Durante la tarde del día siguiente, que habría de ser el último de su vida, Grace Willison estaba sentada en el patio tomando el sol. Los rayos todavía le calentaban el rostro, pero ahora incidían en su apergaminada piel con la suave calidez de la despedida. De vez en cuando una nube cruzaba por delante del sol y ella se estremecía con el primer anuncio del invierno. El aire tenía un olor más penetrante, las tardes oscurecían de prisa. Ya no habría muchos días lo suficientemente cálidos para sentarse al aire libre. Incluso entonces era la única paciente que había en el patio y agradecía el calor de la manta que le cubría las rodillas.
Se sorprendió pensando en el comandante Dalgliesh. Ojalá hubiera ido con más frecuencia por Toynton Grange. Por lo visto, todavía estaba en Villa Esperanza. El día anterior había ayudado a Julius a rescatar a Wilfred del incendio de la torre negra. Wilfred le había quitado importancia al incidente con valentía, como era de esperar. No había sido más que una pequeña hoguera, sólo achacable a su propia imprudencia; no había corrido el menor peligro real. De todas maneras, pensó, era una suerte que el comandante hubiera estado allí.
¿Se marcharía de Toynton sin despedirse de ella? Esperaba que no. En su breve encuentro se había llevado una impresión favorabilísima de él. Qué agradable sería tenerlo sentado allí con ella charlando del padre Baddeley. En Toynton Grange ya nadie lo nombraba siquiera. Pero, claro, el comandante tenía otras cosas a que dedicar su tiempo.
No había amargura ni resentimiento en la meditación. En realidad, en Toynton Grange no había cosa alguna que pudiera interesarle, y no estaba en situación de hacerle una invitación personal. Durante un instante se permitió caer en la añoranza del retiro que había esperado y proyectado. La pequeña pensión de la Sociedad; una casita llena de sol y de luminosidad, con chintz y geranios; las posesiones de su querida madre, que había vendido antes de ingresar en Toynton: el servicio de té con dibujos de rosas, el escritorio de palisandro y la serie de acuarelas de catedrales inglesas. Qué encantador poder invitar a quien le apeteciera a tomar el té con ella en su propia casa. No un té institucional en una triste mesa de refectorio, sino un té de la tarde como debía ser. Su mesa, su servicio de té, su comida, su invitado.
De pronto percibió el peso del libro que tenía en el regazo. Era una edición de bolsillo de La última crónica de Barset, de Trollope. Llevaba allí toda la tarde. ¿Por qué le costaba tanto leerlo? Entonces lo recordó. Era el libro que estaba releyendo la aterradora tarde en que trajeron el cuerpo de Víctor. Desde entonces no había vuelto a abrirlo. Pero era ridículo. Debía quitárselo de la cabeza. Era una idiotez, no, era una equivocación, echar a perder un libro que le gustaba tanto -su pausado mundo de intrigas catedralicias, su sensatez, su delicada sensibilidad moral- contaminándolo con imágenes de violencia, odio y sangre.
Curvó la deformada mano izquierda sobre el libro y separó las páginas con la derecha. Entre las últimas páginas que había leído había una señal, un dragón rosa entre dos hojitas de celofán. Entonces se acordó. Era una flor del ramito que el padre Baddeley le había llevado la tarde de la muerte de Víctor. No solía coger flores silvestres, sólo para ella. Habían durado poco, menos de un día, pero aquélla la había metido de inmediato entre las hojas del libro. La contempló inmóvil.
Una sombra cayó sobre la página y una voz dijo:
– ¿Pasa algo?
Levantó la vista y sonrió.
– Nada. Es que acabo de acordarme de una cosa. ¿No es extraordinario cómo la mente rechaza todo lo que asocie con el horror o una gran congoja? El comandante Dalgliesh me preguntó si sabía lo que había hecho el padre Baddeley los días anteriores a su ingreso en el hospital. Y claro que lo sé. Sé lo que hizo el miércoles por la tarde. Supongo que no tendrá la más mínima importancia, pero me gustaría decírselo. Ya sé que todos están muy ocupados, pero, ¿cree que…?
– No se preocupe. Encontraré tiempo para pasar por Villa Esperanza. Ya es hora de que aparezca por aquí si piensa quedarse mucho tiempo más. Pero, ¿no le parece que debería entrar? Está refrescando.
La señorita Willison sonrió agradecida. Hubiera preferido quedarse un ratito más, pero no le gustaba insistir. Se lo decían por su bien. Volvió a cerrar el libro y quien habría de asesinarla agarró la silla con manos firmes y la empujó hacia la muerte.
Ursula Hollis siempre pedía a las enfermeras que dejaran las cortinas descorridas y aquella noche, a la tenue luz de la esfera luminosa del despertador, alcanzaba a discernir el marco rectangular que separaba la oscuridad de fuera de la de dentro. Casi eran las doce. Era una noche sin estrellas y reinaba una gran quietud. Yacía en una oscuridad tan espesa que casi sentía el peso sobre su pecho, una densa y sofocante cortina que descendía y dificultaba la respiración. En el exterior, el promontorio estaba dormido, con la excepción, suponía, de los animalillos de la noche que correteaban entre las rígidas hierbas. En el interior de Toynton Grange todavía oía ruidos distantes: enérgicas pisadas por un corredor; el chasquido de una puerta al cerrarse; el chirrido de unas ruedas, de una polea o una silla, sin engrasar; los arañazos de ratón procedentes del cuarto de al lado, donde Grace Willison se revolvía en la cama; un repentino estruendo de música, acallado al instante, como si alguien abriera y cerrara la puerta de la sala de estar. El reloj de su mesilla de noche perseguía los segundos y los alcanzaba para lanzarlos al olvido. Ella yacía rígida, las cálidas lágrimas fluían en una corriente constante sobre su rostro hasta precipitarse, de pronto frías y pegajosas, a la almohada. Debajo de la almohada estaba la carta de Steve. De vez en cuando doblaba el brazo derecho dolorosamente sobre el cuerpo e introducía los dedos debajo de la almohada para tocar el borde del sobre, afilado como un cuchillo.
Mogg se había ido a vivir con él; vivían juntos. Steve le daba la noticia casi casualmente, como si no fuera más que un acuerdo temporal y conveniente para los dos, pues compartirían el alquiler y las tareas domésticas. Mogg se encargaba de cocinar; Mogg había reformado la sala de estar y había puesto más estanterías; Mogg le había buscado un empleo administrativo en su editorial, que con el tiempo quizá le daría acceso a un puesto permanente y mejor; el nuevo libro de poemas de Mogg saldría para la primavera. Sólo preguntaba rutinariamente por la salud de Ursula. Ni siquiera hacía las vagas promesas habituales de ir a visitarla. Nada decía de su regreso a casa, del piso nuevo que pensaban alquilar, de las negociaciones con las autoridades locales. No había necesidad. Nunca regresaría. Los dos lo sabían. Mogg lo sabía.
No había recibido la carta hasta la hora del té. Albert Philby, inexplicablemente, había ido a buscar el correo tardísimo y no se la entregaron hasta después de las cuatro. Se alegraba de encontrarse sola en la sala de estar, de que Grace Willison no hubiera entrado aún del patio para prepararse para el té. Nadie había observado su rostro mientras la leía, nadie había hecho preguntas llenas de tacto, ni, con mayor tacto aún, se había contenido. La ira y la conmoción la habían sostenido hasta entonces. Se había aferrado a la cólera, alimentándola con recuerdos e imaginación, y se había obligado a comer las dos rebanadas de pan de costumbre, a tomarse el té, a contribuir con sus frases tópicas y triviales a la conversación. Por fin, ahora que la pesada respiración de Grace Willison se había apaciguado hasta convertirse en un suave ronquido, que ya no había peligro de que Helen o Dot entraran por última vez y que Toynton Grange se envolvía definitivamente en el silencio disponiéndose a pasar la noche, podía dar rienda suelta a la desolación y a la sensación de pérdida y caer en lo que sabía era autocompasión. Las lágrimas, una vez hubieran empezado, no cesarían. El dolor, una vez admitido, era imposible de aplacar. No podía controlar el llanto. Ya ni siquiera la angustiaba; nada tenía que ver con la aflicción ni con la añoranza. Era una manifestación física, involuntaria como el hipo, pero silenciosa y casi consoladora, un flujo interminable.
Sabía lo que tenía que hacer. Escuchó a través de las lágrimas. Nada se oía en la habitación de al lado salvo los ronquidos de Grace Willison, que ahora eran regulares. Alargó la mano y encendió la luz. La bombilla era de la menor potencia que Wilfred podía comprar, pero aun así la luz le resultaba cegadora. Se lo imaginó, un deslumbrante rectángulo de luz que anunciaba su intención al mundo. Sabía que nadie había para verlo, pero en su imaginación el promontorio se hallaba repentinamente lleno de pies que corrían y de voces que gritaban. Había dejado de llorar, pero sus ojos hinchados veían la habitación como si fuera una fotografía a medio revelar, una imagen de formas borrosas y distorsionadas que se movían y se disolvían vistas a través de una cortina urticante atravesada por agujas de luz.
Esperó. Nada ocurría. Todavía no había sonido alguno en la habitación de al lado, excepto la áspera y regular respiración de Grace. El paso siguiente era fácil; ya lo había hecho dos veces. Echó las dos almohadas al suelo y, tras arrastrar el cuerpo hasta el borde de la cama, se dejó caer sobre el mullido colchón. Hasta con el efecto amortiguador de los almohadones, le pareció que la habitación temblaba. Volvió a esperar, pero no se oyeron pasos apresurados por el corredor. Se incorporó apoyándose en la cama y comenzó a arrastrarse hacia el pie de la misma. Alargar la mano y coger el cinturón de la bata era una operación fácil. Hecho esto, inició el doloroso avance hacia la puerta.
