La iglesia de Todos los Santos de Toynton era una interesante reconstrucción victoriana de un edificio anterior, y el cementerio un solar triangular de hierba cortada que se extendía entre la pared occidental, la carretera y una hilera de casas corrientes. La tumba de Víctor Holroyd, señalada por Julius, era un montículo rectangular toscamente recubierto de pedazos de pobre césped. Al lado, una sencilla cruz de madera indicaba el lugar donde habían sido enterradas las cenizas del padre Baddeley. Grace Willison iba a yacer junto a él. En el funeral se hallaban presentes todos los habitantes de Toynton Grange menos Helen Rainer, que se había quedado para cuidar a Georgie Alian, y Maggie Hewson, cuya ausencia, que nadie comentó, debía de considerarse normal. Pero Dalgliesh, al llegar solo, se sorprendió de ver el Mercedes de Julius estacionado frente a la entrada con sotechado, junto al autobús de Toynton Grange.
El cementerio estaba atestado y el sendero que discurría entre las lápidas era estrecho y estaba lleno de hierba, de modo que tardaron cierto tiempo en maniobrar las tres sillas de ruedas para situarlas en torno de la fosa.
El párroco se había tomado unas tardías vacaciones y su sustituto, que aparentemente nada sabía de Toynton Grange, quedó perplejo al ver a cuatro miembros de la comitiva fúnebre ataviados con hábitos de monje. Preguntó si eran franciscanos anglicanos, cosa que provocó una nerviosa risita por parte de Jennie Pegram. La respuesta de Anstey, que Dalgliesh no oyó, no debió de satisfacer al sacerdote, quien, con aire asombrado y reprobatorio, condujo el servicio a controlada velocidad como si deseara liberar el cementerio cuanto antes del riesgo de contaminación de aquellos impostores. El grupito cantó, a propuesta de Wilfred, el himno favorito de Grace, Vosotros, santos ángeles inteligentes. Era un himno poco apropiado para ser cantado por unos aficionados y sin acompañamiento, pensó Dalgliesh. Las inseguras y discordantes voces se elevaban débiles en el fresco aire del otoño.
No había flores. Su ausencia, el penetrante olor de la tierra removida, el suave sol otoñal, el omnipresente olor a madera ardiendo, e incluso la sensación de ser observado morbosamente por unos ojos invisibles pero inquisitivos apostados detrás de los setos, le recordó dolorosamente otro funeral.
Era en aquel entonces un muchacho de catorce años que se encontraba en casa durante las vacaciones de medio curso. Sus progenitores estaban en Italia y el padre Baddeley se había quedado encargado de la parroquia. El hijo de un campesino del pueblo, un muchacho tímido, amable y formal que estudiaba en la universidad y había ido a pasar el fin de semana en casa, había cogido la escopeta de su padre y había matado a su padre, a su madre y a su hermana de quince años antes de suicidarse. Era una familia devota, y el chico un hijo cariñoso. Para el joven Dalgliesh, que empezaba a imaginarse enamorado de la muchacha, había sido un horror que había eclipsado todos los horrores posteriores. La tragedia, inexplicable, pasmosa, causó primero consternación en el pueblo, pero la aflicción dejó pronto paso a una oleada de ira, terror y repulsión supersticiosos. Era impensable que el chico fuera enterrado en tierra consagrada, y la suave pero inexorable insistencia del padre Baddeley en que la familia debía permanecer unida en una sola tumba lo convirtió temporalmente en un paria. El funeral, boicoteado por el pueblo, se celebró en un día como aquél. La familia carecía de parientes cercanos. Sólo estuvieron presentes el padre Baddeley, el sacristán y Adam Dalgliesh. El muchacho de catorce años, rígido de aflicción incomprendida, se concentró en las respuestas intentando divorciar las palabras insoportablemente conmovedoras de su significado, verlas simplemente como símbolos negros sin sentido impresos en la página del libro de oraciones, y pronunciadas con firmeza, incluso con indiferencia, sobre la fosa. Ahora, cuando aquel sacerdote desconocido alzó la mano para dar la bendición final al cuerpo de Grace Willison, Dalgliesh vio en su lugar la frágil y erguida figura del padre Baddeley, con el cabello revuelto por el viento. Mientras las primeras paladas de tierra caían sobre el ataúd y él se volvía para marcharse, se sentía como un traidor. El recuerdo de una ocasión en que el padre Baddeley no se había fiado de él en vano reforzó la actual e insistente sensación de fracaso. Seguramente fue esto lo que le hizo replicar con aspereza a Wilfred cuando se acercó a él y le dijo:
– Ahora vamos a almorzar. El consejo de familia comenzará a las dos y media y la segunda sesión a eso de las cuatro. ¿Está seguro de que no quiere ayudarnos?
– ¿Puede darme una razón que justifique mi intervención? -dijo Dalgliesh al tiempo que abría la portezuela del coche. Wilfred dio media vuelta; por una vez parecía casi desconcertado. Dalgliesh oyó la risita de Julius.
– ¡Pobre cretino! ¿De verdad cree que no sabemos que no celebraría el consejo familiar si no estuviera convencido de que saldrá como quiere él? ¿Qué planes tiene para hoy?
Dalgliesh dijo que todavía no lo sabía. En realidad había resuelto disipar la repugnancia que sentía hacia sí mismo andando por el sendero del acantilado hasta Weymouth para luego regresar por el mismo camino. Pero no le apetecía contar con la compañía de Julius.
Entró en una taberna próxima para tomar un poco de queso y cerveza, regresó rápido a Villa Esperanza, se cambió de pantalones, se puso una chaqueta que lo protegiera del viento y se dirigió al este por el camino del acantilado. Era muy distinto del paseo de primeras horas de la mañana que había dado el día siguiente a su llegada, cuando todos sus sentidos, que acababan de despertar, estaban atentos al sonido, al color y al olor. Ahora avanzaba resueltamente a grandes zancadas, inmerso en sus pensamientos, los ojos fijos en el sendero, apenas consciente siquiera de la trabajosa y sibilante respiración del mar. Pronto tendría que decidir con respecto a su trabajo, pero eso podía esperar otro par de semanas. Había otras decisiones más inmediatas pero menos gravosas. ¿Cuánto tiempo debía quedarse en Toynton? Poca excusa tenía ya para retrasarse. Los libros estaban clasificados, las cajas casi listas para atar y no avanzaba en el problema que lo había retenido en Villa Esperanza. Apenas le quedaban ya esperanzas de resolver el misterio de la llamada del padre Baddeley. Era como si, viviendo en la casita del sacerdote, durmiendo en su cama, Dalgliesh hubiera absorbido algo de su personalidad. Casi estaba convencido de que percibía la presencia del mal. Era una facultad ajena que no le gustaba y de la cual desconfiaba. Sin embargo, cada vez era más fuerte. Ahora estaba seguro de que el padre Baddeley había sido asesinado. Con todo, cuando estudiaba las pruebas con mente de policía, el caso se disolvía como el humo entre las manos.
Quizá debido a su inmersión en improductivos pensamientos, la bruma lo cogió por sorpresa. Penetraba procedente del mar, una repentina invasión física de blanca viscosidad fría y húmeda que lo borraba todo. De repente dejó de encontrarse paseando a la suave luz de la tarde con una brisa que le erizaba el vello del cuerpo y los brazos para quedarse súbitamente inmóvil apartando de sí la bruma que empañaba el sol, el color y el olor como si de una fuerza ajena se tratara.
Se pegaba a su cabello, se agarraba a su cuello y se retorcía en grotescas filigranas sobre el promontorio. Dalgliesh la contempló, un culebreante velo transparente que pasaba por entre zarzas y helechos, agrandando y modificando las formas, oscureciendo el sendero. Con la bruma se hizo un fulminante silencio. Sólo adquirió conciencia de que el promontorio estaba poblado de pájaros ahora que sus trinos habían enmudecido. El silencio era sobrenatural. Por contra, el sonido del mar aumentó y se volvió penetrante, desorganizado, amenazador, como si avanzara sobre él por todos los costados. Era como un animal encadenado que ahora gimiera en indeseada cautividad, ahora se liberara para lanzarse con rugidos de rabia impotente contra los guijarros.
Se volvió hacia Toynton, dudando de qué distancia había recorrido. El trayecto de regreso se presentaba difícil. No tenía otro medio de orientación que la hebra de tierra pisoteada que se sucedía bajo sus pies. Sin embargo, pensó que el peligro sería pequeño si avanzaba despacio. El sendero apenas era visible, pero la mayor parte de la ruta estaba bordeada de zarzales, una agradecida aunque espinosa barrera útil cuando se desorientaba momentáneamente. En una ocasión la bruma se levantó ligeramente y avivó el paso confiado, pero fue un error. Apenas a tiempo se dio cuenta de que se balanceaba al borde de una amplia grieta que dividía el camino y que lo que le había parecido un banco de niebla que ascendía era espuma que topaba con la cara del acantilado quince metros más abajo.
