SEGUNDA PARTE . Muerte de un sacerdote

Capítulo 2

Once días después, justo antes del alba, todavía débil y con la palidez del hospital pero eufórico por el engañoso bienestar de la convalecencia, Dalgliesh abandonó su piso, que se alzaba muy por encima del Támesis en Queenhythe, y se dirigió en coche hacia el suroeste. Dos meses antes de caer enfermo, se había separado, final y definitivamente, aunque con pesar, de su viejo Cooper Bristol y ahora conducía un Jensen Healey. Se alegraba de que el automóvil tuviera hecho el rodaje y casi se había habituado al cambio. Embarcarse simbólicamente en una nueva vida con un coche totalmente nuevo hubiera sido demasiado banal. Metió su única maleta y unos pocos utensilios esenciales para una comida campestre, entre ellos un sacacorchos, en el maletero y guardó en la guantera un ejemplar de las poesías de Hardy, Retorno al país natal, y la guía arquitectónica de Dorset escrita por Newman y Pevsner. Iban a ser unas vacaciones de convaleciente: libros conocidos, una breve visita a un viejo amigo como objetivo del viaje, una ruta dejada al antojo de cada día que incluyera zonas conocidas y nuevas, e incluso la saludable molestia de un problema personal que justificara la soledad y la permitida ociosidad. Quedó desconcertado cuando, al echar la última ojeada al piso, alargó la mano para coger el equipo «escenario del crimen». No recordaba cuándo había sido la última vez que había viajado sin él, ni siquiera de vacaciones. Pero ahora dejarlo en casa era la primera confirmación de una decisión sobre la cual reflexionaría debidamente de vez en cuando durante los quince días siguientes, pero que en el fondo sabía tomada.

Llegó a Winchester a tiempo para un desayuno tardío en un hostal que se levantaba a la sombra de la catedral; luego se pasó las dos horas siguientes redescubriendo la ciudad antes de encaminarse finalmente a Dorset pasando por Wimborne Minster. Sentía en su interior cierta reticencia a alcanzar el fin del viaje. Vagó lentamente, casi sin rumbo, hacia el noroeste hasta Blandford Forum, allí compró una botella de vino, panecillos, queso y fruta para almorzar y un par de botellas de amontillado para el padre Baddeley, luego se dirigió al sureste pasando por los pueblecitos de Winterbourne y por Wareham hasta Corfe Castle.

Las magníficas piedras, símbolos de valentía, crueldad y traición, montaban guardia en la única hendidura de la cordillera de Purbeck Hills, como venían haciendo desde hacía mil años. Mientras consumía su solitario almuerzo, Dalgliesh advirtió que sus ojos volvían constantemente a aquellas austeras losas formadas en orden de batalla, sillares mutilados que se recortaban en las alturas contra el apacible cielo. Como si se resistiera a conducir bajo su sombra y fuera reacio a poner fin a la soledad de aquel día tranquilo y nada exigente, invirtió cierto tiempo en buscar, sin éxito, gencianas en el pantanoso matorral antes de emprender los últimos ocho kilómetros de viaje.

Toynton: una hilera de casitas escalonadas, cuyos tejados de piedra gris centelleaban al sol de la tarde; una taberna no demasiado pintoresca al final del pueblo; una torre de iglesia corriente que se asomaba por encima. Ahora la carretera, flanqueada por un muro bajo de piedra, ascendía suavemente entre ralas plantaciones de abetos y comenzó a reconocer los elementos que el padre Baddeley había destacado en el mapa. Pronto el camino se bifurcaría, uno de los estrechos ramales se desviaría hacia el oeste para bordear el promontorio, el otro conduciría, atravesando una verja, a Toynton Grange y el mar. Y allí estaba, como esperaba, la pesada verja de hierro incrustada en un grueso muro de piedras superpuestas. Éste tenía un espesor de hasta noventa centímetros y las piedras, que habían sido acopladas intrincada y hábilmente, estaban adheridas con líquenes y musgo y coronadas por hierbas ondulantes. Formaba una barrera tan antigua y permanente como el promontorio del que parecía ser una prolongación. A ambos lados de la verja había un aviso pintado en una tabla. El de la izquierda era más nuevo y rezaba así:


POR CARIDAD, RESPETEN NUESTRA INTIMIDAD


El de la derecha resultaba más didáctico; las letras estaban descoloridas, pero eran más profesionales.


PROHIBIDO EL PASO

TERRENO ESTRICTAMENTE PRIVADO

ACANTILADOS PELIGROSOS, NO HAY ACCESO A LA PLAYA

SE AVISA A LA GRÚA


Debajo del cartel había un gran buzón.

Dalgliesh pensó que cualquier automovilista que no se dejara convencer por aquella mezcla de súplica, advertencia y amenaza vacilaría antes de poner en peligro los amortiguadores de su coche. Al otro lado de la verja el camino sufría un grave deterioro y el contraste entre la relativa suavidad de la carretera y el pedregoso sendero que nacía allí constituía un factor disuasivo casi simbólico. También el portalón, aunque no estaba cerrado con llave, presentaba un grueso cerrojo de intrincado funcionamiento cuya manipulación proporcionaba al intruso bastante tiempo en el cual arrepentirse de su temeridad. Todavía débil, Dalgliesh empujó la verja con cierta dificultad. Cuando la hubo atravesado y cerrado de nuevo experimentó la sensación de haber acometido una empresa todavía imperfectamente comprendida y probablemente imprudente. No le hubiera extrañado que el problema no tuviera la más mínima relación con lo que él sabía hacer, que fuera algo que sólo en la imaginación de un ingenuo anciano -que quizá se estuviera volviendo senil- podía ser solucionado por un policía. Pero al menos tenía un objetivo inmediato. Regresaba, aunque con reticencia, a un mundo en el que los seres humanos tenían problemas, trabajaban, amaban, odiaban, buscaban la felicidad, y, puesto que la profesión que había decidido abandonar proseguiría pese a su deserción, asesinaban y eran asesinados.

Antes de entrar nuevamente en el coche, le llamó la atención un ramillete de flores desconocidas. Las pálidas cabezuelas rosáceas se alzaban de una alfombrilla de musgo que cubría el muro y temblaban delicadamente con la ligera brisa que soplaba. Dalgliesh se aproximó y permaneció inmóvil observando en silencio su humilde belleza. Por primera vez percibió el penetrante olor medio ilusorio a sal marina. El aire cálido y suave le acariciaba la piel. De repente, se sintió invadido por la felicidad y, como ocurre siempre en estos momentos transitorios, intrigado por la naturaleza puramente física de su alegría, que avanzaba por sus venas como una suave efervescencia. Incluso analizar su naturaleza era perderla en cierto grado. Pero la identificó por lo que era, la primera indicación clara desde su enfermedad de que la vida podía ser buena.

El automóvil traqueteaba por el camino en ascenso. Unos doscientos metros más allá alcanzó la cima de la loma, desde donde esperaba ver el Canal de la Mancha extendiéndose azul y ondulante ante él hasta el lejano horizonte, pero experimentó la recordada desilusión de las vacaciones de la infancia, cuando, tras las numerosas falsas esperanzas, el tan deseado mar todavía no estaba a la vista. Ante él había un pequeño valle salpicado de rocas y cruzado en todas direcciones por una red de toscos senderos; a su derecha se erigía evidentemente Toynton Grange.

Se trataba de una sólida casona de planta cuadrada que, según sus cálculos, databa de la primera mitad del siglo XVIII. Pero el propietario había tenido mala suerte con el arquitecto. La casa era una aberración que no merecía ser calificada de georgiana. Estaba orientada hacia el interior, hacia el noroeste le pareció, contraviniendo así un oscuro canon personal de gusto arquitectónico que para Dalgliesh establecía que una casa erigida en la costa debe siempre estar de cara al mar. Sobre el porche había dos hileras de ventanas, las del piso principal con gigantescas dovelas y las de encima sin adornos y de un tamaño mezquino, como si hubieran tenido dificultad en incluirlas debajo del elemento más importante de la casa, un enorme frontón jónico coronado por una estatua, un tosco y, a distancia, indefinible pedrusco. En el centro había una única ventana redonda, un siniestro ojo de cíclope que centelleaba al sol. El frontón desvalorizaba el insignificante porche y daba una apariencia achaparrada y pesada a la fachada. Dalgliesh pensó que la edificación hubiera tenido más gracia si la fachada se hubiera equilibrado mediante alas adicionales, pero o bien la inspiración o el dinero se les había acabado y la casa parecía curiosamente inacabada. No se veían señales de vida detrás del intimidatorio frontispicio. Quizá los internos -si era así como debían ser llamados- vivían en la parte de atrás. No eran más que las tres y media, la parte muerta del día según recordaba del hospital. Seguramente estaban todos descansando.

Desde allí veía tres casitas, un par a unos cien metros de la casona y una tercera sola en una zona más elevada del promontorio. Le pareció divisar un cuarto tejado en dirección al mar, pero no estaba seguro. Podía no ser más que una excrecencia de piedra. Puesto que no sabía cuál era Villa Esperanza, le pareció que lo más lógico era dirigirse al primer par. Mientras decidía qué hacer, había apagado brevemente el motor del coche, y ahora, por primera vez, oyó el mar, ese suave rugido rítmico y continuado que constituye uno de los sonidos más nostálgicos y evocadores. Todavía nada demostraba que su llegada hubiera sido advertida; el promontorio estaba silencioso, sin pájaros. Percibió algo extraño y casi siniestro en aquel vacío y aquella soledad que ni siquiera el suave sol de la tarde podía disipar.

Su llegada ante las casitas no hizo asomar un rostro a las ventanas, ni una figura con sotana a la entrada. Se trataba de un par de edificios antiguos de piedra caliza y de una sola planta; sus pesados tejados de piedra, típicos de Dorset, estaban adornados con vistosos almohadones de musgo esmeralda. Villa Esperanza quedaba a la derecha y Villa Fe a la izquierda; los nombres habían sido pintados en una época relativamente reciente. Era de suponer que la tercera casita, la más distante, fuera Villa Caridad, pero dudaba de que el padre Baddeley hubiera tenido algo que ver con la elección de aquellos nombres epónimos. No le hizo falta leer el letrero de la entrada para saber qué casa albergaba al padre Baddeley, pues resultaba imposible asociar el casi total desinterés por su entorno que recordaba de él con aquellas cortinas de chintz, la maceta de hiedra colgante y fucsias que pendía sobre la puerta de Villa Fe y las dos tinas pintadas de amarillo chillón todavía repletas de flores veraniegas que habían sido artísticamente colocadas a ambos lados del porche. Dos setas de cemento hechas en serie flanqueaban la verja y le daban un aire tan acogedor que a Dalgliesh le sorprendió que no estuvieran coronadas por dos gnomos en cuclillas. Por contra, Villa Esperanza era absolutamente austera. Ante la ventana había un banco de roble utilizado para sentarse al sol, y un cúmulo de bastones junto con un paraguas viejo se esparcían por el porche. Las cortinas, que parecían de tela gruesa y de un tono rojo apagado, estaban corridas.

Nadie respondió a su llamada. A nadie esperaba encontrar. Era evidente que las dos casas estaban vacías. En la puerta había un sencillo cerrojo, pero no cerradura. Tras aguardar un segundo, levantó el pestillo y entró en la penumbra interior, donde topó con un olor cálido, libresco, un poco mohoso, que inmediatamente le hizo retroceder treinta años. Descorrió las cortinas y la luz penetró a raudales por las ventanas. Ahora sus ojos reconocieron objetos familiares: la mesa redonda de palisandro y de un solo pie, cubierta de polvo, que ocupaba el centro de la habitación; el escritorio de persiana arrimado a una pared; la butaca de orejas, tan vieja que la guata asomaba por la deshilachada tapicería y el aplastado asiento dejaba la madera al descubierto. No podía ser la misma butaca. Aquel agudo recuerdo debía de ser una ilusión nostálgica. Pero había además otro objeto, igualmente familiar, igualmente antiguo. Detrás de la puerta colgaba la capa negra del padre Baddeley, y sobre ésta la boina, ajada y fláccida.

Lo primero que alertó a Dalgliesh de que algo malo había ocurrido fue ver la capa. Era extraño que su anfitrión no estuviera allí para recibirlo, pero podía haber muchas explicaciones. Se podía haber perdido la postal, podían haberlo llamado urgentemente de la casona, podía haber ido a Wareham de compras y haber perdido el autobús de regreso. Incluso era posible que se hubiera olvidado por completo de la llegada de su huésped. Pero, si estaba fuera, ¿por qué no llevaba puesta la capa? Resultaba imposible imaginárselo cubierto por cualquier otra prenda, ya fuera invierno o verano.

Fue entonces cuando Dalgliesh percibió lo que sus ojos ya debían de haber visto pero ignorado, el montoncito de hojas parroquiales que había sobre el escritorio con una negra cruz impresa. Cogió la de encima y se la llevó a la ventana, quizá con la esperanza de que la luz demostrara que se había equivocado. Pero era cierto, naturalmente, no había el menor error. El texto decía así:


Reverendo padre Michael Francis Baddeley

Nacido el 29 de octubre de 1896

Fallecido el 21 de septiembre de 1974

R.I.P.

Enterrado en St. Michael and All Angels,

Toynton, Dorset

22 de septiembre de 1974


Hacía once días que había muerto y cinco que lo habían enterrado. Pero hubiera sabido de todas maneras que el padre Baddeley había fallecido recientemente. ¿Cómo si no se explicaba aquella huella de su personalidad que todavía persistía en la casa, la sensación de que estaba tan cerca que sólo con llamarlo en voz alta su mano accionaría el pestillo? Mirando la familiar capa descolorida con el pesado cierre -¿de verdad no se la habría cambiado en treinta años?- sintió una punzada de remordimiento, incluso de dolor, que le sorprendió por su intensidad. Había muerto un anciano. Debía de haber sido de muerte natural, lo habían enterrado en seguida. Su muerte y su entierro no habían tenido publicidad. Pero algo le rondaba la cabeza y había muerto sin confiárselo a nadie. De pronto, asegurarse de que el padre Baddeley había recibido su postal, de que no había muerto creyendo que su llamada de ayuda había sido desatendida, adquirió mucha importancia.

El lugar más lógico donde buscar era el escritorio Victoriano que había pertenecido a la madre del reverendo Baddeley. Recordó que solía tenerlo cerrado con llave. Era el menos reservado de los hombres, pero incluso un sacerdote tenía que disponer de un cajón o un escritorio fuera del alcance de las fisgonas mujeres de la limpieza o de los feligreses demasiado curiosos. Dalgliesh recordaba que el padre Baddeley solía hurgarse los profundos bolsillos de la capa en busca de la diminuta llave, sujeta mediante un cordón a una anticuada pinza de tender ropa para más fácil identificación. Seguramente, todavía estaría en el bolsillo.

Introdujo la mano en ambos bolsillos con la sensación culpable del que roba a los muertos. La llave no estaba. Se aproximó al escritorio y trató de levantar la tapa, que cedió sin resistencia. Seguidamente se inclinó a examinar la cerradura, fue al coche a buscar la linterna y volvió a mirarla. Las señales eran inequívocas: la cerradura había sido forzada. Era una operación muy bien hecha y apenas había requerido fuerza. La cerradura resultaba decorativa pero poco resistente, había sido ideada como defensa contra los curiosos pero no contra un asalto decidido. Habrían introducido un punzón o un cuchillo, seguramente la hoja de un cortaplumas, entre la mesa y la tapa y así habrían separado las dos partes de la cerradura. Era sorprendente el poco rastro que habían dejado; no obstante, los arañazos de la propia cerradura rota bastaban para demostrarlo.