Tenía las piernas totalmente imposibilitadas; la fuerza de que disponía residía toda en los brazos. Los pies muertos yacían blancos y fofos como dos peces en el frío suelo, los dedos extendidos como obscenas excrecencias que trataran en vano de agarrarse. El linóleo no estaba pulimentado, pero sí era liso, y se deslizó con sorprendente velocidad. Recordaba con qué alegría había descubierto que podía hacerlo, que, por ridículo y humillante que fuera el truco, podía moverse por su habitación sin usar la silla.
Pero ahora iba más lejos. Era una suerte que las endebles puertas modernas de las habitaciones del anexo se abrieran bajando una manivela y no haciendo girar un pomo. Formó un lazo con el cinturón de la bata y, al segundo intento, consiguió introducirlo por la manivela. Tiró y la puerta se abrió en silencio. Dejando atrás una de las almohadas, salió al silencioso pasillo. El corazón le latía con tal potencia que seguramente la traicionaría. Volvió a meter el cinturón por la manivela y, tras avanzar unos centímetros por el pasillo, oyó cómo se cerraba la puerta.
En el extremo más alejado del corredor había siempre encendida una bombilla con una gruesa pantalla que le permitía distinguir sin dificultad dónde nacía la escalera que conducía al piso de arriba. Aquél era su objetivo. Alcanzarlo resultó asombrosamente sencillo. El linóleo del pasillo, aunque nunca se pulimentara, parecía aún más suave que el de su habitación, o quizá le habría cogido el truco. Se deslizaba con una facilidad que casi la regocijaba.
Pero la escalera era más difícil. Pensaba arrastrarse agarrándose a la barandilla, peldaño a peldaño. Pero era preciso llevarse la almohada, la necesitaría en el suelo de arriba, y parecía que se había convertido en un gigantesco estorbo blando y blanco. Las escaleras eran estrechas y le resultaba difícil subirlas. Se le cayó dos veces y hubo de bajar a buscarla. Pero una vez hubo superado dolorosamente cuatro peldaños, descubrió el mejor método de avanzar. Se ató un extremo del cinturón de la bata en torno al cuerpo y el otro a la almohada. Pensó que ojalá se hubiera puesto la bata. Hubiera obstaculizado su avance, pero tenía frío.
Así, paso a paso, jadeando y Sudando pese al frío, se arrastró hasta arriba, agarrándose a la barandilla con las dos manos. Las escaleras crujían de manera alarmante. Esperaba oír en cualquier momento la débil llamada de una campanilla y seguidamente las apresuradas pisadas de Dot o Helen en la distancia.
No tenía idea de cuánto rato había tardado en llegar a la cima de las escaleras, pero por fin se halló sentada, encogida y tiritando, en el último escalón, agarrada a la barandilla con las dos manos de modo tan convulsivo que la madera temblaba, y mirando intensamente el pasillo que se extendía abajo. Fue entonces cuando apareció la figura encapuchada. No hubo pisadas, toses ni respiraciones previas. Un segundo el pasillo estaba vacío y al siguiente una figura de capa parda -con la cabeza gacha y la capucha bien calada- pasó silenciosa y rápidamente por debajo de ella y desapareció pasillo abajo. Esperó aterrada, casi sin atreverse a respirar, agazapándose todo lo posible para no ser vista. Regresaría. Sabía que regresaría. Como la aterradora figura de la muerte que había visto en los libros viejos y esculpida en los monumentos funerarios, se detendría debajo de ella, se quitaría la capucha para revelar una calavera sonriente con las cuencas vacías, e introduciría los dedos descarnados entre los barrotes de la barandilla para tocarla. Tenía la sensación de que su corazón, que latía en un terror glacial contra la caja torácica, se había vuelto demasiado grande para su cuerpo. Seguro que aquel frenético golpeteo la delataría. Le pareció una eternidad, pero sabía que no podía haber transcurrido más de un minuto cuando la figura reapareció y pasó, bajo sus aterrados ojos, silenciosa y rápidamente, para desaparecer en la parte principal de la casa.
Ursula se dio cuenta entonces de que no iba a matarse. No era mas que Dot, Helen o Wilfred. ¿Quién más podía haber sido? Pero el sobresalto de ver aquella figura silenciosa pasar como una sombra le había devuelto el deseo de vivir. Si realmente quería morir, ¿qué hacía agazapada y helada en la cima de las escaleras? Tenía el cinturón de la bata. Todavía podía atárselo al cuello y dejarse caer por las escaleras. Pero no iba a hacerlo. Imaginarse la última caída, el cordón tirante clavado en el cuello, le hizo emitir un gemido de agonizante protesta. No, no había pretendido matarse. No, nadie, ni siquiera Steve valía una condena eterna. Quizá Steve no creyera en el infierno, pero ¿qué sabía en realidad Steve de las cosas que importaban de verdad? Sin embargo, debía terminar el recorrido. Tenía que hacerse con el frasco de aspirinas que sabía que se encontraba en el consultorio. No lo usaría, pero lo tendría siempre a su alcance. Sabría que si la vida se tornaba intolerable, tendría a mano un medio de ponerle fin. Y quizá, si sólo cogía un puñado y dejaba la botella junto a la cama se darían cuenta por fin de que era desdichada. Aquello era lo único que pretendía, lo único que había pretendido siempre. Llamarían a Steve. Advertirían su infelicidad. Quizás incluso obligarían a Steve a llevársela a Londres. Después de haber llegado tan lejos con tanto esfuerzo, debía alcanzar el botiquín.
La puerta no presentó problema alguno, pero una vez la hubo cruzado reparó en que aquello era el fin. No podía dar la luz. La tenue bombilla del corredor emitía un difuso resplandor, pero ni siquiera con la puerta abierta bastaba para mostrarle la posición del interruptor. Y, si conseguía accionarlo con el cinturón de la bata, tenía que saber con exactitud adonde dirigirse. Alargó la mano y palpó la pared. Nada. Lanzó repetidamente el cinturón hacia donde pensaba que podía estar el interruptor, pero volvía a caer sin resultado. Se echó a llorar de nuevo, derrotada, helada de frío, consciente de repente de que tenía que hacer todo el doloroso recorrido en sentido contrario, y lo más difícil y doloroso sería meterse en la cama.
Entonces, súbitamente, salió una mano de la oscuridad y se encendió la luz. Ursula soltó un gritito de miedo. Alzó la vista. En la puerta se recortaba la figura de Helen Rainer con un hábito marrón abierto por delante y la capucha bajada. Las dos mujeres, petrificadas, se miraron mutuamente sin habla. Ursula vio que los ojos que la contemplaban desde arriba estaban tan llenos de terror como los suyos.
El cuerpo de Grace Willison despertó con un sobresalto y de inmediato se echó a temblar de manera incontrolable como si una vigorosa mano la sacudiera para obligarla a cobrar plena conciencia. Aguzó el oído en la oscuridad levantando la cabeza trabajosamente de la almohada, pero nada oyó. El ruido, real o imaginario, que la había despertado se había callado. Encendió la luz de la mesilla; eran casi las doce. Alargó el brazo para coger el libro. Era una lástima que el Trollope de bolsillo pesara tanto. Ello quería decir que tenía que apoyarlo en el cubrecama y, puesto que una vez en la posición que solía adoptar para dormir no podía doblar las piernas con facilidad, el esfuerzo de levantar ligeramente la cabeza y fijar la mirada en la menuda letra resultaba fatigoso, tanto para los ojos como para los músculos del cuello. La incomodidad la hacía preguntarse a veces si leer en la cama constituía realmente aquel placer que siempre le había parecido, desde los días de la infancia en que la tacañería del padre con respecto al recibo de la luz y la preocupación de la madre por la vista y por que durmiera al menos ocho horas cada noche le habían impedido tener una lámpara en la mesilla.
La pierna izquierda sufría unas sacudidas incontrolables y Grace observó interesada y sin alarmarse los irregulares saltos que daba el cubrecama, como si hubiera un animal suelto debajo de las sábanas. Despertarse de repente como entonces después de haberse dormido era siempre mala señal. Le esperaba una noche agitada. Le tenía horror al insomnio, y durante un momento estuvo tentada de rezar para que no tuviera que soportarlo aquella noche siquiera. Pero había terminado ya de rezar y parecía que no tenía sentido volver a pedir una gracia que sabía por experiencia que no iba a ser otorgada. Rogarle a Dios algo que ya había dejado perfectamente claro que no estaba dispuesto a conceder era actuar como un niño obstinado y cascarrabias. Observó con interés las travesuras de sus extremidades, vagamente reconfortada por la sensación que ahora casi lograba reproducir a voluntad de ser independiente de su rebelde cuerpo.
Dejó el libro y decidió pensar en la peregrinación a Lourdes, que tendría lugar al cabo de catorce días. Se imaginó el alegre bullicio de la partida -tenía un abrigo nuevo reservado para la ocasión- el recorrido a través de Francia; todo el grupo contento como en una excursión; la primera visión de la neblina adherida a las estribaciones de los Pirineos; los picos nevados; Lourdes, con su concentrada actividad, su aspecto de estar siempre en fête. El grupo de Toynton Grange, con la excepción de los dos católicos, Ursula Hollis y Georgie Alian, no formaba parte de una peregrinación oficial británica. No asistía a misa y se apiñaba humildemente en la parte de atrás de la multitud cuando los obispos con sus túnicas carmesí recorrían lentamente la plaza del Rosario con la dorada custodia delante. ¡Qué inspirador, qué pintoresco y qué espléndido resultaba todo! Las velas, que entretejían sus dibujos de luz, los colores, los cánticos, la sensación de volver a pertenecer al mundo exterior, pero a un mundo en el que la enfermedad era honrada, no considerada como una aberración, una deformidad del espíritu al igual que del cuerpo. Sólo faltaban trece días. Pensó qué habría dicho su padre, protestante a ultranza, de aquel esperado placer. Pero había consultado al padre Baddeley sobre la corrección del viaje y su consejo había sido muy claro: «Querida hija, usted disfruta del cambio y del viaje, entonces, ¿por qué no? Nadie puede sentirse perjudicado por una visita a Lourdes. No dude en ayudar a Wilfred a hacer ese trato con el Todopoderoso».