La torre negra se levantó en la bruma tan inesperadamente que su primera reacción al advertir su presencia fue frotar las palmas de las manos, instintivamente adelantadas, contra la fría e infrangible superficie. Entonces, de pronto, la bruma se alzó y perdió densidad y Dalgliesh alcanzó a ver la cima de la torre. La base todavía estaba envuelta en remolinos de blanca viscosidad, pero la cúpula octogonal, con sus tres aberturas visibles, parecía flotar plácidamente detrás de las últimas hebras sinuosas de neblina, pender inmóvil en el espacio, dramática, amenazadoramente sólida, y sin embargo tan insustancial como un sueño. La fugitiva visión se movía con la bruma, ya descendiendo tan abajo que casi la creía a su alcance, ya alzándose inmaterial, inalcanzable, muy por encima del atronador mar. Era imposible que entrara en contacto con las frías piedras en que descansaban sus manos ni con la firme tierra que sostenía sus pies. A fin de recuperar el equilibrio, apoyó la cabeza en la torre y sintió la realidad dura y afilada contra la frente. Al menos había un elemento paisajístico conocido. Desde allí recordaba el trazado del camino.
Y entonces lo oyó, escalofriante arañazo inequívoco de huesos contra la piedra. Procedía del interior de la torre. La razón se impuso a la superstición con tal rapidez que su mente apenas tuvo tiempo de reconocer el terror. Sólo el doloroso golpeteo del corazón contra la caja torácica, el repentino hielo en que se le convirtió la sangre, hizo ver durante un segundo que había atravesado la frontera del mundo incognoscible. Durante un segundo, quizá menos, se presentaron ante él infantiles pesadillas largo tiempo acalladas. Y entonces pasó el terror. Escuchó con mayor atención y empezó a explorar. Rápidamente identificó el sonido. En el lado de la torre que daba al mar, y oculto en el rincón que quedaba entre el porche y la pared redonda, había un robusto zarzal. El viento había arrancado una rama y dos extremos afilados y sueltos arañaban la piedra. Por algún efecto acústico, el sonido, distorsionado, parecía proceder del interior de la torre. De tales coincidencias, pensó sonriendo sombríamente, nacían los fantasmas y las leyendas.
Menos de veinte minutos después se detuvo por encima del valle a contemplar Toynton Grange. La bruma estaba retrocediendo y apenas distinguía la casona, una imponente sombra oscura salpicada de resplandores de luz procedentes de las ventanas. Su reloj señalaba las tres y ocho minutos, de modo que todos debían de estar encerrados en solitaria meditación esperando la llamada de las cuatro para anunciar sus votos definitivos. Se preguntó cómo estarían pasando el tiempo. Pero el resultado no daba lugar a dudas. Como Julius, consideraba poco probable que Wilfred convocara un consejo de no estar seguro de obtener la conclusión deseada. Y, seguramente, sería el traspaso a Ridgewell. Dalgliesh se imaginó cómo iría la votación. Wilfred se habría cerciorado de que los puestos de trabajo no corrieran peligro. Con tal condición, Dot Moxon, Eric Hewson y Dennis Lerner probablemente votarían a favor de la absorción. El pobre Georgie Alian poca opción tenía. Los puntos de vista de los demás pacientes no estaban tan claros, pero le daba la impresión de que Carwardine se contentaría con poder quedarse, sobre todo con la mayor comodidad y competencia profesional que aportaría la nueva dirección. Millicent, por supuesto, querría vender y tendría una aliada en Maggie Hewson, si se permitía que participara.
Mientras contemplaba el valle vio los cuadraditos gemelos de luz de Villa Caridad, donde, excluida, Maggie esperaba sola el regreso de Eric. Del borde del acantilado salía un resplandor más intenso. Julius, cuando estaba en casa, era extravagante con la electricidad.
Las luces, aunque se oscurecían intermitentemente con los movimientos y oscilaciones de la niebla, constituían un buen faro. Se sorprendió bajando casi a la carrera. Pero entonces, curiosamente, la luz de casa de los Hewson se apagó y se encendió tres veces de manera intencionada, como una señal.
Fue tal la impresión de que se trataba de una petición individual de auxilio que hubo de hacer un esfuerzo por retornar a la realidad. Maggie no podía saber que él o alguien estaba en el promontorio. Sólo cabía una pequeña posibilidad de que la señal fuera advertida por alguna persona de Toynton Grange, absortos como estaban en la meditación y la decisión. Además, la mayoría de las habitaciones de los pacientes estaban en la parte de atrás. Quizá no había sido más que un fortuito parpadeo de las luces, o quizá no acabaría de decidirse a mirar la televisión a oscuras.
Pero las dos manchas de luz amarilla, que ahora brillaban con más intensidad a medida que se desvanecía la niebla, lo atrajeron hacia casa de los Hewson. No tenía que apartarse más que unos trescientos metros de su camino. Maggie estaba sola. Más valía que echara una mirada, aun a riesgo de meterse en un alcohólico recital de agravios y sentimientos.
La puerta principal no estaba cerrada con llave. Al comprobar que ninguna voz respondía a su llamada, la empujó y entró. La sala de estar, sucia, desordenada, con su descuidado aspecto de ocupación temporal, se hallaba vacía. Las tres barras de la estufa eléctrica portátil estaban incandescentes y la estancia bien caldeada. El televisor descansaba. La única bombilla sin pantalla que pendía del centro del techo iluminaba con fuerza la mesa cuadrada, la botella de whisky abierta y casi vacía, el vaso vuelto boca abajo y la hoja de papel de cartas garabateada de bolígrafo negro, al principio con relativa firmeza, luego irregular como el rastro de un insecto sobre la blanca superficie. El teléfono había sido trasladado del lugar que ocupaba habitualmente encima de la librería y estaba ahora sobre la mesa, con el cable tenso y el auricular colgando por el borde.
No esperó a leer el mensaje. La puerta que daba al oscuro pasillo estaba entornada y la abrió. Sabía con una morbosa pero segura premonición lo que iba a encontrar. El pasillo era muy estrecho y la puerta topó con las piernas de ella al abrirse. El cuerpo giró y el rostro enrojecido se volvió lentamente para mirarlo desde lo alto con lo que parecía una sorpresa despectiva, medio melancólica, medio apesadumbrada por encontrarse en desventaja. La luz del pasillo, emitida por una sola bombilla, resultaba deslumbrante y el cuerpo pendía cuan largo era como una extraña muñeca pintarrajeada colgada en un escaparate. Los ceñidos pantalones rojos, la blusa blanca de satén, las uñas pintadas de los pies y de las manos y el carmín a juego eran horrorosos pero a la vez irreales. Una cuchillada y de seguro que el serrín saltaría de las venas para amontonarse a sus pies.
La cuerda de escalada, un suave cordón rojo y tostado, alegre como el badajo de una campana, había sido fabricada para sostener el peso de un hombre y no le había fallado a Maggie. La había usado con sencillez. La había doblado y había metido los dos extremos por el aro para formar un lazo corredizo antes de atarla, torpe pero eficazmente, a la parte superior de la barandilla. Los metros que le sobraban yacían enredados en el rellano.
Un taburete de cocina con dos peldaños había caído de lado obstruyendo el pasillo como si lo hubiera apartado de sí con un puntapié. Dalgliesh lo colocó debajo del cuerpo y, tras apoyarle las rodillas en el plástico acolchado, subió los escalones y le quitó el lazo por la cabeza. Todo el peso del cuerpo inerte se precipitó sobre él. Lo dejó deslizar suavemente hasta el suelo y lo arrastró a la sala de estar, donde la depositó en la estera de delante de la chimenea y aplicó su boca a la de ella para practicarle la respiración artificial.
La boca de Maggie emitía vapores de whisky. Percibía también el sabor del carmín, un nauseabundo ungüento en la lengua. La camisa de él, pegajosa de sudor, se adhería a la blusa de ella soldando el oscilante pecho con el cuerpo suave, todavía cálido pero silencioso. Dalgliesh bombeaba su respiración al interior del cuerpo luchando contra una repugnancia atávica. Se asemejaba demasiado a violar a un muerto y percibía la ausencia del latido del corazón de ella con la misma intensidad que un dolor en su propio pecho.
Sólo notó que se había abierto la puerta por la repentina corriente de aire frío. Un par de pies se detuvieron junto al cuerpo. Oyó la voz de Julius.
– ¡Dios mío! ¿Está muerta? ¿Qué ha ocurrido?
El matiz de terror sorprendió a Dalgliesh. Éste levantó la vista un segundo hacia el desencajado rostro de Court, que pendía sobre él como una máscara incorpórea de rasgos blancos y distorsionados por el miedo. Julius se esforzaba por controlarse. Todo su cuerpo temblaba. Dalgliesh, concentrado en el desesperado ritmo de la resucitación, emitió las órdenes en una serie de ásperas frases inconexas.
