Iba a ser la última visita del especialista y Dalgliesh sospechaba que ninguno de los dos lo lamentaba, pues la arrogancia y la condescendencia por un lado, y la debilidad, la gratitud y la dependencia por el otro no podían constituir el fundamento de una relación satisfactoria entre adultos, por muy transitoria que fuera. El médico entró en la reducida habitación del hospital que ocupaba Dalgliesh precedido por Sister y asistido por sus acólitos, vestido ya para la elegante boda que iba a honrar con su presencia aquella misma mañana. De no ser porque lucía una rosa en lugar del clavel de rigor, podría haber pasado por el novio. Daba la impresión de que tanto él como la flor habían sido elevados hasta una cima de perfección artificial, envueltos para regalo en un celofán invisible e inmunizados contra vientos inesperados, heladas y bruscos dedos que estropearían perfecciones más vulnerables. Como toque final, flor y él habían sido levemente rociados con un caro perfume, seguramente una loción para después del afeitado. Dalgliesh lo percibía por encima del olor a alcohol y éter del hospital, al cual se le había habituado de tal manera la nariz durante las últimas semanas que apenas causaba ya impresión en sus sentidos. Los estudiantes de medicina se agruparon en torno de la cama. El cabello largo y la bata corta les conferían el aspecto de una manada de damas de honor de reputación ligeramente dudosa.
Con hábiles manos impersonales, Sister desnudó a Dalgliesh a fin de proceder a un nuevo reconocimiento. El estetoscopio, un frío disco, se movió por su pecho y su espalda. Este último reconocimiento constituía una formalidad, pero el médico fue, como siempre, minucioso; no hacía cosa alguna a la ligera. Aun cuando en esta ocasión su diagnóstico original había sido equivocado, tenía su amor propio demasiado afianzado para sentir necesidad de dar algo más que una excusa simbólica. Se enderezó y dijo:
– Disponemos ya del último informe de patología y creo que podemos tener la seguridad de haber acertado. La citología era siempre confusa y la neumonía complicó el diagnóstico, pero no es leucemia aguda, no es ningún tipo de leucemia. Se está usted recuperando, afortunadamente, de una mononucleosis atípica. Le felicito, comandante. Nos tenía preocupados.
– Más bien los tenía interesados; ustedes me tenían preocupado a mí. ¿Cuándo puedo salir de aquí?
El gran hombre se echó a reír y luego dedicó una sonrisa a su séquito, invitándolos a compartir su indulgencia ante un nuevo ejemplo de la ingratitud de la convalecencia. Dalgliesh se apresuró a añadir:
– Supongo que les hará falta mi cama.
– Siempre nos hacen falta más camas de las que tenemos; sin embargo, no hay prisa. Todavía le queda un largo camino que recorrer. Pero ya veremos, ya veremos.
Cuando se quedó solo permaneció boca arriba y dejó que sus ojos vagaran por los sesenta centímetros cúbicos de espacio anestesiado, como si fuera la primera vez que veía la habitación: el lavabo con sus grifos accionables con el codo; la pulcra y funcional mesita de noche con su jarra de agua; las dos sillas tapizadas de plástico para las visitas; los auriculares que se enroscaban sobre su cabeza; las cortinas de la ventana con su inofensivo estampado de flores, la mínima muestra posible de gusto. Eran los últimos objetos que había esperado ver en vida. Le parecía un lugar pobre e impersonal para morir. Igual que una habitación de hotel, estaba pensada para ocupantes de paso. Éstos, ya se marcharan por su propio pie o en una camilla de la funeraria envueltos en una sábana, nada dejaban tras de sí, ni siquiera el recuerdo de su temor, su sufrimiento y su esperanza.