Pensó en el padre Baddeley. Todavía resultaba difícil aceptar que no volvería a hablar con él en el patio ni a rezar con él en la habitación tranquila. Muerto; una palabra inerte, neutra, sin atractivo. La misma palabra, ahora que lo pensaba, se aplicaba a una planta, a un animal o a un hombre. ¿Por qué? El hombre formaba parte de la misma creación, compartía la vida universal, dependía del mismo aire. Muerto. Había esperado sentir que el padre Baddeley estaba próximo a ella, pero no había ocurrido, no era cierto. Todos se habían ido al mundo de la luz. Se habían ido; ya no les interesaban los vivos.
Debía apagar la luz. La electricidad era cara; si no pensaba leer, su deber era estar a oscuras. Ilumina nuestra oscuridad -a su madre siempre le había gustado aquella plegaria- y mediante tu misericordia defiéndenos de los riesgos y peligros de esta noche. Pero allí no había peligro alguno, sólo el insomnio y el dolor, el familiar dolor que tolerar, casi agradecer, como a un viejo conocido porque sabía que era capaz de soportar su peor consecuencia, y aquel aterrador dolor nuevo que pronto tendría que contar a alguien.
La cortina se agitaba con el viento. Oyó un repentino «clic» extraordinariamente alto y el corazón le dio un vuelco. Luego una pieza de metal raspó la madera. Maggie no había comprobado el pestillo de la ventana antes de acostarla. Ahora era demasiado tarde. Tenía la silla junto a la cama, pero no podía subirse a ella sin ayuda. Nada pasaría de no ser que estallara una tormenta. Y no corría el menor peligro, nadie iba a entrar por la ventana. En Toynton Grange nada había que robar. Más allá de la ondulante cortina blanca, nada, nada más que un negro vacío, montes oscuros hasta el insomne mar.
La cortina se abultó y se hinchó como una vela blanca, una curva de luz. Ella se asombró de su belleza. Una ráfaga de aire fresco le bañó el rostro. Volvió los ojos hacia la puerta y esbozó una sonrisa de bienvenida.
– La ventana… ¿Tendría la amabilidad de…? -empezó a decir.
Pero no terminó. Sólo le quedaban tres segundos de tiempo terrenal. Vio la figura cubierta por la capa, la capucha bien calada ocultándole el rostro, que se movía con rapidez hacia ella sobre pies silenciosos como una aparición, familiar pero horripilantemente distinta, manos auxiliadoras portadoras de muerte, negrura abalanzándose sobre ella. Sin ofrecer resistencia, pues no hubiera sido propio de su naturaleza, y ¿cómo iba a resistirse?, no murió bruscamente, sino sintiendo a través del fino velo de plástico el fuerte, cálido y extrañamente reconfortante contorno de una mano humana. Luego la mano avanzó y, delicadamente, sin tocar la mesita de madera, apagó la luz. Dos segundos después, la luz volvió a encenderse, y, como si acabara de ocurrírsele, la figura de la capa cogió el Trollope, lo hojeó suavemente, dio con la flor prensada entre el papel de celofán y los estrujó los dos con dedos vigorosos. Seguidamente, la mano volvió a dirigirse a la lámpara y la luz se apagó por última vez.
Por fin se encontraban de nuevo en la habitación de Ursula. Helen Rainer cerró la puerta con callada firmeza y se apoyó un momento en ella como si estuviera exhausta. Luego se dirigió veloz a la ventana y corrió las cortinas con dos gestos rápidos. Su entrecortada respiración llenó el cuartito. Había sido un trayecto difícil. Helen la había dejado un momento en el consultorio mientras colocaba la silla de ruedas al pie de las escaleras. Una vez llegaran allí, ya estaría. Aunque las vieran en el pasillo de la planta baja, todo el mundo supondría que Ursula había tocado la campanilla y Helen la acompañaba al cuarto de baño. El problema residía en las escaleras y el descenso, durante el cual Helen medio la sostenía, medio la llevaba. Había sido agotador y ruidoso, cinco largos minutos de jadeos, barandillas que crujían, instrucciones susurradas y gemidos de dolor medio sofocados. Ahora parecía un milagro que nadie se hubiera asomado al pasillo. Hubiera sido más rápido y más fácil entrar en la parte principal de la casa y usar el ascensor, pero la rejilla metálica y el escandaloso motor hubieran despertado a la mitad de las personas de la casa.
Por fin estaban seguras y Helen, pálida pero tranquila, hizo acopio de fuerzas, se apartó de la puerta y comenzó a acostar a Ursula con profesional competencia. Ninguna de las dos habló hasta que la tarea estuvo terminada y Ursula yacía en un rígido silencio atemorizado.
Helen acercó su rostro exageradamente al de Ursula. Al resplandor de la lamparita ésta veía los rasgos de la enfermera más grandes, más toscos: poros como cráteres en miniatura, dos pelitos erizados como cerdas en la comisura de la boca. Su aliento tenía un olor ligeramente acre. Era extraño que nunca lo hubiera advertido, pensó Ursula. Parecía que los ojos verdes se agrandaban y sobresalían mientras siseaba las instrucciones, la aterradora advertencia.
– Cuando se vaya el siguiente paciente, tendrá que empezar a admitir otros de la lista de espera o abandonar. No puede tener abierto con menos de seis pacientes. He echado una mirada a los libros del despacho y lo sé. O bien lo vende todo, o lo traspasa a Ridgewell. Si quieres salir de aquí, hay mejores maneras que matándote. Ayúdame a conseguir que venda y regresarás a Londres.
– Pero, ¿cómo?
– Celebrará lo que llama un consejo de familia. Siempre lo hace cuando hay algo importante que decidir que afecta a toda la comunidad. Cada uno expone su punto de vista. Luego nos retiramos a meditar en silencio durante una hora y después votamos. No dejes que te convenzan de votar a favor de Ridgewell. Así estarías aquí encerrada de por vida. Ya les cuesta bastante a las autoridades encontrar sitio para los enfermos crónicos jóvenes. Una vez saben que te cuidan en algún sitio, ya nunca te trasladan.
– Pero si esto cierra, ¿de verdad me mandarán a casa?
– No tendrán otro remedio, al menos a Londres. Tú aún tienes fijada la residencia allí. Los responsables de ti son las autoridades de Londres, no las de Dorset. Y una vez hayas vuelto, al menos lo verás. Podría ir a verte, sacarte, llevarte a casa los fines de semana. Además, la enfermedad todavía no está en fase avanzada. No sé por qué no ibais a poder vivir juntos en uno de esos pisos para parejas minusválidas. Al fin y al cabo, está casado contigo. Tiene responsabilidades, deberes.
– A mí no me importan las responsabilidades ni los deberes -trató de explicar Ursula-. Lo que me importa es que me quiera.
Helen se rió con un sonido áspero e incómodo.
– Amor. ¿No es eso lo que queremos todos? Pero claro, no puede seguir enamorado de alguien a quien nunca ve, ¿no? Los hombres son así. Tienes que volver con él.
– ¿Y no lo contará?
– No, si me prometes hacer lo que te he dicho.
– ¿Votar como usted quiere?
– Y no decir ni pío de que has querido matarte, ni de nada de lo que ha pasado esta noche. Si alguien comenta que ha oído algún ruido, dices que me has llamado y que te he acompañado al lavabo. Si Wilfred descubre la verdad, te mandará a un hospital mental. No querrás ir, ¿verdad?
No, no quería ir. Helen tenía razón. Tenía que volver a casa. Todo era sencillísimo. De repente se sintió llena de agradecimiento y trató de alargar los brazos hacia Helen, pero ésta ya se había retirado. Unas manos firmes la estaban arropando, levantando el colchón, tensando las sábanas. Se sintió aprisionada pero segura, un recién nacido envuelto para pasar la noche. Helen alargó la mano hacia la lámpara.
En la oscuridad, una sombra blanquecina se dirigió a la puerta. Ursula oyó el suave «clic» del picaporte.
Tumbada en la cama sola, exhausta pero extrañamente reconfortada, recordó que no le había dicho a Helen que había visto a un encapuchado. Pero tal vez no tenía importancia. Seguramente era la propia Helen que había contestado a la campanilla de Grace. ¿Se refería a eso al decir que no dijera palabra de lo que había ocurrido aquella noche? Desde luego que no. Pero no diría palabra. ¿Cómo iba a hablar sin revelar que estaba agazapada en las escaleras? Y todo se arreglaría. Ahora podía dormirse. Qué suerte que Helen hubiera ido al botiquín a buscar un par de aspirinas para un dolor de cabeza y la hubiera encontrado. En la casa reinaba un silencio sobrenatural. Había algo extraño, algo distinto, en el silencio. Entonces, sonriendo, se dio cuenta. Era Grace. Nada se oía, por el fino tabique no llegaba el más mínimo áspero ronquido que la molestara. Aquella noche, hasta Grace Willison dormía en paz.
Habitualmente Julius Court se dormía a los pocos minutos de haber apagado la luz. Sin embargo, aquella noche se revolvía en una inquieta vigilia con la mente y los nervios agitados, las piernas frías y pesadas como si fuera invierno. Las frotó una contra otra considerando la posibilidad de sacar la manta eléctrica, pero el engorro de volver a hacer la cama le hizo descartarla. El alcohol le pareció un remedio mejor y más rápido, tanto para el insomnio como para el frío.
Se acercó a la ventana con intención de contemplar el promontorio. La luna en cuarto menguante quedó oscurecida por unas raudas nubes; la oscuridad de la tierra sólo era atravesada por un único rectángulo de luz amarilla. Pero, mientras observaba, la negrura corrió como una cortina sobre la lejana ventana. Al instante el rectángulo se convirtió en cuadrado y luego también éste se extinguió. Toynton Grange era una forma apenas discernible esbozada en la oscuridad de la silenciosa campiña. Miró su reloj con curiosidad. Eran las doce y dieciocho.