– Vaya a buscar a Hewson. De prisa.
– No puedo. No me pida eso. No sirvo para estas cosas. Ni siquiera le soy simpático. Nunca hemos sido amigos. Vaya usted, prefiero quedarme aquí con ella que enfrentarme a Eric -contestó Julius en un murmullo agudo y monótono.
– Entonces llámelo por teléfono. Y luego llame a la policía. Coja el auricular con el pañuelo, es posible que haya huellas.
– ¡No contestarán! Nunca contestan cuando están meditando.
– ¡Entonces, por el amor de Dios, vaya a buscarlo!
– ¡Pero tiene la cara llena de sangre!
– Es carmín, suciedad. Llame a Hewson.
Julius permaneció inmóvil, pero luego dijo:
– Voy a probar. Ya habrán terminado de meditar. Acaban de dar las cuatro. Es posible que contesten.
Se volvió hacia el teléfono. Por el rabillo del ojo Dalgliesh vio el tembloroso auricular en sus manos y el pañuelo blanco mediante el cual Julius había envuelto el instrumento con la torpeza del que intenta vendarse una herida que se ha infligido a sí mismo. Al cabo de dos largos minutos contestaron al teléfono. No sabía quién, y después tampoco recordaba lo que dijo Julius.
– Ya se lo he dicho. Vienen hacia aquí.
– Ahora llame a la policía.
– ¿Qué les digo?
– La verdad. Ellos ya sabrán lo que tiene que hacer.
– Pero… ¿no deberíamos esperar? ¿Y si revive?
Dalgliesh se enderezó. Sabía que llevaba cinco minutos trabajando con un cadáver.
– No creo que reviva -dijo.
Inmediatamente reanudó la tarea adhiriendo la boca a la de ella, esperando percibir con la palma derecha el primer pulso de vida en el silencioso corazón. La bombilla oscilaba levemente con la corriente de aire que penetraba por la puerta abierta y una sombra se paseaba como una cortina sobre el rostro sin vida. Dalgliesh era consciente del contraste entre la carne inerte, los fríos labios insensibles magullados por los de él y su aspecto de ruborizada atención, una mujer inmersa en el acto sexual. El estigma carmesí de la cuerda era como un brazalete de dos vueltas que rodeara la gruesa garganta. Restos de la fría bruma penetraban a hurtadillas por la puerta para retorcerse en torno de las polvorientas patas de la mesa y de las sillas. La niebla le causaba picazón en las ventanas de la nariz como un anestésico; en la boca tenía el gusto amargo del aliento impregnado de whisky.
De repente se oyeron pasos apresurados; la habitación se llenó de gente y de voces. Eric Hewson lo empujaba a un lado para arrodillarse junto a su esposa; detrás de él, Helen Rainer abría un botiquín. Le entregó un estetoscopio. El médico desabrochó de un tirón la blusa de su mujer. Delicada y fríamente, la enfermera levantó el pecho izquierdo de Maggie para que auscultara el corazón. Un instante después, Eric se quitó el estetoscopio, lo lanzó a un lado y alargó la mano. En esta ocasión, todavía sin hablar, Helen le entregó una jeringuilla.
– ¿Qué vas a hacer? -gritó Julius con voz histérica.
Hewson alzó la vista hacia Dalgliesh. Tenía el semblante cadavérico y los iris muy dilatados.
– No es más que digital -dijo, pero aquella voz ronca pedía que lo tranquilizaran, que le infundieran esperanza, que le dieran permiso para retirarse, para inhibirse de la responsabilidad.
Dalgliesh asintió con la cabeza. Si era digital, tal vez funcionara. Y no sería tan tonto como para inyectar nada letal. Detenerlo ahora podía significar matarla. ¿Hubiera sido mejor proseguir la respiración artificial? Seguramente no; en todo caso, era una decisión que correspondía a un médico. Y allí había un médico. Pero en el fondo Dalgliesh sabía que era un argumento retórico. No era susceptible de ser perjudicada, como tampoco era susceptible de ser ayudada.
Helen Rainer tenía ahora una linterna en la mano y la enfocaba hacia el pecho de Maggie. Los poros de la piel que se abrían entre los pechos caídos parecían enormes, cráteres en miniatura obturados de polvo y sudor. A Hewson empezó a temblarle la mano. De repente, Helen dijo:
– Déjame a mí.
El médico le entregó la jeringuilla. Dalgliesh oyó el incrédulo «¡Oh, no!» de Julius Court y contempló cómo penetraba la aguja tan limpia y certeramente como un golpe de gracia.
Las finas manos no temblaron al extraer la aguja, aplicar un trocito de algodón al pinchazo y, sin hablar, alargar la jeringuilla a Dalgliesh.
Súbitamente, Julius Court salió dando traspiés de la habitación para regresar casi de inmediato con un vaso. Antes de que alguien pudiera detenerlo, había agarrado la botella de whisky por el cuello y se había servido el último centímetro. Apartando una silla de la mesa, se sentó y se abalanzó hacia adelante, abrazando la botella.
– Pero Julius… no debemos tocar nada hasta que llegue la policía -dijo Wilfred.
Julius se sacó el pañuelo y se lo pasó por la cara.
– Lo necesitaba. Y no he tocado las huellas. Además, tenía una cuerda alrededor del cuello, ¿o no se habían dado cuenta? ¿De qué creen que ha muerto, de alcoholismo?
El resto de los presentes permanecían inmóviles en torno del cadáver. Hewson todavía estaba agachado junto a su esposa; Helen le acunaba la cabeza. Wilfred y Dennis los flanqueaban con los dobleces de los hábitos inmóviles en la calma de la habitación. Dalgliesh pensó que parecían una multicolor colección de actores que posaran para un díptico contemporáneo con los expectantes ojos fijos en el iluminado cuerpo de la santa martirizada.
Cinco minutos después, Hewson se puso en pie y dijo en tono monótono:
– No responde. Póngala en el sofá. No podemos dejarla en el suelo.
Julius Court se levantó de la silla y entre él y Dalgliesh alzaron el pesado cuerpo y lo colocaron en el sofá. Éste era demasiado corto y los pies ribeteados en escarlata, a la vez grotescos y patéticamente vulnerables, asomaban rígidos por un extremo. Dalgliesh oyó suspirar levemente a los observadores como si hubieran satisfecho alguna oscura necesidad de acomodar confortablemente el cuerpo. Julius miró alrededor en busca de algo con que taparla. Fue Dennis Lerner el que, para sorpresa de todos, sacó un gran pañuelo blanco, lo desdobló de una sacudida y lo colocó con ritual precisión sobre el rostro de Maggie. Los presentes lo contemplaron intensamente, como si esperaran que la tela se agitara con la primera exhalación.
– Es una extraña tradición cubrir los rostros de los muertos. ¿Será porque pensamos que están en desventaja, expuestos sin modo de defenderse a nuestra crítica mirada? ¿O será porque les tenemos miedo? Me parece que lo segundo.
Sin prestarle atención, Eric Hewson se volvió hacia Dalgliesh.
– ¿Dónde…?
– Allí, en el pasillo.
Hewson se dirigió a la puerta y se quedó mirando la cuerda que todavía pendía de la escalera y el taburete de metal cromado y plástico amarillo. Se volvió hacia el círculo de rostros vigilantes y compasivos y preguntó:
– ¿De dónde ha sacado la cuerda?
– Es posible que sea mía. -La voz de Wilfred era interesada, segura. Volviéndose a Dalgliesh, añadió-: Está más nueva que la de Julius. La compré poco después de encontrar la otra deshilachada. La tengo colgada de un gancho en el despacho. Quizá se haya fijado. Y sin duda allí estaba esta mañana cuando hemos salido para asistir al funeral de Grace. ¿Lo recuerda, Dot?
Dorothy Moxon se adelantó desde la sombría posición de la pared más alejada y habló por primera vez con voz poco natural, aguda, agresiva, insegura. Los demás volvieron la cabeza como asombrados de que se encontrara allí.
– Sí, me he fijado. Bueno, quiero decir que me hubiera fijado si no hubiera estado. Sí, lo recuerdo. La cuerda estaba en su sitio.
– ¿Y al regresar del funeral? -preguntó Dalgliesh.
– He entrado sola al despacho a colgar la capa. Me parece que entonces no estaba, estoy casi segura.
– ¿No le ha extrañado? -preguntó Julius.
– No. ¿Por qué? No sé si entonces la he echado en falta conscientemente. Pero ahora, pensándolo, estoy bastante segura de que no estaba. De todos modos, la ausencia no me hubiera preocupado aunque la hubiera advertido. Hubiera pensado que Albert la había cogido para algo. No podía haberlo hecho, claro, porque ha venido con nosotros al funeral y ha subido al autobús delante de mí.
