relacionada con cosa alguna de lo que el que protesta pueda ser responsable, ni implique para él el más ligero sacrificio personal, eso al menos habla en su favor.
– ¿Le tiene usted simpatía? -preguntó Dalgliesh.
– Puesto que me ha salvado del encarcelamiento en un hospital para enfermos crónicos y me proporciona una habitación amplia a un precio que puedo pagar, estoy naturalmente obligado a considerarlo encantador -contestó Henry Carwardine con sorprendente aspereza. Se produjo un corto y tenso silencio. Al percibirlo, Carwardine, añadió-: La comida es lo peor de Toynton. Pero eso puede remediarse, aunque a veces me sienta como un colegial glotón dándome un festín solo en mi habitación. Y escuchar a mis compañeros leer sus fragmentos preferidos de la teología popular y las antologías más asequibles de la poesía inglesa es poco precio por el silencio durante la cena.
– Debe de ser difícil encontrar personal. Según la señora Hewson, Anstey se fía de un ex presidiario y de una enfermera que en ningún sitio contratarían.
Julius Court alargó el brazo para coger la botella de vino y volvió a llenar las tres copas.
– Nuestra querida Maggie, tan discreta como siempre. Es cierto que Philby, el mozo, tiene ciertos antecedentes. No es exactamente un orgullo para la institución, pero alguien tiene que lavar la ropa sucia, matar los pollos, limpiar los lavabos y hacer todas las otras tareas ante las cuales se estremece el alma sensible de Wilfred. Además es un apasionado devoto de Dot Moxon, y no me cabe duda alguna de que ello contribuye a tenerla contenta. Puesto que Maggie se ha ido tanto de la lengua, más vale que sepa la verdad sobre Dot. Quizá recuerde algo del caso; es la famosa enfermera del hospital geriátrico de Nettigfield. Hace cuatro años le pegó a un paciente. No fue un golpe fuerte, pero la vieja se cayó, se dio un golpe contra la mesilla de noche y casi murió. Leyendo entre líneas el informe de la investigación subsiguiente se deduce que era una arpía egoísta, exigente y gruñona que hubiera tentado a un santo. Su familia no quería tener nada que ver con ella, ni siquiera la iban a ver, hasta que descubrieron que podían obtener mucha publicidad beneficiosa demostrando su lícita indignación; cosa perfectamente correcta, por otra parte. Los pacientes, por muy desagradables que sean, son sagrados y, en nuestro propio interés, es preciso mantener ese admirable precepto. El incidente levantó una oleada de quejas sobre el hospital. Hubo una investigación completa que abarcó la administración, los servicios médicos, la comida, la atención, todo. No es de extrañar que encontraran abundante materia que investigar. Como consecuencia, fueron despedidos dos practicantes y Dot se marchó por iniciativa propia. El resultado de la investigación, al tiempo que lamentaba que hubiera perdido el control, la exoneraba de toda sospecha de crueldad deliberada. Pero el daño ya estaba hecho; ningún otro hospital la contrataría. Aparte de la sospecha de que no era del todo fiable en situaciones difíciles, la culpaban por desencadenar un proceso que a nadie benefició e hizo perder el trabajo a dos hombres. Después de esto, Wilfred intentó ponerse en contacto con ella; por lo que se supo de la investigación, le pareció que había sido muy severa. Le costó algo de tiempo localizarla, pero por fin lo consiguió y la invitó a venir aquí como una especie de enfermera jefe. En realidad, igual que el resto del personal, hace todo lo que sea necesario, desde prestar cuidados médicos a cocinar. Pero los motivos de Wilfred no eran totalmente altruistas. Nunca resulta fácil encontrar enfermeras para un lugar remoto y especializado como éste, dejando aparte lo poco ortodoxo de los métodos de Wilfred. Si perdiera a Dorothy Moxon, no le sería sencillo encontrarle sustituía.
– Recuerdo el caso, pero no su cara -dijo Dalgliesh-. Es la chica rubia, Jennie Pegram, ¿no?, la que me suena.
Carwardine sonrió, indulgente, un poco desdeñoso.
– Ya pensaba que preguntaría por ella. Wilfred debería idear un modo de usarla para obtener fondos, a ella le encantaría. No conozco persona alguna que adopte mejor esa expresión de fortaleza melancólica, perplejidad y sufrimiento. Debidamente explotada, podría conseguir una fortuna para la casa.