Dalgliesh despertó con las primeras luces a la fría y apacible mañana, cogió la bata y bajó a hacer té. Se preguntó si Millicent estaría aún en la casona. La noche anterior no había oído el televisor y ahora, aunque ni era madrugadora ni hacía mucho ruido, Villa Esperanza estaba envuelta en la calma ligeramente clandestina e inequívoca del aislamiento completo. Encendió la lámpara de la sala de estar, se llevó la taza a la mesa y extendió el mapa. Aquel día exploraría el noreste de la zona y trataría de llegar a Sherborne para almorzar. Pero primero tendría la cortesía de pasar por Toynton Grange para preguntar por Wilfred, aunque no se sentía verdaderamente preocupado; resultaba difícil pensar en la charada del día anterior sin irritación. Pero quizá valdría la pena intentar convencerlo una vez más de que llamara a la policía, o al menos de que tomara más en serio el ataque que había sufrido. Además, ya era hora de pagar algo en concepto de alquiler por Villa Esperanza. Toynton Grange no iba tan boyante como para no aceptar una contribución ofrecida con tacto. En menos de diez minutos podía hacer las dos cosas.
Llamaron a la puerta y entró Julius. Iba totalmente vestido y, aun a hora tan temprana, tenía el mismo aire deportivo ligeramente elegante. Con calma y como si la noticia apenas mereciera la pena ser transmitida, dijo:
– Me alegro de que ya esté levantado. Voy hacia Toynton Grange. Wilfred acaba de llamarme. Por lo visto Grace Willison ha muerto mientras dormía y Eric está muy nervioso por la cuestión del certificado de defunción. No sé qué debe de pensar Wilfred que puedo hacer yo. La rehabilitación de Eric al colegio de médicos parece haber rehabilitado también la habitual arrogancia de la profesión. En su opinión, a Grace Willison le quedaba al menos otro año y medio de vida, quizá dos. Así las cosas, no sabe qué nombre ponerle a esta insubordinación. Como siempre, todos están dramatizando al máximo. Yo que usted, no me lo perdería. -Dalgliesh miró hacia la casita contigua sin decir palabra y Julius añadió alegremente-: No se preocupe que no molestamos a Millicent. Me temo que ya está allí. Por lo visto, anoche se le averió el televisor, se fue a Toynton Grange a ver el programa de la noche y decidió, inexplicablemente, quedarse a dormir allí. Es probable que viera una oportunidad de guardar su ropa de cama y ahorrarse el agua del baño.
– Vaya usted; yo ya iré luego -dijo Dalgliesh.
Se terminó el té sin prisas e invirtió tres minutos en afeitarse. Se preguntó por qué se había resistido a acompañar a Julius, por qué, si tenía que ir a Toynton Grange, prefería ir solo. Se preguntó también por qué lo lamentaba tanto. No tenía deseo alguno de participar en la controversia que se estaba desarrollando en Toynton. No tenía curiosidad alguna por la muerte de Grace Willison. Era consciente de que no sentía más que una inexplicable inquietud que casi era aflicción por una mujer que apenas conocía y un vago disgusto por el hecho de que la acción de la decadencia hubiera echado a perder el inicio de un día espléndido. Pero además sentía otra cosa: culpabilidad. Y ello le parecía a la vez absurdo e injusto. Era como si al morir Grace se hubiera aliado con el padre Baddeley. Ahora había dos fantasmas acusadores en lugar de uno. Se avecinaba un fracaso doble. Haciendo un esfuerzo, se encaminó a Toynton Grange.
No cabía duda alguna sobre cuál era la habitación de Grace Willison, en cuanto entró en el anexo empezó a oír las voces. Cuando abrió la puerta, vio a Wilfred, Eric, Millicent, Dot y Julius agrupados en torno de la cama con el aire incongruente e incómodo de unos extraños que se encuentran fortuitamente en el escenario de un accidente con el cual preferirían nada tener que ver, pero no se atreven a marcharse.
Dorothy Moxon estaba a los pies de la cama agarrando la barandilla con las gruesas manos, enrojecidas como jamones. Llevaba puesta la toca de enfermera. El efecto que producía, en lugar de dar un toque de tranquilidad profesional, resultaba grotesco. La rizada tartaleta de muselina parecía una morbosa y extraña celebración de la muerte. Millicent todavía iba en bata, una envolvente tela de lana gruesa con alamares que debía de haber pertenecido a su esposo y contrastaba con las zapatillas, que eran frívolos perifollos de plumas rosa. Wilfred y Eric llevaban los hábitos marrones. Al entrar él, miraron brevemente hacia la puerta e inmediatamente volvieron a dirigir su atención a la cama.
– Había luz en una de las habitaciones del anexo poco después de las doce -estaba diciendo Julius-. Has dicho que ha muerto alrededor de esa hora, ¿verdad, Eric?
– Sí, puede ser. Sólo me baso en la temperatura del cuerpo y en la rigidez cadavérica. No soy experto en estas cosas.
– ¡Qué raro! Yo pensaba que en lo único que eras experto era en la muerte.
– La luz era de la habitación de Ursula -dijo Wilfred en voz baja-. Llamó para que la llevaran al lavabo poco después de las doce. Helen la acompañó, pero no entró en la habitación de Grace. No había necesidad. No había llamado. Después de que Dot la acostara, nadie la vio. Y entonces no se quejó en absoluto.
Julius volvió a dirigirse a Eric Hewson:
– No tienes opción, ¿verdad? Si no sabes de qué ha muerto, no puedes extender el certificado. De cualquier modo, yo de ti me andaría con cuidado. Al fin y al cabo, hace poco que tienes autorización para firmar certificados de defunción. Más vale que no te arriesgues a equivocarte.
– Tú no te metas, Julius -dijo Eric Hewson-. No necesito que me aconsejes. No sé por qué te ha llamado Wilfred.
Pero hablaba sin convicción, como un niño inseguro y asustado cuyos ojos no se apartaran de la puerta esperando que llegara un aliado.
– A mí me parece que te hacen falta todos los consejos que te den. -Julius no se dejaba amedrentar-. ¿Qué te preocupa? ¿Sospechas que ha habido juego sucio? Qué expresión más tonta, ahora que lo pienso, muy británica, un compuesto de la ética de los colegios privados y del cuadrilátero de boxeo.
Eric se esforzó por hacer una demostración de autoridad.
– ¡No seas ridículo! Claro que es muerte natural. La dificultad reside en que me extraña que se haya producido ahora. Sé que los enfermos de esclerosis múltiple pueden fallecer rápidamente, pero en su caso no lo esperaba. Y Dot dice que parecía normal cuando la acostó a las diez. Me pregunto si se me habría pasado por alto alguna otra dolencia orgánica.
– La policía no sospecha que haya habido juego sucio -prosiguió Julius alegremente-. Bueno, si quieres una opinión profesional, aquí tienes uno. Pregúntale al comandante si sospecha que ha habido juego sucio.
Se volvieron a mirar a Dalgliesh como si acabaran de percibir su presencia. El pestillo de la ventana repicaba con irritante insistencia. Dalgliesh se dirigió a ella y se asomó. Junto a la pared de piedra habían cavado una fosa de aproximadamente un metro veinte de ancho, como si pensaran plantar un macizo de flores. La tierra arenosa estaba lisa e intacta. ¡Naturalmente! Si un visitante furtivo hubiera querido entrar en la habitación de Grace sin ser visto, ¿qué necesidad tenía de saltar por la ventana estando la puerta de Toynton Grange siempre abierta?
Sujetó el pestillo y, retornando a la cama, contempló el cuerpo. El rostro inerte no mostraba una expresión precisamente apacible, sino de desaprobación; tenía la boca ligeramente abierta, dejando entrever los dientes, más prominentes que en vida, apoyados contra el labio inferior. Los párpados se habían contraído y revelaban un fragmento de los iris, de modo que parecía que se estaba mirando las manos, pulcramente dispuestas sobre el terso cubrecama. La fuerte mano derecha, marcada con el estigma de la edad, se curvaba sobre la marchita izquierda como si instintivamente quisiera protegerla de la compasiva mirada de él. La habían amortajado para el sueño final con un anticuado camisón blanco de arrugado algodón y un infantil lacito de cinta azul debajo de la barbilla. Las largas mangas estaban rematadas por volantitos en las muñecas. A unos cinco centímetros por encima del codo había un zurcido. No podía apartar los ojos de él. ¿Quién se molestaría hoy en día en esas cosas? Desde luego las impedidas y atormentadas manos no habían podido tejer tan intrincado remiendo. ¿Por qué le parecía aquel zurcido más patético, más conmovedor, que la concentrada calma del rostro inerte?
Advirtió que la compañía había dejado de discutir, que lo miraban en un silencio medio cauteloso. Cogió los dos libros que la señorita Willison tenía en la mesilla de noche, el de oraciones y un ejemplar de bolsillo de La última crónica de Barset. En el libro de oraciones había una señal. Vio que había leído la colecta y el evangelio del día. La página estaba señalada con una de aquellas sentimentales tarjetas tan del gusto de los piadosos, una imagen en color de un San Francisco aureolado y rodeado de pájaros que aparentemente predicaban ante una congregación abigarrada e incongruente de animales alejados de su hábitat y dibujados con minuciosidad preciosista. Se preguntó, sin segundas intenciones, por qué no habría señal en el Trollope. No era propio de ella doblar las páginas, y sin duda, de los dos volúmenes, aquél era el que más se prestaba a no recordar por dónde se iba. La omisión lo dejó vagamente intrigado.
– ¿Tiene algún pariente próximo? -preguntó.
– No. Me dijo que sus padres eran hijos únicos. Ambos pasaban de los cuarenta cuando nació ella y murieron con pocos meses de diferencia hace unos quince años. Tenía un hermano mayor, pero murió en la guerra del norte de África. El Alamein, creo.
– ¿Propiedades?