– ¿Ha llamado alguien a la policía? -preguntó de repente Lerner.
– Claro -dijo Julius-. He llamado yo.
– ¿Y qué hacía usted aquí? -La lógica pregunta de Dorothy Moxon sonó a acusación, pero Julius, que parecía haber recuperado el control de sí mismo, respondió con calma.
– Ha encendido y apagado la luz tres veces antes de morir. Lo he visto casualmente a través de la bruma por la ventana del cuarto de baño. No he venido enseguida. Primero he pensado que no sería algo importante, que no correría peligro alguno. Pero luego estaba intranquilo y he decidido venir. Dalgliesh ya estaba aquí.
– Yo he visto las señales desde el promontorio. Como Julius, no me he alarmado mucho, pero tampoco me ha parecido correcto pasar sin echar un vistazo.
Lerner se había acercado a la mesa y observó:
– Ha dejado una nota.
– ¡No la toquen! -exclamó Dalgliesh.
Lerner retiró la mano como si le hubieran dado un picotazo. Todos rodearon la mesa. La nota estaba escrita con bolígrafo negro en la primera página de un cuaderno de papel de cartas blanco tamaño cuartilla. La leyeron en silencio.
«Querido Eric: Te he dicho muchas veces que no puedo seguir en este cuchitril.
Pensabas que no eran más que palabras. Estabas tan ocupado con tus queridos pacientes que me habría podido morir de aburrimiento y no te hubieras dado ni cuenta. Perdona que te haya desbaratado los planes.
No me engaño pensando que me echarás de menos.
Ahora puedes irte con ella y Dios sabe que no os pondré impedimento alguno.
Hemos pasado momentos buenos. Recuérdalos, e intenta añorarme. Estoy mejor muerta.
Lo siento, Wilfred. La torre negra.»
Las primeras ocho líneas estaban escritas con firmeza, las últimas cinco eran garabatos casi ilegibles.
– ¿Es su letra? -preguntó Anstey.
Eric Hewson replicó en voz tan baja que apenas lo oyeron.
– Sí, sí, es su letra.
Julius se volvió hacia Eric y dijo con repentina energía:
– Mira, está perfectamente claro lo que ha ocurrido. Maggie no pensaba matarse. No era propio de ella. Por el amor de Dios, ¿qué necesidad tenía de suicidarse? Era joven y sana. Si no le gustaba esto, podía marcharse. Era enfermera, podía encontrar trabajo. Todo esto era para asustarte. Trató de telefonear a Toynton Grange para que vinieras justo a tiempo, claro. Como nadie contestó, hizo señales con las luces. Pero entonces estaba ya demasiado borracha para saber exactamente lo que hacía y todo se convirtió en una horrible realidad. ¿Parece ésta la nota de un suicida?
– A mí me lo parece -dijo Anstey-. Y sospecho que al juez también se lo parecerá.
– Pues a mí no. Podría ser la nota de una mujer que piensa marcharse.
– Pero no se marchaba -dijo Helen Rainer con calma-. No se iría de aquí sólo con una camisa y unos pantalones. ¿Dónde está la maleta? Ninguna mujer huye de casa sin llevarse el maquillaje y el camisón.
Junto a una de las patas de la mesa había una bolsa grande. Julius la cogió y comenzó a revolver en su interior.
– Aquí no hay nada, ni camisón ni neceser.
Prosiguió la inspección, pero de pronto miró primero a Eric y luego a Dalgliesh. Una extraordinaria sucesión de emociones atravesó su rostro: sorpresa, vergüenza, interés. Cerró la bolsa y la dejó encima de la mesa.
– Wilfred tiene razón. No deberíamos tocar nada hasta que llegue la policía.
Permanecieron en silencio unos instantes y luego Anstey dijo:
– La policía querrá saber dónde hemos estado todos esta tarde. Incluso en un caso de suicidio claro están obligados a hacer estas preguntas. Debió de morir casi al final de nuestra hora de meditación. Eso quiere decir, naturalmente, que ninguno de nosotros tiene coartada. Dadas las circunstancias, seguramente hemos tenido suerte de que haya dejado una carta.
– Eric y yo hemos estado juntos en mi habitación toda la hora -dijo Helen Rainer con calma.
Wilfred se la quedó mirando desconcertado. Por primera vez desde que entrara en la casa parecía alterado.
– ¡Pero estábamos celebrando un consejo de familia! Según las reglas, hemos de meditar en silencio y solos.
– Nosotros no hemos meditado y no hemos guardado silencio precisamente. Pero estábamos solos… solos juntos. -Fijó la vista más allá de Wilfred, desafiante, casi triunfante, en los ojos de Eric Hewson, que la miraba perplejo.
Dennis Lerner, como para disociarse de la controversia, se había situado junto a Dot Moxon al lado de la puerta y dijo en voz baja:
– Me parece que oigo coches. Debe de ser la policía.
La bruma había amortiguado el sonido de la aproximación. Mientras Lerner hablaba, Dalgliesh oyó cómo se cerraban dos portezuelas de golpe. La primera reacción de Eric fue arrodillarse junto al sofá, haciendo de pantalla entre el cuerpo de Maggie y la puerta. Pero de inmediato se puso torpemente en pie como si temiera ser descubierto en una postura comprometedora. Dot, sin volverse, apartó su corpachón de la puerta.
De repente, la reducida estancia quedó más abarrotada que la marquesina de una parada de autobús una tarde de lluvia y se impregnó de olor a bruma y a impermeables húmedos. Pero no se produjo confusión alguna. Los recién llegados penetraron con calma como un solo hombre, equipados con su instrumental, y empezaron a moverse con la precisión de los cargados miembros de una orquesta al ocupar los lugares señalados. El grupo de Toynton Grange se retiró a observarlos cautelosamente. Nadie habló hasta que la voz sosegada del inspector Daniel rompió el silencio.
– Bueno, ¿quién ha encontrado a la pobre señora?
– Yo -respondió Dalgliesh-. Court ha llegado unos doce minutos después.
– Entonces, que se queden el señor Dalgliesh, el señor Court y el doctor Hewson. Con ellos bastará de momento.
– A mí me gustaría quedarme, si no le importa -dijo Wilfred.
– Sí, señor, no lo dudo. Es usted el señor Anstey, ¿no es así? Sin embargo, no siempre podemos hacer lo que nos gustaría. Si me hace el favor de regresar a la residencia, el detective Burroughs los acompañará y pueden decirle a él todo lo que les parezca. Enseguida estaré con ustedes.
Sin pronunciar una sola palabra más, Wilfred abrió la marcha.
El inspector Daniel miró a Dalgliesh y dijo:
– Bueno, señor, parece que la muerte no le deja convalecer en Toynton.
Después de entregarles la jeringuilla y de relatar cómo había encontrado el cuerpo, Dalgliesh no quiso presenciar la investigación. No deseaba dar lugar a que pensaran que estaba vigilando la actuación del inspector Daniel; no le gustaba el papel de espectador y sentía, incómodo, que los entorpecía. Ninguno de los hombres presentes obstaculizaba a los demás. Se movían con seguridad en el reducido espacio, cada uno especializado en una cosa pero actuando en equipo. El fotógrafo transportó los focos portátiles al estrecho pasillo; el experto en huellas dactilares, de paisano, con el maletín abierto mostrando las pulcramente ordenadas herramientas de su oficio, se sentó a la mesa, con el cepillo preparado, para iniciar la metódica operación de quitarle el polvo a la botella de whisky; el médico de la policía se arrodilló junto al cuerpo, concentrado y con aire crítico, y comenzó a tirar de la piel manchada de Maggie como si esperara devolverla a la vida. El inspector Daniel se inclinó sobre él y conferenciaron. Dalgliesh pensó que parecían dos granjeros estudiando las cualidades de un pollo muerto. El hecho de que Daniel se hubiera llevado al médico de la policía y no a un forense despertó su curiosidad. Pero, ¿por qué no? Los forenses del Ministerio del Interior, dado la extensión de las zonas que tenían que cubrir, raramente llegaban con prontitud a la escena del crimen. Por otro lado, el reconocimiento médico que los ocupaba no presentaba problemas evidentes. No tenía sentido emplear más recursos de los necesarios. Se preguntó si se hubiera personado el propio Daniel de no estar presente en Toynton Grange un comandante de la policía metropolitana.
Dalgliesh pidió formalmente permiso a Daniel para regresar a Villa Esperanza. Eric Hewson ya se había marchado. Daniel sólo le había hecho unas pocas preguntas necesarias, breves y suaves, antes de sugerirle que regresara con los demás a Toynton Grange. Dalgliesh percibió el alivio que representó su marcha. Hasta aquellos imperturbables expertos se movían con mayor libertad descargados de la inhibidora restricción del dolor público. El inspector se esforzó por dedicarle algo más que una lacónica inclinación de cabeza y dijo:
– Muchas gracias. Pasaré a cambiar impresiones con usted antes de irnos, si me lo permite. -Tras lo cual volvió a inclinarse para proseguir la contemplación del cuerpo.