Sin embargo, no indicaban quién era el responsable. Podía haber sido el propio padre Baddeley. De haber perdido la llave, no hubiera habido modo de reponerla. ¿Cómo iba a encontrar un cerrajero en aquel remoto lugar? Un asalto físico contra el escritorio era un recurso poco probable en el sacerdote, recordó Dalgliesh, pero no era imposible. También podía haberse hecho con posterioridad a la muerte del padre Baddeley. Si la llave no estaba, alguien de Toynton Grange tenía que haber roto la cerradura. En el interior podía haber documentos o papeles que necesitaran, una cartilla del seguro, nombres de amigos a quien notificar la defunción, o un testamento. Se obligó a abandonar las conjeturas, irritado al descubrir que había llegado a considerar la posibilidad de ponerse los guantes antes de seguir mirando, y revisó rápidamente el contenido de los cajones del escritorio.

No guardaban cosa alguna de interés. En apariencia, la vinculación del padre Baddeley con el mundo era mínima. Pero le llamó la atención una cosa inmediatamente reconocible. Era una ordenada pila de cuadernos infantiles de ejercicios de tapas verde pálido. Sabía que contenían el diario del padre Baddeley. Así pues, todavía vendían aquellos cuadernos, aquellas libretas verde pálido con tablas aritméticas en la parte de atrás, tan evocadoras de la enseñanza primaria como una regla manchada de tinta o una goma de borrar. El padre Baddeley siempre había usado aquellos cuadernos para escribir su diario, uno para cada trimestre del año. Ahora, con la vieja capa negra colgando fláccida de la puerta y el mohoso olor eclesiástico en la nariz, Dalgliesh recordó la conversación tan claramente como si él fuera todavía aquel muchacho de diez años y el padre Baddeley, un hombre maduro que ya aparentaba una edad indefinida, estuviera sentado aquí ante su escritorio.

– ¿Entonces no es más que un diario corriente, padre? ¿No trata de su vida espiritual?

– Esto es la vida espiritual, las cosas corrientes que se hacen todos los días.

Y Adam le preguntó con el egoísmo de los jóvenes:

– ¿Sólo lo que hace usted? ¿Yo no salgo?

– No. Sólo lo que hago yo. ¿Te acuerdas a qué hora se ha reunido esta tarde la Asociación de Madres? Esta semana tocaba en tu casa. Creo que habían cambiado la hora.

– A las tres menos cuarto, en lugar de a las tres, padre. El arcediano quería terminar antes. ¿Tan exacto tiene que ser?

Pareció que el padre Baddeley rumiaba la pregunta, breve pero seriamente, como si fuera nueva y de un inesperado interés.

– Sí, sí, ya lo creo que sí. De lo contrario no tendría sentido.

El joven Dalgliesh, cuyos alcances ya había rebasado la lógica del sacerdote, se alejó a fin de dedicarse a sus propias actividades, que le parecían más interesantes e inmediatas. La vida espiritual. Era una frase que había oído muchas veces en labios de los feligreses menos mundanos, pero nunca en los del propio canónigo. Alguna que otra vez había tratado de visualizar esa otra existencia misteriosa. ¿Se vivía simultáneamente a la vida cotidiana de levantarse, comer, ir al colegio y de vacaciones? ¿O era una existencia situada en algún otro plano cuyo acceso estaba vedado a los no iniciados, pero al cual el padre Baddeley podía retirarse a voluntad? De una u otra manera, poco tendría que ver con sus minuciosas anotaciones de las trivialidades diarias.

Cogió el último cuaderno para hojearlo. El sistema del sacerdote no había variado. Todo estaba allí. Dos días por página, pulcramente separados mediante una línea. Las horas a las que había dicho las oraciones matinales y las vespertinas; por dónde había paseado y cuánto había tardado; el viaje mensual en autobús a Dorchester; el viaje semanal a Wareham; las horas invertidas ayudando en Toynton Grange; esporádicas diversiones mal registradas; un metódico registro de en qué había empleado cada hora de trabajo, un año tras otro, documentado con la meticulosidad de un contable. «Esto es la vida espiritual, las cosas corrientes que se hacen todos los días.» No podía ser tan simple.

Pero ¿dónde estaba el último diario, el cuaderno del tercer trimestre de 1974? El padre Baddeley acostumbraba guardar los viejos ejemplares de su diario que abarcaban los últimos tres años. Debería haber habido quince cuadernos; había sólo catorce. El diario se interrumpía al terminar junio de 1974. Dalgliesh se encontró registrando casi febrilmente los cajones del escritorio. El diario no estaba. Pero sí encontró otra cosa. Metida debajo de tres recibos de carbón, parafina y electricidad había una hoja de papel fino y tosco con el nombre de Toynton Grange inesperadamente impreso y torcido en la parte de arriba. Debajo, alguien había escrito:

«¿Por qué no se marcha de la casa, viejo tonto e hipócrita, y deja que la ocupe alguien que de verdad sea de alguna utilidad? No crea que no sabemos lo que hacen Grace Willison y usted cuando supuestamente usted la está confesando. ¿No quisiera poder hacerlo de verdad? ¿Y ese niño del coro? No crea que no estamos enterados».

La primera reacción de Dalgliesh fue de irritación por lo absurdo de la nota más que por su malicia. Era una muestra infantil de gratuito despecho, pero sin el más mínimo asomo de verosimilitud. ¡Pobre padre Baddeley, verse acusado simultáneamente de fornicación, sodomía e impotencia a sus setenta y siete años! ¿Podía cualquier hombre razonable haber tomado aquella pueril tontería lo suficientemente en serio para sentirse siquiera dolido? Dalgliesh había visto abundantes anónimos en su vida profesional. Aquélla era una muestra bastante suave; casi podía suponer que el autor no había puesto en él toda su mala intención. «¿No quisiera poder hacerlo de verdad?» La mayoría de los autores de anónimos hubiera encontrado la manera más gráfica de describir la actividad que se daba a entender. Y la ulterior referencia al chico del coro, sin nombre y sin fecha. Aquello no procedía de un conocimiento real. ¿Podía haberse preocupado el padre Baddeley lo suficiente para llamar a un detective profesional a quien no había visto en casi treinta años simplemente a fin de que lo aconsejara respecto de esta molesta minucia o investigara sobre ello? Quizá. Ésta podía ser la única carta. Si el problema era endémico en Toynton Grange, se trataba de una cuestión más grave. Un anónimo en una comunidad cerrada podía ser causa de verdadera preocupación y angustia, y en alguna ocasión el autor podía ser literalmente un asesino. Si el padre Baddeley sospechaba que otros habían recibido cartas similares, podía buscar ayuda profesional. ¿O, y esto era más interesante, pretendía alguien hacérselo creer a Dalgliesh? ¿Había sido colocada deliberadamente para que la encontrara él? Desde luego era extraño que nadie hubiera dado con ella y la hubiera destruido después de la muerte del padre Baddeley. Alguien en Toynton Grange tenía que haber mirado sus papeles. Aquélla no era una nota que se dejara para que la leyeran otros.

La dobló, se la metió en la cartera y echó a andar por la casa. El dormitorio del padre Baddeley era prácticamente tal como esperaba: un ventanuco con una cortinilla de cretona descolorida; una cama individual todavía hecha con sábanas y mantas, pero con el embozo tirante por encima de la única y desigual almohada; dos paredes cubiertas de libros; una pequeña mesita de noche con una lamparucha, una Biblia y un pesado cenicero de porcelana de propaganda de una marca de cerveza decorado con mal gusto. La pipa del padre Baddeley todavía descansaba en su bote y junto a éste Dalgliesh vio un librito de cerillas medio vacío, de los que regalan en los bares y restaurantes, propaganda de Ye Olde Tudor Barn, cerca de Wreham. En el cenicero sólo había una cerilla usada que había sido desmenuzada hasta la cabeza. Dalgliesh sonrió. Así pues, también este insignificante hábito había persistido a lo largo de más de treinta años. Recordaba los deditos de ardilla del padre Baddeley y desmenuzando delicadamente el fino cartón plateado como si pretendiera superar alguna marca personal anterior. Dalgliesh cogió la cerilla y sonrió. Seis segmentos; el padre Baddeley se había superado a sí mismo.

Deambuló hasta la cocina. Era reducida y estaba mal equipada, ordenada pero no muy limpia. El pequeño fogón a gas de un modelo anticuadísimo pronto podría formar parte de un museo de tradiciones populares. El fregadero de debajo de la ventana era de piedra y llevaba acoplado un escurreplatos de madera agrietada y descolorida que olía a grasa rancia y a jabón acre. Las desteñidas cortinas de cretona estampada con rosas demasiado grandes y narcisos incongruentemente combinados estaban descorridas para dejar a la vista el paisaje de los lejanos montes de Purbeck. Unas nubes tenues como volutas de humo corrían y se disolvían por el infinito cielo azul, y las ovejas parecían babosas blancas en sus distantes pastos.

Pasó a explorar la despensa. Allí por fin había pruebas de que lo esperaban. El padre Baddeley había comprado comida en abundancia y las latas representaban un descorazonador recordatorio de lo que constituía para él una dieta adecuada. Era evidente que se había hecho con patéticas provisiones para dos, uno de los cuales esperaba que comiera más que el otro. Había una lata grande y otra pequeña de muchos de los alimentos principales: judías blancas, atún, estofado irlandés, espaguetis y arroz con leche.

Dalgliesh notó el cansancio cuando regresó a la sala de estar; el viaje lo había fatigado más de lo que esperaba. En el pesado reloj de roble que había sobre la chimenea y que seguía funcionando fielmente vio que todavía no eran las cuatro, pero su cuerpo protestó que había sido un día largo y pesado. Le apetecía muchísimo una taza de té. En la despensa había visto una cajita, pero no leche. Pensó si todavía habría gas.

Entonces oyó unas pisadas frente a la puerta y el sonido del pestillo. Una figura de mujer se recortaba contra la luz de la tarde. Oyó una voz grave pero femenina con un ligero acento irlandés.

– ¡Santo Dios! ¡Un ser humano y encima hombre! ¿Qué hace aquí?

Penetró en la estancia dejando la puerta abierta tras de sí y entonces la vio con claridad. Tendría unos treinta y cinco años, era recia, de piernas largas y llevaba la mata de cabello rubio visiblemente más oscuro en las raíces, en una larga melena que le alcanzaba los hombros. Tenía unos ojos estrechos y cubiertos por gruesos párpados en un rostro cuadrado. La boca era grande. Llevaba unos pantalones anchos marrones sujetos con una goma debajo del pie, zapatos blancos de lona sucios de hierba, una blusa blanca de algodón sin mangas y con el escote en punta que dejaba al descubierto un triángulo pecoso tostado por el sol. No llevaba sujetador, y sus grandes pechos colgaban libremente bajo el fino algodón. Tres pulseras de madera se entrechocaban en el brazo izquierdo. La impresión general era de una sexualidad vulgar, pero no carente de atractivo, tan fuerte que, si bien no iba perfumada, impregnaba la habitación de su propio aroma de mujer.

– Me llamo Adam Dalgliesh. He venido con intención de hacerle una visita al padre Baddeley. Parece que no va a ser posible -dijo él.

– Bueno, es una manera de decirlo. Llega usted exactamente con once días de retraso. Con once días para verlo y con cinco días para enterrarlo. ¿Quién es usted? ¿Un amigo? No sabíamos que tuviera alguno. Pero, claro, desconocíamos muchas cosas de nuestro reverendo Michael. Era un hombrecillo reservado. Y desde luego a usted lo tuvo escondido.

– No nos habíamos visto más que en breves encuentros desde que yo era pequeño, y le escribí para decirle que venía justo el día antes de que muriera.

– Adam. Me gusta. Ahora se pone mucho ese nombre. Vuelve a estar de moda, pero a usted debió de resultarle un poco molesto en el colegio. De todos modos, le va bien. No sé por qué. No es usted exactamente un hombre primitivo, ¿verdad? Ahora ya sé quién es. Ha venido a buscar los libros.

– ¿Ah, sí?

– Sí, los libros que le ha dejado el padre Michael en el testamento. A Adam Dalgliesh, único hijo del canónigo Alexander Dalgliesh, todos mis libros para que los guarde o se deshaga de ellos, como considere oportuno. Lo recuerdo exactamente porque los nombres me parecieron muy inusuales. No ha perdido usted el tiempo, ¿eh? Me sorprende que los abogados ya le hayan escrito. Bob Loder no suele ser tan diligente. Pero yo no esperaría demasiado si fuera usted. A mí nunca me han parecido muy valiosos. Muchos volúmenes de árida teología antigua. Ah, ¿no esperaría que le dejara dinero? En tal caso, tengo noticias para usted.

– No sabía que el padre Baddeley tuviera dinero.

– Nosotros tampoco. Era otro de sus secretitos. Dejó diecinueve mil libras. No es una fortuna, pero viene bien. Se lo ha dejado todo a Wilfred para que lo invierta en Toynton Grange, y por lo que he oído fue muy oportuno. Grace Willison es la otra beneficiaría. Ese escritorio es suyo. Bueno, lo será cuando Wilfred se moleste en sacarlo de aquí.

Se había acomodado en la butaca de la chimenea con el cabello retirado contra el respaldo y las piernas extendidas y separadas. Dalgliesh cogió una de las sillas y se sentó frente a ella.

– ¿Conocía usted bien al padre Baddeley?

– Aquí todos nos conocemos bien, a eso se deben la mitad de nuestros problemas. ¿Piensa usted quedarse aquí?

– Quizá en la zona, un par de días. Pero no parece posible alojarse aquí.

– No sé por qué no, si le apetece. La casa está vacía, al menos hasta que Wilfred encuentre otra víctima… inquilino, debería decir. No creo que le importe. Además, tendrá usted que revisar los libros, ¿no? Wilfred querrá librarse de ellos antes de volver a alquilar la casa.

– ¿Entonces esta casa es de Wilfred Anstey?

– Junto con Toynton Grange y todas las casitas menos la de Julius Court, que es la que está más cerca del mar y la única con vistas. Wilfred es dueño de toda la finca y de todos nosotros. -Estudió entonces su apariencia-. No tendrá usted conocimientos útiles, ¿verdad? Quiero decir que no será fisioterapeuta, practicante o médico, o contable siquiera. No es que lo parezca. Si es algo de eso, le aconsejo que se vaya antes de que Wilfred decida que es usted demasiado útil para dejarlo marchar.

– No creo que mi profesión le resultara de mucha utilidad.

– Entonces yo diría que debe quedarse si le apetece. Pero más vale que le dé un poco de información general. A lo mejor cambia de opinión.

– Empiece por usted misma -dijo Dalgliesh-. No me ha dicho quién es.

– ¡Dios Santo! ¡Pues es verdad! Perdone. Soy Maggie Hewson. Mi marido es el médico de la casa. Al menos vive conmigo en una casita proporcionada por Wilfred y apropiadamente llamada Villa Caridad, pero pasa la mayor parte del tiempo en Toynton Grange. Con los cinco pacientes que quedan, no sé lo que debe de hacer para distraerse, ¿no le parece? ¿Qué cree usted que hace para distraerse, Adam Dalgliesh?

– ¿Atendió su marido al padre Baddeley?

– Llámelo Michael. Todos le llamábamos así menos Grace Willison. Sí, Eric se ocupó de él mientras estaba vivo y firmó el certificado de defunción cuando murió. Hace seis meses no hubiera podido hacerlo, pero ahora que lo han rehabilitado en el Colegio de Médicos ya puede poner su nombre en un papel para decir que uno está debida y legalmente muerto. ¡Jesús, vaya privilegio!

Se echó a reír y, tras revolver en el interior del bolsillo de los pantalones, sacó un paquete de cigarrillos y encendió uno. Le ofreció el paquete a Dalgliesh y éste negó con la cabeza. Maggie se encogió de hombros y expulsó una bocanada de humo hacia él.

– ¿De qué murió el padre Baddeley? -preguntó Adam Dalgliesh.