– A Henry, como habrá observado, no le es simpática -dijo Julius riendo-. Si su cara le suena, quizá sea de verla en la televisión hace aproximadamente un año y medio. Fue el mes en que los medios de comunicación se propusieron lacerar la conciencia británica en bien de los enfermos crónicos juveniles. El productor mandó a sus subordinados a buscar una víctima idónea y encontraron a Jennie. Hacía doce años que recibía cuidados, y muy buenos cuidados, en una clínica geriátrica, en parte, supongo, porque no encontraron un lugar más adecuado para ella, en parte porque a ella le gustaba ser la niñita malcriada de los pacientes y de las visitas, y en parte porque el hospital contaba con un servicio de fisioterapia y terapia ocupacional que a Jennie le venía muy bien. Pero el programa, como se puede imaginar, explotó la situación: «Desafortunada muchacha de veinticinco años encarcelada entre viejos y moribundos, aislada de su comunidad, desvalida, sin esperanza». Agruparon cuidadosamente a los pacientes más seniles alrededor de ella, Jennie ocupó el centro e hizo su papel magníficamente ante las cámaras. Se lanzaron estridentes acusaciones contra la falta de humanidad del Ministerio de Sanidad, la junta regional de centros hospitalarios y la dirección del hospital. Al día siguiente, como era de esperar, hubo un estallido público de indignación que duró, me imagino, hasta el siguiente programa de denuncia. El misericordioso público británico exigió que se encontrara un lugar más apropiado para Jennie. Wilfred escribió ofreciéndole una plaza aquí, Jennie aceptó, y llegó hace catorce meses. Nadie sabe del todo qué piensa de nosotros. Yo daría mucho por ver lo que pasa por su mente.
A Dalgliesh le sorprendió que Julius conociera tan íntimamente a los pacientes de Toynton Grange, pero no preguntó más. Dejó discretamente la charla y se dedicó a saborear el vino, apenas escuchando las vagas voces de sus contertulios. Era la charla apacible y poco exigente de unos hombres que tenían conocidos e intereses en común, que sabían lo suficiente el uno del otro y se importaban lo suficiente para crear una ilusión de compañerismo. Él carecía de deseos de compartirla. El vino merecía el silencio. Cayó en la cuenta de que éste era el primer vino de calidad que tomaba desde su enfermedad. Resultaba tranquilizador que otro de los placeres de la vida conservara su reconfortante poder. Tardó un instante en advertir que Julius le hablaba a él.
– Lamento haber propuesto la lectura poética, pero no me desagrada del todo haberlo hecho. Ilustra una cosa que ya verá usted de Toynton. Te explotan. No lo hacen intencionadamente, pero no pueden evitarlo. Dicen que quieren ser tratados como personas normales y luego piden cosas que a ninguna persona normal se le ocurriría pedir, y naturalmente, uno no puede negarse. Ahora quizá ya no piense tan mal de aquellos de nosotros que parecemos menos entusiastas acerca de Toynton.
– ¿Nosotros?
– El grupito de los normales, al menos físicamente, esclavizados en el lugar.
– ¿Están esclavizados?
– ¡Y tanto! Yo me voy a Londres o al extranjero para que el encantamiento no tenga tiempo de hacer efecto en mí. Pero piense en Millicent, atrapada en esa casita porque Wilfred se la cede sin pedirle alquiler. Lo único que desea es regresar a las partidas de bridge y a los pasteles de crema del balneario de Cheltenham. ¿Por qué no lo hace? Y Maggie. Maggie diría que lo único que quiere es vivir un poco. Y eso es lo que queremos todos, vivir un poco. Wilfred trató de convencerla de que debería aficionarse a observar los pájaros. Recuerdo perfectamente lo que le contestó: «Si tengo que observar otra maldita gaviota cagarse en el cabo de Toynton, me lanzaré gritando al mar». Querida Maggie. Me gusta cuando está sobria. ¿Y Eric? Bueno, Eric podría huir si tuviera valentía suficiente. Cuidar a cinco pacientes y supervisar médicamente la producción de crema de manos y sales de baño no es una tarea muy honrosa para un médico titulado, aunque tenga una desafortunada predilección por las niñas pequeñas. Y está también Helen Rainer. Pero me da la impresión de que el motivo que tiene nuestra enigmática Helen para quedarse es más elemental y comprensible. Todos se mueren de aburrimiento. Y ahora yo le estoy aburriendo a usted. ¿Le apetece escuchar un poco de música? Por lo general escuchamos discos cuando viene Henry.