– Nada, nada de nada. Después de la muerte de sus padres, trabajó durante varios años para Puerta Abierta, la institución benéfica que se ocupa de los presos que acaban de salir en libertad, y tenía una pequeña pensión de invalidez, una cosa realmente exigua, que, naturalmente, se extingue con ella. Sus gastos los pagaba el Estado.
– La Puerta Abierta -dijo Julius con repentino interés-. ¿Conocía a Philby antes de que lo contrataran?
Anstey hizo un gesto que parecía indicar que consideraba de mal gusto aquella impertinente pregunta.
– Es posible, pero nunca habló de ello. Fue ella la que sugirió que tal vez Puerta Abierta podría buscarnos un mozo, y que era una manera de hacer una obra de caridad. Estamos muy contentos de Albert Philby. Es uno más de la familia. Nunca me arrepentí de haberlo admitido.
– Y claro, te sale barato -interrumpió Millicent-. Además, era o Philby o nadie, ¿verdad? No tenías mucha suerte en la oficina de empleo cuando los que se presentaban descubrían que ofrecías cinco libras netas a la semana. A veces pienso que no sé por qué se queda Philby.
La entrada de Philby en persona impidió que se siguiera tratando este punto. Ya debía de haber llegado a sus oídos la muerte de la señorita Willison porque no demostró sorpresa alguna al encontrar la habitación llena de gente ni dio la más mínima explicación de su presencia. Se situó junto a la puerta a la manera de un vergonzoso e imprevisible perro guardián. Los presentes actuaron como si hubieran decidido que lo más prudente sería no prestarle atención. Wilfred se volvió hacia Eric Hewson.
– ¿Puede hacer un diagnóstico sin autopsia? Me estremece la idea de que la diseccionen, el ultraje, la impersonalidad que ello representa. Era tan sensible con respecto a su cuerpo, tan recatada, de un modo que hoy en día ya no se comprende. Una autopsia es lo último que hubiera deseado.
– Bueno, pues es lo último que van a hacerle, ¿no? -dijo Julius ásperamente.
Dot Moxon habló por vez primera. Se dirigió hacia él furiosa, con el rostro enrojecido y las manos crispadas.
– ¡Cómo se atreve! ¡A usted ni le va ni le viene! Le da lo mismo que esté viva o muerta, igual que los demás pacientes. Sólo nos usa para sus propios propósitos.
– ¿Que yo los uso? -Los ojos grises parpadearon y se agrandaron; Dalgliesh casi percibía cómo se ensanchaban los iris. Julius se quedó mirando fijamente a Dot con ira incrédula.
– ¡Sí, nos usa! ¡Nos explota! Le divierte, ¿verdad?, venir a Toynton Grange de visita cuando Londres empieza a aburrirlo, tratar a Wilfred condescendientemente, fingir que le da consejos, repartir amenazas entre los internos como Papá Noel. Comparar su salud con la deformidad de ellos lo llena de satisfacción, refuerza su ego. Pero se cerciora bien de no esforzarse demasiado. La amabilidad a usted nada le cuesta. Sólo invita a Henry a su casa. Pero claro, Henry era importante en su tiempo, ¿no? Los dos tienen chismes que contarse. Usted es el único que tiene vista al mar, pero no nos invita a llevar las sillas a su patio. ¡Ni hablar! Eso sí que podría haberlo hecho por Grace, invitarla a su casa de vez en cuando, permitirle contemplar tranquilamente el mar. No era tonta, ¿sabe? Quizás incluso hubiera disfrutado de su conversación. Pero eso hubiera echado a perder la elegancia de su patio, ¿verdad?, una mujer fea de mediana edad en una silla de ruedas. Y ahora que ha muerto, viene aquí y pretende darle consejos a Eric. ¡Por Dios santo, cállese!
Julius se echó a reír incómodo. Aparentemente se controlaba, pero habló con voz aguda y quebrada.
– No sé qué he hecho para merecer esta diatriba. No era consciente de que al comprarle una casa a Wilfred me hacía responsable de Grace Willison ni de alguien de Toynton Grange. Sin duda es un golpe para usted, Dot, perder otro paciente tan poco tiempo después de perder a Victor, pero, ¿por qué tiene que arremeter contra mí? Todos sabemos que está enamorada de Wilfred y no me cabe la menor duda de que es muy ingrato para usted, pero no es mi culpa. Es posible que yo resulte algo ambivalente en cuanto a preferencias sexuales, pero no pienso competir por él, se lo aseguro.
De repente, Dot se precipitó hacia él y echó el brazo atrás para propinarle una bofetada, en un gesto a la vez teatral y absurdo. Pero antes de que lo alcanzara, Julius la agarró de la muñeca. Dalgliesh se sorprendió de la rapidez y la efectividad de su reacción. La tensa mano, blanca y temblorosa por el esfuerzo, sujetaba la de la mujer con una depravación musculosa, de modo que parecían dos contendientes desiguales enzarzados en una conflictiva escena. De pronto, se echó a reír y la soltó. Bajó la mano lentamente, con los ojos todavía fijos en ella, y comenzó a frotarse y retorcerse la muñeca. Luego volvió a reírse con un sonido peligroso y dijo con suavidad:
– ¡Cuidado! ¡Cuidado! Que yo no soy un enfermo geriátrico, ¿sabe?
Ella resolló, y sollozando, salió pesadamente de la habitación; una figura desgarbada, patética, pero no ridícula. Philby salió tras ella y su marcha despertó tan poco interés como su llegada.
– No debería haber dicho eso, Julius -dijo Wilfred con tranquilidad.
– Lo sé. Ha sido imperdonable. Lo siento. Le pediré perdón a Dot cuando nos hayamos calmado.
La brevedad, la ausencia de autojustificación y la aparente sinceridad de la disculpa los silenció a todos.
– Me imagino que la señorita Willison hubiera encontrado esta disputa en torno a su cuerpo mucho más escalofriante que lo que le pueda pasar en la funeraria -comentó Dalgliesh.
Sus palabras le recordaron a Wilfred el asunto que estaban tratando, y se volvió hacia Eric Hewson.
– Con Michael no tuvimos tantos problemas, extendió el certificado sin la más mínima traba.
Dalgliesh detectó el primer matiz malhumorado en su tono de voz.
– Entonces sabía de qué había muerto -explicó Eric-. Lo había visitado esa misma mañana. Después del primer ataque al corazón era cuestión de tiempo. Michael se estaba muriendo.
– Como todos -dijo Wilfred-. Como todos.
El piadoso tópico pareció irritar a su hermana, que habló por vez primera.
– No seas ridículo, Wilfred. Yo no me estoy muriendo y tú te disgustarías mucho si te lo comunicaran. En cuanto a Grace, siempre me había parecido más enferma de lo que cualquiera parecía creer. Quizás ahora os daréis cuenta de que no son los que arman más jaleo los que necesitan más atenciones. -Y volviéndose hacia Dalgliesh, añadid»-: ¿Qué ocurrirá exactamente si Eric no extiende el certificado? ¿Quiere eso decir que volveremos a tener a la policía aquí?
– Probablemente sí, vendrá un policía, un policía corriente. Será el enviado del juez investigador y vendrá a hacerse cargo del cadáver.
– ¿Y después?
– El juez ordenará la autopsia. Según el resultado, o bien se extenderá el certificado de defunción u ordenará una investigación oficial.
– Es todo tan horrible, tan innecesario… -dijo Wilfred.
– Es la ley, y el doctor Hewson lo sabe.
– ¿Qué quiere decir que es la ley? Grace murió de esclerosis múltiple, todos lo sabemos. ¿Qué más da si tenía alguna otra enfermedad? Ahora Eric ya no puede tratarla ni hacer algo para ayudarla. ¿Qué quiere decir?
– El médico que atiende a un paciente durante la última enfermedad ha de firmar y entregar en el registro un certificado reglamentario en el que conste cuál ha sido, a su entender, la causa de la muerte -explicó pacientemente Dalgliesh-. Al mismo tiempo ha de entregar a una persona autorizada, que podría ser el ocupante de la casa en que se ha producido la muerte, una notificación de que ha firmado tal certificado. No hay regla alguna que diga que un médico deba informar de una muerte al juez, pero lo usual es hacerlo en caso de duda. Cuando un médico informa de una muerte al juez no se libera del deber de extender el certificado de la causa de la muerte, pero puede hacer constar en el impreso que ha comunicado la muerte para que el registrador sepa que ha de retrasar la inscripción hasta que el juez se lo indique. Según la sección 3.a del Decreto de 1887, un juez tiene el deber de abrir una investigación siempre que se le informe de que se ha producido en su jurisdicción una muerte que pueda ser considerada violenta, no natural, una muerte repentina cuya causa sea desconocida, o una muerte sobrevenida en la cárcel o en cualquier lugar o circunstancia que según otro decreto requieran una investigación. Ésta es la ley sin omitir los tediosos detalles, ya que lo pregunta. Grace Willison ha muerto repentinamente y, a juicio del doctor Hewson, la causa es hasta ahora desconocida. Su deber es informar de la muerte al juez. Ello implica la autopsia, pero no necesariamente una investigación.
– Con todo, no me gusta pensar que va a estar destripada en la mesa de operaciones del depósito de cadáveres. -Wilfred empezaba a parecer un niño obstinado.
– Destripada no es exactamente la palabra más adecuada -dijo Dalgliesh fríamente-. Una autopsia es un procedimiento organizado y perfectamente limpio. Ahora, sí me disculpan, voy a desayunar.
De pronto Wilfred hizo un esfuerzo casi físico para serenarse. Se enderezó, cruzó los brazos en el interior de las amplias bocamangas del hábito y guardó unos momentos de meditativo silencio. Eric Hewson lo miró, perplejo, y luego miró a Dalgliesh y a Julius en busca de orientación.