– Se le paró el corazón. No, no es broma. Era viejo, tenía el corazón cansado y el 21 de septiembre dejó de latirle. Infarto de miocardio complicado por una ligera diabetes, si quiere oír los términos médicos.

– ¿Estaba solo?

– Supongo que sí. Murió durante la noche. Al menos la última persona que lo vio vivo fue Grace Willison a las ocho menos cuarto de la tarde cuando vino a confesarse. Supongo que murió de aburrimiento. No, ya sé que no debería haber dicho eso. Mal gusto, Maggie. Dice que le pareció normal, un poco cansado, claro, pero acababa de salir del hospital aquella misma mañana. Yo vine a las nueve de la mañana siguiente a ver si quería algo de Wareham; iba a coger el autobús de las once, Wilfred no permite los coches particulares, y ahí estaba muerto.

– ¿En la cama?

– No, en esa misma butaca en que usted está sentado, apoyado en el respaldo con la boca abierta y los ojos cerrados. Llevaba la sotana y una tira morada alrededor del cuello. Todo muy correcto. Pero estaba bien muerto.

– Así, ¿fue usted la que encontró el cadáver?

– A no ser que Millicent, la vecina de al lado, viniera a hurtadillas antes, no le gustara el aspecto que tenía y se volviera a casa otra vez de puntillas. Es hermana de Wilfred, y viuda, por si le interesa. En realidad es bastante extraño que no entrara, sabiendo que estaba enfermo y solo.

– Debió de sobresaltarse usted.

– No mucho. Antes de casarme era enfermera. He visto tantos muertos que ya no me acuerdo. Y era ya muy anciano. Son lo jóvenes, sobre todo los niños, los que deprimen. Jesús, me alegro de haber dejado esta desagradable profesión…

– ¿De veras? ¿Entonces no trabaja en Toynton Grange?

Se levantó y se aproximó a la chimenea antes de confesar. Exhaló una bocanada de humo contra el espejo que había encima y luego acercó el rostro como para estudiar su imagen reflejada.

– Si puedo evitarlo, no. Y Dios sabe que intento evitarlo. No me importa que lo sepa. Soy el miembro delincuente de la comunidad, la que no coopera, la desertora, la hereje. Ni siembro ni recojo. Soy impermeable a los encantos del querido Wilfred. Me niego a oír los lamentos de los afligidos. No me arrodillo en el templo.

Se volvió hacia él con una expresión medio desafiante, medio especulativa. Dalgliesh pensó que aquel desahogo no había sido espontáneo, que la protesta ya había sido expresada antes. Le pareció una justificación ritual y sospechó que alguien le había ayudado a redactar el guión.

– Hábleme de Wilfred Anstey.

– ¿No le advirtió Michael? No, supongo que no. Bueno, es una larga historia, pero trataré de resumirla. El bisabuelo de Wilfred es el que construyó Toynton Grange. Su abuelo se la dejó en fideicomiso a Wilfred y Millicent, y Wilfred le compró su parte a su hermana para instalar la residencia. Hace ocho años, a Wilfred se le declaró una esclerosis múltiple que avanzó muy rápidamente. Al cabo de tres meses ya estaba en una silla de ruedas. Entonces hizo una peregrinación a Lourdes y se curó. Por lo visto, llegó a un acuerdo con Dios. Si me curas dedicaré Toynton Grange y todo mi dinero a servir a los imposibilitados. Dios cumplió su parte y ahora Wilfred se afana por cumplir la suya. Supongo que tiene miedo de echarse atrás por si recae. No es que lo culpe. Seguramente yo haría lo mismo. En el fondo todos somos supersticiosos, sobre todo con las enfermedades.

– Pero ¿le tienta echarse atrás?

– No, no lo creo. Este lugar le da una sensación de poder. Rodeado de pacientes agradecidos, considerado un objeto de veneración medio supersticiosa por las mujeres. Dot Moxon, la enfermera jefe, revolotea alrededor de él como una gallina. Wilfred es feliz.

– ¿Cuándo ocurrió exactamente el milagro? -preguntó Dalgliesh.

– Dice que cuando lo metieron en la piscina. Según cuenta, al principio experimentó un intenso frío seguido de inmediato de un calor y un hormigueo en todo el cuerpo, acompañado de una sensación de gran felicidad y paz. Eso es exactamente lo que siento yo después del tercer whisky. Si Wilfred es capaz de sentirlo bañándose en agua helada y llena de gérmenes, lo único que me queda por decir es que tiene una suerte bárbara. Cuando regresó a la hospedería se puso en pie por primera vez en seis meses. A las tres semanas iba dando saltos por ahí como un borreguillo, pero nunca volvió al hospital St. Saviour de Londres, donde lo habían tratado, para que registraran la milagrosa cura en sus archivos médicos. Hubiera sido bastante gracioso. -Hizo una pausa como si fuera a decir algo más y luego se limitó a añadir-: Conmovedor, ¿no?

– Interesante. ¿De dónde saca el dinero para cumplir su parte del trato?

– Los pacientes pagan de acuerdo con sus medios y a algunos los mandan las autoridades locales en virtud de acuerdos contractuales. Además, claro, ha usado su capital privado. Pero las cosas se están poniendo feas, o al menos eso dice. La herencia del padre Baddeley llegó muy oportunamente. Y, como es natural, tacañea con el personal. A Eric no le paga lo que corresponde a su trabajo. Philby, el mozo, es un ex presidiario y seguramente no encontraría otro empleo. A Doc Moxon, la enfermera jefe, tampoco le darían trabajo fácilmente después de la investigación por crueldad a que la sometieron en el último hospital. Debe estarle agradecida a Wilfred por contratarla. Claro, todos le estamos agradecidísimos al querido Wilfred.

– Supongo que debo ir a presentarme. ¿Dice que sólo quedan cinco pacientes?

– No debemos usar la palabra pacientes para referirnos a ellos, pero no sé qué otra cosa quiere Wilfred que los llamemos. Internos suena demasiado a cárcel, aunque Dios sabe que es bastante apropiado. Pero sí, sólo quedan cinco. No quiere admitir a persona alguna de las que lo han solicitado hasta que haya decidido cuál va a ser el futuro de la residencia. El Ridgewell Trust intenta hacerse con ella y Wilfred está considerando la posibilidad de cederle todo el lote y gratuitamente. En realidad, hace unos quince días había seis pacientes, pero eso era antes de que Victor Holroyd se tirara por el acantilado de Toynton Head y se aplastara contra las rocas.

– ¿Quiere decir que se mató?

– Bueno, estaba en la silla de ruedas a unos tres metros del borde del precipicio, o bien soltó el freno y se dejó caer, o Dennis Lerner, el enfermero que lo acompañaba, lo empujó. Como Dennis no tiene agallas ni para matar una gallina, y no digamos a un hombre, en general se cree que fue el propio Victor el que lo hizo. Sin embargo, como esa idea angustia al querido Wilfred, todos nos afanamos en fingir que fue un accidente. Yo echo de menos a Victor, nos llevábamos bien. Casi era la única persona con quien podía hablar. Pero todos los demás lo odiaban. Y ahora, claro, todos tienen remordimientos y piensan si lo habrían juzgado mal. No hay nada como morir para meterle el gusanillo a la gente. Quiero decir que cuando un individuo dice continuamente que no merece la pena vivir uno piensa que no hace sino expresar lo evidente. Pero cuando lo respalda con una acción empieza uno a pensar si no escondería más de lo que uno pensaba.

El sonido de un automóvil le ahorró a Dalgliesh la necesidad de contestar. Maggie, cuyo oído era por lo visto tan fino como el de él, saltó de su asiento y salió corriendo al exterior. Un gran sedán negro se acercaba al cruce.

– Julius -le dijo Maggie a modo de breve explicación, y empezó a hacer exageradas señas con los brazos.

El coche se detuvo y giró hacia Villa Esperanza. Dalgliesh vio que era un Mercedes negro. En cuanto aminoró la velocidad, Maggie echó a correr como una colegiala impertinente junto a él, vertiendo su explicación por la ventana abierta. El vehículo se detuvo y Julius Court salió ágilmente de él.

Era un joven alto, de miembros sueltos, vestido con pantalones de franela y un suéter verde con refuerzos en los hombros y los codos, a la manera del ejército. El corto cabello castaño claro le envolvía la cabeza como un reluciente casco. Era un semblante autoritario y seguro de sí mismo, con un matiz de indulgencia hacia sí mismo en las perceptibles ojeras que se advertían bajo la cautelosa mirada y el ligero mal genio del gesto de la boca pequeña, que se abría en la pronunciada barbilla. Cuando alcanzara la mediana edad sería grueso, incluso gordo, pero ahora daba una impresión de apostura ligeramente arrogante, realzada más que estropeada por la blanca cicatriz triangular que lucía como un sello sobre la ceja derecha.

Alargó la mano y declaró:

– Lástima que se perdiera el funeral.

Lo dijo en un tono que parecía que lo que hubiera perdido Dalgliesh fuera el tren.

– ¡Querido, no lo entiendes! -exclamó Maggie-. No ha venido para el funeral. El señor Dalgliesh no sabía que el viejo se había ido de este mundo.

Court contempló a Dalgliesh con algo más de interés.

– Oh, perdone. Quizá debería venir a la casa. Wilfred Anstey le podrá decir más cosas acerca del padre Baddeley. Yo estaba en mi casa de Londres cuando murió, de modo que no puedo contarle siquiera si hizo revelaciones interesantes en el lecho de muerte. Suban los dos. Llevo unos libros de la Biblioteca de Londres para Henry Carwardine y no estaría de más dárselos ahora mismo.

Maggie Hewson debió de pensar que había cometido una negligencia al no presentarlos debidamente porque dijo:

– Julius Court. Adam Dalgliesh. Supongo que no se conocerían de Londres. Julius era diplomático.

En tanto subían al coche, Court dijo sin darle importancia:

– No es un término muy apropiado si se tiene en cuenta el bajo rango que alcancé en el servicio. Y Londres es muy grande. Pero no te preocupes, Maggie, como la señora lista del concurso de la televisión, me parece que puedo adivinar cómo se gana la vida el señor Dalgliesh.

Sostuvo la puerta del automóvil con exagerada cortesía.

El Mercedes avanzó lentamente hacia Toynton Grange.

Capítulo 3

Georgie Alian levantó la vista desde la cama alta y estrecha que ocupaba en la sala de enfermos y comenzó a hacer movimientos grotescos con la boca. Los músculos del cuello se le tensaron y abultaron. Trató de levantar la cabeza de la almohada.

– Estaré bien para la peregrinación a Lourdes, ¿verdad? No me. dejarán, ¿verdad?

Pronunció estas palabras en un gemido ronco y discordante. Helen Rainer levantó el borde del colchón, le metió la sábana pulcramente debajo con ortodoxo estilo hospitalario.

– Claro que no te dejarán. Tú serás el paciente más importante de la peregrinación. Deja de inquietarte y trata de descansar antes de tomar el té -dijo animadamente.

Le sonrió con la sonrisa impersonal y profesionalmente tranquilizadora de la enfermera experta. Seguidamente arqueó una ceja mirando a Eric Hewson. Ambos se dirigieron a la ventana y ella dijo en voz baja:

– ¿Cuánto tiempo vamos a poder aguantarlo?

– Un par de meses -repuso Hewson-. Se disgustaría muchísimo si tuviera que marcharse ahora. Y Wilfred también. Dentro de unos meses los dos estarán mejor dispuestos para aceptar lo inevitable. Además, ha puesto todas sus esperanzas en el viaje a Lourdes. Dudo de que esté vivo la próxima vez que vayamos. Y desde luego no estará aquí.

– Pero ahora es un caso de hospital. Nosotros no somos una clínica. Sólo somos una residencia para enfermos crónicos e imposibilitados jóvenes. Dependemos de las autoridades locales, no del Servicio de Salud Nacional. No pretendemos ofrecer un servicio médico completo. Ni siquiera debemos. Ya es hora de que Wilfred o bien abandone o decida qué piensa hacer aquí.

– Ya lo sé.

Y lo sabía; los dos lo sabían. No era un problema reciente. Se preguntó por qué su conversación se había convertido en una tediosa repetición de lo evidente, dominada por la aguda voz didáctica de Helen.

Contemplaron juntos el pequeño patio enlosado, bordeado por las alas de una sola planta que contenían los dormitorios y las salas de estar, donde el grupito de pacientes que quedaba se había reunido a pasar el último rato al sol antes de tomar el té. Las cuatro sillas de ruedas estaban situadas a cierta distancia y de espaldas a la casa. Los dos observadores sólo alcanzaban a ver la nuca de los pacientes. Éstos permanecían sentados inmóviles con la vista fija en el promontorio. Grace Willison, con el desarreglado cabello canoso agitado por la ligera brisa; Jennie Pegram, con el cuello hundido en los hombros y la aureola de cabello rubio flotando sobre el respaldo de la silla de ruedas como si lo hubiera puesto a aclarar al sol; la testa de Ursula Hollis sobre el fino cuello, alta e inmóvil como una cabeza guillotinada en el extremo de un poste; de cráneo oscuro de Henry Carwardine sobre el cuello retorcido ladeado como un títere roto. Pero todos eran títeres. El doctor Hewson sintió un absurdo impulso momentáneo de bajar corriendo al patio y hacer que las cabezas asintieran y oscilaran tirando de unos hilos invisibles atados a las nucas para que el aire se llenara de gritos discordantes.

– ¿Qué les pasa? -dijo de repente-. Aquí pasa algo raro…

– ¿Más que de costumbre?

– Sí. ¿No te has dado cuenta?

– Quizás echan de menos a Michael, Dios sabe por qué. No hacía nada. Si Wilfred está decidido a seguir adelante, más vale que busque un uso mejor para Villa Esperanza. De hecho, he pensado sugerirle que me deje vivir a mí. Sería más fácil para nosotros.

La idea lo sorprendió. Así que aquello era lo que tramaba. La habitual depresión se apoderó de él, física como un peso de plomo. Dos mujeres decididas y descontentas que querían algo que él no podía darles. Trató de disimular el pánico mientras decía:

– De nada serviría. Te necesitan aquí. Y yo no podría ir a Villa Esperanza viviendo Millicent al lado.

– Con la televisión encendida nada puede oír. Eso ya lo sabemos y hay una puerta de servicio por si tienes que escapar rápidamente. Más vale eso que nada.

– Pero Maggie sospecharía.

– Ya sospecha ahora. Y un día u otro tiene que saberlo.

– Ya hablaremos luego. No es momento de preocupar a Wilfred. Todos hemos estado nerviosos desde que murió Victor.

La muerte de Victor. Se preguntó qué perverso masoquismo lo había llevado a nombrar a Victor. Recordó los primeros días de estudiante de medicina en que descubría con alivio una herida que supuraba porque la visión de la sangre, los tejidos inflamados y el pus lo asustaba menos que imaginar lo que había debajo de la suave gasa. Bueno, había acabado por acostumbrarse a la sangre. Había acabado por acostumbrarse a la muerte. Y con el tiempo quizás incluso se acostumbraría a ser médico.

Marcharon juntos al diminuto consultorio de la parte delantera del edificio. Él se dirigió al lavabo y comenzó a lavarse minuciosamente las manos y los antebrazos, como si el breve reconocimiento del joven Georgie hubiera sido una completa intervención quirúrgica que requiriera una limpieza en profundidad. A sus espaldas oía el tintineo del instrumental. Helen estaba ordenando innecesariamente una vez más el armario de instrumentos quirúrgicos. Se dio cuenta con desánimo de que iban a tener que hablar. Pero todavía no. Y ya sabía lo que diría ella. Ya lo había oído todo en otras ocasiones, los viejos e insistentes argumentos expuestos con aquella voz de director del colegio llena de seguridad. «Aquí estás malgastando tu talento. Eres médico, no repartidor de medicamentos. Tienes que liberarte, de Maggie y de Wilfred. No puedes anteponer la lealtad a Wilfred a tu vocación.» ¡Su vocación! Aquélla era la palabra que siempre había usado su madre y le provocaba una risa histérica.