El clarete, sin la compañía de la charla o de la música, ya habría contentado a Dalgliesh. Pero era consciente de que Henry tenía tantas ganas de escuchar un disco como Julius probablemente de demostrar la superioridad de su equipo musical. Al ser invitado a elegir, Dalgliesh pidió Vivaldi. Mientras sonaba el disco, salió a la noche. Julius lo siguió y permanecieron en silencio junto a la pequeña barricada de piedras que se levantaba al borde del acantilado. El mar se extendía ante ellos, ligeramente luminoso, fantasmagórico, bajo las altas y difuminadas estrellas. Pensó que la marea se estaba retirando pero todavía parecía muy próxima, golpeando la pedregosa playa con grandes acordes, un acompañamiento de bajo para el agudo y dulce contrapunto de los distantes violines. Le pareció que la espuma le salpicaba la frente, pero al alzar la mano descubrió que sólo era un efecto de la fresca brisa.
Así pues, debía de haber dos escritores de anónimos, de los cuales sólo uno se entregaba genuinamente a su obsceno oficio. De la inquietud de Grace Willison y de la lacónica aversión de Carwardine se deducía que habían recibido un tipo de escrito muy distinto al que había encontrado en Villa Esperanza. Era demasiada coincidencia que hubiera dos escritores de anónimos simultáneamente en una comunidad tan pequeña. Cabía suponer que la nota destinada al padre Baddeley había sido colocada en su escritorio después de su muerte, procurando no ocultarla demasiado, para que la encontrara Dalgliesh. De ser así, tenía que haberla puesto alguien que estuviera al corriente de la existencia de uno de los otros dos anónimos, alguien a quien le hubieran dicho que había sido escrito con una de las máquinas de Toynton Grange y en papel de Toynton Grange pero no hubiera llegado a verlo. La carta de Grace Willison había sido escrita con la Imperial, y sólo le había hablado de ella a Dot Moxon. La de Carwardine, igual que la del padre Baddeley, había sido escrita con la Remington y se lo había contado a Julius Court. La deducción era obvia. Pero, ¿cómo podía un hombre de la inteligencia de Court esperar que un truco tan infantil engañara a un detective profesional, o siquiera a un aficionado entusiasta? Pero, ¿era eso lo que pretendía?
Dalgliesh sólo había firmado la postal que le envió al padre Baddeley con sus iniciales. Si la había encontrado alguien que tuviera un secreto mientras rebuscaba febrilmente en el escritorio, no debía de haberle revelado dato alguno aparte que el padre Baddeley esperaba una visita la tarde del primero de octubre, una visita seguramente inocua, otro clérigo o un antiguo feligrés. Sólo en el caso de que el padre Baddeley hubiera confiado a alguien que algo le preocupaba, hubiera merecido la pena fabricar y colocar una pista falsa. Era casi seguro que había sido colocada en el escritorio poco antes de su llegada. Si Anstey no mentía al decir que había mirado los papeles de Baddeley la mañana siguiente a su muerte, era imposible que se le pasara por alto el anónimo o que lo hubiera dejado donde estaba.
Sin embargo, aunque todo eso fuera una elaborada y demasiado retorcida sucesión de conjeturas y el padre Baddeley hubiera recibido de verdad el anónimo, Dalgliesh estaba convencido de que no era la razón que le había llevado a llamarlo. El padre Baddeley se hubiera considerado perfectamente competente, tanto para descubrir al remitente como para ocuparse de él. No era un hombre de mundo, pero tampoco era un ingenuo. A diferencia de Dalgliesh, seguramente pocas veces habría tenido que tratar en el plano profesional con los pecados más espectaculares, pero eso no quería decir que escaparan a su capacidad o a su comprensión. De cualquier modo, se podía argüir que aquéllos eran los pecados más inocuos. Él, como cualquier párroco, debía de estar harto de enfrentarse a las faltas más corrosivas, mezquinas y viles en toda su triste pero limitada variedad. Tenía la respuesta preparada, misericordiosa pero inexorable, y la ofrecía, según recordaba Dalgliesh displicentemente, con toda la suave arrogancia de la absoluta certeza. No, cuando el padre Baddeley le escribió que buscaba consejo profesional, eso era lo que quería, el asesoramiento que sólo un policía podía darle sobre un asunto que no se sentía capacitado para solucionar por sí solo, y no era probable que consistiera en la identificación de un autor de anónimos malicioso, pero no particularmente depravado, que operaba en una pequeña comunidad en la cual él debía de conocer íntimamente a todos los miembros.