La sentencia de muerte le había sido comunicada, como sospechaba que se hacía habitualmente, mediante miradas graves, cierta falsa cordialidad, consultas en voz baja, pruebas clínicas innecesarias y, hasta que él insistió, una férrea resistencia a pronunciar un diagnóstico o pronóstico. La sentencia de vida, dictada con menos sofistería una vez hubieron pasado los peores días de la enfermedad, sin duda le había producido un disgusto mayor. Le pareció que haberlo reconciliado tan a fondo con la muerte para luego cambiar de opinión demostraba una extraordinaria desconsideración, si no negligencia, por parte de sus médicos. Ahora se avergonzaba al recordar qué poco había lamentado tener que abandonar sus placeres y ocupaciones, que a la luz de la inminente pérdida adquirirían su verdadera entidad, en el mejor de los casos un mero solaz, en el peor un derroche de tiempo y energía. Ahora tenía que reanudarlos y volver a creer que eran importantes, al menos para él. Dudó de que alguna vez volviera a pensar que tenían importancia para otros. Seguro que, cuando recuperara las fuerzas, todo aquello se resolvería por sí solo. La vida física se asentaría de nuevo con el tiempo. Dado que no tenía alternativa, acabaría por reconciliarse con la vida, achacar este perverso acceso de resentimiento y abulia a la debilidad y creer que había tenido suerte de salvarse. Sus colegas, liberados de la turbación, lo felicitarían. Ahora que la muerte había sustituido al sexo como gran innombrable, ésta había originado sus propios miramientos: morir cuando todavía no te habías convertido en una molestia y antes de que tus amigos tuvieran motivos para entonar el canto ritual del «justo descanso» era de pésimo gusto.
No obstante, por ahora no estaba seguro de poder reconciliarse con su trabajo. Tras haberse resignado al papel de espectador, y a dejar pronto de ser siquiera eso, no se sentía preparado para regresar al ruidoso terreno de juego del mundo, y, si era necesario, estaba decidido a buscarse un rincón menos violento dentro de sí mismo. No era un tema que hubiera meditado profundamente en sus períodos de consciencia; no había tenido tiempo. Se trataba más de una convicción que de una decisión. Había llegado el momento de cambiar de orientación. Sentencias judiciales, rigidez cadavérica, interrogatorios, contemplación de carne en descomposición y huesos aplastados, el ingrato trabajo de perseguir criminales, todo había terminado para él. Había otras cosas en que invertir el tiempo. Todavía no estaba seguro de qué cosas, pero las encontraría. Tenía más de dos semanas de convalecencia por delante, tiempo para tomar una decisión, racionalizarla, justificarla, ante sí mismo y, lo que era más difícil, encontrar palabras con que tratar de justificarla ante el gobernador. Era mal momento para dejar Scotland Yard. Lo considerarían una deserción. Pero siempre sería mal momento.
No estaba seguro de si el desencanto de su trabajo se debía únicamente a la enfermedad, benéfico recordatorio de la inevitable muerte, o si se trataba del síntoma de un malestar más profundo, de haber entrado en esa región de la mitad de la vida en la que las calmas alternan con los vientos inciertos y uno se da cuenta de que las esperanzas aplazadas ya no son realizables, de que los puertos que no se han visitado no se verán jamás, de que esta travesía y otras anteriores pueden haber sido un error, de que uno ya no confía ni en brújulas ni en cartas de navegación. Y no sólo su trabajo le parecía ahora trivial e ingrato: en tanto permanecía despierto, como debían de haber permanecido tantos pacientes antes que él en aquel cuarto sombrío e impersonal, observando cómo barrían el techo los faros de los coches que pasaban, escuchando los ruidos apagados y sigilosos de la vida nocturna del hospital, hizo el descorazonador inventario de su vida. La aflicción por la muerte de su esposa… qué bien le había venido que la tragedia personal lo excusara de otros compromisos emocionales. Sus aventuras amorosas, como la que en aquel momento ocupaba intermitentemente algo de su tiempo y algo más de su energía, habían sido distantes, civilizadas, agradables y relajadas. Estaba claro que su tiempo nunca era totalmente suyo, pero su corazón desde luego sí lo era. Escogía mujeres liberadas. Tenían trabajos interesantes y pisos agradables. Estaban dispuestas a contentarse con lo que les daba y liberadas de las desordenadas, opresivas y atormentadas emociones que obstaculizaban otras vidas femeninas. Se preguntaba qué tenían que ver aquellos encuentros cuidadosamente espaciados, para los cuales ambos participantes se acicalaban como una pareja de gatos zalameros, con el amor, con dormitorios desordenados, con platos por fregar, con pañales, con la vida cálida, cerrada y claustrofóbica del matrimonio y el compromiso. Su congoja, su trabajo, su poesía, todo había sido utilizado para justificar la autosuficiencia. Sus mujeres habían estado más dispuestas a aceptar las exigencias de su poesía que su difunta esposa. Tenían poca consideración hacia el sentimiento, pero un gran respeto hacia el arte. Y lo peor de todo, o quizá lo mejor, era que ahora no podía cambiar aunque quisiera y que nada de esto importaba. Carecía totalmente de importancia. Durante los últimos quince años no había hecho daño deliberadamente a ser humano alguno. Entonces se le ocurrió que nada podía decirse más condenatorio acerca de alguien.