– Eric, más vale que llame al juzgado -dijo por fin Wilfred-. Dot tendría que preparar el cuerpo, pero habrá que esperar a que nos digan qué debemos hacer. Cuando haya telefoneado, por favor comunique a todo el mundo que quiero hablar con la familia inmediatamente después de desayunar. Helen y Dennis están ahora con ellos. Millicent, ¿tendrías la amabilidad de ir a ver cómo está Dot? Julius, querría hablar con usted, y con Adam Dalgliesh.
Permaneció un momento con los ojos cerrados al pie del lecho de Grace. Dalgliesh se preguntó si estaría rezando. Seguidamente salió de la estancia seguido de los demás. Mientras andaban, Julius susurró casi sin mover los labios:
– Desagradable reminiscencia de aquellas llamadas al despacho del director. Deberíamos haber hecho acopio de fuerzas desayunando antes.
Una vez en el despacho, Wilfred no perdió el tiempo.
– La muerte de Grace significa que he de tomar una decisión antes de lo que esperaba. No podemos seguir adelante sólo con cuatro pacientes. Por otra parte, no puedo admitir a alguien de la lista de espera si esto no va a seguir abierto. Celebraré un consejo de familia después del entierro de Grace. Creo que lo correcto es esperar hasta entonces. Si no surgen complicaciones, supongo que será antes de una semana. Me gustaría que ambos participaran y nos ayudaran a tomar la decisión.
– Eso es imposible, Wilfred -dijo Julius de inmediato-. No tengo el menor interés, me refiero en el sentido legal. Sencillamente, no es cosa mía.
– Vive aquí. Siempre le he considerado de la familia.
– Muy amable por su parte y me siento muy honrado, pero no es cierto. No soy de la familia y no tengo derecho a votar sobre una cuestión que no me afecta en absoluto. Si decide vender, y no lo culparía por ello, seguramente yo también venderé. No me apetece vivir aquí si esto se convierte en un camping. Pero me da igual. Sacaré un buen pellizco de algún ejecutivo listo de la región central a quien le importe un comino la paz y la tranquilidad que instalará un elegante bar en la sala de estar y pondrá un mástil en el patio. Yo seguramente buscaré una casita en la Dordoña después de investigar con atención los tratos que haya hecho el dueño con Dios o con el diablo. Lo siento, pero es un no definitivo.
– ¿Y usted, Adam?
– Yo todavía tengo menos derecho a opinar que Court. Esto es un hogar para los pacientes. ¿Por qué habría de decidir su futuro, al menos en parte, un visitante fortuito?
– Porque yo confío en su buen juicio.
– No tiene por qué. En este asunto, más le vale confiar en su contable.
– ¿Va a invitar a Millicent al consejo familiar? -preguntó Julius.
– Naturalmente. Quizá no siempre me ha prestado el apoyo que esperaba yo, pero pertenece a esta familia.
– ¿Y a Maggie Hewson?
– No -dijo Wilfred lacónicamente.
– No le va a gustar. Y, ¿no es un poco injuriante para Eric?
– Puesto que acaba de dejar claro que no considera que este asunto le concierna en modo alguno, ¿por qué no me permite decidir lo que es injuriante o no para Eric? -replicó Wilfred en tono magistral-. Y ahora, si me disculpan, he de ir a desayunar con la familia.
Mientras salían del despacho de Wilfred, Julius dijo bruscamente, como llevado de un impulso:
– Venga a desayunar a casa. Al menos a tomar una copa. O, si es demasiado pronto para tomar alcohol, un café. Por favor, no me diga que no. He empezado el día enfadado conmigo mismo y no quiero quedarme solo.
La invitación se aproximaba demasiado a una súplica para negarse.
– Si me permite cinco minutos… -dijo Dalgliesh-. Quisiera hablar con una persona. Espéreme en el vestíbulo.
Gracias al recorrido de la casona que había hecho el primer día recordaba dónde se hallaba la habitación de Jennie Pegram. Pensó que quizá no era el mejor momento para hacer aquella visita, pero no podía esperar. Cuando llamó percibió un matiz de sorpresa en el «adelante» con que respondió. Estaba sentada en la silla de ruedas enfrente del tocador, con la rubia melena suelta sobre los hombros. Dalgliesh sacó el anónimo de la cartera, avanzó desde detrás y se lo puso sobre la mesa. Sus ojos se encontraron en el espejo.
– ¿Escribió usted esto?
Jennie dejó que su mirada se posara en él sin cogerlo. Parpadeó y una mancha roja comenzó a avanzar por su cuello como una ola. Dalgliesh oyó el siseo de una inspiración, pero al hablar lo hizo con calma.
– ¿Por qué iba a escribirlo yo?
– Podría sugerir varias razones. Pero, ¿lo escribió o no?
– ¡Claro que no! Es la primera vez que lo veo. -Volvió a mirarlo con desprecio-. Es… es una estupidez, una niñería.
– Sí, está muy poco logrado. Supongo que lo redactarían con prisas. Ya me había imaginado que le parecería bastante deficiente; no tan emocionante ni imaginativo como los demás.
– ¿Los demás?
– Venga, empecemos por el de Grace Willison. De ése puede estar orgullosa. Un esfuerzo imaginativo, elaborado con ingenio para echar por tierra el placer del único amigo que había hecho aquí, y lo suficientemente desagradables para asegurarse de que le daría vergüenza enseñárselo a alguien, excepto, claro, a un policía. En lo que se refiere a obscenidad, disfrutamos de una dispensa casi médica.
– ¡No era capaz! Y no sé de qué me habla.
– ¿Ah, no? Lástima que no pueda preguntárselo. ¿Sabía que ha muerto?
– Eso nada tiene que ver conmigo.
– Afortunadamente para usted, no creo. No era de los que se suicidan. Me pregunto si ha tenido la misma suerte, o desgracia, con las demás víctimas, con Victor Holroyd, por ejemplo.
El terror que la embargó era inconfundible. Las finas manos retorcían el mango del cepillo en un gesto de desesperación.
– ¡No fue mi culpa! ¡Yo no le escribí a Victor! ¡Yo no le escribí nada a nadie!
– No es tan lista como se cree. Se olvidó de las huellas dactilares. Quizá no cayó en la cuenta de que los laboratorios de la policía pueden detectarlas en el papel. Y además está la cuestión del tiempo. Todas las cartas han sido recibidas desde que usted llegó a Toynton Grange. La primera se recibió antes de que ingresara Ursula Hollis, creo que podemos descartar a Henry Carwardine y sé que han dejado de recibirse después de la muerte del señor Holroyd. ¿Se debe eso a que se arrepintió de haber llegado tan lejos? ¿O esperaba que se culpara al señor Holroyd? Pero la policía sabe que no fueron escritos por un hombre. Y está también la prueba de la saliva. Analizándola se puede determinar el grupo sanguíneo del ochenta y cinco por ciento de la población. Es una lástima que no lo supiera cuando chupó las solapas de los sobres.
– ¿Los sobres? Pero si no…
Se quedó mirando a Dalgliesh con la boca abierta y los ojos dilatados de terror. El rubor desapareció y se volvió pálida.
– No, no iban en ningún sobre. Los papeles iban doblados y metidos en el libro que estaba leyendo la víctima. Pero eso no lo saben más que las víctimas y usted.
– ¿Qué piensa hacer? -dijo ella sin mirarlo.
– Todavía no lo sé.
Y no lo sabía. Sentía una mezcla de culpabilidad, ira y turbación que le resultaba extraña. Había sido tan fácil engañarla, tan fácil y tan despreciable. Se vio con la misma claridad que si fuera un espectador, sano y capaz, juzgando magistralmente la debilidad de ella, emitiendo la advertencia de rigor desde el estrado, retrasando la sentencia. La escena era repugnante. Jennie le había causado dolor a Grace Willison, pero al menos tenía alguna excusa psicológica. ¿Qué proporción de su propia cólera y repugnancia derivaba de un sentimiento de culpa? ¿Qué había hecho él para aportar un poco de felicidad a los últimos días de Grace Willison? Sin embargo, había que hacer algo con ella. Ahora no era probable que cometiera alguna otra fechoría en Toynton Grange, pero ¿y en el futuro? Además, Henry Carwardine tenía derecho a saberlo, lo mismo, se podía argüir, que Wilfred y el Ridgewell Trust si se hacía cargo de la residencia. Otros argumentarían también que la chica necesitaba ayuda. Propondrían la ortodoxa solución de la época, mandarla a un psiquiatra. No sabía qué hacer. No confiaba mucho en tal remedio. Quizás ello la satisfaría en su vanidad y contribuiría a que se tomara en serio su necesidad de darse importancia. Pero si las víctimas habían resuelto guardar silencio, aunque sólo fuera para proteger a Wilfred de la preocupación, ¿qué derecho tenía a despreciar sus motivos o a traicionar la confianza que habían depositado en él? En su trabajo estaba acostumbrado a observar reglas. Aun después de tomar una decisión poco ortodoxa, cosa que no era infrecuente, las cuestiones morales -si es que era lícito usar esa palabra, que él nunca había usado- eran siempre claras y nada ambiguas. Su enfermedad debía de haberle debilitado la voluntad y el juicio, así como la fortaleza física, para que se dejara vencer por aquel nimio problema. ¿Debía dejar una nota sellada para que la abriera Anstey o su sucesor en caso de que se produjeran futuros problemas? Realmente era ridículo caer en tan débil e histriónica medida. Por Dios santo, ¿por qué no podía tomar una decisión expeditiva? Pensó que ojalá hubiera estado vivo el padre Baddeley, pues hubiera podido depositar en sus frágiles hombros aquel particular peso.
– Dejaré en sus manos el comunicar a las víctimas, a todas, que fue la autora de los anónimos. Y más vale que se cerciore de que no se repita. Puede inventarse la excusa que prefiera. Ya sé que debe de echar de menos el revuelo y la atención de que era objeto en el hospital donde estaba antes, pero, ¿por qué sustituir eso haciendo sufrir a otras personas?
– Me odian.
– ¡Qué la van a odiar! Es usted la que se odia a sí misma. ¿Ha escrito anónimos a alguien más, aparte de a la señorita Willison y el señor Carwardine?