Abrió el grifo al máximo y el agua que salía a raudales empezó a formar remolinos en el lavabo y a llenar sus oídos del sonido de la marea en ascenso. ¿Qué había sentido Victor durante aquella caída al vacío? ¿Había planeado en el espacio aquella engorrosa silla de ruedas impulsada por su propio peso, como uno de aquellos ridículos artefactos de las películas de James Bond, con el pequeño maniquí sujeto entre los mecanismos, dispuesto a accionar la palanca que desplegaría las alas? ¿O había bajado dando vueltas y tumbos en el aire, topando contra la roca, con Victor atrapado entre la lona y el metal, agitando brazos impotentes y añadiendo sus gritos a los chillidos de las gaviotas? ¿Se había soltado su pesado cuerpo de la correa en mitad del recorrido, o la lona había aguantado hasta el choque aniquilador final contra las lisas rocas de hierro, hasta la primera ola succionadora del inexorable y desconsiderado mar? ¿Qué pensaría? ¿Exaltación o desespero, terror o la feliz mente en blanco? ¿Lo había barrido todo el aire limpio y el mar, el dolor, la amargura, la malicia?

Sólo después de su muerte se conoció el alcance de la malicia de Victor, plasmada en el codicilo de su testamento. Se había asegurado de que los demás pacientes supieran que tenía dinero, que él pagaba la cuota completa en Toynton Grange, aunque fuera modesta, y que no dependía, como los demás, excepto Henry Carwardine, de la benevolencia de la autoridad local. Nunca les había contado de dónde procedían sus recursos -al fin y al cabo, había sido maestro de escuela y éstos no están bien pagados- y seguían sin saberlo. Naturalmente, era posible que a Maggie se lo contara. Era posible que a Maggie le contara muchas cosas. Pero había guardado un inexplicable silencio respecto a esta cuestión.

Eric Hewson no creía que Maggie se hubiera interesado por Víctor simplemente debido a su dinero. Después de todo, tenían algo en común. Ninguno de los dos había mantenido en secreto el hecho de odiar Toynton Grange, de que estaban allí por necesidad, no por elección, y de que despreciaban a sus compañeros. Quizá Maggie encontraba de su gusto la repulsiva malicia de Victor. Desde luego, habían pasado bastante tiempo juntos. Wilfred casi se había alegrado, como si pensara que por fin Maggie había encontrado el lugar que le correspondía en Toynton. Ella empujaba la pesada silla de Victor hasta el lugar preferido de éste, donde la contemplación del mar le proporcionaba una especie de paz. Maggie y él habían pasado horas juntos, fuera del alcance de la vista de los de la casa, al borde del acantilado. Pero a él no le preocupaba. Sabía, y nadie mejor que él, que Maggie no podía amar a un hombre que no la satisficiera físicamente. Dio su beneplácito a la amistad. Al menos le preocupaba algo en que ocupar su tiempo y la mantenía tranquila.

No recordaba exactamente cuándo había empezado a pensar en el dinero. Victor debió de decirle algo. Maggie cambió casi de la noche a la mañana. Cobró nuevos ánimos, empezó a mostrarse más alegre. Se le notaba una febril excitación contenida. Y entonces Victor exigió de repente que lo llevaran a Londres para someterse a un reconocimiento en el hospital St. Saviour y para entrevistarse con su abogado, y Maggie empezó a lanzarle indirectas sobre el testamento. Él se contagió algo de su excitación. Eric se preguntaba ahora qué esperaban cada uno de ellos. ¿Había visto Maggie el dinero como un medio de liberarse meramente de Toynton Grange o también de él? De cualquier modo, los hubiera salvado a los dos. Y la idea no era descabellada. Todos sabían que Victor no tenía más parientes que una hermana en Nueva Zelanda a la que nunca escribía. No, pensó mientras alargaba la mano para coger la toalla, no había sido un sueño absurdo; menos absurdo que la realidad.

Pensó en el trayecto de regreso de Londres: el mundo cálido y cerrado del Mercedes; Julius silencioso, las manos descansando en el volante; la carretera como una cinta plateada salpicada de estrellas desenrollándose interminablemente bajo la cubierta del motor mientras las señales de tráfico saltaban de la oscuridad para ilustrar el cielo azulnegruzco; animalitos petrificados, con el pellejo erecto, brevemente glorificados a la luz de los faros; los márgenes de la carretera desvaídos a un pálido oro en el resplandor. Victor iba sentado con Maggie en la parte de atrás, envuelto en su capa a cuadros y sonriendo, siempre sonriendo. El aire estaba cargado de secretos, compartidos y no compartidos.

Ciertamente Victor había modificado su testamento. Había añadido un codicilo al documento por el cual legaba toda su fortuna a su hermana, una muestra final de mezquina malicia. A Grace Willison, una pastilla de jabón; a Henry Carwardine, un frasco de líquido para enjuagarse la boca; a Ursula Hollis, un desodorante corporal; a Jennie Pegram, un palillo.

Eric pensó que Maggie se lo había tomado muy bien. Muy bien de verdad, si se podía llamar tomárselo bien a aquella sonora risa salvaje e incontrolada. Ahora la recordaba dando vueltas por la salita de estar, incapaz de controlar la histeria, echando la cabeza hacia atrás y soltando una risotadas que reverberaban en las paredes, como una manada de animales enjaulados, y resonaban en el promontorio, por el que él temía que pudieran oírla hasta en Toynton Grange.

Helen estaba de pie junto a la ventana, y dijo con su aguda voz:

– Hay un coche frente a Villa Esperanza.

Eric se acercó a ella. Se pusieron a mirar los dos juntos. Lentamente sus ojos se encontraron. Ella le cogió la mano y su voz se tornó suave de repente, la voz que había oído la primera vez que hicieron el amor.

– No tienes de qué preocuparte, cariño. Ya lo sabes, ¿no? Nada de qué preocuparte en absoluto.

Capítulo 4

Ursula Hollis cerró el libro de la biblioteca, entornó los ojos para protegerse del sol de la tarde y penetró en su sueño particular. Hacerlo en el breve cuarto de hora que faltaba para el té era un capricho, y rápida como siempre en sentirse culpable por tan indisciplinado placer, al principio temió que la magia funcionara. Por lo general, se obligaba a esperar hasta encontrarse en la cama por la noche, incluso hasta que la áspera respiración de Grace Willison, que le llegaba a través del fino tabique, se hubiera vuelto rítmica a causa del sueño, para permitirse pensar en Steve y en su piso de la calle Bell. El ritual se había convertido en un esfuerzo de voluntad. Yacía casi sin atreverse a respirar porque las imágenes, por muy claramente que las evocara, eran sumamente sensibles y se disipaban con facilidad. Pero ahora se desarrollaban a la perfección. Se concentró y vio cómo los amorfos contornos y el cambiante colorido adquirían la claridad de una fotografía, del mismo modo que cuando se revela un negativo.

El sol matinal iluminaba la fachada de la casa del siglo XIX que se levantaba enfrente haciendo que cada ladrillo cobrara individualidad y creando un luminoso dibujo multicolor. El miserable piso de dos habitaciones situado encima de la tienda de comestibles preparados del señor Polanski, la calle que discurría delante, la apiñada y heterogénea vida de ese kilómetro y medio cuadrado que se extiende entre la calle Edgware y la estación Marylebone la absorbió y encantó. Ahora estaba otra vez allí, andando nuevamente con Steve por el mercado de la calle Church un sábado por la mañana, el día más feliz de la semana.

Veía a las mujeres del barrio con sus batas floreadas y sus zapatillas de fieltro, gruesas alianzas hundidas en sus dedos bulbosos y llenos de cicatrices debidas al trabajo, con brillantes ojos en rostros amorfos, chismorrear sentadas junto a sus cochecitos de ropa usada; los jóvenes, alegremente vestidos, en cuclillas sobre el bordillo detrás de los puestos de quincallería; los turistas, impulsivos o cautelosos, observando por turnos, conferenciando sobre sus dólares o mostrando sus extraños tesoros. La calle olía a fruta, flores y especias, a cuerpos sudorosos, vino barato y libros viejos. Veía a las mujeres negras de prominentes nalgas, oía sus agudas charlas bárbaras e inconexas, sus roncas risotadas repentinas mientras se agolpaban en torno del puesto de enormes plátanos verdes y mangos grandes como pelotas de fútbol. En sus sueños ella seguía adelante, con los dedos suavemente entrelazados con los de Steve como un fantasma que pasara sin ser visto por senderos familiares.

Los dieciocho meses de su matrimonio habían sido una época de intensa pero precaria felicidad, precaria porque nunca la sintió arraigada en la realidad. Era como convertirse en otra persona. Antes se había enseñado a sí misma a contentarse y había llamado a eso felicidad. Después se dio cuenta de que había un mundo de experiencias, de sensaciones, de pensamientos incluso, para el cual ni los primeros veinte años de vida en el suburbio de Middlesbrough ni los dos años y medio del albergue de la YWCA la habían preparado. Sólo una cosa lo estropeaba, el miedo a nunca poder dejar de pensar que le estaba ocurriendo a una persona equivocada, que era una impostora de la alegría.

No lograba imaginarse qué parte de ella había despertado tan caprichosamente la atracción de Steve la primera vez que se presentó en el mostrador de información de las oficinas del Consejo para preguntar por la contribución urbana. ¿Era el único rasgo que ella siempre había considerado próximo a una deformidad, el hecho de que tenía un ojo azul y otro marrón? Desde luego, aquella particularidad lo había intrigado y divertido, le había proporcionado un valor añadido a sus ojos. Steve la hizo cambiar de apariencia induciéndola a dejarse crecer el pelo hasta la altura de los hombros y trayéndole faldas largas y estridentes de algodón indio que encontraba en los mercadillos callejeros o en las tiendas de las callejuelas adyacentes a la calle Edgware. A veces, al verse de reojo en un escaparate, tan maravillosamente cambiada, volvía a preguntarse qué extraña predilección lo había llevado a escogerla, qué posibilidades no detectadas por otros, desconocidas por ella misma, había visto Steve en ella. Alguna cualidad suya había llamado su excéntrica atención del mismo modo que la extraña mercancía de las quincallerías de la calle Bell. Algún objeto, despreciado por los viandantes, despertaba su curiosidad y lo cogía para hacerlo girar hacia un lado y hacia otro en la palma de la mano, repentinamente hechizado. Ella iniciaba un intento de protesta:

– Pero, cariño, ¿no te parece más bien espantoso?

– No, no, es gracioso. Me gusta. Y a Mogg le encantará. Comprémoselo a Mogg.

Mogg, su mejor y, a veces le parecía a ella, único amigo, había sido bautizado Morgan Evans, pero preferiría su apodo, que consideraba más apropiado para un poeta de la lucha del pueblo. No era que Mogg luchara por gran cosa; Ursula no había conocido a persona alguna que bebiera y comiera con tanta resolución a expensas de otros. Profería sus confusos gritos de guerra en favor de la anarquía y el odio en tabernas locales donde sus peludos seguidores de triste mirada escuchaban en silencio o golpeaban espasmódicamente la mesa con sus jarras de cerveza entre gruñidos de aprobación. No obstante, la prosa de Mogg era más comprensible. Había leído una carta suya una sola vez antes de volver a meterla en el bolsillo de los téjanos de Steve, pero recordaba todas y cada una de las palabras. A veces pensaba si habría pretendido él que la encontrara, si era una casualidad que se hubiera olvidado de vaciarse los bolsillos de los téjanos la única noche que tenía por costumbre llevar la ropa sucia a la lavandería. Fue tres semanas después de que en el hospital le dieran el diagnóstico definitivo.

«Yo diría que ya te lo habían advertido, pero ésta es mi semana de adjurar de los lugares comunes. Profeticé el desastre, pero no el desastre total. ¡Pobre Steve! ¿No puedes divorciarte? Debía de tener algún síntoma antes de que os casarais. Puedes, o podrías, divorciarte alegando enfermedades venéreas en el momento del matrimonio, y ¿qué es una gonorrea comparado con esto? Me deja perplejo la irresponsabilidad del llamado sistema acerca del matrimonio. Pregonan su santidad, la conveniencia de protegerlo como pilar de la sociedad y luego permiten que la gente adquiera una esposa sin comprobar su estado físico, cosa que no harían con un coche de segunda mano. De cualquier modo, te das cuenta de que debes liberarte, ¿no? Si no lo haces será el fin. Y no te refugies en la cobardía de la compasión. ¿De verdad te ves empujando la silla de ruedas y limpiándole el trasero? Sí, ya sé que algunos hombres lo hacen, pero a ti nunca te ha ido el masoquismo, ¿no? Además, los esposos capaces de hacer eso saben algo del amor, y ni siquiera tú, mi querido Steve, te atreverías a pretender tal cosa. Además ¿no es católica? Como os casasteis por lo civil, dudo que se considere debidamente casada. Por ahí podrías escapar. Bueno, ya nos veremos en el Paviours Arms el miércoles a las ocho. Celebraré tu desgracia con un poema nuevo y una pinta de cerveza.»

Ella no esperaba que empujara su silla. No quería que hiciera el más mínimo y menos íntimo servicio físico por ella. Ya en los primeros momentos del matrimonio aprendió que cualquier dolencia, incluso los resfriados e indisposiciones transitorios, le repugnaban y asustaban. Pero tenía la esperanza de que la enfermedad se extendiera con gran lentitud, que pudiera continuar valiéndose por sí misma al menos unos pocos y preciosos años. Había ideado planes que lo hicieran posible. Se levantaría temprano para no ofenderlo con su lentitud y torpeza. Podía mover los muebles unos pocos centímetros, seguramente él ni se daría cuenta, para que le sirvieran de discretos puntos de apoyo, evitando así el recurrir demasiado pronto a los bastones y aparatos. Quizá podrían buscar un piso en la planta baja. Si dispusiera de una rampa en la puerta principal podría salir de día a hacer la compra. Y seguirían pasando la noche juntos. Eso nada podría cambiarlo.

Pero pronto se hizo evidente que la enfermedad, que avanzaba inexorablemente por sus nervios como un predador, se extendía a su propio ritmo, no al de ella. Los planes que había hecho mientras yacía rígida junto a él, distanciada en la amplia cama de matrimonio, con el deseo de que ningún espasmo muscular lo molestara, perdían cada vez más realismo. Mientras observaba sus patéticos esfuerzos, él trataba de ser considerado y amable. No le había hecho otro reproche que su alejamiento. No había condenado su creciente debilidad más que demostrando su propia falta de fuerza. En las pesadillas se ahogaba; al tiempo que agitaba brazos y piernas y se ahogaba en un mar sin límites, se agarraba a una rama que flotaba y sentía cómo se hundía, blanda y podrida, bajo sus manos. Advirtió mórbidamente que estaba adquiriendo el aire propiciatorio, bobalicón y patético de los minusválidos. Le resultaba difícil ser natural con él, y todavía más difícil hablar. Recordaba cómo solía tumbarse cuan largo era en el sofá para observarla leer o coser, la criatura por él elegida y creada, envuelta y exaltada con las excéntricas ropas escogidas por él. Ahora temía que sus miradas se encontraran.

Recordaba cómo le había dado la noticia de que había hablado con la asistente social del hospital y era posible que pronto hubiera una vacante en Toynton Grange.

– Está cerca del mar, cariño. A ti siempre te ha gustado el mar. Y es un sitio pequeño, no una de esas instituciones enormes e impersonales. El que lo lleva está muy bien considerado y fundamentalmente es una organización religiosa. Anstey no es católico, pero va con frecuencia a Lourdes. Eso te gustará; quiero decir que a ti siempre te ha interesado la religión. Es uno de los temas en los que no hemos coincidido. Seguramente yo no comprendía tus necesidades como debiera.