Fuera lo que fuese lo que esperaba encontrar Dalgliesh en el promontorio de Toynton, no era aquello: la vieja conmemoración rutinaria de la muerte no natural. Durante un momento lo vio con los ojos de Julius Court, un esotérico rito nigromántico ejecutado por sus practicantes de pardo uniforme en silencio o entre gruñidos y murmullos tan breves como conjuros, un secreto oficio de difuntos. Desde luego, Julius parecía absorto en las operaciones y no hizo ademán de marcharse, sino que permaneció de pie a un lado de la puerta y, sin apartar los fascinados ojos del inspector Daniel, la abrió para que pasara Dalgliesh. Daniel no sugirió que se fuera también él, pero a Dalgliesh le pareció poco probable que ello se debiera a que se hubiera olvidado de su presencia.
Transcurrieron cerca de tres horas antes de que el automóvil del inspector Daniel se detuviera ante Villa Esperanza. El inspector iba solo; el sargento Varney y los demás, explicó, ya se habían marchado. Al entrar arrastró consigo los restos de una bruma que podía ser ectoplasma y una corriente de aire frío y húmedo. Tenía el cabello perlado de humedad y el largo y rubicundo rostro resplandecía como si acabara de tomar el sol. A invitación de Dalgliesh, se quitó la gabardina y se acomodó en la butaca situada ante la chimenea, hecho lo cual paseó los vivaces ojos negros por la estancia tomando nota de la zarrapastrosa alfombra, la mezquina chimenea y el deterioro del empapelado.
– ¿Así que aquí es donde vivía el anciano? -dijo.
– Y donde murió. ¿Le apetece un whisky, o prefiere un café?
– Whisky, gracias. El señor Anstey no le proporcionó muchas comodidades que digamos. Pero supongo que todo el dinero se destina a los pacientes, y con razón, sin duda.
«Una parte iba destinada al propio Anstey», pensó Dalgliesh, acordándose de la sibarítica celda que servía de dormitorio de Wilfred.
– No está tan mal como parece -dijo-. Y los cajones de embalaje no contribuyen demasiado a crear un ambiente acogedor. Pero dudo de que el padre Baddeley advirtiera el deterioro, o, si lo advirtió, que le importara.
– Bueno, al menos se está caliente. Esta bruma del mar te cala hasta los huesos. En el interior hace un día más claro, nada más pasar el pueblo. Por eso hemos podido llegar enseguida. -Tomó un sorbo de whisky con complacencia y después de un minuto de silencio prosiguió-: Este asunto de hoy, señor Dalgliesh, parece bastante claro. En la botella de whisky había huellas de ella y de Court, y en el teléfono de ella y de Hewson. Es posible sacar algo del interruptor de la luz, por supuesto, y las del bolígrafo no están claras. Hemos encontrado un par de muestras de su letra. Los compañeros del laboratorio les echarán una mirada, pero a mí me parece bastante evidente, y también al doctor Hewson, que escribió esa nota suicida. Es un trazo firme de mujer.
– Menos las tres últimas líneas.
– ¿Las que hablan de la torre negra? Estaba bastante bebida cuando las escribió. Ah, y el señor Anstey lo interpreta como una admisión de que fue ella la que provocó el incendio que casi lo mató. Y según él, no fue el único intento. Sin duda, ya le habrán hablado de la cuerda deshilachada. Me ha contado todos los detalles del incidente de la torre negra y que usted encontró el hábito.
– ¿Ah, sí? Entonces insistió en que no lo dijéramos a la policía, y ahora lo pone todo a los pies de Maggie Hewson.
– Siempre me sorprende cómo desata las lenguas la muerte violenta, aunque a estas alturas ya no debería sorprenderme. Dice que desde el principio sospechaba de ella, que no ocultaba el odio que sentía hacia Toynton Grange ni el resentimiento hacia él en particular.
– En absoluto. Pero me sorprendería que una mujer que expresaba sus sentimientos de modo tan desinhibido tuviera necesidad de alguna otra liberación. El incendio y la cuerda deshilachada me parecen o bien parte de una estratagema deliberada o bien manifestaciones de un odio frustrado, y Maggie Hewson era perfectamente espontánea en la antipatía que le tenía a Anstey.
– El señor Anstey considera el incendio como parte de una estratagema. Según él, pretendía asustarlo para que vendiera. Estaba desesperada por sacar a su marido de aquí.
– Entonces había juzgado mal a su marido. Yo soy de la opinión de que Anstey no va a vender. Mañana habrá decidido traspasar Toynton Grange al Ridgewell Trust.
– Lo está decidiendo ahora, señor Dalgliesh. Por lo visto, la muerte de la señora Hewson ha interrumpido el proceso de decisión. Quería que hablara con los internos lo más deprisa posible para que pudieran regresar a la tarea. No es que haya tardado demasiado en averiguar los detalles, al menos los fundamentales. Nadie ha visto salir a persona alguna de Toynton Grange después de llegar del funeral. Aparte el doctor Hewson y la enfermera Rainer, que admiten haber pasado la hora de meditación juntos en la habitación de ella, todos los demás afirman haber estado solos. Los dormitorios de los pacientes, como sin duda sabrá, están en la parte de atrás. Cualquiera, es decir cualquier persona no impedida, podría haber salido de la casa, pero no hay pruebas de que alguien haya salido.
– Y aun de ser así, la bruma lo hubiera ocultado. Hubiera sido facilísimo recorrer el promontorio sin ser visto. Ah, ¿está usted convencido de que el incendio lo provocó Maggie Hewson?
– No estoy investigando un delito de incendio premeditado ni de intento de asesinato, señor Dalgliesh. El señor Anstey me ha contado lo que hizo en secreto y ha dicho que deseaba que se olvidara el tema. Pudo haber sido ella, pero no hay pruebas. También es posible que fuera él.
– Lo dudo, pero sí se me ha ocurrido si Henry Carwardine podría tener algo que ver. No pudo haber provocado el incendio en persona, pero tal vez pagó a un cómplice. Creo que le tiene antipatía a Anstey, aunque eso poco motivo es. Él no está obligado a quedarse en Toynton Grange, pero es muy inteligente y me parece a mí que quisquilloso. Resulta difícil imaginárselo ideando una travesura tan infantil.
– Ah, pero no utiliza la inteligencia, ¿verdad, señor Dalgliesh? Ahí está el problema. Abandonó demasiado fácilmente y demasiado pronto. ¿Quién puede saber la verdad de los motivos? A veces pienso que ni el propio criminal. Me imagino que no ha de ser fácil para un hombre como él vivir en una comunidad tan restringida, siempre dependiente de los demás, teniendo que estar siempre agradecido al señor Anstey. Seguro que le estará agradecido al señor Anstey, todos lo están. Pero la gratitud puede ser muy mala, sobre todo si tienen que agradecer servicios que preferiría no recibir.
– Seguramente tiene razón. Yo conozco poco los sentimientos de Carwardine, o de cualquier otra persona de Toynton Grange. He procurado por todos los medios no conocerlos. ¿Se ha visto alguien más inducido a revelar sus secretitos por la proximidad de la muerte violenta?
– La señorita Hollis ha querido aportar su granito de arena. No sé lo que pensaba que demostraría ni por qué pensaba que valía la pena contarlo, quizá deseaba que se le prestara atención un momento. Esa paciente rubia ha hecho lo mismo. Señorita Pegram se llama, ¿no? Venía a insinuar que sabía que el señor Hewson y Helen Rainer eran amantes. No tenía una prueba real, claro, sólo el despecho y el deseo de darse importancia. Yo puedo tener mis opiniones sobre esos dos, pero necesito más pruebas de las que he oído hoy antes de empezar a pensar en conspiración para asesinar. Lo que nos ha contado la señorita Hollis ni siquiera era especialmente pertinente para la muerte de Maggie Hewson. Ha dicho que la noche que murió Grace Willison vio a la señora Hewson pasar por el pasillo de los dormitorios con un hábito marrón y encapuchada. Por lo visto, la señorita Hollis tiene por costumbre salir de la cama de noche y pasearse por la habitación subida en una almohada. Dice que es una forma de hacer ejercicio, que trata de ganar movilidad e independencia. La cuestión es que la noche de marras consiguió abrir la puerta, sin duda con intención de darse una vueltecita por el pasillo, y vio esa figura encapuchada. Después pensó que debía de ser Maggie Hewson. Cualquiera que no estuviera incurriendo en falta, cualquier miembro del personal, no hubiera llevado la capucha puesta.
– Eso si lo que se llevaban entre manos era una actividad lícita. ¿Cuándo fue exactamente?