Lo miró furtivamente desde abajo.
– No, sólo esos dos.
Seguramente mentía, pensó él con fastidio. Era muy probable que Ursula Hollis también hubiera recibido el suyo. ¿Sería beneficioso o perjudicial preguntárselo?
Oyó la voz de Jennie Pegram, más firme, más segura, que alzó el brazo izquierdo y comenzó a cepillarse el pelo echándose los mechones ante la cara.
– Aquí a nadie le importo. Todos me desprecian. No querían que viniera. Y yo tampoco quería venir. Usted podría ayudarme, pero le da igual. Ni siquiera le interesa escuchar.
– Dígale al doctor Hewson que la mande a un psiquiatra y hágale sus confidencias a él. A los psiquiatras les pagan para que escuchen a los neuróticos hablar de sí mismos, a mí no.
En cuanto cerró la puerta se arrepintió de su crueldad. Pero sabía a qué se debía, al repentino recuerdo del feo y mezquino cuerpo de Grace Willison enfundado en el camisón barato. Hacía bien en dejar aquel trabajo si no era capaz de impedir que la compasión y la ira destruyeran su distanciamiento, pensó despreciándose a sí mismo. ¿O era Toynton Grange? «Esto me está atacando los nervios», se dijo.
Mientras avanzaba con paso rápido por el corredor se abrió la puerta del dormitorio contiguo al de Grace Willison y vio a Ursula Hollis, que lo llamó con un gesto y apartó la silla de la puerta para dejarle paso.
– Nos han dicho que esperemos en las habitaciones. Grace ha muerto.
– Sí, lo sé.
– ¿Que ha sido? ¿Qué ha pasado?
– Nadie lo sabe todavía. El doctor Hewson está disponiendo la autopsia.
– No se habrá suicidado, ¿verdad?
– No, seguro que no. Parece que ha muerto mientras dormía tranquilamente.
– ¿Quiere decir como el padre Baddeley?
– Sí, igual que el padre Baddeley.
Hicieron una pausa y se miraron.
– ¿Oyó alguna cosa anoche? -preguntó Dalgliesh.
– ¡No, no! ¡Nada! Dormí muy bien, es decir, después que viniera Helen a ayudarme.
– ¿Lo hubiera oído si hubiera gritado o alguien hubiera entrado en su cuarto?
– Sí, seguro, de haber estado despierta. A veces no me dejaban dormir sus ronquidos. Pero no la oí gritar, y se durmió antes que yo. Apagué la luz antes de las doce y media y pensé que estaba muy callada.
Dalgliesh se dirigió a la puerta, pero se detuvo con la sensación de que ella no deseaba que se fuera.
– ¿La preocupa algo? -preguntó.
– No, no, nada. Es sólo la curiosidad por lo de Grace, la incertidumbre. Son todos tan misteriosos… Pero, si van a hacerle la autopsia… quiero decir que la autopsia nos dirá cómo ha muerto.
– Sí -repuso él sin convicción, como tranquilizándose a sí mismo igual que a ella-, la autopsia nos lo dirá.
Julius lo esperaba solo en el vestíbulo y abandonaron juntos la casona para internarse en el luminoso aire matutino, abstraídos, un poco distanciados, con los ojos fijos en el camino. Ninguno de los dos habló. Como si estuvieran unidos por una cuerda invisible, avanzaban a una distancia bien medida hacia el mar. Dalgliesh agradecía el silencio de su compañero. Pensaba en Grace Willison, trataba de comprender y de analizar la raíz de su preocupación y desasosiego, emociones que le parecían tan ilógicas que rozaban la perversidad. Su cuerpo no presentaba señales visibles, no había lividez ni petequias en el rostro, nada fuera de lugar en su habitación, nada inusual excepto la ventana abierta. Había permanecido allí tornándose rígida en la inmovilidad de la muerte natural. ¿A qué entonces aquellas irracionales sospechas? Era un policía profesional, no un clarividente. Se basaba en las pruebas, no en la intuición. ¿Cuántas autopsias se efectuaban en un año? Más de ciento setenta mil, ¿no? Ciento setenta mil muertes que requerían al menos cierta investigación preliminar. La mayoría de ellas tenía un móvil evidente, al menos para una persona. Los patéticos despojos de la sociedad eran los únicos que nada tenían que dejar, por mezquino que fuera, por inapetecible que resultara a ojos más elevados. Toda muerte beneficiaba a alguien, liberaba a alguien, quitaba un peso de los hombros de alguien, ya fuera responsabilidad, el dolor del sufrimiento indirecto o la tiranía del amor. Toda muerte era sospechosa si se miraba tan sólo el móvil, del mismo modo que toda muerte, en última instancia, era una muerte natural. El viejo doctor Blessington, uno de los primeros y más insignes médicos forenses, se lo había enseñado. La última autopsia de Blessington había sido la primera del joven detective Dalgliesh. Las manos de ambos temblaban, aunque por razones distintas; sin embargo, el anciano actuó con la firmeza de siempre una vez hubo practicado la primera incisión. Sobre la mesa descansaba el cuerpo de una prostituta pelirroja de cuarenta años. El ayudante, con dos pasadas de las manos enguantadas, había limpiado la cara de sangre, de polvo, de la masa de pintura y maquillaje, y la había dejado pálida, vulnerable, anónima. Una mano fuerte y viva, no muerta, había borrado de ella toda personalidad. El anciano Blessington demostró su habilidad:
– Ve usted, joven, el primer golpe, detenido con la mano, pasó por el cuello hacia el hombro derecho. Mucha sangre, mucho aparato, pero poco daño. El segundo, cruzado y hacia arriba, dañó la tráquea. Murió de conmoción, pérdida de sangre y asfixia, seguramente en ese mismo orden por el aspecto del timo. Cuando los ponemos sobre la mesa, joven, la muerte no natural no existe.
Natural o no natural, él ya nada tenía que ver con aquello. Resultaba irritante que, con una voluntad tan firme, su mente precisara de una constante confirmación, que se resistiera tan obstinadamente a inhibirse de los problemas. ¿Qué justificación podía tener para dirigirse a la policía local con la pretensión de quejarse de que la muerte se estaba volviendo una cosa demasiado común en Toynton? Un anciano sacerdote que moría de una afección cardiovascular, sin enemigos, sin posesiones, excepto una modesta fortuna caritativamente legada al nombre que lo protegía, un notable filántropo cuyo carácter y reputación eran irreprochables. ¿Y Victor Holroyd? ¿Qué iba a hacer la policía respecto a esa muerte que no hubieran hecho ya del modo más competente? Se habían investigado los hechos, el jurado se había pronunciado. Holroyd había sido enterrado, el padre Baddeley incinerado. Lo único que quedaba era un féretro de huesos rotos, carne en putrefacción y un puñado de polvo gris y arenoso en el cementerio de Toynton; dos secretos más añadidos a los ya enterrados en aquella tierra consagrada. Todos ellos escapaban ahora a la solución humana.
Y luego la tercera muerte, la que seguramente todos los habitantes de Toynton Grange esperaban, fieles a la teurgia de que la muerte se produce siempre de tres en tres. Ya todos podían descansar. Y él también podía descansar. El juez ordenaría la autopsia y a Dalgliesh le cabían pocas dudas sobre el resultado. Sin tanto Michael como Grace Willison habían sido asesinados, su asesino era demasiado listo para dejar huellas. ¿Por qué iba a dejarlas? Con una mujer frágil, enferma y vencida por la enfermedad, tenía que haber sido tan fácil, sencillo y rápido como el gesto de ponerle una mano encima de la nariz y la boca. Nada justificaría la interferencia de él. No podía decir: «Yo, Adam Dalgliesh, he tenido uno de mis famosos presentimientos. No estoy de acuerdo con el juez, con el forense, con la policía, con los hechos. Exijo, a la luz de esta nueva muerte, que los huesos incinerados del padre Baddeley sean resucitados y obligados a confesar su secreto».
Habían llegado a Toynton Grange Cottage. Dalgliesh siguió a Julius alrededor de la casa hasta el porche que unía directamente el patio con la sala de estar. Julius no había cerrado la puerta con llave. Abrió y se hizo a un lado para que Dalgliesh pudiera entrar primero. Entonces los dos se quedaron paralizados, inmóviles. Alguien había entrado antes que ellos. El busto de mármol que representaba al niño sonriente estaba hecho añicos.
Todavía sin hablar, avanzaron juntos cautelosamente sobre la moqueta. La cabeza, despedazada hasta el anonimato, yacía entre un holocausto de fragmentos de mármol. La alfombra gris oscuro estaba adornada con relumbrantes cuentas de piedra. Anchas cintas de luz procedentes de las ventanas y la puerta cruzaban la habitación y las afiladas hebras de los rayos centelleaban como millares de estrellas infinitesimales. Parecía que al principio la destrucción había sido sistemática. Las dos orejas habían sido limpiamente desprendidas y yacían juntas, obscenos objetos que rezumaban sangre invisible, mientras que el ramo de flores, tan delicadamente esculpido que las azucenas parecían temblar de vida, permanecía a corta distancia de la mano, como si lo hubieran lanzado gentilmente al aire. Una daga de mármol en miniatura se había clavado en el sofá, un microcosmos de violencia.
La calma reinaba en la habitación; su ordenado confort, el comedido tictac del reloj de la repisa de la chimenea, el insistente golpeteo del mar, todo realzaba la sensación de ultraje, la crudeza de la destrucción y el odio.
Julius se arrodilló y cogió una piedra informe que había sido la cabeza del niño. Al cabo de un segundo la dejó caer y rodó torpemente, en línea oblicua, por el suelo hasta topar con la pata del sofá. Todavía sin hablar, alargó el brazo, cogió el ramillete de flores y lo acunó suavemente. Dalgliesh advirtió que temblaba; estaba muy pálido y la frente, inclinada sobre la escultura, le brillaba de sudor. Parecía un hombre conmocionado.