Ahora podía permitirse ser indulgente con ese pequeño punto flaco. Se le había olvidado que le había enseñado a pasar sin Dios. Su religión había sido una de esas posesiones de las que, sin darle importancia, sin comprenderlas ni valorarlas, la había despojado. Para ella no eran fundamentales aquellos consoladores sustitutivos del sexo, del amor. No podía fingir que le había costado gran esfuerzo renunciar a aquellas ilusiones reconfortantes que le habían inculcado en la escuela primaria de St. Matthew, que había asimilado tras las cortinas de terylene de la sala de estar de su tía, en Alma Terrace, Middlesbrough, con sus imágenes sagradas, su fotografía del papa Juan y la bendición papal enmarcada de la boda de su tía y su tío. Todo aquello formaba parte de una infancia de huérfana, plácida, no desgraciada, que ahora le resultaba tan distante como una orilla extranjera una vez visitada. No podía regresar porque ya no conocía el camino.

Al final, la idea de Toynton Grange se convirtió en un refugio. Se había imaginado sentada al sol contemplando el mar con un grupo de pacientes; el mar, cambiando constantemente pero eterno, reconfortante y a la vez aterrador, diciéndole con su incesante ritmo que nada importaba realmente, que la desgracia humana tenía poco valor, que con el tiempo todo pasaba. Y, al fin y al cabo, no iba a ser una cosa permanente. Steve, con la ayuda de los servicios sociales locales, pensaba trasladarse a un piso nuevo y más adecuado; no era más que una separación temporal.

Pero ya hacía ocho meses que duraba, ocho meses en que su incapacidad había ido aumentando, a la par que su desdicha. Había tratado de ocultarlo, pues en Toynton Grange la desdicha era un pecado contra el Espíritu Santo, un pecado contra Wilfred. Y durante la mayor parte del tiempo creía haberlo superado. Tenía poco en común con los demás pacientes. Grace Willison, sosa, de mediana edad, piadosa. George Alian, de dieciocho años y una vulgaridad escandalosa; había sido un descanso cuando se puso tan enfermo que le resultó imposible levantarse de la cama. Henry Carwardine, distante, sarcástico, que la trataba como si fuera una subordinada. Jennie Pegram, siempre pendiente de su pelo y sonriendo con aquella estúpida sonrisa misteriosa. Y Víctor Holroyd, el aterrador Victor, que la odiaba tanto como odiaba a todos los demás, no veía virtud alguna en ocultar la desgracia y frecuentemente proclamaba que si la gente se dedicaba a la práctica de la caridad debían tener alguien con quien ser caritativos.

Siempre había dado por seguro que el autor del anónimo había sido Víctor. Era una carta tan traumática, a su manera, como la que había encontrado de Mogg. La palpó, guardada en las profundidades del bolsillo lateral de la falda. Todavía estaba allí, el papel barato gastado de tanto manosearlo. Pero no le hacía falta leerla. Se la sabía de memoria, incluso el primer párrafo. Lo había leído una vez y luego había doblado la parte superior del papel para no tener esas palabras a la vista. Sólo de pensar en ellas se sonrojaba. ¿Cómo podía -debía de ser un hombre- saber cómo habían hecho el amor Steve y ella, que habían hecho esas posturas concretas y de aquella manera? ¿Cómo podía saberlo alguien? ¿Habría hablado dormida, expresado entre gemidos sus necesidades y sus anhelos? Pero, de ser así, sólo Grace Willison podía haberla oído desde la habitación de al lado, y ¿cómo iba a entenderlo?

Recordó haber leído en algún sitio que eran generalmente mujeres las que escribían cartas obscenas, sobre todo solteronas. Quizá no habría sido Víctor Holroyd. Grace Willison, la insulsa, reprimida y religiosa Grace. Pero, ¿cómo podía saber lo que Ursula no había admitido ni ante sí misma?

«Debías saber que estabas enferma cuando te casaste con él. ¿Y los temblores, la flojera en las piernas y el aturdimiento de las mañanas? Sabías que estabas enferma, ¿verdad? Lo engañaste. No es de extrañar que casi nunca escriba, que jamás te venga a ver. Ya sabes que no vive solo. ¿No esperarías que te siguiera siendo fiel?»

Allí se interrumpía la carta. Pero ella intuía que el autor no había llegado al final, que tenía previsto algún fin más dramático y revelador. Pero quizá lo habían interrumpido; alguien debía de haber entrado en el despacho inesperadamente. La nota había sido mecanografiada en papel de Toynton Grange, barato y poroso, y con una máquina de escribir Remington. Casi todos los pacientes y miembros del personal escribían a máquina de vez en cuando. Le pareció poder recordar a cada uno de ellos usando la Remington en una ocasión u otra. Por supuesto, en realidad la máquina era de Grace; era un hecho desconocido que primordialmente pertenecía a ella; la usaba para escribir el boletín trimestral. Solía quedarse a trabajar sola en el despacho cuando los demás pacientes consideraban que su jornada laboral ya había terminado. Y no hubiera tenido dificultad en asegurarse de que llegaba a su destinatario.

Meterlo entre las páginas de un libro de la biblioteca era lo más seguro. Todos sabían lo que estaban leyendo los demás. ¿Cómo iban a evitarlo? Los libros se dejaban sobre las mesas, sobre las sillas, estaban al alcance de cualquiera. Todos los empleados y pacientes debían de saber que estaba leyendo la última obra de Iris Murdoch. Y, sorprendentemente, habían colocado el anónimo exactamente en la página por donde iba.

Al principio dio por hecho que no era más que un nuevo ejemplo de la capacidad de Víctor para herir y humillar. Hasta después de su muerte no empezó a albergar estas dudas, a observar furtivamente los rostros de sus compañeros, a pensar y a temer. Pero seguro que aquello carecía de sentido. Se estaba atormentando sin necesidad. Tenía que haber sido Víctor y, si había sido Víctor, no habría más anónimos. Pero, ¿cómo podía estar al tanto de su relación con Steve? Aunque Víctor se enteraba de cosas misteriosamente. Recordaba el día en que Grace Willison y ella estaban sentadas con Víctor en el patio de los pacientes. Grace, con el rostro alzado hacia el sol y aquella estúpida y dulce sonrisa, empezó a hablar de lo feliz que era y de la próxima peregrinación a Lourdes. Víctor la interrumpió con brusquedad:

– Está contenta porque está eufórica. Es una euforia provocada por la enfermedad. Los enfermos de esclerosis múltiple siempre sienten esa absurda felicidad y esperanza. Lea los libros de texto. Es un síntoma reconocido. Desde luego, no es una virtud por su parte, y a todos los demás nos resulta de lo más irritante.

Recordaba la voz de Grace, temblorosa de dolor:

– Yo no he dicho que la felicidad sea una virtud. Y aunque sólo se trate de un síntoma, todavía puedo dar gracias por ello; es una especie de don.

– Mientras no espere que los demás participemos, dé todas las gracias que quiera. Dé gracias a Dios por el privilegio de no ser útil ni a usted misma ni a nadie. Y de paso, agradézcale otras bendiciones de su creación: los millones que luchan por vivir de una tierra estéril arrasada por las inundaciones, abrasada por la sequía; los niños de vientres deformes; los prisioneros torturados; todo este desbarajuste sin sentido y sin remedio.

Grace Willison trató de protestar sin perder la calma entre el primer escozor de lágrimas:

– Pero Víctor, ¿cómo puede hablar así? Sufrir no es lo único que se hace en la vida. No puede creer que a Dios no le importe. Venga con nosotros a Lourdes.

– Claro que voy a ir. Es la única posibilidad de salir de esta aburrida y desquiciada cárcel. Me gusta el movimiento, me gusta viajar, me gusta ver el brillo del sol en los Pirineos, me gusta el color. Incluso me produce cierta satisfacción la evidente comercialización del asunto, el ver a millares de congéneres que están más engañados que yo.

– ¡Eso es una blasfemia!

– ¿Ah, sí? Pues entonces eso también me gusta.

– Si por lo menos hablara con el padre Baddeley, Victor -insistió Grace-. Estoy segura de que lo ayudaría. O quizá con Wilfred. ¿Por qué no habla con Wilfred?

Victor soltó una estridente risotada, burlona, pero extraña y aterradora, causada por una genuina diversión.

– ¡Que hable con Wilfred! ¡Por Dios! Podría contarle una cosa de nuestro santurrón Wilfred que la haría reír, y un día, si me irrita lo suficiente, probablemente lo haré. ¡Que hable con Wilfred!

Todavía le parecía oír el eco distante de aquella risa. «Podría contarle una cosa de Wilfred.» Pero no se la había contado, y ahora no la contaría. Pensó en la muerte de Victor. ¿Qué impulso lo había llevado esa tarde en concreto a dar el paso final contra el destino? Debió de ser un impulso, el miércoles no era el día que solía salir a dar paseos y Dennis al principio no quería llevarlo. Recordaba con claridad la escena del patio. Victor impertinente, insistente, haciendo todo el esfuerzo posible por conseguir lo que quería. Dennis enrojeció malhumorado, como un niño obstinado, y al final accedió, pero de mala gana. Así pues, emprendieron juntos el paseo final, y ella no volvió a ver a Victor. ¿En qué pensaba cuando soltó los frenos y se lanzó con silla y todo a la aniquilación? Tenía que ser un impulso momentáneo. Nadie elegiría morir con un horror tan espectacular habiendo medios más suaves. Y desde luego había medios más suaves. A veces se sorprendía pensando en ello, en las dos muertes recientes, la de Victor y la del padre Baddeley. El padre Baddeley, afable, ineficaz, había pasado a mejor vida como si nunca hubiera vivido, apenas se le nombraba ya. En cambio, parecía que Victor todavía se encontraba entre ellos. El espíritu amargado e inquieto de Victor planeaba sobre Toynton Grange. A veces, especialmente al anochecer, no se atrevía a volver el rostro hacia una silla de ruedas por miedo de ver no al ocupante habitual, sino la figura de Victor envuelta en la gruesa capa a cuadros, su oscuro rostro burlón con la sonrisa fija como un rictus. De pronto, pese al calor del sol de la tarde, Ursula se estremeció. Soltó los frenos de su silla de ruedas, se volvió y se encaminó a la casa.

Capítulo 5

La puerta principal de Toynton Grange estaba abierta y Julius Court encabezó la marcha hasta el vestíbulo cuadrado de techo alto, paredes recubiertas de roble y suelos de mármol a cuadros negros y blancos. La casa parecía muy cálida. Era como atravesar una cortina invisible de aire caliente. El vestíbulo tenía un #olor extraño; no el olor habitual de las instituciones públicas a cuerpos, comida y pulimento de muebles recubierto de antiséptico, sino más dulce y de un exotismo extraño, como si alguien hubiera quemado incienso. La iluminación era tenue como en una iglesia, impresión que quedaba reforzada por las dos vidrieras de estilo prerrafaelita que flanqueaban la puerta principal. La izquierda representaba la expulsión del Edén, la de la derecha el sacrificio de Isaac. Dalgliesh se preguntó qué aberrante imaginación habría concebido aquel ángel afeminado con una mata de pelo rubio debajo del casco de plumas o la espada adornada con gelatinosos rombos rojos, azules y naranja mediante la cual impedía el paso de los delincuentes a un Edén plantado de manzanos. Adán y Eva, con los rosados miembros decorosa aunque improbablemente recubiertos de laurel, lucían expresiones de espuria espiritualidad y malhumorada compunción. A la derecha, el mismo ángel se abalanzaba como un hombre murciélago metamorfoseado sobre el cuerpo herido de Isaac, observado desde la maleza por un carnero excesivamente lanoso cuyo rostro, comprensiblemente, exhibía una expresión de intensa aprensión.

En el vestíbulo había sillas, bastardos artefactos de madera pintada cubiertos de plástico, deformidades ellas mismas, una con un asiento altísimo, dos con asientos muy bajos. Una silla de ruedas plegada descansaba contra la pared más alejada y con el recubrimiento de madera se había acoplado un pasamanos igualmente de madera a la altura de la cintura. A la derecha una puerta abierta permitía entrever lo que debía de ser un despacho o un guardarropa. Dalgliesh alcanzó a distinguir los pliegues de una capa a cuadros que pendía de la pared, un tablero para colgar las llaves y el borde de una voluminosa mesa de despacho. A la izquierda de la puerta había una consola labrada con una bandeja de cartas sobre la cual montaba guardia una alarma contra incendios.

Julius los precedió por una puerta trasera hasta un distribuidor central de que nacía una escalinata profusamente labrada con la barandilla recortada para acomodar el armazón metálico de un amplio ascensor moderno. Alcanzaron una tercera puerta. Julius la abrió teatralmente y anunció.

– Una visita para los muertos. Adam Dalgliesh.

Los tres pasaron juntos a la estancia. Dalgliesh, flanqueado por sus dos introductores, tenía la extraña sensación de que lo estaban escoltando. Después de atravesar la penumbra del vestíbulo y del distribuidor, el comedor estaba tan iluminado que tuvo que parpadear. Los altos ventanales divididos con parteluz dejaban entrar escasa luz natural, pero la estancia estaba intensamente iluminada por un par de tubos fluorescentes suspendidos del techo, que producían un chocante efecto junto a las molduras de escayola. Las imágenes se fundieron unas con otras y luego se separaron hasta que vio con claridad a los habitantes de Toynton Grange tomando el té, como en una escena pictórica, en torno de la mesa de roble del refectorio.

Su llegada pareció sumirlos momentáneamente en un estado de silenciosa sorpresa. De los cuatro que ocupaban sillas de ruedas, uno era hombre. Las otras dos mujeres eran evidentemente empleadas; una iba vestida de enfermera, con la excepción de la cofia habitual. Sin ella tenía un aspecto curiosamente incompleto. La otra, una rubia más joven, vestía pantalones negros y una camisa blanca, pero, pese a lo poco ortodoxo del uniforme, conseguía dar una inmediata impresión de competencia ligeramente intimidatoria. Los tres hombres de cuerpo sano vestían hábitos marrones. Tras un segundo de pausa, una figura que ocupaba la cabecera de la mesa se levantó y se aproximó a ellos con ceremoniosa lentitud alzando las manos.

– Bienvenido a Toynton Grange, Adam Dalgliesh. Soy Wilfred Anstey.

Lo primero que pensó Dalgliesh fue que parecía un actor secundario que representara con ensayada convicción el papel de un obispo ascético. El hábito marrón le sentaba tan bien que resultaba imposible imaginárselo ataviado de algún otro modo. Era alto y muy delgado; las muñecas de las cuales pendían las amplias bocamangas de lana eran oscuras y quebradizas como ramas otoñales. Tenía el cabello canoso pero fuerte, y lo llevaba muy corto, de modo que revelaba la curva infantil del cráneo. Debajo, el rostro fino y alargado era de un tono tostado irregular, como si se le estuviera yendo el bronceado veraniego; en la sien derecha tenía dos relucientes manchas blancas que parecían producidas por alguna enfermedad de la piel. Resultaba difícil calcular su edad; quizás unos cincuenta años. Los ojos afablemente inquisitivos, portadores de un recuerdo del sufrimiento de otros, eran ojos jóvenes de azules irises cristalinos y esclerótica opaca como la leche. Esbozó una sonrisa singularmente dulce, ladeada y estropeada por la revelación de unos dientes amarillentos y desiguales. Dalgliesh se preguntó por qué los filántropos solían ser reacios a ir al dentista.

Alargó la mano, sintió cómo quedaba aprisionada entre las palmas de Anstey y hubo de hacer un esfuerzo para no retroceder bruscamente ante el opresivo contacto de una carne húmeda y viscosa.