– Dice que poco después de las doce. Luego volvió a cerrar la puerta y se metió en la cama con dificultad. No oyó ni vio más.
– Por lo poco que la he visto, me sorprende que pudiera volver a la cama sola -dijo Dalgliesh pensativo-. Bajarse es una cosa, pero subirse otra vez debe de ser mucho más difícil. No valdría la pena el esfuerzo, me parece a mí.
Se produjo un corto silencio, tras el cual el inspector Daniel, con los negros ojos fijos en el rostro de Dalgliesh, preguntó:
– ¿Por qué pensó el doctor Hewson que era necesaria la intervención del juez en esa muerte? Si tenía alguna duda sobre el diagnóstico, ¿por qué no consultó con el hospital o le pidió a algún colega que se la abriera?
– Porque yo lo forcé y no le di opción. No podía negarse a requerir la intervención del juez sin despertar sospechas. Y no creo que conozca a algún colega por aquí. No tiene amistades. ¿Cómo se ha enterado usted?
– Por Hewson. Después de escuchar a la muchacha hablé otro poco con él. Pero por lo visto la muerte de la señorita Willison era clara.
– Sí, sí, igual que este suicidio, igual que la muerte del padre Baddeley. Aparentemente, todo muy claro. Murió de cáncer de estómago. Pero volviendo a lo de hoy. ¿Ha descubierto algo de la cuerda?
– Se me había olvidado decírselo, señor Dalgliesh. Es la cuerda lo que ha acabado de confirmarlo todo. La enfermera Rainer ha visto a la señora Hewson cogerla del despacho a eso de las once y media de esta mañana. La enfermera se había quedado a cuidar de ese paciente que tiene que guardar cama, Georgie Alian, ¿no?, pero todos los demás estaban en el funeral de la señorita Willison. Estaba redactando el historial del paciente y se le acabó el papel, que se guarda en un archivador del despacho. Es caro y al señor Anstey no le gusta dejarlo al alcance de cualquiera. Tiene miedo de que lo usen para hacer borradores. Al llegar al vestíbulo, la enfermera Rainer ha visto a la señora Hewson salir del despacho con la cuerda bajo el brazo.
– ¿Qué explicación ha dado Maggie?
– Según la enfermera Rainer, lo único que ha dicho es: «No te preocupes, no voy a deshilacharla, más bien todo lo contrario. La recuperaréis como nueva, pero no de mis manos».
– Helen Rainer no parecía muy dispuesta a dar esa información cuando hemos encontrado el cuerpo, pero, suponiendo que no mienta, redondea bien el caso.
– No creo que mienta, señor Dalgliesh. Sin embargo, he echado una mirada al historial del chico. La enfermera Rainer ha empezado una hoja nueva esta tarde. Y parece que no hay lugar a dudas sobre el hecho de que la cuerda estaba en su sitio cuando el señor Anstey y la señora Moxon salieron hacia el funeral. ¿Quién si no iba a cogerla? Sólo estaban la enfermera Rainer, ese chico enfermo y la señora Hammitt.
– Se me había olvidado la señora Hammitt. He observado que casi todo el mundo de Toynton Grange estaba en el cementerio, pero no me había dado cuenta de que faltaba ella.
– Dice que no le gustan los funerales, que la gente debería ser incinerada en lo que ella llama una intimidad decente. Dice que se ha pasado la mañana limpiando la cocina de gas. Por si le interesa, la cocina ha sido limpiada.
– ¿Y esta tarde?
– Ha estado meditando en Toynton Grange con los demás. Todos tenían que estar separados, de modo que el señor Anstey ha puesto a su disposición la salita de las entrevistas. Según la señora Hammitt, no ha salido hasta que su hermano ha tocado la campanilla para reunirlos poco antes de las cuatro. El señor Court ha telefoneado casi de inmediato. La muerte se ha producido durante la hora de meditación, de eso no hay duda. Y el médico de la policía supone que más cerca de las cuatro que de las tres.
¿Tenía Millicent fuerza suficiente para colgar el cuerpo de Maggie?, se preguntó Dalgliesh. Seguramente sí, con la ayuda del taburete. Y la estrangulación hubiera sido fácil dado que Maggie estaba borracha. Un movimiento silencioso por detrás, pasar el lazo por la cabeza inclinada con manos enguantadas y una brusca convulsión mientras la cuerda se le clavaba en la carne. Lo podía haber hecho cualquiera, cualquiera podía haber salido sin ser visto a la encubridora bruma para dirigirse a la difuminada luz que señalaba el hogar de los Hewson. Helen Rainer era la más delgada, pero era enfermera y tenía experiencia en levantar cuerpos pesados. Y quizá no estaba sola. Oyó entonces hablar a Daniel:
– Analizaremos lo que hay en la jeringuilla y más vale que pidamos al laboratorio que le echen una mirada al whisky. Pero esos dos trabajitos no deben retrasar la investigación. El señor Anstey desea que se solvente lo antes posible para que no interfiera con la peregrinación a Lourdes programada para el veintitrés. El funeral a nadie parece preocuparle. Puede esperar hasta la vuelta. No veo razón para que no vayan si el laboratorio puede hacer los análisis de prisa. Y sabemos que al whisky no le pasa nada. Court no parece afectado. Me intriga, señor Dalgliesh, por qué habrá tomado ese trago. Ah, y el whisky se lo había regalado él, media docena de botellas para su cumpleaños, que es el 11 de septiembre. Un caballero generoso.
– Ya sospechaba yo que el whisky se lo proporcionaba él, pero no creo que se lo tomara para ahorrarles trabajo a los del laboratorio. Lo necesitaba.
– Court insiste en su teoría de que no pretendía matarse -comentó Daniel pensativo con la mirada fija en el vaso medio vacío-, que todo era una comedia, un desesperado intento por llamar la atención. Es muy posible que escogiera el momento. Estaban solos reunidos tomando una importante decisión que afectaba el futuro de ella y, sin embargo, había sido excluida. Quizá tenga razón; a lo mejor el jurado así lo cree. Pero al marido no le proporcionará mucho consuelo.
Hewson podía buscar consuelo en otro sitio, pensó Dalgliesh, y dijo:
– No parece propio de su carácter. Me la imagino capaz de hacer alguna maniobra dramática, aunque sólo fuera por romper la monotonía, pero lo que no me imagino es que pudiera desear quedarse en Toynton Grange como una suicida fracasada, atraer el desprecio compasivo que siente la gente hacia quien no es siquiera capaz de matarse. Mi problema es que un intento genuino de suicidio todavía me cuadra menos.
– Quizá no esperaba tener que quedarse en Toynton Grange.
Quizá lo que pretendía era convencer a su marido de que se mataría si no buscaba otro trabajo. No creo que muchos hombres corrieran ese riesgo. Pero se mató, señor Dalgliesh, tanto si lo pretendía como si no. Este caso se basa en dos pruebas: el relato de la enfermera Rainer referente a la cuerda y la nota suicida. Si Rainer convence al jurado y el grafólogo confirma que la señora Hewson fue la autora de la nota, yo daría el veredicto por seguro. Concuerde o no con su carácter, no se pueden dejar las pruebas de lado.
Sin embargo, había otra prueba, pensó Dalgliesh, menos clara pero que no dejaba de tener interés.
– Parecía que iba a ir a algún sitio, o al menos que esperaba visita -dijo-. Acababa de bañarse, tenía los poros llenos de polvos. Se había maquillado y se había pintado las uñas. No iba vestida para una solitaria velada en casa.
– Eso ha dicho su marido. Yo he pensado que parecía que se había emperifollado. Eso podría sustentar la teoría del intento de suicidio fingido. Si piensas ser el centro de atención, es lógico vestirse para la ocasión. No hay pruebas de que tuviera alguna visita, aunque es cierto que con la niebla nadie se hubiera dado cuenta. Y dudo de que se hubiera podido orientar después de dejar la carretera. Por otra parte, si pensaba marcharse de Toynton, alguien tenía que venir a buscarla. Los Hewson no tienen coche. El señor Anstey no permite a sus empleados disponer de medio de transporte particular, hoy no hay autobús y hemos llamado a las agencias de alquiler.
– No ha perdido el tiempo, ¿eh?
– Era cuestión de unas pocas llamadas, señor Dalgliesh. Me gusta dejar estos detalles zanjados a medida que se me van ocurriendo.
– No me imagino a Maggie sentada sola en casa mientras los demás decidían su futuro. Era amiga de un abogado de Wareham, Robert Loder. ¿Supongo que no tenía que venir a verla?
Daniel echó el robusto cuerpo hacia adelante y lanzó otro tronco al fuego, que ardía perezosamente, como si la chimenea estuviera obturada por la niebla.