La posibilidad de tratar de descubrir la verdad sumió a Dalgliesh en una profunda depresión. Se encontraba en Toynton Grange haciendo una visita de carácter meramente privado. Carecía de posición, de instalaciones e incluso de material. Podía alargar la tarea de seleccionar los libros del padre Baddeley para que le ocupara una semana, quizás algo más. Después, ¿qué excusa podía poner para quedarse? Y nada había descubierto que le diera motivo para hacer intervenir a la policía local. ¿Qué entidad tenían aquellas vagas sospechas, aquel presentimiento? Un viejo que se está muriendo de una dolencia cardíaca, que sufre el esperado ataque final en paz sentado en su butaca junto al fuego, y quizás en el último momento de conciencia se lleva a la mano el familiar tacto de la estola, se la levanta por encima de la cabeza por última vez por razones, seguramente sólo medio reconocidas, de comodidad, tranquilidad, simbolismo o simple afirmación de su sacerdocio o de su fe. Podrían aducirse docenas de explicaciones, todas sencillas, todas más plausibles que la visita secreta de un falso penitente asesino. Y el diario que faltaba…, ¿quién podía demostrar que el propio padre Baddeley no lo había destruido antes de que se lo llevaran al hospital? La cerradura forzada del escritorio…, lo único que faltaba era el diario, y que él supiera, no se había robado nada de valor. En ausencia de otras pruebas, ¿cómo podía justificar una investigación oficial de una llave extraviada y una cerradura rota?
Pero el padre Baddeley lo había llamado. Algo le preocupaba. Si Dalgliesh, sin comprometerse ni complicarse demasiado la vida, podía descubrir durante la semana o diez días siguientes a qué se debía la llamada, lo haría. Le debía al menos eso al anciano. Pero ahí se acabaría. Al día siguiente haría una visita de compromiso a la policía y al abogado del padre Baddeley. Si descubría algo, que la policía se ocupara de ello. Él había dejado ese tipo de trabajo, como profesional y como aficionado, y haría falta algo más que la muerte de un sacerdote para revocar esa decisión.
Cuando regresaron a Toynton Grange, poco después de las doce de la noche, Henry Carwardine dijo bruscamente:
– Me temo que habrán contado con que usted me ayude a acostarme. Generalmente Dennis Lerner me lleva y luego pasa a recogerme a las doce, pero ya que está usted aquí… Como ha dicho Julius, en Toynton Grange somos unos explotadores. Y más vale que me duche. Dennis libra mañana por la mañana y no soporto a Philby. Mi habitación está en el primer piso. Tenemos que coger el ascensor.
Henry sabía que parecía descortés, pero supuso que eso sería más aceptable para su silencioso compañero que la humildad o la auto-compasión. Le dio entonces la impresión de que al propio Dalgliesh no le hubiera venido mal un poco de ayuda. Quizás había estado más enfermo de lo que parecía.
– Media botella más y sospecho que nos hubieran tenido que ayudar a ambos -dijo Dalgliesh-, pero haré lo que pueda y achacaremos mi torpeza a la inexperiencia y al clarete.
Sin embargo, resultó sorprendentemente amable y competente. Desnudó a Henry, lo acompañó al lavabo y luego a la ducha. Invirtió un poco de tiempo en estudiar la polea y los demás utensilios y luego los empleó todos con inteligencia. Cuando no sabía qué había que hacer, lo preguntaba. Aparte de estas breves y necesarias frases, ninguno de los dos habló. Henry pensó que raras veces lo habían acostado con tan imaginativa suavidad, pero al ver fugazmente en el espejo del cuarto de baño el rostro preocupado de su compañero, los impenetrables ojos oscuros cavernosos de fatiga, de repente pensó que ojalá no le hubiera pedido ayuda, que ojalá se hubiera acostado sin ducharse y sin desnudarse, libre del humillante tacto de aquellas manos competentes. Percibió que, tras la disciplinada calma, todo contacto con su cuerpo desnudo era un desagradable deber. Y para el propio Henry, ilógica y sorprendentemente, la sensación de las manos frías de Dalgliesh era como el tacto del miedo. Lo que deseaba era gritar:
«¿Qué hace aquí? Váyase, no se meta, déjenos en paz». El impulso era tan fuerte que casi le pareció que había pronunciado esas palabras en voz alta. Y cuando por fin se halló cómodamente instalado en la cama por su enfermero temporal, y Dalgliesh pronunció un brusco «adiós» antes de dejarlo inmediatamente sin decir más, supo que era porque no hubiera soportado oír siquiera las palabras de agradecimiento más rutinarias y menos amables.