– Esperaba hacerle una visita de unos días al padre Baddeley. Soy un viejo amigo. No me enteré de que estaba muerto hasta que llegué.

– Muerto e incinerado. El miércoles pasado enterramos sus cenizas en el cementerio de la iglesia de St. Michael's Toynton. Sabíamos que le hubiera gustado descansar en tierra sagrada. No anunciamos su fallecimiento en la prensa porque no nos constaba que tuviera amigos.

– Aparte de los que estamos aquí -corrigió suave pero firmemente una de las pacientes. Era mayor que los demás, huesuda y de cabello canoso, como una muñeca holandesa clavada a su silla. Contempló a Dalgliesh con mirada persistente, afable e interesada.

– Naturalmente, aparte de los que estamos aquí -dijo Wilfred Anstey-. Creo que la más amiga de Michael era Grace, y estuvo con él la noche que murió.

– La señora Hewson me dijo que murió solo -declaró Dalgliesh.

– Por desgracia, sí. Pero en definitiva así lo hacemos todos. Espero que nos acompañe a tomar el té. Lo mismo que Julius y Maggie, claro. ¿Ha dicho que esperaba alojarse con Michael? En ese caso, debe pasar la noche aquí. -Se volvió hacia la enfermera jefe-. Dot, después de cenar podrías preparar la habitación de Victor para nuestro invitado.

– Es muy amable de su parte, pero no quiero molestar. ¿Le importaría que, después de esta noche, pasara unos días en la casita? La señora Hewson me ha dicho que el padre Baddeley me dejó su biblioteca. Me iría bien seleccionar y empaquetar los libros mientras estoy aquí.

Le pareció que su sugerencia no era demasiado bien recibida. Pero Anstey no vaciló más que un segundo antes de decir:

– Naturalmente que no, si eso es lo que prefiere. Pero permítame que le presente a la familia.

Dalgliesh siguió a Anstey en una ceremoniosa procesión de saludos. Una sucesión de manos, secas, frías, húmedas, vacilantes o firmes, estrecharon la suya. Grace Willison, la solterona de mediana edad, un estudio en gris, piel, cabello, vestido, medias, todo ligeramente deslustrado para parecer una anticuada muñequita de rígidas articulaciones olvidada durante demasiado tiempo en un armario polvoriento. Ursula Hollis, una chica alta de rostro moteado vestida con una falda larga de algodón indio que le dedicó una titubeante sonrisa y un apretón de manos breve y tímido. Su mano izquierda yacía fláccida en el regazo como abatida por el peso del grueso anillo de bodas. Percibió algo extraño en su rostro, pero ya la había dejado atrás antes de darse cuenta de que tenía un ojo azul y otro marrón. Jennie Pegram, la paciente más joven pero seguramente mayor de lo que aparentaba, con un rostro pálido y afilado y unos apacibles ojos de lémur. Tenía un cuello tan corto que parecía que estaba encorvada encima de la silla de ruedas y un pajizo cabello dorado, dividido en el centro de la cabeza, que pendía como una cortina ondulada en torno del cuerpo de enano. Al tocarlo se contrajo de timidez y lo saludó con un «hola» emitido en un jadeante susurro. Henry Carwardine, un rostro atractivo y autoritario pero atravesado por profundos surcos de fatiga, con una nariz larga y picuda y una boca grande. La enfermedad le había desviado la cabeza hacia un lado y parecía una arrogante ave rapaz. Carwardine hizo caso omiso de la mano que le ofrecía Dalgliesh, pero pronunció un breve «¿Cómo está usted?» con un desinterés que rozaba la descortesía. Dorothy Moxon, la enfermera jefe, miraba sombría, enérgica y melancólicamente desde debajo de la oscura orla. Helen Rainer tenía unos grandes ojos verdes ligeramente saltones bajo unos párpados delgados como la piel de las uvas y una figura torneada que ni la amplia camisa conseguía disimular del todo. Resultaría atractiva, pensó él, de no ser por la adusta caída de las mejillas, que le confería un ligero aire marsupial. Le estrechó la mano con firmeza y le dedicó una mirada amenazadora, como si estuviera recibiendo a un nuevo paciente que podía crearle problemas. El doctor Eric Hewson era un hombre rubio y apuesto de vulnerable rostro infantil y ojos color barro bordeados por pestañas notablemente largas. Dennis Lerner tenía un semblante flaco tirando a débil, ojos parpadeantes tras las gafas de montura metálica y mano húmeda. Ansley añadió, casi como si la figura de Lernes precisara de una explicación, que Dennis era el practicante.

– A los otros dos miembros de nuestra familia, Albert Philby, nuestro hombre para todo, y mi hermana, Millicent Hammitt, espero que tenga ocasión de conocerlos más tarde. Ah, y no debemos olvidar a Jeoffrey. -Como si hubiera entendido su nombre, un gato que había estado dormitando en el antepecho de la ventana se desenroscó, saltó pesadamente al suelo y avanzó a grandes zancadas hacia ellos con la cola erecta-. Lleva el nombre del gato de Chistopher Smart -explicó Anstey-. Supongo que recordará el poema.

Consideraré a mi gato Jeoffrey,

que es siervo del Dios vivo,

y le sirve abnegada y diariamente,

que contrarresta los poderes de la oscuridad

con su piel eléctrica y su fúlgida mirada,

y contrarresta al Demonio, que es la muerte,

fortificando la vida.

Dalgliesh dijo que conocía el poema. Podía haber añadido que si Anstey había destinado aquel herético papel al gato, había tenido mala fortuna al elegir la carnada. Jeoffrey era un rechoncho gato atigrado, con una cola que parecía un rabo de zorra, que daba la impresión de que su vida se dedicaba menos al servicio de su creador que a la satisfacción de los placeres felinos. El animal dedicó a Anstey una desagradable mirada compuesta de sufrimiento y repugnancia y saltó con ligereza y precisión al regazo de Carwardine, donde no fue bien recibido. Complacido por la evidente mala disposición de Carwardine a acogerlo, se acomodó con mucho ronroneo y agitación de zarpas y permitió que sus ojos se cerraran.

Julius Court y Maggie Hewson se habían acomodado también en el extremo más alejado de la larga mesa. De pronto Julius gritó:

– Tengan cuidado con lo que dicen al señor Dalgliesh, puede ser utilizado en su contra. Pretende viajar de incógnito, pero en realidad es el comandante Adam Dalgliesh, de New Scotland Yard. Su trabajo consiste en atrapar asesinos.

La taza de Henry Carwardine inició un agitado bailoteo sobre el plato que él intentó inútilmente apaciguar con la mano izquierda. Nadie lo miró. Jennie Pegram resolló impresionada y luego miró con complacencia en torno de la mesa, como si hubiera hecho alguna gracia.

– ¿Cómo lo sabe? -preguntó Helen Rainer.

– Vivo en el mundo, queridos amigos, y de vez en cuando leo el periódico. El año pasado hubo un caso famoso que le valió al comandante cierto reconocimiento público. -Y volviéndose hacia Dalgliesh añadió-: Henry va a venir conmigo a tomar un poco de vino y a escuchar música conmigo después de cenar. Si le apetece acompañarnos, podría venir con él. Seguro que Wilfred lo excusará.

La invitación no le pareció un gesto de cortesía, pues excluía a todos los presentes menos a dos y acaparaba al recién llegado sin mostrar la menor consideración hacia el anfitrión. Pero nadie se mostró ofendido. Quizá los dos hombres tenían por costumbre reunirse a beber cuando Court se encontraba en casa. Al fin y al cabo, nada obligaba a los pacientes a tener los mismos amigos, ni a los amigos a hacer invitaciones generales. Además, era evidente que había sido invitado para que acompañara a Henry. Dalgliesh expresó su agradecimiento y se sentó a la mesa entre Ursula Hollis y Henry Carwardine.

Era un té corriente de internado. No había mantel. La rayada mesa de roble, cuajada de quemaduras, sostenía dos grandes teteras marrones transportadas por Dorothy Moxon, dos fuentes de gruesas rebanadas de pan moreno untadas de una fina capa de lo que Dalgliesh sospechaba era margarina, un tarro de miel y otro de mermelada, y un plato de galletas caseras salpicadas de excrecencias de pasas de Corinto negras como el tizón. También había un cuenco de manzanas. Parecían de las que se habían caído de los árboles. Todo el mundo bebía de tazones de barro. Helen Rainer se dirigió a un armario situado bajo la ventana y sacó tres tazones y tres platos similares para las visitas.

Constituían un extraño grupo. Carwardine no le prestó la menor atención al huésped, con la excepción del gesto de empujar la fuente de pan con mantequilla hacia él, y a Dalgliesh le costó aproximarse a Ursula Hollis, cuyo rostro pálido e intenso no se apartaba de él mientras los dos ojos discordantes buscaban los de Dalgliesh. Éste percibió con cierta incomodidad que le estaba formulando alguna petición, que tenía una desesperada ansia de despertar algún interés en él, o quizás incluso afecto, pero Dalgliesh ni podía admitirlo ni estaba capacitado para darlo. No obstante, por una feliz casualidad, nombró Londres. Al oírlo, a Ursula se le iluminó el rostro y le preguntó si conocía Marylebone o el mercado de la calle Bell. Así se encontró sumido en una animada y casi obsesiva conversación sobre los mercadillos de Londres. Ursula cobró nuevos bríos, su aspecto mejoró y dio la impresión de que la charla la reconfortaba.

De repente, Jennie Pegram se inclinó sobre la mesa y dijo con un mohín de simulada repugnancia:

– Curioso trabajo atrapar asesinos y hacer que los cuelguen. No sé cómo puede gustarle.

– No nos gusta, y hoy en día ya no los cuelgan.

– Bueno, los encierran de por vida. Eso me parece peor. Y seguro que a algunos de los que cogió de más joven los colgaron.

Dalgliesh detectó un brillo de ansiedad, casi lascivo, en los ojos de ella. No era la primera vez que lo veía.

– A cinco -dijo en voz baja-. Es curioso que la gente siempre se interese por éstos.

Anstey esbozó su gentil sonrisa y habló como el que está decidido a ser justo.

– No sólo es cuestión de castigar, ¿verdad, Jennie? Está también la teoría de la disuasión, la necesidad de hacer patente el aborrecimiento público del crimen violento, la esperanza de reformar y rehabilitar al criminal, y, naturalmente, la importancia de tratar de que no vuelva a ocurrir.

A Dalgliesh le recordó a un maestro a quien tenía mucha antipatía que era dado a iniciar discusiones francas pero permitiendo una expresión limitada de opiniones no ortodoxas tan sólo con la condición de que la clase recuperara dentro del tiempo permitido el convencimiento de que sus opiniones eran correctas. Pero ahora Dalgliesh no estaba ni obligado ni dispuesto a cooperar. Interrumpió el simple «Bueno, si los cuelgan no pueden volverlo a hacer, ¿verdad?» de Jennie diciendo:

– Es un tema interesante e importante, lo sé. Pero perdóneme si a mí personalmente no me fascina. Estoy de vacaciones, en realidad convaleciente, y trato de no acordarme del trabajo.

– ¿Ha estado usted enfermo? -Carwardine, con la deliberada imprudencia de un niño que no está seguro de su capacidad, alargó la mano y se sirvió un poco de miel.

– Espero que su visita no esté, ni siquiera subconscientemente, relacionada con su enfermedad. No buscará plaza, ¿verdad? ¿No tendrá una enfermedad progresiva e incurable?

– Todos sufrimos una enfermedad progresiva e incurable -terció Anstey-. La llamamos vida.

Carwardine sonrió felicitándose a sí mismo, como si acabara de puntuar en algún juego particular. Dalgliesh, que empezaba a pensar que estaba participando en un té de locos, no sabía si la observación era falsamente profunda o simplemente tonta. De lo que sí estaba seguro era de que Anstey la había formulado con anterioridad. Se produjo un largo y tenso silencio hasta que Anstey dijo:

– Michael no nos había dicho que lo esperaba. -Y empleó un tono ligeramente reprobatorio.

– Es posible que no recibiera mi postal. Tenía que haber llegado la mañana de su muerte, pero no la he encontrado en su escritorio.

Anstey estaba pelando una manzana; la cinta amarilla se retorcía sobre sus dedos y tenía los ojos fijos en esta tarea.

– Lo trajeron en una ambulancia. Esa mañana no pude ir a buscarlo personalmente. Tengo entendido que la ambulancia se detuvo en el buzón para recoger el correo, seguramente a petición de Michael. Luego él mismo nos entregó una carta a mí y a mi hermana, de modo que debió de recibir su postal. Yo desde luego no la encontré cuando busqué el testamento o cualquier instrucción escrita que hubiera dejado en el escritorio. Eso fue a primeras horas de la mañana posterior a su muerte. Claro que pudo pasarme inadvertida.

– En tal caso todavía estaría allí -dijo Dalgliesh con calma-. Supongo que el padre Baddeley la tiraría a la basura. Es una lástima que tuviera que forzar la cerradura del escritorio.

– ¿Forzar la cerradura? -La voz de Anstey no expresaba más que una cortés y despreocupada curiosidad.

– Está forzada.

– Ya. Me imagino que Michael perdería la llave y se vería forzado a hacerlo. Perdone el juego de palabras. Yo lo encontré abierto. Me temo que no se me ocurrió estudiar la cerradura. ¿Es importante?

– Es posible que a la señorita Willison se lo parezca. Tengo entendido que el escritorio es ahora de ella.

– Sí, la cerradura rota reduce su valor, pero ya se dará cuenta de que en Toynton Grange damos poca importancia a las posesiones materiales.

Volvió a sonreír sin prestar atención a la frivolidad y se volvió hacia Dorothy Moxon. La señorita Willison se concentró en su plato. No levantó la vista.

– Seguramente es una tontería por mi parte -dijo Dalgliesh-, pero me gustaría saber si el padre Baddeley estaba enterado de que pensaba venir. He pensado que quizá metió mi postal en su diario, pero el último cuaderno no está con los demás.

En esta ocasión, Anstey alzó la vista. Los ojos azules se encontraron con los marrón oscuro, inocentes, educados, tranquilos.

– Sí, yo también me fijé. Por lo visto, dejó de escribir el diario a finales de junio. Lo sorprendente es que lo escribiera, no que abandonara la costumbre. Al final uno se impacienta con el egoísmo que lo lleva a anotar las trivialidades como si tuvieran un valor permanente.

– Lo extraño es que después de tanto tiempo lo dejara a mitad de un año.

– Acababa de regresar del hospital después de una grave enfermedad y no podía poner demasiado en duda el pronóstico. Sabiendo que la muerte no estaba lejos, es posible que decidiera destruir los diarios.

– ¿Empezando por el último?

– Destruir un diario debe de ser como destruir el recuerdo. Lo lógico sería empezar por los años cuya pérdida se puede soportar mejor. Los recuerdos antiguos son persistentes, por eso empezó quemando el último cuaderno.

Grace Willison formuló nuevamente una corrección en tono suave pero firme:

– No lo quemó, Wilfred. El padre Baddeley usó la estufa eléctrica cuando regresó del hospital. En la parrilla hay un bote de hierba seca.

Dalgliesh se imaginó la salita de Villa Esperanza. Naturalmente, tenía razón. Recordó el anticuado bote grisáceo de gres y el rebullo de hojas secas que llenaban el estrecho hogar. Sus polvorientos pedúnculos llenos de hollín asomaban entre las varillas. Seguramente no habían sido tocadas en casi todo el año.

La animada charla del otro extremo de la mesa se trocó en un silencio especulativo como sucede cuando la gente sospecha de repente que se está diciendo algo interesante que no debería perderse.