– El amiguito. No es usted el único que lo ha sugerido, señor Dalgliesh. También a mí se me ha ocurrido llamar a casa de ese caballero para hablar con él. El señor Loder está en el Hospital General Poole sometiéndose a una operación de hemorroides. Lo ingresaron ayer y le habían avisado con una semana de antelación. Una situación desagradable y dolorosa, no muy oportuna para planear una huida con la esposa de otro.
– ¿Y la única persona de Toynton que sí dispone de coche propio, Court?
– Sí, se lo he planteado, pero me ha contestado de una manera definitiva y poco caballerosa. En resumen, que hubiera hecho cualquier cosa por la querida Maggie, pero que la autoconservación era la primera ley de la naturaleza y que casualmente sus gustos no iban por ese camino. No es que se opusiera a la idea de que se marchara de Toynton; de hecho, se la sugirió él, aunque no sé cómo la relaciona con la opinión de que la señora Hewson fingió el intento de suicidio. No pueden ser ciertas las dos teorías.
– ¿Qué ha encontrado en el bolso, un anticonceptivo?
– Ah, se ha fijado, ¿eh? Sí, el diafragma. Por lo visto, no tomaba la píldora. Court trató de actuar con tacto, pero, como le he dicho, en la muerte violenta no hay lugar para el tacto. Se trata de la única catástrofe social para la que no sirven los libros de urbanidad. Es la mayor indicación de que tal vez pensara marcharse, eso y el pasaporte. Ambas cosas estaban en el bolso. Se podría decir que estaba preparada para una eventualidad.
– Estaba preparada con las dos cosas que no podía conseguir en una breve visita a cualquier farmacia. Supongo que se podría aducir que es lógico guardar el pasaporte en el bolso, pero, ¿y lo otro?
– ¿Quién sabe cuánto tiempo llevaba allí? Además, las mujeres guardan las cosas en sitios disparatados. No tiene sentido darle demasiadas vueltas. Tampoco hay razón para suponer que ambos estaban dispuestos a marcharse. A mi modo de ver, él está tan atado a Anstey y a la residencia como cualquier paciente, pobre diablo. Conoce su historia, supongo.
– No mucho. Ya le he dicho que he procurado no inmiscuirme demasiado.
– Yo tuve un sargento como él en una ocasión. Las mujeres no lo dejaban en paz. Debe de ser esa apariencia vulnerable, de niño perdido, que tienen. Se llamaba Purkiss, el pobre hombre. No podía vivir con las mujeres y tampoco podía vivir sin ellas. Le destrozaron la carrera. Ahora tiene un garaje, cerca de Market Harborough, me han dicho. Y para Hewson es peor. Ni siquiera le gusta su trabajo. Lo obligó una de esas madres autoritarias, me imagino, viuda y decidida a convertir en médico a su corderito. Supongo que es lógico. Es el equivalente moderno del sacerdocio, ¿no le parece? Me ha dicho que los estudios no le fueron mal. Tiene una memoria fenomenal y se acuerda de todo. Es la responsabilidad lo que le cuesta aceptar. Bueno, Toynton Grange es poco conflictiva a ese respecto. Los pacientes son incurables y ni ellos ni nadie esperan demasiado de él. El señor Anstey le escribió y lo contrató, me da la impresión, después de que lo expulsaran del colegio de médicos. Había tenido un idilio con una paciente, una chica de dieciséis años. Se insinuó que hacía un año que duraba, pero tuvo suerte. La chica no se apartó de la historia. Aquí en Toynton Grange no podía recetar drogas peligrosas ni firmar certificados de defunción, claro, hasta que lo rehabilitaron hace seis meses. Sin embargo, no podían privarlo de sus conocimientos médicos y sin duda al señor Anstey le resultó útil.
– Y barato.
– Sí, claro. Y ahora no quiere marcharse. Supongo que podría haber matado a su mujer para que dejara de protestar, pero personalmente no lo creo, y tampoco lo creerá jurado alguno. Es de los que se las arreglan para que una mujer les haga el trabajo sucio.
– ¿Helen Rainer?
– Sería una locura, ¿no cree usted, señor Dalgliesh? ¿Y las pruebas?
Dalgliesh pensó si debía hablarle a Daniel de la conversación entre Maggie y su marido que había oído después del incendio, pero lo descartó. Hewson o bien lo negaría o lo explicaría. Seguramente en un sitio como Toynton Grange había una docena de secretitos. Daniel se sentiría obligado a interrogarlo, claro, pero lo consideraría un deber irritante impuesto por un intruso de los metropolitanos demasiado receloso y decidido a enredar los datos para convertirlos en un marasmo de complicadas conjeturas. Y, ¿qué más daba? Daniel tenía razón. Si Helen insistía en la historia de que había visto a Maggie coger la cuerda, si el grafólogo confirmaba que la autora de la nota era Maggie, el caso estaba cerrado. Ahora sabía cuál sería el resultado de la investigación, de la misma manera que había sabido que la autopsia de Grace Willison nada revelaría. Nuevamente se vio como en una pesadilla, contemplando impotente cómo el extraño charabán de los hechos y las conjeturas avanzaba a toda velocidad por la ruta predestinada. No podía detenerlo porque se le había olvidado cómo se hacía. Parecía que le enfermedad le había minado la inteligencia, lo mismo que la voluntad.
La rama transformada por el fuego en una ennegrecida flecha adornada de chispas se vino abajo lentamente y se apagó. Dalgliesh cobró conciencia de que la habitación estaba muy fría y de que empezaba a sentir apetito. Quizá debido a la tupida bruma que tiznaba el crepúsculo intermedio entre el día y la noche, tenía la sensación de que el atardecer había sido eterno. Pensó si debería ofrecerle algo de comer a Daniel. Seguramente le vendría bien una tortilla. Pero hasta el esfuerzo de prepararla le pareció demasiado.
De pronto, el problema se resolvió por sí solo. Daniel se puso en pie lentamente y cogió la gabardina.
– Gracias por el whisky, señor Dalgliesh. Más vale que me vaya. Ya nos veremos en el juicio, lo cual quiere decir que tendrá que quedarse, pero nos ocuparemos del caso lo antes posible.
Se estrecharon la mano. Dalgliesh casi hizo una mueca al percibir el apretón. Daniel se detuvo junto a la puerta mientras se ceñía la gabardina.
– He estado a solas con el doctor Hewson en esa salita para entrevistas que me han dicho solía usar el padre Baddeley. Y en mi opinión, hubiera estado mejor con un sacerdote. No me ha costado hacerle hablar. El problema ha sido que callara. Luego ha empezado a llorar y ha salido todo. Cómo va a seguir viviendo sin ella, nunca ha dejado de quererla, de desearla. Es curioso que cuanto más expresa sus sentimientos menos sinceros parecen. Pero ya lo habrá notado usted. Y luego ha levantado la vista hacia mí con el rostro anegado de lágrimas y ha dicho: «No mintió porque le importara. Para ella no era más que un juego. Nunca fingió que me quería. Era sólo que pensaba que el comité del colegio eran un atajo de pelmazos pomposos que la despreciaban y ella no pensaba darles la satisfacción de ver cómo me encerraban en la cárcel. Por eso mintió». ¿Sabe, señor Dalgliesh, que hasta entonces no me he dado cuenta de que no hablaba de su mujer, que ni siquiera pensaba en ella, ni en la enfermera Rainer? ¡Pobre diablo! Bueno, usted y yo tenemos un trabajo muy peculiar.
Volvió a darle la mano, olvidado ya el último apretón, y, con un último repaso atento a la sala de estar como si deseara convencerse de que todo estaba en su sitio, se perdió en la niebla.
Dot Moxon estaba con Anstey junto a la ventana del despacho contemplando el velo de neblinosa oscuridad.
– Ridgewell no querrá a ninguno de nosotros, ¿se da cuenta? -dijo con amargura-. Es posible que le pongan su nombre a la residencia, pero no le dejarán quedarse como director, y a mí me echarán a la calle.
Anstey le puso la mano en el hombro. Ella se preguntó cómo era posible que alguna vez hubiera ansiado aquel roce o se hubiera sentido reconfortada por él. Con la controlada paciencia de un padre que consuela a un hijo intencionadamente obtuso, Wilfred dijo:
– Se han comprometido. Nadie perderá el trabajo. Y les subirán el sueldo a todos. Desde ahora, todos cobrarán conforme a los salarios estipulados por el Servicio Nacional de la Salud. Y tienen un plan de jubilación, lo cual es una gran ventaja. Yo nunca he podido ofrecerlo.
– ¿Y Albert Philby? ¿No me dirá que han prometido quedarse con Albert, una institución benéfica nacional arraigada y respetable como el Ridgewell Trust?
– Es cierto que Philby representa un problema. Pero tendrán compasión de él.
– ¡Que tendrán compasión de él! Todos sabemos lo que eso quiere decir. Es lo mismo que me dijeron a mí en el último trabajo antes de obligarme a dejarlo. ¡Ésta es su casa! Confía en nosotros. Le hemos enseñado a confiar en nosotros y es responsabilidad nuestra.