Bueno, aunque nada de aquello pudiera cambiarse, su trabajo sí. Pero antes tenía que cumplir un compromiso personal del cual había creído con alivio que la muerte lo iba a excusar. Sin embargo, ahora ya nada lo excusaría. Apoyándose en el codo para incorporarse, cogió la carta del padre Baddeley del cajón de la mesita y la leyó atentamente por vez primera. El anciano debía de rondar los ochenta; ya no era joven cuando, hacía treinta años, llegó a la aldea de Norfolk en calidad de ayudante de padre de Dalgliesh, tímido, incapaz, enloquecedoramente ineficaz, aturdido por todo menos por lo fundamental, pero siempre fiel a sus firmes creencias. Era sólo la tercera carta que Dalgliesh recibía de él. Estaba fechada el 11 de septiembre y dirigida a:
Mi querido Adam:
Sé que debes de tener mucho trabajo, pero te agradecería grandemente que vinieras a verme, pues querría pedirte consejo profesional sobre un asunto. En realidad, no es urgente, salvo que me parece que el corazón me está fallando antes que lo demás, de modo que no debo confiarme demasiado. Yo estoy aquí todos los días, pero seguramente a ti te sería más cómodo venir un fin de semana. Debo decirte, para que sepas qué esperar, que soy capellán de Toynton Grange, una residencia privada para jóvenes imposibilitados, y que vivo en Villa Esperanza, una casita situada dentro de la propiedad, gracias a la amabilidad del director, Eilfred Anstey. Por lo general, almuerzo y ceno en la residencia, pero estoy sería poco apropiado para ti y, naturalmente, reduciría el tiempo que pasáramos juntos, de modo que durante la próxima visita que haga a Wareham aprovecharé la oportunidad para hacerme con unas provisiones. Dispongo de un cuartito en el que puedo instalarme para dejarte sitio.
¿Podrías mandarme una tarjeta para decirme cuándo llegas? No tengo coche, pero si vienes en tren, William Deakin, que tiene una compañía de taxis a unos cinco minutos de la estación (los empleados de la estación te indicarán) es de confianza y no muy caro. Los autobuses de Wareham son infrecuentes, y sólo llegan hasta el pueblo de Toynton. Luego tendrías que recorrer unos dos kilómetros a pie, un paseo bastante agradable con buen tiempo, pero que quizá quieras evitar después de un viaje largo. De lo contrario, te he hecho un mapa en el reverso de esta carta.
El mapa confundiría a cualquiera acostumbrado a guiarse por las ortodoxas publicaciones del Servicio Nacional de Topografía y no por las cartas de principios del siglo XVII. Era de suponer que las líneas onduladas representaban el mar. Dalgliesh advirtió la omisión de una ballena con su surtidor de agua. La estación de autobuses de Toynton estaba señalada con claridad, pero la temblorosa línea que partía allí serpenteaba inciertamente entre una variedad de campos, verjas, tabernas y sotos de abetos triangulares y dentados, y a veces retrocedía sobre sí misma cuando el padre Baddeley se daba cuenta de que se había perdido. Junto a la costa había puesto, seguramente como elemento paisajístico destacado, pues no se hallaba cerca del camino señalado, un pequeño símbolo fálico con una leyenda que decía «la torre negra».