Maggie Hewson se había sentado tan pegada a Julius Court que a Dalgliesh le sorprendió que quedara sitio para tomar el té. Ya fuera para incomodar a su marido o para contentar a Court, resultaba difícil discernirlo, se pasó la merienda coqueteando abiertamente con él. Eric Hewson, cuando les echaba alguna mirada, parecía un colegial avergonzado. Court, perfectamente tranquilo, repartía su atención entre todas las mujeres presentes, con la excepción de Grace. Ahora Maggie paseó la mirada de un rostro a otro y dijo bruscamente:

– ¿Qué ocurre? ¿Qué ha dicho?

Nadie contestó, y fue Julius quien rompió la repentina e inexplicable tensión.

– Se me ha olvidado. El privilegio de contar con este visitante es, doble. El talento del comandante no se limita a cazar asesinos, también escribe versos. Es Adam Dalgliesh, el poeta.

Tal anuncio fue recibido con un confuso murmullo congratulatorio durante el cual Dalgliesh se fijó en el «Qué bien» de Jennie, comentario que consideró el súmum de la necedad. Wilfred sonrió en señal de aliento y dijo:

– Ya lo creo. Desde luego es un gran privilegio. Y Adam Dalgliesh ha llegado en el momento oportuno. El jueves vamos a celebrar la velada social familiar de todos los meses. ¿Sería demasiado esperar que nuestro huésped recitara alguno de sus poemas para nuestro deleite?

La pregunta tenía varias respuestas, pero en aquella compañía tan desaventajada ninguna le pareció cortés ni posible.

– Lo lamento, pero cuando viajo no suelo llevar ejemplares de mis libros -dijo Dalgliesh.

– Eso no representa problema alguno. Henry tiene los dos últimos libros suyos y seguro que nos los prestará -declaró Anstey sonriendo.

Sin levantar la vista del plato, Carwardine dijo en voz baja:

– Con la falta de intimidad que tenemos aquí, seguro que podría citar todos los títulos de mi biblioteca. Pero, dado que hasta el momento ha demostrado usted un total desinterés por la obra de Dalgliesh, no tengo intención de prestarle mis libros para que obligue a un invitado a hacer una representación ante usted como si fuera un mono domesticado.

Wilfred se sonrojó ligeramente y bajó la cabeza.

No había más que decir. Tras un segundo de silencio se reanudó la charla, inocua, tópica. No se volvió a nombrar al padre Baddeley ni su diario.

Capítulo 6

Era patente que a Anstey no le inquietó lo más mínimo el deseo expresado por Dalgliesh de hablar con la señorita Willison a solas después del té. Seguramente le pareció que tal petición no respondía más que a un protocolo de cortesía y respeto digno de alabanza. Dijo que Grace se encargaba de dar de comer a las gallinas y recoger los huevos antes de anochecer. Quizás Adam podría ayudarla.

Las dos ruedas mayores de la silla llevaban incorporada otra rueda cromada interior que podía ser utilizada por el ocupante para impulsar la silla. La señorita Willison la agarró e inició una marcha lenta por el sendero asfaltado, irguiendo su frágil cuerpo como una marioneta. Dalgliesh vio que tenía la mano izquierda deformada y que ejercía muy poca fuerza con ella, de modo que la silla tendía a desviarse y avanzaba irregularmente. Se situó a su izquierda y, mientras andaba junto a ella puso la mano disimuladamente en el respaldo de la silla y la empujó con suavidad. Esperaba que lo que hacía fuera aceptable. Quizá su tacto ofendería a la señora Willison por lo que tenía de compasivo. Pensó que habría percibido la vergüenza que le acometía a él y había resuelto no agudizarla dándole las gracias ni siquiera con una sonrisa.

Mientras avanzaban lentamente a la par, Dalgliesh era plenamente consciente de todos los detalles físicos de la presencia de la mujer, con la misma intensidad que si fuera una joven deseable y él estuviera al borde del enamoramiento. Observó que los afilados huesos de los hombros ascendían rítmicamente bajo el fino algodón gris del vestido y los morados capilares se abultaban como cuerdas en la transparencia de la mano izquierda, pequeña y frágil en comparación con la pareja. También ésta parecía deformada en la relativa fuerza y enormidad masculina con que agarraba la rueda. Las piernas, revestidas por unas arrugadas medias de lana, eran delgadas y rígidas como palos; los pies, enfundados en sandalias, resultaban demasiado grandes para tan inadecuado calzado y se adherían a los estribos de la silla como si los hubieran pegado al metal. Llevaba el cabello grisáceo moteado de caspa peinado hacia arriba en un único moño sujeto a la coronilla mediante una peineta blanca de plástico no demasiado limpia. La parte posterior del cuello parecía roñosa, ya fuera porque se le estaba yendo el bronceado o por la falta de limpieza. Al mirarla desde arriba, veía cómo se le contraían los surcos de la frente formando hendiduras todavía más profundas con el esfuerzo de hacer avanzar la silla mientras parpadeaba espasmódicamente tras las gafas de fina montura.

El gallinero era una enorme jaula desvencijada formada por alambres combados y postes cubiertos de creosota. Resultaba evidente que se había diseñado pensando en los minusválidos. La puerta era doble, de modo que la señorita Willison podía entrar y cerrarla tras de sí antes de abrir la segunda puerta, que daba acceso a la jaula principal. El bien pavimentado sendero asfaltado, de la anchura suficiente para una silla de ruedas, discurría por delante y a ambos lados de los ponederos. Una vez traspasada la primera puerta, se había clavado a uno de los postes a la altura de la cintura un estante de madera tosca sobre el cual descansaba un recipiente de comida preparada, una garrafa de plástico llena de agua y una cuchara de madera acoplada a un largo mango, evidentemente destinada a recoger los huevos. La señorita Willison se lo puso todo en el regazo con cierta dificultad y alargó los brazos para abrir la segunda puerta. Las gallinas, que por algún desconocido motivo se habían agrupado todas en el rincón más alejado de la jaula como vírgenes nerviosas, alzaron sus malévolos rostros ansiosos e inmediatamente se abalanzaban graznando sobre ella como si se propusieran protagonizar una hecatombe plumada. La señora Willison retrocedió un poco y comenzó a lanzar puñados de grano ante ellas con el aire de un neófito que tratara de aplacar las furias. Las gallinas empezaron a picotear y engullir agitadamente. Arañando el borde del recipiente, la señorita Willison dijo:

– Ojalá pudiera hacerme más amiga de ellas, o ellas de mí. Ambos lados podríamos sacar mayor provecho de esta actividad. Yo pensaba que los animales sentían cariño por la mano que los alimenta, pero parece que eso no va con las gallinas. Y en realidad no sé por qué habría de ser así. Las explotamos despiadadamente, primero les quitamos los huevos y cuando ya han dejado de poner les retorcemos el pescuezo y las echamos a la olla.

– Espero que no tenga usted que retorcer pescuezos.

– No, no, el encargado de esa desagradable tarea es Albert Philby. Pero no creo que a él le resulte del todo desagradable. Sin embargo, sí me como la parte que me corresponde del guisado.

– Yo coincido bastante con usted -dijo Dalgliesh-. Crecí en una vicaría de Norfolk y mi madre siempre criaba gallinas. Ella les tenía cariño y parecía que los animales le correspondían, pero a mi padre y a mí nos parecían una molestia. No obstante, nos gustaban los huevos recién puestos.

– ¿Sabe? Me da vergüenza confesar que no distingo estos huevos de los del supermercado. Wilfred prefiere que no comamos cosa alguna que no haya sido producido naturalmente. Aborrece la cría industrializada y tiene razón, claro. Preferiría que Toynton Grange fuera vegetariana, pero eso dificultaría todavía más el servicio de comidas. Julius hizo unos cálculos y demostró que estos huevos nos cuestan dos veces y media más que los del supermercado, sin contar, por supuesto, mi trabajo. Fue bastante desalentador.

– ¿Es que Julius Court se encarga de la contabilidad?

– ¡No, no! Las cuentas de verdad, las del informe anual, no. Wilfred tiene un contable profesional. Pero Julius es listo para las finanzas y sé que Wilfred le consulta. Me temo que por lo general obtiene consejos descorazonadores. Lo cierto es que funcionamos con muy pocos recursos. El legado del padre Baddeley ha sido una verdadera bendición y Julius ha sido muy amable. El año pasado la furgoneta que alquilamos para traernos desde el puerto después del viaje a Lourdes tuvo un accidente. Todos estábamos muy agitados. Las sillas de ruedas iban en la parte de atrás y dos se rompieron. El mensaje telefónico que llegó aquí era bastante alarmista. No resultó tan grave como pensó Wilfred, pero Julius fue corriendo al hospital donde nos habían llevado para hacernos un reconocimiento, alquiló otra furgoneta y se ocupó de todo. Y luego compró el autobús acondicionado que tenemos ahora para que fuéramos independientes. Así entre Dennis y Wilfred pueden llevarnos hasta Lourdes. Julius nunca viene con nosotros, naturalmente, pero siempre nos está esperando a la vuelta de la peregrinación y nos tiene preparada una fiesta de bienvenida.

Aquella desinteresada amabilidad no encajaba con la impresión que, incluso tras tan breve encuentro, se había formado Dalgliesh de Court. Intrigado, preguntó con precaución:

– Perdone si le parezco grosero, pero ¿qué saca Julius Court de todo este interés en Toynton?

– ¿Sabe?, yo también me lo he preguntado algunas veces. Pero parece una pregunta impertinente siendo tan evidente lo que Toynton Grange saca de él. Viene de Londres como un aliento del mundo exterior. Nos anima a todos. Pero ya sé que usted querrá hablar de su amigo. ¿Recogemos los huevos y buscamos un sitio tranquilo?

Su amigo. Aquellas palabras apaciblemente pronunciadas le produjeron remordimientos. Llenaron los recipientes de agua y recogieron juntos los huevos. La señorita Willison los levantaba mediante la cuchara de madera con la habilidad propia de la práctica. Sólo encontraron ocho. Todo el proceso, que a una persona normal le hubiera costado diez minutos, resultó tedioso, largo y no particularmente productivo. Dalgliesh, que no veía el interés de trabajar por trabajar, se preguntó qué pensaría de verdad su compañera de una tarea que evidentemente había sido ideada desafiando a la economía para crearle la ilusión de que podía ser útil.

Regresaron al patio de detrás de la casa. Sólo Henry Carwardine estaba allí, con un libro en el regazo pero con la vista fija en el invisible mar. La señorita Willison le dedicó una rápida mirada preocupada y parecía que se disponía a hablar, pero no dijo palabra hasta que se hubieron instalado a unos treinta metros de la silenciosa figura. Dalgliesh se acomodó en el extremo del banco, ella se situó a su lado y dijo:

– No me acabo de acostumbrar a estar tan cerca del mar y no poder mirarlo. Muchas veces lo oímos con la misma claridad que ahora. Casi nos rodea por completo, a veces lo olemos y oímos, pero es como si estuviéramos a cien kilómetros.

Hablaba con añoranza, pero sin resentimiento. Permanecieron un momento en silencio. Dorothy oía el mar claramente, el largo chirrido del agua que frota los guijarros al retirarse transportado hasta ella por la brisa marina. Para los internos de Toynton Grange ese incesante murmullo debía de evocar la tentadoramente próxima pero inalcanzable libertad de amplios horizontes azules, nubes veloces y alas blancas ascendiendo y descendiendo por el aire en movimiento. Comprendió que la necesidad de verlo pudiera convertirse en obsesión y dijo con toda intención:

– El señor Holroyd consiguió que lo llevaran a un lugar desde donde se veía el mar.

Era importante observar la reacción de Grace y se dio cuenta inmediatamente que consideraba el comentario peor que carente de tacto. Una profunda zozobra se apoderó de ella. La débil mano izquierda, curvaba en el regazo, comenzó a agitarse violentamente, la derecha se aferró al brazo de la silla. Su rostro se sonrojó en una oleada poco favorecedora y luego palideció bruscamente. Durante un momento casi deseó no haber hablado. Pero el arrepentimiento fue transitorio; aquel ansia profesional por descubrir regresaba a él a pesar de sí mismo, pensó con sarcástico humor. Y raramente se descubría algo gratuitamente, por impertinente o importante que resultara el descubrimiento, y por lo general no era él el que pagaba. Oyó que hablaba en voz tan baja que tuvo que inclinar la cabeza para descifrar lo que decía.

– Victor tenía una especial necesidad de alejarse a solas. Todos lo comprendíamos.

– Pero debió de ser muy difícil empujar una silla ligera como esta por la hierba y luego pendiente arriba hasta el borde del acantilado.

– Él tenía silla propia, como éstas pero más grande y más fuerte. Y no es necesario subir por la parte más empinada. Hay un sendero que se coge desde el interior, creo, y que lleva a un camino estrecho y bajo. Por ahí se puede llegar al borde del acantilado. Aun así, resultaba pesado para Dennis Lerner. Era media hora de empujar en cada sentido. Pero quería usted hablar del padre Baddeley.

– Si no la incomodo demasiado. Parece ser que fue usted la última en verlo vivo. Debió de morir muy poco tiempo después de que usted se marchara, puesto que todavía llevaba la estola cuando lo encontró la señora Hewson a la mañana siguiente. Lo normal es que se la hubiera quitado después de confesar.

Guardó silencio unos instantes, como si estuviera decidiendo algo, y seguidamente dijo:

– Sí que se la quitó, como siempre, inmediatamente después de darme la absolución. La dobló y la colocó sobre el brazo de la butaca.

También aquélla era una sensación que en los largos días de calor pasados en el hospital pensaba que no volvería a experimentar, el estremecimiento de excitación en la sangre al darse cuenta de que se había dicho algo importante, que si bien la presa todavía no se hallaba a la vista ni era detectable su rastro, ahí estaba. Trató de deshacerse de la inoportuna tensión, pero era tan elemental e involuntaria como un acceso de miedo.

– Pero eso quiere decir que el padre Baddeley volvió a ponerse la estola después de que se marchara usted. ¿Por qué lo haría?

O se la había puesto otro. Pero eso más valía no decirlo; sus implicaciones debían esperar.

– La suposición más lógica es que tendría otra confesión.

– ¿Cree usted que podría habérsela puesto para decir sus oraciones vespertinas?

Dalgliesh trató de recordar las costumbres de su padre en tal caso en las rarísimas ocasiones en que el párroco no rezaba en la iglesia, pero el recuerdo sólo le proporcionó una imagen infantil de ambos refugiados en una choza de los Cairngorms durante una tormenta, él mirando, medio aburrido medio fascinado, los remolinos de nieve que golpeaban las ventanas, su padre en polainas, anorak y gorro de lana leyendo en silencio su librito negro de oraciones. Desde luego entonces no llevaba estola.

– ¡No, no! -dijo la señorita Willison-. Sólo se la ponía para administrar un sacramento. Además, ya había dicho las vísperas, estaba terminando cuando llegué yo e incluso lo acompañé en la última colecta.

– Pero si después se presentó otra persona, entonces no fue usted la última en verlo vivo. ¿Se lo comentó a alguien cuando le comunicaron que había muerto?

– ¿Debería haberlo hecho? Creo que no. Si la propia persona prefirió no decirlo no era cosa mía introducir conjeturas. Claro que si alguien hubiera percibido la importancia de la estola no hubiera sido posible evitar las especulaciones. Pero a nadie se le ocurrió o si se le ocurrió, nadie dijo palabra. En Toynton hay demasiados chismorreos, señor Dalgliesh. Quizá sea inevitable, pero no es… bueno, moralmente sano. Si alguien más fue a confesarse esa noche, no es asunto más que de él y del padre Baddeley.

– Pero el padre Baddeley todavía llevaba la estola puesta a la mañana siguiente. Eso parece indicar que murió estando el visitante todavía con él. De ser así, no cabe duda de que la primera reacción, por muy privado que fuera el asunto que lo llevara allí, sería pedir auxilio médico.