– Ahora ya no, Dot.
– Pues traicione a Albert y cambie lo que ha intentado construir aquí por salarios del Servicio Nacional y un plan de jubilación. ¿Y mi puesto? Aunque no me echen, ya no será lo mismo. Harán enfermera jefe a Helen. Ella también lo sabe. ¿Por qué si no iba a votar por la absorción?
– Porque sabía que Maggie estaba muerta -dijo él en voz baja.
Dot se echó a reír amargamente.
– Le ha salido muy bien, ¿verdad? A los dos.
– Querida Dot, hemos de aceptar que no siempre podemos escoger el modo en que somos llamados a servir.
La enfermera se preguntó cómo era posible que nunca hubiera notado aquel irritante tono de reprobación hipócrita de su voz y se volvió con brusquedad. La mano, así rechazada, cayó pesadamente de su hombro. De pronto se dio cuenta de qué le recordaba: el Papá Noel de azúcar del primer árbol de Navidad de su vida, tan deseable, tan apasionadamente deseado. Y luego muerdes la nada, una huella de dulzor en la lengua y luego una vacía cavidad granulada de arena blanca.
Ursula Hollis y Jennie Pegram estaban juntas en la habitación de Jennie, las dos sillas de ruedas una al lado de otra frente al tocador. Ursula se hallaba vuelta de costado cepillándole el cabello a Jennie. No estaba segura de cómo había ido a parar allí, cómo había empezado a realizar una tarea tan extraña. Jennie nunca se lo había pedido. Pero aquella noche, mientras esperaban que Helen las acostara, Helen, que nunca se había retrasado tanto, era reconfortante no estar a solas con sus pensamientos, incluso era reconfortante observar cómo se alzaba el cabello dorado con cada cepillado y luego caía lentamente, como una delicada neblina brillante, sobre los encorvados hombros. Las dos mujeres se sorprendieron susurrando amigablemente, como dos colegialas conspirando.
– ¿Qué crees que va a ocurrir ahora? -preguntó Ursula.
– ¿En Toynton Grange? Ridgewell se hará cargo y Wilfred se marchará, supongo. A mí me da igual. Al menos habrá más pacientes. Ahora que somos tan pocos es aburrido. Y Wilfred me dijo que piensan construir una terraza en el acantilado. Eso está bien. Y seguro que tenemos más diversiones, viajes, etcétera. Últimamente bien pocas hemos tenido. De hecho, he llegado a pensar en marcharme. No hacen más que escribirme del hospital donde estaba antes para que vuelva.
Ursula sabía que no le habían escrito, pero daba lo mismo. Contribuyó con su porción de fantasía.
– Yo también. Steve está empeñado en que vaya más cerca de Londres para que pueda ir a verme. Hasta que haya encontrado un piso más adecuado, claro.
– Ridgewell tiene una residencia en Londres, ¿verdad? Podrían trasladarte allí.
Qué extraño que Helen no se lo hubiera dicho.
– Me sorprende que Helen votara por la absorción -susurró Ursula-. Pensaba que quería que Wilfred vendiera.
– Seguramente sí, hasta que se enteró de que Maggie había muerto. Ahora que se ha librado de Maggie, supongo que piensa que más le vale quedarse. Quiero decir que ahora tiene el campo libre, ¿no?
¿Que se había librado de Maggie? Pero de Maggie nadie se había librado, como no fuera ella misma. Y Helen no podía saber que Maggie iba a morir. Sólo seis días antes había tratado de convencer a Ursula para que votara por la venta. Entonces no podía saberlo. Incluso en la reunión preliminar, antes de que todas se fueran a meditar, había dejado bien claro qué opción le interesaba. Y luego, durante la hora de meditación, cambió de opinión. No, Helen no podía saber que Maggie iba a morir. La idea le resultó reconfortante a Ursula. Todo saldría bien. Le había hablado al inspector Daniel de la figura encapuchada que había visto la noche de la muerte de Grace, no toda la verdad, claro, pero sí lo suficiente para liberarse del peso de una irracional preocupación que no podía quitarse de la cabeza. A él no le había parecido importante. Se había dado cuenta de ello por la manera en que la escuchaba, por las pocas y breves preguntas que le había dirigido. Y tenía razón, claro está. Carecía de importancia. Ahora se preguntaba cómo era posible que hubiera permanecido despierta carcomiéndose con inexplicables angustias, perseguida por imágenes del mal y la muerte, con capa y capucha, recorriendo los silenciosos pasillos. Debía de haber sido Maggie. Al recibir la noticia de la muerte de Maggie cayó repentinamente en la cuenta. No sabía por qué, salvo que la figura resultaba a la vez teatral y furtiva, muy fuera de lugar, y llevaba el hábito sin la descuidada familiaridad del personal de Toynton Grange. Pero se lo había contado al inspector. Ya no había necesidad de seguir pensando en ello. Todo se arreglaría. Toynton Grange no cerraría. De todas maneras tampoco importaba. Pediría que la trasladaran a la residencia de Londres, quizá mediante un intercambio. Seguro que a alguien de allí le apetecería venir junto al mar. Oyó entonces la aguda voz infantil de Jennie.
– Te voy a contar un secreto de Maggie si me juras no decirlo. Júramelo.
– Lo juro.
– Escribía anónimos. Me mandó uno a mí.
A Ursula le dio un vuelco el corazón y dijo de inmediato:
– ¿Cómo lo sabes?
– Porque el mío estaba escrito en la máquina de Grace Willison y vi a Maggie escribiéndolo la tarde anterior. La puerta del despacho estaba entreabierta. No se dio cuenta de que la miraba.
– ¿Qué decía?
– Era todo de un enamorado que tengo. Uno de los productores de la televisión. Quería divorciarse de su mujer y llevarme con él. Armó un gran revuelo por cuestión de celos en el hospital. Por eso, en parte, tuve que marcharme. En realidad, todavía podría irme con él si quisiera.
– Pero, ¿cómo lo sabía Maggie?
– Era enfermera, ¿no? Creo que conocía a una de las enfermeras del hospital. Maggie era lista para averiguar cosas. Y creo que sabía algo de Victor Holroyd también, pero no decía qué. Me alegro de que haya muerto. Si tú también recibiste algún anónimo, ya no recibirás más. Maggie ha muerto y se han acabado los anónimos. Cepíllame un poco más fuerte y hacia la derecha. Así, muy bien, muy bien. Deberíamos ser amigas, tú y yo. Cuando empiecen a llegar los pacientes nuevos tenemos que unirnos. Eso si decido quedarme, claro.
Con el cepillo en el aire, Ursula vio reflejada en el espejo la socarrona y satisfecha sonrisa de Jennie.
Poco después de las diez, y tras haber cenado, Dalgliesh salió al exterior. La bruma había desaparecido tan misteriosamente como había aparecido y el aire fresco, que olía a hierba húmeda, le acariciaba el rostro acalorado. De pie en absoluto silencio, alcanzaba a oír el siseo del mar.
La luz de una linterna, errática como el fuego fatuo, avanzaba hacia él desde la casona. De la oscuridad surgió una voluminosa sombra que tomó forma. Millicent Hammitt había regresado a casa. Al llegar a la puerta de Villa Fe, se detuvo y le gritó con voz aguda, casi beligerante:
– Buenas noches, comandante. ¿Se han marchado ya sus amigos?
– El inspector se ha ido, sí.
– Habrá notado que no he participado en la desconsiderada función de Maggie. Estas emociones no son de mi gusto. Eric ha decidido pasar la noche en Toynton Grange. Sin duda, lo mejor que podía hacer, pero, como tengo entendido que la policía ya se ha llevado el cuerpo, no hacía falta que fingiera esa exagerada sensibilidad. Ah, y hemos votado por la absorción de Ridgewell. Entre unas cosas y otras, una tarde bien movidita. -Hizo amago de abrir la puerta, pero se volvió para gritar-: Me han dicho que llevaba las uñas pintadas de rojo.
– Sí, señora Hammitt.
– Las de los pies también.
Adam Dalgliesh no contestó y Millicent exclamó con repentina ira:
– ¡Una mujer extraordinaria!
Oyó cómo se cerraba la puerta y unos segundos más tarde se encendió la luz detrás de las cortinas. Dalgliesh entró en casa. Casi demasiado fatigado para subir las escaleras que lo conducirían a la cama, se acomodó en la butaca del padre Baddeley con la vista fija en el fuego apagado. Mientras lo contemplaba, las blancas cenizas se movieron levemente, una ennegrecida rama de madera adquirió vida durante un instante y por primera vez aquella noche oyó el familiar y reconfortante gemido del viento en la chimenea. A éste siguió otro sonido familiar. A través de la pared le llegó una amortiguada melodía alegre y sincopada. Millicent Hammitt había encendido el televisor.