El mapa impresionó a Dalgliesh como el primer dibujo de un niño puede impresionar a un padre indulgente. Se preguntó hasta dónde debía de haber llegado su debilidad y su apatía para no haber respondido a la llamada. Revolvió el cajón en busca de una postal y escribió cuatro palabras para comunicarle que llegaría a primera hora de la tarde del lunes primero de octubre. Ello le daría margen suficiente para salir del hospital y pasar unos días de convalecencia en su piso de Queenhythe. Firmó la tarjeta sólo con sus iniciales, la franqueó como correo urgente y la apoyó en la jarra de agua para no olvidarse de pedirle a alguna enfermera que la echara al buzón.
Todavía le quedaba otra obligación y respecto a ésta se sentía menos competente. Pero podía esperar. Debía ir a ver a Cordelia Gray o escribirle para darle las gracias por las flores. No sabía cómo se había enterado de que estaba enfermo, salvo quizás a través de sus amigos de la policía. Seguramente, desde que llevaba la Agencia de Detectives de Bernie Pryde -si no se había hundido todavía, como sería lógico según todas las reglas de la justicia y la economía- estaría en contacto con un par de policías. Asimismo creía que su inoportuna enfermedad había aparecido una o dos veces en artículos publicados por los vespertinos londinenses sobre las bajas recientes en las jerarquías superiores de Scotland Yard.
Era un ramito cuidadosamente dispuesto y personalmente elegido, tan peculiar como la propia Cordelia, un contraste con sus otros regalos de rosas de invernadero, crisantemos gigantescos desgreñados como plumeros de quitar el polvo, falsas flores silvestres y gladiolos de aspecto artificial, flores de plástico con olor a anestesia sobre rígidos tallos fibrosos. Debía de haber estado recientemente en un jardín campestre, se preguntaba dónde. También se preguntaba, con poca lógica, si Cordelia comería lo suficiente, pero apartó de inmediato este ridículo pensamiento de su mente. Recordaba con claridad que contenía discos plateados de lunaria, tres ramitas de brezo de invierno, cuatro capullos de rosa, no los prietos botones raquíticos del invierno, sino remolinos anaranjados y amarillos, suaves como los primeros brotes del verano, delicados retoños de crisantemos de exterior, bayas de un naranja rojizo, y en el centro una luminosa dalia que parecía una joya; todo el ramo estaba rodeado de unas hojas velludas que recordaba haber llamado orejas de conejo en su infancia. Era un gesto enternecedor y joven, que sabía que una mujer mayor o más mundana nunca habría tenido. Había llegado acompañado únicamente de una breve nota en la que decía que se había enterado de su enfermedad y quería desearle una pronta recuperación. Debía ir a verla o escribirle para darle las gracias. La llamada telefónica que había hecho una de las enfermeras a la agencia no bastaba.
Pero eso, junto con otras decisiones más fundamentales, podía esperar. Primero debía ver al padre Baddeley. La obligación no era meramente piadosa ni filial. Descubrió que, pese a ciertas dificultades y turbaciones previsibles, le apetecía volver a ver al anciano sacerdote. Pero no tenía intención de permitir que el padre Baddeley, por muy inadvertidamente que fuera, lo indujera a regresar a su trabajo. Si se trataba de una tarea realmente policial, cosa que dudaba, la comisaría de Dorset se haría cargo. Y, si aquel agradable sol de principios de otoño se mantenía, Dorset sería un lugar tan apropiado como cualquiera para pasar la convalecencia.
Pero el rígido rectángulo blanco, apoyado en la jarra de agua, resultaba singularmente fuera de lugar. Sus ojos se sentían constantemente atraídos hacia él como si fuera un potente símbolo, una sentencia de vida por escrito. Se alegró cuando la enfermera entró a decirle que su guardia había terminado y se la llevó para echarla al buzón.