– Es posible que la visita no tuviera duda de que el padre Baddeley había muerto y ese tipo de auxilio ya era innecesario. En tal caso, podía estar tentado de dejarlo sentado en paz y marcharse sin ser visto. No creo que el padre Baddeley lo considerara pecado y tampoco creo que pueda llamarse crimen. Puede parecer crueldad, pero, ¿lo sería necesariamente? Quizás indicaría indiferencia hacia las formas y el decoro, pero no es lo mismo, ¿verdad?

También indicaría, pensó Dalgliesh, que el visitante era un médico o una enfermera. ¿Quería la señorita Willison darlo a entender? Sin duda, la primera reacción de un lego sería buscar ayuda, o al menos una confirmación de que la muerte se había producido realmente. A no ser, claro está, que supiera, por el motivo que fuera, que Baddeley estaba muerto. Pero aparentemente esa siniestra posibilidad no se le había ocurrido a la señorita Willison. ¿Por qué iba a ocurrírsele? El padre Baddeley era viejo, estaba enfermo, debía morir y había muerto. ¿Por qué iba alguien a sospechar de lo natural y lo inevitable? Hizo un comentario sobre la determinación de la hora de la muerte y escuchó una respuesta plácida e inexorable.

– Supongo que para su trabajo la hora de la muerte siempre es importante y por eso está acostumbrado a averiguar ese dato, pero, ¿acaso importa en la vida real? Lo que importa es que uno muera en estado de gracia.

Irreverentemente, Dalgliesh se imaginó durante un momento a su sargento detective tratando de determinar y de hacer constar de modo meticuloso en un informe oficial la información esencial relativa a alguna víctima, y pensó que la bonita distinción que hacía la señorita Willison entre el trabajo policial y la vida real era un sano recordatorio de cómo veía la gente su trabajo. Esperaba contárselo pronto al gobernador. Pero entonces recordó que éste no era un chisme profesional corriente de los que intercambiarían en la entrevista ligeramente formal e inevitablemente decepcionante que señalaría el fin de su carrera policial.

No sin cierto pesar, reconoció en la señorita Willison al testigo generalmente honrado que siempre le había presentado dificultades. Paradójicamente, esa rectitud anticuada, esa escrupulosa conciencia, eran más engorrosas que los engaños, las evasivas o las mentiras aparatosas que formaban parte de un interrogatorio normal. Le hubiera gustado preguntarle cuál de los habitantes de Toynton Grange podía haber visitado al padre Baddeley para confesarse, pero reconoció que la pregunta no haría más que perjudicar la confianza existente entre ellos y que, en cualquier caso, no obtendría respuesta alguna. Pero tenía que haber sido alguno de los sanos. Nadie más podía ir y venir en secreto, a no ser que, naturalmente, tuviera un cómplice. Se sentía inclinado a desechar la idea del cómplice. Una silla de ruedas con su ocupante, ya hubiera ido rodando desde Toynton Grange o la hubieran llevado en coche, hubiera sido vista en algún momento del trayecto.

Con la esperanza de no recordar demasiado a un detective en pleno interrogatorio, preguntó:

– Así, cuando usted lo dejó, ¿cómo estaba?

– Sentado tranquilamente en la butaca de la chimenea. No permití que se levantara. Wilfred me había llevado en la camioneta pequeña. Dijo que iría a ver a su hermana a Villa Fe mientras yo estaba con el padre Baddeley y que me esperaría fuera al cabo de media hora, a no ser que yo lo avisara antes.

– Entonces, ¿se oyen ruidos de una casa a otra? Lo pregunto porque se me ha ocurrido que, si el padre Baddeley se sintió enfermo después de que usted se marchara, podría haber golpeado la pared para avisar a la señora Hammitt.

– Dice que no la llamó, pero es posible que no lo oyera si tenía encendido le televisor con el volumen muy alto. Aunque las casas están muy bien construidas, se oyen ruidos por la medianería, sobre todo si se habla en voz alta.

– ¿Quiere usted decir que oyó usted al señor Anstey hablar con su hermana?

La señorita Willison pareció lamentar haber llegado tan lejos y rectificó con rapidez.

– Bueno… de vez en cuando. Recuerdo que hube de hacer un esfuerzo para que no me distrajeran. Pensé que ojalá hablaran más bajo, pero luego me avergoncé por dejarme distraer tan fácilmente. Fue muy amable por parte de Wilfred llevarme a casa del padre. Por lo general, el padre Baddeley venía a la casa a verme, claro, y usábamos lo que llamamos la habitación tranquila, que está al lado del despacho, nada más entrar. Pero lo habían dado de alta en el hospital aquella misma mañana y no debía salir de casa. Yo hubiera podido esperar a que estuviera más recuperado, pero me escribió desde el hospital para decirme que esperaba que fuera y exactamente a qué hora debía ir. Sabía que significaba mucho para mí.

– ¿Se encontraba lo suficientemente bien para estar solo? Parece que no.

– Eric y Dot, es decir la hermana Moxon, querían que viniera aquí para que pudiera estar vigilado al menos la primera noche, pero él insistió en ir directamente a casa. Entonces Wilfred propuso que se quedara alguien a dormir en la habitación sobrante por si necesitaba ayuda durante la noche, pero tampoco accedió a eso. Estaba empeñado en quedarse solo, y tenía mucha autoridad, pese a sus modales apacibles. Luego me parece que Wilfred se sintió culpable por no haber sido más firme. Pero, ¿qué iba a hacer? No podía traérselo a la fuerza.

Sin embargo, todo hubiera sido más sencillo para los implicados si el padre Baddeley hubiera accedido a pasar por lo menos la primera noche en Toynton Grange. Desde luego no era propio de él oponerse tan tercamente a la sugerencia. ¿Esperaba otra visita? ¿Quería ver a alguien, urgentemente y en privado, a alguien a quien, como la señorita Willison, había escrito desde el hospital para concertar una cita precisa? De ser así, fuera cual fuera el motivo de la visita, esa persona debía de haber ido a pie. Le preguntó a la señorita Willison si Wilfred y el padre Baddeley hablaron antes de que ella se marchara.

– No, al cabo de una media hora de estar con él, el padre Baddeley golpeó la pared con el atizador y poco después Wilfred tocó la bocina. Yo llegué a la puerta principal justo al mismo tiempo que Wilfred la abría. El padre Baddeley seguía en su butaca. Wilfred le dio las buenas noches desde la puerta, pero creo que no contestó. Wilfred parecía tener prisa por volver a casa. Millicent salió para ayudar a meter la silla en la parte trasera de la furgoneta.

Así pues, ni Wilfred ni su hermana hablaron con Michael antes de irse aquella noche, y tampoco lo vieron de cerca. Mientras contemplaba la fuerte mano derecha de la señorita Willison, Dalgliesh jugueteó unos instantes con la posibilidad de que Michael ya estuviera muerto. Pero tal idea, aparte su poca probabilidad psicológica, era, naturalmente, absurda. No podía contar con que Wilfred no entrara en la casita. Y, ahora que lo pensaba, era extraño que no hubiera entrado. Michael acababa de salir del hospital, hubiera sido natural entrar y preguntarle cómo se encontraba, nacerle compañía al menos unos minutos. Era interesante que Wilfred Anstey se hubiera marchado tan de prisa, que nadie admitiera haber ido a ver al padre Baddeley después de las ocho menos cuarto.

– ¿Qué luces había encendidas en la casita mientras estaba usted con el padre Baddeley? -preguntó. Si la pregunta la sorprendió, no lo demostró.

– Sólo la lamparita de encima del escritorio, detrás de la butaca. Me sorprendió que viera lo suficiente para decir vísperas, pero claro está que conocía muy bien las oraciones.

– Y a la mañana siguiente la lámpara estaba apagada.

– Sí, Maggie dice que encontró la casa a oscuras.

– Me parece muy extraño que nadie pasara en toda la noche a ver cómo estaba el padre Baddeley o a ayudarlo a acostarse.

– Eric Hewson pensaba que pasaría Millicent -se apresuró a decir-, y ella tenía la impresión de que Eric y Helen, la enfermera Rainer, ya sabe, habían quedado en ir. Al día siguiente todos se sentían muy culpables. Pero, como nos dijo Eric, médicamente no hubieran podido hacer gran cosa. El padre Baddeley murió apaciblemente poco después de marcharme yo.

Guardaron silencio unos instantes. Dalgliesh se preguntaba si era el momento adecuado para preguntar por el anónimo. Recordando la angustia que le había producido hablar de Victor Holroyd, temía volver a inquietarla. Pero era importante «averiguarlo». Mirando de reojo el fino rostro y la expresión de decidida tranquilidad, dijo:

– Al poco de llegar he mirado en el escritorio del padre Baddeley por si había alguna nota o carta sin mandar para mí y he encontrado un anónimo muy desagradable debajo de unos recibos viejos. No sé si habría hablado con alguien de ello o si alguien más de Toynton Grange habría recibido alguno parecido.

La pregunta la trastornó todavía más de lo que temía. Grace se quedó un momento sin habla. Él fijó la vista al frente hasta que oyó su voz. Cuando por fin respondió, se había dominado por completo.

– Yo recibí uno unos cuatro días antes de que muriera Victor. Era… una obscenidad. Lo rompí en pedacitos y lo eché al inodoro.

– Es lo mejor que podía hacer -dijo Dalgliesh en tono de aliento-. Sin embargo, como policía siempre lamento que destruyan pruebas.

– ¿Pruebas?

– Bueno, mandar anónimos puede ser un delito, y, lo que es más importante, puede ser la causa de mucha infelicidad. Probablemente, lo mejor es avisar a la policía para que averigüen quién es el culpable.

– ¡A la policía! ¡No, no! No podíamos. Estos problemas no los resuelve la policía.

– No somos tan insensibles como se imagina a veces las gente. Se puede evitar que el culpable sea procesado, y es importante poner fin a este tipo de molestias. La policía es la mejor preparada. Pueden mandar la carta a sus laboratorios para que la examine un experto en documentos.

– Pero tendrían que ver la carta, y yo no hubiera podido enseñársela a alguien.

De modo que tan ofensiva había sido.

– ¿Le importaría decirme qué tipo de carta era? -preguntó Dalgliesh-. ¿Estaba escrita a mano o a máquina? ¿Cómo era el papel?

– Estaba mecanografiada en papel de Toynton Grange, a doble espacio, en nuestra vieja Imperial. La mayoría de nosotros ha aprendido a escribir a máquina. Es uno de nuestros medios de subsistencia. No había el más mínimo error de puntuación ni de ortografía. Y yo no advertí pista alguna. No sé quién la escribió, pero creo que el autor era experimentado sexualmente.

Así pues, incluso en plena zozobra, había implicado su mente en el problema.

– Las personas con acceso a esa máquina de escribir son un número limitado. No hubiera sido un problema muy difícil para la policía -dijo Dalgliesh.

– Cuando murió Victor vino la policía -explicó ella con voz resuelta-. Fueron muy amables y muy considerados, pero nos trastornó mucho. Para Wilfred… para todos nosotros… fue horrible. Creo que no lo hubiéramos aguantado otra vez. Seguro que hubiera sido insoportable para Wilfred. Por mucho tacto que tenga la policía, han de hacer preguntas hasta resolver el caso, ¿no? No tiene sentido llamarlos y esperar que antepongan la sensibilidad de la gente a su trabajo.

Aquello era una verdad innegable y Dalgliesh tenía poco que objetar. Le preguntó si había hecho algo más aparte de echar la carta ofensiva al retrete.

– Se lo conté a Dorothy Moxon. Me pareció lo más sensato. No hubiera podido contárselo a un hombre. Dorothy me dijo que no debería haberla destruido, que nada podía hacer sin la prueba. Pero convino en que de momento no debíamos decir palabra. Por aquel entonces a Wilfred le preocupaba mucho el dinero, y no quería distraerlo. Sabía cuánto lo alteraría. Además, creo que tenía alguna sospecha de quién podía ser el autor. Si estaba en lo cierto, ya no recibiremos más cartas.

Así pues, Dorothy Moxon creía, o fingía creer, que el autor era Victor Holroyd. Y si el autor tenía ahora el sentido común y el autodominio suficiente para no escribir más, era una teoría cómoda que, en ausencia de pruebas, nadie podía refutar.

Preguntó si sabía de alguien más que hubiera recibido anónimos. No sabía de nadie más. Nadie más había consultado a Dorothy Moxon. Tal idea pareció intranquilizarla. Dalgliesh se dio cuenta de que había considerado la nota una pieza única de inquina gratuita hacia ella. Pensar que el padre Baddeley había recibido otra la angustiaba casi tanto como el anónimo original. Sabiendo por experiencia qué tipo de carta debía de ser, dijo amablemente:

– No se preocupe demasiado por la carta del padre Baddeley. Creo que a él no lo hubiera inquietado. Era muy suave, una maliciosa notita dando a entender que no era de utilidad alguna en Toynton Grange y que la casa resultaría más útil ocupada por otra persona. Tenía demasiada humildad y sentido común para que lo molestaran esas tonterías. Me imagino que sólo lo guardó porque querría consultarme por si no era la única víctima. Las personas sensatas echan estas cosas al retrete. Pero no siempre podemos ser sensatos. Bueno, si recibe otra nota, ¿promete que me la enseñará?

Ella movió la cabeza suavemente pero no respondió. Dalgliesh vio que estaba más contenta. Extendió la agostada mano izquierda y la posó momentáneamente sobre la de él, ejerciendo una ligera presión.

La sensación era desagradable; tenía la mano seca y fría y parecía que los huesos estaban desarticulados bajo la piel. Pero el gesto era a la vez humillante y noble.

El patio se estaba quedando frío y oscuro; Henry Carwardine ya había entrado. Era hora de pasar al interior. Dalgliesh pensó rápidamente y dijo:

– Carece de importancia, y por favor no piense que me llevo el trabajo a todas partes, pero si durante los próximos días recuerda usted cómo pasó el padre Baddeley la semana anterior a ser ingresado en el hospital, me resultaría útil. No pregunte a los demás acerca de esto, simplemente cuénteme lo que recuerde que hizo cuando vino a Toynton Grange y qué otros sitios frecuentó. Me gustaría tener una idea de cómo transcurrieron sus últimos diez días de vida.

– Sé que el miércoles anterior a caer enfermo fue a Wareham, dijo que iba de compras y a ver a alguien por cuestión de negocios. Lo recuerdo porque el martes explicó que a la mañana siguiente no vendría a Toynton Grange como de costumbre -dijo ella.

Así pues, pensó Dalgliesh, entonces fue cuando compró las provisiones, seguro de que su carta no quedaría desatendida. Y tenía razón para estar seguro.

Permanecieron unos instantes sin hablar. Dalgliesh se preguntó si se le habría ocurrido que podía hacerle tan extraña solicitud, pues no pareció sorprenderse. Quizá consideraba perfectamente natural tal deseo de tener una idea de los últimos días de la vida de un amigo. Pero de repente experimentó un espasmo de recelo y precaución. ¿Debería tal vez hacer hincapié en que formulaba aquella petición a título meramente personal? Ciertamente no. Ya le había dicho que no lo comentara. Volver sobre el tema sólo despertaría más sospechas. Y, ¿qué peligro podía ello representar? ¿Con qué datos contaba para proseguir? Una cerradura que se había roto, un diario que había desaparecido y una estola que se había vuelto a poner para confesar. Aquello no eran pruebas reales. Haciendo un esfuerzo desechó el inexplicable espasmo de recelo, intenso como una premonición. Era un recordatorio demasiado desagradable de las largas noches pasadas en el hospital luchando en inquieta semiconsciencia contra los terrores irracionales y los miedos medio injustificados. Aquello era igualmente irracional, igualmente opuesto a la lógica y a la razón, una ridícula convicción de que una petición sencilla, casi casual y no muy prometedora había sonado con tal claridad a sentencia de muerte.

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