Dalgliesh se acercó a una mesa sobre la que había una botella de whisky y sirvió un generoso vaso. Sin decir palabra, se lo entregó a Julius. El silencio del hombre y el temible temblor le preocupaban. Cualquier cosa, pensó, un acceso de violencia, un ramalazo de rabia, un arranque de obscenidad, sería mejor que aquel silencio sobrenatural. Pero cuando Julius habló, lo hizo con voz calmada. Rechazó el vaso con un gesto negativo de la cabeza y dijo:
– No, gracias. No necesito beber. Quiero saber qué siento, quiero saberlo aquí dentro, en el estómago, no sólo en la cabeza. No quiero que mi cólera se aplaque, ¡y tampoco necesito estimularla! Piénselo Dalgliesh. Este gentil muchacho murió hace trescientos años. El mármol debió de esculpirse muy poco después. Durante trescientos años no tuvo más uso práctico que proporcionar consuelo y placer y recordarnos que somos polvo. Trescientos años. Trescientos años de guerra, revolución, violencia y codicia. Pero ha sobrevivido, ha sobrevivido hasta este año de gracia. Bébaselo usted, el whisky, Dalgliesh. Levante el vaso y brinde por la era del saqueador. No podía saber que estaba aquí, a no ser que mirara y fisgara en mi ausencia. Cualquier cosa mía hubiera servido. Podría haber destruido cualquier cosa, pero cuando ha visto esto, no ha podido resistirse. Ninguna otra cosa le hubiera proporcionado una exaltación semejante de la destrucción. No es sólo odio hacia mí, ¿sabe? El que lo haya hecho, odiaba también esto porque proporcionaba placer, fue hecho con una intención, no era simplemente un terrón de arcilla lanzado contra una pared, un chorro de pintura estampado contra un lienzo, un trozo de piedra cincelado en forma de curvas inocuas. Tenía gravedad e integridad. Nacía del privilegio y la tradición, y contribuía a ellos. ¡Dios! No debería haberlo traído aquí, entre estos bárbaros.
Dalgliesh se arrodilló junto a él. Cogió dos fragmentos de un antebrazo y los hizo encajar como en un rompecabezas.
– Seguramente sabemos, con un margen de unos minutos, cuándo lo han hecho. Sabemos que se requería fuerza, y él o ella, habrán usado un martillo. Tiene que haber pistas. Y no ha podido venir hasta aquí y regresar en tan corto intervalo. O se ha escapado por el camino de la playa o ha venido en furgoneta y luego ha ido a buscar el correo. No será difícil descubrir quién es el responsable.
– Dios mío, Dalgliesh, tiene alma de policía, ¿eh? ¿Cree que eso me consuela?
– A mí me consolaría; pero, claro, como dice usted, es una cuestión de alma.
– No pienso llamar a la policía si eso es lo que sugiere. No necesito que la bofia local me diga quién ha sido. Ya lo sé, y usted también, ¿no?
– No. Podría darle una listita de sospechosos por orden de probabilidades, pero no es lo mismo.
– Ahórrese la molestia. Yo sé quién es y lo meteré en cintura a mi manera.
– Y supongo que también le dará la satisfacción de ver cómo lo acusan de asalto o de lesiones graves.
– Usted no se mostraría muy comprensivo, ¿verdad? Ni el juez tampoco. La venganza es mía, dijo la Comisión Real de la Paz. Un chico malo y destructivo, un pobre desgraciado. Cinco libras de multa y que salga en libertad condicional. ¡No se preocupe! No pienso hacer algo imprudente. Me tomaré mi tiempo, pero le ajustaré las cuentas. Y que no se me acerquen sus compinches, que no tuvieron lo que se dice un éxito fulgurante cuando investigaron la muerte de Holroyd. Que no metan sus torpes dedos en mis asuntos. -Mientras se ponía en pie, añadió con malhumorada terquedad, casi como si acabara de pensarlo-: Además, no quiero más polis por aquí de momento, ahora que acaba de morir Grace Willison. Wilfred ya tiene demasiados quebraderos de cabeza. Limpiaré todo esto y le diré a Henry que me he llevado la escultura a Londres. Aquí no viene nadie más, gracias a Dios, de modo que ahorraré las usuales condolencias insinceras.
– Me sorprende tanto interés por la tranquilidad mental de Wilfred -dijo Dalgliesh.
– Me lo imagino. Según su manual, soy un egoísta malnacido. Trae la descripción completa de los egoístas malnacidos, pero yo no encajo del todo. Por lo tanto, ha de haber una causa.
– Siempre hay una causa.
– Pues, ¿cuál es? ¿Estoy de ninguna manera en la nómina de Wilfred? ¿Acaso falsifico la contabilidad? ¿Tiene alguien algo contra mí? ¿Hay quizás algo de verdad en las sospechas de Moxon? ¿O quizá soy hijo ilegítimo de Wilfred?
– Incluso un hijo ilegítimo podría pensar que merece la pena causarle un poco de desasosiego a Wilfred para descubrir quién ha hecho esto. ¿No es demasiado escrupuloso? Wilfred ha de saber que alguien de Toynton Grange, seguramente uno de sus discípulos, casi lo mata, intencionadamente o no. Supongo que se tomaría con bastante filosofía que hayan destruido la escultura.
– No hace falta que se lo tome de ninguna manera. No va a saberlo. No puedo explicarle lo que yo mismo no entiendo, pero le debo una consideración a Wilfred. Es muy vulnerable y patético. Además, de nada serviría. Si quiere que se lo diga, me recuerda en cierto modo a mis padres. Regentaban una tiendecita en Southsea. Luego, cuando yo tenía unos catorce años, abrieron un supermercado al lado y se arruinaron. Antes lo intentaron todo, no querían ceder. Fiaban cuando sabían que no iban a cobrar; hacían ofertas cuando el margen del beneficio era prácticamente nulo; se pasaban horas arreglando el escaparate después de cerrar; regalaban globos a los niños. Daba lo mismo. Todo era absolutamente inútil y fútil. No podían tener éxito. Yo hubiera podido soportar su fracaso, lo que no podía soportar era su esperanza.
Dalgliesh pensó que, en parte, lo entendía. Entendía lo que decía Julius. «Aquí estoy yo, joven, rico y sano. Sé ser feliz. Podría ser feliz si el mundo fuera como yo quiero que sea; si los demás no insistieran en estar enfermos, en ser deformes, en sufrir dolores, en ser inútiles, derrotados, engañados; o si pudiera ser ese poquito más egoísta que me hace falta ser para que no me importe; si no existiera la torre negra.»
– No se preocupe por mí -oyó decir a Julius-. Recuerde, estoy afligido. ¿No dicen que los afligidos siempre han de luchar para salir de su aflicción? El tratamiento apropiado es una distante compasión y alimentos en abundancia. Más vale que desayunemos algo.
– Si no piensa llamar a la policía, recojamos esto -dijo Dalgliesh.
– Voy a buscar el cubo de la basura. No soporto el ruido del aspirador.
Desapareció en su inmaculada y bien equipada cocina y regresó con una pala y dos cepillos. En extraña camaradería, se agacharon juntos para emprender la tarea. Pero los cepillos eran demasiado blandos para extraer las astillas de mármol y tuvieron que recogerlas laboriosamente una a una.
El médico forense era un registrador que sustituía al titular. Si al llegar allí esperaba que aquellas tres semanas de paréntesis en el oeste del país fueran menos arduas que su empleo de Londres, se equivocaba. Cuando sonó el teléfono por décima vez aquella mañana, se quitó los guantes, trató de no pensar en los quince cadáveres desnudos que todavía esperaban en los estantes refrigerados y levantó el auricular filosóficamente. La firme voz masculina, excepto por el agradable acento rural, podía haber sido la voz de cualquier oficial de la policía metropolitana; también las palabras las había oído en otras ocasiones.
– ¿Es usted? Tenemos un cadáver en un campo, a cinco kilómetros al norte de Blandford, que no nos gusta en absoluto. ¿Podría venir?
La llamada pocas veces difería. Siempre tenían un cadáver que no les gustaba, en una zanja, en un campo, en una cuneta, entre los retorcidos hierros de un coche aplastado. Cogió el cuaderno de notas, hizo las preguntas de siempre y oyó las respuestas que esperaba.
– Bueno, Bert, ya la puedes coser -le dijo a su ayudante-. No es cosa del otro mundo. Dile al secretario del juez que ya puede dar la orden para que se hagan cargo. Yo me voy a ver a otro. Prepárame los dos siguientes, ¿de acuerdo?
Echó una última mirada al enflaquecido cuerpo de la mesa de operaciones. Grace Miriam Willison, soltera, de cincuenta y siete años, no había presentado dificultad alguna. Ningún signo externo de violencia, ninguna prueba interna que justificara el envío de las vísceras al laboratorio. Le había comentado con cierto mal humor a su ayudante que si los médicos de cabecera se dedicaban a mandar a sus clientes a un servicio de medicina forense agobiado de trabajo para averiguar cuál de sus diagnósticos era el acertado, más valía que cerraran el servicio. Pero la corazonada del médico tenía fundamento. Se le había pasado una cosa por alto, el neoplasma avanzado de la parte superior del estómago. Sin embargo, ese dato de nada le iba a servir ahora. Eso, la esclerosis múltiple o la dolencia cardíaca la habían matado. Él no era Dios y ya había tomado una determinación. O quizá la mujer había decidido que ya tenía suficiente y había dejado de luchar. En su estado, lo misterioso era que continuara viviendo, no que le sobreviniera la muerte. Empezaba a pensar que la mayor parte de los pacientes morían cuando decidían que les había llegado la hora. Pero eso no se podía poner en el certificado de defunción.
Garabateó una nota final en el expediente de Grace Willison, le dio una última indicación a su ayudante y empujó las puertas oscilantes para dirigirse a otra muerte, otro cadáver, hacia su verdadero trabajo, pensó con algo parecido al alivio.